Capítulo 16

Si bien Anna y Karl no habían llegado a una reconciliación, alcanzaron, por lo menos, un status quo que mantuvieron durante el día siguiente. La escueta verdad acerca de Boston, revelada por Anna, significaba una tregua, después de la cual ella esperaba una total amnistía. Pero Karl esperaba su oportunidad, reflexionando sobre todo lo que Anna había dicho, y tratando de aceptarlo.

Al día siguiente llevó de pesca a Anna y a James. Era la actividad perfecta que Karl necesitaba para darse tiempo a pensar. Pasaron un día que, según Karl estimó, estaba lejos de ser desagradable, salvo por las picaduras de mosquitos de Anna. Atribuyó su mal humor a las molestias que le producía la intensa comezón, mientras su cuerpo reaccionaba a las toxinas a las que estaba desacostumbrado, por ser Anna natural del Este. No mejoró en nada el estado de ánimo de la muchacha, cuando Karl le dijo que a medida que pasara el tiempo, aumentaría su inmunidad a las picaduras. Cerca del mediodía el cuerpo le picaba como si tuviera sarna. Probó con la pasta de bicarbonato pero la ayudó muy poco. Ya entrada la tarde, comenzaron a aparecer en su piel heridas en carne viva, de tanto rascarse; Karl se apiadó de Anna y anunció que iría hasta lo de Dos Cuernos para preguntarle a su esposa qué podría aliviar las picaduras de Anna.

Volvió con una gavilla de maíz que descascaró, desgranó y molió en un molinillo de especias. Raspó una pala chata hasta que quedó bien limpia, esparció sobre ella los granos de maíz molido y la puso al fuego hasta que los granos comenzaron a saltar con el calor. Luego tomó una plancha fría y aplastó el maíz caliente hasta que despidió un aceite liviano de olor agradable. Cuando el aceite se enfrió, le dio instrucciones a Anna para que se lo aplicara sobre la piel.

Pero no se ofreció a curar las lastimaduras en la espalda. A Anna le disgustaba tener que pedírselo. ¡Él sabía muy bien que ella no podía sola! De pie, con la camisa levantada, sosteniéndola detrás del cuello, oyó a Karl decir, cerca de ella:

– La esposa de Dos Cuernos me encargó que le dijera a Mujer Tonka que se bañara en una solución de agua y tabaco indio la próxima vez que saliera a recoger frutillas, así los mosquitos no la picarán.

– Me imagino que le habrás dicho que no será necesario, ya que Mujer Tonka no estará tan ansiosa de recoger frutillas de ahora en adelante.

Cuando fueron a la cama, Anna lamentó su hiriente comentario. Como compensación, agradeció a Karl por haberle pedido ayuda a los indios y preparado el aceite. Pensó que él, tal vez, le daría un beso y le diría que no había sido ninguna molestia. Pero sólo comentó:

– Los indios tienen una respuesta para todo. Buenas noches, Anna.

Ella se preguntó con rabia si los indios tendrían una respuesta para un marido testarudo que jamás cedía. Anna había pedido disculpas, explicado, suplicado; sin embargo, Karl se negaba a perdonarla. ¡Esa amable consideración la estaba matando!

¡Maldito él y su aceite de maíz! ¡Ella no quería su aceite, lo que quería era su sudor! ¡Y lo quería en su propia piel!


El día siguiente, cuando los Johanson vinieron, como habían prometido, a ayudar con la cabaña de los Lindstrom, Anna estaba por estallar de furia. Después de la fría despedida de Karl, la noche anterior, hubo momentos en que Anna odió a su esposo, y otros, en que se odió a sí misma. Su preocupación era quedar como una tonta incompetente cuando tuviera que preparar la comida para ese batallón de gente. También la preocupaba parecer un marimacho al lado de Kerstin, siempre tan impecable. Pensaba, además, que se vería muy irlandesa junto a Kerstin, tan rubia y tan sueca. Otra de sus preocupaciones era sonar tan inglesa en medio de todos los Johanson.

Pero Katrene y Kerstin le dieron una sola mirada al día siguiente, y la primera de sus preocupaciones se disipó. Daba tanta lástima verla con la piel llena de ronchas y costras, con sus manos estropeadas por el mal de la pradera, que madre e hija se ofrecieron a trabajar en la cocina y preparar la comida. Al observar a las dos mujeres suecas trabajar en la cocina como si hubieran nacido para ello, Anna se sintió, una vez más, torpe, estúpida y más irritable que nunca. Les dejó el mando y ella se ocupó de las tareas menores.

