5

Había luna llena. El terreno aparecía enorme y solitario en una oscuridad selvática que ocultaba el horizonte. En algún lugar aullaba un lobo. El túmulo estaba aún allí; habían llegado tarde.

Elevándose por medio del mecanismo antigravitatorio, otearon a través del oscuro bosque. Había un caserío a algo más de un kilómetro de la tumba; una cerca de troncos rodeaba un puñado de pequeñas edificaciones en torno a un corral.

Bañado por la luz de la luna aquello estaba muy tranquilo.

—Campos cultivados —observó Withcomb con voz apagada—. Los jutlandeses y sajones eran, principalmente, agricultores, ya lo sabes, y vinieron aquí buscando tierras. Puedes imaginar que los ingleses fueron expulsados de este terreno hace algunos años.

—Lo primero que hay que hacer —repuso Everard— es informarnos acerca de esta tumba. ¿Retrocedemos unos años más para localizar el momento en que fue construida? No; lo más seguro será investigar ahora, un poco más tarde, cuando haya pasado toda excitación. Puede ser mañana por la mañana.

Withcomb asintió y Everard hizo bajar el saltatiempo, escondiéndolo entre la maleza. Luego durmieron cinco horas.

Al despertar, el sol brillaba al Nordeste, el rocío relucía en las altas hierbas y los pájaros formaban una estrepitosa baraúnda.

Descendiendo de él, los agentes hicieron remontar su vehículo a fantástica velocidad, revoloteando a quince kilómetros del suelo, y luego lo hicieron regresar por medio de un diminuto transmisor de radio oculto en sus cascos.

Se aproximaron abiertamente al caserío, poniendo en fuga con la hoja de la espada y del hacha a los perros de aspecto salvaje que se les acercaban aullando.

Al entrar en el corral, lo encontraron sin pavimento, pero enteramente alfombrado de barro y estiércol. Un par de chiquillos pelirrojos y desnudos les miraron boquiabiertos, a la puerta de una cabaña de tierra y zarzas. Una muchacha que, sentada fuera, ordeñaba a una mísera vaquilla, lanzó un leve chillido; un labriego, fornido y cejudo, que alimentaba a sus cerdos, agarró una lanza.

Everard frunció la nariz; le hubiera gustado que algunos de los entusiastas del «Noble Nórdico» de aquel siglo hubieran podido ver a este ejemplar.

Un hombre de barba gris, con un hacha en la mano, apareció en la entrada del zaguán. Como todos sus contemporáneos, era varios centímetros más bajo que el promedio de los hombres del siglo XX. Los examinó con atención antes de darles los buenos días.

Everard sonrió cortésmente al decir:

—Me llamo Ufga Hundigsson y este es mi hermano Knubbi. Ambos somos mercaderes de Jutlandia y venimos aquí para comerciar en Canterbury (pero le dio su nombre de entonces: Cantwara-byrig). Vagando desde el sitio en que está fondeado nuestro barco, nos extraviamos, y tras caminar desorientados toda la noche, hallamos su casa.

—Me llamó Wulfnoth, hijo de Aelfred —dijo el labriego—. Entren y desayunen con nosotros.

El zaguán era grande, sombrío y humoso, lleno de una multitud charlatana: los hijos de Wulfnoth, las esposas e hijos de estos; los rústicos que les servían y sus esposas, hijos y nietos. El desayuno consistió en grandes escudillas de madera llenas de carne a medio guisar, acompañadas de vasos de cuerno colmados de amarga cerveza. No era difícil entablar conversación allí; aquella gente era tan habladora como en otra época lo fueron los siervos aislados. Lo difícil era inventar relatos verosímiles de lo que ocurría en Jutlandia. Una o dos veces, Wulfnoth, que no era tonto, les pilló en renuncio, pero Everard aseveró con firmeza:

—Ha oído usted noticias falsas. Las noticias toman extrañas formas cuando cruzan el mar.

Quedó sorprendido viendo cuánta relación había aún entre las viejas comarcas, pero las conversaciones acerca del tiempo y las cosechas no diferían mucho de las que él oyera, en el siglo XX, en el Oeste Medio. Solo más tarde pudo deslizar alguna pregunta acerca de la tumba. Wulfnoth enarcó las cejas y su rolliza y desdentada esposa hizo un ademán de conjuro hacia un tosco ídolo de madera.

—No es bueno hablar de esas cosas —murmuró el jutlandés—. Quisiera que el brujo no estuviera sepultado en mis tierras. Pero era amigo de mi padre, que murió el año pasado, y nunca quiso consentir en otro arreglo.

—¿Brujo? —y Withcomb abrió bien los oídos—. ¿Qué cuento ese?

—Bueno; también usted puede saberlo —gruñó Wulfnoth—. Era un extranjero, llamado Stane, que apareció en Canterbury hará unos seis años. Debía de proceder de muy lejos, pues no hablaba la lengua inglesa ni la bretona, pero fue acogido por el rey Hengisto y enseguida las aprendió. Hizo al rey excelentes aunque extraños regalos, y como era hombre hábil, el rey confió en él cada día más. Nadie osaba enojarle, porque poseía una vara que lanzaba rayos; se le había visto hendir las rocas, y una vez, en una batalla con los bretones, abrasó a los enemigos. Hay quienes le creen Wotan, pero no podía serlo puesto que murió.

