Primera parte GAIA

1. Empieza la búsqueda

—¿Por qué lo hice? —preguntó Golan Trevize.

La pregunta no era nueva. Desde que había llegado a Gaia, se la había hecho a menudo. Cuando despertaba de un sueño profundo, en la agradable frescura de la noche, advertía que aquella pregunta resonaba sordamente en su cerebro, como un débil redoble de tambor: ¿Por qué lo hice? ¿Por qué lo hice?

Pero ahora, por primera vez, había decidido formulársela a Dom, el anciano de Gaia.

Éste conocía la tensión de Trevize a la perfección, pues podía percibir el tejido de la mente del consejero. Pero no respondió. Gaia jamas debía tocar, en modo alguno, la mente de Trevize, y la mejor manera de inmunizarse contra la tentación era esforzándose en ignorar lo que percibía.

—¿A qué te refieres, Trev? —preguntó a su vez. Le resultaba difícil emplear más de una sílaba al dirigirse a una persona, mas eso carecía de importancia. De algún modo, Trevize se había acostumbrado a ello.

—A la decisión que tomé —respondió Trevize—. Elegir Gaia como el futuro.

—Hiciste bien—asintió Dom, sentado, mirando gravemente con sus viejos y profundos ojos al hombre de la Fundación, que estaba en pie.

—Tú dices que hago bien —repuso Trevize, con impaciencia.

—«Yo-nosotros-Gaia» sabemos que sí. Por eso te apreciamos. Tienes capacidad para tomar la decisión adecuada partiendo de datos incompletos, y la tomaste. ¡Elegiste Gaia! Rechazaste la anarquía de un Imperio Galáctico construido sobre la tecnología de la Primera Fundación, así como la anarquía de un Imperio Galáctico construido sobre la mentalidad de la Segunda Fundación. Decidiste que ninguno de los dos podía ser estable durante mucho tiempo. Por consiguiente, escogiste Gaia.

—¡Sí! —exclamó Trevize—. ¡Exacto! Escogí Gaia, un superorganismo; todo un planeta con una mente y una personalidad comunes, de manera que hay que decir «yo-nosotros-Gaia» como un pronombre inventado para expresar lo inexpresable. —Empezó a pasear con nerviosismo de un lado a otro—. Y, en definitiva, se convertirá en Galaxia, un super-superorganismo que abarcará todo el enjambre de la Vía Láctea.

Se interrumpió y se volvió hacia Dom casi con furia.

—Siento que hago bien —continuó—, como lo sientes tú, pero tú quieres el advenimiento de Galaxia, por eso te satisface mi decisión. Sin embargo, hay algo dentro de mí que no lo desea, y por esa razón no acepto con tanta facilidad que voy por buen camino. Quiero saber por qué tomé la decisión, sopesar y juzgar su acierto y sentirme satisfecho. El mero sentimiento de tener razón no es suficiente. ¿Cómo puedo saber que estoy en lo cierto? ¿Qué es lo que hace que yo tenga razón?

—«Yo-nosotros-Gaia» no sabemos cómo has llegado a la decisión adecuada. ¿Es importante saberlo, siendo así que aquélla ha sido tomada Ya?

—Hablas por todo el planeta, ¿verdad? Por la conciencia común de cada gota de rocío, de cada grano de arena, incluso del núcleo liquido central del planeta, ¿no?

—Sí, y lo propio puede hacer cada porción del planeta donde la intensidad de la conciencia común sea lo bastante grande.

—¿Y se contenta toda esa conciencia común con emplearme como una caja negra? Mientras la caja negra funcione, ¿no importa lo que haya dentro de ella? Eso no me convence. No quiero ser una caja negra. Deseo saber qué hay dentro. Necesito saber cómo y por qué escogí Gaia y Galaxia como el futuro, para que pueda descansar y estar tranquilo.

—Pero, ¿por qué no te gusta o desconfías de tu decisión? Trevize respiró hondo y dijo lentamente, en voz grave y forzada:

—Porque no quiero formar parte de un superorganismo. No deseo ser una parte prescindible que pueda ser arrojada por la borda cuando el superorganismo considere que eso puede redundar en beneficio del todo.

Dom miró a Trevize reflexivamente.

—Entonces, ¿quieres cambiar tu decisión, Trev? Sabes que puedes hacerlo.

—Me gustaría cambiarla, pero no puedo hacer eso por el mero hecho de que no me guste. Para hacer algo ahora, tengo que saber si la decisión es equivocada o correcta. No basta con sentir que es correcta.

—Si sientes que tienes razón, es que la tienes.

Aquella voz lenta y amable hacía que Trevize se excitara más, por el contraste con su propio torbellino interior.

Entonces, Trevize dijo, en voz baja y rompiendo la insoluble oscilación entre el sentimiento y el conocimiento:

—Debo encontrar la Tierra.

—¿Porque tiene algo que ver con tu apasionada necesidad de saber?

—Porque hay otro problema que me inquieta de un modo insoportable y siento que hay una relación entre los dos. ¿No soy una caja negra? Siento que hay una relación. ¿No basta esto para ser aceptado como un hecho?

—Tal vez —dijo Dom, con ecuanimidad.

—Dando por sentado que ahora hace miles de años, tal vez veinte mil, que la gente de la Galaxia dejó de preocuparse de la Tierra, ¿cómo es posible que todos hayamos olvidado nuestro planeta de origen?

—Veinte mil años supone mucho más tiempo del que te imaginas.

Hay muchos aspectos del Imperio primitivo de los que sabemos muy poco; muchas leyendas que son falsas casi con seguridad, pero que seguimos repitiendo, e incluso creyendo, por falta de algo que las sustituya. Y la Tierra es más vieja que el Imperio.

—Pero seguramente tiene que haber algunos documentos. Mi buen amigo Pelorat recoge mitos y leyendas de la primitiva Tierra; todo lo que puede extraer de cualquier fuente. Es su profesión y, más importante aún, su hobby. Conoce todos los mitos y leyendas. Pero no tiene testimonios escritos, documentos.

—¿Documentos de veinte mil años atrás? Estas cosas se estropean, perecen, son destruidas por la falta de cuidado o por la guerra.

—Pero tendría que haber alguna referencia al respecto; copias, copias de copias, copias de copias de copias; materiales útiles que tengan mucha menos de veinte mil años. Sin embargo, han desaparecido. «La Biblioteca Galáctica» de Trantor tuvo que poseer documentos concernientes a la Tierra. Se hace referencia a ellos en relatos históricos bien conocidos, pero los documentos ya no están allí. Las referencias sobre ellos existen, mas no hay ninguna cita tomada de aquéllos.

—Debes recordar que Trantor fue saqueada hace unos cuantos siglos.

—Pero la Biblioteca se conservó intacta. El personal de la Segunda Fundación la protegió. Y fue aquel mismo personal el que descubrió recientemente que el material relativo a la Tierra no existía. Había sido sacado de allí deliberadamente en tiempos recientes. ¿Por qué? —Trevize dejó de pasear y miró fijamente a Dom—. Si encuentro la Tierra, descubriré lo que se esta ocultando…

—¿Ocultando?

—Ocultando o siendo ocultado. En cuanto descubra eso, tengo la impresión de que sabré por qué he preferido Gaia y la Galaxia a nuestra individualidad. Entonces, supongo, sabré, no sentiré, que tengo razón —añadió, encogiéndose de hombros—, no habrá más que hablar.

—Si eso es lo que sientes —dijo Dom—, si sientes que debes buscar la Tierra, desde luego te ayudaremos en todo lo que podamos. Sin embargo, esa ayuda será limitada. Por ejemplo, «yo-nosotros-Gaia» no sabemos dónde puede ser localizada la Tierra entre el inmenso enjambre de mundos que constituyen la Galaxia.

—Aun así —dijo Trevize—, debo buscarla. «Aunque el número infinito de estrellas de la galaxia haga que la empresa parezca desesperada, y deba realizarla yo solo.»

Trevize se hallaba rodeado por el tranquilo ambiente de Gaia. La temperatura, como siempre, era suave y el aire soplaba agradablemente, fresco pero no frío. Algunas nubes surcaban el cielo, interrumpiendo los rayos del sol de vez en cuando, y era seguro que, si el grado de humedad descendía por debajo de lo normal en algún lugar, habría lluvia suficiente para restablecer el nivel normal.

Los árboles crecían regularmente espaciados, como en un huerto, y lo propio debían hacer en todas partes. La tierra y el mar estaban poblados de animales y plantas vivos en número adecuado y de las variedades más convenientes para producir un correcto equilibrio ecológico, y todos ellos aumentaban o decrecían numéricamente, en una lenta oscilación alrededor del nivel óptimo. Lo mismo ocurría con el número de seres humanos.

De todos los objetos que Trevize podía abarcar con la mirada, lo único chocante era su nave, la Far Star.

Algunos de los habitantes humanos de Gaia habían limpiado y restaurado la nave con eficacia; abasteciéndola de comida y bebida; renovando o sustituyendo sus accesorios, y comprobando sus aparatos mecánicos debidamente. El propio Trevize había examinado el ordenador de la nave con sumo cuidado.

Ésta no necesitaba repostar por ser una de las pocas naves graviticas de la Fundación funcionando con la energía del campo gravitatorío general de la galaxia, el cual era suficiente para abastecer todas las flotas posibles de la humanidad durante todas las eras de su probable existencia, sin perder sensiblemente intensidad.

Tres meses atrás, Trevize había sido nombrado consejero de Terminus. En otras palabras, era miembro de la Legislatura de la Fundación y, de derecho, uno de los hombres importantes de la galaxia. ¿Hacía sólo tres meses? Tenía la sensación de que había pasado en ese puesto la mitad de los treinta y dos años de su vida, y su única preocupación había sido saber si el gran «Plan Seldon» había sido válido o no; si el auge de la Fundación, que de aldea planetaria había pasado a la grandeza galáctica, había sido o no debidamente proyectado de antemano.

Sin embargo, en ciertos sentidos, no había existido ningún cambio. Él continuaba siendo consejero. Su posición y sus privilegios seguían inalterados, aunque no esperaba volver a Terminus para reclamarlos. No se adaptaría al enorme caos de la Fundación, más de lo que se adaptaba al orden tranquilo de Gaia. Se hallaba incómodo en todas partes, como un huérfano en cualquier lugar.

Apretó las mandíbulas y pasó los dedos con irritación por sus negros cabellos. Antes de perder el tiempo lamentando su destino, debía encontrar la Tierra. Si sobrevivía a la búsqueda, tendría tiempo más que suficiente para sentarse y llorar. Tal vez encontrase entonces mejores razones para hacerlo.