Katrene le sugirió a Anna que se aplicara en las manos una mezcla de cera de abeja tibia y aceite dulce; la muchacha se sintió culpable por su irritabilidad ante esta mujer tan bien intencionada. Cuando le dijo que no sabía si Karl tenía aceite dulce, Kerstin, de inmediato, se lo ofreció.

– Si no tiene, ven hasta mi casa y yo te daré un poco.

Las defensas de Anna se derrumbaron ante este generoso ofrecimiento. Kerstin era una mujer dulce y cálida, totalmente inmerecedora de las ásperas críticas mentales que Anna había estado acumulando contra ella.

– Gracias, Kerstin. Siempre estás sacándome de algún apuro.

– Para eso están los vecinos.

Después de eso, Anna y las mujeres pasaron un día agradable, conversando acerca de incontables temas.

Mientras tanto, los hombres estaban afuera, completando el trabajo de las tejas y el piso. Al finalizar el día, se volvió a sacar el violín y el baile sirvió de bautismo para otra nueva casa. Hasta el baile irritó a Anna, sin embargo. Se sintió otra vez inferior frente a las otras mujeres. Para colmo, cuando Karl bailó con ella, se mantuvo a distancia, como si Anna fuera a quemarlo o algo parecido. Lo único que pudo hacer fue hervir de indignación, pero en silencio.

“¿Qué se cree? ¿Que se contagiará de mis pecados, si se acerca demasiado?” pensó.

Estaban tratando de retomar el aliento entre danza y danza cuando Katrene preguntó:

– ¿Cuándo piensan mudarse, Karl?

– No antes de instalar las ventanas y colocar la puerta.

– ¡Ventanas! -exclamó Katrene.

– ¿Van a tener ventanas? -preguntó Nedda-. ¿Ventanas de vidrio?

– Por supuesto que tendré ventanas, tan pronto como haga el viaje a Long Prairie para comprar los marcos y los cristales -afirmó Karl.

Esto fue una completa sorpresa para Anna. Suponía que tendrían el mismo material opaco que en la casa de adobe. Karl nunca había mencionado que tenía la intención de colocar ventanas de vidrio.

– ¡Oh, qué suerte tienes, Anna! -dijo Kerstin, obviamente impresionada.

Las ventanas de vidrio eran el mayor lujo al que se podía aspirar en la frontera. No era un secreto que los indios no podían ni siquiera creer en la existencia de un material a través del cual una persona pudiera ver. Los indios se pasaban horas, mirando asombrados cualquier ventana de vidrio que encontraran.

– Ya lo creo que tienes suerte -agregó Katrene como un eco a las palabras de su hija-. Creería estar viviendo en un castillo, si Olaf me comprara ventanas de vidrio.

– No me dijiste que querías ventanas de vidrio cuando pasamos por Long Prairie, madre -dijo Olaf.

– Creí que costarían más dinero del que podíamos gastar.

– Pero te pregunté qué querías cuando estuvimos allí. Debiste haber dicho: “Ventanas de vidrio, Olaf.” -Le guiñó un ojo a Nedda, quien le devolvió el guiño-. Si tu madre juega bien sus cartas, tal vez tenga sus ventanas de vidrio.

– ¡Olaf Johanson, te estás burlando de mí! ¿Has decidido que tendremos ventanas de vidrio?

– No, creo que iré con Karl sólo para tomar un poco de aire.

– Olaf Johanson, no sé si alguna vez conocí a algún sueco tan testarudo. Sabes que te sugerí las ventanas cuando estuvimos en Long Prairie -dijo Katrene, pero se rió, como era habitual en ella.

– Pero entonces no sabía que íbamos a tener vecinos ante los cuales tendríamos que presumir.

Katrene se acercó a su marido con un puño levantado y cuando la pelea acabó, estaban bailando otra vez, acompañados por el violín de su hijo.

Más tarde en la cama, Anna dijo en voz baja:

– ¿Karl?

– ¿Mmmm?

Anna imitó el acento sueco de Katrene Johanson cuando dijo:

– No me diji-i-i-iste que tendríamos ventanas de vi-i-i-drio.

– No me preguntaste -contestó él. Había una sonrisa en su voz, pero siguió estando ausente.

