Despuntó el día.

—Yo nunca cogido nada —dijo Caradecarbón, y se dio la vuelta encima de su losa.

Detritus le atizó en la cabeza con el garrote.

—¡A ponerse en pie, soldados! ¡La mano fuera de la roca y adelante con ese calcetín! ¡Es otro hermoso día en la Guardia! ¡Guardia interino Caradecarbón, en pie, horrible hombrecillo!

Veinte minutos después un sargento Colon de ojos un tanto turbios contemplaba a las tropas. Se hallaban encorvadas sobre los bancos, excepto el guardia titular Detritus, quien permanecía tan tieso como un palo en una gran exhibición de espíritu servicial ante su superior.

—Bien, hombres —empezó a decir Colon—, ahora, como ya…

—¡A escuchar bien todos, hombres! —gritó Detritus con voz de trueno.

—Gracias, guardia titular Detritus —dijo Colon cansadamente—. El capitán Vimes va a casarse hoy y nosotros vamos a proporcionar una guardia de honor. Eso es lo que siempre solíamos hacer en los viejos tiempos cuando un hombre de la Guardia se casaba. Así que quiero que las corazas y los cascos estén limpios y relucientes. Y que las cohortes resplandezcan. Ni una mota de suciedad… ¿Dónde está el cabo Nobbs?

Hubo un dink cuando la mano del guardia titular Detritus rebotó en su casco nuevo.

—¡No se le ha visto en horas, señor! —informó.

Colon puso los ojos en blanco.

—Y algunos de vosotros iréis a… ¿Dónde está la guardia interina Angua ?

Dink.

—Nadie la ha visto desde anoche, señor.

—De acuerdo. Conseguimos sobrevivir anoche, sobreviviremos hoy. El cabo Zanahoria dice que hemos de tener un aspecto competente.

Dink.

—¡Sí, señor!

—¿Guardia titular Detritus?

—¿Señor?

—¿Qué es eso que lleva en la cabeza?

Dink.

—El guardia titular Cuddy lo hizo para mí, señor. Casco pensante especial de relojería.

Cuddy tosió.

—Esas cosas grandes son rejillas de ventilación, ¿ve, sargento? —dijo—. Pintadas de negro. Le mangué un motor de relojería a mi primo, y este ventilador de aquí sopla aire encima de… —siguió diciendo, y luego se calló en cuanto vio la cara que estaba poniendo Colon.

—Eso es en lo que has estado trabajando toda la noche, ¿verdad?

—Sí, porque me parece que los cerebros de los trolls se recalientan dema…

El sargento lo hizo callar con un ademán.

—Así que ahora tenemos un soldado de relojería, ¿verdad? —dijo después—. Somos un auténtico ejército modelo, eso es lo que somos.


Gaspode estaba geográficamente avergonzado. Sabía más o menos dónde se encontraba, desde luego. Se encontraba en algún lugar situado más allá de Las Sombras, dentro del laberinto formado por los corrales del ganado y las calas de los muelles. Aunque Gaspode siempre pensaba en la ciudad entera como algo que le pertenecía, aquel no era su territorio. Allí había ratas casi tan grandes como él, y básicamente él tenía la forma de un terrier, y las ratas de Ankh-Morpork eran lo bastante inteligentes como para darse cuenta de ello. También le habían coceado dos caballos, y un carro casi le había pasado por encima. Y había perdido el rastro. Angua había cambiado de dirección y utilizado tejados y cruzado el río unas cuantas veces. Evitar la persecución era algo que se les daba bien instintivamente a los licántropos; después de todo los supervivientes descendían de aquellos licántropos que habían sido capaces de correr más deprisa que una turba enfurecida. Los que no podían ser más listos que una turba nunca tenían descendientes, o ni siquiera tumbas.

El olor había cesado en varias ocasiones delante de un muro o una cabaña de techo bajo, y entonces Gaspode iba cojeando en círculos hasta que volvía a encontrarlo.

Pensamientos inconexos ondulaban dentro de su esquizofrénica mente perruna.

—Pero Listo Salva el Día —musitaba—. Eres Un Perrito Muy Bueno, Dice Todo El Mundo. No lo dicen, lo estoy haciendo únicamente porque me amenazaron. La Nariz Maravillosa. Yo no quería hacer esto. Tendrás Un Hueso. No soy más que un trozo de madera a la deriva en el mar de la vida, eso es lo que soy. ¿Quién Es Un Buen Chico? Cállate.

El sol seguía su curso por el cielo. Debajo de él, Gaspode seguía su curso por el suelo.


Willikins descorrió las cortinas. La luz del sol entró en el dormitorio. Vimes gimió y luego fue incorporándose lentamente en lo que quedaba de su cama.

—Por todos los dioses, hombre —farfulló—. ¿Qué clase de hora llamas tú a esto?

—Casi las nueve de la mañana, señor —dijo el mayordomo.

—¿Las nueve de la mañana? ¿Qué clase de hora es esa para levantarse? ¡Normalmente no me levanto hasta que la tarde ha empezado a perder el brillo!

—Pero el señor ya no trabaja, señor.

Vimes bajó la mirada hacia el amasijo de sábanas y mantas. Le envolvían las piernas y se habían enredado unas con otras. Entonces se acordó del sueño.

Había estado caminando por la ciudad.

Bueno, quizá no había sido tanto un sueño como un recuerdo. Después de todo, él iba por la ciudad cada noche. Una parte de él se negaba a darse por vencida. Cierta parte de Vimes estaba aprendiendo a ser un civil, pero una parte más antigua estaba marchando, no, procediendo a un ritmo distinto. Vimes había tenido la impresión de que el lugar parecía más desierto y difícil de recorrer que de costumbre.

—¿El señor desea que lo afeite o el señor lo hará él mismo?

—Me pongo nervioso si la gente sostiene una cuchilla cerca de mi cara —dijo Vimes—. Pero si le pones el arnés al caballo y lo atas al carruaje, intentaré llegar hasta el otro extremo de la habitación.

—Muy gracioso, señor.

Vimes se dio otro baño, por aquello de la novedad. Era consciente gracias a un ruido de fondo general de que la mansión estaba totalmente concentrada en poner rumbo lo más deprisa posible hacia la hora B. Lady Sybil estaba dedicando a su boda toda esa capacidad de centrar sus pensamientos que normalmente aplicaba a eliminar mediante la crianza selectiva una tendencia a las orejas caídas en los dragones de pantano. Media docena de cocineras llevaban tres días muy ocupadas en la cocina. Estaban asando un buey entero y haciendo cosas asombrosas con frutas raras. Hasta aquel momento la idea que tenía Sam Vimes de una buena comida era un hígado sin vesículas. La haute cuisine había consistido en trocitos de queso atravesados por un palillo y embutidos en la mitad de una granada.

Era vagamente consciente de que se suponía que los futuros esposos no debían ver a sus futuras esposas durante la mañana de la boda, posiblemente para evitar que pusieran pies en polvorosa. Era una lástima, porque a Vimes le hubiese gustado hablar con alguien. Si pudiera hablar con alguien, quizá todo adquiriría sentido.

Cogió la navaja de afeitar, y contempló el rostro del capitán Samuel Vimes en el espejo.


Colon saludó y miró a Zanahoria.

—¿Se encuentra bien, señor? Tiene cara de que no le sentaría nada mal dormir un poco.

Las diez, o varios intentos de que fuese esa hora, empezaron a retumbar por la ciudad. Zanahoria se apartó de la ventana.

—He estado fuera echando un vistazo — dijo.

—Esta mañana ya llevamos tres reclutas más — dijo Colon. Los nuevos habían pedido alistarse en «el ejército del señor Zanahoria». Eso tenía ligeramente preocupado a Fred.

—Bien.

—Detritus los está sometiendo a un adiestramiento muy básico —dijo Colon —. Y funciona, además. Después de una hora de gritos en la oreja, hacen cualquier cosa que yo les diga.

—Quiero que todos los hombres de los que podamos prescindir estén en los tejados entre el Palacio y la Universidad —dijo Zanahoria.

—Ya hay Asesinos allí arriba —dijo Colon —. Y el Gremio de Ladrones también tiene hombres encima de esos tejados.

—Son Ladrones y Asesinos. Nosotros no lo somos. Asegúrese de que también haya alguien en la Torre del Arte…

—¿Señor?

—¿Sí, sargento?

—Hemos estado hablando… yo y los muchachos… y, bueno…

—¿Sí?

— Nos ahorraríamos un montón de problemas si fuéramos a ver a los magos y les pidiéramos que…

—El capitán Vimes nunca tuvo ninguna clase de tratos con la magia.

—No, pero…

—Nada de magia, sargento.

—Sí, señor.

—¿La guardia de honor está preparada?

—Sí, señor. Sus cohortes relucen en tonos púrpura y oro, señor.

—¿De veras?

—Unas cohortes bien limpias son muy importantes, señor. Le dan un susto de muerte al enemigo.

—Estupendo.

—Pero no encuentro al cabo Nobbs, señor.

—¿Eso es un problema?

—Bueno, significa que la guardia de honor será un poquito más presentable, señor.

—Lo he enviado a hacer un encargo especial.

—Ejem… Tampoco consigo encontrar a la guardia interina Angua.

—¿Sargento?

Colon se preparó para hacer frente a lo que se le venía encima. Fuera, las campanas estaban dejando de sonar.

—¿Sabía usted que Angua era una mujer-loba?

—Mmm… Digamos que el capitán Vimes lo dio a entender señor…

—¿De qué manera?

Colon dio un paso atrás.

—Bueno, pues el capitán dijo algo así como: «Fred, es una maldita mujer-loba. Esto me gusta tan poco como a ti, pero Vetinari dice que también tenemos que aceptar a uno de ellos, y una licántropa siempre es mejor que un vampiro o un zombi, y eso es todo lo que hay y no se puede hacer nada al respecto». Eso fue lo que me dio a entender.

—Ya veo.

—Ejem… Lo siento, señor.

—Intentemos llegar enteros al final del día, Fred. Eso es todo lo que…

abing, abing, a-bing bong…

—Ni siquiera hemos llegado a darle su reloj al capitán —dijo Zanahoria, sacándolo del bolsillo—. Debe de haberse marchado pensando que nos daba igual que se fuera. Probablemente tenía muchas ganas de recibir un reloj. Sé que solía ser una tradición.

—Hemos tenido unos días muy ajetreados, señor. Y de todas maneras, siempre podemos dárselo después de la boda.

Zanahoria volvió a guardar el reloj dentro de su bolsa.

—Supongo que sí. Bien, sargento, vayamos a organizarnos.


El cabo Nobbs avanzaba entre la oscuridad por debajo de la ciudad. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra. Se moría de ganas de fumar un cigarrillo, pero Zanahoria le había advertido acerca de eso. Coge el saco, sigue las pisadas, trae el cadáver. Y no te quedes con ninguna joya.


La gente ya estaba llenando la Gran Sala de la Universidad Invisible.

Vimes se había mostrado muy firme acerca de aquello. Era lo único en lo que no había dado su brazo a torcer. No es que fuera exactamente un ateo, porque el ateísmo no contribuía en nada a la supervivencia en un mundo con varios millares de dioses. Lo que le ocurría a Vimes era que ninguno de ellos le gustaba demasiado, y no le parecía que fuera de su incumbencia el hecho de que él se casara. Se había negado a contraer matrimonio en ningún templo o iglesia, pero la Gran Sala tenía un aspecto lo suficientemente eclesiástico, que es lo que la gente siempre espera en esas ocasiones. En realidad no era esencial que ningún dios se dejase caer por allí, pero al menos se sentirían como en casa si se les ocurría hacerlo.

Vimes fue allí bastante temprano, porque no hay nada más inútil en el mundo que un novio justo antes de la boda. Las Emmas Intercambiables habían tomado la casa.

Ya había un par de ujieres esperando, listos para preguntar a los invitados de qué parte estaban.

Y también había un gran número de magos veteranos dando vueltas por allí. Los magos eran invitados automáticamente a una boda de sociedad de aquellas características, y ciertamente a la recepción posterior. Probablemente no habría suficiente con un buey asado.

Pese a la profunda desconfianza que le inspiraba la magia, lo cierto era que a Vimes los magos le caían bastante bien. No causaban problemas. Al menos, no causaban su clase de problemas. Cierto, ocasionalmente fracturaban el continuo del espacio-tiempo o hacían que la canoa de la realidad se aproximara demasiado a las blancas aguas del caos, pero nunca llegaban a infringir la ley propiamente dicha.

—Buenos días, archicanciller —dijo.

El archicanciller Mustrum Ridcully, líder supremo de todos los magos que había en Ankh-Morpork siempre que se molestaban en admitirlo, le saludó con una jovial inclinación de cabeza.

—Buenos días, capitán —dijo—. ¡Debo decir que cuenta usted con un día magnífico para esto!

—¡Jajajajá, un día magnífico para esto! —dijo el tesorero con una risotada.

—Oh, cielos —dijo Ridcully—, ya se le han vuelto a aflojar los tornillos. No consigo entender a este hombre. ¿Alguien tiene las píldoras de extracto de rana?

Para Mustrum Ridcully, un hombre diseñado por la Naturaleza para vivir al aire libre y matar alegremente cualquier cosa que tosiera entre los arbustos, la razón por la que el tesorero (un hombre diseñado por la Naturaleza para estar sentado en una pequeña habitación perdida en alguna parte, sumando cantidades) siempre estaba tan nervioso era un auténtico misterio. Ridcully había probado toda clase de cosas para, como decía él, darle un poco de temple. Estas habían incluido bromas pesadas, carreras por sorpresa a primera hora de la mañana, y saltarle encima desde detrás de una puerta llevando máscaras de Willie el Vampiro a fin de, o eso decía él, sacarle de sí mismo.

La ceremonia en sí la iba a oficiar el decano, quien había dedicado muchas horas a inventarse una. En Ankh-Morpork no existía ningún servicio oficial de matrimonios civiles, dejando aparte algo que podía resumirse aproximadamente en: «Oh, de acuerdo, si realmente tenéis que hacerlo, pues entonces adelante». Saludó a Vimes con una entusiástica inclinación de cabeza.

—Hemos limpiado nuestro órgano especialmente para la ocasión —dijo.

—¡Jajajajá, órgano! —dijo el tesorero.

—Y bien poderoso que es, para lo que suele estilarse entre los órganos de… —Ridcully se calló e hizo una seña a un par de estudiantes de magia—. Llévense al tesorero y hagan que se acueste durante un rato, ¿quieren? —les dijo—. Me parece que alguien ha vuelto a darle carne.

Hubo un siseo procedente del fondo de la Gran Sala, y luego se oyó una especie de graznido ahogado. Vimes contempló el monstruoso conjunto de tubos.

—Tenemos a ocho estudiantes accionando los fuelles —dijo Ridcully, con un fondo de ruidosos jadeos y estertores—. El órgano tiene tres teclados y otras cien llaves, incluidas doce encima de las que pone «¿ ?».

—No parece que un hombre pueda llegar a tocarlo —dijo Vimes educadamente.

