La policía no se preocupa por la desaparición de una prostituta, aunque sea una menor; y menos aún teniendo en cuenta que la japonesita, llegada clandestinamente de Nagasaki en un junco de contrabandistas, no figuraba en ninguna lista del registro civil o de inmigración. Su cuerpo exangüe, que sólo presentaba una diminuta herida en la base del cuello, encima mismo de la clavícula, se vendió para ser servido con diferentes salsas en un afamado restaurante de Aberdeen. La cocina china tiene la ventaja de hacer irreconocibles los trozos. Sin embargo, no cabe duda de que su origen fue revelado -con aportación de pruebas- a algunos clientes de ambos sexos de gustos depravados, a los que no importaba pagar el precio que fuera para consumir ese tipo de carne; preparada con especial esmero, se la servían en el transcurso de festines rituales cuya presentación, así como los excesos a que daban lugar semejantes reuniones, exigía un reservado particular alejado de los salones públicos. El hombre gordo y colorado se extiende con gustosa precisión en algunas de las aberraciones cometidas en tales circunstancias, para proseguir luego su relato. Manneret, que se había deshecho de forma tan ingeniosa de una abrumadora pieza de convicción, había cometido la torpeza de participar personalmente en una de aquellas ceremonias. Con la euforia del vino, hacia el final de la cena, un comensal (policía disfrazado que sólo pertenecía a la secta con la esperanza de obtener un provecho deshonesto) pudo oír de sus labios declaraciones que, aun siendo confusas, despertaron en el indiscreto el deseo de saber algo más. Una hábil investigación, efectuada entre el servicio y el vecindario del piso de Kowloon, le reveló que no se había engañado siguiendo aquella pista, una de cuyas bifurcaciones lo llevó después a la plantación de los Nuevos Territorios y al americano Ralph Johnson.

Cuando dispuso de datos suficientes sobre la muerte de Kito, quiso chantajear naturalmente a Manneret, ya que, por una parte, su responsabilidad en el crimen era la más directa y, por otra, poseía medios suficientes para pagar una cantidad elevada como precio de su impunidad. Más tarde le llegaría el turno a Johnson. Lo que ocurrió entonces ha permanecido confuso. Sin duda Manneret, por orgullo o despreocupación, se negó a pagar un silencio que, por otra parte, no le aseguraba nadie. ¿O fingió aceptar, para tenderle una trampa al inoportuno y deshacerse de él de otra manera? El caso es que, en el momento en que éste se presenta en el domicilio del multimillonario, en ese edificio de lujo ultramoderno, con sus laberintos de espejos y sus tabiques móviles, Edouard Manneret manda abrirle la puerta y lo recibe personalmente en su despacho, invitándolo a sentarse y tratándolo con cordialidad, aunque hablándole de cosas indiferentes, como acostumbra hacer en casos semejantes. Pregunta a su visitante si lleva mucho tiempo en la colonia, si le gusta el país, si soporta el clima a pesar de la ruda profesión que debe ejercer, etc. Mientras va hablando, y sin que parezca preocuparle que el otro sólo le conteste con monosílabos (¿por incomodidad, irritación, recelo?), le sirve el aperitivo con sus propias manos, y hasta se disculpa por tener que darle la espalda unos segundos mientras se afana junto al pequeño mueble bar.

Un instante después están sentados uno frente a otro: el policía corrupto en una butaca de tubos de acero, con la copa de cristal, que contiene un líquido del color del jerez, a su lado (en la estrecha bandeja adosada al brazo de la butaca), y el propio Manneret en su balancín, en el que se mece sonriente mientras prosigue la conversación. En dos ocasiones, su poco locuaz interlocutor coge el pie tallado de la copa y la levanta para llevarse el brebaje a los labios; pero la vuelve a dejar, cada vez, en la bandeja, so pretexto de escuchar con más atención lo que le dice el dueño de la casa, de modo que este último decide callar; y observa entonces al policía como si quisiera hacerla sentirse incómodo, con la esperanza de que acabe bebiendo para salir de su inmovilidad. En efecto, el hombre repite el movimiento, interrumpido ya dos veces; pero, en el último momento su mirada tropieza, por encima de la perilla gris cortada con esmero y la delgada nariz aguileña, con los ojos demasiado brillantes, de párpados ligeramente fruncidos, que lo miran con lo que le parece una anormal tensión. ¿Se acuerda de pronto de los cultivos inquietantes de Johnson? ¿Descubre que el aperitivo de su anfitrión, del que ya ha bebido varios sorbos, no tiene exactamente el mismo aspecto que el suyo? Hace un movimiento brusco con la mano izquierda, el movimiento de quien quiere espantarse un mosquito (excusa absurda en esta casa climatizada, cuyas ventanas no pueden abrirse para que entren los insectos) y la copa que sostiene con la otra mano se le escapa y cae al suelo, donde se hace añicos… Los fragmentos que brillan en medio del líquido derramado, las salpicaduras proyectadas en todas las direcciones alrededor de un charco central en forma de estrella, el pie de la copa, casi intacto, que en lugar de la copa, ya no sostiene más que un triángulo de cristal curvado, agudo como un puñal, todo eso lo sabemos hace tiempo. Pero le pregunto a Lady Ava por qué, aquella noche, nada más llegar a casa de Manneret, el chantajista no expuso su intención de obtener enseguida un primer adelanto, estando las cosas como estaban.

– Seguro que diría a qué iba -responde Lady Ava-; el viejo debió de hacer como que no entendía la frase, la anegó en sus cuentos de ruda profesión, clima y bebidas. El otro prefirió no precipitar la conversación, seguro de poseer las mejores bazas y no creyendo perder nada con unos minutos de charla, que dejaban a su cliente tiempo para reflexionar.

– ¿Manneret no había tenido ya varios días para reflexionar?

– No -dice ella-, no es seguro. Su amable acogida quizá se debiera precisamente a que no sabía aún con certeza qué quería aquel personaje, al que había conocido durante una cena en Aberdeen y que se presentaba con un pretexto cualquiera: una operación inmobiliaria, por ejemplo.

– Manneret tenía sus oficinas para tratar estos asuntos. Hasta los cheques los firmaba ahora su apoderado. El sólo se encargaba personalmente de cuestiones muy importantes; y aún así, nunca lo hacía sin que pasaran antes por las manos de sus hombres de confianza, que las estudiaban en detalle y le sometían después el resultado de sus cálculos.

Lady Ava reflexiona sobre este aspecto del problema, que la coge un poco desprevenida, pues no ha habido aún ninguna alusión a las actividades profesionales de Manneret. Pero reacciona rápidamente:

– Pues bien, el pretexto podía tener un carácter más íntimo: con él nunca faltaban asuntos de este tipo.

– ¿O sea un asunto íntimo pero sin relación con la muerte de Kito?

– Eso es: ofrecía niñas, o heroína, o lo que fuera.

– Sin embargo, si no hubiera tenido buenos motivos para creerse en peligro, no habría intentado envenenar a su visitante de buenas a primeras, o drogarlo, o algo por el estilo.

– ¿Quién le dice que lo hiciera?

– ¿Y ese detalle de darle la espalda mientras llenaba la copa con un líquido que no tenía exactamente el color del jerez de la botella?

– ¡Nada! Podía tratarse tan sólo de una figuración de policía culpable, o de su mala conciencia. Esa gente es desconfiada por principio. Y, en cualquier caso, no arriesgaba nada deshaciéndose del brebaje en cuestión, desde el momento que le parecía sospechoso.

