1 La Ventana

Ocupo un pequeño apartamento en una callecita a la vuelta de Wardour Street. Wardour es el centro de negocios y de edición de cine y televisión en Londres y mi trabajo consiste en seguir las indicaciones de un director para asegurar una sola cosa: la fluidez narrativa y la perfección técnica de la película.

Película. La palabra misma indica la fragilidad de esos trocitos de "piel", ayer de nitrato de plata, hoy de acetato de celulosa que me paso el día digitalizando para lograr continuidad; eliminando, para evitar confusiones, fealdad o, lo peor, inexperiencia en los autores del film. La palabra inglesa quizás es mejor por ser más técnica o abstracta que la española. Film indica membrana, frágil piel, bruma, velo, opacidad. Lo he buscado en el diccionario a fin de evitar fantasías verbales y ceñirme a lo que film es en mi trabajo: un rollo flexible de celulosa y emulsión. Ya no: ahora se llama Beta Digital.

Sin embargo, si digo "película" en español no me alejo de la definición académica ("cinta de celuloide preparada para ser impresionada cinematográficamente") pero tampoco puedo (o quiero) separarme de una visión de la piel humana frágil, superficial, el delgado ropaje de la apariencia. La piel con la que nos presentamos ante la mirada de otros, ya que sin esa capa que nos cubre de pies a cabeza seríamos solamente una desparramada carnicería de vísceras perecederas, sin más armadura final que el esqueleto -la calavera. Lo que la muerte nos permite mostrarle a la eternidad. Alas, poor Yorick!

Mi trabajo ocupa la mayor parte de mi día. Tengo pocos amigos, por no decir, francamente, ninguno. Los británicos no son particularmente abiertos al extranjero. Y quizás -voy averiguando- no hay nación que dedique tantos y tan mayores sobrenombres despectivos al foreigner: dago, yid, frog, jerry, spik, hun, polack, russky…

Yo me defiendo con mi apellido irlandés -O'Shea- hasta que me obligan a explicar que hay mucho nombre gaélico en Hispanoamérica. Estamos llenos de O'Higgins, O'Farrils, O'Reillys y Fogartys. Cierto, pude engañar a los isleños británicos haciéndome pasar por isleño vecino -irlandés-. No. Ser mexicano renegado es repugnante. Quiero ser aceptado como soy y por lo que soy. Lorenzo O'Shea, convertido por razones de facilidad laboral y familiaridad oficinesca en Larry O'Shea, mexicano descendiente de anglo-irlandeses emigrados a América desde el siglo XIX. Vine a los veinticuatro años a estudiar técnicas del cine en la Gran Bretaña con una beca y me fui quedando aquí, por costumbre, por inercia si ustedes prefieren, acaso debido a la ilusión de que en Inglaterra llegaría a ser alguien en el mundo del cine.

No medí el desafío. No me di cuenta hasta muy tarde, al cumplir los treinta y tres que hoy tengo, de la competencia implacable que reina en el mundo del cine y la televisión. Mi carácter huraño, mi origen extranjero, acaso una abulia desagradable de admitir, me encadenaron a una mesa de edición y a una vida solitaria porque, por partes idénticas, no quería ser parte del party, vida de pubs y deportes y fascinación por los royals y sus ires y venires… Quería reservarme la libre soledad de la mirada tras nueve horas pegado a la AVID.

Por la misma razón evito ir al cine. Eso sería lo que aquí llaman "la vacación del conductor de autobús" -busman's holiday-, o sea repetir en el ocio lo mismo que se hace en el trabajo.

De allí también -estoy poniendo todas mis cartas sobre la mesa, curioso lector, no quiero sorprender a nadie más de lo que me he engañado y sorprendido a mí mismo- mi preferencia por el teatro. No hay otra ciudad del mundo que ofrezca la cantidad y calidad del teatro londinense. Voy a un espectáculo por lo menos dos veces a la semana. Prácticamente gasto mi sueldo, la parte que emplearía en cines, viajes, restoranes, en comprar entradas de teatro. Me he vuelto insaciable. La escena me proporciona la distancia viva que requiere mi espíritu (que exigen mis ojos). Estoy allí pero me separa de la escena la ilusión misma. Soy la "cuarta pared" del escenario. La actuación es en vivo. Un actor de teatro me libera de la esclavitud de la imagen filmada, intangible, siempre la misma, editada, cortada, recortada e incluso eliminada, pero siempre la misma. En cambio, no hay dos representaciones teatrales idénticas. A veces repito cuatro veces una representación sólo para anotar las diferencias, grandes o pequeñas, de la actuación. Aún no encuentro un actor que no varíe día con día la interpretación. La afina. La perfecciona. La transforma. La disminuye porque ya se aburrió. Quizás esté pensando en otra cosa. Pongo atención a los actores que miran a otro actor, pero también a los que no hacen debido contacto visual con sus compañeros de escena. Me imagino las vidas personales que los actores deben dejar atrás, abandonadas, en el camerino, o la indeseada invasión de la privacidad en el escenario. ¿Quién dijo que la única obligación de un actor antes de entrar en escena es haber orinado y asegurarse de que tiene cerrada la bragueta?

El canon shakespeariano, Ibsen, Strindberg, Chejov, O'Neill y Miller, Pinter y Stoppard. Ellos son mi vida personal, la más intensa, fuera del tedio oficinesco. Ellos me elevan, nutren, emocionan. Ellos me hacen creer que no vivo en balde. Regreso del teatro a mi pequeño apartamento -salón, recámara, baño, cocina- con la sensación de haber vivido intensamente a través de Electra o Coriolano, de Willy Loman o la señorita Julia, sin necesidad de otra compañía. Esto me da fuerzas para levantarme al día siguiente y marchar a la oficina. Estoy a un paso de Wardour Street. Pero también soy vecino de la gran avenida de los teatros, Shaftesbury Avenue. Es un territorio perfecto para un paseante solitario como yo. Una nación pequeña, bien circunscrita, a la mano. No necesito, para vivir, tomar jamás un transporte público.

Vivo tranquilo. Miro por la ventana de mi flat y sólo veo la ventana del apartamento de enfrente. Las calles entre avenida y avenida en Soho son muy estrechas y a veces se podría tocar con la mano la del vecino en el edificio frentero. Por eso hay tantas cortinas, persianas y hasta batientes antiguos a lo largo de la calle. Podríamos observarnos detenidamente los unos a los otros. La reserva inglesa lo impide. Yo mismo nunca he tenido esa tentación. No me interesaría ver a un matrimonio disputar, a unos niños jugar o hacer tareas, a un anciano agonizar… No miro. No soy mirado.

