Moscú

Operación boda

Cuando en 1972 destinaron a mis padres a Moscú, yo no fui con ellos. Tenía diecinueve años recién cumplidos y estaba a punto de casarme. Un infanticidio, o como dijo papá cuando íbamos en el coche camino de la iglesia:

– Parece, Carmen, que fueras a hacer la primera comunión y no a casarte.

Pero ni él ni mi madre intentaron disuadirme, pues lo cierto es que siempre respetaron las decisiones de cada uno de nosotros. Como mis padres llegaban a Moscú a principios de otoño, la boda se fijó para el 12 de octubre, fecha que elegí yo porque me pareció muy adecuada por aquello de unir Uruguay con España el día del Descubrimiento. Con la inconsciencia de los pocos años (mis diecinueve y los veinticuatro de Rafa) empezamos los preparativos, que no eran nada fáciles. En aquella época, España no tenía relaciones diplomáticas con la Unión Soviética y había que pedir visados a París, organizar un viaje de grupo, solicitar permisos, etcétera.

La idea de ir a Moscú divirtió mucho a nuestros amigos y se apuntaron unos ciento veinte. Todo lo que pasó en aquella boda, incluido el accidente aéreo final del que se hablará en el siguiente capítulo, hace que aún hoy, treinta y tantos años más tarde y un divorcio por medio, mucha gente me hable aún de «la boda moscovita». Para mí todo empezó de modo accidentado: perdí el traje de novia en el viaje. Como era tan joven ni siquiera le di importancia, pero ahora cuando lo pienso se me ponen los pelos como escarpias. De no haber aparecido a tiempo hubiera tenido que casarme con un vestido de novia ruso y en aquella época de utilitarismo soviético -todo tenía que ser útil, no bello- no quiero ni pensar cómo habría sido, algo así como Ninoshka vestida por los almacenes Gum, joya de la moda proletaria. Lo que ocurrió fue que la maleta quedó en el avión «porque estaba muy al fondo», según dijeron los de la compañía aérea, y siguió rumbo a Tokio. Excusas como «estaba muy al fondo», «está muy alto», «era muy difícil», formaban parte de las disculpas diarias en la Rusia soviética. Si uno iba, por ejemplo, a comprar una shapka o un gorro de piel a los inefables Gum y le gustaba uno de un estante de arriba, no se lo vendían, el del estante bajo, en cambio, sí. Maravillas de la economía planificada, si había que subir a una silla para realizar una venta el dependiente no vendía. Por la misma regla de tres, porque «estaba muy al fondo», mi maleta se fue a Tokio con mi traje de novia. Por suerte, al día siguiente, la mañana de la boda, ya no estaba tan al fondo y la pudieron descargar.

Así empezó aquel casamiento y sus preparativos que mi madre en su cuaderno recuerda así:


Esto es un horror y un espanto. Estoy desesperada. Sólo a mí se me ocurre organizar una mudanza y una boda todo junto… ¡y en la Unión Soviética! Cuando antes de irnos de España le propuse a Carmen que por qué no se casaba en Moscú en vez de en Madrid, debía de estar mal de la cabeza. Recién llegamos acá a principios de septiembre y la boda es el… ¡12 de octubre! Todavía con las cajas de la mudanza por medio y ya tengo que pensar en recibir a trescientas personas en esta casa. Claro que casi es mejor no mirar mucho las dichosas cajas, porque cuando estuve intentando localizar sin éxito las que contenían esas cositas imprescindibles para una boda como manteles, cubertería y platos, me di cuenta de que la empresa de la mudanza se ha vengado en nosotros de no sé qué afrenta porque, además de muchos paquetes rotos, les han cortado las patas a todos los muebles. Sin duda el camión no era lo suficientemente alto y decidieron aplicar el mínimo común denominador por su cuenta y riesgo. Me imagino que deben de haberlas metido todas juntas en otro cajón. No quiero ni pensar en todas las cosas que se habrán extraviado. En la mudanza anterior perdí la mitad de nuestras cosas y me parece que en ésta voy a perder la otra mitad. Como comentaba el otro día la embajadora de Colombia, los diplomáticos deberíamos hacernos budistas para afrontar con estoicismo y distancia estos traslados catastróficos. Ommm, lo material no importa, lo material no importa. De verdad que lo intento, pero cuando recuerdo cómo dejaron de lisiada la cómoda de mamá me doy cuenta de que la túnica azafrán no me iba a sentar bien. Ni siquiera tengo fuerzas para bucear entre esa pila de bultos que llenan dos habitaciones enteras, desde el piso hasta el techo. Cada día tiene su afán, dicen, pero creo que este afán lo voy a dejar para la semana que viene.

En cualquier caso, todo esto me parece un poroto comparado con lo de la boda. Organizaría en Madrid o en Montevideo hubiese sido fácil. ¡Pero qué estoy diciendo! La gente, cuando casa a una hija (sobre todo si es la mayor, como es nuestro caso), empieza a prepararlo todo un año antes. Yo, en cambio, tengo menos de un mes para hacerlo y además en la Unión Soviética. Cuando se lo cuento a las embajadoras de otros países (encima tengo que hacer las visitas protocolarias de todo recién llegado a un nuevo destino), piensan que aún estoy algo trastornada por el viaje. Claro que todo fue tan repentino… Los chicos no querían separarse y estar de novios a cinco mil kilómetros de distancia. Muy lógico todo, pero Carmen ayer andaba con coletas y decía que quería volver a Uruguay cuanto antes y ahora se va a casar y se quedará a vivir en España. Rafael parece buen chico, pero me resulta difícil decir adiós al sueño de vivir algún día en Montevideo con todos mis hijos. Es la maldición de la carrera diplomática: cada miembro de la familia acaba en una esquina del mundo. ¡Espero que ahora a Mercedes no le dé por enamorarse de un ucraniano o de un bielorruso! No, eso no. Te lo pido de rodillas, Señor. Iba a ser un lío tremendo y seguro que tener un yerno marxista leninista debe de ser complicadísimo, todo el día intentando convertirnos a la causa. Cualquier bromita menos ésta, Señor, que suficiente penitencia estoy haciendo con este traslado.

De momento vamos a casar a la que toca ahora y la verdad es que no sé cómo lo voy a hacer. Todo acá es laberíntico y lento, muy lento. La Unión Burocrática debería llamarse este país. Todo hay que hacerlo a través del UPDK, que es el organismo del Ministerio de Asuntos Exteriores Soviético que se encarga de dar servicio a las embajadas, claro que con esas iniciales más bien parece una sucursal del KGB. ¿Querés un carpintero?, al UPDK. ¿Querés arreglar el auto? UPDK, madame, y cuando hablas con ellos siempre dicen que lo que pedimos es muy difícil, que no saben cuánto va a tardar. Yo me pongo hecha una furia, pero tengo que andar con cuidado. No quiero que parezca que somos los capitalistas intentando enseñar a los comunistas cómo se hacen las cosas, pero esto es para volverse loca. Primero hay que hablar con un departamento, después te remiten al camarada Ivanov, que después te manda a Petrov, que a su vez te remite a Galina, que te manda ¿a quién? A Ivanov, y vuelta a empezar. Además es con ellos con quienes hay que tramitar también el alquiler de los enseres que hacen falta para la boda, como sillas, vajilla, vasos (¡Dios mío, cuántas cosas por hacer!).

También son los del UPDK los encargados de contratar al servicio doméstico, que pasa todo tipo de controles para trabajar con diplomáticos. Por lo menos eso no lo tuve que organizar demasiado porque heredamos alguna de las personas que ya estaban trabajando con el embajador anterior. Hay un ama de llaves española que se llama Luisa, que escapó con su marido cuando acabó la guerra civil. A pesar de su edad -debe de tener lo menos sesenta y cinco-, conserva una larga coleta de pelo negro que le llega a la cintura y unos ojos profundos del sur. Me está siendo de mucha ayuda porque acá nadie habla otra cosa que no sea ruski y éste es un idioma imposible que creo que nunca seré capaz de aprender. Sin embargo, tiene un lindo sonido. A veces casi parece música. También tenemos a Iván, que es el chofer. Es gordo, panzudo y muy simpático. Me contó Luis que luchó en la Segunda Guerra Mundial y, según dicen, fue uno de los soldados que ondearon la bandera soviética en el Reichstag. Después está el mucamo (Yuri, joven, con bigotito, que es boxeador en sus ratos libres), y Larissa, la cocinera. Me parece que si no queremos morir de hambre en esta casa ella y yo tendremos que pasar muchas horas juntas. Es un caso curioso teniendo en cuenta que es cocinera: no sabe cocina rusa, ni internacional ni de ningún tipo. Me imagino que habrá sido una estupenda operadora de submarinos atómicos y este puesto se lo dieron en recompensa. Por último está Serioya, el hombre para todo de la embajada, aunque debería decir más bien el hombre para nada. Cada vez que se le pide que vaya a arreglar, por ejemplo, una tubería porque se está inundando el salón, contesta lo mismo: patom, madam, patom, palabra que no hace falta que me traduzcan porque ya me imagino que es el equivalente al «mañana» latino. Luis ha pedido varias veces que lo sustituyan porque siempre está metido en su pequeño taller del sótano y no sabemos qué hace allí. No entendíamos por qué los del UPDK no nos hacían ni caso, hasta que un día le pedí que descolgara uno de los cuadros que había en el salón para poner uno nuestro. Y Serioya hacía como que no entendía y volvía a repetir el patom, patom. En resumen, daba todo tipo de excusas para no hacerlo. Harta de esta situación, me arremangué, subí a una silla y lo bajé yo misma. Detrás del cuadro había un cable del que colgaba algo parecido a una pequeña alcachofa de ducha. Aunque ya había oído hablar mucho de ellos, no podía creer que lo que tenía en la mano fuera ¡un micrófono! Pablo, el funcionario de la embajada que vive en la casita que está al fondo del jardín de la residencia, nos aclaró que Serioya es el encargado de la instalación y mantenimiento de estos artefactos en la embajada, ésa es su misión primordial. Todo parece indicar que hay una completísima red de micrófonos por toda la casa para registrar nuestras apasionantes conversaciones. Cosa comprensible si ésta fuera la Embajada de Estados Unidos, pero con nosotros me parece que se van a aburrir, porque de momento lo único que hacemos es arrastrar muebles de un lado a otro y los secretos que podemos guardar no le interesan ni a una portera.

A la casa le hacen falta cantidad de reparaciones y por ahora esto va a paso de caracol. Los pocos operarios que aparecen por acá a la primera ocasión se bajan al sótano a tomar té, charlar o dormir una siestita en unos colchones viejos que hay ahí. A mí se me llevan los demonios con esta gente, ¡con la cantidad de cosas que hay que hacer! Hay que pintar, acuchillar pisos, poner cortinas, cambiar todas las cañerías de la casa, porque se nota que hace milenios que nadie arregla nada en esta casa. En resumen: tenemos retnont (como dicen acá a todos estos trabajos), mudanza y de remate boda. ¡De locos!

Eso sí, la residencia es linda y muy grande, lo cual es estupendo para la fiesta, y podremos hacerla acá con todos los invitados sin demasiadas apreturas. Antes de la Revolución era la casa de un rico comerciante y está diseñada por Shekhtel, según dicen un famoso arquitecto ruso del art nouveau. Tiene una planta irregular, con muchos salientes y entrantes y dos torrecillas coronadas por agujas. En la puerta principal hay un montón de timbres porque después de la Revolución vivían aquí más de quince familias. En la planta baja tenemos un hall, un gran salón, el comedor y una biblioteca con boiserie en las paredes, gigantescas cristaleras emplomadas y una enorme chimenea gótica de piedra con todo tipo de gárgolas, murciélagos, demonios. La luz de la araña hace que los bichos me sigan con la mirada por toda la habitación. A veces me da escalofríos. Para tranquilizarme un poco, Luisa me contó que, según la leyenda, el rico comerciante mató a su amante al encontrarla con otro y luego intentó deshacerse del cuerpo descuartizándolo y quemándolo en la chimenea. Al parecer, el alma en pena de la asesinada sigue vagando por la casa. Macanudo. Lo que faltaba. Luis dice que esta casa tiene mucho poder evocador, que uno puede imaginar perfectamente cómo era la vida antes de la Revolución. A mí, sin embargo, tener un espectro de aquella época como parte del atrezzo me parece demasiado.

Abajo, en el inmenso sótano, están la cocina, la despensa, el taller-madriguera de Serioya, el lavadero y varios cuartos llenos de cachivaches.

Arriba, nuestros dormitorios y un salón de estar para la familia. En total casi ochocientos metros con los que no sé muy bien qué hacer.

Con todo el lío que tenemos, casi no me ha dado tiempo para recorrer bien la ciudad. La primera impresión fue brutal, especialmente para Gervasio. Él estaba encantado con la idea de venir a un país modernísimo, puesto la URSS es una potencia mundial que lanza cohetes al espacio. Sin embargo, Moscú es una ciudad triste y gris, dividida por gigantescas avenidas que hay que cruzar a través de subterráneos, flanqueadas por grandes edificios monolíticos y grises de la época estalinista y donde todo el mundo viste igual (de mal). Parece una tontería, pero la ausencia de los grandes letreros luminosos de tiendas y publicidad la hacen aún más triste. Como contrapunto, hay una zona histórica alrededor del Kremlin muy interesante y la Plaza Roja es maravillosa, con la catedral de San Basilio al fondo, que se ha convertido en mi iglesia preferida de todas las que conozco. Es una explosión de color entre tanto gris, y con esas cúpulas retorcidas parece tener movimiento propio. Dicen que, una vez concluida la obra, Iván el Terrible, el zar que la mandó construir, ordenó sacarle los ojos al arquitecto para que nunca pudiera hacer otra iglesia tan bella. La historia de este país, siempre tan sangrienta.

La residencia de la embajada está junto a la avenida Gorki, una de las arterias de la ciudad, en una zona que debió de ser residencial antes de la Revolución aunque después construyeron unos bloques de pisos bastante horribles. Sin embargo, seguro que la ciudad cambiará cuando nieve y estará mucho más linda. Ahora parece una estación de esquí abandonada en pleno agosto.

Pensar en toda la gente que vendrá a la boda no me deja dormir. Sólo desde España llegarán ciento y pico. Como no hay relaciones diplomáticas entre los dos países y el viaje de Madrid a Moscú es bastante complicado, el padre del novio ha alquilado un avión para los invitados que vengan de allá. Ya tenemos reservado lugar para todos en el Intourist y el Rossia, los dos hoteles más modernos y pasables de la ciudad. Desafortunadamente, y debido a la distancia, de Montevideo creo que no vendrá casi nadie. De acá esperamos a unos ciento cincuenta porque, aunque somos recién llegados, es una buena ocasión para invitar a los embajadores de los países clave para Uruguay, y a las autoridades soviéticas. Me da la impresión de que hasta el mismo día de la ceremonia no voy a saber ni quiénes ni cuántos rusos van a asistir. He llamado varias veces al Ministerio de Asuntos Exteriores para que me den una lista, y hasta ahora no me han dado nada. El otro día fue la presentación de cartas credenciales y le dije a Luis que intentara averiguar algo pero, como siempre, no se puede confiar en los hombres para estas misiones.

– Cómo querés que pregunte esas cosas en el Kremlin. ¿Te parece el momento? ¿Va usted a venir a mi fiesta, camarada presidente?

¡Claro que es el momento! ¿Cuándo mejor que en la presentación de credenciales en las que normalmente nunca se habla de nada importante? Además, sólo estaba el viejo Podgorny, el presidente, que casi no manda. Brezhnev, como nominalmente sólo es el secretario general del Partido Comunista de la URSS, no asiste a estos actos. El que sí espero que venga es Gromiko, el mítico ministro de Asuntos Exteriores. Ojalá, porque aunque no tiene fama de divertido (por lo visto no sonríe bajo ninguna circunstancia) es la primera figura de la diplomacia mundial desde la época de Stalin. Sin embargo, Luis tampoco se animó a decirle nada el otro día. Aunque sólo hablaron de tonterías, como suele ocurrir en estas ocasiones, volvió bastante impresionado. Dice que el ministro tiene una mirada de una tremenda inteligencia y que transmite una gran sensación de misterio. No acabo de entender por qué le asombra esto último ya que todo en este país es sumamente misterioso.

De todas maneras, gracias a estos primeros contactos, las autoridades están siendo muy serviciales ayudándonos con lo de la iglesia. Como al parecer es la primera boda católica en Moscú desde hace no sé cuántos años, temíamos que surgieran bastantes problemas, especialmente cuando rechazamos la posibilidad de hacerla en San Luis, la única iglesia católica que sigue abierta. Es muy fea y oscura, sin ningún interés y yo prefería una, cómo decirlo, más «rusa». Luis estaba que se subía por las paredes porque decía que los rusos nos iban a mandar a la miércoles. Tenía razón. De una manera muy diplomática nos dijeron que no había precedente. Desgraciadamente para ellos, no me conocían. Rogué, supliqué, pataleé, les hablé de las ventajas de demostrar al mundo que no hay persecución religiosa en la URSS (que la hay). Después de mucha incertidumbre, y me imagino que por no escucharme más, al final conseguí autorización del ministerio para celebrar la misa en una pequeña iglesia ortodoxa en las colinas de Lenin, cerca de la universidad. Es lindísima, amarilla, con su cúpula verde. Parece recién sacada de un cuadro de Chagall. Con el permiso del metropolitano de Moscú (el obispo, aunque tenga nombre de transporte urbano), la ceremonia la oficiará el capellán de la comunidad diplomática, el padre Richards, un canadiense muy agradable. Será, por tanto, una celebración ecuménica de las dos religiones, algo que nadie recordaba en este país.

Solucionado el problema de la iglesia, también el del transporte y alojamiento de los invitados, y a falta de poner en pie esta casa, hay otro que me lleva por la calle de la amargura: la comida. ¿Qué vamos a darles a toda esta gente? Ya no se trata de decidir qué se va a poner de primero, segundo y postre, sino de cómo «conseguir» la comida en este país. Treinta años después de la Segunda Guerra Mundial las tiendas tienen el mismo aspecto que debían de tener al final del conflicto. No hay prácticamente nada. Apenas unas pocas conservas de pescado de aspecto poco recomendable, embutidos inidentificables, papas, pepinos, manzanas y eso sí, repollo, mucho repollo. Los huevos sólo aparecen algunos días al mes y la carne y el pollo cuando muere un secretario general. Por supuesto, no hay ni rastro del famoso caviar ruso. Desde el amanecer se forman largas colas delante de los gastronom, que es como acá llaman a las tiendas de comestibles, y la gente espera así, bajo la nieve, a ver qué le deparará el destino y qué encontrará ese día en las estanterías… Los rusos, hombres y mujeres, no salen nunca de sus casas sin llevar en la mano una bolsa de la compra, a la que llaman sunka, y, en cuanto ven una cola en una tienda cualquiera, se ponen detrás, da igual de qué se trate: pepinos, enchufes, latas de sardinas, calzoncillos… necesiten esas cosas en ese momento o no. Muchas veces hay siete u ocho colas distintas en un mismo comercio para los diferentes productos. Si los artículos que aparecieron ese día no son del todo inusuales, la gente guarda cola disciplinadamente, pero si, por casualidad o lotería burocrática, surge un buen salami, carne de vaca, una lata de arenques de Alemania Oriental o gourmandises parecidas, aquello puede transformarse en la segunda parte de la batalla de Stalingrado. Por eso, lo normales que hacia las diez de la mañana las estanterías ya estén completamente vacías y los vendedores tengan que quedarse a pie firme y de brazos cruzados hasta la hora del cierre. Capítulo aparte merecen las bebidas alcohólicas, todas racionadas, desde la cerveza hasta el vodka, que es moneda de cambio corriente en un mercado negro muy perseguido, pero muy activo.

En esta tierra de la fraternidad y la igualdad, sin embargo, hay clases, como en todos lados. Para los diplomáticos, para los rusos que trabajan en el exterior y tienen acceso a dólares y para la Nomenklatura, existen tiendas especiales, llamadas bereozkas, donde pueden comprarse artículos que un ciudadano normal casi no recuerda que existen, como chocolate, cremas de belleza, champú, desodorante, siempre y cuando, claro está, se pague en divisas. Todo en estas tiendas es caro, pero la carne es bastante buena y hay bebidas occidentales, con la condición de que no sean de la proscrita compañía Coca-Cola. A pesar de todo, el surtido de productos es muy limitado y para completar nuestras necesidades hemos optado, como el resto de diplomáticos occidentales, por recurrir a las compañías que venden por correspondencia. Por alguna razón que desconozco, las principales están en Dinamarca y mandan unos catálogos tan grandes como guías de teléfonos donde se puede encontrar desde un chicle hasta una moto, pasando por cualquier cosa que se te ocurra. Nosotros hemos hecho un gran pedido para la boda, pero dicen que los envíos a veces se retrasan mucho y no quiero ni pensar que no llegue a tiempo.

Mi idea es preparar un menú muy ruso y para los españoles eso es sinónimo de caviar en enormes cantidades. Es posible comprarlo en las bereozkas, pero, según me comentó la embajadora de Argentina, para grandes cantidades, lo mejor es recurrir a los canales «extraoficiales». A Luis de esto no le voy a contar nada, que se pone muy nervioso.

En cuanto al plato principal, el otro día probamos la carne de oso en un restaurante. Era muy seca y dura, como la suela de un zapato, pero el sabor era interesante. Quizá si lo adobo durante un par de días y lo acompaño de una buena salsa podría resultar un plato rico y muy original. Tendré que hipnotizar a Larissa para hacer unas pruebas y ver cómo queda. Además, me dijeron que es una carne relativamente fácil de conseguir y así no tengo que preocuparme tanto si no llega el pedido del catálogo. Claro que, en caso de que no llegue, no sé qué les daré de aperitivo, de postre y especialmente de beber -imprescindible lubricante social- a casi trescientas personas hambrientas. No creo que pongan muy buena cara si les sirvo una copita de Kvas on the rocks, el refresco nacional hecho a base de pan negro fermentado, cuyo sabor es incluso peor que su aspecto.

Como es lógico, y a pesar de que la mitad de los invitados son compromisos diplomáticos, todo esto hay que hacerlo con la plata de nuestro bolsillo y la verdad es que tampoco andamos demasiado sobrados, con todos los gastos del traslado. En fin, como dice mamá, Dios proveerá, porque el UPDK no tiene aspecto de proveer nada de nada.

En ese momento es la una y media de la mañana y llevo trabajando desde el alba. Pensaba escribir solamente algunas ideas sobre el menú de la boda y al final sólo puedo acordarme de la montonera de complicaciones que tenemos. Qué dolor de cabeza. Creo que me voy a tomar una pastilla y a dormir los problemas, como hacía mi abuela.


¡Y se hizo el milagro! La boda ha sido un éxito rotundo. Cuando parecía que íbamos rumbo a una catástrofe sin nombre, las cosas se arreglaron en el último momento. Tengo que acordarme sin falta de mandar un dinero para que las carmelitas de Montevideo hagan decir una misa por las ánimas del purgatorio, porque si esto salió bien sólo se entiende por la intervención de alguna muy apurada por salir de donde está.

Carmen estaba lindísima con su vestido. Era de raso crudo, con un corsé de piedritas y perlas. La ceremonia fue muy emocionante, en ese ambiente sobrecogedor de las iglesias ortodoxas, con sus iconos impresionantes y con un coro de viejitas de la iglesia que resultaron mucho mejor de lo que yo esperaba. Iván, el chofer, llevó a Luis y a Carmen a la iglesia en el auto de la embajada decorado a la rusa, es decir, con un gran oso de peluche en el radiador como augurio de un primer hijo varón. Un numeroso grupo de curiosos miraba la entrada de la novia sin dar crédito: ¡una boda religiosa en Moscú después de tantos años! Como el templo era bastante chico, casi no cabíamos. El padre Richards hizo una linda misa en francés y cuando llegamos al momento del «Sí, quiero» dos testigos pusieron sobre las cabezas de los novios unas maravillosas coronas antiguas de plata a la usanza ortodoxa, intercambiándolas sucesivamente como símbolo de la unión matrimonial. Los españoles estaban encantados con aquel espectáculo que parecía salido de un cuento ruso de la época de los zares. Siguiendo la tradición soviética, después de la ceremonia, los novios fueron a la Plaza Roja a sacarse fotos y ¿qué creen que se le ocurrió a Carmen? Nada menos que, ya que estaba allí, dejarle su ramo de novia a Lenin, que yace en la misma plaza delante de San Basilio, en su mausoleo, momificado y de cuerpo presente. Cuando me lo contó casi me da un ataque. ¡A quién se le ocurre! Por menos de esto se ha creado más de un conflicto diplomático, con lo que son los rusos para sus cosas. Pero no. Por lo visto se trata de una tradición soviética. Con todo este asunto del culto a la personalidad, los rusos han sustituido la devoción por los santos por la de Lenin. Así, igual que en España las novias dejan su ramo a la Virgen de Atocha o a la Macarena, las novias rusas se lo llevan al camarada Vladimir Illich. De hecho, en la Plaza Roja día y noche hay siempre una cola tremenda de todo tipo de personas para visitarlo, igualito que si fuera el Cristo de Medinaceli. Claro que a Carmen, como iba vestida de novia, la dejaron colarse. Y al novio, con su frac, también. O mejor dicho, sobre todo al novio, porque si con Carmen estuvieron muy cariñosos los presentes, con Rafa ya fue apoteósico. Le daban palmaditas en la espalda, uno incluso le pidió un autógrafo y Rafa, cada vez más atónito, pues no entendía ni palabra de lo que le decían. Hasta que entendió dos: «¿Pianist o violinist?», preguntaban. Y por fin se dio cuenta de lo que pasaba. El caso es que acá, desde el triunfo de la Revolución, nadie usa frac, excepto los músicos, y a él lo tomaron por uno. En este país, después de los astronautas, nadie es tan célebre como un artista y estaban todos fascinados. Ni qué decir que Rafa no los sacó de su error: «Violinist», dijo, y la cola entera estalló en aplausos.