– Bueno. Supongamos que las cosas son como usted dice: aparentemente el hombre viene a ofrecer droga, Manneret se hace el despistado, para tantear el terreno y ver si no estará en presencia de un agente provocador o un estafador. Bueno… ¿Qué significaba la frase sobre la «ruda profesión» de su visitante?

– No sé… Quizá el otro había empezado diciendo que era policía, para inspirar confianza.

– Supongámoslo. Después el policía explica el objeto real de su visita y pide dinero. ¿Dice una cantidad?

– No. Primero ha de limitarse a algunas alusiones: ¿no cree, querido señor, que tendría interés en que no se sepa cómo…? ¿Ve usted?

– Muy bien. Y Manneret no se da por aludido, bebe su jerez a pequeños sorbos, meciéndose, y sigue hablando de cosas sin interés. Hasta puede que no haya entendido lo que le pedían, si las insinuaciones eran demasiado confusas. El otro no tiene prisa: piensa que hay tiempo de sobra y que al final ganará la partida… Entonces, ¿por qué mató a Manneret a los pocos minutos?

– Sí -dice Lady Ava-, es lo que no se entiende.

– La segunda cuestión es la de la forma exacta de la copa: no se sirve jerez en una copa de champán. Y, por otra parte, el fragmento agudo de cristal que prolonga el pie, y puede servir de puñal, no coincide con una curva muy amplia.

– Evidentemente. Debía de ser una copa más alta que ancha, y cónica más bien que con un fondo redondo: algo parecido a esas copas de champán estrechas y altas.

– Y seguro que el cristal no sería tan delgado como el de una copa de champán alta o baja, para poder utilizarse como arma, y mortal por añadidura.

– Pero en realidad no fue esta arma la que lo mató.

Se trata de un montaje destinado a camuflar el crimen en accidente. El asesino se sirvió de un estilete chino con hoja plegable untada con veneno que, una vez cerrado, se disimula fácilmente en cualquier bolsillo o hasta en el hueco de la mano. Fue después cuando dispuso el cuerpo sobre los fragmentos de la copa rota, como si la herida en la base del cuello se hubiera producido con la punta de cristal unida aún al pie: Manneret habría caído con una copa en la mano… Etc.

El asesino había añadido algunos elementos para completar el cuadro: una ampolla vacía que había contenido morfina, destinada a explicar la falta de equilibrio del potentado en el momento de su extraña caída, un tabique móvil de cristal medio cerrado -casi invisible- con cuyo borde habría tropezado y, por último, el despertador situado al otro lado de este cristal, en el escritorio, con la manecilla del timbre puesta a la hora exacta de la muerte… Sonó el despertador; para detener aquel ruido irritante, Manneret se levantó de su balancín, llevando la copa de jerez en la mano; con su precipitación y su torpeza de drogado, no vio que el tabique de cristal, que se interponía en mitad de su trayecto, le cerraba parcialmente el paso. Por un prurito estético más que por verosimilitud, el autor del montaje le quita además los zapatos al cadáver y vuelve a ponérselos al revés: el derecho en el pie izquierdo y el izquierdo en el pie derecho. Como último detalle, antes de abandonar el escenario, con la pluma y la tinta del difunto, en la hoja misma en que estaba escribiendo, detrás de las últimas palabras, que había trazado con mano vacilante -aproximadamente media línea al final de un largo párrafo interrumpido que llega hasta la mitad de la página: «viaje lejano, y no gratuito»-, termina imitando su grafismo inseguro: «pero necesario»; después dibuja un pez oval, con sus tres aletas, su cola triangular y su gran ojo redondo.

En este estado encuentra Kim las cosas, cuando entra en el piso, sin que haya tenido más que empujar la puerta, cuya cerradura no estaba cerrada, cosa que la ha extrañado. Se detiene en medio del vestíbulo, escuchando con atención. No se oye el menor ruido en toda la casa. Piensa que Manneret sigue en su mesa de trabajo, en el despacho. Se dirige hacia esa parte, sigilosamente, como suele. En la salita de fumar, separada del despacho por un tabique de cristal que se halla parcialmente cerrado, ve al viejo tendido cuan largo es en el suelo, boca abajo. Sólo la cabeza está vuelta de lado, la mano izquierda sostiene aún el pie de una copa rota que le ha atravesado la garganta en su caída. Alrededor hay fragmentos de cristal, jerez derramado y sangre, pero en poca cantidad. Kim se acerca con pasos menudos, silenciosos, como si temiera despertar al muerto, en cuyo rostro tiene fija la mirada. Al ver la fina herida y la punta de cristal que penetra en ella, no puede menos que llevarse la mano a su propio cuello, a ese punto en el que, justo sobre la clavícula izquierda, sus dedos tocan la pequeña cicatriz todavía tierna. Entonces se abre su boca progresivamente y empieza a lanzar alaridos, sin quitar la vista del cadáver, y esta vez su grito llena el piso entero, la casa entera, la calle entera…

Pero no es eso. Sigue siendo el mismo alarido mudo, que no logra salir de su garganta, mientras corre escaleras abajo, bajando los peldaños de dos en dos, de tres en tres. A su paso, se abren las puertas, se recortan en sus vanos figuras negras, a contraluz sobre el fondo intensamente alumbrado de los vestíbulos, lo que impide distinguir las caras. Sin embargo, por los trajes se adivina que son hombres, que surgen en cada rellano y se lanzan a su persecución. Habrán visto el cuerpo del viejo o la sangre que chorrea a través de los techos, y creen que es ella la que lo ha matado. Aumentan de piso en piso. Kim baja los peldaños de cuatro en cuatro, de cinco en seis, pero sus finos zapatos dorados no hacen ningún ruido en el revestimiento elástico del suelo, y los otros también, detrás de ella, corren sobre algodón, cada vez más aprisa… No obstante, parecen no dar alcance a la criminal que huye, pues, al volverse ésta para mirar hacia atrás, sólo ve la escalera vacía y silenciosa.

Después, sin que sepa cómo, hay alguien muy cerca de ella, bajando ya el último tramo que lleva al rellano en que acaba de detenerse. Por suerte este sitio está mal alumbrado. Kim retrocede lentamente hasta un rincón totalmente a oscuras. Su vestido negro la ayudará a pasar más inadvertida… Afortunadamente, ya que el personaje que se acerca va sin duda en su búsqueda; es un hombre de estatura alta, que lleva perilla, y va provisto de un bastón con contera de hierro. Vestido elegantemente con traje de corte severo, anda con paso firme y ágil: el bastón sólo puede ser un atributo ornamental, o un arma ofensiva. Cuando llega frente a ella, Kim, en el primer momento, tiene la impresión de que es el viejo, pero enseguida se acuerda de que lo ha matado. Es tan sólo alguien de su misma edad y que se le parece. Mira a derecha e izquierda para descubrir dónde se esconde la culpable; sin embargo, pasa sin verla por delante de la criada acurrucada en un rincón de la pared, yerta de miedo y a punto de desmayarse de tanto contener la respiración. El hombre se aleja un poco, se apoya en la barandilla y se asoma por encima de ella, para examinar la parte inferior del hueco de la escalera. Segura de ser descubierta muy pronto, Kim se lleva a la boca, y lo introduce en ella, el papel doblado que lleva escrita la dirección comprometedora; lo empapa de saliva, lo mordisquea y lo desliza debajo de la lengua; lo va removiendo cuidadosamente para que se hinche y forme una bola muy escurridiza, que se transforma de golpe en una masa líquida, viscosa e insípida, que engulle con asco. Pero el ruido casi imperceptible de los labios en la hojita aún rígida, al principio de la operación, ha debido de llamar la atención al cazador, que se vuelve e inspecciona el rellano en todas direcciones. Después se dirige hacia una de las puertas, con paso sigiloso, y acerca la mejilla al panel de madera barnizada, para escuchar lo que ocurre dentro; probablemente no oye nada que le interese, ya que vuelve hacia los barrotes de hierro, equidistantes, paralelos y verticales, que sostienen la barandilla. Aplica también el oído, como con la esperanza de percibir reveladoras vibraciones del metal. Como, al parecer, no obtiene ningún resultado, empieza a bajar el tramo siguiente.

