9 La doctora

Amo, he pensado que sería conveniente hacer mención en mi informe a los sucesos que tuvieron lugar en los Jardines Ocultos el día que el duque Kettil presentó el último mapamundi del geógrafo Kuin a su majestad.

Habíamos llegado en la fecha prevista al palacio de verano de Yvenir, en las colinas de Yvenage, y nos habíamos instalado en los aposentos del doctor, situados en una torre redonda de la casa menor. Desde nuestras habitaciones se veían las casitas y pabellones esparcidos sobre las boscosas laderas inferiores de la colina del palacio. El número de los edificios iba creciendo gradualmente al tiempo que menguaban las distancias entre ellos, hasta que acababan por fundirse con las antiguas murallas de la ciudad de Mizui, que llenaban el fondo del valle, justo debajo del palacio. En el valle, a ambos lados de la ciudad, se veía gran cantidad de granjas, campos y arroyos, y más allá se alzaban unas colinas poco empinadas y boscosas, rodeadas a su vez por las formas redondeadas y cubiertas de nieve de las lejanas montañas.

El rey, en efecto, se había caído del caballo en el transcurso de una cacería celebrada cerca de Lep-Skatacheis (aunque lo había hecho el último día de nuestra estancia allí, no el primero) y desde entonces había tenido que sufrir una torcedura de tobillo que lo había obligado a cojear. La doctora se lo había vendado y había hecho cuanto había podido por curarlo, pero las obligaciones del rey le habían impedido descansar tanto como a ella le hubiese gustado, de modo que la recuperación estaba siendo lenta.

—Tú. Sí, más vino. No, de ese no. Del otro. Ah. Adlain. Ven y siéntate a mi lado.

—Majestad.

—Vino para el comandante de la Guardia. Vamos. Tienes que darte más prisa. Los buenos criados actúan cuando los deseos de su señor están todavía en proceso de formación. ¿No es así, Adlain?

—Estaba a punto de decirlo, señor.

—Estoy seguro de ello. ¿Qué noticias hay?

—Oh, rumores del ancho mundo, principalmente. Inadecuados para un lugar tan magnífico como este. Podrían arruinar las vistas.

Estábamos en los Jardines Ocultos, detrás del gran palacio, casi en la cima de la colina. Los muros del jardín, rojos y cubiertos de plantas trepadoras, ocultaban la totalidad del palacio, salvo sus torres más altas. El pequeño valle colgado que contenía los jardines ofrecía una magnífica vista de las lejanas llanuras, que, teñidas de azul por la lejanía, se fundían con la luz del cielo en el horizonte.

—¿Alguna noticia de Quettil? —preguntó el rey—. Se supone que tenía que traerme algo. Pero claro, tratándose de Quettil, todo tiene que estar preparado previamente. No puede ocurrir sin más. Preveo una ceremonia con toda la pompa.

—El duque Quettil no es de los que murmuran cuando podría atraer más atención con un grito —convino Adlain mientras se quitaba el sombrero y lo dejaba sobre la alargada mesa—. Pero tengo entendido que el mapa que tiene la intención de presentaros es magnífico y su elaboración ha sido muy trabajosa. Creo que quedaremos impresionados.

El duque Quettil ocupaba el palacio ducal, situado en la misma colina que el gran palacio. La provincia y ducado de Quettil, de la que la ciudad de Mizui y las colinas Yvenage no eran más que una modesta parte, estaba enteramente bajo su autoridad, una autoridad que, según se decía, no ejercía con timidez. Se esperaba que su séquito y él llegaran a los Jardines Ocultos poco después de la campanada de mediodía para presentar al rey el nuevo mapa.

—Adlain —dijo el rey—. ¿Conoces al nuevo duque Ulresile?

—Duque Ulresile —dijo Adlain al flaco y enjuto joven que el rey tenía al lado—. Lamenté mucho lo de vuestro padre.

—Gracias —dijo el muchacho. Era poco mayor que yo y bastante menos sustancial, casi etéreo. La espléndida ropa que llevaba parecía demasiado grande para él, que aparentaba encontrarse incómodo en su interior. Pensé que aún tenía que acostumbrarse a la posición de un hombre de poder.

—Duque Walen —dijo Adlain con una reverencia dirigida al hombre que se sentaba a la derecha del rey.

—Adlain —dijo Walen—. Parece que el aire de la montaña os sienta bien.

—Aún tengo que encontrar un aire que no lo haga, duque.

El rey Quience estaba sentado a una mesa alargada, bajo una pérgola grande, acompañado por los duques Walen y Ulresile y una multitud de nobles menores y diferentes criados, incluidas un par de chicas del servicio, hermanas gemelas, de las que el rey parecía haberse encaprichado. Las dos tenían ojos de un color entre verde y dorado y una melena rubia, y parecían controlar casi del todo —pero no del todo— unos cuerpos altos y sinuosos que en ciertas partes parecían desafiar la ley de la gravedad. Las dos vestían un mismo traje de color crema con ribetes rojos y encajes, que, si no era exactamente lo que llevarían unas pastorcillas rústicas, sí que se asemejaba a lo que cualquier actriz famosa, bella y bien proporcionada hubiese llevado de haber tenido que participar en costosa producción de estilo romántico con pastorcillas entre los personajes. Una sola criatura como aquellas le habría derretido el corazón a un hombre corriente. Que hubiese dos bellezas de tal calibre en el mismo lugar y al mismo tiempo parecía el colmo de la injusticia. En especial si tenemos en cuenta que las dos parecían tan encaprichadas del rey como él de ellas.

