PRÓLOGO

Lector, te doy la obra de un muerto que me ha encargado este cuidado, para demostrarte que no es un muerto cualquiera,

Puesto que no está envuelto en los tristes harapos

que desolada sombra al sepulcro arrebata;

que no se divierte haciendo vanos ruegos, tirando los muebles de una habitación o arrastrando cadenas por los graneros; que no apaga las velas de los sótanos, que no golpea a nadie, que no hace el coco ni causa pesadillas, ni, en fin, ninguna de esas extravagancias que, según dicen, hacen los muertos para espanto de necios; y que, al contrario de todo eso, está de mejor humor que nunca. Creo que esta manera de comportarse, tan extraordinaria y agradable en un muerto, no dejará espacio al disgusto de los más críticos y solicitará su favor para esta obra, porque más bien habría doble cobardía en insultar a manes tan llenos de virtud y cortesía y tan cuidados de la diversión y halago de los vivos. Pero sea de esto lo que sea, y aunque el crítico le reverencie o le muerda, creo que se ocupará de su buen humor, que ha sido lo único de este mundo que se ha llevado al otro. Porque así, estando impasible ante todo lo demás, aunque le golpee mucho la común maledicencia, no ha de tenerlo en nada. No es que quiera (hablando ya sin burla) imponer a todos la obligación de juzgar como mis ojos lo hacen: sé yo muy bien que nadie lee a gusto cuando se lee sin trabas de juicio. Por esto me parece bien que cada cual juzgue como le dieran a entender la flaqueza o la sabiduría de su ingenio; pero a los más generosos de éstos les pido que se dejen influir por mi pensamiento generoso. Piensen ellos que no ha tenido más fin que el de divertirles, y que por esto ha descuidado algunas partes, para las cuales, por eso mismo, debe tenerse una atención muy despierta, pues así se le disculpará más fácilmente su circunspección, lo que él por su parte desearía y yo por la mía y la de los impresores.

Quid ergo

at scriptor si peccat, idem librarius usque

quamvis est monitus, venia caret.

Yo te confieso, a pesar de todo, que si yo hubiese tenido tiempo y no hubiese previsto muy grandes dificultades, hubiera examinado la cosa de muy buen grado, de modo que te pareciera más completa; pero he temido poner confusión o diferencias si pretendía cambiar el orden o suplir la deficiencia de algunas lagunas, mezclando mi estilo con el suyo, porque mi melancolía no me permite imitar su buen humor ni seguir los hermosos arrebatos de su imaginación, siendo como es mi alma tan estéril a causa de su frialdad. Es ésta una desgracia que ha ocurrido a casi todas las obras póstumas, cuando los que han querido ponerlas al día han tropezado con lagunas semejantes, con el temor (si hubiesen querido suplirlas) de no acoplar bien sus pensamientos con el del autor. Así ha ocurrido con las obras de Petronio; pues a pesar de eso no dejamos de admirar sus hermosos fragmentos, como admiramos todos los restos de la Roma antigua.

Es posible, sin embargo, que sin tomar en consideración todos estos reparos, el crítico, que nunca deja de herir soslayando el reproche que podría hacérsele si atacase a un muerto, cambiará solamente los objetos de sus recriminaciones y pretenderá censurarme los elogios de este libro, con el pretexto de que yo he tomado a mi cargo el cuidado de su impresión; pero de esa apreciación suya yo apelo desde ahora ante los sabios, que siempre me excusarán la responsabilidad de los hechos ajenos, y me relevarán de la obligación de dar explicaciones de un puro capricho de la imaginación de mi amigo, puesto que él mismo no se hubiese cuidado de darlas más cumplidas de lo que ordinariamente las exigen las fábulas y las novelas.

