PRIMERA PARTE

1 Mar del Norte

– ¡Banco de arenques a babor! -anunció la gaviota vigía, y la bandada del Faro de la Arena Roja recibió la noticia con graznidos de alivio. Llevaban seis horas de vuelo sin interrupciones y, aunque las gaviotas piloto las habían conducido por corrientes de aires cálidos que hicieron placentero el planear sobre el océano, sentían la necesidad de reponer fuerzas, y qué mejor para ello que un buen atracón de arenques. Volaban sobre la desembocadura del río Elba, en el mar del Norte. Desde la altura veían los barcos formados uno tras otro, como si fueran pacientes y disciplinados animales acuáticos esperando turno para salir a mar abierto y orientar allí sus rumbos hacia todos los puertos del planeta.

A Kengah, una gaviota de plumas color plata, le gustaba especialmente observar las banderas de los barcos, pues sabía que cada una de ellas representaba una forma de hablar, de nombrar las mismas cosas con palabras diferentes.

– Qué difícil lo tienen los humanos. Las gaviotas, en cambio, graznamos igual en todo el mundo -comentó una vez Kengah a una de sus compañeras de vuelo.

– Así es. Y lo más notable es que a veces hasta consiguen entenderse -graznó la aludida.

Más allá de la línea de la costa, el paisaje se tornaba de un verde intenso. Era un enorme prado en el que destacaban los rebaños de ovejas pastando al amparo de los diques y las perezosas aspas de los molinos de viento.

Siguiendo las instrucciones de las gaviotas piloto, la bandada del Faro de la Arena Roja tomó una corriente de aire frío y se lanzó en picado sobre el cardumen de arenques. Ciento veinte cuerpos perforaron el agua como saetas y, al salir a la superficie, cada gaviota sostenía un arenque en el pico.

Sabrosos arenques. Sabrosos y gordos. Justamente lo que necesitaban para recuperar energías antes de continuar el vuelo hasta Den Helder, donde se les uniría la bandada de las islas Frisias.

El plan de vuelo tenía previsto seguir luego hasta el paso de Calais y el canal de la Mancha, donde serían recibidas por las bandadas de la bahía del Sena y Saint Malo, con las que volarían juntas hasta alcanzar el cielo de Vizcaya.

Para entonces serían unas mil gaviotas que, como una rápida nube de color plata, irían en aumento con la incorporación de las bandadas de Belle Îlle, Oléron, los cabos de Machichaco, del Ajo y de Peñas. Cuando todas las gaviotas autorizadas por la ley del mar y de los vientos volaran sobre Vizcaya, podría comenzar la gran convención de las gaviotas de los mares Báltico, del Norte y Atlántico.

Sería un bello encuentro. En eso pensaba Kengah mientras daba cuenta de su tercer arenque. Como todos los años, se escucharían interesantes historias, especialmente las narradas por las gaviotas del cabo de Peñas, infatigables viajeras que a veces volaban hasta las islas Canarias o las de Cabo Verde.

Las hembras como ella se entregarían a grandes festines de sardinas y calamares mientras los machos acomodarían los nidos al borde de un acantilado. En ellos pondrían los huevos, los empollarían a salvo de cualquier amenaza y, cuando a los polluelos les crecieran las primeras plumas resistentes, llegaría la parte más hermosa del viaje: enseñarles a volar en el cielo de Vizcaya.

Kengah hundió la cabeza para atrapar el cuarto arenque, y por eso no escuchó el graznido de alarma que estremeció el aire:

– ¡Peligro a estribor! ¡Despegue de emergencia!

Cuando Kengah sacó la cabeza del agua se vio sola en la inmensidad del océano.

2 Un gato grande, negro y gordo

– Me da mucha pena dejarte solo -dijo el niño acariciando el lomo del gato grande, negro y gordo. Luego continuó con la tarea de meter cosas en la mochila. Tomaba un casete del grupo Pur, uno de sus favoritos, lo guardaba, dudaba, lo sacaba, y no sabía si volver a meterlo en la mochila o dejarlo sobre la mesilla. Era difícil decidir qué llevarse para las vacaciones y qué dejar en casa. El gato grande, negro y gordo lo miraba atento, sentado en el alféizar de la ventana, su lugar favorito.

– ¿Guardé las gafas de nadar? Zorbas, ¿has visto mis gafas de nadar? No. No las conoces porque no te gusta el agua. No sabes lo que te pierdes. Nadar es uno de los deportes más divertidos. ¿Unas galletitas? -ofreció el niño tomando la caja de galletas para gatos.

Le sirvió una porción más que generosa, y el gato grande, negro y gordo empezó a masticar lentamente para prolongar el placer. ¡Qué galletas tan deliciosas, crujientes y con sabor a pescado!

Es un gran chico", pensó el gato con la boca llena. "¿Cómo que un gran chico? ¡Es el mejor!", se corrigió al tragar.

Zorbas, el gato grande, negro y gordo, tenía muy buenas razones para pensar así de aquel niño que no sólo gastaba el dinero de su mesada en esas deliciosas galletas, sino que le mantenía siempre limpia la caja con gravilla donde aliviaba el cuerpo y lo instruía hablándole de cosas importantes.