Mi vida privada refrenda y regula mi vida "pública", si así se la puede llamar. Quiero decir: vivo en mi casa como vivo en la calle. No miro hacia fuera. Sé que nadie me mira a mí. Aprecio esta especie de ceguera que entraña, qué se yo, privacidad o falta de interés o desatención o, incluso, respeto…

2

Todo cambió cuando ella apareció. Mi mirada accidental absorbió primero, sin prestarle demasiada atención, la luz encendida en el apartamento frente al mío. Luego me fijé en que las cortinas estaban abiertas. Finalmente, observé el paso distraído de la persona que ocupaba el flat de enfrente. Me dije, distraído yo también:

– Es una mujer.

Olvidé la novedad. Ese apartamento llevaba años deshabitado. Yo cumplía mis horarios de trabajo.

Luego iba al teatro. Y sólo al regresar, hacia las once de la noche, a mi casa, notaba el brillo nocturno de la ventana vecina. Como "vecina" era la mujer que se movía dentro de las habitaciones opuestas a las mías, apareciendo y desapareciendo de acuerdo con sus hábitos personales.

Empezó a interesarme. La miraba siempre de lejos, moviéndose, arreglando la cama, sacudiendo los muebles, sentada frente a la televisión y paseándose en silencio, con la cabeza baja, de una pared a la opuesta. Todo esto sólo a partir de las once de la noche cuando yo terminaba mi jornada teatral, o a partir de las siete cuando regresaba de la oficina.

De día, cuando me iba a la oficina, las cortinas de enfrente estaban cerradas, pero de noche, al regresar, siempre las encontraba abiertas.

Esperé, de manera involuntaria, que la mujer se acercara a la ventana para verla mejor. Era natural -me dije- que a las once de la noche se atareara en los afanes finales del día antes de apagar las luces e irse a dormir.

Una inquietud empezó a rasguñarme poco a poco la cabeza. Hasta donde podía ver, la mujer vivía sola. A menos que recibiera a alguien después de cerrar las cortinas. ¿A qué horas las abría de mañana? Cuando yo partía a las 8:30, aún estaban cerradas. La curiosidad me ganó. Un jueves cualquiera, llamé a la oficina fingiendo enfermedad. Luego me instalé de pie junto a mi ventana, esperando que ella abriese la suya.

Su sombra cruzó varias veces detrás de las delgadas cortinas. Traté de adivinar su cuerpo. Rogué que apartase las cortinas.

Cuando lo hizo, hacia las once de la mañana, pude finalmente verla de cerca.

Apartó las cortinas y permaneció así un rato, con los brazos abiertos. Pude ver su camisón blanco, sin mangas, muy escotado. Pude admirar sus brazos firmes y jóvenes, sus limpias axilas, la división de los senos, el cuello de cisne, la cabeza rubia, la cabellera revuelta por el sueño pero los ojos entregados ya al día, muy oscuros en contraste con la cabellera blonda. No tenía cejas -es decir, las había depilado por completo-. Esto le daba un aire irreal, extraño, es cierto. Pero me bastó bajar la mirada hacia sus senos, prácticamente visibles debido a lo pronunciado del escote, para descubrir en ellos una ternura que no me atreví a calificar. Ternura maravillosa, amante, materna quizás, pero sobre todo deseable, ternura del deseo, eso era.


El marco de la ventana cortaba a la muchacha -no tendría más de veinticinco años- a la altura del busto. Yo no podía ver nada más de su cuerpo.

Me bastó lo que vi. Supe en ese instante que nunca más me desprendería de mi puesto en la ventana. Habría interrupciones. Accidentes, quizás. Sí, azares imprevisibles, pero nunca más fuertes que la necesidad nacida instantáneamente como compañera de la fortuna de haberla descubierto.

¿Cuál sería su horario?

Sólo podía averiguarlo apostándome en mi ventana todo el tiempo, día y noche. Al principio, intenté disciplinarme a mi trabajo, resignarme a verla sólo de noche, a partir de las 7:30 o de las 11:00. Luego sacrifiqué mi amor al teatro. Regresé urgido, todas las noches, al apartamento apenas pasadas las siete. A esa hora ya estaban prendidas las luces y ella se movía, hacendosa, por el flat. Pero a las doce apagaba las luces y cerraba las cortinas. Entonces yo debía esperar hasta las once de la mañana para volver a verla. Eso significaba que no podía llegar a la oficina antes de las once o permanecer en el trabajo después de esa hora.


Intenté llegar al AVID y sus resoluciones digitales a las nueve y excusarme a las once. Ustedes adivinan lo que pasó. Entonces pedí licencia por enfermedad. Me la concedieron por un mes a cambio de un certificado médico. Le pedí a un doctor español, un tal Miquis, mi g. p. habitual, que me hiciera la balona. Se resistió. Me pidió una explicación. Sólo le dije:

– Por amor.

– ¿Amor?

– Tengo que conquistar a una muchacha.

Sonrió con complicidad amistosa. Me dio el certificado. Cómo no me lo iba a dar. En esto, los hispanos nos entendemos por completo. Oponerle obstáculos al amor es un delito superior a extender un falso certificado de enfermedad. La latinidad, cuando no es ejercicio que perfecciona la envidia, es complicidad nutrida por el sentimiento de que, siendo culturalmente superiores, recibimos trato de segundones en tierras imperiales.


Ya está. Ahora podía pasarme la jornada entera apostado en mi ventana, esperando la aparición de ella. No sabía su nombre. En el tablero de timbres de su edificio sólo había nombres masculinos o razones comerciales. Ningún nombre femenino. Y una sola ranura vacía. Allí tenía que estar, pero no estaba, su nombre. Estuve a punto de apretar el botón de ese apartamento. Me detuve a tiempo, con el dedo índice tieso, en el aire. Un instinto incontrolable me dijo que debía contentarme con el deleite de mirarla. Me vi a mí mismo, torpe e inútil, tocando el timbre, inventando un pretexto, ¿qué iba a decir?, quiero convertirla a una religión, traigo un inexistente paquete, soy un mensajero -o la verdad insostenible, soy su vecino, quiero conocerla, con la probable respuesta.

– Perdone. No sé quién es usted.

O: -Deje de importunarme.

O acaso: -Algún día, quizás. Ahora estoy ocupada.

No fue ninguno de estos motivos lo que me alejó de su puerta. Fue una marea interna que inundó mi corazón. Sólo quería verla desde la ventana. Me había enamorado de la muchacha de la ventana. No quería romper la ilusión de esa belleza intocable, muda, apartada de mi voz y de mi tacto por un estrecho callejón de Soho, aunque cercana a mí gracias al misterio de mi propia mirada, fija en ella.

Y la mirada de ella, siempre apartada de la mía, ocupada con su quehacer doméstico durante ciertas horas del día y de la noche, invisible desde la medianoche hasta el mediodía… Era mía gracias a mis ojos, nada más.