Los intentos de Anna para conquistarlo con humor se vieron frustrados, y su impaciencia fue en aumento. Una vez más, Katrene y Kerstin se habían lucido en la cocina como Anna nunca soñaría con poder hacerlo.


El viaje al pueblo no se hacía sin un plan preconcebido. No se iba allí con frecuencia, pues el trayecto era bastante largo. El verano se acercaba a su fin. Aunque estuvieran ansiosos por traer sus ventanas de vidrio, no se hacía un viaje sin tener en cuenta, al mismo tiempo, otros negocios importantes en Long Prairie. En consecuencia había que esperar la cosecha.

El trigo ya estaba maduro y había que segarlo para llevarlo al molino y obtener la provisión de harina para el invierno, mientras Karl estaba en la ciudad. El arroz de la India y las bayas de arándano eran productos rentables y fáciles de obtener en las tierras de Karl. Esta fruta, en particular, tenía mucha demanda en el Este y reportaba un dólar el bushel, mientras que las papas reportaban sólo catorce centavos el bushel. Estas últimas se reservaban para el uso familiar en invierno, junto con los nabos y las rutabagas, que se podían recoger más tarde. La cosecha rentable y los cereales comestibles debían recolectarse con prioridad.

Karl, James y Anna comenzaron por segar y rastrillar los campos de trigo; era una tarea cansadora, a pesar de que contaban con una plantación chica. Karl, que manejaba la guadaña, cruzaba una y otra vez el terreno con esos dientes gigantes y curvados moviéndose delante de él, mientras balanceaba los hombros al sol, rítmicamente. Los dientes del rastrillo eran de acero macizo, y el mango, de fresno verde y resistente, era también muy pesado.

Anna admiró, una vez más, la resistencia de su esposo. La guadaña maciza parecía una extensión del hombre. Como un enchufe con la corriente conectada, una vez que la herramienta tocaba sus manos, Karl la esgrimía sin ninguna queja, con ritmo inquebrantable durante horas y horas.

El trigo se liaba en haces que se ataban con tiras de fibra sacadas del propio cereal. “Pero no se atan solos”, pensaba Anna, dominada por el cansancio. El trabajo requería mucho inclinarse y agacharse, aunque no tanto músculo como segar y pasar el rastrillo.

Si segar y enfardar quebraban la espalda, desgranar el cereal lo dejaba a uno sin alma. Anna estaba en el claro, azotando los granos sobre la tierra, cubierta con una tela muy fina; la muchacha juró que, de ahora en adelante, comería pan sólo día por medio para ahorrar harina, al ver el trabajo que daba producirla. Nunca le habían dolido tanto los hombros como después de golpear los granos con el mayal.

Pero al fin las bolsas de arpillera estuvieron llenas y listas para ser cargadas; Karl anunció que lo que quedaba por hacer era recoger las bayas silvestres, y emprendería el viaje hacia el pueblo.

Las bayas estaban bosque adentro, donde no existían senderos. Karl había ideado una narria, que podía ser tirada por un solo caballo, a través del bosque, cargada con las canastas de fruta. Karl y sus dos ayudantes recogieron las bayas con las manos y tuvieron muchos visitantes curiosos durante los días que se ocuparon de esa tarea. Los pantanos parecían ser el lugar favorito de muchos animales salvajes que estaban, tal vez, enojados porque los saqueadores humanos venían a usurparles su comida. Karl tenía su arma a mano, mientras recogían la fruta, siempre alerta para alejar a los osos negros, que consideraban suyo ese territorio.

Un día, cuando el grupo estaba atareado recogiendo las bayas, James preguntó:

– ¿Por qué no nos mudamos a la cabaña, Karl?

– Porque todavía no está terminada.

– ¡Pero está terminada! Sólo le faltan la puerta y las ventanas. -No podemos vivir en una casa sin puerta, y yo he estado demasiado ocupado como para hacerla. Y sin ventanas, está muy oscuro adentro. Tendríamos que usar muchas velas.

– Las ventanas de la casa de adobe son tan gruesas, que tampoco entra mucha luz por ellas. Además, allí también usamos velas.

– Es costumbre hacer la puerta al final -dijo Karl, inflexible-, y no puedo hacer la puerta, si todavía no tengo las ventanas.

– Bueno, yo me mudaría a la cabaña solo, aun sin puerta ni ventanas. ¡No puedo esperar!

Karl le echó una mirada a Anna, pero ella seguía recogiendo bayas y parecía no haber oído nada.

