“Debes ser un amigo de mis hijos”


La aldea de Palmilla, con sus cuatrocientos habitantes, sigue siendo igual a cuando yo era niño. Mi abuelo paterno -un palestino nacido en Beith Sagur- y mi abuelo materno -el griego Cristos Cucumides- llegaron entre los primeros de una oleada migratoria que se instaló desde principios de siglo alrededor de la estación del ferrocarril. La única importancia que tenía Palmilla en aquel tiempo era que allí terminaba la línea del tren que ahora comunica a Santiago con la costa. De modo que allí trasbordaban los pasajeros y se descargaban los productos que venían del mar o iban para el mar, y esto había fomentado un comercio de paso que le infundió al lugar una prosperidad momentánea. Después, cuando se prolongó el ferrocarril hasta el mar, la estación se mantuvo como una parada obligatoria para echarle agua a las locomotoras, durante diez minutos que muchas veces se prolongaban hasta un día entero, y los trenes pasaban pitando por la casa de Matilde -mi abuela árabe- para anunciar la llegada. Pero la aldea no fue nunca nada más de lo que es ahora: una calle larga con algunas casas dispersas y un camino con menos casas que la calle.

Más abajo hay un lugar que se llama La Calera, famosa porque cada familia fabrica un vino excelente que le dan a probar a todo el que pasa, para que diga cuál es el mejor. Fue así como La Calera se convirtió en una época en el

paraíso de los borrachos de todo el país.


Matilde llevó a Palmilla las primeras revistas ilustradas, por las cuales tuvo siempre una afición insaciable, y prestaba el huerto de enfrente para los circos, los teatros ambulantes y los titiriteros.

Fue allí donde se proyectaban también las pocas películas que pasaban de vez en cuando por aquellos andurriales, y donde se me reveló la vocación desde que vi la primera, a los cinco años, sentado en las rodillas de la abuela. Era Genoveva de Bravante, y el recuerdo que conservo de ella es más bien de pavor, pues habían de pasar muchos años antes de que entendiera cómo era que galopaban los caballos y se asomaban aquellas caras enormes en una sábana colgada en medio de los árboles.

La casa donde llegamos Ricardo y yo aquella noche era la del abuelo griego, donde ahora vive mi madre, Cristina Cucumides, y donde viví hasta la adolescencia. Fue construida en el año cero, y conserva aún el estilo tradicional del campo chileno, con corredores largos, pasadizos sombríos, habitaciones laberínticas, cocinas enormes, y más allá el establo y los potreros. El lugar donde está se llama Los Naranjos, y se siente de veras un olor inmóvil de naranjas agrias, y hay una fronda de bugambilias y toda clase de flores luminosas.

La emoción de encontrarme allí fue tan intensa, que me bajé del carro antes de que frenara. Entré por los pasillos desiertos, crucé el patio en tinieblas, y el único que salió a recibirme fue un perro bobalicón que se me enredó entre las piernas, pero seguí caminando sin percibir el menor vestigio humano. A cada paso rescataba un recuerdo, una hora de la tarde, un olor olvidado. Al final de un largo pasillo me asomé a la puerta de la sala alumbrada apenas por una luz pálida, y allí estaba mi madre.

Fue una visión extraña. La sala es muy grande, de techos altos y paredes lisas, y no había más muebles que un sillón donde estaba sentada mi madre, de espaldas a la puerta y con un brasero a su lado, y otro sillón igual donde estaba sentado su hermano, mi tío Pablo. Permanecían en silencio, ambos mirando un mismo punto en la candidez complacida con que hubieran mirado la televisión, pero en realidad no miraban nada más que la pared desnuda. Caminé hacia ellos sin tratar de no hacer ruido, y en vista de que no se movían, dije:

– Bueno, pero aquí no saluda nadie, caray.

Entonces mi madre se levantó.

– Debes ser un amigo de mis hijos -dijo-. Te doy un abrazo.

El tío Pablo no me veía desde que me fui de Chile doce años antes, y no se movió siquiera en el sillón. Mi madre me había visto en septiembre del año anterior en Madrid, pero aun cuando se levantó para abrazarme seguía sin reconocerme. Así que la agarré por los brazos y la sacudí tratando de sacarla del estupor.