Mientras Carmen y Rafa cumplían con sus ritos soviéticos, nosotros nos trasladamos a la residencia para el convite. No pude dejar de maravillarme de cómo estaba la casa de divina a pesar de que la tarde anterior aún estábamos pintando el salón y colgando las cortinas; todo estaba impecable, lleno de flores y velas, y los camareros, vestidos con las típicas camisas rusas bordadas que nos había prestado el Teatro Bolshói del vestuario de su última obra, esperaban a los invitados a la entrada con grandes bandejas llenas de copas de champán. Los diplomáticos destinados en Moscú decían que casi no podían reconocer la residencia, de lo cambiada que estaba.

La mesa del buffet, presidida por una enorme cabeza de oso (que también nos había prestado el Bolshói), estaba espectacular: a la derecha había grandes boles de caviar con sus bandejas de blinis; luego unos inmensos salmones decorados como por un joyero; también enormes fuentes con el famoso oso a la strogonoff, ensaladas de todo tipo y por fin la gran tarta nupcial con la forma de las torres de mi adorada catedral de San Basilio. Curiosamente, lo que más trabajo me dio fue hacer los dichosos blinis, esas tortitas que se sirven con el caviar. No había calculado bien lo pesado que es hacerlas para tanta gente. ¡Hicimos más de seiscientas! Es importante que los blinis no estén grasientos y por eso los rusos sólo ponen un poco de aceite en una rodaja de patata cruda y con ella engrasan la sartén al prepararlos. Por algún motivo desconocido, la primera siempre, siempre, sale mal. Se sirven en plato aparte con nata agria, mantequilla fundida y cebolla cruda rallada.

Es increíble pensar que hace poco más de diez días la embajada casi parecía un edificio bombardeado, las obras avanzaban a paso de gusano y no había comida para los invitados. La situación era completamente desesperada. Mis infinitas llamadas diarias al UPDK no surtían el mínimo efecto y yo estaba a punto de telefonear a Madrid y decirles a los invitados que no se molestaran en moverse de sus casas. Ya no sabía a qué santo encomendarme cuando Luisa, el ama de llaves, me llevó al jardín con alguna excusa. Alejadas de todas las paredes, comenzó a hablar:

– Señora, yo creo que el problema es que los de arriba, ya sabe, las autoridades, no la están escuchando bien.

Me hacía unas señales muy raras con el dedo índice y los ojos señalando para arriba y luego a los costados, hacia las paredes de la casa.

Como está un poco loca, yo estuve a punto de mandarla a freír espárragos.

– Mire, Luisa, déjese de tonterías que tengo mucho que hacer.

– Al final, señora -me interrumpió ella con una mueca de fastidio-, me hace usted decirle las cosas claramente y va a conseguir que me meta en un lío. Como ya sabe usted -susurró entonces mirando a derecha e izquierda como si debajo de los matojos esperara encontrarse a alguien-, la casa está llena de micrófonos -su voz era inaudible a medio milímetro de mi oreja izquierda-, pero en algunas habitaciones ellos escuchan mejor que en otras, por eso de la calidad del sonido. Vaya usted al comedor y mantenga una conversación con el señor embajador sobre el estado de las obras y el perjuicio que tendría para la imagen de la Unión Soviética que la casa no esté lista para la boda. Ya verá cómo cambia todo. Los de arriba siempre escuchan esas cosas.

Dicho y hecho. Al día siguiente de representar Luis y yo la escena de «este gran país que ha llevado a cabo las más grandes hazañas de la historia bla, bla, parece mentira que no tenga fontaneros, albañiles y pintores que estén dispuestos a hacer algo tan fácil como esta obra. No sé qué van a pensar nuestros visitantes, bla, bla», se presentó en la embajada un auténtico ejército de operarios dispuestos a ponerse a trabajar de inmediato, como si se tratara de abrir un nuevo canal en el Volga. Incluso me costó dominar tanto entusiasmo proletario, porque ellos se ponían a demoler cosas por su cuenta y riesgo. Pero por suerte, al cabo de unos días la residencia empezó a parecer un lugar habitable.

Desgraciadamente, los sumos sacerdotes de los micrófonos no estaban conectados con los encargados de la aduana, porque el pedido que habíamos hecho a la empresa de venta por catálogo quedó esperando turno en algún lejano puerto. Gracias a Dios, y como la comunidad diplomática en Moscú estaba en vilo con la suerte que correría este casamiento, algunas embajadas nos prestaron una ayuda inestimable. Los belgas, por ejemplo, un cargamento de vino, y los noruegos nos regalaron esos enormes salmones que tan lindos quedaron sobre la mesa. Los argentinos, tan buenos vecinos, y olvidando por una vez las peleas futbolísticas, una remesa de empanaditas saladas para el cóctel. Todo un detalle difícil de olvidar.

Por suerte lo del caviar clandestino fue relativamente sencillo y la carne de oso llegó de Leningrado casi una semana antes del casamiento. Por cierto, a todos los invitados les encantó mi receta. La carne estaba tierna y jugosa, y tenía un sabor muy distinto a cualquier otra. El mérito estuvo en una vieja receta que me dio Valentina, una de las traductoras rusas de la embajada.

STROGONOFF DE OSO DE CARMEN

(La receta sirve también para un solomillo

de ternera eliminando el adobo.)


Ingredientes (para 8 personas)

Para el adobo

6 cucharadas grandes de aceite

3 cucharadas de vinagre

1/2 l de vino blanco

1 copa pequeña de coñac

2 cebollas

2 zanahorias

1 ramita de apio

1 diente de ajo

Tomillo


Para el guiso

8 filetes de solomillo (si es que se llama así en el oso…)

3 cucharadas de mantequilla

1 copa de coñac

3 cucharadas de nata líquida para cocinar

sal y pimienta


PREPARACIÓN


Las cantidades de carne de oso por persona deben ser algo menores que las que se recomiendan para vaca o cerdo, porque es más pesada. Como es una carne correosa, es conveniente dejarla en el adobo durante veinticuatro horas en una mezcla de vino blanco, una copita de coñac, vinagre y aceite, alguna hierba aromática como el tomillo, pimienta, una ramita de apio, ajo, zanahoria y un poco de sal. Pasado este tiempo de marinado, sacar la carne del líquido y cortarla en trozos pequeños, algo mayores que una patata frita.

Calentar en una sartén tres cucharadas soperas de mantequilla. Cuando esté bien caliente, freír los trozos de carne, removiendo para que no se quemen.

Una vez dorados (más o menos 3 minutos), añadir sal y pimienta.

A continuación verter una copa de coñac y flambear. Dejar reducir. Retirar y añadir tres cucharadas de nata. Volver a calentar. Salpimentar y servir en un plato caliente. Acompañar con arroz o kasha (trigo sarraceno), si se puede conseguir. Aunque parezca raro, es muy sabroso y queda muy bien con el strogonoff.


VARIANTE I

Dorar 1/2 kg de champiñones frescos cortados en láminas antes de añadir la nata.


VARIANTE 2

Añadir 4 cucharadas de tomate frito, también antes de la nata líquida.


variante 3

Aun a riesgo de que las autoridades soviéticas me deporten a Siberia, añadir 3 cucharaditas de salsa Lea & Perrins. ¡Queda riquísimo!


Estas variantes, lógicamente, no son excluyentes.


Bueno, lo importante es que todo el mundo lo pasó en grande. La verdad es que había mucha gente joven (muy joven, casi de parvulario, como los novios) y nuestros amigos estaban muy animados, aunque un punto menos que los rusos que, en cuanto empiezan a beber, no hay quien los pare. El caso es que la mesa del comedor acabó convertida en pista de baile, con todo el mundo encima bailando el casachok. Unos señores del Ministerio de Asuntos Exteriores soviético improvisaron una linda canción rusa para los novios y cuando yo me fui a dormir a las cinco de la mañana aún quedaba un grupo bastante considerable de resistentes.

Pero ahí no acaba la cosa, aún falta lo más increíble. Al día siguiente teníamos planeada una excursión a Leningrado con todos los españoles de la boda. Yo esa noche dormí mal, tuve muchas pesadillas, y el presentimiento de que iba a pasar algo terrible. Luis me dijo que todo aquello eran pavadas y que probablemente se me había indigestado el oso, pero yo sabía que era otra cosa. El día amaneció horrible: lluvia, frío y mucho viento. Yo seguía muy intranquila y el tiempo no logró más que aumentar mi desasosiego. Sentía algo acá, justo en la boca del estómago, algo que me ocurre muy pocas veces, pero cuando me ocurre…

De pronto no lo pensé más y cancelé los autobuses que tenían que llevarnos al aeropuerto. Sí, eso hice, sin encomendarme a Dios ni al diablo (por supuesto, mucho menos a Luis, que para estas cosas no es nada comprensivo). También di orden en los hoteles de que no despertaran a los invitados como estaba previsto y todos se quedaron durmiendo la borrachera encantados de la vida. Cuando alguien en casa, los chicos o incluso Luis, me preguntaba, yo me encogía de hombros: «El UPDK -decía-, un fallo de Petrov o de Ivanov, quién sabe…» y luego, con mi mejor careta rusa, añadía: «Qué pena, che, con lo lindo que es Leningrado…».

Luis estaba enojadísimo y ya dispuesto a enviar una nota de protesta al ministerio.

Al final improvisamos y llevamos a los invitados, bastante resacosos, por cierto, a hacer una visita completa al Kremlin, y al día siguiente volvieron a España, según estaba programado, y todos satisfechos con el casamiento. Y yo, después de completar toda esta hazaña en tiempo récord, con cuatro kopeks de nuestro bolsillo, creo que estoy perfectamente preparada para que me encarguen la organización de los próximos juegos olímpicos de verano.

Veinte días más tarde llamó el corresponsal de Associated Press para pedir la lista de invitados al casamiento. Luis creyó que era para sacar alguna nota social por haber sido la primera boda católica en Moscú desde la Revolución (al parecer la noticia ya había salido en algunos diarios), pero le extrañó que lo hiciera con tanto retraso.

– No, señor, es por lo del accidente -le dijo el periodista.

– ¿Qué accidente? -preguntó Luis.

– El del avión. Están todos muertos, ¿no?

Por un momento, Luis pensó que el periodista se estaba confundiendo con el avión de estudiantes uruguayos que desapareció en los Andes al día siguiente de la boda y que nos tiene tan angustiados porque en aquel viajaban varios hijos de amigos nuestros y todavía no se sabe nada de ellos.

– No, no, nada de los Andes -dijo el corresponsal-. Hablo del vuelo de Aeroflot a Leningrado que tomaron sus invitados al día siguiente de la boda. No hay supervivientes, ¿verdad?

En la Unión Soviética no se suele comunicar a la prensa los accidentes aéreos porque como son bastante numerosos podrían suponer un desprestigio para el país. Sin embargo, en esta ocasión, y como había muchos extranjeros en la lista, alguien había filtrado la información a los corresponsales de la prensa internacional en Moscú. Nuestros nombres aún figuraban en esa fatídica lista a pesar de que habíamos suspendido el viaje a último momento. Nos quedamos helados.

Luis me miró con cara de «vos tenes poderes que no me querés contar». Yo, la verdad, no sabría explicar qué me pasó. Hasta el día de hoy no lo sé. Digamos que fue una premonición. O una ayudita de arriba. De san Basilio, el de la catedral tan linda con las cúpulas torneadas. O, ¿por qué no?, del otro ocupante de la Plaza Roja. Del camarada Lenin, que quiso agradecer así que una novia occidental le regalara su ramo de flores.

Como diría Vladimir Illich: kto znaet, que significa «quién sabe».


Como ya hemos dicho antes Gervasio y yo, y aunque no registremos en este libro más que algún caso aislado, la vida de nuestra madre estaba salpimentada con intuiciones y fenómenos cuando menos extraños. Siempre hemos creído que eran coincidencias o producto de una imaginación «un poco vivaz» (como se decía antes), pero en algunos casos, por ejemplo, el que acabamos de relatar, no tienen una explicación racional.

La duda viene de lejos. Cuando nuestra madre tenía cuatro años se convirtió en una celebridad en Montevideo. La gente hacía cola a la puerta de su casa de la avenida de Brasil. Todo empezó de la manera más inofensiva: la niña tenía una amiga invisible, y pasaba horas y horas bailando y jugando con su amiga. Pero no era una amiga invisible cualquiera. Cuentan que un día nuestro abuelo, estupefacto, observó cómo su hija se elevaba unos centímetros de la cama en la que descansaba mientras reía hablando animadamente con alguien. Además, según cuentan, cuando ella decía que estaba con su amiga, la habitación se llenaba de un olor fragante e intenso. Asustados, nuestros abuelos llamaron a un sacerdote que procedió a interrogar a la niña.

– ¿Cómo es esa amiga tuya?

– Lleva un vestido blanco, largo y parece que no tiene pies, que flota. Siempre tiene rosas en las manos.

– ¿Cómo dice que se llama? -preguntó el cura, temiendo probablemente que dijera «Belcebú».

– Dice que se llama Teresita.

– ¿Y de dónde viene?

– De un sitio que ella llama Francia.

El sacerdote no necesitó oír más y con grandes aspavientos decretó que la niña veía a santa Teresita de Lisieux, muerta a los veinticuatro años en olor de santidad, doctora de la Iglesia y que había sido recientemente canonizada. A pesar de los esfuerzos de nuestros abuelos, la noticia corrió por todo Montevideo. La cosa probablemente no habría pasado a mayores de no ser por una circunstancia que, vista con la perspectiva del tiempo, resulta difícil de creer. Por lo visto, un médico colega de mi abuelo, famoso por su ateísmo, se estaba muriendo. Su mujer, desesperada porque quería que se confesara, pidió que aquella niña, o sea, nuestra madre, de la que se decían tantas cosas, fuera «a ver al moribundo. La angelical niña (probablemente su aspecto contribuía a la sugestión colectiva), de largos tirabuzones rubios, grandes ojos verdes ¡y sólo cuatro años!, llegó y pidió a todo el mundo que saliera de la habitación del enfermo. Se quedó a solas con él un largo rato. Cuando salió del cuarto, el amigo de nuestro abuelo llamó a su mujer y le dijo que fuera a buscar un sacerdote (o al menos eso nos han contado). En otra ocasión, la hija del entonces presidente de la República cayó gravemente enferma. Como parecía que no había remedio para aquel súbito mal, mandaron a buscar a mi madre esperando un milagro de la santa por su intercesión. Ella se volvió a encerrar con la paciente a solas en su cuarto.

– ¿Se salvará? -preguntaron todos ansiosamente a su salida.

– Morirá pero vivirá -dijo la niña.

En efecto, la hija del presidente murió al día siguiente pero sus padres quedaron reconfortados pensando que la niña iría a los cielos.

Para nosotros estas historias parecen sacadas de una novela de realismo mágico, pero lo cierto es que hay personas en Montevideo que aún las recuerdan. Cuentan también que, igual que empezaron las apariciones, un buen día cesaron y las cosas volvieron a la normalidad. La familia corrió un tupido velo y nuestra madre, que era muy pequeña, no guardó recuerdo alguno hasta que, muchos años después, una tía suya se lo contó con gran admiración y lujo de detalles. Sea como fuera, a lo largo de su vida, siguieron produciéndose fenómenos, aunque menos espectaculares que los mencionados.

Con el tiempo nuestra madre ha tendido a exagerar al contar este episodio del accidente de avión, adornándolo con una serie de detalles que no se recogen aquí, pues hemos preferido contar lo que realmente sucedió, que en sí ya es suficientemente curioso.

No sabemos si realmente esta premonición salvó la vida de todos nuestros invitados, pero lo curioso es que ese mismo día, 13 de octubre de 1972, hubo un auténtico milagro verificable, aunque nuestra madre no tuvo nada que ver con él. Dieciséis de los ocupantes del avión uruguayo caído en los Andes ese mismo día sobrevivieron setenta y un días en condiciones extremas en la cordillera, hasta que dos de ellos bajaron de la montaña por su propio pie para buscar ayuda. Una hazaña única que ha pasado a formar parte de la memoria colectiva de medio mundo.

JUEGOS DE GUERRA

Una vez pasada la emergencia del casamiento, hoy di una comida a las mujeres de los embajadores iberoamericanos para agradecerles los regalos de la boda de Carmen. La vida diplomática es como una espiral perversa de agradecimientos: como tú me invitaste, yo te invito, y como yo te invité tú me vuelves a invitar y así hasta el agotamiento o la ruptura de relaciones entre nuestros países. El problema es que intentar seguir este ritmo cuando uno tiene como cocinera a un desastre nuclear llamado Larissa es complicado. Hay que ensayar y ensayar hasta dar con algo que quede razonablemente comestible. Para este almuerzo experimentamos sin éxito con una mousse de foie (una lástima haber desperdiciado una lata grande porque acabó en la basura. Esta mujer confundió la gelatina sin sabor con un sobre de gelatina de fresa de los chicos). Luego fracasamos con un pastel de maíz (incomible porque quemó la cebolla y olvidó la harina), unas berenjenas en bechamel con unos grumos como puños y no sé cuántas cosas más. Después de horas y horas en la cocina intentando por intermedio del ama de llaves, que es la única que habla español, que Larissa comprendiera algunas nociones básicas como que hay que pelar las patatas por muchas vitaminas que diga la Academia Soviética de Medicina que tiene la piel, conseguí organizar una comida sencilla pero digna: crema de cebolla, huevos en brioche, lomo a la jardinera y un postre de merengue. Prácticamente, lo único que Larissa tenía que hacer era calentarlo un poco, pero hasta eso me parecía un riesgo con ella. Sin embargo, cuando llegaron las invitadas mis preocupaciones estaban muy lejos de si los huevos quedarían crudos o la crema fría.

Mientras arreglaba el cuarto de la biblioteca para el aperitivo, descubrí que en vez de estar en el colegio, como yo suponía, Íñigo y Gervasio se habían escondido en una galería que hay encima de la chimenea, que antiguamente se usaba para situar a los músicos en las fiestas. Primero intentaron engañarme diciendo que hoy había veintisiete grados bajo cero (a partir de veinticinco se cierra el colegio) pero yo sabía que no había más de diez o doce bajo cero. Acabaron confesando su falta y que Dolores y Mercedes tampoco habían ido y que estaban jugando a las cartas en uno de los trasteros de la casa. Me tuve que enojar mucho y mandar a los cuatro de vuelta a clase, custodiados por Ivan, el chofer.

Me preocupa especialmente Íñigo. Es el mejor amigo de Gervasio desde que llegamos a España y es todo lo contrario que él: simpático, gracioso, achuchable con esos grandes mofletes, brutote aunque muy buen estudiante. Me costó un mundo que su madre lo dejara venir con nosotros a Moscú, prácticamente lo he tenido que raptar. Yo no quería que Gervasio creciera en un país extraño rodeado de las mujeres de su familia y se hiciera, como decirlo, rarito. Es un niño muy sensible y no sé si excesiva influencia femenina hubiese sido beneficiosa. Juntos parecen el gordo y el flaco y están especialmente graciosos ahora que los llevo a todos lados vestidos iguales con su trenka beige y sus gorros de piel, aunque a ellos les moleste un poco. El caso es que si me traje a este niño hasta el fin del mundo con la excusa de que va a aprender a hablar el idioma del futuro y luego lo devuelvo sin saber ni papa, no sé qué le voy a contar a la madre.

– Es… interesante esta crema de cebolla, Bimba -me comentó de pronto la embajadora de Chile con cierta malicia-. Este trozo de pepino crudo que me he encontrado, ¿es de adorno?

A saber de dónde había salido ese pepino.

– Es una costumbre del Cáucaso, querida. El que encuentra pepino en la sopa tiene diez años de buena suerte -me inventé con mi mejor cara. Habrase visto, la atrevida ésta. Ya tengo bastantes problemas en la cabeza para preocuparme de un trozo de pepino. Además, no sé por qué me lanza esa indirecta mal intencionada. Yo tampoco le digo a ella nada de ese broche espantoso que lleva.

Comprendo que meter directamente a los chicos en un colegio ruso no es lo más adecuado para una educación comme il faut, pero cuando llegamos a Moscú ya no había lugar ni en el Liceo Francés ni en la Angloamerican School. Me costó muchísimo conseguir que los rusos me dejaran apuntarlos en uno de sus colegios. Yo creo que pensaban que mis pobres hijos iban a dedicarse al espionaje o algo así. Tuve que presentarme tres o cuatro veces en las oficinas del UPDK (ya voy perdiendo la timidez) para que los admitieran. El aspecto exterior del colegio es bastante agradable para lo que suelen ser los estándares soviéticos, con unas grandes columnas en la fachada coronadas por los bustos de unos barbudos prohombres de la ciencia y un pequeño jardincito enfrente. Tiene cinco plantas unidas por dos grandes escaleras por las que bajan y suben hordas de chicos con su uniforme de chaqueta, pantalón gris y pañuelo rojo al cuello. Las niñas, por su parte, visten trajecito con falda tableada marrón, un cuello blanco de piqué y un delantal. Así, más que futuros pilares del paraíso comunista, lo que parecen son mucamas, la verdad. No se preocupen, es un colegio normal, eso les digo yo a los chicos, como en cualquier otro sitio. Bueno, casi normal… En cada rellano de la escalera hay exposiciones didácticas en grandes paneles de madera que parecen muy interesantes. Me acerqué a ver una de ellas. Mostraba la foto de unos niños famélicos en un sitio que parecía un campo de concentración. Debajo había un letrero: «Eto kapitalism» (esto es el capitalismo). Al lado otra foto de unos niños alegres y bien alimentados jugando en un jardín precioso: «Eto komunism». De pronto me entró una preocupación terrible de que fueran a lavarles el cerebro a mis niños, pero la cosa no tenía remedio, era ese colegio o ninguno.

Sonreí encantadoramente para que mis invitadas no se dieran cuenta de que estaba en otra cosa.

– ¿Querés un poco más? -le pregunté a la embajadora de Perú, que estaba a mi izquierda.

– No, muchas gracias. Estaban deliciosos estos huevos revueltos con croütons.

Como estaba en mi limbo particular no me había dado cuenta de que Larissa había recalentado hasta la combustión los huevos en brioche. Le hice una señal a Yuri, el mayordomo, para que sirviera más vino a las señoras, a ver si se emborrachaban y dejaban de importunarme.

Es un problema terrible que los niños hagan «novillos», como dicen ellos, y no aprendan nada. Seguro que no es la primera vez.

– Jefa, compréndelo, es como si a ti te metieran todo el día en un sitio donde sólo hablan chino -me dijo Gervasio-. Nos morimos de aburrimiento porque todas las clases son en ruso, nuestros compañeros no hablan otra cosa, somos los únicos extranjeros y todavía no entendemos casi nada.

– Además, cuando llegamos a la escuela todavía es de noche -intervino Íñigo-, y en clase hace mucho calor porque ya sabes que aquí ponen la calefacción a tope en todas partes. Con el calorcito y el run run de la clase y del idioma este del demonio nosotros nos quedamos dormidos como troncos.

– Sobre todo tú, rico -dijo Gervasio-. Yo por lo menos me quedo frito sin montar mucho lío, pero Íñigo se repanchiga en la silla y ronca como un oso. Cuando nos despertamos, la profesora nos está señalando, diciendo algo así como kapitalisticheski svinya (que quiere decir «cerdos capitalistas»), y los niños se ríen de nosotros. Como comprenderás, para eso no dan ganas de volver al colegio.

– Bimba querida, tengo que recomendarte una carnicería nueva que hay para el cuerpo diplomático que te va a encantar. Si al carnicero le das unos cuantos dólares bajo mano te hace incluso cortes franceses especiales. Tiene un filet mignon que no está nada mal -me comentó educadamente la embajadora ecuatoriana, que llevaba un rato masticando un trozo de lomo a la jardinera como el que masca cuero.

Sonreí encantadoramente de nuevo y volví a hacerle una señal a Yuri para que rellenara hasta arriba la copa a esta señora.