Esta era la situación. Dejé de ir al trabajo. Dejé de ir al teatro. Pasé la jornada entera frente a mi ventana abierta -era el mes de agosto, sofocante-, esperando la aparición de la muchacha en su propio marco. Ausente a veces, alejada otras, sólo de vez en cuando se acercaba a mi mirada. Nunca, durante estos largos y lánguidos días de verano, me dirigió la vista. Miraba hacia el cielo invisible. Miraba a la calle demasiado visible. Pero no me miraba a mí.

Empecé a temer que lo hiciera. Me deleitaba de tal modo verla sin que ella se fijara en mí. La razón es obvia. Si ella no me miraba, yo podía observarla con insistencia. Con impunidad. ¿Qué no vi en mi maravillada criatura? Su larga cabellera rubia, mecida en realidad por el ventilador que ronroneaba a sus espaldas aunque, a mis ojos, mecida por el flujo de un maravilloso e invisible río que le bañaba el pelo en ondas refulgentes. Y sus ojos, por oscuros, eran más líquidos que el verde del mar o el azul del cielo. Me imaginaba una noche en la que el mar y el cielo se fundían sexualmente en los ojos de esa "hermosa ninfa", como empecé a llamarla. Que me diera trato de ajeno, de invisible, sólo aumentaba, en el gozo de verla sin obstáculos, mi placer y mi deseo, aunque éste consistiese más en verla que en poseerla. En adivinarla más que en saberla…

¿No era su lejanía -natural, indiferente a mi persona o inconsciente de ella- el trato perfecto que por ahora deseaba?

¿Iba a enriquecerme más cualquier acuerdo cotidiano con ella que esta idealización a la que la sometí durante el mes de ausencia con goce de sueldo que le sonsaqué a la compañía?

¿Viviría yo mejor de mis deseos que de su realización?

¿Era mi mal -la lejanía- el bien mayor del amor, del arrebato, de la pasión erótica que esta mujer sin nombre hizo nacer en mi pecho?

Mi ninfa.

¿Podían su piel, su tacto, sus inciertos besos, satisfacerme más que la distancia que me permitía mirarla -poseerla- por completo?

¿Por completo? No, ya indiqué que por más que se asomara a la ventana, el marco la cortaba debajo de los senos. Lo demás, del pecho para abajo, era el misterio de mi amor.

Mi amor.

Me atreví a llamarla así no porque ignorase su nombre, sino porque ella no era, ni sería nunca, otra cosa: Mi amor. Dos palabras dichas y sentidas, cuando son verdaderas, siempre por primera vez, jamás precedidas de una sensación, no sólo anterior, sino más poderosa y cierta, que ellas mismas. Mi amor.


Imaginen un ánfora vacía, una vida joven como la mía, sin proximidad afectiva, sin relación sexual femenina o masculina, pero también sin sustitutos fáciles -pornografía, onanismo- que me rebajasen ante mí mismo. Educado por los jesuitas, nunca me dejé engañar por sus prédicas de castidad, sabiendo que ellos mismos no las practicaban. El rigor de la abstinencia me lo impuse por voluntad propia y para someter a prueba mi voluntad. Alguna vez sucumbí a la tentación del prostíbulo. ¿Por qué no me metí de cura sólo para dar el ejemplo? El hecho es que en Londres encontré la necesaria sublimación de mis instintos animales.


El teatro. El teatro era mi catarsis no sólo emocional sino sexual. Toda mi energía erótica, mi libido entera, la dejaba en la butaca del teatro. Mi fuerza viril se me desparramaba. Mediante la emoción escénica ascendía de mi sexo a mi plexo y de allí a mi corazón batiente sólo para instalarse como una reina en mi cabeza. Mi cabeza ya no de espectador sino de actor a la orilla del escenario, viviendo la emoción del teatro como un participante indispensable. La audiencia. Yo era el público de la obra. Sin mi presencia, la obra tendría lugar ante un teatro vacío.

Ven ustedes cómo pude trasladar esta emoción teatral a la pura visión de mi amor, la chica de la ventana, y convencerme de que bastaba esta liga visual para satisfacerme plenamente. La florecilla, en una escena de película que edité hace tiempo, le pide a un hombre que está a punto de cortarla que no lo haga. Que no la condene a perecer a cambio de uno o dos días de placer. Yo tampoco quería que mi amor se marchitara si lo arrancaba de la tierra de mis ojos.

Esta era, ven ustedes, la intención verdadera, pura en extremo, de mi obsesiva relación con la muchacha de la ventana. Y sin embargo, tenía que luchar contra la perversa noción de mi persona que me pedía hablarle, establecer contacto, escucharla…

Una sola vez supe que ella estaba a punto de desviar esa su mirada ausente para fijarla en mí. Sentí terror. Con un movimiento brusco me aparté de la ventana y me cubrí, cobardemente, con la cortina. Allí, como una araña invisible, quise ver con lucidez las dimensiones de mi estrategia. Como una cucaracha me hundí en la oscuridad anónima del cortinaje, más temeroso de lo que deseaba que de lo que temía. Miedo al miedo.


Acaso mi terror no era vano. Cuando me asomé de nuevo a la ventana, vi a mi amada con la cabeza coronada de flores. Caminaba acercándose y alejándose de la ventana. Cuando más cerca estuvo, vi claramente que cerraba los ojos y movía los labios, como si rezara…

3

Los días pasaban y nada agotaba el manantial de mi deseo. La mujer, para ser mía (de mi deseo), me era vedada. Las luces de mi habitación se prendían y se apagaban. Se me ocurrió que así como yo la miro cuando enciende la luz o corre las cortinas o la ilumina el sol, ¿me miraría ella a mí sólo cuando sepa que yo no la estoy observando? Nunca me mira cuando podría verme. ¿Me verá cuando yo no lo sepa?

Ya anticipan ustedes la decisión que entonces tomé. Yo no dormiría nunca en espera de que ella me dirigiese la mirada. Al principio, acomodé mis horarios de sueño a los suyos. De doce de la noche a once de la mañana, ella desaparecía detrás de las cortinas… Pero un día tuve una sospecha fatal. ¿Y si ella aprovechaba los horarios del sueño para dirigirme la mirada y sólo encontraba unos batientes cerrados? Podía, acaso, ser tan pudorosa que sólo buscase mi mirada cuando sabía que yo no se la podía devolver.

Nada confirmaba esta sospecha. Por eso se convirtió en acertijo y me condenó a una vigilia perpetua. Quiero decir: me instalé en el centro del marco de mi ventana día y noche, dispuesto a no perder el momento en que mi ninfa sucumbiese a la atracción de mi mirada y me ofrendase la suya.


Debo añadir que a estas alturas una especie de razón de la sinrazón había penetrado mi cerebro. Era esta. Ella me obedecía. Era yo quien anticipaba los movimientos de ella. Yo, sólo yo, le impedía dirigirme la mirada. Yo era el autor de mi propia tortura. Yo, sólo yo, podía ordenarle:

– Mírame.