– Pero mírame bien, Cristina -le dije, mirándola a los ojos-, soy yo.

Ella volvió a mirarme con otros ojos pero no pudo identificarme.

– No -dijo-, no sé quién eres.

– Pero cómo no vas a conocerme -dije, muerto de risa-. Soy tu hijo, Miguel.

Entonces volvió a mirarme, y el rostro se le descompuso con una palidez mortal.

– Ay -dijo-, voy a desmayarme.

Tuve que sostenerla para que no se cayera, mientras el tío Pablo se incorporaba en el mismo estado de conmoción.

– Esto es lo último que esperaba ver -dijo-, ya puedo morirme en paz ahora mismo.

Me precipité a abrazarlo. Parecía un pajarito, con la cabeza muy blanca y envuelto en una manta de viejo, a pesar de que sólo es mayor que yo cinco años. Se casó y se separó una vez, y desde entonces se fue a vivir en casa de mi madre. Siempre fue muy solitario y ya parecía viejo desde niño.

– No joda tío -le dije-, no me vaya a hacer la huevada de morirse ahora. Traiga una botella de vino para celebrar el regreso.

Mi madre nos interrumpió, como siempre, con una revelación sobrenatural.

– Yo tengo listo el mastul -dijo.

No lo creí hasta que no lo vi en la cocina. Y no era para menos. El mastul sólo se prepara en las casas griegas para celebrar las grandes ocasiones, pues su elaboración es muy dispendiosa. Es un guiso de cordero, con garbanzos y bolitas de sémola, semejante al cuscús árabe, y era el primero que mi madre preparaba aquel año sin ningún motivo. Por pura inspiración.

Ricardo comió con nosotros y luego se retiró a dormir, sin duda para dejarnos en completa intimidad. Poco después se retiró mi tío, y mi madre y yo seguimos conversando hasta el amanecer. Siempre hemos hablado mucho ella y yo, más bien como amigos, porque nuestras edades no son muy diferentes. Se casó con mi padre a los dieciséis años y me tuvo un año después, de modo que recuerdo muy bien cómo era cuando tenía veinte años, muy bonita y tierna, y jugaba conmigo como si yo no fuera un hijo sino una más de sus muñecas de trapo.

Estaba radiante con mi regreso, pero un poco descorazonada con mi modo de vestir, pues siempre le gustó verme con mis atuendos de estibador. “Pareces un cura”, me dijo. No le revelé la razón del cambio, ni las condiciones y el motivo de mi entrada en Chile, que ella suponía legal. Preferí mantenerla al margen de mi aventura, para no inquietarla, desde luego, pero sobre todo para no comprometerla.

Antes de que empezara a clarear me llevó de la mano a través del patio sin decirme para qué, alumbrándose con una vela en su palmatoria como en las novelas de Dickens, y me dio la gran sorpresa del viaje. En el fondo del patio estaba el estudio que yo tenía en mi casa de Santiago cuando escapé al exilio, tal como lo dejé, y con todo lo que tenía dentro.

Después que los militares allanaron la casa por última vez y tuve que irme para México con la Ely y los niños, mi madre contrató un arquitecto amigo que desarmó el estudio tabla por tabla, y lo reconstruyó idéntico en la vieja casa familiar de Palmilla. Adentro era como si no me hubiera ido nunca. En el mismo lugar en que yo los había dejado; aún en el mismo desorden, estaban mis papeles de toda la vida, obras juveniles de teatro, proyectos de guiones, esquemas de escenarios. El aire tenía el mismo color, el mismo olor, y hasta pensé que era la misma fecha y la misma hora en que había visto el estudio por última vez. Me sacudió un estremecimiento muy hondo, porque en aquel instante no pude precisar si mi madre había hecho aquella reconstrucción meticulosa para que yo no extrañara mi casa de antes si alguna vez regresaba, o para recordarme mejor si me moría en el exilio.