Confieso que había sido incapaz de apartar la mirada de los dos globos entre dorados y morenos que sobresalían como sendas lunas del horizonte de encaje de color crema del corpiño de cada una de las chicas. La luz del sol que bañaba estos orbes perfectos resaltaba la fina y casi invisible ropa interior que los cubría. Sus voces eran como el tintineo de un par de fuentes, su fragante perfume llenaba el aire, y el tono y las palabras del rey provocaban y sugerían toda clase de implicaciones románticas.

—Sí, esas pequeñas, las de rojo. Esas mismas. Mmmm. Deliciosas. Cómo me gustan las pequeñas de rojo, ¿verdad?

Las dos muchachas se rieron al unísono.

—¿Qué aspecto tiene, Vosill? —dijo el rey sin dejar de sonreír—. ¿Cuándo podré empezar a perseguir a estas chicas? —Hizo ademán de abalanzarse sobre las pastorcillas para tratar de atraparlas, pero ellas, con un chillido, se apartaron de él con elegancia de bailarinas—. No se dejan coger, maldita sea. ¿Cuándo podré empezar a perseguirlas como está mandado?

—¿Como está mandado, señor? ¿Y eso cómo es? —preguntó la doctora.

La doctora y yo estábamos ocupándonos del pie del rey. Ella le cambiaba la venda todos los días. En ocasiones, dos veces al día, si el rey había ido a montar a caballo o a cazar. Además de la hinchazón provocada por la torcedura, el tobillo tenía un pequeño corte que no terminaba de curarse y la doctora se empeñaba en limpiarlo y tratarlo en persona, por mucho que yo creyera que cualquier enfermera, o incluso criada, hubiese podido hacerse cargo. A su vez, el rey parecía querer que la doctora lo hiciera todos los días y ella se mostraba encantada de obedecer. Ningún otro médico que yo conozca hubiese buscado una excusa para no tratar a su majestad, pero si alguien hubiese sido capaz de hacerlo, era ella.

—Pues de una manera que me permita tener una probabilidad decente de cogerlas, Vosill —dijo el rey inclinándose hacia ella, con eso que, según creo, se llama un susurro de apuntador. Las dos pastorcillas se rieron con sus argentinas voces.

—¿Decente, señor? ¿Y eso? —preguntó la doctora, y parpadeó, me pareció a mí, más de lo que requería el sol que se filtraba entre las hojas y las flores.

—Vosill, deja de hacer preguntas infantiles y dime de una vez cuándo podré volver a correr.

—Oh, podéis correr ya mismo, señor. Pero sería muy doloroso y lo más probable es que vuestro tobillo cediera al cabo de unas cuantas zancadas. Pero podéis correr, sin la menor duda.

—Ya, pero yo digo sin caerme —repuso el rey mientras se reclinaba en su asiento y alargaba el brazo hacia la copa de vino.

La doctora miró a las dos pastorcillas.

—Bueno —dijo—, es posible que algo blando aligerara vuestra caída.

Se sentó en cuclillas a los pies del rey, de espaldas al duque Walen. Adoptaba con frecuencia esta postura extraña e impropia de una dama, aparentemente sin pensar, que convertía su adopción del vestuario masculino, o al menos de parte de él, en casi una necesidad. Por una vez se había quitado sus botas altas. Llevaba unas calzas oscuras y unos zapatos puntiagudos de suave terciopelo. Los pies del rey descansaban sobre un escabel de plata maciza y unos mullidos cojines de vivos colores y motivos. Como siempre, la doctora lavó los pies reales, los inspeccionó y, en esta ocasión, les recortó cuidadosamente las uñas. Yo permanecí mientras tanto sentado en un pequeño banquito, a su lado, con su maletín abierto mientras ella se concentraba en su labor.

—¿Os gustaría interrumpir mi caída, preciosas mías? —preguntó el rey mientras se recostaba en su asiento.

Las dos muchachas volvieron a disolverse en carcajadas. (La doctora, creo, murmuró algo así como que sería más seguro aterrizar sobre sus cabezas).

—Podrían romperos el corazón, señor —observó un sonriente Adlain.

—En efecto —dijo Walen—. Con una para tirar de él en cada dirección, un hombre podría sufrir terriblemente.

Las dos criadas volvieron a reírse mientras traían más fruta al rey, quien trató de hacerles cosquillas con una larga pluma de tsigibern de cola de abanico. Los músicos tocaban en una terraza situada más abajo, el agua de las fuentes salpicaba melodiosamente, los insectos revoloteaban sin molestar con su zumbido, el aire era fresco y olía a flores y a tierra recién arada y regada, y las dos criadas se inclinaban de vez en cuando para introducir alguna fruta en la boca del rey y luego, con un chillido, daban un saltito y se apartaban riéndose mientras él trataba de alcanzarlas con su pluma. Confieso que me alegraba no tener que prestar demasiada atención a lo que estaba haciendo la doctora.