Me pregunto: ¿es la necesidad tan loable como la paciencia o la bondad?

Mi médico español me había dado dosis suficientes de diazepam para apacentar mi insomnio. Me juzgaba un hombre, a pesar de todo, razonable. La soledad no espanta a los hispanos. La cultivamos, la nombramos, la ponemos a la cabeza -es el título- de nuestros libros. Ningún latino se ha muerto de soledad. Eso se lo dejamos a los escandinavos. Somos capaces de desterrar la soledad con el sueño y suplir la compañía con la imaginación. De tal suerte que me bastaba abandonar los barbitúricos para instalarme en una vigilia salvadora que no perdiese un instante de lo que aconteciera en la obsesiva ventana de mi amada. Y si la vigilia me traicionaba, el doctor me daría anfetaminas.

Claro que no pude mantener este programa de vigilia perpetua. Cabeceando a veces, profundamente dormido otras, despertado con el sobresalto de un íncubo, azotándome mentalmente por la indisciplina de caer dormido, temblando de miedo porque ella pudo aparecer y verme durmiendo, aplazando la visita al doctor (¿quién no lo hace?) me compensaba de estos terrores la convicción de que, viviendo un silencio tan sólido, hasta la mirada haría ruido. Si ella me mirase, me despertaría con sus ojos sonoros como una campana. Esto me consolaba. Quizá nuestro destino sería sólo este. Vernos de lejos.


Se cumplían ya veinticinco días de la vida con mi amor de la ventana. Mi ninfa.

Una noche, con mis luces apagadas para que ella no se sintiera observada -aunque supiese que esto no era cierto, ya que lo desmentían las horas de sol-, la muchacha se acercó a la ventana. La miré como siempre. Pero esta vez, por vez primera, ella no sólo movió los labios. Los unió primero. Enseguida los movió en silencio y lanzó un mugido.

Un mugido animal, de vaca, pero también elemental como el poderoso rumor del viento y terrible como el grito iracundo de una amante despechada.

Mugió.

Mugió y me miró por primera vez.

Creí que me iba a convertir en piedra.

Pero ella no era la Medusa.

Su mirada, acompañada de ese mugido feroz y plañidero a un tiempo, era de abandono, era de socorro, era de locura.

La voz me atravesó con tal fuerza que me obligó a cerrar los ojos.

Cuando los abrí, la ventana de enfrente estaba cerrada. Las cortinas unidas. Y el apartamento, desde ese momento, vacío.

Ella se fue.

4 El escenario

Regresé a mi rutina. La salud mental me ordenaba que pusiese detrás de mí la enfermiza obsesión que me mantuvo casi un mes pegado a la ventana. El ejercicio de la vigilia, debo admitirlo, aguza las facultades. Regresé al trabajo con un renovado sentido del deber. Esto fue notado y aprobado (a regañadientes) por mis superiores. Como tenían el prejuicio de que todos los mexicanos somos holgazanes y que sólo aspiramos a dormir largas siestas a la sombra del sombrero, mi diligencia les llamaba la atención, aunque la reserva inglesa les impidiese alabarla. A lo sumo, un Right on, old chap.

No esperaba diplomas en la oficina. Mi deleite era nuevamente ver teatro y ahora, a medida que se disipaba mi obsesión amorosa, regresó con ímpetu acrecentado mi deseo de sentarme en una platea y elevarme a ese cielo del verbo y de la imaginación que es la obra teatral. Como siempre, ese verano del año 03, había de dónde escoger. Ibsen y Strindberg estaban de moda. Ian MacKellan bailaba en el Lyric una Danza de la muerte en la que el genio de Strindberg arranca con la disputa agria de un matrimonio intolerable y termina, contra toda expectativa, en la reconciliación con la esposa -Frances de la Tour-, revelando que el rostro de esa pareja agria ha sido el amor y su máscara, el odio. Me encaramé a las gradas del Donmar para admirar a Michael Sheen resucitando el Calígula de Camus como si lo cegara la misma luz que lo revela, la luz del poder.

– Regresaré -dice el monstruoso César cuando acaba de morir-. Estoy vivo.


Siempre regresan, porque son uno solo. La tiranía es una hidra. Corta una de sus cabezas y renacen cien, dijo Corneille en Cinna.

Como contraste, fui ese verano al apartado Almeida a ver a Natasha Richardson en La dama del mar de Ibsen, el doble papel de una mujer que vive la vida cotidiana en tierra y otra vida, la de excepción, en el mar. Sólo encuentra la paz en el silencio, protegida por el cuerpo de su esposo… Y al céntrico Wyndhams a ver el Cosí é se vi pare de Pirandello. Un brillante ejercicio de Joan Plowright sobre la locura como pretensión personal. Pero acaso nada me reservó más gusto que aplaudir a Ralph Fiennes en otra resurrección tan temida como la del emperador Calígula, el Brand fundamentalista, intransigente, el pastor protestante que todo lo condena porque nada puede satisfacer la exigencia absoluta de Dios. El genio de Ibsen, su profunda intuición política, aparece dramáticamente cuando el antagonista de Brand se le enfrenta con una intolerancia superior a la de Brand. Ver esta obra en los trágicos días de la invasión y ocupación de Iraq por el fundamentalismo norteamericano me convenció de que el siglo XXI será peor que el XX, sus crímenes mayores, e impunes los criminales, porque ahora el agresor no tiene, por primera vez desde la Roma de Calígula, contrincante a la vista. Calígula pasó como una sombra por el escenario de Brand.

Bueno, esto -el verano teatral del año 2003 en Londres- me compensaba, digo, de todo lo demás. Los desastres de la guerra. La rutina del trabajo. Y la desaparición de la mujer de la ventana. Noten bien: ya no era "la muchacha", "la chica", ya no era "mi amor". Era, como en un reparto teatral de vanguardia, "la mujer". Yo sabía, parafraseando a Cortázar, que nunca más encontraría a La Ninfa…


Brand se representaba en mi teatro favorito, el Royal Haymarket a dos cuadras de Picadilly. Si asociamos el teatro británico a una riquísima tradición ininterrumpida, ¿hay espacio que la confirme con más bella visibilidad que éste? Data de 1720 y lo construyó un carpintero, lo remodeló el famoso John Nash en 1821 y por sus tablas han pasado Ellen Terry y Marie Tempest, Ralph Richardson y Alec Guinness. Colecciono datos curiosos, dada mi insaciable voracidad teatral. Aquí se inauguró la costumbre de la matiné, se inauguró también la luz eléctrica teatral y se abolió -con escándalo- el foso orquestal.


Si distraigo al lector con estos detalles es sólo para dar prueba de mi pasión por la escena.