10 – Final feliz con la ayuda de la policía


Esta vez el regreso a Santiago fue la vuelta a la zozobra. La impresión de que el círculo se estrechaba cada vez más en torno a nosotros era casi palpable. “La marcha del hambre” había sido reprimida con una brutalidad sangrienta, y la policía había golpeado a algunos miembros de nuestros equipos y destrozado una cámara. Las personas que frecuentábamos por nuestro trabajo, tenían la impresión de que nadie había creído en la maniobra de la salida, y hasta Clemencia Isaura estaba convencida de que nos habíamos metido como santos inocentes en la cueva de los leones. Las gestiones para encontrar al general disidente estaban bloqueadas por la eterna respuesta: “Vuelva a llamar mañana”. Ese era el estado de ánimo imperante cuando el equipo italiano fue notificado de que la filmación en La Moneda estaba autorizada para el día siguiente a las once de la mañana.


Era imposible no creer que se trataba de una trampa mortal. Yo estaba dispuesto a correr el riesgo, pero era una responsabilidad muy grande la de ordenarles a los italianos que entraran en las oficinas presidenciales sin saber si era meterlos en una ratonera. Ellos, sin embargo, aceptaron hacerlo bajo su responsabilidad y con plena conciencia del riesgo. El equipo francés, por su parte, no tenía por qué permanecer más tiempo en Santiago. Así que los reuní de urgencia, y les indiqué que salieran de Chile en el primer avión, llevando consigo todo el material filmado que nos quedaba por enviar a Madrid. Se fueron esa tarde, a la hora justa en que el equipo italiano, dirigido por mí, filmaba en el despacho del general Pinochet.

Antes de ir a La Moneda le entregué a Franquie la carta para la Corte Suprema de Justicia, que llevaba en el maletín desde hacía varios días sin decidirme a mandarla, y le pedí que la entregara de inmediato y en persona, como en efecto lo hizo. También le dejé los números de los teléfonos que Elena nos había dado para casos de emergencia grave. A las once menos cuarto me dejó en una esquina de Providencia, donde me reuní con el equipo italiano en gran completo, y seguimos todos juntos hasta el Palacio de la Moneda. La paradoja final fue que esta vez me había despojado del disfraz de publicista uruguayo, y me puse los pantalones vaqueros y la chamarra forrada por dentro con piel de conejo. Fue una decisión de última hora, porque los antecedentes de Grazia, como periodista, los de Ugo como camarógrafo, y los de Guido como sonidista, habían sido investigados a fondo. A sus ayudantes, en cambio, ni siquiera les pidieron identificación, a pesar de que sus nombres también figuraban en la solicitud del permiso. Eso resolvió mi situación: entré como ayudante de iluminación, cargado de cables y reflectores.

Filmamos dos días completos con toda tranquilidad y buena técnica, bajo la guía de tres oficiales jóvenes, muy amables, que se turnaban para atendernos. Indagamos todo lo que tenía que ver con la restauración, pues Grazia se había preparado muy bien sobre Toesca y la arquitectura italiana en Chile, para que nadie dudara de que era ese y sólo ese el motivo de la película. Pero también los militares estaban bien preparados. Nos contaban con mucha seguridad el significado y la historia de cada estancia del palacio, y la forma en que fue restaurado en relación con el edificio anterior, pero hacían prodigios de evasivas y circunloquios para no referirse al 11 de setiembre de 1973. La verdad es que la restauración se hizo con una gran fidelidad a los planos originales. Tapiaron unas puertas, abrieron otras, derribaron muros, cambiaron tabiques de lugar, y eliminaron la entrada de Morandé 80, por donde los presidentes recibían las visitas privadas. Fueron tantos los cambios, que alguien que hubiera conocido el palacio antiguo no sabría orientarse en el nuevo.

