El hombre a menudo estaba allí, delante del Federal Hall, en la esquina de Wall con Nassau. Enteco, con una sombra de barba gris, de unos setenta años de edad, sudoroso de un modo llamativo, con una camisa deshilachada y un traje un tanto raído por el uso excesivo, sostenía un rótulo improvisado por encima de la cabeza, a veces durante toda la tarde, bajando los brazos sólo el tiempo necesario para que la sangre volviera a circular con normalidad. El cartelón tenía un metro de largo por medio de alto, escrito a mano por ambos lados, con mensajes de corte político. Los que a esa hora holgazaneaban, la mayoría sentados en la escalinata del Hall, estaban demasiado absortos en los transeúntes para prestar al hombre y su rótulo -a fin de cuentas, una imagen conocida- más que un somero vistazo. Ahí, en el distrito, los hombres aún se congregaban con solemnidad para mirar boquiabiertos a las hembras. Trabajar en medio del rugir del dinero, creían, les daba ese derecho.
Lyle se encontraba ante la puerta de un restaurante, limpiándose las uñas con un mondadientes que había tomado de un platillo cuando pagó la cuenta. Por grato que fuera, ya no almorzaba en el club de la Bolsa, restringido a los miembros y a sus invitados, bien gestionado, aseado, cómodamente situado como estaba, con camareros tan capaces que a uno lo conocían por el nombre, tan amables las atenciones del personal de los lavabos que no parecía exigirle el menor esfuerzo, prestos con las toallas, eficaces en su imperceptible forma de cepillarle a uno el traje, negros de verdad, pese a quedar tan a mano con un acceso directo en ascensor desde el parqué. Vio al anciano del rótulo de pie a pleno sol, con los brazos en alto, una mano temblorosa. Luego se concentró en la muchedumbre que salía a almorzar o volvía a trabajar tras el almuerzo, preguntándose si de algún modo que se le escapaba se había convertido en un ser demasiada complejo para disfrutar de un almuerzo decente en un entorno acogedor y atractivo, servido, a un minuto del parqué, por camareros tan razonablemente simpáticos.
Al otro lado de Broadway, algunas manzanas al norte, Pammy estaba en el vestíbulo del lucernario de la torre sur del World Trade Center, luchando contra el gentío que la alejaba de las puertas de uno de los ascensores rápidos. Quería bajar, aunque trabajaba en la planta 83, porque se había equivocado de edificio. Era la segunda vez que volvía de almorzar y entraba en la torre sur en vez de la torre norte. Tendría que abrirse camino entre el gentío de la hora del almuerzo en el vestíbulo del lucernario, bajar a la planta principal, caminar hasta la torre norte, tomar el ascensor rápido hasta ese otro vestíbulo del lucernario, en la otra planta 78, abrirse camino entre otro gentío no menos compacto y bullicioso, tomar el ascensor general a la 83, los paneles vibrando. Tratando de avanzar de costadillo, notó que alguien, muy cerca, la miraba fijamente a la cara.
– Eres Pam, ¿no?
– No te… ¿Qué?
– Soy Jeannette.
– La verdad es que no.
– Del instituto.
– Jeannette.
– ¿Cuántos años hace?
– Del instituto, Jeannette.
– No te culpo por no acordarte. La de tiempo que…
– Me parece que ya me acuerdo.
– Trabajas aquí, ¿verdad? Aquí trabaja todo el mundo.
– Se supone que bajaba.
– ¿Aún te acuerdas? Jeannette, la amiga de Teresa y de Geri.
– Entonces me acordaba.
– Hace una pila de años, ¿no?
– No me dejan entrar, no me van a dejar.
– Pero… ¿no te encanta este sitio? Tendrías que ver cómo voy a la cafetería. Un ascensor general primero y luego el rápido. Y luego el rápido de subida. Y después las escaleras mecánicas, si consigues llegar sin que te arranquen la piel a tiras.
– Sin que te la arranquen de cuajo, lo sé.
– ¿Trabajas para el Estado?
– No, es que me he equivocado de torre.
Pammy y Lyle ya no salían mucho. Antes sí dedicaban mucho tiempo a descubrir nuevos restaurantes. Se desplazaban hasta los confines más remotos de la ciudad, almorzaban en pequeñas madrigueras fluviales, pegada a las vías de acceso a los puentes, o bien en restaurantes de familia de los barrios más alejados, pues su decoración neutra, y su alejamiento, eran señal de una autenticidad inequívoca. Iban a los clubes donde hacían pruebas los nuevos talentos, donde improvisaban las troupes de cómicos. Los fines de semana de primavera salían a comprar plantas en los invernaderos de los suburbios e iban a los embarcaderos de City Island o de North Shore, a ayudar a que sus amigos vieran en sus yates adquisiciones dignas de nota. Poco a poco disminuyó su radio de acción. Las propias películas, los programas dobles en los urinarios con lámparas de cristal de la parte alta de Broadway, dejaron de tentarles. Lo que parecía faltar era el propio deseo de compilar lugares, vivencias.
Cenaban unos bocadillos, sopa de sobre, o bien iban al café de la esquina, donde comían deprisa cualquier cosa mientras alguien fregaba el suelo debajo de su mesa, resoplando como un bajista de jazz. Había un chino a menos de tres manzanas. Ése era el máximo de sus desplazamientos las más de las noches y los fines de semana, cuando se trataba de hacer algo sin finalidad utilitaria precisa. A Pammy se le daba de maravilla distinguir a los camareros. Para ella era una fuente de callado orgullo.
Lyle pasaba el tiempo viendo la televisión. Sentado en la penumbra a poco más de medio metro de la pantalla, cambiaba de canal cada medio minuto poco más o menos, a veces con frecuencia mucho más alta. No buscaba algo que pudiera suscitar y mantener su interés. No se trataba de eso. Simplemente disfrutaba con el destello de cada nueva imagen. Exploraba el contenido sólo hasta cierto punto. El deleite entre táctil y visual que le procuraba cambiar de canales era aún mayor, y transformaba incluso los momentáneos contenidos aparecidos al azar en plácidas abstracciones territoriales. Ver televisión era para Lyle una disciplina como las matemáticas o el zen. Los anuncios, los cortes de emisión, los programas en español daban de sí mucho más, por norma, que la programación al uso. La naturaleza reiterativa de los anuncios le interesaba. Ver muchas veces idénticas secuencias era una prueba de fuego para sus recursos oculares, para su capacidad de seleccionar, de fraccionar el tiempo y subdividir cada instante. Rara vez ponía el sonido. El sonido era mucho mejor en las emisoras de UHF que empleaban un equipo de emisión defectuoso o lenguas que no fueran el inglés.
De vez en cuando miraba un rato alguno de los canales en abierto. Todas las semanas había una hora más o menos reservada para la pornografía de fabricación casera, trabajo de artesanos nativos. Encontraba en la pantalla una verdad más descarnada, más tosca desde luego que en toda la carne lustrosa de las revistas de papel satinado. Se sentaba en su cuenco de espacio curvo, en su luz polvorienta. En toda esa cantidad de agresividad genital había una falta de modestia llamativamente pueril. Gente de la calle en busca de alguna cosa que succionar. Cámaras sostenidas a pulso en busca de una entrepierna pescada al azar. Lyle permanecía impávido mientras duraba esta secuencia de cuerpos pequeños y grises. Lo que acertó a ver retuvo su atención por completo, a pesar de que no estimulaba sus sentidos. La hora que transcurrió así le parecieron cuatro. Fatigado como estaba, vaciado, aburrido de ver a aquellos desesperados hacer posturitas, con facilidad podría haberse pasado la noche entera viéndolos, atrapado por el efecto red de la televisión, por el resplandor electrostático que semejaba un estado de privilegio, a caballo entre la onda y la imagen visual, un secreto de energía celestial. Se preguntó si no se habría vuelto un individuo demasiado complejo para contemplar cuerpos desnudos y excitarse.
– Eh, mira. Aquí estamos, tú. El futuro se nos ha caído encima hecho pedazos. ¿Y qué pinta tiene lo que se ve?
– Caramba, vaya susto que me has dado.
– Ésta es la pinta que tiene. Olas y olas de electricidad estática. Como si algún haz de luz te propulsara por delante de toda previsión, lo cual explica el efecto zumbido que desprende. Parecen gente de lo más soez que haya en toda Mercer Street.
– Oye, déjame dormir.
– Mira, mira. Te lo digo en serio. Tal cual. Lo que quiero decir es que estamos aquí observando en la intimidad y el confort de nuestro dormitorio y ellos tienen un loft y una cámara y todo eso se exhibe porque así es la ley. Nada más ver una cámara se desnudan. Antes, la gente saludaba agitando la mano.
– Vale.
– Aquí mismo. Aquí mismito, damas y caballeros. Vean cómo juguetean los osos panda con sus caquitas. La bomba, es la bomba.
Pammy tenia una de esas sonrisas que dejan al aire las encías superiores. Alguien le dijo alguna vez que eso era conmovedor. En sus movimientos más complicados, al llevar un paquete o al sortear a los vagabundos en la calle, mostraba una torpeza, una falta de aplomo tales que era como si una ovación cerrada la devolviera a sus años de juventud. Tenía la cara fina y estrecha, el cabello lacio y de un rubio moderado. A la gente le gustaban sus ojos. Asomaba en ellos una presencia que parecía a veces dar un salto, sobre todo en el momento de los saludos. Era animada en la conversación, muy gesticulante, propensa a interrumpir a su interlocutor, a adelantarse y a clavar los ojos en la boca del otro, repitiendo con sus propios labios, a veces, el ritmo de las palabras ajenas. Tenía un cuerpo firme y recto, que podría haber pasado por el de una nadadora. A veces no se identificaba con su propio cuerpo.
Trabajaba para una empresa llamada Consejo de Gestión del Duelo. No era un juego de palabras: con el epígrafe de Duelo se designaban los sufrimientos mentales graves, el remordimiento más profundo, la angustia extrema, las penas agudas y similares aflicciones y trastornos. El número de empleados oscilaba a veces radicalmente, de un mes a otro. En sus folletos, cuyo texto escribía Pammy, Gestión del Duelo era descrita como una serie de organizaciones amplias y nutridas, crecientes, de servicios personales, cuyas clínicas, material impreso y asesores capacitados estaban al servicio de la comunidad en sus esfuerzos por entender y asimilar los trastornos del ánimo. Había tarifas precisas para individuos, para grupos, para consultas especiales; estaban fijadas las tarifas por los libros de apoyo, por asistencia y enseñanza, así como el pago por sesiones de familia y por seminarios de terapia de penas conyugales. La mayoría de las sucursales regionales eran pequeñas, estaban situadas en edificios bajos, en donde también se hallaban empresas de productos quirúrgicos y laboratorios de radiología. Tales edificios eran por lo común los primeros de los complejos que, pese a estar planificados al detalle, nunca terminaban de materializarse por entero. Pammy había visitado unos cuantos a fin de recabar información, y las fotos que sacaba para incluir en sus folletos tenían que ser recortadas con todo esmero para eliminar los solares sin construir, la tierra apisonada, las malas hierbas. Había sido una idea originalmente suya: el World Trade Center resultaría una sede absolutamente inusual para un negocio como aquél. Pero cambió de opinión con el paso del tiempo. ¿Dónde, si no, almacenar todas aquellas penas? Alguien había anunciado que un buen día la gente ansiaría dar con un medio para codificar sus emociones. Se necesitaría, para entonces, una estructura administrativa. Equipos de conductistas organizados en las cloacas, de acuerdo con una nueva marca de futurismo basada en procedimientos nuevos. A Pammy, las torres le parecían algo provisional. Seguían siendo meros conceptos, no por su desmesurado volumen menos transitorios que cualquier distorsión rutinaria de la luz. Que las cosas aún parecieran más fugaces era algo concomitante con el hecho de que el espacio de las oficinas de Gestión del Duelo fuese continuo objeto de redistribución. Los operarios sellaban algunas zonas con nuevos tabiques, abrían otras zonas, cambiaban de sitio los archivadores, llevaban las sillas rodantes y las propias mesas de acá para allá. Era como si se les hubiera indicado que ajustasen la cantidad del mobiliario de acuerdo con ¡os niveles del trastorno nacional.
Pammy compartía una zona tabicada con Ethan Segal, que era responsable de coordinación de actividades en las oficinas regionales. Debido a su cabello, que llevaba más bien largo, y a su repertorio de gestos anticuados, a su manera de vestir extravagante y desaseada, a un excesivo refinamiento del estilo, por tanto irónico, Pammy lo consideraba un individuo de corte semieduardiano. Hasta las señales que daba de hallarse en una más que mediana edad aparecían teñidas por una suerte de ornamentación risueña. El exceso de peso le prestaba cierta ligereza, como sucede con determinadas personas, y Ethan aprovechaba esa ilusoria levedad para dárselas de despreocupado e indiferente a la vez que caminaba, altivo en la conversación, cobarde en los juegos. Y sus histriónicos gestos de brazos abiertos, sus gestos anticuados, se tornaban tanto más teatrales y vacuos (intencionadamente) a medida que se colaban en su pose ciertas irregularidades. Con él vivía Jack Laws, aspirante a ir dando tumbos por la vida. Jack tenia un mechón de pelo completamente blanco que le asomaba por detrás, por el cuello de la camisa; por lo demás, su cabello era negro. El éxito que tenía con determinada clase de personas se basaba sobre todo en esa falla genética. Era la marca, la etiqueta, el sello, la firma, el emblema de algo misterioso.
– Adorable, inútil de Jack… -¿Qué pasa? Estoy trabajando. -Es pasmoso, es casi sobrenatural, de veras, el modo en que alguien se hace una idea, ese minúsculo anhelo de algo, tan humano, que entonces pasa a ser una forma de vida, la obsesión de la época. A mí me parece pasmoso, la verdad. Una persona como yo. Nutrida de realidades, de certezas, de las limitaciones de las cosas…
– Me confundí de torre. -Jack lo que querría es irse a vivir a Maine. -Pues lo que yo te diga, ¿sabes? ¿Por qué no? -Es la fuerza que mueve su vida, aunque sea de repente, caída del cielo, precisamente Maine, qué mundo, es todo lo que hay, y más si se tiene en cuenta que nunca ha estado allí.
– Pero es una buena palabra -dijo ella.
– Maine, no me digas.
– Maine, es lo que digo yo -dijo ella-. Quizás sea simple, Ethan, pero tiene algo, tiene fuerza. Se tiene la sensación de que es el meollo, una especie de meollo, el meollo moral.
– Si me lo dice una persona que elige las palabras, algo tendrá que significar.
– Claro que elijo las palabras, no te quepa duda.
– Entonces, a lo mejor Jack tiene algo que…
– Ethan, Jack siempre tiene algo. Sea lo que sea, Jack se apropia del sentido interno de la cosa en sí, de su centro mismo, de su corazón. Eso es algo que los dos sabemos de Jack.
– ¿Y yo qué hago? ¿Ir y venir de allá al trabajo? ¿En el día?
– A mí me gustaría estar allí ahora mismo -dijo ella-. Esta ciudad. Esta época del año…
– Julio, agosto.
– La ciudad de los chillidos.
– Así que piensas que algo tiene.
– Yo elijo las palabras.
– Piensas que ha escogido una buena.
– Jack nunca falla. Jack acierta siempre.
Del mismo modo que consideraba a Ethan una suerte de semieduardiano, consideraba su boca, aparte del resto de su persona, como algo alemán. Tenía unos labios autoritarios, una especie de natural mueca de desdén; en ocasiones, cuando poco le faltaba para babear al reírse, en las comisuras de los labios le asomaba salivilla. Ésas eran las cosas que Pammy relacionaba con las escenas del alto mando alemán en las películas sobre la segunda guerra mundial.
– A lo mejor vamos a echar un vistazo.
– ¿A echar un vistazo? ¿A qué? -Al terreno. A ver qué pinta tiene. Sólo a ver. Se lo está diciendo a todo el mundo. O Maine, o nada. Y no es cuestión de que yo vaya y vuelva en el día, por descontado que no. Pero sólo a echar un vistazo. Tres semanas, cuatro. Ya se le quitará la idea de la cabeza, ya volveremos. La vida volverá a ser como antes, el mismo rollo de siempre. -Maine.
– Tienes razón, ¿lo sabes? Qué lista eres, Pammy. Tiene una especie de fuerza tallada en cristal de roca. Irrompible. Igual que Connecticut. Me gusta oírlo.
– Maine.
– Dilo, dilo.
– Maine -dijo ella-. Maine.
Lyle vio su número en la pantalla de las llamadas. Se dirigió a una de las cabinas que se alineaban en la pared sur, para alcanzar el teléfono que le tendía un recepcionista.
– Compra cinco mil de Motors a sesenta y cinco.
– General Motors.
– Hay más detrás.
Colgó el teléfono y se dirigió al puesto 3. Un viejo amigo, McKechnie, atravesó la sala en perpendicular hacia él. Se cruzaron sin dar muestras de haberse reconocido. A lo largo de las horas siguientes y de forma esporádica, a medida que Lyle se desplazaba por diversos rincones del parqué, negociaba en el anexo del garaje, conversaba con clientes en su cabina, no dejó de pensar en algo que no se le había pasado por la cabeza desde muchos años antes. No atinó a recordar cuándo se le había ocurrido por primera vez esa sospecha. Obviamente, tuvo que haber sido muy pronto. Todo el mundo estaba al corriente de sus pensamientos, pero él no sabía nada de los pensamientos ajenos. Por el parqué, la gente se empezaba a desplazar más deprisa. Flotaba en el aire un potencial mixto, eléctrico, una sensación casi precipitada de deleite y de congoja. En la pantalla, un precio ocasional suscitaba un rumor entre los brokers, los especialistas, los recepcionistas. Lyle contemplaba los códigos de las acciones y las cifras inclinadas que pasaban por debajo, según iba escupiendo el ordenador. Delitos sexuales internos. Un bordado de violencia y rencor. Tales eran las vergüenzas de su adolescencia. Si todos los presentes supieran sus pensamientos en ese preciso instante, si ese mensaje cifrado y verdoso que se desplazaba sobre la pantalla representase las lecturas de Lyle Wynant, sólo le provocarían una clara humillación los despojos mentales, toda la basura innombrable, los cristales rotos, los trapos, el papel de sus mínimas, indefinibles manías. Las conversaciones que mantenía consigo mismo cuando viajaba por un túnel sujeto a una correa colgante del techo. Todos los patrones ceremoniales, las tareas domésticas del alma. Todo eso era mucho más revelador, según creía, que cualquier variación sobre el incesto rutinario. Aumentó el ruido en el parqué al aparecer Xerox en pantalla. Mensajeros -masculinos y femeninos- flirteaban en pleno tránsito de un lugar a otro. Los restos de papel se acumulaban. Probablemente, creer que todo el mundo sabe lo que uno está pensando no fuera un sentimiento insólito entre niños ya de cierta edad y entre adolescentes. Te pongo en el centro de las cosas, aunque de un modo pasivo y aterrador. «Lo saben, pero no lo muestran.» Cuando el ritmo aflojó un poco se acercó a la zona de fumadores, detrás del puesto 1. Allí estaba Frank McKechnie, fumando con avidez un cigarrillo.