«Tendré que hablar una vez más con Antón Petrovich, el director de la escuela -pensé-, para que no vuelvan a escaparse los niños.» Es un hombre agradable, o por lo menos sonríe mucho con esa boca llena de dientes de oro, tan típica de los rusos. Es todo pelado, tiene un aire a Jruschov y lleva varias medallas por su heroísmo en la Segunda Guerra Mundial. A propósito, también le voy a decir que dispense a los niños de la clase de preparación para la guerra. Al parecer, un par de días a la semana suena una sirena en el colegio. Los niños recogen a toda velocidad unas máscaras antigás que hay en las aulas, se las ponen y bajan corriendo al patio. Allí tienen que montar un fusil Kaláshnikov y hacer ejercicios de tiro, aunque, por lo menos, no utilizan balas de verdad. Yo comprendo todo esto de la guerra fría y que hay que respetar las costumbres de cada país, pero nunca me gustaron las armas. Esto de que mis chicos se dediquen a ensamblarlas como el que juega con un Lego no me hace ninguna gracia ni me parece que les vaya a servir de mucho en el futuro. O sí. Como vuelva a darles a las embajadoras de nuestros países vecinos una comida tan inmunda como el atentado que ha perpetrado Larissa contra las normas básicas de la cocina, lo más probable es que acabe provocando un conflicto armado panamericano de consecuencias imprevisibles.

Por sus caras en la despedida, sin haber probado prácticamente el postre de merengue, me parece que voy a tardar algún tiempo en recibir nuevas invitaciones.


De todas las aventuras que se contarán a continuación y que tuvieron lugar en Moscú yo sólo tuve noticias indirectas porque una vez casada me instalé en Madrid. Pero Gervasio, que vivía allí junto con mis hermanas Mercedes y Dolores, cuenta que después de aquel primer año de mucho escaqueo y poca clase, Íñigo y él volvieron un año a Madrid y al siguiente regresaron a Moscú para asistir al Colegio Angloamericano. Dolores y Mercedes, mientras tanto, siguieron en la escuela rusa n.° 20, donde hicieron amistades más rápidamente que los chicos porque los mayores hablaban más inglés. Lo malo, según ellas, era que, cuando por fin habían conseguido hacerse una amiga, de pronto desaparecía. No, no es que acabara en Siberia por disidente, sino más bien todo lo contrario. A los alumnos que destacaban en matemáticas, física, música o deportes se los llevaban sin previo aviso a escuelas especializadas para crear los cerebrines que darían gloria a la Unión Soviética. No se volvía a saber de ellos nunca más, y es que en la URSS la posibilidad de elegir libremente carrera o trabajo era prácticamente nula.

Hace un par de años Gervasio regresó a Moscú. No había vuelto por allí desde 1975. Iba a encontrarse con Íñigo y su mujer, que estaban a punto de recoger a un niño ruso que, después de muchos esfuerzos, habían adoptado. Dieron un largo y nostálgico paseo por todos aquellos lugares de su infancia, muy frescos en su memoria a pesar de los muchos años transcurridos. La ciudad les pareció familiar y a la vez desconocida, llena ahora de vallas publicitarias de Nokia o Coca-Cola en vez de las de Lenin o Marx de antaño, con monstruosos atascos de Porsche y BMW en vez de los destartalados Moskvich. Su vieja escuela soviética n.° 20 se había transformado en un exclusivo colegio para niños ricos donde los alumnos, vestidos de Calvin Klein o Tommy Hilfiger, descendían de grandes limusinas de cristales tintados y entraban en el colegio digitando un código en una pantalla táctil. A saber qué pensaría el pobre Antón Petrovich de todo esto si aún estuviera entre nosotros…

REVOLUCIÓN GLACÉE

Siete de noviembre. Curiosamente, hoy es el día en el que se conmemora el aniversario de la Revolución de octubre, porque el calendario ruso se cambió para acoplarlo al occidental. Por lo menos no hicieron como en la revolución francesa y no empezaron con eso de Brumario, Ventoso y Vendimiario que me complicaba tanto cuando estudiaba en París de niña.

Todos los años se organiza un gran desfile militar en la Plaza Roja al que debe asistir el cuerpo diplomático acreditado en Moscú. Da la casualidad de que ha sido el día más frío desde que llegamos, ¡quince grados bajo cero! Cuando entramos a la Plaza Roja nevaba y soplaba un viento helado espantoso, pero, por suerte, íbamos forrados de ropa de los pies hasta la punta de la nariz, con las orejeras de los gorros de piel bien apretadas. Parecíamos la familia Michelin aunque, como había que aguantar a pie firme todo el desfile, que dura más de dos horas, mujer precavida vale por dos. Por otra parte, todos los diplomáticos presentes tenían el mismo aspecto de osos polares. Bueno, todos no. El embajador de Finlandia, que se sentó a nuestro lado con aire de suficiencia, como diciendo: «Bah, esta gente no aguanta ni siquiera un poquito de fresco», nos sorprendió llevando sólo una fina gabardina.

El escenario era impresionante: estábamos sentados en unas gradas a la derecha del mausoleo de Lenin; detrás los muros del Kremlin cubiertos de enormes banderas rojas y enfrente el edificio de los Gum. Aquellos grandes almacenes que antes de la Revolución eran de los mejores del mundo y que ahora sólo venden porquerías lucían un inmenso cartel con el retrato de Lenin, escenas de soldados soviéticos venciendo a sus enemigos y el año 1917 formado con miles de bombillas rojas. Mi adorada catedral de San Basilio estaba medio cubierta con una banderola donde ponía: «Proletarios del mundo, uníos». Al cabo de unos minutos empezaron a aparecer los principales líderes soviéticos en el primer piso del mausoleo entre las aclamaciones de los fieles cuadros comunistas. También iban muy abrigados con enormes gorros de piel, excepto Gromiko que, sorprendentemente, llevaba sólo un sombrero, y eso los hacía parecer aún más momificados de lo habitual. Brezhnev empezó su discurso con tono monótono y soporífero. Los rasgos angulosos y caucásicos, atractivos en cierta forma, que luce en las fotos retocadas que hay en las tiendas, tienen poco que ver con este viejito al que las gruesas cejas casi le tapan los ojos. Como yo crecí viendo en los noticieros del cine a Stalin, que sería un asesino pero no se puede negar que tenía su atractivo con aquellos bigotes impresionantes, esto se parece un poco a una representación de teatro interpretada por el elenco suplente. Sin embargo, ahora Stalin está desterrado en un rincón oscuro de los muros del Kremlin y estas momias son las dueñas de medio mundo.

El discurso seguía mientras yo andaba distraída pensando en mis cosas cuando, de repente, la delegación china (bastante numerosa) se puso en pie como activada por un resorte y, mirando indignada a la tribuna, se retiró en bloque, ante la cara de pasmo de los presentes. Las relaciones chino-soviéticas no están pasando por su mejor momento, por lo visto, y según me explicó Luis, Brezhnev había deslizado una mención a «las intenciones agresivas de otros países socialistas». Aprovechando el barullo también se retiraron dos o tres señoras porque realmente el frío era insoportable y algunas, por coquetería, no se habían abrigado lo suficiente. El embajador de Finlandia, con su gabardina veraniega, las miraba con desprecio, como a seres inferiores, como si las temperaturas de Helsinki fueran las del polo Norte y, las de Moscú, Sevilla en agosto.

Empezó el desfile propiamente dicho con una multitud de gimnastas uniformadas de rojo, que portaban banderas también rojas y retratos de los mismos líderes que estaban en el balcón del mausoleo y que aplaudían frenéticamente. A mí me parecía como si se estuvieran aplaudiendo a sí mismos, la verdad… Yo sólo conocía a los más destacados y Luis me iba indicando quién era quién: el presidente del Soviet Supremo, el jefe del Ejército, el secretario general de los Sindicatos.

Después desfilaron sucesivamente las tropas de los tres ejércitos al paso de la oca y con los Kaláshnikov bien apretados contra el pecho. Cuando cada arma acababa su turno, los escuadrones, o como se llamen, formaban para que sus jefes pasaran revista. Los chicos quedaron un poco decepcionados porque, en vez de hacerlo a pie, lo hacían parados en la parte de atrás de unas limusinas descapotables que avanzaban y retrocedían, ejecutando una ridícula danza entre ellos. La verdad es que tenían una apariencia poco marcial.

Por último, un enorme estruendo llenó la plaza: los tanques comenzaban la parada del armamento pesado mientras que los aviones de combate cortaban las nubes, dejando tras de sí una estela (cómo no) roja. La verdad es que si lo que pretendían con este despliegue era impresionar a los extranjeros, lo estaban consiguiendo plenamente. Nos mostraron todo tipo de cohetes, desde los chicos que iban montados de tres en tres en unos camiones hasta unos inmensos que debían medir cincuenta metros y que tenían todo el aspecto de ser cabezas nucleares, aunque no me atreví a preguntárselo a Luis. Quizás esta preparación para la guerra que les dan a los chicos en el colegio no sea tan inútil, después de todo.

Apabullada como estaba con todo este show, al principio no me di cuenta de que al embajador de Finlandia le debía de estar pasando algo. Empezó poniéndose color berenjena. Le pregunté si se sentía mal, pero me despachó de modo muy poco simpático, así que yo seguí mirando tranquilamente mi desfile. Al cabo de un rato empezó a temblar, sin embargo, esta vez ya no le quise preguntar nada por si acaso. Por último le sobrevinieron unas violentas convulsiones, así que avisé a Luis, que lo sujetó justo cuando iba a caerse redondo. Los servicios sanitarios se lo llevaron con los síntomas de lo que parecía un infarto y Luis se fue a acompañarlo mientras le suministraban los primeros auxilios. Volvió al cabo de algunos minutos, afortunadamente no había sido nada serio, sino un fallo técnico. Resulta que la fina gabardina del finlandés funcionaba como una estufa a pilas. Pero había fallado el mecanismo en aquel momento crucial: el hombre casi muere congelado por no dejar en mal lugar a su patria. Menos mal que ahora está bien, porque hubiese sido una muerte francamente ridícula. No sé de dónde había sacado tan original gabardina vanguardista, pero estoy por apostar que las pilas eran soviéticas…

De vuelta a casa nos metimos todos dentro de la chimenea que habíamos dejado encendida en la biblioteca para descongelarnos. Todavía me duelen los dedos de los pies y Dolores se queja de la garganta. No sé si no será una estrategia para no ir al colegio mañana, pero tendremos que andar con ojo para que nadie se resfríe.

Un poco más tarde, como hoy no había servicio (los días laborables se van a casa a las cinco y no trabajan ni sábados ni domingos ni, lógicamente, en las festividades revolucionarias), organizamos una comida casera con algunas latas de corned beef, queso, paté, galletitas y unas aceitunas, pero nos hacía falta algo caliente para quitarnos el frío de la Plaza Roja. Puesto que las niñas, abusando de sus galones, han delegado las labores de cocina en los chicos, ellos fueron los encargados de preparar unos huevos fritos con arroz, aunque Gervasio refunfuñó un buen rato sobre la desigualdad de los sexos en esta familia, como suele hacer. Ver a estos dos freír los huevos es un espectáculo. Para protegerse del aceite hirviendo usan guantes, abrigo y unos cascos de motorista que había en el garaje desde antes de que llegáramos. Los hemos hecho con una receta que aprendió Luis en el restaurante Zuazo de Valladolid (sorprendentemente, porque no suele ir pidiendo recetas por ahí) y que es uno de sus platos preferidos.


HUEVOS FRITOS A LA ZUAZO


Ingredientes

Huevos

aceite de oliva


PREPARACIÓN


En un recipiente de barro bastante hondo (increíblemente encontramos un par que no se habían roto en la mudanza) calentar tres dedos de aceite de oliva. Cuando el aceite esté muy caliente echar los huevos. Sacarlos en cuanto empiecen a dorarse. Así se consigue que tengan unas preciosas puntillas, como dicen los españoles, y que la yema quede líquida.

No hay nada más delicioso que un buen huevo frito. Sin embargo, me parece que es un manjar que podremos permitirnos pocas veces aquí en Moscú porque los huevos a la Zuazo requieren mucho aceite de oliva importado y con el de acá salen negros como el carbón. ¿Será el combustible de los tanques que vimos esta mañana?


– ¿Te puedes creer, Gervasio, que hasta el día de hoy amigos de nuestros padres que os visitaron en aquella época en Moscú te recuerdan haciendo huevos fritos con casco y guantes?

– Sí, aquello de un niño de once años friendo salchichas disfrazado de Ángel Nieto debía de parecerle muy divertido a todo el mundo. Ya podrían recordarme por mis estupendos huevos fritos, por ejemplo. Pero bueno, al menos puedo decir que he dejado huella por mi manera de cocinar, no como tú.

En realidad, ése fue el comienzo de mi afición a la cocina, forzado por las circunstancias y la opresión familiar. Aquellos conocimientos básicos me han sido bastante útiles en algunas épocas de mi vida, especialmente cuando he tenido que convivir largas temporadas con nuestras hermanas Mercedes y Dolores. Cuando ellas tenían veintitantos, su natural alergia a cualquier sartén, cacerola o artefacto diabólico similar llegó a tal punto de paroxismo que preferían no ingerir alimento alguno («Así tendremos mejor tipo este verano») a tener que acercarse a uno de ellos. Así que cocinaba yo. Qué remedio, era eso o sobrevivir a base de una equilibrada dieta de bonys y tigretones. Un mártir de la cocina es lo que soy. Y todavía hay gente que me pregunta por qué no me he casado.

EL DÍA DE LA MUJER DANZANTE

¡Me duelen terriblemente los pies! Dolores y yo acabamos de volver de un té en el Kremlin para celebrar el Día de la Mujer Trabajadora y nos hemos pasado toda la tarde ¡bailando! Era una recepción en el impresionante Salón de San Jorge sólo para mujeres, presidida al alimón por la esposa de Brezhnev y por Valentina Tereshkova, la primera mujer que viajó al espacio.

A la entrada del palacio había una gran aglomeración de las invitadas rusas que llegaban unas con bolsas de deporte, y otras con una simple bolsa de plástico o arpillera. Se sentaban en unos banquitos puestos allí al efecto para quitarse las pesadas botas de nieve y de las bolsas sacaban sus zapatos de fiesta. Se retocaban un poco y pasaban a los salones. A pesar de los años transcurridos, los salones del Kremlin siguen manteniendo la suntuosidad imperial de la época de los zares, con sus impresionantes y gigantescas arañas de cristal. Allí nos esperaba una fila de anfitrionas rusas a las que, exceptuando tres o cuatro, yo no había visto nunca. Había traído a Dolores para que me tradujera algo porque se le está dando bastante bien el idioma y la intérprete de la embajada estaba enferma, pero yo creo que esto la ha superado un poco. Comprendo que traducir «Presidenta del Comité para el Diálogo Interregional de Solidaridad y Cooperación entre Pueblos Amigos» no es lo más sencillo para una niña de quince años.

Nosotras llegamos temprano, y como no vi a ninguna embajadora conocida, nos fuimos hacia la larga mesa decorada con flores donde estaba la comida. Esta vez sólo había un buffet y no dos o tres, según las distintas categorías de los invitados, como es habitual en otras recepciones oficiales acá. En el país de la igualdad, unos son más iguales que otros. Algunas señoras (o camaradas o lo que fueran porque yo ya me hago un lío) se estaban sirviendo té de enormes samovares. Se trata de recipientes que en otra época eran de plata y ahora son del metal que cada uno pueda permitirse. En la parte superior se coloca la tetera con las hojas y muy poca agua para que se concentre la infusión, mientras que en la parte inferior unas brasas mantienen caliente el resto del agua para que cada uno la añada a su gusto. El té es la bebida nacional del país y se bebe durante todo el año, así haya cuarenta grados bajo o sobre cero, con muchísimo azúcar o, a veces, con mermelada y siempre en un vaso con soporte metálico. Es muy oscuro y fuerte de sabor. Una amable señora del Ministerio de Asuntos Exteriores, que hablaba algo de francés, nos explicó que en este país el té se cultiva principalmente en Georgia y Crimea, y que es una mezcla de variedades originarias de la India y de Ceilán. También añadió unas cuantas estadísticas sobre el espectacular incremento de la producción durante los últimos años.

– De quinientas mil toneladas vamos a pasar pronto al millón que establece el plan. ¡Y con dos años de adelanto! -me informó, orgullosa-. El aumento se debe a la construcción de nuevas plantas de producción, mejoras en la logística y en la distribución. Esto es muy importante porque el té es la bebida preferida por los ciudadanos soviéticos. Lo toma el noventa y cinco por ciento de la población y el consumo medio es de tres tazas diarias -concluyó.

Parece que los funcionarios en cuanto están con un extranjero se ven en la obligación de colocar un anuncio publicitario sobre las bondades del régimen socialista.

En el buffet había además una gran cantidad de tartas con un baño blanco de aspecto sospechoso y unas frutas escarchadas que, a pesar de que nos encontrábamos en el Kremlin, no tenían un aspecto muy apetitoso. Para no quedar mal con las anfitrionas, y previendo la situación, yo, a propósito, no había almorzado a mediodía. De esta forma llego a las recepciones con un hambre horrorosa y no le hago ascos a la comida, por muy mala que esté. En estos países no hay peor desaire que no probar bocado, así que me puse un poco de kulich, que es una especie de panettone relleno de fruta y con un casquete en la parte superior en forma de champiñón. Debía de tener varias recepciones diplomáticas de antigüedad porque estaba seco como un pedazo de madera. Para poder digerirlo, le añadí una bola de helado, que es otra de las pasiones nacionales. Es impresionante, los rusos toman helados aunque los pingüinos se estén muriendo de frío. La verdad es que suelen ser bastante ricos en todas partes, si bien la variedad de sabores es limitada, como es lógico, en el país de la uniformidad, y se reduce a fresa, chocolate y vainilla, mucha vainilla. Dolores, por su parte, optó por la mousse de chocolate, pero cuando metió la cuchara para servirse ya no la pudo volver a sacar de lo dura que estaba, así que abandonó el intento.

Es la primera gran recepción para mujeres a la que asisto en la URSS y, como todavía no conozco bien las costumbres, por un momento aquello me pareció una fiesta de colegio. Después de los discursos protocolarios se situaron en un lado del inmenso salón las rusas y las mujeres de los países satélites, entre las que divisé a la Pasionaria, con esa gallardía española (que algunos llaman arrogancia) tan característica, a pesar de estar ya viejita. Al otro lado nos colocamos las embajadoras del resto de los países, un poco cohibidas. De repente empezó a tocar una orquestita que había en una de las esquinas y la señora de Brezhnev, una mujer pequeña pero fuerte, con un gran moño que casi parecía otra cabeza satélite, atravesó el espacio neutral entre los dos grupos, se acercó a nosotras y ¡sacó a bailar a Dolores! La agarró de la mano y de la cintura y empezaron a dar vueltas. La niña se moría de la risa y le tuve que hacer unos gestos amenazantes para que se comportara. Me imagino que ser elegida por la mujer del secretario general del Partido para abrir el baile se considerará un gran honor, pero la verdad es que los manuales de protocolo no nos preparan para situaciones como ésta. Siguiendo el ejemplo, otras rusas sacaron a bailar a las embajadoras y pronto el salón se llenó de damas que giraban y giraban y reían juntas aunque no se entendieran. Una buena forma de romper el hielo, no hay duda. A mí me tocó una gordita que bailaba admirablemente bien y que me llevaba en volandas a pesar de que yo era el doble de alta que ella. Parecía muy concentrada y me hacía todo el rato indicaciones en francés.

– Madame, la mano izquierda más alta. No baje tanto la barbilla. Sienta la música y déjese llevar -me decía.

Como en la vida no hay misterios, resultó que era la directora artística del Teatro Bolshói, la descubridora de grandes talentos del ballet ruso como Nuréiev o Maya Plisiétskaia. Por un momento parecía que hasta yo era un genio de la danza, una Margot Fontaine.

Después me sacó a bailar una ingeniera espacial muy agradable y bastante mona que ponderó mucho mi peinado y me preguntó discretamente si le podría conseguir laca francesa Elnett porque con la rusa queda el pelo todo pegoteado. Le prometí hacer lo posible. Ahora que hablamos de spray, lo que siento de veras es que acá consideren el desodorante un artículo burgués superfluo y no lo vendan en las tiendas porque, con todo el movimiento del baile, la ingeniera desprendía un importante olor a humanidad, cosa que también empezó a pasarle al resto del cuerpo de baile, hasta que el aire del salón se hizo realmente denso.

Como las mujeres somos como somos, pronto surgieron los pequeños celos entre las embajadoras. Que si tú ya has bailado dos veces con la mujer de Brezhnev y yo ninguna, que si Valentina Tereshkova no me saca a bailar, que yo con ésta no quiero bailar porque es muy fea y me pisa y ese tipo de cosas, pero en general lo pasamos en grande. Lástima que me haya puesto estos zapatos nuevos tan lindos pero incómodos porque tengo los pies en la miseria. Aunque, claro, ¿quién hubiera podido prever que aquello iba a ser thé dansant feminista? La verdad es que acabó siendo casi más divertido que un baile con hombres, que siempre bailan tan mal y encima lo hacen como si aquello fuera un sacrificio espantoso. En las fiestas deberían quedarse sentados hablando de sus cosas y dejarnos a las mujeres que nos arreglemos entre nosotras. Todavía me río sola recordando la escena, no obstante, me pregunto: ¿por qué a mí no me habrá pedido el teléfono aquella generala tan simpática de setenta y tantos años, repleta de medallas y dientes de plata y a la embajadora de Honduras sí?

NUEVOS INVITADOS

Tenemos nueva inquilina en casa. Hace unos días llegó Mónica, la hija de unos amigos de Madrid que de mayor quiere ser traductora. Para ella es una gran ocasión aprender ruso in situ y nosotros estamos felices con ella. Es encantadora y muy educada y así tenemos una sustituía para Mercedes, que nos abandona a menudo para hacer sus exámenes en Madrid. Menos mal que Dolores, Gervasio e Íñigo estudian por correspondencia y no tienen que viajar, porque son una gran compañía en esta ciudad en la que no hay mucho que hacer. Mónica tiene una edad entre Gervasio y Dolores y, aunque en estos años las diferencias son importantes, se lleva muy bien con todos. Bueno, con todos no. Íñigo, un poco celoso de haber perdido su papel de estrella de la casa, le tiene declarada la guerra. El otro día, sin ir más lejos, la encerró con llave en la despensa y apagó la luz.

Cuando le pregunté por ella, al cabo de un par de horas, puso la típica cara de inocente y no tuve más remedio que darle un buen tirón de orejas para que confesara. Increíblemente, cuando sacamos a la pobre Mónica de su mazmorra tenía una sonrisa de oreja a oreja y salió corriendo a jugar con los chicos. Se me pone el pelo blanco de pensar en qué estado me habrían sacado a mí. Además de mi claustrofobia natural, me moriría de miedo pensando en las ratas, nuestras inmundas invitadas involuntarias. Bueno, en ellas y en nuestra otra invitada misteriosa…

A pesar de todas las clases de veneno que hemos puesto, nuestras amigas las ratas se resisten a abandonarnos y cada día hay más. Mercedes pisó una la semana pasada, cuando bajaba a oscuras por la escalera de la cocina, y casi le da un ataque. Teniendo en cuenta la calidad de los productos soviéticos, estoy empezando a pensar que los raticidas que estamos utilizando deben de ser en realidad algún tipo de complejo vitamínico, porque cada día están más grandes y lustrosas. En la despensa han hecho estragos y, aunque intentamos poner los alimentos en recipientes metálicos, siguen dándose grandes banquetes. El mes pasado nos estábamos quedando sin existencias porque el envío de la empresa de venta por correspondencia de Dinamarca se había retrasado y no quedaba casi nada de lo que les gusta a los chicos. Entonces Íñigo, no sé si por hacer la gracia o por su glotonería congénita, empezó a comerse un paquete de galletas que por el otro extremo estaba todo mordisqueado por esos bichos inmundos. Tuve que llevarlo volando a ponerle la vacuna contra la rabia. Su madre me va a matar. Ya es la segunda vez que se la tengo que poner porque hace unos años, pasando un fin de semana con nosotros en Biarritz, lo mordió en un moflete un cachorro de león que llevaba un fotógrafo como reclamo. La próxima vez no sé con qué animal se va a topar este niño.

Y luego está «la otra invitada». En casa se oyen ruidos raros, hay puertas que se abren y se cierran solas, o se caen cosas sin motivo cuando no hay nadie cerca. Yuri, el mayordomo, está convencido de que se trata de un dotnovoi, unos duendes muy peludos que, según la tradición rusa, protegen la casa. Esto lo comenta muy bajito para que los micrófonos no le delaten como un supersticioso antisoviético.

– Este Yuri, como es de pueblo, sigue creyendo en las mismas paparruchadas de sus abuelos mujiks -me cuenta Luisa, nuestra ama de llaves-. Mire, señora, la culpa de todo la tiene el comerciante cargado de millones que era el dueño de esta casa antes de la Revolución. Era un salvaje -asegura Luisa- y organizaba grandes orgías que duraban días, con todo el mundo atiborrándose de la comida más exquisita, de champán y vodka, con grupos de zíngaros turnándose para que la música no parase jamás. Aquel cerdo reaccionario se enamoró de la más guapa de todas las zíngaras, una mujer bellísima, según cuentan, con unos enormes ojos verdes de gato. Esto le trajo muchos disgustos, porque, ya sabe usted señora, cómo son los gitanos para sus cosas, pero finalmente consiguió convertirla en su amante y traérsela a vivir a esta casa. La cubrió de arriba abajo con las joyas más caras y las mejores pieles. La llevaba como una reina, de paseo por la Sadovaya, en su trineo con arreos de plata tirado por dos caballos ingleses -continúa Luisa como si lo hubiese visto con sus propios ojos-. Lo malo es que ella era joven y él un viejo. Ya sabe cómo acaban estas cosas. Un día, el comerciante llegó antes de lo esperado de un viaje y se encontró a la chica en brazos de uno de los zíngaros. Los mató allí mismo, en su dormitorio, que ahora es donde duerme usted -dijo Luisa.