Sí, soy el amante del teatro.

A la salida de la representación de Ibsen vi el anuncio.

Próximamente se presentaría en el Haymarket un Hamlet protagonizado por Peter Massey. Di un salto de alegría. Massey era, junto con Fiennes, Mark Rylance y Michael Sheen, la promesa, más joven aún que éstos, de la escena inglesa. Tarde o temprano debía abordar el papel más prestigioso del teatro mundial, la prueba que en su momento, para ceñir sus lauros, debieron pasar Barrymore, Gielgud, Olivier, Burton, O'Toole… ¿Cuándo se estrenaría la obra? pregunté en taquilla.

– Están ensayando.

– ¿Cuándo?

– Octubre.

– ¿Tanto?

– El director es muy exigente. Ensaya la obra por lo menos con tres meses de anticipación.

– ¿Puedo comprar ya un boleto para el estreno?

– Primero ven la obra los patrocinadores, luego los críticos.

– Ya lo sé. Y yo, ¿cuándo?

– La tercera semana de octubre.

– ¿Quién trabaja, además de Massey?

El taquillero sonrió.

– Señor. Cuando Massey es la estrella, sobra y basta. No se dan a conocer los nombres de los demás actores.

– Y ellos, ¿soportan tanta vanidad?

El agrio señor de la taquilla se encogió de hombros.


Perdí la paz tan anhelada. Una explicable impaciencia atribuló mis días. La expectativa me devoraba. ¡Massey en Hamlet. Era un sueño. Jamás había conseguido boletos para aplaudir a este muy joven actor. Su carrera, fulgurante, se había iniciado hace apenas un año, con una reposición de Fantasmas de Ibsen donde Massey hacía el papel del condenado joven Oswald en una adaptación moderna que sustituía la mortífera sífilis del siglo XIX por el no menos terrible sida del XX. Unánimemente, el público y la crítica se volcaron en elogios a la inteligencia y sensibilidad de Peter Massey para cambiar los calendarios del joven Oswald ahondando, en vez de disiparlo, el drama de la madre culpable y del hijo moribundo.


Llegué temprano al Royal Haymarket la noche de octubre indicada en mi boleto. Quería integrarme, si fuese posible en soledad, al teatro opulento, con sus tres niveles de butacas y sus cuatro balcones dando la cara al soberbio marco dorado de la escena, la cortina azul rey y el escudo triunfal a la cabeza del cuadro escénico, Dieu et mon droit, el león y el unicornio. Los espacios de mármol a ambos lados del marco de oro le daban aún más solidez a la escena, invisible en ese momento, destilando su misterio para acostumbrarnos al silencio expectante que acompaña el lento ascenso del telón sobre las almenas de Elsinore y la noche del fantasma del padre de Hamlet.

Shakespeare, sabiamente, excluye al protagonista de esta escena inicial. Hamlet no está presente en las almenas. Lo precede el fantasma y ese fantasma es su padre. Hamlet sólo aparece en la segunda escena, la corte de Claudio el rey usurpador y la madre del príncipe, Gertrudis. Se trata aquí de darle permiso a Laertes de regresar a Francia. Hamlet queda solo y recita el primer gran monólogo,


Ay, que esta mancillada carne se disuelva

y se derrita hasta ser rocío…


que en realidad es una diatriba antifemenina -Fragilidad, tu nombre es mujer- y antimaternal.

Acusa a la suya de gozar en sábanas de incesto y sólo entonces, bien establecidas las razones de Hamlet contra el rey usurpador y la madre infiel, entran los amigos a contarle que el fantasma del padre recorre las murallas del castillo. Sale Hamlet con violencia a esperar, pacientemente, el arribo de la noche.

Ahora entran al escenario vacío Laertes y su hermana Ofelia.

Me clavé en el asiento como un ajusticiado a la silla eléctrica. Hundí mi espalda al respaldo. Estiré involuntariamente las piernas hasta pegar contra el respaldo de la butaca que me precedía. Una mirada de enojo se volvió a mirarme. Yo ya no estaba allí. Quiero decir, estaba como está un árbol plantado en la tierra o los torreones del castillo a las rocas de la costa. Lo que el público debió agradecerme es que no gritara en voz alta. La muchacha, la mujer de la ventana, mi amor perdido, había entrado al escenario, acompañando a Laertes.


Era ella, no podía ser sino ella. La distancia entre mi butaca y el tablado era mayor, es cierto, que el corto espacio entre mi ventana y la suya, pero mis sentidos enteros, después de veinticinco días de vigilia suprema, no podían equivocarse.

Mi amada era Ofelia.

Sólo la distinguían las cejas, antes depiladas, ahora pintadas. Supe por qué. Su máscara requería antes un rostro similar a una tela vacía. Yo conocí la tela. Ahora miraba la máscara.

No escuché las primeras palabras de la joven actriz, las sabía de memoria, me las dirigía a mí, claro que sí, lo supe sin oírla, pues mis oídos estaban taponeados por la emoción.


OFELIA: ¿Lo dudas?


¿A quién le hablaba? ¿A Laertes? ¿A mí? ¿Al hermano? ¿Al amante?

El lector comprenderá que la emoción me avasalló a tal grado que hube de levantarme y pedir excusas -mal recibidas- para salir, atropelladamente, de la fila asignada, correr por el pasillo sin atreverme a mirar hacia atrás, ganar la calle, apoyarme contra una de las columnas del pórtico de entrada, contarlas idiotamente -eran seis- y encaminar mis pasos inciertos hacia mi propia casa…

Allí, recostado, sosegado, con las manos unidas en la nuca, me dije con toda sencillez que mi excitación -¿mi arrobo?- era natural. ¿No había sido intensa mi relación con la muchacha vecina? ¿No era, precisamente, el amor nunca consumado el más ardiente de todos, el más condenado, también, por los padres de la Iglesia porque inflamaba la pasión a temperaturas de pecado? Sabiduría eclesiástica, esta que pontificaban los jesuitas en mi escuela mexicana: el sexo consumado apacigua primero, luego se vuelve costumbre y la costumbre engendra el tedio… Sus razones tendrían.

Ningún razonamiento, empero, lograba apaciguar el acelerado latir de mi pecho o abatir mi decisión:

– Iré de nuevo al teatro, con serenidad, mañana mismo.


No. La obra era un éxito y tendría que esperarme diez días -hasta finales de octubre- para verla. Mi decisión fue temeraria. Compré boletos para cinco noches seguidas en la primera semana de noviembre.

5

Me salto los acontecimientos de las cuatro semanas que siguieron. Los omito porque no tienen el menor interés. Son la crónica de una rutina prevista (sí, soy lector de García Márquez). La rutina -casa, trabajo, comidas, sueño, aseo, miradas furtivas a la ventana vecina- no da cuenta de la turbulencia de mi ánimo.