Tan sólo diré, como argumento en su favor, que su quimera no está tan absolutamente desprovista de razón, ya que entre muchos hombres antepasados y modernos ha habido algunos que pensaron que la Luna era una tierra habitable y otros que realmente estaba habitada. Otros, menos osados en su juicio, que así parecía estar. Entre los primeros y los segundos, Heráclito ha sostenido que era una tierra envuelta en brumas; Jenofonte, que era habitable; Anaxágoras, que tenía colinas, valles, selvas, casas, ríos y mares, y Luciano, que había visto hombres con los cuales había conversado y que habían hecho la guerra a los habitantes del Sol; y cuenta esto con menos verosimilitud y con menos gracia que monseñor Bergerac. En éstas seguramente los modernos aventajan a los antiguos, puesto que los gansos que condujeron a la Luna al español, cuyo libro apareció hace algunos años [1], las botellas llenas de rocío, los cohetes voladores y el chirrión de acero de monseñor Bergerac son máquinas inventadas con más graciosa imaginación que el buque de que se servía Luciano para subir. Finalmente, entre los últimos, el padre Mersenne, en el que todo el mundo que le conoció adivinó igualmente la ciencia profunda y la gran piedad que tuvo, ha dudado si la Luna sería o no una Tierra a causa de las aguas que en ella veía, y pensó que las que rodean a la Tierra en que vivimos podrían hacer conjeturar las mismas cosas a los que están de nosotros a una distancia de sesenta radios terrestres, como nosotros lo estamos de la Luna. Lo que puede tomarse como una especie de afirmación, porque la duda en un hombre tan sabio se funda siempre sobre una buena razón, o, por lo menos, sobre numerosas apariencias que equivalgan a esa buena razón. Gilbert se decide más concretamente en esta misma cuestión, pues pretende que la Luna sea una Tierra más pequeña que la nuestra, y se esfuerza en demostrarlo por las conveniencias que existen entre aquélla y ésta. Enrique Leroy y Francisco Patricio son de esta opinión, y explican muy prolijamente sobre qué apariencias se fundan, sosteniendo, en fin, que nuestra Tierra y la Luna, a su vez, se sirven de lunas recíprocamente.

Ya sé que los peripatéticos son de opinión contraria y que han sostenido que la Luna no podía ser una Tierra porque en ella no habitaban animales; que éstos no hubiesen podido existir de otro modo que por generación y corrupción, y que la Luna es incorruptible, que siempre se ha mantenido en una situación estable y constante y que no se ha observado en ella ningún cambio desde la génesis del mundo hasta el presente. Pero Hevelius [2] les replica que nuestra Tierra por más corruptible que a nosotros nos parezca, no ha durado menos que la Luna, en la que pueden haberse realizado corrupciones en que nosotros no hemos reparado nunca, porque han acaecido en las más pequeñas de sus partes tan sólo, y han alterado su superficie; como las que se producen en la superficie de nuestra Tierra, y que serían para nosotros imperceptibles si estuviésemos de ella tan alejados como lo estamos de la Luna. Añade otros varios razonamientos que confirma por un telescopio de su invención con el cual él dice (y la experiencia es sencilla y familiar) que ha descubierto en la Luna que las partes más brillantes y más espesas, grandes y pequeñas, guardan una justa proporción con nuestros mares, nuestros ríos, nuestros lagos, nuestras llanuras y montañas y nuestros bosques.

En fin, nuestro divino Gassendi, tan sabio, tan modesto y tan competente en todas estas cosas, queriendo divertirse, como creo que lo hicieron los otros, ha escrito sobre esta cuestión lo mismo que Hevelius, y añade que él cree que hay en la Luna montañas cuatro veces más altas que el Olimpo, según la medida de Anaxágoras; es decir, más de cuarenta estadios, que equivalen aproximadamente a cinco millas de Italia.

Todo esto, lector, podrá demostrarte cuán acreedor de alabanzas es Cyrano de Bergerac, pues, aun habiendo tantos grandes hombres que opinan como él, ha tratado graciosamente una quimera que aquéllos habían considerado demasiado seriamente; también tiene Cyrano el mérito de creer que hay que reír y dudar de todo lo que ciertas gentes aseguran con frecuencia tan grave como ridículamente. De suerte que yo le he oído decir muchas veces que él tenía tantos farsantes como con Sidias topaba (Sidias, nombre de un pedante que Teófilo, en sus fragmentos cómicos, hace reñir a puñetazos con un joven a quien el pedante asegura que odor in pomo non erat forma, sed accidents), porque creía que se podía dar ese nombre a los que disputan con la misma testarudez cosas tan inútiles.

