18

A la mañana siguiente, sentada a la mesa del desayuno frente a Stevie, Carole estaba más callada de lo normal. Mientras Stevie tomaba una tortilla de rebozuelos y varios pains au chocolat, Carole leía el periódico en silencio.

– Para cuando volvamos a casa voy a pesar ciento cincuenta kilos más -se quejó Stevie.

Stevie se preguntaba si Carole se encontraba bien. Apenas había dicho una palabra desde que se había levantado.

– ¿Qué tal fue la cena de anoche? -le preguntó Stevie por fin.

Carole dejó el periódico, se arrellanó en su butaca y suspiró.

– Fue muy bien.

– ¿Adonde fuisteis?

– A L'Orangerie, en la lie Saint Louis. Matthieu y yo íbamos mucho por allí.

Era uno de los restaurantes favoritos de él y también se había convertido en uno de sus preferidos, junto con Le Voltaire.

– ¿Te encuentras bien?

Carole asintió en respuesta a su pregunta.

– Solo estoy cansada. Los paseos me han sentado bien.

Había salido con Matthieu cada día para caminar y charlar durante horas.

– ¿Estaba disgustado por lo del Herald Tribune?

– Un poco. Ya se le pasará. No sé cómo puede ponerse a dar lecciones de ética. Es un milagro que nadie se enterase antes, aunque éramos muy prudentes en aquellos tiempos. Nos jugábamos mucho. Se le había olvidado.

– Seguramente el interés desaparecerá -la tranquilizó Stevie-. De todos modos, nadie puede probar nada ahora. Ha pasado demasiado tiempo.

Carole volvió a asentir. Estaba de acuerdo.

– ¿Lo pasaste bien? -quiso saber Stevie.

Esta vez Carole se encogió de hombros y luego miró a su secretaria y amiga.

– Me pidió que me casara con él.

– ¿Que hizo qué?

– Me lo pidió. Que nos casáramos -repitió.

Stevie se quedó atónita y encantada. Sin embargo, Carole se mostraba completamente inexpresiva.

– ¡Dios! ¿Qué dijiste?

– Dije que no -contestó Carole con una voz dolorosamente tranquila.

Stevie se la quedó mirando.

– ¿De verdad? Me daba la impresión de que aún estabais enamorados y pensé que él trataba de volver contigo.

– Así es. O era.

Carole se preguntaba si él volvería a hablarle. Seguramente estaba ofendido después de lo de la noche anterior.

– ¿Por qué le dijiste que no?

Aunque la presencia de Matthieu le preocupó al principio, ahora Stevie estaba decepcionada.

– Es demasiado tarde. Todo eso es agua pasada. Todavía le quiero, pero me hizo demasiado daño. Fue muy duro. Además, no deseo volver a casarme. Se lo dije anoche.

– Puedo entender las dos primeras razones. No se puede negar que te hizo daño. Pero ¿por qué no quieres volver a casarte?

– Ya lo he vivido todo. Me divorcié, me quedé viuda y me rompieron el corazón en París. ¿Por qué tengo que arriesgarme de nuevo a todo eso? No tengo por qué. Mi vida es más fácil así. Ahora estoy a gusto.

– Ya hablas como yo -comentó Stevie, consternada.

– Tú eres joven, Stevie. Nunca has estado casada. Deberías hacerlo por lo menos una vez, si quieres a Alan lo suficiente para adquirir esa clase de compromiso. Yo quería a los hombres con los que me casé. Jason me dejó. El pobre Sean murió, demasiado joven. No quiero volver a empezar, en especial con un tipo que ya me rompió el corazón una vez. ¿Por qué arriesgarme?

Carole le amaba, pero en esta ocasión quería que su cabeza controlase su corazón. Era más seguro.

– Ya, pero no pretendió portarse mal contigo, por lo que yo entiendo. Al menos según lo que me has dicho. Se vio atrapado en su propio lío. Tenía miedo de dejar a su esposa, era un alto cargo del gobierno y le nombraron para otra legislatura, cosa que complicó las cosas aún más. Pero ahora está retirado del ministerio y ella murió. No es probable que vuelva a meter la pata. Y te hace feliz, o eso parece. ¿Estoy en lo cierto?