Los oficiales que nos atendían pasaron un mal rato cuando les pedimos mostrarnos el original del Acta de Independencia que estuvo expuesto durante años en la sala del Consejo de Ministros, y que sabíamos destruido en el bombardeo. Nunca lo admitieron, sino que prometían conseguirnos más tarde un permiso especial para filmarlo, y siempre más tarde y más tarde, hasta que terminamos la filmación. Tampoco pudieron decirnos dónde estaba el escritorio de don Diego Portales, y tantas reliquias que los presidentes anteriores habían ido dejando a lo largo de los años, para un pequeño museo histórico que fue arrasado por las llamas. Tal vez los bustos de todos los presidentes desde O’Higgins corrieron la misma suerte, aunque es corriente la versión de que el gobierno militar los retiró de la galería donde estuvieron siempre para no verse forzados a poner también el de Salvador Allende. En general, la impresión que se tiene después del recorrido completo del palacio, es que todo se ha cambiado a fondo con el propósito único de borrar hasta el último vestigio del presidente asesinado.


El segundo día en La Moneda, como a las once de la mañana, percibimos de pronto una agitación invisible en el aire y sentimos ruidos apresurados de botas y fierros marciales. El oficial que nos acompañaba sufrió un cambio súbito del humor, y nos ordenó con un gesto brutal apagar las luces y parar las cámaras. Dos escoltas de civil se plantaron sin disimulos frente a nosotros, dispuestos a impedir que intentáramos seguir filmando. No supimos qué sucedía, hasta que vimos pasar al general Augusto Pinochet en persona, verdoso y abotagado, caminando hacia su despacho con un ayudante militar y dos civiles. Fue una visión instantánea que no nos dio tiempo de nada, pero pasó tan cerca de nosotros sin mirarnos, que oímos con toda claridad lo que dijo al pasar:

– A las mujeres no hay que creerles ni la verdad.

Ugo se quedó petrificado, con el dedo tenso en el gatillo de la cámara, como si estuviera viendo pasar su destino. “Si alguien hubiera ido a matarlo -nos dijo más tarde-, le hubiera resultado muy fácil”. Aunque todavía nos quedaban por delante más de tres horas de trabajo, ninguno de nosotros se sintió con ánimo de seguir filmando aquél día.


Un loco en el restaurante


Tan pronto como terminamos con La Moneda, el equipo italiano salió del país con el material restante, y sin ningún contratiempo. Se completaban así treinta y dos mil doscientos metros de película filmada.

La versión final, después de seis meses de edición en Madrid, quedó reducida a cuatro horas para televisión y dos para el cine.

Aunque el programa original quedaba terminado, Franquie y yo nos quedamos cuatro días más, con la esperanza de lograr el contacto con el General Electric. Durante dos días fui cada seis horas a una misma cafetería, tal como me lo indicaron por teléfono. Me sentaba, esperaba sin prisa, leyendo una vez más el ejemplar de Los Pasos Perdidos que me servía de amuleto para volar. El contacto esperado, una chica angelical de veinte años con el uniforme de la remilgada escuela de La Maisonette, llegó en la penúltima cita, y me dio las claves para el paso siguiente: el conocido restaurante Chez Henri, en Portales, donde yo debía estar esa tarde desde las seis con un ejemplar de El Mercurio y una revista de historietas.


Llegué con un poco de retraso porque el taxi se embotelló en la manifestación callejera de un nuevo movimiento de resistencia pacífica contra la dictadura, surgido a raíz del sacrificio de fuego de Sebastián Acevedo en Concepción. Mientras los carros de la policía trataban de dispersarlos con chorros de agua de alta presión, más de doscientos manifestantes ensopados hasta el tuétano permanecían impasibles contra la pared, cantando himnos de amor. Todavía conmovido por aquella demostración sublime, me senté en un taburete del bar a leer la página editorial de El Mercurio como la colegiala me lo había indicado, a la espera de que alguien se acercara a preguntarme: “¿A usted le interesan mucho las páginas editoriales?” Yo debía contestar que sí. El otro debía preguntarme por qué, y yo debía contestar: “Porque traen información de tipo económico que me interesa mucho para mi profesión”. Enseguida saldría del restaurante y encontraría un automóvil esperándome en la puerta.

Había leído tres veces las páginas editoriales completas, cuando alguien pasó por detrás de mí y me dio un golpecito con el codo en los riñones. Me dije: “Este es”. Miré. Era un hombre de unos treinta años, lento y de espaldas macizas, que siguió de largo hasta los lavabos. Pensé que su señal había querido decir que lo siguiera hasta allí, pero no lo hice, pues faltaba el santo y seña. Seguí vigilando el lavabo, hasta que regresó por donde había pasado antes y me dio otro golpecito igual que el primero. Entonces me volví, y le vi la cara. Tenía una nariz de coliflor, los labios amorcillados, las cejas rotas.