Intentaba poner en orden mis pensamientos. Claro, Ofelia -ahora podía llamarla así- estaba encerrada ensayando su papel. Concentrada, no tenía tiempo ni ganas de distraerse. Si su propia ventana era un muro, ¿cómo no iba a serlo la mía? Yo había sido ya, sin sospecharlo, su cuarta pared. Y su primer espectador.

Como en el teatro, nos había separado la necesaria ilusión. Un intérprete (a menos que sea un cómico morcillero) no debe admitir que un público heterogéneo lo está mirando. El actor debe colgar una cortina invisible entre su presencia en la obra y la del público en las plateas.

Caí en la cuenta. Yo había sido el público invisible de Ofelia mientras ella ensayaba su papel en Hamlet. Ella sabía que yo la miraba, pero no podía admitirlo sin arruinar su propia distancia de actriz, destruyendo la ilusión escénica. Fui su perfecto conejillo de Indias. ¡De Indias! Mis mexicanísimos complejos de inferioridad salieron a borbotones, acompañados de una decisión. Regresaría al teatro en las fechas previstas. Vería con atención y respeto la actuación de Ofelia. Y sólo entonces, habiendo pagado este óbolo, decidiría qué hacer. Purgarme de ella, asimilarla como lo que era, actriz profesional. O ir, esta vez, a tocar a su camerino, presentándome:

– Soy su vecino. ¿Se acuerda?

Lo peor que podía sucederme es que me diera con la puerta en las narices. Eso mismo me curaría de mis amatorias ilusiones.


Así, regresé al Royal Haymarket el 4 de noviembre. Tenía lugar en la onceava fila. Lejos del escenario. Se levantó el telón azul. Sucedió lo que ya sabía. Apareció Ofelia, vestida toda ella de gasas blancas, calzada con sandalias doradas, peinada con el pelo rubio suelto pero trenzado, alternando, en un simbólico detalle de dirección, a la Ofelia inocente, fiel y sensata del principio, con la Ofelia loca del final.

Yo había leído con avidez las crónicas del estreno. En todas encontré elogios desmedidos a la actuación estelar de Peter Massey, pero ninguna mención de los demás actores.

Había llamado a uno de los diarios para preguntar, en la sección de espectáculos, la razón de este silencio. Mi pregunta fue recibida, una vez con una risa sarcástica, las otras dos con silencios taimados.

Sólo en la BBC un periodista boliviano de la rama en español me dijo:

– Parece que hay un acuerdo no dicho entre los empresarios y los cronistas.

– ¿Un acuerdo tácito? -me permití enriquecer el vocabulario del Alto Perú con cierta soberbia mexicana, lo admito.

– ¿De qué se trata?

– De la soberbia de Massey.

– No entiendo.

– ¿No conoces la vanidad, manito? -se vengó de mí el boliviano-. Massey sólo actúa si la prensa se compromete a no mencionar a nadie del reparto más que a él.

– ¡Qué arrogancia!

– Sí, es una diva…

Lo dijo con un toquecillo de envidia, como si le reprochase a Chile no darle a Bolivia acceso al mar…

Por eso, en el programa del teatro, no había más crédito de interpretación que


PETER MASSEY

es

HAMLET


Digo que sufrí con atención anhelante mi segunda visita al teatro y el paso de las dos primeras escenas -la aparición del fantasma, la corte de Elsinore y el monólogo de Hamlet- en espera del diálogo entre Laertes y su hermana Ofelia, así como la primera línea de ésta:


OFELIA: ¿Lo dudas?


Pero de la boca de la actriz no salió palabra. Sólo movió, en silencio, los labios. Laertes, como si la hubiese escuchado, continuó analizando la frivolidad sentimental de Hamlet y precaviendo a Ofelia. Hamlet es dulce pero pasajero, es el perfume de un minuto… Seguramente, Peter Massey se regocijaba con estas palabras. Al demonio.

Ofelia debe decir entonces: -¿Nada más que eso?

La actriz -mi ninfa, mi Ofelia- movió los labios sin emitir sonido. Laertes se lanzó a un extenso soliloquio y yo, por segunda vez, huí del teatro atropelladamente, preguntándome ¿por qué nadie ha escrito que en esta versión Ofelia es muda? ¿Lo es la actriz? ¿O se trata de un capricho omnipotente, vanguardista o acaso perverso, del actor y director Massey? Seguramente el público comentaría el hecho insólito: la heroína de la tragedia no decía nada, sólo movía los labios.


De nuevo en la calle, me apoyé contra la columna y revisé el programa.


PETER MASSEY

es

HAMLET


y más abajo:


DIRIGIDA POR PETER MASSEY


y aún más abajo:

Se ruega al público no comentar las revolucionarias innovaciones de esta mise-en-scéne. Quienes lo hagan, serán juzgados traidores a las tradiciones del teatro británico.

¡Traidor! Y sin embargo, dada la pasión por el teatro en la Gran Bretaña, yo no dudaba de que, aunada a la pasión por las novelas de detectives, una buena porción del público -y la prensa, encantada con el misterio que vendía periódicos- jugaría el juego de este caprichoso, vanidoso y cruel director-actor, Peter Massey.

Aunque, pensé, otra parte no lo haría. En más de un pub, en más de una cena en The Boltons, se comentaría la audacia de Massey: silenciar a Ofelia.

Nadie en mi oficina había visto la obra. El boliviano ya me había contestado una vez con impaciencia. No lo volvería a importunar. Debía gozar el hecho de vivir en una isla con infinitas salidas al mar. ¡Titicaca!, lo maldije y me arrepentí. Bolivia me pone nervioso, claustrofóbico, pero de eso Bolivia no tiene la culpa… El nerviosismo me ganaba. Debía llegar sereno a mi tercera asistencia al Hamlet del Royal Haymarket.

Hamlet habla con el fantasma de su padre. No habla con Ofelia. Ofelia escucha consejos de su padre, Polonio. Pero ella sólo mueve los labios.

Me di cuenta. Ofelia no sólo habla poco en la obra. Es un personaje pasivo. Recibe lecciones de su padre y de su hermano y en vez de relatar la visita que Hamlet, a medio vestir, le hace en su clóset, ella actúa la escena. Hamlet medio desnudo -Massey se deleita exhibiendo su esbelta y juvenil figura- acaricia el rostro de mi amada, suspira y la suelta como una prenda indeseable. Donde puede, Massey sustituye el monólogo por la acción.


El odio y la envidia me desbordaron.

Ofelia no volvería a decir nada hasta el tercer acto, apenas una frase.


OFELIA: Ojalá.


