PRIMERA HISTORIA

EL CARNAVAL

I EL CARNAVAL

Cuando Manuel González, alias Plinio, el jefe de la Policía Municipal, a través de un año de investigaciones sin cuento y de sucesos extraños concluyó con éxito su trabajo, pudo reconstruir de la siguiente manera parte de los hechos ocurridos en la villa de Tomelloso la tarde del Domingo de Piñata de 1925.

Aproximadamente a las seis de la tarde, una persona con un abultado lío de ropa bajo el brazo llegó a un cuartillejo derruido que había en una de las eras que flanquean el paseo del cementerio. Entre sus paredones mutilados había cenizas, piedras ahumadas y cajones de caballería. Por las noches debían de guarecerse allí gitanos u otras gentes trashumantes. En aquel día último y más furioso del carnaval, los paseos del cementerio aparecían completamente desiertos. Bajo un cielo opaco, los árboles cabeceaban al ritmo de un viento persistente y frío. Al final de los paseos, el cementerio. Sobre sus tapias asomaban puntas de cipreses, cruces y la bóveda de algún panteón. Bien muertos estaban los muertos en aquel día de vida desenfrenada. Parecía que a aquel gran solar de los tristes ya no iría nunca nadie.

La persona que sólo conocía Plinio, durante unos minutos estuvo oculta entre los lienzos de tapial mutilado. Al cabo de ellos salió completamente cambiada. Había deformado su cuerpo poniéndose algo alto sobre la cabeza y envolviendo toda su fábrica humana y postiza con una sábana, atada arriba con una cinta roja. La cara cubierta con una media negra, asomaba apenas, como entre cortinas, tras las dos alas de sábana que la máscara sujetaba con las manos, a su vez cubiertas con unos guantes de lana roja bordados en verde. La máscara llevaba un bastón de hierro.

A cierta distancia era difícil adivinar si aquella máscara era hombre o mujer. Tal era la deformación de su cuerpo, añadido por arriba y abultado por todos lados; y tal lo completo de su disfraz.

Ya fuera del cuartillejo y en plena era, aquella fantasmal -por lo ensabanada- máscara echó a andar con la mayor decisión calle del Campo abajo. Marchó silenciosa, con paso decidido, sin dar broma a nadie. Parecía que mejor que a máscaras iba a algo más concreto.

La verdad es que por la calle del Campo no había demasiado carnaval. Algunas máscaras que salían de su casa camino del centro; chiquillos cansados de arrastrar sus capisayos que hablaban ya en civil y sin quirio de máscara; y algún desdichado que montado en su mula aderezada con mantas viejas y con una palangana en la cabeza a manera de yelmo, espuerta al brazo en lugar de rodela y caña de mirasol en ristre, iba calle adelante al paso contenido de su andadura, canturreando un fandanguillo flamenco en espera de sitio adecuado para su acción.

Por las esquinas, muy ligera, al encabritado compás de su pasodoble bandurriero, pasó una estudiantina con trajes negros y coronas de flores. El pandetóforo se buscaba los calambres del codo con su parche, y algunos tunos, sin instrumento, quedaban retrasados ofreciendo las coplas impresas de su música.

Cuanto más se aproximaba la máscara a la plaza, mayor era el bullicio y la concentración. Resultaba trabajoso andar. Había que sortear con dificultad los grupos de máscaras y gentes sin disfraces que se formaban en todos sitios con cualquier pretexto. Ya en la plaza era imposible dar un paso. La gente se arremolinaba sin orden ni dirección. Entre el vocerío y los gritos de las máscaras, a veces, sin saber de dónde procedía, llegaba el redoble de un tambor, el tocar de un cencerro, o los ahogados acordes de una orquesta de cuerda. Desde el balcón del Ayuntamiento, por ejemplo, la plaza presentaba el aspecto de una enorme tortilla formada de cabezas tocadas con colorines, que se movían sin cesar en todas direcciones.

En un rincón de la plaza, junto a la «Posada de los Portales», estaba parado un carro grande. En torno a él había mucha gente. En la parte trasera había un tabladillo separado del interior por unas cortinas. A este tabladillo, como si fuera escenario, salían unos mozos vestidos de manera caprichosa, con la cara pintada de tizne o pimentón, que recitaban por turno unas escenas en versos ripiosos. Estas piezas bárbaras habían sido compuestas por ellos mismos -gañanes- en sus noches de quintería para hacerlas en carnaval.

La máscara, a aquellas horas, lo mismo que Plinio, debió de ver en el tabladillo a un mocetón con grandes barbas hechas de rabo de mula que recitaba un monólogo, que ripio a ripio, era así poco más o menos:


Y mientras tos amos comen

en mesas enmanteladas,

los pobrecitos gañanes

nos hacemos unas gachas.


Ellos, en el casino y de caza

y los míseros gañanes

con las mulas en el haza.


Aunque haga mal horage

o el sol pele las espaldas

los pobrecítos gañanes

les damos «pá» ir a la plaza…


La gente se reía a gusto, no sólo por la letra, sino por los desmedidos ademanes de los actores y sus voces a todo grito.

Luego salió un segundo personaje a las tablas, vestido de mujer copiosa a fuerza de almohadas en esta y aquella parte, que dijo al de las barbas de mula:


Apártate maniqueo

que debías comer paja.

Tanto criticar al amo

pareces una criada.


El de las barbas:


Yo es que digo las «verdás»

y harto estoy de tanta raja;

tú eres una pelotilla

que al amo chupas las bragas


Mujer:


Yo soy la casera «honra»

que me sobra con la paga.

Tengo gallinas, dos guarros;

«tó» lo demás, peroratas.


El de las barbas:


Y lo que robas al amo

¿te lo callas?


A este tenor siguió la representación durante largo rato. Cuando el público se aburría, los del carro echaban un trago, se metían entre las cortinas, y buscaban otro lugar, siempre en las calles más céntricas.

La máscara, según Plinio, debió de cruzar la plaza con gran esfuerzo hasta desembocar en la calle de la Luz. En la esquina se detuvo sin apartar los ojos de la puerta de la casa de doña Carmen. Casa antigua, de piedra, con pesados balcones de hierro forjado y puerta de nogal con llamadores altísimos. Allí, según los cálculos del Jefe, debió permanecer más de una hora en espera de lo que ella sabía. En el entretanto debió de ver muchas cosas. Unas las contó la propia máscara un año después; otras no tuvo por menos que verlas, ya que por aquel lugar y a aquella hora las vio el mismo Manuel González, alias Plinio.

Por ejemplo, muy cerca de donde estaba parada y acechante la máscara había una tiendecita improvisada donde se alquilaban trajes de pierrot, de payaso, dóminos; se vendían caretas, serpentinas, conffeti. Como muestra había sobre la puerta colgado un pantalón rojo, cuyas perneras vacías tijereteaban, movidas por el viento.

Dentro, y medio oculto por unas cortinas -esto lo contó la máscara-, un hombre se vestía precipitadamente un pierrot negro con botones rojos. Era el médico, don Antonio. Cuando salió a la calle dispuesto a correrse la gran broma, nuestra máscara, casi sin saber lo que hacía y tal vez por aburrimiento, se acercó a darle la broma, su primera broma de la tarde.

– ¡Que no me conoces, Antonio, que no me conoces!

El pierrot negro recibió la broma con cierta perplejidad.

¿Dónde se había visto que una máscara diese broma a otra? ¿ Cómo era posible que le hubieran conocido? ¿Es que iba tan mal disfrazado? Don Antonio miraba a la máscara sin saber qué hacer ni qué decir.

La máscara o mascarón persistía:

– ¡Que no me conoces, Antonio, que no me conoces, parece mentira!

Tanto debía de desconfiar el médico de su disfraz recién puesto que comenzó a mirarse de arriba abajo, como buscándose la ventanilla por donde se le identificaba.

Por fin dio media vuelta y sin decir palabra desapareció entre la gente.

Nuestra máscara, marchado el médico, como decepcionada, volvió sobre sus pasos hacia la esquina de la calle de la Luz. Allí se detuvo nuevamente y como quien aguarda a la novia, sin perder nunca de vista la puerta de la casa de doña Carmen, se distrajo en ver pasar las máscaras y la gran algazara de gente que por todas las calles subía hasta la plaza próxima.

De pronto desembocó desde la plaza hacia la misma calle de la Luz donde la máscara estaba un grupo de chiquillos que rodeaban a un gran mascarón. Éste andaba muy parsimonioso y dándose gran importancia. Por fin, se detuvo en la esquina frontera a la que ocupaba la máscara, que Plinio conoció un año después.

Era un mozo muy fornido. Llevaba la cara manchada de pimentón. Se vestía con una chambra de mujer, pañuelo a la cabeza, también de mujer, cortísima falda que apenas le cubría los muslos; medias negras que forraban sus enormes piernas y alpargatas blancas. Tenía un aspecto grotesco y terrible a la vez. A pesar de ser hombre, las prendas de mujer sugerían una oscura impudicia.

El mascarón de las medias negras miró a un lado y a otro como para comprobar la importancia de su auditorio. Como le debió de parecer suficiente, luego de carraspear, comenzó a dar grandes voces, al tiempo que mostraba un pequeño trompo o peón de color verde con una mano, y una guita trompera en la otra. Decía:

– «Acuda, acuda el respetable gentío, mozas en particular, y verán cómo baila mi trompo trompero. Su rejo hace virutas en el corazón… Acudan, que nadie, que ninguna moza en particular quede repisa de no haber visto bailar a mi trompo trompero que en cada vuelta hace un novio y en cada cabeceo una boda… Acudan las mozas en particular a ver mi trompo trompero, verde como el perejil, picante como la guindilla, criador de novios, trompo del amor es el que yo bailo.»

Y así seguía su perorata llena de requiebros para su trompo verde… Y hablaba abriendo mucho su boca de grandes dientes amarillos que resaltaban en su cara pintada de almagre.

La gente se detenía ante aquel hombrón. Y muchos que ya lo habían visto representar, se frotaban las manos esperando el desenlace.

– Ya verás, ya verás, el remate es la monda…

– «… Que pronto va a bailar y pronto van a sentir las que lo vean el rejillo de mi trompo escarabajearles en el tintero… y llegar los novios en racimos… y tendrán buena cuaresma, cuaresma de manos calientes.»

En un balcón que daba sobre la esquina donde el mascarón estaba se asomaron dos señoritas. Cuando el mascarón las vio se dirigió a ellas:

– «Qué lástima que estéis tan altas, hermosísimas pichonas, no vais a poder ver desde ahí cosa buena, ni sentir el rejillo de mi trompo…»

Cuando los espectadores comenzaban a dar pruebas de impaciencia por tan largo prólogo, el mascarón, que había ido liando la cuerda en el trompo lentamente mientras decía sus últimas palabras, soltó el peón a golpe de tralla sobre el suelo de la acera. Y mientras la peonza bailaba sola arrimada a la pared y todos la miraban ahincadamente aguardando el tan voceado milagro, él añadía:

– «Todavía no, señores; todavía no… Será ¡ahora!, cuando yo lo tome con mi mano.»

Y con mucha ceremonia, doblando su tronco hacia delante cuanto podía, de manera que sus cortas faldas se subieron al cielo, se agachó a tomar el trompo, dejando a la vista de los espectadores aquella postrera y enorme parte de su trasero completamente desnuda…

Las mozas comenzaron a gritar y a correr espantadas. Los hombres y chiquillos a reír. Las señoritas del balcón que no lo habían visto bien miraban hacia unos y otros por ver si sacaban la causa de aquella algazara.

Hecha y deshecha su flexión, el mascarón, muy serio, tomó su trompo y se disponía a marchar entre la chiquillería que lo rodeaba, cuando súbito se presentó Plinio que había estado escuchando y tomando del brazo al mascarón, sin decirle palabra, se lo llevó hacia el Ayuntamiento, en cuyos sótanos estaba la cárcel del pueblo.

La máscara que acechaba en la esquina de la calle de la Luz parecía impaciente. Sus ojos seguían fijos en la puerta de la casa de doña Carmen.

Comenzaba a anochecer y a la luz de las lámparas eléctricas se veía mejor la espesa nube de polvo que pesaba sobre las calles.

De pronto la máscara de la esquina hizo un imperceptible movimiento de defensa, como si quisiera ocultarse.

La puerta de la casa de doña Carmen se había abierto levemente, y una mujer de unos sesenta años, menudita, vestida de negro, con mantón y pañuelo de seda en la cabeza, echó calle de la Luz arriba. Llevaba un cacharro para la leche en la mano y caminaba con prisa, como huyendo del carnaval. La máscara ensabanada, pegada a la pared de la acera de enfrente, iba tras la mujer, Antonia, la vieja sirvienta de doña Carmen. Caminaba con cierta precaución, sin perder de vista el pañuelo de seda negro.

Antonia dobló por el callejón de la Vaquería, completamente desierto hasta en un día de carnaval. Era un callejón que unía dos calles principales. Estaba sin urbanizar, sin luces. Sólo daban a él traseras y portadas de edificios con fachadas a otras calles. No había más entrada principal a este callejón oscuro que la vaquería de Quintero.

Al llegar al callejón la máscara fue más cautelosa. Se escondió en el quicio de una portada y aguardó a que Antonia, una vez comprada la leche, volviese por sus pasos. No tardó. Cuando la sintió muy próxima la máscara salió de su escondite de pronto y con una voz ronca comenzó a decirle:

– Antonia, que no me conoces, que no me conoces…

Antonia, medio asustada por la sorpresa, quedó mirando a la máscara, como si la conociese, o dudase. Al menos como si conociese su voz.

La máscara persistía en su broma, acorralándola un poco contra la pared.

Antonia decidió apartarle bruscamente. La máscara se opuso. Antonia levantó la cacharra de la leche, amenazante. La máscara, entonces, con los brazos en cruz para impedirle el paso con el pecho, le dio un fuerte empujón contra la pared. A Antonia se le cayó sobre el mantón gran parte de la leche. Y según su costumbre, comenzó a decirle los mayores insultos sin dejar de mirar con fijeza la careta improvisada con una media negra; como si la conociera, como si estuviera a punto de conocerla… Fue entonces cuando la máscara, levantando el bastón de hierro con todas sus fuerzas, descargó un recio golpe sobre la cabeza de Antonia.

Cayó al suelo redonda, sin el menor grito, sobre la lechera de porcelana blanca que no había soltado de la mano. La máscara, enfurecida, repitió varias veces los golpes sobre la cabeza. La sangre y los sesos saltaron por la pared y vertían bajo el pañuelo negro que cubría la cabeza de Antonia.

La máscara dijo algo como: «Así callarás.»

Y a grandes zancadas emprendió la fuga callejón de la Vaquería arriba. Pronto se encontró en la plaza. Abriéndose paso entre la gente que se aglomeraba en la calle de la Feria llegó hasta el teatrillo. Sacó una entrada de peseta y derechamente se fue hacia el retrete. Pero se equivocó de puerta y se encontró sin pensarlo en el escenario, que estaba completamente solitario ya que la cortina estaba echada. A la luz que se filtraba por ella vio una gran alfombra arrollada sobre las tarimas del escenario. Todo lo de prisa que pudo se despojó de la sábana, y ésta y el bastón de hierro los metió furiosamente entre los huecos de la alfombra flojamente enrollada. La máscara quedó vestida con un uniforme de caballería: guerrera celeste y pantalón rojo, y en la cabeza, enrollado, una especie de turbante hecho con una toalla de felpa. Con tal facha volvió sobre sus pasos y se metió entre la gente que llenaba totalmente el patio de butacas del teatrillo. Dentro de un círculo formado de butacas, un mócete con el cigarro en la boca y vestido de pierrot tocaba un organillo que casi nadie escuchaba, aunque su música era la única que daba pretexto para bailar. Infinidad de serpentinas cruzaban el salón. Unas luces altas y mortecinas daban al baile improvisado un aire raro y sucio. Las parejas se apelotonaban sudorosas sin poder dar un paso al compás de la música.

Pocos minutos después de haber dado una vuelta, a duras penas, por el baile, la incógnita máscara salió del teatro y cortando lo más que pudo llegó al callejón del Zurdo, totalmente oscuro. Frente a determinada portada, sacó una gran llave del bolsillo, abrió el postigo y entró cerrando tras de sí.

Plinio y don Lotario, su inseparable amigo, y veterinario de la villa, estaban sentados en el salón alto del «Casino de San Fernando» viendo jugar una partida de golfo. En el «San Fernando» no había baile hasta después de la cena y los socios pacíficos y escépticos, durante la tarde, podían dedicarse cómodamente a sus partidas y conversaciones.

A las ocho en punto apareció el cabo Maleza en la puerta del salón del Casino. Desde allí buscó a su jefe con los ojos y le hizo una seña para que se acercase.

Plinio se levantó con su habitual aire de desgana y casi arrastrando el sable mal ceñido.

Durante unos segundos hablaron misteriosamente Plinio y su cabo. Realmente, quien hablaba era éste. Plinio escuchaba mirando al suelo y con la punta del cigarro entre los labios. Cuando Maleza calló, hubo unos segundos de silencio. Por fin Plinio hizo un gesto ambiguo, indudable reflejo de sus pensamientos sobre lo que acababa de oír. Luego se volvió discretamente hacia donde estaba sentado don Lotario, que no quitaba los ojos de encima a los dos policías y le hizo una breve seña con la cabeza para que se acercara.

El veterinario, que no esperaba otra cosa, llegó rápido, deseoso de saber lo que ocurría.

– ¿Qué pasa, Manuel?

– Vamos. Un crimen.

Don Lotario, sin añadir palabra, se acercó a la percha y tomó la pelliza de Plinio -azul con puños y cuello de astracán- y su capa color ala de mosca. Tan pequeñito y frágil como era el veterinario y lugarteniente amistoso del gran Plinio, apenas se le veía con tanta ropa entre los brazos.

Plinio, mientras se ponía la pelliza despaciosamente, preguntó a Maleza:

– ¿Dices que has avisado al médico?

– Sí, por teléfono desde el Ayuntamiento.

– ¿Y al juez?

– Al juez y al secretario fue el alguacil del Juzgado que estaba con nosotros…, que para eso cobra.

Cuando Plinio acabó de abrocharse los galones de la pelliza, don Lotario ya estaba terciado y en disposición de andar.

Bajaron la escalera de mármol al paso lento de Plinio, que siempre que iba a enfrentarse con un caso nuevo parecía remiso, meditabundo, como pretendiendo adivinar lo que había pasado.

– Seguro que ha sido algún mascarón borracho. Hoy ha corrido mucho vino por el pueblo -aseguró Maleza. -Plinio se limitó a mirarlo con gesto burlón.

Maleza se mosqueó:

– ¿Quién si no va a matar a una vieja… para nada?

– No se mata a nadie gratuitamente, ¿verdad, Manuel? -dijo el veterinario.

Plinio se encogió de hombros.

– No me gustan los crímenes de carnaval.

– ¿ Quién es la muerta? -preguntó el veterinario con timidez.

– La Antonia, la criada de doña Carmen -le respondió Maleza.

Don Lotario encogió las narices y guiñó los ojos, queriendo manifestar extrañeza.

En la plaza se veía menos gente. Las máscaras, con la careta alzada, marchaban ya hacia sus casas.

Todavía, sin embargo, Quiroga, el que todos los años se vestía de don Juan Tenorio, paseaba solitario por la glorieta con mucho meneo de estoque y pasos bizarros. Algo carcamuseaba a media voz él sólito, ausente de todo y de todos.

Un niño vestido de mujer con ropas andrajosas y holgadísimas, lloraba amargamente sentado en el borde de la acera. Otro, con el disfraz ya bajo el brazo, parecía consolarlo.

Don Lotario se acercó a ellos por ver qué les pasaba.

– ¿Qué le pasa a este niño? -preguntó al otro.

– Que se ha hecho caca.

Y don Lotario volvió con los dedos en las narices, haciendo un poco el payaso… Los crímenes le ponían muy contento.

Los adoquines de la plaza aparecían cubiertos de conffeti, de serpentinas, de papeles de colores. Y rodeando la columna de una farola, cuatro máscaras beodas jugaban al corro torpemente, al tiempo que cantaban:


En tu país

no hay luz

desde que tú

viniste aquí…


Cuando Plinio y los suyos llegaron al callejón de la Vaquería vieron que había parada mucha gente. La noche era tan oscura que apenas se distinguía otra cosa que sombras que se movían y hablaban.

Hacia la puerta de la vaquería se columbraban unas luces rojizas.

– Ahí va Plinio con el veterinario -dijo alguien.

Y las gentes se volvían para mirarlo y les hacían paso con respeto.

Plinio, entre el pasillo que les dejaban los curiosos, avanzaba el primero, con ambas manos en los bolsillos de la pelliza y el cigarro en la boca.

Llegaron hasta la puerta. Ya estaba allí el médico forense, el juez y el secretario. Dos vecinos iluminaban la escena con faroles de aceite.

El médico, que se había subido la careta y conservaba el disfraz de dominó bajo el gabán, había quitado el pañuelo negro de la cabeza de Antonia y pasaba el dedo sobre sus heridas. Al incorporarla había quedado casi sentada y, a la bailona luz de los faroles, se le veía la cara totalmente tinta en sangre. Conservaba los ojos abiertos y un mechón cano sobre la frente. Fuertemente agarrada con una mano tenía la cacharra de la leche. Un charquito de leche había sobre el halda negra de la muerta.

