8. Vaya disparo

Luc estiró los puños de su camisa y colocó en ellos sendos gemelos de ónice. Esa misma mañana, en el entrenamiento, había oído decir que Jane asistiría al banquete con Darby. Sentía curiosidad por ver cómo iría vestida; de negro, sin duda. Alzó las manos y colocó el último corchete en el cuello de su camisa blanca almidonada. No había hablado con ella desde el partido contra Vancouver.

El segundo portero había jugado los dos últimos encuentros, dejando que Luc disfrutase de un merecido descanso, y no había tenido oportunidad de hablar con ella. No es que tuviese nada que decirle, pero le gustaba provocarla un poco para observar sus reacciones. Para ver si se reía o si entornaba los ojos y torcía la boca. O bien si podía conseguir que se ruborizase.

Se abotonó los tirantes grises y se preguntó si Jane y Darby tendrían una auténtica cita. No lo creía posible. O, por decirlo de otro modo, no quería creerlo. Jane era una fiera y tenía ingenio a la hora de replicar, un cretino aficionado a los bolígrafos no era el tipo de hombre adecuado para ella. En particular, aquel cretino. No era un secreto que Darby se había opuesto al fichaje de Luc para los Chinooks y que se toleraban el uno al otro porque no tenían más remedio que hacerlo. Según la opinión de Luc, Darby Hogue era un pusilánime, en tanto que Jane tenía agallas. Suponía que eso era lo que le gustaba de ella. No se escondía ante la adversidad. La afrontaba. A pesar de su estatura.

Luc cogió la pajarita negra y se colocó frente a los espejos de las puertas del armario. Al tercer intento hizo un nudo perfecto. Por lo general no le molestaba ponerse el esmoquin y asistir a banquetes, especialmente si se trataba de banquetes en honor de antiguos porteros, pero esa noche no tenía nada de habitual. Esa noche, su hermanita asistía al baile del instituto con un chico que tenía un piercing en la nariz.

Luc cogió el reloj de la mesita de noche y se lo colocó en la muñeca mientras caminaba hacia la habitación de Marie. No pensaba salir de casa hasta que su acompañante fuese a buscarla. Sabía muy bien qué era lo que pasaba por la cabeza de un adolescente, y había pensado mirar a Zack a los ojos y hacerle saber que estaría en casa para cuando Marie regresase, esperándola. Tenía que estar ahí para apretar la mano de Zack un poco más fuerte de lo necesario y así hacerle entender que más le convenía que no se propasase con su hermana. Luc tal vez no fuese el mejor hermano del mundo; de hecho, no estaba ni a medio camino de serlo, pero protegería a Marie mientras viviese con él.

Había decidido no hablar del tema del internado hasta después del baile. Ella se lo había pasado en grande eligiendo el vestido y los zapatos, por lo que no le había parecido el momento más adecuado para hablarle de eso.

Luc llamó a la puerta de Marie, y cuando ella murmuró algo entró. Esperaba verla con el vestido de terciopelo negro con escote cuadrado, mangas abullonadas y pequeñas rosas bordadas. Se lo había enseñado el día anterior, y él pensó que era muy apropiado para una chica de su edad. Pero en lugar de estar vestida, se encontraba tumbada en la cama con el pijama puesto. Tenía el pelo recogido en una cola de caballo y lloraba desconsoladamente.

– ¿Por qué no estás preparada? Tu acompañante llegará dentro de unos minutos.

– No va a venir. Anoche llamó y canceló nuestra cita.

– ¿Está enfermo?

– Dijo que había olvidado que tenía cosas que hacer con su familia y que no podía llevarme. Pero es mentira. Ahora tiene novia y va a ir con ella.

Luc sintió que la ira lo cegaba. Nadie dejaba plantada a su hermana ni la hacía llorar.

– No puede hacer eso. -Luc entró en la habitación y se acercó a Marie-. ¿Dónde vive? Iré a hablar con él. Lo obligaré a llevarte.