—Ah. En eso hemos tenido un golpe de suerte…

Entonces hubo un momento de sonido tan intenso que los nervios auditivos reaccionaron bloqueándose. Cuando volvieron a abrirse, en algún lugar cercano al umbral del dolor, lograron distinguir la obertura y los compases deformados de la «Marcha nupcial» de Fondel, tocada con mucho brío por alguien que acababa de descubrir que el instrumento no solo disponía de tres teclados sino también de toda una gama de efectos especiales acústicos, desde la Flatulencia hasta el Cacareo Humorístico. Entre la explosión sónica, se oía a veces un «¡oook!» apreciativo.

—¡Asombroso! —le gritó Vimes a Ridcully desde algún lugar debajo de la mesa—. ¿Quién lo construyó?

—¡No lo sé! ¡Pero lleva grabado el nombre J.E. Johnson encima de la cubierta del teclado!

Hubo un gemido descendente, un último Efecto de Organillo Desafinado, y luego silencio.

—Esos muchachos se pasaron veinte minutos bombeando los depósitos para llenarlos —dijo Ridcully, sacudiéndose el polvo mientras se levantaba—. ¡Ahora sea buen chico y no le dé demasiado fuerte a la llave de la Vox Dei!

—¡Oook!

El archicanciller se volvió hacia Vimes, que lucía la habitual mueca cerúlea prenupcial. La sala ya empezaba a llenarse.

—No soy un experto en estas cosas —dijo—, pero tiene el anillo, ¿verdad?

—Sí.

—¿Quién va a entregar a la novia?

—Su tío Altillo. Está un poco gaga, pero ella insistió.

—¿Y el padrino?

—¿El qué?

—El padrino. Ya sabe, ¿ no? El padrino le entrega el anillo y tiene que casarse con la novia si usted sale huyendo y etcétera etcétera. El decano ha estado leyendo sobre el tema, ¿verdad, decano?

—Oh, sí —dijo el decano, quien se había pasado todo el día anterior con El libro de etiqueta de lady Deirdre Carretón—. Una vez que ha hecho acto de presencia, ella tiene que casarse con alguien. No puedes tener a un montón de novias sin casar revoloteando por ahí y representando un peligro para la sociedad.

—¡Me había olvidado por completo de lo del padrino! —dijo Vimes.

E1 Bibliotecario, que había decidido olvidarse del órgano hasta que tuviera un poco más de fuelle, se puso muy contento.

—¿Oook?

—Bueno, pues vaya y encuentre a uno —dijo Ridcully—. Dispone de casi media hora.

—No creo que vaya a ser tan fácil, ¿verdad? ¡Los padrinos no crecen en los árboles!

—¿Oook?

—¡No se me ocurre a quién preguntárselo!

—¡Oook!

Al Bibliotecario le gustaba muchísimo ser padrino. Se te permitía besar a las novias, y a ellas no se les permitía salir corriendo. Se sintió muy decepcionado cuando Vimes no le hizo ningún caso.


El guardia titular Cuddy subía laboriosamente los escalones dentro de la Torre del Arte, gruñendo para sus adentros. Sabía que no podía quejarse. Lo habían echado a suertes porque, dijo Zanahoria, no podías pedir a los hombres que hicieran algo que tú no estarías dispuesto a hacer. Y Cuddy había sacado la pajita más corta, jajajá, lo cual significaba el edificio más alto. Eso significaba que si había jaleo, entonces Cuddy se lo perdería.

No prestó atención a la delgada cuerda que colgaba de la trampilla muy por encima de él. Y aunque se le hubiera ocurrido pensar en ella… ¿qué más daba? Solo era una cuerda.


Gaspode alzó la mirada hacia las sombras.

Un gruñido llegó hasta él desde algún lugar de la oscuridad. No era un gruñido de perro ordinario. El hombre primitivo había oído sonidos parecidos en profundas cavernas.

Gaspode se sentó. Su cola golpeó el suelo sin mucha convicción.

—Sabía que tarde o temprano terminaría dando contigo —dijo—. La vieja nariz, ¿eh? El mejor instrumento conocido por el perro.

Hubo otro gruñido. Gaspode gimoteó un poco.

—El caso es que —dijo—, el caso es que… El caso es que realmente, verás… lo que me han enviado a hacer…

Los difuntos también habían oído sonidos como aquellos. Justo antes de convertirse en difuntos.

—Ya veo que… en estos momentos no tienes ganas de hablar —dijo Gaspode—. Pero el caso es que… bueno, ya sé lo que estás pensando… Te estás preguntando qué hace Gaspode obedeciendo órdenes de un humano, ¿verdad?

Gaspode lanzó una mirada rápida de conspirador por encima del hombro, como si pudiera existir algo peor que lo que había delante de él.

—Ese es el problema de ser un perro, ¿comprendes? —dijo—. Eso es lo que Gran Fido nunca conseguirá meterse en la cabeza, ¿comprendes? Viste a los perros que había en el Gremio, ¿verdad? Los oíste aullar. Oh, sí, Muerte A Los Humanos, Muy Bien. Pero debajo de todo eso está el miedo. Está la voz que dice: Perro Malo. Y esa voz no viene de ningún sitio más que de dentro, justo del interior de los huesos, porque los humanos hicieron a los perros. Yo sé eso. Preferiría no saberlo, pero está ahí. El Poder consiste en eso, en el hecho de saberlo. He leído libros, yo. Bueno, he masticado libros.

La oscuridad guardó silencio.

—Y tú eres loba y humana al mismo tiempo, ¿no? Muy complicado, eso. Puedo verlo. Un poquito de dicotomía, por así decirlo. Hace que te parezcas bastante a un perro. Porque realmente un perro es eso. Mitad lobo y mitad humano. Sí, en eso tú tenías toda la razón. Incluso tenemos nombres. ¡Ja! Así que nuestros cuerpos nos dicen una cosa, y nuestras cabezas nos dicen otra. Ser un perro es una auténtica vida de perros. Y apuesto a que no puedes huir de él, ¿verdad? No, en realidad no puedes. Porque él es tu amo.

La oscuridad se había vuelto todavía más silenciosa. Gaspode creyó oír un movimiento.

—Él quiere que vuelvas. Y el caso es que, si él te encuentra, ahí se terminará todo. Entonces él hablará, y tú tendrás que obedecer. Pero si regresas porque decides hacerlo, entonces la decisión ha sido tuya. Serás más feliz como humana. Quiero decir que, bueno, ¿qué puedo ofrecerte yo excepto ratas y todo un muestrario de pulgas? Quiero decir que, no sé, yo no veo que eso vaya a ser un gran problema, lo único que tienes que hacer es no salir de casa durante seis o siete noches cada mes…

Angua aulló.

Los pelos que todavía le quedaban a Gaspode en la espalda se pusieron tiesos. Intentó recordar cuál era su vena yugular.

—No quiero tener que entrar ahí y sacarte —dijo. La verdad resonó en cada una de sus palabras—. El caso es que… El caso, realmente, es que… aun así lo haré —añadió, temblando—. Esto de ser un perro es una mierda.

Se lo pensó un poco más, y suspiró.

—Ah, ya me acuerdo. Es la que hay en el cuello —dijo.


Vimes salió a la claridad del sol, que no era muy abundante. Las nubes venían del Eje. Y…

—¿Detritus?

Dink.

—¡Capitán Vimes, señor!

—¿Quiénes son todas esas personas?

—Guardias, señor.

Vimes contempló con perplejidad a la media docena de guardias reunidos ante él.

—¿Quién eres tú?

—El guardia interino Hrolf Pijama, señor.

—¿ Y tú…Caradecarhón ?

—Yo nunca hecho nada.

—¡Yo nunca hecho nada, señor! —chilló Detritus.

¿Caradecarbón? ¿En la Guardia?

Dink.

—El cabo Zanahoria dice que hay algo bueno enterrado en el fondo de cualquier persona —dijo Detritus.

—¿Y cuál es tu trabajo, Detritus?

Dink.

—¡Ingeniero a cargo de las operaciones de minería a grandes profundidades, señor!

Vimes se rascó la cabeza.

—Eso casi era un chiste, ¿verdad? —dijo después.

—Es este casco nuevo que mi compañero Cuddy hizo para mí, señor. ¡Ja! La gente ya no puede decir, ahí va troll estúpido. Ahora tienen que decir, quién es ese troll de magnífico aspecto militar que va por ahí, ya agente titular, gran futuro por detrás de él, lleva Destino escrito todo encima como con escritura.

Vimes fue digiriendo aquello. Detritus lo estaba mirando con una inmensa sonrisa.

—¿Y dónde está el sargento Colon?

—Aquí, capitán Vimes.

—Necesito un padrino, Fred.

—Muy bien, señor. Se lo diré al cabo Zanahoria. Ahora está inspeccionando los tejados…

—¡Fred! ¡Hace más de veinte años que te conozco! Dioses, Fred, lo único que tienes que hacer es estar de pie allí sin moverte. ¡Eso siempre se te ha dado muy bien!

Zanahoria apareció al trote.

—Siento llegar tarde, capitán Vimes. Ejem. La verdad es que queríamos que esto fuera una sorpresa, pero…

—¿Cómo? ¿Qué clase de sorpresa?

Zanahoria metió la mano en el bolsillo.

—Bueno, capitán… en nombre de la Guardia… es decir, de la mayor parte de la Guardia…

—Espera un momento —dijo Colon—. Aquí viene su señoría.

El clip-clop de los cascos y el tintineo de los arneses ya indicaban la llegada del carruaje de lord Vetinari.

Zanahoria volvió la mirada hacia él. Luego volvió a mirarlo.

Y alzó la vista.

Un tenue destello de metal relució en el tejado de la Torre.

—¿Quién está en la Torre, sargento? —preguntó.

—Cuddy, señor.

—Oh. Bien. —Tosió—. En fin, capitán… el caso es que todos pusimos algo de dinero y… —Hizo una pausa—. ¿El guardia titular Cuddy, ha dicho?

—Sí. Se puede confiar en él.

El carruaje del patricio ya estaba a medio camino de la plaza Sator. Zanahoria pudo ver la oscura y delgada figura sentada en el asiento de atrás.

Volvió a alzar la mirada hacia la gran mole gris de la Torre del Arte.

Echó a correr.

—¿Qué pasa? —preguntó Colon.

Vimes también echó a correr.

Los nudillos de Detritus chocaron con el suelo cuando echó a correr tras ellos.

Y entonces Colon lo sintió: una especie de cosquilleo frenético, como si alguien hubiera soplado sobre su cerebro desnudo.

—Oh, mierda —masculló.


Las garras rechinaron sobre la tierra.

¡Desenvainó la espada!

—¿Y qué esperabas? El muchacho estaba en la cima del mundo, acababa de encontrar un interés totalmente nuevo en la vida algo probablemente todavía mejor que ir a pasear por ahí, y entonces se da la vuelta y lo que ve es, básicamente, una loba. Podrías habérselo dado a entender. Es ese momento del mes, ese tipo de cosa, ya sabes. No puedes culparle porque se haya sorprendido un poco, en realidad.

Gaspode se levantó.

—Y ahora, ¿vas a salir o he de entrar ahí y ser brutalmente despedazado?


Lord Vetinari se levantó cuando vio a la Guardia corriendo hacia él. Esa fue la razón por la que el primer disparo le atravesó el muslo, en vez del pecho.

Entonces Zanahoria entró como una exhalación por la puerta del carruaje y se abalanzó sobre él, y esa fue la razón por la que el siguiente disparo atravesó a Zanahoria.


Angua salió.

Gaspode se relajó un poco.

—No puedo volver —dijo Angua—. Yo…

Se quedó totalmente inmóvil. Sus orejas se estremecieron.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—¡Le han herido!

Angua echó a correr.

—¡Eh, espérame! —ladró Gaspode—. ¡Por ahí se va a Las Sombras!


Un tercer disparo dejó un poco descantillado a Detritus, quien se desplomó sobre el carruaje, haciéndolo volcar y rompiendo los ronzales. Los caballos huyeron al galope. El cochero ya había llevado a cabo una rapidísima comparación entre las condiciones laborales actuales y el sueldo que cobraba por hacer su trabajo y se había esfumado entre la multitud.

Vimes se detuvo detrás del carruaje volcado. Otro disparo rebotó en los adoquines cerca de su brazo.

—¿Detritus?

—¿Señor?

—¿Cómo estás?

—Rezumando un poco, señor.

Un disparo dio en la rueda del carruaje encima de la cabeza de Vimes, haciéndola girar.

—¿Zanahoria?

—Me ha atravesado el hombro, señor.

Vimes se arrastró hacia delante empujándose fuertemente con los codos.

—Buenos días, su señoría —dijo con voz enloquecida. Se apoyó en el carruaje y sacó del bolsillo un puro medio partido—. ¿Tiene fuego?

El patricio abrió los ojos.

—Ah, capitán Vimes. ¿Y qué va a ocurrir ahora?

Vimes sonrió. Es curioso, pensó, pero nunca me siento realmente vivo hasta que alguien intenta matarme. Entonces es cuando te das cuenta de que el cielo es azul. Aunque a decir verdad, ahora mismo no es que sea muy azul. Ahí arriba hay nubes muy grandes. Pero estoy reparando en ellas.

—Esperamos a que haya un disparo más —dijo—. Y luego corremos en busca de algún refugio de verdad.

—Parezco… estar perdiendo mucha sangre —dijo Vetinari.

—Vaya, quién hubiese pensado que la tenía usted —dijo Vimes, con la franqueza de aquellos que probablemente van a morir—. ¿Y tú, Zanahoria?

—Puedo mover la mano. Me duele… horrores, señor. Pero usted tiene peor aspecto.

Vimes bajó la mirada.

Había sangre por toda su chaqueta.

—Me debe haber dado un trozo de piedra —dijo—. ¡Ni siquiera lo sentí!

Trató de formarse una imagen mental del debólver. Seis tubos, todos ellos alineados. Cada uno con su proyectil de plomo y su carga de pólvora N.° 1, todos ellos metidos en el debólver igual que los dardos en una ballesta. Se preguntó cuánto tiempo se necesitaría para introducir otros seis…

¡Pero lo tenemos allí donde queremos tenerlo! ¡Solo hay una manera de bajar de la Torre del Arte!

¡Sí, puede que estemos sentados aquí al descubierto mientras él nos dispara trozos de plomo, pero lo tenemos justo allí donde queremos tenerlo!


Resoplando y pedorreando con nerviosismo, Gaspode fue por Las Sombras en una carrera tambaleante y entonces vio, con el alma cayéndosele todavía más por debajo de los pies de lo que ya se le había caído antes, un grupo de perros delante de él. Se retorció a través del enredo de patas. Angua estaba acorralada dentro de un anillo de dientes. Los ladridos cesaron. Un par de perros muy grandes se hicieron a un lado, y Gran Fido avanzó con delicados andares.

—Vaya —dijo—, así que lo que tenemos aquí no es un perro. ¿Una espía, quizá? Siempre hay un enemigo. En todas partes. Parecen perros, pero por dentro no son perros. ¿Qué estabais haciendo?

Angua gruñó.

Oh, cielos, pensó Gaspode. Angua probablemente podría acabar con unos cuantos de ellos, pero estamos hablando de perros callejeros.