Pero al cabo de tres o cuatro peldaños, vuelve a detenerse y parece cambiar de idea: presa de algún escrúpulo, se dispone a subir de nuevo. Kim se da cuenta entonces de que la puerta que se halla cerca de su escondite no está del todo cerrada. La abre suavemente, sin hacerla chirriar, justo lo preciso para colarse dentro. Una vez cerrada de nuevo en la posición en que estaba antes, la oscuridad del lugar es total. Al instante, Kim se siente rozada por unas manos, dos grandes manos que avanzan a tientas y recorren en todos los sentidos la seda lisa y fina de su traje. Se muerde violentamente el labio inferior para no gritar, mientras las caricias se hacen más precisas, más insistentes. Fuera, el hombre ha vuelto al rellano: también él ha advertido la puerta mal cerrada. (¿Ha sido por los movimientos de Kim?) Lo oye rascar con las uñas, como si intentara descubrir algún sistema cuyo funcionamiento fuera a abrirle paso. Kim se apoya con más fuerza en la puerta, sin hacer ruido, a fin de bloquearla contra su marco y hacer creer al hombre que el cerrojo está echado. Pero la presión aumenta al mismo tiempo por el otro lado. La joven se apuntala y tensa todos los músculos de su cuerpo, mientras las dos grandes manos siguen explorando sus axilas, sus pechos, su cintura, sus caderas, su vientre, sus muslos. Kim se aprieta pegándose con todo su peso, con todas sus fuerzas, de tal forma que el pestillo biselado acaba funcionando solo, penetrando en el cerradero en el que produce un ruido seco, como un disparo, que resuena en toda la casa.

Al mismo tiempo se enciende la luz. En el vestíbulo, Edouard Manneret sale a su encuentro. Ha sido él quien ha accionado el interruptor. La joven eurasiática recobra el aliento.

– He encontrado la puerta entornada… -dice-. He entrado.

El viejo sigue mostrando su misma sonrisa y sus ojos demasiado brillantes. Dice:

– Ha hecho muy bien. Está en su casa… La estaba esperando.

Después, tras una pausa durante la que la observa con una insistencia molesta, pregunta:

– ¿Ha corrido…? ¿No ha tomado el ascensor?

Kim responde que no, que ha andado aprisa únicamente, y que ha subido a pie por el perro. Y como el viejo le pregunta dónde está el perro, explica que lo ha dejado, como de costumbre, atado con su trenza de cuero a una anilla, en el vestíbulo. Sabemos que el perro se soltará solo, al sentir que su dueña está en peligro, etc.

Si Manneret acaba de ser asesinado, esta escena ocurre antes, sin duda alguna. Y ahora es el señor Chang, el intermediario, el que sale al encuentro de Kim, en el cuartito en el que ella acaba de entrar. (Aún resuena en sus oídos el golpe seco del pestillo, cuando ha cerrado la puerta.) El señor Chang sigue mostrando su sonrisa, tan habitual en Extremo Oriente, donde probablemente no es más que una muestra de cortesía, Le pregunta si ha corrido. Muda como de costumbre, hace un breve movimiento con la cabeza para decir que no. El señor Chang no le pregunta nada sobre el perro. Es el día en que el intermediario entrega el sobre de papel grueso y pardo, repleto con cuarenta y ocho bolsitas de droga. Vuelve a bajar enseguida y se encuentra en medio de Queens Road, con la confusión ruidosa y soleada de las jinrikishas, los pijamas de lustrosa tela negra, los vendedores de pescado y especias, los porteadores con los hombros encorvados bajo la larga vara tradicional, de cuyos extremos penden las cestas de junco. Cuando Kim regresa a casa, la vieja lady, sola en su habitación, no advierte que el traje de seda blanca está todo ajado, arrugado, cubierto de manchas grisáceas que recorren largas zonas donde el brillo de la tela ha desaparecido por completo. La hermosa criada sólo recibirá un castigo por haber dejado entrar al perro negro en un edificio climatizado.

En efecto, la joven se ha visto obligada a confesar su falta. Para no decir que se ha contentado con atar al precioso animal de una anilla, en cualquier parte, prefiere aún la versión -que le parece menos peligrosa- del barrendero que se hallaba al pie de la escalera: le ha confiado el perro, pero él ha dejado escapar el extremo de la trenza de cuero, por indolencia, y el animal se ha precipitado en busca de su dueña, arrastrando la correa que vuela por detrás y azota los peldaños de madera. El empleado municipal del sombrero chino acerca entonces su brazo, que ya no aguanta nada, al palo de la escoba. Una vaga sonrisa flota en su boca y sus ojos. No le queda más remedio que ponerse a barrer otra vez. Al extremo del haz de paja de arroz, curvado por el uso, aparece un nuevo ejemplar del mismo tebeo; por lo menos es el duodécimo que recoge desde que ha empezado el trabajo. (¿Cuándo?) Seguramente es el de la semana pasada. Aunque ha agotado ya todo su contenido, puesto que no sabe leer y ha de contentarse con las imágenes, se agacha irresistiblemente, para recoger también éste. Y, una vez más, contempla la fiesta mundana que se desarrolla en el inmenso salón recargado de espejos, dorados y estucos.

Bajo las arañas centelleantes hay mujeres jóvenes con trajes de noche muy escotados que bailan del brazo de sus parejas vestidas con smokings oscuros o spencers blancos. Ante el buffet repleto de vajilla de plata, un hombre gordo y colorado habla, levantando la cara, con un americano mucho más alto que él, que ha de agacharse para escuchar lo que el otro cuenta. Un poco más lejos, inclinada hasta el suelo de mármol, Laureen entrecruza las tiras doradas de su zapato alrededor del tobillo y la garganta del pie. A un lado, junto a una ventana con pesadas cortinas corridas, Lady Ava sigue sentada en su sofá sin color; su mirar cansado vaga por las paredes, cuyos diversos paneles están adornados con cuadros, de dimensiones diversas, que la representan sólo a ella, joven, de cuerpo entero, de pie y apoyándose con mano ligera en el respaldo de un sillón, o sentada, tendida, a caballo, tocando el piano, o únicamente la cabeza y el busto, ampliados en proporciones gigantescas. Lleva boas, velos, grandes sombreros con plumas; en otros aparece desnuda, peinada con bandós o con tirabuzones que caen en la curva de los hombros sobre la carne blanca. Hay además unas estatuas en sus hornacinas, entre columnas de pórfido rojo o verde, que también la representan en posturas convulsas, haciendo con sus brazos torneados grandes ademanes indecisos y volviendo a un lado, o hacia el cielo, su rostro inspirado. Amplias telas vaporosas flotan alrededor de su cuerpo, echarpes de muselina, colas de tul, velos de bronce y piedra. Paso ante todo ello sin pararme: he tenido mil ocasiones de contemplar detenidamente esas esculturas, esos lienzos, esos pasteles, de los que conozco hasta las firmas, casi todas de nombres famosos: Edouard Manneret, R. Jonestone, G. Marchand, etc. La espaciosa estancia me resulta aún más impresionante gracias a la ausencia de todo personaje vivo, estando como estoy acostumbrado a verla llena de gente, de agitación, de ruido; esta noche hay sólo una innombrable mujer muda e inmóvil, inaccesible, que multiplica sus poses estudiadas, grandilocuentes, exageradamente dramáticas, y que me rodea por todas partes, Eve, Eva, Eva Bergmann, Lady Ava, Lady Ava, Lady Ava.