Solían pasar muchas horas juntos en el balcón, mirando el incesante ajetreo del puerto de Hamburgo, y allí, por ejemplo, el niño le decía:

– ¿Ves ese barco, Zorbas? ¿Sabes de dónde viene? Pues de Liberia, que es un país africano muy interesante porque lo fundaron personas que antes eran esclavos. Cuando crezca, seré capitán de un gran velero e iré a Liberia. Y tú vendrás conmigo, Zorbas. Serás un buen gato de mar. Estoy seguro.

Como todos los chicos de puerto, aquél también soñaba con viajes a países lejanos. El gato grande, negro y gordo lo escuchaba ronroneando, y también se veía a bordo de un velero surcando los mares.

Sí. El gato grande, negro y gordo sentía un gran cariño por el niño, y no olvidaba que le debía la vida.

Zorbas contrajo aquella deuda precisamente el día en que abandonó el canasto que le servía de morada junto a sus siete hermanos.

La leche de su madre era tibia y dulce, pero él quería probar una de esas cabezas de pescado que las gentes del mercado daban a los gatos grandes. Y no pensaba comérsela entera, no, su idea era arrastrarla hasta el canasto y allí maullar a sus hermanos:

– ¡Basta ya de chupar a nuestra pobre madre! ¿Es que no ven cómo se ha puesto de flaca? Coman pescado, que es el alimento de los gatos de puerto.

Pocos días antes de abandonar el canasto su madre le había maullado muy seriamente:

– Eres ágil y despierto, eso está muy bien, pero debes cuidar tus movimientos y no salir del canasto. Mañana o pasado vendrán los humanos y decidirán sobre tu destino y el de tus hermanos. Con seguridad les llamarán con nombres simpáticos y tendrán la comida asegurada. Es una gran suerte que hayan nacido en un puerto, pues en los puertos quieren y protegen a los gatos. Lo único que los humanos esperan de nosotros es que mantengamos alejadas a las ratas. Sí, hijo. Ser un gato de puerto es una gran suerte, pero tú debes tener cuidado porque en ti hay algo que puede hacerte desdichado. Hijo, si miras a tus hermanos verás que todos son grises y tienen la piel rayada como los tigres. Tú, en cambio, has nacido enteramente negro, salvo ese pequeño mechón blanco que luces bajo la barbilla. Hay humanos que creen que los gatos negros traen mala suerte, por eso, hijo, no salgas del canasto.

Pero Zorbas, que por entonces era como una pequeña bola de carbón, abandonó el canasto. Quería probar una de esas cabezas de pescado. Y también quería ver un poco de mundo. No llegó muy lejos. Trotando hacia un puesto de pescado con el rabo muy erguido y vibrante, pasó frente a un gran pájaro que dormitaba con la cabeza ladeada. Era un pájaro muy feo y con un buche enorme bajo el pico. De pronto, el pequeño gato negro sintió que el suelo se alejaba de sus patas, y sin comprender lo que ocurría se encontró dando volteretas en el aire. Recordando una de las primeras enseñanzas de su madre, buscó un lugar donde caer sobre las cuatro patas, pero abajo lo esperaba el pájaro con el pico abierto. Cayó en el buche, que estaba muy oscuro y olía horrible.

– ¡Déjame salir! ¡Déjame salir! -maulló desesperado.

– Vaya. Puedes hablar -graznó el pájaro sin abrir el pico-. ¿Qué bicho eres?

– ¡O me dejas salir o te rasguño! -maulló amenazante.

– Sospecho que eres una rana. ¿Eres una rana? -preguntó el pájaro siempre con el pico cerrado.

– ¡Me ahogo, pájaro idiota! -gritó el pequeño gato.

– Sí. Eres una rana. Una rana negra. Qué curioso.

– ¡Soy un gato y estoy furioso! ¡Déjame salir o lo lamentarás! -maulló el pequeño Zorbas buscando dónde clavar sus garras en el oscuro buche.

– ¿Crees que no sé distinguir un gato de una rana? Los gatos son peludos, veloces y huelen a pantufla. Tú eres una rana. Una vez me comí varias ranas y no estaban mal, pero eran verdes. Oye, ¿no serás una rana venenosa? -graznó preocupado el pájaro.

– ¡Sí! ¡Soy una rana venenosa y además traigo mala suerte!

– ¡Qué dilema! Una vez me tragué un erizo venenoso y no me pasó nada. ¡Qué dilema! ¿Te trago o te escupo? -meditó el pájaro, pero no graznó nada más porque se agitó, batió las alas y finalmente abrió el pico.

El pequeño Zorbas, enteramente mojado de babas, asomó la cabeza y saltó a tierra. Entonces vio al niño, que tenía al pájaro agarrado por el cogote y lo sacudía.

– ¡Debes de estar ciego, pelícano imbécil! Ven, gatito. Casi terminas en la panza de este pajarraco -dijo el niño, y lo tomó en brazos.

Así había comenzado aquella amistad que ya duraba cinco años.

El beso del niño en su cabeza lo alejó de los recuerdos. Lo vio acomodarse la mochila, caminar hasta la puerta y desde allí despedirse, una vez mas.

– Nos vemos dentro de cuatro semanas. Pensaré en ti todos los días, Zorbas. Te lo prometo.

– ¡Adiós, Zorbas! ¡Adiós, gordinflón! -se despidieron los dos hermanos menores del niño.