– No estoy de humor.
– Yo tampoco.
– Es la decadencia total.
– ¿De qué me estás hablando? -dijo Lyle.
– Del mundo exterior.
– Ah, ¿todavía sigue ahí? Creí que lo habíamos negado con absoluta eficacia. Creí que ése era el resultado final.
– Yo voy por ahí y sólo veo máscaras mortuorias. Éste, el otro, el de más allá. Mi mujer ha empezado a hacerse pruebas. Le toman muestras de tejido de la axila. Mi hermano también está ahí fuera, con sus llamadas de teléfono. Estoy viendo visiones, Lyle.
– Pues no vayas a casa.
– Tengo entendido que la gente como tú tenéis algo que ver últimamente. -¿De qué se trata?
– El nuevo secreto de Zeltner. Tengo entendido que anda y que habla que no veas.
– Yo todavía no he ido por allí esta semana.
– El no va más. De morirse, tengo entendido. Ojalá pudieras verificarlo y asi me lo cuentas. Tengo que sobrevivir de alguna manera. No estoy de humor para lo que se cuece ahí fuera. Mañana va a hacerse más pruebas. Los putos médicos dicen que podría ser un cáncer.
– A ver si comemos juntos un día de éstos.
Pammy consideraba los ascensores del World Trade Center como «sitios». No sin cierto desdén morboso se preguntaba: «¿Cuándo llega este sitio a la planta 44?» O: «¿No es sólo cuestión de tiempo hasta el día en que este sitio se quede atascado y yo me quede dentro?» Los ascensores en principio debían ser recintos. Aquellos eran demasiado grandes, la verdad, para encajar en tal descripción. También contaban con distintas puertas para entrar y salir, lo cual sin duda era rasgo propio más de los sitios que de los ascensores.
Si los ascensores eran sitios, los vestíbulos eran «espacios». Tenía la sensación de que era necesario el empleo de términos abstractos ante tan tiránica grandeza. Cuatro veces al día se encontraba reducida, progresivamente jibarizada, al atravesar esa moqueta entre morada y azul. Espacios. Localizaciones indefinidas. Posiciones consideradas como sí algo las ocupase.
Desde las oficinas de Gestión del Duelo contempló la tierra ganada al mar, los muelles, las extremidades occidentales de las calles anónimas. Incluso desde tal altura detectaba la intensidad henchida, una fuerza lenta y sin rumbo fijo. Ascendía por el aire, las almas de los vivos.
Lyle se afeitaba simétricamente, procediendo con un segmento de la mitad izquierda de la cara, luego con el segmento correspondiente de la mitad derecha. Tras cada una de las series izquierda-derecha, la espuma que le quedase la distribuía por igual.
Al cruzar las calles por la mañana, Pammy iba atenta a los coches que avanzaban a sus espaldas y que de pronto aparecían en su campo visual, obligándola a detenerse cuando giraban a uno u otro lado. La ciudad funcionaba según principios intimidatorios. Ella lo sabía y procuraba estar alerta, procuraba que no le invadiera el miedo al cruzar por delante de un parachoques que avanzaba en medio del denso tráfico peatonal.
El coche que doblaba hacia Liberty Street no la arrinconó. Inesperadamente, frenó cuando ella se disponía a cruzar. El conductor llevaba una mano en el volante, la izquierda, e iba sentado con gran parte de la espalda apoyada contra la puerta. Iba mirándola prácticamente de frente; ella avanzaba directamente hacia él. Vio por la ventanilla que llevaba las piernas bien separadas, con el pie izquierdo aparentemente en el freno.
Había posado la mano derecha en la entrepierna y se la frotaba. Ella tuvo una vaga conciencia de que otras dos o tres personas cruzaban la calle. El conductor la miró, luego se echó un vistazo a la mano. Tenía pinta de estar ajetreado, un tanto apresurado incluso. Ella se volvió y atravesó la calle por el centro, con la intención de cruzarla bien por detrás del coche. El hombre aceleró con rumbo este, hacia Broadway.
Rondaban por las calles en coches, y eso era nuevo para ella. Sintió una aguda humillación, un conocimiento inequívoco de haber visto reducida su valía. Comenzó a trazar una línea recta hacia la torre norte, pero sin tener verdadero sentido de la dirección emprendida. Repartía su cólera alrededor. Avanzaba entre enormes manchurrones indiferenciados, campos de cosas sin concretarse. En cierto modo era imposible rechazar esa clase de ofrecimiento. Verlo ya era aceptarlo de una manera automática. Él la había llevado en su coche a una terminal de carga, en la otra orilla del río, donde aparcó cerca de un edificio aislado, con las ventanas rotas. Allí le enseñó su manera de hablar, sus creencias y costumbres, los nombres de su padre y de su madre. Hecho esto, ya no tuvo que ponerle las manos encima. Ya eran el uno parte del otro. Ella lo llevaba encima, como si fuese un escarabajo muerto en su bolso.
Cuando estaba en la universidad, las chicas de su pasillo, en el colegio mayor, llamaban «vertidos» a los pervertidos. A cualquier ruido en el bosque, más allá de las ventanas, reaccionaban avisándose unas a otras: «Alerta de vertido, alerta de vertido.» Pammy enfiló la puerta de entrada y atravesó el inmenso vestíbulo, el espacio norte, unida de pronto a miles de personas llegadas de todas las demás aberturas, en especial de las bocas de metro, donde los vendedores ambulantes vendían paraguas colgados de unos ganchos de las instalaciones todavía sin terminar de construir. Habían sido tan bobos como para anunciarse con una rima.
Lyle verificó que llevaba en los bolsillos las monedas, las llaves, la cartera, el tabaco, el bolígrafo y la libreta de notas. Lo hacía unas seis o siete veces al día y lo hacía distraído; sus manos sólo rozaban la superficie de los pantalones y la chaqueta mientras caminaba, después de almorzar, al bajarse de un taxi. Era una rutina que no le exigía una planificación consciente, si bien le tranquilizaba, y eso tenía una importancia suprema, la presencia de sus objetos personales en sus lugares de costumbre. En la cómoda, en su casa, apilaba las monedas. A veces trataba de verificar durante cuánto tiempo era capaz de utilizar una toalla de manos para secarse la cara antes de verse obligado a echarla al cesto de la ropa sucia. A veces se ponía una de las tres o cuatro corbatas cuyo estampado y color en realidad le desagradaba bastante. Las otras corbatas, las buenas, las usaba con tiento; prefería verlas colgadas en el armario. Le producía placer el saber que iban a durar más que las corbatas de menor valía.
Tenía el cabello pajizo y era alto. Era el socio más joven de la empresa. Aunque nunca había usado gafas, siempre aparecía alguien que se empeñaba en preguntarle qué había sido de sus gafas. Algo había en su serenidad, quizás en su prácticamente innegable amaneramiento, que daba a entender lo apropiado de que llevara gafas. Alguien, uno de los mismos que se empeñaba en saber de sus gafas, al verle sacar un cigarrillo del paquete, sacudiéndolo, le preguntaba cuándo había empezado a fumar. A Lyle le dolía en secreto esa falta de atención o de memoria por parte de sus conocidos. Pero él creía que, de algún modo, el fallo era suyo.
En sus movimientos había una cierta formalidad, una precisión de cajero. Rara vez parecía ir con prisas, ni siquiera en el parqué, aunque esa apariencia era engañosa, resultado de un andar comedido, de su modo de maniobrar a la deriva en una sala. Su cuerpo estaba despojado de todo exceso. No tenía vello pectoral, no tenía más que una sedosa pilosidad en los brazos y las piernas, casi imperceptible. Tenía los ojos grisáceos y la mirada mansa, la conjetura de un cierto distanciamiento. Esa pálida mirada, esa sobriedad de rasgos, su ausencia de líneas marcadas, sus gestos espaciados daban a entender que era una persona a la que resultaría muy difícil conocer a fondo.
El viejo estaba de nuevo delante del Federal Hall, con los ojos lagrimosos y la barba rala, una vez más con el cartelón sobre la cabeza: bancos, tanques, corporaciones. El rótulo estaba hecho de estrechas lamas de madera, unidas unas a otras, con lo que resultaba relativamente firme incluso ante el viento cuando soplaba. Lyle cruzó la plaza en diagonal hacia la Bolsa. El aire ya estaba caldeado. A la hora del cierre de los negocios, todo el mundo buscaría a la desesperada lugares donde esconderse. En el distrito financiero todo tendía a desplazarse más allá de los limites de lo aceptable. Los edificios altos y apiñados contenían los objetos, reflectaban unos en otros el calor, canalizaban las ráfagas de viento oceánico durante todo el invierno. Era un ambiente de prueba también para los estados de ánimo extremos, mujeres con carros de la compra llenos de basura, un hombre que arrastraba un colchón, borrachuzos de a pie que llegaban desde la zona portuaria, desde los cráteres de los solares en construcción cerca del Hudson, gente que iba descalza por la calle, amputados, lisiados, friquis, hombres que se separaban de grupos de hombres que dormían sobre cajones de pescado, bajo los pasos elevados, y que cojeaban al deambular por delante de los terraplenes, el helipuerto, Broad Street, andrajos vivientes. Lyle pensaba en tales individuos como si fuesen infiltrados en el distrito. Elementos que se habían filtrado. Innominados despliegues de existencia. El recurso de la locura y la sordidez como textos para la denuncia del capitalismo no le parecía que encajase, y ello a pesar de las apariencias. Era otra cosa lo que habían terminado por significar tales hombres y mujeres que gritaban a voz en cuello y arrastraban el vómito pegado a los pies. EÍ que portaba el cartel a la entrada del Federal Hall no formaba parte de todo aquello. Estaba en su contexto, profesaba a las claras su oposición.
Lyle charló de cualquier intrascendencia con los demás ocupantes de su cabina. Encima de un teléfono, pegada a la pared con celo, se veía una hoja con la porra correspondiente a un partido de béisbol. El parqué empezaba a llenarse. Por lo genera!, la gente estaba animada. Se respiraba una sensación de cordura incluso en los momentos de máximo desatino. Todo estaba ensayado a fondo. Había reglas, criterios, costumbres. En medio del ruido electrónico era posible sentir que uno formaba parte de una sobrecogedora e intrincadísima búsqueda de orden, de elucidación, de identidad entre los elementos constitutivos de un sistema. Todo el mundo hacía un reconocimiento del terreno en pos de un cierto equilibrio. Tras los gritos de los brokers, las estimaciones, las pujas, la cadencia y el soniquete de una subasta, siempre se hallaba un precio final, bueno o malo, y una nivelación de los deseos de las criaturas de este mundo. Los integrantes del parqué eran gente práctica, realista. Se gastaban bromas pesadas. No se internaban más allá de los márgenes de las cosas. Lyle se preguntaba qué parte del mundo, el lugar del que compartían una lúcida visión, era la que aún le estaba adjudicada para vivir.
Momentos antes de mediodía algo sucedió cerca del puesto 12. A Lyle al principio le pareció un alabeo indistinto, un hundimiento del patrón habitual. Percibió la prisa, una turbulencia desacostumbrada, gente que se apiñaba y miraba en derredor. Reparó en el ruido agudo y seco que había oído momentos antes: un disparo. Armas de pequeño calibre, pensó. Hubo otra ráfaga de actividad, esta vez más deslavazada, en el puesto 4, más cerca de donde se hallaba Lyle, no lejos de la entrada al anexo de la sala azul. Un griterío, unos cuantos individuos, incertidumbre, las voces atrapadas en un saludo ^de cortés sobresalto. Vio la primera acción clara, hombres que se desplazaban deprisa en medio de la masa, de costado, sorteando a la gente, tratando de abrirse paso a la fuerza. Iban persiguiendo a alguien. Quienquiera que fuese se aproximó a la entrada de la sala azul. Allí reinaba una total confusión. Un guarda jurado pasó rozándolo. Era imposible correr en medio del gentío. Todo el que se desplazaba deprisa lo hacía de costado o de tres cuartos, pasito a paso. Sonó el gong electrónico. En el otro extremo de la sala vio algunas cabezas que subían y bajaban por encima de la muchedumbre, una fila entera: los perseguidores. Los que se hallaban en la sala azul no sabían adonde mirar. Una joven, una mensajera de traje de chaqueta azul, se tapó la boca con el papel que llevaba en ese momento a algún lugar. Lyie se volvió en redondo y se dirigió al puesto 12. Allí había un cuerpo tendido. Alguien le practicaba el boca a boca. La sangre se extendía sobre el pecho de la víctima. Lyle vio a un hombre apartarse de un reguero que se extendía por el suelo. Allí, todos parecían muy atentos. La quietud se había adueñado del lugar. Era la zona más calma de todo el parqué.
Entrada esa misma tarde se tomó una copa con Frank McKechnie en un bar no lejano de la Bolsa. McKechnie empezaba a tener pinta de ser el chófer personal de algún zar del crimen organizado. Era bajo y fornido, estaba cada vez más canoso, y sus prendas de vestir a duras penas soportaban el empuje de firmeza y de anchura que había experimentado a lo largo de los últimos años. Fumaron en silencio unos momentos, mirando las filas de botellas. McKechnie había pedido dos cañas frías con ademán casi beligerante.
– ¿Qué sabemos de momento?
– George Sedbauer.
– No me suena -dijo Lyle.
– Yo conocía a George. Era un tipo interesante. Con encanto. Capaz de encandilar al más pintado. Pero tenía casi un don especial para meterse en complicaciones. Era como si se desviviera por meterse en líos. Sí no hallaba una manera de meterse en líos, se la inventaba. Con la Comisión tuvo líos en bastantes ocasiones. George era un tipo que caía bien, aunque nunca se supiera de qué pie cojeaba.
– Hasta ahora.
– Ahora lo sabes.
– He oído que pillaron al tipo en Bridge Street, ¿no?
– Lo pillaron en la sala de las obligaciones del Estado. Nunca pudo llegar a la calle.
– Tengo entendido que fue en la calle.
– Sólo llegó a la sala de obligaciones -afirmó McKechnie-. Al que te haya hablado de Bridge Street dile que es un mentiroso y un sinvergüenza.
– Tengo entendido que logró salir.
– Fantasías.
– Un rosario de falsedades, ¿no?
– ¿Qué has sabido de su identidad?
– Nada -repuso Lyle.
– Me alegro, porque no hay nada que saber. Según lo que se sabe, es como si no hubiera existido hasta hoy mismo. Por cierto, ¿cuándo cono vas a venir a cenar con nosotros, con tu señora esposa y toda la pesca?
– Últimamente apenas salimos.
– MÍ mujer sigue haciéndose las pruebas.
– Es como si nos costara salir. No nos organizamos nada bien. Si yo soy un desastre, ella ni te cuento. Pero descuida; ya nos organizaremos cualquier día de estos.
– Lyle, ¿tú estás seguro de que estás casado? Se cuenta por ahí que tienes alguna historia, sólo que con tantas mujeres, y en tantos sitios a la vez, que es imposible que además estés casado. Eso se cuenta, vaya.
Lyle pestañeó mirando su cerveza y sonrió para sus adentros.
– Tengo entendido que llevaba una chapa de visitante.
– Correcto -dijo McKechnie.
– ¿Y visitante de quién? Es obvio que de eso se trata.
– Fue a visitar a George Sandbauer.
– Eso no lo sabía.
– George se lo encontró en el parqué.
– Pues no queda más remedio que preguntarse por qué, si se conocían, el tipo le pegó un tiro allí mismo, en vez de hacerlo en alguna callejuela.
– A lo mejor no tenía planeado pegarle un tiro.
– Tuvieron una discusión -dijo Lyle.
– Tuvieron una discusión y el tipo saca el arma. Que, por cierto, se ha encontrado por ahí. Una pistola de juez de atletismo, pero con el cañón ahuecado para disparar munición del calibre veintidós.
– ¿Cómo es posible tener una discusión en pleno parqué con un tipo de fuera? ¿Quién tiene tiempo para ponerse a discutir con alguien que, además, resulta que es tu visitante?
– No todo el que entra con una chapa de visitante es tu cuñada recién llegada de East Hartford. Es posible que George tuviera algunos amiguetes interesantes.
Con el dedo índice, McKechnie hizo un movimiento en zigzag sobre los vasos. El camarero se dirigió hacia ellos, aunque hablando con otro cliente por encima del hombro.
– Sabes bien lo que todo esto significa, ¿sí o no?
– Dímelo tú, Frank.
– Significa que instalarán uno de esos aparatos de detección de metales y todos tendremos que pasar por el aro al entrar en el parqué. Odio esos malditos artilugios. Te pueden dañar gravemente la médula ósea, ¿lo sabías? Bastante asquerosa es la vida que llevo ya.
Lyle estaba sentado en su casa junto a la ventana, en vaqueros y camiseta, descalzo, bebiendo una cerveza irlandesa.
Pammy compró fruta en un puesto callejero. Le encantaba la pinta de la fruta en las cajas, al aire libre, las ' hileras superpuestas de melocotones y de uvas. Comprar fruta fresca le hacía sentirse bien. Era un acto de excelencia moral. Estaba deseando llegar a casa con las uvas, colocarlas en un frutero y rociar los racimos con abundante agua fría. Le producía un gran placer sopesar los racimos con ambas manos, notar el agua que los enfriaba. Y luego, los melocotones. El tacto de los melocotones.
Lyle recordó haber visto algunas monedas sueltas en el dormitorio. Fue allí. Los encontró al cabo de diez minutos. Tres monedas de un centavo sobre una caja de Kleenex color cobre y castaño. Oyó a Pam sacar las llaves del bolso. Apiló las monedas sobre la cómoda. Las fichas de transporte en el lado derecho, las monedas en el izquierdo. Volvió a la ventana.
Pammy tuvo que dejar la bolsa de la fruta antes de lograr abrir la puerta. Se acordó de lo que le había inquietado, la vaga presencia. Su vida. Detestaba su vida. Era una cosa de medio pelo, una molestia menor. Tendía a olvidarla a la primera de cambio. Cuando se acordaba de lo que había estado pensando, se daba por satisfecha al recordarlo y aliviada en el fondo de que no fuese nada peor. Empujó la puerta del apartamento.