El habernos educado juntos con un religioso del pueblo que tenía pequeños alumnos pensionistas nos había juntado en amistad desde nuestra adolescencia, y yo recuerdo la aversión que ya entonces tenía por aquel padre, que le parecía la sombra de un Sidias; porque dentro de la manera de pensar que Cyrano tenía le consideraba incapaz de enseñarle nada. De modo que hacía tan poco caso de sus lecciones y sus correcciones, que su padre, que era un buen viejo gentilhombre bastante indiferente ante la educación de sus hijos y demasiado crédulo de sus quejas, le sacó de aquella clase bastante bruscamente, y sin pensar si su hijo estaría mejor en otro sitio le envió a París, donde le dejó hasta los diecinueve años bajo su buena fe. Esta edad, en que tan fácilmente se corrompe nuestra natural manera de ser, y la gran libertad que tenía de hacer lo que le diese la gana, le arrastraron por una peligrosa pendiente en la cual me atrevería a decir que yo le detuve; porque habiendo terminado mis estudios, y queriendo mi padre que yo sirviese en la Guardia, le obligué a que entrase conmigo en la compañía de monseñor de Carbon de Castel-Jaloux. Los duelos, que en aquel tiempo parecían el camino más recto y rápido para darse a conocer, en pocos días le hicieron a él tan famoso, que los gascones, que por sí solos casi formaban la totalidad de la compañía, le consideraron como el mismo demonio de la bravura y le contaban tantos combates como días tenía de servicio. Todo esto, sin embargo, no le apartaba de sus estudios, y un día yo le vi en un cuerpo de guardia trabajar en una elegía con la misma atención que hubiese podido tener en el gabinete de estudios más alejado del ruido. Algún tiempo después asistió al cerco de Mouzon, donde recibió un sablazo en el cuerpo, y más tarde, una estocada en la garganta, en el sitio de Arras en 1640. Pero las incomodidades que sufrió en estos dos sitios, las que le causaron sus dos grandes heridas, los frecuentes combates que le daban reputación de valiente y de diestro, y que varias veces le hicieron ser segundo (pues jamás recibió una queja de su jefe), la poca esperanza que tenía de ser considerado si no era por su jefe, ante cuya autoridad su genio rebelde le incapacitaba para someterse, y por fin el gran amor que tenía por el estudio, le hicieron renunciar a la guerra que exige todo un hombre y que le hace tan enemigo de las letras como éstas son amantes de la paz. Yo te podía contar algunos de sus combates, que no eran duelos, como aquel en el cual de cien hombres armados para insultar en pleno día a un amigo suyo en el foso de la puerta de Nesle, dos con la muerte y siete más con grandes heridas pagaron la pena de su mal propósito. Pero aunque esto podría parecer fabuloso, a pesar de que sucedió a la vista de varias personas famosas que lo proclamaron bastante alto para impedir que nadie lo dude, creo no tener que decir más, puesto que tan complacido estoy de la hora en que abandonó a Marte para abandonarse a Minerva; quiero decir que durante ese tiempo renunció tan absolutamente a todo empleo, que el estudio fue el único al que se consagró hasta su muerte.

Por lo demás, él no limitaba su odio a la disciplina, a la que exigen los grandes en cuya compañía nos habíamos alistado; antes bien, lo extendía más ampliamente, alcanzando hasta las cosas que le parecían contradecir los pensamientos y las opiniones, para las cuales él quería gozar de tanta libertad como para los más indiferentes actos tenía; y trataba de ridículas a ciertas gentes que, valiéndose de la autoridad de un pasaje bien de Aristóteles o de cualquiera otro, pretenden con la misma audacia que los discípulos de Pitágoras con su magister dixit juzgar los más graves problemas aunque las experiencias sensibles y familiares les desmientan todos los días. Y no es que le faltase la veneración que debe tenerse por tantos y tan nobles filósofos antiguos y modernos; pero la grande diversidad de sus escuelas y la sorprendente contradicción de sus opiniones le convencieron de que no debía poner fe en ninguno de sus partidos.