El gato grande, negro y gordo oyó cómo cerraban la puerta con doble llave y corrió hasta una ventana que daba a la calle para ver a su familia adoptiva antes de que se alejara.

El gato grande, negro y gordo respiró complacido. Durante cuatro semanas sería amo y señor del piso. Un amigo de la familia iría cada día para abrirle una lata de comida y limpiar su caja de gravilla. Cuatro semanas para holgazanear en los sillones, en las camas, o para salir al balcón, trepar al tejado, saltar de ahí a las ramas del viejo castaño y bajar por el tronco hasta el patio interior, donde acostumbraba a reunirse con los otros gatos del barrio. No se aburriría. De ninguna manera.

Así pensaba Zorbas, el gato grande, negro y gordo, porque no sabía lo que se le vendría encima en las próximas horas.

3 Hamburgo a la vista

Kengah desplegó las alas para levantar el vuelo, pero la espesa ola fue más rápida y la cubrió enteramente. Cuando salió a flote, la luz del día había desaparecido y, tras sacudir la cabeza con energía, comprendió que la maldición de los mares le oscurecía la vista.

Kengah, la gaviota de plumas de color plata, hundió varias veces la cabeza, hasta que unos destellos de luz llegaron a sus pupilas cubiertas de petróleo. La mancha viscosa, la peste negra, le pegaba las alas al cuerpo, así que empezó a mover las patas con la esperanza de nadar rápido y salir del centro de la marea negra.

Con todos los músculos acalambrados por el esfuerzo alcanzó por fin el límite de la mancha de petróleo y el fresco contacto con el agua limpia. Cuando, a fuerza de parpadear y hundir la cabeza consiguió limpiarse los ojos, miró al cielo, no vio más que algunas nubes que se interponían entre el mar y la inmensidad de la bóveda celeste. Sus compañeras de la bandada del Faro de la Arena Roja volarían ya lejos, muy lejos.

Era la ley. Ella también había visto a otras gaviotas sorprendidas por las mortíferas mareas negras y, pese a los deseos de bajar a brindarles una ayuda tan inútil como imposible, se había alejado, respetando la ley que prohíbe presenciar la muerte de las compañeras.

Con las alas inmovilizadas, pegadas al cuerpo, las gaviotas eran presas fáciles para los grandes peces, o morían lentamente, asfixiadas por el petróleo que, metiéndose entre las plumas, les tapaba todos los poros.

Esa era la suerte que le esperaba, y deseó desaparecer pronto entre las fauces de un gran pez.

La mancha negra. La peste negra. Mientras esperaba el fatal desenlace, Kengah maldijo a los humanos.

– Pero no a todos. No debo ser injusta -graznó débilmente.

Muchas veces, desde la altura vio cómo grandes barcos petroleros aprovechaban los días de niebla costera para alejarse mar adentro a lavar sus tanques. Arrojaban al mar miles de litros de una sustancia espesa y pestilente que era arrastrada por las olas. Pero también vio que a veces unas pequeñas embarcaciones se acercaban a los barcos petroleros y les impedían el vaciado de los tanques. Por desgracia aquellas naves adornadas con los colores del arco iris no llegaban siempre a tiempo a impedir el envenenamiento de los mares.

Kengah pasó las horas más largas de su vida posada sobre el agua, preguntándose aterrada si acaso le esperaba la más terrible de las muertes; peor que ser devorada por un pez, peor que sufrir la angustia de la asfixia, era morir de hambre.

Desesperada ante la idea de una muerte lenta, se agitó entera y con asombro comprobó que el petróleo no le había pegado las alas al cuerpo. Tenía las plumas impregnadas de aquella sustancia espesa, pero por lo menos podía extenderlas. -Tal vez tenga todavía una posibilidad de salir de aquí y, quién sabe si volando alto, muy alto, el sol derretirá el petróleo -graznó Kengah.

Hasta su memoria acudió una historia escuchada a una vieja gaviota de las islas Frisias que hablaba de un humano llamado Ícaro, quien para cumplir con el sueño de volar se había confeccionado alas con plumas de águila, y había volado, alto, hasta muy cerca del sol, tanto que su calor derritió la cera con que había pegado las plumas y cayó.

Kengah batió enérgicamente las alas, encogió las patas, se elevó un par de palmos y se fue de bruces al agua. Antes de intentarlo nuevamente sumergió el cuerpo y movió las alas bajo el agua. Esta vez se elevó más de un metro antes de caer.

El maldito petróleo le pegaba las plumas de la rabadilla, de tal manera que no conseguía timonear el ascenso. Una vez más se sumergió y con el pico tiró de la capa de inmundicia que le cubría la cola. Soportó el dolor de las plumas arrancadas, hasta que finalmente comprobó que su parte trasera estaba un poco menos sucia.

Al quinto intento Kengah consiguió levantar el vuelo. Batía las alas con desesperación, pues el peso de la capa de petróleo no le permitía planear. Un solo descanso y se iría abajo. Por fortuna era una gaviota joven y sus músculos respondían en buena forma.

Ganó altura. Sin dejar de aletear miró hacia abajo y vio la costa apenas perfilada como una línea blanca. Vio también algunos barcos moviéndose cual diminutos objetos sobre un paño azul. Ganó más altura, pero los esperados efectos del sol no la alcanzaban. Tal vez sus rayos prodigaban un calor muy débil, o la capa de petróleo era demasiado espesa.