—Tratad de estaros quieto, señor —murmuró ella mientras el rey lanzaba una nueva estocada con su pluma de tsigibern.

El chambelán Wiester llegó jadeando bajo las flores y enredaderas del camino. Sus espléndidos zapatos de hebilla resplandecían a la luz del sol y hacían crujir las piedras semipreciosas del camino.

—El duque Quettil, majestad —anunció. Una fanfarria de trompetas y címbalos sonó en las puertas del jardín, seguida por el rugido de lo que parecía un animal feroz y furioso—. Y su séquito —añadió Wiester.

El duque Quettil llegó precedido por una vanguardia de doncellas que esparcían pétalos fragantes en su camino, una troupe de malabaristas que arrojaban sus relucientes malabares de un lado a otro del camino, una banda de trompetistas y cimbalistas, una jauría de furibundos gáleos con bozal, acompañado cada uno de ellos por un cuidador sombrío, engrasado y musculoso que tenía que hacer auténticos esfuerzos para controlar a la bestia encomendada a su cuidado, un colegio entero de burócratas y criados vestidos de manera idéntica, un puñado de hombres fornidos y cubiertos solo por un taparrabos que transportaban lo que parecía un alto y estrecho guardarropa sobre un féretro y un par de ecuatoriales espigados y de piel negra como el carbón, que sostenían una sombrilla ribeteada de borlas sobre el duque en persona, quien venía transportado en una litera incrustada de metales preciosos y gemas por un octeto de enormes y esculturales balnimes, afeitados y totalmente desnudos con la única excepción de un taparrabos minúsculo, y armados con un arco de grandes dimensiones colgado de su hombro.

La vestimenta del duque habría podido, como suele decirse, avergonzar a un emperador. Los colores predominantes de su túnica eran el rojo y el dorado, que su generosa figura exhibió con generosidad mientras los balmines depositaban la litera en el suelo, un criado colocaba un pequeño escabel ante las babuchas que calzaban sus pies y el noble descendía sobre una alfombra de hilo de oro. Sobre su cabeza redonda, ancha y desprovista de cejas, el tocado enjoyado resplandeció a la luz del sol y sus dedos, repletos de anillos y piedras preciosas, se movieron al inclinarse ante el rey en una ostentosa, aunque un poco torpe, reverencia.

Las trompetas y los címbalos guardaron silencio. Los músicos de la terraza habían decidido no competir con ellos en cuanto aparecieron, así que nos quedamos solos con los sonidos del jardín y los gruñidos de los gáleos.

—Duque Quettil —dijo el rey—. ¿Una visita improvisada?

Quettil esbozó una gran sonrisa.

El rey se echó a reír.

—Me alegro de veros, duque. Creo que ya conocéis a todo el mundo.

Quettil saludó con un gesto de la cabeza a Walen y a Ulresile, y luego hizo lo propio con Adlain y algunos más. No podía ver a la doctora porque esta se encontraba al otro lado de la mesa, atareada aún con los pies del rey.

—Majestad —dijo Quettil—. Como una muestra más del honor que nos hacéis al permitirnos ser vuestro anfitrión y el de vuestra corte este verano, quisiera haceros una presentación. —Los musculosos que transportaban el féretro lo dejaron delante del rey. Abrieron las suntuosas puertas talladas del estrecho contenedor, cubiertas de incrustaciones, y al otro lado apareció un mapa cuadrado tan alto como un hombre o más. En el interior del cuadrado había un círculo con las formas de continentes, islas y mares, y decorado con monstruos, ciudades y pequeñas figuras de hombres y mujeres con gran variedad de atuendos—. Un mapa del mundo, señor —dijo Quettil—. Elaborado para vos por el maestro geógrafo Huin a partir de los últimos datos adquiridos por vuestro humilde servidor a través de los más valientes y fiables capitanes de los siete mares.

—Gracias, duque. —El rey se inclinó hacia delante y estudió el mapa con detenimiento—. ¿Muestra el emplazamiento de la antigua Anlios?

Quettil se volvió hacia uno de los criados de librea, quien se adelantó apresuradamente y dijo:

—Sí, majestad. Aquí. —Señaló.

—¿Y la madriguera del monstruo Gruissens?

—Se cree que se encuentra aquí, majestad, en la región de las islas Desaparecidas.

—¿Y Sompolia?

—Ah, el hogar de Mimarstis el Poderoso —dijo Quettil.

—Según dicen —repuso el rey.

—Aquí, majestad.

—¿Y Haspide sigue en el centro del mundo? —preguntó el rey.

—Ah… —dijo el criado.