El médico dijo a Plinio sin dejar el cadáver:

– Le han deshecho la bóveda del cráneo a estacazos.

– ¿Quién la ha visto primero? -preguntó Plinio, dirigiéndose al auditorio.

– Un servidor -respondió el hombretón de las medias negras y la falda corta, que echaba el trompo a primera hora de la tarde junto a la calle de la Luz.

– ¿Ya te han soltado, so fresco?

– Sí, señor, a las ocho.

– A ver si otro año te pones las faldas más largas.

– Sí, señor.

Como tenía el mozo la cara pintada de pimentón, a la luz de los faroles parecía también sanguinolento.

– ¿Cuándo la viste?

– Cuando salí de… ahí, me vine por aquí cortando hacia mi casa y tropecé con la muerta. ¡Ainas me mato!

– ¡Pues vaya domingo de carnaval que llevas!

– Y que lo diga usted.

– ¿Cuánto tiempo hará que la mataron? -preguntó Plinio al médico.

– Como una hora.

Llegaron unos hombres con la camilla negra y echaron el cuerpo.

– ¿Le quitamos la lechera? -dijo uno de los dos de la camilla.

– Qué más da. Déjasela también -dijo Plinio.

Y el camillero le recogió el brazo sobre el cuerpo de modo que la lechera le quedase sobre las piernas.

Plinio y los del Juzgado esperaron a que se alejasen los de la camilla y se despejase un poco el callejón.

Cuando también marcharon los del Juzgado, Plinio entró en la vaquería con don Lotario y Maleza.

Quintero, el vaquero, detrás del mostrador blanco, miró con temor a los de la justicia que entraban.

– Quintero, ¿qué me dices de esto? -le preguntó Plinio a manera de saludo.

– Nadica sé -dijo encogiéndose de hombros.

– ¿No oíste nada?

– No, señor… Compró su leche como todas las tardes y marchó. Luego yo no he salido de aquí. La primera noticia me la dio el mascarón que ahora habló con usted.

– ¿A qué hora vino la Antonia?

– Siempre viene sobre las siete y media.

– ¿Es posible que no la haya visto nadie?

– Después de esa hora viene poca gente.

– Bastaba con que pasara uno. ¡Si estaba atravesada en la acera!

– Pues si alguien la vio, nada dijo, señor Manuel.

– ¿Y no oíste nada, nada?

– Nada, no, señor. A lo mejor otro día, pero ahora, con tanto quino de máscaras por esa calle de la Feria…

Plinio, acompañado de Maleza y de don Lotario, salió de la vaquería camino de la plaza.

– Esto del carnaval debían suprimirlo, Manuel…, por lo menos en los pueblos. Se hacen muchas barbaridades… No digo yo que en las grandes capitales, a base de baile y batallas de flores, pero en los pueblos…

– Sí, lo de siempre, todas las diversiones para los ricos; los pobres, que son tan brutos, que los parta un rayo -respondió Maleza con su habitual acritud.

– Si tú le llamas diversión matar a una pobre vieja indefensa… -añadió el veterinario.

– Eso es un accidente…

Cuando llegaron a la esquina de la calle de la Luz, Plinio, que no había hecho ningún comentario, dijo:

– Voy a acercarme a la casa de doña Carmen a ver si me dicen algo.

Y echó calle adelante, mientras Maleza y don Lotario quedaban parados en la esquina con la conversación interrumpida.

A Plinio siempre le producía una especial emoción entrar en la casa de doña Carmen, que era la primera casa del pueblo. Desde niño había aprendido a considerar a aquella familia como lo más grande que había en el mundo.

Llamó en el alto llamador de las puertas de nogal. Casi en seguida se oyó correr el resbalón. La puerta se entreabrió. Y apareció la cara blanca y ovalada de Joaquinita.

– Buenas noches. ¿Está don Onofre?

– Sí, señor…

– Dile que estoy aquí.

– Pase usted.

Plinio pasó al amplio portal de azulejos. Luego al patio, también de azulejos, con una fuente de Talavera en el centro. A Plinio, de niño, le parecía aquella fuente el colmo del refinamiento.

Junto a él iba Joaquinita, con su uniforme negro y cuello de encaje blanco, tan modosa y bella. Joaquinita era, desde hacía pocos años, criada de doña Carmen. Diríamos que su doncella. Era hija de los caseros de una finca de don Onofre. Por su belleza y talento natural la escogió doña Carmen para su servicio personal.

Cuando subían la escalera, Plinio preguntó a Joaquinita:

– ¿Sabe ya don Onofre la desgracia?

– Sí, señor.

– ¿ Quién se lo ha dicho?

– El señor cura, don Felipe y don Paulino, que lo oyeron en la plaza y vinieron en seguida a decírselo.

Toda la casa olía a maderas finas, a barniz…, «a señoritos», pensaba Plinio.

Cuando llegaron a la puerta del gabinete y Joaquinita se disponía a anunciar a Plinio, éste le dijo:

– Será mejor que le digas que quiero hablar con él a solas. Aquí espero.

– Está bien.

Y Joaquina, con su aire silencioso, respetuoso y ágil, entró cerrando la puerta tras de sí.

Plinio quedó en la galería, mirando hacia un grueso farol de hierro forjado y vidrios coloreados que alumbraba el patio.

En seguida salió Joaquinita, sola.

– Pase usted por aquí -dijo.

Y le llevó hacia una habitación próxima. Era una especie de sala con muebles negros y tapicerías de seda amarilla. Había varias fotografías de familia. Una salamandra con las micas al rojo tenía la habitación muy caldeada.

Joaquinita rogó a Plinio que se sentara, y volvió a marchar sutilmente.

Plinio permaneció unos minutos solo. Se sentía como dejado caer sobre aquella seda amarilla que cubría el sofá. Se vio en un gran espejo que había enfrente, y con la pelliza azul, el sable, y el cigarro sucio en la boca, se sentía insignificante e inadecuado:

Se abrió la puerta de la sala que daba al interior del piso y entró don Onofre con aire compungido. Avanzó hacia Plinio, que se puso de pie, con sus ademanes laxos y feminoides. Aquel hombre tan corpulento, realmente le pareció siempre a Plinio una mujer que se había puesto encima una serie de cosas para aparecer como hombre.

– ¡Qué horror, Manuel, qué horror! -le dijo como saludo, mientras le daba la mano-. Siéntate, Manuel, por favor… Comprenderás que estoy aturdido… Esto es tan monstruoso como incomprensible… ¿Qué mal ha hecho esta mujer a nadie?

Mientras hablaba se pasaba por la cara su mano blanquísima, adornada de sortijas, procurando con mucho cuidado que no llegase al pelo perfectamente peinado a raya.

Se sentó a su vez y miraba a Plinio con su blanca cara entre dolorida y coqueta. Luego de una pausa, dijo:

– Tú dirás, Manuel, en qué puedo ayudarte.

– Venía a ver si podía usted dar algún indicio que explicase la muerte de la pobre Antonia.

– Ya te he dicho, Manuel, no sé. Esta mujer, como sabes, fue el ama de cría de Carmen. Cuando nos casamos, se la trajo. No tiene familia. Se pasaba el día trabajando. Salía de casa lo imprescindible. No tenía trato con nadie… No me explico… Yo lo que me inclino a creer, Manuel, es que se trata de lo que podríamos llamar un accidente de carnaval…, algún borracho…, qué sé yo…

– ¿Tenía algún dinero ahorrado?

– Sí, pero no lo llevaba encima, naturalmente. Carmen le mandó abrir una cartilla.

– ¿ Tiene algún heredero forzoso?

– No. Sus parientes más próximos son hijos de una prima, todavía niños, según creo.

– Y con los demás servidores de la casa: gañanes, caseros, guardas, ¿tuvo alguna rencilla importante?

Don Onofre movió la cabeza, mientras se miraba las uñas, y añadió:

– No… Apenas tenía trato con ellos y eso cuando íbamos a alguna finca a pasar una temporada. Antonia era áspera e intransigente, pero jamás se metía en lo que no le importaba.

– Francamente, no sé qué pensar de este asunto. Lo más fácil es creer lo del accidente de carnaval, como usted dice, pero la verdad es que le han pegado con mucha saña, don Onofre.

– Hay tanto bestia suelto por ahí… -dijo, haciendo un mohín de repugnancia.

– Si a usted no le importa, me gustaría hacerle unas preguntas a doña Carmen, por ver si ella, que la conocía mejor, puede darme alguna luz.

– No tengo inconveniente, Manuel, pero hasta mañana por lo menos no podrá ser. Todavía no le hemos dicho nada…, ni sabemos cómo decírselo. Habrá que prepararla poco a poco. Era para ella como una madre. Además, ya sabes que mi mujer está un poco delicada.

– Comprendo -dijo Plinio, levantándose-. Mañana vendré por la tarde, después del entierro.

– Mejor pasado mañana, Manuel. Mañana va a ser un día de muchas emociones para ella.

– Como usted quiera, pero estas cosas no conviene demorarlas.

– Comprendo.

– Hasta pasado mañana, entonces, don Onofre.

– Adiós, Manuel.

Y le extendió su blanquísima mano.

Plinio, en el último tramo de la escalera, encontró a Inocente, el padre de Joaquinita, que hablaba con otros gañanes. Al ver al jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, callaron y quedaron mirándole. Plinio se detuvo ante ellos, sin saber qué decir. Por fin, preguntó:

– ¿Por dónde se sale al corral?

Inocente, sin añadir palabra, con mucha diligencia, abrió una puertecita que había bajo la escalera.

Plinio se asomó al egido enorme.

– Enciende la luz -le dijo.

Cuando el corral quedó iluminado, Plinio fue hacia la portada que estaba en el otro extremo, mirando hacia uno y otro lado con mucho detenimiento.

– ¿Quiere usted ver algo en particular? -dijo el hombrecillo con cara astuta.

Plinio, sin responder, se fue hacia una cocinilla donde solían lavar y echó una ojeada. Luego, a la cuadra. Después recorrió unos porches donde había carros, tílburis y un viejo lando.

– ¿No hay cochera?

– Sí, señor. Aquí.

Inocente echó delante y, al llegar a una gran portada, la desatrancó, encendió la luz y aguardó en un rincón a que Plinio pasase su revista. Había dos automóviles. Un «Ford» un poco más moderno que el de don Lotario, y un «Gran Paije», como decían en el pueblo.

Examinó ambos ayudándose con la luz del mechero. Se inclinó muy interesado sobre el suelo del «Gran Paije». Con la yema del dedo tocó dos o tres rodajitas de papel color rosa: conffeti. Luego, en el estribo, un papel estrecho, rojo. Lo tomó con disimulo y se lo guardó en el bolsillo sin decir nada.

Cuando estuvieron fuera de la cochera, Plinio quedó como pensativo.

– ¿Quiere usted ver algo más, Manuel? -preguntó Inocente.

– No, ábreme el postigo. Salgo por aquí mismo.

Cuando Plinio se encontró en la calle, bajo la luz de una esquina, miró el papelito color rojo que encontró sobre el estribo del auto grande. Decía: «Teatro de Echegaray. Grandes bailes de Carnaval. 1925. Tarde.» Y en un sello, con tinta morada, la fecha de aquel día. El jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso guardó cuidadosamente el papel en la cartera, y marchó hacia su casa con la idea de llevar a su mujer y a su hija al baile del «Círculo Liberal».


El baile del «Círculo Liberal» era el más selecto de Tomelloso. Allí acudía la verdadera crema del pueblo. Aunque Plinio era de condición muy humilde, por aquello de su prestigio y fidelidad a las instituciones, en determinadas ocasiones se codeaba con los señoritos, aunque siempre guardando las distancias y sin apearse el uniforme, que aquella noche, por cierto, era el nuevo, bien planchado, deslumbrantes los vivos en rojo y plata. El alcalde gustaba también de la compañía de Manuel González en ocasiones tales como bailes, bautizos, bodas y actos públicos, donde «podía haber jaleo».

Aquella noche, como despedida del carnaval, el baile estaba concurridísimo. Juanito Cuevas que, iba para doce años, estudiaba farmacia en Madrid, había traído la novedad del charlestón, e hizo varias exhibiciones en la pista, con su prima Florita, que fueron muy celebradas. Jorgito Casado cantó dos tangos subido en la tarima de la orquesta; y la señora del notario, según referencias, se hizo «pis» por la risa que le produjo un chiste que le contó Ramón Marín, recién llegado de Cuba.

Cuando el baile se puso demasiado divertido, Plinio y don Lotario se metieron en la sala de billares para tomarse unas copas con cierto reposo. Llevaban unos minutos silenciosos, cuando Plinio le preguntó de pronto a don Lotario:

– Si usted matase a alguien, ¿se le ocurriría después ir al baile?

Don Lotario le miró sin comprender.

– Explícate -dijo al fin.

– He encontrado una entrada cortada para el baile de esta tarde en el «Teatro de Echegaray», que muy bien pudiera haber sido utilizada por alguno que tiene relación con el crimen de hoy…, mejor dicho, de ayer -rectificó consultando el reloj.

Don Lotario hizo un gesto escéptico. Luego, dijo:

– Pudo irse al baile para hacer hora.

Plinio asintió sin gran convicción.

– O pudo irse después… para aturdirse…, para reflexionar…, qué sé yo. Tengo la impresión -añadió Plinio- que el asesino tenía muy bien pensado dónde ir después de cometer su fechoría… El baile empezaba poco más o menos a la hora que se debió de cometer el asesinato.

– ¿Dónde encontraste esa entrada, si puede saberse?

– En un coche de la casa de don Onofre. Pienso que allí debió de desnudarse nuestro hombre… o mujer, después del crimen.

– La verdad, Manuel, es que no sé a qué demonios puede ir un asesino a un baile de máscaras una vez concluida su faena.

En éstas estaban cuando un grupo de mascarones, cubiertos todos ellos con colchas de seda, se aproximaron a los dos amigos.

– ¡Ay, Manuel…, Manuel, que no me conoces…! ¡Parece mentira! ¡Lotario…, qué torpe eres!

– ¿Os pagáis una copa?

– Manuel…, Manuel, como no descubras al asesino de la Antonia antes de transcurrir una semana, te expulso del Cuerpo.

– ¡Ay, Manuel, Manuel, Manuel!

– ¡Ay, Lotario, Lotario, Lotario!

Los mascarones pidieron unas copas en el vecino ambigú, que bebieron subiéndose las caretas discretamente. Uno de ellos, que iba provisto de una enorme garrota de palo de horca, la dejó sobre una silla junto con los guantes para poder beber con más desembarazo.

Al verle esta operación, Plinio y don Lotario se miraron como si coincidieran en una idea.

– Murió a golpes de algo, ¿verdad? -preguntó el veterinario, malicioso.

Plinio asintió con la cabeza. Y luego:

– No está mal la idea. Vamos al teatrillo.

– ¿Les decimos algo a las mujeres? -apuntó el veterinario.

– No. Volvemos en seguida.

Tomaron del guardarropa su cubretodo y cruzaron al teatrillo, que estaba poco más allá, en la acera de enfrente, al fondo del pasadizo de Toledo.

Entraron en la contaduría del teatro. Sentado tras su mesa, el empresario, don Isidoro, los miró sobre el cristal de sus gafas, cuyas lentes eran del tamaño y forma de uvas, mientras sostenía entre las manos una revista ilustrada. Al fondo, las taquilleras contaban el dinero.

– ¿De qué andan los caballeros?

– Oiga usted, don Isidoro -dijo el guardia-, ¿se han dejado esta tarde muchas cosas en el baile?

El empresario pensó un momento y luego se dirigió a una de las taquilleras:

– Ramona, ¿ha aparecido algo esta tarde?

– Sí, ¡señor: un sombrero cordobés, un guante verde y un…

La muchacha empezó a reír mirando a su compañera.

– ¿Un qué? -dijo don Isidoro, mirándolas sobre los cristales.

– Un sostén.

Y las mozas arreciaron la risa.

– ¿Nada más? -les preguntó Plinio.

– Nada más. No, señor -dijo la llamada Ramona.

– ¿Qué es lo que quiere usted encontrar? -inquirió don Isidoro.

Plinio se rascó la cabeza bajo la gorra, como dudando:

– Qué sé yo…, algo así como un instrumento contundente: palo, garrota… ¿Comprende?

Don Isidoro hizo un gesto afirmativo, como de hombre que lo comprendía absolutamente todo. Y añadió:

– Si quiere usted, cuando acabe el baile podemos hacer registro detenido. Ahora está hasta los topes y no hay manera de dar un paso.

– Lo malo es si antes lo encuentra alguien y se lo lleva -dijo Plinio como para sí.

– Ponga usted una pareja en la puerta y que observen si alguno saca algo parecido a lo que usted busca… Creo haber visto a una pareja de guardias ahí en el vestíbulo -dijo don Isidoro.

– Bueno… de todas maneras luego vendré para que demos una vuelta.

– Mejor por la mañana, porque esto acabará a las mil y quinientas -dijo don Isidoro.

– De acuerdo. Prevenga usted a las mujeres de la limpieza.

– Descuide.

Cuando salieron, Plinio dio instrucciones a la pareja que había en el vestíbulo.

– Si veis alguna máscara salir con un palo, bastón, llave inglesa o algo con que se pueda golpear de firme, no le dejéis marchar hasta comprobar que lo trajo él y que no lo encontró en el baile, ¿estamos?

– ¿Y si dicen que lo encontraron?

– Os lo lleváis para el Ayuntamiento y me llamáis.

– ¡A la orden!

– A ver si se os va a pasar…

– Descuide, jefe.

Plinio esperó pacientemente al martes para ir a visitar a doña Carmen. Pero los acontecimientos tomaron un rumbo especial el mismo lunes después de carnaval.

El pueblo quedó como sordo y opaco. Las predicaciones de Cuaresma empezaron con toda intensidad y los más asiduos a la iglesia, un poco empequeñecidos durante la semana anterior, se pusieron al ataque. Por el peso y la influencia de este cambio de banda, todo el mundo parecía un poco arrepentido del carnaval. Aquel año los predicadores tomaron por bandera de escándalo del pasado «paganismo», la muerte de la pobre Antonia, «esa santa criada de la virtuosa doña Carmen». Su muerte se achacaba a los «desafueros báquicos de la fiesta demoníaca» y no a una intención intemporal y premeditada. Pero lo cierto fue que el breve cadáver de la Antonia, durante unos días, cubría todo el pueblo como un elegante acusatorio. A Plinio le desazonaba esta situación, pues si bien el criminal que todos señalaban era el inaprensible «carnaval», sujeto muy difícil de reducir a las cárceles municipales, el crimen quedaba al desnudo. Y mucha gente, como siempre, esperaba que él fuese capaz de atrapar al criminal, aunque para ello fuera preciso volver a vestir al pueblo de máscara y poner las cosas y personas en la misma situación y lugar que estaban a la caída de la tarde del último domingo.

Sí, a Plinio le responsabilizaba mucho su fama de policía infalible. Diríase que el pueblo entero deseaba que hubiese crímenes para verlo actuar, seguro de que al final se salía con la suya. Pero Plinio, a quien en el fondo congratulaba esta fe que en él tenían sus paisanos, prefería que los crímenes se olvidasen pronto, porque así él trabajaba más a gusto.

Durante toda aquella semana Plinio andaba como fantasma, diríase que procurando esconderse de las miradas de la gente. Los comentarios y la obsesión general le quitaban visibilidad. Plinio, el martes a media tarde, llamó nuevamente en la alta puerta de nogal de la casa de doña Carmen. Le abrieron en seguida. Joaquinita, con sus pasos suaves y sus ademanes ágiles y juveniles, graciosos, le llevó hasta el comedor, donde merendaba don Onofre.

– Pasa, Manuel, pasa.

Don Onofre, bajo la escasa luz cenital que entraba por una claraboya que había en el techo del comedor, con sus ademanes delicados y suaves, mojaba bizcochos en una gran copa de jerez.

– Joaquinita, trae otra copa de jerez a Manuel.

Plinio lamentó que no le trajesen también bizcochos, pues él consideraba que la merienda más exquisita que podía tomar un mortal era mojar bizcochos de limón en jerez, ágape que él jamás se pudo permitir.

Joaquinita le puso delante una copa mediana y se la llenó de jerez. Cuando Plinio se había resignado a tomar el jerez solo, Joaquinita volvió con una bandejita de plata cargada de seis u ocho bizcochos. Plinio, sorprendido, la miró, y Joaquinita le sonrió confidencialmente.

«Cualquiera diría -pensó Plinio- que esta niña ha adivinado mi deseo.»

– ¿Has averiguado ya alguna cosa, Manuel? -dijo don Onofre, mirándole, mientras con gesto desmayado sostenía un bizcocho entre los dedos.

– No, señor… Ni lo veo fácil.

La verdad es que Plinio, con el bizcocho envinado en la boca, en aquel comedor suntuoso, tibio, y ante aquel señorón, se sentía incapaz de averiguar nada. Hablaron a retazos de la marcha de la campaña vinícola, de una cacería reciente a la que había asistido don Melquiades Álvarez, y de las últimas disposiciones de Primo de Rivera.

El padre y el abuelo de Carmen habían sido diputados y luego senadores del reino. Don Onofre era de familia menos distinguida, nuevos ricos de la guerra del catorce, pero él, sin embargo, sentía ahora ciertas veleidades políticas.