Kengah comprendió que las fuerzas no le durarían demasiado y, buscando un lugar donde descender, voló tierra adentro, siguiendo la serpenteante línea verde del Elba.

El movimiento de sus alas se fue tornando cada vez más pesado y lento. Perdía fuerza. Ya no volaba tan alto.

En un desesperado intento por recobrar altura cerró los ojos y batió las alas con sus últimas energías. No supo cuánto tiempo mantuvo los ojos cerrados, pero al abrirlos volaba sobre una alta torre adornada con una veleta de oro.

– ¡San Miguel! -graznó al reconocer la torre de la iglesia hamburguesa. Sus alas se negaron a continuar el vuelo.

4 El fin de un vuelo

El gato grande, negro y gordo tomaba el sol en el balcón, ronroneando y meditando acerca de lo bien que se estaba allí, recibiendo los cálidos rayos panza arriba, con las cuatro patas muy encogidas y el rabo estirado. En el preciso momento en que giraba perezosamente el cuerpo para que el sol le calentara el lomo, escuchó el zumbido provocado por un objeto volador que no supo identificar y que se acercaba a gran velocidad. Alerta, dio un salto, se paró sobre las cuatro patas y apenas alcanzó a echarse a un lado para esquivar a la gaviota que cayó en el balcón. Era un ave muy sucia. Tenía todo el cuerpo impregnado de una sustancia oscura y maloliente.

Zorbas se acercó y la gaviota intentó incorporarse arrastrando las alas.

– No ha sido un aterrizaje muy elegante -maulló.

– Lo siento. No pude evitarlo -reconoció la gaviota.

– Oye, te ves fatal. ¿Qué es eso que tienes en el cuerpo? ¡Y cómo apestas! -maulló Zorbas.

– Me ha alcanzado una marea negra. La peste negra. La maldición de los mares. Voy a morir -graznó quejumbrosa la gaviota.

– ¡Morir? No digas eso. Estás cansada y sucia. Eso es todo. ¿Por qué no vuelas hasta el zoo? No está lejos de aquí y allí hay veterinarios que podrán ayudarte -maulló Zorbas.

– No puedo. Ha sido mi vuelo final -graznó la gaviota con voz casi inaudible, y cerró los ojos.

– ¡No te mueras! Descansa un poco y verás como te repones. ¿Tienes hambre? Te traeré un poco de mi comida, pero no te mueras -pidió Zorbas acercándose a la desfallecida gaviota. Venciendo la repugnancia, el gato le lamió la cabeza. Aquella sustancia que la cubría sabía además horrible. Al pasarle la lengua por el cuello notó que la respiración del ave se tornaba cada vez más débil.

– Escucha, amiga, quiero ayudarte pero no sé cómo. Procura descansar mientras voy a consultar qué se hace con una gaviota enferma -maulló Zorbas antes de trepar al tejado. Se alejaba en dirección al castaño cuando escuchó que la gaviota lo llamaba.

– ¿Quieres que te deje un poco de mi comida? -sugirió algo aliviado.

– Voy a poner un huevo. Con las últimas fuerzas que me quedan voy a poner un huevo. Amigo gato, se ve que eres un animal bueno y de nobles sentimientos. Por eso voy a pedirte que me hagas tres promesas. ¿Me las harás? -graznó sacudiendo torpemente las patas en un fallido intento por ponerse de pie.

Zorbas pensó que la pobre gaviota deliraba y que con un pájaro en tan penoso estado sólo se podía ser generoso.

– Te prometo lo que quieras. Pero ahora descansa -maulló compasivo.

– No tengo tiempo para descansar. Prométeme que no te comerás el huevo -graznó abriendo los ojos.

– Prometo no comerme el huevo -repitió Zorbas.

– Prométeme que lo cuidarás hasta que nazca el pollito -graznó alzando el cuello.

– Prometo que cuidaré el huevo hasta que nazca el pollito.

– Y prométeme que le enseñarás a volar -graznó mirando fijamente a los ojos del gato.

Entonces Zorbas supuso que esa desafortunada gaviota no sólo deliraba, sino que estaba completamente loca.

– Prometo enseñarle a volar. Y ahora descansa, que voy en busca de ayuda -maulló Zorbas trepando de un salto hasta el tejado.

Kengah miró al cielo, agradeció todos los buenos vientos que la habían acompañado y, justo cuando exhalaba el último suspiro, un huevito blanco con pintitas azules rodó junto a su cuerpo impregnado de petróleo.

5 En busca de consejo

Zorbas bajó rápidamente por el tronco del castaño, cruzó el patio interior a toda prisa para evitar ser visto por unos perros vagabundos, salió a la calle, se aseguró de que no venía ningún auto, la cruzó y corrió en dirección del Cuneo, un restaurante italiano del puerto. Dos gatos que husmeaban en un cubo de basura lo vieron pasar.

– ¡Ay, compadre! ¿Ve lo mismo que yo? Pero qué gordito tan lindo -maulló uno.

– Sí, compadre. Y qué negro es. Más que una bolita de grasa parece una bolita de alquitrán. ¿Adónde vas, bolita de alquitrán? -preguntó el otro.

Aunque iba muy preocupado por la gaviota, Zorbas no estaba dispuesto a dejar pasar las provocaciones de esos dos facinerosos. De tal manera que detuvo la carrera, erizó la piel del lomo y saltó sobre el cubo de basura.