– ¡No! -gritó ella, mortificada, y se sentó en el borde de la cama con los ojos muy abiertos mirando a Luc-. ¡Me moriría de vergüenza si lo hicieras!

– De acuerdo, no lo obligaré a llevarte. -Luc pensó que tenía razón. Forzarlo habría resultado muy embarazoso para ella-. Me limitaré a ir a su casa y darle una buena patada en el trasero.

Marie enarcó una ceja.

– Es menor de edad.

– Pues entonces le patearé el trasero a su padre. Alguien que cría a un hijo capaz de dejar tirada a una chica merece que le peguen una patada en el trasero.

Luc estaba hablando en serio pero, por alguna razón, Marie se echó a reír.

– ¿Le darías una patada en el culo al señor Anderson por mí?

– He dicho el trasero, no el culo. Y por supuesto que lo haría. -Se sentó junto a su hermana-. Y si yo no pudiese hacer el trabajo, conozco a unos cuantos jugadores de hockey que le darían su merecido.

– De eso no me cabe duda.

Luc le cogió la mano y preguntó:

– ¿Por qué no me dijiste que había llamado para cancelar la cita?

Ella parecía distante.

– Pensé que no te importaría.

Con la mano libre, la cogió por la barbilla para obligarla a mirarle.

– ¿Cómo puedes decir eso? Por supuesto que me importa. Eres mi hermana.

Marie se encogió de hombros.

– Pensé que los bailes y esa clase de cosas no te importaban.

– Bueno, tal vez tengas razón. No me importan demasiado los bailes ni bailar. No fui a ningún baile de mi escuela porque… -Hizo una pausa, le dio un golpecito en el brazo con el codo y añadió-: Era un bailarín horroroso. Pero me preocupo por ti. Me importas.

Ella torció la boca ligeramente hacia abajo, como si no le creyese.

– Eres mi hermana -insistió él, como si no hubiese nada más que explicar-. Te dije que siempre cuidaría de ti.

– Lo sé. -Ella bajó la vista-. Pero cuidar e interesarse no son la misma cosa.

– Para mí sí lo son, Marie. Yo no cuido de nadie que no me interese.

Ella apartó su mano de la de Luc y se puso de pie. Se acercó a un tocador cubierto de pulseras, osos de peluche y un florero con cuatro rosas blancas secas. Luc sabía que aquellas rosas habían estado encima del ataúd de su madre. Ignoraba por qué las había cogido o las conservaba, pues la hacían llorar.

– Sé que quieres enviarme lejos de aquí -dijo dándole la espalda.

Vaya por Dios. ¿Cómo se había enterado? Sin embargo, eso no era lo importante.

– Pensé que serías más feliz viviendo con chicas de tu edad en lugar de conmigo.

– No mientas, Luc. Lo que quieres es deshacerte de mí.

¿Era eso lo que quería? ¿Había sido la idea de librarse de ella lo que le había llevado a buscar un internado para Marie? Tal vez más de lo que estaba dispuesto a admitir. La culpa no tardó en hacer acto de presencia mientras se ponía en pie y caminaba hacia su hermana.

– No quiero mentirte. -Puso una mano en el hombro de Marie y la hizo volverse hacia él-. Lo cierto es que no sé qué hacer contigo. No sé nada de chicas adolescentes, pero sé que no eres feliz. Quiero hacer lo que sea mejor para ti, pero no sé cómo hacerlo.

– No soy feliz porque mi madre ha muerto -musitó ella-. Nada ni nadie puede cambiar eso.

– Lo sé.

– Y nadie me quiere.

– Eh. -La agitó por los hombros-. Te quiero, y sabes que la tía Jenny también te quiere. -En realidad, Jenny sólo había dicho que Marie podía visitarla en verano, pero Marie no tenía por qué saber eso-. De hecho, intentó quedarse con tu custodia. Creo que tiene visiones en las que las dos lleváis las mismas batas de estar por casa.