Con resuelta impasibilidad, recordó…

Hacía tres meses que él y Janov Pelorat, el capacitado e ingenuo erudito, habían abandonado Terminus. Pelorat se había sentido impulsado por su entusiasmo por lo antiguo a descubrir la situación de la Tierra perdida, y Trevize le había seguido, empleando la meta de Pelorat como pretexto para lo que él creía que era su verdadero y propio objetivo. No encontraron la Tierra, pero sí Gaia, y entonces Trevize se había visto obligado a tomar su decisión crucial.

Ahora, era él, Trevize, quien había dado media vuelta y estaba buscando la Tierra.

En cuanto a Pelorat, él, también, había encontrado algo que no esperaba: a la joven Bliss, de ojos y cabellos negros, que era Gaia, lo mismo que lo era Dom y que lo eran todos los granos de arena o briznas de hierba. Pelorat, con ese ardor peculiar de la edad madura, se había enamorado de una mujer a la que sobrepasaba el doble de años, y el joven, aunque resultase extraño, parecía corresponderle.

Era extraño…, pero Pelorat se sentía feliz sin duda, y Trevize pensó con resignación que cada persona debía encontrar la felicidad a su manera. Ésa era la característica de la individualidad, una individualidad que Trevize, por su propia elección, aboliría (si tenía tiempo) en toda la galaxia.

El dolor retornó. La decisión que había tomado, que había tenido que tomar, seguía lastimándole en todo momento, y estaba…

—¡Golan!

La voz interrumpió los pensamientos de Trevize, el cual miró de cara al sol y pestañeó.

—Ah, Janov —dijo afectuosamente, tanto más cuanto que no quería que Pelorat adivinase la amargura de sus pensamientos. Incluso consiguió mostrarse jovial—. Veo que has conseguido despegarte de Bliss.

Pelorat movió la cabeza. La suave brisa agitó sus sedosos cabellos blancos, y la cara larga y solemne conservó toda su solemnidad.

—En realidad, viejo amigo, fue ella quien sugirió que te buscase, para hablarte sobre…, sobre algo que quiero discutir. Desde luego, la idea no fue mía, pero ella parece pensar con más rapidez que yo.

Trevize sonrió.

—Está bien, Janov. Supongo que has venido o despedirte.

—Bueno, no exactamente. En realidad, más bien es lo contrario. Golan, cuando tú y yo salimos de Terminus, yo estaba empeñado en encontrar la Tierra. He pasado casi toda mi vida adulta dedicado a esa tarea.

—Y yo la continuaré, Janov. Ahora, la tarea es mía.

—Si, pero mía también; todavía lo es.

—Entonces… —Trevize levantó un brazo en un vago ademán que parecía abarcar el mundo que los rodeaba.

—Quiero ir contigo —dijo Pelorat, en un súbito tono de apremio. Trevize se quedó estupefacto.

—No puedes hablar en serio, Janov. Ahora tienes a Gaia.

—Volveré a Gaia algún día, pero no puedo dejar que vayas solo.

—Claro que puedes. Sé cuidar de mi mismo.

—No lo tomes como una ofensa, Golan, pero no sabes lo bastante, soy yo quien conoce los mitos y las leyendas. Puedo guiarte.

—¿Y dejarás a Bliss? ¡Vamos, hombre!

Pelorat se sonrojó ligeramente.

—No quiero hacer exactamente eso, viejo amigo; pero ella dijo.:

Trevize frunció el ceño.

—Entonces, ¿es ella la que trata de librarse de ti, Janov? Me prometió…

—No, no lo comprendes. Escúchame, Golan, por favor. Siempre tienes la costumbre de sacar conclusiones antes de oír de qué se trata. Es tu especialidad, ya lo sé, y creo que a mí me resulta difícil expresarme con concisión, pero…

—Bueno —dijo Trevize en tono amable—, dime exactamente qué es lo que Bliss tiene entré ceja y ceja, explícamelo de la forma que te parezca mejor, y te prometo que tendré paciencia.

—Gracias, y ya que me has prometido tener paciencia, creo que puedo decírtelo sin andarme con rodeos. Bliss desea venir también.

—¿Que Bliss desea venir? —preguntó Trevize—. Creo que voy a estallar de nuevo. Pero no, no estallaré. ¿Por qué querría Bliss venir con nosotros? Dímelo, Janov. Te lo pregunto con toda calma.

—No me lo ha dicho. Quiere hablar contigo.

—Entonces, ¿por qué no ha venido ella?

—Creo…, digo creo… —tartamudeó Pelorat—, que tiene la impresión de que tú no la aprecias, Golan, y no se atreve a dirigirse a ti directamente. Yo he hecho todo lo posible para convencerla de que no tienes nada en contra suya. Creo que nadie puede pensar mal de ella. Sin embargo, quiso que yo te plantease el tema, por decirlo así. ¿Puedo contestarle que estás dispuesto a verla, Golan?

—Por supuesto. La veré ahora mismo.

—¿Y serás razonable? Mira, viejo, está muy interesada en ello. Me dijo que era una cuestión vital y que ella debía ir contigo.

—¿No te explicó la razón?

—No, pero si cree que debe ir, Gaia debe ir.

—Lo cual significa que no puedo negarme. ¿No es así, Janov?

—Sí, creo que no puedes, Golan.

Por primera vez durante su breve estancia en Gaia, Trevize entró en la casa de Bliss, que ahora daba cobijo a Pelorat también.

Miró a su alrededor brevemente. En Gaia, las casas tendían a ser sencillas. Con la casi total ausencia de tiempo tempestuoso, con la temperatura siempre suave en esa latitud particular, incluso con las placas tectónicas deslizándose suavemente cuando debían hacerlo, no hacía falta construir casas extremadamente sólidas para la protección de sus moradores, ni para mantener un ambiente confortable dentro de otro incómodo. Todo el planeta era una casa, por así decirlo, diseñada para albergar a sus habitantes.

La casa de Bliss, dentro de aquel hogar planetario, era pequeña; las ventanas tenían cortinas en vez de cristales, y los muebles escasos y bellamente utilitarios. Había imágenes ológrafas en las paredes; una de ellas de Pelorat, con un aire bastante asombrado y cohibido. Trevize frunció los labios, pero trató de disimular sus ganas de reír, ajustándose el cinto con meticulosidad.

Bliss lo observaba. No sonreía a su manera acostumbrada. Más bien parecía seria, muy abiertos los bellos ojos negros y caídos los cabellos en suaves ondas negras sobre los hombros. Sólo sus gordezuelos labios, pintados de rojo, daban un poco de color a su semblante.

—Gracias por venir a verme, Trev.

—Janov me lo ha pedido con singular empeño, Bliisenobiarella.

Bliss sonrió brevemente.

—Bien contestado. Si quieres llamarme Bliss, que es un discreto monosílabo, yo trataré de llamarte por tu nombre completo, Trevize —dijo, tropezando, de forma inapreciable, en la segunda sílaba. Trevize levantó la mano derecha.

—Sería un buen arreglo. Conozco la costumbre gaiana de emplear partes monosílabas del nombre en el común intercambio de ideas; por consiguiente, si me llamas Trev, de vez en cuando, no me ofenderé. Sin embargo, sería preferible que tratases de llamarme Trevize siempre que pudieses, y yo te llamaría Bliss.

Trevize la observó, como hacía siempre que se encontraba con ella. Como individuo, era una joven de poco más de veinte años. En cambio, como parte de Gaia, tenía un milenio. Eso no influía en su aspecto, pero si en la manera como hablaba a veces y en la atmósfera que la rodeaba inevitablemente. ¿Deseaba él que fuese así en todos los seres existentes?

¡No! Claro que no, y sin embargo…

—Iré al grano —dijo Bliss—. Tú manifestaste tu deseo de encontrar la Tierra…

—Hablé de ello a Dom —repuso Trevize, resuelto a no confiar a Gaia sus puntos de vista sin una insistencia tenaz.

—Si, pero al hablar a Dom, hablaste a Gaia y a todo lo que forma parte de ella; a mí, por ejemplo.

—¿Oíste lo que decía?

—No, pues no estaba escuchando; pero si prestase atención en lo sucesivo, podría recordar lo que dijeses. Por favor, acepta esto y sigamos adelante. Recalcaste tu deseo de encontrar la Tierra e insististe en su importancia. Yo no la veo, pero tú tienes el aplomo de los que están en lo cierto, y, por esto, «yo-nosotros-Gaia» debemos aceptar lo que dices. Si la misión es crucial para ti en lo concerniente a Gaia, es de crucial importancia para Gaia; por consiguiente, Gaia debe ir contigo, aunque sólo sea para tratar de protegerte.

—Cuando dices que Gaia debe venir conmigo, quieres decir que tú debes venir conmigo. ¿No es así?.

—Yo soy Gaia —repuso Bliss simplemente.

—Pero también lo es todo lo demás de este planeta. ¿Por qué tienes que ser tú? ¿Por qué no cualquier otra porción de Gaia?

—Porque Pel desea acompañarte, y si él va contigo, no se sentiría dichoso con cualquier porción de Gaia que no fuese yo misma.

Pelorat, que estaba sentado en una silla discretamente en otro rincón (vuelto de espalda, observó Trevize, a su propia imagen), dijo suavemente:

—Es verdad, Golan. Bliss es mi porción de Gaia.

Bliss sonrió de pronto.

—Parece bastante emocionante que la consideren a una de esta manera. Bastante exótico, desde luego.

—Bueno, veamos —dijo Trevize, cruzando las manos detrás de la cabeza y echándose atrás en su silla. Las dos finas patas crujieron, por lo que decidió que la silla no era lo bastante sólida para aquel juego y dejó que volviese a descansar en su posición normal—. ¿Seguirías siendo parte de Gaia si saliese de aquí?

—No necesariamente. Por ejemplo, podría aislarme si creyese estar en peligro de recibir algún daño grave, para que éste no alcanzase a Gaia, o si tuviese alguna otra razón importante para ello. Pero eso es válido sólo para casos de emergencia. En general, seguiré siendo parte de Gaia.

—¿Incluso si saltamos a través del hiperespacio?

—Incluso entonces, aunque eso complicaría un poco las cosas.

—No me parece muy tranquilizador.

—¿Por qué?

Trevize frunció la nariz, como la usual respuesta a un mal olor.

—Significa que todo lo que se dijese e hiciese en mi nave, y que tú oyeses y vieses, sería oído y visto en toda Gaia.