«No sé por qué -dije para mis adentros-, ya me lo temía.»

– El cadáver de él se lo echó de comida a sus perros de caza y el de ella…, ay, señora, el de ella lo descuartizó y lo quemó en la chimenea de la biblioteca. Sí, señora, así como se lo cuento. Hay gente que dice incluso que se mandó hacer un guiso con esa carne, pero ya sabe que la gente exagera mucho. El caso es que el alma de la gitana sigue todavía entre estas cuatro paredes y ella es la responsable de todas las cosas que se rompen en esta casa. Lo hace para que no la olvidemos. Hace unos años un embajador trajo unos zíngaros para una fiesta y se negaron a tocar, y luego dijeron que era porque se oían sollozos por toda la casa.

Como siempre, Luis opina que esto son tonterías, que las casas viejas, y además con ratas, siempre tienen ruidos siniestros, pero el hecho es que el resto del servicio también se queja. Serioya, el carpintero-instalador-de-micrófonos, dice que, aunque su materialismo dialéctico le impide creer en supercherías, él no se quedaría solo en la cocina de noche ni loco. Además, cuando estábamos en Montevideo también vivíamos en una casa grande y vieja y los ruidos no tenían nada que ver con estos. Malheureusement, me parece que para cosas de esta naturaleza no sirven los matarratas. El otro día se lo conté al padre Richards para ver si podía hacer algo, yo qué sé, unos responsos o algún exorcismo, pero me mandó a paseo, así que nos tendremos que acostumbrar a esta inquilina. Como dice Iñigo, por lo menos la zíngara no se come las provisiones como las ratas.

– Es una pena que al final Yuri no tenga razón -concluye Luisa mientras me guarda cuidadosamente unas medias dentro del bolsillo de una camisa (tiene un sentido del orden un poco peculiar)-. Nos vendría mucho mejor que fuera un dotnovoi. A esos espíritus les encantan las casas limpias y en orden y son famosos por ayudar en las tareas domésticas. Dicen que si estás a buenas con ellos y te dejas, por ejemplo, un vaso sucio en alguna parte, ellos se encargan de limpiarlo. Nos vendría muy bien que nos echaran una mano de vez en cuando.

«Ummm, qué interesante -no puedo evitar pensar, frotándome mentalmente las manos-. Quizá podría domesticar a uno de esos dotnovoi. Le enseñaría a cocinar y así no tendría que depender de las manazas de Larissa.» A los niños les ha divertido muchísimo la historia y, como si se tratase de un animal doméstico, les ha parecido mucho más práctico un duende multiusos que una zíngara descuartizada. Continuando con la broma y siguiendo las indicaciones de Yuri y de la vieja tradición rusa, hemos preparado un bizcocho. Lo hemos dejado (debidamente cubierto para que no se lo coman las ratas) junto a un papel con la antigua fórmula para atraer un domovoi a nuestra casa: «Dedushka Domovoi, ven a mi casa y ayúdanos a tenerla limpia». A falta de una receta local, los niños y yo nos hemos inventado este bizcochuelo:


BIZCOCHUELO ARROLLADO ESPECIAL PARA ATRAER DOMOVOIS


Ingredientes

6 huevos

6 cucharadas de harina

6 cucharadas de azúcar poco llenas

200 g de dulce de leche o la mermelada que se prefiera


PREPARACIÓN

Batir las claras a punto de nieve. Agregar el azúcar y seguir batiendo. Añadir las yemas sin dejar de batir. Luego incorporar la harina poco a poco, removiendo siempre para que la masa quede muy ligerita. Verter en una fuente alargada, ancha y engrasada, en una capa de unos dos dedos de alto. Introducir en el horno precalentado a unos 150° C y cocer unos 10 minutos. Espolvorear con azúcar una servilleta ligeramente húmeda y colocar encima el bizcochuelo. Rápidamente untar toda la superficie con el dulce de leche o la mermelada. La servilleta húmeda permitirá que el bizcochuelo se mantenga blando para envolverlo fácilmente. Enrollar el bizcocho formando un cilindro.


– Es cierto que en la casa de Moscú yo no llegué a vivir más de quince días seguidos, unas semanas antes de mi boda y luego en vacaciones y, por tanto, no debería opinar. Pero para mí, Gervasio, esta historia de fantasmas, domovois y zíngaras descuartizadas que cuenta mamá, de tanto repetirla habéis acabado creyéndoosla.

– Comprendo tu escepticismo, Carmen. De hecho, durante mucho tiempo yo también pensé que eran imaginaciones nuestras. Pero años más tarde, cuando Íñigo y yo regresamos a Moscú, en nuestro tour nostálgico volvimos a aquella antigua casa que sigue siendo la residencia uruguaya. El entonces embajador, el doctor Fajardo, que había sido segundo de nuestro padre en Londres, nos recibió muy amablemente y nos enseñó aquellas habitaciones tan llenas de recuerdos y que, en algún caso, conservaban las mismas cortinas que había puesto mamá. Ya como adultos pudimos apreciar el maravilloso barroquismo art nouveau de las lámparas, apliques, escaleras y boiserie. «¡Qué suerte poder vivir en una casa tan bonita, embajador!», dijo Íñigo. «No creas -respondió Fajardo-. Si por mí fuera, preferiría vivir en un buen piso calentito donde los baños funcionen como Dios manda. Esta casa es muy adecuada para cuando hay que organizar una recepción, pero tiene más de ochocientos metros cuadrados y desde que me separé de mi mujer recién llegado a Moscú, se me cae encima los fines de semana. Entonces se va el servicio y me quedo solo en este enorme caserón. Y con esos ruidos…» «No fastidies, no me digas que la gitana errante sigue por aquí», le dije entonces. «No sé exactamente de qué se trata porque nadie quiere decírmelo -confesó el embajador-, pero se caen cosas y las ventanas se abren solas en verano. La cocinera está aterrorizada y ha acabado por ponerme nervioso a mí».

Íñigo y yo estuvimos a punto de recomendarle que intentara convencerla de que en vez de un espectro lo que había allí era un domovoi que le podía echar una mano con la limpieza, pero preferimos cambiar de tema antes de que nos mirara raro.

– «Por lo menos lo que ya no tendrás serán micrófonos», dijo Íñigo. «No creas, sigo teniéndolos, exactamente igual como me contaba tu padre. Me los encuentro en los sitios más insólitos. El encargado de instalarlos era hasta hace poco el carpintero, hijo de un tal Serioya que trabajaba en esta casa cuando estaban ustedes». «Pero ¿no había caído el comunismo? ¿A quién le puede interesar ahora lo que se diga en la Embajada de Uruguay?», pregunté cándidamente sin recordar que tampoco estaba muy claro el interés estratégico de las charlas de la familia en 1973. «Bueno, ya saben lo burocrático que es este país. Yo creo que antes de la perestroika debía de haber un par de funcionarios asignados a las escuchas de esta residencia. Después pasó lo que pasó, el KGB se disfrazó de FSB, pero… nadie se acordó de decirles a estos funcionarios que dejaran aquella tarea, así que siguen, día a día, transcribiendo las conversaciones, aunque la verdad es que conmigo no tienen mucho trabajo. Como siempre estoy solo…» Ya ves, Carmen, mucho Porsche, mucho Jaguar, mucho anuncio de Coca-Cola, mucha tienda Zara, pero parece que en el reino del señor

Putin, las cosas no han cambiado tanto para los fantasmas ni para los espías.

SOMOS PIONEROS, HIJOS DE OBREROS

– ¡Ya era hora!, ¡Comida de verdad -gritaba Íñigo dando saltitos y frotándose las manos, mientras engullía a dos carrillos las chocolatinas que les habíamos llevado.

Y es que ayer Luis y yo fuimos a visitar a Mónica, Íñigo y Gervasio en el pionerski lager o campamento de verano de los pioneros, la organización infantil a la que deben pertenecer todos los niños de nueve a quince años de la URSS. A pesar de que llevan sólo dos semanas allí, ya están en los huesos. Íñigo está encantado porque dice que está más flaco que en toda su vida y que su madre va a estar muy contenta cuando lo vea, pero yo volví bastante preocupada. Ella me entregó un niño rollizo y saludable y yo le voy a devolver uno flaco y famélico. No sé qué va a decir. Al parecer la comida es absolutamente asquerosa. De desayuno les dan unas latas de sardinas escabechadas con repollo; a mediodía un borsch (sopa rusa de remolacha) aguado, con pepinos y un poco de repollo, y por la noche una especie de potaje con unas pelotillas marrones, que aún no saben de qué son, acompañadas de, ¡oh sorpresa!, repollo. Algunos días a los chicos les ha tocado ayudar en la cocina y han quedado traumatizados por la experiencia. Al parecer hay un montón de cucarachas y, por ejemplo, aclaran los espaguetis poniéndolos en el piso encima de una rejilla de desagüe y enchufando la manguera del jardín. Me consuelo pensando que esta debe de ser una de esas experiencias que curten a la juventud, algo así como el servicio militar en ciertos países, pero, claro, estos «soldados» sólo tienen once años…

Gervasio y Mónica hacen esfuerzos por alimentarse y comen alguna cosa, pero a Íñigo le ha salido el gourmet vasco que lleva dentro y ha decidido que para comer porquerías, mejor no comer. Sólo toma pan con mantequilla y algo de fruta que les dan de vez en cuando. Les he llevado galletitas, chocolates y unos chicles y él se ha lanzado sobre las vituallas como una fiera. En cambio, Gervasio se las quería guardar para cambiarlas por una navaja que tenía otro niño, cosa que le he prohibido tajantemente. Íñigo, por su parte, se ha ofrecido, muy gentil, a comerse la ración de los demás.

El campamento parece bastante lindo. Son grandes dachas de madera pintadas de amarillo, construidas en medio de un bosque de abedules y alrededor de una plaza central con una inmensa estatua de Lenin, aunque los chicos dicen que todo está muy sucio y que no hay quien se acerque a menos de cien metros de la zanja que hace las veces de cuarto de baño. Iban monísimos vestidos con su traje de gala: gorra azul de recluta, camisas blancas y pañuelos rojos al cuello, aunque no sé lo que pensaría mi madre si los viera uniformados de revolucionarios. Tampoco quiero imaginarme algunas de las cosas que les deben de estar enseñando.

– ¿Sabéis quién es el héroe de los pioneros? -preguntaba Gervasio distraídamente mientras pelaba una de las chocolatinas-. Pavlik Morozov. Era un chico que, en la época de la Revolución, denunció a su padre a la policía por actividades antisoviéticas. En represalia, los kulaks reaccionarios lo mataron. Nos hablan mucho de Pavlik aquí, dicen que era un gran chico.

A ver si además de micrófonos ahora vamos a tener pequeños informadores en nuestra propia casa.

Por lo demás, parece que lo están pasando bastante bien, que aprenden el idioma (que es para lo que están allá), porque casi todos los niños son rusos, excepto algunos pioneros polacos y húngaros. Ya han hecho amigos, aunque el ambiente está muy politizado e Íñigo se ha metido en algún problema, afortunadamente sin consecuencias, por negarse a saludar a la bandera roja y a gritar «Gloria al Partido Comunista de la Unión Soviética», que es lo que tienen que hacer nada más levantarse y justo antes de irse a acostar en la gran plaza que hay en medio del campamento.

– Es que yo soy español, tía Bimba, y no me da la gana decir esas cosas. Se pongan los rusos como se pongan. Bastante hago contestando Vsegdá Gotob (siempre listos), que es el saludo de los pioneros. Que no me den la lata, que soy vasco y se van a enterar.

La organización debe de ser bastante militar porque los niños cuentan que están organizados en batallones y que hacen prácticas para desfilar casi todas las tardes. También hacen simulacros de guerra nuclear y bacteriológica (no confundir) y ejercicios de supervivencia en grupo donde tienen que orientarse con una brújula y buscar su propia comida en el bosque. Según Íñigo ese día es de los que mejor comen porque acaban encontrando muchas frutas y bayas silvestres que están mucho más ricas que lo que les dan habitualmente. De vez en cuando van a un koljós o granja colectiva que hay cerca para ayudar limpiando campos de cultivo. Afortunadamente, no todo es guerra y trabajo. También juegan mucho al fútbol, al voleibol y al ajedrez, otra de las pasiones nacionales. Dos veces por semana proyectan cine al aire libre. Incluso han hecho una obra de teatro musical sobre la conquista de Berlín por las tropas soviéticas. Íñigo hacía de tanque, Mónica de enfermera (creo que era la sex symbol de la obra) y Gervasio de poste indicador donde ponía «Al Reichstag». Estaba un poco disgustado porque dice que siempre le tocan papeles poco lucidos en las obras de los colegios a los que va, pero se consolaba pensando que por lo menos no le habían puesto de soldado alemán, porque a esos los molían a palos en la escena. Qué lástima no haber podido verlos para sacarles una foto.

Cuando llegó la hora de irnos me dio mucha pena tener que dejarlos solitos en aquel enorme recinto rodeado de vallas. Encima de la reja de la entrada había un gran cartel. Tenía un águila dibujada y Luis me explicó que el campamento se llama Arleonak, que quiere decir «aguiluchos». Aquel pájaro con la palabra lager debajo me recordó a otros campos mucho más siniestros de no hace tanto tiempo y sentí un escalofrío de mala madre mientras los niños se alejaban por el camino central del recinto.


Aquel fue el primero de los dos años en los que Mónica, Íñigo y yo estuvimos en el campamento de pioneros. Como solía pasar en ese socialismo con infinidad de castas, los niños, las actividades o el grado de adoctrinamiento no tenían nada que ver de un campamento a otro.

Al primero que fuimos iban los hijos de altos funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores o de diplomáticos. Cuando teníamos discusiones políticas con alguno (sí, ya sé que puede parecer un poco repipi tener este tipo de conversaciones a esa edad) le preguntábamos:

– ¿Cómo puedes decir que éste es el paraíso de la libertad si la gente ni siquiera puede salir del país?

– ¿Qué tontería es ésa? -nos contestaba Sacha, por ejemplo, mirándonos con suficiencia mientras se apartaba el flequillo con un soplido-. Yo he vivido con mi padre tres años en Washington. Dicen que en Estados Unidos todo el mundo es libre, pero en realidad está lleno de delincuencia, la gente tiene miedo de salir a la calle, hay drogas por todas partes y nuestros hermanos de color están oprimidos. ¿Dónde está la libertad?

También utilizaban de vez en cuando argumentos de captación parecidos a los de algunas sectas cristianas.

– ¿Sabes que Lenin también era niño como nosotros? -decía Volodia, señalando su insignia de los pioneros, donde aparecía Vladimir Illich lleno de encajes y bucles dorados como si fuera el niño Jesús-. Era un niño ejemplar aun antes de saber cuál iba a ser su misión en la vida. A lo mejor te pasará a ti lo mismo.

Por el contrario, y quizá por un error de los funcionarios del UPDK encargados de decirnos con quién debíamos y con quién no debíamos mezclarnos, nuestro segundo campamento fue mucho más relajado. La comida era igual de mala o peor, pero los niños eran hijos de funcionarios de bajo nivel del Ministerio de Industria y eran eso, niños, y no propagandistas pigmeos. Incluso se contaban chistes infantiles que hubiesen matado de un soponcio a los catequistas del otro pionerski lager: está Brezhnev preparando el discurso de inauguración de las olimpiadas de Moscú de 1980. «Oooh, oooh, oooh, oooh, oooh.» Se acerca su secretario, mira el discurso y le dice: «Camarada Brezhnev, esta parte no hace falta que la lea. ¡Son los aros olímpicos!».

Y nos tronchábamos de la risa. Y jugábamos al fútbol. Y a la botella.

Y allí me enamoré por primera vez. De Danuta, pionera polaca de intercambio, de larga melena rubia y unos inmensos ojos azules. Fue un gran verano.

INFORMACIÓN CONFIDENCIAL

Son días de una gran incertidumbre y tristeza. Hace poco menos de una semana nos llegó la noticia por télex de que hubo un golpe de Estado en Uruguay. Hemos intentado contactar telefónicamente con parientes y amigos pero la comunicación desde acá es muy complicada. Sólo recibimos un llamado del ministerio indicándonos que debemos transmitir normalidad a las autoridades soviéticas y al resto de la comunidad diplomática de Moscú. No nos aclararon mucho más. Luis estuvo hablando con compañeros destinados en otras ciudades europeas, pero ellos tampoco saben nada. Por lo que nos contaban las cartas de amigos y parientes y por lo que decían los diarios uruguayos sabíamos que la situación era complicada, sin embargo, no esperábamos que esto llegara a pasar. ¡Qué difícil es valorar estas cosas a miles y miles de kilómetros de distancia! Por mucho que te cuenten nunca te podes hacer una idea exacta de la situación. La gravedad de la crisis económica de los últimos años, la guerrilla de los Tupamaros y la ineficacia del gobierno han acabado con la tradicional convivencia pacífica de nuestro pobre paisito. El 27 de junio el presidente Bordaberry, junto con los militares, disolvió las cámaras y poco después ilegalizó los sindicatos. Por lo que parece, el Partido Blanco, al que pertenece Luis, se ha declarado en contra, así como el Frente Amplio, la coalición de izquierdas. En el partido del Gobierno, el Colorado, hay una gran división. Luis está muy deprimido. Él cree que esto es el comienzo de un período de persecución política y que no va a resultar fácil alejar del poder a los militares después del protagonismo que habían asumido en los últimos tiempos de lucha contra los Tupas. Luis se sigue sintiendo un político por encima de todo y cree que cualquier limitación de las libertades públicas en nuestro país puede ser desastrosa. Por otro lado, no sabe cómo va a representar a este nuevo gobierno ni qué es lo más correcto en estas circunstancias.

Ayer, para levantarle el ánimo, y aprovechando que era sábado por la noche, reservé mesa en uno de nuestros restaurantes favoritos, el Berlín, para ir a cenar con los chicos, que están a punto de volverse a Madrid después de su aventura en el pionerski lager.

Cuando salimos de casa, y a pesar de ser casi las diez, era completamente de día. Estamos en la época de las noches blancas, y se puede decir que la luz solar nos ilumina durante las veinticuatro horas aunque, a diferencia de Leningrado, acá hay más o menos un par de horas de semipenumbra. Teniendo en cuenta que venimos de un primer invierno moscovita en el que descubrimos que amanece a las once de la mañana y anochece a las tres de la tarde, esta época del año te abre el corazón. Es el contraste entre la ciudad oscura y dormida bajo la nieve y las calles llenas de gente hasta la madrugada. Unos en los bancos públicos hablando con los vecinos, otros merendando en un parque con su familia o simplemente paseando por las grandes avenidas como si fuera mediodía. Todo se llena de color, el verde de los árboles, el rojo de las amapolas, la ropa de la gente, y Moscú parece una ciudad menos gris y casi habitable. Esta ausencia de noche nos tiene sumidos en un estado de vigilia permanente. Parece antinatural meterse en la cama con el sol dándote en la cara (aquí las persianas son un artefacto del todo desconocido) y sólo dormimos dos o tres horas. Ahora mismo son las cuatro de la mañana y en casa cada uno seguimos con nuestra rutina habitual de cualquier tarde. Yo escribiendo este cuaderno, Luis leyendo en el patio y los niños jugando alrededor. Con lo que a mí me gusta dormir, estoy deseando ir de vacaciones de verano a España para, al fin, descansar.

Es una lástima que no haya restaurantes con terraza en Moscú para aprovechar esta luz. Quizá les parecerá decadente a las autoridades. La otra noche (es un decir), estuvimos en el restaurante giratorio de la torre de la televisión y era impresionante ver la ciudad iluminada por esta luz que parece de día y no lo es. Todo se tiñe de un extraño color amarillento, como si llevaras lentes de sol. La atmósfera se vuelve irreal. Eso sí, el restaurante no vale gran cosa. Los rusos dicen que es el más alto del mundo (para la propaganda todo lo de acá es lo más grande, chico, potente, pesado o lo que sea, del planeta) porque está construido en el último piso de esa torre de comunicaciones, pero la comida es realmente pavorosa. Dan ganas de saltar al vacío desde arriba.

El Berlín, en cambio, es un local anterior a la Revolución y conserva algo de su antiguo encanto, con sus grandes espejos, candelabros y frescos del siglo XIX. Nos sentimos a gusto allí. Cuando llegamos, en la puerta tenían colgados los sempiternos letreros de los restaurantes en este país: Mesto net (completo) y Restaurant zacrit (cerrado). Este último lo ponen siempre, aunque haya doscientas personas comiendo. Al entrar nos golpeó el aire caliente y el olor a humanidad. La gente cantaba, aplaudía, reía enseñando sus fundas metálicas y de oro. Las sonrosadas caras nos miraban amistosamente. Acá cuando salen es para disfrutar y beber, beber como cosacos. Y no se puede perder tiempo porque a las once se cierra el grifo.

El maître, que ya nos conoce de otras veces, nos recibió muy amablemente, lo cual, después de llevar varios meses seguidos en la Unión Soviética, choca un poco. El trato educado tiende a ser visto como un valor burgués y decadente y muchos empleados en sitios públicos se esfuerzan en demostrar su adhesión al socialismo tratándote como un trapo. Es muy curioso, pero cuando uno llega a conocer a esas mismas personas fuera del trabajo, muchas veces sorprenden por su amabilidad, calor humano y buena disposición para lo que se les pida, siempre y cuando no estén en una cola de algo, claro. Una más de esas contradicciones fascinantes de los rusos.

En la mayoría de los restaurantes soviéticos, la carta es bastante similar y monótona. Además, la mayoría de los platos, a pesar de figurar en el menú, jamás está disponible, con lo que las opciones se limitan enormemente. Al final todo suele reducirse a borsch (sopa de remolacha con nata); caviar con blinis; sakuski (unos entremeses compuestos habitualmente por arenques ahumados, repollo, pepino y embutidos variados), julienne (unas cazuelitas con un guiso de pajaritos y hongos que yo nunca me atreví a tomar por lástima hacia las pobres aves), strogonof y pollo a la Kiev. Esto fue lo que pidieron los chicos porque es su plato favorito. Luis y yo pedimos un pescado que nos recomendó el maître, más que nada por salir de la rutina. Normalmente intentamos no pedir pescado en verano porque a menudo hay cortes de luz y nos da miedo que esté estropeado, pero en el Berlín hay un pequeño estanque en medio de la sala y los sacan del agua delante de nuestros ojos.

Una vez pedidos los platos, nos olvidamos completamente de la comida, como hemos aprendido a hacer desde que vivimos en la URSS. Los rusos no van a los restaurantes a comer, sino a beber vodka, charlar y pasar el rato, así que el primer plato suele tardar más de una hora en llegar, para que los amigos tengan tiempo de contarse sus cosas sin distracciones, aunque me imagino que esto también debe de ser una excusa de los cocineros, que no son precisamente ejemplo de la productividad soviética.

Aunque yo pretendía no hablar mucho del tema del golpe en Uruguay y de la incertidumbre que nos genera, a Luis le resulta bastante difícil hablar de otra cosa. Cuando nos quisimos dar cuenta, ya había pasado hora y pico y estaba llegando nuestra comida. Forré a los niños de servilletas para que no se mancharan con el pollo a la Kiev. Está relleno de mantequilla fundida y siempre que se pincha por primera vez sale un chorro a presión con trayectorias imprevisibles y consecuencias normalmente desastrosas.

Probé un poco y estaba delicioso. Es el plato estrella de la cocina rusa y en el Berlín les sale estupendo. Siempre me había preguntado cómo hacían para sellar la mantequilla dentro de la pechuga y que no se saliera. Como el maître estaba tan amable le dije si me podía conseguir la receta, cosa que pareció ponerlo algo nervioso. Al cabo de un rato le dijo a Luis al oído que fuera a reunirse con el cocinero en el cuarto de baño de caballeros. Allí, éste le pasó disimuladamente un papel con la receta y Luis le dio unos rublos. No sé qué hubiese pensado Graham Green de este intercambio de información tan altamente confidencial…

Como estábamos entretenidos con todo este complot, no nos habíamos dado cuenta de que los niños se habían adueñado de la botella de vino búlgaro «Sangre de Toro» que habíamos pedido. Gervasio balbuceaba cosas inconexas e Íñigo se había quitado un zapato y lamía la suela con gran deleite. Aunque a esas alturas la mayoría de los clientes del Berlín estaban entonando ya canciones patrióticas, sin duda había llegado el momento de irnos, eso sí, con nuestro preciado secreto en una hoja de papel.


POLLO A LA KIEV (KOTLETA PA KIEVSKl) DEL RESTAURANTE BERLÍN


Ingredientes

(para 8 personas)

8 pechugas de pollo con el hueso del ala

200 g de harina

5 huevos

400 g de pan rallado

aceite para freír

sal y pimienta

300 g de mantequilla

4 dientes de ajo

perejil


PREPARACIÓN

Pedir al carnicero las pechugas con el hueso del ala incluido. Cortar la mantequilla en ocho trozos iguales, dejar que se ablande un poquito y amasarla con el ajo picado muy finito, el perejil, la sal y la pimienta, dándole una forma alargada, como una croqueta. Envolver cada pedazo en papel vegetal o de aluminio y guardar en el congelador.

