SEGUNDA PARTE
La Chica Templeton

Los modales son la manera feliz de hacer las cosas.

Ralph Waldo Emerson "Culture"


5

La Academia de Templeton para Jóvenes Damas se asentaba en la Quinta Avenida como una gran ballena de piedra gris. Hamilton Woodward, el abogado de Cain la había recomendado. Aunque la escuela no aceptaba normalmente a chicas tan mayores como Kit, Elvira Templeton había hecho una excepción para el Héroe de Missionary Ridge.

Kit estaba vacilante de pie en el umbral de la habitación de la tercera planta que le habían asignado y estudiaba a las cinco chicas que llevaban idénticos vestidos azul marino con los cuellos y los puños blancos. Estaban apiñadas alrededor de la única ventana de la habitación mirando hacía la calle. No le llevó mucho tiempo comprender a quién miraban tan atentamente.

– Oh, Elsbeth, ¿no es el hombre más guapo que has visto nunca?

La chica llamada Elsbeth suspiró. Tenía unos tirabuzones castaños y una cara fresca y bonita.

– Imagínate. Ha estado aquí mismo, en la Academia, y no se nos ha permitido a ninguna bajar a verlo. ¡Es tan injusto! -y entonces dijo con una risilla sofocada-: Mi padre dice que no es realmente un caballero.

Más risilla sofocadas.

Una chica hermosa, de pelo rubio que le recordó a Kit a Dora Van Ness habló.

– Madame Riccardi, la cantante de ópera lo ha pasado muy mal cuando él le ha dicho que se traslada a Carolina del Sur. Todo el mundo habla de eso. Ella es su amante, ya sabes.

– ¡Lilith Shelton! -las chicas estaban delirantemente horrorizadas y Lilith las miró desdeñosamente.

– Todas sois muy inocentes. Un hombre tan sofisticado como Baron Cain tiene docenas de amantes.

– Acordaos lo que hemos decidido -dijo otra chica-. Aunque ella es su pariente, es una Sudista de modo que todas debemos odiarla.

Kit ya había escuchado suficiente.

– Si eso significa que me libraré de hablar con vosotras, perras idiótas, me parece estupendo.

Las chicas se giraron a la vez y respiraron con dificultad. Kit sintió sus ojos recorrer su feo vestido y el horrible sombrero. Un artículo más para añadir al libro gordo de odio que estaba escribiendo contra Cain.

– ¡Salir todas de aquí! Todas vosotras. ¡Y si veo a alguna otra vez por aquí, le voy a dar una patada en su flaco culo y la voy a mandar directa al infierno!

Las chicas huyeron despavoridas de la habitación con chillidos horrorizados. Todas menos una. La chica a la que llamaban Elsbeth. Parecía sobresaltada y aterrada, con los ojos abiertos como platos y los bonitos labios temblándole.

– ¿Eres sorda o algo así? He dicho que te vayas.

– Yo… yo no puedo.

– ¿Por qué demonios no?

– Yo… yo vivo aquí.

– Oh -por primera vez, Kit observó que la habitación tenía dos camas.

La chica era de apariencia dulce, una de esas personas propensas a ser buenas, de naturaleza amable, y Kit no sentía la necesidad de ser grosera con ella. Por otra parte ella era la enemiga.

– Tendrás que cambiarte.

– La señora… la señora Templeton no me lo permite. Yo… yo ya le he preguntado.

Kit maldijo, se subió las faldas, y se hundió en la cama.

– ¿Cómo es que eres tan afortunada de ser mi compañera?

– Mi… mi padre. Es el abogado del señor Cain. Yo soy Elisabeth Woodward.

– Te diría que estoy encantada de conocerte, pero las dos sabríamos que estoy mintiendo.

– Yo… yo mejor salgo.

– Sí hazlo.

Elsbeth salió deprisa de la habitación. Kit se recostó en la almohada, pensando como iba a sobrevivir allí los próximos tres años.


***

La Academia Templeton mantenía un ordenado sistema de demérito. Por cada diez deméritos que una chica adquiría, se la confinaba en su habitación todo el sábado. Al final de su primer día, Kit había acumulado ochenta y tres. (Tomar el nombre de Dios en vano eran automáticamente diez.) Al final de su primera semana, ya había perdido la cuenta.

La señora Templeton llamó a Kit a su oficina y la amenazó con expulsarla si no comenzaba a seguir todas las reglas. Kit debía participar en las clases. Le habían dado dos uniformes y tenía que comenzar a llevarlos. Su gramática debía mejorar inmediatamente. Las damas no decían "anda que no" o "yo me supongo". Las damas se referían a los objetos como "sin importancia", no "inútiles como saliva de sapo". Y sobre todo, las damas no maldecían.

Kit permaneció estoica durante la entrevista, pero interiormente estaba asustada. Si la vieja arpía la expulsaba, Kit habría roto su acuerdo con Cain y perdería Risen Glory para siempre.

Juró controlar su carácter, pero según pasaban los días, se volvió más y más difícil. Tenía tres años más que sus compañeras de clase, pero sabía menos que cualquiera de ellas. Se burlaban de su corte de pelo desigual y se reían disimuladamente cuando se le enredaban las faldas en la silla. Un día le pegaron las páginas de su libro de francés. Otro día su camisón apareció hecho nudos. Ella había vivido su vida levantando los puños, y ahora su futuro dependía de que los tuviera bajados. En lugar de vengarse, reunía los insultos y los guardaba para examinarlos ya muy entrada la noche cuando estaba acostada en la cama. Algún día haría que Baron Cain pagara cada uno de esos insultos.

Elsbeth continuó comportándose como un ratón asustado siempre que estaba cerca de Kit. Aunque rechazaba participar en la persecución de Kit, era demasiado tímida para hacer a las otras chicas detenerse, pero su amable corazón no podía soportar las injusticias, especialmente cuando los días le demostraron que Kit no era tan fiera como parecía.

– Estoy desesperada -le confesó Kit una noche después de que hubiera tropezado con la falda del uniforme en la clase de baile y tirara un florero chino de su pedestal-. Nunca aprenderé a bailar. Hablo demasiado alto, odio llevar faldas, el único instrumento musical que puedo tocar es un arpa de boca y no puedo mirar a Lilith Shelton sin maldecirla.

Los ojos castaños de Elsbeth la miraron con preocupación.

– Debes ser más agradable con ella. Lilith es la chica más popular de la escuela.

– Y la más repugnante.

– Te aseguro que no es como tú dices.

– Y yo te aseguro que sí. Eres tan buena, que no reconoces la maldad en otra gente. Incluso no pareces asustarte de mí, y eso que dicen que soy malvada.

– ¡Tú no eres malvada!

– Sí lo soy. Pero no tanto como muchas de las chicas que están en esta escuela. Supongo que tú eres la única persona decente aquí.