—Oh, claro! —admitió Everard, sintiendo la comezón de la ansiedad—. ¿Y qué hizo mientras vivió?

—Dio al rey sabios consejos. Opinaba que nosotros, los de Kent, debíamos dejar de combatir a los bretones y considerarlos para siempre parientes nuestros, procedentes de la vieja patria; que más bien deberíamos concertar paces con los nativos. Su criterio era que con nuestra fuerza y su civilización romana podíamos, juntos, constituir un poderoso reino. Tal vez tenía razón, aunque yo, por mi parte, le veo poco provecho a todos esos libros y baños, para no hablar de ese sobrenatural Dios crucificado que tienen. Bien; como quiera que sea, le asesinaron unos desconocidos hará tres años y lo enterraron aquí, previos sacrificios y con algunas cosas de su propiedad que sus enemigos no le habían quitado. Le hacemos una ofrenda dos veces al año, y puedo decir que su espíritu no nos ha hecho ningún mal. No obstante, me siento algo inquieto cerca de él.

—Tres años, ¿eh? —suspiró Withcomb—. Claro.

Les costó una hora larga la despedida y Wulfnoth insistió en darles un muchacho para que les guiara hacia el río.

Everard, a quien no le agradaba andar tanto, gruñó e hizo bajar su vehículo. Al montar en él, junto con Withcomb, dijo gravemente al muchacho, que los miraba con ojos desorbitados:

—Sabe que has hospedado a Wotam y a Thor, los cuales velarán en adelante por tu pueblo y lo guardarán de mal.

Luego retrocedió tres años en el tiempo.

—Ahora viene lo más difícil —dijo, oteando el caserío, entre la noche. El túmulo aún estaba allí, pero el viejo brujo estaba vivo—. Es bastante fácil inventar un cuento de hadas para un niño, pero hemos de extraer su moraleja respecto a un pueblo grande y rudo para el cual nuestro hombre es la mano derecha del rey. Y además tiene un rayo destructor.

—Aparentemente, triunfamos o triunfaremos —dijo Withcomb.

—¡Quia! Si fracasamos, Wulfnoth contará de nosotros otra historia dentro de tres años. Probablemente ese extranjero está aquí, y puede matarnos dos veces, con lo que Inglaterra, llevada de las Edades Oscuras a una civilización neoclásica, no llegará a evolucionar en nada que se parezca a 1894. Me pregunto qué juego es el del extranjero…

Elevó el aparato y lo lanzó en dirección a Canterbury. Un viento nocturno le daba en la cara. El caserío relucía cerca, en un soto. La luna blanqueaba sobre los muros romanos medio derruidos del antiguo Durovenum, moteados de negro por las paredes más nuevas de las guaridas jutlandesas de tierra y madera. Nadie osaría entrar allí tras la puesta del sol. El desayuno de hacía dos horas — tres años en el pasada — parecía no haberse tomado nunca; y Everard emprendió la ruta hacia la ciudad por una deshecha calzada romana. Por allí se hacía un animado tráfico, principalmente de granjeros que llevaban al mercado sus chirriantes carretas, tiradas por bueyes. Una pareja de guardias, de cruel aspecto, les daban el alto y les preguntaban sus propósitos. Esta vez eran agentes de un comerciante de Thanet, enviados allí para interrogar a los aldeanos. Los rufianes les miraban, impertinentes, hasta que Withcomb les alargó un par de monedas romanas; entonces envainaron las espadas y les permitieron pasar.

La ciudad se animaba y alborotaba en torno a ellos, pero de nuevo el olor de una pista impresionó a Everard. Entre los bulliciosos jutlandeses distinguía a ciertos anglo-romanos que desdeñosamente se abrían camino por la porquería y apartaban su raída túnica del contacto con aquellos salvajes. Habría sido cómico, si no fuese patético. Una posada, extraordinariamente sucia, ocupaba las ruinas, invadidas por el musgo, de lo que fue el hogar de un hombre rico.

Everard y Withcomb vieron que su dinero alcanzaba un gran valor allí, donde imperaba el cambio. Pagando varias rondas de bebidas consiguieron la información deseada. La sala de recepción del rey Hengisto estaba casi en medio del pueblo, y no era, en realidad, una sala, sino un viejo edificio, deplorablemente acondicionado bajo la dirección de Stane… «No es que nuestro bueno y valiente rey sea una marioneta…, no me interprete mal, extranjero…; pero el mes pasado…»

Stane vivía en la casa próxima a dicha sala. Extraño personaje. Algunos decían que era un dios… Ciertamente, tenía un ojo para las muchachas…

Sí, se decía que era quien provocaba toda aquella charla de paz con los bretones. El que llegase tanto y tanto parásito cada día era para dejar a un hombre honrado sin gota de sangre.

—Claro que Stane es muy sabio, y yo no diría nunca nada contra él… Entiéndame: después de todo, puede lanzar el rayo.


* * *

—Así, pues, ¿qué hacemos? —preguntó Withcomb cuando volvían a su alojamiento—. ¿Ir a su casa y arrestarlo?