Nullius addictus jurare im verba Magistri [3].

Demócrito y Pirrón le parecían, apartando a Sócrates, los más razonables filósofos de la Antigüedad; y esto porque el primero había puesto la verdad en tan oscuro lugar, que era imposible verla, y Pirrón había sido tan generoso, que ningún sabio de su siglo le había rendido vasallaje a sus creencias, y tan modesto, que nunca había querido decidir nada concretamente. Añadía respecto de esos sabios que muchos de nuestros modernos no le parecían sino ecos de los otros sabios, y que muchas gentes que pasan por muy doctas parecerían muy ignorantes si les hubiesen precedido otros sabios. De suerte que, cuando yo le preguntaba por qué si así pensaba leía las obras ajenas, me decía que era para conocer los robos de los otros, y que si él hubiese sido juez de esa clase de crímenes los hubiese castigado con penas más rigurosas que las que se aplican a los grandes bandoleros de los caminos, porque siendo la gloria algo mucho más precioso que un traje, que un caballo y que el mismo oro, los que la consiguen por libros que componen con cosas que roban de otros eran como esos bandoleros de caminos que viven a expensas de los que desvalijan, y que si cada uno hubiese procurado decir lo que no habían dicho los demás las bibliotecas hubiesen sido menos numerosas, menos incómodas, más útiles, y la vida del hombre, aunque es muy corta, hubiese bastado para leer y saber todas las cosas buenas, y no que para encontrar una pasable es necesario leer cien mil que o no valen nada o se han leído ya en otro sitio una multitud de veces, y además nos hacen gastar el tiempo inútil y desagradablemente.

Sin embargo, nunca censuraba totalmente una obra cuando en ella encontraba algo nuevo, porque pensaba que esto era tan útil para la república de las letras como es útil para las tierras viejas el descubrimiento de otras nuevas; y la pléyade de los críticos le parecía insoportable, atribuyendo su apasionamiento para la acusación de todo a la envidia y al despecho que sentían viéndose incapaces de ninguna empresa (que siempre es laudable, aunque su virtud no responda enteramente a su empeño). Non ego paucis, decía él:

Non ego paucis

offender maculis quas aut incuria fudit

aut humana parum cavit natura [4].

«En efecto, si en un cuadro toleramos tantas sombras, ¿por qué no sufrir en un libro que haya algunos pasajes menos intensos que otros, puesto que, por la regla de los contrarios, el negro sirve muchas veces para hacer que el blanco brille más?»

Sin embargo, como no tenía más que sentimientos extraordinarios, ninguna de sus obras está incluida entre las vulgares. Su Agrippine empieza, se desarrolla y termina como todavía nadie intentara hacerlo. La dicción es totalmente poética, el asunto está bien escogido, los papeles son hermosos, los sentimientos romanos con todo el brío digno de tan gran nombre, el desenlace claro y tan bien practicada la regla de veinticuatro horas, que esta pieza puede pasar por un modelo de poema dramático.

Pero lo que en él era más admirable es que de la seriedad pasaba a las burlas con igual éxito. Su comedia titulada El pedante burlado es una prueba muy decisiva y muy agradable; del mismo modo, muchas otras obras suyas, testimonio muy fiel de la universalidad de su alto espíritu. Yo había determinado unir a VIAJE A LA LUNA la Historia de la centella y La República del Sol, en la que con el mismo estilo con que probó que la Luna era habitable demostraba el sentimiento de las piedras, el instinto de las plantas y el razonamiento de los brutos, y aun estaba por encima de todo esto; pero un ladrón que registró su cofre durante su enfermedad me ha privado de esta satisfacción y a ti de acrecer tu solaz.

