Capitulo 10

Charlotte miró el montón de ropa de diseño que estaba sobre la cama y deslizó las puntas de los dedos sobre el vestido de pedrería dorada que llevaba la primera vez que había hecho el amor con Alec. Eran tantos recuerdos, tantas sonrisas, caricias…

Oyó cómo se abría la puerta del dormitorio, pero no se molestó en darse la vuelta. Sería Raine, de vuelta con una enorme maleta.

Pero no tenía importancia. Había decidido dejar allí toda la ropa.

La cama crujió y entonces se dio cuenta de que Jack estaba a su lado.

Rápidamente se secó las lágrimas y fingió una sonrisa.

– Me voy pronto -le dijo a su hermano, señalando la ropa revuelta-. Raine salió a buscar una maleta más…

Jack le puso el brazo sobre los hombros y la atrajo hacia sí.

– Cece me lo ha dicho. Lo siento muchísimo, Charlotte.

Ella sacudió la cabeza.

– No pasa nada -dijo, respirando con dificultad-. Lo sabía… Sabía que nunca… -no pudo terminar la frase.

Se hizo un silencio profundo entre ellos.

– Yo siempre te he querido mucho -dijo Jack con la voz cargada de emociones-. Durante toda mi vida, desde que te apartaron de mí.

Charlotte se quedó inmóvil.

– Eras mi hermana pequeña y pensaba que te traerían de vuelta. Pensaba que él… -Jack trató de contener los sentimientos-. Yo pensaba que él acabaría entrando en razón. Quiero decir que… ¿Cómo podría alguien no quererte?

Charlotte se aferró a su hermano y apretó la mejilla contra su pecho cálido mientras él le acariciaba el cabello.

– Te quiero mucho, Jack.

– Y yo también, hermanita. Siempre estaré ahí cuando me necesites, para lo que sea, cuando sea. Puedes contar conmigo y también con Cece, y con Theo, que será el mejor primo del mundo.

Charlotte asintió y dejó escapar un pequeño suspiro de alivio que calmó el dolor por un instante.

– Le di un puñetazo -dijo Jack.

Charlotte se echó hacia atrás.

– Le di un puñetazo a Alec -añadió su hermano-. No iba a dejar que se saliera con la suya así como así.

– ¿Está bien?

Jack frunció el ceño.

– ¿Qué? ¿No me vas a dar las gracias?

– Oh, sí. Claro que sí. Gracias, hermanito -dijo ella, en un tono más ligero-. ¿Pero le hiciste daño?

Jack cerró los ojos un momento.

– No lo suficiente.

– ¿Qué?

– Estás enamorada de él.

Charlotte se negaba a admitirlo, pero era inútil. Jack podía verlo en sus ojos.

– Claro que estás enamorada. Si no lo estuvieras, nunca te habrías acostado con él.

– Pero sabía que sería algo temporal.

– Sin embargo, te enamoraste de él de todas formas.

Charlotte cerró los ojos.

– Sí -admitió tranquilamente.

– Yo sé cómo es eso -le dijo Jack en un tono lleno de empatia-. Cuando me di cuenta de que estaba enamorado de Cece…

– No es lo mismo.

– ¿Estás segura?

– Oh, claro que sí -dijo ella, convencida. Alec Montcalm no amaba a nadie ni a nada, excepto a su dinero.

– ¿Y qué puedo hacer yo? -le preguntó Jack.

– Puedes ser su tío.

Jack le dio otro abrazo y Charlotte por fin pudo sentir lo que había anhelado durante tantos años: el afecto de un hermano, el consuelo de un hombro sobre el que llorar…

– Sólo tienes que llamarme…

Charlotte miró a su alrededor.

– Creo que me voy ya. No necesito esta ropa. Lo que tengo que hacer es irme de aquí y empezar una nueva vida.

– California está muy bien -dijo Jack-. No tienes por qué vivir en el centro de Los Angeles para estar cerca.

Charlotte logró esbozar una sonrisa auténtica.

– Muchas gracias. Tendré que hablar con el abuelo primero, pero te prometo que me lo pensaré.


