[1] Corporación inglesa que regula los asuntos de heráldica y estudia si procede o no reconocer un título. (N. de E.)
[2] Miss Barrett dice: «Tenía yo un visillo cubriendo mi ventana abierta.» Y añade. «Papá me insulta por su parecido con el escaparate de un confitero, pero esto no le impide emocionarse cuando el sol ilumina el castillo». Algunos sostienen que el castillo, y lo demás, estaba pintado con una sutil sustancia metálica; otros, que era una cortinilla de muselina ricamente bordada. No parece que haya manera de llegar a una conclusión exacta. (N. de A.)
[3] En esto quizás haya cierta exageración; hubo que basarse en conjeturas. Miss Mitford es la fuente de información. Se dice que ésta se expresó det modo siguiente en una conversación con míster Horne: «Ya sabe usted que nuestra querida amiga sólo ve a las personas de su familia, y a una o dos de fuera. Tiene muy buena opinión de la habilidad para la lectura y del buen gusto de Mr… Y hace que le lea los nuevos poemas escritos por ella. Y Mr… se sitúa de pie en la alfombrilla de la chimenea, alza en una mano el manuscrito y eleva la voz mientras nuestra querida amiga sigue tendida en el sofá, envuelta en sus chales de la India, prestando una gran atención, con la cabeza inclinada y sus negras y largas trenzas cayéndole hacia delante… Pero a nuestro querido Mr… le falta un diente – un diente lateral -y esto, ya puede usted figurarse, hace que su pronunciación sea defectuosa… una amable inconcreción, un vago reblandecimiento de las sílabas que las mezcla unas con otras, de manera que no se sabe si ha dicho silencio o ilencio…» No cabe duda de que Mr… era míster Kenyon; los puntos suspensivos los requería la delicadeza especial de los victorianos en lo referente a la dentadura. Pero esto afecta a cuestiones de mayor importancia, concernientes a la Literatura inglesa. Se ha venido acusando a miss Barrett desde hace mucho tiempo, de un oído defectuoso. Miss Mitford sostiene que más bien era mister Kenyon el que no hablaba con claridad a causa de su mella. Por otra parte, la misma miss Barrett afirmó que sus rimas nada tenían que ver con el defecto dental de míster Kenyon ni con su propia falta de oído. «He prestado una grandísima atención», escribió, «- más de lo que hubiera necesitado para rimar con exactitud – a la cuestión de las rimas y he decidido aventurarme a sangre fría a hacer ciertos experimentos.» Por eso rimó angels con candles, heaven con unbelieving, e islands con silence… a sangre fría. Que decidan los profesores; pero cualquiera que haya estudiado el carácter y la vida de mistress Browning se sentirá inclicado a creer que era una tenaz transgresora de reglas, ya fueran de arte o de amor, y a culparla de alguna complicidad en el desarrollo de la poesía moderna. (N. de A.)
[4] En la vida de Browning escrita por mistress Orr se hace constar que llevaba guantes de color limón. Mistress Bridell-Fox, que lo trató en los años 1835-6, dice: «… era por entonces alto y muy guapo, de tez morena y – si se me permite indicarlo – quizás un poquito dandy, muy aficionado a los guantes de cabritilla, de color limón y a cosas por el estilo». (N. de A.)
[5] En realidad, Flush fue secuestrado tres veces; pero las reglas clásicas de unidad de acción, lugar y tiempo, parecen requerir que los tres robos se condensen en uno. La suma total pagada por miss Barrett a los ladrones de perros fue de 20 libras. (N. de A.)
[6] Quienes hayan leído Aurora Leigh… Pero, como esas personas no existen, hay que explirar que mistress Browning escribió un poema con ese título, uno de cuyos más vívidos es aquel que (aunque con la deformación natural en una artista que ve su tema desde un coche, con Wilson tirándole de la falda) describe un sector del hampa de Londres. Resulta evidente que mistress Browning poseía un fondo de curiosidad por la vida humana que no se satisfacía, ni muchísimo menos, con los bustos de Homero y Chaucer, que estaban sobre el lavabo en el dormitorio. (N. de A.)