– Hola -me dijo- ¿Cómo te ha ido?

– Bien, muy bien -le dije.

Se sentó en el taburete de al lado, y me habló con mucha familiaridad.

– ¿Te acuerdas de mí?

– Claro, hombre -le contesté por seguirle la onda-, cómo no.

Así seguimos unos minutos más, y yo dejaba ver el periódico de un modo ostensible para que él recordara el santo y seña. Pero no cayó en la cuenta. Siguió a mi lado, mirándome.

– Bueno, -dijo- ¿por qué no me invitas a un café?

– Hombre, con mucho gusto.

Ordené dos cafés al camarero, pero éste puso sólo uno en el mostrador.

– Le pedí dos -dije-. Uno para el señor.

– Ah sí -dijo el camarero-, lueguito se lo servimos.

– ¿Pero por qué no lo sirve ahora mismo?

– Sí -dijo-, ya se lo vamos a servir.

Pero no lo sirvió. Lo más curioso era que al hombre no parecía importarle, y la extravagancia de la situación aumentó mi nerviosismo. Me puso la mano en el hombro y me dijo:

– Me parece que usted no se acuerda de mí, ¿eh? En ese momento tomé la decisión de irme. -Mire -le dije-, para serle franco, no me acuerdo.

El sacó de la billetera un recorte de prensa manoseado y amarillento, y me lo puso frente a los ojos.

– Yo soy éste -me dijo.

Entonces lo reconocí. Era un antiguo campeón de boxeo, muy conocido en la ciudad, más por su desequilibrio mental que por sus glorias pasadas. Dispuesto a marcharme antes de convertirme en el centro de la atención, pedí la cuenta.

– ¿Y mi café? -dijo él.

– Tómeselo en otra parte -le dije-. Puedo darle dinero.

– ¡Cómo que me va a dar el dinero! -dijo él

– ¿Usted cree que porque me noquearon estoy tan jodido que ya no tengo dignidad? ¡No me venga con huevadas!

Gritaba de tal modo, que todas las miradas del local se volvieron hacia nosotros. Entonces agarré su tremenda muñeca de boxeador, y lo apreté con estas manos de leñador que por fortuna heredé de mi padre.

– Usted se queda tranquilo, ¿me entiende? -le dije mirándolo a los ojos- ¡Ni una palabra más!

Estuve de suerte, porque se calmó con la misma rapidez con que se había exaltado. Pagué de prisa, salí a la noche glacial, y me fui al hotel en el primer taxi. En la recepción encontré un mensaje urgente de Franquie: Me llevé tus maletas para el 727. No necesitaba más. El 727 era el nombre secreto con que Franquie y yo conocíamos la casa de Clemencia Isaura, y el hecho de que él hubiera llevado mi equipaje para allá después de abandonar el hotel a las volandas, era un indicio final de que el círculo había acabado de cerrarse. Salí disparado para allá, cambiando de taxi y de sentido cada vez que se me ocurría, y encontré a Clemencia Isaura en su estado de placidez inmortal, viendo una película de Hitchcock en la televisión.


“O te vas o te sumerges”


El recado que Franquie me dejó con ella era muy explícito. Esa tarde habían llegado un par de agentes civiles preguntando por nosotros al hotel. Tomaron notas de nuestras fichas de registros. El portero se lo contó a Franquie, y él fingió no darle ninguna importancia a una diligencia que bien podía ser de rutina bajo el estado de sitio. Canceló las habitaciones sin demostrar ninguna inquietud, pidió al portero que le llamara un taxi para ir al aeropuerto internacional, y se despidió con un apretón de manos y una propina inolvidable. Pero el portero no tragaba crudo. “Puedo arreglarles un hotel donde no los encontrarán nunca”, había dicho. A Franquie, desde luego, le pareció más prudente hacerse el desentendido.


