Tercera parte LA CONCENTRACIÓN

Veinte

Novecientos metros por debajo de ellos, la jungla se extendía hacia ambos horizontes. Wentik estaba sentado en compañía de Jexon en la cabina del avión de despegue y aterrizaje vertical, y una docena de camisas de fuerza colgaban ominosamente de un perchero que tenían a la espalda.

Wentik sentía recelos en cuanto a lo que hallarían en la cárcel. Sólo después de partir comprendió la creciente intranquilidad que experimentaba por la muerte de Astourde. Si un hombre podía morir así, entonces era posible que otros murieran igual. Los hombres tenían muchas armas en la cárcel, entre ellas rifles y cuchillos, aunque Wentik no lograba entender los motivos de Astourde al tener consigo tales armas. Si los hombres tenían en la cabeza la idea de que los rifles habían sido traídos con la finalidad de luchar...

Echó un vistazo al anciano que estaba sentado a su lado, la espalda y la cabeza erguida con orgullo. Era como si él se negara a admitir incluso para sus adentros la presa gradual que la vejez estrechaba en su cuerpo. Wentik había leído el libro de Jexon, escrito durante los últimos dos años, y le había impresionado la vivida claridad del estilo, la precisión del vocabulario.

De pronto, Jexon le tocó un brazo y señaló hacia abajo por la portilla.

—Mire, estamos llegando a la región despejada.

Debajo de ellos la jungla se aclaraba poco a poco hasta la irregular tierra de maleza que Wentik había observado antes en el perímetro del distrito Planalto. El científico miró a lo lejos, pero la neblina pertinaz en esa región le impedía ver con claridad lo que había delante.

—Es hora de pensar en las máscaras, creo —dijo Jexon.

Extendió su brazo hacia atrás y acercó el equipo de oxígeno portátil. En tanto se evitara respirar el aire contaminado, era posible actuar con total libertad y sin otra protección en las zonas afectadas.

—Creo que yo no tengo que preocuparme —dijo Wentik—. He sobrevivido aquí antes.

—Lo que usted quiera —replicó Jexon—. Pero yo no iría por aquí sin una máscara.

—Usted no es inmune.

—No. Pero tampoco sabe usted cuánto tiempo lo será.

—Estaré bien.

Parte de la verdad era que Wentik aborrecía la sensación de la máscara de goma en su cara. Por más racionalmente que intentara considerarlo, su tendencia a un tipo peculiar de claustrofobia era más manifiesta si su respiración normal se alteraba de algún modo, aun cuando las máscaras de Jexon cubrían sólo la nariz y dejaban la boca libre para hablar. Hasta ese punto, su sensación de inmunidad al gas era sólo una excusa. Pero además, intuía que su inmunidad era permanente.

En la cabina, los dos pilotos se pusieron rápidamente las máscaras y conectaron la provisión de oxígeno. Wentik reflexionó sobre la seriedad con que esas personas se tomaban los efectos del gas, y se preguntó qué suerte recaería sobre él si se hiciera público en Sao Paulo que era parcialmente responsable de su creación.

El avión estuvo sobre la cárcel menos de dos minutos después, e inició un lento y amplio periplo en torno al edificio. Los cuatro hombres a bordo se pusieron a examinar la superficie en busca de algún rastro de los hombres de Astourde, pero sin ningún resultado.

La señal negra donde los restos carbonizados de la cabaña laberinto rompían la uniformidad del verde oscuro del rastrojal trajo a Wentik un recuerdo punzante, desagradable, de la muerte de Astourde, y apartó la mirada bruscamente.

—¿Qué cree? —dijo a Jexon— ¿Están dentro de la cárcel, o es más probable que se hayan ido?

—¿Quién puede afirmarlo? —su voz era ligeramente nasal y amortiguada, a causa de la máscara—. No habrá norma alguna en sus actos.

Se inclinó y tocó el hombro del piloto.

—Quede en suspenso delante del edificio. Si están dentro saldrán a investigar.

El piloto asintió, e hizo que el avión girara hacia donde el helicóptero seguía aparcado. Al menos no han volado a ninguna parte, pensó Wentik.

El piloto suspendió el descenso a quince metros del suelo, y lo mantuvo estacionario. Los cohetes de suspensión en la panza del avión adoptaron un rugido agobiante que sacudió la nave entera y que debía producir un ruido ensordecedor audible en cualquier parte de la cárcel. Jexon y Wentik contemplaron la puerta principal.

Al cabo de cinco minutos la puerta se abrió, y los hombres aparecieron.

Salieron juntos, alzando los ojos cautelosamente hacia el avión!. Ni uno solo de ellos llevaba arma alguna de ningún tipo. Caminaron hasta situarse a veinticinco metros por debajo del avión, y allí se quedaron.

—¿Puede alcanzarlos desde aquí? —preguntó Jexon al piloto.

—Déjelo por mi cuenta —respondió el hombre.

Curioso por ver qué sucedería, Wentik observó a los individuos que estaban en tierra. Sin aviso, una nube de vapor amarillo fue emitida desde el costado del avión hacia abajo. Parte de la nube cayó en la poderosa corriente de salida de los motores y arrojada lejos del avión y en torno a los hombres. Unos cuantos intentaron retroceder, pero en pocos segundos el grupo estaba envuelto por el vapor, fuera de la vista.

—Aterrice —dijo Jexon al piloto.

Wentik tuvo la sensación de caer cuando la nave se inclinó de nariz. A diferencia de un helicóptero, que toma tierra en una postura de ligera elevación de la nariz, el avión de despegue y aterrizaje vertical adoptó un ángulo de inclinación en su proa. Mientras la nave se posaba en los rastrojos, el chorro de los cohetes expelió el resto del vapor. Wentik pudo ver que los hombres yacían inconscientes.

—Es casi instantáneo en su acción —dijo Jexon—, pero muy moderado. Cuando despierten ni siquiera tendrán un dolor de cabeza.

Wentik recordó que después de su experiencia con el vapor había podido consumir un tazón de sopa sazonada casi inmediatamente.

En cuanto los motores callaron, los cuatro hombres del avión se levantaron y bajaron a la compuerta. El piloto la abrió y saltaron al rastrojal.

Wentik contempló la cárcel, una forma negra que obstruía el sol. Era sólo un edificio; todo atributo de amenaza que Wentik sentía por ella procedía de su inconsciente, no de algún detalle de la arquitectura.

—¿Están aquí todos los hombres? —le preguntó Jexon.

Wentik los miró. A contar cabezas, pensó. Eran doce.

—Sí —respondió.

—Excelente —Jexon hizo una señal al piloto y al otro individuo, que se inclinaron y levantaron con cuidado al primer hombre inconsciente para llevarlo al avión—. Deje la tarea para ellos. ¿Puede llevarme a la celda del transmisor de Poder Directo?

Wentik afirmó con la cabeza y condujo a Jexon a través de la entrada principal, a lo largo del túnel estrecho y por el tramo de escaleras hasta el primer piso de la cárcel.

Mientras recorrían el corredor, pasando la celda que Wentik había habitado al comienzo, el científico dijo:

—¿Ha estado alguna vez aquí?

—Una vez. Hace varios años, poco después de que fuera clausurada —observó las celdas por las que pasaban—. Comprendo que Musgrove se contaminara, ahora que estoy aquí. Todo parece absolutamente normal. Uno se siente tentado a quitarse la máscara.

—Depende del punto de vista, supongo —dijo Wentik—. Yo encuentro sobrecogedora la atmósfera de la cárcel.

—No comprendo el motivo.

—Usted no ha estado nunca como prisionero.

El otro no dijo nada a esto, y siguieron andando. Al llegar a la estrecha escalera que llevaba al viejo despacho de Astourde, Wentik se puso delante otra vez. Tuvo el impulso de subir los escalones de dos en dos, pero Jexon, agobiado por los cilindros y los años, ascendía con más serenidad. Mientras atravesaban el segundo pasillo hacia la celda donde estaba la máquina, Wentik preguntó:

—Cuando encuentre a N'Goko, ¿dónde me recogerán?

—Aquí en la cárcel.

—¿Y cómo he de volver al distrito Planalto?

—Se lo explicaré en un momento. Tiene el dinero que le entregué. Gaste todo lo que tenga que gastar para regresar con N'Goko. Es probable que yo no esté aquí, pero me aseguraré de que esté uno de los del avión.

Wentik asintió, luego se sobresaltó un poco cuando una punzada de dolor perforó sus sienes.

Jexon había dicho: "... aparecen dolores de cabeza o migrañas...”

Meneó la cabeza rápidamente. Se trataba de la sensación opresiva que la cárcel inducía en él. Nada más.

Llegaron a la celda, y Jexon empujó la puerta con un esfuerzo cuando la base chirrió sobre el suelo de cemento. Extendió la mano, encendió la luz, y los dos hombres entraron.


Jexon estaba inclinado sobre el interruptor de la parte trasera de la máquina que estaba dispuesto en el canal de tres posiciones.

—Es éste —dijo—. El punto crucial de todo el funcionamiento, aquí en una palanca.

—Estuve examinándola —dijo Wentik— ¿Para qué sirve?

—Controla el tipo de campo que se genera. No puedo explicarle cómo funciona la máquina, pese a que me lo explicaron una vez. Eso no me preocupa... Estoy más interesado en su utilidad. En esencia, el generador tiene cuatro estados: tres tipos de conexión, por decirlo así, y un tipo de desconexión. Ahora está en desconexión.

Wentik observó que el pequeño interruptor se hallaba en la posición neutral de la estrella de tres puntas, exactamente igual que como lo había encontrado antes, y tal como lo había dejado.

—En su posición actual —explicó Jexon—, está completamente desconectada. O lo que es igual, la máquina no genera ningún tipo de campo. Si empujo la palanca hacia arriba —así lo hizo, y el panel marcado 'AA' se iluminó al lado—, el campo queda conectado. En caso de que saliéramos al borde del campo, veríamos la jungla que existe en su época, 1989. Podríamos adentrarnos en ella, y volver otra vez. En otras palabras, un área aislada auténtica de nuestra época actual existe en la suya. Cuando Musgrove fue enviado a buscarlo y traerlo, puso el campo en este estado.

—Pero es distinto que cuando yo llegué aquí. En cuanto Musgrove y yo cruzamos el límite miré hacia atrás. La selva había desaparecido.

Jexon manifestó su acuerdo con un gesto de cabeza.

—Se trata de un dispositivo de seguridad construido en la máquina. Compréndalo, si el campo se dejara en su estado de doble dirección, imagínese el problema que causaría a la gente que entrara en él por casualidad... Si el campo se dejara en su estado 'AA', cualquier persona que se adentrara por accidente vería exactamente lo contrario que usted vio. Penetraría en el rastrojal, daría la vuelta y encontraría una jungla impenetrable a su espalda. Retrocedería para investigar, ¡y habría vuelto a su presente, doctor Wentik!

—Creo que comprendo —dijo Wentik.

—Por eso, cuando el campo se deja en generación por más de un tiempo determinado..., tiempo que se ajusta en esa escala de ahí —Jexon señaló uno de los diales a su izquierda—, la palanca baja automáticamente aquí, al estado 'A'.

Movió la palanca hacia abajo y a la derecha. El panel correspondiente se iluminó.