—No; dudo de que sea posible —confesó Everard, precavido—. He forjado una especie de plan, pero depende de que adivinemos lo que realmente se propone. Veamos de obtener una audiencia.

Mientras hablaba, sacó el jergón de paja que les servía de lecho y husmeó en él, para terminar diciendo:

—¡Maldición! Lo que este período necesita no es literatura; ¡son polvos insecticidas!

La casa había sido cuidadosamente renovada; su blanco pórtico casi daba lástima, de limpio, entre la porquería que lo rodeaba. Dos guardias haraganeaban en la escalinata, vociferando, al llegar los dos agentes. Everard les largó unas monedas y una historia sobre un visitante que traía noticias de interés para el gran hechicero. Añadió:

—Dígale «El hombre de mañana». Es su santo y seña. ¿Entendido?

—No tiene sentido.

—Las contraseñas no necesitan tener sentido —replicó Everard con altivez.

El jutlandés juntó los talones y marchó, moviendo la cabeza tristemente. ¡Todas aquellas cosas nuevas!

—¿Estás seguro de que eso es lo prudente? —preguntó Withcomb—. Ahora estará sobre aviso, ¿te das cuenta?

—También me la doy de que un V.I.P. no va a perder su tiempo charlando con un extraño. Hasta ahora no ha realizado nada permanente; ni aun se ha convertido en una leyenda durable. Pero si Hengisto hiciera una unión permanente con los bretones…

El guardia volvió, murmuró algo y los condujo escaleras arriba, cruzando el peristilo. Más allá estaba el atrium, habitación amplia, con modernas alfombras de piel curtida, solada de pedacitos de mármol y mosaicos descoloridos. Un hombre, en pie, esperaba ante un rudo lecho de madera. Al entrar ellos, levantó la mano, y Everard vio que empuñaba el delgado cañón de un aniquilador radiante del siglo XXX.

—Conserven sus manos a mi vista y no las acerquen a los costados —ordenó suavemente el hombre—. De lo contrario, tal vez tenga que despedazarlos con un rayo.


* * *

Withcomb hizo una aguda y aterrada aspiración, pero Everard se esperaba ya algo de esto. Aun así, sintió frío en el estómago.

El brujo Stane era un hombre pequeño, vestido con una hermosa túnica bordaba, que debía de proceder de alguna ciudad inglesa. Su cuerpo era delgado, su cabeza grande, y sus facciones de una fealdad más bien atrayente, bajo un mechón de cabellos negros. Un gesto de tensión contraía sus labios.

—¡Regístrales Eadgard! —ordenó—. Saca todo cuanto lleven en sus vestiduras.

El cacheo del jutlandés fue torpe, pero encontró las armas que llevaban ocultas y las arrojó al suelo.

—Puedes marcharte —le mandó Stane.

—¿No le ofrecen peligro, excelencia? —preguntó el soldado.

—¿Con esto en la mano? —gruñó Stane—. No; vete.

«Por lo menos, nos quedan un hacha y una espada —pensó Everard—, aunque de poco van a servirnos cuando “eso” nos apunte.»

—Así, ¿que vienen ustedes del mañana? —murmuró Stane. Y un repentino y leve sudor brilló en su frente—. Denme noticias de él. ¿Hablan ustedes el inglés moderno?

Withcomb abrió la boca para responder; pero Everard, jugándose la vida, improvisó la contestación.

—¿De qué lengua habla?

—De esta.

Y Stane rompió a hablar en un inglés con un acento peculiar, pero cuyos giros se reconocían como del siglo XX.

—Yo necesito saber de dónde y de cuándo vienen ustedes; qué «intenciones» traen y todo lo demás. Denme esos datos o, de lo contrario, los condenaré a muerte.

Everard movió negativamente la cabeza.

—No —repuso en jutlandés— no le entiendo a usted.

Withcomb le echó una ojeada y luego se calmó, dispuesto a seguir la conducta del americano, cuya mente galopaba con el brío que le prestaba la desesperación, pues sabía que la muerte le acechaba al primer yerro que cometiera.

—En nuestros días —prosiguió— hablamos así. Y farfulló un párrafo en lengua hispanomejicana, estropeándolo cuanto se atrevió.

—Así que… una lengua romance.

Los ojos del brujo relucieron. El aniquilador tembló en su mano. Preguntó:

—¿De cuándo son ustedes?

—Del siglo XX de la Era Cristiana, y nuestro país se llama Lyonnese y está situado más allá del océano occidental.

—¡América! —pronunció entrecortadamente—. ¿La han llamado, siempre América?

—No; ni sé de qué me habla.

Stane temblaba inconteniblemente. Dominándose, preguntó:

—¿Conocen la lengua romana?

Everard asintió. Stane rió nerviosamente y pro puso:

—¡Hablémosla! ¡Si supieran ustedes lo cansado que estoy de este perruno lenguaje local!

Su latín era algo defectuoso, pero bastante fluido; evidentemente, lo había aprendido en su siglo. Balanceó su arma y añadió:

—Perdón por mi descortesía. Pero he de tomar precauciones.