– Eso no es cierto -dijo Elsbeth con la mayor serenidad-. La mayor parte de ellas son muy agradables si sólo les dieras la oportunidad. Eres tan agresiva que las asustas.

El ánimo de Kit se levantó un poco.

– Gracias. La verdad es que no sé cómo podría yo asustar a nadie. Todo lo hago mal aquí. No puedo imaginarme como voy a durar tres años.

– Mi padre no me dijo que tenías que estar tanto tiempo. Entonces tendrás veintiuno. Serás demasiado mayor para estar en una escuela.

– Lo sé, pero no tengo ninguna elección -Kit manoseó la colcha de lana gris. Normalmente no le gustaba revelar confidencias, pero se sentía más sola que nunca-. ¿Hay algo en este mundo que quieras tanto que harías cualquier cosa por mantenerlo seguro?

– Oh, sí. Mi hermana pequeña Agnes. Ella no es como los otros niños. Aunque tiene casi diez años no puede leer ni escribir pero es muy dulce y nunca dejaré que nadie la lastime.

– Entonces me entiendes.

– Cuéntame, Kit. Cuéntame lo que te pasa.

Y así Kit le habló de Risen Glory. Describió los campos y la casa, habló de Sophronia y Eli, y trató de hacer que Elsbeth viera la forma en que los árboles cambiaban de color según el momento del día.

Después le habló de Baron Cain. No le contó todo. Elsbeth no entendería nunca su mascarada como chico de establo o la manera que había estado a punto de matarlo, y mucho menos que le propusiera ser su amante. Pero le contó lo suficiente.

– Él es perverso y no puedo hacer nada sobre eso. Si me expulsan, venderá Risen Glory. Y si consigo durar los tres años aquí, todavía deberé esperar hasta que tenga veintitrés años para conseguir controlar el dinero de mi fondo fiduciario y pueda comprársela a él. Cuánto más tiempo pase, más difícil va a ser.

– ¿No hay ninguna otra forma en que puedas utilizar tu dinero antes de eso?

– Sólo si me caso. Pero eso no ocurrirá.

Elsbeth era hija de un abogado.

– Si te casas, tu marido controlaría tu dinero. Es la forma en que funciona la ley. No podrás gastarlo sin su permiso.

Kit se encogió de hombros.

– Esas leyes están caducas. No hay ningún hombre en el mundo al que yo me encadenaría. Además yo seguramente no valdré para ser esposa. Lo único que se hacer bien es cocinar.

Elsbeth era comprensiva pero también práctica.

– Por eso todas estamos aquí. Para aprender a ser unas esposas perfectas. Buscan a las chicas de la Academia Templeton para hacer los matrimonios más selectos de Nueva York. Por eso es tan especial ser una chica Templeton. Los hombres vienen de todas partes del Este para asistir al baile de graduación.

– No me importa si vienen de París, Francia. Nunca me verás en un baile.

Pero parecía que a Elsbeth le había llegado la inspiración, y no estaba prestando atención.

– Todo lo que tienes que hacer es encontrar el marido adecuado. Alguien que te haga feliz. Entonces todo será perfecto. No dependerás del señor Cain y tendrás tu dinero.

– Eres una chica realmente dulce Elsbeth, pero debo decirte que esa es la idea más ridícula que he escuchado en mi vida. Casarme significaría que le estoy pasando a otro hombre mi dinero.

– Si eliges al hombre adecuado, sería lo mismo que tenerlo tú misma. Antes de casarte, podrías convencerlo que te compre Risen Glory como regalo de bodas -aplaudió mientras ponía una mirada soñadora -. Imagínate qué romántico sería. Podrías volver a tu casa para la luna de miel.

Maridos y lunas de miel… Elsbeth podría haber estado hablando en otro idioma.

– Eso es una evidente estupidez. ¿Qué hombre va a casarse conmigo?

– ¡Levántate! -la voz de Elsbeth tenía la misma nota de orden que la propia Elvira Templeton, y Kit se levantó de mala gana.

Elsbeth le pasó el dedo por su mejilla.

– Estás terriblemente delgada y tu pelo es horrible. Desde luego -añadió cortésmente -crecerá, y es un color hermoso, tan suave y negro. Incluso ahora, no estaría mal si lo igualaras un poco. Tus ojos parecen demasiado grandes para tu cara, pero es por tu extrema delgadez -despacio giró en un circulo alrededor de Kit-. Vas a ser muy hermosa algún día, de modo que creo que debemos preocuparnos sólo de lo demás.

Kit frunció el ceño.

– ¿Qué es de lo demás que tenemos que preocuparnos?

Pero Elsbeth ya no se sentía intimidada.

– Todo lo demás. Debes aprender a hablar y andar, qué palabra decir o incluso más importante, cuál no decir. Deberás aprender todo lo que la Academia te enseña. Eres afortunada de que el señor Cain haya sido tan generoso con tu asignación para ropa.

– No la necesito. Lo que necesito es un caballo.

– Los caballos no te ayudarán a conseguir un marido. Pero la Academia sí.

– No sé cómo. No he conseguido gran cosa hasta ahora.

– No no has conseguido nada -la sonrisa dulce de Elsbeth se puso traviesa-. Pero entonces tampoco me tenías en tu bando.

La idea era tonta pero Kit reconoció su primera chispa de esperanza.

Según pasaban las semanas, Elsbeth fue tan buena como le prometió. Le recortó el pelo a Kit con tijeras de manicura y le dio clases en las asignaturas que estaba más retrasada. Finalmente Kit dejó de golpear los floreros en la clase de baile y descubrió que tenía talento para coser… no bordando los dechados de fantasía que detestaba, sino añadiendo toques flameantes a otras ropas, como los uniformes de la escuela. (Diez de demérito.) Se le daba muy bien el francés, y al cabo de poco tiempo estaba ayudando con esa asignatura a muchas de las chicas que se habían burlado de ella.

Para Pascua, el proyecto de Elsbeth para que encontrara marido ya no le parecía tan ridículo, y Kit empezó a dormirse soñando que Risen Glory sería suya para siempre.

Imagínate.


***

Sophronia ya no era la cocinera de Risen Glory, sino el ama de llaves de la plantación. Dobló y guardó la carta de Kit en el cajón del pupitre de caoba dónde guardaba las facturas del hogar y se apretó el mantón más fuertemente alrededor de los hombros para protegerse del frío de febrero. Kit llevaba ya en la Academia Templeton seis meses, y ahora parecía empezar a aclimatarse.

Sophronia la echaba de menos. Kit estaba ciega en algunas cuestiones, pero también entendía cosas que la otra gente no. Además Kit era la única persona en el mundo que la quería. De todas maneras, siempre conseguían enfadarse en las cartas, y ésta era la primera correspondencia que Sophronia recibía de Kit en un mes.