Alec arrojó la maleta sobre el asiento del pasajero del Lamborghini y subió al vehículo dando un portazo. Necesitaba irse de allí y Tokio parecía estar lo bastante lejos.

– Tenías razón -dijo Jack, reflejándose en el espejo retrovisor-. Charlotte no sabía que yo la quería -dijo, yendo hacia el lado del conductor-. Pero sólo tenías razón en eso.

Alec no entendía nada, así que esperó a que le diera una explicación.

Jack rodeó el coche, apoyó ambas manos sobre la puerta del conductor y se inclinó hacia Alec.

– Ella habría dado cualquier cosa porque fueras tú y no yo quien lo dijera.

– ¿Decir qué?

– Que la querías.

Alec se rió con escepticismo.

– Ambos sabemos lo que buscaba.

Jack arrugó la expresión.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Charlotte, igual que todas las otras mujeres con las que he salido, está enamorada de mi dinero. Y para conseguirlo, siempre están dispuestas a aguantarme.

Jack pareció estar a punto de echarse a reír.

– ¿De verdad crees eso? ¿De verdad crees que es por el dinero?

Alec guardó silencio.

– Charlotte no necesita tu dinero. Su familia tiene mucho dinero.

– Pero Charlotte no tiene nada que ver con Hudson Pictures.

– No estoy hablando de los Hudson.

Alec no tenía ni idea de lo que estaba hablando Jack.

– El dinero de verdad está del lado de los Cassettes -sacudió la cabeza como si sintiera pena por Alec-. Charlotte es la heredera de la fortuna del embajador Edmond Cassettes y, aunque no lo fuera, tiene un fideicomiso lo bastante grande como para comprar un pequeño país.

Alec sintió un nudo en el estómago.

– Dios mío, Alec. Para ella, tu dinero no es más que una suma de impuestos.

– ¿Y entonces por qué…? -dijo, mirando a Jack con ojos confusos.

Jack golpeó el capó del coche con ambas manos.

– Dímelo tú, Alec Montcalm -dijo y echó a andar.

– ¡Maldito hijo de perra! -exclamó Alec.


Charlotte llegó al final de la escalera con una pequeña maleta y un billete para Monte Allegro en la mano. La filmación en el recibidor había terminado dos semanas antes y todo había vuelto a la normalidad en la entrada de la casa.

Raine había ido a llamar al chófer de la limusina.

De repente la puerta se abrió de par en par. Alec entró en la casa y miró a ambos lados.

Se oían voces en el salón y dos empleadas del servicio charlaban en el descansillo de la escalera.

– Ven conmigo -le dijo, apretando la mandíbula y agarrándola de la mano con brusquedad antes de tirar de ella.

Sorprendida, Charlotte soltó la maleta y casi tuvo que echar a correr para poder seguirle el ritmo.

Al llegar detrás de las escaleras, Alec abrió una pesada puerta.

– ¡Alec! ¿Qué…?

Bajaron por un tramo de escalera de piedra, rodearon una esquina y llegaron a la bodega de vinos.

El se dio la vuelta y la soltó por fin.

– No lo entiendo.

Charlotte miró a su alrededor. No tenía miedo, pero sí estaba algo confundida.

– Yo tampoco. ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué me has traído aquí?

– ¿Por qué te quedaste embarazada?

Charlotte se puso erguida. Esa vez estaba decidida a mantener la compostura y a no dejar que él la humillara de nuevo.

– ¿Es que eres idiota de remate?

– Deja de insultarme y dime por qué.

– Bueno, ya le lo dije. Parece que te perdiste la clase de Biología de octavo. Nos acostamos y la protección tiene un mínimo riesgo de fallo.

Alec dio unos pasos, caminando alrededor de ella.

– ¿Qué quieres de mí? -le preguntó, atravesándola con la mirada.

– Tú has sido quien me ha traído aquí.

– ¿Quieres mi dinero?

– Nunca he querido tu dinero. Por si no lo recuerdas, hice todo lo posible para que no lo gastaras.

– Yo pensaba que era parte del plan -dijo, volviendo sobre sus pasos.

– ¿El plan?