—¡Naturalmente! —confirmó Everard—. ¡Ah! Me llamo Mencius, y mi amigo, Juvenalis. Venimos del futuro, como ya ha sospechado usted. Somos historiadores y se acaba de inventar el viaje por el tiempo.

—Hablando con verdad, mi nombre es Rozher Schtein, del año 2987. ¿Han oído ustedes… hablar de mi?

—¿Y a quién? —replicó Everard—. Nosotros volvemos del futuro buscando a ese misterioso Stane, que parece ser una de las figuras señeras de la Historia. Sospechábamos que pudiera ser un viajero del tiempo, «Peregrinator temporis», esto es. Ahora sabemos…

—¡Tres años! —Schtein empezó a pasearse febrilmente, balanceando el aniquilador en su mano—. Tres años llevo aquí. Si supieran con cuanta frecuencia me he desvelado, preguntándome si triunfaría… Díganme: su mundo, ¿vive unido?

—El mundo y los planetas —contestó Everard—. Ya hace mucho tiempo.

Interiormente, se estremeció. Su vida pendía de su capacidad para adivinar los planes de Schtein. Este preguntó:

—¿Y son ustedes un pueblo libre?

—Lo somos. Es decir, el emperador preside, pero el Senado hace las leyes y es elegido por el pueblo.

Había en la cara de gnomo de Schtein una expresión casi santa, que la transfiguraba. Exclamó:

—¡Como yo lo he soñado! Gracias.

—Así, pues —aventuró Everard—, ¿volvió usted de su período a crear Historia?

—No —replicó Schtein—. A cambiarla.

Las palabras salían violentamente de sus labios, como si hubiera deseado hablar, sin atreverse a ello, durante muchos años.

—Yo también —prosiguió— era historiador. Por casualidad me encontré con un hombre que se hacía pasar por mercader, procedente de las lunas saturninas. Pero como yo había vivido ya allí, vi en seguida el fraude. Investigando, supe la verdad. Se trataba de un viajero del tiempo, procedente de un lejanisimo futuro. Deben comprenderme: la Edad en que yo viví fue terrible, y, como historiador psicográfico, comprobé que la guerra, la pobreza y la tiranía que, como maldiciones, nos abrumaban, no se debían a la innata maldad del hombre, sino a una simple relación de causa a efecto. La tecnología mecánica había surgido en un inundo encizañado, y las guerras se hicieron cada vez más destructoras. Habían surgido períodos de paz, y aun bastante largos, pero el mal estaba demasiado arraigado; los conflictos eran ya parte de nuestra civilización. Mi familia fue exterminada en un ataque venusiano. Yo no tenía nada que perder. Tomé la máquina del tiempo después de… disponer… de su dueño. La gran equivocación, a mi juicio, había sido retroceder a las Edades oscuras. Roma había unido un gran imperio en paz, y por la paz puede siempre surgir la justicia. Pero Roma se agotó con el esfuerzo y ahora se la apartaba. Los bárbaros invasores podían hacer mucho, porque eran fuertes…, pero se corrompieron rápidamente. Mas existe Inglaterra. Ha vivido aislada de la podrida estructura que fue la sociedad romana. Los germanos invasores son sucios y torpes, pero fuertes y deseosos de aprender. En mi historia se limitaron a exterminar la civilización británica, y luego, estando intelectualmente desamparados, se los tragó la nueva y deplorable civilización llamada occidental. Deseo que suceda algo mejor. No ha sido fácil. Les sorprendería a ustedes saber cuán duro resulta sobrevivir en una Edad diferente hasta abrirse camino, aunque se posean modernas armas y se hagan interesantes regalos al rey. Pero ahora el rey me respeta y crece la confianza que me otorgan los bretones. Puedo unir a los dos pueblos en guerra contra los pictos. Inglaterra será un reino, con la fuerza sajona y la cultura romana, lo bastante poderoso para rechazar a todos los invasores. El cristianismo es inevitable, pero velaré para que se mantenga en su verdadero sitio: el de educar y civilizar a los hombres sin encadenar sus inteligencias. En su momento, Inglaterra ocupará una posición que le permitirá posesionarse del Continente. Por último, creará un mundo. Yo permaneceré aquí lo bastante para poner en marcha la alianza contra los pictos y luego desapareceré, con promesa de volver. Reapareceré, con intervalos de unos cincuenta años, en los próximos siglos; seré una leyenda, un dios, para asegurar que continúen en el camino recto.

—He leído mucho sobre San Stanius —dijo Everard lentamente.

—¡Y vencí! —gritó Schtein—. Di la paz al mundo.

Y había lágrimas en sus mejillas.

Everard se acercó. Schtein le apuntó al vientre con el aniquilador. No se fiaba de él aún por completo; Everard dio un rodeo y Schtein giró sobre sí mismo, para mantenerle cubierto. Pero estaba demasiado agitado por la aparente prueba de su triunfo para recordar a Withcomb. Everard lanzó una mirada a este por encima del hombro.