Marie arrugó la nariz.

– ¿Y cómo es que yo nunca he sabido nada de eso?

– En ese momento, ya tenías suficientes preocupaciones -repuso él de forma evasiva-. No me puso una demanda porque sabía que yo pagaría los mejores abogados.

Marie frunció el entrecejo.

– Jenny vive en un complejo habitacional para jubilados.

– Sí, pero de los buenos. Cada noche te prepararía su pudín de ciruelas especial.

– ¡Qué asco!

Luc sonrió y consultó la hora. El banquete estaba a punto de empezar.

– Tengo que irme -dijo, pero no podía pedirle que se quedase sola-. ¿Por qué no te pones tu vestido nuevo y te vienes conmigo?

– ¿Adonde?

– A un banquete en el Space Needle.

– ¿Con gente mayor?

– No tan mayor. Será divertido.

– ¿No tenías que irte ya?

– Te esperaré.

Ella se encogió de hombros.

– No sé…

– Venga. Habrá muchos periodistas, y tal vez saquen una foto tuya en el periódico luciendo bien guapa, y ese tipejo de Zack tenga que darse una patada a sí mismo en el culo.

Marie rió.

– Quieres decir trasero.

– Eso es. Trasero. -Él la empujó hasta el armario-. Mete tu trasero en el vestido -le dijo mientras salía de la habitación y cerraba la puerta. Cogió la chaqueta del esmoquin y fue al salón a esperar. Como solían hacer todas las mujeres que conocía, se tomó su tiempo hasta estar lista.

Luc se acercó al amplio ventanal y contempló la ciudad. La lluvia había cesado, pero las gotas resbalaban todavía por los cristales emborronando la imagen nocturna de Seattle, de los edificios más altos y de la bahía de Elliot al fondo. Se había quedado con aquel apartamento exclusivamente por las vistas, y si iba a la cocina o a su dormitorio, al otro lado del apartamento, podía salir al balcón, desde donde se tenía una perfecta panorámica del Space Needle y del norte de Seattle.

Mirar a través de todas aquellas ventanas resultaba espectacular, pero Luc tenía que admitir que en aquel edificio nunca había llegado a sentirse en casa. Quizá se debía a la moderna arquitectura, o quizás a que nunca había vivido en un piso tan alto en una ciudad y eso le hacía sentir, en cierto sentido, como si estuviese en un hotel. Si abría las ventanas o salía al balcón, el sonido del tráfico llegaba hasta la decimonovena planta, lo que también le recordaba un hotel. A pesar de que Seattle, y todo lo que la ciudad podía ofrecer, estaba empezando a gustarle, a veces sentía una vaga sensación de nostalgia respecto a su hogar.

Cuando por fin salió Marie de su habitación, llevaba un collar de diamantes de imitación y una diadema a juego que mantenía el cabello apartado de su cara. Su cabello era bonito, pero el vestido… el vestido no le sentaba nada bien. Era unas dos tallas más pequeño. El terciopelo negro apretaba demasiado el pecho y las mangas le llegaban hasta la mitad de brazo. A pesar de que Marie solía usar camisetas grandes y sudaderas, sabía que no estaba rellenita. Pero en aquel vestido daba la impresión de ir embutida.

– ¿Qué tal me queda? -preguntó girando ante él.

La costura que recorría la espalda del vestido se torcía hacia la izquierda en el trasero.

– Estás preciosa.

De los hombros hacia arriba, estaba muy guapa. Su sombra de ojos plateada, sin embargo, era un tanto extraña, reluciente como la brillantina qué él utilizaba en el instituto.

– ¿De qué talla es ese vestido? -preguntó Luc y, por la reacción del Marie, se dio cuenta inmediatamente de su error.

Sabía que no resultaba adecuado preguntarle a una mujer por la talla de su vestido. Pero Marie no era una mujer. Era una muchacha y, además, era su hermana.