Después del gran salón, cruzo otras salas desiertas. Se diría que hasta los mismos criados han desaparecido; y subo la escalera de honor hasta la habitación donde se encuentra la señora de la casa. Está acostada en su cama de columnas, acompañada tan sólo por una de sus criadas eurasiáticas, de pie junto a ella, que sale sigilosamente al entrar yo. Le pregunto a Eva cómo la ha encontrado el doctor, cuánto tiempo ha dormido, si se siente mejor esta noche… Me contesta con una sonrisa lejana de sus labios grises. Luego desvía la mirada. Permanecemos así mucho tiempo, sin decir nada más, ella mirando el techo y yo de pie a la cabecera de su cama, sin poder apartar los ojos de su cara enflaquecida, las arrugas que la surcan, su pelo encanecido. Al cabo de un rato -un largo rato sin duda- rompe a hablar, diciendo que nació en Bellevilie, cerca de la iglesia, que no se llama ni Ava ni Eva, sino Jacqueline, que no ha estado casada con ningún lord inglés, que nunca ha ido a China; el burdel de lujo, en Hong Kong, es sólo una historia que le han contado. Además se pregunta ahora si no fue más bien en Shanghai, un gigantesco palacio barroco con salas de juego, prostitutas de todo tipo, restaurantes finos, teatros con espectáculos eróticos y fumaderos de opio. Se llamaba «Le Grand Monde»… o algo por el estilo… Tiene un semblante tan vacío, una mirada tan ausente, que me pregunto si no ha perdido el sentido, si no está ya delirando. Ha vuelto la cabeza hacia donde estoy yo, y de pronto parece verme por primera vez; fija en mí unos ojos reprobadores; su rostro es ahora severo, se diría que me descubre con horror, o con incredulidad, o asombro, o como un objeto de escándalo. Pero sus pupilas empiezan a girar insensiblemente, para ir a fijarse otra vez en el techo. También le han contado que allá la carne era tan escasa y los niños tan numerosos que se comían a las niñas pequeñas que no encontraban pronto un protector o un marido. Pero Lady Ava no cree que este detalle sea verídico.

– Todo eso son historias inventadas por los viajeros -dice-. ¿Quién sabe? -agrega tras una larga pausa, sin quitar los ojos de aquella superficie blanca, por encima de ella, cuyas manchas ha empezado a examinar otra vez. Después me pregunta si ya es de noche. Le contesto que hace mucho rato que es de noche. Iba a añadir que anochece temprano en estas latitudes, pero me abstengo de hacerla. Al alzar la cara, advierto a mi vez las manchas rojizas de contornos complicados y precisos: islas, ríos, continentes, peces exóticos. Fue el loco que vive arriba el que, un día, en un ataque, derramó no se sabe qué en su suelo. Me parece hoy que la zona afectada se ha agrandado aún. Ahí viene Kim, cuyos pasos no se oyen nunca, acercándose ahora a la cama y llevando con precaución una copa de champán llena hasta el borde de alguna medicina de color dorado, que de lejos se parece al jerez.

Y durante este tiempo, Johnson sigue corriendo tras el dinero que no logra encontrar, de un extremo a otro de Victoria: Wales Road, Des-Voeux Road, Queens Road, Queen Street, Lucky Street, calle de los Plateros, calle de los Sastres, calle Edouard Manneret… Así, en plena noche, tropieza a veces con puertas cerradas, verjas con candados, cadenas echadas. Y aunque estuvieran abiertos los bancos, ¿cuál de ellos aceptaría las letras que ofrece? Y sin embargo, antes de que amanezca, ha de encontrar algo o alguien que lo saque de apuros; Laureen no le ha dado otro plazo, y, de todos modos, no sería prudente quedarse ni un día más en la concesión inglesa, esperando que la policía fuera a detenerlo de verdad. En el desembarcadero del ferry, al llegar de Kowloon, hay una sola jinrikisha esperando, lo cual es mucho, teniendo en cuenta la hora. Johnson no quiere hacerse preguntas sobre esta suerte inesperada ni sobre la amabilidad del conductor, que parece dispuesto a llevarlo donde quiera durante el resto de la noche, y que lo espera pacientemente donde él se para, al menos cuando consigue entrar en algún sitio, como es ahora el caso en casa de este intermediario chino en la que ha visto luz; ni siquiera tiene que llamar mucho rato, con los puños, en la madera del postigo que cierra el despacho contiguo a la calle: se oyen pasos precipitados, en una escalera, y una mujer vieja vestida de negro, a la europea, le abre la puerta de par en par. Le dice, no obstante, que él mismo habría podido abrirla, ya que estaba descorrido el cerrojo en previsión de su venida. Lo coge de las solapas del smoking para hacerla subir más rápido al primer piso (por una escalera recta, estrecha y empinada), abrumándolo con lamentos en tono penetrante, en una mezcla de inglés elemental y un dialecto del norte del que entiende muy poca cosa, salvo que se refiere a la salud de su esposo, de modo que acaba por entender que lo confunde con el médico, en cuya busca ha mandado a un niño del vecindario. Sin sacarla de su engaño, esperando aún que el enfermo pueda hacer algo por él, Johnson le sigue hasta una habitación del primer piso, de dimensiones bastante amplias, ocupadas por algunas piezas de un mobiliario de tipo francés de los años veinticinco, colocado regularmente a lo largo de las paredes y que parece haber sido ideado para una buhardilla minúscula, de modo que quedan espacios considerables entre los muebles. El hombre está echado boca arriba, con los brazos y las piernas extendidos, de través sobre la sábana húmeda y arrugada de una cama de madera barnizada, cuya superficie ocupa por completo, aunque también él es de estatura menuda. A causa del calor, contra el que nada puede un diminuto ventilador eléctrico puesto sobre una silla de rejilla, sólo lleva una especie de calzoncillos de algodón blanco que le bajan hasta las rodillas. Su cuerpo flaco y su cara arrugada tienen el mismo color verdeamarillento que el papel pintado de las paredes.

Johnson pregunta a la mujer qué enfermedad tiene su marido. Como ella lo mira asombrada, se acuerda de repente de que es el médico y precisa al instante:

– Quiero decir qué le duele.