Se decía que quería aprovechar la influencia de la familia de su mujer para hacer carrera. El advenimiento de la dictadura había contrariado un poco sus proyectos parlamentarios y él soñaba con que el rey «diese lo antes posible de lado a los generales para volver a la normalidad constitucional».

No obstante, a Plinio, aquellas pretensiones políticas de don Onofre le parecían banales. Él no era hombre de lucha y de decisiones radicales. Era blando, poltrón y abúlico, además de afeminado. A lo más, le gustaría verse vestido de etiqueta y conseguir que alguna vez lo retratasen en el Blanco y Negro junto al rey con motivo de cualquier cacería o acto solemne.

Cuando acabó la merienda, don Onofre se levantó envuelto en su bata de seda, y entró en el despacho próximo. En seguida volvió con un gran puro habano que puso en las manos de Plinio. Don Onofre no fumaba.

Plinio lo encendió y comenzó a fumarlo con el mayor deleite. El olor a jerez esparcido por la habitación, el aroma del puro, la suave penumbra que permitía la claraboya, y la luz rojiza de la salamandra próxima, invitaban al silencio y a la quietud más que a empezar con averiguaciones y preguntas.

Plinio se sentía en el mejor de los mundos. «Esto es vivir, ¡qué demonios!», se decía.

Entró Joaquinita y dijo a su amo que unos señores de Ciudad Real querían verle.

Don Onofre quedó pensativo y luego preguntó:

– ¿Los has pasado a mi despacho?

– Sí, señor.

– ¿Está aquella salamandra encendida?

– Sí, señor.

– Bien, tráeme la americana y las botas de charol, mientras acompaño a Manuel al gabinete de la señora. Vamos, Manuel.

Se pusieron de pie. Entraron por una amplia galería acristalada que daba al jardín. Se detuvieron ante la primera puerta. Don Onofre llamó suavemente con los nudillos.

– Adelante-se oyó decir.

Entraron ambos. Junto al balcón estaba sentada doña Carmen. Todavía había mucha tarde en la calle. Ante sí tenía la señora una mesa camilla cubierta con un tapete de terciopelo rojo. Al verlos entrar cerró un libro muy pequeño de pastas verdes. Estaba vestida totalmente de luto.

– Aquí está nuestro buen amigo Manuel que desea charlar un rato contigo sobre la muerte de la pobre Antonia.

Plinio estaba medio firme con la gorra de plato sobre el antebrazo, como cuando estaba ante el alcalde.

Doña Carmen le tendió la mano suavemente,

– ¿Qué tal, Manuel?

– Bien, doña Carmen.

– ¿ Y tu mujer y tu hija?

– Muy bien, señora, muchas gracias.

– Siéntate, Manuel, siéntate.

Plinio se sentó respetuosamente en un sillón que le ofrecían y se sintió hundir hasta la incomodidad. Compuso como pudo la postura hasta quedar a su gusto y colocó la gorra de plato sobre las piernas.

– ¿No le importa que fume, señora? -dijo, esgrimiendo el puro.

– En absoluto, Manuel. Me gusta mucho el olor a tabaco.

– Bien, os dejo hablar a vuestras anchas, que tengo visita.

Don Onofre sacó su enorme y flojo corpachón por la puerta, dándole a los faldones de su bata de seda un especial revuelo.

Quedaron Plinio y doña Carmen frente a frente, sin saber por dónde empezar. Ella, a la última luz de la tarde, tenía un aire casi lírico, de estampa romántica. El pelo tan rubio y abundante le enmarcaba suavemente su cara, tan blanca. Sus ojos azules, enormes, miraban a Plinio con una mezcla de tristeza y dulzura. Sobre el negro vestido, la blancura de su cara y manos deslumbraban a Plinio, que desde su mocedad fue su alejado enamorado de ella, un enamorado sin posibles esperanzas.

– Siento mucho importunarla, señora, pero es preciso ver la forma de sacar algo en limpio del desgraciado accidente ocurrido a su ama… ¿Qué piensa usted de ello?

Doña Carmen había quedado mirando hacia un punto fijo, por encima de los hombros de Plinio. Por un momento pareció que sus ojos se humedecían. Al fin, con la voz ligeramente enronquecida, dijo:

– No sé, Manuel, no entiendo nada… Desde hace algún tiempo noto que algo raro pasa a mi alrededor, algo que no sé explicar…, como si la atmósfera de esta casa y del pueblo mismo se me fuese haciendo irrespirable… Es algo que me ahoga y no sé el qué.

Quedó doña Carmen callada. Inclinó la cabeza hacia el tapete rojo de la mesa camilla. Suavemente se pasó el pico del pañuelo por los ojos.

– ¿Quién cree usted que podría tener interés en la muerte de Antonia?

– Nadie, Manuel, nadie.

– Su comportamiento, últimamente, ¿era normal?

– Sí…, yo creo que sí.

– Usted la conocía muy bien. ¿Le manifestó alguna vez hostilidad hacia alguien?

– Ella era una mujer muy reservada, pero apenas tenía otro mundo ni otros intereses que no fuesen los de esta casa…, los míos.

– Cuando ayer tarde salió por la leche, ¿le dijo algo especial?

– No. Como siempre, me preguntó si quería alguna cosa. Ella iba y venía a la vaquería en cinco minutos. Era su segunda salida fija del día. La primera, al mercado, antes de que nos levantásemos los demás.

– ¿Qué otras personas había en la casa a esa hora?

– Onofre y Joaquinita. El mayordomo lleva más de un mes en cama.

– ¿Aquí?

– No, en su casa. Al final de la calle de Méjico.

– ¿Vio usted a…, usted perdone, doña Carmen, a su marido, mientras Antonia estuvo fuera?

– Sí. Estuvo sentado aquí conmigo. Viendo las máscaras.

– ¿Y a Joaquinita?

– No sé si entraría aquí algún momento, pero estuvo en casa toda la tarde. Mejor dicho, durante todo el carnaval. No quiso dejarme sola. Me distrae mucho hablar con ella.

– ¿Le importa a usted que la llamemos?

– No, por Dios…

Y doña Carmen tocó una campanilla de plata que había sobre la mesa. En seguida llegó Joaquinita.

– Joaquinita, guapa, Manuel quiere hacerte unas preguntas.

Joaquinita no respondió. Quedó parada casi en el centro de la habitación con ambas manos cruzadas sobre el delantal blanco, mirando a Plinio como diciéndole: «Venga, pregunte lo que quiera.»

– Vamos a ver, Joaquinita, ¿dónde estuviste ayer por la tarde?

– Aquí -contestó rápida.

– ¿En qué parte de la casa?

– Por toda la casa. A ratos con Antonia. A veces en mi cuarto. Con la señora. Serví la merienda al señor.

– ¿Recuerdas exactamente dónde estabas de seis y media a ocho de la tarde?

– No muy bien.

– Por ejemplo, a esas horas, ¿estuviste aquí sentada con la señora?

– Creo que no…, era la hora de la merienda. Andaría de un lado para otro.

– Pero ¿entraste alguna vez a ver a la señora en ese tiempo?

Joaquinita estaba como pensativa, mirando a la señora. Doña Carmen, a su vez, la miraba con su semblante dulce y confiado.

– No recuerdo.

– Procura recordar.

– Sí…, ahora recuerdo que al caer la tarde pasé a encender la luz a la señora.

Plinio miró hacia doña Carmen. Ésta asintió, sonriendo dulcemente.

– Perdone, doña Carmen, pero, ¿usted sabía exactamente qué hora era cuando Joaquinita pasó a encender la luz?

– Manuel, exactamente, no…, pero sí hacia esa hora que anochece.

– Si Joaquinita hubiera salido una hora o dos, ¿usted lo hubiera notado, doña Carmen?

– Sí, porque me habría pedido permiso, o en seguida habría venido a decírmelo Antonia.

– Está bien, Joaquinita, no tengo nada más que preguntarte.

– ¿Quiere usted algo, señora?

– No, hija.

La chica se marchó después de hacer una ligera inclinación.

– Es un sol de chica. No sabes cómo me quiere. Parece mentira que habiéndose criado en una quintería sea tan fina, tenga tanto talento natural, tantos detalles. Fue Onofre quien la descubrió y me la trajo… Todo lo aprende en seguida.

– Sí, se ve que es chica de buena raza.

– Y volviendo a lo del crimen, Manuel, mi modesta opinión es que fue alguna de esas personas que en carnaval se emborrachan y dejan al desnudo todos sus malos instintos. Hay quien necesita matar como hay quien necesita beber.

Plinio quedó mirando al suelo sin responder. Hubo una pausa. Después, con voz muy confidencial:

– Doña Carmen, antes me dijo que notaba en torno a sí algo raro desde hacía algún tiempo. ¿Le importaría concretarme un poco? Doña Carmen sonrió tristemente.

– Son aprensiones, Manuel, aprensiones. A veces lo comprendo con claridad. Don Gonzalo, el médico, tiene razón; con frecuencia me fallan un poco los nervios. ¡He sufrido tentó…! Hay días que todo lo veo normal. Otros, el mundo se me viene encima y siento unas enormes ganas de morir. Me va desapareciendo cuanto más quise en el mundo. Y cuando no se tienen hijos, las viejas historias no se olvidan; pesan toda la vida.

Y quedó pensativa con la cabeza levemente vuelta hacia la calle grisantona y fría, Una lágrima cayó de sus pestañas rubias. Luego, se volvió hacia Plinio. Casi no se le veía ya hundido en el sillón, envuelto por la noche.

Luego de una larga pausa, doña Carmen dijo, con voz confidencial:

– Cuando entraste, Manuel, me hiciste pensar en otros tiempos. Hacía mucho que no te veía de cerca… Me recordaste una tarde de hace más de quince años… Era una fiesta de la Cruz Roja. Te pusieron de servicio en mi mesa… Con el pretexto de hablar contigo se acercó cierta persona, ¿recuerdas? Hablaba contigo y no dejaba de mirarme. Iba vestido de blanco, con su barbita tan negra. Tú te diste cuenta de la maniobra, Manuel, y sonreiste bondadosamente. ¡Cómo te lo agradecí! Más de media hora duró aquello. ¡Había tanto sol…! En la feria, que fue unos quince días después, nos hicimos novios, y tú cuando nos veías juntos nos saludabas sonriendo… ¡Qué feliz fui, Manuel, aquel año! ¡Qué feliz! Y, luego, ¿qué pasó? ¿Por qué el Señor me castigó así? ¿Qué había hecho yo? Murió en unas horas, Manuel, en unas horas… ¡Qué triste fue todo desde entonces…! Pero no sabes lo bueno, Manuel: tengo una fotografía de aquel día en el que yo presidía la mesa. La hizo Antonio Torres por encargo de Pepe y se me ve sonriendo y mirándolo…, y a él…, y a ti un poquitín… Luego te la he de enseñar, Manuel. Por eso siempre me recuerdas aquel día tan feliz, y otros…, y otros… Cuando fuimos a los toros, al palco de la presidencia con mi pobre padre, tú estabas allí de guardia también. Pepe estaba en el palco de al lado. Y me daba caramelos y a tí también. ¿Recuerdas, Manuel…? Y luego, en unas horas, Manuel, en unas horas… Violentamente inclinó la cabeza sobre la mesa y comenzó a llorar con energía y amargura.

De pronto, se abrió la puerta y se encendió la luz. Era don Onofre.

Al ver a su mujer llorando, puso un gesto de resignación mirando a Plinio. -Que ya es noche cerrada…

Doña Carmen levantó la cabeza y comenzó a secarse las lágrimas sin disimular.

Plinio se sintió muy molesto y se puso en pie.

– Bien, señores, me marcho. Posiblemente habré de molestarles otra vez…

– No dejes de venir con frecuencia, Manuel -dijo doña Carmen entre sollozos.

– Sí, señora… Hasta otro día, entonces.

Y salió, seguido de don Onofre. Éste acompañó hasta la puerta de la calle.

– La pobre -dijo don Onofre-, sus nervios… No es feliz. La falta de hijos… Siempre está pensando en su juventud.

Plinio asentía con la cabeza sin saber qué decir.

– No sé -añadió don Onofre- cómo va a acabar esto… Recordar…, recordar…

Y lo decía con la mayor amargura.

– En fin, sea lo que Dios quiera… ¿Te ha dado alguna luz sobre tu cometido, Manuel?

Manuel negó con la cabeza.

– Una cosa, don Onofre -dijo de pronto-. ¿Joaquinita salió de casa la tarde del domingo?

– No. Nos lo habría dicho.

– Entre las seis y media y ocho de la noche, ¿usted recuerda haberla visto?

– No exactamente, pero tampoco recuerdo haberla echado de menos… Es un ángel Joaquinita, Manuel…

– Ya lo sé, pero conviene saberlo todo para desechar lo que no valga y quedarse tranquilo.

– Comprendo… Tú vales mucho, Manuel.

– ¿Se llevaban bien Antonia y Joaquinita?

– Sí… Antonia se pasaba días enteros sin hablar.

– ¿Y el mayordomo y Antonia?

– ¿Que si se llevaban bien? Sí, desde luego… No es por interés, Manuel, pero dentro de la casa no busques ninguna anormalidad.

– Lo sé, lo sé…, pero…

– Sí…


Plinio salió a la calle llevando en sus oídos los gemidos de doña Carmen. Llevando los ojos deslumbrados por su blancura, por su pelo rubio, por aquellos ojos azules que él siempre admiró desde lejos, desde muy lejos…

Hacía mucho frío. Se subió el cuello de la pelliza y se llegó al Ayuntamiento. Buscó a Maleza.

– Vete y entérate si el mayordomo de doña Carmen estuvo enfermo en su casa el domingo de Piñata.

– Sí, jefe…, pero hace un frío… ¡Joróbales, qué oficio…!

Y salió calle adelante.


Las pesquisas de la pareja de guardias en el vestíbulo del teatro la noche del domingo de Piñata, no dieron ningún resultado. En las manos de las máscaras que salían los vigilantes no vieron más instrumento contundente que unos zorros.

El mismo Plinio, a primera hora de la mañana del lunes, se recorrió el teatro de cabo a rabo sin encontrar nada de interés.

Pensando en esta pista frustrada, al menos de momento, y en la falta de luz sobre el caso después de la segunda visita a casa de doña Carmen, Plinio, dando escalofríos, marchó a cenar. «De buena gana se habría acostado», pero el vicio de salir al Casino era superior a sus fuerzas. Bien lo sabía. Además había quedado con don Lotario.

Aquella noche de febrero fue fría de veras; sin embargo, Plinio y don Lotario acudieron al Casino después de cenar, como siempre. Ambos se sentaron en una mesa solitaria que había en un extremo del salón grande. Todavía, si se miraba bien por algún rincón, entre los espejos o sobre las molduras, se veía algún conffeti. En lo más alto de la lámpara una tira de serpentina había quedado enrollada en la cadena de bronce.

– ¿Qué tal tu encuesta, Manuel? -preguntó al fin don Lotario.

Plinio movió la cabeza con aire pesimista.

– ¿No ves luz?

– No… Si ha sido un accidente de carnaval, como creen todos, porque es lo más fácil de creer, no se averiguará nunca, como no sea por casualidad. Y si ha sido un crimen meditado, saldrá, pero tarde… En estas familias de los pueblos…, y de todos los sitios, los odios, las venganzas… y los amores, tienen un proceso muy largo. Los disimulos, las conveniencias, la vida dentro de casa, los retarda y disimula durante años y años.

– Tú, Manuel -dijo don Lotario en tono misterioso hacia Plinio-, ¿no crees en el accidente de carnaval?

– No.

– ¿En qué te fundas?

– En el informe del forense. La muerte de Antonia fue causada por cinco o seis golpes, calcula el médico, dados con una barra o bastón fino en la misma bóveda del cráneo… No se trata de un golpe de mala suerte. Hubo perfecto ensañamiento y cálculo…

– Ya.

– Fíjese usted, además, que el crimen ocurre en el único sitio céntrico donde nunca hay gente, ni en un domingo de carnaval… Y ¡qué casualidad!, la Antonia sale cinco minutos de casa, todos los días a la misma hora, para comprar la leche y es entonces cuando muere… ¿No le parece a usted que todo fue muy estudiado?

– Sí…, desde luego, pero nunca se sabe.

– Sí, se sabe. Hemos visto muchos carnavales en nuestra vida. Si ha habido algún muerto ha sido en trifulca, por riña entre gente bebida; jamás hemos conocido un muerto por puro accidente. Si algún año se ha apaleado a alguien o le han dado un susto, pronto se averiguó que se trataba de una venganza personal de algo estudiado. La mayor parte de los llamados accidentes de carnaval son movidos por celos.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Nada, ¿quién iba a tener celos de la pobre Antonia?

Plinio le dio una chupada muy larga al cigarro y quedó pensativo. Luego argüyó:

– Cuando uno trata con gente de mala condición o con criminales profesionales, puede presionar en las indagaciones hasta la brutalidad si es preciso, pero en la casa de doña Carmen te tienes que limitar a unas preguntas casi de cumplido. Tiene uno el deber, además, de creerse lo que le dicen… No puedes hacer preguntas indiscretas… Se juega uno hasta el cargo. Don Onofre, aunque es tan suavecito, se molesta por nada y le basta dar un manivelazo al teléfono para que lo manden a uno a freír espárragos en veinticuatro horas…

– Entonces, tú, Manuel, crees que entre Onofre, Carmen y la Joaquinita está la cosa.

– No quiero decir eso exactamente. Lo que apunto es que, si yo tuviese libertad para preguntar a mi gusto, para indagar y meterme en todos los entresijos de esa casa, de las relaciones con sus criados, gañanes, familiares, etcétera, no le quepa a usted duda que sabría de Antonia algo más de lo que sé… Según las declaraciones de todos, Antonia era una mujer que estaba siempre trabajando. Que salía de casa dos veces al día: al mercado y a por la leche. Que no tiene familia. Que no se trataba con nadie. Que se pasaba días enteros sin hablar nada, porque era así. Que su única relación un poco cordial era con su señorita o hija de leche Carmen Calabria… Toda su vida, según las declaraciones, se redujo a eso. Y con eso me tengo que conformar… Una vida es mucho más complicada, aunque sea la de una criada setentona.

– Puede haber algo de verdad, como tú dices y que ellos ignoren.

– De acuerdo, don Lotario, pero lo que no pueden ignorar completamente es los accidentes más o menos graves que le hayan pasado a la Antonia durante los últimos años, por ejemplo: sus riñas con otros criados, sus desavenencias con otros miembros de la familia, su exacta relación con don Onofre… Piense usted que Antonia era la persona de confianza de doña Carmen, fue su aportación doméstica al matrimonio… No olvide usted, esto lo sabe todo el mundo y yo lo he comprobado esta tarde, que doña Carmen desde hace tiempo padece un especial desequilibrio nervioso…, sigue obsesionada con el recuerdo de su novio muerto, Pepe Germán… Esto, naturalmente, ha de desagradar a alguien…

– Pero ¿qué tiene que ver la Antonia en eso?

– ¡Ah, qué sé yo…!

Plinio volvió a quedar pensativo.

– Entonces, ¿cuál es tu plan, Manuel?

– Aparentar que se le da carpetazo al asunto, estar atentos a lo que pase en esa casa en lo sucesivo, y esperar. No veo otro camino.

En la puerta del salón apareció Maleza con el cuello de la pelliza subido hasta las orejas. Buscó con la vista a su jefe. Lo vio junto al veterinario y dirigió sus pasos hacia él.

– Buenas noches.

– ¿Qué hay?

– ¿Se paga un cafetito, jefe?

– Siéntate. ¿Qué pasa del mayordomo?

– Está en la cama hecho una piltrafa con el reuma desde hace no sé cuántos días.

– ¿Qué dice de la muerte de la Antonia?

– Casi nada. Que era una mujer de muy mal genio y que algún día le tenían que cascar.

– ¿No sospecha de nadie?

– Parece que no… Ahora, que ya conoce usted a Pedro, es muy reservón. Uña y carne de don Onofre. Yo creo que ése sabe más que Lepe.

– ¿De qué?

– De todo lo que ha pasado siempre en esa familia.

– Claro, lleva cuarenta años en la casa…

– Yo creo que ahí, desde que se casó don Onofre, hay dos bandos, ¿sabe usted?

– Sí, uno lo componen doña Carmen y Antonia…

– Quiquilicuatre, y el otro don Onofre y Pedro.

– ¿Y la Joaquinita? ¿Dónde la colocas?

– Pedro dice que es una muchacha muy lista.

– Sí, pero ¿con quién está?

– No ha dicho más. Pero lo más probable es que todavía no cuente…

– ¿No ha dicho nada de otros criados?

– No mucho, pero lo que he sacado en claro es que la tal Antonia se llevaba a matar con todos los criados y caseros de don Onofre, mientras que defendía con los dientes a todos los de la finca de doña Carmen.

– Por ahí debe de estar el busilis, Manuel -saltó don Lotario.

Maleza bebió café y se desabrochó la pelliza.

Plinio comenzó a rascarse el cogote y, de pronto, dijo, entornando los ojos:

– Oye, Maleza, ¿sabes lo que vais a hacer tú y el Jaro?

– Usted dirá.