[7] La vida de Lily Wilson es sobremanera oscura y está pidiendo a voces los servicios de un biógrafo. Ningún otro personaje de los que aparecen en las cartas de los Browning – aparte de los protagonistas – despierta más nuestra curiosidad, burlándola al mismo tiempo. Su nombre era Lily; y su apellido Wilson. Esto es cuanto sabemos de su origen y su educación.
Quizá fuese hija de un labrador de las cercanías de Hope End, y mereciese una buena acogida por parte de la cocinera de los Bartett debido a sus modales comedidos y a la limpieza de su delantal, de modo que al hallarse un día en la gran casa, adonde hubiera ido con algún encargo, la señora Barrett entrase en la cocina con cualquier motivo y le causara la muchacha tan buena impresión que la tomase para doncella de miss Elisabeth; o quizá fuera una cockney; o puede que fuera escocesa… Vaya usted a saber… Lo cierto es que se hallaba al servicio de miss Barrett en el verano de 1846. Era «una criada cara», pues le pagaban un sueldo anual de 16 libras. Se conoce muy poco su manera de ser, ya que hablaba casi tan escasas veces como Flush; y como quiera que miss Barrett nunca escribió un poema sobre ella, nos resulta menos familiar que aquél. No obstante, se deduce claramente de algunas referencias en la correspondencia de su ama que en un principio esa una de esas criadas británicas muy serias y correctas, casi hasta un grado inhumano, que constituían por aquel entonces la gloria de los sótanos ingleses. Es indudable que Wilson era partidaria acérrima de las prerrogativas y las ceremonias. Es evidente que Wilson reverenciaba «la habitación»; Wilson hubiera sido la primera en insistir en que los criados de menos categoría debían comer su pudín en un sitio y los de más categoría en otro. Todo esto va implícito en su observación de que pegó a Flush con la mano «porque era de justicia». Semejante respeto por los convencionalismos – no es preciso ni decirlo – lleva consigo un extremado horror ante cualquier infracción de ellos. Así, cuando Wilson se halló frente a las clases inferiores en la calle Manning, se alarmó muchísimo más, y estaba mucho más convencida de la condición de asesinos de los ladrones de perros que la misma miss Barrett. Al mismo tiempo, el modo heroico de vencer su terror y acompañar a miss Barrett en el coche muestra lo profundamente que había arraigado en ella otro principio: el cariño a su ama. Adonde iba miss Barren, allí iba también Wilson. Este principio quedó triunfalmente demostrado por su conducta con ocasión del secuestro. Miss Barrett había dudado del valor de Wilson; pero sus dudas resultaron injustificadas. «Wilson», escribió, y éstas fueron las últimas palabras que escribiera a míster Browning siendo aún miss Barrett, «se ha portado conmigo perfectamente. ¡Y yo, que la llamaba «tímida», y asustándome de su timidez! Empiezo a creer que nadie es más audaz que los tímidos, cuando una causa justa los estimula». Merece la pena, entre paréntesis, ocuparse unos instantes de lo extremadamente precaria que es la vida de una criada. Si Wilson no se hubiera marchado con miss Barrett, «la hubieran puesto en la calle – miss Barrett estaba segura de ello – antes de anochecer», con unos cuantos chelines, ahorrados de sus dieciséis libras anuales, por todo capital. ¿Y cuál habría sido entonces su sino? Este problema quedará sin resolver, ya que las novelas inglesas de la cuarta década del siglo pasado apenas se ocupan de las vidas de las doncellas que servían a las damas, y los biógrafos no han proyectado sus reflectores hasta un lugar tan bajo. Pero el caso es que Wilson se zambulló en la aventura. Declaró que «iría conmigo a cualquier parte del mundo». Abandonó el sótano, la habitación, el mundo de Wimpole Street entero, que significaba para Wilson cuanto pueda haber de civilización – la vida ponderada y decente -, cambiando todo esto por el desenfreno y la irreligiosidad de un país extranjero. Es curiosísimo observar el conflicto que tuvo lugar -hallándose en Italia – entre la compostura británica de Wilson y sus impulsos naturales. Se mofó de la Corte italiana; la indignaron los cuadros italianos. Pero, aunque la hiciera retroceder, escandalizada, «la indecencia de las Venus», Wilson – dicho sea en favor suyo – parece haberse parado a considerar que todas las mujeres