Pero la vieja lo ignora igualmente. Debe empezar a preguntarse por qué no lleva ni maletín ni estetoscopio, si está acostumbrada a la medicina occidental. O quizá hasta ahora sólo ha conocido las prácticas chinas, y si esta vez ha mandado llamar a un médico inglés ha sido como último recurso; en este caso no puede extrañarse de nada, ni siquiera de verlo en traje de etiqueta. Johnson se dice también que el verdadero médico no tardará en interrumpir la comedia y que, antes de que llegue, ha de darse prisa en entablar alguna negociación con el intermediario, si es que está aún en condiciones de hablar de préstamos y garantías. Desde que el americano ha entrado en el cuarto, el hombre no ha hecho ni un movimiento, ni tan sólo ha parpadeado, aunque tiene los ojos tan abiertos como pueden estarlo los de un chino; sus costillas descarnadas tampoco parecen moverse al ritmo de la menor respiración; y cuando le pregunta qué tipo de dolor siente, da la impresión de no haber oído siquiera. Quizá esté ya muerto.

– Mire -empieza a decir Johnson-, necesitaría dinero, mucho dinero…

Pero la vieja vuelve a prorrumpir en gritos, escandalizada esta vez, ante un facultativo que no duda en exigir sus honorarios antes de empezar la visita, como si temiera que no se los pagasen después. Johnson trata de explicarle su situación, pero ella no le hace caso, corre hacia un armario pequeño y vuelve con un fajo de billetes de diez dólares que trata de hacerle coger. El americano acaba tomando algunos en sus manos y los deja sobre la mesilla de noche, sin atreverse ya a insistir en su demanda, sin duda inútil. Por otra parte es absurdo pensar que este modesto prestamista, aun gozando de buena salud y con la mejor voluntad, dispusiera de la cantidad enorme que precisa. Abandonando de súbito la partida, baja precipitadamente la escalera, perseguido por las imprecaciones de la vieja.

La escena siguiente se desarrolla en el muelle nocturno de un puerto pesquero, sin duda Aberdeen, aunque el trayecto para llegar hasta él resulta muy largo en jinrikisha. El decorado sólo se ve de modo parcial, debido al alumbrado escaso de unos pocos faroles, cada uno de los cuales sólo difunde su luz sobre los objetos situados en su proximidad inmediata, de modo que no se distingue un todo, sino tan sólo fragmentos aislados: un bolardo de hierro colado del que sale una gruesa amarra tensa, otros cabos enroscados sobre sí mismos y formando una especie de collar flojo sobre los adoquines húmedos, la mitad de una adolescente andrajosa que duerme directamente en el suelo apoyada en un gran cesto vacío de mimbre trenzado, dos gruesas argollas empotradas a un metro aproximado de distancia y a la misma altura en una pared vertical de sillares, con una cadena que las une formando una curva suave y que cuelga libremente a cada lado, cajas de madera apiladas y grandes peces metálicos de cuerpo fusiforme bien ordenados en la de encima, agua que ondea con reflejos plateados entre sampanes y botes entrecruzados en todos los sentidos, el camino de tablones que forma codos de uno a otro, subiendo y bajando, y que lleva desde la orilla hasta un junco amarrado algo más lejos. Una fila de coolies, cada uno con un grueso saco de yute de formas abultadas sobre los hombros, avanza a lo largo de esas pasarelas inestables, que se hunden bajo los pies descalzos y oscilan de modo inquietante, sin hacer caer al agua negra o dentro de las embarcaciones a ninguno de los cargadores, que se suceden a intervalos de cuatro o cinco pasos. Como no pueden cruzarse en la estrecha pasarela, regresan todos juntos de vacío, seis hombres bajitos en fila india que hacen bailar cada vez más la madera flexible; y vuelven por una nueva carga a una zona oscura donde estará aparcado algún camión, un carro de mano o una carreta tirada por búfalos. Un hombre de más edad, de larga barba rala, vestido con una guerrera de algodón azul y tocado con un gorro, vigila su paso y apunta el número de sacos transportados en un cuaderno mucho más largo que ancho. Es a él a quien se dirige Johnson preguntándole en cantonés si el junco que va a zarpar es el del señor Chang. El hombre no contesta; continúa observando con la mirada el movimiento de los estibadores en calzoncillos que pro siguen su maniobra. Tomando su silencio por asentimiento, Johnson pregunta la hora de salida y el destino exacto de la embarcación. No obteniendo tampoco respuesta, añade que él es el americano a quien han de subir a bordo y conducir a Macao.

– Pasaporte -dice el vigilante sin apartar la vista de la pasarela improvisada; y sólo le echa un vistazo rápido cuando Johnson, algo desconcertado por esta formalidad policial aplicada a una travesía clandestina, le tiende, a pesar de todo, el documento-. Salida esta mañana a las seis y cuarto -dice en portugués el sobrecargo, devolviéndole el pasaporte.

Mientras vuelve a guardárselo en el bolsillo interior derecho, Johnson se pregunta cómo se las arreglará el otro para reconocer a su pasajero, al que no ha intentado ver ni un momento. Pero a partir de ahora, en el silencio, ya no hay más que el agua que chapotea entre los sampanes, los pies descalzos que suenan cadenciosos en los adoquines o en la madera mojada, los tablones que vibran contra los cascos.

Después viene el fumadero de opio, descrito ya: un decorado desnudo y blanco formado por una sucesión de pequeños aposentos cúbicos, sin ningún mueble, totalmente encalados, incluso el suelo de tierra apisonada, en el que los clientes con pijamas negros están tumbados al azar, de cualquier modo, recostados en las paredes o en mitad de las estancias, que se comunican entre sí por aberturas rectangulares practicadas en las gruesas paredes, sin ningún tipo de puerta, y tan bajas que Johnson ha de agacharse para pasar. ¿Qué espera encontrar aquí? Los clientes no parecen estar en condiciones de proporcionarle la fortuna que desea, ni, a juzgar por su comportamiento, de discutir con él su cesión.

Después se ve a Johnson en un cruce de calles, probablemente en el centro de la ciudad, pues una farola proyecta sombras netas y negras de las cosas y las gentes. Está hablando con otro hombre, un europeo según todas las apariencias, vestido con un traje claro y un impermeable abierto con el cuello subido, tocado con un sombrero de fieltro con las alas inclinadas, que le señala, en la fachada lateral de un banco -cuyo nombre está escrito con grandes letras en el frontón de la fachada principal: Bank of China- una escalerita de emergencia, para casos de incendio probablemente, que conduce a una ventana del primer piso desprovista de reja, a diferencia de todas las demás, tanto del mismo piso como de la planta baja. No hay ningún otro personaje en el campo visual, ni coche que circule por las inmediaciones o aparcado junto a una acera; ni siquiera se ve la jinrikisha. Sin duda el hombre del impermeable quiere explicar al americano alguna fechoría; pero este último, calculando las probabilidades de éxito de la empresa, hace una mueca de duda, de expectación o incluso de negativa, más visible aún en la imagen ampliada que sigue.

Esta cara pronto da paso a la vista general de un pequeño bar. (¿De modo que todavía hay bares abiertos a estas horas?) Dos clientes, sentados en altos taburetes, aparecen de espaldas, acodados uno junto a otro en la barra en la que hay dos copas de champán. Parecen conversar en voz baja. A la derecha, un camarero chino de chaqueta blanca, en una posición ligeramente elevada entre la barra y los anaqueles en los que se alinean las botellas en apretadas hileras, los mira por el rabillo del ojo, mientras tiende una mano hacia un aparato telefónico situado en una hornacina.