– El plan que habías urdido para convencerme de que eras diferente, para que bajara la guardia contigo -añadió él, sin dejar de andar de un lado a otro.

– ¿Y alguna vez se te ha ocurrido pensar que a lo mejor sí que era diferente?

– Cada segundo de los que pasamos juntos.

– ¿Y bien? -le preguntó Charlotte, que no entendía nada.

El se detuvo de repente.

– No puedes quererme, Charlotte.

Un escalofrío recorrió la espalda de ella.

– No es posible. No tiene sentido -añadió con una expresión sincera en el rostro.

– ¿Y por qué no?

– Porque soy egoísta, desconfiado… Tengo un carácter difícil y llevo toda la vida viviendo del legado de mi familia.

Charlotte no podía creer lo que estaba oyendo.

– Te acusé de sabotear los preservativos… Y, al mismo tiempo, lo decía de verdad -dijo, en un tono de desesperación-. Si no es por mi dinero… Sin mi dinero… ¿Qué hay que sea digno de querer? -le preguntó como si aquella pregunta se le hubiera desgarrado del alma.

Charlotte se quedó perpleja.

– Te quiero a ti. Alec. A ti.

El sacudió la cabeza.

– Y no quiero tu dinero -añadió.

– Lo sé -admitió él.

– Entonces no hay otra explicación posible, ¿no te parece?

– Podría haber una -dijo él.

Ella dio unos pasos adelante.

– Explícamela.

A menos de un metro de distancia de él, Charlotte se detuvo al ver la tensa expresión de su rostro, congelada por la mortecina luz de la bodega.

– Dame una razón lógica, o si no dime que me quieres -dijo Charlotte.

El la miró fijamente y una chispa brilló en las profundidades de sus oscuros ojos.

– ¿Sólo tengo esas opciones?

– Sí.

– ¿No puedo pedirte que te cases conmigo?

Charlotte sintió cómo le quitaban un peso enorme del pecho.

– Sólo si me dices que me quieres primero -le dijo ella, intentando contener las lágrimas.

– Te quiero primero -Alec fue hacia ella-. Te he querido desde que te vi sobre esa pista de baile en Roma.

– Pero yo no te quería entonces -admitió ella, haciéndolo reír.

– Pero ahora sí.

– Y antes también, desde que llegue aquí-Charlotte le dio un golpecito en el hombro-. ¿Por qué no me prestabas atención?

– ¡Ay! -Alec se frotó el brazo, fingiendo que le había hecho daño-. Eres tan mala como tu hermano.

Ella le miró a los ojos.

– ¿Dónde te golpeó?

Alec le señaló la mandíbula.

Ella se puso de puntillas, le dio un beso en la barbilla y otro en el hombro, donde acababa de golpearle.

– Sí que te prestaba atención -dijo Alec-. Pero lo único que tenía claro era que quería estar contigo, que te quería más que a ninguna otra mujer de mi vida. Sin embargo, tenía miedo de que no fuera real -hizo una pausa-. Y me llevó algo de tiempo admitir la verdad.

– Es real -susurró ella, rodeándole el cuello con los brazos.

Alec puso la mano sobre su vientre.

– Nuestro bebé… -le dijo-. Va a tener unos padres que lo quieren y que lo cuidarán y lo protegerán.

Llena de esperanza y felicidad, Charlotte sonrió. Su hijo tendría los mejores padres, pero también tendría a Jack, a Cece, a Theo, a Raine… ¡Raine!

– Raine fue buscar la limusina. Se preguntará por qué…

– No te preocupes por ella -dijo Alec, poniendo los brazos alrededor de su cintura-. Kiefer va a invitarla a cenar esta noche.

– Qué bien -dijo Charlotte.

– Tiene una cajita con un solitario impresionante.

– ¿En serio? -preguntó Charlotte, alegrándose por su amiga.

– Es un buen hombre.

Charlotte asintió con la cabeza.

– ¿Y qué pasa contigo? -añadió Alec.

– ¿Qué pasa conmigo? -repitió ella.

– ¿Qué tienes pensado hacer esta noche?

Ella fingió considerarlo un momento.

– Bueno, resulta que tengo una reserva de avión.