—Yo soy Gaia, de modo que lo que vea, oiga y sienta, será visto, oído y sentido en Gaia.

—Exacto. Incluso esa pared lo oirá y verá y sentirá.

Bliss miró la pared que él señalaba y se encogió de hombros.

—Sí, también esa pared. Sólo tiene una conciencia infinitesimal, de modo que sólo siente y comprende de un modo infinitesimal, pero presumo que se producen algunos cambios subatómicos en respuesta, por ejemplo, a lo que estamos diciendo ahora mismo, que permiten que Gaia lo aproveche deliberadamente para el bien de la totalidad.

—Pero, ¿y si yo quiero que no se divulgue? Puedo querer que la pared no se entere de lo que digo o hago.

Bliss pareció desalentada.

—Mira, Golan —terció Pelorat de pronto—, no quisiera entrometerme, pues no es mucho lo que sé acerca de Gaia. Pero he estado con Bliss y, de algún modo, he captado algo de lo que sucede. Si caminas sobre una multitud en Terminus, ves y oyes muchas cosas, y puedes recordar algunas de ellas. Incluso puedes ser capaz de recordarlas todas bajo un adecuado estímulo cerebral, pero la mayoría de ellas no te importan. Las dejas correr. Aunque observes alguna escena emocional entre desconocidos y pienses que es interesante, si no te interesa demasiado, la dejas correr, la olvidas. Eso puede pasar también aquí. Aunque toda Gaia conozca lo que te propones a la perfección, ello no significa que le intereses necesariamente. ¿No es así, querida Bliss?

—Nunca me había parado a pensarlo, Pel, pero hay algo de verdad en lo que dices. En todo caso, esa reserva de la que Trev habla, quiero decir Trevize, no tiene el menor valor para nosotros. En realidad, «yo-nosotros-Gaia» lo encontramos incomprensible. Querer no formar parte, que tu voz no se oiga, que tus acciones no tengan testigos, que tus pensamientos no sean sentidos… —Bliss movió la cabeza con energía—. He dicho que podemos bloquearnos en casos de emergencia, pero, ¿quién querría vivir de esa manera, siquiera por una hora?

—Yo —dijo Trevize—. Por eso debo encontrar la Tierra, descubrir la razón suprema, si es que existe, que me llevó a elegir este espantoso destino para la humanidad.

—No es un destino espantoso, pero no discutamos esta cuestión. Yo iré contigo, no como espía, sino como amiga y ayudante. Gaia estará contigo, no como espía, sino como amiga y ayudante.

—Gaia me ayudaría más si me guiase hacia la Tierra —dijo Trevize tristemente.

Bliss sacudió la cabeza despacio.

—Gaia no sabe dónde está la Tierra. Dom te lo ha dicho ya.

—No acabo de creerlo. A fin de cuentas, debéis tener documentos.

¿Por qué no he podido verlos nunca durante mi estancia aquí? Aunque Gaia no sepa dónde puede estar situada la Tierra en realidad, los documentos podrían darme alguna información. Conozco la Galaxia detalladamente, sin duda mucho más de lo que Gaia la conoce. Podría descubrir y seguir pistas en vuestros documentos que tal vez Gaia no acabe de captar.

—Pero, ¿a qué documentos te refieres, Trevize?

—A cualesquiera. Libros, películas, grabaciones, manuscritos, artefactos, cualquier cosa que tengáis. En todo el tiempo que llevo aquí no he visto nada que pueda considerar como un documento. ¿Lo has visto tú, Janov?.

—No —dijo Pelorat, en tono vacilante—, pero, en realidad, no lo he buscado.

—Pues yo si, a mi manera, sin atajar ruido —dijo Trevize—, y no he visto nada. ¡Nada! Sólo puedo presumir que me han sido ocultados. Y me pregunto por qué. ¿Podrías decírmelo?

Bliss frunció la tersa y joven frente, en un gesto de perplejidad.

—¿ Por qué no lo preguntaste antes? «Yo-nosotros-Gaia» no ocultamos nada, ni mentimos. El ser aislado, el individuo aislado, puede mentir. Es limitado, y tiene miedo porque es limitado. En cambio, Gaia es un organismo planetario de gran capacidad mental y no tiene miedo. Para Gaia, mentir o inventar descripciones que no estén de acuerdo con la realidad, resulta totalmente innecesario.

—Entonces —gruñó Trevize—, ¿por qué se me ha impedido ver algún documento? Dame una razón que tenga sentido.

—Desde luego —repuso Bliss alzando ambas manos, con las palmas vueltas hacia arriba—. Porque no tenemos ningún documento.

Pelorat fue el primero en recobrarse, pareciendo el menos asombrado de los dos.

—Querida —dijo con amabilidad—, eso es de todo punto imposible. No podéis tener una civilización razonable sin algún tipo de documento de la clase que sea.

Bliss arqueó las cejas.

—Lo comprendo. Sólo quise decir que no tenemos documentos de la clase a que Trev…, Trevize se refiere. «Yo-nosotros-Gaia» no poseemos manuscritos, ni obras impresas, ni películas, ni bancos de datos de computadoras. Ni inscripciones sobre piedras, dicho sea de pasada. Eso es todo. Naturalmente, como no tenemos nada, Trevize no ha podido encontrarlo.

—Entonces —dijo Trevize—, si no existe nada que merezca el nombre de documento, ¿qué hay?

—«Yo-nosotros-Gaia» —respondió Bliss, articulando las palabras con sumo cuidado, como si hablase con un niño— tenemos memoria. Lo recuerdo.

—¿Qué recuerdas? —preguntó Trevize.

—Todo.

—¿Recuerdas todas las fuentes de información?

—Desde luego.

—¿De cuánto tiempo? ¿Desde cuántos años atrás?

—Un período de tiempo indefinido.

—¿Podrías darme datos históricos, biográficos, geográficos, científicos? ¿Referirme incluso chismes locales?

—Sí..

—¿Y todo está en esa cabecita? —preguntó Trevize con ironía, señalando la sien derecha de Bliss.

—No —dijo ella—. Los recuerdos de Gaia no se limitan al contenido de mi cráneo en particular. Mira —y de momento se puso seria e incluso un poco severa, al dejar de ser únicamente Bliss y asumir una amalgama de otras unidades—, tuvo que haber un tiempo, al principio de la Historia, en que los seres humanos eran tan primitivos que, si bien podían recordar los sucesos, no sabían hablar. Después, se inventó el lenguaje y sirvió para expresar recuerdos y transmitirlos de unas personas a otras. Por fin, vino la escritura, inventada en orden de registrar los recuerdos y transferirlos de generación en generación a lo largo del tiempo. Desde entonces, todos los avances tecnológicos han servido para ampliar la transferencia y el almacenamiento de recuerdos y facilitar el conocimiento de los datos deseados. Pero cuando los individuos se unieron para formar Gaia, todo eso quedó obsoleto. Podemos volver a la memoria, al sistema básico de conservación del recuerdo sobre el que ha sido construido todo lo demás. ¿Lo comprendes?

—¿Me estás diciendo que la suma total de todos los cerebros de Gaia pueden recordar muchos más datos que un cerebro solo? —preguntó Trevize.

—Desde luego.

—Pero si Gaia tiene todos los recuerdos grabados en la memoria planetaria, ¿de qué te sirve a ti como porción individual de Gaia?

—De muchísimo. Lo que yo pueda querer saber está en alguna mente individual, tal vez en muchas de ellas. Si es algo fundamental, como el significado de la palabra «silla», se encuentra en todas las mentes. Pero incluso si se trata de algo esotérico que solamente se halle en una pequeña porción de la mente de Gaia, puedo recurrir a ésta si lo necesito, aunque eso requiera más tiempo que si el recuerdo estuviese más extendido. Escucha, Trevize, si tú quieres saber algo que no se encuentra en tu mente, miras en el microfilme correspondiente o acudes a un banco de datos. Yo busco en la mente total de Gaia.

—¿Y cómo impides que toda esa información entre en tu mente y te haga estallar el cráneo?

—¿Quieres dártelas de sarcástico, Trevize?

—Vamos, Golan —dijo Pelorat—, no seas antipático.

Trevize les miró a los dos y, con un visible esfuerzo, hizo que la tensión de su semblante se aflojase.

—Perdonad. Me siento abrumado por el peso de una responsabilidad que no quisiera tener y de la que no sé cómo librarme. Eso puede hacer que me muestre desagradable cuando no quisiera serlo. Bliss, dime una cosa, ¿cómo puedes extraer la información de las mentes de otros sin irla almacenando en tu propio cerebro y sobrecargar rápidamente su capacidad?

—Desconozco la respuesta, Trevize —dijo Bliss—, como tampoco tú sabes el funcionamiento detallado de tu cerebro único. Supongo que en tu mente está el recuerdo de la distancia que hay desde tu sol hasta una estrella vecina, pero no siempre tienes conciencia de ello. Lo almacenas en alguna parte y puedes recordar la cifra si te lo preguntan. Caso de que no te lo pregunten, quizá la olvides con el tiempo, pero siempre podrás obtenerla en un banco de datos. Si consideras el cerebro de Gaia como un enorme banco de datos, comprenderás que puedo acudir a él, pero no hace falta que recuerde conscientemente un dato particular que haya utilizado alguna vez. Cuando me he servido de él, o de un recuerdo, dejo que salga de mi memoria. Es más, puedo enviarlo deliberadamente, por así decirlo, al lugar donde lo obtuve.

—¿Cuántas personas hay en Gaia, Bliss? ¿Cuántos seres humanos?

—Mil millones aproximadamente. ¿Quieres saber la cifra exacta? Trevize sonrió, como disculpándose.

—Sé que podrías dármela si te la pidiese, pero me conformaré con la aproximación.

—En realidad —dijo Bliss—, la población es estable y oscila alrededor de un número ligeramente superior a los mil millones. Puedo decir en exceso o en defecto esa oscilación, extendiendo mi conciencia y…, bueno, palpando los límites. No sé explicarlo mejor a alguien que nunca ha compartido la experiencia.

—Sin embargo, yo diría que mil millones de mentes humanas, muchas de las cuales deben ser de niños, no son suficientes para guardar en la memoria todos los datos que una sociedad compleja necesita.

—Pero los seres humanos no son los únicos que viven en Gaia, Trev.

—¿Quieres decir que también recuerdan los animales?