– Sí -dijo Carole con sinceridad-, así es, pero me da igual que no vuelva a meter la pata. Si se muere, me quedaré destrozada -dijo desolada-. Es que no quiero volver a poner mi corazón en juego. Duele demasiado.

Ya había sido bastante duro perder a Sean y tratar de recuperarse de nuevo. Habían sido dos años. Y cinco años de tristeza tras dejar a Matthieu en París. Cada día, Carole esperaba que él llamase para decir que había dejado a su esposa y nunca lo hizo. Se quedó. Hasta que ella murió.

– No puedes rendirte sin más -dijo Stevie, entristecida. No se había dado cuenta de que Carole se sintiese así-. No es propio de ti abandonar.

– Ni siquiera quería casarme con Sean. Me convenció él.

Pero entonces yo tenía tu edad. Ahora soy demasiado mayor para casarme.

– ¿A los cincuenta años? No seas ridícula. Solo aparentas treinta y cinco.

– Me siento como si tuviera noventa y ocho. Mi corazón tiene trescientos doce años. Créeme, ha estado a punto de palmarla más de un par de veces.

– ¡Vamos, Carole, no me vengas con esas! Ahora estás cansada porque has pasado por un terrible calvario. Te vi la cara cuando volvimos a París para cerrar la casa. Querías a ese hombre.

– A eso me refiero. No quiero volver a sentirme así. Me quedé destrozada. Cuando me fui de aquí y me despedí de él pensé que moriría. Lloré por él cada noche durante tres años. O dos por lo menos. ¿A quién le hace falta eso? ¿Y si me deja o se muere?

– ¿Y si no es así? ¿Y si eres feliz con él, esta vez de verdad, ni robado ni prestado, ni tampoco escondiéndote? Quiero decir realmente feliz, llevando una relación y una vida como es debido. ¿Vas a arriesgarte a perderte eso?

– Sí -respondió Carole sin un atisbo de duda en la voz.

– ¿Le quieres?

– Sí. Le quiero, por muy asombroso que resulte, incluso para mí, después de tanto tiempo. Creo que es un hombre maravilloso, pero no deseo casarme con él ni con nadie. Quiero ser libre de hacer lo que me plazca. Sé que suena muy egoísta. Puede que siempre haya sido egoísta. Quizá por eso está enfadada Chloe y por eso me dejó Jason por otra. Estaba tan ocupada dedicándome a ser una estrella de cine que tal vez me perdí lo importante. Creo que no, pero nunca se sabe. Crié a mis hijos y quise a mis maridos. Nunca dejé a Sean ni un minuto antes de que muriese. Ahora quiero hacer lo que me apetezca, sin preocuparme por si ofendo a alguien, le fallo, le cabreo o apoyo una causa que no le gusta. Si me apetece subir a un avión e irme a alguna parte, lo hago. Si no quiero llamar a casa, no lo hago. Y todos contentos. De todos modos, ya no hay nadie en casa. Además, quiero escribir mi libro sin preocuparme por si le decepciono o por si piensa que debería estar en otra parte, haciendo lo que le convenga. Hace dieciocho años, habría dado mi vida por Matthieu. Habría renunciado a mi carrera por él si me lo hubiese pedido. También lo habría hecho si me lo hubiese pedido Jason. Quería tener hijos con Matthieu y ser su esposa, pero de eso hace mucho tiempo. Ahora no estoy tan ansiosa por renunciar a todo. Tengo una casa que me gusta, amigos que aprecio, veo a mis hijos siempre que puedo. No quiero quedarme aquí en París, deseando estar en otra parte, y, lo que es peor, con un hombre que podría hacerme daño y ya lo hizo una vez.

– Creía que te gustaba París.

Stevie se quedó atónita ante sus palabras. Tal vez fuese demasiado tarde. No lo creía, pero Carole casi la había convencido.

– Aunque París me encanta, no soy francesa. No quiero que me digan qué le pasa a mi país, el asco que damos los estadounidenses o que no entiendo nada porque vengo de un país distinto, que además es poco civilizado. Matthieu atribuía la mitad de nuestros problemas a las «diferencias culturales» porque yo esperaba que se divorciara a fin de vivir conmigo. Llámalo anticuado o puritano, pero la cuestión es que no quería acostarme con el marido de otra. Quería el mío propio. El me lo debía. Pero se quedó con ella.