se quedan desnudas cuando se quitan los vestidos. Hasta yo misma – es posible que pensara – estoy desnuda dos o tres segundos al día. Por eso «probará otra vez, y quién sabe si entonces podrá vencer su embarazoso pudor». Es indudable que éste cedió rápidamente. Al poco tiempo no sólo le parecía muy bien Italia, sino que se enamoró del signor Righi, de la Guardia Ducal («Todos ellos son personas muy respetables y morales, y algunos llegan a los seis pies de estatura», decía mistress Browning.) Wilson llevó un anillo de prometida, dio calabazas a un pretendiente londinense y empezó a aprender italiano. Luego se nos vuelven a nublar las fuentes de información, y cuando se alejan las nubes nos descubren a Wilson abandonada…, «el infiel Righi ha roto su compromiso con Wilson». Se sospecha que el culpable de aquello fue su hermano, un mercero al por mayor establecido en Prato. Cuando Righi se licenció de la Guardia Ducal, se hizo – por consejo de su hermano – mercero al por menor en Prato. Bien fuera que su situación requiriese en su futura mujer un conocimiento de la mercería, o bien encontrase en Prato una joven con esas disposiciones, lo cierto es que no escribía ya a Wilson con la frecuencia debida. Nos es imposible determinar con exactitud cuál fue la conducta de este hombre tan moral y respetable, conducta que hizo exclamar a mistress Browning, en 1850: «[Wilson] esta curada definitivamente de aquello. ¿Cómo iba a seguir amando a un hombre semejante?» Imposible aclarar por qué había descendido en tan poco tiempo a ser «un hombre semejante». Abandonada por Righi, Wilson se unió cada vez más a la familia Browning. No sólo desempeñaba sus deberes de criada al servicio de la señora, sino que hacía pasteles, confeccionaba vestidos, y dedicó sus solícitos cuidados a Penini, el pequeñín de la casa. De modo que, con el tiempo, el niño llegó a elevarla a la categoría de familiar – lo cual se merecía con toda justicia – insistiendo en llamarla sólo Lily. En 1855 casóse Wilson con Romagnoli, criado de los Browning, «un hombre de tierno corazón»; y ambos siguieron sirviendo a los Browning durante algún tiempo. Pero en 1859 aceptó Robert Browning «el cargo de tutor de Landor», función muy delicada y de gran responsabilidad, pues Landor era de natural difícil y «no sabía contenerse en nada», según escribió mistress Browning. En estas circustancias, nombraron a Wilson «su señora de compañía», con un salario de veintidós libras al año. Más adelante le subieron el sueldo a treinta libras, pues el hacer de «señora de compañía» de un «viejo león», que posee además «los impulsos de un tigre», arrojando los platos por la ventana o al suelo si no le gustaba la comida, y sospechando que los criados abren los cajones, entrañaba – como observó la señora Browning – «ciertos riesgos, y no sería yo quien me expusiera a ellos». Pero a Wilson, que había tratado a míster Barrett y a los espíritus, no le importaba mucho que salieran volando por la ventana unos platos más o menos… Eran gajes del oficio.
Sus días – por lo que aún podemos distinguir de ellos -formaron una extraña sucesión. Empezaran o no en algún remoto pueblecito inglés, lo cierto es que terminaron en Venecia, en el Palazzo Rezzonico. Alií, por lo menos, vivía aún en el año 1897, ya viuda, en una casa del muchachito a quien tanto cuidó y quiso: míster Barrett Browning. Muy extraña procesión de días… es posible que pensara aquella anciana, soñando a la luz roja del ocaso veneciano. Sus amigas, casadas con labriegos, venían aún -pisando inseguras el césped inglés- a tomarse un vaso de cerveza. Se había fugado con miss Barrett a Italia; había visto las cosas más extrañas: revoluciones, guardias, espíritus, míster Landor tirando los platos por la ventana…
Luego, la muerte de mistress Browning… No, no le faltarían a la vieja cabeza de Wilson cosas en qué pensar cuando se sentaba por las tardes junto a una ventana del Palazzo Rezzonico. Pero sería inútil que pretendiéramos saber en qué consistían esos pensamientos, pues era una típica representante de ese gran ejército formado por las criadas inescrutables, silenciosas e invisibles, que en la historia han sido. «No podría hallarse un corazón más honrado, fiel y cariñoso que el de Wilson.» Estas palabras de su ama pueden servirle de epitafio. (N. de A.)