Sophronia pensó en sentarse para responderla de forma inmediata pero sabía que lo postergaría, especialmente tras la última vez. Sus cartas solamente parecían enfadar a Kit. Se podría pensar que estaría contenta de escuchar cómo Risen Glory estaba floreciendo ahora que Cain estaba al mando, pero sólo acusaba a Sophronia de tomar partido por el enemigo.

Sophronia contempló la confortable habitación. Observó la nueva tapicería de damasco rosa del sofá y la forma en que los azulejos de porcelana de Delft alrededor de la chimenea brillaban con la luz del sol. Todo brillaba con cera, pintura fresca y cuidados.

A veces se odiaba a sí misma por trabajar tan duramente para hacerla hermosa de nuevo. Trabajaba todos los días hasta deslomarse para el hombre, como si nunca hubiera habido una guerra y fuera todavía una esclava. Pero ahora tenía una paga. Un buen salario, el mejor de las amas de llaves del condado. Pero Sophronia todavía no estaba satisfecha.

Se movió para mirarse en el gran espejo con marco dorado que colgaba de la pared entre las ventanas. Nunca se había visto mejor. Las comidas regulares habían suavizado los rasgos de su cara y se habían redondeado los afilados ángulos de su cuerpo. Llevaba el pelo largo suavemente enrollado y cogido en lo alto de la cabeza. El estilo sofisticado le añadía una altura considerable, de casi un metro ochenta centímetros, y eso la complació. Con sus exóticos ojos dorados y su piel caramelo pálida, se parecía a una de las Amazonas que había visto en un libro de la biblioteca.

Frunció el ceño cuando se miró el sencillo vestido. Ella quería vestidos de modista. Quería sedas y perfumes, cristal y champán. Pero lo que más quería era un lugar propio, una de esas bonitas casas color pastel de Charleston, dónde tendría una criada y se sentiría segura y protegida. También sabía como conseguirlo. Tenía que hacer lo que más miedo le daba. En lugar de ser ama de llaves de un hombre blanco, debería ser su amante.

Cada noche cuando servía a Cain la cena, balanceaba las caderas de forma seductora, y apoyaba los pechos contra su brazo mientras le ponía la comida. A veces olvidaba su miedo a los hombres blancos para mirar lo apuesto que era, y recordaba lo amable que había sido con ella. Pero él era demasiado grande, demasiado poderoso, demasiado masculino para sentirse a gusto con él. A pesar de todo, se humedecía los labios y le invitaba con los ojos, practicando todos los trucos que había logrado aprender.

Una imagen de Magnus Owen apareció en su mente. ¡Maldito sea ese hombre! Odiaba la manera en que la miraba con esos ojos oscuros, como si sintiera pena de ella. Dulce y bendito Jesús, como si no tuviera él un cuerpo de risa. Magnus Owen que la odiaba tanto que no podía soportarlo, tenía el descaro de compadecerse de ella.

Un involuntario escalofrío le recorrió el cuerpo cuando imaginó unos miembros blancos pálidos envolviendo los suyos más oscuros. Apartó la imagen y siguió con su resentimiento.

¿Pensaba realmente Magnus Owen que dejaría que la tocara? ¿Él o cualquier otro hombre negro?¿Pensaba Magnus que había estudiado tan duramente escondida en los aseos, escuchando a las damas blancas de Rutherford hasta poder hablar exactamente como ellas, sólo para acabar con un hombre negro que no podría protegerla? Probablemente no. Especialmente un hombre negro cuyos ojos parecían taladrar en los rincones más profundos de su alma.

Se encaminó a la cocina. Pronto tendría todo lo que quería… una casa, vestidos de seda, seguridad… y pensaba ganarlo de la única manera que se imaginaba, satisfaciendo el anhelo de un hombre blanco. Un hombre blanco que fuera lo bastante poderoso para protegerla.

La noche se presentaba lluviosa. Los potentes vientos de febrero aullaban por debajo de la chimenea y agitaban las contraventanas cuando Sophronia hizo una pausa fuera de la biblioteca. En una mano sujetaba una bandeja de plata portando una botella de brandy y un único vaso. Con su otra mano se desabrochó los botones superiores del vestido para revelar el inflamiento de sus pechos. Era hora de hacer el siguiente movimiento. Respiró profundamente y entró en la habitación.

Cain levantó la vista del libro mayor en el escritorio.

– Debes haber leído mi mente.

Él desperezó su cuerpo grande, patilargo en la silla de cuero, se levantó y se estiró. Ella no se permitió alejarse cuando le vio rodear el escritorio, moviéndose como un gran león dorado. Había estado trabajando de sol a sol durante meses, y parecía cansado.

– Es una fría noche -dijo ella poniendo la bandeja sobre el escritorio -. Creo que vas a necesitar algo para mantenerte caliente -abrió con la mano el escote de su vestido para que no hubiera error de a lo que se refería.

Él la miró y ella reconoció el familiar gusanillo de pánico. Se recordó de nuevo lo amable que él había sido, aunque por otro lado había algo peligroso en él que la intimidaba.

Sus ojos bajaron de su cara a sus pechos.

– Sophronia…

Ella pensó en vestidos de seda y una casa color pastel. Una casa con un buen cerrojo.

– Shh… -caminó hacía él y le acarició el pecho con los dedos. Entonces dejó que su mantón de deslizara por su brazo desnudo.

Desde hacía siete meses, su vida había estado llena de mucho trabajo y poco placer. Ahora dejó caer sus párpados y cerró sus largos dedos sobre su brazo. Su mano bronceada por el sol de Carolina, era más oscura que su propia carne.

Él ahuecó su barbilla.

– ¿Estás segura de esto?

Ella se obligó a asentir con la cabeza.

Su cabeza empezó a bajar, pero justo antes que sus labios se tocaran, se produjo un ruido detrás de ellos. Se giraron a la vez y vieron a Magnus Owen de pie en la puerta abierta.

Sus apacibles rasgos se torcieron cuando la vio allí, lista para rendirse al abrazo de Cain. Ella escuchó un gruñido salir desde las profundidades de su garganta. Entró en la habitación y se lanzó a por el mismo hombre al que consideraba su mejor amigo, el hombre que le había salvado una vez la vida.

La brusquedad del ataque cogió a Cain por sorpresa. Asombrado se echó hacia atrás y apenas consiguió guardar el equilibrio. Entonces se preparó para combatir a Magnus.

Horrorizada ella vio como Magnus le arremetía. Le lanzó un puñetazo que Cain esquivó y levantó el brazo para contrarrestar otro golpe.

Magnus lanzó el puño otra vez. Esta vez encontró la mandíbula de Cain y lo envió al suelo. Cain se levantó pero no quería pelear.

Gradualmente Magnus recuperó la razón. Cuando se dio cuenta que Cain no iba a pelear, bajó los brazos.