– Os vais a hacer una lista de todos los criados de don Onofre y de doña Carmen, caseros, guardas. De todos y de los que han estado últimamente en la casa, y así que esté cabal, comenzaremos a tirarles de la lengua poquito a poco y con disimulo… Usted, don Lotario, por medio del herradero también puede ayudarnos.

– Está bueno -dijo Maleza.

Don Lotario se frotó las manos.

Las averiguaciones con los criados de la casa de doña Carmen, no condujeron a parte alguna. Para no despertar sospechas había que hacerlas de una manera discreta y esto les quitaba eficacia. Por otra parte, estos hombres que se pasaban la semana entera en el campo, tenían una idea la mar de confusa de los problemas domésticos de la casa del amo. Solamente salió en claro una noticia que de momento tampoco valía para nada. Unos caseros que hubo toda la vida en «La Chopera», finca de doña Carmen, después de un gran disgusto con don Onofre y los hombres de su confianza, habían sido despedidos hacía pocas semanas. Últimamente se habían trasladado a un pueblo de Valencia. Se sabía que doña Carmen y Antonia sufrieron mucho con este despido, ya que eran gentes muy vinculadas con la familia Calabria, y de trato muy asiduo, casi familiar. De todas formas Plinio se puso en relación con los parientes que había en Tomelloso de esta familia de caseros que marchó a Valencia. Su versión del despido también era confusa. Parece que se trataba de un simple problema de jurisdicciones surgido dentro de la finca entre los caseros y los nuevos criados de don Onofre que iban a trabajar a ella.

De todas formas, Plinio archivó estos datos en la memoria y el proyecto de una posible gestión directa con los caseros desterrados, si llegaba la ocasión.

II UNA MUERTE NATURAL

Cuando se cumplió un año de la muerte de la Antonia en el callejón de la Vaquería, Plinio pudo reconstruir satisfactoriamente los hechos que tuvieron lugar en la villa de Tomelloso el día quince de abril de aquel año.

El día quince de abril de aquel año… nevó. Nevó rabiosamente. «Esto no ha ocurrido nunca, no lo recuerdan los más viejos», decían los tomelloseros. Desde la amanecida hasta bien entrada la tarde nevó sin cesar. A la nieve le costaba trabajo cuajar, ésa es la verdad; sin embargo, cuando llegó la noche, todo el pueblo estaba completamente blanco… Y aquella tarde -esto lo supo todo el pueblo al día siguiente-, en la casa de la calle de la Luz, ocurrieron poco más o menos las cosas del siguiente modo:

Cuando Joaquinita entró a las diez de la mañana a llevarle el desayuno a doña Carmen, se la encontró con la frente apoyada en los cristales del balcón.

– Señorita, el desayuno.

– Hoy es día quince, Joaquinita.

– Sí, señorita.

– Hoy hace quince años… Pero fue un día hermoso. Tristemente hermoso. No lo olvidaré nunca.

– ¿De qué, señorita?

– Mis padres no me dejaron ir. Estuve todo el día en mi alcoba oyendo las campanas, llorando. Jamás hubo en el mundo mujer más triste, más desesperada… A las seis en punto de la tarde pasó el entierro por la plaza. Me empeñé en asomarme a las ventanas del desván. La pobre Antonia subió conmigo y me sujetaba de la cintura. Temía que me desmayase… Sus amigos lo llevaban en hombros. Otros llevaban cintas. El coche iba cargado de coronas… «Sus amigos no lo olvidan…» Estuvo parado el entierro unos minutos en la puerta del Juzgado, mientras le echaban el responso. Toda la plaza llena de gente… Había muerto Pepe Germán, el señorito más simpático y más guapo del pueblo. Desde la ventana veía la caja color caoba…, y a los curas…, y a sus hermanos de luto… Algunos se volvían a mirar hacia esta casa… Acabaron el responso. Sonó la música y la caja volvió a moverse sobre los hombros de sus amigos. La gente, rodeando el coche de las coronas, fue desapareciendo poco a poco por la calle del Campo… Antonia me tuvo que llevar a la cama casi desmayada.

Doña Carmen dejó de mirar por el cristal del balcón y se volvió hacia Joaquinita, que la escuchó impasible. Le dijo:

– Joaquinita, esta tarde tienes que ayudarme.

– Sí, señorita.

– A las cinco, cuando el señorito haya marchado al Casino, tú misma enganchas la tartana… sin que nadie se entere. Hemos de hacer un corto viaje.

– Sí, señorita.


Hacia las cinco y media de la tarde, por los solitarios paseos del cementerio, cubierta de nieve y entre una nevazón lenta pero persistente, avanzaba la tartana grande de doña Carmen. Llevaba las riendas Joaquinita, cubierta con un amplio mantón de lana.

Medio oculta en un rincón de la tartana, iba doña Carmen, con un abrigo de felpa y en la cabeza una especie de capuz. Entre las manos enguantadas, llevaba un breve ramo de flores. No hablaba. Joaquinita miraba, pálida e inexpresiva, al camino blanco. Doña Carmen, abrazada a las flores, llevaba la cabeza reclinada sobre el pecho. De vez en cuando salían de sus labios unas palabras a medias pronunciadas, casi inaudibles.

Dejaron la tartana en la puerta del cementerio y la señora, con paso muy rápido y seguida de la doncella, cruzó el paseo central del Cementerio Viejo, y torcieron hacia la derecha, hasta llegar a una gran sepultura de mármol blanco. Tras la puertecita de cristal de la hornacina había un crucifijo blanco, dos candelas apagadas, unas flores secas y un retrato desvaído de Pepe Germán.

Doña Carmen se puso de rodillas, colocó las flores sobre el mármol y reclinó la cabeza entre las manos.

Joaquinita, envuelta en un negro mantón, la miraba desde unos pasos de distancia, con las manos cruzadas sobre el pecho, con su bella cara inexpresiva, inmóvil.

Joaquinita no oía bien cuanto decía su señorita. Hablaba y hablaba en un tono que no sonaba a rezo. De vez en cuando se inclinaba y besaba el mármol nevado.

Llegó un momento en el que Joaquinita se vio el mantón completamente cubierto de nieve. Comenzaba a anochecer. Su señorita parecía haber callado. Con la cara entre las manos ya no estaba de rodillas, sino sentada en el suelo, y recostada sobre la tumba.

Unos murmullos próximos rompieron el silencio de la nieve. Joaquinita volvió la cabeza. Por el paseo central del Cementerio Viejo avanzaba una comitiva de gentes, tras cuatro hombres que llevaban un ataúd.

La chica se precipitó a avisar a su ama. Ésta parecía medio adormecida. Tenía los ojos enrojecidos. Un frío sudor -agua, como creyó Joaquinita al principio- corría por su frente. La llamó:

– Señorita, señorita, que viene gente… Vamos.

Doña Carmen balbuceó algo como en sueños, pero nada hizo por moverse.

– ¡Señorita…!

La tomó de las axilas y tiró de ella.

– Déjame, déjame… Déjame morir aquí, Joaquinita -dijo, rebelde, doña Carmen, volviéndose hacia el mármol.

Algunos acompañantes del entierro que llegaba se habían detenido al ver aquello. Durante unos momentos miraron indecisos. Veían a la chica que en vano intentaba levantar a aquella mujer.

– ¿Qué pasa? -dijo uno.

Joaquinita les hizo una seña para que se acercasen.

– ¡Si es doña Carmen…! -dijo alguno.

– Hagan el favor de ayudarme a llevar a la señora.

Sin hacer comentarios, dos de ellos ayudaron a Joaquinita a poner a doña Carmen de pie. Apenas se tenía. Andaba con mucha dificultad, como borracha. Entre Joaquinita y uno de ellos, tomándola en los brazos, la llevaron hasta la puerta del cementerio. Los demás se incorporaron al entierro.

Ya en la puerta la subieron a la tartana. Joaquinita tomó las riendas. La señora se reclinó en su hombro. El hombre que las ayudó quedó en la puerta del cementerio, junto al coche de los muertos, comentando el accidente con el cochero.

Aquella noche todo Tomelloso conocía el suceso… Y de la farmacia de don Gerardo llevaban balones de oxígeno para ver la forma de curar una bronconeumonía que según el médico, tenía la señora.

Las gentes se deleitaban en desenterrar los románticos y frustrados amores de doña Carmen con Pepe Germán y en comentar el caso cada uno a su manera.


A los ocho días de la escena del cementerio, don Gonzalo, el médico de cabecera de doña Carmen, liego a esto de las diez de la noche a la tertulia de Plinio y don Lotario en el «Casino de San Fernando». Don Gonzalo parecía satisfecho. Se frotó las manos y pidió café.

– ¿Qué tal esa enferma? -le preguntó don Lotario.

– Yo creo que bien -dijo, mesándose su enorme barba blanca-. Si Dios no dispone otra cosa, mi impresión es que la enfermedad ha hecho crisis. Ahora vengo de allí.

– Menos mal. Yo creí que no la saltaba.

– Y yo -añadió el médico.

Plinio callaba. Tenía muchas cosas que preguntarle a don Gonzalo. Era la primera noche desde la caída de doña Carmen que el médico iba al Casino, y pretendía ponerse al día de la situación de la familia y de la casa.

– ¿Qué dice don Onofre? -preguntó don Lotario.

– Nada. Ya sabéis cómo es. Parece que nada le afecte. No he visto hombre igual.

– Pues la cosa es gorda.

– Y tan gorda. Como para que lo trague a uno la tierra.

– Él consideraba que su mujer estaba un poco destemplada de nervios… -apuntó Plinio-. Me lo dijo a mí.

– Pero no hasta este extremo -dijo don Gonzalo-. Ella, como su madre, es muy sensible…, muy conservadora de sus afectos, diría yo… Últimamente la cosa fue en aumento.

– Tal vez la falta de hijos… -dijo Plinio.

– Desde luego. Eso le ha agudizado la sensibilidad hasta llegar a esto. Lo que nunca me expliqué, se lo he dicho a Manuel -apuntó el veterinario-, es cómo se casó con Onofre.

– Fue una boda impuesta por el padre de Carmen. Se sintió delicado. Ella quedaba sola y obsesionada por la muerte de Pepe. ¿Qué iba a ser de aquella chica? Yo, de una manera indirecta, intervine en ese matrimonio -dijo don Gonzalo con cierto pesar-. Onofre la quería… o su dinero, es igual. Onofre tiene sus cosas, pero como administrador y buena persona, lo es. El padre pensaba, y con razón, que así que se casara Carmen y tuviera hijos, todos sus romanticismos se los llevaría el diablo. Los hijos hacen olvidar todas las cosas… Y no digamos los amores de antaño. El capital, además, pasaba a sus manos. Yo hubiera hecho igual con una hija mía. ¿No te parece, Manuel?

Manuel asintió con la cabeza.

– Fallaron los hijos y falló todo -siguió don Gonzalo-. Ella volvió a sus quimeras. Últimamente era el colmo. La muerte de su padre y luego la desaparición trágica de Antonia agudizaron la cosa.

– ¿ Y cómo se prestó Joaquinita a acompañarla al cementerio y no comunicó ese estúpido proyecto a Onofre? -dijo Plinio.

– No lo sé. Desde luego, la chica no ve más que por los ojos de ella. Se la ganó en seguida. Como a todo el mundo; ya sabes cómo es Carmen… Puro corazón.

– ¿Le dijo algo Onofre de la escapada al cementerio? -preguntó Plinio a don Gonzalo.

– Ni una palabra… Sólo dice generalidades sobre la debilidad nerviosa de su mujer… Cuando Carmen sane habrá que someterla a una estrecha vigilancia… No me extrañaría nada que enloquezca totalmente.

– He visto entrar y salir mucho a una mujer vieja en la casa -dijo Plinio.

– Sí…, es una hermana de Pedro, el mayordomo, que la han llamado en lugar de la Antonia. A ti, Manuel -añadió don Gonzalo haciendo un inciso-, no se te va de la cabeza la muerte de Antonia.

Plinio negó con la cabeza.

– Eso tiene que salir un día -dijo el veterinario repitiendo palabras de Plinio en otro momento.

– O no -sentenció el guardia.


A las doce de la noche llamaron a don Gonzalo por teléfono al Casino. Hizo un gesto de extrañeza y fue a la cabina.

Al cabo de unos minutos volvió descompuesto y precipitadamente, tomó la capa de la percha. Sus dos contertulios quedaron mirándole.

– Ha muerto Carmen -balbució.

Y marchó.

Plinio quedó palidísimo. Parecía que se iba a marear. Cruzó los brazos a la altura de la barriga y quedó mirando al suelo sin decir palabra. Al cabo de un buen rato, sacó la petaca.

– Manuel, ¿quieres que vayamos por si hacemos falta?

– Ahora no, un poco más tarde.

Hacia las dos, cuando iban a cerrar el Casino, los dos amigos se encaminaron hacia la próxima calle de la Luz. Delante de ellos iban unos gañanes con cara de recién levantados. Llevaban en las manos unos grandes candelabros. Otros, delante, portaban un arcón color nogal. Todavía aguardaron un poco a que aquellos hombres, con sus trebejos de muerte, entraran en la casa de los balcones.

La puerta de la calle estaba abierta. En el portal, según costumbre, habían dejado los gañanes la tapa del arcón para significar que había un muerto en la casa.

Don Lotario y Plinio subieron la escalera lentamente. En el patio de arriba encontraron a Pedro el mayordomo, que iba y venía lloriqueando.

– Don Onofre está ahí, en el comedor -les señaló.

Entraron. Don Onofre estaba sentado junto a la misma mesa y en el mismo sillón que aquella tarde que invitó a Plinio a jerez y a bizcochos. Le acompañaban su hermano, don Gonzalo, don Felipe, el cura, que estaba dando cabezadas, y el padre de Joaquinita, Inocente, que se hallaba un poco aparte, como guardando las distancias de los señores que estaban junto a la mesa.

Le dieron el pésame. Don Onofre se inclinó un poco para alargarles la mano y volvió a sus posturas habituales de mirarse las uñas, o pasarse la mano por el pelo. Su rostro 110 reflejaba la menor emoción. El más afectado parecía don Gonzalo, que no levantaba los ojos del suelo, con gesto de ausencia y amargura.

En las habitaciones próximas se oía ir y venir de pasos, muebles que se abrían y cerraban.

Entró Ambrosia, la vieja sirvienta que sustituyó a Antonia, y dijo con voz de misa:

– Señorito, ahí están las monjas que vienen a amortajarla.

Don Onofre se levantó pausadamente y fue hacia la puerta del comedor; se asomó a ella.

– Pasen, hermanas.

Las dos monjas se pararon apenas a un paso de la puerta, ya en el comedor, y dieron el pésame a don Onofre en voz muy baja y llena de eses. Don Onofre les dio las gracias en una voz parecida, imperceptible. Luego, les hizo cruzar todo el comedor hasta la puerta opuesta. Las monjas, al pasar entre Jos hombres que estaban sentados, hicieron una breve inclinación de cabeza. Entraron seguidas de don Onofre.

Plinio se dirigió a don Gonzalo:

– ¿Qué ha pasado?

Don Gonzalo, sin levantar los ojos del suelo, se encogió de hombros.

– Un colapso, Manuel, un colapso -dijo el hermano de don Onofre, que era un hombrecillo insignificante que miraba con los ojos muy entornados.

Plinio miró a don Gonzalo.

– No cabe otra cosa -dijo como para sí.

– Debió de ser a los pocos minutos de marcharse don Gonzalo -dijo el hermano dirigiéndose a don Lotario.

Había entrado don Onofre y, mientras volvía a su asiento, se dirigió al veterinario como enlazando sus palabras con las de su hermano:

– Fue terrible -dijo mirándose las manos-. Cuando marchó don Gonzalo y dijo que la enfermedad había hecho crisis, todos los de la casa nos pusimos alegres, muy alegres. Ya pueden ustedes imaginarse, después de ocho o diez días de zozobra… Ella quedó durmiendo, cené luego y nos quedamos de tertulia, aquí en el comedor, mi hermano, Inocente y yo. Hacia las doce pensé en retirarme. Me disponía esta noche a dormir con tranquilidad. Nos despedimos. Entré en la alcoba para ver si seguía durmiendo. Joaquinita quedaría velándola. Me incliné a darle un beso sin encender la luz… y la noté enormemente fría… Encendí la luz…, llamé a todos. Estaba muerta, muerta de hacía mucho rato.

Volvió el silencio. El cura dio una cabezada tan grande, que se despabiló.

Entró Joaquinita con los ojos llorosos:

– Señorito, dicen las monjas que si tienen un rosario bueno para ponérselo ahora, que luego se lo quitarán.

Don Onofre se pasó la mano por la frente como haciendo memoria.

Plinio la miró de arriba abajo, y para sus adentros no pudo evitar el decir: «¡Qué hermosa es…!»

Don Onofre se levantó pesadamente y marchó seguido de Joaquinita.

El cura volvió a dormirse. El médico seguía mirando al suelo al tiempo que se acariciaba la barba. Don Lotario liaba otro cigarro. El hermano bostezó. Plinio miraba a las paredes. Vio el retrato del padre de Carmen, vestido de etiqueta, con una gran condecoración en el pecho. Más arriba, el retrato del abuelo, vestido con el hábito de Calatrava. A la derecha y a la izquierda más retratos de los hermanos de doña Carmen, de hermanas y tías.

«Esta noche ha muerto el último Calabria de la dinastía -pensaba Plinio-, se acabaron los Calabria en Tomelloso… ¡Qué pronto se han acabado los Calabria…! Ellos, que durante tantos años fueron los amos, el no va más…»

Volvieron don Onofre y Joaquinita. Ella llevaba un rosario dorado entre las manos. Inocente miró a su hija con ojos amorosos.


El entierro fue a última hora de la tarde. Acudieron todos los estandartes y banderas de cofradías y asociaciones religiosas. Presidió el duelo el mismo don Onofre, vestido de riguroso luto y con el pelo empapado de brillantina. Los criados de la casa llevaban el féretro en hombros. Entre ventanas se vieron las caras llorosas de Joaquinita y de la hermana de Pedro. La comitiva paraba cada veinte pasos para oír un responso. La encabezaban todo el clero parroquial con gran cruz alzada. El todo Tomelloso iba detrás, dando la despedida a la última descendiente de la familia que señoreó el pueblo desde los albores del siglo XVIII. Plinio iba junto al veterinario y don Gonzalo en el duelo.


Los días siguieron su curso. La casa de doña Carmen se cerró a cal y canto y las gentes comenzaron a hacer cabalas sobre el futuro matrimonial de don Onofre.

El verano llegó muy pronto y Plinio se aburría mucho. Desde la muerte de Antonia apenas había tenido otro trabajo que el rutinario. Se pasaba el día entero en el Casino, viendo periódicos o de mirón en las partidas gordas. Después de cenar le acompañaba el veterinario. Don Gonzalo, no. Desde la muerte de Carmen no se le vio más por el Casino. Alguna vez lo encontró por la calle subido en la berlina amarilla. Parecía desmejorado y sin ganas de hablar con nadie. Una triste sombra nublaba sus viejos ojos azules. Plinio lamentaba esta separación de su viejo contertulio. La verdad era que para un buen médico como él, el golpe había sido muy grande, pero la cosa no era para tanto… Plinio tenía muchas ganas de hablar con él largo y tendido, pero esperaba una ocasión propicia. Los asuntos de una casa que procedía de los comienzos del siglo XVIII había que tomarlos con mucha calma.

Los jueves por la noche la Banda Municipal tocaba en la plaza, y Plinio, como todos los socios del Casino, se sentaba en la terraza a escucharla. Entre los árboles de la glorieta jugaban los chicos y la gente del campo se agolpaba en torno al tablado que se alzaba, pintado de verde, junto a la puerta del Ayuntamiento. Por las aceras de las calles que desembocaban en la plaza paseaban las señoritas y sus galanteadores. Los curas se sentaban en la puerta de la sacristía, junto a un velador de madera del cercano Casino. Era un estar y no estar en el Casino; un estar y no estar en la iglesia.

Una de aquellas noches, vio Plinio que la criada de don Gonzalo se dirigía a los curas con cierta precipitación. La escuchó don Felipe con mucha atención. Marchó la criada, don Felipe se tomó la copula de anís de un trago y entró en la sacristía. Al poco salió con la teja puesta, hacia la calle de la Independencia.

Mucha gente del Casino se dio cuenta de aquello y en las tertulias próximas a Plinio comenzaron a hacer comentarios de quién podría haber malo en casa de don Gonzalo. Él no podía ser, porque muchos aseguraban haberlo visto aquel mismo día.

La Banda comenzó a tocar Don Quintín el Amargao, y Plinio prestó su atención a aquellos compases. Le hubiese gustado comentar el asunto de don Gonzalo con el veterinario, pero aquel día estaba en una casería vacunando ganado.

Cuando acabó el concierto y la gente comenzaba a desplazarse, el camarero se aproximó a Plinio y le dijo que le llamaba don Felipe. Plinio fue hacia la puerta de la sacristía. Al verle llegar, don Felipe se adelantó a él.

– ¿Me llamaba?

– Haga usted el favor de ir a casa de don Gonzalo, que quiere hablar con usted -le dijo con tono muy misterioso.

– ¿Qué le pasa a don Gonzalo?

– Está bastante mal… No creo que sea decisivo, pero él está muy asustado.

– ¿De qué se trata?