– Vaya, ya llega.
– Hola. Si estás en casa…
– ¿Qué llevas en ese bolsón tan gracioso y tan húmedo?
– A lo mejor no te lo enseño.
– Fruta.
– Te he comprado un melón de Aviñón.
– ¿A mí me gusta el melón de Aviñón? -dijo Lyle.
– Y mira qué ciruelas. ¿A que no te lo crees?
– ¿Quién se comerá todo eso? Tú nunca las pruebas. Pruebas un poco cuando lo sacas de la bolsa y se acabó, Chiquita. Tratándose de fruta, te encoges.
– Pero a ti te gustan las ciruelas.
– Así que dices que es para mí, mira qué te he traído, la mandarina más grande del mundo, ñam, ñam.
– Es que para mí la fruta es muy bonita.
– Sí, en el cajón de la nevera correspondiente, donde cada pieza encoge como un feto.
– ¿Y esa cerveza que me ibas a poner? -dijo ella.
Él había adoptado una mueca rara, presunta imitación de la cara de virtuosa de la fruta que tenía ella, y que a ella le hizo reír. Avanzó por al apartamento quitándose prendas de vestir, dejando la fruta en su sitio, sacando una fuente de queso y galletas saladas. Había pedazos de ella por todas partes. Lyle la observó, tarareando algo.
– Hoy han matado a un fulano en el parqué. De un disparo.
– ¿Cómo? ¿En la Bolsa?
– Alguien le pegó un tiro. De sopetón.
– ¿Tú lo viste?
– Bingo.
– ¡Joder! ¿Quién ha sido? ¿Otra vez los puertorriqueños?
Él extendió la mano cuando ella pasaba por delante. Ella se acomodó en él a la vez que él se levantaba de la silla. Notó el pulgar de él en la base de la espalda, colándose por el sujetador. Se estiró para cerrar las cortinas. Él se sentó de nuevo, tarareando algo, con los brazos en alto, mientras ella le quitaba la camiseta.
– No diría yo que hayan sido los puertorriqueños. No querría yo decir, mejor dicho, que hayan sido ciudadanos de color, ni ninguno de los blancos cargados de buenas intenciones, que han enarbolado la lucha contra la lucha, sin saber, date cuenta, que el sistema capitalista y la estructura del poder y los patrones represivos son por sí mismos una dura lucha. No es cosa fácil ser el opresor del otro. Es un trabajo duro, diario, de perros, sin ningún encanto. Peor que triturar las aceras, rebuscar en archivos, llamar por teléfono una y mil veces. El éxito de la opresión depende de ello. Por eso diría, a modo de conclusión, que se empeñan en luchar contra la lucha. Pero no querría yo decir que hayan sido los puertorriqueños, los antisistema, lo que quieras. No fue una bomba, tenlo en cuenta. Fue un arma. Bang, bingo.
Pammy y Lyle, desnudos, estaban cara a cara en la cama blanca, arrodillados, las manos del uno en los hombros del otro, bajo una luz plana, que menguaba por décimas de segundo. La habitación estaba a salvo del escueto atardecer de la calle, la hora de los ruidos pensativos, cuando todo queda suspenso. Funcionaba el aparato del aire acondicionado, un zumbido agudo. Con cada descarga, un tinte neutro, un residuo, como de ceniza enfriada, impregnaba la habitación. Pammy y Lyle comenzaron a tocarse. Conocían las imágenes cambiantes de la similitud física. Era un vínculo tácito, parte de su conciencia compartida, el silencio minado entre personas que viven juntas. Acurrucado cada cual en las extremidades y siluetas del otro, parecían repetibles, células hijas de alguna división muy precisa. Sus lenguas derivaron sobre carne más húmeda. Este presentimiento de lo húmedo, una intuición de la naturaleza sumergida, fue lo que los puso a cien uno con otro, a mordiscos, a arañazos de ansia. A él le supo a vinagre el pelo alborotado de ella. Se separaron un momento, se tocaron desde una distancia calculada, se sondearon introspectivamente, un intercambio complejo. Él se levantó de la cama para apagar el aire acondicionado y subir la ventana. La velada se había recargado de fragancias. Atronaba encima de ellos. Lo mejor del verano eran esas tormentas que llenan una habitación, casi medicinalmente, de climatología, de luz variable. La lluvia golpeaba con fuerza los cristales. Vieron los árboles capear vientos racheados. Lyle se había mojado al abrir la ventana, las manos y el abdomen, y ambos esperaron a que se secara, hablando con acentos extranjeros de una tormenta que les había pillado en coche, en los Alpes, riéndose en «portugués» y en «holandés». Ella se retorció apretándose contra él, la soledad de ambos convertida en un refugio contra la tormenta. Perdieron contacto durante un momento. Ella lo atrajo hacia sí, necesitada de ese conflicto de superficies, la palpable lógica de su polla dentro de ella. Lo agarró con fuerza, se soltó al contagio del movimiento recurrente, alzándose, doloridos y juguetones, asilvestrados como dos cachorros de tigre.
Es hora de «actuar», pensó él. Ella tenía que quedar «satisfecha». Él tenía que ponerse a «su servicio». Ambos harían esfuerzos por «interactuar».
Cuando estuvo seguro de que habían acabado los dos, él se apartó y notó una mínima rociada de lluvia después de que alcanzara el alféizar. Tumbados de espaldas recuperaron el aliento. Ella quiso una pizza. Se sintió culpable por no apetecerle la fruta. Pero se había pasado el día trabajando, tomando ascensores, trenes. No podía afrontar las consecuencias de la fruta, su condición perecedera, la obligación que entrañaba el comerla. Quería sentarse en un rincón, sola, y atiborrarse de comida basura.
«Está a punto de encerrarse en el cuarto de baño», pensó él.
Oscureció. Ella se sentó al pie de la cama para vestirse. La lluvia amainó. Pammy oyó la camioneta de los helados de Mister Softee en la calle. Se anunciaba con música enlatada, un sonido que ella odiaba, la misma cantinela mecánica, de organillo, que le llegaba todas las noches. No era capaz de oír ese ruido sin sentir una grave opresión mental. Para indicarlo, emitió un zumbido grave, sordo, con una trémula «m» para reseñar que estaba de veras al filo de lo insoportable.
– Hay un auténtico Mister Softee.
– Ya lo creo -dijo ella.
– Va sentado en la trasera de la camioneta. Es el que hace el ruido, no es una música grabada en cinta. Lo hace con la boca. Le sale por ¡a boca. Ése es su lenguaje. Así es como hablan en las traseras de las camionetas de los helados por toda la ciudad. No diré que por toda la nación, aún no se ha extendido tanto.
– Un fenómeno local.
– Está ahí sentado, babeando. Es gordísimo, paste-loso. Ni siquiera se puede levantar. No tiene consistencia en las carnes.
– Ni tampoco genitales.
– Sí, deben de estar por alguna parte.
– Dejémonos de bromas y hablemos -dijo ella.
Se tumbó en la cama con camiseta y vaqueros, y se acomodó a su lado, apretándose contenta contra él. Él hizo un ruido y le dio un mordisco en la cabeza. Ella le arañó las costillas.
– Cuidado.
– Es que yo me gano la vida mordiendo cabezas.
– Ándate con cuidado, que sé dónde y cómo duele.
Él hizo un ruido de succión. Parecía interesarle más que cualquier otro de los ruidos que hiciera. Había desarrollado atragantamientos y resuellos a partir del ruido original. Comenzó a ahogarse, a asfixiarse, respirando trabajosamente, convulso. Pammy contestó el teléfono al cuarto o quinto timbrazo, como hacía siempre, a juicio de él, bien porque le parecía chic, bien por fastidiarle. Era Ethan Segal. Había pensado en acercarse a verlos con Jack. ¿Qué tenemos para darles de beber?
Lyle llamó a un Dial-a-Steak. Cuando llegó la comida encargada todos estaban algo achispados. Ethan se acercó a la mesa con una sonrisa de jugador de ajedrez. Se sentaron con las copas en la mano y comenzaron a retirar el papel de aluminio de las chuletas, las patatas, el pan, la sal y la pimienta.
– Es el cumpleaños de Jack.
Nadie dijo nada.
– Cumplo treinta.
– Bienvenido al Valle de la Muerte -dijo Lyle.
– Me siento distinto.
– Pero no te sentirás más sabio -dijo Ethan.
– Antes pensaba que treinta años era ser muy viejo. Conocía a gente que tenía treinta años y pensaba: Dios mío, treinta, qué horror.
– Pues espera a plantarte en los cuarenta -dijo Ethan-. Allí se desata la caja de los truenos al menos durante diez minutos. Luego empiezas a envejecer y tú tan tranquilo. La verdad es que no está del todo mal. Te pones zapatillas de andar por casa para ir al teatro y a todo el mundo le da por pensar que eres un tipo de lo más interesante, increíble, a punto de salir en un artículo de ecos de sociedad o de habladurías a la orden del día, en Vogue o en una revista así.
– Se nos ha olvidado abrir el vino -dijo Jack.
– ¿En qué momento en concreto -dijo Pammy- se convierte uno en cuarentañero?
– ¿Y el vino, Lyle?
– No queda. Se nos ha terminado. Hemos subastado la bodega para pagar los impuestos.
– Nosotros hemos traído vino -dijo Jack-. Vinimos con el vino.
– No hay vino, Jack. Puedes comprobarlo si quieres.
– Se nos quedó en el taxi -dijo Ethan.
– En el taxi -añadió Jack.
– Se nos ha olvidado en el taxi. Recuerdo con toda claridad que lo llevábamos en el taxi, pero no recuerdo haberlo visto después.
– Será porque te lo has bebido -dijo Pammy.
– Ya, porque me lo he bebido en el taxi…
– ¿Alguien ha dicho Coca-Cola light?
Hablaban deprisa y se reían sólo de las entonaciones, de la perspectiva del ingenio. «Esto en realidad no tiene ninguna gracia -pensó Lyle-. Parece que la tiene porque nos estamos agarrando todos una cogorza monumental, pero la verdad es que nadie dice nada que tenga ni pizca de gracia. Mañana ella dirá que vaya noche tan divertida, y yo diré que sólo pareció divertida, y ella me mirará como suele. Me mirará.» Vio su forma de mirarlo, pero no la expresó de forma verbal, pasando a la siguiente disposición sin espado, a un marco de «palabras» atomizadas y sólo a medias coherentes. «Pero no me cabrá duda de que estoy en lo cierto, porque por algo tomo nota ahora, mentalmente, para que no se me olvide, mañana, que en realidad todo esto no tiene gracia ninguna.»
«Cállate», se dijo.
Jack Laws alimentaba un punto de histeria en su risa. Ladeaba la cabeza más acaso de lo deseado, se llevaba las manos al pecho cual si fueran garras, se sacudía de encima algunos gritos de alborozo fóbico. Era todo un manierismo cultural puesto al día, un índice de la sospecha de que nada de cuanto digamos, nada de cuanto hagamos puede medirse como es debido sin referencia al miedo que impregna cada situación y cada cosa en particular. Jack era ancho de hombros, más bien bajo. Tenía la nariz respingona, la boca pequeña y el mentón bien hendido. En conjunto, su rostro era dueño de una taimada inocencia que rápida pero paulatinamente se disipaba en la incertidumbre o la combatividad, según fuera la situación. Su presencia era un valor añadido en la mayoría de las reuniones. La zona que ocupase parecía un remanso de sociabilidad y de animación. En algunas habitaciones, sin embargo, la manera en que reaccionaba la gente con Jack, ya fuera amistosa, ya fuera indiferente, se basaba más que nada en lo que sintiera hacia Ethan. Pammy tenía conciencia de estos ángulos de refracción. En tales ocasiones, con sutileza, trataba de desviar la atención de Jack.
Ethan de nuevo estaba en el sillón, de nuevo con su críptica sonrisa. Bebía vodka a pelo. Jack se había terminado la chuleta de Pammy, hablando al mismo tiempo de un amigo suyo que tenía previsto cruzar a nado algún estrecho en Europa, por lo visto el primero en intentarlo de norte a sur o algo parecido. En el aparato de música se oía la banda sonora de una comedia. Lo último de Lyle. Ponía esos discos a menudo y memorizaba los gags al detalle, el fraseo, los dialectos, para repetírselos después a los compañeros del parqué en los ratos de asueto. Ése lo había puesto pensando en Ethan. Lo mitraba, estudiaba sus reacciones según sonaba el disco, mientras Jack comía y hablaba a la vez y Pammy iba de un lado a otro. Al cabo de un rato la siguió hasta las estanterías de los libros.
– ¿Pagaste lo de Saks?
– No, ¿el qué?
– Están que se suben por las paredes -dijo-. Adjuntan cartas con la factura. Para que no se te olvide. Te llaman «señora de».
– La semana que viene, sin falta.
– Eso ya lo habías dicho.
– Lo esperan.
– ¿Dónde te dije que estaba la pila para el reloj italiano, para cuando se acabe la que tiene?
– Ni idea.
– Ya lo has olvidado.
– ¿Qué pila? -dijo ella.
– La estuve buscando en doce sitios. Es de cuatro voltios. No se encuentra a la vuelta de la esquina. Tiene un tamaño peculiar. Lo menos que podrías hacer es recordar dónde está, al menos si yo te lo he pedido.
– Ahí hay una pila.
– Para cuando se acaba la que tiene -dijo él-. Tiene una duración de unos diez meses, y el reloj lo tenemos desde hace casi todo ese tiempo. -Vale, ¿y dónde está la pila?
– En el cajón de la cocina, con los sacacorchos y las cintas.
Lyle fue al dormitorio y encendió el televisor. Era la única luz de la habitación. Lo miró unos minutos y comenzó a cambiar de canal. Llegó Jack, hizo un alto en su recorrido. A Lyle le ponía nervioso ver televisión con alguien en el dormitorio, incluso con Pammy e incluso aunque no cambiase de canal cada veinte segundos. Había algo privado en la televisión. Era íntimo, algo susceptible de provocar cierto embarazo
– ¿Qué ponen?
– Poca cosa.
– ¿Ves mucha televisión? -dijo Jack-. Yo sí.
– Bueno, a veces.
– Así te distraes. No tienes que implicarte demasiado. Escuchas, hablas, lo que sea.
– Yo me paso el día hablando -dijo Lyle.
– Sí, lo sé.
Jack no se había movido de la puerta. Estaba comiendo un melocotón, de pie, iluminado por la luz del pasillo. Cuando se dio la vuelta y se rió, inspirado por algo que había dicho Ethan, o Pam, Lyle vio el brote de vello blanco que le asomaba por el cuello de la camisa.
Pensó en decir algo al respecto, pero cuando Jack volvió a mirarlo había perdido todo interés.
– La cama está hecha un asco, pero ven si quieres, o busca una silla, o lo que sea.
– Está bien así, sólo estoy fisgando un poco.
– Parece que no dan nada sensato.
– A veces es de no creerse lo que dan. A mí me parece un asco, Lyle. Increíble. Cuánta sordidez. ¿Quién es toda esa gente que sale en la tele? Yo me niego a verla. De veras que me niego. Ethan sí ve la tele a menudo.
– A veces pescas algo, ¿sabes?, que tiene cierto interés… en otro sentido, no sé.
– ¿En qué otro sentido?
– No sé.
– Yo de veras que no me lo puedo creer. Qué cosas pasan. Y pasan ahí mismo, en la tele.
– ¿Tú qué haces últimamente, Jack?
– Estoy pensando en armar un plan.
– ¿De qué tipo?
– Sé de dónde se pueden sacar listas de mailings microfílmadas. Doscientos mil suscriptores de ocho o nueve publicaciones de salud. Sólo de la A a la M.
– ¿Y qué vas a hacer? ¿Venderlas?
– Pues claro. ¿Qué, si no?
– Venderlas, desde luego.
Siguieron mirando el televisor, escuchando por espacio de diez minutos, mientras dos comentaristas trataban de llenar el hueco abierto por la lluvia, que había interrumpido un partido de béisbol.
– Nosotros tenemos dos televisores -dijo Jack.
– Yo me lo estoy pensando.
– Le dije a él que se consiguiera uno adicional.
Se rió ligeramente, aunque terminó con un punto de aprensión, y volvió a la sala. Pammy estaba sentada en el suelo. Con el dedo índice golpeaba un cubito de hielo en su vaso, mirándolo hundirse brevemente antes de añorar a la superficie.
– ¿Sabes en qué no pienso? -dijo ella-. Yo es que no creo que pueda soportar la idea del mañana.
Miró a Ethan, que miraba fijamente la alfombra. -De veras te lo digo, parece como que no fuera capaz.
– Es a esa hora de la noche -dijo Jack. -Es que tengo la impresión de que ya no puedo acomodarme a más tiempo del que realmente tengo. Es como… A ver, adonde vamos; ése de ahí es tu amigo, junto conmigo. Elige con precisión la palabra, porque es importante. No el sitio, que es la palabra que corresponde a ascensor. No el despacho, la oficina, el edificio, que son tan corrientes que sirven casi para cualquier cosa.
– Entorno. -Gracias, Jack. -¿Preparo café?
– No, ésta no es una conversación de café. Es un asunto de tripas. Espera un instante, enseguida Siego a lo que iba. No vayas a pensar que no sé que este amigo tuyo hace ya una eternidad, poco más o menos, que no comenta lo que se dice ni palabra de su trabajo. ¿Por qué? Porque sabes tan bien como yo, Jack, qué le suele pasar a todo el mundo. Tu amigo, éste de aquí, antes hacía chistes. Seguro que te acuerdas, Jack, igual de bien que yo. Los dos le hemos oído hablar. Tenía tanta gracia al hablar de su trabajo, de la gente del campo… Qué chistes, qué anécdotas. De no creer. ¿Tarifas del precio por día de una consulta en caso de enfermedad terminal? Si la cosa se alarga, olvídalo: te tenemos bien pillado, cogido por los huevos. ¿Y aquella mujer de Syracuse? Aquella de la mascota destrozada por la pena, ¿qué bicho era?, un canario, ¿no?, en Syracuse, que la otra se le murió, no es la del canario, joder, mierda, me parece que me estoy haciendo un lío. Pero no pasa nada. Sois amigos del alma. Amiguísimos somos todos. Lo que pasa es que ya no cuenta chistes. Eso es lo que importa; bueno, eso y, además, que él cree que yo no me he dado cuenta. Porque es una tontería como la copa de un pino. Es una tontería, una modernez. A mí lo que de veras me da miedo es eso de que la gente se convierta en robots. Y el entorno, Jack, muchas gracias.