Cain miró fijamente a los ojos a Magnus, y luego dirigió su atención a Sophronia. Puso de pie una silla que había quedado tumbada por el ataque y dijo bruscamente.

– Vete a dormir, Magnus. Tenemos un día duro mañana -se giró hacia Sophronia-. Puedes irte. No te necesitaré más.

La forma deliberada en que enfatizó esas últimas palabras no dejaba duda de su significado.

Sophronia salió deprisa de la habitación. Estaba furiosa con Magnus por echar a perder sus planes. Al mismo tiempo temía por él. Esto era Carolina del Sur y él había golpeado a un hombre blanco, no una vez, sino dos.

Apenas durmió esa noche temiendo que los demonios con sábanas blancas vinieran a por él, pero no ocurrió nada. Al día siguiente le vio trabajando con Cain, limpiando a cepillo uno de los campos. El miedo que había sentido por él, se transformó en resentimiento. Él no tenía ningún derecho a interferir en su vida.

Esa noche Cain le ordenó dejar el brandy en la mesa de fuera de la puerta de la biblioteca.

6

Flores frescas de primavera llenaban el salón de baile de la Academia Templeton para Jóvenes Damas. Pirámides de tulipanes blancos ocultaban las chimeneas vacías, mientras que floreros de cristal tallado llenos con lilas bordeaban sus repisas. Incluso en los espejos habían sido colgadas azaleas tan blancas como la nieve.

A lo largo del perímetro del salón de baile, los grupos de elegantes invitados contemplaban la terraza al final del salón de baile, que estaba encantadoramente adornada de rosa. Pronto las graduadas más recientes de la Academia Templeton, la Clase de 1868, pasaría a través de ella.

Además de los padres de las debutantes, entre los invitados se incluían miembros de las familias más elegantes de Nueva York: los Schermerhorns y los Livingstons, varios Jays y al menos un Van Rensselaer. Ninguna madre socialmente prominente permitiría a un hijo casadero perderse alguno de los eventos que rodeaban la graduación de la más reciente cosecha de chicas Templeton, e indudablemente no se perderían el baile de graduación de la Academia, ya que era el mejor lugar en Nueva York para encontrar a una nuera adecuada.

Los solteros estaban reunidos en grupos alrededor de la habitación. Sus filas se habían reducido debido a la guerra, pero todavía había los suficientes presentes para agradar a las madres de las debutantes.

Los hombres más jóvenes estaban descuidadamente seguros de sí mismos en sus esmóquines negros y sus camisas de blanco inmaculado, a pesar del hecho de que algunas de sus mangas colgaban vacías, y de que, aunque mas de uno aún no había celebrado su vigésimo quinto cumpleaños, ya usaba bastón. Los bolsillos de los solteros más viejos rebosaban por las ganancias de la economía de una próspera posguerra, y mostraban su éxito con gemelos de diamantes y relojes con pesadas cadenas de oro.

Esta noche era la primera vez que los caballeros de Boston, Philadelphia y Baltimore tendrían el privilegio de ver la última cosecha de las debutantes más deseables de Manhattan. A diferencia de sus homólogos de Nueva York, estos caballeros no habían podido asistir a los tés y las tranquilas recepciones del domingo por la tarde que habían precedido al baile de esta noche.

La hermosa Lilith Shelton adornaría la mesa de cualquier hombre. Y su padre estableció una dote de diez mil dólares por ella.

Margaret Stockton tenía los dientes torcidos, pero llevaría ocho mil dólares a su cama de matrimonio, y cantaba bien, una bella cualidad en una esposa.

Elsbeth Woodward valía cinco mil a lo sumo, pero tenía una naturaleza dulce y era más que agradable de mirar, la clase de esposa que no daría problemas a un hombre. Era una clara favorita.

Fanny Jennings estaba fuera de la competición. El chico más joven de los Vandervelt ya había hablado con su padre. Una pena, ya que valía dieciocho mil.

Y así una chica tras otra. Cuando la conversación empezó a vagar al más reciente combate de boxeo, un visitante bostoniano interrumpió.

– ¿No hay otra de la que he oído hablar? ¿Una chica del Sur? ¿Mayor que el resto? – veintiuno, había escuchado. Los hombres de Nueva York evitaron mirarse a los ojos los uno de los otros. Finalmente uno de ellos se aclaró la garganta.

– Ah, sí. Esa debe ser la señorita Weston.

Justo entonces la orquesta empezó a tocar una selección de los recientemente populares “Cuentos de Vienna Woods”, una señal de que las señoritas de la clase graduada estaban a punto de ser anunciadas. Los hombres se callaron cuando las debutantes aparecieron.

Vestidas con trajes de baile blancos, pasaron una por una a través de la terraza, pausadamente, y se hundieron en una graciosa reverencia. Después del pertinente aplauso se deslizaron sobre los escalones cubiertos con pétalos de rosas hacia el salón de baile y cogieron el brazo de su padre o hermano.

Elsbeth sonrió con tanta gracia que el mejor amigo de su hermano, que hasta ese momento la había considerado solamente una molestia, empezó a cambiar de idea. Lilith Shelton tropezó ligeramente con el dobladillo de su falda y quiso morirse, pero era una “Chica Templeton” de modo que no dejó ver su vergüenza. Margaret Stockton, incluso con sus dientes torcidos, estaba lo suficientemente atractiva como para atraer la atención de un miembro de la rama menos próspera de la familia Jay.

– Katharine Louise Weston.

Hubo un movimiento casi imperceptible entre los caballeros de Nueva York, una leve inclinación de cabezas, un vago movimiento de posiciones. Los caballeros de Boston, Philadelphia y Baltimore intuían que algo especial estaba a punto de suceder y fijaron su atención más atentamente.

Llegó hacia ellos desde las sombras de la terraza, y se detuvo en lo alto de la escalera. Enseguida vieron que no era como las otras. Esta no era ninguna gatita atigrada, domesticada para hacerse un ovillo junto a la chimenea de un hombre y mantener sus zapatillas calientes. Esta era una mujer que agitaría la sangre de un hombre, una gata salvaje con un lustroso pelo negro recogido hacia atrás con peinetas de plata, que luego caía hacia su cuello en una alborotada maraña de rizos oscuros. Era una gata exótica con grandes ojos violetas, tan excesivamente rodeados, que el peso de sus pestañas debería haberlos mantenidos cerrados. Una gata montesa con una boca demasiado atrevida para la moda pero tan madura y húmeda que un hombre sólo podía pensar en beber de ella.

Su vestido estaba hecho de satén blanco con una hinchada sobrefalda enganchada por lazos del mismo tono violeta que sus ojos. El escote en forma de corazón perfilaba levemente el contorno de sus pechos, y las mangas acampanadas, terminaban su atuendo unos guantes largos de encaje de Alençon. El vestido era hermoso y caro pero ella lo llevaba casi descuidadamente. Uno de los lazos lila se había desatado en el costado, y los guantes pronto seguirían su camino, pues se los había subido demasiado sobre sus delicados brazos.