Separar la carne del hueso del ala. Debe quedar un poco suelto de la pechuga, pero no del todo. Quitar grasa y piel. Con un cuchillo afilado sacar un filete de la carne de la pechuga y reservarlo. Luego hacer una incisión para abrir la pechuga como si fuera un libro. A continuación, aplanarla con un mazo de cocina y dejarla especialmente fina en los bordes. Tener cuidado de no desgarrar el hueso del ala. Hacer lo mismo con el filete que se ha sacado antes.

Poner en el centro de la pechuga aplanada uno de los trozos de mantequilla congelada. Cubrir la mantequilla con los faldones de la pechuga por arriba y por los dos costados para que quede bien cerrada. Introducir el hueso del ala en la mantequilla como si fuera un mango. Coger el filete reservado y enrollarlo sobre el hueso del ala y el rulo con la mantequilla dentro. Es muy importante que quede bien apretado para que al cocinar la pechuga no se salga la mantequilla.

Batir los huevos en un bol. Pasar los rulos primero por el huevo, después por harina y después por pan rallado. Volver a cubrir con huevo.

En una sartén calentar el suficiente aceite para cubrir la mitad de las pechugas. Dorar a fuego medio.

Sacar las pechugas y cocerlas en el horno precalentado a 200° C durante unos 15 minutos. Ponerlas sobre papel absorbente para eliminar el exceso de grasa y servirlas con arroz, verduras y champiñones.

EXILIADOS DEL PALADAR

«Señora, bienvenida a las tinieblas.» Con estas reconfortantes palabras me recibió Luisa, nuestra ama de llaves cuando volví a Moscú después de las vacaciones y unos días en Madrid solucionando temas de estudios de los chicos y visitando a Carmen. Me dijo esto mientras me entregaba un sobre de correos que contenía mi ropa interior limpia. Sí, en un sobre de correo aéreo, una costumbre suya que aún no he llegado a descifrar. Aunque sólo estamos a mediados de septiembre, llueve sin parar y la ciudad ya se ha vestido de un gris otoñal bastante deprimente. La idea de tener todo un invierno por delante acá resulta dura. Encima de que los días son cada vez más cortos y oscuros, este curso Gervasio e Íñigo se quedan en España y sólo está con nosotros Dolores, y a veces Mercedes. Además, la incertidumbre sobre la situación en Uruguay después del golpe hace que tengamos la moral un poco por los suelos.

Afortunadamente, Luis se ha quedado en Moscú todo el verano, a la espera de los acontecimientos, porque los militares han destituido a los diplomáticos destinados en el exterior utilizando las más retorcidas excusas, entre ellas acusarlos de homosexuales o ladrones, o bien llamar de forma aleatoria una noche cualquiera de agosto para ver si están en sus puestos. Con este sistema han mandado a varios compañeros a casa. Claro que todo esto tiene poca importancia comparado con lo que está pasando en el país. Parece que están deteniendo a mucha gente y los que consiguen salir de la cárcel hablan de palizas y torturas. Lo peor es que no se sabe si esto va a ser un período corto o si los militares se van a acomodar en el poder.

Nosotros acá tenemos que volver a enfrentarnos a nuestra realidad de todos los días aunque, como en la vida la veteranía es un grado, contamos con la ventaja de que ya es nuestro segundo año en la Unión Soviética y estamos más asentados. Mercedes y Dolores tienen ya buenas amigas entre sus compañeras de clase en el colegio, pero hay alguna que no me gusta nada. Por ejemplo, esa Liuda Nestorvich, que con quince años va maquillada como un apache y dice todo el rato que se quiere casar con un extranjero (miro a Luis y me lo imagino pintándole las uñas de los pies a Liuda como en Lolita). Con las que se llevan mejor se llaman curiosamente igual y han pasado a ser conocidas como Liena la gorda y Liena la flaca. Dolores y Mercedes estuvieron mucho tiempo invitándolas a merendar a casa y ellas nunca querían venir. Las niñas insistían e insistían y las otras ponían siempre excusas, hasta que un día finalmente vinieron. Yo les había preparado una buena merienda con las pocas exquisiteces que pude ir encontrando en la despensa: galletitas danesas, chocolates suizos y un poco de mazapán español. Cuando llegaron les ofrecí una Coca-Cola. La flaca miró toda asustada el vaso. La gorda, encantada, se disponía a beber un generoso trago cuando la otra le dio un golpe y le dijo:

– ¡Liena! ¿Qué vas a hacer? ¡Esta gente nos quiere envenenar con este inmundo líquido marrón!

Nos llevó un buen rato convencerla con varias demostraciones de que aquello se podía beber y que, incluso, estaba bueno. Ya confiadas, atacaron los comestibles como si fuera la última vez que iban a comer en su vida.

Sin embargo, y a pesar de que mis hijas intentaban darles conversación, las Lienas no salían de los monosílabos. Así estuvieron un buen rato hasta que se levantaron para irse. Yo me quedé preocupada por el fracaso de la reunión. Dolores las acompañó a la puerta y ya en la calle les preguntó si estaban enfadadas por lo de la Coca-Cola o qué les pasaba.

– Mira, Dolores -dijo la gorda-, llevo mucho tiempo evitando venir a tu casa porque mi padre es el encargado de escuchar las conversaciones de vuestra embajada, así que se va a enterar de cualquier cosa que diga yo aquí y luego me echa la bronca por hablar demasiado.

La verdad es que aunque ya estamos muy acostumbrados a las escuchas, cosas como éstas siguen impresionándonos.

También hay una niña con una cara muy dulce, rubita y con unos ojos azules tristes que se llama Marina Chistikova. El otro día le comentó a Mercedes así, como quien no quiere la cosa, que estaba deseando que se muriera su abuela. Ante la cara de incredulidad de nuestra hija, su compañera le aclaró que en el apartamento de dos habitaciones de sus padres vivían siete personas y que ella llevaba compartiendo cama con su abuela desde los dos años y que no podía más. Al colegio al que van Mercedes y Dolores sólo asisten hijos de funcionarios soviéticos de un cierto nivel. No quiero ni pensar cómo vivirán los otros.

Por otro lado, las niñas también han hecho bastantes amigos a través de la Embajada norteamericana. Éste es el punto de encuentro de los hijos de diplomáticos de los países no socialistas porque tienen un cine donde proyectan las últimas películas y porque los marines encargados de la seguridad del recinto organizan fiestas muy divertidas con montones de hamburgers, hot dogs y esas cosas que les gustan a ellos. Están haciendo amigos de todas partes: Pakistán, Indonesia, Perú… El caso es que la juventud no para, como en todas partes del mundo. Menos mal, porque no sé qué harían todo el día en casa, sobre todo en este país donde la televisión es soporífera. En las pocas series extranjeras que ponen, que no están dobladas, sale un locutor ruso haciendo las voces de todos los personajes encima de la locución original en inglés, con lo cual no se entiende ni una cosa ni la otra.

Nuestra vida social, en cambio, es muchísimo más relajada que en Madrid. Los dirigentes de la Nomenklatura hacen vida completamente aparte del resto de los mortales y ni siquiera se los ve en el ballet o la ópera. Tan aparte viven que incluso tienen su propio carril en las grandes avenidas de Moscú para no tener que esperar ni en los semáforos. Por no mezclarse no se mezclan siquiera entre ellos. Según me contaba Luis, en el último congreso del Partido Comunista había hasta cuatro salas distintas para los delegados de diferente rango y no se relacionaban unos con otros bajo ningún concepto. Por su parte, los embajadores sólo suelen organizar recepciones en las festividades oficiales de cada país, pero a menudo hacen pequeñas reuniones con la gente con la que se llevan bien. El ambiente opresivo de esta ciudad hace que rápidamente se creen relaciones de mucha confianza con los nuevos amigos. Estas reuniones acostumbran tener la comida como excusa: «Vengan a mi casa, que me ha llegado un foie/un jamón serrano/un salami/un lo que sea muy rico». Andamos todos un poco obsesionados con el tema de la comida porque acá no se puede bajar sin más a comprar a la tienda lo que te gusta. Conseguir alimentos es un proceso siempre complicado y muchas veces lleno de aventuras. Los diplomáticos más envidiados son los norteamericanos, porque tienen su propio supermercado con los mismos productos que encontrarían en su país. El otro día logré colarme para bichar un poco y me quedé con la boca abierta, como un niño en Disneylandia. Había de todo y, aunque yo no soy muy fan de la cocina norteamericana, me sentía como una mendiga ante el escaparate de una pastelería, porque allí sólo aceptan unos bonos especiales para el personal de la embajada.

Poco a poco, vamos creando nuestro círculo de amistades. Frecuentamos sobre todo al embajador de Argentina, al encargado de negocios de Colombia y al corresponsal del periódico comunista uruguayo, que se ha quedado sin trabajo tras el golpe. El periodista y su mujer son una pareja encantadora y tienen una montonera de hijos. Luis y él se ven muchas tardes para tomar mate y charlar de lo que pasa allá, aunque a veces, cuando me pongo a escuchar de qué hablan, no es de política precisamente.

– ¿Te acordás de los panchos de la Pasiva? Parecen que son frankfurters como los de cualquier lado, ¡pero no tienen nada que ver, che!

– Yo me muero por uno de esos sandwiches finitos como una hoja de papel del Emporio.

– O un chivito de esos que ponen en Dieciocho y Ejido…

Los colombianos son también muy divertidos y ella cocina maravillosamente bien. Muchas veces vamos a su casa y nos sentamos en la cocina, mientras ella va preparando platos que se le van ocurriendo sobre la marcha y recordando también cosas ricas que hemos comido en distintos sitios.

– ¿Hay algo más delicioso que esos cruasanes calentitos y recién sacados del horno de las panaderías de París?

– ¿Y esos panini de salami tan deliciosos que ponen en Roma, al lado de la Piazza del Popolo?

– No se olviden de los huevos estrellados de Casa Lucio de Madrid.

Y así podemos estar horas y horas. Creo que nunca en mi vida he hablado tanto de comida. Es una nostalgia constante y latente la que sentimos todos los extranjeros que vivimos en Moscú. En cuanto nos descuidamos estamos volando con la imaginación a un restaurante, una pastelería o un supermercado de Occidente. Como dice Jaime, nuestro amigo colombiano, somos exiliados del paladar. Aunque con él es mejor hablar de gastronomía, porque se está convirtiendo en un furibundo anticomunista y me da miedo que acabe metiéndose en problemas. Ha bautizado a su perro Lenin y anda todo el día diciendo las mayores barbaridades, sin importarle los micrófonos. Quizá yo estoy demasiado paranoica y sea excesiva mi costumbre de salir al patio o ir al baño y tirar de la cadena para hablar de según qué cosas, pero creo que tampoco hay que meter constantemente los dedos en el enchufe.

– ¿Han visto ustedes alguna vez a alguien más feo que Brezhnev? Probablemente sólo su esposa. ¡Qué mujer tan ordinaria!

– Jaime, déjate de Brezhnev. ¿Por qué no me das uno de esos aguacates que tenes guardados como si fuera la herencia de tu abuela? -le digo para cambiar de tema.

Y es que, como Luis anda medio mal de pelo, Jaime le ha revelado su receta secreta para no quedarse calvo: hacer todas las mañanas el pino sobre un aguacate podrido. La verdad es que el colombiano tiene una cabellera magnífica, negra azabache y bien tupida, pero, con lo que yo echo de menos un buen guacamole, si yo me encontrara un aguacate en este país olvidado de la mano de Dios, lo último que se me ocurriría sería esperar a que se pudriera para que mi marido se lo untara en el pelo. ¿De dónde sacará este hombre tantos aguacates para su tratamiento? Algún día le retorceré el brazo para hacerle confesar su secreto.

ARTE EN EQUILIBRIO

A través del embajador de Venezuela, Régulo Burelli, hemos entrado en contacto con el mundo de los disidentes soviéticos. Aunque viste horriblemente mal, el embajador es un hombre de una enorme cultura que recita a los clásicos de memoria, habla ocho o nueve idiomas y es un poeta bastante renombrado en su país. Por desgracia, cuando sufrió persecución política y cárcel allá, le cortaron la punta de la lengua y se le entiende bastante mal cualquier cosa que diga. Yo a veces no sé muy bien en qué idioma habla. El caso es que Régulo se ha convertido en protector de artistas como el poeta Limonov, y en su casa conocimos a un grupo de pintores con los que hicimos buena amistad. Pronto empezaron a invitarnos a sus estudios y a sus reuniones. Las autoridades soviéticas permiten a regañadientes los contactos de los extranjeros con intelectuales disidentes siempre y cuando no se trate de adversarios de primera fila como el físico Sajarov, al que tienen casi incomunicado. Se teme que se le estén aplicando «terapias psiquiátricas de reeducación» en algún manicomio, el tratamiento que se dispensa ahora a los opositores recalcitrantes en vez de mandarlos a Siberia. Afortunadamente, nuestros nuevos amigos no entran dentro de esta categoría. La primera casa a la que fuimos invitados fue la de Vassili Sitnikov, un raro honor, según nos contaron, porque este pintor tiene fama de temperamental, excéntrico y un poco chiflado. Desde el principio te ama o te odia.

Sitnikov vive en un viejo edificio de apartamentos, como tantos y tantos que hay en Moscú, pero su casa es una de las más insólitas y desconcertantes que he visto en mi vida. Primero la mugre. Una mugre compacta, integral: polvo, vasos rotos, cacerolas llenas de moho, todo desparramado en un gigantesco caos. Y luego los iconos. Miles y miles. La casa entera tapizada desde el suelo hasta el techo de imágenes religiosas que este pintor ha ido recogiendo a lo largo de los años. Son pinturas realizadas sobre madera y a veces llevan chapas metálicas para proteger la obra y enriquecerla con coronas y piedras semipreciosas. Hasta sobre la plancha de la cocina había unos trípticos de metal esmaltado y el horno estaba lleno de san Jorges, Cristos y Vírgenes. También en el cuarto de baño, dentro de la bañera, en las puertas, en la despensa. Iconos pequeños y grandes, valiosos y baratijas e incluso algunos de principios de siglo con propaganda comercial. Un auténtico museo en cincuenta metros cuadrados. La pinta de nuestro anfitrión tampoco desmerecía el sorprendente decorado: pantalones llenos de rotos, zapatos sin calcetines, camiseta con enormes quemaduras de cigarrillos y en la cabeza el ala de un sombrero negro al que le había recortado la copa.

A aquella reunión en este abigarrado escenario habían acudido otros artistas barbudos y unas cuantas chicas, algunas de ellas pintoras. Sitnikov también había invitado a varios diplomáticos y corresponsales extranjeros. El ambiente estaba cargado de humo y circulaban de mano en mano varias botellas de vodka casero, ya que para los rusos es difícil conseguirlo en las tiendas. El gobierno tiene muy racionado el suministro de bebidas alcohólicas para frenar la irresistible tendencia que tiene la población a emborracharse a la mínima ocasión, hasta el punto de que en las farmacias no se vende alcohol de noventa grados para que la gente no se lo beba. Los rusos son un pueblo excesivo en todas sus facetas: si beben, beben mucho, si ríen, ríen mucho, si lloran, son los que más lloran. Quizá por eso me caen tan simpáticos.

Si uno va a casa de un ruso es costumbre llevar siempre comida o bebida. Nosotros habíamos llevado un par de tortillas de patata que había hecho Luisa y unas cuantas botellas de vino que desaparecieron rápidamente entre la muchedumbre. A cambio empezaron a llegarnos algunos platos con zakuski (los famosos entremeses, en esta ocasión deliciosos: esturión ahumado, setas en vinagreta, salmón), salchichón y piroski, que son una especie de empanadillas rellenas de carne o de lo que se quiera. Como pasa con el borsch, hay casi tantas recetas de pasta o relleno de piroski como habitantes de este inmenso país.

Estuvimos casi todo el rato hablando con Rukhin, un gigante pelirrojo de treinta y pocos años, de larga barba y melena ensortijada. Es uno de los pintores más combativos contra el realismo soviético. Por otra parte, es un hombre muy educado, casi ceremonioso, lo cual es muy extraño en este país donde ya sabemos que esas cosas son consideradas valores burgueses y hay una tendencia a tratar al prójimo con la debida rudeza socialista.

Nos contó que está teniendo muchos problemas últimamente: varias veces le han apedreado las ventanas de su casa en Leningrado; a su mujer la han amenazado desconocidos en el metro y siempre hay agentes de paisano que lo siguen cuando viene a Moscú. Pero todo esto a él no parece importarle mucho. Es una persona que considera que tiene una misión, y transmite sus ideas y su arte apasionadamente con gran energía.

– Otros se esfuerzan en buscar mensajes que subliminalmente critiquen el sistema -decía Rukhin-. Nuestro anfitrión Sitnikov suele pintar iglesias ortodoxas para reivindicar la libertad de culto. Sin embargo, mis cuadros pretenden impactar direc-ta-men-te en las conciencias -decía golpeándose la palma de la mano con su enorme puño-, mire mi obra Borrachera rusa, que precisamente tengo aquí mismo.

Sacó una tela de detrás de un montón de iconos apilados como si fueran guías de teléfonos viejas. Estos artistas contestatarios siempre aprovechan las reuniones con extranjeros para llevar sus obras y mostrarlas, porque somos sus únicos clientes posibles. Aquel cuadro era un revoltijo de cristales de botellas rotos pegados al lienzo, una composición de gran fuerza. Luis arrugó la nariz como diciendo: «¿Qué cuerno es esto?».

– Como ve -explicó-, he intentado transmitir ese lado animal, ese lado que nadie puede domesticar de nuestro pueblo y que nos sale de dentro cuando bebemos. Yo quiero que tengamos libertad para todo. Para emborracharnos también -casi nos gritaba para hacerse oír por encima del gentío, mientras nos servía otro copazo-. Beban, beban, que este vodka es bastante bueno. La destilería clandestina de mi amigo Dimitri es de las mejores. Ya saben ustedes lo difícil que es conseguir aquí buen vodka. Las mejores marcas, como Stolichnaya y Moscoskaya, son sólo para extranjeros, y el resto está racionado. Muchas veces no nos queda más remedio que hacerlo en nuestro propio baño.

Yo, conociendo las condiciones higiénicas de las casas rusas, miraba mi vaso al trasluz esperando encontrarme en cualquier momento unos pelos o algo peor.

– Sí, el vodka es algo indisociable de nuestra identidad -continuó nuestro rubicundo interlocutor apurando directamente de la botella-. Sin él, no podríamos vivir. Eso fue lo que les dijo Vladimir el santo a los enviados musulmanes que, por allá en el año 2000, pretendían convertirlo al islam, y con él a todos los rusos. «Cuanto más bebo más fuerte me siento. Por eso bebo, porque busco en la bebida compasión y sentimiento», decía el gran Dostoievski en Crimen y castigo. Además, bebiendo ayudamos al Estado -dijo con ironía-. El año pasado ingresó por impuestos sobre el vodka veinte mil millones de rublos, más que nuestro presupuesto de Defensa. Por eso me consuela que este vodka sea casero. Con mi borrachera no comprarán tanques ni misiles. Pero… ¿qué hacen con el vaso vacío? Beban un poco más. Ya saben que si queda alcohol después de una fiesta es mala suerte para el anfitrión.

Huyendo de aquel hombre para no acabar como cubas, nos pusimos a hablar con Oscar Rabin, líder del grupo Lianozovo de artistas disidentes. De repente, uno de los pintores, al que no conocíamos, abrió bruscamente una de aquellas grandes ventanas. El viento helado que entraba levantó airadas protestas entre el público. Era tarde y la gente iba ya bastante cargada, incluida yo, que estoy poco acostumbrada al licor de destilería clandestina. El tipo en cuestión se subió al vano de la ventana (estábamos en el cuarto piso de una casa que era antigua y tenía techos altos), se puso de puntillas en el marco y, con los talones en el vacío, haciendo equilibrios, pidió una botella de vodka llena hasta arriba. Mientras Luis intentaba detener aquella locura con pinta de apuesta, la concurrencia (incluida yo misma, aunque me cueste recordarlo) jaleaba al insensato.

¡Dabai, dabai! -que es el equivalente a nuestro «¡Dale, dale!».

El individuo saludó a la concurrencia y empezó a beber a morro mientras se tambaleaba peligrosamente y alzaba la otra mano para que todo el mundo viera que no se estaba sujetando.

¡Dabai, dabai!

Bebía y bebía, con la espalda arqueada sobre el vacío. Aquellos instantes me parecieron eternos y fuera de la realidad. De repente los vapores del vodka se me bajaron a la planta de los pies. Empecé a sudar y me aferré al brazo de Luis como si fuera a caer yo también por un precipicio.

¡Dabai, dabai!

Finalmente, el desgraciado aquel separó la botella de los labios, la giró boca abajo triunfante para que todos viéramos que estaba vacía y la estrelló contra el suelo del salón con todas sus fuerzas.

– ¡Hurra, hurra! ¡Slava gueroya sovietskovo soyuzal -«Viva el héroe de la Unión Soviética», aullaban con placer los rusos celebrando la hazaña.

Entonces fui yo la que agarró una botella, le di un trago largo para no caerme redonda y le pedí a Luis que me llevara a casa antes de que de verdad empezaran a caer pintores por la ventana.

LA SERPIENTE DE ORIENTE

Vino la Navidad y como vino se fue, pero la de este año tardaremos en olvidarla: hicimos un crucero por Extremo Oriente con toda la familia, incluidos Íñigo y Carmen (embarazada de seis meses) y Rafa, su marido.

Primero volamos a Jabarovsk, una ciudad al este de Siberia, rodeada de una inmensa llanura helada. Ya estamos acostumbrados a lo peculiares que suelen resultar los vuelos en la URSS, aunque esta vez superamos lo previsible: el avión iba lleno de gente que viajaba con ovejas, pollos o cabras. Aparentemente los moscovitas aprovechan el viaje para ganar unos rublos vendiendo estas cosas allá, donde son muchísimo más caras que en la capital, pero la verdad es que no resulta agradable viajar con tanto animal. Por si fuera poco, al rato de salir de Moscú el avión empezó a moverse bastante. Los pasajeros pasaron rápidamente del verde al amarillo y de ahí a la vomitona colectiva de todo ser viviente, incluidos los animales. Así estuvimos casi todo el vuelo, que dura unas ocho horas. Gervasio estaba indignado porque, con la manía que les tiene a los animales, la vieja del asiento de al lado lo cargaba con su gallina cada vez que tenía que agarrar la bolsa para vomitar. Íñigo, mientras tanto, iba contando las vomitonas de la señora: odin, dva, tri, chitiri, así hasta veintitantas. Fue un alivio cuando pudimos bajarnos de aquel avión en Jabarovsk. El sol brillaba en un cielo despejado de nubes y el termómetro del aeropuerto marcaba ¡cuarenta grados bajo cero! Ya en Moscú habíamos tenido algunos días de treinta y cinco bajo cero, en los que los niños no iban al colegio porque las clases se suspenden cuando la temperatura llega a veinticinco grados bajo cero, pero aquel era un frío aterrador. En un instante, el frente de los gorros de piel que llevábamos se puso completamente blanco por nuestro aliento, que se congelaba según salía. ¡Los chicos decían que se les congelaban los mocos! Íñigo y Gervasio empezaron a lanzar escupitajos que se convertían en bolitas heladas antes de llegar al suelo. Al final les dije que dejaran de hacer chanchadas porque ya habíamos padecido suficientes asquerosidades en el vuelo.

Jabarovsk es la típica ciudad rusa moderna, sin mucho interés, pero, como no se puede volar directamente a Najodka, nuestro puerto de salida, teníamos que hacer parada ahí para tomar el tren. Está atravesada por el famoso río Amur (eso dice Luis, porque yo no lo conocía de nada) y bajamos a dar una vuelta sobre su superficie completamente helada. Era impresionante ver las olas petrificadas y a un numeroso grupo de hombres que, después de abrir un agujero en el hielo y armados con un simple sedal, se dedicaban alegremente a pescar. Debían de llevar horas allí. Como decía no sé qué torero, «hay gente pa tó». Dolores le robó un pescado a uno de aquellos perseverantes y empezó a pegarles a los más chicos en la cabeza con aquella improvisada y congelada arma hasta que los pescadores se dieron cuenta de la maniobra. Tuvimos que salir de allí casi corriendo ante la indignación popular.

Como a Jabarovsk no deben de llegar muchos diplomáticos extranjeros, el alcalde nos organizó una cena oficial muy a nuestro pesar porque, después del vuelo que habíamos tenido, sólo queríamos dormir. Nos llevaron a un gran comedor del ayuntamiento donde tenían preparadas toneladas de comida. Curiosamente, excepto el borsch, el resto de la cena era casi toda fría, incluyendo unos grandes boles de ensalada de invierno, que es como llaman acá a nuestra ensalada rusa de toda la vida. Tiene ese nombre porque dicen que sus ingredientes se cosechan en esta época del año, aunque yo no veo que con este tiempo pueda cosecharse nada de nada. Lo cierto es que estaba bastante rica porque le ponen alcaparras, que le dan un sabor muy original. El borsch también estaba exquisito y, como no había mucho más de qué hablar, lo alabamos especialmente. A los rusos les encanta discutir sobre cuál es el mejor. Que si el borsch de la abuela Galina tiene menos cebolla, que si la tía Sonia le pone más tomate y así hasta la extenuación. Después, como siempre, vinieron los brindis.