—Ahora el campo permite el tránsito sólo en una dirección: es decir, de su presente al nuestro. Por lo que a nosotros concierne, esto es perfecto. Prácticamente nada ha sido cambiado. Una vez aquí en nuestro presente podemos entrar y salir del campo a voluntad. Pero desde el punto de vista de una persona de 1989, las cosas son un poco distintas.

—Hay este inexplicable círculo de rastrojos de diez kilómetros en medio de la selva brasileña. Creíamos que eso no importaría mucho, ya que no previmos que hubiera demasiado movimiento aquí en su época, doctor, pero al parecer estábamos en un error. Además, no se esperaba que Musgrove tardara mucho tiempo en traerle, reduciendo así de manera considerable las posibilidades de que alguna persona entrara. Aconteció que Musgrove tardó varios meses, y en ese tiempo varias personas entraron. Imagine lo que debió parecer el lugar a esos individuos... Un círculo de rastrojos en el centro de la selva; no más entrar en el círculo, y la selva se esfuma; y si uno intenta salir, no sucede nada. No existe comunicación entre una y otra existencia.

—Astourde me habló de un tipo que había entrado en el campo por accidente, regresado al punto de entrada aproximado, y escrito enormes carteles de advertencia con la intención de evitar que nadie más lo siguiera.

—¿Tiene alguna idea de cómo se llamaba? —preguntó Jexon.

Wentik meditó un instante.

—Brandon, creo. O Brander. No estoy seguro.

—Probablemente es Brander. Un hombre de gran iniciativa. Fue uno de los primeros en recuperarse, según el médico con que hablé ayer. Aceptó tranquilamente lo sucedido, y ha echado raíces.

Wentik asintió abstraídamente. Una de las víctimas inocentes del curso de los acontecimientos, ahora fuera del control de todos ellos.

—El tercer estado —prosiguió Jexon— es el que denominamos 'BB'. Se trata del campo selectivo.

Accionó el interruptor, y de inmediato se produjo el ruido de silbido agudo que Wentik había oído al descubrir la máquina.

—¿Qué es ese ruido? —dijo.

Jexon abrió la placa de inspección y tiró delicadamente del tramo de cable.

—Esto —dijo—. Lo que oye es el ruido echo por el aire entre los dos terminales que es transmitido hacia atrás, hacia su presente. El campo selectivo es simplemente eso: todo lo que hay entre los dos terminales es transmitido.

—¿Y dónde reaparece?

—En este mismo punto. Pero hace dos siglos.

Jexon devolvió la palanca a la posición central.

—Entonces, ¿cómo lo haremos? —preguntó Wentik.

—He estado meditando un poco sobre el tema —replicó Jexon—. Creo que la mejor forma es ésta: lo enviaremos a 1989 usando el campo selectivo. Será transmitido al instante, y sin pérdida del conocimiento, pero no hay garantía de dónde estará usted cuando emerja en su época. Es de suponer que en algún lugar de la selva, pero de todos modos tiene que enfrentarse a eso. ¿Le parece bien?

Wentik asintió lentamente.

—En cuanto vuelva felizmente a su época, y le daremos el tiempo adecuado para que se aleje de la vecindad del campo, variaremos el interruptor a la posición 'AA'. Eso significa que cuando haya encontrado a N'Goko, lo único que precisará hacer es traerlo directamente al distrito Planalto y llegar a la cárcel. Aquí habrá un avión esperándolos.

—¿No podría el avión recogernos en la Concentración? —preguntó Wentik.

—No —respondió Jexon, sacudiendo la cabeza con un gesto de irritación— Eso sería impracticable. Ya se ha invertido demasiado tiempo en esto tal como está. Tengo que continuar mi trabajo. Tendrá que apañárselas solo.

—Wentik lo miró fijamente un momento, pero no dijo nada. ¿Era una pista de los motivos de Jexon..., que su trabajo personal estaba por encima de cualquier otra cosa?

—Muy bien —dijo por fin—. Lo comprendo.

—Pero hay un detalle que debe respetar del modo más estricto. Y ese detalle es que no debe arriesgarse a ir a Norteamérica. Incluso zonas del norte de Brasil y Venezuela recibieron contaminación radiactiva directa en el curso de la guerra. En la época en que usted volverá, dispositivos nucleares estarán estallando en ese momento en otras partes del mundo. Queremos que regrese a trabajar con nosotros, aunque no pueda llegar a la Concentración.

No hay problema, pensó Wentik. De todas maneras no me espera nada ahora... Europa occidental y central fue devastada en la segunda oleada de bombardeos...

—Voy a la Concentración —dijo a Jexon, con tono de paciencia—, encuentro a N'Goko, lo traigo aquí.

—Perfecto. Bien, ¿alguna otra cosa?

—Sólo que tengo un dolor de cabeza penetrante.

Jexon lo miró vivamente.

—¿Desde hace cuánto tiempo lo tiene?

—Más o menos desde que llegamos a la cárcel.

—Parece como si usted hubiera estado expuesto al gas perturbador...

—No es eso, estoy convencido.

Jexon parecía lleno de dudas.

—No lo sé. Recuerde lo que sucedió a Musgrove. Será mejor que se ponga en marcha... Déme el brazo.

Wentik extendió un brazo, y Jexon asió la muñeca y comprimió la carne hasta que la piel quedó muy apretada contra el hueso. A continuación cogió ambos extremos del cable, y los ciñó a la piel.

—Esto le producirá un dolor momentáneo —dijo, y clavó las dos puntas en el lugar adecuado. Wentik respingó.

El científico alzó los ojos y vio el semblante del hombre medio iluminado por la luz de la bombilla al otro lado de la máquina.

—Adiós por el momento, doctor Wentik.

Y bajó la palanca.


Wentik se sumergió en la oscuridad. Todo lo que le rodeaba era negro como el carbón. Cayó sobre algo duro que lo dejó sin aliento, y a un palmo de distancia un animal grande y pesado abrió la boca y chilló frente a su cara.

Veintiuno

Wentik estuvo agazapado embarazosamente durante cinco horas en una oscuridad casi total sobre la rama del árbol, sin saber qué pasaba a su alrededor.

La selva era un lugar de pesadilla. El aullar de los animales prosiguió toda la noche, y aunque él había escuchado ese sonido en otra ocasión, resultaba prácticamente imposible no sentir el pánico que reptaba por su cuerpo. Por mucho que razonara, la imagen de bestias feroces y rapaces por todo su alrededor se hacía más y más vigorosa. Por fin, en un supremo esfuerzo de su voluntad, cerró su mente al ruido y se dijo una y otra vez que los animales eran inofensivos... Y de repente sus temores desaparecieron.

Más tarde, otros temores se manifestaron.

No tenía idea de a qué altura del árbol se hallaba. No se atrevía a moverse en la oscuridad por miedo a caer, y sólo podía encoger el cuerpo un poco hasta una posición algo menos incómoda. A pesar de que tanteó a uno y otro lado, no pudo encontrar rastro alguno del tronco del árbol, aunque resultó confortante saber que la rama en que se hallaba era gruesa y no podía estar muy lejos del tronco.

Algo que ni él ni Jexon habían tenido en cuenta: el generador de campo de desplazamiento estaba en el segundo piso del edificio, y así, toda persona que fuera enviada mediante el campo selectivo emergería en el aire.

Aún más preocupante para Wentik era lo que Jexon le había dicho sobre variar el campo de desplazamiento a su estado de existencia simultánea en los dos presentes. Si lo hacía, y Wentik seguía ahí, ¿qué le ocurriría? ¿Y cuánto tiempo consideraba Jexon que le costaría alejarse de las cercanías?

Finalmente, cuando Wentik empezaba a temer que ya no podía agarrarse a la áspera superficie de la rama, captó un tenue resplandor que surgía delante de él. Poco a poco el resplandor cobraba fuerza, hasta que Wentik logró distinguir las formas de las ramas cercanas.

En cuanto hubo luz suficiente, miró a su alrededor con todo cuidado y notó para su consternación que desde su posición en la rama no podía ver el suelo. El tronco no estaba lejos, a menos de tres metros, al parecer. Pero la superficie de la rama resultaba resbaladiza por culpa del légamo que hacía casi imposible un asidero firme.

Con sumo cuidado, Wentik se abrió paso poco a poco por la rama hasta llegar al tronco. Allí la madera era más seca y áspera, y varias lianas se aferraban a ella. Agarró una a modo de experimento, y descubrió que la sujeción de la liana al tronco era casi inamovible.

Eligió otra liana y cambió el peso de la rama al tronco. La planta trepadora resistió y, con gran alivio, Wentik empezó a descender.

Sus brazos, largo tiempo privados de ejercicio, estaban doloridos, y no había descendido más de tres metros cuando su cuerpo entero se estremeció de dolor. Había una rama a la derecha, y Wentik puso un pie en ella para aliviar la carga de los brazos.

Desde su nueva posición elevada comprobó que podía ver el suelo, quizás a seis metros por debajo. Casi le era posible saltar. El sudor resbalaba por su rostro, y ya un pequeño enjambre de insectos revoloteaba a su alrededor. Esos mosquitos brasileños, cuya picadura había experimentado ya...

Osciló para soltarse de la rama y prosiguió el descenso. Sus movimientos eran menos cautelosos ahora que veía la tierra, y se rasguñó los brazos en varios puntos. A dos metros y medio del suelo soltó la liana, y con un torpe puntapié intentó alejarse del tronco. En lugar de eso, cayó pesadamente, rodando con la bolsa que llevaba a la espalda.

Se puso en pie atolondradamente y miró a su alrededor.

El sol había subido, sin lugar a duda, pues la selva estaba a con un fulgor apagado. De nuevo los animales estaban silenciosos e invisibles. Se quitó la bolsa de la espalda y la dejó en el suelo. Sacó el contenido artículo por artículo, para asegurarse de que nada se hubiera extraviado en el tránsito de doscientos años.

Estaba su provisión de comida, condensada y deshidratada; ocupaba poco espacio pero le duraría semanas, si era preciso. Su agua, contenida en una cantimplora plana de plástico. Un manojo de mapas. Un machete. Una brújula. Una muda de ropa. Y el dinero.

Wentik cogió el dinero y lo examinó. Ahí tenía una pequeña fortuna: casi cuarenta mil dólares. Jexon se los había dado, con la seguridad de que los necesitaría. Wentik había tenido claros recelos. Supongamos que me preguntan de dónde he sacado el dinero, había dicho.

Jexon replicó que quién iba a preocuparse. Hay una guerra en curso. Nadie se interesará. Las prioridades cambian.

Wentik sacó el tubo de repelente para insectos y se untó profusamente por la cara y los brazos. En la Tierra no había nada capaz de mantener alejados a los insectos, pero eso tal vez ayudara. En realidad, en cuanto tuvo la crema en el rostro, sintió más frescura. Pero el olor era francamente repulsivo.

Después de un trago de agua estuvo listo.

Su primera consideración debía ser abandonar las cercanías del distrito Planalto. No había forma de saber cuándo Jexon conectaría el campo, y Wentik no deseaba encontrarse cerca cuando lo hiciera. Sacó la brújula, y consultó un mapa. Había una pequeña aldea a veinticuatro kilómetros al norte, y una misión católica romana en algún punto a orillas del río Aripuana. Si era posible, quería llegar a uno de los dos lugares antes que cayera la noche. No tenía intención de pernoctar otra vez en la jungla.