– ¿Por qué?

Él le ayudó a ponerse el abrigo de lana.

– Siempre llevas camisas holgadas y pantalones, y no sé cuál es tu talla -improvisó.

– Oh, es un cero. ¿Puedes creer que quepa en una cero?

– No. La cero no es ni siquiera una talla. Si tienes una cero, deberías engordar, tendrías que comer más patatas asadas y carne. Acompañadas con algo de salsa.

Ella rió, pero él no estaba bromeando.

El trayecto hasta el Space Needle fue breve, pero cuando Luc le entregó las llaves del Land Cruiser al aparcacoches, advirtió que llegaban con más de una hora de retraso. El restaurante Skyline se alzaba a treinta metros de altura dentro de la estructura de la torre. Ofrecía una visión panorámica de la ciudad de trescientos sesenta grados, y Luc y Marie llegaron justo cuando la cosa empezaba a animarse. Al salir del ascensor, un muro de ruido, formado por la combinación de centenares de voces, el golpeteo de los platos y el trío de músicos fue a su encuentro. Un mar de esmóquines negros y brillantes vestidos fluía dentro de aquella estancia a media luz. Luc ya había asistido a eventos similares. No en aquel lugar, no en una ocasión tan especial, pero sí a centenares de otros banquetes desde que empezó a jugar en la NHL.

Cuando Luc fue a dejar el abrigo de Marie en la guardarropía, se encontró con Sutter, Fish y Grizzell y se los presentó a su hermana. Le hicieron preguntas sobre la escuela, y cuanto más le hablaban, más se ocultaba ella tras Luc, hasta que sólo medio cuerpo quedó visible. Luc no sabía si se sentía intimidada o sólo era cuestión de vergüenza.

– ¿Has visto a Tiburoncito? -preguntó Fish.

– ¿A Jane? No, no la he visto. ¿Por qué? -Hizo una pausa y preguntó-: ¿Dónde está?

Fish estiró uno de los dedos con los que sujetaba su copa y señaló hacia una mujer que se hallaba a unos cuantos metros de distancia, de espaldas a Luc. Le caían unos cortos rizos oscuros por la nuca. Llevaba un vestido con la espalda descubierta y sin mangas, de un rojo profundo, y una fina cadena de oro pendía entre sus omoplatos, atrayendo la luz y lanzando reflejos dorados por su blanca piel. El vestido se ceñía a sus caderas y a su trasero y caía hasta las pantorrillas. Calzaba un par de zapatos rojos con un tacón de unos ocho centímetros. Estaba hablando con otras dos mujeres. Reconoció a una de ellas, pues se trataba de Mae, la esposa de Hugh Miner. La última vez que la había visto, en septiembre, exhibía un embarazo de nueve meses. La otra mujer le resultaba vagamente familiar, y se preguntó si no la había visto en algún ejemplar de Playboy. Ninguna de aquellas mujeres parecía Jane.

– ¿Quién es la mujer que viste de negro? -preguntó, refiriéndose a la del centro.

– Es la esposa de Kowalsky.

Se volvió hacia sus compañeros. Ya sabía por qué le resultaba familiar. Una fotografía de ella junto a John colgaba de la pared del despacho del entrenador Nystrom.

– ¿Ha venido Kowalsky?

John Kowalsky, una leyenda del hockey, había sido el capitán de los Chinooks hasta su retirada. Kowalsky había sido famoso por sus disparos a puerta, que alcanzaban los ciento cincuenta kilómetros por hora. No había portero que quisiese verse cara a cara con el Muro.

Luc recorrió el local con la mirada hasta que vio a Hugh y a John entre un grupo de directivos. Todos reían de algo, por lo que la atención de Luc volvió a centrarse en la mujer de rojo. Se recreó en su suave espalda y en su cuello hasta llegar a los oscuros rizos de su pelo. Fish estaba equivocado. Jane hubiese ido vestida de negro o gris, y el pelo le llegaba por los hombros..