– Cuando la puerta se cierre por primera vez, será con la casa terminada. Le prometí a Anna un armario para la cocina, que todavía no hice.

Anna miró hacia donde estaban ellos.

– Bueno, me gustaría que te apuraras, así nos podemos mudar -continuó James-. Me gustaría poder dormir allí esta noche.

– Sin puerta, los animales salvajes podrían entrar a dormir contigo.

– ¡No en el desván! ¡No podrían subirse allí!

James estaba repentinamente excitado ante la idea, pensando que faltaban sólo horas para que usara su buhardilla por primera vez. Pero Karl se opuso con firmeza a la idea.

– Esperarás hasta que tengamos una puerta como se debe, y ventanas y muebles. Después nos mudaremos todos juntos a la casa de troncos.

El rostro de Karl se veía tan colorado como las bayas. En realidad, él quería que James se quedara en la casa de adobe, en su lugar en el piso, también por otras razones. Las admitiera o no ante sí mismo, le habló al muchacho con más rudeza de lo que hubiera querido. El chico desvió la mirada, mientras Anna también volvía a centrarse en su tarea.

– No falta mucho ahora -dijo Karl en un tono más amable-. Una vez que terminemos con las bayas, Olaf y yo partiremos para el pueblo.

– ¿Puedo ir contigo? -preguntó James.

Anna deseaba preguntar lo mismo.

– No, te quedarás con tu hermana. Olaf y yo tendremos la carreta llena para cuando compremos las ventanas y traigamos nuestra harina para el invierno. Hay cosas más útiles que tú y Anna pueden hacer aquí, en vez de ir al pueblo.

Anna estaba tan desilusionada, que tuvo que darle la espalda para esconder el brillo en los ojos. Karl la había tratado con amabilidad desde la charla que habían tenido, pero ahora sentía que su marido quería escapar de ella por un par de días. Se volvió para mirar furtivamente a Karl, pero quedó paralizada. Del otro lado del claro, al borde de los sauces, había un enorme oso negro. Estaba parado sobre sus patas traseras, oliendo el aire como si tuviera sabor.

– Karl… -murmuró Anna.

Al levantar la mirada, Karl encontró los ojos asustados de Anna clavados en algo detrás de él. Instintivamente, supo lo que vería. Pero el rifle estaba a cierta distancia y había delante una canasta de bayas. James, sin darse cuenta de lo que pasaba, seguía recogiendo la fruta.

– ¿Cuánto te llevará moler la harina?

– Pásame el rifle, muchacho -dijo Karl con voz muy suave pero firme.

James levantó los ojos, luego los dirigió hacia donde ellos estaban mirando y se puso pálido.

– Pásame el rifle, muchacho, ¡ahora! -exclamó Karl en un tono tenso y contenido.

Pero James estaba aterrado por lo que tenía ante él. El oso los vio, se apoyó en las cuatro patas y se alejó entre la espesura con un gruñido que hizo estremecer a Anna.

– Muchacho, cuando te digo que me pases el rifle, ¡no quiere decir el próximo martes! -dijo Karl en un tono que ni Anna ni James le habían oído antes.

– Lo… lo siento, Karl.

– ¡Va a llegar un momento en que decir “lo siento” no servirá para nada!

Karl siguió hablando en un tono cortante que, de alguna manera, hacía que su acento sueco se marcara más que de costumbre.

James estaba frente al hombrón, paralizado, con un manojo de bayas olvidado en la mano.

– ¿Sabes lo rápido que puede correr un oso?

La pregunta le fue disparada a James, sin contemplaciones.

– Nnn… no, señor.

– La primera lección que te enseñé fue que cuando doy la orden de que me alcances el rifle, no debes atarte los cordones de los zapatos, primero. ¡Tu vida y la de tu hermana dependen de lo rápido que te muevas! ¡Si ese oso hubiera decidido que no le gustaba que nos sirviéramos sus bayas, no se habría detenido a atarse los cordones! ¡Además de eso, te quedaste mirando cómo se perdía nuestra provisión entera de velas y carne!

– Lo… lo siento, Karl -dijo James, vacilante.

La sangre que antes parecía haber desaparecido de su cara, la volvió a teñir ahora de un rojo intenso y ardiente. El estigma de la vergüenza le quemaba el estómago.

Pero Karl siguió atacándolo.

– ¡Te advertí que los osos vienen a este lugar, para que estuvieras preparado si esto ocurría!