Después las imágenes se suceden muy aprisa: Johnson y Manneret en un decorado interior poco identificable (¿eran ya ellos los que hablaban en el bar, donde se habrían citado antes?), haciendo ahora grandes ademanes a los que es absolutamente imposible atribuir un significado. Después, Edouard Manneret en su balancín y el americano de pie frente a él, diciendo: «Si no acepta, ya verá lo que le pasa», y Kito, a la izquierda y en primer término, hablando consigo misma: «¡Ahora lo amenaza de muerte!» Luego, Johnson con Georges Marchat bebiendo champán en un jardín, cerca de un matorral de hibiscus en flor. Ahora, Johnson alejándose a grandes zancadas de un enorme Mercedes parado frente a un almacén cerrado del puerto de Kowloon (el nombre Kowloon Docks Company se lee en el cierre metálico) y volviendo la vista atrás mientras se da prisa en salir de allí. Johnson conversando con un hombre gordo delante de un buffet lleno de vajilla de plata, en medio del gentío de una fiesta mundana. Johnson mostrando su pasaporte a un teniente de la policía, en una callejuela empinada que acaba en escalera, no lejos de un pequeño coche militar descubierto, a cuyo volante va otro policía, mientras el teniente dice: «Un camarero lo vio con él; usted le proponía el asunto, y una prostituta japonesa oyó cómo lo…» Johnson en su cuarto de hotel advirtiendo que sus papeles han sido registrados otra vez, y decidiendo añadir para los policías del servicio de información, en su próximo registro, un documento falso que empieza a redactar en el acto imitando la letra de Marchat: «Querido Ralph: una simple notita para tranquilizarlo respecto a su asunto: desde ahora todo está arreglado, dispondrá a tiempo de la cantidad que necesita; por consiguiente es totalmente inútil que recurra a Manneret o que busque dinero por otro conducto.» Firmado: «Georges.» Y, debajo, en una postdata: «Sigue sin saberse a quién pertenece el laboratorio de fabricación de heroína que la policía ha descubierto. En mi opinión, debe de ser también de esos belgas que vienen del Congo y quieren comprar el hotel Victoria para transformarlo en casa de placeres. Espero que detengan a todos esos traficantes que manchan nuestra hermosa colonia.»

Después de guardar este papel entre las cartas que han llegado últimamente, dentro de una carpeta verde del primer cajón de la izquierda del escritorio, Sir Ralph entra en el cuarto de baño a tomar su ducha; luego se pone una camisa con pechera almidonada, se enfunda su smoking y anuda cuidadosamente en forma de pajarita una corbata de color rojo oscuro. Todavía le da tiempo a cenar fuera antes de acudir a la fiesta en casa de Lady Bergmann. En el vestíbulo del hotel, al darle su llave al portero, Sir Ralph le hace un guiño de connivencia; y sale por la puerta de atrás, la que da a un jardincito plantado de ravenalas, pues por ese lado es por el que tiene más posibilidades de encontrar un taxi. Hay uno libre, en efecto, aparcado al final de la acera; sube y dice que va al ferry. Como el calor es asfixiante en el asiento de atrás, baja los cristales de las dos ventanas: aunque el aire que entra de fuera no es mucho más fresco, su movimiento lo hace al menos soportable, y resulta así más cómodo mirar a los transeúntes que pasean por delante de los escaparates brillantemente iluminados, bajo las higueras gigantes.

Tan pronto sube al barco, observa a una joven con traje ceñido, abierto lateralmente hasta muy arriba, que lleva de una correa a un gran perro negro de orejas erguidas; recorre la cubierta con paso ágil y regular, bordeando el agua invisible en la noche, pero cuyo ruido de tela estrujada contra el flanco del navío se oye. Su cuerpo en movimiento bajo la seda fina le da un aire provocativo, a pesar de su actitud reservada. Cuando quiere frenar el paso del perro, que va delante de ella y tira demasiado de la trenza de cuero, muy tensa, la joven emite entre sus dientes un silbido casi imperceptible dé cobra, breve y seco. Varias veces, Sir Ralph, al cruzarse con ella en el puente, busca su mirada azul, que sostiene tranquilamente la suya. Pero, en definitiva, no le dirige la palabra, quizá por el perro y sus gruñidos ante la proximidad de extraños. En el desembarcadero de Victoria hay siempre muchos taxis; el americano elige uno de modelo reciente para ir hasta el pequeño puerto de Aberdeen, donde va a cenar a un restaurante de fama, que flota en medio de la bahía.

Hay poca gente esta noche en la gran sala rectangular, abierta en su centro por una piscina cuadrada donde se distingue, en el agua verde, una multitud de grandes peces azules, morados, rojos o amarillos. Una muchacha esbelta, con traje de seda ceñido, sin duda una eurasiática, que se parece a la pasajera del ferry, los pesca uno tras otro mediante una red de largo mango, que maneja con gracia y habilidad, para presentarlos vivos, retorciendo sus cuerpos presos en las mallas, al cliente sentado a su mesa, para que escoja el que desea comer. Al regresar a la costa en un sampán iluminado con guirnaldas de luces, conducido por una muchacha esbelta con traje ceñido, etc., de aspecto provocativo a la vez que reservado, etc., etc., que maneja con gracia y habilidad el largo remo veneciano, haciendo movimientos ondulados de torsión que agitan la seda fina y brillante sobre la piel… (¡ya basta ahí arriba!, las pisadas y el bastón con contera de hierro que golpea el suelo acompasadamente…), Sir Ralph observa, a la dudosa luz de los faroles del puerto, una fila de coolies que transportan sobre sus hombros doblados sacos repletos de alguna mercancia (¿clandestina?), hasta el gran junco -con todas las luces apagadas- unido al muelle por una larga pasarela de tablones que zigzaguea de un casco a otro por entre la flotilla de pequeñas embarcaciones fondeadas. Un tercer taxi lo lleva entonces a la Villa Azul, donde llega a las nueve y diez, como estaba previsto.

A poco de entrar en el gran salón, en el que ya están bailando unas cuantas parejas con aire forzado, se lo lleva aparte la señora de la casa. Tiene una noticia grave que comunicarle: Edouard Manneret acaba de ser asesinado por los comunistas, con el pretexto -evidentemente falso- de que era un agente doble al servicio de Formosa. Se trata en realidad de un ajuste de cuentas mucho más turbio, mucho más complejo. De todos modos, Johnson figura entre los sospechosos notorios, a los que la policía no puede menos de detener: si todavía no lo ha hecho, quizá se deba a una especie de cortesía diplomática con Pekín. Lady Ava le pregunta, pues, qué piensa hacer. Johnson contesta que esta misma noche abandonará Hong Kong, en un junco, para dirigirse a Macao o a Cantón.