—En todos los sentidos, salvo el estrictamente físico, señor —dijo Quettil, un poco consternado—. Le pedí al maestro geógrafo Kuin que elaborara un mapa lo más preciso posible con la información más reciente y fiable de que dispusiera y él decidió, casi podría decirse que decretó, que a efectos de precisión y fidelidad, el Ecuador debía ser algo así como la cintura del mundo. Y como Haspide se encuentra a bastante distancia del Ecuador, no podíamos asumir que…

—Quettil, no importa —dijo despreocupadamente el rey con un ademán—. Prefiero la fidelidad a la adulación. Es un mapa espléndido y os ofrezco mi más sincero agradecimiento. Lo colocaremos en la sala del trono para que todos puedan admirarlo y encargaremos copias más modestas y prácticas para nuestros capitanes. Creo que nunca he visto un objeto que combinara en tal medida la belleza y la utilidad. Venid y sentaos a mi lado. Duque Walen, ¿tenéis la bondad de hacer sitio a nuestro visitante?

Walen murmuró que con mucho gusto y unos criados apartaron su silla de la del rey para dejar sitio a la litera de Quettil, que los balnimes depositaron allí tras dar un rodeo a la mesa. El duque volvió a sentarse. Los balnimes despedían un fuerte olor animal que provocó que la cabeza empezara a darme vueltas. Se retiraron a la parte trasera de la terraza y allí se sentaron en cuclillas con los arcos largos a la espalda.

—¿Y esto qué es? —preguntó Quettil mirándonos a la doctora y a mí desde su fabuloso asiento.

—Mi doctora —respondió el rey con una gran sonrisa dirigida a la señora.

—¿Cómo, una doctora para los pies? —inquirió Quettil—. ¿Es una nueva moda de Haspide de la que no me he enterado?

—No, una doctora para el cuerpo entero, como todo buen médico real. Como Tranius lo fue con mi padre. Y conmigo.

—Sí —dijo el duque Quettil mirando en derredor—. Tranius. ¿Qué es de él?

—Sufría de temblores de manos y vista cansada —le explicó el rey—. Se ha retirado a su granja de Junde.

—Parece ser que la vida rural le sienta muy bien —añadió Adlain—. Según nos cuentan, se ha recuperado por completo.

—Ormin me recomendó a la doctora Vosill sin reservas —dijo Quience al duque—, aunque eso significó que su familia y él perdieron sus servicios.

—Pero… ¿Una mujer? —dijo Quettil mientras uno de sus criados le ofrecía una copa de cristal cuyo vino había probado previamente—. ¿Confiáis más de un órgano a los cuidados de una mujer? Sois un hombre muy valiente, señor.

La doctora se había recostado y se había girado ligeramente, de modo que ahora estaba de espaldas a la mesa. Desde esta posición podía ver tanto al rey como a Quettil. No dijo nada, aunque en su rostro apareció una sonrisa pequeña y tensa. Yo empecé a sentirme alarmado.

—La doctora Vosill nos ha sido de incalculable valor a lo largo del último año.

—¿Queréis decir sin valor? —dijo Quettil con una sonrisa agria y, alargando un pie, dio un leve empujoncito a la doctora en el codo. Esta se balanceó ligeramente hacia atrás y miró el lugar en el que la había tocado la babucha. Sentí que se me secaba la boca.

—En efecto, carece de valor, puesto que está más allá del valor —dijo Quience con voz calmada—. Valoro mi vida por encima de todo y la buena doctora, aquí presente, me ayuda a preservarla. Es casi como si fuera una parte de mí.

—¿Parte de vos? —resopló Quettil—. Es demasiado honor para una simple mujer, señor. Como de costumbre, os excedéis en vuestra generosidad, mi rey.

—He oído a más gente —comentó el comandante Adlain— hacer comentarios de ese tenor. Sobre que el único defecto del rey es su exceso de indulgencia. De hecho, su indulgencia es la justa para poder desenmascarar a aquellos que quieren aprovecharse de su sentido de la equidad y su deseo de mostrarse tolerante. Pero una vez descubiertos…

—Sí, sí, Adlain —dijo el duque Quettil con un ademán dirigido al comandante de la Guardia, quien bajó la mirada hacia la mesa—. Estoy seguro de ello. Pero aun así, dejar que una mujer os cuide… Majestad, solo me motiva la preocupación por el bien del reino que heredasteis del hombre al que tuve el privilegio de llamar mi mejor amigo, vuestro padre. ¿Qué habría dicho él?

La expresión de Quience se ensombreció un momento. Entonces se iluminó y dijo:

—Tal vez hubiese dejado que la dama hablase por sí misma. —Entrelazó las manos y bajó la mirada hacia la doctora—. ¿Doctora Vosill?

—¿Señor?

—El duque Quettil me ha hecho un regalo. Un mapa del mundo. ¿Querríais admirarlo? Tal vez podáis compartir vuestras impresiones con nosotros, ya que habéis viajado más que el resto de los aquí presentes.

La doctora, que seguía sentada en cuclillas, se levantó con suavidad y se volvió para examinar el gran mapa expuesto al otro lado de la mesa. Lo estudió durante un momento y luego revirtió sus movimientos anteriores, se volvió, se sentó en el suelo y recogió las pequeñas tijeras. Antes de aplicarlas a las uñas de los pies del rey, miró al duque y dijo:

—La representación es inexacta, señor.

