PARTE 4

21. La historia de Hannah

Es hora de hablar de cosas que no presencié. De dejar a un lado a Grace y sus asuntos y poner en primer plano a Hannah. Porque mientras estuve lejos de ella, algo sucedió. Lo supe nada más verla. Algo había cambiado, Hannah era diferente. Más brillante. Secreta. Más satisfecha consigo misma.

Fui comprendiendo gradualmente lo que había ocurrido en la casa del número diecisiete y buena parte de lo que sucedió ese último año. Aunque no había visto u oído nada que me permitiera confirmarlo, yo tenía mis sospechas. Sólo Hannah sabía exactamente lo que pasaba. Nunca había sido partidaria de confesiones fervientes. No era su estilo, siempre había preferido los secretos. Pero después de los terribles hechos de 1924, cuando ambas nos enclaustramos en Riverton, se volvió más comunicativa. Y yo fui una buena oyente. Esto es lo que me contó.


I

Fue el lunes posterior a la muerte de mi madre. Yo había partido hacia Saffron Green, Teddy estaba en el trabajo, y Deborah y Emmeline, almorzando. Hannah estaba sola en el salón. Había tratado de escribir cartas pero su carpeta languidecía en el sillón. Carecía de energía para redactar largas notas de agradecimiento a las esposas de los adeptos de Teddy y miraba por la ventana, tratando de adivinar qué clase de vida llevaría la gente que pasaba por la calle. Estaba tan absorta en su juego que no vio a un hombre acercarse a la puerta principal, ni oyó el timbre. Lo supo cuando Boyle llamó a la puerta de la sala de estar y lo anunció.

– Un caballero ha venido a verla, señora.

– ¿Un caballero, Boyle? -preguntó Hannah, mirando a una niña que se había librado de su institutriz y corría hacia el helado parque. ¿Cuándo fue la última vez que corrió, tan rápido que podía sentir el viento golpeando en su cara, y su corazón martillando con fuerza su pecho hasta dejarla casi sin aliento?

– Ha dicho que tiene algo que le pertenece y que le gustaría devolvérselo.

Qué fastidio, pensó Hannah.

– ¿No puede dejárselo a usted, Boyle?

– Por lo visto no, señora. Asegura que tiene que entregarlo personalmente.

– No creo haber perdido nada. -Hannah apartó con desgana los ojos de la niña y se alejó de la ventana-. Supongo que lo mejor será hacerlo pasar.

El señor Boyle dudó. Parecía estar a punto de decir algo.

– ¿Alguna otra cosa?

– No, señora, es sólo que ese caballero… no creo que tenga mucho de caballero.

– ¿A qué se refiere?

– Simplemente a que no parece del todo honorable.

– ¿No estará desnudo, verdad?

– No, señora, está completamente vestido.

– ¿Ha dicho alguna obscenidad?

– No, señora, es bastante cortés.

Hannah vaciló.

– ¿Es un francés, bajo y con bigote?

– Oh, no, señora.

– Entonces, Boyle, ¿de qué forma se manifiesta su falta de honorabilidad?

El mayordomo frunció el ceño.

– No puedo precisarlo, señora. Es una sensación.

Hannah simuló tener en cuenta la sensación de Boyle, aunque lo cierto es que éste había despertado su curiosidad.

– Si el caballero afirma tener algo que me pertenece, lo mejor será que lo recupere. Si su comportamiento no fuera honorable, lo llamaré inmediatamente.

– Sí, señora -respondió solemnemente Boyle. Hizo una reverencia y salió de la sala. Hannah se alisó el vestido. Cuando la puerta se abrió nuevamente, Robbie Hunter estaba de pie frente a ella.


No lo reconoció de inmediato. Después de todo, apenas habían compartido unos momentos durante un invierno, diez años atrás. Cuando lo conoció en Riverton, él era un chico de piel suave y lisa, grandes ojos castaños y modales corteses. Y muy tranquilo. Esa era una de las cualidades que enfurecían a Hannah. Con gran dominio de sí mismo, Robbie se había colado silenciosamente en sus vidas, la había inducido a decir cosas que no debía y le había arrebatado a su hermano.

El hombre que estaba de pie frente a ella ahora era alto, e iba vestido con un traje negro y una camisa blanca. Su ropa era bastante ordinaria, pero lo diferenciaba de Teddy y los otros empresarios que Hannah conocía. Tenía un rostro extraordinario, aunque demasiado delgado: los pómulos hundidos y marcadas ojeras. Advirtió la falta de porte a la que se había referido Boyle. Sin embargo, tuvo la misma dificultad para definirla.

– Buenos días.

Él la miró. Hannah sintió que los ojos del inesperado visitante penetraban en su esencia más íntima. Otros hombres la habían mirado antes, pero algo en su particular modo de observarla la ruborizó. Él sonrió.

– No ha cambiado.

Fue entonces cuando Hannah lo reconoció, por la voz.