Y ahora, ni esa frase le era permitida por el tirano que, segundos más tarde se luciría como un pavorreal, entonando el "Ser o no ser". Al término del monólogo, entra "la dulce Ofelia", se atreve a llamarla "ninfa", hasta eso me arrebata este divo vanidoso y prepotente, la llama "la ninfa" a cuyas oraciones encomienda Hamlet la memoria de sus pecados -pero este Hamlet le habla a mi Ofelia como si el verdadero fantasma de la obra fuese ella, da por sentadas sus preguntas y respuestas, sólo él se deja escuchar, ella mueve los labios en silencio, exactamente como lo hacía frente a mi ventana y él perora sin cesar, encimando sus palabras al silencio de mi Ofelia, hasta que entra la tropa de comediantes, es "capturada la conciencia del rey" Claudio, Hamlet visita y violenta a su madre y, de paso, atraviesa con una espada a Polonio el padre de Ofelia. Hamlet obedece las sugerencias de Rosencrantz y Guildenstern, parte a Francia y cae el telón sobre la primera parte.

Durante el intermedio pedí una copa de champaña en el bar y traté de escuchar los comentarios del relajado público. Hablaban de todo, menos de la obra. Hastiado, angustiado, abandoné otra vez el teatro, dispuesto a regresar la siguiente noche, pero sólo a partir del intermedio, acosado por preguntas sin respuesta. El silencio de Ofelia ¿era sólo un capricho del director? ¿Massey da por descontado que todos conocen el parlamento de Ofelia? ¡Y ella, en verdad, dice tan poco en la obra! Sonreí a pesar mío. ¡Traten de callar a Lady Macbeth! ¿Sería sorda mi Ofelia? ¿Escuchaba a los demás actores? ¿O sólo les leía los labios? ¿Cómo no aproveché para hablarle de ventana a ventana como mimo, sin decir palabra? Y si me hubiese contestado, ¿qué me habría dicho?

Me di cuenta de que Ofelia no usaba en escena el lenguaje de señas de los mudos porque no se dirigía a los mudos, sino al público en general. Pues ahora venía la gran escena de Ofelia, su locura por haber perdido al padre y acaso por saber que Hamlet lo mató. Ahora la Ofelia loca debería cantar y recitar enigmas:


– ¿Cómo distinguir el verdadero amor?

– Dicen que la lechuza era hija del panadero.

– Sabemos quiénes somos pero no quiénes podemos ser.

– Mañana es día de San Valentín.


Para terminar, conmovedoramente, pidiendo a todos que pasen buenas noches.


No, no pronunció palabra, pero yo no tuve más remedio que reconocer el genio de Peter Massey. El silencio era, desde siempre, la locura de Ofelia. Sus actos debían revelar sus palabras, pues éstas no eran más que sus pensamientos verbalizados y un pensamiento no necesita decirse para entenderse.

Empecé a escuchar músicas, campanas dentro de mi cabeza, seguro de que lo mismo le pasaba a Ofelia.

¡Ofelia era el fantasma de Hamlet! ¡Su doble femenino!

Me incorporé bruscamente y grité:

– ¡Ofelia! ¡Canta!

Las voces del público me acallaron con irritación violenta. Un shhhhh! veloz y cortante como una navaja -el puñal desnudo de Hamlet, sí- me acalló.


Abrumado, abochornado, atarantado, abandoné el teatro. Sólo me quedaba una función. La de mañana.

Ahora, en la prepresentación del quinto día, ocupaba butaca de primera fila. Concentré mi atención, mi mirada, mi repetición en silencio de las palabras robadas a Ofelia hasta llegar a la escena de la locura.

Entonces ocurrió el milagro.

Cantando en silencio.

Este momento nunca regresará.

Se fue, se fue. ¡Dios tenga piedad de mi alma!

Ofelia me miró, directamente a los ojos. Yo estaba, digo, en primera fila. Quizás, todas las noches, Ofelia decía adiós de esta manera, seleccionando a un espectador para imprimir sobre una sola persona del público todo el horror de su locura.

Esta noche yo fui ese espectador privilegiado. Pero enseguida me di cuenta de que la mirada de Ofelia no estaba prevista en la dirección escénica. Ofelia me sostuvo la mirada que yo le correspondí. En ella iba el mensaje de toda mi pasión por ella, toda la melancolía de nunca habernos amado físicamente.

El público se dio cuenta. Hubo un movimiento nervioso en la sala. Murmullos desconcertados. Cayó el misericordioso telón del intermedio. Regresé a casa. No quería saber que Ofelia moriría en el siguiente acto. No lo quería saber porque imaginé, enloquecido, que Peter Massey era capaz de matarla en verdad esta noche porque la actriz quebró el pacto escénico y se dirigió a un espectador.

A mí. Sólo a mí.

6

Esa noche soñé que violaba a una mujer que no podía gritar. Y si no podía gritar, ¿por qué no matarla en vez de poseerla?

Mi verdadero terror era saber que las representaciones terminarían y Ofelia desaparecería para siempre de mi vida. El tiránico Massey limitaba el número de representaciones -nunca más de dos meses- a fin de mantener al rojo vivo el interés de la obra. No toleraba, prejuzgué, una lenta extinción del fuego teatral. Era, perversamente, un entusiasta -es decir, un hombre poseído por los Dioses… Cada profesión tiene los suyos, pero los manes del teatro son los más exigentes porque son los más generosos. Lo dan todo o no dan nada. En el teatro no hay términos medios.


Yo tenía que ver la obra por última vez. No había boletos. ¿Podía al menos sentarme en el teatro vacío antes de la representación? Era un estudiante latinoamericano (huerfanito tercermundista, pues…). Lo que me interesaba era explorar el teatro como espacio, precisamente, vacío, sin público ni representación. Adivinar sus vibraciones solitarias. Como dicen que los rieles de ferrocarril se encogen y recogen físicamente para recibir el impacto de un tren.

Mi antiguo profesor de Cambridge, Stephen Boldy, llamó al teatro para acreditar mi bona fides y yo mismo me comporté, durante los tres días que quedaban, sentándome muy quietecito con un cuaderno de notas y el texto Penguin de Hamlet.

En verdad, esperaba sin esperanza -I hoped against hope- que algún ensayo imprevisto, un afinamiento de última hora, trajese al escenario vacío al director, a los actores.

A Ofelia.

No fue así y la última representación se iniciaba. Hice lo que se acostumbra. Adquirí boleto para ver la obra de pie y desde el tercer piso. Desde allí, noté los asientos vacíos durante el primer acto. Jamás se presentaban al segundo. Por fortuna, había un lugar vacío en la primera fila. Lo ocupé. Se levantó el telón.