Las cosas eran más complicadas, sobre todo debido al puesto que él ocupaba en el gobierno, pero su insistencia en que tener una amante estaba bien era típicamente francesa, y eso a ella siempre le disgustó mucho.

– Ahora es libre. No tendrías que enfrentarte a ese obstáculo. Si le quieres, no entiendo qué te detiene.

– Soy demasiado gallina -dijo Carole tristemente-. No quiero que vuelvan a hacerme daño. Prefiero irme antes de que eso ocurra.

– Eso es triste -dijo Stevie apenada, mirando a su amiga.

– Desde luego. Fue triste hace quince años, cuando le dejé. No te lo puedes imaginar. Los dos estábamos destrozados. Los dos lloramos en el aeropuerto. Pero yo no podía quedarme más tiempo, tal como estaba la situación. Y tal vez ahora sería alguna otra cosa. Sus hijos, su trabajo, su país… No le imagino viviendo fuera de Francia. Y yo no quiero vivir aquí, al menos de forma estable.

– ¿No podéis buscar alguna solución intermedia? -preguntó Stevie.

Carole negó con la cabeza.

– Es más sencillo no hacerlo. Nadie se sentirá decepcionado ni pensará que tiene menos de lo que merece. No nos haremos daño el uno al otro, ni nos insultaremos, ni nos faltaremos al respeto. Creo que los dos somos demasiado mayores.

Había tomado una decisión y nada iba a cambiarla. Stevie sabía cómo era cuando se ponía así. Carole era terca como una muía.

– Entonces, ¿vas a pasar sola el resto de tu vida, con tus recuerdos y viendo a tus hijos unas cuantas veces al año? ¿Qué pasará cuando tengan sus propios hijos y ya apenas tengan tiempo para verte? ¿Y luego qué? ¿Haces una película cada pocos años o abandonas? ¿Escribes un libro, pronuncias un discurso de vez en cuando a favor de alguna causa que tal vez ni siquiera te importe para entonces? Carole, esa es la estupidez más grande que he oído en mi vida.

– Lamento que opines eso. Para mí tiene sentido.

– No lo tendrá dentro de diez o quince años, cuando te sientas sola y te hayas perdido todos estos años con él. Para entonces puede que incluso haya fallecido y habrás desperdiciado la oportunidad de estar con un tipo al que llevas queriendo casi veinte años. Lo vuestro ya ha superado la prueba de la tragedia y el tiempo. Os seguís queriendo. ¿Por qué no aprovecharlo mientras se puede? Todavía eres joven y guapa, y te queda algo de recorrido en tu carrera. Pero cuando eso desaparezca, estarás muy sola. No quiero ver cómo te ocurre eso -dijo Stevie, muy entristecida.

– ¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Renunciar a todo por él? ¿Dejar de ser quien soy? ¿No hacer películas? ¿Abandonar la labor que hago para UNICEF y quedarme aquí, cogida de su manita? No es esa la persona que quiero ser de mayor. Tengo que respetarme y ser fiel a mis convicciones. Si no lo hago yo, ¿quién lo hará?

– ¿No puedes tener ambas cosas? -dijo Stevie-. ¿Tienes que ser Juana de Arco y hacer voto de castidad para serte fiel a ti misma?

Quería que Carole tuviese en su vida algo más que el trabajo para entidades benéficas, las películas esporádicas y las visitas en vacaciones a sus hijos. También merecía ser amada y feliz, y tener compañía durante el resto de sus días o mientras durase el amor.

– Puede que sí -dijo Carole rechinando los dientes.

Stevie la estaba disgustando, lo cual era exactamente lo que ella esperaba, pero le parecía que sus palabras no le llegaban.

Las dos mujeres volvieron a leer el periódico, mutuamente frustradas. Era raro que discrepasen tanto. Ninguna de ellas le habló a la otra hasta que a mediodía vino la doctora a ver a Carole.