– Por la amistad de los pueblos uruguayo y soviético.

Vodka para adentro.

– Por los líderes de nuestros grandes países.

Vodka.

Y otro, otro y otro más. Al cabo de unos cuantos tragos la cosa empezó a degenerar.

– Para que los huracanes con nombres de bellas mujeres no asolen su país.

– Por las vacas uruguayas.

Preferimos no sentirnos aludidas.

Cuando llegamos a «Por nuestras heroicas madres» le hice una señal a Luis porque aquello corría riesgo de no tener fin y Gervasio e Íñigo se habían quedado dormidos encima de la mesa. Al levantarnos, el alcalde se acercó y me dio un papel. Se trataba de la receta del borsch que tanto nos había gustado. Era la de su abuela y él se sentía muy honrado de compartirla con nosotros, que habíamos demostrado apreciarla.


BORSCH DE LA ABUELA DEL ALCALDE DE JABAROVSK


Ingredientes

(Para 6 personas)

1 remolacha cruda

500 g de repollo

2 cebollas

4 patatas

4 tomates

3 zanahorias

2 ramas de apio

perejil

mantequilla

1 cabeza de ajos

2 dl de nata para cocinar

sal y pimienta

huesos de pollo


PREPARACIÓN

Poner los huesos de pollo en 3 litros de agua fría. Hervir para hacer un caldo. Espumarlo.

Aparte, dorar la cebolla cortada muy finita en la mantequilla. Añadir la remolacha también cortada fina. Luego incorporarlo al caldo.

Agregar al caldo el repollo picado con un poco de perejil, las zanahorias cortadas en tiras y el apio picado. Salar.

Añadir los tomates pelados y cortados en trozos pequeños.

Dejar a fuego lento unas 2 1/2 horas.

Cincuenta minutos antes de finalizar la cocción, añadir las patatas cortadas por la mitad.

Un cuarto de hora antes de retirar la olla del fuego, añadir una cabeza de ajo picada (hay rusos que comen el ajo crudo mientras toman el borsch, pero esto me parece un peu trop). Si a esas alturas la sopa está muy líquida, espesarla con media cucharada de harina. Revolver para que no queden grumos.

Servir con nata líquida (o nata agria) por encima. Se acompaña con pan negro o piroskis.


Como ya dije, hay infinidad de recetas. En Ucrania, por ejemplo, al borsch se le añade carne. En otras regiones varían las verduras utilizadas o el tiempo de cocción para que éstas queden más o menos enteras y la sopa más o menos espesa. Me gustó así como nos la dieron. Es un plato que está muy rico recalentado.


En Jabarovsk tomamos el Transiberiano para llegar a Najodka. El tren está muy destartalado y no queda mucho del antiguo encanto que le suponíamos (menos la vajilla de loza que, increíblemente, era de la época de los zares), pero con el espectáculo de la luz de la luna reflejándose en la taiga blanca, las pequeñas cabañas de madera aquí y allá, con sus chimeneas humeantes, yo me sentía como en Doctor Zhivago, atravesando la estepa nevada con el traqueteo de fondo. El tren es, además, la única forma de llegar a nuestro puerto de embarque, porque está frente a Vladivostok, donde hay una importante base militar prohibida a los extranjeros, y por supuesto no está permitido sobrevolar el área. En el tren, las revisoras incluso nos obligaban a correr las cortinas cuando atravesábamos alguna de las ciudades que ellos llaman «secretas», o enclaves estratégicos que no quieren que los extranjeros conozcan. Un encanto, estas mujeres: con una leve inclinación de cabeza, en cuanto el tren se puso en marcha, nos sirvieron una primera ronda de té para entrar en calor y luego aparecían cada tanto con galletitas y cosas así.

Como nuestra ingenuidad no tiene límites, nos habíamos hecho la idea de que nuestro barco sería un lujosísimo trasatlántico, pero el Jabarovsk (bautizado como la ciudad) era bastante más parecido a un carguero soviético, aunque razonablemente limpio. Los camarotes eran espartanos, si bien el mío y de Luis, que se suponía que era el mejor, no en vano se llamaba kaiuta de luks, tenía un pequeño salón donde podíamos reunimos toda la familia. Los pasajeros eran en su mayoría japoneses y australianos y los chicos hicieron amigos rápidamente.

Lo peor del barco era, sin lugar a dudas y una vez más, la comida. Consistía sobre todo en farsh (una inmunda carne picada de no se sabe qué animal), repollo, pasta que servían toda pegoteada en bloques compactos y, de tarde en tarde y como gran manjar, algas, Íñigo y Gervasio sostenían que la comida del campamento de pioneros era aún peor, pero resulta difícil de creer. La única comida decente era el desayuno (siempre estábamos tres o cuatro de la familia esperando que abrieran el comedor a las siete de la mañana, tal era el grado de desesperación). Subsistimos los días que tardamos en llegar a Japón, nuestra primera escala, a base de las peladillas y turrones que Carmen había traído desde España para celebrar las navidades. Comí tanto del duro, del blando, del de yema, de las tortas imperiales y de todo el resto que creo que difícilmente los probaré nunca más.

Poco a poco, y a medida que íbamos navegando hacia el sur, el Jabarovsk fue desprendiéndose de su capa de hielo. Los días también se alargaban rápidamente.

Mercedes y Dolores tenían ya una larga fila de admiradores de ojos rasgados, pero su mejor amigo era un japonés que se llamaba algo así como Asahi Pentax. El muchacho estudiaba en Moscú y, según contó, volvía a Japón para casarse con una chica a la que no conocía. Mis hijas estaban mucho más intrigadas que él por saber cómo era la novia.

– ¿Cómo es que no la conoces? ¿No dices que es hija de unos amigos de tus padres? -le preguntaban.

– Sí, pero yo llevo años estudiando ingeniería en Moscú y no la he visto nunca.

– ¿Ni siquiera en foto?

– Foto pequeña. Mala calidad. No se veía mucho.

– ¿Y no te mueres de curiosidad? Es la chica que va a vivir contigo, con la que vas a tener hijos. ¡Yo no podría dormir de los nervios! -decía Mercedes.

– No tengo nervios. Lo que decida mi padre será lo mejor para mí. Seguro que es buena mujer.

Cuando nuestras reservas de turrones estaban ya en las últimas, por fin avistamos el puerto de Yokohama. Parecíamos los marineros de Colón, que, medio muertos de hambre, por fin divisaban los cocoteros de las playas americanas. Nos agolpamos todos en cubierta, listos para asaltar el primer supermercado que viéramos, pero las chicas estaban más pendientes de ver cómo era la famosa novia de Asahi. Desde el barco, mientras atracábamos, él nos señaló a sus padres y pudimos divisar a su lado a una japonesita monísima vestida a la moda occidental (y carísima). Desde luego, el traje de chaqueta que llevaba era de esos que me copia la modista de Madrid, y el bolso y los zapatos eran de Dior, doy fe, desde la cubierta se veían las D bien grandes. Despejada la incógnita y felicitándole por su buena suerte, nos separamos, pero cuando ya habíamos desembarcado pudimos ver el encuentro. Asahi y su prometida se saludaron primero con una inclinación de cabeza. Luego él se volvió hacia sus padres no sin antes haber cargado a su desconocida novia con las tres maletas que traía. Parece que muy románticos no son estos japoneses.

Llegar a un país civilizado después de estar mucho tiempo sin salir de Rusia es siempre un shock para nosotros. Somos como paletos que llegan del pueblo y se quedan deslumbrados por las luces de la gran ciudad. Incluso nos pasó cuando fuimos a Varsovia, a pesar de que también está en un país socialista. Allí me entró un ataque de compritis aguda, compré cuatro pares de zapatos de fiesta, tres gorros de piel y un abrigo, todo inservible, según Carmen. Dice que es peligrosísimo hacer compras en países semicomunistas. De vivir en Moscú, a uno se le deforma el gusto y acaba encontrando lindas cosas horrendas que luego, una vez de vuelta en Occidente, ya no sabe qué hacer con ellas. Sin embargo, esta vez el contraste entre el mundo capitalista y el comunista era absolutamente descomunal. Caminar por el modernísimo barrio de Gainza, lleno de luces, tiendas y letreros luminosos era como si nos hubiesen trasladado en platillo volador a otro planeta doscientos años más adelantado que el nuestro. Vagábamos alucinados, con los ojos abiertos como platos. Lo primero que hicimos fue meternos en una frutería. Después de sufrir la práctica inexistencia de fruta fresca en Moscú, nos sentimos igual que en Cartier. Allí teníamos todas las variedades que podíamos imaginar, impecablemente expuestas, brillantes; parecían recién pulidas, todas las piezas del mismo tamaño y el mismo color. Tras un momento de estupefacción nos lanzamos como fieras sobre las estanterías y empezamos a comernos aquellos manjares allí mismo.

Con nuestras bolsas de fruta bajo el brazo (los precios eran casi los de Cartier, pero no nos importó, tal era el hambre que teníamos) y ya un poco más saciados, decidimos celebrar nuestra llegada a aquel mundo futurista con una buena comida. Preguntamos por un restaurante recomendable y, como buenos uruguayos, pedimos un gran trozo de carne, sin importarnos mucho que nos hubieran aconsejado probar esos rollitos con arroz que ellos llaman sushi. La carne resultó magnífica y todos estábamos de excelente humor al acabar la comida… hasta que llegó la cuenta. Cada plato había costado ¡cerca de cien dólares! Parece ser que como Japón es chiquito y no hay mucho sitio para vacas, la carne es un artículo de superlujo. Luis casi se cae redondo cuando empezó a hacer la cuenta de lo que nos habíamos gastado entre restaurante y frutería. Casi lo mismo que para un viaje al Caribe. Por un momento temí que tuviéramos que volver a la dieta del turrón.

Después de un par de días en Japón, seguimos camino de Hong Kong. Poco a poco la temperatura iba subiendo y subiendo hasta que pudimos salir a tomar el sol en cubierta. Después de meses y meses de tinieblas, aquello era una delicia inenarrable. Todos acabamos quemados porque queríamos aprovechar hasta el último rayo de sol.

Hong Kong es un inmenso mercado. En cada esquina, en cada vereda hay gente vendiendo de todo, fruta, transistores, revistas porno. Y tiendas, miles de tiendas para perderse: sedas, joyas, relojes de todas las marcas…, todo falsificado, eso sí, pero a precios irrisorios. Ni aunque me hubiese quedado un mes habría comprado la mitad de las cosas que me gustaban. Como es lógico, en cuanto pisamos tierra, las chicas y yo perdimos completamente la cabeza y nos entregamos incondicionalmente al consumo. Todavía sigo deshaciendo paquetes de todo lo que compré allá.

Luis estaba encantado porque tiene mucha afición a los enclaves coloniales, que le parecen una especie de vuelta al pasado. Sin embargo, exceptuando cuatro cosas como el palacio del gobernador y el uniforme de los policías, Hong Kong es ya mucho más chino que británico. Dicen que en 1997 se lo van a devolver a la República Popular, pero no sé qué harán los maoístas con este gigantesco bazar capitalista. A lo mejor ni se lo devuelven, seguro que los ingleses se las arreglan para quedárselo, como han hecho siempre con todo.

La comida también es excelente, nada que ver con los restaurantes chinos que se ven en Europa. O eso creía yo. En Hong Kong se come principalmente comida cantonesa, que por lo visto es muy distinta de la pequinesa y de la de Shanghai. Estuvimos en un restaurante maravilloso, decorado con antigüedades chinas fantásticas y camareros vestidos con camisas de seda bordada espectaculares. Nos mimaban como si fuéramos los únicos clientes que hubieran pasado por allí en un mes. Sólo les faltó hacernos un masaje en los pies. Ese es el tipo de sitio al que vale la pena ir cuando se viaja y no comer esas porquerías callejeras que le gustan a Luis. De este restaurante estupendo me traje la receta de una sopa que nos va a venir muy bien para esas noches frías de Moscú y que es tan fácil que hasta la inútil de Larissa podrá hacerla.


SOPA DE POLLO Y MAÍZ


Ingredientes

(Para 8 personas)

1/2 kg de filetes de pechuga de pollo

500 g de maíz en grano

2 cucharadas de fécula de maíz

4 cucharaditas de salsa de soja

4 claras de huevo

1,5 l de caldo de pollo

sal


PREPARACIÓN


En un cuenco batir las claras a punto de nieve.

Cortar las pechugas en trozos muy pequeñitos y mezclarlas con las claras.

Calentar el caldo de pollo y agregar el maíz. Disolver la fécula en un poco de agua fría y añadirla a la sopa. Remover hasta que espese. Bajar el fuego y agregar el pollo.

Un poco de salsa de soja ¡y a comer!


Luis estaba empeñado en que fuéramos al gran mercado a dar una vuelta. Yo no acababa de comprender qué le podía interesar en un lugar como ése, pero cuando llegué allí lo entendí perfectamente: quería matarme, eliminarme, acabar conmigo, probablemente para casarse con una rusa quinceañera.

Los mercados chinos deben de ser muy exóticos para el que le gusten, pero a mí me parecen un pozo de inmundicias.

Aquellos largos y estrechos pasillos estaban atestados de miles y miles de personas que nos apretujaban contra una vaca entera desollada que colgaba del techo o contra un gigantesco pez espada. Íbamos caminando y los vendedores nos metían un pato o una gallina debajo de la nariz.

Vendían allí animales que yo ni siquiera sabía que se podían comer: lagartos, camellos, tiburones enteros. En la zona del pescado me tuve que poner unas bolsas en los pies para no pisar las vísceras que había en el suelo. La parte de las especias y los inciensos fue un espejismo de tranquilidad antes de llegar a la sección más repugnante de todas, la de las serpientes. En un puesto tras otro se vendía cola de serpiente, diente de serpiente, cascabel de serpiente, ojo de serpiente. Realmente asqueroso. Algunas estaban vivas en jaulas. Otras colgaban muertas, malolientes y probablemente en salazón, como si fueran bacalao. En algunos puestos las vendían al corte, para comer, pero la mayoría eran para otras aplicaciones, como productos para evitar la caída del pelo, afrodisíacos, cosméticos y cosas por el estilo. Con el asco que me dan los bichos esos, estaría bueno ponerme uno en la cara para sacarme las arrugas, pensaba yo ingenuamente. De pronto, empecé a marearme. Además, me entró el agobio de que a Carmen, en su estado, fuera a pasarle lo mismo, pero Luis estaba empeñado en que aquello era una cosa única y no podíamos irnos bajo ningún concepto. Carmen, cómo no, quería seguir a su padre a donde fuera. Yo estaba tan agotada que no protesté cuando nos paramos en un puesto un poco menos inmundo que los otros y el sádico de mi marido pidió unas Coca-Colas y algo de comer. Como una boba, me tomé unas cuantas bolitas que nos pusieron; parecían capelletti o ravioli, aunque tenían un sabor raro.

– ¿Qué es esto? -pregunté al mozo que nos atendía.

This is ditn sum madam, royal snake dim sum. Very delicious, madam -me contestó con una enorme sonrisa.

¡Ravioli de serpiente! ¡Esa era la basura que me había comido! Empecé a dar alaridos como una loca. Yo no sé si fue por el susto o porque aquello era realmente venenoso, el caso es que esa noche la cabeza se me empezó a hinchar y a hinchar hasta adquirir el tamaño de un globo sonda. No me atreví ni a salir del camarote. Tuvo que venir el médico a recetarme todo tipo de antiinflamatorios, aunque hasta una semana después, ya de vuelta en Moscú, no volví a mis dimensiones habituales.

Luis sostiene que él no tiene la culpa, que los chicos también comieron y no les pasó nada. Pero si cree que iba a librarse tan fácilmente de mí, está muy engañado. Yo sobrevivo a todo, incluso a las serpientes.


Gervasio y yo, que ahora somos muy aficionados a la comida oriental, cuando vamos a un restaurante chino, por ejemplo, no podemos dejar de acordarnos de aquella extraña hidrocefalia que sufrió mamá. Verdaderamente tenía la cabeza como un globo. Hoy, la cocina japonesa es muy apreciada en Occidente, pero en 1974, cuando llegamos allí con aquel crucero, era prácticamente desconocida para nosotros. Aunque ahora parezca imposible salvarse de la fiebre asiática, en aquella época, el único restaurante de Madrid que ofrecía mínimas garantías era el House of Ming. Había otros muchos, y muy baratos, pero se contaban historias sórdidas sobre ellos, por ejemplo, que cuando abría uno de esos restaurantes desaparecían todas las ratas del barrio. En Moscú, dadas las malas relaciones entre la República Popular China y la URSS a cuenta de la conducta díscola del camarada Mao, el único restaurante chino, el del Hotel Pekín (instalado en un edificio mitad pagoda y mitad rascacielos estalinista), ofrecía normalmente comida coreana.

Aunque parezca mentira, la que más se aficionó a la comida oriental durante este viaje fue nuestra hermana Mercedes, a la que nunca hasta entonces le había gustado comer. Durante los meses que siguieron al viaje se paseaba por casa enfundada en un kimono y, fuera donde fuera, lo comía todo con palillos: la ensalada, las patatas fritas y hasta el filete empanado.

MERCADO NEGRO

Una gran noticia: ¡tenemos cocinera nueva! Se llama Valia y es un auténtico genio. Llevábamos siglos pidiendo que nos cambiaran de cocinera y, no se sabe por qué misterio del UPDK, cuando ya habíamos perdido la esperanza, ocurrió el milagro. Viene de la Embajada de Bélgica y está perfectamente entrenada. Cocina tanto platos rusos como franceses. ¡Y lo hace de maravilla! Yo todavía no hablo bien el idioma, así que no nos entendemos demasiado, aunque espero mejorar bastante en los próximos meses porque también tenemos una nueva profesora de ruso que es divina. Se llama Nina Petrovna y nos hemos hecho grandes amigas. Está casada con un músico de la Filarmónica de Moscú que también es encantador y ha hecho mucha amistad con Luis. Los hemos invitado varias veces a cenar a casa y nos lo pasamos en grande, charlando hasta las mil, como a mí me gusta, aunque la comunicación es un poco dificultosa porque mi ruso es inexistente y él no habla español. Por lo general, los rusos suelen tener un doble lenguaje: el oficial y el privado. A veces está uno hablando con alguien con quien tiene confianza y cuando menos lo espera el otro sale con un «Bueno, esta clase de comentarios no son del gusto de nosotros, los buenos socialistas» que la dejan a una helada. Gracias a Dios, con Nina no nos pasa y eso relaja mucho.

Damos la mayor parte de las clases en la cocina, con Valia de testigo, para que yo pueda ir adquiriendo un mínimo vocabulario gastronómico, aunque a veces resulte difícil coordinar los gustos de nuestras dos culturas.

Kapusta -me dice Nina, señalándome el repollo.

– Enséñeme otra cosa, que odio el repollo -le digo.

Ogurtsi -ahora levanta un pepino.

– Nina, dígame cosas que pueda utilizar. Si puedo evitarlo, no entrará un pepino en mi casa mientras viva.

Ella me indica entonces una patata.

– Eso ya sé que se llama kartofl, como en alemán. Tienen ustedes unas palabras extranjeras en su idioma de lo más curiosas. Por ejemplo, ¿por qué llaman a los lápices Caran d'Ache, que ni siquiera es una palabra de otro país sino una marca suiza de lápices de colores?

Después empezamos a hablar de nuestras vidas, de nuestras familias y de todo un poco. Así estamos horas y horas. Gracias a ella he podido enseñarle muchos platos a Valia, que también me ha dado algunas recetas interesantes.

De todas maneras, me tiene algo desconcertada esta nueva cocinera. Es muy simpática y amable, pero a veces tengo dudas de si toda esta amabilidad no será un truco para que acabemos cometiendo un error. Hace unos días estábamos las dos en el comedor, arreglando algunos detalles para una comida, cuando me pasó un papelito doblado al tiempo que se llevaba el dedo índice a los labios.

«¿Podría pedirle al señor embajador que me preste Archipiélago Gulag?», decía en la nota.

Este asunto puede acabar siendo un traspié en nuestra carrera. Desde que le dieron el premio Nobel a Solzhenitsin por los relatos de sus desventuras en los campos de trabajo de Siberia, acá todo el mundo anda como loco intentando hacerse con una copia del libro. Luis se compró la versión rusa en París y tiene cola para prestarlo. Hacerlo puede ser peligroso porque el libro está considerado propaganda antisoviética. Cualquier ruso puede ir a la cárcel sólo por tener un ejemplar en su poder y nosotros podríamos ser expulsados del país por facilitar su lectura. A pesar de todo, la gente está dispuesta a cualquier cosa por conseguirlo. En la entrada de lo que era antiguamente el barrio chino (al lado de la muralla del Kremlin y a unos cincuenta metros de la famosa Lubianka, sede del KGB) se ha creado un mercado clandestino de intercambio de copias artesanales de libros prohibidos, los llamados samizdat. Debajo de una gran estatua de Ivan Fiodorov, el primer impresor de la historia rusa, pasean mirando de un lado a otro, tapados con sus gorros de lana, los traficantes de Pasternak, Bulgakov y tantos y tantos escritores malditos. Dentro del forro del abrigo llevan escondida su mercancía y van susurrando los títulos a los viandantes como si fuera heroína:

Doctor Zhivago… Un día en la vida de Ivan Denisovicb… El maestro y Margarita -etcétera, pero el nombre que todos los intrépidos compradores quieren oír en estos momentos es Archipiélago Gulag. Su cotización está alcanzando precios desorbitados, por lo que cuenta Luis, que, con su fiebre por los libros, es un asiduo visitante de ese mercado. Parece increíble, pero dice que un día se encontró paseando por allí a Molotov, el del cóctel y famoso ministro de Asuntos Exteriores de Stalin, ahora en el más absoluto de los ostracismos. Lo que Luis no llegó a averiguar es si estaba vendiendo literatura prohibida o comprándola, si paseaba su nostalgia por los muros del Kremlin o si simplemente intentaba conseguir un kilo de naranjas de estraperlo.

Porque acá hay mercado negro de casi cualquier cosa. Cuando los chicos salen en pantalones vaqueros, siempre se les acerca alguien que se los quiere cambiar por dinero, monedas antiguas o insignias. Los téjanos son el máximo símbolo de estatus para la juventud soviética y todos están dispuestos a cualquier cosa con tal de tener unos. A nosotros, en cambio, suelen ofrecernos iconos. La mayoría de las veces son poco más que serigrafías, pero de vez en cuando aparecen maravillas. Hemos tenido algunas aventuras dignas de El tercer hombre comprando iconos por la calle, no obstante, al final hemos comprendido que hacerlo no sólo sería aprovecharse de esta pobre gente sino que además resulta peligroso. Como ya me he aficionado a coleccionarlos, Luis ha conseguido, después de infinidad de gestiones, un permiso para que pueda comprárselos al organismo oficial que los custodia. Está situado en una antigua iglesia casi en ruinas. Los tienen expuestos en unas enormes estanterías metálicas como si fueran libros en una biblioteca. Hay miles y miles, aunque muchas veces el estado de conservación deja mucho que desear debido al deterioro del edificio, que tiene los cristales rotos y goteras, y está lleno de nidos de pájaros. Gracias a este passe-temps he encontrado finalmente algo que hacer en estas interminables noches y, con ayuda de mis estudios de bellas artes, me dedico a limpiarlos y a restaurarlos. Es un lindo entretenimiento.

El caso es que parece como si viviéramos siempre al filo de la ilegalidad por cosas que serían absolutamente normales en cualquier otra parte del planeta, pero así es como vive casi todo el mundo en este país. Si un ruso quiere determinados productos que se salgan del estrecho surtido oficial sólo puede recurrir a amigos influyentes o a estos mercados paralelos ilegales aunque perfectamente localizados: el caviar en la avenida Lenin, frente a los cines; el vodka en un pequeño parque al lado de la Gran Sadovaya, samovares en la Gorki. La gente aquí ya está acostumbrada, sin embargo, para nosotros esta sensación de estar haciendo siempre cosas prohibidas nos vuelve aún más paranoicos de lo que ya estamos por los dichosos micrófonos y esa impresión de vigilancia permanente que tenemos. Quizá Valia sea una espía y nos esté pidiendo Archipiélago Gulag pata meternos en problemas, o quizá sólo quiera leerlo… Ahora que lo pienso, Nina también me ha insinuado algo al respecto (o por lo menos me ha gesticulado de una forma muy rara cuando ha visto el libro encima de una mesa) y, sin embargo, no se me pasa por la cabeza pensar que nos vaya a denunciar. Bah, la verdad es que ya puede Valia ser Mata Hari con delantal, qué importa. Ni buscando cien años encontraría en Moscú una cocinera mejor, sería capaz hasta de darle la combinación de la caja fuerte de la embajada mientras siga preparando esos platos tan deliciosos.