Lentamente estiró una pata delantera, sacó una garra larga como una cerilla, y la acercó a la cara de uno de los provocadores.

– ¿Te gusta? Pues tengo nueve más. ¿Quieres probarlas en el espinazo? -maulló con toda calma.

Con la garra frente a los ojos, el gato tragó saliva antes de responder.

– No, jefe. ¡Qué día tan bonito! ¿No le parece? -maulló sin dejar de mirar la garra.

– ¿Y tú? ¿Qué me dices? -increpó Zorbas al otro gato.

– Yo también digo que hace buen día, agradable para pasear, aunque un poquito frío.

Arreglado el asunto, Zorbas retomó el camino hasta llegar frente a la puerta del restaurante. Dentro, los mozos disponían las mesas para los comensales del mediodía. Zorbas maulló tres veces y esperó sentado en el rellano. A los pocos minutos se le acercó Secretario, un gato romano muy flaco y con apenas dos bigotes, uno a cada lado de la nariz.

– Lo sentimos mucho, pero si no ha hecho reserva no podremos atenderlo. Estamos al completo -maulló a manera de saludo. Iba a agregar algo más, pero Zorbas lo detuvo.

– Necesito maullar con Colonello. Es urgente.

– ¡Urgente! ¡Siempre con urgencias de última hora! Veré qué puedo hacer, pero sólo porque se trata de una urgencia -maulló Secretario y regresó al interior del restaurante.

Colonello era un gato de edad indefinible. Algunos decían que tenía tantos años como el restaurante que lo cobijaba; otros sostenían que era más viejo todavía. Pero su edad no importaba, porque Colonello poseía un curioso talento para aconsejar a los que se encontraban en dificultades y, aunque él jamás solucionaba ningún conflicto, sus consejos por lo menos reconfortaban. Por viejo y talentoso, Colonello era toda una autoridad entre los gatos del puerto. Secretario regresó a la carrera.

– Sígueme. Colonello te recibirá, excepcionalmente -maulló.

Zorbas lo siguió. Pasando bajo las mesas y las sillas del comedor llegaron hasta la puerta de la bodega. Bajaron a saltos los peldaños de una estrecha escalera y abajo encontraron a Colonello, con el rabo muy erguido, revisando los corchos de unas botellas de champagne.

¡Porca miseria! Los ratones han roído los corchos del mejor champagne de la casa. ¡Zorbas! ¡Caro amico! -saludó Colonello, que acostumbraba a maullar palabras en italiano.

– Disculpa que te moleste en pleno trabajo, pero tengo un grave problema y necesito de tus consejos -maulló Zorbas.

– Estoy para servirte, caro amico. ¡Secretario! Sírvale al mio amico un poco de esa lasagna al forno que nos dieron por la mañana -ordenó Colonello.

– ¡Pero si se la comió toda! ¡No me dejó ni olerla! -se quejó Secretario.

Zorbas se lo agradeció, pero no tenía hambre, y rápidamente refirió la accidentada llegada de la gaviota, su lamentable estado y las promesas que se viera obligado a hacerle. El viejo gato escuchó en silencio, luego meditó mientras acariciaba sus largos bigotes y finalmente maulló enérgico:

¡Porca miseria! Hay que ayudar a esa pobre gaviota a que pueda emprender el vuelo.

– Sí, ¿pero cómo? -maulló Zorbas.

– Lo mejor será consultar a Sabelotodo -indicó Secretario.

– Es exactamente lo que iba a sugerir. ¿Por qué me sacará éste los maullidos de la boca? -reclamó Colonello.

– Sí. Es una buena idea. Iré a ver a Sabelotodo -maulló Zorbas.

– Iremos todos. Los problemas de un gato del puerto son problemas de todos los gatos del puerto -declaró solemne Colonello.

Los tres gatos salieron de la bodega y, cruzando el laberinto de patios interiores de las casas alineadas frente al puerto, corrieron hacia el templo de Sabelotodo.

6 Un lugar curioso

Sabelotodo vivía en cierto lugar bastante difícil de describir, porque a primera vista podía ser una desordenada tienda de objetos extraños, un museo de extravagancias, un depósito de máquinas inservibles, la biblioteca más caótica del mundo o el laboratorio de algún sabio inventor de artefactos imposibles de nombrar. Pero no era nada de eso o, mejor dicho, era mucho más que todo eso.

El lugar se llamaba:


HARRY – BAZAR DEL PUERTO


Su dueño, Harry, era un viejo lobo de mar que durante cincuenta años de navegación por los siete mares se dedicó a coleccionar toda clase de objetos en los cientos de puertos que había conocido.

Cuando la vejez se instaló en sus huesos, Harry decidió cambiar la vida de navegante por la de marinero en tierra, y abrió el bazar con todos los objetos reunidos. Alquiló una casa de tres plantas en una calle del puerto, pero enseguida se le quedó pequeña para exponer sus insólitas colecciones. Alquiló entonces la casa de al lado, de dos plantas, y tampoco fue suficiente. Finalmente, tras alquilar una tercera casa, consiguió colocar todos sus objetos, dispuestos eso sí según un particularísimo sentido del orden.