– Nunca había oído hablar de un canario destrozado por la pena.
– Jack, sí que lo sabías. Todos oímos aquello. -Señaló hacia el dormitorio-. Él aún sigue hablando de aquello. Basta con que a Lyle le digas «Syracuse» y en un visto y no visto se echa a reír, en serio, aunque sea pestañeando.
Ethan hizo un movimiento con el brazo como si abarcara todo lo que le rodeaba, un gesto de cancelación. Su corbata, un irónico adorno, de entrada, se le había caído de costado sobre el pecho, de modo que más parecía llevar una bufanda infantil.
– Lo que pasa… -dijo. Los demás aguardaron.
– Para forjar un cambio que uno tal vez sea reacio a forjar, que quizás resulte problemático por tal o cual razón, hay que decírselo a todo el mundo. Hay que hablar, hay que proclamarlo. Jack entiende muy bien lo que trato de decir. Hay que ponerlo de manifiesto. Aun cuando en el momento de hacerlo no tengas la menor intención, ya sea por miedo o por algún otro escrúpulo, a pesar de todo es preciso que le des visos de realidad por el sencillo sistema de expresarlo. Así cambia uno el curso de su vida: basta con decirlo para que los cambios empiecen a materializarse. Si al final decides seguir por el camino por e! que fueras, por eso que ha sido tan problemático a lo largo de tu vida, pues muy bien, que te aproveche, es cosa tuya. Pero si tienes la necesidad de sentir que estás en puertas de un cambio maravilloso, tanto si lo estás como si no, lo que hay que hacer es decirlo a los cuatro vientos. «Estoy a punto de experimentar un cambio maravilloso. Lo que estoy a punto de hacer será electrizante. Hasta las fibras mismas de tu ser se electrizarán, señor mío, cuando te cuente qué es lo que me he propuesto hacer.» Decirlo con las palabras adecuadas equivale a ver cómo brota la posibilidad. En qué consista es más bien lo de menos. Por eso no te rompas los cuernos. Por lo que hace a esta conversación, podría ser dedicarte al montañismo o ese amigo de Jack, el escamoso y tantas veces citado pájaro que tiene previsto atravesar a nado el mar del Norte sólo con la mano izquierda. Nuestras vidas se enriquecen por medio de estas notas publicitarias que nos mandamos los unos a los otros. Son cosas que es necesario hacer. «Voy a volver a estudiar, a aprender árabe, lo que sea.» Díselo a la gente durante seis meses. «Me voy a vivir a Maine, o lo que sea.» Jack entiende bien a qué me refiero. Díselo a todo el mundo, publícalo, que se enteren. Invéntate algo. Lo que cuenta es que parezca que estás a punto de. Entonces empieza a hacerse realidad, aunque sólo sea un poco. No sé, puede que baste con hablar. Quizás no quieras forjar ese cambio. Quizás el cambio consista en decírselo a la gente. ¿Cómo voy a saberlo? ¿Por qué me lo preguntas? ¿Y Lyle, dónde está Lyle? Despidámonos de Lyle.
– Creo que ya entiendo lo que quieres decir -dijo Pammy.
– ¿Lo entiendes o lo atisbas? -Creo que lo atisbo.
– Ya encontraremos un taxi en la calle, Jack. Seguro que nuestra botella de vino sigue en el asiento de atrás. Asi se cerrará el círculo. Yo creo en los círculos cerrados.
– Jack, feliz cumpleaños, te lo deseo de todo corazón.
– Sólo he procurado agarrarme una buena.
– No es preciso que pidas disculpas -dijo ella-. Dile a tu amigo que creo haber entendido a qué se refiere.
– Pues yo no -dijo Jack.
En el dormitorio, Lyle veía la televisión. Entró Pammy, se sentó a los pies de la cama, donde antes se había vestido, y se desnudó. No tenía ni pies ni cabeza todo ese vestirse y desvestirse. Al menos si se tiene en cuenta el tiempo empleado. Horas enteras. Al cabo de un rato se puso en pie, desnuda, y se acercó a Lyle, que estaba sentado en su silla de director, de espaldas a ella. Le puso las manos sobre los hombros. El volumen del televisor estaba muy bajo. Oyó el ruido de los coches en la calle, el sonido de los neumáticos sobre el pavimento mojado, el siseo susurrado. Su cara tenía un contorno nórdico, parecía impecable con esa luz. Él extendió un brazo sobre su pecho y la tomó de la mano.
Tras el cierre, Lyle se encaminó hacia el norte por Pearl. Las rachas de aire húmedo barrían las calles. Mientras esperaba a que cambiase un semáforo reparó en una silueta cercana, una mujer furtiva, que se acercaba a él palmo a palmo. Se volvió ligeramente para plantarle cara. Ella se detuvo en seco y habló, aunque no directamente a Lyle, con la cabeza un tanto ladeada.
– Ésa es un aliviadero para hombres, un putón desorejado. Y a él lo han incapacitado legalmente. Se pasa el día sentado con sus relojes de mesa, de pulsera, de pared, para no verla ejercer. Las tres de la mañana, las cuatro. Por favor: ¿quién necesita una cosa así? Por culpa de él un día de éstos revienta. Me lo espero de un día para otro.
Lyle cayó en la cuenta de que tendría unos cincuenta y tantos años, que era un poco raquítica, que vestía con normalidad, y que probablemente no era judia a pesar del tenue acento con que hablaba. Siguió hacia el este por John Street a la vez que enumeraba para sus adentros todos estos datos, como sí conversara con alguien que estuviera deseoso de disponer de una descripción precisa de la mujer. Era algo que, por norma, sólo hacía en los autobuses. Su atención se concentraba a su pesar en alguien que viajara al otro lado del pasillo, y sin darse cuenta componía una descripción física del hombre o la mujer, casi siempre un hombre. El concepto de interrogatorio policial formaba/ parte de la idea. Era un testigo en el brete de identificar a un sospechoso. Esos interludios se desarrollaban sin que los planease; lisa y llanamente se encontraba refiriendo (a quien fuese) el color de unos zapatos, de un pantalón y una chaqueta; la estatura y peso aproximados, negro, blanco, lo que fuera. En el instante en que se daba cuenta de lo que estaba haciendo, lo dejaba, se obligaba a callar. A veces, caminando, memorizaba los números de las matrículas de ciertos coches. Horas después repetía esos números para cerciorarse de que no los había olvidado. Las comprobaciones de un testigo perenne.
Casi al pie de John Street estaba el rascacielos de juguete donde su empresa tenía la sede central. Los bancos del exterior estaban pintados en colores primarios, al igual que diversos detalles decorativos en la franja inferior de la fachada. Pensó en los bloques de construcción de un juego infantil, en juegos de luces rutilantes. Había caprichosas cabinas de teléfonos y un reloj digital inmenso. Para llegar a la zona de los ascensores atravesó un túnel iluminado por tubos de neón azul. Salió del ascensor y lo abordó Teddy Mackel, un hombre de mediana edad que estaba al cargo de la sala de correo.
– Me parece que deberías pasarte por el despacho de Zeltner, Lyle.
– Eso me han dicho.
– Ganas me dan de retomar el voto de castidad que hice cuando estaba con los hermanos maristas, a comienzos de siglo. Es la leche, Lyle.
– Por aquí nos haría falta algo que nos subiera la moral.
– Que sea alta. Eso me gusta de una mujer. Alta y amable.
– Más de lo mismo.
– Nunca termines una frase así -dijo Mackel-. Es lo otro que aprendí con los maristas. Son una orden dedicada a la enseñanza. Ésas fueron las dos cosas que nos enseñaron: la castidad y el cómo terminar las frases. Seguro que aciertas cuál es la que menos me ha servido. -Yo diría que por ahí, por ahí. -Dime una cosa confidencial, Lyle; ¿tú crees que vamos a sobrevivir? Mis hijos están preocupados. Les gustaría terminar sus estudios. Tú estás a diario en el campo de batalla. Dedica unas palabras a nuestro público, que nos mira con tanta atención.
Había un hueco a la entrada del despacho de Zeltner. Ahí estaba ella, ante una mesa, leyendo un libro de bolsillo, con los hombros caídos de un modo que indicaba una especial hondura, una reconcentrada soledad, le recordó una de las figuras de Hopper. Volvió por el otro lado tras hacer un alto en el surtidor de agua. Cabello bastante largo, rubio. Eso fue todo lo que registró entonces. Se detuvo en el extremo del pasillo, preguntándose cómo proceder a continuación. Había dos o tres personas a las que podría visitar, de modo más o menos convincente, en sus despachos. No creyó que le apeteciera, pero tampoco quería marcharse. Marcharse equivaldría a un vacío. Oyó abrirse la puerta del ascensor y decidió que no podía seguir allí ni un segundo más. Volvió al hueco. Se inclinó sobre la mesa y golpeó con el índice la superficie.
– ¿Dónde se ha metido? ¿Está por ahí?
– No ha dicho nada.
– Ahí no se mueve ni el aire.
– No sé dónde para.
– Qué escurridizo es ese Zeltner.
– Es que se le olvida decirme dónde estará.
– Cierto, se me había olvidado ese detalle tan suyo.
– ¿Quién le digo que ha preguntado por él?
– No tiene importancia, ya volveré.
Cabello rubio, poco maquillaje, o nada; una cara inexpresiva, aunque de rasgos gratos. Los dientes y las uñas más bien sosos. Lo de ser rubia, y seguramente un tipazo, explicarían su popularidad. Hay que verla en movimiento, seguro.
En la planta 83 de la torre norte, Pammy se las ingenió para pasar el tiempo ideando una pregunta que formular a Ethan Segal. Si los ascensores del World Trade Center eran sitios, tal como ella creía que lo eran, y si los vestíbulos eran meros espacios, como ella también creía, ¿qué era entonces el World Trade Center en sí? ¿Una condición, un acontecimiento, un suceso físico, una circunstancia existente y dada de antemano, una presencia, un estado, un conjunto de invariables? Ethan no contestó y ella cambió de tema, a la par que lo veía mecanografiar cifras en las casillas de un largo impreso, doblado sobre el carro de su máquina, volcado en su tarea y moviendo los dedos tan sólo.
– No hemos planeado nada -dijo ella-. Lyle no cree que al final se pueda marchar. Ahora mismo es todo espeluznante, o eso deduzco. Habla de que no será posible antes de octubre.
– Es una buena época del año. -Yo creo que cualquier momento sería bueno si hiciésemos algo juntos.
– ¿Dónde?
– Donde sea.
– Valles inmensos de espacio y tiempo.
– Creo que saldría pero que muy bien, Ethan. Puede salir bien lo de estar los dos solos. Los dos nos las ingeniaríamos.
– Pero Lyle no está disponible.
– Octubre no te parecerá suficientemente pronto, claro.
– Yo nunca aguantaría tanto, Pam.
– Es esta ciudad.
– Julio, agosto.
– Estoy pensando en ir a clases de claque -dijo ella.
– Déjame seguir con esto.
– ¿Sin comentarios?
– Déjame que mecanografíe un rato -dijo él-. Me gusta llenar con cifras estas casillas. Las cifras son indispensables en la visión del mundo que tengo actualmente. Ni siquiera creo que esté haciendo esto. Es un trabajo tedioso, pero la verdad es que lo disfruto. Es analmente de lo más satisfactorio. Por fin la satisfacción plena.
A última hora de una tarde, Lyle se quedó a esperar a la entrada del edificio de John Street. Cuando salió ella en medio del gentío, comprendió que iba a ser embarazoso, tanto en lo físico como en lo demás, tratar de aislarla del resto del mundo. Tal vez ni siquiera lo reconociese. Alguien de la oficina podría verlos juntos y sumarse a la conversación. La siguió por espacio de media manzana, pero sin tratar tampoco de alcanzarla. Al llegar a la esquina, la vio subir a un coche que la esperaba y que arrancó en el acto. Era un Volkswagen verde, matrícula de California: 180 BOA.
Se sentó en un banco de la plaza con vistas al río. Se sintió de algún modo disminuido. Las grúas de carga sesgaban el cielo sobre los tejados de los cobertizos, en la zona portuaria de Brooklyn. Era la ciudad, el calor, una sensación de repetición infinita. El distrito se repetía en bloques de piedra monocroma. Él estaba presente en las cosas mismas. Había en ellas más de sí, a través de las noches desocupadas, que la parte que de sí mismo se llevaba a casa para desahogarse y liberarse. Pensó en las noches. Imaginó el distrito como nunca lo había visto, vacío de toda transacción humana; pensó en que los edificios como aquellos parecerían contenedores de materia intangible, enormes codificaciones de podredumbre orgánica. Intentó evaluar la inmensa complejidad del regreso a casa.
A la tarde siguiente logró alcanzarla antes de que se sumara a la multitud que fluía por las calles. Habló al amparo de una sonrisa plena de confianza. Se concentró en esa expresión hasta el extremo de visualizar el movimiento de sus propios labios. Fue un momento de absoluta desconexión. No supo qué estaba diciendo, y con el bullicio de la gente en derredor y las obras cercanas en la calle a duras penas atinó a oír la voz de ella cuando le contestó, como hizo una o dos veces, muy brevemente, con frases tan translúcidas como las empleadas por él. La condujo con discreción hacia una parte menos ruidosa de los porches, tratando de reconstruir las primeras fases de la conversación a la vez que continuaba farfullando y deslumbrándola. Ni siquiera estaba muy seguro de que ella le hubiese reconocido.
– El parqué -le dijo.
Su respuesta no le pareció que tuviera sentido. Pasó a través de él, impregnada de luz. Se acercó más a ella y renovó su sonrisa dándole calor. Así se ahorraría el pestañear. Sólo pestañeaba cuando sonreía en tensión, para dar énfasis.
– La Bolsa -dijo-. Me has visto a la entrada del despacho de Zeltner. Ya lo sé: a quien sólo has visto una vez, es difícil ubicarlo. Me hago cargo. ¿Hay una boca de metro allí? Te acompaño. ¿Dónde vives? En Queens, me jugaría cualquier cosa. Me gusta aquello, a pesar de lo que se dice de Queens, Dios del cielo. Es metafísica pura.
– Me suelen llevar en coche.
– Tengo entendido que hay cierta inseguridad en el corrillo del poder en torno a Zeltner. ¿Cuánto tiempo llevas allí? Ven, vamos a ponernos a la sombra. Queens es infinito. Tiene algo de infinito. Es como un laberinto, pero sin interconexiones. Un laberinto fláccido. Tengo una teoría acerca de dónde vive cada cual en Nueva York.
Ella llevaba una blusa blanca, una falda plisada azul y zapatos blancos. Mientras hablaba primero y escuchaba después, él se puso a prueba tratando de recordar el número de la matrícula del Volkswagen. Una forma de completar una tabla de ejercicios mentales. Llegaron despacio hasta la esquina donde la habían recogido el día anterior.
– Aquí tendrían que pasar a recogerme.
– ¿Algún problema si espero contigo?
– No pasa nada por eso.
– ¿Cómo te llamas?
– Rosemary Moore.
– Tengo que ir mañana por allí a la hora del cierre. Si no estás ocupada, me quedo un rato. Podemos, si quieres, hacer algo cuando hayas terminado. ¿Te parecería bien? Una copa, o dos. Una copa rápida, como se suele decir. Una copita. Un visto y no visto. Hay locales donde sólo ponen copas rápidas.
Esta vez subió en el asiento de atrás. Delante iban un hombre y una mujer, los dos algo mayores que Rosemary Moore, de blanco y azul marino.
Pammy examinó las funciones del tedio. De un tiempo a esta parte se había encontrado afirmando con gran frecuencia que se aburría. Sabía que era un escudo con el que tapaba sentimientos más profundos. No queriendo expresar un malestar convencional, decía una y otra vez: «Qué aburrido, qué coñazo, me aburro.» La pornografía le aburría. Hablar de la violencia la hacía suspirar. Las cosas de la calle, las cosas que veía y que oía un día tras otro la obligaban a tomar sutiles evasivas. Su cuerpo se relajaba de un modo automático. Notar esa lasitud en el momento era como dar otro desvío por el tedio.
La gente, completos desconocidos, le hablaban en el autobús con cierto desapego, un tanto universal, dando a veces la impresión de que se comunicaban con ella como si estuvieran encerrados en un sitio secreto y cerrado.
Volar le producía ganas de bostezar. Bostezaba en los ascensores del World Trade Center. A menudo bostezaba en los bancos, cuando esperaba en la cola a que le tocara el turno de ventanilla. Los bancos le causaban un sentimiento de culpabilidad. Los cajeros y empleados de banca le pedían casi a todas horas que firmase impresos, o que firmase de nuevo impresos que ya ostentaban su firma, o que volviera a dar prueba de su identificación. Era su propio dinero el que deseaba retirar, obviamente, pero aún estaba pendiente esa burbuja de nerviosismo, de culpa, y aún estaba presente esa honda preocupación en torno a su nombre, su caligrafía, y la sensación de que el contenido esencial de su personalidad estaba a punto de revelarse, y de que aún tendría que pasar un rato haciendo cola con otras dos docenas, tras los cordones de seguridad, bostezando decorosamente, como una sospechosa.
Pammy oyó a Lyle en el pasillo, fuera. Se inclinó hacia delante y cerró la puerta del cuarto de baño. Lyle entró en el apartamento, recorrió el vestíbulo, se paró ante la puerta, la abrió. Ella puso cara de mono y soltó una serie de chillidos de pánico, a la vez que daba un brinco sentada en la taza. Él cerró la puerta y fue al dormitorio.
– ¿Qué me vas a regalar por el día de san Valentín? -le gritó ella.
– Una vasectomía -repuso-. ¿Estamos ya en febrero?
– Ojalá.
– ¿Por qué?
– Así habrían terminado nuestras vacaciones.
– ¿Y por qué?
– Porque ya sé que no te vas a tomar siquiera unos días.
– Ve tú a donde quieras.
– ¿Y tú? ¿Qué harás?
– Trabajar -dijo él.
Ella salió del cuarto de baño. Él la siguió hasta la cocina imitando fintas de boxeador, de peso ligero, con la pelvis echada hacia atrás, para no caer en el engaño primigenio. Se sujetaron uno al otro ante la nevera abierta.
– Qué bueno, un poco de cheddar.
– ¿Qué es eso?
– Schnapps de brandy.
– La repanocha.
– Cuidado.