Clemencia Isaura me tenía el cuarto listo para dormir, y había despachado a la criada y al chofer para que no hubiera oídos en las paredes ni ojos en los espejos. Mientras me esperaba, había preparado una cena espléndida, con velas, vinos de gran clase y sonatas de Brahms, su autor favorito. Prolongó la sobremesa hasta muy tarde chapaleando en el pantano de sus frustraciones tardías. No se resignaba a la realidad de haber perdido la vida criando hijos para los momios, jugando canasta con matronas imbéciles, para terminar tejiendo calcetas de lana frente a los folletones de lágrimas de la televisión. A los setenta y dos años descubría que su verdadera vocación había sido la lucha armada, la conspiración, la embriaguez de la acción intrépida.

– Para morirme en una cama con los riñones podridos -dijo- prefieron que me cosan a plomo en un combate callejero con los milicos.


Franquie llegó a la mañana siguiente, con un automóvil alquilado distinto del que teníamos los días anteriores. Llevaba un mensaje categórico que me llegó por tres vías distintas: “O te vas o te sumerges”. Lo último, que equivalía a esconderme sin seguir trabajando, era una opción impensable. Franquie opinaba lo mismo y había conseguido ya las dos únicas plazas disponibles en el avión que salía esa tarde para Montevideo.

Era el acto final. La noche anterior había liquidado al primer equipo chileno, con instrucciones de que éste liquidara a los otros, y entregó a un emisario de la resistencia las tres últimas latas de películas expuestas para que las sacaran del país lo más pronto posible. Lo hicieron tan bien, que cuando llegamos a Madrid, cinco días después, ya Ely las había recibido. Se las había llevado a la casa una monja joven y encantadora, idéntica a Santa Teresita de Jesús, que no quiso quedarse a almorzar porque tenía que cumplir esa mañana otras tres misiones secretas antes de regresar a Chile esa misma noche. Hace poco descubrí, por una casualidad increíble, que era la misma monja que me había servido de contacto en la iglesia de San Franciso, en Santiago.

Yo me negaba a irme mientras existiera una posibilidad de entrevistar al General Electric. El contacto había vuelto a perderse en el restaurante, pero mientras desayunábamos en la casa de Clemencia Isaura, hice una nueva llamada, y la misma voz femenina de siempre me pidió llamarla otra vez dos horas más tarde para una respuesta definitiva: sí o no. Entonces decidí que si un minuto antes de que saliera el avión conseguía el contacto, me quedaría en Santiago sin pensar en el riesgo. Si no, me iría para Montevideo. Me había planteado la entrevista como un asunto de honor, y me dolía en el alma no rematar con ella mis seis semanas de gracias y desgracias en Chile.

La segunda llamada tuvo el mismo resultado: había que repetirla otra vez dentro de dos horas. Tenía, pues, dos posibilidades más antes de la salida del avión.


Clemencia Isaura se empeñó en darnos un revólver de salteador de caminos que su esposo mantuvo siempre debajo de la almohada para espantar a los ladrones, pero logramos convencerla de que era una imprudencia. Nos despidió bañada en lágrimas, y no creo que fuera tanto por el afecto real que nos tenía, como por el dolor de quedarse sin la emoción de nuevas aventuras. En rigor, allí se quedó mi otro yo. Saqué las cosas personales indispensables, las puse en un pequeño maletín de mano, y le dejé a Clemencia Isaura la maleta de ruedas con los trajes ingleses, las camisas de hilo con los monogramas ajenos, las corbatas italianas pintadas a mano, la suntuosa parafernalia de salón del hombre que más había detestado en la vida. Lo único que conservé de él fue lo que llevaba puesto, y lo olvidé a propósito tres días después en un hotel de Rio de Janeiro.

Las dos horas siguientes las gastamos comprando regalos chilenos para mis hijos y para los amigos del exilio. Desde una cafetería cercana de la Plaza de Armas llamé por tercera vez y obtuve la misma respuesta: volver a llamar dentro de dos horas. Pero entonces no me contestó la mujer, sino un hombre que dio el santo y seña correcto, y me advirtió que si la próxima vez no habían establecido el contacto era imposible hacerlo antes de dos semanas. Así que nos fuimos al aeropuerto para llamar desde allí por última vez.