James clavó los ojos en las rodillas de Karl, mudo ante este torrente de palabras que había surgido de repente, de no se sabe dónde. El muchacho estaba doblemente confundido, pues no esperaba algo así de Karl, que era normalmente tan paciente, tan comprensivo. Incapaz de defenderse, James salió corriendo.

– ¡Vuelve aquí, muchacho! -gritó Karl-. ¿Dónde crees que vas? ¿A encontrarte con ese oso?

James se detuvo ante la orden de Karl, sin mirarlo, renuente a ser castigado, delante de su hermana, de esta manera tan injusta. El enojo injustificado de Karl trajo lágrimas a sus ojos.

– ¡Dijo que lo lamentaba! -gritó Anna abruptamente.

– ¡Dije que los lamentos no eran suficientes!

De repente, un dique estalló dentro de Anna, y comenzó a contestarle, indignada.

– ¡Claro! ¡Nada es suficiente para ti, Karl! ¿Qué es suficiente? ¿Quieres que tome el arma y vaya solo tras el oso? ¿Eso sería suficiente para ti, Karl?

Anna nunca había visto la cara de Karl tan colorada.

– No espero que haga tal cosa. Espero que actúe como un hombre cuando es necesario, y no que se quede pegado a sus botas, sin poder moverse.

– Bueno, James no es un hombre -gritó Anna, desafiando a su marido, con las manos en las caderas-. Es un muchacho de trece años y nunca había visto un oso en su vida. ¿Cómo querías que reaccionara?

– ¡No me digas cómo tengo que enseñarle al muchacho, Anna! ¡Éste es un trabajo de hombres!

– ¡Oh, seguro que éste es un trabajo de hombres! ¡Si te salieras con la tuya, seguirías allí, gritándole, diciéndole cosas acerca de tu estúpido oso hasta hacerlo llorar, pero no te lo permitiré! Es mi hermano y si yo no lo defiendo, nadie lo hará. ¡James es incapaz de contestarte mal, y tú lo sabes!

– Dije que te mantuvieras fuera de esto, Anna.

– ¡Al diablo si lo haré! -le espetó, echando chispas por los ojos, desafiante-. Se arrastró detrás de ti todo el verano, haciendo siempre todo lo que le pedías; y ahora que es la primera vez que hace algo mal, saltas sobre él como si fuera un tonto ignorante. ¿Cómo crees que se siente? ¿Cómo podría saber lo rápido que corre un oso? ¿Cómo podría estar pensando en tus preciosas velas de sebo, cuando ve delante de él un monstruo negro, parado sobre sus patas traseras, por primera vez en su vida?

– Habría sido la última vez en su vida, si al oso se le hubiera ocurrido correr en nuestra dirección en lugar de internarse en el bosque. ¡Parece que no te das cuenta de eso, Anna!

– ¡Y tú no pareces darte cuenta de que lo estás tratando como si hubiera cometido el peor de los crímenes del siglo, cuando sólo reaccionó como lo hubiera hecho cualquier chico de trece años!

– ¡Nos ha costado la cantidad suficiente de comida como para alimentarnos a nosotros y a los Johanson durante todo el invierno!

– ¡Ah, los Johanson! ¡Naturalmente, no podías dejar de traerlos a nuestra conversación!

– ¡Es verdad! Esa comida podía alimentarlos a ellos también.

– ¡Te apuesto a que te encantaría arrastrar el cuerpo de un oso hasta aquí, para ofrecérselo a Kerstin con algunas cintas rojas adornando su cabeza!

– ¿Qué significa eso, Anna? ¿Qué es lo que estás diciendo?

Tenía los puños apretados y la mirada amenazante.

– ¡Significa exactamente lo que crees que significa! Que te preocupa más lisonjear a Kerstin que quedarte aquí con nosotros. Por supuesto, ¿quién podría culparte, cuando Kerstin hace una comida tan rica y tiene esas rubias y hermosas trenzas suecas?

Karl elevó la nariz al cielo y dejó escapar un bufido.

– ¡Por lo menos, cuando estoy con los Johanson no tengo a mi lado a una imprudente mujer que me hace reproches porque corrijo a un chico cuando se lo merece!

– ¡No se lo merece, y tú lo sabes, Karl Lindstrom!

– ¿Cómo puedes saberlo tú? ¿Cómo puedes saberlo? Vino aquí tan verde como estas hojas de arándano, y le he enseñado durante todo el verano. ¡Hasta ahora no le ha ido tan mal, escuchándome!