Pero veinticuatro kilómetros en este país... ¿A pie?

Recogió el resto de pertenencias y partió.

Cuando había recorrido doscientos metros, supo que jamás lo lograría. Era casi imposible moverse. La maleza era una maraña de enredaderas muertas, lianas vivas, espinos, ramas rotas, matorrales enanos que se desparramaban..., y en ningún punto había menos de treinta centímetros de profundidad.

Wentik empleaba el machete sin parar, pero esto causó poca o ninguna impresión a los vegetales. El sudor volvió a deslizarse por su rostro y el repelente se volvió inútil. Los primeros alfilerazos de sangre ya habían aparecido en su frente, y Wentik supo que al mediodía su cara estaría hinchada y dolorida de un modo increíble. Apretó el paso, consciente de que la dirección que estaba tomando era más dictada por el azar que por su brújula.

Musgrove debió de haber hecho lo mismo... Musgrove, el hombre enviado por Jexon para encontrarlo, de idéntica manera que él era enviado a buscar a N'Goko... Quizá Jexon estuviera confundido acerca de las razones del empeoramiento del estado mental de Musgrove al alcanzar la civilización, pero ahora estaba muy claro para Wentik. Unos cuantos días macheteando por esa maleza inducirían obsesión en casi cualquier individuo.

En especial si ha estado expuesto al gas perturbador...

Wentik experimentó una nueva sensación de identidad con Musgrove. Enviado para cumplir una tarea totalmente honesta, pero al instante acosado por meras dificultades prácticas.

Jexon había dicho: Es posible que una persona en soledad jamás note los cambios psicológicos que tienen lugar en su interior. ¿Acaso Musgrove habría ido solo por esta selva, cayendo poco a poco en una locura que no podría reconocer, mucho menos comprender? Podía conocer el gas perturbador, pero no sería capaz de diagnosticar los síntomas en símismo.

Entonces Wentik recordó el dolor de cabeza que había experimentado poco después de volver a la cárcel. Jexon había afirmado que se trataba del gas perturbador. ¿Lo era? ¿Se había ido su inmunidad al gas? En tal caso, ¿también él, como Musgrove, caería poco a poco en una obsesión que sólo se manifestaría si entraba en contacto con cierto tipo de influencia, pero que entonces no se daba cuenta de nada?

Y pensó en su temor a los animales por la noche, y en cómo su temor había aumentado hasta que consiguió asegurarse de que eran inofensivos...

El tema le dio motivo para pensar, conforme avanzaba lenta y penosamente por la jungla. Suponiendo que fuera verdad, ¿qué...?

Después de tres horas, cuando ya estaba a punto de hacer un alto para comer y descansar, Wentik encontró el cadáver.

Yacía en el fondo de una canoa toscamente tallada, que había sido arrastrada hasta la orilla sobrecargada de hierba de un riachuelo. El muerto llevaba ahí tres días o tres semanas, no había forma de saberlo. Babosas blancas reptaban por la abierta boca y ojos de mirada fija, y las extremidades habían sido despojadas de la carne por insectos y pájaros. Sólo donde la ropa seguía pegada al tronco del cadáver existía algún resto de carne. Y ahí se descomponía y pudría mientras nubes de insectos revoloteaban alrededor.

El olor era desagradable.

El primer instinto de Wentik fue continuar andando. Pero la visión de la canoa fue tentadora. Por lo que sabía, Wentik se encontraba aún dentro del área del campo de desplazamiento, y con cada minuto que transcurría sus ansias por avanzar aumentaban. Con la canoa podría cubrir una distancia considerablemente mayor que a pie.

Se inclinó sobre la embarcación, asqueado por la visión del cadáver.

El cuerpo estaba de espaldas, el brazo derecho encorvado hacia la cabeza de manera que la mano esquelética descansaba en la nuca. Una pierna se extendía hacia arriba, y la otra se desplomaba sobre un lado de la canoa. Los huesos de los pies se habían separado del tobillo y yacían sobre la mojada vegetación color pardo, en la que resaltaban con su claridad.

En el fondo de la canoa había una oxidada cantimplora, un remo de madera y un lío de ropa podrida.

Wentik levantó el extremo de la canoa, pero lo soltó apresuradamente cuando el cadáver rodó coa lentitud hacia el costado. Debajo del cuerpo había un montón de barro verde oscuro, rebosante de gusanos blancos.

Wentik retrocedió, estremecido.

Durante varios minutos se quedó sin saber qué hacer a cierta distancia de la canoa. Igual que un hombre que ha descubierto cierta sabandija repulsiva de la que debe ocuparse, él sabía que tendría que mover el cadáver, pero le costaba resignarse a hacerlo. Se preguntaba cómo debía de obrar. Por fin, cogió un pañuelo y lo anudó tan fuerte como pudo sobre su nariz y labios. Después arrastró hacia la canoa una rama rota que había encontrado entre la maleza.

Desviando la mirada, Wentik empujó el extremo de la rama por debajo de la canoa e intentó levantarla haciendo palanca. A la tercera vez que empujó, la punta de la rama se rompió y finalmente se partió por la mitad.

Irritado, lanzó al agua el extremo que sostenía, se acercó a la canoa y la alzó personalmente. La punta se levantó, y el cadáver cayó fuera dando un horrible golpe vago contra la madera antes de rodar orilla abajo hacia el riachuelo. Una de las piernas se desmembró y quedó en el trayecto fuera del agua.

Todavía temblando, Wentik contempló cómo el cadáver se estabilizaba hasta quedar flotando apenas bajo la superficie. Los rasgos estaban desdibujados casi por completo, pero le pareció que el cuerpo flotaba con la cara hacia arriba, aunque no podía asegurarlo... Permaneció inmóvil un instante en la observación del cadáver, mientras la despaciosa corriente recogía poco a poco los restos e iniciaba su travesía de tres mil kilómetros hacia el mar.

Wentik empujó la canoa hasta la orilla, y la sumergió.

Al principio el barro verde y los gusanos se mantuvieron sujetos a la tosca madera, pero al fin, tras repetidas inmersiones, Wentik tuvo toda la canoa limpia.

Observó el claro. La nube de insectos convocados por el cadáver ya se había disipado. Sólo su enjambre privado se mantenía allí.

Una vez asegurada la canoa de nuevo en la orilla, Wentik se alejó un poco y se sentó en una rama baja de un árbol a comer parte del insípido alimento deshidratado. Pero no soportó más de un par de bocados. El recuerdo del cadáver seguía demasiado fresco.

Después de lavarse la cara y enjuagarse la boca con agua de la cantimplora, regresó a la canoa, que ya se había secado con el calor. Wentik examinó el diseño; a pesar de lo tosco de las herramientas con que había sido tallada, se la notaba sólida y firme; con ella tendría pocas probabilidades de volcar, a menos que encontrara rápidos.

Wentik empujó la canoa y subió, cogió el remo y se echó a navegar con la corriente. Instalado en la popa empezó a sopesar las dificultades de una navegación efectiva. La canoa no era fácil de dominar; giró varias veces en redondo en medio del curso del rio antes de que pudiera coger el control.

En cuanto notó que la embarcación avanzaba bajo su dominio, dejó de remar y sacó la crema repelente de insectos para untarse una vez más la cara y los brazos.

Al cabo de ochocientos metros el riachuelo se ensanchó y el sol cayó sobre Wentik. Aunque árboles y lianas seguían sobresaliendo por encima del agua, había una sensación de espacio. Wentik sintió que podía confiar en hallar el río principal, el Aripuana, antes de que anocheciera. A partir de entonces ya no habría gran dificultad en llegar a la aldea o a la misión. Se relajó en la popa y se dejó llevar hacia la confluencia a una velocidad constante de ocho kilómetros por hora.


Ya no volvió a ver el cadáver. Debió de haber quedado atrás al cabo de unos pocos minutos de navegación, y lo más probable era que se hubiera hundido, o lo hubiesen devorado los habitantes del río, o se hubiera descompuesto hasta tal punto que el contacto con el agua hubiera provocado su desintegración total.

La fauna del río era menos abundante o menos evidente que la de tierra. Fuera cual fuese la razón, Wentik vio muy pocas cosas que pudieran amenazarlo realmente. En el pasado había leído sobre la piranha que se encontraba en todos los ríos de la región amazónica, y que un grupo de esos peces podía despellejar el cuerpo de un hombre en segundos. También había leído sobre los caimanes gigantes y las serpientes de agua que, bastante pacíficos si se los dejaba tranquilos, podían matar a un hombre sin esfuerzo si se los provocaba. Pero no vio nada de eso.

Por entonces la tarea de remar —limitada sobre todo a mantener la canoa en un curso recto y vigilar cuidadosamente de las obstrucciones que se presentaran— era suave. Eso le permitió volver a pensar, lo que no hacía desde que hubo dejado a Jexon.

El aspecto más reconfortante de su situación presente era, por supuesto, que por muy extraño que para él fuera el paisaje, estaba en su propia época. Que si de algún modo lograba volver a Inglaterra, la vería, excepto por la guerra, como siempre la había visto.

Resultaba difícil concebir la guerra. Con cataclismos importantes, es preciso más que un mero reportaje para convencer a alguien subjetivamente involucrado que el hecho ha ocurrido realmente. Wentik había leído sobre la guerra en los libros. Y Jexon le había hablado al respecto. Para los brasileños, los nuevos brasileños del siglo XXII, la guerra no sólo era un hecho, era historia.

Pero para Wentik, el conocimiento adquirido acerca de un hecho no lograba transmitirle por fuerza su significación total. Porque él estaba involucrado subjetivamente.

En Londres, su familia. En el norte de Inglaterra, sus padres. En Sussex, su universidad. En la zona oeste de Londres, las empresas para las que trabajaba. Pero todavía más que eso, toda una serie de recuerdos, impresiones e imágenes que continuaban conformado una identidad. Que Wentik aceptara la destrucción de todo lo anterior significaba que consentía la eliminación de una parte de sí mismo.

Su mundo proseguía inalterado...

Después de dos horas en el río llegó a la confluencia, y la navegación continuó por las aguas algo más turbulentas del Aripuana. Después de consultar sus mapas prefirió mantenerse sobre la orilla derecha, y en otras tres horas se topó con la misión católica romana.

Había un hidroavión mediano amarrado cerca de la orilla. Wentik lo contempló con deleite. Su búsqueda iba a ser más corta de lo que había previsto.

Veintidós

En su oficina de la universidad, Jexon había construido una maqueta sociomecanica simbólica de la estructura de la nueva sociedad brasileña. Descansaba en una mesa frente al escritorio del catedrático, con un aspecto de colección caprichosa de tubos y esferas de plástico de color; todos y cada uno representaban cierta sección de la sociedad. Para todo oficio, profesión o vocación había una esfera. Y para todo arte, servicio social, actividad comercial, administrativa, agrícola, estudiantil, los parados, los enfermos... Y donde las secciones se afectaban mutuamente había un tubo que simbolizaba el contacto y su anchura era representativa de la cuantía de la interacción.

En conjunto, la escultura semejaba con bastante fidelidad una aproximación plástica de la compleja molécula de un elemento pesado. Era la alegría de la vida de Jexon, y le había ocupado buena parte de sus horas de vela, de un modo u otro, desde que había recibido el doctorado.

De un modo y de otro: sus teorías sociológicas se habían resuelto sólo en los últimos años en algo cercano a imágenes concretas, haciendo así practicable la construcción de su maqueta.