La neuróloga se mostró satisfecha de la evolución de su paciente y de lo mucho que había caminado. El tono muscular de sus piernas empezaba a recuperarse, su equilibrio ya era bueno y su memoria mejoraba exponencialmente. La doctora estaba segura de que Carole podría volver a Los Ángeles en la fecha prevista. No había ninguna razón médica que se lo impidiese. La doctora dijo que volvería a visitarla al cabo de unos días y que debía continuar con lo que estaba haciendo. Le dijo unas palabras a la enfermera y luego dijo que regresaba al hospital.

Cuando la doctora se marchó, Stevie pidió el almuerzo para Carole, pero la dejó sola en la mesa y decidió comer en su propia habitación. Estaba demasiado disgustada por lo que Carole le había dicho para poder charlar con ella. Pensaba que Carole estaba cometiendo el mayor error de su vida. El amor no se presentaba todos los días y, si a Carole había vuelto a lloverle del cielo, Stevie pensaba que era un crimen desperdiciarlo, y, lo que era peor, echar a correr porque tenía miedo de que volviesen a hacerle daño.

Carole se aburrió durante la comida. Stevie había dicho que le dolía la cabeza, aunque Carole sospechaba que no era cierto. Después de caminar de un lado a otro del salón de la suite durante un rato se decidió a llamar a Matthieu al bufete, aunque pensó que tal vez hubiese salido a almorzar. Su secretaria se lo pasó de inmediato. Matthieu estaba comiendo un bocadillo en su mesa. Llevaba todo el día de un humor pésimo. Le había contestado mal dos veces a su secretaria y había cerrado de un portazo la puerta de su despacho después de hablar con un cliente que le había fastidiado. Era evidente que no tenía un buen día. Su secretaria nunca le había visto así y se mostró prudente al decirle quién estaba al teléfono. El cogió la llamada enseguida, esperando que Carole hubiese cambiado de opinión.

– ¿Estás demasiado enfadado para hablar conmigo? -preguntó Carole con voz suave.

– No estoy enfadado, Carole -dijo él con tristeza-. Espero que llames para decirme que has cambiado de parecer. La oferta sigue en pie -añadió con una sonrisa.

Estaría en pie para siempre, mientras él viviera.

– Pues no. Sé lo que me conviene. Me asusta demasiado volver a casarme, al menos por ahora, y no quiero. Esta mañana lo he hablado con Stevie. Ella dice que dentro de diez o quince años cambiaré de opinión.

– Para entonces habré muerto -dijo él, impasible.

Carole se estremeció.

– Más te vale que no sea verdad. ¿Qué era eso, una oferta a corto plazo o a largo plazo?

– A largo plazo. ¿Estás jugando conmigo?

Matthieu sabía que se lo merecía. Se merecía todos los golpes que ella le asestara, después de lo que le había hecho en el pasado.

– No estoy jugando contigo, Matthieu. Trato de encontrarme a mí misma y ser fiel a mis convicciones. Te quiero, pero tengo que ser fiel a mí misma; de lo contrario, ¿quién soy yo? Eso es todo lo que tengo.

– Siempre te fuiste fiel a ti misma, Carole. Por eso me dejaste. Te respetabas demasiado para quedarte. Por eso te quiero.

Era un callejón sin salida para ambos, por él entonces y por ella ahora. Siempre estaban atrapados entre opciones imposibles que tenían que ver con el respeto hacia los demás o el respeto hacia uno mismo y, a veces, con ambas cosas al mismo tiempo.

– ¿Quieres cenar conmigo esta noche? -le preguntó ella.

– Me encantaría -contestó él aliviado. Temía no volver a verla antes de que se marchase.

– ¿Vamos a Le Voltaire? -le preguntó Carole-. ¿A las nueve?

Era la hora de cenar habitual en París, incluso un poco temprano.

– Perfecto. ¿Quieres que te pase a buscar por el hotel?

– Nos veremos allí.

Carole era mucho más independiente que en los viejos tiempos, pero a él también le encantaba eso. No había nada en ella que no le encantase.

– Con una condición -añadió de pronto.

– ¿Cuál es?

Matthieu se preguntaba qué se le habría ocurrido.

– No volverás a pedirme que me case contigo.

– Esta noche no, pero no acepto esa condición a largo plazo.