La velada se desarrolla luego de una manera normal, para que no cunda la alarma, pero seguro que otras personas están alerta, pues se nota algo tenso en el ambiente: basta que una copa se rompa en el suelo para que todo el mundo se quede inmóvil, como con el temor de un acontecimiento cuya inminencia está fuera de duda. Sir Ralph permanece junto a un mirador, aguzando el oído en dirección a las espesas cortinas corridas, para espiar la eventual llegada de un coche. Georges Marchat no abandona el buffet, donde ha pedido seis copas de champán seguidas, que se ha bebido de un trago una tras otra. En el salan cito de música, Lauren, la prometida de Marchat, toca al piano para unos cuantos invitados silenciosos una composición moderna, llena de rupturas y pausas, subrayadas por ella con risas nerviosas, bruscas, sin duración, para señalar errores que sólo ella puede reconocer. Kito, la joven criada japonesa acaba de cortarse en un brazo -un poco más abajo del codo, en la cara interna- al recoger con demasiada precipitación los fragmentos de la copa rota; y permanece inmóvil, de rodillas en el suelo, contemplando con aire ausente el hilillo de sangre de un rojo vivo que corre imperceptiblemente por su piel mate y cae gota a gota, con largos intervalos, sobre el mármol sembrado de cristales centelleantes. A unos metros de distancia, un poco apartada detrás del sillón en cuyo respaldo se la ve apoyarse, con aire indiferente, para hacer algo, pero con la cabeza vuelta lateralmente hacia la escena que precede con una fijeza en la mirada que no permite ningún error, una bella eurasiática, que responde al nombre americano de Kim, contempla a la pequeña japonesita arrodillada, el brazo blanco manchado por una fina línea roja y las gotas de sangre que forman en el suelo una constelación de puntos dispersos concentrados alrededor de un eje, como las perforaciones de las balas en un blanco de tiro. Y poco a poco, sin que sus ojos se aparten del espectáculo de la criada herida, la mano derecha de Kim se separa del sillón, para subir hasta más arriba de su clavícula izquierda, en cuyo hueco lleva la marca de una discreta cicatriz de color rosa vivo: dos puntos oblongos situados muy cerca uno de otro y que nadie habría notado sin su gesto furtivo, pero cuya forma insólita, una vez que han llamado la atención, incita a preguntarse cómo se produjeron.

Totalmente alejada del resto de sus invitados, Lady Ava espera también, sentada en su sofá de terciopelo descolorido por el tiempo. De pie cerca de ella está Lucky, la hermana melliza de Kim, a la que se parece de un modo extraordinario, pero que lleva un traje de seda blanca, en vez de negra como convendría a su luto reciente. (¿No han perdido las dos a su padre?) Acaba de entregar a Lady Ava un sobre de papel pardo atestado de documentos, que ésta ha escondido inmediatamente.

Por todas partes, alrededor, se observan así movimientos bruscos o mecánicos, miradas de soslayo, ademanes que se petrifican, inmovilidades demasiado largas o forzadas, una amortiguación insólita de todos los ruidos, sobre los cuales resaltan a veces frases breves que suenan a falsas: «¿A qué hora empieza la función?», «¿Me concede el próximo baile?», «Tomará una copa de champán», etc. Y casi todo el mundo siente una especie de alivio cuando por fin aparecen los policías con uniformes ingleses. El silencio era además total desde hacía varios segundos, como si el momento exacto de su salida a escena hubiera sido conocido por todos desde hacía mucho tiempo. El guión se desarrolla luego de un modo mecánico, como si se tratara de una máquina bien engrasada, bien rodada, y a partir de ese momento cada cual conociera su papel con exactitud y pudiera representarlo sin equivocarse de un segundo, sin un fallo, sin el menor tropiezo capaz de sorprender a un compañero: los músicos de la orquesta -cuya pausa anunciaba ya el calderón- que abandonan a la vez sus instrumentos o los bajan con suavidad, el arco a lo largo del cuerpo, la flauta sobre el atril, el cornetín entre los muslos, los palillos cruzados sobre la piel del tambor, y Kito, la criada, que se levanta del suelo, la eurasiática que dirige la mirada hacia adelante, el hombre gordo y colorado que pone la copa vacía en la bandeja de plata que le tiende el camarero, el soldado que se aposta ante la gran puerta, el otro soldado que cruza el salón en línea recta por entre las parejas, que dejan de bailar, sin tener que desviarse lo más mínimo para no topar con ninguna, ya que va a vigilar la salida situada al otro extremo, y, por último, el teniente que se dirige sin vacilar hacia la ventana junto a la cual permanece Johnson para proceder a su detención.

Pero una cosa me inquieta ahora: el teniente, con su paso decidido, ¿no se dirigirá más bien hacia la señora de la casa? ¿No es más lógico detenerla antes a ella? En efecto, Lady Ava no ha ocultado, en una conversación con Kim -en un monólogo, para ser exactos, pues no hay que engañarse con las palabras, efectuado en presencia de esta última, como todos recordamos, mientras la anciana se prepara para acostarse-, no ha ocultado, decía, su intención deliberada de inducir a Johnson, por medio de las exigencias exorbitantes de Lauren -método al parecer clásico para este tipo de reclutamiento-, de inducir a Johnson a convertirse a su vez en agente secreto de Pekín, lo cual significaría que el compromiso de Lady Ava en este sentido era mucho más fuerte. Una solución al problema residiría quizá en la ignorancia de la policía inglesa, o en su fair-play diplomático, que prefiere atacar a la organización comunistoide conocida con los nombres de Hong Kong Libre o S.L.S. (South Liberation Soviet), cuyo papel es inexistente y sus reivindicaciones más bien contrarias a los intereses chinos (hasta el extremo de que muchos no ven en ella más que una fachada para ocultar algún tráfico de drogas o trata de blancas), a acabar brutalmente con la acción de los verdaderos espías.

En cualquier caso, cuando el teniente de la policía se presenta ante Lady Ava, y apenas efectuados los saludos de rigor, ésta invita a beber con voz mundana al recién llegado, lo que no conduce a nada. Hay otro problema: ¿los términos «soldados» y «policías» no habrán sido empleados un poco a la ligera para designar a los gendarmes británicos? ¿O se trataba de inspectores vestidos de paisano o de verdaderos militares en uniforme de combate de abigarrado camuflaje? Quedan por precisar, además, diversos puntos esenciales, por ejemplo: ¿la llegada de la patrulla tuvo lugar antes o después de la representación teatral? Incluso quizá fue en mitad del espectáculo, en el momento en que Lady Ava, tras contar y guardar luego las bolsitas en el armario secreto, y ordenar los papeles en el escritorio, acaba, agotada, lívida, vacilante, yendo a echarse en la cama. Es entonces cuando llaman a la gran puerta de hojas molduradas, una, dos, tres veces… ¿Quién es el visitante imprevisto que se obstina así sin obtener respuesta? La sala ignora evidentemente lo que pasa en el resto de la casa. Pero se abre la puerta, y la sorpresa es grande al ver a Sir Ralph entrando bruscamente. Corre a la cama… ¿Llega demasiado tarde? ¿Habrá hecho ya efecto el veneno? Los espectadores permanecen angustiados.

Sir Ralph se inclina sobre el rostro descompuesto, sosteniendo la mano de la moribunda. Lady Ava, sin verlo, con la mirada fija en el vacío en busca de un recuerdo que no logra encontrar, pronuncia palabras inconexas con inflexiones bajas y roncas, en las que destacan a veces jirones de frases más comprensibles: sobre el lugar donde nació, sobre su boda, sobre países que ha visitado, o que nunca ha conocido más que de oídas. Habla de cosas que ha hecho, de otras que hubiera querido hacer, diciendo también que siempre ha sido una mala actriz y que, ahora que es vieja, ya no interesa a nadie. Sir Ralph intenta reconfortarla, asegurándole que, por el contrario, ha estado muy bien esta noche, hasta el final. Pero ella ya no escucha. Pregunta si no podrían hacer menos escándalo encima de su habitación. Oye golpes de bastón. Dice que habría que subir a ver qué ocurre arriba. Seguro que hay alguien enfermo, o herido, que pide auxilio. Pero al instante cambia de idea: «Es el viejo rey Boris, que se mece en su ferry…», dice. Su dicción es tan confusa que Sir Ralph no está seguro de haberla oído bien. Después parece más calmada, pero su semblante se ha vuelto aún más macilento, aún más gris. Parece como si toda la sangre, como si toda la carne, se le fueran por dentro. Tras una pausa más larga, bruscamente, con una claridad perfecta, inesperada, añade aún: «Las cosas nunca están definitivamente en orden.» Después, sin mover la cabeza, abre desmesuradamente los ojos, y pregunta dónde están los perros. Son sus últimas palabras.