– Si me has empujado tú…
Fueron al cuarto de estar, cada cual con algo de comer y de beber. Lyle encendió el nuevo televisor y se sentaron a ver las noticias de la noche. Pammy pasó un mal trago, avergonzada por alguien a quien hacían una entrevista, un hombre con un defecto de dicción. Se tapó las orejas con las manos y apartó la mirada. El aparato del aire acondicionado hacía un ruido retumbante. Lyle lo apagó. Fue entonces al dormitorio y allí vio la televisión durante un rato.
– ¿Estás viendo esto? -le gritó ella.
– ¿El qué? No.
– La esthéticienne.
– No.
– Pues ponlo, corre.
– Maldita sea, marisabidilla; sólo se puede ver una cosa, no dos al mismo tiempo.
– Anda, ponlo, en el siete.
– Luego, que estoy viendo otra cosa.
– ponlo, ponlo -insistió-. Corre. Corre, en el siete, so bobo.
Fundirse con los objetos les daba una sensación parcial de compartirlos. No apartaron la mirada de sus respectivos televisores. Sin embargo, los ruidos los unían, un ciclista que arrancaba con brío, el descenso del avión que perdía altura desde sus más de ocho mil metros de altitud transatlántica, haciendo ondear las imágenes en sus pantallas. Los objetos eran inertes, algo desprovisto de memoria. La mesa, la cama, etcétera. Los objetos sobrevivirían al que muriese primero de los dos y recordarían al otro con qué facilidad puede la vida partirse y dividirse. Tal vez, la muerte era lo de menos; tal vez contaba más la separación. Sillas, mesas, cómodas, sobres. Todo era una experiencia en común, que los aunaba a pesar de sus desvíos y rodeos, el sesgado aparato de sus acuerdos. Quedaba fuera de toda duda que estaban de acuerdo, infidelidad y deseo. Ni siquiera era preciso diferenciarlos. Su cuerpo, el de ella. El sexo, el amor, la monotonía, el desprecio. El embrujo en el que había que sumirse estaba allí fuera, entre las caras no memo-rizadas, entre los paralelepípedos uniformes del ser. Ese espacio, su dulce y mercenario espacio, era medio encantamiento, era el sueño casi común que habían afrontado durante años. Sólo las ausencias se compartían plenamente.
– ¿Qué pasa en Duelo? -dijo él-. Últimamente no me cuentas nada.
– Ethan y yo hemos sellado un pacto de confidencialidad. Ha dejado de existir por lo que a nosotros nos concierne.
– Os habéis desfondado antes de llegar al descanso del partido. Estáis en medio de un mini subidón. Además, habláis de diversificar.
– Espera, que baje un poco.
– ¿El qué?
– Que no te oigo.
– Hablaba de diversificar.
– ¿Y eso qué es? ¿El Dow Jones o los otros?
– Atracciones temáticas -dijo él-. Forma parte del pían plantígrado, pendiente de lo que digan los que recopilan datos.
– No lo creo.
– Un rancho de fantasía en el condado de Santa Mesa, Arizona. Fantasías de Duelo. Que la gente se disfrace para manifestar sus penas.
– Ja, ja, ja. Ya sabía yo que a veces eres tonto.
– No tengo tiene. [2]
– Nunca comemos paella [3] -dijo Pammy-. ¿Te acuerdas de aquel local que había en Charles? ¿O estaba en la 4 Oeste?
– Puede que en la esquina -dijo él-. SÍ es que hacen esquina.
A ella, su padre siempre le había producido ganas de bostezar. Cada vez que tomaba el teléfono para llamarlo, notaba que la boca se le desencajaba de pura «fatiga», «tedio», aburrimiento sin paliativos, sus contramedidas de turno frente a una emoción imperiosa. Vivía entonces cerca de la punta norte de Manhattan mentalmente deteriorado y afligido, un hombre que prefería los gestos a las palabras. A lo largo de sus visitas, él respondía a la mayoría de sus preguntas por medio de las manos, indicando que tal cosa estaba bien, que tal otra no estaba mal, que aquélla era un problema de tomo y lomo. Asentía, sonreía, le mostraba a su hija el contenido de varias cajas de puros y de bolsas de la compra. Por teléfono le suplicaba que le llevara documentos. Partida de nacimiento, cartilla de ahorros, tarjeta de la seguridad social, carnets de varios clubes, pólizas, planes de jubilación. Ella le recordaba dónde estaba cada cosa no sin antes haber aprendido a apaciguar su desesperación hasta que rebasaba los tensos límites de su paciencia. Algún tiempo antes de que muriese, ella supo gracias a uno de los vecinos que a menudo se plantaba en una esquina y pedía a cualquiera que Se ayudase a cruzar la calle, aunque no tenía tara física de ninguna clase. Se enganchaba del brazo de quien fuese y caminaba hasta la acera de enfrente, y luego seguía él solo, despacio, hasta la siguiente esquina, donde de nuevo esperaba que alguien se prestase a cruzar con él. Ojalá, se dijo ella más de una vez, no lo hubiera sabido. Era algo que daba a entender una falla por su parte, algún defecto de amor, de implicación, de forma. Nada más marcar su número de teléfono se echaba a bostezar reflexivamente. Fuera cual fuese la fuente puntual de ese temblor mecánico, ella había aprendido a aceptarlo, a tenerlo por parte del envejecimiento y del deterioro en el ancho mundo del dolor ajeno.
– Está verde -dijo ella.
Lyle estaba sentado, leyendo, junto al televisor que ella miraba. Ella se encontraba de cara al aparato y de cara a él. El libro que leía era de ella, una historia de la danza. Ella lo miraba de reojo cada vez que él pasaba página.
– Pues llámalos.
– Tiene colores muy vistosos.
– Gracias. Visto lo que me ha costado…
– Son colores desgastados, abrasados.
– Tendremos que conectarlo -dijo él-. Hay que engancharlo a la antena del tejado.
– El tejado es un bosque de antenas.
– Ya se lo encargaré a un técnico.
– Está verdoso, está rosado, está anaranjado.
– La antena general, como quien dice «general antena».
Pammy se recostó. Se tumbó y flexionó las piernas, primero una y luego otra, como si hiciera ejercicios de calentamiento. Se puso las manos en la cabeza y movió las piernas más deprisa, pedaleando. Al cabo de un rato se puso en pie, se quitó los vaqueros e hizo ejercicios de estiramiento. Lyle tuvo una erección. Ella se sentó y vio el televisor. Casi había oscurecido. La camioneta de Mister Softee estaba en la calle.
– Jadear, jadear.
– No estás en forma.
– Estoy en una forma lamentable -dijo ella-. Si te lo dijera, no te podrías creer lo que hay dentro de ese cuerpo. Qué desastre de tiparraco reseco, envejecido, inútil. Está ahí abajo, ¿lo oyes? Pues te voy a hacer papilla, hijo puta. Me gustaría llamar a alguien. Atrepella a un perro, camioneta, a ver si el dueño te descerraja un tiro, y a pitar a la vía.
– Va, pues quéjate.
– O te muestras más amable o no te presto el libro, que es mío.
– Estoy diciendo que te quejes. Llama a los de Mantenimiento Broadway. Vendrán con una bombilla de recambio el martes que viene.
Ella concentró su atención en algo que había en la alfombra, y se inclinó a recoger pelusillas desprendidas del tejido.
– Mírame cuando me hablas. Aparta la nariz de esa adquisición, que es mía. Nos hace falta detergente especial para esta alfombra, y aún está por comprar la cera aquella de la que te ibas a encargar tú costara lo que costase.
– Es que a ti se te olvidaría. Saldrías a comprarla y volverías cargada de fruta.
– Tú a lo tuyo.
– Es lo único que compras.
– Pues la compras tú.
– Tú vuelves a casa cargada de fruta, comprada para colmo al mayor; lo anuncias a los cuatro vientos como si fuese el no va más y te pones a lavarla con tus canciones rituales de lavado, para dejarla después en el cajón de la nevera, abajo, para que se encoja y se pudra. Siempre igual.
– Se llama crisper, pelao.
– Es un cajón normal y corriente. El compartimento de la fruta, nada más.
– Es un crisper, soplapollas.
– Anda, mira la tele.
– Está verde, mira.
– Sintoniza mejor, tú.
– Está todo de un verde que da grima -dijo ella.
Siguieron de cháchara, hicieron ruidos varios un rato más, se levantaron, caminaron, se acostaron, comieron y bebieron algo, chocaron uno con el otro y gesticularon, he aquí el vulgar despropósito de sus veladas, un retiro alejado del estrés y del lenguaje. Pammy miró a Lyle reacomodarse cerca del televisor. En pantalla, un talk-show en el que la gente hablaba de impuestos. Algo había en la conversación que a ella le daba vergüenza. No atinaba a saber de qué se trataba exactamente. Nadie decía estupideces, nadie tenía un defecto de dicción. No había anuncios de las instituciones públicas en los que aparecieran atletas que enseñaran a jugar al baloncesto a unos niños retrasados mentales. No era que una mujer hablase dándole patadas a la gramática acerca de sus tres hijos, recién fallecidos en un incendio. (Se preguntó sí se había vuelto tan compleja como para poner la muerte por delante de la gramática.) No, aquellas personas hablaban de impuestos, pero daba vergüenza verlas, oírlas. ¿Qué estaba pasando en aquel pequeño plato iluminado por los focos, qué era lo que le causaba tal desazón, tal embarazo? Se tapó las orejas con ambas manos y miró a Lyle, que leía enfrascado el libro.
A la mañana siguiente, temprano, él estaba con Rosemary Moore en un local de vigas vistas, falsas, Oscar's Lounge, con un escudo de armas por encima de la barra, sentado en una mesa, en un rincón oscuro, observando con solemnidad al resto de los clientes. Un camarero iba y venía, entraba y salía por las puertas batientes que conducían a las cocinas, y hablaba con gran enojo cada vez que aparecía, cabreándose de nuevo antes de entrar otra vez. Escucharon durante un rato su discusión con el chef invisible.
– Éste es uno de esos sitios -dijo Lyle- donde el ketchup siempre sale del frasco sin que tengas que golpear la base. No me preguntes qué quiere decir, pero te aseguro que es cierto. Me gusta esta especie de igualdad sobrenatural que hay en este tipo de sitios. Es algo me-tafísico.
– Mi copa está bastante fuerte.
– Iré a por otra.
– No, no pasa nada.
– No es problema, ya voy a por otra.
– Que no, que da igual. Está bien así.
– Da igual, Lyle. Así está bien, Lyle -dijo él-. Hoy nos llamamos por nuestro nombre de pila, ¿vale?
Todo lo que él decía y hacía a ella le parecía bien. Bien estaba ir a tomar una copa mientras la cosa no se alargase. Caminar hasta allí estuvo bien. El local estaba bien; bien estaba que se hubieran sentado en la barra, o en aquella mesa del rincón. Volvió a producirse un silencio mientras miraban a los demás clientes. Todo el mundo parecía estar pasándolo mejor que ellos. Era difícil precisar si Rosemary se sentía incómoda o no. Había matices de pasividad que iban de lo cordial a lo sereno; ella parecía en el medio, inexpresiva, indiferente.
– ¿Y cuánto tiempo llevas en la empresa?
– Desde hace unas tres semanas.
– ¿Y qué hacías antes?
– Tenía un trabajo en el que me pasaba el día entero pegada al teléfono, hablando con compradores. Una locura. Luego fui azafata, cosa que al principio estuvo bien, más que nada porque conoces sitios distintos. Luego, una amiga me consiguió un empleo en una agencia naviera. No estaba del todo mal, pero pillé una mononucleosis. Pasé algún tiempo trabajando sólo a tiempo parcial. Luego me salió esto.
– Esperamos que te quedes mucho tiempo con nosotros.
– Eso habrá que verlo.
– ¿Tú fumas, Rosemary? Ves, yo te llamo por tu nombre. Es preciso que no lo olvidemos.
– Hay gente que no lo puede dejar nunca. Yo fumo unos cuantos días seguidos y luego lo dejo. Volverte adicta a las cosas es algo propio de tu personalidad. Yo no lo puedo dejar del todo.
– ¿Dónde vives?
– En Queens.
– Claro, claro.
– Tendrías que ver qué alquileres, qué diferencia.
– Mi poderío va a más con los años.
– Pero antes hay que llegar de una pieza.
– ¿Y cuándo eras azafata? Ya habías llegado, entera y verdadera. Vivías en un edificio altísimo con otras cuatrocientas chicas, todas con sus uniformes almidonados. Siempre pegadas al teléfono. Perdona, cielo, es que estoy de guardia. He de tomar el autobús rumbo a San Juan.
– Tengo la suerte de que mis amigos tienen coche -dijo ella-. Si no fuera por el tráfico…
– Yo no me fío de esos puertorriqueños que se comportan, allí, como si fueran gente civilizada. No me molesta la música cha-cha-cha, pero cuando les da por los plátanos machos, plátanos verdes, me pongo malo. Los federales tendrían que hacer algo para ponerle remedio. Eso de que las cáscaras de plátano te caigan encima desde los compartimentos del equipaje, por no hablar de las que se quedan en los asientos, dentro del forro arrugado… ¿Conoces esos forros arrugados?
El camarero los miró un instante y lo llamaron por señas. Les llevó otras dos copas. Lyle notó una extraña desolación que se apoderaba instantáneamente de él. Permanecieron un rato en silencio. Vio a un hombre sentado en la barra que se metía en la boca un cubito de hielo parcialmente derretido.
– Es la última -dijo Rosemary.
– Si te parece demasiado fuerte, le diré que te la cambie.
– No creo que lo esté.
– ¿Quieres fumar?
– Acabo de terminar uno, pero de acuerdo.
– ¿Cómo conseguiste este trabajo, el de ahora, si no te importa que lo pregunte?
– Por el hermano de una amiga.
– ¿Estaba ella en la empresa, o estaba él?
– Él se dedicaba al mercado de valores, aunque no con nuestra empresa.
– Puede que lo conozca.
– No sé -dijo ella.
– ¿Cómo se llama?
– George Sedbauer.
– Ya ves cómo me acabo de quedar -dijo él-. Es el tipo al que le pegaron un tíro.
– Lo sé.
– Su hermana estaba con un amigo tuyo, tú conociste a George a través de ella, él más o menos te recomendó, o le pasó tu nombre a alguien.
– No, él me dijo incluso a quién tenía que ir a ver. r -¿Lo conocías bien? Yo no lo conocía de nada, pero un amigo mío sí!o conocía, y hablamos de lo que pasó después de que pasara. Frank McKcchnie se llama. En esa misma barra del bar.
– Yo lo conocí en una especie de fiesta. Nos presentó su hermana, lanet. Él estuvo muy amable. Me hizo reír.
– ¿Hace cuánto de eso?
– ¿Dos años? No lo sé.
– Pues tuviste tiempo de sobra para tratarlo y conocerlo a fondo.
– Me gustaba su sentido del humor. Macabro -dijo ella-. George sabía ser macabro.
Fugazmente, envidió a Sedbauer sin importar que estuviera muerto. Siempre le causaban envidia los hombres capaces de hacer algo para impresionar a una mujer. No le gustaba oír a una mujer hablar favorablemente de otro hombre, ni siquiera cuando no conocía al otro, ni aunque fuera un tipo desfigurado, viviera en la cuenca del Amazonas o estuviera muerto. Ella apartó la cara para expulsar el humo. Salió el camarero de la cocina hablando por los codos.
– ¿Y qué tal si comiésemos algo, eh? Me gustaría oírte contar más cosas. Podemos ir a comer a un sitio decente, si quieres. Sólo pensé que este sitio nos quedaba a los dos a mano, además de que no era la hora del cóctel y de los enjambres de moscones.
– De veras que no me puedo quedar.
– ¿Otra copa, pues?
– Ésta está todavía llena.
– Me encantaría oírte contar más cosas.
– ¿Sobre qué?
– Sobre ti, claro. Me parece interesante que conocieras a Sedbauer. Yo estaba a pocos metros de él cuando murió. El tipo que le pegó el tiro era visitante de George aquel día. ¿Estabas al tanto?
– Pues sí.
– A mí me parece interesante. Me pregunto qué pudo pasar entre ellos. George tenía problemas con la Comisión, eso lo sabrás también. ¿No lo sabías? La Co misión de Directores de Bolsa. Parece ser que George tenía alguna manía que otra, o que era algo rarillo, vaya. No era el miembro corriente, el que paga sus cuotas y se ahorra complicaciones. Me pregunto en qué andaría liado con ese tipo que llevaba una chapa de visitante y una pistola en el bolsillo. Todos sobrevivimos a esos malditos días sin hacernos preguntas. Está todo organizadísimo. Hasta el ruido está organizado. A mí de veras me gustaría hacer alguna pregunta que otra, qué es eso, qué es aquello, dónde estamos, qué vida es la que llevo, por qué. Era una pistola de juez de atletismo, sólo que retocada. ¿Lo sabías?
– Sí.
– Mírala, ha dicho que sí. Pues qué bien informada estás. Y ahora, los dos muy educados dicen a la vez: ¿la cuenta, por favor?
Ella sonrió un poco con todo eso. Un progreso, pensó él. No era macabro, seguramente no, pero tenia un no sé qué sin duda propio y particular.
Pammy estaba redactando una de las cartas publicitarias para distribución por correo sobre la pena causada por la pérdida de un ser querido. Lo crucial era lograr que el cliente pidiera un folleto de Gestión de Duelo titulado «Para él, todo acaba el día en que muere; tú en cambio has de plantar cara al mañana». El panfleto peroraba sobre la muerte, definía el asunto conocido como gestión del duelo y el trastorno y ofrecía un resumen detallado sobre los programas de la compañía («Déjate ayudar a superarlo: ponte en manos de un profesional») y un listado de las sucursales regionales. Costaba un dólar.
Pammy había escrito el folleto meses antes. En uno de sus momentos de grandeza ficticia, Ethan lo había calificado como «un clásico sobre el desapasionamiento y el tacto». En la oficina, otros habían dicho que era demasiado «elemental y técnico», que parecía un cuadernillo de cuatro páginas sobre condensadores de radio para una publicación especializada.
– La muerte es una experiencia religiosa -había dicho Ethan-. También es algo elemental y técnico.
Hay un elemento que deja de funcionar técnicamente y te mueres. Una consecuencia lógica.