– Vaya usted -dijo el cura con gravedad-. Yo le he aconsejado esta entrevista.

Y miró a Plinio con ojos misteriosos, casi policíacos, como solía ponerlos don Lotario.

Cuando la mujer de don Gonzalo entró a Plinio en la habitación del médico, éste estaba sentado en la cama, con mucha fatiga y gesto caído. A Plinio le pareció asma o cosa así. Tenía puesto el médico un camisón tan blanco que la barba de plata no se distinguía apenas sobre la tela.

– Siéntate, Manuel -le dijo con fatiga al verlo entrar en la habitación.

– ¿Qué le pasa, don Gonzalo?

– Siéntate, siéntate aquí, junto a mí -dijo con cierta ansiedad.

Plinio acercó una descalzadora y se sentó junto a la cama.

– Déjanos solos -dijo don Gonzalo a su mujer, que permanecía en la puerta.

La mujer se retiró y cerró con cuidado.

– Usted dirá.

Don Gonzalo, cuando parecía que iba a hablar, inclinó la cabeza y comenzó a tocarse la barba con desesperación, como no sabiendo por dónde empezar.

Plinio aguardó pensando que no debía fumar allí, a pesar de las ganas que tenía y de lo bien que a él se le daba escuchar y pensar con un cigarro en la boca.

– Lleva razón don Felipe -dijo don Gonzalo, como convenciéndose a sí mismo-. Debí hablarte de este asunto hace mucho tiempo, pero… Todavía, en conciencia, no estoy seguro, Manuel, no estoy seguro… Llevo tres meses dándole vueltas a la cabeza…, es mi obsesión. Me refiero a la muerte de doña Carmen Calabria.

Plinio levantó bruscamente la cabeza y quedó mirando al médico con sus ojillos, siempre entornados y maliciosos, mejor: socarrones.

– ¿Tú te acuerdas que os dije en el Casino aquella misma noche que estaba fuera de peligro, que la enfermedad había hecho crisis…? ¡Yo sé lo que es una pulmonía, Manuel! He tenido miles de casos en mi vida. Y, de pronto, aquella mujer muere, muere a los pocos minutos de salir yo de allí. ¿Recuerdas que dijo don Onofre que a las doce el cadáver estaba frío? Dijeron que fue un colapso… En este sentido firmé yo el certificado de defunción. ¡Pero si aquella mujer, Manuel, tenía el corazón como un toro! Su estado general siempre fue bueno. Su debilidad, la debilidad ingénita de todos los Calabria, a ella le afloró en los nervios, en una sensibilidad enferma. Pero, ¿su corazón…? Y la sangre le circulaba muy bien, Manuel, pero que muy bien…

– Entonces, ¿qué cree usted que pasó?

– Su cara no me gustó nada -siguió don Gonzalo sin responder directamente a Plinio-. ¿Tú no la viste?

– No.

– Estaba desencajada, con una contracción rara… No la olvidaré nunca. Tenía las uñas clavadas en el pecho…, sus propias uñas…

Don Gonzalo calló. La fatiga le ahogaba. Descansó un poco. Luego, continuó:

– Yo estaba completamente aturdido, Manuel. Todos aquellos síntomas me parecieron un poco anormales, pero ¿hasta qué punto estaba yo seguro? Uno siempre desconfía de su sabiduría. Cada enfermo es un caso particularísimo. ¿Por qué a aquella mujer no pudo pasarle algo que yo ignoro? Durante el velatorio yo no dejaba de darle vueltas a la cabeza pensando qué podría ser aquello…, recordando todos los casos que había visto de muertes repentinas. Opté por la posición más cómoda, lo confieso: la de desconfiar de mí, la de creer que no tenía la convicción suficiente para solicitar la autopsia de doña Carmen. Ello suponía una acusación, tal vez gratuita a los de la casa. A su mismo marido, que tú sabes que es un alma de Dios. Íbamos a dar la campanada, y al final yo podía quedar en ridículo. No se trataba de unos cualquiera. Ya sabes tú lo que pesan estas cosas en un pueblo. Cuando la enterraron, descansé. Mejor dicho: creí descansar. Pero no. Entonces fue cuando comenzó mi verdadero martirio. La cosa ya no tenía remedio. Si había habido violencia, quedaría impune por mí cobardía… Y llevo tres meses, Manuel, dándole vueltas y vueltas al asunto. Por culpa de ello he desmejorado y me encuentro enfermo, muy enfermo… Porque cada día veo con más claridad que hice mal… Y a estas alturas, estoy convencido, que Dios me perdone, que doña Carmen Calabria no murió de muerte natural.

– ¿ Cómo cree usted que murió?

– Asfixiada.

– ¿Asfixiada, cómo?

– Seguramente con la almohada.

– Si ahora se exhumara el cadáver, ¿se sacaría algo en claro?

– No. Si hubiera sido veneno, tal vez, pero los pulmones no aguantan mucho bajo tierra.

Plinio, sin darse cuenta, había liado un cigarro y lo encendió.

– Como comprenderás, he relacionado esta presunta muerte con la de Antonia.

– Ya…

– Esta noche no podía aguantar más. Me dio la puñeta el asma, me acobardé, creí que me tranquilizaría confesándome. Pero don Felipe, con muy buen acuerdo, me ha aconsejado que éstos son asuntos de la Tierra y que en la Tierra conviene arreglarlos. Para ello nadie mejor que tú. Para él es un secreto de confesión; para ti…, igual, Manuel.

– Sí, señor.

– ¿Qué piensas hacer?

– Esperar… Desde la muerte de Antonia tengo la impresión de que en esa casa hay un mal duende encerrado. ¿Quién es? ¿Qué pretende? No lo sé. Luchamos con muchas dificultades para averiguar lo que pasa en la mejor casa del pueblo. Ese duende es listo y no deja huellas… hasta ahora. No hay más que esperar, ésta es mi teoría… Ese duende, don Gonzalo, camina muy deprisa hacia su fin y debe de estar al descubrirse.

– ¿Y si mientras esperamos ocurre otro… accidente?

– Es que no puedo hacer nada… ¿Cree usted que el criminal es don Onofre?

– Chico, a mí me parece un alma de Dios.

– Y a mí también; pero ¿quién sabe lo que se esconde en el último rincón de una cabeza? ¿No podría interesarle la muerte de doña Carmen para heredarla y casarse con otra?

– Carmen murió sin hacer testamento. Además, él manejaba todos los bienes. ¿Y casarse con otra…? Él era feliz a su manera. Además, ¿para qué necesitaba eliminar a Antonia?

– Podría saber demasiado.

– No lo veo claro.

– Igual me pasa a mí, don Gonzalo. No lo veo claro, no tengo pruebas, no lo veo lógico… Pasemos a otra persona. A Joaquinita.

– Es una cría…

– Desde luego. Pero una cría que muy bien pudiera aspirar a ser la dueña de la casa.

– No la creo con arrestos. Estuvo llorando todo el día la muerte de doña Carmen. Inconsolable… Además, es mucho orgullo el de don Onofre para casarse con una criada.

– Depende de cómo sea la criada.

– ¿ Por qué iba a eliminar a Antonia?

– Por la misma razón: podría saber demasiado.

– Tampoco lo veo claro.

– Ni yo…, hasta ahora. No hubo manera de comprobar si había salido de casa el domingo de Piñata. Doña Carmen y don Onofre me dijeron que no… ¿ Qué puedo hacer, entonces?

– Nada.

– La vieja entró en la casa después de morir Antonia. En el caso de que nada tenga que ver la muerte de la criada con la muerte del ama, ¿qué interés podría tener la vieja en matar a doña Carmen?

– No lo veo… ¿Y Pedro?

– Tampoco.

– Cuando murió Antonia él estaba enfermo en cama. Ahora no tiene explicación que ese hombre mate a su señora… Lo probable, don Gonzalo, es que el juego esté entre el amo y la moza o entre los dos de acuerdo. Pero la cosa es muy difícil de creer para nosotros. No digamos para el pueblo… ¡Hacen falta pruebas, y pruebas muy gordas…! ¿Aparecerán esas pruebas? Eso es lo que no sé… A lo mejor por los sucesos que vayan ocurriendo lleguemos a poseer la evidencia de la culpabilidad, pero no las pruebas.

– Te comprendo…

– La autopsia de doña Carmen tal vez hubiera aclarado las cosas…

– No me martirices, Manuel, no me martirices… Yo te ayudaré en lo que sea…

– No se preocupe, a cualquiera le hubiera ocurrido igual. Lo peor del mundo es cuando la infracción de la ley se da entre personas de las que nadie puede sospechar. Todas las gestiones son dificilísimas. Si no trabaja uno bien amarrado, ¡adiós, Madrid, que te quedas sin gente!

– En el difícil caso de que don Onofre se casara con Joaquinita, ¿tú crees que sacaríamos algo en claro?

– No. En todo caso la evidencia, pero no pruebas.

– ¿Y por dónde esperas esas pruebas?

– De la paciencia y el trabajo escrupuloso. Tengo mis planes, que se los comunicaré en el momento oportuno. Usted es médico y tiene entrada libre en esa casa a todas horas. Podrá serme muy útil en un momento determinado. Además, confío en la suerte. La justicia tiene más suerte que los criminales. Pero hay que andar bien despierto.

– Bien, Manuel, veremos lo que se puede hacer.

Don Gonzalo parecía más animado y sin fatiga, con la perspectiva de colaborar con Plinio.

A los pocos días al médico se le pasó el asma y volvió a su vida habitual. Ni una sola noche faltaba a la tertulia del Casino. Algunas veces, sobre todo antes de comer, se juntaban el médico, el veterinario, Plinio y el cura en el cuartillo de guardia de la sacristía.

Don Gonzalo, con aquellas conspiraciones y vigilancias, creía amortiguar sus escrúpulos de conciencia profesional. El cura también parecía haber sentido una súbita vocación policíaca.

Con el más absoluto de los secretos, de mutuo acuerdo, los tres personajes originariamente sabedores del «asunto doña Carmen» se lo comunicaron al veterinario. Fue condición impuesta por Plinio.

Pero hasta diciembre las especulaciones de los cuatro se limitaron a meras elucubraciones imaginativas que Plinio escuchaba con paciencia, ya que no había la menor apoyatura objetiva. La casa de la calle de la Luz seguía cerrada a cal y canto. Sólo entraban y salían los habituales. Entre éstos, como la salud de todos los moradores parecía excelente, no contaba don Gonzalo, y menos el cura.

Llegó un momento en que los cuatro hombres, a excepción de Plinio, comenzaron a desfallecer por falta de materia comentable. Habían agotado todas las fuentes de su imaginación. Fue entonces cuando Plinio, un poco por animarlos y otro poco por ver lo que pasaba, sugirió la conveniencia de que el médico y el cura, que eran los más amigos de la casa y cada uno por su lado, hiciesen a don Onofre una visita con cualquier pretexto.

El cura en seguida lo encontró. Iría a pedirle una limosna para arreglar la escalerilla de la torre, que estaba en pésimas condiciones.

– Yo voy a hacerle un rato de compañía -dijo el médico, muy decidido.


Los dos fueron el mismo día, un domingo. El cura por la mañana y el médico por la tarde. Anochecido, se reunió el cónclave en el cuartillo de guardia de la sacristía.

Cuando llegaron Plinio y el veterinario, el cura y el médico ya estaban allí.

Así que estuvieron juntos, el cura mandó a un monaguillo que había por allí a que se fuese a jugar a la plaza y echó una «firma» al brasero.

Pimío pidió al cura que hablase primero.

Don Felipe se echó hacia atrás el bonete y se pasó los dedos por sus exhuberantes cejas.

– He estado allí más de una hora. Onofre está muy bien. Impasible, como siempre. Dice que así que acabe la vendimia, volverá a salir al Casino. Ha engordado un poco. Le saqué el recuerdo de su esposa y se mostró muy sentido. «Era un ángel», dijo, pero pronto desvió la conversación.

– ¿Qué pasa del testamento? -preguntó Plinio.

– Me dijo que estaba en los últimos trámites. Como doña Carmen murió sin testar, han tenido que hacer una declaración de herederos y no sé cuántos líos. Claro que el único heredero es el marido. La cosa es fácil. Por cierto que me ha dicho que una vez que esté completamente resuelto el asunto de testamentaría, me dará una crecida cantidad para la iglesia, tal como hubiera hecho doña Carmen, caso de testar.

– Entonces ya está usted contento -dijo el veterinario, que era un tanto anticlerical.

El cura por toda contestación se encogió de hombros.

– ¿Vio usted a Joaquinita? -preguntó Plinio.

– Sólo un momento. Pedí un vaso de agua por si acudía. Onofre llamó al timbre, pero vino la vieja, que yo creo que es medio tonta… Cuando nos despedimos, vi a Joaquinita cruzar por el patio de arriba. Me saludó muy ceremoniosa, pero no me atreví a pararla… Como va uno con este complejo de policía…

– ¿Y qué más? -preguntó el veterinario.

– Pues nada más… La casa tiene su ritmo de siempre. Nada me llamó la atención, si he de ser sincero.

– Don Gonzalo tiene la palabra -dijo Plinio.

Don Gonzalo quedó silencioso y con una sonrisa que quería ser diabólica.

– ¿Y qué? -preguntó don Felipe, impaciente. Don Gonzalo miró a todos, haciéndose el interesante.

– Venga, suelte -insistió el cura.

– ¡La bomba! -dijo el médico-. O yo no sé lo que me traigo entre manos, o Joaquinita está preñada de tres o cuatro meses.

La noticia produjo el efecto esperado. El cura cubrió completamente sus ojos con las cejas.

– ¿Es que se le nota? -dijo, señalándose el vientre.

– No, ahí no -afirmó el médico-: en la cara.

El cura hizo un gesto de escepticismo.

– ¿ Es que no me cree usted, don Felipe? -preguntó el médico, muy picado.

– Hombre, cómo no lo voy a creer… Es que la cosa es gorda.

– Sí, señor, muy gorda; pero hay mujeres que se les nota el embarazo en seguida. Y ésta es una. Tiene un paño en la cara que a mí no se me despinta.

El cura volvió a menar la cabeza.

– Además estoy seguro que tiene vómitos y que es mal embarazo. Y usted, si se hubiera fijado, habría visto lo mismo…

– Yo no entiendo de eso.

El veterinario sacó una risa de conejo.

– ¡No, no entiendo, y es natural! -dijo el cura, mosqueado.

– ¿Tú qué dices de eso, Manuel? -preguntó el veterinario a su oráculo.

– Me extraña que don Onofre cometa una pifia así.

– A lo mejor él no lo sabe -saltó el cura, ya en situación.

– Buena idea -dijo el veterinario.

Todos asintieron y el cura se esponjó, pasándose los dedos por las cejas.

– Si las cosas son como dice don Gonzalo, la situación se aclara mucho -añadió Plinio,

– Naturalmente -dijo el médico.

– Claro, que no por eso aumentan las pruebas de la muerte de Antonia y del posible asesinato de doña Carmen.

– Esta niñota lo que quiere es casarse con Onofre -exclamó el cura.

– Manuel, ¿no convendría poner en guardia a don Onofre? -dijo don Lotario.

Plinio movió la cabeza con gesto escéptico.

– No. Primero porque no hay pruebas… Lo segunda es que si las cosas han ocurrido como suponemos, no sabemos hasta qué punto don Onofre pueda ser ajeno a las maquinaciones de Joaquinita.

El veterinario asintió.

– ¡Qué mundo, qué mundo, Dios mío! -exclamó el cura-. Pero si esa Joaquinita es una cría…

– … Muy guapa -cortó Plinio.

– ¡Si Onofre es un alma de Dios! -volvió a decir sin pararse en la aclaración del guardia.

– Sí, pero él se trajo a la chica a servir a su casa. Es hija de unos caseros que tiene don Onofre allá en Ruidera.

– Mira, Manuel -dijo el cura-, a la tal Joaquinita no la he tratado en mi vida, pero a Onofre sí. Fuimos a la escuela juntos. No digo que no pueda haber sentido tentaciones ante la moza una vez viudo, pero eso siempre que lo haya comprometido ella. Él es hombre sin energía y de muy cortas iniciativas. Y, desde luego, de crímenes ni hablar… Él es tontaina, como todos sabéis, para entendernos pronto.

– Sí, sí, fíate de los tontos -dijo el médico.

– Me fío, y usted también, que lo conoce como yo -cortó el cura-. Es incapaz… ¿No te parece, Manuel?

– Yo me atengo a lo que vaya trayendo el tiempo. Apenas he tratado a don Onofre, aunque me inclino a lo que usted dice.

– El aguantar durante quince años a una mujer enferma de los nervios, que por añadidura está obsesionada por el recuerdo de su primer novio, puede dar iniciativas al más lerdo -dijo el médico.

– Desde luego la cosa tiene miga -confirmó don Lotario.

– Si a ello se añade que tiene al lado a una persona con gran imaginación llamada Joaquinita… -dijo don Gonzalo mirando al cura.

– Todo puede ser…, todo puede ser. En este maldito mundo… Pero como él es tan tranquilón y tan buenazo, se le hace a uno cuesta arriba -exclamó el cura.

– Sí, don Felipe, algunas veces tienen ustedes razón y la carne es el demonio -dijo el veterinario.

– Yo lo que quisiera saber es qué hemos de hacer para evitar mayores males. Algo se podrá hacer, ¿no? -preguntó el cura.

Plinio movió la cabeza con escepticismo.

– Entonces, cruzarnos de brazos y a esperar -siguió el cura con indignación.

– No se ponga usted así, don Felipe -dijo Plinio con ademanes calmosos-. Veamos: vamos a ponernos en el más fácil de los casos: que tuviéramos la evidencia de que la causante de todo era Joaquinita con la ignorancia total de don Onofre. Bien. Lo que procedería en tal situación era prevenirle… Prevenirle era acusar abiertamente a Joaquinita. ¿De qué? Primero de un crimen que ocurrió el carnaval pasado, sin prueba alguna de que fuese ella. Segundo, de que remató a doña Carmen. ¿Fundados en qué? En un parecer del médico incomprobable. Usted tal vez como sacerdote podría hacerlo; sin embargo, yo no se lo aconsejaría. No se puede acusar tan gravemente a nadie sin pruebas decisivas, máxime si ella tiene ya, como afirma don Gonzalo, un hijo de don Onofre en sus entrañas… Si a esto se añade que ignoramos hasta qué punto pueda tener parte don Onofre en esa supuesta culpabilidad de su criada, hace, a mi juicio, totalmente improcedente la intervención prematura. Por eso no me cansaré de aconsejarles, al menos es lo que yo haré como único representante de la justicia, el esperar. Dice usted con razón, don Felipe, que hay que evitar mayores males. Yo no los espero ya. Sea quien quiera el culpable, o sean los dos, ya tienen el camino expedito para lograr sus fines. Nadie les puede estorbar. La boda se hará sin impedimento y, si hay embarazo, se hará inmediatamente. La vida de nadie corre ya peligro. Y, sin embargo, si se tiene paciencia, el tiempo puede poner en claro las cosas y la justicia llegar a su fin.

– Tienes muchísima razón, Manuel -dijo el veterinario.

– ¿Y si el tiempo no descubre nada?

– Pues el crimen quedará impune, como tantos otros -dijo el policía.

– El cargo de conciencia no los dejará vivir -afirmó el cura.


Las posteriores reuniones de los cuatro hombres no aportaron nueva luz sobre el asunto en los finales del otoño. La vida seguía tranquila en la casa de la calle de la Luz. Y los observadores, en absoluto encontraron materia comentable. Don Onofre, como había anunciado, comenzó a salir al acabar la vendimia. Después de comer, vestido de riguroso luto, se iba al «Círculo Liberal» y allí permanecía hasta media tarde, jugando al tresillo con sus amigos. Pero la partida de don Onofre, desde la incorporación de éste a la vida social del Casino, tenía un mirón más que los de costumbre: Plinio. Éste, desde que oyese al cura y al médico que don Onofre iba a volver al Casino al final de la vendimia, con gran dolor de su bolsillo se apresuró a hacerse socia del «Círculo» -él siempre fue asiduo del «San Fernando»-, y comenzó a frecuentar la partida de don Onofre. Cuando éste volvió a su tertulia, Plinio ya era un habitual en ella en calidad de mirón.

Durante dos meses largos, el policía no faltó una sola tarde. La gente lo creía abstraído en los accidentes del juego, pero su verdadero estudio era la cara y reacciones de don Onofre. Con la endemoniada costumbre que tenía Plinio de mirar entre pestañas, resultaba muy difícil saber dónde posaba sus ojos.

Sus amigos y provisionales colegas en la investigación: el médico, el cura y el veterinario, le preguntaban con frecuencia:

– ¿Cómo va el tresillo?

Un día les dijo Plinio, que ya comenzaba a cansarse de su forzada misión:

– No he visto en mi vida un hombre más parecido a un niño que don Onofre. Hasta su afeminamiento lo aniña más a pesar de su corpachón.

– Total, que no le ves un detalle -dijo el cura.

Plinio movió la cabeza negativamente.

– Ya te lo dije yo… Es un tontaina.

Cuando faltaban muy pocos días para Navidades, los tres amigos recibieron aviso urgente del cura.

Plinio se imaginó para lo que era. Había oído a don Onofre decir en el Casino que iba a pasar una larga temporada en el campo. Se reunieron en la rectoría al caer la tarde.