En las tres casas, unidas por pasadizos y estrechas escaleras, había cerca de un millón de objetos, entre los que cabe destacar: 7200 sombreros de alas flexibles para que no se los llevara el viento;160 ruedas de timón de barcos mareados a fuerzas de dar vueltas al mundo; 245 fanales de embarcaciones que desafiaron las más espesas nieblas; 12 telégrafos de mandos aporreados por las manos de iracundos capitanes; 256 brújulas que jamás perdieron el norte; 6 elefantes de madera de tamaño natural; 2 jirafas disecadas en actitud de contemplar la sabana;1 oso polar disecado en cuyo vientre yacía la mano derecha, también disecada, de un explorador noruego; 700 ventiladores cuyas aspas al girar recordaban las frescas brisas de los atardeceres en el Trópico; 1200 hamacas de yute que garantizaban los mejores sueños; 1300 marionetas de Sumatra que sólo habían interpretado historias de amor; 123 proyectores de diapositivas que mostraban paisajes en los que siempre se podía ser feliz; 54.000 novelas en cuarenta y siete idiomas; 2 reproducciones de la Torre Eiffel, construida la primera con medio millón de alfileres de sastre, y con trescientos mil mondadientes la segunda; 3 cañones de barcos corsarios ingleses;17 anclas encontradas en el fondo del mar del Norte; 2000 cuadros de puestas de sol; 17 máquinas de escribir que habían pertenecido a famosos escritores; 128 calzoncillos largos de franela para hombres de más de dos metros de estatura; 7 fracs para enanos; 500 pipas de espuma de mar;1 astrolabio obstinado en señalar la Cruz del Sur; 7 caracolas gigantes de las que provenían lejanas resonancias de míticos naufragios; 12 kilómetros de seda roja; 2 escotillas de submarinos; y muchas otras cosas que sería largo nombrar.

Para visitar el bazar había que pagar una entrada y, una vez dentro, se precisaba de un gran sentido de la orientación para no perderse en su laberinto de cuartos sin ventanas, largos pasillos y escaleras angostas.

Harry tenía dos mascotas: Matías, un chimpancé que ejercía de boletero y vigilante de seguridad, jugaba a las damas con el viejo marino -por cierto muy mal-, bebía cerveza y siempre intentaba dar cambio de menos. La otra mascota era Sabelotodo, un gato gris, pequeño y flaco, que dedicaba la mayor parte del tiempo al estudio de los miles de libros que allí había.

Colonello, Secretario y Zorbas entraron en el bazar con los rabos muy levantados. Lamentaron no ver a Harry detrás de la boletería, porque el viejo siempre tenía palabras cariñosas y alguna salchicha para ellos.

– ¡Un momento, sacos de pulgas! Olvidan pagar la entrada -chilló Matías.

– ¿Desde cuándo pagan los gatos? -protestó Secretario.

– El aviso de la puerta pone: "Entrada: dos marcos". En ninguna parte está escrito que los gatos entren gratis. Ocho marcos o se largan -chilló enérgico el chimpancé.

– Señor mono, me temo que las matemáticas no son su fuerte -maulló Secretario.

– Es exactamente lo que iba yo a decir. Una vez más me quita usted los maullidos de la boca -se quejó Colonello.

– ¡Bla, bla, bla! O pagan o se largan -amenazó Matías.

Zorbas saltó al otro lado de la boletería y miró fijamente a los ojos del chimpancé. Sostuvo la mirada hasta que Matías parpadeó y empezó a lagrimear.

– Bueno, en realidad son seis marcos. Un error lo comete cualquiera -chilló tímidamente.

Zorbas, sin dejar de mirarlo a los ojos, sacó una garra de su pata delantera derecha.

– ¿Te gusta, Matías? Pues tengo nueve más. ¿Te las imaginas clavadas en ese culo rojo que siempre llevas al aire? -maulló tranquilamente.

– Por esta vez haré la vista gorda. Pueden pasar -aceptó simulando calma el chimpancé.

Los tres gatos, con los rabos orgullosamente levantados, desaparecieron en el laberinto de pasillos.

7 Un gato que lo sabe todo

– ¡Terrible! ¡Terrible! ¡Ha ocurrido algo terrible! -maulló Sabelotodo al verlos llegar.

Se paseaba nervioso frente a un enorme libro abierto en el suelo, y a ratos se llevaba las patas delanteras a la cabeza. Se veía verdaderamente desconsolado.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Secretario.

– Es exactamente lo que iba a preguntar yo. Al parecer eso de quitarme los maullidos de la boca es una obsesión -observó Colonello.

– Vamos. No será para tanto -sugirió Zorbas.

– ¿Que no es para tanto? ¡Es terrible! ¡Terrible! Esos condenados ratones se han comido una página entera del atlas. El mapa de Madagascar ha desaparecido. ¡Es terrible! -insistió Sabelotodo tirándose de los bigotes.

– Secretario, recuérdeme que debo organizar una batida contra esos devoradores de Masacar… Masgacar…, en fin, ya usted sabe a qué me refiero -maulló Colonello.

– Madagascar -precisó Secretario.

– Siga, siga quitándome los maullidos de la boca. ¡Porca miseria! -exclamó Colonello.

– Te echaremos una mano, Sabelotodo, pero ahora estamos aquí porque tenemos un gran problema y, como tú sabes tanto, tal vez puedas ayudarnos -maulló Zorbas, y enseguida le narró la triste historia de la gaviota.