En un contexto en el que cada frase es susceptible de adquirir un sentido espantosamente cómico, a ella le parecía que no lo había hecho nada mal. Su trabajo, considerado en conjunto, era de puro chiste, al igual que lo era el entorno en el que lo desarrollaba. Sin embargo, estaba orgullosa de ese folleto. Había mantenido un tono de atinada sensatez. En casi todas y cada una de sus frases anidaba una verdad. No había consentido que se imprimiera a dos tintas. Si alguien quisiera dar propaganda a la angustia y a la muerte, y si alguien quisiera que sus sufrimientos fueran debidamente gestionados, todo el mundo debería dedicar a todo el asunto la necesaria discreción y el buen gusto de rigor.
– Dilo, dilo.
– Maine.
– Dilo otra vez -dijo él-. Por favor, ahora mismo, deprisa, por lo que más quieras.
– Maine -dijo ella-. Maine.
Había actividad en el parqué. Lyle dejó el puesto 5 y se detuvo ante el teletipo. Un mensajero joven pasó de largo; era rubio, con la melena por los hombros. Lyíe apretó la tecla E, luego GM. Para pasárselo a Ethan. El papel salió escupido y luego se detuvo. Hubo un segundo nivel de ruido, vítores y aplausos. Dio un paso atrás para echar un vistazo a la galería de las visitas. Una mujer atractiva, sentada tras la mampara de cristal blindado. Miró la impresora mientras regresaba a su puesto. La variedad del día. Los números salían en orden por la pantalla de anuncios. Come, come. Caga, come, caga. Nos alimenta en decimales. Agredir, enturbiar, enconar, decretar. Come, come, come.
V.R GM-12.33 2524
106.400
10.10 69
12.30 70
10.12 68 ½
12.33 + 70 + 1 ½
Se dirigió a la zona de fumadores, donde vio a Frank McKechnie de pie junto a un grupo bastante ruidoso, mordiéndose los pellejos del pulgar. Lyle aisló a dos de los integrantes del grupo y comenzó a realizar una de las rutinas aprendidas en la banda sonora de una comedia que había comprado recientemente. Era algo que, a su juicio, hacía francamente bien. Se adecuaba a las mil maravillas con su actitud pulcra, con la manera neutra con que su mirada registraba la presencia de un público. Era capaz de leer su deleite ante su reserva e independencia, la incongruencia del humor implícito. Comenzaron a formar corro. Lo miraban a los labios. Un tercer integrante se aproximó atraído por la risa, Lyle terminó la actuación antes de tiempo y se acercó a McKechnie, quien contemplaba el humo que se elevaba sobre la congregación.
– Así que ¿en qué estamos?
– Pues… quién sabe.
– Estamos dentro -dijo Lyle.
– Eso puedes darlo por sentado.
– Es evidente.
– Es evidente, porque si estuviéramos fuera los coches se me estarían subiendo por ¡a espalda.
– El mundo exterior.
– Así es -dijo McKechnie-. Pasan las cosas sin que uno pueda hacer nada. Sólo cabe esperar y confiar en que la cosa no se ponga cruda.
Lyle no sabía con demasiada exactitud de que estaban hablando. Intercambiaba a menudo con McKechnie diálogos de esa clase. En todo momento examinaba a su amigo con atención. McKechnie parecía tomárselo muy en serio. Él sí daba la impresión de saber de qué estaban hablando.
– Quería preguntarte por el tipo que le pegó el tiro a Sedbauer.
– Hoy sale a toda página en el periódico.
– Visitante del propio Sedbauer.
McKechnie hizo un gesto con el pulgar y el índice, como si trazara un titular de prensa.
– El misterio del asesinato en la Bolsa se desenreda despacio.
– De momento, me gusta.
– Pistolero, de oscuro origen, dum dum dum, que llevaba encima, no te lo pierdas, una bomba dum dum. Se sospecha de una red de terroristas. Su identidad es aun confusa. Se buscan vínculos, tachan. El tipo se niega en redondo a decir ni pío, a ver a un abogado, a salir de su celda.
– ¿Que llevaba una bomba encima? ¿Cuándo?
– Cuando lo detuvieron. Tras disparar contra George. Estaba allí plantado como si tal cosa. Con un paquete de explosivos miniatura. Cito textualmente.
– Pues no veas.
– ¿En qué estamos, Lyle, como tú mismo dijiste con tan bellas palabras?
– Estamos dentro.
– ¿Y dónde queremos estar?
– Dentro.
– Respuesta correcta en ambos casos.
– Me las había preparado.
– Pues ahora sólo cabe esperar y ver si la cosa se pone de veras cruda -dijo McKechnie-. Otra cosa no se puede hacer. Yo ya me he preparado para poner barricadas. Tenemos un grave problema de salud en la familia. Además, a mi hermano se le están amontonando las deudas de juego. Ha empezado a hacer llamadas telefónicas a medianoche, con abundantes susurros y sollozos. Los corredores, los tiburones prestamistas, las amenazas. Todo muy edificante. Los intereses ascienden a cada hora que pasa. Luego tengo a mi hijo mayor, que de entrada padece una sordera considerable y que ahora, de golpe y porrazo, ha aparecido sentado en el suelo de su cuarto, mirando a la pared como un pasmarote. La semana pasada dos veces. Le cuesta mover los brazos. No quiere hablar de nada. Aún es joven para haber tomado drogas. No es un problema de drogas. Lo llevamos al médico. Le hicieron todos los escáneres y demás pruebas que hacen ahora. Nada concreto. Hemos empezado a pensar en un psico especializado en niños. ¿Has tenido alguna vez la sensación de estar pillado en un torno que cada vez te aprieta más? Yo voy por ahí y no hago más que pensar en lo que ha pasado.
– Intentemos comer juntos la semana que viene.
McKechnie redujo la colilla de su cigarro a una mota de tabaco y una mota de papel, que tiró al suelo. Dio un salto con un pie y se posó sobre las motas.
– ¿Te ha gustado?
– Muy avanzado -dijo Lyle.
– Antes se me daba mejor. Tendrías que haberme visto.
– Pero es algo que no podrías hacer en el mundo exterior. Te señalarían con el dedo y te llamarían majareta.
– De hecho, ¿por qué no comemos juntos ahora mismo? En el piso de arriba.
– Yo ya nunca almuerzo arriba.
– ¿Por qué no?
– Pues no lo sé, Frank.
– Alguna razón tiene que haber.
– Supongo.
– Pero no sabes por qué.
– Sencillamente, hace tiempo que no voy ahí arriba.
– Lyle, no es que yo sea exactamente un promotor de costumbres sociales más bien reprimidillas. No tengo licoreras llenas de jerez que sirva en un carrito a mis invitados, que han aparcado sus Bentleys a la entrada. Pero te aseguro que no hay nada malo en almorzar en la Bolsa. Es bastante civilizado, y algo es algo.
– Es que está dentro.
– Está dentro, de acuerdo. Queda a mano, es rápido, es bueno, es agradable y es casi casi, qué quieres que te diga, es casi elegante, joder, lo cual no es moco de pavo en los tiempos que corren. Así que deja de portarte como un botarate. Hablas como un bobo.
– A mí no me jodas, Frank.
Pammy fue a cenar con Ethan y Jack. Fueron a un local del SoHo. Estaba emocionada. Cenar fuera, uau. En algún lugar impreciso de su conciencia en vigilia relucían destellos de anticipación cada vez que Ethan y Jack entraban en una sala, o cuando cogía el teléfono y era uno de los dos quien llamaba. La mayoría de las personas que poblaban su vida eran presencias desalentadas. Estaba deseosa de pasar un buen rato con los dos. Si Ethan dejase alguna vez su trabajo, ella se sumiría en el estupor y en el mutismo.
El restaurante estaba lleno de plantas colgantes. Llegó una joven con el vino y les dijo que los platos que habían pedido aún tardarían un rato.
– Es que se ha declarado en el sótano un pequeño incendio, con bastante humo. El personal de cocina está en plena discusión sobre si conviene o no mear encima para apagarlo. Yo me he negado, a menos que instalen un columpio. El lanzamiento a distancia no es lo mío. Mira, ahí está Peter Hearn, el artista conceptual, con su perro, Alfalfa se llama. Nunca consigo descorchar la botella sin romperme por los peores sitios por los que se puede una romper, a menos que el sexo no te parezca un asunto importante. ¿Te has fijado alguna vez cómo descorchan, poniéndoselas entre los muslos? Yo lo siento mucho, pero me niego. Es degradante. Me inclino un poco, que ya es bastante grotesco. Todo lo que vaya más allá está fuera de toda discusión, olvídalo, tendrás que irte con la música a otra parte.
Empezaron a tomar vino. El humo se colaba en la sala, pero nadie se marchaba de momento. A nadie se le servía la cena. Todo el mundo parecía sentirse obligado a hacer chistes y a beber un poco más deprisa que de costumbre. No sería posible permitir que evolucionara una situación así sin los comentarios cómicos de rigor, sin un poso de histeria y sofisticación. Los labios de Ethan fueron deslizándose hasta encajar en forma de sonrisa. Al otro extremo de la sala, una mujer tosió y agitó un pañuelo. Jack le llevó la botella vacía a la camarera, que volvió con otra que abrió el propio Jack. Pammy se preguntó si tendría manchas en la cara. Le pasaba a veces con el vino. El hombre que acompañaba a la mujer que tosía pidió otra ronda. Otro salió del sótano y comenzó a llevarse las plantas por la puerta de la calle. Llevaba insertada, bajo el labio inferior, una aguja de casi cinco centímetros de largo, un ornamento de alguna secta, que apuntaba hacia abajo en un ángulo de entrada de unos cuarenta y cinco grados. Jack golpeó la mesa y apartó la mirada tratando de contener la risa. El hombre dejó las plantas en la acera y volvió a recoger más. A Jack se le escapó el vino de la boca. La sala se iba llenando de humo. Había ruido en la calle, luego hubo gruesos rayos de luz entrelazados. Aparecieron unos diez bomberos. Pammy se echó a reír como si masticara el aire, la cara resplandeciente, clara, radiantemente sana como piedra roseta. Los bomberos fueron de un lado a otro, chocando entre sí. Ethan se ventiló otra copa. La sala parecía haber disminuido físicamente con la entrada de los bomberos. Eran de tamaño descomunal, con sus cascos y sus botas, sus pasos recios, y se movían como si llevasen esquíes. Pammy no podía dejar de reírse. Los bomberos despejaron el lugar más bien despacio. Todo el mundo tosía, con copas y botellas en las manos. Salieron en fila, decepcionados ante la ausencia de aplausos.
Era de noche. Había unas doscientas personas en la calle, Jack se encaramó al pescante que había en la trasera de uno de los camiones de bomberos. Se columpió de la barra vertical. El alborozo que se habían llevado a la calle se disolvió en cuestión de minutos. Ethan y Pam echaron a caminar por la calle, pero Jack no quería bajarse del camión de bomberos. Desde allí daba órdenes y emitía un ruido de sirena. Nadie le hacía ni caso. El hombre de la aguja bajo el labio salió con la última planta del local. Los bomberos arrastraron una manguera desde la boca de agua de la esquina. Ethan se plantó mirando a Jack, con una distancia cada vez mayor en la mirada.
– Me pregunto qué habrá sido de la lluvia que anunciaron -dijo Pammy.
Jack por fin se reunió con ellos. Doblaron una esquina y pusieron rumbo al sur, hacia Canal Street y la posibilidad de coger allí un taxi. De pie ante los edificios de hierro forjado había grandes cilindros de cartón que contenían residuos industriales de las fábricas albergadas en los lofts de la zona. Jack cargó contra uno de ellos, dándole un empellón con el hombro y derribándolo. Siguieron despacio mientras él hacía eses de lado a lado, tropezando con los contenedores. Al pasar Grand Street saltó por encima de un contenedor volcado y viró con precisión, el antebrazo extendido, agachado, para abalanzarse contra un cubo metálico de basura. Pammy se fijó entonces en que Ethan no había cambiado de paso, y tuvo que apretar el suyo para alcanzarlo. Jack estaba sentado en el bordillo y se sujetaba la rodilla. El cubo había caído de costado y rodaba levemente para adelante y para atrás, buena parte de su contenido todavía intacto, dentro, señal de su peso considerable. Para Pammy era en cierto modo de cajón. Jack parecía disponer siempre de reservas enormes de energía por despilfarrar. Para liarse a golpes con los cubos de basura. Lo vio ponerse en pie a duras penas. Aunque no había ni rastro de un taxi disponible, Ethan se asomó al poco tráfico de aquella hora con el brazo en alto.
– ¿Esto lo hace a menudo?
– Los martes y los jueves -repuso Ethan-. El resto de la semana habla en lenguas desconocidas.
Lyle a veces llevaba encima, durante días seguidos, trozos amarillos de papel de teletipo. Observaba los números y los símbolos de los activos, y veía en todo ello una artística reducción del mundo exterior a una mera producción impresa, el modelo codificado de la exactitud según la máquina. Un segundo de estudio, una simple mirada era todo lo que necesitaba para recuperar una impresión de realidad desconectada de la resonancia de sus sentidos. Se retinaba la agresividad, el instinto de posesión. Veía las fracciones, los decimales, los signos de adición y sustracción. Una representación gráfica del mecanismo competitivo del mundo, de los bordes dentados y engrasados de un engranaje, que no estaba a su alcance de ningún otro modo. El papel contenía impulsos nerviosos: un dígito sináptico, un fonema, un punto sin dimensión en el plano. Era sabedor de que a la gente le gusta ver su propia saliva goteante en la trama vista del arte. En la hoja de papel que tenia en la mano no había indicio de las vidas definidas en razón de los objetos que las rodean, hileras mórbidas de inmortalidad. Sólo veía cifras entintadas. Era una propiedad privada por derecho propio, escondida, su particular participación (a un grado de distancia) en el cuerpo animal que resollaba en la noche.
Cuando Pammy llegó a casa, él no estaba allí. Una decepción. Últimamente había descubierto que el material nutritivo de su vida sexual era algo que aportaban los demás, al margen de quién estuviera presente en una fiesta o en cualquier otra reunión u ocasión social. Se preguntó si acaso se habría vuelto demasiado compleja para que en el fondo le importase que los otros fueran homo u heterosexuales. Qué bien estaría, qué bien, que él apareciera en ese momento. No tardó en ponerse a hacer lo que hacía siempre que se incomodaba con Lyle. Se puso a limpiar a fondo el apartamento. Primero fregó el suelo de la cocina y luego el baño. Barrió la sala de estar y, cuando el suelo de la cocina estuvo seco, lavó rápidamente los platos. Era un ciclo intrincado de expiación y de virtud, un retorno a la autodisciplina. Siempre que las cosas se torcían entre ambos, se lo tomaba como una visión previa de lo que podría ser, imaginándose sola, en un apartamento como los chorros del oro, acogedor, donde todo estuviera en su sitio, donde todo estuviera inmaculado, una sensación de férrea independencia claramente manifiesta en toda esa organización. En mitad de la noche, cuando ya era tarde para pasar el aspirador, se dio una ducha, se puso el pijama y se metió en la cama a leer, sintiéndose a gusto consigo misma.
Llegó Lyle.
– Tienes manchas en la cara -le dijo. -Te vas a llevar una.
– ¿Qué estás haciendo? ¿Cómo es que aún estás despierta? Es increíblemente tarde. Ahí fuera al menos es tardísimo. Tendrías que verlo. Anda, ve a la ventana y compruébalo. No, mejor que no. Así no te enterarás de nada. Quédate donde estás.
– Y ahora va y resulta que viene con ganas de hablar.
– Estuve en el centro. Estuve dando vueltas hasta ahora. Y qué tal te ha ido, preguntará ella. Bien, pues para empezar te diré que por fin ha refrescado, soplaba una brisa del río, no había nadie por ninguna parte, algún que otro borracho al principio, pero luego nadie, un coche, otro, otro coche en busca del túnel. El distrito, por fuera, es como el final del tiempo organizado, pero sólo por fuera, ojo. De noche es más bien como si a alguien se le hubiera olvidado qué sé yo. Se han ido todos. El misterio, eso es, del por qué todo el mundo abandonó esos magníficos pueblos.
– ¿Y por dentro?
– Pasan cosas. Hombrecillos con gafas de sol.
– Fascinante, qué perspicacia tiene el tío.
– ¿Qué te pasa, carita manchada? ¿Es que te fastidia mi falta de consideración? Te llamé y no estabas.
– Tendríamos que salir más a menudo.
– Ahí fuera no hay nada. A eso es a lo que iba. Se han ido todos. Se oyen batir las puertas por efecto del viento. Los científicos están perplejos.
Lyle cultivaba una particular suerte de autodominio. Como corolario de su extrema presencia de ánimo, construía un espacio que lo separase de la mayoría de las personas con las que probablemente tendría que lidiar a lo largo de un día normal y corriente. Era consciente de su andar estudiado por los pasillos de la sede de la empresa. Encantado de la vida parodiaba su propio talante volviéndose de pronto hacia una cara o dejando caer de pasada una mirada de anemia. Se le antojaba gratificante pararse en medio del parqué, por ejemplo durante un momento de descanso en plena sesión, o después del trabajo en un bar del distrito financiero, y notar cómo a algunas personas les gustaba exhibir sutilmente la relativa proximidad que tenían con él, mientras otras, al percatarse de su distanciamiento, o dándolo por hecho, optaban con gran diligencia por mantener las distancias rituales.
El camarero, de casi metro noventa, inclinó ligeramente la cabeza al tomar nota.
– Yo quiero algo así como del espacio exterior -dijo Lyle-. ¿Qué es un zombi? Da igual, tráigame uno.
Rosemary Moore pidió whisky con agua. Su jefe, Larry Zeltner, pidió un gintónic para él y otros dos para las dos chicas, de las que Lyle sólo sabía que se llamaban Jackie y Gail. Se había encontrado con ellos en el ascensor cuando se marchaba de las oficinas con Rosemary. Zeltner propuso que fueran todos a tomar algo. Lyle se mostró de acuerdo enseguida, tratando de dejar claro que Rosemary y él habían entrado juntos en el ascensor por pura casualidad, igual que ellos tres.
– Es lo que ya dije por la mañana -dijo Zeltner-. Es lo que siempre digo yo: ¿quién lo hará? Que alguien se ocupe de hacerlo y me tienes de tu parte. Si no, adiós muy buenas. Además está la situación reinante: qué total alcanzamos, quién se reconcilia con quién, dónde hay que apretar los indicadores.