– Eso está cancelado -le dijo él, agarrándola con más fuerza aún.

– Entonces, supongo que estoy libre.

– ¿Te gustaría cenar conmigo?

Ella sonrió y le dio un beso rápido.

– Me encantaría.

– Tengo una caja fuerte en el dormitorio.

– Bueno, creí haberle dejado claro que el soborno no era necesario conmigo -dijo ella, bromeando.

– Creo que podemos buscar un anillo de compromiso. La caja está llena de joyas y reliquias de la familia. Si no recuerdo mal, mi abuela… ¿Charlotte?

Esa vez ella no pudo contener las lágrimas.

– ¿Lo decías en serio?

– ¿Lo de casarnos? Por supuesto que sí. Enseguida. Ahora mismo. Siempre y cuando obtengamos la licencia. Tú llevas un hijo mío, Charlotte. Mi heredero. Y no voy a dejarte cambiar de opinión.

– No voy a cambiar de opinión -afirmó con sinceridad.

Estar en sus brazos era justo lo que quería hacer durante el resto de su vida.


***

En un rincón del jardín Montcalm, a la sombra de los cipreses, Charlotte y Alec, acompañados de Kiefer y Raine, hicieron sus votos matrimoniales.

Charlotte llevaba un inmaculado vestido blanco con escote palabra de honor hecho del más fino satén, con adornos de encaje por todo el corpiño y un bonito lazo a un lado de la cadera.

Jack y Cece hicieron de testigos y, aparte de Theo, que se entretenía jugando en la hierba, ellos fueron los únicos invitados a la boda doble.

Alec le puso una milenaria alianza de oro macizo encima del solitario talla princesa que una vez había llevado su abuela y, mientras los proclamaban marido y mujer, la estrechó entre sus brazos y le dio un beso intenso y auténtico.

Y entonces Kiefer besó a Raine y Jack descorchó una botella de champán.

– Espero que a partir de ahora tengamos un descuento en el alquiler de Chateau Montcalm -dijo, bromeando.

– ¿Descuento? -preguntó Alec, levantando las cejas.

– No vas a cobrarles lo mismo a tu familia -dijo Jack, levantando su copa para proponer un brindis.

– Claro -dijo Kiefer.

– Por las novias -propuso Jack, mirando a su hermana con toda la ternura con que la había mirado veinte años antes-. Por las novias más hermosas.

– Por las novias -coreó el resto del grupo.

– No te vamos a cobrar por usar la casa -dijo Alec.

Jack estuvo a punto de atragantarse con el champán.

– Era una broma -le dijo, tosiendo, mientras Cece le daba golpecitos en la espalda. Charlotte miró a Alec con asombro.

– Pero los daños…

El se encogió de hombros.

– Nosotros…

De repente se oyó un gran estruendo y los invitados se protegieron instintivamente. Algo emitió un ruido indefinido y entonces se oyeron gritos lejanos.

La comitiva nupcial echó a correr hacia el camino y en ese momento aparecieron Isabella, Ridley y otros tres miembros del equipo de rodaje. Acababan de salir de la casita de la piscina.

Con gran esfuerzo, un cámara bajó de un viejo roble centenario y entonces el árbol crujió una segunda vez, cayendo paulatinamente y precipitándose sobre la casita de la piscina hasta aplastarla por completo.

Agitando los brazos, David gritó algo ininteligible y echó a correr hacia el cámara, pero en ese momento tropezó con un cable y cayó de cabeza en la piscina.

– ¡Vaya! -dijo Alec, bebiendo un pequeño sorbo de champán y agarrando a su esposa de la cintura.

– Eso no se ve todos los días -dijo Kiefer.

– Sí, eso va a salir del sueldo de David -dijo Jack, bebiendo de su copa.

Charlotte puso los brazos alrededor de la cintura de su esposo y levantó la vista hacia él.

– Bienvenido a la familia, cariño.

Alec le respondió con un beso apasionado; un mero anticipo con sabor a champán, un atisbo de la larga noche de placer que tenían por delante.

Se apartó un instante y la miró a los ojos con deseo.

– Y bienvenida a la mía.

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