—Los seres no humanos son incapaces de almacenar recuerdos con la misma intensidad que los humanos, y una gran parte de cada uno de los cerebros, humanos y no humanos, está dedicada a recuerdos personales que raras veces resultan inútiles, salvo para el elemento particular de la conciencia planetaria que los alberga. Sin embargo, cantidades importantes de datos avanzados pueden estar, y de hecho lo están, almacenadas en cerebros animales, y en el tejido vegetal, y en la estructura mineral del planeta.

—¿En la estructura mineral? ¿Quieres decir en las rocas y en las montañas?.

—Y, para cierta clase de datos, en el mar y en la atmósfera. Todo esto es Gaia también.

—Pero, ¿qué pueden retener unos sistemas sin vida?

—Una información inmensa. La intensidad es baja, pero el volumen es tan vasto que la mayor parte de la memoria total de Gaia está en sus piedras. Se necesita un poco más de tiempo para captar y restituir los recuerdos de las piedras, y por eso son las preferidas para almacenar datos muertos particulares, por decirlo así, que, normalmente, raras veces serán necesitados.

—¿Y qué ocurre cuando muere alguien cuyo cerebro contiene datos de valor considerable?

—No se pierden. Salen poco a poco al descomponerse el cerebro después de la muerte, pero hay tiempo sobrado para distribuir los recuerdos entre otras partes de Gaia. Y al aparecer nuevos cerebros con los recién nacidos y organizarse más con el crecimiento, no sólo almacenan los recuerdos y las ideas personales, sino que también adquieren conocimientos convenientes de otras fuentes. Lo que vosotros llamáis educación es enteramente automático en «mi-nosotros-Gaia».

—Francamente, Golan —dijo Pelorat—, me parece que pueden decirme muchas cosas a favor de esta noción de un mundo viviente.

Trevize dirigió una breve mirada de soslayo a su compañero de la Fundación..

—No me cabe duda de ello, Janov, pero no estoy impresionado. El planeta, por muy grande y diverso que sea, representa un cerebro. ¡Uno! Cada nuevo cerebro que nace se confunde en el todo. ¿Dónde está la oportunidad para la oposición, para la discrepancia? Si consideras la Historia humana, verás que hay seres humanos ocasionales cuyas opiniones pueden ser condenadas por la sociedad, pero que triunfan al final y cambian el mundo. ¿Qué posibilidad tienen en Gaia los grandes rebeldes de la Historia?

—Existe un conflicto interno —dijo Bliss—. No todos los aspectos de Gaia aceptan la opinión común necesariamente.

—Tiene que ser limitado —rebatió Trevize—. No puede haber demasiada agitación dentro de un organismo único, o éste no funcionaría como es debido. Si el progreso y el desarrollo no son interrumpidos del todo, deben ser frenados. ¿Podemos arriesgarnos a infligir esto a toda la Galaxia? ¿A toda la humanidad?

—¿Vas a discutir ahora tu propia decisión? —dijo Bliss sin emoción manifiesta—. ¿Vas a cambiar de idea y decir ahora que Gaia es un futuro indeseable para la humanidad?

Trev apretó los labios y vaciló.

—Me gustaría hacerlo, pero…, todavía no. Tom é mi decisión basándome en algo inconsciente, y hasta que descubra cuál era esa base, no puedo decidir realmente si voy a mantener mi decisión o a cambiarla.

Por consiguiente, volvemos al asunto de la Tierra.

—Donde tienes la impresión de que averiguarás la naturaleza de la base en que apoyaste tu decisión. ¿No es así, Trevize?

—Ésa es la impresión que tengo. Pero Dom dice que Gaia ignora el lugar donde la Tierra se encuentra. Y supongo que tú estás de acuerdo con él.

—Desde luego. Yo no soy menos Gaia que él.

—¿Y me ocultáis lo que sabéis? Quiero decir conscientemente.

—Claro que no. Aunque fuese posible que Gaia mintiese, no te mentiría a ti. Por encima de todo, dependemos de tus conclusiones, necesitamos que sean exactas, y eso requiere que estén basadas en la realidad.

—En ese caso —dijo Trevize—, hagamos uso de vuestra memoria mundial. Sondea el pasado y dime cuál es el tiempo más remoto que puedes recordar.

Hubo una pequeña vacilación. Bliss dirigió una inexpresiva mirada a Trevize, como si hubiese entrado en trance.

—Quince mil años —dijo.

—¿Por qué has vacilado?

—Necesitaba tiempo. Los antiguos recuerdos, los realmente antiguos, se hallan casi todos en el corazón de la montaña, y se requiere tiempo para extraerlos de allí.

—Has dicho quince mil años. ¿Fue entonces cuando Gaia fue colonizado?

—No, nosotros presumimos que eso ocurrió unos tres mil años antes.

—¿Por qué no estás segura? ¿Es que tú, o Gaia, no lo recordáis?

—Ocurrió antes de que Gaia evolucionase hasta el punto en que la memoria se convirtió en un fenómeno global.

—Sin embargo, antes de que pudieseis confiar en vuestra memoria colectiva, Gaia tuvo que conservar documentos, Bliss. Documentos en el sentido corriente de la palabra: grabados, escritos, películas, o algo similar.

—Supongo que sí, pero difícilmente hubiesen podido conservarse durante tanto tiempo.

—Quizá se copiaron o, mejor aún, se transmitieron a la memoria global, una vez desarrollada ésta.

Bliss frunció el entrecejo. Hubo otra vacilación, ahora más prolongada.

—No encuentro señales de esos antiguos documentos de que hablas.

—¿Cómo puede ser?

—No lo sé, Trevize. Presumo que no tendrían gran importancia. Me imagino que, cuando se comprendió que los primitivos documentos no memorizados se estaban estropeando, se decidió que habían pasado de actualidad y no eran necesarios.

—Pero no lo sabes; presumes y te imaginas, pero no lo sabes. Gaia no lo sabe.

Bliss bajó los ojos.

—Debe ser así.

—¿Debe ser? Yo no soy parte de Gaia y, por consiguiente, no necesito presumir lo que presume Gaia, lo cual te da un ejemplo de la importancia del aislamiento. Yo, como un Aislado, presumo algo más.

—;Qué?

—En primer lugar, hay algo de lo que estoy seguro. Una civilización viva no es probable que destruya sus documentos antiguos. Lejos de.juzgarlos arcaicos e innecesarios, es lógico que los trate con exagerada reverencia y se esfuerce en conservarlos. Si los documentos preglobales de Gaia fueron destruidos, Bliss, esta destrucción es muy improbable que fuese voluntaria.

—Entonces, ¿cómo lo explicarías tú?

—Todas las referencias a la Tierra que existían en la Biblioteca de Trantor fueron sacadas de allí por alguien o por alguna fuerza distintos de los Propios Segundos Fundadores Trantorianos; No es posible que, también en Gaia, fuesen hechas desaparecer todas las referencias a la Tierra por algo distinto de la propia Gaia?

—¿Cómo sabes que los documentos antiguos se referían a la Tierra?

—Según acabas de decir, Gaia fue fundada hace al menos dieciocho mil años. Eso nos lleva a un período anterior al establecimiento del Imperio Galáctico, al período en que la Galaxia fue colonizada, y la primera fuente de colonos provino de la Tierra. Pelorat te lo confirmará.

Pelorat, pillado un poco por sorpresa, carraspeó antes de responder.

—Así lo cuentan las leyendas, querida. Yo me las tomo muy en serio y creo, lo mismo que Golan Trevize, que la especie humana estuvo, al principio, confinada en un solo planeta y que dicho planeta era la Tierra. Los primeros colonizadores vinieron de allí.

—Entonces —dijo Trevize—, si Gaia fue fundada en los primeros tiempos de los viajes hiperespaciales, es muy probable que la colonización la llevasen a cabo hombres de la Tierra o, quizá, nativos de un mundo no muy viejo y que había sido colonizado recientemente por hombres de la Tierra. Por esa razón, los documentos sobre la fundación de Gaia y los primeros milenios siguientes debieron referirse a la Tierra y a su gente, y han desaparecido. Parece que algo procura que la Tierra no aparezca mencionada en los archivos de la Galaxia. Y si es así, tiene que haber alguna razón para ello.

—Esto es pura conjetura, Trevize —repuso Bliss con indignación— No tienes pruebas de ello.

—Pero es Gaia quien insiste en que tengo un don especial para sacar conclusiones correctas basándome en pruebas insuficientes. Por tanto, si llego a una conclusión firme, no me digas que carezco de pruebas.

Bliss guardó silencio.

—Tanta mayor razón para encontrar la Tierra —prosiguió Trevize—. Pienso partir en cuanto la Far Star esté preparada. ¿Todavía queréis venir los dos?

—Sí —respondió Bliss al instante.

—Sí —dijo Pelorat.

2. Hacia Comporellon

Llovía ligeramente. Trevize contempló el cielo, liso y de un color blanco grisáceo.

Llevaba un sombrero impermeable que repelía las gotas de lluvia y las enviaba lejos de su cuerpo en todas direcciones. Pelorat, plantado fuera del alcance de las gotas rebotadas, no tenía aquella protección.

—No comprendo por qué te empeñas en mojarte, Janov.

—La humedad no me preocupa, amigo —dijo Pelorat, con su aire solemne de siempre—. La lluvia es ligera y tibia. Prácticamente, no hay viento. Y además, por citar un viejo dicho, «En Anacreon, haz como los anacreonitas». —Señaló a unos pocos gaianos que se encontraban cerca de la Far Star, observando en silencio. Estaban desparramados, como los árboles de un bosquecillo gaiano, y ninguno de ellos llevaba sombrero contra la lluvia.

—Supongo —dijo Trevize— que no les importa empaparse, porque todo el resto de Gaia se está mojando. Los árboles, la hierba, el suelo, todo está mojado, y todo forma parte de Gaia, lo mismo que los gaianos.

—Creo que es lógico —dijo Pelorat—. El sol no tardará en salir y todo se secará rápidamente. La ropa no se arrugará ni encogerá, la sensación de frío no existe y, al no haber microorganismos patógenos nocivos, nadie pillará un catarro, o una gripe, o una pulmonía. Entonces, ¿por qué preocuparse por un poco de humedad?

Trevize comprendió la lógica del razonamiento con facilidad, pero continuó sintiéndose agraviado.

—En todo caso —dijo—, no hace falta que llueva cuando vamos a marcharnos. A fin de cuentas, la lluvia es voluntaria. Si Gaia no lo quisiera, no llovería. Casi se diría que desea mostrarnos su desprecio.

—Tal vez —repuso Pelorat, frunciendo los labios un poco—. Gaia está llorando nuestra partida.