El hijo menor de Hamilton Woodward se ofreció como su acompañante para el paseo. Los invitados más exigentes observaron que su zancada era un poquitín demasiado larga… no lo suficiente larga como para crear una mala opinión sobre la Academia… pero lo suficiente como para ser notada. El hijo de Woodward le susurró algo. Ella inclinó su cabeza y rió enseñando sus pequeños y blancos dientes. Todo hombre que la miraba deseaba que esa risa fuera sólo para él, incluso cuando reconocían que una jovencita más delicada tal vez no se reiría tan descaradamente.

Solamente el padre de Elsbeth, Hamilton Woodward, se negó a mirarla.

Bajo el refugio de la música, los caballeros de Boston, Philadelphia, y Baltimore exigieron saber más sobre esta señorita Weston.

Los caballeros de Nueva York fueron vagos al principio.

Algunos opinaban que Elvira Templeton no debería haber dejado entrar a una sureña en la Academia tan pronto después de la guerra, pero ella era la pupila del “Héroe de Missionary Ridge”.

Sus comentarios se hicieron más personales. Realmente es alguien digna de mirar. De hecho, es difícil apartar los ojos de ella. Pero un tipo peligroso de esposa, ¿no crees? Más mayor. Un poco salvaje. Apuesto a que ella no aceptaría bien el matrimonio de ninguna manera. ¿Y cómo podría un hombre tener su mente puesta en los negocios con una mujer así esperándolo en casa?

Si lo esperara.

Gradualmente los caballeros de Boston, Philadelphia y Baltimore conocieron el resto. En las últimas seis semanas la señorita Weston había captado el interés de una docena de los solteros más elegibles de Nueva York, sólo para rechazarlos.

Eran hombres de las familias más adineradas… hombres que gobernarían algún día la ciudad, incluso el país… pero a ella parecía no importarle.

En cuanto a los que ella parecía preferir… Eso era lo que más irritaba. Escogía a los hombres menos probables. Bertrand Mayhew, por ejemplo, venía de buena familia pero era prácticamente pobre y había sido incapaz de tomar una decisión por su cuenta desde que su madre murió. Luego estaba Hobart Cheney, un hombre sin dinero ni apariencia, sólo con una desafortunada tartamudez. Las preferencias de la deliciosa señorita Weston eran incomprensibles. Estaba despreciando a Van Rensselaers, Livingstons y Jays por Bertrand Mayhew y Hobart Cheney.

Las madres estaban aliviadas. Ellas se divertían mucho con la compañía de la señorita Weston… las hacía reír y se compadecía de sus enfermedades. Pero no tenía el nivel requerido como nuera, ¿verdad? Siempre con un volante desgarrado o perdiendo un guante. Su pelo no estaba nunca en su sitio, siempre tenía un mechón caído alrededor de sus orejas o curvándose en las sienes. En cuanto a la manera audaz que tenía de mirar con esos ojos… reconfortante, pero al mismo tiempo turbadora. No, después de todo, la señorita Weston no podría ser la clase de esposa adecuada para sus hijos.

Kit era consciente de la opinión que tenían de ella las matronas de la sociedad, y no las culpaba por ello. Como una “Chica Templeton”, incluso las comprendía. Pero eso no impedía que entretuviera a sus parejas, con la típica voz falta de aliento, sureña, que había perfeccionado imitando a las mujeres de Rutherford. Ahora, sin embargo, su pareja era el pobre Hobart Cheney quién apenas era capaz de mantener una conversación bajo las mejores circunstancias, menos aún cuando estaba contando los pasos de baile tan vigorosamente bajo su respiración, de modo que permaneció en silencio.

El señor Cheney tropezó, pero Elsbeth la había entrenado bien durante los últimos tres años, y Kit lo condujo hacia atrás antes de que alguien se diera cuenta. También le mostró la sonrisa más brillante de manera que él no se diera cuenta que, en realidad, era ella la que lo llevaba.

El pobre señor Cheney no sabría nunca lo cerca que había estado de ser su elección como marido. Si hubiese sido un poquito menos inteligente, podría haberlo elegido. De cualquier modo, Bertrand Mayhew constituía la mejor elección.

Observó al señor Mayhew de pie solo, esperando el primero de los dos bailes que ella le había prometido. Reconoció la familiar opresión que siempre sentía cuando lo miraba, hablaba con él, o pensaba en él.

Él no era mucho más alto que ella, y su barriga sobresalía debajo del cinturón de sus pantalones como el de una mujer embarazada. A los cuarenta, había vivido toda su vida a la sombra de su madre, y ahora que ella estaba muerta, necesitaba desesperadamente que otra mujer tomara su lugar. Kit había decidido que esa mujer sería ella.

Elsbeth estaba disgustada, señalando que Kit podría conseguir a cualquiera entre una docena de hombres elegibles que eran más ricos que Bertrand Mayhew y menos desagradables. Pero Elsbeth lo comprendía. Para conseguir Risen Glory, Kit en su matrimonio necesitaba poder, no riqueza, o un marido que esperara que se comportara como una apropiada y sumisa esposa, cosa que ella no haría en absoluto.

Kit sabía que no sería difícil convencer a Bertrand para utilizar el dinero de su fondo fiduciario en comprar Risen Glory, ni tampoco tendría problemas para convencerlo de vivir allí permanentemente. Por eso, sofocó la parte de sí misma que deseaba haber encontrado un marido menos repugnante. Tras la cena de medianoche, lo llevaría a la sala de recepción para ver la nueva colección de fotos tridimensionales de las cataratas del Niágara, y entonces se lo preguntaría. No sería difícil. Había resultado ser asombrosamente fácil manejar a los hombres. Dentro de un mes estaría en camino hacía Risen Glory. Desgraciadamente, estaría casada con Bertrand Mayhew.

No malgastó ni un minuto en pensar en la carta que había recibido ayer de Baron Cain. Rara vez tenía noticias de él, y cuando las tenía era solamente para reprenderla a causa de uno de los informes trimestrales que recibía de la señora Templeton. Sus cartas eran siempre tan formales y dictatoriales que no podía arriesgarse a leerlas delante de Elsbeth, pues la hacían volver a sus viejos hábitos de blasfemar.

Después de tres años, el libro mental que contenía sus quejas contra él había engordado con innumerables páginas. En su última carta le ordenaba que se quedara en Nueva York hasta nuevo aviso, sin ninguna explicación. Pensaba ignorarlo. Estaba apunto de tomar las riendas de su vida, y no le dejaría interponerse en su camino.

La música acabó con un dramático crescendo, y Bertrand Mayhew apareció inmediatamente a su lado.