No lo sabía. Pero lo sospeché. En vez de referir la muerte de Ofelia a su hermano Laertes por voz del rey Claudio, Peter Massey, a medida que los actores hablaban, abrió un espacio en la fosa de orquesta. Era un río dentro del teatro y el cadáver de Ofelia pasó flotando, acompañada por las flores de la muerte; margaritas y ortigas, aciano y dedos-de-muerto, púrpuras largas; las amplias faldas flotando; Ofelia semejante a una sirena que se hunde bajo el peso del légamo…

En ese instante quise saltar de mi butaca al escenario para salvar a mi amada, rescatar a Ofelia de su muerte por agua, abrazarla, besarla, devolverle su aliento fugitivo con el mío desesperado, empaparme con ella, darme cuenta de que era cierto, Ofelia estaba muerta, ahogada. Había muerto esa noche de la representación final.

Juro que no era mi intención. Sólo que Ofelia, flotando en el agua agitada de stage down cantando "viejas canciones" (como le informase la Reina a Laertes) pero ahora sin voz, alargó la mano fuera de la fluyente piscina teatral y me arrojó una flor de aciano que se arrancó del pelo y que fue a dar a mi mano, pues era tal mi concentración en lo que ocurría que no podía faltar al deber de recibir la ofrenda de mi Ninfa antes de verla irse, flotando en el llanto del arroyo, con su ropa de sirena, hacia su tumba de agua y lodo…

Yo sólo prestaba atención a la flor que sostenía entre mis dedos. Al levantar la vista al escenario, me encontré con la mirada arrogante, detestable, de este joven Júpiter de la escena, Peter Massey, su insolente belleza rubia, su figura de adolescente maldito, su estrecha cintura y piernas fuertes y camisa abierta, mirándome con furia, pretendiendo enseguida que lo ocurrido era parte de su puesta en escena originalísima, pero revelando en su mirada de diabólico tirano que esto no estaba previsto, que Ofelia era su ninfa, no la mía, y que la entrega de la flor no formaba parte de un proyecto escénico de verdadera posesión del alma de Ofelia.

– Si Dios ha muerto -me decía en silencio la mirada asesina de Massey-, sólo quedan en su lugar el Demonio y el Ángel. Yo soy ambos. ¿Quién eres tú?


Concluyó la obra. Tronaron los aplausos. Sólo Peter Massey salió a recibirlos. Los demás actores, como si no existieran. Lo que existía era la inconmensurable vanidad de este hombre, este cuasi-adolescente cruel y prepotente, enamorado de sí y dueño de los demás sólo para engrandecer su propio poder. No había amor en su mirada. Había el odio del tirano hacia el rebelde anónimo e imprevisto. Insospechado.


Salí del teatro con mi flor en la mano, dándole la espalda a Peter Massey, su vanagloria, sus revoluciones teatrales.

Quise imaginarlo viejo, solitario, maniático. Olvidado. No pude. Massey era demasiado joven, bello, poderoso. ¿Qué sería de Ofelia después de esta representación final en el Royal Haymarket? Mañana -no, esta misma noche- la escenografía sería desmontada, los ropajes colgados en la guardarropía para otra, improbable ocasión. La ilusión teatral era eso. Espejismo, engaño, fantasma de sí misma.

Sentí la tentación de abrirme paso a los camerinos. Me detuve a tiempo. Me arredró la idea de que Ofelia hubiese realmente muerto. Sacrificada al realismo revolucionario de Peter Massey. ¿Se atrevería él mismo, un día, a morir arañado por la daga envenenada del feroz sargento, La Muerte? Entretanto, ¿mataría a sus anónimas heroínas, escondidas durante meses enteros de ensayos solitarios?

Recordé a mi Ninfa paseándose por su apartamento, memorizando un papel sin palabras, ajena a la idea de que la representación teatral y el destino personal fuesen idénticos.


No quise averiguar. Quizás debería esperar a que Peter Massey, el joven y perverso director que dirigía mi propia vida, repusiera algún día el Hamlet con una Ofelia que podía ser la mía u otra nueva. ¿Tendría yo el valor, en la siguiente ocasión, de acercarme al camerino de la actriz y verla, por así decirlo, en persona? ¿Me expondría a encontrar, al abrirse la puerta, con una mujer desconocida? La muchacha de la ventana tenía las cejas depiladas. La del escenario, cejas gruesas. ¿Me equivocaba identificándolas? ¿Aceptaría, más bien, que mi Ninfa permaneciese para siempre, a fin de ser realmente mía, en el misterio, parte de la hueste invisible de todas las actrices que durante cuatro siglos han interpretado el papel de Ofelia?

7

No den ustedes crédito a la noticia aparecida hoy en los diarios. No es cierto que cuando Ofelia pasó flotando entre ortigas y acianos un espectador desquiciado saltó de su butaca de primera fila al escenario para rescatar a la actriz intérprete de Ofelia de la muerte por agua, besándola, devolviéndole el aliento, empapado con ella, hasta darse cuenta de que Ofelia está ya realmente muerta, que él no había logrado devolverle a la heroína de Hamlet el aliento fugitivo con el suyo desesperado.

Que Ofelia realmente había muerto la noche de la representación final.

Tampoco es verídico que ese ser desquiciado que gritaba palabras en un idioma inventado (era el castellano) sacase a Ofelia del agua en medio de la conmoción del auditorio y la parálisis incrédula de los actores -Claudio y Laertes-. Como tampoco es cierto que mientras ese loco cargaba a Ofelia ahogada, de entre bambalinas surgió Hamlet, el Príncipe de Dinamarca, el símbolo oscuro de La Duda, despojado esta vez de toda incertidumbre, blandiendo el puñal desnudo del monólogo, levantando el brazo, hundiéndoselo al trastornado extranjero -pues no era británico, obviamente- en la espalda.

Ofelia y el extraño cayeron juntos sobre el tablado.

Se dice que la obra continuó como si nada. El público estaba tan acostumbrado a la originalidad de Peter Massey. Un espectador que en realidad era un actor no mencionado en el reparto -todos sabían que Massey sólo se daba crédito a sí mismo- salió a rescatar el cadáver de Ofelia, recibiendo -del actor imprevisto, el intruso?- el puñal en la espalda.

8 La flor

El lector sabrá, si algún día lee estos papeles que he venido garabateando desde la noche que regresé del Royal Haymarket a mi flat a la vuelta de Wardour Street, que subí lentamente las escaleras, entré al apartamento pero no encendí las luces.

Tampoco miré fuera de mi ventana a la estancia de enfrente. Para mí, está cerrada, a oscuras, deshabitada. Para siempre.

Tomé un pequeño florero de los de Talavera que me envió de regalo de cumpleaños mi mamá desde México.

Con ternura, introduje en él el tallo largo de la flor de aciano, prueba única de la existencia de Ofelia. Me senté a contemplarla.

No quería que pasara un minuto sin que la flor me acompañara, de aquí al terrible momento de su propia muerte. Pues la flor de Ofelia prolongaba la vida de Ofelia.

La miré, fresca, azul, bella, esa noche y la siguiente. Llevo meses mirándola. La flor no se marchita.

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