E incluso ahora no estaba completa. Ni lo estaría, temía Jexon, en toda su vida. Hasta sus estudiantes tendrían dificultades en proseguir su trabajo. Sólo alguien con un cerebro como el suyo, alguien capaz de visualizar la sociedad tan coherentemente como él, podría tomar el relevo.

En la mesa donde yacía, la maqueta estaba rodeada de otras esferas más: secciones minúsculas, irrelevantes, de su sociedad que Jexon aún tenía que encajar en el contexto.

Eran esas esferas, no más de un par de docenas, las que se interponían entre él y la conclusión de la maqueta.

Al regresar de la cárcel de Planalto, Jexon se consumió de irritación en su oficina; intentaba concentrar sus pensamientos en el trabajo, volver a captar la placidez y orden de su progreso antes de que Wentik apareciera de modo tan inesperado.

Envió un avión y una tripulación de vuelta a la cárcel para aguardar el regreso de Wentik, después trató una vez más de concentrarse.

Poner sólo una esfera más en el esquema... Ello significaría, tal vez, remodelar casi la mitad de la obra que ya había hecho. No era un problema de limitarse a añadir al azar las esferas restantes en la estructura; todas tenían que tener su lugar apropiado, de tal forma que reaccionaran solas y mutuamente.

Musgrove debería estar allí...

Pero estaba en el hospital, le había decepcionado mucho con Wentik. En un momento dado, Jexon telefoneó al hospital para comprobar cuándo Musgrove podría regresar a su tarea, y le informaron que el hombre seguía bajo un tratamiento de rehabilitación intensiva.

Jexon trabajó durante dos días. Vio un modo de encajar en la estructura la esfera que representaba organizaciones de seguridad civil, observando que precisaba el desmontaje y reconstrucción de casi el cuarenta por ciento de las esferas ya colocadas, y volver a situar otras veinte, como mínimo, en la parte no directamente afectada.

La frente de Jexon se contrajo de una manera característica, y se inclinó sobre la maqueta, intentando disipar una duda insistente en lo más profundo de su mente. Estaba relacionada con Wentik, y Jexon lo sabía...

El tercer día, su concentración se perturbó por completo. Al entrar en su despacho por la mañana se sentó ante el escritorio y miró la maqueta con malhumor. Veía, sin dejarse absorber, las sutilezas de su construcción.

Era el dolor de cabeza de Wentik el detalle que estaba en la base del asunto. Wentik había respirado el gas perturbador en la cárcel, creyendo que era inmune, pero sin embargo lo había afectado. Y ahora se hallaba a doscientos años en el pasado, solo en la jungla como Musgrove antes que él.

Pero era preciso... Un día, el modelo simbólico de su sociedad sería puro y simétrico, todas las partes coherentes en su lugar. Pero mientras se permitiera que el gas perturbador continuara en la atmósfera, nada podría hacer perfecta su sociedad. Era un factor aleatorio. Y Wentik era el hombre que podía eliminar esa cualidad aleatoria. Wentik, o el individuo que él afirma que más sabe al respecto.

Tenían que estar ahí para reparar las cosas. Todo dependía de eso.

Algo no encajaba...

Era como si Wentik no hubiera entendido la guerra, y cómo él se estaba escapando de ella. Pero Wentik había leído los relatos, ¿no? Sin duda comprendería que un regreso a su vieja vida sería imposible ahora (?).

Mientras Jexon estaba sentado frente al escritorio, observando la maqueta que tenía delante, se preguntó si Wentik apreciaría o no la importancia que había ocupado ya en el moldeo de esa sociedad, o el trabajo que aún podía hacer ahí. Lo que se debía hacer era quizá trivial, pero el gas perturbador existía incuestionablemente y constituía una contribución palpable a la vida.

Mas todavía quedaba un par de cabos sueltos. En particular, la afirmación de Wentik de que su trabajo no estaba concluido, que ese ayudante suyo había hecho el trabajo.

¿Pero sería así? Si Wentik encontraba al tipo, N'Goko, lo traía al presente, alguien tenía que proseguir la tarea aparte de él. O de otro modo el gas perturbador y la sociedad que había contribuido a formar, esta sociedad, dejaría de existir súbitamente. También podría ser que no fuera N'Goko el autor del trabajo, sino otra persona. Tal vez un científico que trabajara en otro sitio y en otra época... O incluso para el otro bando...

Quizá la búsqueda de Wentik, que ahora lo llevaba a su antiguo laboratorio, estuviera condenada de por sí.

Y no obstante... Wentik parecía ser la clave de todo. Conocía ciertamente el gas, cómo actuaba, los efectos que tenía en la práctica. Si Wentik no podía hacer nada, sería capaz de hallar algún medio de contrarrestar los efectos sobre la vida del Brasil actual.

De repente, Jexon comprendió claramente que aunque sucediera cualquier otra cosa, Wentik tendría que ser conducido otra vez ahí, tanto en compañía del otro hombre o sin él. Igual que algunos años antes, Jexon volvió a darse cuenta de que era Wentik y sólo Wentik el que podía ayudarle a llevar su trabajo hasta el final. Ninguna otra cosa importaba. Si Wentik llegaba a comprender, como el mismo Jexon había comprendido, que regresar a buscar a una persona que hubiera completado su investigación era algo que no iba a dar resultado, entonces quizá prefiriera no volver a su época de ninguna manera.

Dos cosas eran incontrovertibles. Primera, que el gas perturbador existía. Y segunda, que Wentik sería capaz de hacer algo al respecto, teniendo oportunidad e incentivo.

Jexon meditó cuidadosamente otra hora, después levantó el comunicador, y efectuó la primera de varias llamadas. Cuando salió de su despacho un día más tarde y se dirigió al aeropuerto donde lo aguardaba su avión personal, dejó abandonada en la mesa una incompleta maqueta de plástico rodeada por las esferas que, hasta el momento, había sido incapaz de encajar en su lugar.

Veintitrés

Wentik pasó la noche en el hospital de la misión, solo y trastornado. La guerra era un hecho, la radioemisora de Manaus no hablaba de otra cosa. En la misión había un ambiente de profunda tristeza y pesar. En la pequeña capilla blanca erigida lejos del río en un amplio prado, los padres con vestiduras negras oficiaron misa a medianoche; un réquiem solemne por la muerte del mundo que estremeció la envoltura externa de Wentik y aportó auténtica aflicción a su existencia por primera vez.

Más tarde, a solas en la húmeda oscuridad de la sala del hospital, exhausto y sin embargo incapaz de dormir, Wentik se vio atormentado por imágenes de su esposa. Las implicaciones de su relación con la enfermera, Karena, se volvieron excesivamente reales de pronto, subrayadas por el comportamiento solemne de la misión. Tal vez era por estar en soledad, o tal vez el efecto del gas perturbador que seguía debilitando su voluntad de resistirse a la influencia.

Era posible que mientras él yacía allí en Brasil, Jean continuara con vida. Y en tal caso, la habría traicionado.

La doctrina católica, que sonaba en el claro junto al río de silencioso curso, una melancólica afirmación de confianza en Dios y el espíritu del hombre, no tenía dos puntos de vista respecto al adulterio. Wentik, de ningún modo un hombre religioso, se encontró simpatizando con la creencia, y cuando se echó a llorar en la cama esa noche no fue por él o por los muertos lamentados por los sacerdotes, sino por Jean.

Por la mañana habló del avión con uno de los padres.

El sacerdote se mostró distraído, vago.

—Lo usamos para ayudar a los enfermos —dijo—. Sin él careceríamos de transporte en la jungla. Podemos utilizar barcos en el río, pero no hay otro medio...

Wentik pensó con celeridad. Esto era algo que Jexon no había previsto. Había varios aviones en esa parte del Brasil, y el dinero que tenía podía pagarlos de sobras. Pero los aviones eran parte vital de la existencia en el lugar.

—Hay algún otro avión del que pueda disponer?

El sacerdote se encogió de hombros; su atención estaba en otra parte.

—Hay una plantación de Manicoré —dijo— Pero está a cientos de kilómetros.

—¿Podrían llevarme hasta allá por aire?

—Necesitamos el avión. Si la guerra llega a Brasil habrá muchos enfermos. No podemos estar sin el avión.

Cómo asegurarle que la guerra no llegaría, que lo peor que iba a suceder era la precipitación radiactiva, y que para eso aún faltaban varias semanas...

Una idea surgió en su mente. Si Jexon podía hacer eso...

—Padre —dijo—. ¿Puedo pedir prestado el avión? Sólo lo necesitaré algunos días. Después se lo devolveré. Puede quedarse con casi todo mi dinero, y les daremos un segundo avión como obsequio unas cuantas semanas más tarde.

El sacerdote miró fijamente río abajo.

—¿Es por la guerra que lo desea?

—No —dijo Wentik— No es por la guerra. En todo caso, lo que puedo hacer acortará la guerra.

—¿Acortará la guerra?

Wentik asintió. Durante la noche había elaborado una especie de plan provisorio: usar el avión para volver de alguna manera a Inglaterra. La búsqueda de Jexon le pareció trivial comparada con sus nuevos sentimientos. Pero frente a la severidad simple, absorta, del sacerdote, sabía que debía seguir adelante.

—Yo puedo pilotarlo hasta... hasta hallar a un hombre que trabaja para los norteamericanos. Si logro detener su trabajo, la guerra será menos rigurosa.

—¿Usted no es norteamericano?

—No. Soy británico.

—Y ese hombre... ¿Dice que es norteamericano?

—Es nigeriano.

El sacerdote asintió lentamente.

—Yo soy Belgique. De Bélgica. ¿Son los norteamericanos muyperversos?

—No —dijo Wentik—. Esta guerra no es culpa de nadie. Es inevitable— (... del mismo modo que el tiempo es inexorable, y así es la sucesión de los hechos).

El sacerdote dijo de repente:

—Aguarde aquí.

Se precipitó hacia la misión, y desapareció en el interior. Wentik quedó solo diez minutos en el prado que descendía hacia el río, contemplando el avión azul y blanco que subía y bajaba ante su amarra en el río.

El padre volvió y dijo:

—¿Nos devolverá el avión en una semana?

—Sí.

—¿Y hará que tengamos otro?

—Sí.

—Entonces cójalo. No deseamos dinero.

—Pero puedo darles treinta mil dólares.

El sacerdote negó con la cabeza resueltamente.

—Es dinero norteamericano.

—No —dijo Wentik, imaginando el dinero yaciendo en las bóvedas de un arruinado banco de Washington doscientos años antes de que los brasileños lo encontraran—. Es de Brasil. Fue convertido en... dólares, porque pensamos que sería aceptable.

El sacerdote pareció dudar.

—Cójalo —insistió Wentik—. Construirá otro hospital, quizá.

—¿Por qué desea dárnoslo?

—Estoy desesperado —dijo Wentik—. Necesito el avión, y ustedes pueden usar el dinero; acéptenlo, por favor —cogió la bolsa de su espalda y la dejó caer en el prado. Sacó el dinero y lo expuso en la hierba en una pila perfecta. Otro hombre había salido de la misión y se hallaba de pie con el padre.

—Este es el padre Molloy —dijo el sacerdote—. El le enseñará a manejar el avión.