En fin, lector, Cyrano pasó siempre por un hombre de alto y raro espíritu. Y a este don la Naturaleza le añadió tan gran tesoro de buen sentido, que él sometió sus instintos tanto como quiso. De manera que no bebió vino más que alguna rara vez, porque, según él decía, el exceso en la bebida embrutece, y había que tener con su consumo tantas precauciones como con el del arsénico (que era con lo que él comparaba el vino), porque todo ha de temerse de tan gran veneno, sea cualquiera la forma que se le prepare; aunque no hubiera que temer sino lo que el vulgo llama quid pro quo, que siempre lo hace peligroso. No era menos moderado en el comer, pues siempre que podía rechazaba las salsas, creyendo que la vida mejor era la más sencilla y la menos alterada, lo cual probaba con el ejemplo de los hombres modernos, que viven tan corta vida, al revés que los de los siglos primeros, que según parece la disfrutaron tan larga por la mesura y simplicidad de su comida.

Quippe aliter tunc orbe novo coeloque recenti

vivebant homines [5].

Estas dos buenas cualidades las acompañaba de un apartamiento tan grande del bello sexo, que puede decirse que nunca salió del respeto que el nuestro le debe. Y con todo esto tenía tal repugnancia a todo lo que le parecía interesado, que nunca pudo saber ni averiguar qué era una privada posesión, porque todas sus cosas eran menos suyas que de los conocidos suyos que las necesitasen. Con todo esto el cielo, que no es ingrato, quiso que de un gran número de amigos que tuvo en vida muchos le quisieran hasta su muerte y algunos también más allá de este mundo.

Sospecho, lector, que tu curiosidad, en bien de su gloria y satisfacción de mi deseo, quiere que yo consigne el nombre de esos amigos a la posteridad; y de muy buen grado acepto, porque todos los que he de citar son de extraordinario mérito, pues él supo escogerlos muy bien. Muchas razones, y principalmente la cronológica, exigen que empiece por monseñor de Prada, en el cual se igualaban el mucho saber y la bondad del corazón, y a quien su admirable Historia de Francia hizo que tan justamente se le llamase el «Corneille-Tácito» de los franceses. Supo estimar de tal modo las admirables cualidades del señor de Bergerac, que después de mí fue el más antiguo de sus amigos y uno de los que se ha testimoniado con más largueza en multitud de circunstancias. El ilustre Cavois, que murió en la batalla de Lens; el valiente Brisailles, portaestandartes de la Guardia de Su Alteza Real, fueron, además de justos estimadores de sus heroicos actos, testigos gloriosos y fieles camaradas de algunos. Me atrevo a decir que mi hermano y el señor de Zeddé, que se estimaban como valientes, y que le asistieron y fueron a su vez asistidos en algunos lances ocurridos en esa época a gente de su oficio, comparaban su valentía a la de los más heroicos. Y si este testimonio puede parecer parcial por lo que respecta a mi hermano, todavía podría citar a un bravo de los de mayor gallardía: me refiero al señor de Duret de Monchenin, que le ha conocido y estimado muchísimo y no dejaría de confirmar lo que yo sostengo. Y podía añadir el nombre del señor de Bourgogne, maestre de campo del regimiento de Infantería de Su Alteza el príncipe de Conti, puesto que él presenció el combate sobrehumano de que os hablé y lo refirió juzgándolo con el adjetivo de intrépido, con el que ya siempre le llamó. Lo cual no permite que quede la menor sombra de duda, por lo menos en aquellos que conocieron a monseñor de Bourgogne, que era demasiado sutil para no distinguir lo que es acreedor de estimación y lo que no lo es, y cuyo saber era universalmente tan grande, que no le permitía equivocarse en cosas de esa naturaleza. El señor de Chavagne, que con tan agradable impetuosidad se adelantaba siempre a los ruegos de aquellos a quienes quiere obligar; ese ilustre consejero señor Longueville-Goutier, que tiene todas las cualidades de un hombre acabado; el señor de Saint-Gilles, en quien todo es efecto del mismo deseo de ser buen amigo, y que no es testigo pequeño de su valor y de su alma; el señor de Lignières [6], cuyas producciones son efecto de un fuego perfectamente hermoso; el señor Châteaufort, en quien la memoria y el juicio son tan de admirar como la aplicación tan dichosa que hace de toda su sabiduría; el señor de Billettes, que no desconocía nada, a los veinte años, de lo que otros tienen por mucha gloria conocer a los cincuenta; monseñor de la Morlière, cuyas costumbres son tan pulcras y tan encantadora su amistad; el señor conde de Brienne, cuyo hermoso espíritu tan bien responde a su alto origen, tuvieron por él toda la estima necesaria para que exista una buena amistad, de la cual se desvivieron todos ellos por darle muestras muy señaladas. Nada diré particularmente del señor abate de Villeloin porque no he tenido el honor de tratarle; pero puedo asegurar que el señor de Bergerac se hacía lenguas de él y que había recibido muchas pruebas de su gran bondad.