El inglés alzó su hacha. Everard se tiró al suelo. El aniquilador chirrió y Schtein gritó, porque el hacha le había destrozado un hombro. Withcomb dio un salto y se apoderó de su revólver. Schtein aulló, luchando por asestar su aniquilador sobre ellos. Everard saltó para evitarlo. Hubo un momento de confusión. Luego, el aniquilador funcionó de nuevo, y Schtein fue un peso muerto en los brazos de los otros. La sangre les empapaba las ropas al brotar de la horrible herida. Los dos guardias llegaron corriendo. Everard levantó su arma y accionó el disparador a toda intensidad. Una lanza arrojada le rozó el hombro. Hizo fuego dos veces, y dos corpulentas formas se abatieron. Estarían sin sentido varias horas.

Agachándose un momento, Everard escuchó. Un grito femenino surgió de las habitaciones interiores, pero nadie traspasó la puerta.

—Creo que nos lo hemos cargado —susurró.

—Sí —asintió Withcomb, mirando estúpidamente al cadáver tendido ante él. Ahora parecía patéticamente pequeño.

—Para él nada significa morir. Pero el modo es duro. Estaría escrito, supongo.

—Mejor ha sido así que comparecer ante un Tribunal de la Patrulla y ser desterrado del Planeta —dijo Withcomb.

—Técnicamente, al menos, era un ladrón y un asesino —comentó Everard—. Pero su sueño era algo grande…

—Y nosotros lo hemos desbaratado —terminó Withcomb.

—La Historia también lo habría hecho, probablemente. Un hombre solo nunca es lo bastante poderoso ni lo bastante sabio. Creo que la mayor parte de la miseria humana se debe a estos fanáticos bien intencionados.

—Y precisamente por eso los demás nos cruzamos de brazos y aceptamos las cosas como vienen.

—Piensa en todos tus amigos de 1947. No habrían existido nunca.

Withcomb se quitó la capa y trató de limpiar la sangre que cubría sus ropas.

—¡Vámonos! —ordenó Everard dirigiéndose a la puerta trasera.

Una asustada concubina le observó con sus grandes ojos.

Tuvo que hacer saltar la cerradura de una puerta interior, que daba a una habitación en que había un modelo de lanzadera del tiempo tipo mg, unas pocas cajas con armas y repuestos, algunos libros… Everard lo cargó todo en la máquina, excepto el depósito de combustible. Debía dejarlo allí a fin de volver en el futuro y detener en su carrera al hombre deseoso de ser un dios.

—¿Por qué no te llevas eso al almacén de 1894, en un par de horas? Yo montaré el saltador. Te espero en la oficina.

Withcomb, impasible, dirigió al otro una larga mirada. Luego, al ver que Everard le observaba, reaccionó:

—Conformes, viejo —sonrió y estrechó la mano a Everard—. Hasta luego. ¡Buena suerte!

Everard le contempló cuando entraba en el gran cilindro de acero. Resultaba extraño pensar que dentro de un par de horas estaría tomando el té en 1894.

Acuciado por la preocupación, salió al exterior y se mezcló con la gente. Charlie era un singular camarada.

Nadie le estorbó al dejar la ciudad y entrar en la espesura que la circundaba. Hizo retroceder y bajar el saltador del tiempo y, a despecho de la prisa por impedir que alguien viniera a investigar qué clase de pájaro había aterrizado, se bebió una jarra de cerveza. Lo necesitaba, en verdad. Luego echó una última ojeada a la vieja Inglaterra y saltó a 1894.

Mainwethering y sus guardias estaban allí, como prometiera aquel. El oficial pareció alarmado al ver a un hombre que llevaba en sus ropas sangre coagulada, pero Everard lo tranquilizó con una explicación. Le costó tiempo el lavarse, cambiar de ropa y entregar un informe completo al secretario. Por entonces debía haber llegado Withcomb en un simón, pero no había ni señales de él.

Mainwethering llamó al almacén por radio y se volvió a Everard frunciendo las cejas.

—No ha venido aún —dijo—. ¿Podría haber fallado algo?

—No creo. Esas máquinas están hechas a prueba de tontos.

Y Everard contrajo los labios, añadiendo:

—No sé qué puede ocurrir. Quizá entendió mal y, en vez de volver, se fue a 1947.

Un cambio de notas reveló que Withcomb tampoco estaba allí. Everard y Mainwethering se fueron a tomar el té. Cuando volvieron, aún no había señales de Withcomb.

—Mejor será que llamemos a la agencia de operaciones. Ellos pueden encontrarlo.

—No. Espere.

Y Everard quedó un instante pensativo. La idea llevaba algún tiempo germinando en su mente. Era tremendo.

—¿Se le ocurre algo?

—Sí. Una especie de… —y Everard comenzó a ponerse el traje de la Epoca Victoriana…—. Déme mi traje del siglo XX, ¿quiere? Yo puedo encontrarle por mí mismo.

—La Patrulla querrá un informe previo de su idea e intenciones —objetó Mainwethering.

—¡Al diablo con la Patrulla! —barbotó Everard.


Londres, 1944. La noche del temprano invierno había cerrado y un sutil viento frío soplaba por las calles, que estaban sumidas en las tinieblas. Se oía el estallido de una explosión y se veía arder un gran fuego, cuyas llamas, como enormes banderas rojas, flameaban sobre los tejados.