Tres horas más tarde, el mismo Wentik despegaba con el avión desde el río y lo dirigía hacia el sur.

Le había costado buena parte del tiempo intermedio reaclimatarse a pilotar un avión ligero. La mayoría de sus horas de vuelo en el pasado habían sido en un pequeño aparato de club, pero tenía alguna experiencia con un Cessna bimotor que en esencia era idéntico a ése.

El manejo efectivo del avión era lento e insensible, en parte debido a los enormes flotadores unidos al tren de aterrizaje, y en parte debido a la pesada carga de combustible que Wentik llevaba a bordo. El padre Molloy le había acompañado en varios despegues y aterrizajes experimentales hasta quedar satisfecho del dominio que Wentik había alcanzado.

Wentik había estimado que la distancia media entre Brasil y la Antártida era de alrededor de ocho mil kilómetros. Tenía combustible suficiente para llegar al menos hasta Río Grande, siempre que pudiera aterrizar en alguna parte y repostar de los tambores de repuesto que llevaba a bordo. Los padres le aseguraron que en Río Grande podría obtener más. A partir de ahí, Wentik tendría que valerse por sí solo.

En la Concentración existían inmensa provisiones de combustible para la pista, y Wentik confiaba en que lograría encontrar bastante para el viaje de vuelta.

Al cabo de unos minutos de despegar vio el distrito Planalto. Y por primera vez, lo vio como un círculo completo tajado en la selva. Jexon había cumplido: el regreso al futuro estaba ahí, aguardándolo.

Apenas pudo distinguir la cárcel como un puntito negro dentro del círculo. Estaba muy alejada.

Wentik siguió volando hacia el sur.


Una hora antes del anochecer vio un amplio lago, y amaró ahí. Había poca vegetación en el lugar, y ningún signo de habitación. Sin embargo, aseguró el avión con la pesada ancla colgante dispuesta a cien metros de la costa. Luego se arrastró hasta las alas con los tambores de combustible, e inició la tarea laboriosa del llenado a mano, lo que le llevó casi dos horas. Hacía frío, y cuando terminó estaba a oscuras.

Temblando, volvió a la cabina, se preparó la cena en la cocina portátil, después se tumbó en una de las literas y se durmió.

Despertó con la primera luz, para descubrir un temporal que se estaba formando hacia el este. Un vasto cúmulonimbo, que se extendía estruendosamente hacia la estratosfera con bamboleantes protuberancias blancas y que desembocaba en una maravillosa cabeza en forma de yunque, se hallaba a menos de ocho kilómetros. Wentik se lavó rápidamente, pasó por alto el desayuno y enseguida estuvo en el aire.

Había otras nubes similares en la región, que Wentik intentó evitar. Volando bajo, y a veces desviándose algunos kilómetros para alejarse de las impredecibles corrientes de aire de las nubes —en el extraño y pesado avión se sentía casi incapaz de volar de otro modo que no fuera avanzar en línea recta—, le costó prácticamente toda la mañana llegar a la costa.

Eran las dos de la tarde cuando halló Río Grande. De acuerdo con las instrucciones, amaró en el extremo norte de la costa donde estaba situada una estación de reaprovisionamiento naval. Al principio tuvo dificultades para obtener el combustible que requería; le habían dicho que la armada brasileña había requisado todos los suministros para su uso particular. Y sin saber qué hacer de buenas a primeras, Wentik recordó finalmente que todo sudamericano es potencialmente sobornable, y aunque le costó casi todo el resto del dinero que llevaba, consiguió su propósito.

Cuando estuvo libre de la ciudad, con la provisión suficiente de combustible para llegar a la Antártida, era casi de noche. Tenía que encontrar un amarradero protegido antes de que oscureciera totalmente. Cuanto más avanzaba hacia el sur —se hallaba entonces a más de treinta grados de latitud sur—, tanto antes llegaba el ocaso. Al final aterrizó en el lago Mirim, junto a la frontera con Uruguay.

Durante la noche, repentinamente, se levantó un fuerte viento de la costa. Wentik apenas pudo dormir, por el temor de que el avión sufriera algún daño.

Partió de nuevo por la mañana, llena hasta el tope su provisión. Voló sobre el océano rumbo al sur.

De pronto, la inmensidad de su viaje lo acobardó.

Debajo, a sólo mil doscientos metros, estaba el grisáceo Atlántico Sur. Se veía obligado a volar sin descanso, pues no había donde amarar. El océano, debajo, estaba calmo para la época del año que era, pero sus olas de un metro desbaratarían al instante cualquier tentativa de amaraje.

Voló todo el día, luchando contra los calambres que agarrotaban los músculos de sus piernas y tomando bocados de comida cuando le era posible.

Hora y media después del anochecer, al abrigo de los grandes riscos de las Malvinas, amaró el pequeño avión en las lisas aguas del muelle de Puerto Stanley.

Se encontraba otra vez en territorio británico.

Wentik pasó dos días enteros en Puerto Stanley, en parte para recuperarse del vuelo, y en parte como preparación de la etapa decisiva y más difícil.

Había confiado en poder obtener noticias de la guerra, pero los habitantes sabían menos que él. Por todas partes, Wentik vio la misma expresión desesperada en las caras de la gente que en la misión. Los malvineros sobrevivirían a la guerra probablemente, pero ésa no sería su preocupación, pensó Wentik. Dependían del comercio con Argentina para su medios de vida y existencia, y si América del Sur era golpeada con dureza, entonces los malvineros sufrirían. Un punto de vista egoísta, quizá, pero comprensible cuando se está aislado en un afloramiento de roca a seiscientos kilómetros en pleno Atlántico.

En Puerto Stanley, Wentik encargó extensiones para su tanques de combustible, a fin de conseguir mayor autonomía de vuelo sin repostar.

Después, la mañana del tercer día, despegó del puerto, mientras una multitud de habitantes observaba desde la costa. Quizás estaban extrañados por su destino, o suponían automáticamente que volaba a Argentina, pero nadie preguntó.

Refrescado tras sus dos días en tierra, Wentik se sentía totalmente preparado para el vuelo, y aun cuando se encontró con una tormenta a menos de dos horas de la partida, siguió volando estoicamente. Al cabo de hora y media salió de la tormenta. Pero entonces, en lugar de agua había hielo debajo. Y el cielo se estaba oscureciendo.

La última parte de su viaje, los mil quinientos kilómetros sobre hielo, sería la más difícil. Puesto que Wentik no tenía alternativa que intentar aterrizar el avión sobre la congelada superficie de la meseta misma, y confiar en que los flotadores metálicos del tren de aterrizaje de la aeronave resistieran como esquís el tiempo suficiente para bajar a salvo. En los mapas que Jexon le había entregado encontró un detalle de la meseta de Hollick-Kenyon que mostraba la situación exacta de la Concentración, y la totalidad de sus entradas. Desconocía cómo Jexon lo habría conseguido. Pero al menos le permitía encontrar el lugar con facilidad. Alguien que no supiera lo que buscaba pasaría sobre la Concentración una docena de veces, y nunca la vería.

Conforme volaba hacia el sur, el sol iba descendiendo más y más, hasta que dio la impresión de que resbalaba sobre el horizonte. El mar helado estaba iluminado por una estela oblicua de luz anaranjada, en contraste con el azul oscuro del cielo.

Ahora, a pesar de que tenía los calefactores de la cabina conectados al máximo, Wentik sintió el frío riguroso de la Antártida que se colaba en su cuerpo.

Después de catorce horas, el sol quedó casi fuera de la vista bajo el horizonte transparente como el cristal, y el hielo de abajo era una tenue refulgencia blanca. Wentik subió el avión para remontar una cadena de montañas bajas, y acto seguido sobrevolaba la meseta Hollick-Kenyon.

Investigó durante una hora antes de localizar la Concentración: lo único que se veía desde el aire era una serie de postes metálicos de poca altura, delineados en el hielo y menos de dos metros asomados sobre la superficie. Como el anillo externo de piedras en torno a un templo antiguo, los postes señalaban el contorno. A Wentik le agradó dar unas vueltas alrededor de los postes, y fijándose en uno de ellos hizo una estimación aproximada y rápida de la dirección del viento.

No había sol, pero una especie de crepúsculo congelado daba al hielo una clara luminiscencia propia. Era el final del invierno antártico. Unos días más, y la carencia de luz en esta zona inferior sería reemplazada por la diaria salida y puesta del sol, y unas cuantas semanas más tarde, el sol permanecería sobre el horizonte veinticuatro horas.

Wentik eligió lo que le pareció el trozo de hielo más liso, y efectuó unas cuantas pasadas de prueba por encima. Sólo dispondría de un intento...

Al final sintió que estaba preparado y giró por última vez. De este aterrizaje dependía mucho, pensó. Mentalmente, de un modo casi pedante, repasó de memoria la maniobra de aterrizaje, tal como le habían enseñado hacía muchos años sobre las praderas de Inglaterra.

Emprendió la última pasada, los delgados flotadores metálicos rasando el hielo y la nieve a sólo centímetros por encima. Redujo hasta que se movió a la velocidad más baja que la estabilidad le permitía, y a continuación soltó la palanca suavemente hacia adelante.

Los flotadores tocaron tierra.

Y el metal se contrajo, y el tren de aterrizaje se encorvó. Wentik abrió de golpe las válvulas de estrangulación, y los motores rugieron, pero el avión había perdido su velocidad de vuelo. El ala de babor cayó, y la punta patinó en el hielo. Al instante el ala de estribor se alzó, y la nariz se enterró en la nieve. Wentik se echó las manos a la cara mientras el tabique que había detrás se plegaba. La cabina se hizo añicos alrededor de Wentik, y los instrumentos se quebraron. Se produjo un ruido estrepitoso, de colisión, cuando el ala se desplomó sobre la parte superior del fuselaje, y el avión dio su última vuelta de campana. Y se deslizó hasta detenerse.

Un viento frío, salpicado de agudos cristales de hielo, sopló sobre los restos.

Veinticuatro

Wentik nunca pudo saber cuánto tiempo permaneció sin conocimiento. Advirtió bruscamente un frío intenso, y después se despertó por completo.

Yacía en una oscuridad casi total, las piernas más altas que el resto del cuerpo y la mayor parte de su peso soportado por los omoplatos. La cabeza le palpitaba de dolor y notó un líquido, presumiblemente sangre, en su cara. Con sumo cuidado, hizo flexiones con los músculos de su cuerpo para averiguar si algún hueso estaba roto. El único dolor auténtico que sentía provenía del brazo izquierdo, apresado entre dos fragmentos del destrozado avión. Su brazo derecho estaba libre.

La preocupación inmediata debía ser ponerse a cubierto. El frío ya lo rodeaba.

No parecía haber forma de salir de la arruinada cabina. El cuerpo de Wentik estaba retenido fírmemente en su embarazosa posición. Empujó con las piernas, pero entonces los hombros apretaron el metal con más fuerza; ninguna libertad de movimiento en esa dirección. Intentó mover las piernas, y descubrió que podía patear en el reducido espacio. Su mano derecha descansaba en una larga vara metálica, parte de los controles, al parecer. Daba la impresión de que estuviera libre. Apretó la mano.

El armazón de la aeronave estaba construida con madera, y era ésa la única esperanza. Wentik levantó la vara metálica y la hizo girar hacia arriba. Se produjo un ruido de algo que se astillaba. Repitió la operación de hacerla girar, y la madera se rompió más aún.