Debiera añadir que para complacer a sus amigos, que le aconsejaban buscar un padrino para que le apoyase en la corte, o en otra parte, venció el gran amor que tenía a su libertad, y que hasta el día en que recibió en la cabeza el golpe de que os he hablado estuvo bajo los auspicios del señor duque de Arpajon, al cual dedicó todas sus obras; pero como durante su enfermedad le oí quejarse de abandono, no me he creído capacitado para juzgar si fue por la desdicha que tienen siempre todos los humildes y que también es común a los grandes, que no recuerdan los servicios que se les presta sino cuando los reciben, o si, por el contrario, no era más que un secreto del cielo, que, queriendo separarlo tan pronto de este mundo, quiso también inspirarle el escaso disgusto de abandonar lo que nos parece más hermoso y que frecuentemente no lo es tanto como imaginamos nosotros. Sería injusto con el señor Rohaut si no añadiese su nombre a una lista tan gloriosa, puesto que este ilustre matemático, que ha hecho tan bellos estudios de física, y que no es menos estimable por su bondad y su modestia que por su saber, que le coloca por encima de todos, tuvo tan íntima amistad con Bergerac y se interesaba tanto por todo lo suyo, que fue el primero en descubrir la verdadera causa de su enfermedad y en buscar cuidadosamente, con todos sus demás amigos, el medio de librarle de ella. Pero el señor de Bois-Clairs, que pone todo su heroísmo hasta en los mínimos actos, creyó encontrar en el señor de Bergerac una magnífica ocasión para satisfacer su generosidad, para dejar a otros la gloria, que se decidió a protegerle, y le protegió en efecto, en una ocasión tanto más útil a su amigo cuanto que el aburrimiento por su largo cautiverio le amenazaba con una pronta muerte, cuyo camino ya estaba comenzado por una fiebre violenta, triste preludio de su fin. Pero este amigo sin par interrumpió ese camino, deteniéndole en él durante un intervalo de catorce meses, durante los cuales le acogió en su casa; y hubiese tenido junto a la gloria que merecen tan grandes cuidados como le prodigó la de conservarle la vida, si sus días no hubiesen estado contados y limitados a los treinta y cinco años de su edad, que tuvo fin en el campo en casa del señor Cyrano un primo suyo del cual había recibido grandes testimonios de amistad y cuyas conversaciones, tan sabias en la historia de los tiempos actuales y los viejos, le complacían sin límite. Por un deseo muy natural de cambiar de aire, que precede a la muerte y que es un síntoma casi cierto en la mayor parte de los enfermos, se hizo llevar a casa de este primo suyo, y allí, a los cinco días, entregó su alma. Creo que es reconocer al señor mariscal de Gassion parte del honor que a su memoria se debe decir que amaba a las gentes de espíritu y de corazón, que de las dos cosas era él rico, y que por el relato que los señores de Cavoy y de Guigy le hicieron del señor de Bergerac quiso tenerle a su lado. Pero la libertad, de la que todavía era idólatra (pues fue mucho más tarde cuando se acogió a la protección del señor de Arpajon), nunca le consintió tener a este hombre sino como a un gran maestro; de suerte que prefirió no ser por él conocido y estar libre, que ser querido, pero obligado; y este mismo carácter, tan poco preocupado por la fortuna y por las gentes de su tiempo le hizo desdeñar varias amistades que la reverenda madre Margarita, que muy particularmente le estimaba, quería procurarle; parecía presentir que lo que en esta vida constituye nuestra felicidad no nos asegura nada la dicha de la otra. Éste fue el único pensamiento que le ocupó hacia el término de sus días con la preocupación que enalteció todavía más madama de Neuvillete, esta mujer tan piadosa, tan caritativa, tan para los demás, siendo a la vez toda de Dios, y de la cual tenía él la honra de ser pariente por parte de la familia de los Berangers. De este modo el libertinaje, que a la mayor parte de los jóvenes seduce, le parecía a él un monstruo, para el que tuvo, como puedo aseguraros, desde entonces, toda la aversión que deben tener por él los que quieran vivir cristianamente. Yo, algún tiempo antes de su muerte, presentí ese gran cambio, porque un día, como le reprochara la melancolía que entonces demostraba en sitios donde antes acostumbraba a decir cosas regocijantes y divertidas, me contestó que era porque había empezado a conocer el mundo y se iba desengañando; que estaba ya en un estado de ánimo que le hacía prever que dentro de poco el día último de su vida señalaría el final de sus desgracias, y que realmente su más grande disgusto era no haberla empleado con más provecho:

Jam juvenem vides;

me decía,

instet cum serior aetas

moerentem stultos praeteriisse dies.

«Y, en verdad -añadía-, creo que Tibulo profetizaba mi estado cuando hablaba así, pues nadie sintió tanto como yo haber pasado tan inútilmente días tan gustosos.»

Tú, lector, debes perdonarme esta digresión, y si me extendí tanto sobre el mérito de un amigo, su muerte me disculpa de la que hubiese tenido por ser un vano adulador, aunque estas cosas no creo que dejen de gustar jamás. Y ahora, para proseguir la cita de las autoridades en las que se ha fundado, te diré que el demonio, del cual se hizo acompañar tan provechosamente en la Luna, no es nada inaudito, puesto que Tales y Heráclito han dicho que el mundo estaba lleno de esos seres. Además, lo abona así lo que se ha publicado de Sócrates, de Dión, de Bruto y de tantos más: la pluralidad de mundos, de la que también nos habla, está confirmada por la opinión de Demócrito, que la ha sostenido; así como lo que dice del infinito y de los minúsculos cuerpos o átomos, de los que han hablado, después que este filósofo, Epicuro y Lucrecio.

El movimiento que atribuye a la Tierra no es tampoco nuevo, puesto que Pitágoras, Filolao y Aristarco sostuvieron antes que giraba en torno del Sol, que situaban en el centro del mundo. Lisipo y varios más han dicho aproximadamente lo mismo; pero Copérnico, en el siglo pasado, ha sido quien más altamente lo ha proclamado, puesto que ha cambiado el sistema de Tolomeo, antes seguido por todos los astrónomos, que ahora, en su mayor parte, aprueban el de Copérnico, más simple y más fácil, ya que sitúa el Sol en el centro del mundo y la Tierra entre los planetas, en el sitio en que Tolomeo daba el Sol; es decir, que hace girar en torno del Sol a la esfera de Mercurio, después a la de Venus, después la de la Tierra, al borde de la cual sitúa un epiciclo, sobre el cual hace girar a la Luna en torno de la Tierra y acabar esa revolución en veintisiete días, a más de la que le hace dar en torno al Sol, durante un año.

Por su otra parte, lector, he de confesarte que ese cambio me es indiferente, porque yo no sé nada de esas ciencias, que son demasiado abstractas para mí; y te aseguro que todo lo que yo sé no es más que algo de lo que recuerdo de alguna lectura de obras sobre este tema. Por esto declaro que con lo que he dicho de Copérnico no he querido ofender a Tolomeo. Me basta que Coeli enarrant gloriam Dei, y que su admirable estructura me prueba que no son obra del hombre. Por más que Tolomeo diga lo contrario, son lo mismo que siempre fueron; y sea el que fuere el cambio que Copérnico aportase han permanecido en el mismo sitio y con la misma función que les dio el Ser Supremo, que puede cambiarlo todo sin Él cambiar.

Al principio de este discurso he dicho lo que me había decidido a desarrollarle; a continuación podrá saberse cómo y por qué he citado a todos esos sabios. Yo te ruego, lector, que te acuerdes, para justificar la poca o ninguna diferencia que yo tengo para las invenciones ajenas, en lo que puedan alterar la verdad de mi creencia.

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