Luc se estaba desabrochando el botón superior de la chaqueta cuando observó que Darby Hogue se aproximaba a la mujer y le decía algo al oído. Ella volvió el rostro y Luc pudo apreciar su perfil. Se quedó helado. El ángel de la oscuridad y la muerte no vestía de negro aquella noche, y se había cortado el pelo.

– Hay alguien más a quien quiero presentarte -le dijo a Marie.

Empezaron a caminar entre los invitados, pero Bekah Brummet, la reina de la belleza de casi metro ochenta, y amiga ocasional, los detuvo. Luc la había conocido en una gala benéfica el verano anterior, y a las pocas horas descubrió tres cosas fundamentales de ella: le gustaban el vino blanco y los hombres adinerados y era rubia natural. No habían vuelto a verse desde que Marie se había ido a vivir con él.

Se saludaron con rapidez y Luc volvió a mirar a Jane. Ella reía de algo que Darby le había dicho, aunque Luc era incapaz de imaginar que aquel pequeño capullo fuera capaz de decir algo remotamente divertido.

– No te veía desde hacía tiempo -dijo Bekah mirando también a Jane.

Bekah estaba tan radiante como siempre con un vestido de seda corto y escotado. En la vida de Luc había habido muchas mujeres como Bekah. Mujeres hermosas que querían estar con él porque era Luc Martineau, un famoso portero de hockey. Algunas de ellas se habían convertido en amigas, otras no. Nunca le había molestado aprovecharse de lo que ellas le ofrecían con total alegría. Pero en aquel momento se encontraba con su hermana, que estaba enfundada en un vestido que no le sentaba bien, y que se ocultaba tras él, y no tenía la intención de hacerla partícipe de esa parte de su vida.

– He estado mucho tiempo fuera de la ciudad. -Apoyó la mano en la espalda de Marie-. Me ha encantado verte -añadió dejando atrás a Bekah.

Empujó a su hermana mientras se alejaban antes de que pudiese suponer el tipo de relación que le unía a Bekah. No quería que Marie pensase ni por un segundo que el sexo esporádico estaba bien. Quería que supiese que ella merecía algo más. Y sí, sabía que eso lo convertía en un hipócrita, pero no le importaba.

– Jane -dijo mientras se acercaba a ella.

Jane miró por encima del hombro y uno de sus blandos rizos cayó sobre su frente. Lo apartó de su cara y sonrió. El pelo corto la hacía parecer más joven y bonita. Luc no pudo evitar corresponderle con otra sonrisa. Su nuevo peinado destacaba sus ojos verdes, y el maquillaje le proporcionaba un toque sexy. Llevaba los labios pintados de rojo oscuro, el color favorito de Luc. Tal vez por ello éste tuvo la impresión de que la temperatura del lugar había subido un par de grados, por lo que acabó de desabotonarse la chaqueta.

– Hola, Luc. -Su voz también parecía más sexy.

– Martineau -dijo Darby.

– Hogue -Sin apartar la mano de la espalda de Marie, Luc la obligó a permanecer a su lado-. Ella es mi acompañante, Marie -dijo. Jane la miró de reojo, con expresión de pensar que podían arrestarlo por algo así, pero él añadió-: Marie es mi hermana.

– Ah, entonces me retracto de lo que estaba pensando de ti. -Jane estrechó la mano de la muchacha con una amplia sonrisa-. Me gusta tu vestido. El negro es mi color favorito.

Luc supuso que, en gran medida, no era sino un cumplido.

– ¿Te han presentado a Mae Miner y a Georgeanne Kowalsky? -preguntó Jane apartándose ligeramente para abarcar un círculo más amplio que incluyese a Luc y a Marie.

Luc miró a la mujer de Hugh, una rubia bajita de grandes ojos pardos escasamente maquillada. Era una chica natural. Como Jane. Excepto esa noche. Esta vez, Jane se había pintado los labios. Luc dio la mano a ambas mujeres, después dijo:

– Conocí a Mae en septiembre.