En unos segundos hizo un agujero considerable, y apretó los pies contra el entablado. Hubo un sonido de madera que se partía y lona que se desgarraba, y de repente entró una luz difusa. Wentik volvió a patear, pero se detuvo cuando los restos del fuselaje empezaron a crujir por encima y detrás de él.

Arrastró los pies hacia adelante, tirando del cuerpo con el movimiento de las piernas. Cuando puso la cintura en el agujero se vio forzado a parar. Su brazo izquierdo seguía atrapado, y le dolía. Tiró del miembro, y notó que la carne se ponía tirante sobre el metal mellado.

Si tan sólo lograra liberar el brazo, podría salir. Volvió a tirar de él, y sintió que la carne se desgarraba. El dolor estalló en su brazo y le hizo cerrar los ojos.

Por fin, desesperado, sacó bruscamente el brazo con un grito de dolor.

Se retorció en el agujero, y cayó encima del hielo. Soplaba un viento fuerte, amargamente frío.

Wentik examinó su brazo y vio una profunda herida en la carne. La sangre brotaba de la herida. Puso el brazo sobre el pecho y se agarró el hombro derecho.

Sobre el horizonte, una masa de nubes negras asomaba amenazadora, empañando toda visibilidad. Wentik contempló las nubes y se dio cuenta de que en cuestión de minutos la poca luz que allí había sería eliminada por la ventisca. Tenía que ponerse a cubierto...

Al intentar aterrizar había pretendido parar el avión tan cerca como pudiera de una de las entradas de la Concentración. Las entradas estaban indicadas por postes que eran calentados por medios eléctricos. Debajo de la superficie de hielo había una entrada a un pozo de acceso a los ascensores que bajaban hasta el complejo de túneles.

Había quedado a doscientos metros del poste más cercano. Wentik se precipitó hacia allá tan rápido como pudo desplazarse sobre la nieve helada. Comprendía que a menos que se pusiera a cubierto, pocos eran los minutos de vida que le quedarían. La sangre del rostro ya se había congelado, y la del brazo amenazaba con hacerlo. El frío era espantoso; todas las inspiraciones que Wentik hacía explotaban en sus pulmones.

En ese momento corría dando grandes pasos tambaleantes.

Cayó varias veces, maldiciendo el frío, el dolor y la torpeza de sus movimientos.

A cinco metros del poste resbaló hacia atrás. Extendió el brazo derecho hacia adelante en un intento de guardar el equilibrio, pero cayó desgarbadamente en una zanja profunda que un montón de nieve le había ocultado.

La entrada.

Se levantó de nuevo y observó el costado. Inmediatamente a su izquierda la zanja cubierta se convertía en un túnel bajo la capa de hielo. Penetró en el túnel, temblando de frío. Ahora que estaba libre del viento podía apreciar su furia total. Un vistazo hacia atrás le indicó que la ventisca comenzaba...

Después de recorrer diez metros, Wentik llegó a unos abruptos escalones y bajó por ellos. En la parte inferior, cubierta por una plancha de acero acanalada, había una plataforma de cemento. Delante de Wentik había una puerta metálica, con una placa identificatoria. El científico la apretó con la palma de su mano derecha, y en pocos instantes la puerta se deslizó hacia atrás. Al otro lado estaba el compartimiento del ascensor.

Entró, y tocó el botón para bajar.

El descenso duró tres minutos.

En ese tiempo, Wentik examinó la herida de su brazo y comprobó que, según su criterio, el corte era superficial. Al parecer no había arterias cortadas, ya que el flujo sanguíneo era más lento que cuando lo observó por primera vez.

En la base del pozo las puertas se abrieron, y Wentik se encontró en uno de los corredores de metal que en otro tiempo habían sido tan familiares para él.

Miró inmediatamente el plano de la Concentración que se hallaba en cada una de las intersecciones de los túneles. Tenía que hacer algo con su brazo...

A cincuenta metros por el corredor lateral aparecía indicada una sección de primeros auxilios. Wentik se dirigió hacia ella con paso rápido, abrió la puerta de un golpe y entró.

La sala estaba vacía y era utilitaria. Junto a la pared había una cama con un montón de mantas y almohadas encima, en el centro de la habitación había una mesa metálica con dos sillas metidas por debajo del borde, y en la otra pared había un gran armario que contenía material médico.

Cogió un torniquete elástico y se lo enrolló en torno a la parte superior del brazo, apretándolo hasta que la sangre dejó de manar de la herida. Despuéssacó del armario un tubo de crema restauradora de tejidos y untó por encima, respingando con la punzada de dolor que se provocó. Finalmente encontró una larga venda blanca, y la enrolló suavemente alrededor de la herida hasta dejarla completamente protegida.

Una vez terminada esa operación se quitó el torniquete y sacó un cabestrillo del armario, que ajustó a su brazo.

Antes de volver al corredor cogió una chaqueta gruesa de un aparador de la sala y se la puso. Aunque allí hacía más calor que arriba, la temperatura en los túneles apenas estaba por encima del punto de congelación.

Salió y regresó al corredor principal. Después de mirar a un lado y al otro comprendió el único detalle de importancia: la Concentración estaba desierta, al parecer.

Consultó el mapa de nuevo y se encaminó hacia su laboratorio.


Su primera impresión al entrar en el laboratorio principal de investigación fue el hedor agobiante. Se acercó a la hilera de jaulas y observó la treintena aproximada de ratas muertas.

Miró por todo el laboratorio pero no vio rastro alguno de notas, y pasó a su antiguo despacho. Tal como había previsto, todo estaba desierto.

Se acercó al escritorio y tiró de los cajones para abrirlos. Vacíos.

El archivo. Vacío.

La totalidad de libros de texto habían sido cogidos de las estanterías. La provisión de útiles de escritorio había desaparecido. Las dos sillas estaban colocadas ordenadamente a los lados de las mesas. El aparador que en otro tiempo había contenido las notas y análisis diarios del equipo de investigación..., vacío.

En el papelero había un montón de cenizas negras, laminosas. Wentik pasó los dedos por el revoltijo, pero no quedaba un solo papel del que se pudiera descifrar algo.

Casi al momento de salir del ascensor Wentik intuyó que la Concentración entera había sido evacuada. Tenía que haberlo sabido, y quizás instintivamente lo había sabido.

Salió al corredor y se encaminó hacia la salida más cercana.

No existe cambio alguno en la historia. ¿Acaso no estaba predestinado que él no iba a encontrar ahí a N'Goko? Porque si lo hubiera encontrado, ¿qué...? Suponiendo que el avión no se hubiera estrellado y que N'Goko estuviera allí, ¿qué, entonces? ¿Acaso N'Goko habría ido con Wentik a Brasil? ¿Habría destruido sus notas y el producto de la investigación que había efectuado en ausencia de Wentik?

Suponiendo que el plan se hubiera desarrollado tal como fue previsto; que Wentik y N'Goko van a Brasil y se trasladan al futuro y allí, en Sao Paulo del siglo XXII trabajan para eliminar un gas que había sido creado por los dos conjuntamente, ¿se habría usado el gas alguna vez en la guerra? ¿Acaso ellos habrían ido allá para descubrir que ya no había problemas con el gas?

Porque la realidad no podía ser manipulada.

El Sao Paulo que Wentik había visitado era de cabo a rabo tan real como su mundo del siglo XX. Karena era real, y Jexon, y un hombre llamado Musgrove que había catado, igual que Wentik, ambas realidades. Si el gas perturbador no era usado en la guerra, ¿no tenía que cambiar la naturaleza intrínseca de esa nueva sociedad?

Del mismo modo que el tiempo es inexorable, y asíes la sucesión de los hechos...

De la misma forma que Wentik supo al llevarse el avión de los padres que ninguna acción que emprendiera tendría efecto alguno para evitar la guerra, ahora comprendía que jamás habría podido hacer nada para evitar el uso del gas en la guerra. Y que en ese aspecto, jamás podría haber encontrado a N'Goko y conducirlo a Brasil.

Llegó al ascensor más cercano y entró. Las puertas se cerraron y apretó el botón. El ascensor empezó a subir.

La Concentración estaba abandonada. Vacía, e ineficaz ahora, como la búsqueda de Wentik.

Puesto que ahora se enfrentaba al fracaso. Quizá no por su causa, pero al menos por sus actos personales.

Había fracasado como científico, ya que su trabajo estaba incompleto y había sido empleado probadamente con un fin opuesto. Había causado la muerte de un hombre, y la probable locura de algunos otros. Había emprendido una tarea en favor de Jexon, y no la había satisfecho. Había defraudado la confianza de los padres; ni siquiera volverían a tener su avión. Y, quizá el detalle de mayor significación personal, había traicionado a su esposa.

Tremendamente solo, como ningún hombre había estado antes que él, Wentik salió del ascensor a la plataforma superior y se quedó inmóvil en el frío.

A partir de ahí, no podía haber nada. Una guerra desgarraba las entrañas del mundo en que había crecido; y un segundo mundo estaba esperando que volviera.

Se desabrochó la gruesa chaqueta, y la dejó caer al suelo. Se quedó con la ropa que Jexon le había dado en Brasil; ropa ligera, de ciudad, totalmente inadecuada para el clima antártico, muy poco protectora. En esta cámara oscura, a pocos metros del nivel del hielo, Wentik notó el frío al instante.

Afuera...

Miró a su alrededor, consciente no del techo y los muros metálicos o del suelo de cemento, sino de una invisible desolación del conjunto.

Anduvo hasta la entrada, a lo largo del pasaje tajado en el mismo hielo de la meseta, y escalones arriba hacia la noche, el temporal y la ventisca.

Pero el sol brillaba en un cielo despejado, y el aire estaba en calma. El hielo era de un blanco tan brillante que le fue imposible mirarlo.

Atolondradamente, se alejó de la entrada de la Concentración, por entre la nieve congelada. Se cubrió los ojos con el antebrazo derecho.

—Hacia aquí, doctor Wentik —dijo una voz.

Wentik se volvió. Jexon estaba allí, de pie en la compuerta de un avión plateado de despegue y aterrizaje vertical.

Veinticinco

Hora y media después Wentik estaba sentado ante la portilla de observación del camarote-salón, y a través de las muy oscuras gafas de cristales ahumados contempló el blanco páramo que se deslizaba debajo.

Había consumido una comida preparada por el camarero de la aeronave, y ahora descansaba en un sofá con un vaso de vino. Jexon estaba sentado frente a él. Le había explicado, mientras comía, cómo por un proceso de pensamiento distinto había llegado a la misma conclusión que Wentik: que los hechos no pueden ser cambiados.

—... y por eso vine aquí con el avión en cuanto pude —concluyó.

Wentik sacudió la cabeza lentamente. La transición entre la disposición a la muerte personal y la aceptación de continuar con vida no es inmediata.

—En caso de que esté preguntándoselo —prosiguió Jexon—, estamos en 2189. El avión contiene un generador portátil de campo de desplazamiento propio. Wentik examinó el camarote. —¿Este es su avión? —preguntó. —Sí. Lo equiparon de acuerdo con mis exigencias. Era mayor que todos los aviones que Wentik había abordado hasta entonces. Había una tripulación de cuatro hombres: dos pilotos, un navegante y un cocinero-camarero que trataba a Jexon con una deferencia que quedaba a sólo una fracción del servilismo. Repentinamente, Wentik se dio cuenta de lo alto que debía estar Jexon en el gobierno de Brasil.