– ¡Hasta ahora! Pero no, en este momento. ¡No tiene por qué escucharte ahora! ¿Por qué debería hacerlo cuando eres un tonto testarudo, un cabeza dura y un loco?

Karl levantó las manos en el aire. Los dos se olvidaron de que James estaba ahí, escuchándolos, observando cómo se enfrentaban como gallos de riña con el cuello arqueado.

– Sí. Sabes lo que dices cuando me llamas tonto. Eres experta en encontrar tontos, ¿no, Anna? ¡Un tonto ansioso que se sonroja!

Anna tenía la boca apretada y los ojos entrecerrados cuando vociferó:

– ¡Te puedes ir directo al infierno, Karl Lindstrom!

– ¿Así te enseñan a hablar en el lugar de donde vienes? ¡Con qué dama me casé! ¡Tiene la lengua de un marinero! Bueno, déjame decirte algo, Anna. Ya estoy en el infierno. ¡Hace semanas que estoy en el infierno! Y tú crees que Boston era un infierno para ti…

– ¡Deja a Boston fuera de esto! ¡No tiene nada que ver con esto!

– ¡Tiene mucho que ver con esto!

– ¿No puedes olvidarte, no? ¡Yo sí puedo trabajar hasta el cansancio! ¡Puedo cocinar en… en tu estúpido hogar lleno de humo, desgranar tu maldito trigo hasta que mis hombros no pueden enderezarse, fregar ropa con tu podrido jabón de lejía y recoger frutillas hasta desear morirme y no te importa un bledo! Sigo siendo Anna, la caída, ¿no es así? No importa lo que haga, me quieres castigar porque no quieres admitir ante ti mismo que tal vez… tal vez… haya tenido una justificación. Quizás estés equivocado al esgrimir ese episodio contra mí todo el tiempo. ¡Pero no puedes volverte atrás y admitir que el más sagrado de todos, el justo y bueno Karl Lindstrom se rebaje! ¡Bueno, déjame decirte algo! ¡Eres un estúpido sueco enorme y obstinado y no sé por qué me sacrifico para tratar de complacerte!

– ¿Existe alguna esposa que crea que puede complacer a su marido usando pantalones? Sí, tus pantalones…

– ¡Deja a mis pantalones fuera de la cuestión! -dijo, furiosa-. Sabes bien por qué uso pantalones. ¡Los usaré hasta que se me peguen a los huesos antes de ponerme esos vestidos! ¡Creo recordar que tiempo atrás te gustaba cómo me quedaban los pantalones!

– Eso fue hace mucho tiempo, Anna -contestó, más calmo.

– Segu-u-u-u-ro -replicó, usando un acento sueco exagerado, ahora, como un arma hiriente-. Fu-u-u-e antes de que la hermo-o-o-sa Kerstin se mu-u-u-u-dara cerca con su-u-u pastel de fru-u-u-utillas y su enorme pe-e-e-e-cho.

Anna se puso una mano en la cadera y se contoneó de manera provocativa mientras arrastraba las vocales, incitando a Karl hasta que su rabia se convirtió en furia.

– ¡Anna, estás yendo demasiado lejos! -gritó.

– ¿Yo? -vociferó Anna-. ¿Yo soy la que va demasiado lejos? -Pateó adrede un balde de bayas, y desparramó el contenido a los pies de Karl- ¡No lo suficientemente lejos como para escapar de ti! ¡Pero trataré de hacerlo, Karl! ¡Ya verás!

Parado en medio del montón de bayas, Karl le gritó a la espalda de Anna:

– ¡Anna, vuelve aquí!

Pero Anna arrastró a James y lo obligó a caminar más rápido.

– ¡Anna, ese oso está allí en el bosque! ¡Vuelve aquí!

– ¡Ningún oso querría tocarme con sus garras más de lo que tú quieres! -le gritó Anna por sobre el hombro.

– Anna… vuelve… ¡Maldito sea! ¡Vuelve aquí! -gritó Karl, que nunca había insultado a ninguna mujer en su vida.

Pero Anna salió corriendo, hecha una furia.