—Es posible —dijo Trevize—, pero a mi no me ocurre lo mismo.

—En realidad —prosiguió Pelorat—, presumo que el suelo de esta región necesita humedad, y que esta necesidad es más importante que tu deseo de ver brillar el sol.

Trevize sonrió.

—Sospecho que este mundo te gusta realmente, ¿verdad? Quiero decir, aun prescindiendo de Bliss.

—Sí, me gusta —dijo Pelorat en tono defensivo—. Siempre he llevado una vida tranquila y ordenada, y creo que me sentiría bien aquí, con todo un mundo trabajando para mantenerse tranquilo y ordenado. Después de todo, Golan, cuando construimos una casa, o esa nave, tratamos de crear un refugio perfecto. Lo equipamos con todo lo que necesitamos; disponemos las cosas de manera que la temperatura, la calidad del aire, la iluminación y todo lo importante, sea controlado y manipulado por nosotros a fin de que el conjunto resulte lo más cómodo posible. Gaia no es más que la realización del deseo de comodidad y seguridad extendido a todo un planeta. ¿Qué hay de malo en ello?

—Lo que hay de malo —respondió Trevize— es que mi casa, o mi nave, ha sido concebida para satisfacerme a mí. Yo no he sido concebido para satisfacerla a ella. Si yo formase parte de Gaia, por muy bien que el planeta hubiese sido ideado para adaptarse a mí, me sentiría sumamente molesto por el hecho de que yo hubiese sido ideado también para adaptarme a él.

Pelorat frunció los labios otra vez.

—Se podría argüir que toda sociedad moldea su población para que se adapte a ella. Se desarrollan costumbres que convienen a la sociedad, y eso encadena firmemente a los individuos a las necesidades de aquélla.

—En las sociedades que conozco, uno puede rebelarse. Hay excéntricos, incluso delincuentes.

—¿Quieres excéntricos y delincuentes?

—¿por qué no? Tú y yo somos excéntricos. En verdad, no somos ejemplares típicos de los habitantes de Terminus. En cuanto a los delincuentes, se trata de una cuestión de terminología. Y si los delincuentes son el precio que debemos pagar por los rebeldes, los herejes y los genios, estoy dispuesto a pagarlo. Exijo que se pague.

—¿Son los delincuentes el único precio posible? ¿No se pueden tener genios sin delincuentes?

—No se pueden tener genios y santos sin que haya personas que se alejen mucho de la línea establecida, y no creo que ese alejamiento se pueda producir sólo en un sentido de dicha línea. Debe existir cierta simetría. En todo caso, para mi decisión de hacer de Gaia el modelo para el futuro de la humanidad, deseo contar con una razón mejor que ésta de que se trate de una versión planetaria de una casa confortable.

—¡Oh, mi querido amigo! Yo no trataba de empezar una discusión contigo sobre tu decisión. Sólo estaba haciendo una observa…

Se interrumpió. Bliss caminaba en dirección a ellos, mojados los negros cabellos y pegada su ropa al cuerpo, de manera que hacía resaltar sus anchas caderas. Ella movió la cabeza arriba y abajo al acercarse.

—Siento haberme retrasado —se disculpó, jadeando un poco—. Mi entrevista con Dom ha sido más larga de lo que yo había previsto.

—Supongo —dijo Trevize— que ya te has enterado de todo lo que él sabe.

—A veces se producen diferencias de interpretación. A fin de cuentas, no somos idénticos y por eso discutimos. Mira —dijo con un cierto tono de aspereza—, tú tienes dos manos. Ambas son parte de ti y parecen idénticas, salvo que cada una es como la imagen reflejada en un espejo de la otra. Sin embargo, no las empleas de la misma manera, ¿verdad? Hay algunas cosas que haces con la derecha la mayor parte de las veces, y otras que las realizas con la izquierda. Diferencias de interpretación, por decirlo así.

—Te ha pillado —exclamó Pelorat, con visible satisfacción.

Trevize asintió con la cabeza.

—Es una analogía seductora si fuese pertinente, y no estoy muy seguro de que lo sea. En todo caso, ¿significa que podemos embarcar ahora? Está lloviendo.

—Sí, sí. Nuestra gente ha salido de la nave, y ésta se encuentra dispuesta. —Después, miró a Trevize con curiosidad—. Estás seco. Las gotas de lluvia no te alcanzan.

—Es cierto —dijo Trevize—. Quiero evitar la humedad.

—¿ No te gusta mojarte de vez en cuando?

—En efecto; pero cuando yo lo deseo, no cuando la lluvia quiere.

Bliss se encogió de hombros.

—Bueno, haz lo que te parezca. Todo nuestro equipaje ha sido cargado ya; podemos subir a bordo.

Los tres se dirigieron a la Far Star. La lluvia se había vuelto más fina todavía, pero la hierba seguía completamente mojada, Trevize caminaba de puntillas, a diferencia de Bliss que se había quitado las zapatillas, llevándolas en la mano, y andaba descalza sobre la hierba.

—Es una sensación deliciosa —dijo, en respuesta a la mirada de Trevize a sus pies.

—Bueno —repuso él con aire distraído. Y después, algo irritado, añadió—: Pero, ¿por qué están esos otros gaianos plantados ahí?

—Están registrando este acontecimiento —respondió Bliss—, que Gaia considera trascendental. Tú eres importante para nosotros, Trevize. Piensa que si cambiases de idea como resultado de este viaje y decidieses contra nosotros, nunca nos integraríamos en la Galaxia, ni siquiera perduraríamos como Gaia.

—Entonces, yo represento la vida o la muerte para Gaia; para todo el mundo.

—Nosotros lo creemos así.

Trevize se detuvo de pronto y se quitó el sombrero que le protegía de la lluvia. Estaban apareciendo manchas azules en el cielo.

—Pero ahora tenéis mi voto a favor vuestro —dijo—. Si me mataseis, nunca podría cambiarlo.

—Golan —murmuró, impresionado, Pelorat—, es terrible que digas eso.

—Es típico de un Aislado —repuso Bliss tranquilamente—. Debes comprender, Trevize, que no nos interesas como persona, ni siquiera tu voto nos interesa, sólo la verdad cuenta, los hechos reales. Tú nos importas porque eres la persona que nos guía hacia la verdad, y tu voto es una indicación de esa verdad. Esto es lo que queremos de ti, y si te matásemos para impedir que cambiases tu voto, lo único que haríamos sería ocultamos la verdad a nosotros mismos.

—Si os dijese que la verdad es no-Gaia, ¿aceptaríais todos la muerte alegremente?

—Tal vez no con alegría, pero ése sería, en definitiva, el resultado.

Trevize sacudió la cabeza.

—Si algo pudiese convencerme de que Gaia es un horror y debería morir, sería la declaración que acabas de hacer —dijo. Después, volvió la mirada hacia los gaianos que observaban (y presumiblemente escuchaban) pacientemente—. ¿Por qué se han desplegado de ese modo? ¿Y para qué necesitabais tantos? Si uno de ellos observa este acontecimiento y lo almacena en su memoria, ¿no estará al alcance de todo el resto del planeta? ¿No podrá ser almacenado en un millón de sitios diferentes, si así lo deseáis?

—Cada cual lo está observando desde diferente ángulo —explicó Bliss— y lo almacena en un cerebro ligeramente distinto. Cuando todas las observaciones sean estudiadas, se comprobará que lo sucedido ahora será comprendido mucho mejor si se parte de todas las observaciones juntas que de cualquiera de ellas en particular.

—En otras palabras, el total es mayor que la suma de las partes.

—Exactamente. Has captado la justificación fundamental de la existencia de Gaia. Tú, como ser humano individual, estás compuesto de quizá cincuenta billones de células, pero, como individuo multicelular, eres mucho más importante que esos cincuenta billones como la suma de su importancia individual. Supongo que estarás de acuerdo con esto.

—Sí —admitió Trevize—. Lo estoy.

Subió a la nave y se volvió un momento para echar otro vistazo a Gaia. La breve lluvia había dado una nueva frescura a la atmósfera. Vio un mundo verde, exuberante, tranquilo, pacífico; un jardín de serenidad plantado en medio de la turbulencia de la cansada galaxia.

Y Trevize esperó ardientemente no volver a verlo jamás.

Cuando la puerta neumática se cerró tras ellos, Trevize tuvo la impresión de haber salido, no exactamente de una pesadilla, sino de algo anormal tan grave que le había estado impidiendo respirar con libertad. Era consciente de que un elemento de aquella anormalidad permanecía todavía con él en la persona de Bliss. Mientras ella estuviese ahí, Gaia seguiría ahí, y, sin embargo, también estaba convencido de que la presencia de la joven era esencial. La caja negra trabajaba de.nuevo, y anheló no tener que empezar a creer demasiado en ella.

Miró a su alrededor y la nave le pareció hermosa. Había sido suya desde que la alcaldesa Harla Branno de la Fundación le había obligado a entrar en ella, o enviándolo entre las estrellas, como un pararrayos viviente destinado a atraer el fuego de los que ella consideraba enemigos de la Fundación. La misión había sido cumplida, pero la nave seguía perteneciéndole, y no pensaba devolverla.

Había sido suya sólo unos pocos meses, pero le parecía como su casa y sólo conservaba una vaga idea del que había sido su hogar en Terminus.

¡Terminus! El eje descentrado de la Fundación, destinado por el «Plan de Seldon» a formar un segundo y más grande Imperio en el decurso de los siguientes cinco siglos. Aunque ahora él, Trevize, le había dado un nuevo rumbo. Por decisión propia, estaba convirtiendo la Fundación en nada, y haciendo posible, en su lugar, una nueva sociedad, un nuevo esquema de vida, una revolución espantosa que sería la más grande desde la aparición de la vida multicelular.

Emprendía un viaje encaminado a demostrarse (o a rechazar) que lo que había hecho era lo justo.

Se encontró perdido en sus pensamientos e inmóvil, y se sacudió con irritación. Se dirigió apresuradamente a la cabina-piloto y vio que su ordenador permanecía todavía allí.

Resplandecía; todo resplandecía. La limpieza no había podido ser más minuciosa. Los contactos, cerrados por él casi al azar, funcionaban a la perfección y, al parecer, con más facilidad que nunca. El sistema de ventilación era tan silencioso que tuvo que poner la mano sobre las rejillas para asegurarse de que el aire circulaba.