– ¿Señorita… señorita Weston? Yo me preguntaba… es decir, usted recuerda…

– Como no, pero si es el señor Mayhew -Kit inclinó la cabeza y lo contempló a través de sus pestañas, un gesto que había practicado tanto bajo la tutela de Elsbeth que se había vuelto natural-. Mi querido, querido señor Mayhew. Estaba asustada – aterrada de hecho- de que me hubiera olvidado y se hubiese ido con alguna otra joven.

– ¡Oh, yo, no! ¿Oh señorita Weston, cómo podría usted creer que yo haría, alguna vez, algo tan poco caballeroso? Oh, estrellas, no. Mi querida madre nunca tendría…

– Estoy segura de ello -se excusó con gracia frente a Hobart Cheney, y enlazó su brazo con el del señor Mayhew, consciente de que el ademán era excesivamente familiar-. Venga, venga. ¿Nada de caras largas, me oye? Sólo estaba bromeando.

– ¿Bromeando? -parecía tan perplejo como si ella le estuviera diciendo que había montado desnuda por la Quinta Avenida.

Kit reprimió un suspiro. La orquesta empezó a tocar una enérgica pieza, y dejó que la condujera al baile. Al mismo tiempo trató de librarse de su depresión, pero un vistazo al padre de Elsbeth lo hizo difícil.

¡Qué tonto tan pomposo! Durante la Pascua, uno de los abogados de la firma de Hamilton Woodward había bebido demasiado y abordado a Kit en la habitación de música de los Woodwards. Un sólo toque de aquellos babosos labios, y le había dado un fuerte puñetazo en el estómago. Ahí podría haber acabado todo, pero casualmente el señor Woodward entraba en ese momento en la habitación. Mintiendo, su socio culpó a Kit de tratar de seducirle. Kit lo negó airadamente, pero el señor Woodward no la creyó. Desde entonces, había tratado sin éxito de boicotear su amistad con Elsbeth, y toda la noche había estado mirándola con expresión mordaz.

Se olvidó del señor Woodward cuando vio a una nueva pareja ingresar en el baile. Había algo familiar en el hombre que captó su atención, y cuando la pareja se acercó a la señora Templeton para presentar sus respetos, lo reconoció. Oh, mi…

– ¿Señor Mayhew podría usted acompañarme hasta la señora Templeton? Está hablando con alguien a quien conozco. Alguien a quién no he visto durante años.

Los caballeros de Nueva York, Boston, Philadelphia, y Baltimore notaron que la señorita Weston había dejado de bailar e intentaron ver lo que había captado su atención. No sin poca envidia, estudiaron al hombre que acababa de entrar en el salón de baile. ¿Qué tenía aquel pálido y delgado desconocido que había llevado tal atractivo rubor a las mejillas de la esquiva señorita Weston?


***

Brandon Parsell, el ex oficial de caballería en la famosa “Legión de Hampton" de Carolina del Sur, tenía algo de artista en la mirada, aunque era plantador por nacimiento y no sabía de arte más allá que le gustaba ese tipo que pintaba caballos. Su pelo era castaño y liso, peinado hacía un lado sobre una frente fina y bien moldeada. Tenía un bigote cuidadosamente recortado y unas conservadoras patillas.

No era el tipo de rostro que inspiraba fácil camaradería con miembros de su propio sexo. Por el contrario, era un rostro que gustaba a las mujeres, recordaba a novelas sobre caballería y evocaba sonetos, ruiseñores y urnas griegas.

La mujer a su lado era Eleanora Baird, la simple, y emperifollada hija de su jefe. Agradeció su presentación a la señora Templeton con una cortés reverencia y un cumplido apropiado. Al escuchar su lento hablar sureño, nadie habría adivinado la aversión que sentía contra todos ellos: Los brillantes invitados, la imponente anfitriona, incluso a la soltera norteña a quién se había visto obligado ha acompañar esa noche.

Y entonces, sin previo aviso, sintió una aguda punzada de nostalgia, un ansia por los amurallados jardines de Charlestón un domingo por la tarde, un gran anhelo por el silencioso aire nocturno en Holly Grove, la antigua casa de su familia.

No había ninguna razón para el torrente de emoción que apretó su pecho, ninguna razón a parte del leve y dulce perfume al jazmín de Carolina, que producía un susurrante raso blanco.

– Ah Katharine, querida- la señora Templeton la llamó con ese estridente acento del norte que retumbaba los oídos de Brandon. -Aquí hay alguien a quién me gustaría presentarle. Un paisano suyo.

Él se giró despacio hacia el sugestivo perfume de jazmín y tan rápido como el latido de un corazón, se perdió en el hermoso y obstinado rostro, que encontró su mirada.

La joven sonrió.

– El señor Parsell y yo ya nos conocemos, aunque veo por su expresión que no me recuerda. Que vergüenza, señor Parsell. Ha olvidado a una de sus más fieles admiradoras.

Aunque Brandon Parsell no reconocía el rostro, si reconoció la voz. Conocía esas vocales ligeramente borrosas y las suaves consonantes, mejor que su propia respiración. Era la voz de su madre, sus tías y sus hermanas. La voz que durante cuatro largos años, había aliviado la muerte, desafiado a los yanquis y enviado a los caballeros a volver a pelear. La voz que había enviado con gusto a sus maridos, hermanos, e hijos a la "Gloriosa Causa".

La voz suave de todas las mujeres criadas en el Sur.

Esta voz los había alentado en Bull Run y en Fredericksburg, y los había calmado en aquellas largas semanas en las montañas de Vicksburg, esa voz que había llorado amargas lágrimas en pañuelos perfumados de lavanda, y había susurrado "No importa" cuando perdieron a Stonewall Jackson en Chancellorsville.

Esta era la voz que había espoleado a los hombres de Pickett en su desesperado ataque sobre Gettysburg, la voz que habían escuchado cuando estaban tendidos moribundos en el barro de Chickamauga, y la voz que ellos no se permitieron escuchar en aquel Domingo de Ramos de Virginia cuando habían rendido sus sueños en el Palacio de Justicia de Appomattox.

Aún a pesar de la voz, había una diferencia entre la mujer que estaba de pie ante él y las mujeres que esperaban en casa. El vestido de baile de raso blanco que llevaba era evidentemente nuevo. No se había colocado ningún broche de forma astuta para esconder un zurcido que era casi, pero no del todo, invisible. No había señales de que una falda originalmente diseñada para llevar un aro hubiera sido deshecha y vuelta a coser para mostrar una silueta más estilizada, y a la moda. También había otra diferencia entre la mujer que estaba de pie ante él y las que esperaban en casa. Sus ojos violetas no contenían ningún secreto reproche, nunca expresado.

Cuando finalmente pudo hablar, su voz pareció venir de lejos.

– Me temo que tiene ventaja sobre mi, señorita. Me cuesta creer que haya sido capaz de olvidar un rostro tan memorable, pero si usted dice que así es, no voy a discutirlo, sólo le pido perdón por mi mala memoria. ¿Quizá usted me podría informar?