– Sí, cuando estaba de nueve meses. -Mae hurgó en su pequeño bolso negro y sacó una foto-. Éste es Nathan.

Georgeanne sacó sus propias fotografías.

– Ésta es Lexie cuando tenía diez años, y ésta es su hermana pequeña, Olivia.

A Luc no le importaba mirar fotografías de niños sin ironía alguna, pero se preguntaba una y otra vez por qué los padres daban por sentado que él quería verlas.

– Son unos niños preciosos.

Miró las fotografías una última vez y se las devolvió a sus dueñas.

La conversación se centró en los discursos que se había perdido por llegar tarde, circunstancia que aprovechó para observar con detalle el vestido de Jane. El escote apenas cubría la totalidad de sus pequeños senos. Luc hubiese apostado a que bajando un poquito las tiras de los hombros se le vería todo. Hacía calor allí, y sin embargo sus pezones señalaban hacia el frente como si estuviesen congelados.

– Luc -dijo Marie. Luc apartó su atención del vestido de Jane y miró a su hermana por encima del hombro-. ¿Sabes dónde están los servicios? -agregó la muchacha.

– Yo sí -se adelantó Jane-. Sígueme. Te acompaño. -Con aquellos zapatos de tacón, era casi tan alta como Marie-. De camino, podrías explicarme todos los oscuros secretos de tu hermano -añadió mientras se alejaban.

Luc se dijo que estaba a salvo, pues Marie no conocía ninguno de sus secretos, ya fuesen oscuros o de cualquier otro tipo. Las dos desaparecieron entre la multitud, y cuando él se volvió, Mae y Georgeanne se excusaron y le dejaron a solas con Darby, que dijo:

– He observado el modo en que miras a Jane. No es tu tipo.

Luc se abrió la chaqueta y metió una mano en el bolsillo.

– ¿Y cuál es mi tipo de mujer? -preguntó.

– Las conejitas patinadoras.

A Luc nunca le habían atraído las «conejitas patinadoras», como llamaban a las mujeres que solían ir tras los jugadores de hockey, y además no estaba seguro de preferir ya ningún tipo de mujer por encima del resto. Al menos desde que podía mirar a Jane Alcott y preguntarse cómo reaccionaría si la metiese en un reservado y le besase aquellos rojos labios suyos; si acariciara su espalda y deslizara las manos hasta abarcar sus pequeños pechos. Por descontado, nunca lo haría. No con Jane.

– ¿Y eso a ti qué te importa?

– Jane y yo somos amigos.

– ¿No fuiste tú el que me pidió que hablase con ella para que volviese a aceptar el trabajo?

– Eso eran cosas de negocios. Si te lías con ella, podrías hacerle perder el trabajo. De forma definitiva. Me cabrearía mucho que le hicieses daño.

– ¿Me estás amenazando?

Luc miró de frente el pálido rostro de Darby y casi llegó a sentir respeto por él.

– Sí.

Luc sonrió. Tal vez Darby no fuese el gilipollas que él siempre había creído que era. El trío empezó a tocar y Luc se alejó de allí. La música y el parloteo general eran casi ensordecedores, y él se dirigió hacia el hombre del momento, Hugh Miner. John Kowalsky estaba a su lado y hablaban de hockey, debatiendo acerca de las posibilidades que tenían los Chinooks de ganar la liga ese año.

– Si las lesiones respetan al equipo, tendremos buenas opciones de llevarnos la Stanley Cup -predijo Hugh.

– Un buen tirador tampoco nos iría mal -apuntó el Muro.

La conversación derivó hacia sus respectivas ocupaciones tras dejar el hockey, y Hugh sacó su billetera del bolsillo trasero de sus pantalones y la abrió.

– Éste es Nathan.

Luc no se molestó en decirle que ya había visto esa fotografía.

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