– Boda tenemos, amigos -dijo el cura sin preámbulos-. Hoy me ha llamado muy secretamente don Onofre para avisarme que, con la mayor reserva, haga los preparativos necesarios. Él me fijará el día y la hora. Por supuesto que esto no lo debe saber nadie. Con razón, quiere ahorrarse la cencerrada.

– ¿Vio usted a Joaquinita? -preguntó el guardia.

– No. No apareció en toda la casa. Me permití insinuarle si no resultaría la boda demasiado prematura, dado que no hace un año que había muerto doña Carmen. No me contestó. Por primera vez en mi vida vi un gesto de dureza y decisión firme en su cara. Creo que está bien cogido…

– Por lo visto la chiquilla es un águila -dijo el médico como para sí-. Se supo ganar a doña Carmen hasta el extremo de ser su confidente y al mismo tiempo a Onofre, hasta el altar.

– Esto de la boda estaba previsto -dijo Plinio con desmayo.

– Sí, tú lo anunciaste hace mucho tiempo -añadió el veterinario.

– Yo daría cualquier cosa por no hacer ese matrimonio -dijo el cura hablando también para sí.

– Lo comprendo -asintió Plinio.

– Les advierto que muchas veces me dan ganas de coger al tontón de Onofre y contarle las cuatro verdades del barquero… ¡Qué narices, para eso es uno cura!

– Ya hablamos de eso en otra ocasión -añadió Plinio con severidad.

– Sí, sí, sí -dijo el cura-, pero es que la cosa es muy gorda.

– En conciencia, usted no puede citar a don Gonzalo, cuya suposición es la verdadera clave.

– Ya, ya lo sé, ¡uf! -Y, dando un puñetazo sobre la mesa, se levantó enrabiscado-. Si cogiese yo a la niñota esa en el confesonario…

– La cogerá usted -dijo Plinio, sonriendo-. Y ella, naturalmente, le dirá lo que quiera… Será una confesión angelical, aparte de lo del embarazo, naturalmente, que si existe sí se lo confesará. Y él también.

El cura se paseaba como una furia por el despacho rectoral. De pronto, se detuvo ante Plinio con verdadera indignación:

– Y tú, que eres tan buen policía, el mejor de España según dicen por ahí, ¿no puedes hacer algo, no se te ocurre nada, no encuentras una prueba, la mínima para evitar este matrimonio demoníaco? ¿El que esa víbora entre en la mejor sociedad de Tomelloso?

Plinio movió la cabeza, resignado. Luego, añadió:

– Yo soy un pobre guardia municipal, don Felipe… Bastante hace uno para dieciséis reales que gana.

– Y a lo mejor la víbora es él -intervino el veterinario.

El cura lo miró con desprecio y siguió sus paseos enfurecido. Luego, más sereno:

– No sé si me estará permitido comunicarles el día y hora de la boda, no lo sé. De todas formas es igual.

III UNA «CENCERRÁ»

El día 22 de diciembre, cuando Plinio cruzaba la plaza a eso de mediodía, vio que don Felipe le hacía una señal desde la puerta del cuarto de guardia de la sacristía.

– Esta noche, a las diez, los caso. No hace falta que lo digas a nadie más… ¿Para qué? Mañana podemos reunimos a comentar.

– Está bien. ¿Hay alguna otra novedad?

– No.

– ¿Vio usted a Joaquinita?

– Todavía no. Seguramente esta tarde.

– Bueno, entonces, hasta mañana.

– No comentes con nadie… Mañana, a las siete, en mi casa.

– Descuide.


Hacia las diez de la noche Plinio se apostó en una esquina próxima a la casa de doña Carmen. Apenas llevaba unos segundos en su puesto de acecho, se dio una palmada en la frente, y dijo para sí: «¡Idiota de mí!» Y echó a correr camino del callejoncito del Zurdo, donde daba la parte trasera de la casa.

Apenas tuvo tiempo para apostarse de nuevo. En seguida se abrió al portada y salió de ella una tartana pequeña, sin farol.

La siguió desde lejos. Se detuvo en la puertecilla trasera de la iglesia que da a la calle de Veracruz. Cuatro personas bajaron rápidamente de ella entre las sombras del oscuro callejón y entraron en la iglesia.

La tartana se marchó en seguida. Plinio se acercó a la puertecita trasera de la iglesia y empujó, pero habían cerrado. Se quedó dando paseos. Aburrido, vio las otras dos puertas de la iglesia. Estaban cerradas. Volvió a la calle de Veracruz y se ocultó a esperar. A las once en punto volvió la tartanilla y se detuvo donde antes. El que la conducía, que a Plinio desde lejos le pareció Pedro, se bajó y dio unos golpecitos en la puerta. Se subió en la tartana. A los pocos minutos salieron cuatro personas que entraron rápidamente en el carricoche.

Nuevamente Plinio lo siguió. Entraron en la portada que ya estaba abierta. Como no la cerraban, Plinio aguardó. En seguida se oyó el motor de un coche. Salió el «Gran Paije» de don Onofre. Conducía él. Milagrosamente, a Plinio le dio tiempo a correr hasta otro callejón, si no, lo ven a las luces del auto.

Plinio decidió volver a su casa, ya era hora de cenar, cuando le pareció oír ruido y alboroto de gentes. Aligeró el paso hacia la calle de la Luz. Mucho antes de llegar apreció claramente, entre las voces, el sonar de cencerros y latas golpeadas. Por la plaza entró en la calle y pronto, frente a la casa de don Onofre, vio un nutrido grupo de gente que producía la algazara. La voz cantante la llevaba una mujerona descomunal llamada la Minerala, que armada de un palo, golpeaba sobre el barreño de porcelana viejísimo, que sostenía otra mano. La coreaban inmediatamente unos cuantos mozalbetes y muchachas que, ferozmente, pegados a la puerta de la casa, daban porrazos sobre botes. Unos cuantos movían cencerros y pretales de campanillas.

Por las bocacalles próximas, atraídos por el ruido y la algazara, acudía cada vez más gente. Cuando a la Minerala le pareció que había suficiente concurso, levantó los brazos con ademanes enérgicos para ordenar a todos que se callaran. Cuando lo consiguió, preguntó con una voz estentórea:

– ¿ Quién se ha casado?

Una moza gorda y con voz chillona que había a su lado respondió a todo pulmón:

– Don Onofre.

Volvió a preguntar la Minerala:

– ¿Con quién?

Moza:

– Con la Joaquinita.

Minerala: -¿Para qué?

Moza:

– ¡Para que le haga una pancita!

Al acabar la última palabra del verso improvisado, la Minerala hizo un ademán y todos los cencerros, campanillas y latas comenzaron a sonar de manera ensordecedora.

Al cabo de unos momentos, la Minerala volvía a ordenar que callase el ruido, y ella nuevamente volvía a hacer las mismas preguntas, que la moza gorda contestaba con procacidades mayores, y que en seguida eran coreadas con risotadas y desconciertos.

A la escasa luz que había por aquella parte de la calle se veía mal; a la gente apretujada, riendo sin freno, alzando los cencerros y las latas al tocarlos, sobre sus cabezas.

Plinio se marchó para casa. Sabía que era inútil querer detener una «cencerra». Había que esperar a que se cansasen y se marchasen. Como casi siempre en estos casos, no se explicaba cómo la noticia de la boda había corrido tan aprisa… Posiblemente el pueblo entero tuviese ya también su versión más o menos verosímil de los demás sucesos de la casa de la calle de la Luz.


Al día siguiente, como anunció el cura, se reunieron los cuatro amigos en la casa rectoral. Todos iban un poco pendientes de lo que pudiera contar el cura. Apenas estuvieron sentados, el veterinario lanzó la primera pregunta a su estilo:

– ¿Se confesaron con usted, don Felipe?

El cura lo miró, moviendo la cabeza:

– El albeitar puñetero no tiene remedio -dijo.

Don Lotario se rió meciendo mucho los hombros y guiñando el ojo a los demás.

– Sí, señor, se confesaron, pero no conmigo, sino con don Juan -dijo con gravedad-. Le tenían avisado… Es algo que no me explico bien.

Y el párroco quedó como pensativo, con las peludas cejas muy alzadas.

– Ella -continuó- tenía un aspecto muy sereno y muy señor. Y escribe bien. No sé cuándo habrá aprendido. Hizo una firma correcta.

– ¿Le notó usted algo? -preguntó don Gonzalo.

– Pues… no podría decir que sí ni que no. Había poca luz en la iglesia, y ella, naturalmente, si está como usted dice, debía de llevar faja… Pero no sé si influido por sus sospechas, sí me pareció algo pálida y con la figura un poco alterada… Pero no me atrevería a poner las manos en el fuego.

– ¿Y él? -preguntó Plinio.

– Él como siempre… Con la misma cara de placidez que cuando se casó con Carmen hace quince años… Lo verdaderamente interesante del asunto es que la gente ha comenzado a comentar por ahí. La boda ha hecho que el pueblo repase los acontecimientos ocurridos en esa casa de casi un año a esta parte, de la manera más arbitraria… o no tan arbitraria. El pueblo tiene su instinto.

– ¿Y qué dicen? -preguntó el médico.

– Muchas cosas… ¿Es posible que ustedes no hayan oído nada?

– Yo no -dijo don Gonzalo.

El veterinario y el guardia asintieron.

– Yo he oído que, según la gente, Joaquinita envenenó a doña Carmen -añadió el cura.

– Eso mismo me han dicho a mí -dijo Plinio.

– Yo lo que he oído -dijo el veterinario- es que la mataron entre él y ella. Que, además, era un proyecto viejo que descubrió la Antonia y por eso don Onofre mandó a un guardaespaldas suyo que la matara.

– Es curioso… La gente no sólo adivina las intenciones, sino los hechos exactos -comentó el cura-. Y Dios me perdone.

– Lo que no me explico bien es cómo la «cencerra» se organizó con tanta puntualidad… Si empiezan unos minutos antes pillan a los desposados en la casa.

– Instinto, el instinto del pueblo… Aunque no debió de faltar algún alma caritativa muy próxima a la parroquia que hablase lo que no debía -dijo el cura, y luego quedó gruñendo.

– El que la gente se ocupe de esto nos va a perjudicar ahora, ¿no crees, Manuel? -dijo el veterinario.

– Tal vez sí y tal vez no. Nunca se sabe. Lo que ocurrirá de momento es que, especialmente a usted, a don Lotario y a mí, nos observarán con mucho cuidado, porque supondrán que estamos sobre el negocio.

El veterinario asintió con la cabeza la mar de gozoso y dándose importancia.

– Estos comentarios populares pueden muy bien poner nerviosos a los presuntos culpables y facilitar las cosas -dijo el médico.

– O ponerlos en guardia -replicó Plinio-. A nosotros, desde luego, lo que nos conviene es oír cuanto se diga, pero desmentirlo y defender a don Onofre y a Joaquinita en lo posible. No es conveniente que llegue a sus oídos que nosotros nos hacemos eco de la gente.

– Es muy cuerdo lo que dices, Manuel -dijo el cura.


Los recién casados continuaban en su casa de campo «La Poza». Don Onofre venía al pueblo los sábados a pagar a los gañanes y a comprar provisiones, y se volvía con su mujer el domingo por la mañana. Procuraba darse a vistas lo menos posible y no aparecía por el Casino.

Los comentarios de la gente no aminoraron de momento hasta la mañana del Miércoles de Ceniza.

Aquella mañana Plinio estaba endemoniado por las últimas disposiciones del alcalde. Ya, diez días antes del carnaval, había aparecido un bando dando instrucciones severísimas para prevenir cualquier desgracia como la del año pasado. Hubo otras instrucciones privadas a la Policía: una de ellas era que hicieran siempre su servicio con el barboquejo caído. Este simple detalle traía de mal talante al jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso que no se arreglaba de llevar la correíta pegada a la barbilla. A cada instante se pasaba el dedo por debajo del cuero o se encasquetaba más la gorra para que la tirantez del barboquejo fuera menor. Otras veces iba a quitarse la gorra olvidándose de la sujeción y se pegaba unos tirones de cuello que temía morir estrangulado. Plinio decía a sus amigos:

– Creerá el señor alcalde que llevando el barboquejo caído tenemos más autoridad, si no, no me explico.

Por si esto era poco, en prevención de que el Miércoles de Ceniza era el día de más tráfago del carnaval, con el entierro de la sardina, el baile de gala y el concurso de carruajes, el alcalde había dado la orden «descabellada», a juicio de Plinio, de que toda la Policía prestase servicio permanente aquel día. La orden tomó desprevenido al jefe, que ¡estuvo de guardia todo el día anterior y tenía la perspectiva de otra noche sin dormir.

De este humor estaba Plinio hacia las once de la mañana en el cuarto de guardia, con la gorra quitada por supuesto, cuando sonó el teléfono que había en la pared al alcance de su mano.

Mejor que hablar escuchó unos segundos e inmediatamente colgó. Se encasquetó la gorra, se metió el barboquejo hasta la nuez, y salió calle de la Feria arriba con una velocidad inusitada en él. Algunas máscaras tempraneras, al verlo tan aprisa se volvían a mirarlo. «De caza va Plinio», se decían. Dobló por el pasadizo de Toledo y entró en la puerta de taquillas del teatrillo. Entró como un huracán y se plantó ante la taquillera. No le dio tiempo a hablar.

– Don Isidoro está en el escenario -le dijo la muchacha.

Manuel salió a la misma velocidad que entró, cruzó el patio del teatro, pasó al patio de butacas, ahora sin butacas y convertido en salón de baile. A la luz de la mañana las serpentinas y colgaduras parecían decoloradas. Y por una puertecilla que había en la orquesta, bajo el escenario, se metió arrastrando el sable.

En el escenario -el telón de boca estaba bajado- había varios empleados desenrollando alfombras, moviendo un piano, colocando cortinas… Era la preparación del tradicional baile de gala del Miércoles de Ceniza, con orquesta de Madrid, aquel año con negros y concurso de disfraces.

Don Isidoro, con un gran puro en la boca, el sombrero en la mano y el gabán desabrochado, miraba las maniobras de unos tramoyistas de espaldas al foro por donde entró Plinio. Éste se aproximó al empresario y se llevó débilmente la mano a la gorra.

– Buenos días, don Isidoro.

– Buenos días; Manuel. Un momento.

Don Isidoro, con gran calma, dio unas instrucciones más a unos cuantos que estaban a punto de lanzar un piano escenario abajo con sus inhábiles esfuerzos.

Cuando el piano pareció seguro, don Isidoro llamó a Plinio a un lado del escenario y puso un pie sobre una alfombra débilmente enrollada.

– Esta alfombra -dijo- es de la guardarropía del teatro. La ponemos cuando viene alguna compañía de verso o en el baile de gala del Miércoles de Ceniza.

Plinio asintió.

– Este año -continuó el empresario- no se ha utilizado. Estaba tal como la dejamos el jueves de carnaval del año pasado.

– ¿Y cómo la vio y pudo ocultar quien fuera esas cosas que usted me dijo? -preguntó Plinio.

– Ya he pensado en eso. He preguntado a los tramoyistas. Hemos sacado la conclusión de que la alfombra debió de quedar enrollada en el escenario, tras el telón, hasta el domingo de Piñata… Allí la debió de ver quien ocultó esas cosas entre sus pliegues.

– ¿Y cómo no la vimos nosotros, que rebuscamos por todo el local, incluso en el escenario, como recuerdo perfectamente?

– Debió de ser la fatalidad de que la dichosa alfombra la guardasen en la guardarropía después del baile de la tarde. Cuando hicimos el registro, después del baile de la noche, la alfombra ya estaba en el cuarto de guardarropía, cerrado bajo llave. Allí, naturalmente, no se nos ocurrió buscar los objetos contundentes que se hubieran dejado las máscaras del baile de la tarde.

– El paso al escenario ¿está franco para las máscaras?

Don Isidoro sonrió:

– Sí, porque no tiene llave. Y como la puerta del escenario está junto a la del retrete, más de una pareja se nos cuela en el escenario… para estar más tranquilos.

– Ya… Si esa dichosa alfombra aparece antes, hubiésemos ahorrado muchas cosas -dijo Plinio, sentencioso.

Don Isidoro, después de asentir con aire de complicidad, continuó su explicación que consideraba incompleta:

– Hace un rato, momentos antes de llamarle, al desenrollarla Montera y Ramírez, encontraron lo que le he dicho a usted por teléfono.

Plinio echó una ojeada a la gran alfombra, ya más que pasada, que le señalaba don Isidoro con el pie. No vio nada de particular.

– Vamos a ver eso -dijo con cierta impaciencia.

El empresario echó otra pausada ojeada a sus operarios, dio una chupada al puro y con el andar pausado que acostumbraba y un rítmico y pendular movimiento de sus brazos, entró su corpachón por el hueco de una escalerilla estrecha que conducía a los camerinos. Se detuvo ante uno de ellos, abrió con una llave que se sacó del bolsillo, entró delante y encendió una luz pajiza que casi volaba a ras del techo. Luego se quedó mirando a un rincón y mostró a Plinio un lío ovalado de tela que fue blanca y ahora sucia de polvo.

Como don Isidoro no parecía dispuesto a agacharse sobre el lío ni mucho menos, Plinio se inclinó sobre él y lo desenvolvió con cuidado. Conforme lo iba desliando se daba cuenta de que se trataba de una gran sábana de cama de matrimonio que en su interior contenía algo duro. Antes de que Plinio llegase al objeto envuelto, don Isidoro, poniendo un pie sobre un pico de la sábana, le dijo:

– Fíjese usted en esto.

Plinio miró hacia el ángulo de la sábana que apuntaba el pie de don Isidoro.

– Sangre -dijo el empresario.

Plinio encendió su mechero y miró más de cerca. En efecto, se trataba de unas salpicaduras de sangre ya un poco descolorida.

Plinio levantó los ojos hacia don Isidoro, que por su gran estatura la cabeza le quedaba altísima, envuelta entre la nube de humo de su habano.

– Y en eso -dijo don Isidoro apuntando con el pie a otra zona un poco más alta de la sábana.

Plinio tuvo que volver a encender el mechero. Miró con mucho detenimiento y tocó suavemente con los dedos. Parecía sangre más clara y solidificada.

Manuel alzó de nuevo la vista hacia don Isidoro, con gesto ambiguo.

– Yo diría que son briznas de masa encefálica…, de sesos -aclaró, pues Plinio quedó indeciso.

Plinio volvió a mirar. Por fin, casi temblando de emoción, iba a continuar desliando cuando don Isidoro, cambiando su pie al otro pico de la sábana, volvió a decir:

– ¡Y en eso!

Plinio tomó el pico y se lo levantó hacia los ojos. Había, bordadas con hilo blanco, dos oes enlazadas.

Plinio, de sorpresa en sorpresa, volvió a levantar los ojos hacia el empresario.

– ¡Dos ces! -dijo, quitándose el puro. -Carmen Calabria… -musitó el guardia.

Por fin tiró de la sábana con cuidado y un objeto metálico cayó sobre el suelo. Era un bastón de hierro delgado, con el puño, que fue niquelado, lleno de orín. Plinio lo tomó entre sus manos y se puso de pie.

– Es un bastón estoque -dijo Plinio mirando la empuñadura.

– Sí, pero quien lo usó no se fijó en lo que era. Mire usted…

Y le señaló el centro del bastón aproximadamente. Sobre el esmalte negro se veían unas manchas y restregones rojizos.

– Más sangre.

Don Isidoro, que en aquel momento reencendía su puro, cosa rara en él, asintió mirando de reojo.

Plinio, con un ligero esfuerzo, sacó el estoque. Estaba completamente limpio. En el puño del bastón había grabado un perro largo, estilizado. Luego lió cuidadosamente la sábana y el bastón.

Plinio, mientras asentía, pensaba en que sus éxitos policíacos habían despertado una gran afición en el pueblo a los asuntos de esta especie y todo el mundo se sentía policía, hasta don Isidoro, hasta el cura… Y sonrió para sí.

– Quien utilizó ese bastón y esa sábana entró en el escenario, cosa bien fácil un día de baile, y metió su disfraz entre la alfombra.

– ¿Y luego salió ya sin disfraz? -cortó Plinio, malicioso.

– Claro -dijo don Isidoro, pensativo.

– No lo veo claro.

Don Isidoro quedó mirando al suelo, con las manos en la espalda y el puro en la boca.

– Depende de si el… digámoslo, asesino, era persona muy conocida o no lo era -dijo don Isidoro mirando de reojo a Plinio, que también parecía pensativo con la sábana bajo el brazo.

– Podía llevar otro disfraz debajo…, total una sábana -dijo Plinio.

Don Isidoro, sin quitarse el puro de la boca, comenzó a asentir reiteradamente con la cabeza.

– Lo sorprendente -dijo el empresario- es que se le ocurriera venir a esconder esas cosas a un baile.

– En un baile de carnaval, se esconde todo.

– Lo que me choca también es que supiese que estaba ahí la alfombra.

– O no; entraría por todos sitios buscando un lugar adecuado y se topó con la alfombra…

– Oiga usted, Manuel -dijo don Isidoro después de una pausa-, ¿ cómo sabía usted que el presunto criminal había estado en el baile la tarde del domingo de Piñata y se había dejado algo?