Elvira Templeton acostumbrada a la forma llana de hablar de los hombres de negocios yanquis, parpadeó dos veces ante sus floridos modales.

– Señor Parsell le presento a la señorita Katharine Louise Weston.

Brandon Parsell era demasiado caballero para dejar ver su conmoción, pero aún así, no fue capaz de encontrar las palabras para responder de forma adecuada. La señora Templeton continuó con las formalidades, presentando a la señorita Baird, y por supuesto al señor Mayhew. La señorita Weston parecía divertida.

La orquesta comenzó a tocar los acordes del vals "El Danubio Azul". El señor Parsell salió de su estupor y se giró hacia el señor Mayhew.

– ¿Le importaría a usted mucho traer una taza de ponche para la señorita Baird, señor? Acaba de comentar que tiene sed. Señorita Weston ¿Puede un viejo amigo reclamar el honor de este vals? -era una anormal falta de etiqueta, pero Parsell no podía pensar en protocolos.

Kit sonrió y le entregó su mano enguantada. Juntos se dirigieron hacía la pista de baile. Finalmente Brandon rompió el silencio. -Has cambiado, Kit Weston. Creo que ni tu propia madre te reconocería.

– Nunca he tenido madre, Brandon Parsell, como tú bien sabes.

Él se rió en voz alta ante su bravuconería. No se había dado cuenta de cuánto extrañaba hablar con una mujer con el espíritu intacto.

– Espera a que le cuente a mi madre y a mis hermanas que te he visto. Oímos que Cain te había mandado a una escuela en el Norte, pero nadie de nosotros habla con él, y Sophronia apenas habla con nadie.

Kit no quería hablar de Cain.

– ¿Cómo están tu madre y tus hermanas?

– Tan bien como se podría esperar. Perder Holly Grove ha sido difícil para ellas. Yo estoy trabajando en el banco de Rutherford -su sonrisa era humilde-. Un Parsell trabajando en un banco. Los tiempos cambian, ¿no, señorita Weston?

Kit se acercó a las líneas limpias y delicadas de su rostro y observó la forma en que su bigote cuidadosamente recortado acariciaba la curva superior de su labio. No dejó que asomara su pena mientras aspiraba el débil olor a tabaco y ron que tan suavemente desprendía él.

Brandon y sus hermanas habían sido el centro de un grupo de jóvenes despreocupados cinco o seis años mayores que ella. Cuando comenzó la guerra, recordaba haberle visto desde el borde del camino marchar a caballo a Charleston. Estaba erguido en su montura, como si hubiera nacido sobre una silla de montar, y llevaba tan orgulloso el uniforme gris y el sombrero con pluma, que su garganta se había cerrado con lágrimas feroces y orgullosas. Para ella, simbolizaba el espíritu del soldado Confederado, y ella no había anhelado nada más que seguirlo a la batalla y luchar a su lado. Ahora Holly Grove estaba en ruinas y Brandon Parsell trabajaba en un banco.

– ¿Que estás haciendo en Nueva York, señor Parsell? -preguntó tratando de calmar el leve vértigo que hacía temblar sus rodillas. -Mi jefe me ha enviado para ocuparme de algunos negocios familiares suyos. Vuelvo mañana a casa. -Tu jefe debe tener mucha confianza en ti al confiarte sus asuntos familiares. Otra vez ese tono humilde, que era casi, pero no exactamente irónico.

– Si oyes a mi madre, te dirá que estoy manejando el "Banco de Ciudadanos y Plantadores", pero lo cierto es que no soy más que el chico de los recados.

– Estoy segura que eso no verdad.

– El Sur fue levantado sobre una farsa. Esa creencia que éramos omnipotentes la aprendimos desde la cuna. Pero yo, por fin, he dejado de engañarme. El Sur no es invencible, y yo tampoco.

– ¿Eso es tan malo?

Él la llevó hasta el borde del salón de baile.

– No has estado en Rutherford durante años. Todo ha cambiado. Los políticos y los ladinos dirigen el estado. Aunque Carolina del Sur está a punto de ser readmitida en la Unión, los soldados yanquis todavía patrullan las calles y miran a otro lado cuando ciudadanos respetables son abordados por gentuza. El estado de derecho es una broma -espetó las últimas palabras como si fueran venenosas-. Como vives aquí, no puedes imaginarte cómo es eso.

De alguna manera, se sintió culpable por haber abandonado su deber dejando el Sur, por un colegio en Nueva York. La música acabó pero no estaba preparada para que el baile terminara. Y quizá Brandon tampoco, ya que no hizo ningún movimiento para soltarla.

– Supongo que ya tendrás pareja para acompañarte a la cena.

Ella asintió con la cabeza, para después oírse a sí misma decir:

– Pero debido a que somos vecinos y dejas Nueva York mañana, estoy segura que el señor Mayhew no se opondrá a hacerse a un lado.

Él levantó la mano y le acarició con el dorso los labios.

– Entonces es un tonto.

Elsbeth se precipitó hacía ella en cuanto pudo y la arrastró a la sala de estar, que había sido acondicionada para que las damas pudieran retocarse.

– ¿Quién es, Kit? Todas las chicas están hablando de él. Parece un poeta. ¡Oh, no! Tus lazos se están desatando, y ya tienes una mancha en la falda. Y tú pelo…

Sentó a Kit frente al espejo y le quitó las peinetas de plata que le había regalado por su cumpleaños el año anterior.

– No sé por qué no me has dejado arreglarte el pelo esta noche. Así parece salvaje.

– Por la misma razón que no te he dejado que me ates el corsé. No me gusta que me quite libertad.

Elsbeth le dirigió una sonrisa traviesa.

– Eres una mujer. Se supone que no tienes que tener ningún tipo de libertad.

Kit rió.

– Oh, Elsbeth. ¿Que habría hecho sin ti estos tres últimos años?

– Te hubieran expulsado.

Kit se giró y le apretó la mano.

– ¿Te he dado alguna vez las gracias?

– Cientos de veces. Y soy yo la que debería dártelas. Si no hubiese sido por ti, nunca habría aprendido a valerme por mi misma. Lamento que mi padre esté siendo tan detestable. Nunca le perdonaré que no te haya creído.

– No quiero entrometerme entre tu padre y tú.

– Sé que no quieres -Elsbeth reanudó su ataque sobre el pelo de Kit-. ¿Por qué me molesto en regañarte por ser tan desordenada? Difícilmente haces algo como se supone que una jovencita debe hacerlo, y a pesar de eso, la mitad de los hombres de Nueva York están enamorados de ti.

Kit hizo una mueca frente al espejo.

– A veces no me gusta la forma en que me miran. Como si estuviera desnuda.