Se escurrió por debajo de un par de cuerpos y entró en el círculo. Gran Fido volvió hacia él su mirada de ojos rojizos.

—Y Gaspode, también —dijo el perro de lanas—. Hubiese tenido que saberlo.

—Déjala en paz —dijo Gaspode.

—¿Oh? Te enfrentarás a todos nosotros por ella, ¿verdad? —dijo Gran Fido.

—Tengo el Poder —dijo Gaspode—. Tú ya lo sabes. Lo haré. Lo utilizaré.

—¡No hay tiempo para esto! —gruñó Angua.

—No lo harás —dijo Gran Fido.

—Lo haré.

—La pata de cada perro se alzará contra ti.

—Yo tengo el Poder. Atrás todos.

—¿Qué poder? —preguntó Carnicero. Estaba babeando.

—Gran Fido lo sabe —dijo Gaspode—. Él ha estudiado. Ahora, yo y ella vamos a salir de aquí, ¿de acuerdo? Despacio y con mucha calma.

Los perros miraron a Gran Fido.

—A por ellos —dijo Gran Fido.

Angua enseñó los dientes.

Los perros titubearon.

—Un lobo tiene la mandíbula cuatro veces más fuerte que cualquier perro —dijo Gaspode—. Y eso solo si estamos hablando de un lobo corriente…

—¿Qué sois todos vosotros? —rugió Gran Fido—. ¡Sois la manada! ¡Sin compasión! ¡A por ellos!

Pero Angua había dicho que una manada no actúa así. Una manada es una asociación de individuos libres. Una manada no salta porque se le haya dicho que lo haga: una manada salta porque cada individuo, todos al mismo tiempo, decide saltar. Un par de los perros más grandes se agazaparon. Angua movió la cabeza de un lado a otro, esperando la primera acometida…

Un perro arañó el suelo con su pata… Gaspode respiró hondo y ajustó su mandíbula. Los perros saltaron.

—¡SIÉNTATE! —dijo Gaspode en un humano bastante pasable.

Los ecos de la orden rebotaron de un lado a otro por todo el callejón, y el cincuenta por ciento de los animales la obedecieron. En la mayoría de los casos, fue el cincuenta por ciento trasero el que la obedeció. Perros que ya habían iniciado su salto se encontraron con que sus patas traicioneras se les doblaban por debajo…

—¡PERRO MALO!

… Y aquellas palabras fueron seguidas por una abrumadora sensación de vergüenza racial que los hizo encogerse automáticamente, algo que siempre es una pésima decisión cuando uno se encuentra en mitad del aire.

Gaspode alzó la mirada hacia Angua mientras llovían perros estupefactos alrededor de ellos.

—Dije que tenía el Poder, ¿no? —dijo Gaspode—. ¡Y ahora corre!

Los perros no son como los gatos, que toleran divertidos a los humanos solo hasta que alguien invente un abrelatas que se pueda operar con una pata. Los hombres hicieron a los perros, cogieron lobos y les dieron cosas tan humanas como una inteligencia innecesaria, los nombres, un deseo de pertenecer y un tembloroso complejo de inferioridad. Todos los perros sueñan sueños de lobos, y saben que están soñando con morder a su Hacedor. En lo más profundo de su corazón, cada perro sabe que es un Perro Malo…

Pero el gañido furioso de Gran Fido rompió el hechizo.

—¡A por ellos!

Angua galopó sobre los adoquines. Había un carro al final del callejón. Y, más allá del carro, una pared.

—¡Por ahí no! —gimoteó Gaspode.

Los perros se acumulaban detrás de ellos. Angua saltó al carro.

—¡Yo no puedo subir ahí! —dijo Gaspode—. ¡No con mi pata!

Angua saltó al suelo, lo cogió por el pescuezo, y volvió a saltar hacia arriba. Detrás del carro estaba el techo de un cobertizo, por encima de eso había una cornisa y —unas cuantas tejas resbalaron debajo de las patas de Angua y cayeron al callejón— una casa.

—¡Me mareo!

—¡Fállate!

Angua corrió por el borde del tejado y saltó al callejón que había al otro lado, aterrizando pesadamente sobre una vieja extensión de paja y cañizo.

—¡Aaargh!

—¡Fe te falles!

Pero los perros les estaban siguiendo. Después de todo, no era como si los callejones de Las Sombras fueran muy anchos.

Otro estrecho callejón pasó por debajo de ellos.

Colgado de las mandíbulas de la mujer-loba, Gaspode oscilaba peligrosamente.

—¡Todavía los tenemos detrás!

Gaspode cerró los ojos mientras Angua tensaba los músculos.

—¡Oh, no! ¡La calle de la Mina de Melaza no!

Hubo un súbito estallido de aceleración seguido por un momento de calmaGaspode cerró los ojos…

… Y Angua tomó tierra. Sus patas resbalaron por un instante sobre el techo mojado. Las tejas cayeron a la calle en cascada, y un instante después Angua estaba subiendo por el risco a grandes saltos.

—Puedes bajarme ahora mismo —dijo Gaspode—. ¡En este mismo instante! ¡Ya vienen!

Los perros que encabezaban la persecución llegaron al tejado de enfrente, vieron la brecha, e intentaron dar media vuelta. Las garras se deslizaron sobre las tejas.

Angua se volvió, jadeando y sin aliento. Había tratado de evitar respirar durante esa primera y frenética carrera. Si lo hubiese hecho, habría respirado a Gaspode.

Oyeron los ladridos airados de Gran Fido.

—¡Cobardes! ¡Eso no tiene ni seis metros! ¡Para un lobo eso no es nada!

Los perros midieron la distancia dubitativamente. A veces un perro tiene que aclarar un poco las cosas y preguntarse a sí mismo: ¿de qué especie soy?

—¡Es fácil! ¡Os lo demostraré! ¡Mirad!

Gran Fido corrió un par de metros hacia atrás, se detuvo, dio media vuelta, corrió… y saltó.

La trayectoria apenas si tuvo una curva. El pequeño perro de lanas aceleró en el espacio, impulsado no tanto por los músculos como por lo que fuera que estaba ardiendo en su alma.

Sus patas delanteras tocaron las tejas, arañaron por un momento la resbaladiza superficie, y no encontraron ningún asidero. Gran Fido fue resbalando en silencio hacia atrás a lo largo del tejado, pasó por encima del borde… … Y quedó suspendido en el vacío.

Alzó los ojos hacia arriba, hacia el perro que lo estaba sujetando.

—¿Gaspode? ¿Eres tú?

—Ziií —dijo Gaspode con la boca llena.

El perro de lanas apenas pesaba nada, pero Gaspode apenas si tenía peso tampoco. Había saltado hacia delante y abierto las patas para soportar la tensión, pero no había gran cosa en la que apoyarse. Gaspode fue resbalando inexorablemente hacia abajo hasta que sus patas delanteras quedaron dentro del canalón, el cual empezó a crujir.

Ahora Gaspode tenía una vista asombrosamente clara de la calle, tres pisos más abajo.

—¡Oh, demonios! —dijo Gaspode.

Entonces unas fauces se cerraron sobre su cola.

—Suéltale —dijo Angua, hablando con voz neutra.

Gaspode trató de sacudir la cabeza.

—¡Deja de reziztirte! —dijo, hablando por un lado de la boca—. ¡Perro Valiente Zalva el Día! ¡Rezcatado en el Tejado por un Valerozo Zabuezo! ¡No!

El canalón volvió a crujir.

Va a ceder, pensó Gaspode. La historia de mi vida…

Gran Fido se volvió hacia él.

—¿Por dónde me tienes cogido?

—Poz el collaz —dijo Gaspode entre dientes.

—¿Qué? ¡Al infierno con eso!

El perro de lanas trató de soltarse, lanzando feroces zarpazos al aire.

—¡Para, gilipollaz! ¡Noz haráz caer a loz doz! —gruñó Gaspode.

En el tejado de enfrente, la jauría de perros miraba con horror. El canalón volvió a crujir.

Las garras de Angua dejaron líneas blancas en las tejas.

Gran Fido se debatió y giró, luchando contra la presa del collar.

Que, finalmente, se partió.

El perro se volvió en el aire, suspendido por un instante en el vacío antes de que la gravedad se hiciera con el control de la situación.

—¡Libre!

Y luego cayó.

Gaspode salió disparado hacia atrás cuando las patas de Angua resbalaron debajo de ella, y aterrizó tejado arriba con sus patas girando. Los dos consiguieron llegar a la cresta del tejado y se agarraron a ella, jadeando.

Entonces Angua volvió a saltar, tomando tierra en el callejón siguiente y desapareciendo en la lejanía antes de que Gaspode hubiera dejado de ver una neblina roja ante sus ojos.

Gaspode escupió el collar de Gran Fido, el cual resbaló tejado abajo y terminó desapareciendo por encima del borde.

—¡Oh, gracias! —gritó—. ¡Muchísimas gracias! ¡Sí! ¡Déjame aquí, eso es! ¡Y yo con solo tres patas buenas! ¡No te preocupes por mí! ¡Con un poco de suerte, me caeré del tejado antes de morirme de hambre! ¡Oh, sí! ¡La historia de mi vida, desde luego! ¡Tú y yo, chica! ¡Juntos! ¡Habríamos podido conseguirlo!

Se volvió y miró a los perros inmóviles encima de los tejados al otro lado de la calle.

—¡Eh, vosotros! ¡Idos a casa! ¡PERRO MALO! —ladró.

Se dejó resbalar por el otro lado del tejado. Allí había un callejón, pero el suelo quedaba demasiado lejos. Gaspode fue arrastrándose por el tejado hasta llegar al edificio contiguo, pero no había ningún sitio por donde se pudiera bajar. Con todo, un piso más abajo había un balcón.

—Pensamiento lateral —musitó Gaspode—. Veamos, un lobo, el lobo típico, saltaría, y si no pudiera saltar, entonces se quedaría atrapado aquí. Mientras que yo, debido a que poseo una inteligencia superior, puedo evaluar la totalidad de la comosellame y llegar a una solución a través de la aplicación de los procesos mentales.

Se apoyó en la gárgola agazapada sobre el ángulo del canalón.

—¿’E’,ierez?

—Si no me ayudas a bajar hasta ese balcón, me haré pis dentro de tu oreja.


¿GRAN FIDO?

—¿Sí?

TÚMBATE.


Con el paso del tiempo, llegó a haber dos teorías acerca del fin de Gran Fido.

La defendida por el perro Gaspode, basada en datos obtenidos a través de la observación, decía que sus restos fueron recogidos por Viejo Apestoso Ron y vendidos cinco minutos después a un peletero, y que Gran Fido terminó volviendo a ver la luz del día convertido en unas orejeras y un par de guantes lanudos.

La que creían todos los demás perros, basada en lo que a falta de un nombre mejor podríamos llamar la verdad del corazón, decía que Gran Fido sobrevivió a la caída, huyó de la ciudad, y terminó mandando una manada enorme de lobos de las montañas que por las noches llevaba el terror a las granjas aisladas. Esa teoría hacía que buscar en los vertederos y visitar las puertas traseras en busca de restos pareciese… bueno, más soportable. Después de todo, solo lo hacían hasta que regresara Gran Fido.

Su collar se guardó en un lugar secreto, y los perros lo visitaron con asiduidad hasta que terminaron olvidándose de él.


El sargento Colon abrió la puerta empujándola con la punta de su pica.

La Torre había tenido suelos, pero de eso ya hacía mucho tiempo. Ahora estaba totalmente hueca hasta arriba de todo, entrecruzada por los haces de luz dorada que surgían de antiguos huecos de ventanas.

Uno de ellos, lleno de relucientes motas de polvo, caía sobre lo que, no mucho antes, había sido el guardia titular Cuddy.

Colon empujó cautelosamente el cuerpo con la punta del pie. El cuerpo no se movió. Nada parecía indicar que debiera moverse. Un hacha retorcida yacía junto a él.

—Oh, no —jadeó.

Había una cuerda delgada, de las que utilizaban los Asesinos, colgando de las alturas. La cuerda estaba temblando. Colon alzó la mirada hacia la calima, y desenvainó su espada.

Podía ver toda la distancia hasta lo alto de la torre, y no había nadie en la cuerda. Lo cual significaba…

Ni siquiera miró alrededor, lo cual le salvó la vida.

Su lanzamiento al suelo y la explosión del debólver detrás de él ocurrieron exactamente en el mismo momento. Luego Colon juraría que había sentido el viento del proyectil cuando pasaba por encima de su cabeza.

Entonces una figura atravesó el humo y le golpeó muy fuerte a Colon antes de huir por la puerta abierta, para desaparecer bajo la lluvia.


¿AGENTE TITULAR CUDDY?

Cuddy se sacudió de encima a sí mismo.

—Oh —dijo—. Ya veo. No creí que fuera a sobrevivir a eso. No después de los primeros treinta metros.

ESTABA EN LO CIERTO.

El mundo irreal de los vivos ya se estaba desvaneciendo, pero Cuddy contempló los restos retorcidos de su hacha. Parecían preocuparle mucho más que los restos retorcidos de Cuddy.

—¿Y quiere echarle una mirada a eso? —dijo—. ¡Mi papá hizo esa hacha para mí! ¡Pues ahora no creo que sea un arma digna de que te la lleves contigo a la otra vida!

¿ESO ES ALGÚN TIPO DE COSTUMBRE FUNERARIA?

—¿No lo sabe? Usted es la Muerte, ¿no?

ESO NO SIGNIFICA QUE TENGA QUE SABERLO TODO ACERCA DE LAS COSTUMBRES FUNERARIAS. GENERALMENTE, ME ENCUENTRO CON LA GENTE ANTES DE QUE LA ENTIERREN. AQUELLOS A LOS QUE CONOZCO DESPUÉS DEL ENTIERRO TIENDEN A ESTAR UN POCO NERVIOSOS, Y NO LES APETECE DEMASIADO HABLAR DE LAS COSAS.

Cuddy se cruzó de brazos.

—Si no voy a ser enterrado como es debido —dijo—, pues entonces no voy. Mi alma torturada andará por el mundo siendo presa del tormento.

NO TIENE POR QUÉ SERLO.

—Pero si quiere puede hacerlo —dijo secamente el fantasma de Cuddy.


—¡Detritus! ¡No tienes tiempo de rezumar! ¡Ve a la Torre del Arte y llévate a unos cuantos hombres contigo!

Vimes llegó a la entrada de la Gran Sala con el patricio encima del hombro y Zanahoria tambaleándose detrás de él. Los magos estaban haciendo corro alrededor de la puerta. Empezaban a caer pesados goterones de lluvia, siseando sobre las piedras recalentadas por el sol.

Ridcully se subió las mangas.

—¡Por todas las campanas del infierno! ¿Qué le ha hecho eso a la pierna del patricio?

—¡Ahora ya saben de lo que es capaz el debólver! ¡Encárguese de él! ¡Y del cabo Zanahoria también!

—No hay ninguna necesidad —dijo Vetinari, tratando de sonreír y ponerse en pie—. La herida no ha afectado al hue…

La pierna se dobló debajo de él.