Plinio, antes de responder nada, con gran sosiego, se desabrochó un botón de la guerrera, y del bolsillo interior se sacó una vieja cartera sujeta con una goma y de uno de sus departamentos sustrajo algo envuelto en un papelito de seda. Lo desdobló con cuidado de relojero, y mostró la entrada famosa que encontrase en el estribo del «Gran Paije» de don Onofre.

Don Isidoro la examinó con gran cuidado y se la devolvió al jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, al tiempo que entornaba los ojos. Parecía querer adivinar el sitio exacto donde había sido hallada.

– Esta entrada -dijo Plinio, haciéndose cucamente eco del pensamiento del empresario- la encontré la misma tarde del crimen en… cierto lugar.

– Ya.


Plinio, con el lío bajo el brazo se fue derecho al herradero de don Lotario. Allí lo guardaron en la vitrina del instrumental bajo llave. Luego localizó por teléfono desde el herradero al médico forense, y le rogó que fuese. El cura y don Gonzalo, atraídos por los rumores que corrían por la calle, se presentaron casi al mismo tiempo en el herradero. Plinio tuvo que enseñarles el hallazgo inmediatamente. Cuando estaban con la sábana y el bastan de hierro sobre la mesa del laboratorio, llegó el forense.

– ¿ Recuerda usted las heridas de Antonia, la que mataron el domingo de Piñata del año pasado? -le preguntó Plinio.

– Sí.

– ¿Con qué cree usted que se las hicieron?

– Ya se lo dije…, con un palo o un bastón.

– ¿Pudo ser éste?

El médico lo tomó entre las manos y comenzó a examinarlo con detenimiento:

– Esto es sangre -dijo con voz desganada señalando unas manchas.

– Eso parece.

– No cabe duda -dijo don Gonzalo,

El forense guiñando el ojo miró con el otro el bastón desde la contera:

– Tiene un poco alabeo.

Todos comprobaron la observación del médico.

Luego examinaron la sábana.

– Y eso tampoco cabe la menor duda de que son sesos -afirmó el cura.

– Puede ser -dijo el forense con su acostumbrada ambigüedad.

– Eso lo veremos ahora mismo -repuso don Lotario destapando su pequeño microscopio.

Todos volvieron los ojos hacia el microscopio. Don Lotario comenzó a raspar algunas de aquellas motitas que depositó sobre un «porta». Con mucho cuidado lo colocó en el microscopio y empezó a manipular en él. Miró unos instantes y levantó la cabeza sonriente:

– Vea usted -dijo al forense.

El forense echó el sombrero hacia el cogote y miró con detenimiento:

– Una de las motitas es de barro seco -dijo sin despegar el ojo y con voz de aguafiestas-. Las otras sí.

– ¿Sí qué? -preguntó el cura.

– Sí son masa encefálica.

Todos fueron desfilando por el microscopio.

Cuando Plinio consiguió quedarse solo, que no fue hasta la hora de comer, pensó seriamente que su plan de trabajo inmediato debía desarrollarlo personalmente, o lo que era igual, con el único auxilio de don Lotario y de sus guardias. No era cosa, llegada la hora de la verdad, de tener que dar cuenta de todos sus pasos y propósitos a todas las fuerzas vivas del pueblo. Además, dada la popularidad que había tomado el asunto, procuraría obrar con el mayor sigilo y hacerse ver lo menos pasible.

El cura le había dicho secretamente en el herradero que don Onofre le había encargado una misa en sufragio del alma de Antonia para la primera hora de la mañana del domingo de Piñata, fecha del aniversario de su muerte.

Consideraba Plinio que su primer paso debía ser hacia don Onofre, pero aisladamente, sin la proximidad de Joaquinita. Por ello desterró la idea de ir a «Las Pozas». Era preferible aguardar a que volviese al pueblo el sábado. Para ello había que esperar hasta tres días, pero merecía la pena contener la impaciencia. La contrapartida es que se enterasen del escándalo que había por el pueblo. Pero no era fácil, ya que «Las Pozas» quedaban lejos, y en aquellos días de carnaval no era probable que fuera allí nadie. Tampoco le venía mal el tener reposo aquellos días para madurar adecuadamente el plan a seguir y las posibles complicaciones y sorpresas que podían surgir.

Pasada la euforia del Miércoles de Ceniza, la gente volvió al tema y todo eran cabalas de si Joaquinita había matado a las dos mujeres o había sido don Onofre. Había otro bando que repartía los muertos de manera caprichosa. Unos decían que Joaquinita había matado a la Antonia y don Onofre a su mujer, y otros preferían la combinación contraria. Pues era admitido entre todos que doña Carmen había muerto envenenada.

Debido a su prolongado trabajo durante el martes y el miércoles, Plinio pasó todo el día del jueves en su casa. Quería darse a vistas lo menos posible para evitarse molestias.

El viernes apenas salió del cuarto de guardia para tener una conferencia obligada con el señor juez, que le entregó toda su confianza; y otra conferencia, digamos de cortesía, con el alcalde, que era primo hermano de Carmen. El alcalde estuvo discretísimo y solamente se interesó por el hallazgo de la famosa sábana y el bastón.

El mismo viernes por la noche se entrevistó con don Lotario en su casa y le dio las siguientes instrucciones:

– Mañana por la mañana, temprano, deja usted el «Ford», con la sábana y el bastón, en la portada trasera de la casa de doña Carmen. A las siete en punto nos juntamos en la buñolería de la Rocío. Mientras estamos en la buñolería, que Maleza nos aguarde en el auto.


El sábado por la mañana Plinio mandó a un guardia vestido de paisano que vigilase desde un lugar discreto la llegada de don Onofre a su casa y se lo avisase inmediatamente a la buñolería. Sabía que llegaba aproximadamente a las ocho, pero quería ser el primero que hablara con el recien casado.

Luego se marchó a la buñolería, que aquel frío día de febrero estaba poco concurrida a las siete de la mañana.

– Dichoso lo ojo -dijo la Rocío al verle entrar.

Y se volvió en seguida a prepararle el café.

– Don Lotario de su arma ya se ha ido con los churros para sus niñas. Ha dicho que viene en seguidita.

Plinio, impaciente, tomó un buñuelo que había cortado sobre el mármol y comenzó a comerlo.

Rocío, al servirle el café, le miró con guasa:

– Me han dicho que ahora se dedica usted a recoge sábanas viejas. ¿Es que va usted a poné una trapería?

Entraron unas mujeres y Rocío se calló. Plinio comenzó a mojar con delectación sus buñuelos en el café solo.

Cuando salieron las mujeres, Rocío siguió:

– Le arvierto que a mí no me importaría que me mataran estando usted vivo, porque tarde o temprano daba con er crimina…

Ponme otro café, gitana -le dijo Plinio, sonriendo.

– ¡Ay, Manué de mi arma! Si no estuviese ya casao y tan pochito, que se casaba usted conmigo lo saben los guardias, ¡digo!

– Eso puedes asegurarlo -dijo Plinio.

– ¿No ve…? Si ya lo sabía yo que usted me tiene ley.

Y comenzó a reír con todas sus ganas.

– Y lo de pochito, no creas, no creas…

– Ya lo sé, sabueso, si é por consolarme…

En estas entró don Lotario resoplando bajo la capa.

– Ponme un cafelito con gotas, Rocío, que hace un frío endemoniado -dijo el veterinario.

– ¿Ve usted, Manuel Con don Lotario no me casaba, lo que son las cosas, aunque tiene carrera y auto…

Don Lotario quedó mirándola con sus ojos vivos y sin comprender.

Plinio comenzó a reír con tantas ganas que se le salía el café por las comisuras.

Luego de consumir su desayuno, ambos amigos encendieron los cigarros y aguardaron en una punta del mostrador mientras Rocío despachaba a la gente que iba llegando.

Sobre las ocho y cuarto apareció el guardia vestido de paisano en la buñolería y le hizo una seña discreta a Plinio.

Plinio y don Lotario salieron en seguida.

– Acaba de llegar. El coche está parado en la puerta.

– Tú puedes marcharte -dijo el jefe al guardia-. Usted -al veterinario- me espera en el coche. Hasta luego.

Y Plinio salió con paso rápido hacia la calle de la Luz.

La puerta de la casa de doña Carmen estaba entreabierta; no obstante, llamó discretamente.

– ¡Pase! -gritó don Onofre desde la escalera. -Buenos días, don Onofre -saludó Manuel, llevándose la mano a la visera.

– ¡Hola, Manuel! ¡Cuánto bueno! -le respondió el dueño de la casa, que en aquel momento se disponía a subir la escalera, vestido con una recia pelliza de caza y gorra de visera-. ¡Sube, sube y desayuna conmigo!

Plinio subió la escalera hasta la altura de don Onofre, que le dio la mano con mucha euforia.

Ambos, emparejados, subieron la escalera de mármol. Mientras, Plinio pensaba si debía darle su felicitación por el reciente matrimonio. Por último decidió no hacerlo; no resultaba oportuno ni sincero dado el motivo de la visita.

Entraron en el comedor de siempre. La salamandra estaba encendida a todo meter. Vio Plinio que habían colgado una gran fotografía de doña Carmen, que la representaba en los años de su mocedad. Sonreía tiernamente y tenía unos guantes blancos en la mano. El pelo rubio, hecho breve moño, enmarcaba aquellos ojos plácidos y dulces. Plinio suspiró levemente.

La vieja preparaba el desayuno a don Onofre.

– Tráele a Manuel.

– Gracias, acabo de hacerlo.

– Manuel, no me desprecies una taza de café.

Plinio sonrió.

«Este hombre, lleva razón don Felipe, es un alma de Dios, o es el tío más hipócrita que pisa la Tierra», pensaba el convidado.

En efecto, don Onofre le sonreía con una franqueza y limpieza de gesto, a pesar de su blandura de ademanes, que a Plinio se le deshacía por momentos el cúmulo de sospechas que abrigaba contra él.

Trajeron el negro café, humeante y aromático y unas tostadas doradas.

– Tú dirás, mi buen Manuel… -le preguntó don Onofre, sonriendo.

– Vengo… a que vea usted unos objetos que hemos encontrado.

– ¿Unos objetos?

– Sí.

– Veamos… -dijo don Onofre, con cara de no comprender.

Plinio se tomó el café de un solo trago y dijo:

– Los tengo ahí abajo. Si me permite usted unos segundos…

Don Onofre hizo una confusa afirmación con la cabeza.

Plinio bajó a la portada y abrió el postigo.

Don Lotario, sentado al volante, leía el periódico.

– ¿Qué hay, Manuel?

– Déme usted el fardo.

– Toma. ¿Qué…?

– Todavía no hemos empezado. Esté usted dispuesto, que así que baje nos vamos de viaje.

– De acuerdo. ¡Suerte!

Plinio llegó de nuevo al comedor, con su lío envuelto en periódicos, y lo dejó sobre un sillón.

– Veamos eso, Manuel.

– Acabe usted su desayuno tranquilo.

– Me tienes impaciente con ese misterio.

– No se preocupe.

Mientras el señor acabó de desayunar hubo un absoluto silencio. Ambos pensaban. Por fin, el mismo don Onofre se puso de pie y fue hacia el paquete. Plinio desenvolvió los papeles con cierto cuidado y tiró del bastón de hierro. Lo puso sobre las manos de don Onofre y aguardó. Éste le dio unas vueltas entre sus manos. Y luego sacó el estoque.

– ¿Conoce usted este bastón?

Don Onofre afirmó con la cabeza. Y, luego:

– Sí…, estaba en el desván. Era del padre de Carmen… o de un hermano, no sé… Cuando nos casamos y vine a vivir a esta casa, aquí estaba. ¿Dónde lo has encontrado?

– Ahora le explicaré -dijo Plinio, mientras desdoblaba la sábana. Buscó el pico donde estaban las iniciales-. ¿Reconoce usted este bordado?

Don Onofre lo miró con detenimiento.

– Sí, es el bordado que lleva toda la ropa de cama de esta casa.

Como sin darle importancia, Plinio señaló con el dedo las salpicaduras y manchas que había en los bajos de la sábana.

– Esto es sangre y salpicaduras de sesos…

Don Onofre quedó mirando a Plinio con la boca entreabierta y la mirada turbia.

Plinio tomó el bastón y señaló también las manchas marrones que tenía.

– Esto también es sangre.

Don Onofre se sentó en el sillón y quedó laxo.

– ¿Dónde has encontrado estas cosas, Manuel?

– Estaban en una alfombra del teatrillo, desde el domingo de Piñata del año pasado. La alfombra que se pone en el baile de gala del miércoles. Al desenrollarla este miércoles, apareció.

Hubo un largo silencio. Por fin, don Onofre, después de beber agua, dijo casi suplicante:

– ¿Y qué piensas, Manuel?

– Pienso lo que usted, don Onofre, que estas cosas salieron de esta casa la tarde del domingo de Piñata, la tarde que mataron a la Antonia.

– ¿Y quién las sacó? -preguntó con el labio tembloroso don Onofre.

– Sólo tres personas -dijo Plinio, soltando las palabras una a una-: doña Carmen, que en paz descanse; Joaquinita…, quiero decir doña Joaquina…, o usted.

Don Onofre se puso la cara entre las manos:

– ¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó.

El silencio se prolongó mucho. Don Onofre seguía con las manos en la cara; por fin, Plinio volvió al ataque:

– Cuando el año pasado, a raíz de la muerte de Antonia, vine a hacer unas indagaciones casi protocolarías, ni usted ni doña Carmen pudieron demostrarme de una manera clara que Joaquinita no había salido de esta casa entre las seis y media y ocho de la tarde…

– ¿No querrás decir, Manuel, que quien salió fue Carmen… o yo?

– No, no, no es eso lo que quiero decir. Quiero decir que ustedes no tenían la seguridad de que Joaquinita no hubiera salido. Les parecía que no, no habían notado su ausencia, pero la certeza de que permaneció en esta casa no la tenían.

– ¿Y qué motivos podía tener aquella chica…, mi actual mujer, para matar a la Antonia? -preguntó con ademanes casi patéticos.

– Eso es lo que quiero que entre usted y yo tratemos de averiguar.

Don Onofre miró a Plinio anonadado. Parecía que por momentos su corpachón se iba haciendo insignificante.

– Vamos a ver, don Onofre. Me tiene usted que contestar con toda sinceridad, como si estuviese ante un confesor.

Plinio se había puesto de pie y paseaba llevando el sable ante él cogido con ambas manos.

– ¿Qué tal se llevaban habitualmente Antonia y Joaquinita?

– Bien… Antonia era muy rara. Posiblemente tenía celos de Joaquinita, porque Carmen le tomó mucho afecto y Antonia quería tener a Carmen en exclusiva.

– ¿Riñeron alguna vez?

– No lo recuerdo; sí había entre ellas…, digamos, falta de cordialidad.

– Bien, bien, algo es algo; sin embargo, eso no justifica el asesinato de la vieja.

– Desde luego, Manuel.

– Vamos a una pregunta más delicada, que le ruego me conteste con sinceridad. Sus relaciones… amorosas con Joaquinita, ¿cuándo comenzaron?

Don Onofre bajó la cabeza. Por fin, casi musitó:

– Hace mucho tiempo… A poco de entrar aquí.

– ¿Notó algo doña Carmen?

– La pobre…, no.

– ¿Y Antonia? Eso es muy importante. Recuerde bien.

– Era una mujer muy silenciosa. Disimulaba muy bien, pero era astuta y suspicaz. No me era simpática, Manuel.

– Ya… Pero ¿usted cree que notó algo?

– No tengo pruebas, Manuel, pero estoy seguro. No se le escapaba nada.

– ¿A usted no le dijo nada entonces?

– No, por Dios.

– Pero a Joaquinita sí pudo decirle, e incluso amenazarla…

– Joaquinita no me dijo nunca nada.

– No habría conseguido más que preocuparle, sin posible remedio. Usted, en conciencia, ¿no podía echar a Antonia?

– No.

– Ahora, un día, Antonia podía decírselo a doña Carmen. Y en ese caso, lo seguro es que doña Carmen le rogase a usted que despidiese a Joaquinita.

– Es posible.

– Entonces Joaquinita decidió ella misma arreglar las cosas por su cuenta.

– ¡No, Manuel! Es mi mujer… Lleva un hijo mío en sus entrañas. No puede ser. Hay que arreglar esto como sea… Ella es buena, me quiere mucho… Yo también la quiero, Manuel. Con ella encontré la felicidad del matrimonio. La otra, pobre…, ya sabes.

– Don Onofre, a pesar de lo tremendo que esto es, resulta preferible poner las cartas boca arriba. Usted no sabe con quién se ha casado. De verdad, no tuvo usted vista… Todavía hay algo más grave que usted debe de ignorar…

Don Onofre quedó mirando a Plinio con verdadero terror.

– ¿Qué, Manuel?

– El médico de cabecera tiene casi la absoluta seguridad de que doña Carmen no falleció de muerte natural.

Don Onofre volvió a ocultar la cabeza entre las manos:

– No…

– Parece que murió asfixiada. Alguien debía esperar con verdadero placer que muriera de una pulmonía, hasta cierto punto provocada, pero cuando el médico dijo que parecía haber pasado el peligro, ese alguien, inmediatamente se ocupó de obrar en lugar de la pulmonía… Casarse con don Onofre era importante… Se pasaba a ser dueña de todo el capital de él y el de los Calabria… Máxime si ya tenía síntomas de embarazo.

Don Onofre seguía con la cabeza entre las manos. Plinio no quiso darle reposo, sin embargo.

– Pero usted, don Onofre, no podía estar absolutamente ignorante de todas estas cosas. Son demasiado gordas para que pasen inadvertidas a un hombre de mundo como usted. Algo presentía, ¿verdad? ¿Por qué se casó con ella, entonces? Es muy difícil que nadie lo crea totalmente ignorante. ¿No comprende? Usted odiaba a su mujer, que nunca fue suya totalmente, que siempre, siempre le traicionó con el pensamiento. Que sólo vivió para recordar a su novio… A usted también le interesaba mucho que desapareciese doña Carmen, ¿verdad, don Onofre? -dijo Plinio poniéndole la mano en el hombro-. ¿Verdad que usted sabía, no queriendo saber, lo que ocurrió? Usted es el cómplice moral de ella. A la gente no se le escapan las cosas. ¿Y sabe usted lo que dice? Que usted envenenó a doña Carmen.

Don Onofre comenzó a sollozar sordamente. Plinio calló. Durante unos minutos paseó por la habitación un poco sofocado, con gesto de gran amargura. Prefirió dejar que don Onofre se desfogase.

En vista de que la congoja de don Onofre se prolongaba demasiado, Plinio se entretuvo en hacer cuidadosamente un paquete con la sábana y el bastón de hierro.

Por fin pareció serenarse después de un gran esfuerzo, pero nada dijo.

Plinio miró el reloj.

– ¿No tiene nada que decirme, don Onofre?

– No, Manuel… Te ruego que me dejes un poco de tiempo para pensar en estas cosas.

– Como usted quiera. ¿ Nos veremos esta tarde?

– Bueno, aquí estaré.

– Adiós.

Manuel tomó el lío bajo el brazo y salió solo por el corral. Abrió el postigo de la portada.

Don Lotario estaba aterido, envuelto en la capa.

– ¡Qué barbaridad, Manuel! Creí que no venías. Manuel dejó el lío en la parte trasera del coche y tomó asiento junto a don Lotario.

No fue fácil arrancar el coche. Cuando el motor petardeaba normalmente, don Lotario preguntó con cierta impertinencia:

– ¿ Se puede saber dónde vamos? Estoy helado.

– Vamos a «Las Pozas». ¿Dónde quiere usted que vayamos?

El campo estaba totalmente vestido de invierno. Las viñas asomaban como cabezas casi negras y en las tierras rojizas y pardas apuntaban verdosos los cereales. La llanura completamente callada yacía bajo un cielo límpido y delgado.

Sobre la carretera se dibujaba la sombra del «Ford» de don Lotario como un tinglado altísimo y un poco en tenguerengues.

Plinio iba encogido, con ambas manos en los bolsillos de la pelliza y la gorra metida hasta las cejas.

Don Lotario, como siempre, iba como apescado al volante, mirando los accidentes del camino con verdadera ansiedad.

– ¿ Qué dice don Onofre? -preguntó al guardia.

– Nada, absolutamente nada. Se ha limitado a escuchar y a llorar.

– ¿Y ahora vamos a interrogar a Joaquinita?

– Sí… A intentarlo por lo menos…

– Tú sabes más de estas cosas que yo, Manuel, pero si ésta se niega a hablar también, con todo nuestro golpe de sábana y bastón, no hacemos nada.

– Ya lo sé. No tenemos más remedio, para coger la fruta de estos árboles, que menearlos una y otra vez a ver si cae algo.

– ¿Tú no fías más que en eso? No me engañes, Manuel… Tú tienes algún otro plan.

– No, don Lotario. No fío más que en eso y en la Providencia. Esto es como una partida de cartas, sabes que uno de los jugadores tiene los triunfos, pero no puedes volverles las cartas a la fuerza para verlas. Como uno no las enseñe por descuido o cálculo, estamos perdidos.

– El pueblo está muy interesado en este asunto, Manuel.

– El pueblo que se meta en sus cosas.

– Te juegas tu prestigio.

– Prestigio…, prestigio… Yo lo que necesito es que me suban el sueldo.