BLINIS


Ingredientes

5 cucharadas colmadas de harina

2 1/2 vasos de leche

2 huevos

1 cucharada de azúcar

1/3 cucharadita de sal

2 - 3 cucharadas de aceite


PREPARACIÓN


Batir los huevos junto con el azúcar y la sal, verter la leche, incorporar la harina tamizada, remover bien. Añadir el aceite, remover de nuevo y freír las hojuelas en una sartén con el aceite caliente.

Se sirven con mantequilla, crema de leche, mermelada o chocolate junto con el té o el café.


Cuando volví a Moscú con Íñigo -en busca del tiempo perdido y a recoger el niño que él y su mujer iban a adoptar- lo que más nos chocó fue la superabundancia que había de todo. Al ver ahora productos de todas partes del mundo, resulta difícil creer el estado de desabastecimiento en el que vivíamos entonces, cuando las tiendas de alimentos estaban siempre prácticamente vacías. La panadería que había al lado de nuestra casa era el lugar más patético que uno pueda imaginar. Se formaban larguísimas colas desde las siete de la mañana para arramblar con lo que apareciera ese día. A las nueve de la mañana -cuando nosotros pasábamos camino de clase- ya no quedaba ni un colín, ni una miga. Todavía recuerdo como insólito el día que conseguimos encontrar un paquete de galletas a la vuelta del colegio. Hoy esta panadería sigue existiendo, pero se ha transformado en la más selecta y sofisticada boutique del pan que uno pueda imaginar, con más de cincuenta productos distintos y unas señoritas finísimas vestidas a lo zen atendiendo a los clientes.

Por otro lado, la afición de nuestra madre a coleccionar iconos a la postre resultó crucial para la familia. Cuando a nuestro padre le tocó volver a Uruguay a hacer «pasillos» en el Ministerio de Asuntos Exteriores (como deben hacer los diplomáticos después de un tiempo en el extranjero), la situación económica de la familia era realmente mala. Mamá siempre decía que en una embajada es fácil acabar gastando más de lo que se gana para hacer frente a los gastos de representación y esto, unido a la mala situación económica del país y al hecho de que parte de la familia vivía en España y parte en Uruguay, la obligó a agudizar el ingenio y a introducirse en el negocio de las subastas de iconos rusos. Afortunadamente, entonces había muy pocos fuera de la Unión Soviética y en Madrid y en Londres llegaron a alcanzar cotizaciones muy considerables.

MÁRTIR POR LA AMISTAD DE LOS PUEBLOS

Anoche estuvimos cenando en la Embajada de China. Era una invitación extraoficial porque Uruguay no reconoce a la República Popular. Se trataba de un acercamiento por su parte para tantear el interés de nuestro gobierno en el establecimiento de relaciones diplomáticas, aunque no me parece a mí que los milicos que ahora mandan en Montevideo puedan tener mucho afán por hacer migas con Mao. La invitación estuvo rodeada de cierto halo de misterio, ya que los chinos no querían que los rusos se enteraran de nuestra visita, aunque resulta un poco difícil imaginar que esta aproximación a un pequeño país como el nuestro pueda alterar el equilibrio geoestratégico mundial.

Todo empezó cuando un funcionario chino al que no conocíamos de nada abordó a Luis en una recepción de la embajada de Suiza y comenzó a hacerle insinuaciones extrañas. En otro cóctel nos abordó otro chino que dijo ser el embajador.

– Este caballero -le dije a Luis- no puede ser el embajador de China. Esto es una trampa. Lo conozco muy bien y es un impostor. Quizá me esté tarando este ambiente de película de espías en el que vivimos, pero el embajador chino es otro señor encantador, que habla un español perfecto y con quien he charlado muchas veces en distintas reuniones.

Después de describírselo, Luis me tuvo que aclarar que, a pesar de los rasgos completamente orientales, aquel hombre al que yo me refería era… el embajador de Bolivia.

Para que luego digan que los americanos no venimos de Asia. Después de un intercambio de frases corteses en francés, el chino auténtico se nos acercó con un aire entre confidencial y pícaro y dijo:

– El bosque es grande y está lleno de peligros. Los animales pequeños siempre pueden necesitar un amigo poderoso para protegerse del tigre y del oso. Y el animal poderoso necesita amigos pequeños que le rasquen la espalda.

Nos sonrió, hizo una reverencia y se fue. Por supuesto que de aquella parábola nosotros no entendimos ni mu. Se ve que la diplomacia china es demasiado sutil. Finalmente, un día se presentó un chofer de la embajada china para entregar en mano una invitación que realmente no esperábamos. Lo que nos extrañó fue que, a pesar de la confidencialidad que nos habían pedido, se empeñaran en invitar también a todos los funcionarios de nuestra delegación.

La embajada china es un enorme edificio situado en las colinas de Lenin, en las afueras de la ciudad. Está construida en un estilo similar al gótico estalinista de los grandes rascacielos de la época y rodeada por un alto muro que delimita el gigantesco recinto. El complejo debe de tener unas quince o veinte hectáreas (según dice Luis, porque yo nunca he tenido nada de agrimensora). Después de traspasar el portón de entrada comprendí para qué necesitaban tanto espacio. Los chinos tenían allí una auténtica ciudad en miniatura, incluida una granja con vacas pastando en el jardín, cerdos, gallinas, distintos campos de cultivo, invernaderos, etcétera, todo lo que necesitan para abastecerse y no tener que comprar nada a los soviéticos y evitar así el peligro de ser envenenados. Sabíamos que los americanos traían de Finlandia el agua que sale por los grifos de la embajada, pero nunca pensamos que se pudiera llegar a estos extremos. En el fondo siento envidia y me gustaría tener un poco más de jardín en la residencia para plantar, qué sé yo, unos tomates y prevenir el escorbuto por la falta de frutas y verduras a la que nos tiene sometidos este país.

Esperándonos en la puerta había unos quince chinos, entre los que finalmente distinguimos al embajador. Estaban un poco perplejos de que yo estuviera allí, porque no había ninguna otra señora. Se ve que habíamos interpretado erróneamente su invitación.

Primero sirvieron un copetín. Curiosamente todo el mundo se mostraba mucho más amable con el resto de los otros funcionarios de la embajada que con nosotros. Yo pensé que era porque ellos, por distintos motivos, habían venido sin sus mujeres y los chinos estaban ofendidos con mi presencia, lo cual contribuyó a que me sintiera como un trapo. Luego nos pasaron al gran comedor de gala. Menos mal que entre los chinos y nosotros éramos bastantes, porque si no nos habríamos perdido en aquella inmensidad. De haber esperado una decoración típica china habríamos sufrido un chasco, pero nuestra ingenuidad hace tiempo que fue barrida por el realismo socialista: una monstruosa lámpara de cristal alumbraba unas grandes pinturas de Mao conduciendo a su pueblo hacia la victoria del proletariado enarbolando banderas rojas.

Después de mi experiencia con aquellos ravioli de serpiente de Hong Kong, yo estaba aterrorizada ante una nueva tentativa con la comida china. Me debatía entre la cada vez más atractiva posibilidad de salir corriendo de aquel sitio o la de morir por la patria con la servilleta puesta. Un estúpido sentido del deber hizo que me quedara allí sentada. Primero sirvieron unos aperitivos y una sopa de bambú con setas de aspecto inofensivo que me tragué casi sin mirar. A continuación pasamos a los platos principales. Entonces el amable señor que tenía al lado, que creo era el agregado cultural, explicó en un español bastante correcto:

Pala la Lepública Populal China es un inmenso honol lecibil a los leplesentantes de un país lejano pelo helmano como el suyo. Pala celeblal este flatelnal encuentro, quelemos obsequíalos con los manjales más exquisitos de la milenalia cocina de nuestlo país.

¡Es increíble, lo de que los chinos hablan con la ele no es una leyenda urbana! El caso es que con este anuncio me puse a temblar como hoja de bambú en huracán. También decían en Hong Kong que la serpiente era una delicatessen para elegidos. Intenté relajarme, pero no me lo pusieron fácil. A continuación trajeron un plato bastante rico que parecía calamares a la romana. Resultó ser medusa. Resistí inmutable. Después vino algo semejante a una mezcla de pescado y marisco, una especie de rape alangostado. Cuando estaba masticando alegremente me dijeron que era… ¡serpiente, otra vez! Si, como dicen en España, Dios castiga sin palo ni piedra, yo debo de haber sido malísima en algún momento que no recuerdo; he ahí la penitencia por mis pecados. Mientras intentaba tragar sin más preámbulo el único pedazo de serpiente que probé (del tamaño de la uña de un jilguero), no dejaba de pensar que aquellos bichos inmundos del mercado de Hong Kong estaban abriéndose de nuevo paso hacia mi cabeza para hacerla estallar como un melón podrido. Creo que los muchos años de consorte diplomática evitaron que me cayera allí mismo, redonda, en el piso. Yo miraba a Luis con cara de odio, pero él charlaba amigablemente, como si nada, con uno de los chinitos que estaban sentados a su lado. Si hubiese tenido un revólver a mano le habría pegado un tiro allí mismo.

A continuación trajeron unos recipientes con unas cosas ovaladas de color rojo. Esta vez tuvieron la delicadeza de explicarnos previamente que aquello era la cumbre de la gastronomía ancestral china: huevos de mil años. Al parecer entierran esos huevos en una mezcla de cal, arcilla, hierbas y no sé qué otras cosas más durante meses e incluso años. Estos eran particularmente añejos (y podridos, se podría añadir).

En el acto aduje un terrible problema de hígado (a pesar de que me había tomado un par de copas antes de pasar a cenar para olvidarme de que era la única mujer y que decenas de ojos rasgados me miraban con desprecio). Luis, mientras tanto, degustaba sin parpadear aquellos restos del Pleistoceno cuyo interior era verde que te quiero verde. Yo por mi parte, no pude dejar de reparar en que los chinos se dirigían constantemente al tercer secretario de la embajada, que primero ponía cara de extrañeza y después de desesperación. Le estuvieron hablando largo rato de lo importante que podía ser para los dos países tener relaciones diplomáticas, lo beneficioso de los futuros intercambios comerciales y de la necesidad de un convenio de pesca. A mi marido, que como embajador estaba allí supuestamente para discutir de esos asuntos, sólo le animaban a tomarse otro huevo podrido y a hablar de pájaros y flores.

Después vinieron los brindis de rigor, todos bastante poéticos, porque parece que a los chinos les gusta mucho todo esto de las alegorías con la naturaleza. De nuevo daba la impresión de que se dirigían al tercer secretario que, muy incómodo, no dejaba de mirar a Luis, como disculpándose.

Luis estaba cada vez más sorprendido porque, cuando intentaba llevar la conversación al tema de las relaciones entre los dos países, nadie parecía hacerle caso. Esta situación absurda continuó hasta el punto en que, acabada la cena, nos despidieron muy amablemente sin haber podido hablar de nada importante. Sólo les interesaba el tercer secretario. Resumiendo, nos fuimos a casa con el estómago repleto de animales repugnantes y con un enfado considerable.

Esta mañana me ha llamado Luis para decirme que le había contado a nuestro amigo el embajador de Argentina la cena de ayer y que, muerto de risa, le ha explicado que los chinos están acostumbrados a que sus propios embajadores sean meros peleles representativos. Todo el poder lo tienen funcionarios subalternos y, por tanto, creen que en otros países es igual. Los embajadores sólo se ocupan de dar la mano y leer los discursos que preparan los otros; mientras que el miembro más importante de la misión suele ostentar el cargo de tercer secretario.

Bueno, que negocien con quien quieran, pero si para mantener relaciones cordiales hay que tragarse muchos huevos podridos de mil años, casi prefiero que el camarada Mao nos declare ya la guerra bacteriológica. Con todas esas gourmandises lo tiene facilísimo.

NIXON Y LA BONZO

Miro mi vestido y no puedo creerlo. ¡Yo estuve metida en esta masa informe que apesta a chamusquina! Un vestido lindísimo y ha quedado en la miseria… Y lo peor es el papelón que hice ¡en pleno Kremlin! Encima, el imbécil de Luis no ha parado de reírse desde entonces. No sé si voy a ser capaz de volver a hablarle en la vida. Él me dice que tiene mérito que nuestro pequeño país haya podido ser el centro de atención en una reunión de las dos superpotencias mundiales. A costa de convertir a su embajadora en una pira humana, claro, en la recepción al presidente de Estados Unidos. Me va a dar algo. Más vale que me tranquilice un poco y lo escriba todo para que no se me olvide y lo pueda incluir en el grueso libro llamado Cosas que no le perdonaré a mi marido aunque viva cien años. ¡Qué ira!, como diría mi abuela: «¡Dios mío, consérvame esta ira!».

Pero empecemos por el principio de los principios. Todo comenzó con la visita de Richard Nixon. Es el primer presidente norteamericano con quien coincidimos desde que estamos de embajadores, aunque no se sabe si va a ser presidente por mucho más tiempo porque parece que con este tema del Watergate tiene los días contados. Esperemos que sí, que se retire pronto a su casa de California, pues como me lo vuelva a encontrar y me reconozca me muero de la vergüenza. Lo que se rumorea es que, como está muy debilitado políticamente, ha venido a Moscú a intentar arrancar algún tratado de desarme que mejore su popularidad. Me parece como pretender agarrarse a un clavo ardiendo (qué mala comparación viniendo de mí en este momento…), porque no me imagino a los rusos haciendo esta clase de favores a nadie.

A pesar de todo, Brezhnev fue a recibirle al aeropuerto, cosa que no había hecho en su anterior visita de 1972, justo antes de que llegáramos nosotros. Quizá tanta deferencia se deba a que Nixon siempre le regala un gran coche americano en señal de amistad. En el 72 fue un Cadillac; cuando se vieron en Estados Unidos, un Lincoln y ahora, en 1974, un Chevrolet deportivo. Al parecer, Brezhnev tiene una inmensa colección de coches occidentales. Hemos visto algún Rolls Royce o algún Ferrari de su colección circulando por Moscú. Es sorprendente que los rusos de a pie no se indignen, porque conseguir un auto, por muy barato y malo que sea, es para ellos un sueño casi imposible. Si sos miembro del Partido, tardas unos ocho años y si no lo sos… más vale que tengas muchos amigos influyentes.

El caso es que del aeropuerto se llevaron a los Nixon hacia los aposentos que les habían preparado en el Kremlin, como a todos los jefes de Estado del grupo que podríamos llamar A, que reciben tratamiento full service de los soviéticos. Dormís en los apartamentos de Pedro el Grande y luego te organizan una brutal recepción en el palacio. A los del grupo B, un poco menos importantes pero significativos para la política exterior de la URSS, los alojan en un palacio en las colinas de Lenin, aunque también les dan una recepción en el Kremlin. A los pobres santos del grupo C también los alojan en las colinas de Lenin, pero la recepción se organiza en el Club Diplomático, un palacio neogótico cercano a casa que es muy lindo pero que no puede compararse con el palacio de los zares. Como miembros de este grupo de «desheredados» hemos estado allí con el sha de Persia y Farah Diba, la reina Margarita de Dinamarca, el presidente Echevarría de México o el gran duque de Luxemburgo. Por lo menos esta gente no me recordará como una tea andante. Luis, en cambio, opina que ésos no guardarán el más mínimo recuerdo de mí mientras los de la recepción de ayer me van a recordar siempre. ¡Qué ganas de aplastarle la cabeza con este cenicero de piedra brasilera!

Bueno, sigamos, que me estoy dejando llevar por la cólera. Nixon estaba esperando a los invitados al pie de la gran escalera de más de sesenta peldaños del palacio del Kremlin, lo cual nos llamó la atención a todos porque no lo ha hecho ninguno de los otros jefes de Estado desde que llegamos acá. Estamos acostumbrados a que los líderes soviéticos nos den la mano desde detrás de una larga mesa, como si fuéramos leprosos o fuéramos a transmitirles el virus del capitalismo si estamos demasiado cerca. Como suele pasar, el presidente Nixon de cerca impresiona bastante poco. Es más bien bajito, con una cabeza desproporcionada. También los brazos parecen más largos de lo que debieran. Para colmo estaba maquillado y con colorete, aunque luego pensé que un poco de buen color no le vendría mal, por ejemplo, a Gromiko, que siempre está de un verde amarillento muy poco saludable. Nos dijo unas frases muy amables, pero tenían toda la pinta de ser las mismas que le decía a todo el mundo:

How nice of you to come! Creo que vienen ustedes de Uruguay. Es un país maravilloso, un país amigo. Yo tuve oportunidad de ir cuando era senador. Aún recuerdo las playas tan extraordinarias que tienen. Espero viajar algún día allí con Pat para enseñárselas.

A un lado tenía a Kissinger (el que debía soplarle todas estas cosas), a quien encontré también bajito y feo, con esas gafotas que parecen de un disfraz, y al otro a Pat, su mujer. Tiene una cara agradable, aunque con un cierto rictus de sufrimiento. Se ve que la pobre lo debe de estar pasando mal con todo esto del Watergate. Eso sí, llevaba un vestido horroroso. Se ve que no han aprendido nada de Jackie Kennedy, pero, claro, su marido es republicano y además cuáquero. No quiero ni imaginar lo que habrá pensado esta gente cuando ha visto los fuegos artificiales de mi vestido. ¡Qué horror! Mejor sigo con Nixon.

Es curioso cómo uno ve siempre a estos grandes hombres. Por ejemplo, Franco parecía una momia inexpresiva cuando lo conocimos, sólo impresionaban sus ojos. En cambio, otros te dejan marcada. Todavía recuerdo a De Gaulle cuando vino a Montevideo: alto, imponente, casi sobrenatural. Algo así como Moisés recién bajado del Sinaí. A pesar de que estaba lloviendo, fue en coche descubierto, heroico, desafiante, desde el aeropuerto hasta el centro, saludando a la multitud que se agolpaba para aclamarlo. Además era encantador y alabó mucho mi acento francés. (Luis dice que por eso lo encontré tan imponente y tan heroico y con tanta grandeur, pero qué sabrá Luis). De todas formas, es una lástima que a estas personalidades los diplomáticos acabemos conociéndolos por encima y hablemos con ellos sólo de cuatro pavadas. Yo, por ejemplo, me quedé con las ganas de preguntarle a Nixon la marca de su base de maquillaje (más que nada para no comprarla nunca). Él, a su vez, seguro que se quedó con ganas de preguntarme si era costumbre de mi país disfrazarse de omelette flambée a los postres.

El caso es que el pobre estuvo casi tres horas de pie, saludando en la escalera. Cada tanto se agarraba la pierna y uno de su séquito, me imagino que un médico, se acercaba para ver si estaba bien. En los diarios dicen que tiene flebitis y lo han sacado varias veces con la pata en alto, con lo que calculo que estos excesos no le deben de sentar nada bien.

Como las cosas cuando terminan mal es que empiezan mal, en la cena me tocó al lado del embajador belga, que es uno de esos pesados que siempre lo saben todo, que te lo cuenta aunque ya te lo haya contada cien veces y que encima no te escucha.

Sacre bleu!, qué cantidad de platos, madame Posadas -me dijo señalando el menú mientras yo intentaba desesperadamente entablar conversación con mi compañero de la izquierda, el embajador francés que, para mi mala suerte, estaba hablando con otra invitada-. Rasstegai con salmón, trucha con setas, caviar, cordero, sopa eslava, pastel de hongos… -enumeraba infatigable el belga-, y cuando estuvo Indira Gandhi tuvieron que poner el doble de platos porque ella es vegetariana. ¿Sabe usted que el rasstegai, esta especie de quiche, es un plato ruso pero quienes lo hicimos mundialmente famoso fuimos los belgas?

Yo, que estaba convencida de que Lorraine está en Francia, esperaba que el francés se diera por aludido y me rescatara de ese plomo; pero no tuve esa suerte. Como todo lo malo es susceptible de empeorar, y cuando temía que el belga me contara la historia de cada plato del menú, nos trajeron el caviar y entonces me eché a temblar, porque es su tema favorito.

– ¿Sabe usted, madame Posadas, cuántos años tienen que pasar para que un esturión, o más bien madame esturión, pueda producir estas bolitas tan deliciosas?

– Veinticinco años, creo -dije yo intentando arruinarle la primicia.

– No se lo va usted a creer, ¡vein-ti-cin-co años! Es impresionante ¿verdad? Y es que estos animales, además de ser casi fósiles prehistóricos, viven muchos años.

– Por ahí he oído que a veces llegan a los cien años.

– En muchos casos los esturiones grandes, los que producen el caviar beluga, llegan hasta los cien años. ¡Figúrese! Y es que hay tres clases principales de caviar…

– Beluga, ossetra y sevruga -dije yo con infinita paciencia, no por ser una experta en el tema, sino porque, al fin y al cabo, llevo ya tres años en este país y caviar es lo que nos dan en todas las recepciones.

– Beluga, que es éste y se distingue por sus granos grandes y su color grisáceo. Ossetra, que tiene un sabor a mar más profundo; y el sevruga, con granos más pequeños y oscuros. Es increíble, pero poca gente sabe que este producto exquisito y carísimo era, hasta el siglo xix, alimento de las clases bajas que no podían comer carne.

Estaba a punto de contestarle que ya lo sabía (sin esperanza alguna de que me escuchase) porque él mismo se había encargado de contármelo tres semanas antes en otra cena en la embajada de Holanda, cuando los brindis por fin vinieron a mi rescate.

La mesa de Nixon y Brezhnev estaba delante de un fresco original del siglo no sé cuántos que representaba a Jesucristo en la última cena, lo cual no dejaba de causar una sensación extraña, dadas las circunstancias. El secretario general del Partido Comunista empezó con un discurso que parecía que iba para largo mientras Nixon tenía una cara cada vez más verde (a pesar de la capa de colorete que llevaba) y que no mejoró con los múltiples vodkas que se tuvo que tomar durante este tedioso proceso.

– En esta época de corrección política, los brindis son très ennuyeux -me comentó el embajador de Francia, que finalmente se dignaba a rescatarme, harto, como yo, de tener que aguantar en todas las cenas oficiales media hora de exaltación de la amistad de los pueblos que, encima, suele oírse muy mal desde donde está uno sentado-. Creo -dijo- que en la época de Stalin era otra cosa. Según me contaba uno de mis predecesores, en una cena en honor a De Gaulle, Stalin llevaba ya unos cuantos brindis y, después de acordarse de todos los líderes franceses pasados y presentes, empezó a dedicárselos a sus colaboradores: «Por Kaganovich, que es un gran ministro. Eso sí, si los trenes no llegan a tiempo lo fusilaremos. Por uno de los mayores militares de la Unión Soviética, el camarada Novikon, que, si no hace bien su trabajo, lo colgaremos».

Tan entretenida estaba con la conversación que no me di cuenta de que el pesadísimo embajador de Bélgica, mientras aburría sin piedad a una nueva víctima, había colocado la vela con la que encendía sus apestosos cigarrillos justo al lado de mi echarpe de seda. Bueno, de lo que yo creía que era seda, aunque lo había comprado en un mercadillo de Hong Kong. El caso es que debía de estar hecho de petróleo sólido porque se prendió como una tea en un segundo. Yo, desesperada y envuelta en llamas, intentaba protegerme el pelo mientras el francés me daba unos golpecitos demasiado educados con la servilleta para apagar el fuego. El estúpido belga sólo atinaba a decir: «¡Sacre bleu, sacre bleu!». Milagrosamente, de la mesa de al lado surgió como un rayo un mariscal o general o lo que fuera, me echó por encima su guerrera llena de medallas y me estrechó con fuerza entre sus brazos para sofocar el incendio que yo tenía sobre los hombros. Rápidamente vino un tipo del séquito de Nixon para preguntarme si todo estaba O.K. Seguro que creían que me estaba quemando a lo bonzo para protestar por la política norteamericana en Vietnam o algo parecido. Luis, que estaba ahí al lado, apareció al cabo de una eternidad y sin demostrar ninguna preocupación. Dice que no se dio cuenta de lo que estaba pasando, que creía que estaban trayendo algún tipo de postre exótico. Veinticinco años de matrimonio para esto. Porque mi héroe salvador de esa noche tiene casi ochenta, está pelado como un huevo y con la boca llena de dientes de oro, que si no se iba a enterar Luis…

REALISMO SOVIÉTICO

Hoy ha estado en casa nuestro amigo el pintor Evgeni Rukhin para enseñarme a hacer kulebiaka, un plato delicioso, bastante complicado, que es su especialidad. Es como una gran empanada rellena de varias capas de blinis con distintos tipos de rellenos. Me he vuelto loca para encontrar todos los ingredientes.


KULEBIAKA


Ingredientes


Para la masa

1 kg de harina

1,5 tazas de leche

125 g de mantequilla

20 g de levadura

2 cucharadas de azúcar

1/2 cucharada de sal


Para los blinis

200 g de harina

1 cucharada de azúcar

un poco de sal

2 huevos

300 g de mantequilla para fundir

Para el relleno

500 g de carne picada de ternera

1/2 taza de arroz

400 g de hígado de pollo

200 g de champiñones cortados en láminas

3 cebollas

2 cucharadas de nata agria

2 cucharadas de mantequilla

3 huevos duros

2 pepinillos en vinagre

6 yemas de huevo

1 cebolleta

perejil


PREPARACIÓN


Hace tiempo que nuestro amigo Evgeni me había prometido enseñarme a hacer este plato, pero con todo el lío de las exposiciones y su temporada en la cárcel, no había sido posible hasta ahora.