El círculo de luz sobre el ordenador brillaba agradablemente. Trevize lo tocó y la luz se derramó por toda la mesa, en la que apareció el perfil de una mano derecha y una mano izquierda. Inhaló a fondo y se dio cuenta que había estado sin respirar durante un rato. Los gaianos desconocían la tecnología de la Fundación y hubiesen podido averiar el ordenador con facilidad sin la menor malicia. Hasta ahora, no había sido así: las manos permanecían en su sitio.

La prueba definitiva la tendría al poner sus propias manos sobre aquéllas, y, por un momento, vaciló. Casi de inmediato sabría si algo andaba mal, y, de ser así, ¿qué podría hacer? Para repararlo, tendría que regresar a Terminus, y, si volvía, estaba seguro de que la alcaldesa Branno no dejaría que se marchase de nuevo. Y en tal caso…

Sintió que su corazón palpitaba con fuerza; era inútil prolongar aquella incertidumbre deliberadamente.

Extendió ambas manos, la derecha, la izquierda, y las apoyó sobre las siluetas; en ese instante, tuvo la sensación de que otro par de manos asían las suyas. Sus sentidos se expandieron, y pudo ver Gaia en todas las direcciones, verde y húmeda, y los gaianos que seguían allí. Cuando quiso mirar hacia arriba, vio un cielo nublado en su mayor parte. Después, también por su voluntad, las nubes se desvanecieron y contempló un cielo azul inmaculado que filtraba la luz del sol de Gaia.

De nuevo puso su voluntad a prueba, y el azul desapareció ocupando su lugar las estrellas..

Las borró y quiso contemplar la galaxia, y lo consiguió, viéndola como una rueda de fuegos artificiales a tamaño reducido. Examinó la imagen del ordenador, ajustando su orientación, alterando la marcha aparente del tiempo, haciéndola girar primero en una dirección y después en otra. Localizó el sol de Savshell, la estrella importante más próxima a Gaia; después, el sol de Terminus; luego, el de Trantor; uno tras otro. Viajó de una estrella a otra en el mapa galáctico contenido en las entrañas del ordenador.

Entonces, retiró las manos y dejó que de nuevo el mundo real lo rodease, y se dio cuenta de que había permanecido todo el tiempo en pie, inclinado a medias sobre el ordenador para establecer el contacto manual. Sintió que estaba entumecido y tuvo que estirar los músculos de su espalda antes de sentarse.

Miró el ordenador con fijeza, agradecido y aliviado. Su funcionamiento había resultado perfecto. Le había respondido mejor que nunca, y sintió por él lo que sólo podía describirse como amor. A fin de cuentas, mientras apoyaba sus manos en él (se negaba resueltamente a confesarse que pensaba que eran las manos de ella), formaban parte el uno del otro, y su voluntad dirigía, controlaba, experimentaba y pertenecía a un yo superior. El y aquello debían sentir, de una manera reducida, pensó de pronto, con inquietud, lo mismo que Gaia sentía en un campo muchísimo más amplio.

Sacudió la cabeza. ¡No, en el caso de él y el ordenador! Era él, Trevize, quien poseía el control absoluto. El ordenador se hallaba totalmente sometido a su mandato.

Se levantó y pasó a la bien abastecida cocina y al comedor. Había abundancia de comida de todas clases y aparatos adecuados de refrigeración y de calor. Ya había observado que las películas que guardaba en su habitación estaban en regla, y tenía el convencimiento…, no, la absoluta seguridad, de que Pelorat había comprobado que su filmoteca personal lo estaba también. De no haber sido así, seguro que ya se lo habría comunicado.

¡Pelorat! Eso le recordó una cosa. Entró en la habitación de Pelorat.

—¿ Hay sitio aquí para Bliss, Janov?

—¡Oh, sí! De. sobra.

—Podría convertir la sala común en su dormitorio.

Bliss lo miró, abriendo mucho los ojos.

—No deseo tener una habitación individual. Me encuentro muy bien aquí con Pel. Aunque supongo que podré usar las otras habitaciones cuando las necesite. Por ejemplo, el gimnasio.

—Por supuesto. Todas, excepto la mía.

—Muy bien. Eso es lo que yo habría sugerido, si hubiese tenido ocasión de hacerlo. Por lógica, tú tampoco entrarás en la nuestra.

—Desde luego —dijo Trevize, que miró hacia abajo y se dio cuenta de que sus zapatos pisaban el umbral. Dio un paso atrás—. Pero esto no es una suite nupcial, Bliss.

—Así parece, en vista de su estrechez, y tampoco lo sería si Gaia la ampliase la mitad de lo que es.

Trevize reprimió una sonrisa.

—Tendréis que comportaros como buenos amigos.

—Lo somos —dijo Pelorat, claramente molesto por el rumbo que había tomado la conversación—, pero creo, viejo amigo, que debes dejar que nos arreglemos nosotros solos.

—En realidad, no puedo —repuso Trevize pausadamente—. Quiero que quede bien claro que éste no es lugar adecuado para una luna de miel, No me opondré a nada de lo que hagáis por mutuo consentimiento, pero debéis daros cuenta de que aquí no gozaréis de intimidad.

Espero que lo comprendas, Bliss.

—Hay una puerta —dijo Bliss—, y me imagino que no nos molestarás cuando esté cerrada…, es decir, salvo en caso de verdadera emergencia.

—Claro que no. Sin embargo, las paredes no están insonorizadas.

—¿Estás tratando de decir, Trevize —dijo Bliss—, que oirás con claridad cualquier conversación que sostengamos y el ruido que podamos hacer cuando mantengamos relaciones sexuales?

—Sí, eso es lo que quería decir. Y teniéndolo en cuenta, espero que comprendáis que deberéis limitar vuestras actividades aquí. Eso puede incomodaros, y lo siento, pero la situación está así.

—La verdad es, Golan —dijo Pelorat amablemente después de un carraspeo—, que ya he tenido que enfrentarme con el mismo problema.

Como sabes muy bien, cualquier sensación que Bliss experimenta mientras está conmigo es experimentada por toda Gaia.

—Ya he pensado en esto, Janov —dijo Trevize, y pareció que reprimía una mueca—. No quería mencionarlo; sólo lo he hecho por si no habías pensado en ello.

—Por desgracia, lo pensé —dijo Pelorat.

—No des demasiada importancia a esto, Trevize —intervino Bliss—. En un momento dado, puede haber miles de seres humanos en Gaia que estén haciendo el amor; millones que estén comiendo, bebiendo, o entregados a otras actividades placenteras. Esto origina un ambiente general de felicidad que Gaia siente, y cada una de sus partes. Los animales inferiores, las plantas y los minerales gozan de placeres progresivamente reducidos, pero que también contribuyen a una alegría generalizada y consciente que Gaia experimenta en todas sus partes siempre, y que no se siente en ninguno de los otros mundos.

—Nosotros tenemos nuestros propios goces particulares —dijo Trevize— que podemos compartir con otros, si lo deseamos, o disfrutarlos en privado, si queremos.

—Si pudieses sentir los nuestros, sabrías lo atrasados que vosotros, los aislados, estáis a este respecto.

—¿Cómo puedes saber lo que nosotros sentimos?

—Aunque no lo sepamos, es lógico suponer que un mundo de placeres comunes tiene que ser más intenso que un solo individuo aislado.

—Es posible, pero aunque mis placeres sean mínimos, guardaré para mi mis alegrías y mis penas y me contentaré con ellas, por pequeñas que parezcan, y seré yo y no un hermano carnal de la roca más cercana.

—No te burles —pidió Bliss—. Tú valoras todos los cristales minerales de tus huesos y tus dientes, y quisieras que no se estropease ninguno, aunque no tengan más conciencia que un cristal corriente de roca, del mismo tamaño.

—Eso es bastante cierto —aceptó Trevize, de mala gana—, pero nos hemos apartado del tema. A mí no me importa que toda Gaia comparta tu alegría, Bliss, pero yo no quiero compartirla. Aquí vivimos muy estrechos y no deseo verme obligado a participar en vuestras actividades, aunque sea indirectamente.

—Esta discusión no tiene objeto, mi querido amigo —dijo Pelorat.

Mientras la nave se hallaba dentro de la atmósfera, no se necesitaba, por supuesto, acelerar, de modo que el zumbido y la vibración del aire al pasar rápidamente no se percibían. Y cuando la atmósfera quedaba atrás y la aceleración se producía, a grandes velocidades, no afectaba a los pasajeros.

Era lo más moderno en comodidad, y Trevize no creía que pudiese mejorarse hasta que llegase el día en que los seres humanos descubriesen la manera de volar a través del hiperespacio sin necesidad de naves y sin preocuparse de que los campos de gravitación cercanos pudiesen ser demasiado intensos. Precisamente ahora, la Far Star tendría que alejarse a toda velocidad del sol de Gaia durante varios días hasta que la intensidad de la gravedad fuese lo bastante débil para intentar el Salto.

—Golan, querido amigo, ¿puedo hablar un momento contigo? ¿No estás demasiado ocupado?

—En absoluto. El ordenador se encarga de todo en cuanto le he dado las instrucciones pertinentes. Y a veces parece que adivina cuáles serán éstas y las cumple casi antes de que yo haya acabado de formularlas —dijo Trevize, acariciando el tablero.

—Tú y yo nos hemos hecho muy amigos, Golan —comenzó Pelorat—, en el poco tiempo que llevamos conociéndonos, a pesar de que debo admitir que me parece mucho más largo. ¡Han ocurrido tantas cosas…! Cuando me detengo a pensar en mi relativamente larga vida, me parece curioso que la mitad de los sucesos que he experimentado se hayan concentrado en estos pocos últimos meses. O así parece. Casi podría suponer…

Trevize levantó una mano.

—Janov, te estás saliendo de la cuestión, estoy seguro. Has empezado diciendo que nos hemos hecho muy amigos en poco tiempo. Si, es cierto, y seguimos siéndolo. A propósito, todavía hace menos tiempo que conoces a Bliss y te has hecho aún más amigo de ella.

—Desde luego, eso es diferente —repuso Pelorat carraspeando, un poco confuso.

—Claro —dijo Trevize—, pero, ¿por qué me hablas de nuestra breve pero duradera amistad?

—Mi querido compañero, si seguimos siendo amigos, como acabas de admitir, quiero que también lo seas de Bliss que, como también acabas de decir, me es particularmente querida.

—Lo comprendo. ¿Y bien?

—Sé, Golan, que Bliss no te gusta, pero quisiera que por mi…

Trevize levantó una mano.