—¿Cuál es el radio de acción del avión? —preguntó.

—Prácticamente ilimitado.

—Entonces, aterrizó usted después de una sola etapa de vuelo, ¿verdad?

Jexon asintió.

—Y regresaremos igual.

Pensativamente, Wentik sorbió el vino. Todavía estaba mentalmente en su época; el estado de un mundo que presenciaba su propio suicidio, como se reflejaba en los rostros de los sacerdotes y los malvineros, parecía tanto más real que la sociedad de Jexon. Al fin y al cabo, el gas perturbador era únicamente una inconveniencia menor pronto curable. La presencia de Wentik en Brasil era un lujo para ellos; para él era algo totalmente distinto. Podían pasar sin él. Jexon había admitido que nadie había intentado seriamente encontrar un antídoto para el gas en Brasil. Sin embargo con sus recursos... Pensaban que le hacían un favor; una oportunidad de vivir en lugar de una muerte segura en su mundo.

Pero para Wentik, con la preparación para su muerte todavía fresca en su mente, no había duda en cuanto a qué debía hacer.

—Lléveme a Inglaterra —pidió.

—¡Imposible!

—No veo el porqué. El avión tiene el radio de acción.

—Sí, pero Europa entera es fuertemente radiactiva. No podemos aterrizar allá. No hay seguridad. ¿Y de qué serviría?

Wentik miró directamente al otro.

—No estoy trabajando para usted, Jexon. Significa mucho para mí, y muy poco para usted. No me importa la muerte. Sólo quiero volver a casa. Dice que este avión tiene un generador de campo... Entonces, déjeme en Inglaterra.

—Pero tiene tantas cosas por las que vivir en Brasil... Una nueva vida, todas las facilidades para proseguir su trabajo, incluso ha encontrado una mujer...

—¡No me hable de ella! —Wentik se encolerizó al pronunciar de repente lo que había estado pensando durante días.

—Pero un hombre como usted necesita una esposa. —Ya tengo una —dijo Wentik— Y por culpa de sus problemas sociales hemos sido separados.

—Usted no está casado...

—¿No?

—No, de acuerdo con la información que tenemos sobre usted. Vivía solo en un piso de Minneápolis, no había mención alguna de esposa en los archivos del gobierno, estaba solo en la Concentración...

—¡Soy británico, por el amor de Dios! —exclamó Wentik, demasiado fuerte—. Fue un arreglo temporal. Yo tenía que volver a casa cinco meses después de que Musgrove llegara.

—No sabía eso.

—¿Habría importado que lo supiera? —dijo Wentik con marcado sarcasmo— La única cosa que le importa a usted es su maldita sociedad.

—¡Eso no es cierto! —exclamó Jexon— Si hubiera sabido que era casado, jamás habría enviado a Musgrove a buscarlo.

Wentik miró irritadamente por la portilla. El avión ya estaba sobre el mar, un mar negro abundantemente moteado de hielo flotante. En esta región del mundo era el final del verano antártico, y los témpanos estaban rotos y libres.

También Jexon había caído en el silencio, y garabateaba algo en un pequeño bloc de papel blanco sobre una mesa al lado del sofá. Contaba algo, al parecer.

Mientras el largo silencio entre ambos proseguía, Wentik contempló el océano hasta que los témpanos cesaron de aparecer. Se sacó las gafas oscuras y echó un vistazo a su brazo. Seguía en cabestrillo, pero los dolores fuertes habían pasado. El rasguñón de su cuero cabelludo había dejado de sangrar casi tan rápidamente como había empezado, pero una parte considerable de su pelo estaba enmarañada por la sangre. Esperaba con vivo interés usar el lujoso cuarto de baño que había visto en el extremo trasero del avión.

—¿Qué está escribiendo? —preguntó.

—Estoy calculando algo —replicó Jexon—. Casi he terminado. ¿Tiene alguna noción de qué día es hoy?

—Alguno de mediados de agosto, creo.

—El día catorce, probablemente. O el quince. No es seguro, debido a la distorsión. Nunca sabemos los días exactos que se recorrerán en el campo de desplazamiento. ¿Averiguó qué día era mientras estaba allá?


—No se me ocurrió.

—Una lástima. Habría servido, porque la distorsión se acumula. Sea como fuere, tendré que suponer mucho.

—¿Qué está haciendo?

—Trato de ayudarle. Supondremos que hoy es día quince. Nos costará dos días llegar a Inglaterra desde aquí si volamos en línea recta. Con eso nos vamos al diecisiete. Digamos el dieciocho, para estar seguros.

—¿... seguros de qué?

—El bombardeo. Estoy intentando reunirle con su familia.

—Eso es imposible. La guerra ya había empezado.

Jexon asintió lentamente.

—En América empezó. Pero hubo una calma pasajera en el bombardeo. Las primeras armas nucleares no fueron detonadas en Europa hasta el veintidós de agosto.

Europa occidental fue arrasada en la segunda ola de bombardeos...

—Su familia aún está viva, doctor Wentik.

Pero Wentik no estaba prestando atención. Estaba mirando por la portilla, contemplando el océano que se deslizaba debajo, y planeando qué debía hacer.


A últimas horas del día siguiente, el avión volaba sobre el Atlántico Septentrional, en paralelo a la costa de África noroccidental. Habrían pasado sobre muy poca tierra firme, y Wentik ya estaba aburrido del interminable mar. A veces se movía incansablemente por el camarote, mientras Jexon observaba con cierta preocupación. Cuando los dos hombres estuvieron de acuerdo en los detalles de lo que harían al llegar a Inglaterra no hubo más que discutir, y Wentik se vio abandonado de nuevo a sus propios pensamientos. La posibilidad de ver a su familia otra vez cobraba fuerza hasta volverse casi una certidumbre, la sensación de inseguridad que se había convertido en parte de la existencia de Wentik desvanecida por primera vez desde que conociera a Musgrove y Astourde.

Pasó parte del día leyendo de nuevo el libro de Jexon sobre la estructura de la nueva sociedad brasileña. Lo intrigaba, como lo hace toda novedad, aunque el pasmoso liberalismo de sus prácticas tenía elementos de fanatismo en ciertos detalles, como las utopías religiosas y morales del siglo XVIII. Lo leyó, empero, con sentido del deber, puesto que creía que debía prepararse para su nueva vida.

Había tomado una decisión: que él y su familia volverían a Sao Paulo, y él intentaría encontrar algún medio de contrarrestar los efectos del gas perturbador.

Ciertas afirmaciones del libro le intrigaban. Daba la impresión de que no había un gobierno formal; a todos los niveles las decisiones se dejaban a voluntad de las personas directamente involucradas. Cuando había duda o desacuerdo, el estrato social inmediatamente superior era consultado. Cuanto mayor el problema, más arriba tenía que ir y más personas quedaban involucradas. La estratificación efectiva de la sociedad estaba mal definida en el libro, y Wentik se sintió tentado de interrogar a Jexon al respecto. La única ocasión en que lo hizo, sin embargo, el otro puso en relieve su interés apasionado por el tema, en tanto que Wentik perdió la sustancia de la respuesta.

Los estratos parecían estar definidos por méritos o logros personales, pero no se indicaba cómo se establecían realmente las diferenciaciones.

Wentik consideró la aparente riqueza de Jexon: el avión privado y la tripulación, la posición de autoridad que había ostentado en el hospital y la universidad. A juzgar por la tesis del libro, el individuo era un defensor-meritócrata, intérprete y diseñador de una sociedad que él mismo había abstraído.

En cuanto hubo terminado el libro, y Jexon y él comieron algo, Wentik le preguntó cuán diferente sería la vida para él y su familia en Sao Paulo. El semblante de Jexon se iluminó, como el de un erudito cuyo tema es suscitado en debate.

—Superficialmente, ninguna diferencia. La existencia cotidiana es muy similar a la que he llegado a imaginarme de su época. Sólo la autoridad se ha descentralizado.

—Pero debe existir alguna diferencia...

Jexon asintió.

—Existe. En un sentido ejecutivo. Considere por ejemplo la decisión de traerle a Brasil. Fue totalmente mía. Discutí todo el proyecto con Musgrove antes de que empezáramos, pero fue mi autoridad la que puso las cosas en marcha. Tuve acceso a lo que creí que era la información completa sobre usted, y actué dentro del campo de mi experiencia.

—Y las cosas fallaron —dijo Wentik— ¿No le da a entender esto, como sociólogo, que hay vacíos en el sistema?

—Quizá —convino Jexon— Pero esta serie de circunstancias fue más bien especial. La única imperfección real que existe, y no preocupa a mucha gente, dicho sea de paso, es que algunas veces la mano derecha no sabe qué está haciendo la izquierda. Típico de ello es lo sucedido cuando usted llegó a Sao Paulo. No sólo lo llevaron al hospital por error, sino que el pobre Musgrove fue retenido por la policía hasta que descubrimos el fallo.

Jexon se detuvo y meditó.

—La vida en Brasil —prosiguió— es mucho menos opresiva, creo, que el tipo de existencia al que usted está acostumbrado. Las inhibiciones que usted daría por supuestas, como las sexuales o personales, simplemente no existen.

—Suena demasiado bueno para ser cierto —dijo Wentik tranquilamente, pensando en Karena.

—Tal vez sí, a sus oídos. Pero da resultado, como probará cuando volvamos.

Wentik miró por la portilla, y distinguió en la creciente oscuridad las luces de una ciudad costera a unos quince kilómetros hacia el este. Una parte de África, desconocida e imposiblemente remota. Se preguntó si iba a quedarse en Brasil. Para Jexon, atrapado en el esotérico mundo científico de las teorías y conceptos abstractos, quizá la sociedad fuera fuente de placer constante. Mas para Wentik, tal cosa nunca podría ser más que una huida. Un refugio que las circunstancias le abrían; un modo de evitar una muerte segura a causa de explosión nuclear o precipitación radiactiva. Volvió a observar a Jexon y vio un anciano orgulloso con ojos henchidos de ardiente inteligencia..., ¿o era otro tipo, más fanático, de brillo? Esta gente y sus padres habían sobrevivido al holocausto, y la civilización humana se estaba recuperando. ¿Iba él, Elías Wentik, a tomar parte en ello?

Veintiséis

Inglaterra desde el aire, para la vista crítica de Wentik, había cambiado de manera trágica en doscientos años.

Poco después de despertarse, él y Jexon contemplaron la costa que se deslizaba debajo. El tiempo era pardusco y gris, con una base nubosa de seiscientos metros. A solicitud de Wentik, el piloto hizo que el avión volara lentamente a lo largo de la línea costera a una altura de ciento cincuenta metros. Por todas partes, una desordenada vegetación de árboles y arbustos contribuía a ocultar las ruinas de los edificios. Pasaron sobre lo que otrora había sido una gran ciudad —Wentik creyó que podía tratarse de Bournemouth, pero no tuvo la certeza— y no vieron movimiento en ningún lugar.

Al cabo de diez minutos volaron tierra adentro, Wentik, deprimido contra toda expectativa ante la visión de la familiar campiña. ¿Pero era tan familiar? La Inglaterra que él conocía estaba poblada, congestionada, se cuidaban de ella. Este lugar...

El camarero apareció en la puerta del camarote-salón.