Lyle se empeñó en conversar con Jackie, que no era atractiva. No supo por qué tomó esta precaución, ni supo qué significaba exactamente. Le pareció que era una opción segura. Se terminó la copa antes de que los demás mediaran las suyas. Jackie parecía estudiarlo mientras hablaba, medir su grado de atención, preguntarse por qué sus respuestas se habían reducido a meros gestos de asentimiento, a razón de tres cada diez segundos. Rosemary dijo que se tenía que marchar. El no dio el menor indicio gestual. Zeltner le dijo que no se molestase por el dinero, que la invitación corría de su cuenta, etcétera. Lyle la vio salir por la puerta. Ella no había dado a entender a ninguno de los demás, de ninguna manera, que hubiera cruzado nunca una sola palabra con él. No estuvo seguro de que fuese por deseo expreso o de que formase parte del código social prevaleciente en sus relaciones con los demás.
– Caramba -dijo-. He te tomar el tren. Tengo que ir al quinto pino a ver a un amigo mío y a su mujer. Tienen toda clase de problemas. Dios del cielo, odio los hospitales. Tienen al hijo hecho un cromo. La mujer tal vez tenga algo grave. Le dije que iría sin falta esta noche. Larry, almorzamos cuanto antes, sin falta.
Dedicó una sonrisa a las mujeres, dejó dinero sobre la mesa, salió con prisa, procurando desgajarse del pequeño desastre de su parlamento. En las calles, hora punta. Llegó casi corriendo hasta la esquina por donde pasaba el Volkswagen a recogerla. Tenia el cuerpo erizado de actividad química, chorros de un regocijo desesperado. Ella aún estaba allí, a la espera. De nuevo vio moverse sus propios labios al hablar con ella, como si hablara a través de un agujero abierto en el aire. Rosemary se puso las gafas de sol.
Tomaron un taxi con rumbo a la parte alta de la ciudad. Estratégicamente, él había elegido un bar cercano a la embocadura de! puente de Queensboro. Parecía idóneo para tratarse con ella. Era una de esas mujeres cuya propia ausencia de reacciones concitaba en él la apremiante necesidad de recurrir a tácticas desacreditadas. El taxista se llamaba Wolodymyr Koltowski. Lyle procuró hacer caso omiso del número de Ucencia. Sudaba copiosamente. Por East River Drive, el tráfico era insólitamente maníaco-depresivo, un ramalazo embalado de excitación y de humor suicida. Lyle se sintió a la baja, como le ocurría en los taxis, con una mujer, siempre que el tráfico era demasiado lento, o bien cuando se circulaba a esa velocidad brutal. Se percató de que había olvidado poner unos cuantos sellos a los sobres la noche anterior.
El local estaba atestado. No había mesas libres, no pudieron acercarse a la barra. El no conocía demasiado bien la zona. No sabía qué podía encontrar por los alrededores. Ese espacio inacabado había estado presente durante todo el día, una conciencia negativa. Alcanzó como pudo las copas y volvió a duras penas con ella. Estaba cerca de la puerta, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Se había propuesto no olvidar poner los sellos en los sobres. Contenían facturas. Había rellenado los cheques, quería haberlos puesto en el correo. Pagar una factura equivalía a sellar el mundo para que no tuviera acceso a él. El placer era de interiorización, una afirmación del yo. El momento decisivo era el de poner los sellos en los sobres. Los sellos eran los emblemas de la autenticación. Ella tenía las manos recogidas al frente, el bolso le colgaba de una de las muñecas. Wo-lodymyr Koltowskí. «Cállate», se dijo. La muchedumbre del bar iba en aumento, la presión era cada vez mayor. No parecía que a Rosemary le importase.
Era un desafío lanzado a algo más profundo que la mera virilidad. Que lo reconociera esa mujer, que lo aceptase en su diferencia, que acogiera su presencia en lo más opaco de su fuero interno; ése era el fin hacia el que estaban encaminadas ahora sus pasiones.
Tomaron un taxi para pasar el puente y enfilar por Queens Boulevard. Se bajaron del taxi y caminaron media manzana hacia el norte. Aún había luz diurna. Ella vivía en la planta baja de una casa adosada, idéntica a las del resto de la hilera, con una marquesina de aluminio ondulado sobre la entrada, y sillas de playa apiladas en el vestíbulo.
Había tres habitaciones pequeñas y una cocina grande. Hasta que llegaron, a la cocina, no vio nada que pudiera identificar a Rosemary como habitante del lugar: Rosemary Moore por contraste con alguien a quien nunca había visto, con quien nunca había hablado, a quien nunca quiso tocar, otra mujer completamente distinta, o un hombre disfrazado de mujer, que lo arrastrase de un vestíbulo oscuro a ese abolsamiento de espacio cuadrado, esos matices del gris y del beis. No existía la menor sensación de historia individual, no había narración en las cosas, hábitos intactos en las pertenencias propias.
En la cocina se plantó ante un gran tablero de corcho en el que se veían clavadas entradas de espectáculos, cartas, cajas de cerillas, fotos de Rosemary con distintas personas. Los ecos de su ensimismamiento convergían justo ahí, en apariencia al menos. En una foto aparecía sentada en un sofá entre dos hombres. No había nadie más en la foto, aunque Lyle sospechó que había otras personas presentes en la habitación, además del fotógrafo. Un hombre miraba de reojo, y el semblante medio abotargado del otro indicaba la posibilidad de que hubiera testigos presenciales. El hombre de aire abotargado era George Sedbauer, fornido y con una calvicie incipiente. Lyle había visto fotos recientes después del asesinato. También lo había visto muerto, claro está, aunque no habría sido capaz de identificar a Sedbauer a partir de aquellos instantes en que lo entrevió tan sólo tendido en el parqué. Rosemary le pasó una copa. Sólo llevaba dos cubitos de hielo. No estaría fría del todo. Le hubiese apetecido algo muy frío. Se dio cuenta, de un modo increíble, que había olvidado lo que le iba a preguntar. Tendría que ingeniárselas para retomar el hilo.
– Ése es George, ¿no?
– Sí.
– ¿Y el que está con él?
– La del medio soy yo. El otro es un tal Vilas, o Vilar. Creo que fue un fin de semana, estuvimos en Lake Piacid, me parece. En teoría, íbamos a esquiar. Estamos en el vestíbulo del hotel donde nos alojamos. O puede que sea la habitación. Creo que era la habitación de alguien.
– ¿Quién es el tal Vilas?
– El tipo que asesinó a George.
– Interesante -comentó él.
– A veces se dejaba ver muy a menudo. Otras veces pasaba largas temporadas sin dar señales de vida.
– Pues me parece muy interesante, dijo el joven con los ojos como platos.
– George no esquiaba. Sí, eso fue. Después de hacer todo el viaje, resultó que George odiaba la nieve.
Insegura por algo, había entornado los ojos y miraba a lo lejos. Gesticulaba despacio. Su cara delataba un mínimo abandono cuando se volvió hacia él y se lo encontró mirándola. Era preciso, y él lo sabía, hablar con ella de ella misma. Era alta, más pálida que clara de tez, caminaba envuelta en un gélido caparazón.
Estar a solas con ella era ocupar el centro inmediato de las cosas. No existían gradaciones en esa clase de deseo. Todo viraba en torno a su perfil trazado con tiza. Sería esencial charlar un poco. Se las ingeniaría para alcanzarla de nuevo mediante ese proceso de rellenado.
– A esta copa le harían falta unos once cubitos de hielo.
– No creo que te puedas quedar mucho rato.
– Vayamos al cuarto de estar. Me encantan los cuartos de estar. En realidad, soy un entusiasta. No sé qué les encuentro a los cuartos de estar. Sin un cuarto de estar soy hombre muerto, o poco más o menos.
El placer sensual de la banalidad era un tema merecedor de las más hondas indagaciones. Se demoró en la cocina para verla caminar hasta la habitación contigua. Se sentó frente a ella, a tres metros, a sabiendas de que cruzaría las piernas. Había cigarrillos y licor, necesidades inapelables cuando estaba con ella. Trató de limitar sus comentarios a las consabidas ampliaciones de lo previsible. Se esforzaba por llegar a un estado puro, a una ciencia embrionaria del deseo, quizás llamada a ser conocida como hipnosis recíproca. Cuando ella hablaba, él concentraba todos sus esfuerzos en impostar una cara que le devolviese a ella no sólo cierta idea clara de lo que había dicho, sino también de la persona que lo había dicho, Rosemary Moore, en vestido de tirantes. Se cambió de sitio al sofá para acomodarse al lado de ella. Juntos idearían la construcción del hierro de marcar a fuego el carácter.
– Cuando era azafata y volaba -dijo ella-, o dormía o muy poco o dormía demasiado. A veces me pasaba días enteros durmiendo. Esto es algo más regular. Pero no sé si terminará siendo muy interesante. No hay gran cosa que hacer. Tengo que decidir si me quedaré o no. La gente es muy amable, desde luego. Nada que ver con aquel trabajo que tuve, hablando con los compradores sin parar. Aquello era la locura. Todo el mundo gritaba por teléfono. Y eso es algo que no me gusta nada.
Él le retiró la copa de la mano y la depositó sobre la mesa, junto a la suya. Ella hizo un breve movimiento de cabeza, apartándose el pelo de los ojos o poniendo fin a una secuencia del encuentro para dar comienzo a otra. En el instante en que él la tocó, el tacto se volvió asidero.
Pammy puso los zapatos de claque y la malla correspondiente en su bolso de bandolera. Tenía la clase en la Calle 14 Oeste, dos noches por semana, de ocho y media a diez. Estaba al frente de la clase Nan Fryer, una mujer de cabello erizado y una cicatriz en la mejilla, casi en el mentón. Algunas noches se juntaban hasta cuarenta personas. El estudio se lo alquilaba a un grupo de teatro que respondía al nombre de Tranquilidad Dinámica. Nan era integrante del grupo; atribuía sus progresos en el baile de claque a los sistemas de disciplina ética.
– Saltad, que no os veo. Y arrastrad los pies.
Pammy bailaba frente a un espejo, en la parte posterior de la sala. Su cuerpo se adaptaba a las mallas de baile, uno de los contados cuerpos que asi se dejaban ver sin tapujos. Practicaba un ejercicio en el que intervenía un cambio de equilibrio en precario. A Pammy le encantaba el claque. Tenía perfectos pies de bailarina al parecer. Una bailarina de nacimiento. Alzaba los brazos, hacía crujir los dedos de los pies, con los talones marcaba una serie de compases magnéticos, buscaba con ahínco una determinada cadencia, el único ejemplo de lucidez capaz de enaltecerla, de auparla a una embriagadora esfera de éxtasis y de sudor. El claque era pura nitidez cuando se ejecutaba correctamente, era algo reconfortante, placentero para la propia sensación corporal, el cuerpo como organismo coordinado, capaz de descifrar su propia aritmética.
Nan Fryer dio palmas para indicar un alto en el ejercicio. Los aprendices de bailarín se dejaron caer un poco, los cuerpos palpitantes. Los hombres de la clase vestían de modo muy variado, desde los del chándal hasta los de la ropa deportiva bastante rutinaria. Casi todas las mujeres llevaban mallas, o pantalones pirata abiertos por los laterales. Nan deambulaba entre todos ellos sin dejar de hablar. Llevaba unos zapatos plateados, vaqueros cortados a media pierna y una camiseta de Tranquilidad Dinámica. Era un atuendo que daba mayor realce trágico a la cicatriz de su cara.
– Me gusta cómo respiráis. Todos estáis respirando muy bien. Esto tiene importancia por lo que respecta al movimiento y a las fuerzas que afectan a la ejecución y control del movimiento. Hay zonas, hay conciencias en vosotros a las que el claque os da acceso. Sois accesibles para vosotros mismos. Fijaos qué grado de tranquilidad estáis alcanzando. Poco a poco, cada vez más profunda. Desbloquead vuestros sistemas nerviosos. Creeros vuestra propia respiración. Esto es esencial para sacar el máximo rendimiento del claque. Cuando yo empecé a bailar claque, creía que no era más que un baile sencillito, clic-clac y a correr. Puede ser muchísimo más. Movimiento y fuerza, fuerza y energía, energía y paz. Sois personas ubres por vez primera, notadlo: todo vuestro cuerpo tiene conciencia plena del universo físico y del universo moral.
Pammy miró por una ventana abierta en la pared del fondo de la sala. El tráfico circulaba con fluidez. Había arreboles del crepúsculo en una puerta cristalera, al otro lado de la calle, una tienda de baratillo. Se había tapado las orejas con las manos.
– Muy bien, chicos y chicas. Hora del cruce.
Durante el resto de la sesión, Pammy bailó invirtiendo en ello la totalidad de sus sentidos, concentrándose en las plañías de los pies, el contacto definido. Ensayó durante un rato el ejercicio intermedio, el paso número dos, desplazándose de lado frente al espejo, hasta verse frente a un radiador y unas tuberías. Nan puso una vieja melodía en el fonógrafo y ejecutó un conjunto de combinaciones avanzadas de baile. Los alumnos formaron un corrillo a su alrededor. No tardaron en ponerse todos a bailar, tratando de emular el complejo dibujo de sus pies en el suelo, combinaciones de punta-tacón, meneos de lado, haciéndose cada cual un hueco hasta entrar en un espacio privado en el que bailar un rato, sin hacer ruido, sobre el suelo de tarima.
– No os tenséis. Soltura total. Relajad los tobillos. Arnold Maslow, no te tenses tanto, chico.
Lyle se encontraba en una cabina de teléfonos en Grand Central, a la espera de que McKechnie cogiese el teléfono, viendo a los transeúntes camino de sus trenes, arrastrando los pies, cabizbajos; toda una jornada laboral, rematada con una o dos copas al final, era la causante de una sutil destrucción, de un desmadejamiento más allá de lo meramente físico; todos se desplazaban en medio de un ruido constante y de origen impreciso, las bocas entreabiertas, los peces de las ciudades.
– Seguro que no es muy tarde.
– Lyle, tú di lo que quieras decir.
– El otro día hablamos de George Sedbauer. Quién lo mató y todas esas zarandajas. Bien, ¿te acuerdas de que hablaste de la secretaria de Zeltner una vez? Ella está enterada de algo. Tengo que llegar a conocerla un poco mejor, eso sí. En primer lugar, conocía a Sedbauer. Conocía o conoce mejor dicho al tipo que le pegó el tiro. Eso es el punto clave. Hay una fotografía, yo la he visto. Y ella sabe lo de la pistola, qué clase de pistola era, pero lo de la pistola podría haberlo sabido por los periódicos, claro. Lo clave es el tipo que le pegó el tiro. Ella lo conoce. ¿Convendría decírselo a alguien? ¿O tú qué opinas, Frank?
– Tú has visto esa foto.
– Estaban los tres en ella. George, ella, el otro menda. A menos que sean invenciones suyas, pero ¿por qué se lo iba a inventar?
– Quiero que hables con un amigo mío -dijo McKechnie-. Le diré que se ponga en contacto contigo. Sí, eso será lo más sensato.
Ethan y Jack se acercaron a la noche siguiente con unos restos de pastel de carne. Subieron todos a la azotea, donde los operarios de mantenimiento habían colocado una cubierta de tela alquitranada y cuatro mesas de picnic (encadenadas a las paredes), así como varios arbustos plantados en tiestos de gran tamaño. Por fin llegó Lyle con las copas en una bandeja.
– No tenia ni idea de que esto de arriba estuviera así -dijo Jack.
– Es para que Pammy disfrute de una buena panorámica del World Trade Center cada vez que se deprime. Así remonta de nuevo.
– Yo quiero algo clásico de beber -dijo Ethan-. Nada de tequilas y rollos de esos. ¿Qué es eso? ¿Tequila? He decidido seguir vivo, se acabaron los remolinos venenosos.
– Qué poético -dijo Pammy-. Que sirva alguien. Yo quiero un trozo pequeño. ¿Comemos o bebemos? Empiezo a estar confusa, y eso que apenas acabamos de empezar.
– ¿Qué es aquello? -dijo Jack-. ¿El Edificio Municipal? ¿Y ese otro? ¿El Woolworth? No, imposible que se vea desde aquí, ¿verdad que no?
– SÍ hubieras traído vino te podría servir algo clásico. Pero te puedo servir vino.
– Hemos traído pastel de carne. ¿Quién más trae pastel de carne?
– Entiendo que os habéis dejado el vino en e) taxi, supongo que debido a vuestra experiencia anterior.
– Nos ha traído un taxista que no veas -dijo Jack-. No hablaba ni papa de inglés. Se empeñó en venir aquí pasando por Chinatown.
– Ah, ya veo.
– Amenaza de daños físicos -dijo Ethan.
– ¿Y aquí quién es qué? Me gustaría un poco de pan con esto. No, mejor que no. Olvídalo. Cancele el pedido, camarero, que ahora soy bailarina. Mi vida es la austeridad. ¿Cómo se dice? Un régimen austero, eso es. Aceptaré una copa de todos modos siempre y cuando alguno de ustedes, pedazos de zurullo, me alcance un vaso y ponga en todo momento un cuidado exquisito, que son nuevos y sumamente caros.
– Esta ensalada está de fábula.
– Gracias, Jack.
– Una ensalada única entre las ensaladas del mundo -dijo Ethan.
– La ha preparado Lyle.
– Arrecian los aplausos, ovación prolongada.
– La preparé yo.
– Quería preguntarte una cosa, Lyle: ¿qué pasa en la calle?
– Es la calle de las calles.
– ¿Es que te han declarado oficialmente chapado a la antigua, o qué? ¿Eres viable, Lyle? Todos queremos que nos lo digas clarinete. ¿Seguirá existiendo un parqué donde negociar compras y ventas de activos en un futuro próximo? ¿O acaso ha de ingresar todo eso en la bruma de la historia, damas y caballeros?
– Yo voto por la bruma de la historia. La verdad es que nadie sabe nada. Se ventila una fortísima discusión desde el punto de vista de los miembros. Pero la corriente va por otros derroteros.
– De veras, ¿todo eso te vas a tragar?
– No es cuestión de tragárselo. Es cuestión de abrirse. Claro está que uno nunca sabe qué es exactamente lo que abre, eso es lo malo de las corrientes, y más si van soterradas.
– Podrían arrastrarte hasta la misma catarata.
– Y propulsarte por encima y hacerte caer en picado.
– ¿Hay motivo de preocupación? -preguntó Ethan.
– Escoge una apertura y entra con todas. Ése es, qué quieres que te diga, el único método de… de lo que sea, de mantener cierta resolución, cierta presencia de ánimo, de ser específico en las propias intenciones. Ahí fuera, en la calle, los amanuenses de la historia, los que envuelven los paquetes. Libertad, libertad.
– Bien aprendida llevas la lección, Espartaco.