El duque Quettil miró a la doctora y soltó una pequeña y aguda carcajada. Se volvió hacia el rey y trató de controlar una sonrisa desdeñosa.

—¿Eso pensáis, señora? —dijo con tono gélido.

—Es un hecho, señor —dijo la doctora mientras, entretenida con el dedo pulgar del pie derecho de su majestad, fruncía profundamente el ceño—. Oelph, el escalpelo pequeño… Oelph. —Di un respingo, busqué en su maletín y le tendí el minúsculo instrumento con mano temblorosa.

—¿Y qué sabéis vos de tales cuestiones, si se me permite la pregunta, señora? —preguntó el duque Quettil con una nueva mirada de soslayo dirigida al rey.

—Puede que la señora sea una maestra geógrafa —dijo Adlain.

—O puede que necesite una lección de modales —sugirió el duque Walen.

—He dado la vuelta al mundo, duque Quettil —dijo la doctora como si estuviera dirigiéndose al dedo del pie del rey—, y conozco la realidad de lo que se muestra, con un exceso de imaginación, en vuestro mapa.

—Doctora Vosill —dijo el rey, no sin amabilidad—. Quizá sería más apropiado que os levantarais y mirarais al duque Quettil cuando os dirijáis a él.

—¿Vos creéis, señor?

El rey retiró su pie de la mano de la doctora mientras se inclinaba hacia delante y decía simplemente:

—Sí, señora, eso creo.

La doctora le lanzó una mirada que me hizo gimotear, aunque creo que logré convertir el sonido en un carraspeo. Sin embargo, ella se detuvo, me devolvió el escalpelo y volvió a levantarse con la misma suavidad de antes. Hizo una reverencia ante el rey y el duque.

—Con vuestro permiso, señores —dijo antes de recoger la pluma de tsigibern, que su majestad había dejado sobre la mesa. Se agachó, pasó por debajo de la alargada mesa y apareció al otro lado. Señaló la parte inferior del gran mapa con la pluma.

—Aquí no hay ningún continente, solo hielo. Aquí y aquí hay sendos archipiélagos. Las islas del norte de Drezen, sencillamente, no son como se representan aquí. Son más numerosas, en general más pequeñas, menos regulares y llegan más al norte. Aquí, el cabo de Quarreck está demasiado al este, veinte velas más o menos. Cuskery… —Ladeó la cabeza y meditó un momento—. Está representado con bastante precisión. Fuol no está aquí, sino aquí, y el continente de Morifeth entero está… desplazado hacia el oeste. Illerne está al norte de Chroe, no al revés. Algunos de estos lugares los he visitado en persona. Sé de buena tinta que hay un gran mar interior… aquí. En cuanto a los monstruos y demás tonterías…

—Gracias, doctora —dijo el rey juntando las manos—. Vuestros viajes han sido muy entretenidos, estoy convencido de ello. Y seguro que el duque Quettil ha encontrado enriquecedoras las enmiendas a su espléndida obra. —Se volvió hacia un cariacontecido Quettil—. Debéis perdonar a nuestra buena doctora, mi querido duque. Es de Drezen, los cerebros de cuyos habitantes parecen sufrir daños como consecuencia de estar cabeza abajo todo el tiempo. Obviamente, allí las cosas son diferentes y las mujeres creen que es apropiado decirles a sus amos y señores cómo son las cosas.

Quettil esbozó una sonrisa forzada.

—En efecto, señor. Entiendo. No obstante, ha sido una exhibición de lo más entretenida. Vuestro padre y yo siempre estuvimos de acuerdo en que era tanto impropio como innecesario permitir que una mujer subiera a un escenario cuando hay tantos castrad disponibles, pero sin embargo veo que la naturaleza imaginativa y fantasiosa de las mujeres puede resultar muy útil para elaborar entremeses humorísticos como el que acabamos de presenciar. Es evidente que resulta una frivolidad y una licencia muy refrescante. Siempre que uno no se la tome demasiado en serio, claro está.

Yo estaba observando detenidamente y con gran temor a la doctora mientras el duque pronunciaba estas palabras. Su expresión, para gran alivio mío, permaneció tranquila y relajada.

—¿Pensáis —preguntó el duque al rey— que puede tener opiniones tan pintorescas con respecto a la posición de los órganos del cuerpo como las que acabamos de oír sobre la geografía del globo?

—Eso debemos preguntárselo a ella —dijo el rey—. ¿Estáis en desacuerdo con nuestros mejores médicos y cirujanos, del mismo modo que, tal como acabáis de demostrar, lo estáis con nuestros más famosos navegadores y cartógrafos?

—No sobre la posición de los órganos, señor.

—Pero de vuestro tono —dijo Adlain— se deduce que sí que estáis en desacuerdo sobre algo. ¿Qué es?

—La función —dijo la doctora—. Pero, más que nada, eso tiene que ver con la fontanería, así que supongo que no es del máximo interés.

—Dime, mujer —dijo el duque Walen—. ¿Tuviste que huir de ese país, Drezen, para escapar de la justicia?

La doctora le dirigió una mirada fría.

—No, señor.

—Qué raro. Yo pensaba que tal vez hubieses puesto a prueba la paciencia y tolerancia de tus señores y hubieras tenido que huir para escapar a tu castigo.