Sabelotodo escuchó con atención. Asentía con movimientos de cabeza y, cuando los nerviosos movimientos de su rabo expresaban con demasiada elocuencia los sentimientos que en él despertaban los maullidos de Zorbas, trataba de meterlo bajo sus patas traseras.

… y así la dejé, muy mal, hace poco rato… -concluyó Zorbas.

– ¡Terrible historia! ¡Terrible! Veamos, déjenme pensar: gaviota… petróleo… petróleo… gaviota… gaviota enferma… ¡Eso es! ¡Debemos consultar la enciclopedia! -exclamó jubiloso.

– ¡¿La qué?! -maullaron los tres gatos.

– La en-ci-clo-pe-dia. El libro del saber. Debemos buscar en los tomos siete y diecisiete, correspondientes a las letras "G" y "P" -señaló Sabelotodo con decisión.

– Veamos pues esa emplicope… empicope… ¡ejem! -propuso Colonello.

– En-ci-clo-pe-dia -musitó lentamente Secretario.

– Es lo que iba a decir yo. Compruebo una vez más que no puede resistir la tentación de quitarme los maullidos de la boca -refunfuñó Colonello.

Sabelotodo trepó a un enorme mueble en el que se alineaban gruesos libros de imponente apariencia, y luego de buscar en los lomos las letras "G" y "P", hizo caer los volúmenes. Enseguida bajó y, con una garra muy corta y gastada de tanto revisar libros, fue pasando páginas. Los tres gatos guardaban respetuoso silencio mientras lo oían musitar maullidos casi inaudibles.

– Sí, creo que vamos por buen camino. Qué interesante. Gavía. Gaviero. Gavilán. ¡Vaya, qué interesante! Escuchen esto, amigos: al parecer el gavilán es un ave terrible, ¡terrible! Está considerado como una de las rapaces más crueles. ¡Terrible! -exclamó entusiasmado Sabelotodo.

– No nos interesa lo que diga del gavilán. Estamos aquí por una gaviota -lo interrumpió Secretario.

– ¿Tendría la amabilidad de dejar de quitarme los maullidos de la boca? -rezongó Colonello.

– Perdón. Es que la enciclopedia es para mí algo irresistible. Cada vez que miro en sus páginas aprendo algo nuevo -se disculpó Sabelotodo, y siguió pasando palabras hasta dar con la que buscaba.

Pero lo que la enciclopedia decía de las gaviotas no les sirvió de gran ayuda. Como mucho supieron que la gaviota que les preocupaba pertenecía a la especie argentada, llamada así por el color plata de sus plumas.

Y lo que encontraron sobre el petróleo tampoco les llevó a saber cómo ayudar a la gaviota, aunque tuvieron que soportar una larga disertación de Sabelotodo, que se extendió hablando sobre una guerra del petróleo que tuvo lugar en los años setenta.

– ¡Por las púas del erizo! Estamos como al principio -maulló Zorbas.

– ¡Es terrible! ¡Terrible! Por primera vez la enciclopedia me ha defraudado -admitió desconsolado Sabelotodo.

– Y en esa emplicope… ecimole… en fin, ya sabes a lo que voy, ¿no hay consejos prácticos sobre cómo quitar manchas de petróleo? -consultó Colonello.

– ¡Genial! ¡Terriblemente genial! ¡Por ahí debimos haber empezado! Ahora mismo os alcanzo el tomo dieciocho, letra "Q" de quitamanchas -anunció Sabelotodo con euforia al tiempo que trepaba nuevamente al mueble de los libros.

– ¿Se da cuenta? Si usted evitara esa odiosa costumbre de quitarme los maullidos de la boca ya sabríamos qué hacer -indicó Colonello al silencioso Secretario.

En la página dedicada a la palabra quitamanchas encontraron, además de cómo quitar manchas de mermelada, tinta china, sangre y jarabe de frambuesas, la solución para eliminar manchas de petróleo.

– "Se limpia la superficie afectada con un paño humedecido en bencina." ¡Ya lo tenemos! -maulló Sabelotodo.

– No tenemos nada. ¿De dónde diablos vamos a sacar bencina? -rezongó Zorbas con evidente mal humor.

– Pues, si mal no recuerdo, en el sótano del restaurante tenemos un tarro con pinceles sumergidos en bencina. Secretario, ya sabe lo que tiene que hacer -maulló Colonello.

– Perdón, señor, pero no capto su idea -se disculpó Secretario.

– Muy simple: usted humedecerá convenientemente el rabo con bencina y luego iremos a ocuparnos de esa pobre gaviota -indicó Colonello mirando hacia otra parte.

– ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! ¡De ninguna manera! -protestó Secretario.

– Le recuerdo que el menú de esta tarde contempla doble ración de hígado a la crema -musitó Colonello.

– ¡Meter el rabo en bencina!… ¿Dijo usted hígado a la crema? -maulló consternado Secretario.

Sabelotodo decidió acompañarlos, y los cuatro gatos corrieron hasta la salida del bazar de Harry. Al verlos pasar, el chimpancé, que terminaba de beber una cerveza, les dedicó un sonoro eructo.

8 Zorbas empieza a cumplir lo prometido

Los cuatro gatos bajaron del tejado al balcón y de inmediato comprendieron que llegaban tarde. Colonello, Sabelotodo y Zorbas observaron con respeto el cuerpo sin vida de la gaviota, mientras Secretario agitaba al viento su rabo para quitarle el olor a bencina.