Casi había anochecido. Lyle bajó a por más alcohol y más hielo. Marcó el número de Rosemary. No le contestó nadie. En la cocina, pasó por delante de un armario con puerta acristalada y reparó en que tenía un defecto en su reflejo. Algo desconocido en plena cara. AI mismo tiempo, notó la humedad. Entró en el cuarto de baño. Era su nariz, le estaba sangrando. Se taponó el orificio con papel higiénico hasta que menguó el flujo de la sangre. Acto seguido puso una caja de Kleenex en la bandeja, con el tequila, el vodka, limones verdes, hielo, y volvió a la azotea. Había alguien en otra de las mesas. Era un chiquillo que llevaba un panamá de paja. Estaba de pie contra la silla, apartando la mirada. Lyle tuvo la sensación de que los demás lo miraban con intención de medir las dimensiones cómicas de su reacción ante el muchacho. Caminó hacia donde estaban y miró bajo la sombrilla que los cubría. Adrede, despacio, dejó la bandeja sobre la mesa y apartó el resto de los objetos con un desdén calculado. Los demás esperaron a que dijera algo. Se sentó tan despacio como pudo. De nuevo comenzó a sangrar por la nariz. Ése fue el chiste, cómo no. Mucho más divertido que cualquier cosa que dijera. Se insertó un Kleenex en el orificio y se lo dejó colgando, adoptando una expresión de paciencia hastiada.
– Lo ha dejado su madre -dijo Jack-. Dijo que vendría enseguida. ¿A quién se le ocurre dejar a un chiquillo en la azotea?
– Es un chiquillo de los años cuarenta -dijo Pammy.
– Lleva un sombrero panamá de no creérselo.
– Es un chiquillo de los años cuarenta. Mira qué traje lleva, un traje de dos tonos a juego. Me apuesto lo que quieras a que nunca crecerá. Se quedará en el metro cincuenta y poco. Fumará una pipa pequeña y nunca irá a ninguna parte si no es con su sombrero y su traje de dos tonos a juego. Se llamará Bill Follett. Me gustaría casarme con él. También me gustaría un poco de vino blanco con soda, por favor.
– ¿Y de dónde se supone que lo saco?
– De donde sea. Existe, eso es todo. Existencial-mente tendrías que ser capaz de conseguirlo.
– Es una nínfula gruñona donde las haya -dijo Ethan-. ¿A que lo es en ocasiones? En la oficina da miedo nada más verla.
– Es una chica de gángster de las que ya no quedan, te lo aseguro.
– Anda, quítate el Kleenex de la nariz.
– Nariz, qué nariz, ni qué… y calló.
Se zamparon los restos del pastel de carne. Pammy se acercó a hablar con el chiquillo. Tuvieron una grata conversación sobre los perros del barrio. Las atenciones que ella le prestó le dieron renovados ánimos. Ella creyó que él era consciente de toda la escena, no sólo de su conversación. Disfrutaba al formar parte de todo ello. El niño entre los adultos. Bonito traje. El ambiente. Llegó su madre para llevárselo. Pammy volvió con los demás.
– Lo que yo digo es que basta -dijo entonces Lyle-, y que no sabemos qué significa. Se nos ha caído encima a trozos. Es algo que se adelanta a cualquier planificación. Nos ha salido el tiro por la culata. Aquí y ahora.
– Valles inmensos de espacio y tiempo.
– Si yo tuviera una madre como ésa -dijo Jack-, también saldría a hacer el gamba por los terrados. De todos modos, es lo que hago, anda que no.
– ¿Qué es esto? ¿Tequila? -preguntó Ethan-. Yo no quiero esto. Que alguien se lo lleve. SÍ esto es tequila y yo estoy bebiendo tequila, es que algo está gravemente trastocado en el orden de las cosas.
– Mira, da la impresión de que ese avión va a estrellarse.
– Chicos, creo que me estoy poniendo fatal.
– Tenía muchísimas ganas de que esta noche estuviésemos juntos y fuésemos la bomba.
– Me parece que voy a echar la pastilla dentro de nada.
– Estaba seguro de que se iba a estrellar -dijo Jack.
– No quisiera echarle la culpa al pastel de carne, pero es que me está pasando algo en el estómago, algo que no tendría por qué.
– Va a echar la papa, Lyle. Anda, llévatela de aquí.
– Si hubiésemos bebido algo brillante, la bomba, aún lo entendería. Hace ya mucho que me conformo con lo que no es precisamente lo mejor.
– Lyle, ¿tú fumas? No sabía que fumases. ¿Cuándo has empezado a fumar?
En el espejo del cuarto de baño se miró y vio gotear la sangre. En cierto modo era hermoso. Manaba muy despacio, un fluir idealizado, sin la menor sensación de que hubiese una fuerza que la impelía a fluir. Vio cómo llenaba la sangre la hendidura que se le formaba sobre el labio. Le intrigó el color de su sangre, esa floración carnosa, casi una película de la savia más alegre que se pudiera imaginar. Echó la cabeza por fin para atrás y así quedó un rato, hasta que cesó la hemorragia, y entonces fue a la cocina, donde se hallaba Pammy ante la fregadera humeante. Abrió la nevera comprimiéndola a ella contra la fregadera, un descarado gesto para molestar, ni siquiera una tenue irritación, y sacó un tarro de aceitunas.
– ¿Cómo es que no lo pones en el lavaplatos?
– Quiero que estas copas sepan qué se siente cuando las lavan unas manos humanas -dijo-. No me apetece que crezcan creyendo que todo se hace a lo fácil, a máquina, con un detergente impersonal.
– Ah, ¿se ha vuelto a estropear?
– Llama tú.
– No, llama tú, aunque sólo sea para variar.
– Yo llamé la otra vez.
– Yo no pienso llamar. Me da igual. Por mí, que siga estropeado.
– No llames, no llamaremos, a mí me da lo mismo.
– Te lo digo en serio -dijo él-. Me da igual.
– Pues a mí no me esperes aquí.
– Descuida, que yo tampoco estaré, salvo para entrar y salir.
Ella puso cara de repipi e hizo una versión distorsionada del tono de voz que había empleado él.
– Descuida, que yo tampoco estaré, salvo para entrar y salir.
Luego del cierre, Lyle se presentó en el despacho. Ella no estaba ante su mesa. Remoloneó por los alrededores procurando no llamar demasiado la atención. Por fin decidió que una de dos: o se había marchado pronto o quizás no había ido a trabajar, de modo que entró en uno de los despachos vacíos y la llamó a su casa. No le contestó. Tres veces, en intervalos de diez minutos, volvió al despacho vacío para marcar su número. En el ascensor pensó: un pretendiente rechazado. ¿Acaso estaba próximo a entender los conceptos y motivaciones que conducían a la obsesión, la desesperación, los crímenes pasionales? Ja, ja, ja. Negativa y afirmación de uno mismo. Las trampas del deseo. La bendita dicha de la injusticia. Qué dulces panorámicas las que abre, inmensos paisajes neuróticos; qué exenciones. Maldita sea, señoritinga. En el taxi le invadió una extraña calma. Indicó al taxista que lo llevase dos manzanas más allá del punto al que en realidad iba. (Ya se trataba de una implicación de esas características.) Marcó su número de teléfono desde una cabina cerca de una gasolinera. Como no le contestó, fue caminando a la casa y llamó a su timbre desde el portal. Allí esperó una hora y volvió a la cabina. No obtuvo respuesta. Le pareció ver el Volkswagen doblar la esquina. Atravesó corriendo Queens Boulevard y llegó hasta la esquina: el coche estaba aparcado delante de su edificio. Aún era temprano, quedaban al menos dos horas de luz diurna. Fumó, esperó. Un hombre y una mujer (que no era Rosemary) salieron del edificio. E! coche arrancó y salió con rumbo al norte. Volvió a la casa, tocó de nuevo el timbre. No le abrió nadie. Pasó otra media hora en el portal, llamando al timbre, a la espera. Volvió a la cabina cercana a la gasolinera y marcó de nuevo. No obtuvo respuesta. Aguardó cinco minutos y volvió a marcar. Decidió contar hasta cincuenta. Cuando llegase a cincuenta intentaría una última llamada. Como no le respondió, volvió a contar, pero sólo hasta veinticinco.
En el asiento de atrás de una limusina Pammy bebía del contenido de un termo lleno de ginebra y vermut seco. Cuando la limusina pasó por delante de una delicatessen cercana al Midtown Tunnel indicó al chófer que hiciera un alto. Entró corriendo y compró un limón. Salió corriendo con sus botas altas y su gorra voluminosa, su indumentaria para darse a la fuga. Dentro del coche arrancó un trozo de corteza de limón ayudándose con los dientes y una uña. Lo frotó por el interior del tapón del termo que le servía de vaso y lo introdujo. Si tenía que darse a la fuga, prefería hacerlo en un estado que no fuera de conciencia plena. Bebió mucho más deprisa que de costumbre. El brebaje era más o menos ocho parte de ginebra por cada una de vermut. No es que le gustase en especial el dry martini, pero se le antojó que representaba una suerte de desenfreno exuberante al menos en teoría, un punto de «a quién le importa» que iba como anillo al dedo a su trayecto hasta el aeropuerto. Si tenía que ir al aeropuerto, nada mejor que ir en limusina, con botas altas, téjanos desgastados y una gorra abultada de pillo callejero. Era consciente de estar estupenda. También sabía que Ethan y Jack iban a gozarla cuando les contase cómo había ido a! aeropuerto, con un melocotón de padre y señor mío, en una limusina de las más largas, aunque tuvo que reconocer que le desagradaba tener que escuchar los relatos ajenos sobre la ingestión de alcohol o el consumo de drogas, las cantidades, los episodios cómicos subsiguientes, etcétera. Fuera como fuese, los dos se alegrarían de vería y de ver su atuendo. Se sentía de maravilla ante el mero hecho de marcharse. Maine estaba por allá arriba, en alguna parte, con sus inmensidades de granito y de pino. Se imaginó la cara de Jack cuando apareciese en la zona de llegadas del aeropuerto, se imaginó el efusivo saludo de Ethan. Supondría una tajante separación del mundo de las legalidades y las exigencias, una edificante pérdida de definición. Se sirvió otro vaso en el tapón. Cuando el terreno se fue allanando, cada vez más desierto, supo que se encontraba en las inmediaciones del aeropuerto. Era un paisaje que daba acceso inmediato a una sensación de derecho preferente de compra. Bajó las persianas de las ventanillas y siguió el resto del trayecto en la penumbra, dando sorbos con plena conciencia al vaso del termo.
Lyle se quedó ligeramente sorprendido por lo mucho que disfrutó del hecho de estar solo. Todo quedó al margen, la caótica expansión de los hábitos conyugales. Recorrió el apartamento, se fijó en los limites vencidos como plazos fijos, en una modificación de la vista de las líneas y los planos. Por descontado, carecía de la misma calidez de antaño, pero había otra cosa, una espaciosa amplitud en el lugar, un re-distanciamiento de los objetos en torno a un punto común. Las cosas eran menos bruscas, menos diversas. Había una homogeneidad sensorial, una simetría radial que entrañaba no tanto su cuerpo y las habitaciones por las que pasaba, cuanto una suerte de presencia interior y sus líneas de resonancia, las posibilidades secretas del yo. La había visto, tras bajar del autobús, salir del edificio y subir a la limusina. Estaba en ese momento a media manzana de distancia. Ella se detuvo un fugaz instante en la acera, verificando que llevaba en el bolso los billetes, las llaves, todo lo demás. Las botas altas fueron una sorpresa, igual que la gorra, pues incluso desde lejos le daban un aire más cautivador físicamente, un aspecto llamativo, asombroso, y un algo vulnerable, como puede suceder en las personas atractivas, despreocupadas, cuando no saben que alguien las observa. Notó que su alma se mecía al compás de una ternura devastadora. Ella era inocente allí y en ese instante; había abandonado toda malicia, había preferido desconfiar de la experiencia. Lejos de fingirse ciego, él por fuerza hubo de sucumbir al amor. El broncíneo sobresalto del amor fue la verdad en estado puro, de las que revelan las condiciones internas, los favores, la gracia preterida que surge de nuevo a la luz.
Vio la limusina deslizarse en el fluir del tráfico. Compartió con ella su partida, la compartió por completo. No serían más que unas semanas, aunque durante ese período supo que hasta el más sencillo útil de la cocina iba a percibirlo como un objeto más nítido, más diferenciado, un objeto de la experiencia inmediata. Sus separaciones eran intensas.
Se cruzó varias veces con McKechnie por el parqué, pero no se dijeron nada, como de costumbre, y evitaron el contacto ocular. Lo buscó en los momentos de menos ajetreo, lo buscó de nuevo en la zona de fumadores. Esa noche lo llamó a su casa.
– Frank, se suponía que un amigo tuyo iba a ponerse en contacto conmigo.
– Ya se lo dije.
– ¿Quién es, dónde está, cuándo hablamos?
– No sé a qué se dedica, pero sé que lo hace en Langley, Virginia.
– ¿Y eso qué supone?
– Joder, Lyle.
– ¿«Joder, Lyle»? ¿Y eso qué es? ¿Joder, Lyle, sin más?
– A ver si utilizas la cabeza -dijo McKechnie.
– Mira, haz el favor de decírmelo, ¿te importa?
– Langley, joder, estado de Virginia.
– ¿«Langley, joder, estado de Virginia»? ¿Y qué es eso?
– No seas idiota. Estás siendo idiota a propósito.
– ¿Y es que hay una maldición que cae sobre uno si dice con todas las letras de qué se trata? Venga ya. ¿Qué se supone que pasa? ¿Se te salen los ojos de las cuencas?
– Mierda, tío, a veces no veas lo bobo que eres.
– Langley, Virginia.
– Eso es.
– ¿Y cuándo me toca enterarme?
– ¿Y a mí qué me cuentas?
– Se supone que se trata de alguna figura siniestra, todo el mundo anda en busca de relaciones que vinculen lo que sea con los terroristas, hay una secretaria que va por ahí según le viene en gana, que resulta que ha conocido al tipo, que al parecer tiene todavía trato con él, que tiene una fotografía en la cocina de su casa. Podría ser importante, Frank.
– No, para mí no podría serlo.
– Ni siquiera sabes a qué se dedica ese… amigo tuyo.
– No lo sé, en efecto.
– Y no lo quieres saber.
– Cuánta razón tienes, Lyle.
– Pero haga lo que haga, lo hace en Langley, Virginia.
– Joder, qué zopenco eres.
– Dilo, Frank.
– Mira, o lo sabes, o no lo sabes. Si no lo sabes, a ver si lo adivinas.
– Quiero oírtelo decir.
– Prueba a adivinarlo.
– Venga, dilo de una vez.
– Te voy a colgar -dijo McKechnie.
– Dímelo en voz baja, al oído.
– Voy a colgar el teléfono, pedazo de alcornoque.
La carne de Rosemary, sus amplísimos muslos, el tacto helador de su cuerpo, eran las preocupaciones de su desapego de todo vínculo común. Una vez se quedaba desnuda, raramente decía ni palabra. La agarraba, la mordía, le dejaba rastros de saliva por todas partes. La respiración de ella era lechosa. Lo único que le interesaba era el sexo más vulgar y corriente. Adecuado, pensó él. Perfectamente aceptable. ¿Por qué no? Ella lo agarraba por el cuello. Sus carnes lo obsesionaban, igual que su color, su tacto, los sutiles olores que despedía. Casi podría haber sido una niña drogada. Quiso arañarle la piel, dejarle las marcas de los dientes, moratones, cardenales, azotándola y arañándola sucesivamente. No era la actitud habitual en las tardes derrochadas. Quería meter la boca dentro de la de ella, rugir.
– Es que paso ya de todo eso. Ni se me ocurre. Lo único que me apetece es dejarlo que caiga por su propio peso. ¿No te parece que todo ei mundo, o casi todo el mundo, tiene ese mismo sentimiento sobre su trabajo, sobre el trabajo al que han dedicado todos esos años?
Además, es demencial. Todo es demencial. En el fondo, ¿hay algo que no lo sea?
Ella nunca le dejaba que fuese él quien la desnudase. Se metía en el cuarto de baño y salía a los diez minutos, aún a disgusto, aunque no con su desnudez, le parecía a él, sino con la manera en que caminaba descalza, como si de algún modo caminara cuesta abajo, con pesadez y cautela. Apenas daba muestra del grado de deseo que su propio cuerpo debiera, o no, haber suscitado en ella.
– Quizás haya algunas personas a las que te pueda presentar.
– Claro, lo sé.
– Me estaba preguntando… -dijo ella-. ¿El coche?
– Claro, lo recuerdo perfectamente.
– El que algunas veces me recoge al terminar el trabajo.
– Por supuestísimo, ¿quiénes, sino ellos?
– Siempre y cuando a ti te apetezca.
– Pues claro, cómo no, ¿para qué he venido?
Sus muslos distorsionaban el perfil de su cuerpo. No eran muslos de alguien que pusiera ningún empeño, por más que le extrañase. Difíciles de ver en alguien que llevaba un vestido, aunque reconfortantes por el hecho de haber confundido todas sus expectativas. Él se apretaba contra ella de continuo, con todo el cuerpo, con una voraz hambre de su carne, las manos masajeándola con fuerza en un amasijo de tenue descoloración. Ella jamás se acercaba ni de lejos al orgasmo. Él lo aceptaba no como una deficiencia que debiera remediar (como suele interpretarse a menudo la cuestión) empleando su paciencia y su destreza, la experiencia del mecánico de la cama, ni tampoco como un agotamiento más profundo, un defecto del espíritu. Era lisa y llanamente parte de la dinámica conjunta de los dos, la condición de su estar juntos, y él no tenía la menor intención de alterar los elementos del embrujo. Ni siquiera deseaba que fuesen de otra forma. Lo de menos era qué clase de sexo fuera el sexo. Lo consabido que impregnaba sus encuentros suplía con creces lo que él deseaba del erotismo y hacía del «uno» o del «otro» una cuestión de semántica recóndita. Él la agarraba con fiereza. Nunca hubo ningún momento en el que él se condujera hasta más allá de una determinada etapa, en que preparase los prolegómenos de la culminación. Era todo demasiado desordenado, los momentos de intensidad vagamente previstos. Él se corría de un modo inesperado, sin cobrar conciencia apenas, sintiéndose a la vez delincuente e ingenuo.
Se va ahora al cuarto de baño, pensó. Se sostiene los pechos con ambas manos y se admira en el espejo de cuerpo entero. Está sonrosada, realizada, plena. Entran dos doncellas para prepararle un baño perfumado. En la cama, de nogal labrado, pensó, su amante se reclina sobre una montaña de sedosos almohadones, rememorando cómo gemía ella de placer.