—Era libre de quedarme y libre de marcharme, señor —dijo la doctora con tono medido—. Elegí marcharme para recorrer mundo y ver cómo eran las cosas en otros lugares.

—Y mostrar tu desacuerdo con ellas, según parece —dijo el duque Quettil—. Me sorprende que no hayas regresado al lugar del que viniste.

—He encontrado el favor de un rey bueno y justo, señor —dijo la doctora mientras volvía a dejar la pluma donde la había encontrado, juntaba las manos en la espalda y se erguía—. Será un privilegio servirlo al máximo de mi capacidad mientras él lo considere apropiado. Considero que eso vale todas las penurias de mi viaje y todo cuanto de desagradable he experimentado desde que abandoné mi hogar.

—La verdad es que la doctora es demasiado valiosa como para dejarla marchar —aseguró el rey al duque Quettil—. Prácticamente es nuestra prisionera, aunque no dejamos que ella lo sepa, porque de lo contrario, como mínimo, se cogería la más terrible de las rabietas, ¿verdad, doctora?

La doctora bajó la cabeza con una expresión que hubiera podido definirse como recatada.

—Su majestad podría exiliarme al fin del mundo. Seguiría siendo prisionera de su opinión sobre mí.

—¡Por la Providencia, si casi parece educada! —rugió Quettil de repente con un manotazo sobre la mesa.

—Y hasta puede resultar atractiva, con la ropa apropiada y el cabello bien arreglado —dijo el rey mientras recogía la pluma de tsigibern y la agitaba delante de su cara—. Celebraremos uno o dos bailes mientras estemos aquí, me atrevo a decir. La doctora se pondrá su ropa más femenina y nos asombrará a todos con su elegancia y gracia. ¿Verdad, Vosill?

—Si eso complace a su majestad —dijo ella, aunque yo me fijé en que tenía los labios apretados.

—Algo que todos esperaremos con impaciencia —dijo el duque Ulresile, pero al instante se puso colorado y tuvo que disimularlo pelando una fruta.

Los demás hombres lo miraron un instante y luego sonrieron e intercambiaron miradas de complicidad. La doctora observó al joven que acababa de hablar. Me pareció ver que sus ojos se cruzaban un instante.

—En efecto —dijo el rey—. Wiester.

—¿Majestad?

—Música, vamos.

—Como deseéis, señor. —Se volvió hacia los músicos de la terraza inferior. Quettil despidió a la mayor parte de su séquito. Ulresile se concentró en comer en cantidades que habrían bastado para alimentar a los dos gáleos que acababan de marcharse y la doctora volvió con los pies del rey, cuyas durezas empezó a frotar con aceites fragantes. El rey indicó a las dos pastorcillas que podían marcharse.

—Adlain iba a darnos algunas noticias, ¿no es así, Adlain?

—Quizá sea mejor esperar a que estemos dentro, señor.

El rey miró a su alrededor.

—No ve a nadie en quien no podamos confiar.

Quettil tenía la mirada clavada en la doctora, quien levantó la cabeza y dijo:

—¿Me marcho, señor?

—¿Has terminado?

—No, señor.

—Entonces quédate. La Providencia sabe que te he confiado mi vida muchas veces y dudo que Quettil y Walen crean que posees la memoria o la inteligencia necesarias para ser una buena espía, así que asumiendo que confiamos en el joven…

—Oelph, señor —le dijo la doctora. Me sonrió—. Es un aprendiz honrado y totalmente digno de confianza.

—… en el joven Oelph, aquí presente, creo que podemos hablar con un razonable grado de libertad. Mis duques y el comandante de mi Guardia pueden ahorrarse los comentarios malsonantes por respeto a vos, doctora, o pueden no hacerlo, como prefieran, pero sospecho que tampoco os ruborizaréis mucho al escucharlos. —Se volvió hacia el comandante de la Guardia.

—Muy bien, señor. Varios informes aseguran que algún miembro de la delegación de una Compañía del Mar trató de asesinar al regicida UrLeyn hace unos veinte días.

—¿Qué? —exclamó el rey.

—Deduzco por vuestras palabras que, tristemente, el intento no fructificó —dijo Walen.

Adlain asintió.

—El «Protector» escapó ileso.

—¿Qué Compañía del Mar? —preguntó el rey con la mirada entornada.

—Una que probablemente no exista —dijo Adlain—. Constituida específicamente con este fin por varias de las otras. Uno de los informes asegura que los miembros de la delegación murieron torturados sin revelar otra cosa que su propia y triste ignorancia.

—La culpa es de todo lo que está diciéndose sobre la formación de una armada —dijo Walen mirando a Quience—. Es una estupidez, señor.

—Puede —convino el rey—. Una estupidez a la que, de momento, debemos aparentar que prestamos nuestros apoyo. —Miró a Adlain—. Envía mensajeros a todos los puertos. Quiero que informes a todas las Compañías con las que estemos en buenos términos que cualquier nuevo intento por acabar con la vida de UrLeyn se encontrará con nuestra más profunda y práctica animosidad.