El tránsito estaba interrumpido por obras en varios lugares, la señalización era confusa, y las desviaciones numerosas y enredadas. Franquie y yo conocíamos muy bien el camino del viejo aeropuerto de Los Cerrillos, pero no el de Pudahuel, y sin saber cómo nos encontramos perdidos en una densa barriada industrial. Dimos muchas vueltas, buscando una salida a cualquier parte, y no nos dimos cuenta de que andábamos en sentido contrario hasta que se nos atravesó en el camino una patrulla motorizada de carabineros.

Me bajé del coche y decidí salirles al paso. Franquie, por su parte, los abrumó con el manantial incontrolable de su labia florida, sin darles un respiro para concebir una sospecha. Les hizo un recuento apresurado y fabuloso de un contrato que habíamos venido a firmar con el Ministerio de Comunicaciones para establecer en Chile una red de control del tránsito nacional por satélite, y les planteó el riesgo dramático de que todo el proyecto fracasaría si no alcanzábamos dentro de media hora el avión de Montevideo. Al final estábamos todos tan enredados tratando de precisar una ruta posible para retomar la autopista del aeropuerto, que los dos carabineros subieron de un salto a su automóvil y nos ordenaron seguirlos.

Fue así como llegamos al aeropuerto con la ruta barrida por las sirenas alarmantes y los relámpagos rojos del automóvil policial disparado a más de cien kilómetros por hora. Franquie corrió hacia el mostrador de Hertz para entregar el coche alquilado. Yo corrí al teléfono, llamé al mismo número por cuarta vez en ese día, y estaba ocupado. Insistí dos veces más, y a la tercera lo encontré libre, pero perdí un tiempo precioso porque la mujer que me contestó no identificó el santo y seña y colgó indignada. Volví a llamar enseguida, y entonces me contestó la misma voz de hombre de las veces ánteriores, pausada y tierna, pero sin ninguna esperanza. Y tal como me lo advirtió, no la habría antes de dos semanas. Cuando colgué, furioso y descorazonado, faltaba media hora para la salida del avión.


Estaba acordado con Franquie que yo pasaría los controles de inmigraciónmientras él terminaba de arreglar las cuentas de Hertz, de modo que pudiera escapar y dar la voz de alarma a la Corte Suprema de Justicia si me arrestaban a la salida. Pero a última hora resolví esperarlo en la sala casi desierta frente a la entrada de inmigración. Demoraba más de lo normal, y a medida que el tiempo pasaba me volvía más notorio con mi maletín de ejecutivo y dos de viaje, además de las bolsas de regalos. A través de los altavoces, una voz de mujer que me pareció más nerviosa que yo, hizo la última llamada a los pasajeros del vuelo para Montevideo. Presa del pánico, le di a un cargador el maletín de Franquie y un billete grande, y le dije:

– Lleve este maletín al mostrador de Hertz, y dígale al señor que está pagando que yo me fui en el avión, o que venga enseguida.

– Asómese usted mismo -me dijo él-, será más fácil.

Entonces me dirigí a una de las auxiliares de la compañía aérea que controlaba la entrada de los pasajeros.

– Por favor -le dije-, espéreme dos minutos mientras busco a mi amigo que está pagando el carro.

– Quedan sólo quince minutos -dijo ella.

Corrí hasta el mostrador sin preocuparme de mis modales. Pues la angustia me había hecho perder la parsimoniosa compostura de mi otro yo, y había vuelto a ser el cineasta impulsivo que fui siempre. Muchas horas de estudio, de previsiones milimétricas, de ensayos minuciosos, se habían ido al diablo en dos minutos. Encontré a Franquie muy calmado, discutiendo con el dependiente de Hertz un problema de cambio de moneda.


Dos colados en busca de autor


– ¡Qué carajo! -le dije- Págale lo que sea, y te espero en el avión. Nos quedan cinco minutos.

Hice un esfuerzo supremo por calmarme, y me enfrenté al control de inmigración. El agente revisó el pasaporte y me miró fijo a los ojos. Yo lo miré igual, luego miró la foto y me volvió a mirar, y yo le sostuve la mirada.