Vimes parpadeó. Nunca hubiese esperado ver aquello. El patricio era el hombre que siempre tenía las respuestas, que nunca se dejaba sorprender por nada. Vimes tuvo la sensación de que la historia se había soltado y estaba empezando a ondular en el viento.

—Podemos ocuparnos de esto, señor —dijo Zanahoria—. Tengo hombres en los tejados, y…

—¡Cállese! ¡No se mueva de aquí! ¡Es una orden! —Vimes hurgó dentro de su bolsa y se colgó la placa de su chaqueta rasgada—. Eh, tú… ¡Pijama! ¡Necesito una espada!

Pijama estaba poniendo bastante mala cara.

—Solo recibo órdenes del cabo Zanahoria…

—¡Dame una espada ahora mismo, horrible hombrecillo! ¡Bien! ¡Gracias! Ahora vayamos a la Torr…

Una sombra apareció en el hueco de la puerta.

Detritus entró.

Todos contemplaron la fláccida forma que llevaba en los brazos.

Detritus la puso con mucho cuidado encima de un banco, sin decir una sola palabra, y luego fue a sentarse en un rincón. Mientras los demás se reunían alrededor de los restos mortales del guardia titular Cuddy, el troll se quitó el casco refrigerante de fabricación casera y se quedó inmóvil mirándolo, sin dejar de darle vueltas entre los dedos.

—Estaba en el suelo —dijo el sargento Colon, apoyándose en el marco de la puerta—. Tuvieron que empujarlo haciéndolo caer de la escalera arriba de todo. También había alguien más ahí dentro. Tuvo que bajar por una cuerda y me dio un buen golpe en el lado de la cabeza.

—Un chelín no vale que te hagan caer desde lo alto de la Torre del Arte de un empujón —dijo Zanahoria, vagamente.

Fue mejor cuando vino el dragón, pensó Vimes. Después de que hubiera matado a alguien, al menos seguía siendo un dragón. Luego se iba a algún otro sitio, pero siempre podías decir: es un dragón, eso es lo que es. No podía pasar por encima de una pared y convertirse en cualquier otra persona. Siempre sabías a qué estabas combatiendo. No tenías que…

—¿Qué es eso que hay en la mano de Cuddy? —dijo, dándose cuenta de que llevaba algún tiempo mirándolo sin verlo.

Tiró de ello. Era una tira de tela negra.

—Los Asesinos visten así —dijo Colon con voz átona.

—Igual que montones de personas más —dijo Ridcully—. El negro es negro.

—Tiene razón —dijo Vimes—. Emprender cualquier clase de acción basándose en eso sería prematuro. Y probablemente significaría mi despido, ya sabe, sería como pegarme un tiro.

Agitó la tira de tela delante de lord Vetinari.

—Hay Asesinos por todas partes montando guardia —dijo—. Pues parece ser que no se dieron cuenta de que pasara nada raro, ¿verdad? ¡Usted les dio el jodido debólver porque pensó que los asesinos eran los que mejor lo guardarían! ¡Nunca se le pasó por la cabeza dárselo a los guardias!

—¿No vamos a iniciar la persecución, cabo Zanahoria? —preguntó Pijama.

—¿Perseguir a quién? ¿Perseguirlo adónde? —dijo Vimes—. Le atizó en la cabeza al viejo Fred y luego salió corriendo. Pudo doblar una esquina trotando y tirar el debólver por encima de un muro, ¿y quién lo sabría? ¡No sabemos a quién estamos buscando!

—Yo sí que lo sé —dijo Zanahoria.

Se levantó, apretándose el hombro con la mano.

—Correr es fácil —dijo—. Hemos corrido mucho. Pero no es así como se caza. Se caza quedándose quieto en el lugar apropiado. Capitán, quiero que el sargento salga ahí fuera y le diga a la gente que tenemos al asesino.

—¿Qué?

—Su nombre es Edward de M’uerthe. Diga que lo tenemos bajo custodia. Diga que fue capturado y que está gravemente herido, pero que aún vive.

—Pero no hemos…

—Edward de M’uerthe es un asesino.

—No hemos…

—Sí, capitán. No me gusta decir mentiras. Pero podría valer la pena. Y en cualquier caso ya no es problema suyo, señor.

—¿No lo es? ¿Por qué no?

—Usted se retira en menos de una hora.

—Pero en este momento todavía soy capitán, cabo. Eso significa que tiene que contarme lo que está ocurriendo. Así es como funcionan las cosas.

—No tenemos tiempo, señor. Hágalo, sargento Colon.

—¡Zanahoria, el oficial al mando todavía soy yo! Se supone que yo soy quien da las órdenes.

Zanahoria bajó la cabeza.

—Lo siento, capitán.

—Está bien. Con tal de que eso haya quedado entendido ¿Sargento Colon?

—¿Señor?

—Haga correr la voz de que hemos arrestado a Edward de M’uerthe. Quienquiera que sea.

—Siseñor.

—¿Y cuál va a ser su próxima jugada, señor Zanahoria? —preguntó Vimes.

Zanahoria miró a los magos allí reunidos.

—¿Disculpe, señor?

—¿Oook?

—En primer lugar, tenemos que entrar en la biblioteca y…

En primer lugar, alguien puede prestarme un casco —dijo Vimes—. Si no llevo un casco, nunca tengo la sensación de que estoy trabajando. Gracias, Fred. Bien… casco… espada… placa. Y ahora…


Debajo de la ciudad había sonidos. Iban filtrándose hacia las profundidades a lo largo de toda clase de rutas, pero sonaban confusos, un vago ruido de colmena.

Y también había el más tenue de los resplandores. Las aguas del Ankh, empleando el nombre del elemento en su sentido más amplio, llevaban siglos lavando, forzando la definición hasta su límite, aquellos túneles.

Ahora había otro sonido. Era un tenue ruido de pasos sobre el sedimento, apenas perceptible a menos que los oídos ya hubieran llegado a acostumbrarse a los sonidos de fondo. Y una forma borrosa se movía entre la penumbra, para terminar deteniéndose delante de un círculo de oscuridad que llevaba a un túnel más pequeño…


—¿Cómo se siente, su señoría? —preguntó el cabo Nobbs.

—¿Quién es usted?

—¡Cabo Nobbs, señor! —dijo Nobby, saludando.

—¿Lo tenemos en nómina?

—¡Siseñor!

—Ah. Usted es el enano, ¿verdad?

—Noseñor. ¡Ese era el difunto Cuddy, señor! ¡Yo soy uno de los seres humanos, señor!

—¿No fue incluido en nómina como resultado de ningún… procedimiento especial de contratación?

—Noseñor —dijo Nobby, con orgullo.

—Increíble —dijo el patricio.

Se sentía un poco mareado a causa de la pérdida de sangre. El archicanciller también le había dado a beber un buen trago de algo que dijo era un remedio maravilloso, aunque no había especificado qué era lo que curaba exactamente. La verticalidad, al parecer. Pero aun así resultaba más sensato permanecer erguido. Era una buena idea que se le viera con vida. Un montón de curiosos estaban asomando la cabeza por el hueco de la puerta para echar un vistazo. Era importante asegurar que los rumores de su muerte estuvieran considerablemente exagerados.

Nobbs, el cabo que se autoproclamaba humano, y otros guardias habían formado un círculo alrededor del patricio, siguiendo las órdenes del capitán Vimes. Algunos de ellos eran mucho más enormes de lo que el patricio recordaba.

—Tú, hombre. ¿Tienes el Chelín del Rey? —inquirió a uno de ellos.

—Yo nunca cogido nada.

—Espléndido, bien hecho.

Y entonces las multitudes se dispersaron. Una forma dorada y con un aspecto vagamente perruno se abrió paso a través de ellas como una exhalación, gruñendo y con la nariz pegada al suelo. Y luego volvió a desaparecer, cubriendo la distancia que la separaba de la biblioteca en largas y ágiles zancadas. El patricio fue consciente de una conversación que estaba teniendo lugar junto a él.

—¿Fred?

—¿Sí, Nobby?

—¿Eso no te ha parecido un poco familiar?

—Sí, ya sé a qué te refieres.

Nobby se removió nerviosamente.

—Tendrías que haberle dado una buena bronca por no llevar el uniforme —dijo.

—Eso habría sido un poquito complicado.

—Si yo hubiera pasado corriendo por aquí sin ropa, seguro que me habrías multado con medio dólar por ir vestido inadecuadamente…

—Aquí tienes medio dólar, Nobby. Y ahora cállate.

Lord Vetinari les sonrió alegremente. Luego estaba el guardia del rincón, otro de aquellos que eran tan enormes…

—¿Todavía se encuentra bien, su señoría? —preguntó Nobby.

—¿Quién es ese caballero?

Nobby siguió la dirección de la mirada del patricio.

—Ese es Detritus el troll, señor.

—¿Por qué está sentado así?

—Está pensando, señor.

—Lleva un buen rato sin moverse.

—Piensa despacio, señor.

Detritus se levantó. Había algo en la manera en que lo hizo, alguna traza de un enorme continente iniciando un movimiento tectónico que terminaría en la temible creación de alguna cordillera inescalable, que hizo que la gente se detuviera a mirarlo. Ni uno solo de quienes lo hicieron estaba familiarizado con la experiencia de ver la creación de cordilleras, pero ahora tuvieron una vaga idea de cómo era aquello: era como Detritus poniéndose en pie, con el hacha retorcida de Cuddy en la mano.

—Pero profundamente, a veces —dijo Nobby, examinando varias posibles rutas de huida con la mirada.

El troll contempló a la multitud como si se preguntara qué estaban haciendo allí. Luego, con los brazos balanceándose a sus costados, echó a andar hacia delante.

—Agente Detritus… ejem… descanse… —probó Colon.

Detritus le ignoró. Ahora estaba moviéndose bastante deprisa, de esa manera engañosa en que lo hace la lava.

Llegó a la pared, y la apartó de su camino de un puñetazo.

—¿Alguien ha estado dándole azufre? —preguntó Nobby.

Colon se volvió hacia los guardias.

—¡Guardia interino Bauxita! ¡Guardia interino Caradecarbón! ¡Detengan al agente Detritus!

Los dos trolls miraron primero la silueta cada vez más lejana de Detritus, luego se miraron el uno al otro, y finalmente miraron al sargento Colon.

Bauxita se las arregló para saludar.

—¿Permiso para asistir al funeral de la abuela, señor?

—¿Por qué?

—Es ella o yo, mi sargento.

—Nos dará de patadas en nuestras goohulaags cabezas —dijo Caradecarbón, que era el que tenía la mente menos tortuosa de los dos.


Una cerilla se inflamó. En las alcantarillas, su luz fue como la de una nova.

Vimes encendió primero su puro, y luego una lámpara.

—¿Doctor Cruces? —dijo.

El jefe de los asesinos se quedó inmóvil como una estatua.

—El cabo Zanahoria también tiene una ballesta —dijo Vimes—. No estoy muy seguro de si la utilizaría. El cabo Zanahoria es un buen hombre. Piensa que todos los demás son buenos. Yo no lo soy. Tengo muy mal genio, soy desagradable y estoy cansado. Y ahora, doctor, usted ha tenido tiempo de pensar, es un hombre inteligente… ¿Me haría el favor de decirme qué era lo que estaba haciendo aquí abajo, si es tan amable? No puede ser buscar los restos mortales del joven Edward, porque esta mañana nuestro cabo Nobbs se los ha llevado al depósito de cadáveres de la Guardia, probablemente apropiándose de cualquier pequeña alhaja personal que Edward pudiera llevar encima, pero Nobby es así. Tiene una mente criminal, nuestro Nobby. Pero una cosa sí que diré en su favor: no tiene un alma criminal.

»Espero que le haya quitado el maquillaje de payaso al pobre chico. Cielos, cielos. Usted utilizó a Edward, ¿verdad? Él mató al pobre Beano y luego se hizo con el debólver, y estaba allí cuando el debólver mató a Martillogrande, porque incluso se dejó un poquitín de su peluca de Beano en las vigas, y justo cuando hubiese podido sacar provecho de un buen consejo, como por ejemplo el de que se entregara, entonces usted fue y lo mató. Lo interesante, lo interesante de verdad, es que el joven Edward no pudo haber sido el hombre que estaba en la Torre del Arte hace un rato. No con esa puñalada en el corazón y todo lo demás. Ya sé que estar muerto no siempre supone una barrera infranqueable que te impida disfrutar de la diversión en esta ciudad, pero no creo que el joven Edward se haya mostrado demasiado activo últimamente. El trocito de tela fue un toque excelente. Pero, sabe, yo nunca he creído en esas cosas: huellas de pisadas en el parterre de las flores, botones delatores, ese tipo de cosas. La gente piensa que el trabajo policial consiste precisamente en esas cosas. Pues no. La mayor parte del tiempo, el trabajo policial consiste en tener suerte y gastar muchas suelas. Pero montones de personas lo creen. Lo que quiero decir es que, bueno, Edward lleva muerto… veamos… todavía no hace dos días, y aquí abajo se está muy fresquito y… Bien, luego usted podría haberlo subido allá arriba, y me atrevería a decir que hubiese podido engañar a quienes no miraran muy de cerca una vez que Edward estuviese encima de una losa, y de esa manera habría tenido al hombre que disparó al patricio. Ojo, también me atrevo a decir que para entonces media ciudad estaría luchando con la otra media. Hubiese habido unas cuantas muertes más. Me pregunto si eso le habría importado a usted. —Hizo una pausa—. Todavía no ha dicho nada.

—Usted es incapaz de entenderlo —dijo Cruces.

—¿Sí?

—De M’uerthe estaba en lo cierto. Había perdido el juicio, pero estaba en lo cierto.

—¿Acerca de qué, doctor Cruces? —preguntó Vimes.

Y un instante después el asesino había desaparecido en una sombra.

—Oh, no —dijo Vimes.

Un murmullo creó ecos que resonaron dentro de la caverna.

—¿Capitán Vimes? Una cosa que todo buen Asesino aprende es…

Hubo una explosión atronadora, y la lámpara se desintegró.

—… a no estar nunca cerca de la luz.

Vimes chocó con el suelo y rodó sobre sí mismo. Otro disparo surcó el aire a un par de palmos de él, y Vimes sintió la fría salpicadura del agua.

Debajo de él también había agua.

El Ankh estaba subiendo y, siguiendo leyes más viejas que las de la ciudad, el agua volvía a subir por los túneles.

—Zanahoria —murmuró Vimes.

—¿Sí?

La voz provenía de algún lugar perdido en la negrura hacia su derecha.

—No veo nada. Perdí mi visión nocturna al encender esa maldita lámpara.

—Puedo sentir llegar el agua.

—Lo que debemos… —empezó a decir Vimes, y se calló mientras se formaba una imagen mental de Cruces escondido y apuntando el arma hacia un retazo de sonido.

Hubiese tenido que disparar yo primero, pensó. ¡Cruces es un Asesino!

Vimes tuvo que incorporarse un poco para mantener la cara fuera del agua, que iba subiendo.

Entonces oyó un suave chapoteo. Cruces estaba viniendo hacia ellos.