Everard dejó su saltador junto a la acera (nadie salía a la calle cuando caían las bombas V), y se orientó en la oscuridad; su ejercitada memoria recordó la fecha del 17 de noviembre; en tal día como aquel había muerto Mary Nelson.

Halló la cabina de un teléfono público en la esquina y ojeó la guía. Encontró un montón de Nelson, pero solo una Mary, en Streatham. Aquella seria, seguramente, la madre. Pero la hija podía llevar el mismo nombre. Ni siquiera sabia la fecha del estallido de la bomba, pero existían medios de averiguaría.

El fuego y el trueno rugían cuando salió. Se tiró al suelo, mientras crujían los cristales de la cabina que había ocupado. 17 de noviembre de 1944. El entonces joven Manse Everard, teniente de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos, estaba aquel día en un lugar, más allá del Paso de Caíais, cerca de los cañones alemanes. No podía recordar exactamente dónde, ni se detuvo en ello. No importaba. Sabía que iba a sobrevivir a aquel peligro.

Un nuevo fulgor bailaba ante él cuando corrió hacia su vehículo. Subió a bordo y se lanzó hacia el cielo. Desde arriba, Londres semejaba una vasta oscuridad salpicada de llamas. «Noche de Walpurgis» y todo el infierno suelto sobre la Tierra. Recordaba bien Streatham; triste montón de ladrillos habitado por dependientes, verduleros y artesanos; la auténtica pequeña burguesía que luchara contra la fuerza que conquistaba Europa hasta conseguir detenerla. Allí había vivido una muchacha en 1943, que luego se casó con otro.

Deslizándose agachado, trató de encontrar la casa. Surgió un volcán no lejos de allí. Su vehículo se tambaleó en el aire con tal violencia, que casi le despidió del asiento. Al acercarse a la plaza vio un casa derruida, aplastada y llameante, a solo tres manzanas de la que habitaban los Nelson. Había llegado demasiado tarde. No. Comprobó el tiempo; las diez y media, y retrocedió dos horas. Aún era de noche, pero la casa, luego derruida, permanecía en pie en la oscuridad. Por un momento, deseó advertir a los de dentro. Pero no lo hizo. En torno suyo moría la gente y él no era Schtein para tomar la Historia sobre sus hombros. Suspiró amargamente, descendió de su vehículo y traspasó la verja. Tampoco era él un maldito daneliano. Llamó a la puerta y le abrieron. Una mujer de edad mediana le miró en la oscuridad, y él comprobó la extrañeza que le causaba ver allí a un americano sin uniforme militar.

—¡Perdone! ¿Conoce a la señorita Mary Nelson?

—Pues… sí —repuso ella, dudosa—. Vive cerca de aquí. Volverá pronto. ¿Es usted amigo suyo?

Everard asintió, añadiendo:

—Me envía ella con un recado para usted, señora…

—Señora Enderby.

—Oh, sí! Señora Enderby. Soy terriblemente olvidadizo. Mire, señora Enderby: la señorita Nelson me encargó le dijera que lo siente mucho, pero que no puede venir. En cambio, los cita a ustedes y a toda su familia a las diez y media.

—¿A todos, señor? Pero los niños…

—Los niños también. Todos ustedes. Les tiene preparada una sorpresa especial que solo puede mostrar a ustedes. Así que han de estar allí todos.

—Muy bien, señor. Conforme, si ella lo dice.

—Todos ustedes, a las diez y media sin falta. Los veré allí, señora Enderby.

Everard saludó y marchó a la calle.

Había hecho lo que podía. Cerca de allí vivían los Nelson. Llevó su saltador tres manzanas más allá, lo aparcó en la oscuridad de una avenida, y se dirigió a la casa. Ahora era también culpable. Tan culpable como Schtein. Se preguntó a qué se parecería el destierro del planeta.

No vio huellas de la lanzadera mg, y esta era demasiado grande para estar oculta. Así que Charlie no había llegado aún.

Mientras llamaba a la puerta se preguntó qué consecuencias tendría el haber salvado a la familia Enderby. Aquellos niños crecerían, tendrían hijos; ingleses de clase media, sin duda, pero en algún sitio, en los siglos venideros, un hombre importante nacería o dejaría de nacer. Claro que el tiempo no era demasiado inflexible. Excepto en raros casos, el abolengo no importaba; solo eran decisivos el total conjunto de los genes humanos y la sociedad de los hombres. Aunque aquel día podía ser uno de los casos excepcionales.

Una joven le abrió la puerta. Era una linda chica, no llamativa, pero de aspecto agradable; llevaba un ajustado uniforme.

—¿Señorita Nelson?

—Sí.

—Me llamo Everard. Soy amigo de Charlie Withcomb. ¿Puedo entrar? Tengo unas cuantas noticias algo sorprendentes para usted.

—Iba a salir —dijo ella, excusándose.

—No, no iba usted a hacerlo.

Aquello fue una equivocación. La chica se irguió indignada.

El rectificó:

—Lo siento. Por favor, ¿puedo explicarle?…

Ella le condujo a una desordenada y oscura sala, y le invitó:

—¿Quiere sentarse? Le ruego no hable muy alto. Toda mi familia está durmiendo. Se levantan temprano.