—¡Pero, señor…! —protestó DeWar.

—UrLeyn sigue contando con nuestro apoyo —dijo el rey con una sonrisa—. No podemos permitir que parezca que nos oponemos a él, por mucho que pudiera complacernos su desaparición. El mundo es ahora un lugar diferente y hay demasiada gente con la mirada fija en Tassasen, esperando a ver qué ocurre allí. Debemos pedir a la Providencia que el régimen del regicida caiga por sí solo, lo que convencerá a los demás de su ilegitimidad. Si intervenimos en su caída desde dentro, solo conseguiremos persuadir a los escépticos de que existía una amenaza real y, por consiguiente, desde su punto de vista, su existencia era conveniente.

—Pero, señor —dijo Walen inclinándose hacia delante junto a Quettil de tal modo que su vieja barbilla quedó casi en contacto con la superficie de la mesa—. La Providencia no se comporta siempre como cabría esperar. He tenido demasiadas ocasiones de verificar este hecho a lo largo de mi vida, señor. Hasta vuestro querido padre, un hombre sin igual en estos asuntos, era propenso a dejar que la Providencia realizara con dolorosa lentitud lo que un acto rápido, e incluso misericordioso, hubiese conseguido en la décima parte de tiempo. La Providencia no se mueve con toda la prontitud y diligencia que cabría esperar o desear, señor. A veces es necesario darle un empujoncito en la dirección correcta. —Lanzó una mirada desafiante a todos los demás—. Sí, y un buen empujoncito, por cierto.

—Yo creía que los hombres mayores solían recomendar paciencia —dijo Adlain.

—Solo cuando es necesaria —repuso Walen—. No como ahora.

—Empero —dijo el rey con perfecta ecuanimidad—, lo que haya de ocurrirle al general UrLeyn le ocurrirá de todos modos. Tengo un interés en este asunto que tal vez podríais llegar a sospechar, mi querido duque Walen, pero ni vos ni ningún otro de los que cuentan con mi favor podéis anticiparos a él. La paciencia puede ser un modo de dejar que las cosas maduren hasta el estado apropiado para la acción, no solo una forma de dejar pasar el tiempo.

Walen miró al rey durante un largo instante y entonces pareció aceptar lo que había dicho.

—Perdonad a un anciano, al que los fines últimos de la paciencia pueden encontrar en la tumba, majestad.

—Esperemos que no sea así, pues no os deseo una muerte tan prematura, mi querido duque.

Walen pareció razonablemente satisfecho con estas últimas palabras. Quettil le dio unas palmaditas en la mano, que no parecieron gustarle tanto.

—En cualquier caso, el regicida tiene otras preocupaciones aparte de los asesinos —dijo el duque Quettil.

—Ah —respondió el rey mientras se reclinaba en su asiento con mirada de satisfacción—. Nuestro problema oriental.

—Digamos más bien que el problema occidental de UrLeyn, señor. —Quettil sonrió—. Nos hemos enterado de que sigue enviando fuerzas hacia Ladenscion. Simalg y Ralboute, dos de sus mejores generales, se encuentran ya en la ciudad de Chaltoxern. Han dado a los barones un ultimátum: o abren los pasos de montaña y abren paso a las fuerzas del Protectorado antes de la luna nueva de Jairly, o sufrirán las consecuencias.

—Y tenemos razones para creer que la posición de los barones podría ser más sólida de lo que UrLeyn cree —dijo el rey con una sonrisa maliciosa.

—Más bien un montón de razones —dijo Quettil—. De hecho, más o menos… —empezó a decir, pero el rey levantó una mano, hizo un gesto que era una combinación de palmadita y ademán, y entornó los ojos. Quettil nos miró y asintió lenta y discretamente.

—El duque Ormin, señor —dijo el chambelán Wiester. La figura encorvada del duque Ormin se acercaba caminando trabajosamente por la vereda. Se detuvo junto al contenedor del mapa, sonrió e hizo una reverencia.

—Señor. Ah, duque Quettil.

—¡Ormin! —dijo el rey. (Quettil se limitó a saludar con el más superficial de los gestos de cabeza)—. Me alegro de veros. ¿Cómo está vuestra esposa?

—Mucho mejor, señor. Una fiebre sin importancia, nada más.

—¿Seguro que no queréis que Vosill, aquí presente, le eche un vistazo?

—Totalmente, señor —dijo Ormin mientras se ponía de puntillas para mirar por encima de la mesa—. Ah, doctora Vosill.

—Señor —lo saludó la doctora con una leve reverencia.

—Venid y sentaos con nosotros —dijo el rey. Miró a su alrededor—. Duque Walen, ¿os importaría…? No, no. —El rostro del duque Walen había adoptado la expresión de un hombre al que acaban de decirle que se le ha metido un insecto venenoso en la bota—. Vos ya os habéis movido antes, ¿verdad…? Adlain, ¿te importa hacerle sitio al duque?

—Con sumo placer, señor.

—Ah, qué mapa más soberbio —dijo el duque Ormin mientras tomaba asiento.

—¿Verdad? —dijo el rey.

—¿Señor? ¿Majestad? —intervino con voz aguda el joven situado a la derecha de Walen.