Hubo un tenue chasquido, y luego luz. Cruces había encendido una antorcha, y Vimes alzó la mirada para ver la flaca silueta recortándose entre la penumbra. Su otra mano estaba apuntando el debólver.

Algo que Vimes había aprendido cuando era joven guardia surgió de las profundidades de su memoria. Si realmente no te queda más remedio que mirar a lo largo del astil de una flecha desde el extremo equivocado, si un hombre te tiene totalmente a su merced, entonces aférrate a la esperanza de que ese hombre sea malvado. Porque a los malvados les encanta el poder, el poder sobre las personas, y quieren verte pasar miedo. Quieren que sepas que vas a morir. Así que hablarán. Se regodearán.

Verán cómo te retuerces. Irán posponiendo el momento del asesinato de la misma manera en que otro hombre irá posponiendo el momento de encender un buen puro.

Por eso debes aferrarte a la esperanza de que tu captor sea un hombre malvado. Porque un hombre bueno te matará sin llegar a abrir la boca.

Entonces, para su eterno horror, Vimes oyó cómo Zanahoria se ponía en pie.

—Doctor Cruces, le arresto por los asesinatos de Bjorn Martillogrande, Edward de M’uerthe, Beano el payaso, Lettice Knibbs y el agente Cuddy de la Guardia de la Ciudad.

—¡Oh, dioses! ¿Todos esos? Me temo que fue Edward el que mató al hermano Beano. Eso fue idea suya, pobrecito. Dijo que no había tenido intención de hacerlo. Y tengo entendido que la muerte de Martillogrande fue accidental. Se trató de uno de esos accidentes que ocurren muy de cuando en cuando, ya sabe. Martillogrande estaba hurgando en el mecanismo, y entonces la carga se disparó y el proyectil rebotó en su yunque y lo mató. Eso fue lo que dijo Edward. Vino a verme después. Estaba muy afectado. Me lo contó absolutamente todo. Así que le maté, claro. Bueno ¿qué otra cosa podía hacer yo? Edward estaba bastante loco. No se puede tratar con esa clase de personas. ¿Me permitís sugeriros que deis un paso atrás, alteza? Preferiría no tener que disparar contra vos. ¡No! ¡No a menos que tenga que hacerlo!

Vimes tuvo la impresión de que Cruces estaba discutiendo consigo mismo. El debólver osciló violentamente en su mano.

—Edward no paraba de balbucear insensateces —dijo Cruces—. Aseguraba que el debólver había matado a Martillogrande. Yo le pregunté si había sido un accidente. Y él dijo que no, que no había sido ningún accidente, que el debólver había matado a Martillogrande.

Zanahoria dio otro paso adelante. Ahora Cruces parecía hallarse en su propio mundo privado.

—¡No! El debólver mató a la joven mendiga, también. ¡No fui yo! ¿Por qué iba a hacer yo algo semejante?

Cruces dio un paso atrás, pero el debólver se alzó hacia Zanahoria. A Vimes le pareció como si se moviera por voluntad propia, como un animal que olisquea el aire…

—¡Agáchate! —siseó Vimes, estirando el brazo en un intento desesperado de encontrar su ballesta.

—¡Edward dijo que el debólver estaba celoso! ¡Martillogrande hubiese hecho más debólveres! ¡No os mováis!

Zanahoria dio otro paso.

—¡Tuve que matar a Edward! ¡Era un romántico, nunca lo hubiese hecho bien! ¡Pero Ankh-Morpork necesita un rey!

El arma se estremeció y disparó su proyectil en el mismo instante en que Zanahoria saltaba hacia un lado.


Los túneles relucían con un sinfín de olores entre los que predominaban los acres tonos amarillos y los naranjas terrosos de los antiguos desagües. Y apenas había corrientes de aire que pudieran alterar las cosas, con lo que la línea que era Cruces serpenteaba nítidamente a través de aquella atmósfera tan cargada. Y también estaba el olor del debólver, tan vivido como una herida.

Olí a debólver en el Gremio, pensó Angua, justo después de que Cruces pasara junto a mí en aquel pasillo. Y Gaspode dijo que eso no tenía nada de raro, porque el debólver había estado en el Gremio durante mucho tiempo…, pero no lo habían disparado dentro del Gremio. Lo olí porque alguien de allí había disparado esa cosa.

Entró en la gran caverna chapoteando y vio, con su nariz, a los tres: la figura que olía a Vimes, la figura que se estaba desplomando y era Zanahoria, la forma que se volvía con el debólver en la mano…

Y entonces Angua dejó de pensar con la cabeza y dejó que su cuerpo asumiera el control. Los músculos de loba la impulsaron hacia delante y la elevaron en un rápido salto, con un halo de gotitas de agua despedidas de su pelaje, sus ojos clavados en el cuello de Cruces.

El debólver disparó, cuatro veces. No falló ni un solo disparo.

Angua chocó pesadamente con el hombre, haciendo que se desplomara hacia atrás.

Vimes se alzó entre una explosión de espuma y gotas de agua.

—¡Seis disparos! ¡Eso han sido seis disparos, hijo de puta! ¡Ahora sí que te tengo!

Cruces se volvió mientras Vimes venía chapoteando hacia él y corrió hacia un túnel, lanzando más espuma.

Vimes le quitó la ballesta de entre los dedos a Zanahoria, apuntó desesperadamente y apretó el gatillo. No ocurrió nada.

—¡Zanahoria! ¡Condenado idiota, pero si nunca llegaste a amartillar este dichoso trasto!

Vimes se volvió.

—¡Vamos, hombre! ¡No podemos dejar que se escape!

—Es Angua, capitán.

—¿Qué?

—Está muerta.

—¡Zanahoria! Escucha. ¿Puedes encontrar la salida entre toda esta porquería? ¡No, así que ven conmigo!

—Yo… No puedo dejarla aquí. Yo…

¡Cabo Zanahoria!¡Sígame!

Vimes medio corrió y medio vadeó aquellas aguas cada vez más crecidas yendo hacia el túnel que había engullido a Cruces. Había que subir una pequeña pendiente para llegar a él, y Vimes notó que el agua le cubría menos a medida que corría.

Nunca des tiempo para descansar a la presa. Vimes había aprendido aquello durante su primer día en la Guardia. Si tenías que perseguir, entonces había que seguir con ello. Dar tiempo al perseguido para que se detuviera y pensara un poco significaba que luego doblarías una esquina para encontrarte con un calcetín lleno de arena viniendo desde el otro lado.

Las paredes y el techo estaban cada vez más próximos. Había otros túneles allí. Zanahoria había estado en lo cierto. Centenares de personas tenían que haber trabajado durante años para construir aquello. Ankh-Morpork estaba construida encima de la misma Ankh-Morpork.

Vimes se detuvo.

Ya no había ningún ruido de chapoteo, y sí bocas de túneles abriéndose por todas partes alrededor de él.

Entonces hubo un destello dentro de un túnel lateral. Vimes se apresuró a correr hacia él, y vio un par de piernas recortándose en el haz de claridad que caía de una trampilla abierta. Se abalanzó sobre ellas, y consiguió agarrar una bota en el mismo instante en que esta empezaba a desaparecer en la habitación de arriba. La bota le dio una patada, y un instante después oyó cómo Cruces chocaba con el suelo.

Vimes se agarró al borde de la trampilla y se metió por el hueco. Aquello no era un túnel. Parecía una especie de sótano. Los pies de Vimes resbalaron en el barro y se dio con una pared viscosa. ¿Encima de qué se había construido Ankh-Morpork? Oh, claro…

Cruces se encontraba a solo unos metros de distancia, subiendo frenéticamente por un tramo de escalones y resbalando de vez en cuando. Antes había habido una puerta al final del tramo, pero ya hacía mucho tiempo que se había podrido.

Había más escalones, y más habitaciones. Fuego e inundación, inundación y reconstrucción. Las habitaciones se habían convertido en sótanos, los sótanos se habían convertido en cimientos. La persecución no era nada elegante, porque los dos hombres resbalaban y caían para luego volver a subir y abrirse paso a través de cortinas de sustancias viscosas suspendidas del techo. Cruces había dejado velas encendidas aquí y allá. Sus llamas daban la claridad suficiente para que Vimes deseara que no lo hicieran.

Y de pronto debajo de los pies hubo piedra seca y aquello no era una puerta, sino un agujero perforado en una pared. Y había barriles y montones de muebles, cosas viejas que se habían guardado bajo llave y olvidado.

Cruces estaba en el suelo a un par de metros de él, tratando de recuperar el aliento mientras incrustaba otro juego de tubos en el debólver. Vimes consiguió ponerse a cuatro patas, y tragó aire. No muy lejos de allí había una vela embutida en la pared.

—Te… atrapé —jadeó.

Cruces luchó por levantarse, todavía aferrando el debólver.

—Estás… demasiado viejo… para correr… —consiguió decir Vimes.

Cruces logró incorporarse, y se apartó con paso tambaleante. Vimes se lo pensó un poco antes de volver a hablar.

—Yo también estoy demasiado viejo para correr —añadió, y saltó.

Los dos hombres rodaron sobre el polvo, con el debólver entre ellos. Mucho tiempo después a Vimes se le ocurriría pensar que lo último que haría un hombre en su sano juicio sería luchar con un Asesino. Llevaban armas escondidas por todas partes. Pero Cruces no estaba dispuesto a soltar el debólver. Lo agarraba obstinadamente con ambas manos, tratando de golpear a Vimes con el cañón o con la culata.

Curiosamente, los Asesinos apenas si aprendían a luchar sin armas. Generalmente eran lo bastante buenos en el combate armado para no tener necesidad de ello. Los caballeros llevaban armas, y solo las clases inferiores utilizaban las manos.

—Te cogí —jadeó Vimes—. Quedas arrestado. Haz el favor de estar bajo arresto, ¿quieres?

Pero Cruces no lo soltaba. Vimes no se atrevía a soltarlo, porque entonces el debólver le sería arrebatado de entre los dedos. El debólver se veía impulsado hacia delante y hacia atrás por entre ellos dos, en una desesperada concentración llena de gruñidos.

El debólver hizo explosión.

Hubo una lengua de fuego rojizo, un hedor a fuegos artificiales y un ruido de zing, zing, zing procedente de tres paredes. Algo chocó con el casco de Vimes y se alejó hacia el techo con un nuevo zing.

Vimes contempló las facciones contorsionadas de Cruces. Después bajó la cabeza y tiró del debólver con todas sus fuerzas.

El asesino gritó y lo soltó, llevándose las manos a la nariz. Vimes retrocedió tambaleándose, empuñando el debólver con ambas manos.

Se movió. De pronto la culata estaba encima del hombro de Vimes y su dedo se encontraba encima del gatillo.

Eres mío. Ya no lo necesitamos.

La conmoción causada por la voz fue tan grande que Vimes gritó.

Luego juraría que no había apretado el gatillo. Este se movió por voluntad propia, llevándose a su dedo consigo. El debólver se incrustó en el hombro de Vimes y un agujero de diez centímetros de diámetro apareció en la pared junto a la cabeza del jefe de los Asesinos, rociándole de yeso.

Vimes fue vagamente consciente, a través de la neblina rojiza que se estaba alzando a través de su campo de visión, de Cruces yendo con paso tambaleante hacia una puerta y saliendo por ella, para acto seguido cerrarla de un portazo.

Todo lo que odias, todo lo que está mal… Yo puedo hacer que sea como es debido.

Vimes llegó a la puerta y probó la manija. La puerta estaba cerrada.

Alzó el debólver, sin darse cuenta de que estuviera pensando al hacerlo, y dejó que el gatillo volviera a tirar de su dedo. Una considerable porción de la puerta y el marco se convirtió en un agujero circundado de astillas.

Vimes apartó el resto de una patada y siguió al debólver.

Se encontró en un pasillo. Una docena de jóvenes le estaban mirando con asombro desde puertas entreabiertas. Todos vestían de negro.

Estaba dentro del Gremio de Asesinos.

Un aprendiz de Asesino miró a Vimes con sus fosas nasales.

—¿Tendrías la bondad de decirme quién eres?

El debólver se volvió hacia él. Vimes consiguió mantener el cañón lo bastante arriba en el mismo instante en que el debólver abría fuego, y el disparo hizo desaparecer una buena porción de techo.

—¡Soy la ley, hijos de perra! —gritó.

Le miraron.

Mátalos a todos. Limpia el mundo.

—¡Cállate!

Vimes, una cosa de ojos enrojecidos, cubierta de polvo y que goteaba fango viscoso salida de la tierra, clavó la mirada en el tembloroso estudiante.

—¿Adónde ha ido Cruces?

La niebla ondulaba alrededor de su cabeza. Su mano crujía con el esfuerzo de no disparar.

El joven señaló un tramo de escalones con un dedo apremiante. Había estado muy cerca de allí cuando el debólver se disparó. El polvo de yeso le cubría todo el cuerpo como la caspa de un demonio.

El debólver volvió a acelerar, arrastrando consigo a Vimes más allá de los muchachos y escalera arriba, donde todavía había regueros de barro negro. Allí había otro corredor. Varias puertas se estaban abriendo. Las puertas volvieron a cerrarse después de que el debólver volviera a disparar, haciendo añicos una araña de cristal. El corredor daba a un gran rellano en lo alto de un tramo de escalones mucho más impresionante y, enfrente de él, había una gran puerta de roble.

Vimes voló la cerradura de un disparo, abrió la puerta de una patada y luego luchó con el debólver durante el tiempo suficiente para agacharse. Un dardo de ballesta pasó zumbando por encima de su cabeza y le dio a alguien, mucho más lejos pasillo abajo.

¡Pégale un tiro! ¡Venga, hazlo ya! ¡PÉGALE UN TIRO!

Cruces estaba de pie junto a su escritorio, tratando febrilmente de introducir otro dardo en su ballesta…

Vimes intentó acallar el cántico que resonaba en sus oídos.

Pero… ¿por qué no? ¿Por qué no disparar? ¿Quién era aquel hombre? Vimes siempre había querido hacer de la ciudad un lugar más limpio, y muy bien podía empezar allí. Y entonces la gente descubriría lo que era la ley…

Limpiar el mundo.

El mediodía empezó.

La campana de bronce resquebrajada que había en el Gremio de Profesores inició su repiqueteo, y dispuso de todo el mediodía para ella sola al menos durante siete tañidos antes de que el reloj del Gremio de Panaderos, corriendo muy deprisa, consiguiera darle alcance.

Cruces se irguió, y empezó a ir poco a poco hacia el cobijo que ofrecía uno de los pilares de piedra.

—No puede disparar contra mí, capitán Vimes —dijo sin apartar la mirada del debólver—. Conozco la ley. Y usted tambien la conoce. Usted es un guardia. No puede dispararme a sangre fría.

Vimes tomó puntería mirando a lo largo del cañón.

Sería tan fácil. El gatillo tiraba de su dedo.

Una tercera campana empezó a sonar.

—No puede matarme como si tal cosa. Eso es lo que dice la ley. Y usted es un guardia —repitió el doctor Cruces, lamiéndose sus labios resecos.

El cañón bajó un poco. Cruces casi se relajó.

—Sí. Soy un guardia.

El cañón volvió a subir, apuntado hacia la frente de Cruces.