– De acuerdo. Me parece justo.

La respuesta de Carole le llevó a esperar poder convencerla algún día. Tal vez cuando se recuperase por completo de su accidente o cuando terminase el libro. Iba a pedirle otra vez que se casara con él algún día y confiaba en que al final aceptase. Estaba dispuesto a esperar. Ya habían esperado durante quince años; por un poco más no pasaría nada. O incluso mucho más. Matthieu se negaba a rendirse, dijera lo que dijese ella.

Carole llegó a las nueve en punto a Le Voltaire, en el Quai Voltaire. Los escoltas iban en el coche con ella y Matthieu estaba en el umbral del restaurante cuando llegó. Hacía una noche muy clara, con un gélido viento de diciembre que soplaba a su alrededor. Matthieu la besó en la mejilla cuando ella se acercó y Carole levantó la mirada y sonrió. Matthieu solo quería decirle que la amaba. Le parecía que llevaba toda la vida esperándola.

Se sentaron en un rincón del restaurante, muy concurrido a aquellas horas. Un camarero trajo a la mesa crudités y pan tostado y caliente con mantequilla.

Llegaron a los postres sin tocar temas delicados. Después, mientras mordisqueaban unos dulces de moca y chocolate, que según Carole la tendrían despierta toda la noche, Matthieu le dijo por fin lo que pensaba. Había tenido una idea después de hablar con ella esa tarde. Si no estaba dispuesta a acceder al matrimonio, él tenía otro plan.

– Hace tiempo, cuando te conocí, me dijiste que no eras partidaria de vivir con alguien sin estar casada. Eras partidaria del pleno compromiso del matrimonio. Y yo estuve de acuerdo contigo. Al parecer, ya no opinas lo mismo. ¿Qué te parecería un arreglo informal de convivencia, en el que fueses libre de ir y venir? Una especie de política permisiva -le dijo Matthieu con una sonrisa.

Carole continuó comiendo granos de moca. Ya había tomado bastantes para permanecer despierta hasta la semana siguiente, y él también. Pero ¿quién necesitaba dormir cuando el amor y tal vez toda una nueva vida estaban al alcance de la mano?

– ¿Qué significa eso exactamente? -preguntó Carole, mirándole con interés.

Por lo menos, Matthieu era creativo, obstinado y decidido, al igual que ella. Ese carácter les había mantenido juntos años atrás. Eso y el mutuo amor que sentían.

– No lo sé. He pensado que tal vez se nos podría ocurrir algo que funcione para los dos. Si he de serte sincero, yo preferiría casarme contigo. Eso se ajusta a mis nociones de decoro, y además siempre he querido casarme contigo. Me encanta la idea de que seas mi esposa y sé que a ti también te encantaba. Puede que ahora no nos haga falta el papeleo ni los títulos, si eso te limita demasiado. ¿Y si vives conmigo en París durante seis meses y yo vivo contigo en California durante los otros seis meses del año? Podrías ir y venir a tu gusto, viajar, hacer tus proyectos, escribir y ver a tus hijos. Te estaré esperando siempre que quieras. ¿Eso te convendría más?

– No me parece justo para ti -dijo ella con sinceridad-. ¿Qué sacarías tú? Pasarías mucho tiempo solo.

– Te tengo a ti, amor mío -contestó él, dándole una palmadita en la mano-. Eso es todo lo que quiero, y el tiempo que puedas dedicarme, sea el que sea.

– No estoy segura de que vivir juntos me parezca bien, ni siquiera ahora, aunque lo cierto es que fuimos felices. Sin embargo, me resultaba demasiado embarazoso no estar casada contigo y podría volver a ocurrirme.

Además, el arreglo que Matthieu sugería no protegería el corazón de Carole de volver a sufrir, ni a ninguno de ellos de dejar al otro. Pero no había forma de garantizar eso. No había garantías. Carole arriesgaría su corazón en cualquier caso. Sin embargo, las palabras que Stevie le había dicho por la mañana no habían caído en saco roto.

– ¿Qué quieres tú? -preguntó él con sencillez.

– Me da miedo sufrir.