Everard se acomodó. Mary se sentó en el borde del sofá, mirándole con sus grandes ojos. El se preguntaba si entre sus ascendientes no estarían Wrnfnoth y Eadgar. Sí; indudablemente lo estaban, después de tantos siglos. Quizá estuviese también Schtein.

—¿Está usted en la aviación? —preguntó ella—. ¿Es ahí donde conoció a Charlie?

—No; estoy en Información. ¿Puedo preguntar cuándo le vio por última vez?

—Hace unas semanas. El está ahora destinado en Francia. Espero que la guerra acabará pronto. ¡Es tan estúpido por parte del enemigo obstinarse, cuando debían reconocer que están vencidos! ¿No es así?

Irguió la cabeza con curiosidad, añadiendo:

—Pero ¿qué noticias son las que usted tiene?

El comenzó a divagar, tanto como se atrevía, hablando de las condiciones de vida más allá del Canal. Era extraño estar allí sentado, charlando con un fantasma. Y sus juramentos le prohibían decirle la verdad. Quería hacerlo, pero cuando lo intentaba la lengua se le helaba en la boca.

… y lo que cuesta conseguir una botella de tinto corriente…

—¡Por favor! —le interrumpió ella—. ¿No le importaría ir al grano? De veras que tengo un compromiso esta noche.

—¡Oh, lo siento! ¡Lo siento mucho! ¡Seguro! Ya ve usted, de este modo…

Una llamada a la puerta le salvó.

—Excúseme —murmuró ella, y salió a abrir más allá de las cortinas de oscurecimiento.

Everard la siguió. Ella retrocedió con un pequeño grito:

—¡Charlie!

El la estrechó entre sus brazos, sin reparar en que la sangre del jutlandés le manchaba aún el traje. Everard entró en el vestíbulo. El inglés le miró con cierto horror. Solo dijo:

—¡Tú!

Y echó mano a las armas. Pero Everard estaba ya alerta. Le dijo:

—¡No seas tonto! Soy tu amigo. Quiero ayudarte. ¿Qué loco proyecto traías?

—Pues… impedirle a ella que saliera a la calle.

—¿Y no crees que ellos tienen medios sobrados de localizarte?

Y Everard empezó a hablar en temporal, la única lengua posible delante de la asustada Mary.

—Cuando me separé de Mainwethering, este estaba ya entrando en vivas sospechas. A menos que hagamos esto bien, todas las unidades de la Patrulla van a ser avisadas. Tu error se rectificará, probablemente, matándola a ella y mandándote a ti al destierro.

—Yo… —Withcomb tragó saliva. Su cara era la estampa del miedo—. ¿Tú te irías, dejando que la mataran?

—No. Pero hay que ir con más cuidado.

—¡Nos fugaremos…, retrocederemos, si es preciso, a la época del dinosaurio…, a un período alejadísimo!

Mary escapó de los brazos de su prometido. Abrió la boca para gritar. Everard le previno:

—¡Cállese! Corre usted un gran peligro y estamos tratando de salvarla. Si no confía en mí, fíese de Charlie.

Y volviéndose hacia Charlie, prosiguió, en temporal:

—Mira, camarada: no hay sitio ni época en donde podáis ocultaros. Mary Nelson murió esta noche. Esto es historia. No existía en 1947. También es historia. La familia a quien ella iba a visitar estará fuera de su casa cuando caiga la bomba. Si tratas de escapar con ella, te pescarán. Es pura suerte que no haya llegado ya una fracción de la Patrulla.

Withcomb se esforzó en recobrar la serenidad.

—Supongamos que salto a 1948 con ella. ¿Cómo sabes que no ha reaparecido súbitamente? Quizá eso también es historia.

—¡Hombre, no puedes! Inténtalo. Anda, dile que vas a hacerla saltar cuatro años al futuro.

Withcomb gimió:

—¡Una indiscreción! Y he prometido bajo juramento…

—Sí; eres libre de abrir esa posibilidad ante ella, pero al proponérselo tendrás que mentir, porque no puedes evitarlo. Además, ¿cómo se las va a arreglar? Si permanece siendo Mary Nelson, se convierte en desertora de la W.A.A.F. Y si toma otro nombre, ¿dónde están su partida de nacimiento, registro escolar, libreta de racionamiento…, cualquiera de esos papelitos a que son tan aficionados los gobiernos del siglo XX? Eso no tiene arreglo, hijo.

—Entonces, ¿qué hacer?

—Enfrentarse con la Patrulla y desafiarla. Espera aquí un minuto.

Everard obraba con fría calma, sin tiempo para temer ni para vacilar. Ya en la calle, localizó su saltador, lo preparó para aparecer cinco años después, a pleno mediodía, en Picadilly Circus. Impulsó el mando principal, vio partir la máquina y volvió a la habitación. Mary sollozaba y temblaba en brazos de Charlie. ¡Pobres niños perdidos en el bosque!

Everard se los llevó al vestíbulo. Se sentó y preparó su arma.

—Bien. Esperemos algo más.

No tardó mucho en aparecer un saltador con dos hombres, que vestían uniforme gris de la Patrulla y llevaban las armas en las manos.