—Pero cuando las campanas dejen de sonar —dijo Vimes suavemente—, ya no seré un guardia.

¡Pégale un tiro!¡PÉGALE UN TIRO!

Vimes se metió la culata del debólver debajo del brazo, de tal manera que le quedase una mano libre.

—Lo haremos siguiendo las reglas —dijo—. Siguiendo las reglas, sí. Hay que hacerlo siguiendo las reglas.

Sin bajar la vista, arrancó su placa de los restos de su chaqueta. Incluso a través del barro, el cobre todavía brillaba. Vimes siempre la mantenía muy limpia. Cuando la hizo girar una o dos veces, igual que si fuera una moneda, el cobre reflejó la luz.

Cruces la observaba igual que un gato.

Las campanas ya no estaban haciendo tanto ruido. La mayoría de las torres habían parado. Ahora ya solo faltaba el sonido del gong en el Templo de los Dioses Menores, y las campanas del Gremio de Asesinos, que siempre llegaban con un elegante retraso.

El gong dejó de sonar.

El doctor Cruces puso la ballesta, pulcra y meticulosamente, encima del escritorio que había detrás de él.

—¡Ya está! ¡Acabo de soltarla!

—Ah —dijo Vimes—. Pero yo quiero asegurarme de que no vuelve a cogerla.

La campana negra del Gremio de Asesinos dio inicio al martilleo que terminaría llevándola al mediodía.

Y luego se detuvo.

El silencio llegó como el estallido de un trueno.

El ruidito metálico que hizo la placa de Vimes al rebotar en el suelo llenó el silencio, ocupándolo de uno a otro extremo.

Vimes levantó el debólver y, muy lentamente, permitió que la tensión fuera disipándose de su mano.

Una campana empezó a sonar.

Tocaba una alegre melodía metálica, tan tenue que apenas hubiese podido oírse salvo en aquel estanque de silencio…

Cling, bing, a-bing, bong…

pero era mucho más exacta que los relojes que funcionaban con agua, los de arena y los péndulos.

—Suelte el debólver, capitán —dijo Zanahoria, subiendo lentamente por la escalera.

Sostenía la espada en una mano, y el reloj de despedida en la otra.

bing, bing, a-bing, cling…

Vimes no se movió.

—Suéltelo. Suéltelo ahora mismo, capitán.

—Puedo esperar a que suene otra campana —dijo Vimes.

a-bing, a-bing…

—No puedo permitir que haga eso, capitán. Sería asesinato.

clong, a-bing…

—Me detendrás, ¿verdad?

—Sí.

bing… bing…

Vimes inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado.

—Él mató a Angua. ¿Es que eso no significa nada para ti?

bing… bing… bing… bing…

Zanahoria asintió.

—Sí. Pero personal no es lo mismo que importante.

Vimes miró a lo largo de su brazo. La cara del doctor Cruces, con la boca abierta en una mueca de terror, pivotaba sobre el final del cañón.

bing… bing… bing… bing… bing…

—¿Capitán Vimes?

bing.

—¿Capitán? Placa ciento setenta y siete, capitán. Nunca ha tenido más suciedad encima.

El espíritu palpitante del debólver que subía por el brazo de Vimes se encontró con los ejércitos formados por la personalidad de Vimes, terca como una muía, que bajaban por él.

—Debería soltarlo, capitán. No lo necesita —dijo Zanahoria, como alguien que le estuviera hablando a un niño.

Vimes contempló la cosa que había en sus manos. El griterío se había vuelto más tenue.

—¡Suelte eso ahora mismo, guardia! ¡Es una orden!

El debólver chocó con el suelo. Vimes saludó, y entonces reparó en lo que estaba haciendo. Miró a Zanahoria y parpadeó.

—¿Personal no es lo mismo que importante? —dijo.

—Oiga —dijo Cruces—, siento lo de la… la chica, eso fue un accidente, pero yo solo quería… ¡Hay pruebas! Hay una…

Cruces apenas si estaba prestando atención a los dos guardias. Cogió una bolsa de cuero de encima de la mesa y la agitó delante de ellos.

—¡Está aquí! ¡Todo está aquí, alteza! ¡Pruebas! ¡Edward era idiota, pensaba que todo se reducía a coronas y ceremonia, no tenía ni idea de qué era lo que había encontrado! Y entonces, anoche, fue como si…

—No me interesa —farfulló Vimes.

—¡La ciudad necesita un rey!

—Lo que no necesita la ciudad es asesinos —dijo Zanahoria.

—Pero…

Y entonces Cruces se abalanzó sobre el debólver y lo cogió. Vimes había estado tratando de volver a reunir sus pensamientos, y de pronto se encontró con que estos huían hacia los rincones más alejados de su consciencia. Estaba contemplando la boca del debólver. Le sonreía.

Cruces retrocedió a trompicones hasta el pilar, pero el debólver permaneció inmóvil, apuntándose a sí mismo hacia Vimes.

—Está todo aquí, alteza —dijo—. Todo está escrito, desde el principio hasta el final. Marcas de nacimiento y profecías y genealogía y todo lo demás. Incluso vuestra espada. ¡Es la espada!

—¿De veras? —dijo Zanahoria—. ¿Puedo verlo?

Zanahoria bajó la espada y, para inmenso horror de Vimes, fue hacia el escritorio y sacó el fajo de documentos de la bolsa de cuero. Cruces asintió con aprobación, como si estuviera recompensando a un buen chico.

Zanahoria leyó una página, y luego pasó a la siguiente.

—Esto es muy interesante —dijo.

—Exactamente. Pero ahora debemos quitar de en medio a este molesto policía —dijo Cruces.

Vimes tuvo la sensación de que podía ver a lo largo de todo el tubo, hasta la pequeña bola de metal que no tardaría en lanzarse hacia él…

—Es una lástima, capitán Vimes —dijo Cruces—. Si usted hubiera tenido un poco de…

Entonces Zanahoria se puso delante del debólver. Su brazo se movió con la celeridad del rayo. Apenas si hubo ningún sonido.

Reza para que nunca tengas que enfrentarte a un hombre bueno, pensó Vimes. Te matará sin abrir la boca.

Cruces bajó la vista. Tenía sangre en la camisa. Se llevó una mano a la empuñadura de la espada que sobresalía de su pecho, y luego volvió a alzar la mirada hacia los ojos de Zanahoria.

—Pero ¿por qué? Podríais haber sido…

Y murió. El debólver cayó de sus manos, y le disparó al suelo.

Hubo silencio.

Zanahoria puso la mano sobre la empuñadura de su espada y tiró de ella. El cuerpo se desplomó.

Vimes se apoyó en la mesa y trató de recuperar el aliento.

—Maldito… sea… su… pellejo —jadeó.

—¿Señor?

—Te… llamó alteza —dijo Vimes—. ¿Qué había dentro de esa…?

—Llega usted tarde, capitán —dijo Zanahoria.

—¿Tarde? ¿Tarde? ¿Qué quieres decir con eso? —murmuró Vimes mientras intentaba impedir que su cerebro se despidiera definitivamente de la realidad.

—Se supone que tendría que haberse casado… —Zanahoria consultó el reloj, y luego lo cerró y se lo tendió a Vimes—… hace dos minutos.

—Sí, sí. Pero el doctor Cruces te llamó alteza, yo oí cómo él…

—Supongo que solo fue un truco del eco, señor Vimes.

Un pensamiento logró abrirse paso hasta el centro de la atención de Vimes. La espada de Zanahoria medía unos sesenta centímetros de largo. Había atravesado a Cruces de parte a parte. Pero Cruces tenía la espalda apoyada contra…

Vimes contempló el pilar. Era de granito, y tenía unos treinta centímetros de grosor. No había grietas. Lo único que había era un agujero con la forma de una hoja de espada, atravesándolo de lado a lado.

—Zanahoria… —empezó a decir.

—Y está usted hecho un desastre. Habrá que asearlo un poco.

Zanahoria extendió la mano hacia la bolsa de cuero y se la echó al hombro.

Zanahoria…

—¿Señor?

—Te ordeno que me des…

—No, señor. No puede darme órdenes. Porque ahora usted es, y conste que lo digo sin ánimo de ofender, un civil. Es una nueva vida.

—¿Un civil?

Vimes se frotó la frente. Ahora todo estaba colisionando dentro de su cerebro: el debólver, las alcantarillas, Zanahoria y el hecho de que había estado funcionando a base de pura adrenalina, la cual no tarda en presentar su factura y no da crédito. Sus hombros empezaron a encorvarse.

—Pero esta es mi vida, Zanahoria. Este es mi trabajo.

—Un baño caliente y algo de beber, señor. Eso es lo que necesita usted ahora —dijo Zanahoria—. Le harán muchísimo bien. Vamos.

La mirada de Vimes se posó en el cuerpo desplomado de Cruces y, luego, en el debólver. Fue a recogerlo, y se detuvo justo a tiempo.

Ni siquiera los magos tenían algo semejante. Una sola emanación de un cayado bastaba para que luego tuvieran que ir a acostarse un rato.

No era de extrañar que nadie lo hubiera destruido. No podías destruir algo tan perfecto como aquello. Llamaba a algo que estaba muy dentro del alma. Sostenerlo en tu mano hacía que tuvieras poder. Más poder que cualquier arco o lanza, porque pensándolo bien esas armas solo almacenaban el poder de tus propios músculos. Pero el debólver te daba un poder que procedía del exterior. Tú no lo utilizabas, era él quien te utilizaba a ti. Cruces probablemente había sido un buen hombre. Probablemente había escuchado con gran amabilidad a Edward, y luego había cogido el debólver y a partir de entonces también había pasado a ser de su propiedad.

—¿Capitán Vimes? Me parece que será mejor que salgamos de aquí —dijo Zanahoria, empezando a inclinarse hacia el suelo.

—¡Hagas lo que hagas, no lo toques! —lo previno Vimes.

—¿Por qué no? Solo es un artilugio —dijo Zanahoria. Cogió el debólver por el cañón, lo contempló durante un momento y luego lo estrelló contra la pared. Trozos de metal volaron por los aires alejándose de ella.

—El único de su especie —dijo después—. Mi padre solía decir que el único ejemplar de una especie siempre es especial. Venga, vamos.

Abrió la puerta.

Cerró la puerta.

—Hay cosa de unos cien Asesinos al pie de la escalera —dijo.

—¿Cuántos dardos tienes para tu ballesta? —preguntó Vimes. Todavía estaba mirando el debólver hecho pedazos.

—Uno.

—Entonces es una suerte que de todas maneras no vayas a tener ocasión de recargar.

Alguien llamó educadamente a la puerta.

Zanahoria miró a Vimes, quien se encogió de hombros. Abrió la puerta.

Era Downey. Levantó una mano vacía.

—Pueden bajar sus armas —dijo—. Les aseguro que no serán necesarias. ¿Dónde está el doctor Cruces?

Zanahoria señaló con el dedo.

—Ah —dijo Downey, y alzó la mirada hacia los dos guardias—. ¿Serían tan amables de dejar el cuerpo aquí con nosotros? Lo inhumaremos en nuestra cripta.

Vimes señaló el cuerpo.

—Mató…

—Y ahora está muerto. Y ahora he de pedirles que se vayan.

Downey abrió la puerta. Una fila de Asesinos estaba esperando a lo largo de la escalinata. No había ni una sola arma a la vista. Pero, con los Asesinos, no era necesario que lo estuvieran.

El cuerpo de Angua yacía al final de la escalera. Los guardias fueron bajando lentamente, y Zanahoria se arrodilló y la tomó en sus brazos.

Luego dirigió una inclinación de cabeza a Downey.

—Dentro de un rato enviaremos a alguien para que se lleve el cuerpo del doctor Cruces —dijo.

—Pero yo creía que habíamos acordado que…

—No. Es necesario que se vea que está muerto. Las cosas deben ser vistas. Las cosas no deben ocurrir en la oscuridad, o detrás de una puerta cerrada.

—Me temo que no puedo acceder a su petición —dijo el asesino firmemente.

—No era una petición, señor.

Docenas de Asesinos los vieron atravesar el patio.

Las puertas negras estaban cerradas.

Nadie parecía estar disponiéndose a abrirlas.

—Estoy de acuerdo contigo, pero quizá deberías haberlo expresado de otra manera —le dijo Vimes a Zanahoria—. Parecen bastante disgustados…

Entonces las puertas se hicieron añicos. Una flecha de hierro de un metro ochenta centímetros de longitud pasó junto a Zanahoria y Vimes e hizo desaparecer una considerable porción de pared al final del patio.

Un par de puñetazos eliminaron el resto de las puertas, y Detritus entró en el patio. Su mirada recorrió a los asesinos reunidos, con un brillo rojizo reluciendo en sus ojos. Y luego gruñó.

Los Asesinos más listos enseguida cayeron en la cuenta de que su arsenal no contaba con nada que pudiera matar a un troll. Tenían estiletes magníficos, pero lo que necesitaban ahora era unos cuantos martillos pilones. Tenían dardos armados con exquisitos venenos, ninguno de los cuales surtía efecto en un troll. Nadie había pensado nunca que los trolls fueran lo suficientemente importantes para ser asesinados. De pronto, Detritus había pasado a ser muy importante. Tenía el hacha de Cuddy en una mano y su potente ballesta de asedio en la otra.

Algunos de los Asesinos más espabilados dieron media vuelta y echaron a correr. Otros no eran tan espabilados. Un par de flechas rebotaron en Detritus. Luego sus propietarios vieron la cara del troll cuando este se volvió hacia ellos, y tiraron sus arcos.

Detritus sopesó su garrote.

—¡Agente Detritus!

Las palabras resonaron a través del patio.

—¡Agente Detritus! ¡Firmes!

Detritus levantó la mano muy lentamente.

Dink.

—Y ahora escúcheme con mucha atención, agente Detritus —dijo Zanahoria—. Si hay un cielo para los guardias, y juro por todos los dioses que espero que lo haya, entonces ahora el agente Cuddy se encuentra allí, borracho como un puto mono, con una rata en una mano y una pinta de Abrazodeoso en la otra, y en este mismo instante está alzando la mirada[28] hacia nosotros y está diciendo: Mi amigo el agente Detritus no olvidará que es un guardia. No, Detritus nunca se olvidará de eso.

Hubo un largo y peligroso momento, y luego se oyó otro dink.

—Gracias, agente Detritus. Ahora escoltará al señor Vimes hasta la Universidad Invisible. —Zanahoria volvió la mirada hacia los Asesinos—. Buenas tardes, caballeros. Puede que regresemos.

Los tres guardias pasaron por encima de los restos de la puerta. Vimes no dijo nada hasta que hubieron recorrido un buen trecho de calle, y entonces se volvió hacia Zanahoria.

—¿Por qué te llamó…?

—Si me disculpa, la llevaré de vuelta a la Casa de la Guardia.