– Para empezar a hacer la pasta hay que poner el azúcar, la levadura, la mitad de la harina y algo de sal en leche templada -me dice mientras va echando con sus manos siempre manchadas de pintura los ingredientes en un bol como si arrojase cosas contra sus lienzos, dejándome la cocina hecha una miseria-. Se remueve, se cubre con un paño y se deja reposar como una hora. Después añadimos mantequilla, una yema y el resto de la harina. Amasaremos la mezcla hasta que no se nos pegue a los dedos. La cubriremos y la dejaremos descansar durante una hora. Luego le pasamos un rodillo dando a la masa una forma rectangular de unos cuarenta centímetros de largo y la dejamos descansar unos minutos. Mientras tanto podemos ir haciendo los blinis. Se pone harina, sal, azúcar, huevos y leche en esta batidora -continúa Rukhin, tirando la mitad afuera-. Esto se dejará reposar una hora.

Como parece que este asunto va para largo, nos servimos un par de copas de un riesling alemán muy rico que me llegó la semana pasada. Él me cuenta su estancia en la cárcel (parece que lo han tratado bastante bien y no lo han sometido a los terribles interrogatorios habituales) y recordamos los intensos acontecimientos que hemos vivido juntos últimamente.

Todo el lío empezó cuando él y Oskar Rabin, cansados de los miles de trámites administrativos infructuosos para organizar una exposición de pintores «contestatarios», decidieron hacerla por su cuenta y riesgo. Las mujeres de algunos embajadores nos ofrecimos a ayudarlos en lo que pudiéramos y finalmente se fijó la fecha para un domingo a principios de septiembre.

– Para hacer los blinis, calentamos una sartén con un hilo de aceite y ponemos un poco de masa. La vamos extendiendo con movimientos circulares hasta cubrir toda la superficie de la sartén, intentando que queden más finos que los blinis que utilizamos para el caviar. Cuando estén tostados por una cara, se les da la vuelta y luego se van haciendo más blinis de la misma forma y se reservan.

Volviendo al tema de la exposición, aprovechando la época del año, se buscó un sitio al aire libre, un descampado a las afueras de la ciudad. Todos los artistas estaban de lo más ilusionados con la idea de exponer sus obras, pero desafortunadamente el día amaneció gris y un poco lluvioso. Cuando yo llegué, aquello tenía un aspecto algo desangelado. Una veintena de puestos de pintores, unos cuantos diplomáticos y unos pocos rusos mirando las pinturas, la mayoría de las cuales estaban simplemente colocadas en el suelo y apoyadas contra una valla de madera o algún árbol. Un panorama deprimente, la verdad.

– Para preparar los rellenos, empezamos con el de carne. Picamos las cebollas con el perejil y las doramos durante un par de minutos, luego se añade la carne picada y se cocina unos cinco minutos. Después se agrega una cucharada de nata agria, sal, más perejil y pimienta negra, y se deja a fuego lento durante cinco minutos. Lo retiramos del fuego. En cuanto al hígado, lo limpiamos y lo hervimos durante un rato. Luego se pica, y se le echan los pepinillos cortados finos con otro poco de nata agria. Los champiñones para el tercer relleno, junto con las cebollas restantes, se fríen aparte con un poco de sal. Por último, se agrega una yema a cada uno de los rellenos y se mezcla bien. Al arroz, que hemos hervido previamente -me dice Evgeni-, le añadimos las cebolletas y los huevos duros muy picados y luego una yema y lo mezclamos. Es importante mantener los distintos rellenos por separado -advierte mi amigo a la vez que tira las cascaras de los huevos al cubo de la basura. Sin acertar, por supuesto.

Mientras apura su quinta copa de riesling estuvimos recordando el día de la exposición. Nosotros sólo estábamos pendientes del cielo, esperando que se despejara para que aquello se animara un poco y no fuera una catástrofe absoluta, cuando de repente oímos un ruido atronador y vimos quince o veinte excavadoras y camiones de la policía que avanzaban amenazadoramente desde el otro extremo del descampado seguidos de unas hordas vociferantes.

– ¡Muerte a los fascistas!

– ¡Acabemos con el arte degenerado!

Nos quedamos todos paralizados, no esperábamos una reacción tan brutal, todo lo más un par de policías molestando un poco. De los camiones sacaron unas mangueras y empezaron a barrernos con unos chorros a gran presión. A mí el agua me tiró al suelo como si me hubiesen dado un puñetazo. Mientras tanto, los bulldozers pasaban por encima de las pinturas aplastándolo todo y los energúmenos que venían detrás (disfrazados de jardineros) empezaron a golpear con unas largas porras a todo el que se pusiera por delante. Oskar Rabin se subió a la pala de una de las excavadoras para intentar detenerla y estuvo ahí colgado un rato hasta que lo bajaron a patadas.

– Se divide la masa en dos capas, una de ellas más pequeña que la otra, cada una de medio centímetro de grosor, rectangulares, y ponemos la pequeña en una fuente de horno. Ahora colocamos el relleno de carne encima de la masa, dejando unos márgenes de unos cinco centímetros a cada lado. Luego vamos alternando el relleno de carne, el de hígado, el de arroz y el de champiñones, cubiertos cada uno por blinis. Finalmente lo tapamos todo con la segunda capa de masa, presionando un poco con las manos para que el relleno quede compacto -continúa Rukhin.

Mientras que a mí, con una copa de riesling de más después de este largo proceso, se me va la cabeza al recuerdo de cómo intentaba arrastrarme fuera de aquel infierno en que se había convertido el lugar de exposición cuando uno de aquellos salvajes me detuvo. Milagrosamente conseguí rescatar el pasaporte diplomático del lodazal que había dentro de mi bolso y me dejó en paz. Cuando llegué al lugar donde había dejado el auto me encontré con los despojos de las otras embajadoras asistentes. No quedaba ni el recuerdo de sus lindos vestidos, ocultos bajo toneladas de barro. Las medias rotas les colgaban de los tobillos y muchas habían perdido los zapatos. Algunas tenían golpes en la cara. Mientras tanto, a los rusos se los estaban llevando presos, con los brazos en la nuca, en las camionetas de la policía, golpeándolos como ahora Rukhin golpea la masa.

– Unimos los extremos sobresalientes de las capas de arriba y abajo y los enrollamos para sellar el interior de la empanada.

Este hombre parecía completamente inmune a la botella de vino blanco que nos habíamos bebido, pero a mí, con tanta espera, tanta elaboración y tanto riesling, me empezaban a bailar los números y las letras de la receta que estaba anotando en el cuaderno.

– Con mucho cuidado -seguía Evgeni-, hacemos dos incisiones en medio de la kulebiaka; en ellas introducimos dos pequeños canutos de papel encerado para que la humedad pueda escapar mejor. La dejamos reposar un poco y luego la pintamos por encima con una yema batida.

Para entonces Rukhin estaba en semitrance, como si se encontrara delante de uno de sus lienzos, y daba vigorosos brochazos que acababan con frecuencia contra la pared. A esas alturas el desorden en la cocina era peor que el de cualquier taller de artista, pero ya todo me daba igual.

Lo curioso es que aquella represión desproporcionada sobre los artistas tuvo un efecto contrario al esperado por las autoridades. Los embajadores protestaron enérgicamente (Luis puso el grito en el cielo cuando me vio llegar como si volviera de la guerra) y los corresponsales de la prensa extranjera difundieron la noticia y las fotos del asalto por todo el mundo. Ante la presión de la opinión pública internacional, las autoridades soviéticas no tuvieron más remedio que liberar a los detenidos y autorizar una nueva exposición, en el cercano bosque de Ismailovo, tres semanas después.

Fue un día memorable, con un sol y una temperatura inusual para esa época del año en Moscú. En lugar de los veinte artistas de la primera exposición, esta vez había más de cuarenta y, en vez de los cuatro gatos de la vez pasada, una multitud enorme (veinte mil personas, decían) que paseaba por allí y admiraba las obras de los pintores en un ambiente de gran libertad.

– Introducimos la fuente en el horno precalentado y la dejamos unos 45 minutos -estaba indicando Rukhin-. Luego la sacamos, la cubrimos con una toalla seca y la salpicamos con unas gotas de agua. La dejamos reposar cinco minutos y ¡voilá! Listo para servir.

Mientras Rukhin (cubierto de arriba abajo de harina, con la barba llena de carne picada y otros sputniks no identificados por toda su ropa) y yo (con un hambre de lobo porque eran más de las cinco de la tarde y todavía no había probado bocado) devorábamos esta deliciosa kulebiaka, no podía dejar de pensar si yo tendría el valor de elegir una vida tan difícil como la de estos disidentes. Acá en la Unión Soviética hay muchas restricciones, apreturas e incomodidades, pero, si uno no se mete en problemas y mira para el otro lado, puede tener una existencia bastante apacible: la gente tiene la vivienda asegurada, por muy precaria que sea; no paga casi nada por luz ni calefacción y trabaja bastante poco. Como dicen por acá, «nosotros fingimos que trabajamos y el Estado finge que nos paga». Sin embargo, si uno se enfrenta al sistema, su vida se convierte en un infierno: acoso, pérdida del empleo, cárcel y, en el peor de los casos, tratamiento de reeducación en una clínica psiquiátrica.

Esperemos que el éxito de la exposición del otro día sea como la primera capa de una kulebiaka y que, poco a poco, con otras capas como éstas, se vaya construyendo una nueva sociedad más libre, más justa y que sepa tan bien como este plato, aunque si el proceso es tan lento como la elaboración de una de estas empanadas no lo alcanzarán a ver ni mis nietos.

Desgraciadamente, mi madre se equivocaba y las cosas no estaban cambiando ni cambiaron de forma sustancial para los artistas disidentes, ya que siguieron siendo perseguidos, presionados e insultados. La mayoría de ellos fueron desposeídos de la nacionalidad soviética y tuvieron que huir del país. La exposición de los bulldozers fue un hito a nivel mundial, la supuesta señal de que algo se estaba resquebrajando en el monolítico sistema soviético, pero, contrariamente a lo que pasó en España con los pintores antisistema de la época del franquismo, hoy casi nadie recuerda a aquellos artistas disidentes en la actual Rusia de Putin. Aunque su obra esté colgada en museos como el Guggenheim de Nueva York, aunque los nuevos ricos rusos gasten millones y millones de dólares en comprar valiosos iconos u óleos de artistas costumbristas del XIX, parece que se prefiere cubrir esta etapa con un tupido velo, como si desearan olvidar la vergüenza de aquellos tiempos tan negros.

CORTANDO POR LO SANO

MUSACA DEL RESTAURANTE ATHENEA DE GINEBRA


Ingredientes

4 berenjenas cortadas en rodajas

2 cebollas medianas

2 dientes de ajo

350 g de carne de cordero picada

350 g de ternera picada

2 cucharadas grandes de salsa de tomate

4 tomates pelados

aceite de oliva

sal y pimienta


Para la salsa

25 g de mantequilla

25 g de harina

4 dl de leche

2 huevos

sal y pimienta


PREPARACIÓN


Salar las rodajas de berenjena y dejarlas sudar para quitarles el amargor durante media hora. Aclararlas con un poco de agua y secarlas con un paño.

Mientras tanto, rehogar la cebolla y el ajo en una sartén durante unos minutos. Añadir la carne picada y la salsa de tomate. Cocinar durante unos 10 minutos. Retirar.

Con bastante aceite, dorar las berenjenas por las dos caras. Añadir más aceite si es necesario, ya que las berenjenas absorben mucho.

En una fuente de horno previamente engrasada, poner una capa de rodajas de berenjena. A continuación una de carne picada. Repetir la operación, terminando con una capa de berenjenas. Después cubrir con una última capa de tomates cortados en rodajas muy finas.

Para hacer la salsa fundir la mantequilla en una cacerola y echar la harina. Dejar un instante y añadir poco a poco la leche. Remover constantemente hasta que hierva. Dejar reducir un par de minutos. Salpimentar. Retirar la cacerola del fuego y verter la mezcla en los huevos levemente batidos. Cubrir con esta salsa la capa de tomates de la fuente.

Meter en un horno precalentado durante 20 minutos. Servir muy caliente.


Más vale que anote esta receta que conseguí porque a este restaurante me parece que no voy a volver más. ¡Qué papelón, Dios mío! Después de la operación de apendicitis de Dolores habíamos decidido celebrarlo allí nosotras dos y la cónsul uruguaya en Ginebra. Comimos maravillosamente y había un grupo que tocaba una música muy animada que yo imagino que era sirtaki o algo así. Los camareros repartieron unos platos especiales y la gente bajaba a una pista de baile que había en medio del restaurante para romperlos festivamente á la grecque. Me encantó la idea, pero me daba pereza bajar a la pista, así que decidí tirar uno desde donde estábamos sentadas. Agarré impulso y lo lancé con todas mis fuerzas, con tan mala suerte que acerté en la nuca del maître, que se volvió hecho una furia, total, por una pequeña heridita de nada.

Vraiment, madame! -me gritó enseñándome una gotita de sangre como si lo hubiese abierto en canal con un cuchillo.

C'est ma fille, pardonne le! -contesté acusando a Dolores, pensando que la estupidez de una niña de quince años tendría menos importancia que la de una señora de… bueno, de los años que sean.

El maître se volvió hecho una fiera hacia Lolita, pero a la niña le había entrado un ataque de risa. El hombre estaba cada vez más indignado y empezó a gritar de todo en griego mientras la gente se arremolinaba para ver qué había pasado. Dolores reía y reía y al maître parecía que le iba a dar una apoplejía en cualquier momento. De repente la niña se volvió hacia mí, todavía riéndose.

– Mamá, creo que se me han saltado los puntos… -dijo señalando una mancha roja en el vestido amarillo que llevaba. Resumen de la historia: acabamos en el hospital cantonal con Lolita y el maître, cada uno poniéndose sus puntos. Sin palabras.

La operación de apendicitis de Dolores fue una locura más. Menos mal que al final todo salió bien. La niña llevaba unos días sintiéndose mal y la llevamos a la Policlínica Diplomática de Moscú, donde un médico norteamericano diagnosticó que sólo eran gases y que tomara mucha Coca-Cola (sin gas). Aquello me pareció una idiotez tremenda. Entonces decidimos llevarla al médico de la embajada francesa que opinó que, sin ningún género de duda, aquello era un quiste en un ovario. La niña cada vez se sentía peor y yo me volvía loca de preocupación. Cuando ya estábamos desesperados y en vista de que no mejoraba, tomé una decisión heroica: llevarla a un hospital ruso. Hasta entonces nuestros contactos con la medicina soviética habían sido escasos, pero las referencias que nos daban otros diplomáticos no podían ser menos tranquilizadoras: cicatrices kilométricas, operaciones en medio de las que se acaba la anestesia y tragedias por el estilo. Sin embargo, no había otro remedio.

El doctor ruso fue tajante: era apendicitis y había que operar sin pérdida de tiempo. Me daban temblores sólo de pensar en el costurón que le iban a hacer a la pobre niña en la barriga, pero delante de ella puse la mejor cara posible. Por un momento creí haberla engañado.

El hospital era un inmenso edificio que, a pesar de no tener muchos años, aparentaba haber pasado por varios conflictos armados consecutivos. Las paredes mostraban enormes grietas y varias ventanas estaban rotas. Para colmo, una de las dos hojas de la puerta de urgencias llevaba meses atorada y los enfermos tenían que bajarse de la camilla para entrar. El pasillo de entrada tenía como cuatro dedos de barro y nieve y allí se acumulaban los enfermos en camillas, con abrigos, gorros de piel y grandes botas sobre sus camisones reglamentarios. El ruido de fondo era como un gran quejido sordo. Subimos en un destartalado ascensor a la quinta planta, donde nos esperaba un enfermero que nos acompañó a la habitación. También llevaba un gorro de piel y unas grandes botas de nieve. Los pasillos estaban allí igualmente atestados de gente esperando su turno en camillas o sillones. Como yo había supuesto, el cuarto que nos asignaron no era individual: había otras cinco mujeres muy viejas, todas con sus pañuelos en la cabeza, que nos miraron con indiferencia.

– Mamá, te lo pido, no se te ocurra dejarme sola aquí. ¡Prométemelo!

La pobre Lolita estaba histérica y con razón, y yo muerta de miedo. Me imaginaba que la iban a abrir en canal con un serrucho o algo parecido. El enfermero del gorro de piel le alcanzó uno de esos camisones de hospital que sólo están cerrados por detrás con una cinta y dejan todo el derriére al aire. Cuando Dolores se lo puso, aquel buen hombre agarró toda la ropa que habíamos traído, abrió una trampilla que había en el suelo y la tiró con gran violencia. Adiós para siempre. Estuvimos un buen rato esperando sentadas en aquella cama de sábanas de un muy conveniente color gris que ocultaba a saber Dios qué manchas. La niña tintaba porque por una de las ventanas rotas entraban unos chiflones de viento helado. Al cabo de un rato apareció el del gorro de piel con la camilla. Dolores, siempre de mi mano, se subió a aquel chirriante artefacto y nos encaminamos al ascensor.

– ¿Es su hija? -preguntó el enfermero-. Supongo que sabe lo de la cuarentena. No se preocupe, ya le iremos dando noticias de ella.

– ¿Cómo que la cuarentena?

– Sí, ya sabe que en nuestros hospitales los pacientes deben guardar cuarentena después de la intervención y no están autorizadas las visitas.

En ese momento el enfermero me apartó de un manotazo y metió la camilla de Lolita en el ascensor. Dolores gritaba como una loca y, justo cuando se estaban cerrando las puertas, saltó como un gamo fuera de la cabina. Entonces empezó a correr por los pasillos sin importarle el camisoncito ni que se le viera el derriére, y detrás de ella yo, perseguidas a corta distancia por el enfermero indignado que nos insultaba a gritos.

Conseguimos llegar a la salida y Dolores continuó corriendo descalza y medio desnuda por la nieve. Sólo respiramos cuando llegamos al auto y salimos disparadas para nuestra casa. Aquella noche, mientras Lolita vomitaba y vomitaba, no pararon de llamar del hospital, preguntando por la tovarich Dolores, y yo siempre contestaba que allí no había nadie con ese nombre. Finalmente Luis lo arregló todo y a las siete de la mañana estábamos tomando el avión para Ginebra. Cuatro horas más tarde la operaban de urgencia, al borde de la peritonitis.

Al día siguiente de la intervención ya estaba como una rosa, con una cicatriz de sólo dos centímetros y lista para ir al restaurante griego. Teniendo en cuenta todo lo que hemos pasado, un plato más o menos contra la nuca del maître tampoco es tan grave.

DESPEDIDA

A punto de marcharnos de la URSS nos enteramos de la terrible muerte de Rukhin. Como noticias de este tipo suelen tardar bastante en saberse en este país, hasta pasadas unas semanas no nos enteramos del desgraciado incendio que había acabado con su vida. Los detalles eran confusos y no pudimos averiguar exactamente qué había pasado, pero supe que, como es costumbre, su familia organizaba una celebración pasados cuarenta días de la muerte. Decidí viajar a Leningrado, que era donde él residía habitualmente, para presentarle mis condolencias a la viuda.

Llegué allá sola y un poco intranquila, en parte por mi mal ruso, en parte por no saber con qué me iba a encontrar. La casa de los Rukhin ocupaba tres habitaciones de la planta inferior de una antigua mansión del siglo XVIII, cerca de la Perspectiva Nevsky, la avenida principal de la ciudad. Me abrieron la puerta y me hicieron pasar a una habitación, más amplia de lo que suele ser habitual en las casas rusas. Yo no sabía muy bien a quién dirigirme, pero enseguida vino la viuda a saludarme, una chica joven, rubia y bastante mona aunque, lógicamente, con los ojos hinchados de llorar. Me tomó de las manos.

– Muchas gracias por venir. Aunque no la he conocido antes, sé que usted y su marido eran amigos de verdad de Evgeni. Él me hablaba a menudo de ustedes. Decía que apreciaban su arte de corazón.

Estuvo largo rato diciéndome cosas, supongo que muy cariñosas, aunque mi mal ruso hacía que sólo comprendiese palabras sueltas. Yo le contestaba en francés y, aunque ella no parecía entender demasiado, asentía una y otra vez con la cabeza. Después me condujo a uno de esos divanes que suele haber en las casas rusas donde por las noches duermen los niños y la abuela, e hizo gestos para que me sentara. La destartalada lámpara del techo sólo daba una luz mortecina, pero el resplandor rojizo del atardecer iluminaba aún parte de la habitación. El salón estaba arreglado con muebles antiguos y de las paredes colgaban algunos cuadros de los colegas y amigos del pintor. En medio de la sala había una gran mesa donde estaba dispuesta la comida, principalmente zakuski (aperitivos) en este caso fríos, como pescados y carnes ahumados, pepinillos en vinagre y ensaladas. En torno a ella había bastante gente, incluso un par de popes ortodoxos, pero no vi a ninguno de los artistas que conocíamos de Moscú. Probablemente no los habían dejado viajar. Unos reían, otros lloraban y todos comían y bebían vodka. Por la ventana se divisaba un bonito panorama del río Neva. Como no conocía a nadie, me acerqué para admirar la vista. Una chica se puso a mi lado y empezó a hablarme en francés. Dijo ser amiga de la familia y me contó los detalles de la muerte de Rukhin.

– Como usted sabe Evgeni era bastante «molesto» para las autoridades y siempre intentaban presionarlo. Unas veces le rompían las ventanas a pedradas, otras desconocidos insultaban a su familia por la calle y otras llegaba a su casa y se encontraba con que habían entrado y manchado de pintura roja sus cuadros, pero esta vez se les fue la mano -dijo-. La policía provocó un incendio en su estudio, que está aquí, a la vuelta de la esquina, con la intención de amedrentarlo. Pero no contaban con que Evgeni se había quedado a dormir allí después de trabajar toda la noche. Las llamas alcanzaron rápidamente los botes de pintura, el fuego se propagó y el humo lo asfixió en poco tiempo. Lo encontraron tumbado en su colchón, como si aún siguiera dormido.

Aquella mujer se ofreció para acompañarme a ver los restos del incendio, pero no me sentí con fuerzas. Alguien me trajo un vodka para levantarme el ánimo. Estuvimos hablando un rato de la familia y de los dos niños que quedaban huérfanos. La viuda lloraba constantemente abrazada a otra mujer joven.

– ¿Es su hermana? -pregunté.

– No. Es la amante que Evgeni tenía en Moscú. A pesar de que su mujer no sabía de su existencia, lleva aquí desde que murió y juntas lloran al hombre que amaron.

Nada más ruso que aquella escena. Por otro lado pensé que nadie como la amante para entender el dolor de la viuda.

Le pregunté a esta amiga de la familia por el significado de esta reunión tantos días después de la muerte.

– El banquete de los cuarenta días es la culminación del luto -me explicó-, es el momento en que finalmente se acepta la desaparición de alguien. Hasta entonces se supone que el alma del difunto aún se encuentra unida a su casa y a sus seres queridos. Son días en los que el ánima debe repasar su vida, sus buenas y malas acciones. Por eso durante este período aún se prepara cada noche la cama del difunto y se le pone un sitio a la mesa. Una vez transcurrido este tiempo ya estará listo para partir e incorporarse a su nueva vida. Esta es la costumbre tradicional rusa que las autoridades soviéticas han intentado erradicar como una superstición religiosa, pero que muchos aún conservamos. Aunque ellos se empeñen, Dios no ha muerto en Rusia. ¿Conoce usted la cámara Kilian? Es una cámara creada por uno de nuestros científicos más destacados que permite fotografiar el aura de las cosas. Se han hecho pruebas muy rigurosas y es justo a los cuarenta días cuando a los cadáveres les desaparece definitivamente el aura. Las autoridades, asustadas por los resultados de este experimento, lo han silenciado, porque creen que puede considerarse una demostración científica de la existencia del alma. Incluso han prohibido más pruebas con la cámara. Me lo ha contado una prima mía que trabaja en ese laboratorio. Verá, nuestras tradiciones no son tan estúpidas como parecen.

Nos quedamos un momento en silencio.

– ¿Ve el trozo de pan puesto sobre ese vaso de vodka? -me dijo indicándome un sitio libre en el extremo de la mesa del comedor-. Es para el muerto. Una invitación a compartir esta reunión con nosotros. Al mismo tiempo es una despedida, una aceptación de lo inevitable. Después, el difunto deberá partir y nosotros comer y beber a su salud.

Me sirvió otro vaso de vodka y un poco de kutia, un plato a base de arroz y pasas que suele preparase para los funerales.

– Hoy es un día de tristeza pero también de alegría, porque nos volveremos a ver el día de la resurrección, beba conmigo. Khristos Voskrés -dijo, chocando mi vaso.

Volví a Moscú pensando que los rusos viven la muerte como la vida, intensamente, de una forma excesiva, apurando siempre la botella hasta el fondo. A los pocos días me enteré de que la amante de Rukhin se había suicidado tirándose al metro. Para que luego digan que Dostoievski exagera.

Pronto volveremos a Montevideo y siento que, por muy lejos que nos vayamos, una parte de este salvaje, incivilizado, despótico y caótico país viajará siempre dentro de mí.

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