—Un momento, Janov. No es que Bliss me entusiasme, pero tampoco le tengo antipatía. En realidad, no siento ninguna animosidad contra ella. Es una joven atractiva y, aunque no lo fuese, estaría dispuesto por ti, a considerarla como tal. Es Gaia lo que no me gusta.

—Pero Bliss es Gaia.

—Lo sé, Janov. Y eso complica las cosas. Mientras pienso en Bliss como persona, no hay problema. Pero si pienso en ella como Gaia, la cosa cambia.

—Pero no le has dado ninguna oportunidad, Golan. Mira, viejo amigo, déjame confesarte algo. Cuando Bliss y yo estamos en la intimidad, hay veces en que me deja compartir su mente durante un minuto, más o menos. No más tiempo, porque dice que soy demasiado viejo para adaptarme a ello… ¡Oh, no sonrías, Golan! También tú serías demasiado viejo para hacerlo. Si un ser aislado, como tú o como yo, fuese parte de Gaia durante más de un minuto o dos, podría sufrir alguna lesión cerebral, y si el tiempo fuese de cinco o diez minutos, esa lesión sería irreversible. Si pudieses experimentarlo, Golan…

—¿Qué? ¿Una lesión cerebral irreversible? No, gracias.

—Me malinterpretas deliberadamente, Golan. Me refiero sólo al momento de la unión. No sabes lo que te pierdes. Me resulta imposible describirlo. Bliss dice que se trata de una sensación de alegría. Es como decir que se siente alegría cuando se bebe un poco de agua después de haber estado a punto de morir de sed. Soy incapaz de poder darte una ligera idea de lo que es. Compartes todo el placer que mil millones de personas experimentan por separado. No es un goce continuo; si lo fuese, pronto dejarías de sentirlo. Vibra…, centellea…, tiene un extraño ritmo pulsátil que se apodera de ti. Es más alegre…, no, no es más alegre, sino una alegría mejor que la que nunca podrías experimentar separadamente. Cuando ella me cierra la puerta, me echaría a llorar.

Trevize sacudió la cabeza.

—Tu elocuencia es sorprendente, buen amigo, pero parece que estás describiendo la adicción a la seudendorfina o a alguna otra droga de esas que te hacen gozar a corto plazo, al precio de dejarte sumido para siempre en el horror. ¡No me interesa! Me niego a vender mi individualidad por un breve sentimiento de euforia.

—Yo no he perdido mi individualidad, Golan.

—Pero, ¿cuánto tiempo la conservarás si sigues con eso, Janov? Suplicarás más y más de tu droga hasta que, en definitiva, tu cerebro quede lesionado. Janov, no debes permitir que Bliss haga eso contigo. Quizá fuese mejor que yo hablase con ella.

—¡No! ¡No lo hagas! Tú no te distingues por tu tacto, ¿sabes?, y no quiero ofenderla. Te aseguro que ella cuida mejor de mí, a este respecto que todo lo que puedas imaginarte. La posibilidad de una lesión cerebral le preocupa más que a mi. Puedes estar seguro de ello.

—Entonces, hablaré contigo, Janov, no vuelvas a hacerlo nunca más. Has vivido cincuenta y dos años disfrutando de tus propios placeres y alegrías, y tu cerebro está adaptado a esto. No te dejes llevar por un nuevo y desacostumbrado vicio. Eso acaba pagándose; si no inmediatamente, sí en definitiva.

—Sí, Golan —admitió Pelorat en voz baja, mirando las puntas de sus zapatos—. Pero míralo de esta manera. ¿Qué pasaría si tú fueses una criatura unicelular…?

—Sé lo que vas a decir, Janov. Olvídalo. Bliss y yo hemos comentado ya esa analogía.

—Si, pero piensa un momento. Imaginemos unos organismos unicelulares con un nivel de conciencia humano y con la facultad de pensar, y consideremos que se encuentran ante la posibilidad de convertirse en un organismo multicelular. ¿No llorarían los organismos unicelulares la pérdida de su individualidad y no lamentaran amargamente su forzada integración en la personalidad de un organismo total? ¿Y no estarían equivocados? ¿Podría una célula individual imaginar siquiera el poder del cerebro humano?

Trevize sacudió la cabeza con un gesto enérgico.

—No, Janov; ésa es una analogía falsa. Los organismos unicelulares no tienen conciencia ni facultad de pensar, o, si la tienen, es tan infinitesimal que podemos considerarla cero. Para esos objetos, combinarse y perder su individualidad equivale a perder algo que nunca tuvieron en realidad. Sin embargo, el ser humano es consciente y tiene la facultad de pensar. Posee una conciencia y una inteligencia independiente reales que puede perder; por esto, la analogía falla aquí.

Entre los dos se produjo un momentáneo silencio, casi opresivo, y por último, Pelorat, tratando de dar un nuevo rumbo a la conversación, dijo:

—¿Por qué contemplas la pantalla con tanta atención?

—Por costumbre —respondió Trevize, sonriendo irónicamente—. El ordenador me dice que no hay ninguna nave gaiana que me siga y que ninguna flota saysheliana viene a mi encuentro. Pero sigo mirando con atención, tranquilizado al no ver aquellas naves, cuando los sensores del ordenador son cientos de veces más agudos que mis ojos. Más aún, el ordenador es capaz de percibir, con gran detalle, algunas propiedades del espacio que mis sentidos no pueden captar bajo ninguna condición. Y sabiendo esto, todavía sigo mirando.

—Golan —dijo Pelorat—, si somos realmente amigos…

—Te prometo que no haré nada que pueda ofender a Bliss; al menos, nada que yo pueda evitar.

—Pero hay otra cuestión. Sigues ocultándome nuestro destino, como si no confiases en mí. ¿Adónde vamos? ¿Crees saber dónde está la Tierra?

Trevize levantó la mirada.

—Perdona. He estado guardando celosamente mi secreto, ¿verdad?

—Sí, pero, ¿por qué?

—¿Por qué? —repitió Trevize—. Me pregunto, amigo mío, si no tiene— algo que ver con Bliss.

—¿Con Bliss? ¿Es que no quieres que ella lo sepa? Te aseguro, viejo, que es digna de toda confianza.

—No es eso. ¿De qué me serviría no confiar en ella? Sospecho que puede arrancar cualquier secreto de mi mente, si desea hacerlo. Creo que tengo una razón más infantil. Me da la sensación de que sólo le prestas atención a ella y que yo he dejado de existir realmente para ti.

Pelorat pareció horrorizado.

—Te equivocas, Golan.

—Lo sé, pero estoy tratando de analizar mis propios sentimientos.

Tú acabas de darme a entender que temes por nuestra amistad, y, pensándolo bien, creo que yo he sufrido idénticos temores. No me lo he confesado abiertamente, pero pienso que hemos sido separados por Bliss. Tal vez estoy tratando de «desquitarme» ocultándote cosas. Una niñería, supongo.

—¡Golan!.

—He dicho que era algo infantil, ¿no? Pero, ¿hay alguien que no lo sea de vez en cuando? Sin embargo, nuestra amistad perdura. Sentado este punto, no volveré a jugar contigo. Vamos a Comporellon.

—¿Comporellon? —preguntó Pelorat, sin recordar de momento.

—Seguramente recordarás a mi amigo, el traidor Munn Li Compor.

Los tres nos encontramos en Sayshell.

El rostro de Pelorat reflejó una visible expresión de comprensión.

—Claro que lo recuerdo. Comporellon era el mundo de sus antepasados.

—Si lo era: No me creo todo lo que Compor dijo. Pero Comporellon es un mundo conocido, y Compor me contó que sus habitantes sabían algo de la Tierra. Por consiguiente, iremos allí y lo averiguaremos. Puede que no conduzca a nada, pero es el único punto de partida de que disponemos.

Pelorat carraspeó y pareció dudar.

—Oh, mi querido amigo, ¿estás seguro?

—No hay nada que podamos afirmar. Pero ese punto de partida existe, y, por muy débil que pueda ser, no tenemos más remedio que seguirlo.

—Si, pero si lo hacemos en base a lo que Compor nos dijo, tal vez deberíamos considerar todo lo que nos comentó. Creo recordar que declaro, con gran énfasis, que la Tierra no existe como planeta vivo, pues su superficie es radiactiva y que no hay ni rastro de vida en ella. Si eso resulta ser cierto, de nada servirá que vayamos a Comporellon.


Los tres estaban almorzando en el comedor, llenándolo virtualmente al hacerlo.

—Está muy bueno —dijo Pelorat, con visible satisfacción—. ¿Es parte de las provisiones que embarcamos en Terminus?

—No, en absoluto —respondió Trevize—. Aquéllas se acabaron hace tiempo. Esto corresponde a las que compramos en Sayshell antes de dirigirnos a Gaia. Muy desacostumbradas, ¿no? Una especie de mariscos, pero bastante crujientes. En cuanto a lo que comemos ahora, me dio la impresión de que eran coles cuando lo compré, pero tiene un sabor muy diferente.

Bliss escuchaba mas no decía nada. Picaba la comida de su plato con delicadeza.

—Tienes que comer, querida —aconsejó Pelorat amable.

—Lo sé, Pel, y así lo hago.

—Tenemos comida gaiana, Bliss —dijo Trevize, con un deje de impaciencia que no pudo reprimir.

—Sí —repuso Bliss—, pero creo que debemos conservarla. No sabemos cuánto tiempo permaneceremos en el espacio y, en todo caso, debo aprender a comer los alimentos de los aislados.

—¿Tan malos son? ¿O debe Gaia comer sólo Gaia?

Bliss suspiró.

—Nosotros tenemos una máxima que dice: «Cuando Gaia come Gaia, nada se pierde ni se gana.» No es más que una transferencia de conciencia arriba y abajo de la escala. Todo lo que yo como de Gaia es Gaia, y cuando se metaboliza y se integra en mi, sigue siendo Gaia. En realidad, por el hecho de comer yo, algo de lo que tomo tiene una posibilidad de participar en un nivel de intensidad más alto de conciencia, mientras que, por supuesto, otras porciones de ello se convierten en desperdicios de alguna clase y descienden por ello en la escala de conciencia.

Tom ó un buen bocado de su comida, masticó durante un momento con energía y lo tragó.

—Representa una vasta circulación —continuó—. Las plantas crecen y son comidas por los animales. Éstos comen y son comidos. Todo organismo que muere es incorporado a las células de hongos, de bacterias de putrefacción…, y sigue siendo Gaia. Incluso la materia inorgánica participa en esa vasta circulación de conciencia, y todo lo que circula tiene posibilidad de participar periódicamente en una intensidad más elevada de conciencia.