Vimes bajó la mirada hacia el cuerpo de Angua y sintió cómo uno de los trenes de sus pensamientos empezaba a descarrilar. Había ciertas cosas en las cuales costaba demasiado pensar. Vimes quería disponer de una hora a solas en algún sitio tranquilo para poner algo de orden en todo aquello. «Lo personal no es lo mismo que lo importante.» ¿Qué clase de persona podía pensar así? Y entonces por fin comprendió que si bien en el pasado Ankh había tenido su cuota de gobernantes malvados, o de gobernantes que sencillamente no sabían gobernar, nunca había llegado a estar sometido a ningún gobernante bueno. Aquella quizá fuese la más aterradora de todas las perspectivas.

—¿Señor? —dijo Zanahoria, muy educadamente.

—Uh. La enterraremos en los Dioses Menores. ¿Qué te parece eso, eh? —dijo Vimes—. Es algo así como una tradición en la Guardia…

—Sí, señor. Y ahora vaya con Detritus. Lo único que necesita es que le vayan dando órdenes. Si no le importa, me parece que no asistiré a la boda. Ya sabe cómo son estas cosas…

—Sí. Sí, claro. Mmm. ¿Zanahoria? —Vimes parpadeó, para ahuyentar a todas las sospechas que estaban exigiendo ser tomadas en consideración—. No deberíamos ser demasiado duros con Cruces. Yo no podía ver a ese bastardo, así que ahora quiero ser justo con él. Sé lo que el debólver le hace a la gente. Para el debólver, todos somos iguales. Yo hubiese sido como él.


—No, capitán. Usted lo soltó.

Vimes sonrió débilmente.

—Me llaman señor Vimes —dijo.


Zanahoria regresó a la Casa de la Guardia, y dejó el cuerpo de Angua encima de la losa dentro del depósito de cadáveres improvisado. El rigor mortis ya había empezado a hacer acto de presencia.

Trajo un poco de agua y le limpió el pelaje lo mejor que pudo.

Lo que hizo a continuación habría sorprendido a, digamos, un troll o un enano o cualquiera que no supiera cómo reacciona la mente humana ante unas circunstancias que la someten a cierta tensión.

Zanahoria escribió su informe. Barrió el suelo de la habitación principal, porque había unos turnos establecidos y le tocaba hacerlo a él. Se lavó. Se cambió de camisa, y se vendó la herida del hombro, y luego limpió su coraza, frotándola enérgicamente con un estropajo de alambre y una serie de telas graduadas hasta que pudo volver a ver su cara en ella.

Oyó, a lo lejos, la «Marcha nupcial» de Fondel interpretada para Órgano Monstruoso con un acompañamiento de Miscelánea de Ruidos de Granja. Sacó una botella de ron medio llena de lo que el sargento Colon pensaba que era un escondite donde estaría a salvo, se sirvió una cantidad muy pequeña y brindó con el sonido, diciendo «¡A la salud del señor Vimes y lady Ramkin!» con una voz nítida y llena de sinceridad que habría resultado seriamente embarazosa para cualquiera que la hubiese oído.

Hubo un ruido de arañazos en la puerta. Zanahoria dejó entrar a Gaspode. El perrito se metió debajo de la mesa, sin decir nada.

Luego Zanahoria subió a su habitación, y se sentó en la silla y miró por la ventana.

La tarde fue transcurriendo. La lluvia dejó de caer a media tarde.

Las luces fueron encendiéndose por toda la ciudad.

Finalmente, la luna asomó en el cielo.

La puerta se abrió. Angua entró por ella, andando sin hacer ningún ruido.

Zanahoria se volvió, y sonrió.

—No estaba seguro —dijo—. Pero pensé: Bueno, ¿no era solo la plata la que los mata? Tenía que aferrarme a esa esperanza.


Habían transcurrido dos días. La lluvia parecía haber vuelto para quedarse. No diluviaba, sino que caía de las nubes grises para correr en hilillos que atravesaban el barro. Llenaba el Ankh, que volvía a gorgotear a través de su reino subterráneo. Manaba de las bocas de las gárgolas. Azotaba el suelo con tal fuerza que había una especie de neblina hecha de rebotes.

Tamborileaba sobre las lápidas en el cementerio que había detrás del Templo de los Dioses Menores, y en la pequeña fosa abierta para el agente Cuddy.

Vimes se dijo a sí mismo que en el funeral de un guardia siempre había únicamente guardias. Oh, a veces había parientes, como lady Ramkin y la Rubí de Detritus hoy, pero nunca te encontrabas con multitudes. Zanahoria quizá tuviese razón después de todo. Una vez que te convertías en un guardia, dejabas de ser todo lo demás.

Aunque hoy había otras personas, esperando en silencio junto a las verjas que circundaban el cementerio. No se hallaban presentes en el funeral, pero lo estaban viendo.

Había un pequeño sacerdote que celebró el servicio de carácter genérico «escriba-aquí-el-nombre-del-difunto», concebido para que cualquier dios que pudiera estar escuchando lo encontrara vagamente satisfactorio. Después Detritus bajó el ataúd al interior de la fosa, y el sacerdote arrojó un puñado ceremonial de tierra sobre el ataúd, excepto que en vez del chasquido de la tierra hubo un chaf muy definitivo.

Y Zanahoria, para sorpresa de Vimes, pronunció un discurso. Sus palabras resonaron a través del terreno empapado hasta llegar a los árboles que goteaban lluvia. En realidad estaba basado en el único texto que se podía utilizar en semejante ocasión: era mi amigo, era uno de nosotros, era un buen policía.

Era un buen policía. Eso era algo que se había dicho en cada funeral de un guardia al que hubiera asistido Vimes. Probablemente se diría incluso en el funeral del cabo Nobbs, aunque allí todo el mundo tendría los dedos cruzados detrás de la espalda. Era lo que había que decir.

Vimes contempló el ataúd. Y entonces una sensación muy extraña fue adueñándose de él, de una manera tan insidiosa como la lluvia que le resbalaba por la nuca. No era exactamente una sospecha. Si perduraba en su mente durante el tiempo suficiente terminaría llegando a ser una sospecha, pero de momento solo era la tenue sombra de una corazonada.

Tenía que preguntarlo. Sí, al menos tenía que preguntarlo porque de lo contrario nunca dejaría de pensar en ello.

Así que mientras se estaban alejando de la tumba, dijo:

—¿Cabo?

—¿Sí, señor?

—Así que nadie ha encontrado el debólver, ¿eh?

—No, señor.

—Alguien dijo que la última persona que lo tuvo fue usted.

—Debo de haberlo dejado en algún sitio. Ya sabe que había mucho ajetreo.

—Sí. Oh, sí. De hecho, estoy casi seguro de que vi cómo sacaba del Gremio de Asesinos la mayor parte de él…

—Debo de haberlo hecho, señor.

—Sí. Ejem. Bueno, entonces espero que lo pusiera a buen recaudo. ¿Cree que, ejem, que lo dejó en algún sitio donde estará seguro?

Detrás de ellos, el sepulturero empezó a echar paletadas de la húmeda y pegajosa arcilla de Ankh-Morpork dentro del agujero.

—Me parece que debo de haberlo hecho, señor. ¿No cree? Visto que nadie lo ha encontrado, quiero decir. ¡Porque si alguien lo hubiera encontrado, no tardaríamos en saberlo!

—Quizá sea mejor así, cabo Zanahoria.

—Eso espero.

—Era un buen policía.

—Sí, señor.

Vimes decidió que, ya puestos, bien podía ir hasta el final.

—Y… me pareció que, mientras estábamos llevando ese pequeño ataúd… era ligeramente más pesado de lo que…

—¿De veras, señor? Pues la verdad es que no me di cuenta de ello.

—Pero al menos Cuddy ha tenido el entierro apropiado para un enano.

—Oh, sí. Me aseguré de que así fuera, señor —dijo Zanahoria.


La lluvia caía de los tejados del Palacio con un suave gorgoteo. Las gárgolas habían ocupado sus puestos en cada una de las esquinas, encauzando a las moscas y los mosquitos a través de sus orejas.

El cabo Zanahoria se sacudió las gotas de su capa de cuero para la lluvia e intercambió saludos con el troll de guardia. Luego pasó por entre los secretarios de las antecámaras y llamó respetuosamente a la puerta del Despacho Oblongo.

—Entre.

Zanahoria entró, fue hacia el escritorio, saludó y se colocó en posición de descanso.

Lord Vetinari se tensó, muy ligeramente.

—Oh, sí —dijo—. El cabo Zanahoria. Estaba esperando… algo como esto. Estoy seguro de que ha venido a pedirme… ¿algo?

Zanahoria desdobló un papel no muy limpio y se aclaró la garganta.

—Bueno, señor… No nos iría nada mal tener una diana nueva para los dardos. Para cuando no estamos de servicio, ya sabe.

El patricio parpadeó. No era algo que hiciera con frecuencia.

—¿Cómo dice?

—Una diana nueva para los dardos, señor. Ayuda a relajarse a los hombres después de su turno, señor.

Vetinari se recuperó un poco.

¿Otra? ¡Pero si el año pasado ya tuvieron una!

—Es por el Bibliotecario, señor. Nobby le deja jugar y entonces el Bibliotecario se inclina un poquito hacia delante y clava los dardos en el tablero con el puño. Eso destroza la diana. Y de todas maneras, Detritus la atravesó con un dardo. Que además también atravesó la pared que había detrás del tablero.

—Muy bien. ¿Y?

—Bueno… El agente Detritus necesita que se le exima de la obligación de tener que pagar por cinco agujeros en su coraza.

—Concedido. Dígale que no lo vuelva a hacer.

—Sí, señor. Bueno, me parece que eso es todo. Excepto lo de una nueva tetera.

La mano del patricio se levantó para colocarse delante de sus labios. Estaba intentando no sonreír.

—Cielos, cielos. ¿También quieren otra tetera? ¿Qué le ocurrió a la antigua?

—Oh, todavía la utilizamos, señor, todavía la utilizamos. Pero vamos a necesitar otra debido a la remodelación del servicio.

—¿Cómo dice? ¿Qué remodelación del servicio?

Zanahoria desdobló un segundo trozo de papel bastante más grande que el anterior.

—La Guardia debe incrementarse hasta unos efectivos establecidos de cincuenta y seis hombres, las viejas Casas de la Guardia que había en la Puerta del Río, la Puerta de Deosil y la Puerta del Eje deben reabrirse y disponer de efectivos durante veinticuatro horas al día…

La sonrisa del patricio seguía presente, pero su cara parecía estar apartándose de ella, dejándola perdida y totalmente sola en el mundo.

—… un departamento para, bueno, todavía no tenemos un nombre para él, pero serviría para examinar las pistas y cosas como cadáveres, por ejemplo cuánto tiempo llevan muertos, y para empezar necesitaremos un alquimista y tal vez un gul, si prometen que no se llevarán nada a casa para comérselo. Posiblemente una unidad especial que utilice perros, que podría ser muy útil, y la guardia interina Angua puede tratar con ellos dado que ella puede, hum, ser su propia cuidadora durante una gran parte del tiempo; también tengo aquí una petición del cabo Nobbs diciendo que a los guardias se les debería permitir llevar encima todas las armas con las que puedan cargar, aunque le agradecería que dijera que no a eso; una…

Lord Vetinari agitó una mano.

—Está bien, está bien —dijo—. Ya veo cómo va a ir esto. ¿Y suponiendo que yo diga que no?

Hubo otra de aquellas pausas muy, muy prolongadas en las cuales pueden entreverse las posibilidades de varios futuros distintos.

—¿Sabe una cosa, señor? Nunca se me ha ocurrido tomar en consideración la posibilidad de que usted dijera que no.

—¡No me diga!

—Así es, señor.

—Eso me intriga. ¿Por qué?

—Todo es por el bien de la ciudad, señor. ¿Sabe de dónde procede la palabra «policía»? Significa «hombre de la ciudad», señor. Viene de la antigua palabra polis.

—Sí. Lo sé.

El patricio, que parecía estar barajando futuros dentro de su cabeza, miró a Zanahoria. Luego dijo:

—Sí. Accedo a todas las peticiones excepto a la que hace referencia al cabo Nobbs. Y usted, creo, debería ser ascendido a capitán.

—S-í-í-í. Estoy de acuerdo, señor. Eso sería bueno para Ankh-Morpork. Pero yo no mandaré la Guardia, si es a eso a lo que se estaba refiriendo usted.

—¿Por qué no?

—Porque yo podría mandar la Guardia. Porque… la gente debería hacer las cosas porque un oficial les dice que las hagan. No deberían hacerlas solo porque el cabo Zanahoria se lo dice. Porque al cabo Zanahoria se le da… muy bien hacerse obedecer.

El rostro de Zanahoria permanecía cuidadosamente desprovisto de toda expresión.

—Una observación muy interesante.

—Pero en los viejos tiempos solía haber un grado, el de comandante de la Guardia. Sugiero a Samuel Vimes.

El patricio se recostó en su asiento.

—Oh, sí —dijo—. Comandante de la Guardia. Claro que eso terminó convirtiéndose en un trabajo más bien impopular después de todo aquel asunto con Lorenzo el Bueno. Por aquel entonces era un Vimes el que desempeñaba el cargo. Nunca he querido preguntarle al capitán Vimes si ese Vimes era un antepasado suyo.

—Lo era, señor. Lo miré.

—¿Aceptaría?

—¿Es el Sumo Sacerdote un offliano? ¿Estalla un dragón en los bosques?

El patricio formó un puente con los dedos y contempló a Zanahoria por encima de ellos. Era una pequeña peculiaridad suya que había puesto nerviosas a muchas personas.

—Pero verá, capitán, el problema con Sam Vimes es que siempre pone nerviosas a un montón de personas importantes. Y creo que un comandante de la Guardia tendría que moverse dentro de círculos muy selectos, asistir a las funciones oficiales de los distintos gremios…

Vetinari y Zanahoria intercambiaron miradas. El patricio fue el que salió mejor parado de ello, dado que la cara de Zanahoria era más grande. Ambos estaban intentando no sonreír.

—Una elección excelente, de hecho —dijo el patricio.

—Me he tomado la libertad, señor, de redactar una carta dirigida al cap… al señor Vimes en nombre de usted. Solo para ahorrarle molestias, señor. Quizá querría echarle un vistazo.

—Piensa usted en todo, ¿verdad?

—Eso espero, señor.

Lord Vetinari leyó la carta. Sonrió una o dos veces. Luego cogió su pluma, firmó al final de la hoja y se la devolvió a Zanahoria.

—¿Y esa es la última de sus exig… peticiones?

Zanahoria se rascó la oreja.

—Pues la verdad es que todavía me queda una. Necesito una casa para un perrito. Ha de tener un gran jardín, un lugar caliente junto al fuego, y niños felices que siempre estén riendo.

—Cielos, cielos. ¿De veras? Bueno, supongo que podemos encontrar una.

—Gracias señor. Bien, me parece que eso es todo.

El patricio se levantó y fue cojeando hasta la ventana. Ya había oscurecido. Las luces se estaban encendiendo por toda la ciudad.

Con la espalda vuelta hacia Zanahoria, el patricio dijo:

—Dígame una cosa, capitán. Ese asunto de que había un heredero al trono… ¿Qué piensa usted de ello?

—No pienso en ello, señor. Todo eso no son más que tonterías de una-espada-en-una-piedra. Los reyes no salen de la nada, agitando una espada y poniéndolo todo en su sitio. Eso todo el mundo lo sabe.