Pasaron un repecho y aparecieron los chopos que rodeaban la casa de «Las Pozas». El olor del río llegó hasta ellos. En lo alto de un cerrito próximo se veía, en silueta, un labrador inclinado sobre el arado, arrastrado por dos mulas.

– ¡Qué finca han hecho aquí! -exclamó don Lotario.

Plinio no contestó.

Entraron por el camino particular de la finca.

– Párese usted un poco apartado de la casa. A ver si podemos llegar muy de sorpresa.

– Me parece bien. ¿Yo voy contigo?

– Sí…, a ver si así entra usted en calor. Pare aquí mismo. Coja usted el paquete. Vamos a ver cómo pinta esto.

Llegaron sin ver a nadie hasta la puerta principal de la casa. Al entrar a una especie de zaguán con trofeos de caza se dieron de manos con Pedro, que quedó un poco sorprendido al ver al guardia y a don Lotario.

– ¿Dónde está Joaquinita? -preguntó Plinio con aire amenazador.

– Ahí… -señaló el viejo casi temblando-. Está con su padre…

Plinio se dirigió a la puerta que señalaba el viejo y abrió. Ya dentro, preguntó:

– ¿Se puede?

Joaquinita y su padre, sin duda interrumpidos en la conversación por tan brusca llegada, quedaron sentados, mirando a los que entraban con cierta hostilidad.

Don Lotario dejó el paquete encima de la mesa y las miradas del padre y de la hija fueron hacia él con poco disimulo.

Joaquinita y su padre estaban sentados junto a la chimenea encendida y crepitante.

Durante unos segundos nadie dijo nada.

Por fin, Joaquinita, cuyo embarazo se notaba ostensiblemente, se esforzó en dulcificar el gesto:

– Acerquen sillas y siéntense…, si vienen de asiento.

– ¡Vaya un frío que hace! -dijo Plinio, una vez sentado y alargando las manos hacia la lumbre.

Como volvió el silencio, Joaquinita habla de nuevo:

– ¿Venían ustedes aquí o van de paso?

– Esto no es paso para ninguna parte -respondió Plinio.

– Hombre, la carretera… -apuntó Inocente.

– La carretera, sí, pero el camino de la finca, no.

– ¿Quieren ustedes tomar algo?

– Muchas gracias. Traemos aquí unas cosas que queremos que veas…

– Muy bien.

El padre de Joaquinita, con su cara delgada, bien empotrada la boina, no perdía de vista, con sus ojillos redondos, los movimientos de Manuel. Estaba más pálido que nunca y sus labios finos y resecos se apretaban entre un acoso de arrugas que le convergían en la boca.

Plinio hizo una señal a don Lotario para que acercase el paquete.

– ¿Cuándo ha venido usted del pueblo? -preguntó Plinio al padre de Joaquinita a bocajarro. -Est… -empezó a decir el hombre.

– No viene del pueblo -interrumpió ella.

– Vengo de la casa -dijo el viejo sordamente.

– Usted ha venido esta misma mañana del pueblo -afirmó Plinio con rotundidad.

– Si usted lo dice…

– ¿Dónde tiene usted el carro?

– Ahí, en el porche.

– Vaya usted, haga el favor, don Lotario, a ver qué hay en él.

Don Lotario, que había dejado el paquete sobre las piernas de Plinio, salió rápido.

– ¿Se puede saber a qué vienen estas preguntas? -dijo Joaquinita simulando dignidad.

Plinio desenvolvió los paquetes con pausa.

– Caprichos que tiene uno. Tomó el bastón entre sus manos y lo enseñó.

– ¿Tú has visto esto alguna vez?

Joaquinita simuló fijarse.

– No, señor. No recuerdo haberlo visto.

– ¿Y esta sábana? -añadió poniéndole el bordado cerca de los ojos.

– Es una sábana de mi casa.

– Eso es de «tu» casa…, y esto también es sangre de «tu» casa.

– Ya sé por dónde va usted -dijo, mirando a su padre.

El padre asintió con la cabeza y sacó una media sonrisa.

– Esto es lo que llevaba la máscara que mató a la Antonia-dijo ella.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo sabe todo el pueblo.

– ¿Y cómo sabes tú que lo sabe todo el pueblo? -inquirió Plinio mirando al padre.

En aquel momento entró don Lotario.

– ¿Qué hay en el carro?

– En las bolsas hay paquetes de comestibles de «Casa Soubriet» y sardinas frescas.

– Está bien, don Lotario. Siéntese a la lumbre que estamos aquí con un poco de plática. -Y dirigiéndose al padre de Joaquinita-: De modo que usted le ha traído la noticia… Eso está bien. Nos ahorramos muchas explicaciones -continuó Plinio-. Pero el pueblo también sabe quién mató a la Antonia.

– ¿Ah, sí? ¿Quién?

– Tú.

– ¿ Qué le parece a usted, padre? -dijo Joaquinita sin inmutarse.

– El pueblo está equivocado y usted también -dijo el padre lacónicamente.

– Entonces, sólo ustedes saben la verdad, por lo que veo.

– La mató mi yerno -dijo el viejo sin dejar de mirar a la lumbre.

– ¿Es posible? -dijo Plinio, mostrándose muy sorprendido y mirando a Joaquinita y luego a don Lotario.

– ¿Usted puede probar esa grave acusación? -le preguntó Plinio.

– Yo, no; pero mi hija, sí.

Plinio sacó la petaca en señal de gravedad y de proximidad de asuntos importantes, dio a todos, y se puso a liar un cigarrillo. Luego de un breve silencio, se dirigió a Joaquinita con tono profesoral:

– Estoy esperando que hables.

– No tengo que decir más de lo que ha dicho mi padre. Desgraciadamente, él la mató.

– ¿Por qué?

– Ella sabía que Onofre y yo nos veíamos a solas y amenazó con decírselo al ama Carmen.

– Ya… ¿Y tú sabías que él la iba a matar?

– No. Pero lo vi salir aquella tarde, hacia las seis.

– ¿Por dónde salió?

– Por la portada.

– ¿Vestido de máscara?

– Sí.

– ¿Con esto?

– No; iba vestido de militar antiguo.

– ¿Y esto? -dijo Plinio señalando la sábana.

– Llevaba un lío bajo el brazo que debía de ser la sábana y el bastón.

– ¿Cuándo volvió?

– Poco después de las siete.

– ¿ Él sabe que tú lo viste?

– No. Yo me imaginaba algo y lo aceché.

– ¿Por qué no lo denunciaste?

– No estaba segura y además yo no soy chivata… si llegaba el caso.

– ¿Cómo te casaste entonces con un criminal?

– Como no se descubrió… No todos los días el amo quiere casarse con una criada como yo. Además, estaba embarazada.

– Y a doña Carmen, ¿quién la mató?

– Él.

– ¿Lo viste tú?

– No lo vi, pero fue el único que entró en el cuarto después de marcharse el médico. Estuvo un rato largo y luego vino al comedor hasta las doce.

– ¿Tú sabías que doña Carmen no había muerto por enfermedad?

– No lo supe hasta que me dijeron lo que corría por el pueblo, pero no me extrañó.

– ¿Tú sabes cómo la mató?

– Dicen que la envenenó.

– Si se enamoró de mi hija, no había necesidad de hacer tantas tropelías; todo se arregla con el tiempo -terció el padre sentencioso.

– Bueno, pues, vamonos -dijo Plinio.

– Esperen y tomen un bocado -dijo Joaquinita.

– No. Y ustedes se vienen con nosotros también. Esta declaración hay que repetirla en el Juzgado y firmarla.

El padre y la hija se miraron indecisos.

– No hay más remedio -concluyó Plinio.

Al cabo de una media hora arrancaba de nuevo el «Ford» de don Lotario con los cuatro viajeros.

Al amor del mediodía el sol caldeaba un poco más. Desde lejos el pueblo se veía como una cinta blanca, coronado de la torre negruzca de la iglesia y de las altas chimeneas de las fábricas de alcohol, que desliaban unos humos densos y grisantones.

Plinio, por el retrovisor del coche, observaba de reojo las caras de Joaquinita y su padre.

Él, pequeño, delgado y vestido con chaqueta de pana lisa y boina, tenía una expresión impasible. Sus ojos, pequeñísimos, parecían reflejar las cosas más que mirarlas. Sus labios, pequeños, finos y resecos, parecían algo mineral o arcilloso.

Joaquinita, palidísima, ancha la frente, correctos los rasgos y de ojos grandes, parecía haber envejecido mucho durante los últimos meses. Su perfil acusaba una fortaleza y decisión propias de un carácter que hasta hacía muy poco no se habría adiviando en ella. Erecta en el automóvil, totalmente inmóvil, llevaba la cabeza levemente vuelta hacia el paisaje. Como un muñeco o una estatua se movía al impulso de los movimientos del auto, sin la menor flexibilidad, como zarandeada. Plinio se fijaba especialmente en sus manos, entre delicadas y fuertes, cruzadas a la altura del estómago, sobre su vientre ostensiblemente abultado, inmóviles. Representaba una extraña mezcla de labradora y de señorita, con una cabeza llena de ideas fuertes y decisivas.

Plinio cerraba los ojos e intentaba recordar aquella Joaquinita de un año antes que viese contadas veces. Aquella Joaquinita más bien delgada, suave, escurridiza, graciosa como un gato. Y al compararla con la que ahora veía en el retrovisor, sentía la misma sensación que cuando en muchas ocasiones veía juntas a una mujer todavía joven, junto a su hija ya mocita y en edad de merecer.

Al entrar por las primeras casas del pueblo el padre y la hija se miraron un momento, como dándose ánimos.

Pararon ante la puerta del Juzgado y los cuatro subieron con rapidez.


Como una hora después, Plinio, acompañado de don Lotario, entraba en casa de don Onofre.

Entraron en el comedor y don Onofre estaba sentado donde lo dejase Plinio.

– Adelante -dijo el dueño de la casa con gran serenidad mientras introducía un pliego de papel en un sobre-. Perdonen un momento -dijo mientras escribía una dirección en el sobre-. Es el borrador de mi testamento -añadió con gran calma.

Plinio y don Lotario se miraron un poco confundidos.

Don Onofre sorprendió la mirada y sonrió. Luego se miró las manos.

– Has ido a hablar con mi mujer, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Y qué? ¿Has sacado algo en claro?

– Las pruebas están contra ella -dijo Plinio sin titubear.

– Las pruebas… mienten -dijo don Onofre con solemnidad-. Yo maté a la Antonia y a Carmen.

– ¿Por qué? -dijo Plinio sin pestañear.

– Porque quería casarme con Joaquinita. -Es una buena razón. ¿Y qué tenía que ver Antonia con eso?

– Antonia sabía que yo tenía relaciones con Joaquinita.

– Podía usted haberla despedido… -Le hubiese dado un gran disgusto a Carmen.

– Mayor disgusto le dio matando a su vieja criada y… luego a ella -dijo don Lotario.

– ¿Cómo la mató? -preguntó Plinio, rápido. -Pues… me vestí de máscara.

– ¿Cómo?

– Con una sábana…, esa sábana. La esperé en el callejón de la vaquería y…

– Y luego, ¿qué hizo?

– Me fui al baile y escondí la sábana y el bastón en una alfombra.

– ¿ Dónde estaba la alfombra?

– En… en un pasillo interior.

– Y luego salió usted del baile vestido de paisano, tal como va ahora.

– Eso es.

– ¿No le parece que era algo expuesto?

– No; a mí me gustaba dar una vuelta siempre por los bailes con los amigos.

– Pero esta vez salió solo.

– Sí.

– ¿Por dónde salió de su casa?

– Por la portada.

– Y a doña Carmen, ¿cómo la mató?

– Le eché un veneno en la medicina.

– ¿ Qué veneno?

– Estricnina.

– ¿Dónde la compró?

– La tenía yo.

– Todavía le quedará… Enséñemela. -Y cambiando el tono de su voz, espetó-: Usted no mató ni una mosca, don Onofre. Pero de todas formas véngase al Juzgado a firmar esa declaración.

Don Onofre, de pronto, empezó a sollozar, al tiempo que se levantaba y obedecía el mandato de Plinio.

– Se trata de mi hijo, Manuel, de mi único hijo…


Fueron al Juzgado en el coche de don Lotario. Mientras el juez quedaba con don Onofre en su despacho, Plinio y don Lotario sacaron a Joaquinita y a su padre, que habían sido ocultados en la habitación del Registro Civil mientras entraba don Onofre. En el coche los llevaron a casa de la calle de la Luz. Ya en el comedor Plinio cerró la puerta y, de pronto, se dirigió a Joaquinita.

– Cuando don Onofre, tu marido, volvió a matar a Antonia, ¿tú le viste entrar?

– Sí…

– ¿ Venía vestido de paisano?

– No… de militar. Como salió.

– Vamos a ver ahora mismo ese traje.

– Yo no sé dónde está… Espere, sí. Salió Joaquinita y detrás el padre, don Lotario y Plinio. Llegaron a un cuarto de baúles. Joaquinita, con gran serenidad, abrió uno. Sacó unas cuantas prendas y, por fin, apareció un antiguo uniforme de caballería. Un fuerte olor a naftalina se esparció por la habitación.

– Ése es -dijo señalándolo.

Plinio cogió la chaqueta y pantalones; colocó unas prendas encima de las otras, en el aire.

– Este traje no le cabe a don Onofre aunque adelgazase treinta kilos y lo cortaran por la mitad -dijo Plinio a gritos. Y, de pronto, volviéndose hacia el padre de Joaquinita, le puso el traje delante y gritó-: ¡A usted sí que le iría bien!

El viejo dio una especie de respingo, como si le amenazaran con un hierro al rojo.

Plinio, entonces, dejando caer el traje, tomó el viejo de las solapas de la chaqueta y le pegó un tremendo testarazo contra la pared.

– ¡Canalla! ¡Qué bien le habría venido…!

– ¡Cuidado, Manuel! -gritó don Lotario-. ¡La navaja!

El padre de Joaquinita había sacado una gran navaja del bolsillo de la chaqueta y acababa de abrirla cuando el veterinario dio la voz. Plinio soltó su presa y dio unos pasos hacia atrás, al tiempo que desenvainaba el sable, un tanto herrumbroso.

– ¡Suelta el arma, desgraciado! -dijo al tiempo que ponía la punta del sable en la barriga del viejo.

El hombre, con la cabeza un poco echada hacia delante, entornados los ojos, su breve boca entreabierta, continuaba amenazante a pesar de que casi sentía en su carne la punta del sable de Plinio.

– ¡Suelta! -volvió a gritar Plinio al tiempo que hacía más presión.

– ¡Suelta, padre!

Por fin, el viejo, sin dejar de mirar al guardia con el mayor odio, dejó caer la navaja.

Plinio, con la mano libre, se sacó del bolsillo trasero del pantalón sus viejas esposas de cadena.

– Póngaselas usted, don Lotario.

El veterinario tomó las esposas y, con agilidad y no sin esfuerzos, maniató al padre de Joaquinita.

Plinio tomó la navaja del suelo y se la guardó en el bolsillo.

– ¡Qué familia más bien avenida, don Lotario! El padre quitó de en medio a la Antonia, y la hija al ama…

– Su cuenta les tenía -respondió el veterinario,

– Yo no maté a nadie -dijo Joaquinita, con voz que quería ser enérgica.

– Eso nos lo vas a explicar allí en la cárcel, donde yo tengo medios muy buenos para hacer hablar a las niñas precoces.

– Tú no puedes detener a mi hija -dijo U viejo.

– Ya lo creo, y para muchos años. Vámonos -añadió Plinio.


Después de las completas declaraciones de los detenidos, Manuel González, alias Plinio, pudo reconstruir totalmente el crimen de la Antonia y el de doña Carmen de la siguiente manera:

La noche del domingo de carnaval, cuando don Onofre visitaba a Joaquinita en su habitación, ella creyó oír un leve ruido en la puerta. Abrió de pronto y vio a Antonia, inmóvil junto a la puerta. Nada se dijeron. Antonia miró a Joaquinita fijamente, sin pestañear, con un gesto duro, de reproche. Como Joaquinita titubease un momento, Antonia se llevó el dedo a los labios, pidiendo silencio. Joaquinita entró de nuevo al cuarto cerrando la puerta tras de sí.

– ¿Qué era? -le preguntó don Onofre.

– Nada. Creí haber oído un ruido.


Al día siguiente, lunes de carnaval, Antonia habló a solas con Joaquinita:

– Oye, niña, el próximo sábado, cuando venga tu padre al pueblo, te vas a ir con él para siempre. Dirás a los señoritos que te sientes un poco mal y que deseas ir unos días al campo para reponerte, ¿entiendes? Unos días que serán toda tu vida.

– ¿Y si no me da la gana?

– Si no te da la gana, ahora mismo le digo a doña Carmen tu desvergüenza y no hay necesidad de esperar al domingo… Si quiere el señorito seguir viéndote, que sea en otro lado. Aquí no, porque a mí no me da la gana.

Joaquinita lloró un poco y después cambió de actitud. Prometió a Antonia seguir sus instrucciones.


El sábado por la mañana, Joaquinita y su padre tuvieron una larga y secreta conversación, en la que se convinieron los planes ulteriores.

Joaquinita dijo luego a Antonia que su padre permanecería en el pueblo hasta el lunes, después de Piñata. La vieja se mostró conforme.

El domingo de Piñata, Joaquinita, con el mayor secreto, abrió el postigo de la portada que daba al callejón del Zurdo. Entró su padre hasta una cocinilla que se utilizaba para lavar. Allí Joaquinita le entregó un lío de ropa, y volvió inmediatamente al piso superior.

Media hora después, Joaquinita, desde la galería de cristales que daba al corral, hizo una seña a su padre, que aguardaba oculto bajo la gavillera. Inmediatamente el hombre salió a la calle por la portada con un lío de ropa bien envuelto bajo el brazo… Pronto se perdió entre las máscaras, camino del derruido cuartillejo de junto a los paseos del cementerio.


La súbita enfermedad de doña Carmen dio a Joaquinita y a su padre la esperanza de una muerte inmediata. Pero aquella noche, cuando don Gonzalo el médico, ante don Onofre, el padre de Joaquinita y ésta, declaró que la enfermedad había hecho crisis, una mirada de inteligencia se cruzó entre padre e hija.

Sin que mediasen palabras, y mientras don Onofre cenaba, Joaquinita pasó a la alcoba de doña Carmen. La habitación estaba iluminada solamente por una luz de mariposa en aceite. La señora dormía casi boca abajo, según su costumbre. Joaquinita se aproximó a la cama. La volvió con cuidado un poco más hasta dejarla completamente boca abajo y entonces, desconfiando de sus fuerzas, apagó la mariposa, se subió en la cama y se sentó sobre la cabeza de doña Carmen, apoyándose con los talones en el cuerpo de la víctima para hacer mayor fuerza. Así permaneció largo rato, hasta notar que el cuerpo de doña Carmen no rebullía. Entonces, bajó de sobre su ama, encendió de nuevo la mariposa, colocó el cuerpo de doña Carmen en la postura que le era habitual, le cerró la boca y los ojos y, con pasos muy suaves, salió de la alcoba por la puerta que daba a la galería de cristales.

En la cocina encontró a su padre, que comía con gran apetito. Se miraron sin decir palabra, y Joaquinita se puso a cenar en su compañía.

EPÍLOGO

Cuando don Lotario y Plinio se encontraron a tomar café la tarde de aquel azaroso sábado de carnaval, último capítulo de los crímenes de la calle de la Luz, el veterinario, con gesto de humildad y de admiración a la vez, dijo a su maestro:

– Lo que todavía no he comprendido, Manuel, es cómo supiste que el autor del primer crimen fue Inocente, el padre de Joaquinita.

Manuel, antes de responder, se pasó la mano por la boca. Luego, tomó un sorbo de café. Por fin, entornó los ojos:

– Cuando vimos en «Las Pozas» al padre y a la hija juntos, comprendí su complicidad. Era casi seguro, según las declaraciones de don Onofre y de doña Carmen a raíz del primer crimen, que Joaquinita no había salido a la calle durante todo aquel domingo de Piñata… Encendió la luz del gabinete de su señora al ponerse el sol, es decir, aproximadamente a la hora en que el crimen estaba cometiéndose… Por último, cuando cogí el uniforme famoso entre mis manos, al alzarlo para comprobar si podía venirle bien a don Onofre, noté en los ojos de Inocente una mirada tan extraña…, y resultaba un uniforme tan apropiado para su talla, que no dudé que fuera él. Casi sin pensarlo me lancé sobre él para compararlo. Luego, cuando íbamos hacia el Juzgado, registré los bolsillos del uniforme que yo llevaba en el brazo, como usted recordará, y encontré briznas de tabaco basto, de picadura… Aquella prueba, ya tardía, me quitó las pocas dudas que podían quedarme.

– Yo, cuando le vi sacar la navaja, me di cuenta de que habías acertado.

– Probablemente lo habría hecho igual por defender a su hija.

– No creo.

Plinio concluyó el puro con deleite.

– Mañana, seguro que la Rocío te invita a desayunar.

– Y a usted también…

En la puerta del salón apareció don Gonzalo, que avanzó con los brazos abiertos hacia Manuel. Cuando estaban en pleno abrazo llegó también el cura:

– No puede uno fiarse ni de los «inocentes», Manuel -dijo a grandes voces.

Todos los del Casino rieron.

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