Everard los detuvo con el disparo de un débil rayo de su arma.

—¡Ayúdame a atarlos, Charlie!

Mary temblaba, muda, en un rincón.

Cuando los hombres se despertaron, Everard estaba junto a ellos con una helada sonrisa.

—¿De qué se nos acusa, muchachos? —preguntó en temporal.

—Creo que ya lo saben —dijo uno de los prisioneros calmosamente—. La oficina principal nos encargó de descubrirlos. Comprobando la próxima semana, encontramos que usted había salvado una familia destinada a morir. El registro de Withcomb indicó que había venido aquí a cooperar en el salvamento de esta mujer, que también había de fallecer esta noche. Es mejor que nos suelte, o será peor para usted.

—No ha cambiado la Historia. Los danelianos están aún allá arriba, ¿o no?

—Sí, claro; pero…

—¿Cómo sabían ustedes que la familia Enderby tenía que morir?

—Su casa fue bombardeada y nos dijeron que la habían abandonado, porque…

—¡Ah, pero el caso es que la abandonaron! Está escrito. Ahora bien: usted quiere cambiar el pasado.

—Pero esta mujer aquí…

—¿Están ustedes seguros de que no es la Mary Nelson que vivió en Londres en 1850 y que murió, ya anciana, en 1900?

—Está usted intentando algo difícil. Pero no le valdrá. No puede usted luchar con toda la Patrulla.

—¿Creen ustedes eso? Puedo dejarles a ustedes aquí para que los Enderby los encuentren. He preparado mi vehículo para surgir, en público, en un momento que solo yo conozco. ¿ Cuál va a ser entonces la Historia?

—La Patrulla tomará medidas correctivas…, como ya lo hizo usted en el siglo V.

—¡Quizá! Pero yo puedo hacérselo mucho más fácil, sin embargo, si quieren escuchar mi apelación. Quiero ver a un daneliano.

—¿Quée?

—Ya me han oído. Si es preciso, montaré ese saltador de ustedes y avanzaré un millón de años. Les haré ver cuánto más sencillo sería para ellos concedernos una tregua.

—No será necesario.

Everard giró sobre sí, ahogando un grito. El aniquilador se escapó de sus manos. No podía mirar a la forma que resplandecía ante sus ojos.

—Su apelación era ya conocida y estaba juzgada siglos antes que usted naciera. Sin embargo, era usted un eslabón necesario en la cadena del tiempo. Si usted hubiera fallado esta noche, no habría habido perdón. Para nosotros era cosa decidida que un Charlie y una Mary Wíthcomb vivieran en la época victoriana de Inglaterra. También lo estaba que esta Mary Nelson muriese con la familia Enderby, a quien visitaba en 1944, y que Charlie Withcomb había de vivir soltero y, por último, ser muerto en servicio activo con la Patrulla. La discrepancia fue advertida, y como la más ligera paradoja es una peligrosa debilidad en la textura espacio-tiempo, ha de ser rectificada eliminando uno u otro hecho, que no habrán existido jamás. Y ya he decidido cuál ha de ser.

Everard supo, allá en su agitado cerebro, que los patrulleros estaban súbitamente libres. Supo que su saltador había sido…, estaba siendo…, seria… arrebatado invisiblemente fuera de aquel momento que ahora se vivía. Supo que la Historia diría ahora: la W.A.A.F. Mary Nelson desapareció, probablemente muerta por una bomba cuando se dirigía a casa de los Enderby, muertos con ella al ser destruida; que Charlie Withcomb desapareció en 1947, probablemente ahogado. Supo que a Mary le fue revelada la verdad, juramentándola para no descubrirla a nadie, y que se la envió, con Charlie Withcomb, a 1850. Supo que ambos se abrirían paso en la vida, dentro de su propia clase media, pero se sentirían siempre extraños bajo el reinado de Victoria; que Charlie tendría siempre el recuerdo nostálgico de haber estado en la Patrulla, pero que, volviéndose a mirar a su mujer y a sus hijos, pensaría que él abandonarla no había sido un sacrificio tan grande, después de todo. Todo eso supo, así como que el daneliano se había ido.

Sin embargo, cuando se desvaneció la vertiginosa oscuridad de su cabeza v miró con clara percepción a los patrulleros, no sabía aún cuál iba a ser su destino.

—Venga —dijo uno de ellos—. Salgamos de aquí, antes que alguien se despierte. Le daremos un impulso hacia su año 1954, ¿no?

—Y luego, ¿qué?

El patrullero se encogió de hombros. Bajo su descuidada actitud se advertía la impresión que le produjo la presencia del daneliano.

—Diríjase al jefe de su sector. Se ha mostrado usted incapaz de una tarea fija.

—Entonces…, ¿estoy despedido?

—No se ponga dramático. ¿Creía usted que su caso era único en un millón de años que lleva trabajando la Patrulla? Para casos como el suyo hay un procedimiento habitual. Necesita usted más adiestramiento. Su tipo de personalidad va mejor con el servicio de agente libre; para cualquier siglo y lugar, doquiera y cuando quiera que se le necesite. Creo que le gustará.

Everard subió cansinamente al saltador. Cuando se apeó de nuevo, habían pasado diez años.

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