—Pero se habló de que había… ciertas pruebas.

—Nadie parece saber dónde están, señor.

—Cuando hablé con el capitán… con el comandante Vimes, me dijo que las tenía usted.

—Entonces debo de habérmelas dejado en algún sitio. Pero le aseguro que no sabría decirle dónde, señor.

—Oh, vaya. Supongo que debió de dejarlas en algún lugar seguro durante un momento de distracción.

—Estoy seguro de que se encuentran… muy bien guardadas, señor.

—Me parece que ha aprendido usted mucho del cap… comandante Vimes, capitán.

—Señor. Mi padre siempre dijo que aprendía muy deprisa, señor.

—Pero puede que la ciudad realmente necesite un rey. ¿Ha pensado en esa posibilidad?

—De la misma manera en que un pez necesita… er… una cosa que no funciona debajo del agua, señor.

—Pero un rey puede apelar a las emociones de sus súbditos, capitán. De… una manera muy parecida a como hizo usted recientemente, según tengo entendido.

—Sí, señor. Pero ¿qué hará ese rey al día siguiente? No se puede tratar a las personas como si fuesen marionetas. No, señor. El señor Vimes siempre decía que un hombre tiene que conocer sus limitaciones. Si hubiera un rey, entonces lo mejor que podría hacer sería cumplir con una jornada laboral decente…

—Cierto.

—Pero si surgiera alguna necesidad que fuese realmente acuciante… entonces quizá se lo volviera a pensar. —El rostro de Zanahoria se iluminó de repente—. En realidad es un poquito como ser un guardia. Cuando nos necesitas, realmente nos necesitas. Y cuando no nos necesitas… Bueno, entonces siempre es mejor que nos limitemos a ir por las calles gritando que Todo Va Bien. Con tal de que todo esté yendo bien, naturalmente.

—Capitán Zanahoria —dijo lord Vetinari—, visto que nos entendemos tan bien el uno al otro, y creo que sí que nos entendemos muy bien el uno al otro… Hay algo que me gustaría enseñarle. Venga por aquí.

Precedió a Zanahoria hasta la sala del trono, que a aquella hora del día se encontraba desierta. Mientras iba cojeando a lo largo de la gran sala, el patricio señaló delante de él.

—Supongo que ya sabe lo que es esto, capitán —dijo.

—Oh, sí. Es el trono de oro de Ankh-Morpork.

—Y nadie se ha sentado en él desde hace muchos centenares de años. ¿No se ha preguntado nunca a qué puede deberse eso?

—¿Qué quiere decir exactamente, señor?

—¿Tanto oro, cuando incluso el latón ha sido arrancado del Puente de Latón? Eche un vistazo detrás del trono, ¿quiere?

Zanahoria subió los escalones.

—¡Dioses!

El patricio miró por encima de su hombro.

—No es más que una hojuela dorada puesta encima de la madera…

—Exacto.

Ya casi ni siquiera era madera. La podredumbre y los gusanos habían librado una batalla que terminó quedando en tablas sobre el último fragmento biodegradable. Zanahoria lo empujó con la punta de su espada, y una parte de él se alejó del trono en una delicada nubecilla de polvo.

—¿Qué opina de esto, capitán?

Zanahoria se incorporó.

—Pensándolo bien, señor, probablemente sea mejor que la gente no lo sepa.

—Eso es lo que siempre he pensado yo. Bueno, no le entretendré más. Estoy seguro de que tiene muchas cosas que organizar.

Zanahoria saludó.

—Gracias, señor.

—Espero que usted y la, ejem, agente Angua se estarán llevando bien.

—Hemos llegado a un grado de Entendimiento Mutuo muy elevado, señor. Habrá pequeñas dificultades, claro está —dijo Zanahoria—, pero, puestos a ver el lado positivo de las cosas, ahora tengo a alguien que siempre está dispuesta a dar un paseo por la ciudad.

Zanahoria ya tenía la mano encima de la manija de la puerta cuando lord Vetinari le llamó.

—¿Sí, señor?

Zanahoria volvió la mirada hacia aquel hombre alto y delgado, que estaba de pie en la gran sala desnuda junto al trono dorado lleno de podredumbre.

—Usted es un hombre al que le interesan mucho las palabras, capitán. Querría invitarlo a tomar en consideración algo que su predecesor nunca llegó a entender del todo.

—¿Señor?

—¿Se ha preguntado alguna vez de dónde procede la palabra «político»? —le preguntó el patricio.


—Y luego está el Comité del Santuario Rayo de Sol —dijo lady Ramkin, desde su lado de la mesa del comedor—. Tenemos que contar contigo en eso. Y la Asociación de Propietarios de Tierras, claro está. Y la Liga de Lanzallamas Simpáticos. Anímate. Descubrirás que tu tiempo se llena como si nada.

—Sí, querida —dijo Vimes.

Los días se extendían ante él, llenándose como si nada de comités y obras de caridad y… como si nada. Probablemente era mejor que dedicarse a recorrer las calles. Lady Sybil y el señor Vimes.

Suspiró.

Sybil Vimes, neé Ramkin, le miró con una expresión de preocupación leve. Desde que le conoció, Sam Vimes siempre había estado vibrando con la ira interna de un hombre que quiere arrestar a los dioses por no hacer bien las cosas, y de pronto había entregado su placa y ahora… Bueno, ahora ya no era exactamente Sam Vimes.

El reloj del rincón dio las ocho. Vimes sacó el reloj que le habían regalado en su despedida y lo abrió.

—Ese reloj adelanta cinco minutos —dijo, por encima del tintineo de las campanadas. Luego cerró la tapa del reloj y volvió a leer las palabras que había escritas en él: «Para Guardar el Tiempo de, Tus Vejios Amigos de la Guardia».

Zanahoria había estado detrás de aquello, seguro. Vimes había aprendido a reconocer esa ceguera a la posición que debían ocupar las vocales y la caprichosa crueldad con que trataba a la coma común.

Te decían adiós, te arrebataban la medida de tus días, y te daban un reloj…

—¿Disculpe, milady?

—¿Sí, Willikins?

—Hay un guardia en la puerta, milady. En la entrada de comerciantes.

—¿Has enviado a un guardia a la entrada de los comerciantes?—dijo lady Sybil.

—No, milady. Esa fue la entrada a la que acudió él. Es el capitán Zanahoria.

Vimes se puso la mano encima de los ojos.

—Le han hecho capitán y acude a la puerta trasera —dijo—. Zanahoria es así. Tráelo aquí.

Fue apenas perceptible, excepto para Vimes, pero el mayordomo miró a lady Ramkin en busca de su aprobación.

—Haz lo que dice tu señor —dijo ella galantemente.

—Yo no soy el señor de na… —empezó a decir Vimes.

—Vamos, Sam —dijo lady Ramkin.

—Bueno, no lo soy —dijo Vimes con voz malhumorada.

Zanahoria entró en el comedor y se puso firmes. Como de costumbre, la habitación se convirtió sutilmente en un mero telón de fondo para él.

—Está bien, muchacho —dijo Vimes en el tono más afable de que fue capaz—. No necesitas saludar.

—Sí que he de hacerlo, señor —dijo Zanahoria, y le tendió a Vimes un sobre que lucía el sello del patricio.

—Probablemente me multa con cinco dólares por haber sometido mi cota de malla a un desgaste innecesario —dijo Vimes.

Sus labios se movieron mientras leía.

—Caray —terminó diciendo—. ¿Cincuenta y seis?

—Sí, señor. Detritus se muere de ganas de empezar a adiestrarlos.

—¿Incluyendo a los no muertos? Aquí dice que el ingreso está abierto a todos, sin importar cuál sea la especie o el estatus mortal…

—Sí, señor —dijo Zanahoria, firmemente—. Todos son ciudadanos.

—¿Quieres decir que puedes tener vampiros en la Guardia?

—Muy buenos para el turno nocturno, señor. Y la vigilancia aérea.

—Y siempre van bien a la hora de dejarte en la estacada.

—¿Sí, señor?

Vimes contempló cómo su pequeño chiste atravesaba la cabeza de Zanahoria sin lograr activar el cerebro. Volvió al papel.

—Mmm… Pensiones para viudas, veo.

—Siseñor.

—¿Volver a abrir las viejas Casas de la Guardia?

—Eso es lo que dice el patricio, señor. Vimes siguió leyendo:


Nos parece particularmente evidente, que esta Guardia incrementada necesitará disponer de un hombre con experiencia, que sea tenido en Alta Estima por todas las capas de la soceidad y, estamos convencidos de que usted debería desempeñar ese Papel. Por consiguiente asumirá inmediatamente sus Deberes como, Comandante de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork. Este puesto tradicionalmente lleva cinsogo el grado de Caballero que, estamos decididos a resucitar en esta ocasión.

Esperando que esta misiva le encuentre disfrutando de buna salud, suyo afectisimo

HAVELOCK VERTINARI (PATRICIO)


Vimes volvió a leer la carta.

Tabaleó con los dedos encima de la mesa. No cabía duda de que la firma era auténtica. Pero…

—Cab… ¿Capitán Zanahoria?

—¡Señor!

Zanahoria estaba mirando hacia delante con el aire reluciente de alguien que está lleno de eficiencia, sentido del deber y la más firme determinación de esquivar cualquier clase de pregunta directa que se le dirija.

—Yo… —Vimes volvió a coger el papel, lo dejó encima de la mesa, volvió a cogerlo y luego se lo pasó a Sybil.

—¡Cielos! —exclamó ella—. ¿Te nombran caballero? ¡Y ya iba siendo hora, además!

—¡Oh, no! ¡Yo no! Ya sabes lo que pienso de los que se hacen llamar aristócratas en esta ciudad… aparte de ti, Sybil, naturalmente.

—Bueno, quizá ya iba siendo hora de que el nivel medio de la especie mejorase un poquito —dijo lady Ramkin.

—Su señoría dijo que ninguna parte del paquete de medidas era negociable, señor —dijo Zanahoria—. Quiero decir que, bueno, es todo o nada, y supongo que usted ya me entiende.

—¿Todo…?

—Siseñor.

—… o nada.

—Siseñor.

Los dedos de Vimes volvieron a tamborilear sobre la mesa.

—Has ganado, ¿verdad? —dijo—. Has ganado.

—¿Señor? No le entiendo, señor —dijo Zanahoria, irradiando honesta ignorancia.

Hubo otro silencio peligroso.

—Pero, claro está —dijo Vimes—, es completamente imposible que yo pueda dejar pasar esta clase de cosas.

—¿Qué quiere decir, señor? —preguntó Zanahoria.

Vimes atrajo el candelabro hacia él y tocó el papel con la punta de un dedo.

—Bueno, mira lo que pone aquí. Quiero decir que, bueno, ¿volver a abrir esas viejas Casas de la Guardia? ¿En las puertas? ¿Qué sentido tendría eso? ¿Allí en el límite?

—Oh, estoy seguro de que los detalles concernientes a la organización pueden alterarse, señor —dijo Zanahoria.

—Mantener una guardia general en las puertas, eso sí, pero si quieres tener alguna clase de dedo encima del pulso de… Mira, necesitas tener una en algún lugar de la calle Olmo, cerca de las Sombras y los muelles, y otra hacia la mitad de la calle Corta, y quizá una más pequeña en el Camino de los Reyes. En algún lugar de allí arriba, de todas maneras. Tienes que pensar en cuáles son los centros de la población. ¿Cuántos hombres habría estacionados en cada Casa de la Guardia?

—Yo había pensado en diez, señor. Tomando en consideración los distintos turnos.

—No, eso no puede ser. Utiliza como máximo seis. Un cabo, digamos, y otro por turno. Al resto los vas desplazando de un lado a otro siguiendo, oh, una rotación mensual. Te interesa que todo el mundo se mantenga lo más alerta posible, ¿verdad? Y de esa manera todos tienen que andar por cada una de las calles. Eso es muy importante. Y… ojalá tuviera un mapa… oh… gracias, querida. Bien. Y ahora mira esto. Cuentas con unos efectivos de cincuenta y seis hombres, nominales, ¿de acuerdo? Pero también te vas a ocupar de la guardia diurna, y además tienes que tomar en consideración los días libres, dos funerales de abuelas por hombre al año… y los dioses sabrán cómo se las van a arreglar los no muertos para disfrutar de esos días, a lo mejor se les dará permiso para que asistan a sus propios funerales… y luego también está la baja por enfermedad y ese tipo de cosas. Así que… Bueno, entonces lo que queremos es tener cuatro turnos, repartidos por toda la ciudad. ¿Tienes fuego? Gracias. No queremos que la guardia entera cambie de turno a la vez. Por otra parte, tienes que permitir que el oficial de cada Casa de la Guardia disponga de un poco de iniciativa. Pero deberíamos mantener un destacamento especial en Pseudópolis Yard para las emergencias… Mira, dame ese lápiz. Y ahora dame ese cuaderno. Vamos a ver…

El humo del puro fue llenando la habitación. El pequeño reloj que le habían regalado a Vimes en su despedida de la Guardia fue tocando cada cuarto de hora, sin ser escuchado por nadie.

Lady Sybil sonrió y cerró la puerta detrás de ella, y fue a dar de comer a los dragones.


Queridísimos mami y papi:

Bueno, tengo unas noticias Asombrosas que daros, ¡¡¡porque ahora soy Capitán!!! Hemos tenido un día muy ajetreado y una Semana realmente varaida, como pasaré a contaros ahora…


Y solo una cosa más.

Había una gran mansión en una de las áreas más elegantes de Ankh, con un espacioso jardín y en lo alto de uno de sus árboles, una casita para los niños y, muy probablemente, un lugar caliente junto al fuego.

Y una ventana, rompiéndose…

Gaspode tomó tierra sobre el césped y corrió hacia la valla como alma que lleva el diablo. Burbujas que olían a flores chorreaban de su pelaje. Ahora lucía una cinta con un lacito en ella, y llevaba en la boca un cuenco en el que ponía SEÑOR ABRACITOS. Cavó frenéticamente hasta que pudo abrirse paso por debajo de la valla y salió al camino.

Un montón de excrementos de caballo frescos se encargó del aroma floral, y cinco minutos de rascadas eliminaron el lazo.

—No me queda ni una puta pulga —gimió Gaspode dejando caer el cuenco—. Y yo que tenía la colección casi completa. ¡Vaya! Bueno, nunca volveré a poner las patas allí dentro. ¡Ja!

Gaspode empezó a sentirse más animado. Era martes. Eso significaba pastel de bistec-y-órganos-sospechosos en el Gremio de Ladrones, y el jefe de cocina de allí era conocido por ser bastante susceptible a una cola que golpeaba el suelo y una mirada penetrante. Y sostener un cuenco vacío en la boca y parecer patético era algo que no fallaba nunca, si es que Gaspode entendía un poco de aquellas cosas. No debería tardar demasiado en poder quitarse de encima al SEÑOR ABRACITOS.

Quizá las cosas no hubiesen debido ser así. Pero así es como eran.

En conjunto, reflexionó Gaspode, hubiese podido ser mucho peor.

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