– Seguro que te lo imaginas -Elsbeth terminó de asegurar las peinetas y puso las manos sobre los hombros de Kit-. Lo que pasa es que eres tan hermosa, que no pueden evitar mirarte.

– Tonta -Kit rió y se puso de pie de un salto-. Su nombre es Brandon Parsell y me acompañará en la cena.

– ¿La cena? Yo creía que el señor Mayhew…

Pero era demasiado tarde. Kit había salido ya.


***

El camarero pasó con la tercera bandeja de pastelitos. Kit extendió la mano para alcanzar uno, y la retiró justo a tiempo. Ya había cogido dos, y se había comido todo lo que le habían puesto en su plato. Si Elsbeth se hubiera dado cuenta, como seguramente habría hecho, Kit hubiera recibido otro sermón. Las Chicas Templeton comen con moderación en las reuniones sociales.

Brandon apartó su plato vacío.

– Confieso que disfruto fumando en pipa después de la cena. ¿Estarías de acuerdo en mostrarme el jardín? Siempre y cuando no te moleste el olor a tabaco.

Kit sabía que ahora debería estar con Bertrand Mayhew, enseñándole las fotos tridimensionales de las cataratas del Niágara y preparándolo para una proposición de matrimonio, pero no encontraba el valor para marcharse.

– No me molesta en absoluto. Cuando era más joven, yo también fumé tabaco.

Brandon frunció el ceño.

– Por lo que yo recuerdo, tu niñez fue infeliz y sería mejor olvidarla -él la llevó hacia las puertas que daban al jardín.

– Es asombroso cómo has conseguido superar el infortunio de tu educación, por no olvidar esta capacidad tuya para vivir entre los yanquis todo este tiempo.

Ella sonrió mientras él la llevaba por un camino empedrado engalanado con farolillos de papel. Pensó en Elsbeth, Fanny Jennings, Margaret Stockton e incluso en la señora Templeton.

– No todos son malos.

– ¿Y los caballeros yanquis? ¿Qué opinas de ellos?

– Unos son agradables, y otros no.

Él vaciló.

– ¿Has recibido alguna proposición de matrimonio?

– Ninguna que haya aceptado.

– Me alegra oír eso.

Él sonrió y sin saber enteramente cómo ocurrió, se pararon. Ella sintió como el susurro de la brisa desordenaba su pelo. Le puso las manos en los hombros y suavemente la atrajo hacía él.

Él iba a besarla. Sabía que lo haría, de la misma manera que sabía que ella se lo permitiría.

Su primer beso.

De repente arrugó el ceño y la soltó precipitadamente.

– Perdóname. Casi pierdo el control.

– Ibas a besarme.

– Me avergüenza admitirlo, pero es en lo único que he podido pensar desde que te he visto de nuevo. Un hombre que presiona a una dama para recibir sus atenciones no es ningún caballero.

– ¿Y si la dama lo desea?

Su expresión se tornó tierna.

– Eres inocente. Los besos llevan a mayores libertades.

Ella pensó en la "Vergüenza de Eva" y las charlas sobre las relaciones matrimoniales que todas las chicas del último curso tuvieron que soportar antes de graduarse. La señora Templeton habló del dolor y del deber, de la obligación y la resistencia. Las aconsejó que dejaran que sus maridos se ocuparan de todo, sin importar qué espantoso y horrible pudiese parecer. Sugirió que recitaran versos de la Biblia o un poco de poesía mientras lo hacían. Pero ni una sola vez les dijo que implicaba la "Vergüenza de Eva" exactamente.

Lo dejaba a sus fértiles imaginaciones.

Lilith Shelton les contó que su madre tenía una tía que se había vuelto loca en su noche de bodas. Margaret dijo que había oído que había sangre. Y Kit había cambiado miradas preocupadas con Fanny Jennings, cuyo padre criaba pura sangres en una granja cerca de Saratoga. Sólo Kit y Fanny habían visto el temblor de una yegua reacia cuando era cubierta por un semental.

Brandon sacó una pipa del bolsillo y una desgastada petaca de tabaco de cuero.

– No sé cómo has podido vivir en esta ciudad. No es como Risen Glory, ¿verdad?

– A veces pensaba que moriría de nostalgia.

– Pobre Kit. Has pasado por momentos duros, ¿no es así?

– No tan malos como tú. Al menos Risen Glory sigue en pie.

Él caminó hacia el muro del jardín.

– Es una estupenda plantación. Siempre lo fue. Tu padre no podría tener mucho juicio en cuanto a mujeres, pero sabía cómo cultivar algodón -hubo un sonido hueco y siseante cuando el acercó su pipa. La volvió a encender y la miró fijamente-. ¿Puedo decirte algo que nunca he confiado a nadie?

Ella sintió un momento de emoción.

– ¿Qué es?

– Solía tener un anhelo secreto por Risen Glory. Siempre ha sido mejor plantación que Holly Grove. Es un cruel giro del destino que la mejor plantación del país esté en manos de un yanqui.

Ella notó que su corazón palpitaba, y su mente bullía con nuevas posibilidades. Habló despacio.

– Voy a recuperarla.

– Acuérdate de lo que te he dicho sobre crecer en una farsa. No cometas los mismos errores que los demás.

– No los cometeré -dijo ferozmente-. He aprendido algo sobre el dinero desde que estoy en el Norte. Es lo que nos iguala. Yo lo tendré. Y entonces, le compraré Risen Glory a Baron Cain.

– Necesitarás mucho dinero. Cain tiene la loca idea de hilar su propio algodón. Está construyendo un molino, allí mismo, en Risen Glory. El motor a vapor acaba de llegar de Cincinnati.

Sophronia ya se lo había contado, pero Kit no podía concentrarse en eso ahora. Estaba en juego algo demasiado importante. Pensó en ello sólo un momento.

– Tendré quince mil dólares, Brandon.

– ¡Quince mil! -en una nación destruida, eso era una fortuna y durante un momento la miró boquiabierto. Entonces sacudió la cabeza.

– No deberías habérmelo dicho.

– ¿Por qué no?

– Yo… me gustaría visitarte cuando regreses a Risen Glory, pero lo que me has contado arroja una sombra sobre mis intenciones.

Kit tenía unas intenciones mucho más oscuras, y por eso sonrió.

– No seas ganso. Nunca podría dudar de tus intenciones. Y sí, puedes visitarme en Risen Glory. Planeo volver tan pronto como pueda hacer los arreglos.

Exactamente en ese momento, tomó la decisión. No podría casarse con Bertrand Mayhew, por lo menos, no hasta que tuviera tiempo de ver hasta dónde la llevaba esta emocionante y nueva posibilidad. No importaba lo que Cain le hubiera escrito en su carta. Iba a volver a casa.

Esa noche cuando se quedó dormida, soñó con cruzar los campos de Risen Glory con Brandon Parsell a su lado.

Imagínate.

Загрузка...