Karl se arrancó el gorro de la cabeza y lo arrojó al suelo, pero sabía que nada haría volver a Anna. Se agachó para recoger las bayas desparramadas y ponerlas en la canasta, en tanto miraba cómo las figuras se hacían cada más pequeñas y desaparecían del otro lado del pantano. Si dejaba allí las bayas, seguro que el oso regresaría a liquidar la cosecha más valiosa de Karl y todas las ganancias que implicaban. Tampoco podía abandonar al caballo, con la narria atada atrás cargada con la recolección del día. Lo mejor que podía hacer era arrojar a la canasta, rápidamente, lo que pudiera; cargar la narria e ir detrás de esa esposa caprichosa que se alejaba a zancadas con el trasero enfundado en esos pantalones ajenos, desafiándolo con cada paso.

El enojo y la preocupación vetearon su rostro de rojo. ¡La mujer no tenía la menor idea del peligro que corrían, ella y su hermano, al atravesar el bosque con ese oso al acecho! Finalmente logró asegurar la carga y condujo a Belle a través del pantano a tal velocidad, que el caballo se resistía sobre sus precarias patas, mientras sufría los gritos injustos de su amo por primera vez en su vida.

Para cuando alcanzó el claro, Anna y James estaban allí desde hacía un rato. Aliviado al encontrarlos a salvo cuando llegó, algo explotó dentro de él, en tanto se acercaba a la casa como el señor de la guerra.

– ¡Mujer, no hagas eso nunca más! -gritó, apuntándole con un dedo.

– ¡No soy sorda! -le espetó Anna.

– ¡No eres sorda pero parece que sí eres muda! ¿Sabes lo que ese oso te podría haber hecho? Pusiste en peligro no sólo tu vida sino también la del niño. ¡Fue algo insensato y estúpido lo que hiciste, Anna!

– Bueno, ¿qué esperabas de una mujer insensata y estúpida?

– ¡Ese oso te hubiera desgarrado en jirones! -explotó.

Con las manos en las caderas, los ojos desafiantes, el desprecio dibujado en sus labios, Anna le lanzó palabras que no hubiera querido decir.

– ¿Y te hubiera importado, Karl?

El rostro de Karl se veía como si se lo hubieran golpeado con un trapo sucio después de haberse ofrecido a limpiar los platos.

Anna percibió de inmediato que se había extralimitado, pero había demasiado encono, orgullo y pena acumulados en su interior como para volverse atrás con las palabras. Los ojos azules de Karl se abrieron por la sorpresa; luego bajó los párpados para ocultar su dolor. Las doradas mejillas subieron de tono detrás de su expresión de incredulidad.

Se miraron fijamente a través de la rústica mesa de troncos, y toda una vida transcurrió en esos pocos momentos de tensión. En realidad, la vida entera de un matrimonio. Anna observó cómo los músculos se iban relajando uno a uno y se liberaban del control que Karl ejercía sobre ellos. Para cuando Karl se volvió para tomar una bolsa de lona y llenarla con comida, ya había pasado mucho tiempo como para que Anna se disculpara honrosamente. Ella lo vio ir hacia el baúl, levantar la tapa, sacar un par de mudas de ropa limpia y meterlas en la bolsa. Él dio un rodeo para no rozar a Anna y se dirigió a la repisa de la chimenea, donde guardaba sus proyectiles. Tomó un puñado de balas de plomo y las arrojó en una bolsa de cuero. Enseguida cruzó el cuarto, evitando a Anna, tomó el arma, que había dejado apoyada al lado de la puerta cuando entró, y salió de la casa resueltamente.

Anna se quedó mirando su espalda mientras Karl atravesaba el claro, furioso. Enseguida se detuvo, a mitad de camino, dio una media vuelta abrupta y volvió a la casa; depositó con ruido el arma sobre la repisa de la chimenea, vació allí la bolsa de municiones, y partió nuevamente.

Anna siguió observándolo desde las profundas sombras de la vivienda. Karl desapareció dentro del establo antes de salir con Belle y Bill; ató la yunta a la carreta, cargada con los sacos de trigo, los nabos y todas las canastas de bayas, y se alejó sin siquiera una sola mirada hacia atrás.

Era casi de noche. Anna no se cuestionó, en ese momento, dónde Karl pasaría la noche antes de salir para el pueblo. Cuando tomó conciencia de ello, se derrumbó sobre el colchón de chalas y lloró a lágrima viva.

El pobre James se quedó con las manos colgadas a los costados de su cuerpo hasta que ya no pudo seguir soportando ver y oír a su hermana en ese estado. Impotente, salió para trepar por la escalera hasta su desván. Allí, por fin, él también pudo llorar.

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