– Creo que debemos juntarle las alas. Es lo que se hace en estos casos -indicó Colonello. Venciendo la repugnancia que les provocaba aquel ser impregnado de petróleo, le unieron las alas al cuerpo y, al moverla, descubrieron el huevo blanco con pintitas azules.

– ¡El huevo! ¡Llegó a poner el huevo! -exclamó Zorbas.

– Te has metido en un buen lío, caro amico. ¡En un buen lío! -advirtió Colonello.

– ¿Qué voy a hacer con el huevo? -se preguntó el cada vez más acongojado Zorbas.

– Con un huevo se pueden hacer muchas cosas. Una tortilla, por ejemplo -propuso Secretario.

– ¡Oh sí! Un vistazo a la enciclopedia nos dirá cómo preparar la mejor de las tortillas. El tema aparece en el tomo veintiuno, letra "T" -aseguró Sabelotodo.

– ¡De eso ni maullar! Zorbas prometió a esa pobre gaviota que cuidaría del huevo y del polluelo. Una promesa de honor contraída por un gato del puerto atañe a todos los gatos del puerto, de tal manera que el huevo no se toca -declaró solemne Colonello.

– ¡Pero yo no sé cómo cuidar un huevo! ¡Nunca antes he tenido un huevo a mi cuidado! -maulló desesperado Zorbas.

Entonces todos los gatos miraron a Sabelotodo. Tal vez en su famosa en-ci-clo-pe-dia hubiera algo al respecto.

– Debo consultar el tomo ocho, letra "H". Con seguridad ahí está todo lo que debemos saber del huevo, pero por el momento aconsejo calor, calor corporal, mucho calor corporal -indicó Sabelotodo con tono pedante y didáctico.

– O sea que a echarse junto al huevo, pero sin romperlo -aconsejó Secretario.

– Es exactamente lo que yo iba a sugerir. Zorbas, quédate junto al huevo y nosotros acompañaremos a Sabelotodo para ver qué nos dice su empilope… encimope… en fin, ya sabes a lo que me refiero. Regresaremos por la noche con las novedades y daremos sepultura a esta pobre gaviota -dispuso Colonello antes de saltar al tejado.

Sabelotodo y Secretario lo siguieron. Zorbas se quedó en el balcón, con el huevo y la gaviota muerta. Con mucho cuidado se tendió y atrajo al huevo junto a su barriga. Se sentía ridículo. Pensaba en las mofas que, si llegaban a verlo, le dedicarían los dos gatos facinerosos a los que se había enfrentado por la mañana.

Pero una promesa es una promesa y así, calentado por los rayos del sol, se fue adormeciendo con el huevo blanco con pintitas azules muy pegado a su vientre negro.

9 Una noche triste

A la luz de la luna, Secretario, Sabelotodo, Colonello y Zorbas cavaron un agujero al pie del castaño. Poco antes, procurando no ser vistos por ningún humano, arrojaron a la gaviota muerta desde el balcón hasta el patio interior. Rápidamente la depositaron en el hoyo y la cubrieron de tierra. Entonces Colonello maulló con acento grave:

– Compañeros gatos, esta noche de luna despedimos los restos de una desafortunada gaviota cuyo nombre ni siquiera llegamos a conocer. Lo único que hemos logrado saber de ella, gracias a los conocimientos del compañero Sabelotodo, es que pertenecía a la especie de las gaviotas argentadas, y que tal vez venía de muy lejos, de allí donde el río se une al mar. Muy poco supimos de ella, pero lo que importa es que llegó moribunda hasta la casa de Zorbas, uno de los nuestros, y depositó en él toda su confianza. Zorbas le prometió cuidar del huevo que puso antes de morir, del polluelo que nacerá de él y, lo más difícil, compañeros, prometió enseñarle a volar…

– Volar. Tomo veintitrés, letra "V" -se escuchó musitar a Sabelotodo.

– Es exactamente lo que el señor Colonello iba a decir. No le saques los maullidos de la boca -aconsejó Secretario.

… promesas difíciles de cumplir -prosiguió impasible Colonello-, pero sabemos que un gato de puerto siempre cumple con sus maullidos. Para ayudar a que lo consiga, ordeno que el compañero Zorbas no abandone el huevo hasta que nazca el polluelo y que el compañero Sabelotodo consulte en su emplicope… encimope… en fin, en los libros esos, todo lo que tenga que ver con el arte de volar. Y ahora digamos adiós a esta gaviota víctima de la desgracia provocada por los humanos. Estiremos los cuellos hacia la luna y maullemos la canción del adiós de los gatos del puerto.

Al pie del viejo castaño los cuatro gatos empezaron a maullar una triste letanía, y a sus maullidos se agregaron muy pronto los de otros gatos de las cercanías, y luego los de los gatos de la otra orilla del río, y a los maullidos de los gatos se unieron los aullidos de los perros, el piar lastimero de los canarios enjaulados y de los gorriones en sus nidos, el croar triste de las ranas, y hasta los destemplados chillidos del chimpancé Matías.

Las luces de todas las casas de Hamburgo se encendieron, y aquella noche todos sus habitantes se preguntaron a qué se debía la extraña tristeza que súbitamente se había apoderado de los animales.

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