—Todo esto —dijo Trevize— puede aplicarse a cualquier mundo.

Cada átomo que hay en mí tiene una larga historia durante la cual puede haber formado parte de muchos seres vivos, incluidos los humanos, y también puede haber pasado largos períodos formando parte del mar o de un pedazo de carbón o de una roca o del viento que sopla sobre nosotros.

—Pero en Gaia —dijo Bliss—, todos los átomos forman parte siempre de una conciencia planetaria superior de la que vosotros nada sabéis.

—Entonces —dijo Trevize—, ¿qué les ocurre a las verduras de Sayshell que comes en este momento? ¿Se convierten en parte de Gaia?

—Sí, aunque con bastante lentitud. La misma lentitud con que mis excrementos dejan de ser parte de Gaia. A fin de cuentas, lo que sale de mi pierde todo contacto con Gaia. Incluso carece del contacto hiperespacial indirecto que yo puedo mantener gracias a mi alto nivel de intensidad de conciencia. Este contacto hiperespacial es el que hace que la comida no gaiana se convierta, poco a poco, en parte de Gaia cuando yo la consumo.

—¿Y qué me dices de la comida gaiana que tenemos almacenada? ¿También se convertirá lentamente en no galana? Si eso ocurre, será mejor que la comas mientras puedas.

—No debemos preocuparnos —dijo Bliss—. Nuestras provisiones gaianas han sido tratadas de manera que seguirán siendo parte de Gaia durante un largo período.

—Pero, ¿qué sucederá cuando nosotros comamos los alimentos galanos? —preguntó Pelorat de pronto—. Y a propósito de este tema, ¿qué nos pasó a nosotros cuando comimos alimentos gaianos en la propia Gaia? ¿ Nos estamos convirtiendo en Gaia poco a poco?

Bliss sacudió la cabeza y una expresión de peculiar turbación se reflejo en su semblante.

—No, lo que vosotros comisteis se perdió para nosotros. O al menos las porciones que fueron metabolizadas en vuestros tejidos. Lo que excretasteis siguió siendo Gaia o se convirtió lentamente en Gaia, de manera que, en definitiva, el equilibrio se mantuvo; pero numerosos átomos de Gaia se convirtieron en no-Gaia como resultado de vuestra visita.

—¿ Por qué? —preguntó Trevize con curiosidad.

—Porque vosotros no habríais podido soportar la conversión, aunque ésta hubiese sido parcial. Erais nuestros invitados, traídos a nuestro mundo por la fuerza, por decirlo de alguna manera, y teníamos que protegeros del peligro, aun a costa de perder algunos diminutos fragmentos de Gaia. Fue un precio que hubimos de pagar, aunque no de buen grado.

—Lo lamentamos —dijo Trevize—, pero, ¿estás segura de que la comida no gaiana, o alguna clase de ella, no puede, a su vez perjudicarte a ti?

—No —respondió Bliss—. Lo que es comestible para vosotros también lo es para mí. Sólo tengo el problema adicional de metabolizar esa comida en Gaia además de en mis propios tejidos. Representa una barrera psicológica que hace que pueda disfrutar menos de los alimentos y que tenga que masticarlos despacio; pero lo superaré con el tiempo.

—¿Y las infecciones? —preguntó Pelorat, muy alarmado—: No comprendo cómo no pensé antes en ello. Bliss, lo más probable es que cualquier mundo en el que aterricemos tenga microorganismos contra los que careces de defensas, y la más leve dolencia infecciosa resultaría mortal para ti. Trevize, debemos volver atrás.

—No te espantes, querido Pel —dijo Bliss sonriendo—. También los microorganismos son asimilados en Gaia cuando están en mi comida o cuando entran en mi cuerpo por cualquier otro medio. Si parecen capaces de causar daño, serán asimilados con mayor rapidez, y en cuanto sean Gaia, no podrán hacerme ningún mal.

El almuerzo tocaba a su fin y Pelorat sorbió su sazonada mezcla de zumos de fruta caliente.

—¡Caramba! —dijo, lamiéndose los labios—. Creo que es hora de que volvamos a cambiar de tema. Se diría que mi única ocupación a bordo de esta nave es cambiar de temas. ¿Por qué será?

—Porque Bliss y yo nos aferramos hasta el máximo a todos los temas que discutimos —repuso Trevize con aire solemne—. Dependemos de ti, Janov, para conservar nuestra cordura. ¿De qué quieres hablar ahora, viejo amigo?

—He repasado mi material de información sobre Comporellon, y todo el sector del que forma parte es rico en antiguas leyendas. Su colonización se remonta muy atrás en el tiempo, al primer milenio de los viajes hiperespaciales. Incluso se habla de un fundador legendario llamado Benbally, aunque no explican de dónde llegó. Dicen que el nombre primitivo de su planeta fue Mundo de Benbally.

—Y en tu opinión, Janov, ¿qué hay de verdad en ello?

—Algo, tal vez, pero, ¿quién puede adivinar lo que es ese algo?

—Yo nunca he oído mencionar a Benbally en la historia real. ¿Y tú?

—Tampoco, mas ya sabes que en la última era Imperial hubo una deliberada supresión de la Historia preimperial. Los emperadores, en los postreros y turbulentos siglos del Imperio, se mostraron ansiosos por reducir el patriotismo local, puesto que consideraron, no sin motivo, que era una influencia desintegradora. Por consiguiente, en casi todos los sectores de la galaxia, la verdadera Historia, con relatos completos y esmerada cronología, comienza en los días en que la influencia de Trantor se dejó sentir y el sector en cuestión se hubo aliado al Imperio o fue anexionado por él.

—Yo nunca había pensado que la Historia pudiese ser borrada con tanta facilidad —exclamó Trevize.

—Y en cierto modo, no se puede —dijo Pelorat—; aunque un gobierno resuelto y poderoso es capaz de conseguir debilitarla en gran manera. Si se debilita lo bastante, la Historia primitiva llega a depender de material esparcido y tiende a degenerar en cuentos populares. Estos caen, de manera invariable, en exageraciones que quieren mostrar al sector como más antiguo y más poderoso de lo que probablemente fue en realidad. Y por muy tonta que sea una leyenda particular, o por muy imposible que pueda resultar, se convierte en un tema patriótico que ha de ser creído por la gente del sector. Puedo citarte cuentos de todos los rincones de la galaxia, según los cuales los primitivos colonizadores vinieron de la Tierra, aunque no siempre llaman así al planeta padre.

—¿Qué otro nombre le dan?

—Muchísimos. A veces, el único, otras, el Más Viejo, o le llaman el Mundo de la Luna, que, según algunas autoridades, es una referencia a su gigantesco satélite. Otros sostienen que significa «Mundo Perdido» y que «Mooned» (de la Luna) es una versión de «Marooned», palabra pregaláctica que significa «perdido» o «abandonado».

—¡Basta, Janov! —dijo Trevize con acento amable—. No acabarías nunca con tus citas y contracitas. Pero dices que esas leyendas están en todas partes, ¿no?

—Oh, sí, mi querido amigo. En todas partes. Sólo tienes que repasarlas para hacerte cargo de la costumbre humana de empezar con una semilla de verdad y recubrirla con capas sucesivas de bellas falsedades, de la misma manera que las ostras de Rhampora fabrican perlas partiendo de un grano de arena. Se me ocurrió esta metáfora una vez, cuando…

—¡Janov! ¡Basta otra vez! Dime, ¿hay algo en las leyendas de Comporellon que las diferencie de las otras?

—¡Oh! —Pelorat miró un momento a Trevize, fijamente—. ¿Alguna diferencia? Bueno, dicen que la Tierra está relativamente cerca, y esto resulta poco corriente. En la mayoría de los mundos que hablan de la Tierra, sea cual fuere el nombre que le den, existe la tendencia de referirse vagamente a su localización, situándola en una lejanía indefinida o en algún lugar al que nunca se puede llegar.

—Sí —dijo Trevize—, de la misma manera que nos dijeron en Sayshell que Gaia estaba situada en el hiperespacio.

Bliss se echó a reír.

Trevize le dirigió una rápida mirada.

—Es verdad. Eso fue lo que nos dijeron.

—No lo niego. Pero resulta divertido. Desde luego, es lo que nosotros deseamos que crean. Lo único que pedimos es que nos dejen en paz, ¿y dónde podemos hallarnos más tranquilos y más seguros que en el hiperespacio? Si no nos encontramos allí, es como si lo estuviésemos, mientras la gente lo crea.

—Sí —repuso secamente Trevize—, y de la misma manera, existe algo que obliga a la gente a creer que la Tierra no existe, o que está muy lejos, o que tiene una corteza radiactiva.

—Salvo que los comporellianos creen que se encuentra relativamente cerca de ellos —añadió Pelorat.

—Pero, en todo caso, le dan una corteza radiactiva. Por una u otra razón, todos los pueblos que tienen una leyenda sobre la Tierra consideran que no se puede llegar a ella.

—Así es, más o menos —dijo Pelorat.

—En Sayshell —prosiguió Trevize—, muchos creían que Gaia estaba cerca; incluso algunos identificaban su estrella correctamente, y, sin embargo, la consideraban inaccesible. Quizás haya comporellianos que insistan en que la Tierra es radiactiva y está muerta, pero que puedan identificar su estrella. En tal caso, nosotros nos dirigiremos hacia ella, por muy inaccesible que la consideren. Esto fue exactamente lo que hicimos en el caso de Gaia.

—Gaia estaba dispuesta a recibiros, Trevize —dijo Bliss—. Estabais impotentes en nuestras manos, mas nosotros no quisimos haceros daño. Y si también la Tierra es poderosa, pero no benévola como nosotros, ¿qué pasará entonces?

—En todo caso, debo intentar llegar a ella y aceptar las consecuencias. Pero ésta es mi tarea. En cuanto localice la Tierra y me dirija hacia ella, será el momento en que vosotros podréis marcharos. Os dejaré en el mundo más próximo de la Fundación u os llevaré a Gaia de nuevo, si insistís en ello, y continuaré mi viaje solo.

—Mi querido amigo —dijo Pelorat, con evidente disgusto—. ¿Cómo puedes decir eso? Yo no soñaría siquiera en abandonarte.

—Ni yo en abandonar a Pel —añadió Bliss, alargando una mano para rozar la mejilla de Pelorat.

—Está bien, entonces. No tardaremos mucho en estar en condiciones de dar el Salto a Comporellon y después esperemos que el siguiente sea… a la Tierra.

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