– A mí también -confesó él-. No hay manera de asegurarnos de que no sufriremos. Si nos queremos, quizá tengamos que arriesgarnos. ¿Y si nos limitamos a ir y venir durante un tiempo y vemos cómo funciona? Yo podría ir a visitarte a Los Ángeles después de las fiestas.

Carole sabía que él se iba con sus hijos, y ella misma quería estar con los suyos. Además, con un poco de suerte, asistiría a la boda de Stevie en Las Vegas en Nochevieja.

– Podría viajar el uno de enero, si te parece bien -sugirió Matthieu amablemente-. Podría quedarme el tiempo que te viniese bien y luego tú podrías venir a visitarme a París en primavera. ¿Por qué no probamos a ir de aquí para allá durante un tiempo en función de tus planes y vemos cómo funciona? ¿Qué te parece?

Sabiendo que estaba dispuesto a casarse con ella, a Carole no le dio la impresión de que él estuviese «probándola». Hacía todo lo posible por complacerla y darle el espacio que quería para ser ella misma.

– Interesante -contestó ella con una sonrisa.

No estaba lista para comprometerse a nada, pero con solo mirarle sabía que le amaba. Más que nunca, aunque de forma más sensata. Esta vez se estaba protegiendo a sí misma. Por no hacerlo se había producido el desastre en que se vio envuelta con él la última vez.

– ¿Te gustaría hacer eso? -insistió él, y Carole se echó a reír.

– Tal vez -contestó con una sonrisa, antes de comerse otro puñado de granos de moca.

Matthieu la miró, riéndose por lo bajo. Carole siempre había sido incapaz de resistirse a los granos de moca de aquel restaurante. Eso le recordó viejos tiempos, cuando le tenía despierto toda la noche.

– Te vas a pasar semanas sin poder dormir -la advirtió.

Solo lamentaba que no le tuviese despierto esa noche.

– Lo sé -respondió ella alegremente.

Le gustaba la idea de Matthieu. No le parecía estar vendiendo su alma ni arriesgándose en exceso. Aún podía sufrir porque le amaba, pero quería entrar con cuidado en la relación y ver cómo funcionaba para ambos.

– ¿Puedo ir a verte en enero? -volvió a preguntar él.

Se sonrieron. Las cosas iban mucho mejor que la noche anterior. Matthieu se daba cuenta de que se había precipitado. Después de todo el dolor que le causó años atrás, ahora sabía que debía avanzar despacio para volver a ganarse su confianza. Sabía lo importante que era para Carole respetarse a sí misma. Siempre había sido así. Esta vez no estaba dispuesta a traicionarse por la conveniencia de él o para adaptarse a su vida. Estaba cuidando de sí misma, y no por ello dejaba de amarle.

– Sí -dijo ella con voz suave-. Me encantaría que vinieras. ¿Cuánto tiempo podrías quedarte? ¿Semanas? ¿Días? ¿Meses?

– Seguramente podría organizarme las cosas para quedarme un par de meses, pero no tengo por qué quedarme tanto. Depende de ti.

– Veamos cómo va todo -dijo ella, y Matthieu asintió.

Carole quería mantener las puertas abiertas por si decidía echarse atrás.

– Me parece muy bien -dijo Matthieu, queriendo tranquilizarla.

No quería precipitarse y volver a asustarla. También se recordó que Carole acababa de pasar por un terrible calvario y había estado a punto de morir, por lo que ahora se sentía vulnerable y acobardada.

– Podría venir a París contigo en marzo, después de ir a Tahití con Chloe, y tal vez quedarme aquí durante toda la primavera, en función de los demás aspectos de mi vida -se apresuró a añadir.

– Por supuesto.

Carole era ahora la más ocupada de los dos, sobre todo si él se jubilaba. Por lo pronto iba a tomarse un permiso. El momento era ideal para él. En las próximas semanas acabaría la mayoría de sus proyectos y no había asumido ninguno nuevo. Era como si hubiese intuido que ella volvería a su vida.

Matthieu pagó la cena con un talón y fueron los últimos en abandonar el restaurante. Era tarde, pero habían avanzado mucho. Él había sugerido una solución que Carole podía aceptar. El corazón de ella no quedaría protegido de posibles heridas, pero por otra parte no renunciaría a su vida por él. Eso era para Carole aún más importante que antes.