—El índice de radiación gamma de fondo es elevado, señor —dijo a Jexon—. Pero no letal.

—Gracias.

Jexon estaba observando el mapa de esa parte de Inglaterra. Un mapa viejo, notó Wentik, un mapa que tenía ciudades y carreteras señaladas en él. Jexon le acercó la hoja y le dijo:

—Creo que aquí, el punto que he marcado. Es el límite oriental de la llanura de Salisbury, cerca de Amesbury.

—¿Ha de ser tan lejos de Londres? —preguntó Wentik.

—Me temo que sí. Ha de recordar que la Inglaterra de su época se encuentra en medio de una guerra. Y no habría forma de saber qué sucedería si nuestra nave apareciera de improviso en el centro de una zona muy poblada. Creo que esto es lo más cerca de Londres que podemos llegar, con cierto margen de seguridad.

Wentik meditó un instante, después acabó accediendo.

Jexon apretó un botón semioculto, y en unos segundos el navegante regresó.

—¿Nos llevará aquí? —pidió Jexon, entregando el mapa al tripulante, que asintió y volvió a la sección de mandos del avión.

Pocos momentos después, la aeronave cambiaba de curso.

—El generador de campo de desplazamiento que tengo en esta nave es bastante más complejo que el de la cárcel —dijo Jexon—. Aquel era voluminoso porque servía también como generador de Poder Directo. El que tengo aquí posee la ventaja de ser muy portátil, y la zona del campo efectivo desplazado es ajustable hasta cierto punto. El único inconveniente es que el factor de distorsión es mayor.

—¿Tendrá alguna importancia eso?

—Yo diría que no. Tenemos mucha amplitud.

Wentik se encogió de hombros. El asunto parecía importar poco por el momento.

Al cabo de diez minutos, el tono de los motores del avión cambió otra vez, y dio la impresión de que el terreno subía lentamente flotando hacia ellos. Jexon se levantó.

—Vamos —dijo.

Se dirigió hacia la cola del avión, pasó junto a los pequeños pero lujosamente amueblados camarotes y entró en una cabina bastante utilitaria. Ahí, en medio de un largo panel de instrumentos, se hallaba el generador de campo.


Wentik descendió de la compuerta principal, y se quedó en la hierba. Estaba crecida, y el frío viento del suroeste de febrero la hacía susurrar en torno a los pies del científico. Ante él, esta pequeña sección de la llanura de Salisbury se prolongaba en la distancia. Doscientos metros por delante de Wentik, la llanura ascendía hasta una colina, repleta de arbustos y árboles. A ambos lados de la colina, la llanura proseguía en desorden hacia el horizonte. Jexon había fijado el campo en un diámetro de menos de ochocientos metros, pero desde donde Wentik se hallaba no distinguía una señal claramente visible del terminador.

Jexon estaba a su espalda, en la compuerta.

—¿Cuánto tiempo le hará falta? —preguntó.

Wentik lo consideró.

—Hasta mañana al atardecer. Tal vez más, pero no estoy seguro.

Jexon le entregó el mapa.

—Si camina en esa dirección —dijo, señalando la colina—, llegará a una de sus carreteras de primer orden al cabo de kilómetro y medio. Nosotros estamos aquí en el mapa. Esa carretera lo llevará a Londres.

Wentik asintió.

—¿Algo más?

—Creo que no.

Jexon extendió el brazo y los dos hombres se estrecharon las manos torpemente.

—Sea tan rápido como pueda —dijo Jexon—. Estamos expuestos aquí. No deseo llamar la atención inoportunamente —miró la verde vegetación, muy diferente de la brasileña—. Buena suerte, doctor Wentik.

Wentik asintió de nuevo. No había nada que decir. Dio media vuelta, y partió hacia la carretera principal.

Decidió subir a la cúspide de la misma colina. No era una cuesta empinada, y el esfuerzo de la ascensión sería más que recompensado por la amplia vista que Wentik obtendría desde la cumbre. Caminó con rapidez, la frustración inconsciente de los últimos dos días se manifestaba en prisa. Tenía que hacer algo, y cuanto antes lo terminara, tanto mejor.

Empezó a subir la colina, y en muy pocos minutos alcanzó la cumbre.

Los árboles habían echado hojas...

La pendiente opuesta de la colina estaba cubierta de matorrales y árboles, y en contraste con la parte de la llanura en que Wentik acababa de estar, se hallaba revestida de abundante verdor. Y hacía más calor... Mediados de agosto. Miró hacia atrás, y vio a Jexon de pie al lado del avión. Ese hombre está a doscientos años de distancia, pensó Wentik. Un anacronismo en la campiña inglesa. Bajó la mirada a las ropas que llevaba puestas; el gris tedioso del material de encaje ajustado. ¿O soy yo el que está fuera de lugar?

La vista desde la cumbre de la colina se extendía varios kilómetros en todas direcciones. La nave de Jexon estaba al sur, y más allá el cielo brillaba con la luz del sol. La llanura era distinta a la otra a que tanto se había acostumbrado en Brasil: ésta era arbolada y verde, y se ondulaba de manera irregular en una multitud de formas diferentes.

Se volvió y miró hacia donde Jexon le había dicho que estaría la carretera. Allí el terreno era más plano y descendía desde la colina con una pendiente bastante suave. Había un bosquecillo a ochocientos metros de la colina, luego una valla. Al otro lado de ésta, algunos campos de cultivo, y una línea recta de árboles que evidentemente crecían a lo largo de la cuneta de la carretera.

Wentik empezó a bajar hacia la carretera.

Era una suave, tranquila tarde inglesa. La guerra, Jexon y Brasil parecieron increíblemente remotos de golpe. Wentik había olvidado cuán fácil era andar.

Le costó menos de diez minutos llegar a la carretera. Saltó una valla de madera de poca altura, y bajó a gatas un peralte herboso hasta la cuneta de la carretera. A ambos lados de Wentik, la carretera se prolongaba a lo lejos, bordeada de elevados árboles en sus dos costados.

No había tráfico.

En la inesperada quietud, Wentik se quedó inmóvil un instante, inseguro de lo que debía hacer. Su plan había consistido en detener un vehículo que pasara y que le ayudaran a llegar a Londres. Buscó una solución durante unos segundos más, después empezó a caminar.

Casi al instante, oyó el ruido de un motor, y se detuvo. Un coche aparecía a su espalda, al oeste y dirigido hacia Londres. Wentik aguardó a que se hiciera bien visible, luego salió al centro de la carretera y agitó ambos brazos.

Era una camioneta blanca de gran tamaño, que circulaba por la carretera a cien kilómetros por hora o más. Cuando el Conductor vio a Wentik frenó al momento, y el coche se detuvo cerca de él.

En el interior había dos policías.

Los dos saltaron fuera, y se acercaron. Ante su repentina e indescriptible alarma Wentik comprobó que los policías llevaban pesados cascos metálicos en la cabeza, e iban armados.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó uno de ellos.

—Estoy intentando llegar a Londres.

—¿Para qué demonios?

Wentik miró a su alrededor desesperadamente. Algo había ido mal.

—He estado lejos. Quiero ir a casa.

—Veamos sus documentos.

—¿Qué documentos?

—Su identificación y permiso de viaje.

—Se lo juro. He estado fuera. No tengo documentos.

—¿Dónde ha estado?

Wentik pensó con rapidez.

—En Norteamérica —respondió.

Los dos policías se miraron mutuamente.

—Norteamérica ha sido bombardeada —dijo uno de ellos.

Wentik desvió la mirada otra vez. Había una terrible anormalidad en ese interrogatorio en la cuneta de una silenciosa carretera de la desierta campiña.

—Miren —dijo—, puedo explicarlo todo. Pero debo llegar a Londres inmediatamente. ¿Les es posible llevarme allá?

El policía negó con la cabeza lentamente.

—Londres fue evacuada. Todas las entradas están cenadas.

—¿Evacuada? —dijo con incredulidad—. Entonces, ¿dónde...

—Queda muy poca gente. Más que nada los relacionados con el gobierno. Y están en refugios.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Wentik.

—Veintidós de agosto —replicó el policía.

Existe una distorsión en el campo de desplazamiento...

—Pero el bombardeo... —dijo Wentik.

—Lo sabemos.

Hubo un súbito timbrazo dentro del coche de la policía, y uno de los hombres se acercó al vehículo. Extendió el brazo y sacó un ambicomunicador. Escuchó durante un momento el aparato, luego volvió a meterlo.

El otro individuo lo miró.

—¿Pueden decirme dónde está mi familia? —dijo Wentik.

—¿En qué parte de Londres vivían?

—Hampstead.

El policía sacó un folleto del bolsillo de su camisa y lo hojeó.

—Probablemente estarán en Hertfordshire. No puedo asegurar dónde. Todas las ciudades importantes de Gran Bretaña han sido evacuadas en la última semana.

El otro hombre había vuelto, se acercó a Wentik y lo cogió del brazo con fuerza.

—Eso fue la última alerta —dijo al primer policía—. Tenemos veinte minutos.

Wentik torció el brazo y se tiró atrás sobre el peralte herboso. El policía se lanzó hacia él, pero Wentik se movió bruscamente a un lado. Subió corriendo el peralte y se arrojó pesadamente sobre la valla. En la crecida hierba del otro lado dio varias vueltas, se levantó y se echó a correr. Los dos agentes treparon a gatas el peralte tras él, pero no hicieron intento alguno de saltar la valla.

Wentik corrió hasta llegar al extremo opuesto del campo, luego se detuvo y miró hacia atrás. Los dos hombres lo contemplaban. En cuanto vieron que se había detenido, desaparecieron de la vista peralte abajo. Pocos segundos después Wentik escuchó que el motor se ponía en marcha.

El vehículo se alejó acelerando, y en menos de medio minuto el ruido del motor dejó de oírse.

El día estaba silencioso en torno a Wentik.

Empezó a retroceder hacia la colina, caminando lentamente. Londres había sido evacuada, como las demás ciudades. Jean se hallaba en algún lugar de Hertfordshire, aguardando, con el resto de la población, una guerra que llegaría inevitablemente. Mientras tanto, el verano proseguía indiferente.

En la cumbre de la colina se detuvo, y miró hacia el norte a través de la campiña. Luego se volvió, y observó la aeronave plateada que le estaba aguardando.

Se quedó allí media hora, mientras los fríos vientos de febrero soplaban por la llanura, y el cálido sol de agosto caía sobre su cara y hombros. Y entonces se produjo un brillante destello luminoso en el horizonte sur, y otros dos más en rápida sucesión a izquierda y derecha del primero.

Un poco más tarde un ruido sordo profundamente gutural, como el trueno distante en una tarde de otoño, se propagó por el aire y durante un instante la campiña pareció paralizarse. El sonido se fue silenciando mientras Wentik contemplaba las nubes que se extendían en la distancia, negras y altas.

Wentik cerró los ojos, y prestó atención a más truenos.

Al llegar el atardecer, Wentik se afianzó contra el tronco de un árbol y observó el avión plateado que había más abajo. Sólo cuando el sol se estaba poniendo salió a la compuerta un hombre de capa verde limón y miró el cielo de un confín al otro, un cielo que entonces era de un azul intenso rayado de negro. El individuo permaneció mirándolo, luego volvió al interior.

Y medio minuto más tarde, la aeronave había desaparecido.

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