[8] Parece ser que a mediados del siglo XIX era Italia famosa por sus pulgas. Desde luego, servían para romper con muchos convencionalismos, muy difíciles de evitar de otra manera. Por ejemplo, cuando Nathaniel Hawthorne fue a tomar el té en casa de miss Bremen, en Roma (1858), «hablamos de las pulgas, insectos que en Roma están a la orden del día; abundan tanto y es tan difícil librarse de ellas, que no se siente embarazo alguno para aludir a las grandes molestias que causan. A la pobrecita miss Bremen la estuvo atormentando una mientras nos servía el té…» (N. de A.)
[9] Nerón (1849-60, aproximadamente), era, según Carlyle, un «perrito cubano, blanco casi todo él, muy vivo y afectuoso; pero, aparte de eso, no tenía gran mérito…» Se dispone de abundante material para reconstruir su vida, pero no es ésta la ocasión de utilizarlo. Baste decir que lo robaron; que volvió con un cheque, destinado a Carlyle, atado al cuello; que «dos o tres veces lo eché a nadar en el mar (en Aberdour), lo cual no le hizo ni pizca de gracia», y que en 1850 se arrojó por la ventana de la biblioteca y se estrelló contra el suelo. «Fue después del desayuno», dice mistress Carlyle; «había estado asomado a la ventana, que estaba abierta, contemplando los pájaros… Yo me hallaba aún en la cama, cuando oí gritar a Elizabeth: "¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Nerón!" Y salí como un vendaval escaleras abajo, hasta la calle… Míster C. bajó de su dormitorio con la barbilla llena de jabón y preguntó: "¿Le ha ocurrido algo a Nerón?" "¡Oh, señor, debe de haberse roto todas las patas, se tiró por la ventana de usted!" "¡Dios me valga!" dijo míster C., y subió a acabarse de afeitar.» Sin embargo, no se le rompió ningún hueso, y sobrevivió de aquello para ser atropellado por el carro de un carnicero, y morir de los efectos de este accidente, el primero de febrero de 1860. Está enterrado en el cementerio de Cheyne Row, bajo una pequeña losa de piedra. Podría dar lugar a un interesantísimo tratado de psicología canina el investigar si intentó suicidarse o si fue, sencillamente, que quiso saltar tras los pájaros, como insinúa la señora Carlyle. Algunos sostienen que el perro de Byron se volvió loco por afinidad con su amo, y otros, que Nerón se dejó arrastrar por una incurable melancolía en su afán de asociarse a la de míster Carlyle. Lo relativo a la influencia ejercida en los perros por el espíritu de su época, a la posibilidad de llamar isabelino a un perro, victoriano a otro, etcétera… así como a la influencia, en los perros, de la filosofía y la poesía de su época, merece un desarrollo más amplio del que pudiera tener aquí. Por ahora han de permanecer en la oscuridad los motivos que impulsaron a Nerón. (N. de A.)
[10] Mrs. Huth Jackson dice, en A Victorian Childhood: «Lord Arthur Russell me dijo, muchos años después, que de pequeño lo llevó su madre a Knebworth, A la mañana siguiente, cuando se hallaba desayunando, vio llegar a un anciano de extraño aspecto, con una bata deslucida, que dio una vuelta alrededor de la mesa, mirando fijamente, y uno tras otro, a todos los huéspedes. Oyó al vecino de mesa de su madre que la advertía en voz baja: "No le haga usted caso. Se cree invisible." Era Lord Lytton en persona» (págs. 17-18). (N. de A.)
[11] Es seguro que Flush murió; pero se desconocen la fecha y las circunstancias de su muerte. La única referencia que poseemos es la de haber vivido Flush «hasta una edad bastante avanzada, y está enterrado en la cripta de la Casa Guidi». Mistress Browning fue enterrada en el Cementerio inglés de Florencia, y Robert Browning en la Abadía de Westminster. De manera que Flush yace aún hajo la casa donde vivieron antaño los Browning. (N. de A.)