El la acompañó al hotel mientras el coche de ella les seguía. Estuvo a punto de llevarla por el fatídico túnel cercano al Louvre, pero giró bruscamente en el último momento. Volvía a estar abierto y no quería llevarla por allí. A él casi se le había olvidado, aunque a ella no. Cuando él giró, a Carole se le pusieron los ojos como platos del terror.

– Lo siento -dijo él disculpándose y mirándola con cariño.

No quería hacer nada que la disgustase o asustase, de ninguna forma.

– Gracias -dijo Carole, inclinándose para besarle.

Le gustaban los planes que acababan de hacer y Matthieu estaba contento. Aún no era exactamente lo que él quería, pero sabía que tenía que ganarse su confianza de nuevo, llegar a entender cuáles eran sus necesidades y cómo había cambiado su vida. Estaba dispuesto a hacer lo que fuese con tal de hacerla feliz.

Llegaron al hotel cinco minutos más tarde. Matthieu la estrechó entre sus brazos y la besó antes de salir del coche.

– Gracias, Carole, por volver a darme una oportunidad. No me la merezco, pero te prometo que esta vez no te decepcionaré. Te lo juro.

Ella le besó de nuevo y después Matthieu la acompañó al hotel de la mano.

– ¿Nos vemos mañana?

Ella le miró con una sonrisa tranquila.

– Te llamo por la mañana, cuando haya hablado con Air France.

Su escolta la acompañó a su habitación. Matthieu sonreía cuando volvió a su coche. Era un hombre feliz. Y esta vez no iba a estropearlo todo; de eso estaba seguro.


Stevie se despertó a las cuatro de la mañana, vio luz en la habitación de Carole y se acercó de puntillas para comprobar si se encontraba bien. Se quedó asombrada al verla sentada ante el escritorio, inclinada sobre el ordenador. Estaba de espaldas a la puerta y no la oyó entrar.

– ¿Estás bien? ¿Qué haces?

A Stevie le chocó ver que Carole, que no había podido utilizar el ordenador desde el accidente, trabajaba ahora en él a un ritmo frenético.

– Trabajar en mi libro -contestó, mirando por encima del hombro con una sonrisa. Stevie no la había visto así desde antes de que Sean enfermase. Contenta, trabajando y animada-. He averiguado cómo poner en marcha el ordenador y volver a abordar la historia. Voy a empezar de nuevo y tirar lo que tenía. Ahora sé adonde voy.

– ¡Hala! -Stevie le sonrió a su jefa-. Parece que vas a cien por hora.

– Así es. Me he comido dos cuencos de granos de moca y chocolate en Le Voltaire, suficientes para pasarme años despierta.

Ambas se echaron a reír y luego Carole se volvió a mirarla con expresión agradecida.

– Gracias por lo que has dicho esta mañana. Matthieu y yo hemos averiguado esta noche lo que queremos hacer.

– ¿Os casáis?

Stevie la miró entusiasmada y Carole se echó a reír.

– No. Al menos todavía no. Tal vez algún día, si no nos matamos antes uno a otro. Es la única persona que conozco que es más obstinada que yo. Vamos a viajar de aquí para allá durante un tiempo y ver cómo nos va. Matthieu estaría dispuesto a vivir en California la mitad del tiempo. Por ahora vamos a vivir en pecado.

Carole se echó a reír, pensando en lo irónico que resultaba que ahora ella no quisiera casarse y él sí. Se habían vuelto las tornas.

– Funcionará -dijo Stevie alegremente-. Espero que te cases con él algún día. Creo que es el tipo adecuado para ti. Tú también debiste pensarlo, o no habrías aguantado toda esa mierda hace años.

– Ya, yo también lo creo. Solo necesito tiempo. Las pasé moradas.

– Eso ocurre a veces, pero al final vale la pena.

Carole asintió.

– ¿Cómo va el libro? -preguntó Stevie con un bostezo.

– Hasta ahora me gusta. Vuelve a la cama; nos vemos por la mañana.

– Duerme un poco luego -dijo Stevie mientras volvía a su propia habitación.

No parecía que eso fuese a ocurrir durante un rato. Carole volvía a estar en marcha.

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