– ¿A Montevideo? -me preguntó

– A la comidita de mamá -dije.

Miró el reloj electrónico en el muro, y dijo: “Montevideo ya salió”. Le insistí que no, y él lo confirmó con la empleada de Lan-Chile que nos estaba esperando para cerrar el vuelo. Faltaban dos minutos.

El controlador selló el pasaporte, y me lo devolvió sonriendo.

– Buen viaje.

No acababa de pasar el control, cuando me llamaron por el altavoz, con mi nombre falso a todo volumen. Pensé que era el fin, y alcancé a imaginarlo como algo que hasta entonces sólo les podía suceder a otros, pero que ahora me había sucedido a mí sin remedio. Lo pensé inclusive con una rara sensación de alivio. Sin embargo, el que me llamaba era Franquie, porque me había llevado su tarjeta de embarque entre mis papeles. Tuve que correr otra vez a la salida, pedirle permiso al oficial que me había sellado el pasaporte, y volver a pasar los controles arrastrando a Franquie.

Fuimos los últimos en subir al avión, y lo hicimos con tanta prisa que no fui consciente de estar repitiendo uno por uno los mismos pasos que había dado doce años antes, cuando tuve que abordar el avión para México.

Ocupamos los últimos lugares, que eran los únicos disponibles. Entonces padecí la emoción más contradictoria de todo el viaje. Sentí una gran tristeza, sentí rabia, sentí otra vez el dolor intolerable del destierro, pero sentí también el alivio inmenso de que todos los que participaron en mi aventura estuvieran sanos y salvos. Un anuncio inesperado por los altavoces del avión me puso de nuevo en la realidad:

– Por favor, todos los pasajeros deben tener sus boletos en la mano. Hay una revisión.

Dos funcionarios de civil, que lo mismo podían ser de la empresa que del gobierno, estaban ya dentro del avión. He volado mucho, y sé que no es raro que pidan la contraseña de la tarjeta de embarque a última hora para alguna comprobación a bordo. Pero era la primera vez que pedían el boleto. Esto permitía pensar cualquier cosa. Angustiado, busqué un refugio en los maravillosos ojos verdes de la azafata que repartía los caramelos.

– Esto es absolutamente insólito, señorita -le dije.

– Ay, señor, qué quiere que le diga -me dijo ella-. Es algo que no está en nuestras manos.

Bromeando como lo hacía siempre en los momentos de apuro, Franquie le preguntó si pernoctaba en Montevideo, y ella le dijo en el mismo tono que se lo preguntara a su marido, el copiloto. Yo, por mi parte, no podía soportar ni un minuto más la ignominia de vivir escondido dentro de otro. Sentí el impulso de levantarme, y recibir a gritos a los revisores: “Váyanse todos al carajo, yo soy Miguel Littín, director de cine, hijo de Cristina y Hernán, y ni ustedes ni nadie tiene derecho a impedirme que viva en mi país con mi propio nombre y mi propia cara”. Pero a la hora de la verdad me limité a mostrar el boleto con la mayor solemnidad de que fui capaz, agazapado dentro de la coraza protectora de mi otro yo. El controlador lo miró apenas, y me lo devolvió sin mirarme.


Cinco minutos después, volando sobre la nieve rosada de los Andes al atardecer, tomé conciencia de que las seis semanas que dejaba detrás no eran las más heroicas de mi vida, como lo pretendía al llegar, sino algo más importante: las más dignas. Miré el reloj: eran las cinco y diez. A esa hora, Pinochet, había salido del despacho con su corte de áulicos, había recorrido a pasos lentos la larga galería desierta, y había descendido al primer piso por la suntuosa escalera alfombrada, arrastrando los treinta y dos mil doscientos metros de rabo de burro que le habíamos colgado. Pensé en Elena con una inmensa gratitud. La azafata de los ojos de esmeraldas nos sirvió un cóctel de bienvenida y nos informó sin que lo preguntáramos:

– Pensaban que se había colado un pasajero en el avión.

Franquie y yo levantamos la copa en su honor. -Se colaron dos -dije-. ¡Salud!


Fin

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