Y ahora Ralph Johnson, llamado el americano, regresa una vez más al barrio nuevo de Kowloon, a casa de Manneret. Va a probar suerte otra vez, ya que no hay nadie más, en todo el territorio de la concesión, que sea capaz de proporcionarle la cantidad exigida para el rescate de Lauren. Si hace falta, recurrirá a todos los medios para convencer al potentado. Sin pensar en tomar el ascensor, sube andando las siete plantas. La puerta del piso está entornada, la puerta del piso está abierta de par en par a pesar de la hora tardía, la puerta del piso está cerrada -¿qué más da?- y Manneret en persona va a abrirle; o es un criado chino, o una joven eurasiática medio dormida a la que el campanillazo, el insistente timbre eléctrico, los golpes dados con los puños en la puerta han acabado sacando de la cama. ¿Qué importancia tiene todo esto? ¿Qué importancia? En todo caso, Edouard Manneret aún no está acostado. No se acuesta nunca. Duerme vestido en su balancín. Lleva mucho tiempo sin poder dormir; los somníferos más fuertes han dejado de hacerle efecto. Duerme tranquilamente en su cama, pero Johnson insiste para que lo despierten, espera en el salón, empuja a las criadas asustadas y entra por la fuerza en su habitación; todo eso da lo mismo. Manneret confunde primero a Johnson con su hijo, lo confunde con Georges Marchat, o Marchant, lo confunde con el señor Chang, lo confunde con Sir Ralph, lo confunde con el rey Boris. El americano insiste. El americano amenaza. El americano suplica. Edouard Manneret se niega. Entonces el americano se saca con mucha calma el revólver del bolsillo interior derecho (¿o izquierdo?) del smoking, aquel revólver que había ido a buscar antes (¿cuándo?) en el armario o en la cómoda de su cuarto de hotel, entre las camisas almidonadas, bien planchadas, bien blancas… Manneret lo mira y permanece impasible, sin dejar de sonreír, mientras se mece lentamente en su balancín con ritmo regular. Johnson quita el seguro. Edouard Manneret sigue sonriendo sin que se mueva un solo músculo de su cara. Se diría una figura de cera en un museo. Y su cabeza sube y baja siempre con la misma cadencia. Johnson mete una bala en la recámara y, con gesto pausado, levanta el arma en dirección al pecho que sube y baja alternativamente, como los blancos móviles en las ferias. Dice: «¿De modo que no quiere?» Manneret no contesta siquiera; no parece creer que todo esto sea verdad. Johnson apunta al corazón, con cuidado, siguiendo con la mano las oscilaciones del balancín, que sube, baja, sube, baja… Así, es fácil cuando se ha cogido el ritmo. Entonces aprieta el gatillo. Dispara cinco veces seguidas: abajo, arriba, abajo, arriba, abajo. Todos los tiros han dado en el blanco. Se guarda otra vez el revólver todavía caliente en el bolsillo interior, mientras el balancín sigue su movimiento periódico, que va amortiguándose progresivamente, y corre hacia la escalera. En la oscuridad, le parece que a su paso se han abierto puertas en cada rellano, pero no está seguro de ello.

Delante de la casa, en la avenida, aparcado junto a la acera, está el viejo taxi de los cristales subidos, esperándolo. Sin preguntarle nada al taxista, Johnson abre la puerta trasera y sube. El vehículo arranca enseguida, para dejarlo pocos minutos después en la estación del ferry. El barco está separándose del muelle; Johnson, a quien trata de contener en vano un empleado de la compañía, tiene el tiempo justo de saltar a bordo, donde se halla súbitamente en medio de la multitud silenciosa de hombres bajitos vestidos con monos o pijamas negros que se dirigen a su trabajo, aunque todavía no ha amanecido. Durante la travesía Johnson calcula que le queda exactamente el número de minutos necesario para llegar al puerto de Aberdeen antes de las seis y cuarto y embarcarse en el junco. Pero cuando baja del transbordador, en Victoria, y sube a un taxi, es para que lo lleve en dirección opuesta, a la Villa Azul: no puede dejar Hong Kong sin ver a Lauren. Por última vez intentará convencerla de que vaya con él, aunque no ha cumplido su promesa. Quizá sólo haya hecho todo eso para ponerlo a prueba…

Cruza el parque con paso rápido, guiado por el resplandor azul que llega de la casa, en medio del zumbido fijo y estridente de los millones de insectos nocturnos; cruza el vestíbulo, cruza el gran salón abandonado. Todas las puertas están abiertas. Se diría que hasta los mismos criados han desaparecido. Sube la gran escalera de honor. Pero su paso se hace más lento de peldaño en peldaño. Al pasar ante la habitación de Lady Ava, encuentra también su puerta totalmente abierta. Entra sin hacer ruido. La viejísima señora está acostada en su inmensa cama flanqueada por dos antorchas, que le dan un aspecto fúnebre. Kim permanece a su cabecera, de pie aún e inmóvil; ¿ha pasado así toda la noche? Johnson se acerca. La enferma no está dormida. Johnson le pregunta si ha ido el médico y cómo se encuentra. Le contesta con voz sosegada que se está muriendo. Le pregunta si ya es de noche. Johnson contesta: «No, todavía no.» Pero ella empieza a agitarse de nuevo, moviendo la cabeza con dificultad, como si buscara algo con la mirada, y diciendo que tiene una noticia importante que anunciarle. Entonces se pone a contar que acaban de detener a los traficantes belgas, llegados recientemente del Congo, que habían instalado una fábrica de heroína… etc. Pero poco a poco pierde el hilo de su discurso y pronto se interrumpe del todo para preguntar dónde están los perros. Serán sus últimas palabras.

En el piso de arriba la puerta de Lauren está también abierta. Johnson se precipita dentro, presa de un temor súbito: habrá ocurrido alguna desgracia durante su ausencia… Hasta llegar al centro de la estancia no advierte al teniente de policía con short de color caqui y calcetines blancos. Se vuelve de golpe y ve que la puerta se ha cerrado y que delante hay un soldado, empuñando una metralleta, que le corta el paso. Con más calma sus ojos recorren todo el cuarto. El segundo soldado, delante de la cortina corrida del mirador, lo vigila también atentamente, cogiendo con ambas manos la metralleta apuntada a él. El teniente también permanece inmóvil, sin perderlo de vista. Lauren está echada sobre el cubrecama de pieles, entre las cuatro columnas al pie del dosel que forma como un palio por encima de ella. Viste un pijama de seda dorada, ceñido al cuerpo, con cuello corto subido y mangas largas, a la moda china. Acostada de lado, con una rodilla doblada, la otra pierna extendida, la cabeza apoyada en un codo, lo mira sin hacer un solo gesto, sin mover un solo músculo de su cara lisa. Y en sus ojos no hay nada.

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