—Duque Ulresile —dijo el rey.

—¿Podría ir yo a Ladenscion? —preguntó el joven noble. Por fin parecía animado, e incluso emocionado. Al expresar la satisfacción que le inspiraba la idea de ver a la doctora vestida para el baile solo había conseguido parecer más inmaduro. Ahora parecía entusiasmado y su expresión era de puro apasionamiento—. Con algunos camaradas. Contamos con todos los medios necesarios y una importante cantidad de hombres. Nos colocaríamos bajo el mando del barón en el que más confiéis y lucharíamos de buen grado por…

—Mi buen Ulresile —dijo el rey—. Vuestro entusiasmo resulta digno de todo elogio, pero por mucho que agradezca semejante expresión de ambición, su puesta en práctica solo os granjearía mi furia y mi desprecio.

—¿Cómo es eso, señor? —preguntó el joven duque con un pestañeo furioso y el rostro teñido de rubor.

—Os sentáis a mi mesa, duque Ulresile, y todo el mundo sabe que sois depositario de mi favor y que aceptáis mi consejo y el de Quettil, aquí presente. Así que debéis luchar con las fuerzas de aquel a quien me he comprometido a apoyar y a quien, repito una vez más, debe parecer que apoyo, al menos de momento.

—Pero…

—En cualquier caso, Ulresile, debéis saber —dijo el duque Quettil mirando a Quience por el rabillo del ojo— que el rey prefiere confiar las fuerzas importantes a los generales de su ejército antes que a los nobles.

El rey obsequió a Quettil con una sonrisa controlada.

—La costumbre de mi querido padre fue encomendar la dirección de los conflictos importantes a hombres instruidos desde la infancia en el arte de la guerra y en nada más. Mis nobles gobiernan sus tierras y sus placeres. Reúnen harenes, amplían sus palacios, encargan grandes obras de arte, gestionan los impuestos de los que todos nos beneficiamos y supervisan la mejora de la tierra y la prosperidad de las ciudades. En este mundo nuevo que nos rodea, esto parece más que suficiente, y hasta me atrevería a decir que demasiado, para que un hombre tenga que preocuparse encima de las exigencias de la guerra.

El duque Ormin soltó una risilla.

—El rey Drasine solía decir —dijo— que la guerra no es una ciencia ni un arte. Es un oficio, con elementos tanto científicos como artísticos, pero un oficio igualmente, que debe dejarse en manos de quienes lo han aprendido.

—¡Pero, señor…! —protestó el duque Ulresile.

El rey levantó una mano.

—No me cabe la menor duda de que vuestros amigos y vos podrías librar un gran número de batallas sin la ayuda de nadie y seguro que seríais dignos rivales para cualquiera de mis generales profesionales, pero una victoria en el oeste podría costaros la campaña e incluso poner en peligro el reino. La guerra está en buenas manos, Ulresile. —El rey sonrió al joven duque, aunque este no pudo verlo porque estaba, con los labios muy apretados, mirando fijamente la mesa—. Sin embargo —continuó el rey con un tono de tolerante optimismo que hizo que Ulresile levantara la vista un instante—, por lo que más queráis, mantened ese fuego encendido y la espada afilada. Vuestro día llegará a su debido tiempo.

—Señor —dijo Ulresile mientras volvía a mirar la mesa.

—Y ahora… —empezó a decir el rey, pero se detuvo al reparar en una especie de escándalo que tenía lugar en las puertas de palacio.

—Majestad… —dijo Wiester mientras dirigía una mirada preocupada en la misma dirección y se ponía de puntillas para ver mejor.

—Wiester, ¿qué ves? —preguntó el rey.

—Un criado, señor. Se acerca apresuradamente. De hecho, está corriendo.

En este punto, tanto la doctora como yo volvimos la mirada desde debajo de la mesa. Y, en efecto, había un joven colorado, ataviado con el uniforme de los guardias de palacio, que se acercaba a la carrera por la vereda.

—Pensaba que estaba prohibido correr para no lanzar piedras sobre los macizos de flores —dijo el rey mientras se protegía los ojos de la luz del atardecer.

—Y así es, señor —dijo Wiester antes de asumir su expresión de censura más severa y salir al encuentro del soldado, quien se detuvo ante él y se inclinó con las manos apoyadas en las rodillas y sin resuello.

—¡Señor!

—¿Qué pasa, muchacho? —exclamó Wiester.

—¡Señor, ha habido un asesinato, señor!

—¿Un asesinato? —dijo Wiester. Dio un paso atrás y pareció encogerse sobre sí mismo. El comandante Adlain se puso en pie al instante.

—¿Qué es esto? —preguntó Quettil.

—¿Qué ha dicho? —dijo Walen.

—¿Dónde? —inquirió Adlain al joven.

—Señor, en la sala de interrogatorios de maese Nolieti, señor.

El duque Walen soltó una pequeña y aguda carcajada.

—Vaya, ¿y qué tiene eso de raro?

—¿Quién es el muerto, muchacho? —preguntó Adlain mientras se acercaba al joven.

—Señor, maese Nolieti, señor.

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