– Señor Hunter -dijo incrédula. Volvió a observarlo, con un nuevo interés, sabiendo quién era. El mismo cabello oscuro, los mismos ojos castaños. La misma boca sensual, siempre sutilmente sonriente. Se preguntó cómo pudo no haberlo reconocido. Luego se irguió y trató de serenarse-. ¡Qué amable de su parte haber venido a visitarme!

En cuanto pronunció esas palabras, lamentó que fueran tan previsibles. Deseó que no hubieran salido de su boca.

Él sonrió, con algo de ironía, según pudo percibir Hannah.

– ¿Quiere sentarse? -le ofreció, señalándole el sillón de Teddy.

Robbie tomó asiento formalmente, como un escolar que obedece una instrucción con la que no vale la pena discutir. Una vez más ella sintió el tedio de su propio convencionalismo.

Él seguía observándola.

Hannah se arregló el cabello con ambas manos, se aseguró de que las peinetas estuvieran en su lugar, acomodó las ondas rubias que le rozaban la nuca, y luego sonrió amablemente.

– ¿Hay algo fuera de lugar, señor Hunter? ¿Algo que deba corregir?

– No. Su imagen no ha abandonado mi mente a lo largo de diez años. Sigue siendo la misma.

– No soy la misma, señor Hunter, se lo aseguro -replicó Hannah, tratando de que sus palabras no sonaran demasiado serias-. Cuando nos vimos por última vez yo tenía quince años.

– ¿Era realmente tan joven?

Allí estaba otra vez la falta de señorío. No se debía tanto a lo que decía -su pregunta era absolutamente formal- sino a la manera en que lo decía. Como si ocultara un doble sentido que ella no lograba desentrañar.

– Pediré que nos traigan una taza de té, ¿le parece bien? -ofreció Hannah. De inmediato se arrepintió. Eso prolongaría inevitablemente la visita.

No obstante, se puso de pie, tocó el timbre del servicio y se quedó junto a la chimenea, recolocando algunos objetos y tratando de serenarse mientras esperaba que Boyle acudiera a su llamada.

– Tomaremos el té. El señor Hunter era un amigo de mi hermano -explicó Hannah-. Lucharon juntos en la guerra.

El mayordomo miró a Robbie con desconfianza.

– Ah… -exclamó Boyle-. Sí, señora. Le pediré a la señora Tibbit que prepare té para dos. -La deferencia del mayordomo confería a la invitación un carácter totalmente convencional.

Robbie observaba la sala de estar. El mobiliario art déco que había elegido Deborah («la última moda»), y que Hannah había tolerado. Su mirada pasó del espejo octogonal que estaba sobre el hogar a las cortinas estampadas con diamantes dorados y marrones.

– Muy moderno, ¿verdad? -comentó Hannah, esforzándose por parecer espontánea-. No podría decir con certeza que me agradan, pero la hermana de mi esposo sostiene que es el punto culminante de la modernidad.

Robbie no parecía oírla.

– David hablaba de usted a menudo. Siento como si los conociera de toda la vida. A usted, a Emmeline, a Riverton.

Ante la mención de su hermano, Hannah se sentó en el borde del sillón. Se había adiestrado a sí misma para no pensar en él, para no abrir el cofre donde guardaba sus tiernos recuerdos. E inesperadamente tenía frente a ella a la única persona con la cual podía hablar sobre él.

– Sí. Hábleme de David, señor Hunter. Me pregunto si estaba… -Hannah dejó inconclusa su interrogación-. Tengo la esperanza de que me haya perdonado.

– ¿Perdonado?

– El último invierno que pasamos juntos, antes de que partiera, me comporté como una perfecta maleducada. Mi hermana y yo estábamos acostumbradas a tener a David sólo para nosotras. Temo que fui muy intransigente. No teníamos previsto que usted llegara con él. Pasé todo el tiempo ignorándolo, deseando que no estuviera en nuestra casa.

– No me di cuenta.

Hannah sonrió nostálgicamente.

– Entonces fue un esfuerzo inútil.

La puerta se abrió. Boyle traía la bandeja con el té. La dejó en la mesa, cerca de Hannah, y retrocedió unos pasos.

– Señor Hunter -continuó Hannah al ver que el mayordomo permanecía en la sala observando a Robbie-, Boyle me ha dicho que usted quiere devolverme algo.

– Sí.

Mientras Robbie buscaba en su bolsillo, Hannah le hizo un gesto al mayordomo para indicarle que todo estaba en orden y que podía retirarse. Cuando la puerta se cerró, el visitante sacó algo envuelto en una tela raída, con un cordel desgastado. A Hannah le pareció imposible que aquello pudiera pertenecerle. Al observarlo más detenidamente comprendió que era una vieja cinta, alguna vez blanca, ahora ocre. Robbie abrió el envoltorio con dedos temblorosos y le ofreció el contenido.

Hannah sintió un nudo en la garganta. Era un libro diminuto. Se inclinó para cogerlo, tomándolo con sumo cuidado. Observó la tapa, aunque sabía de sobra cuál era el título. Viaje a través del Rubicón.

La invadió una oleada de recuerdos. Las correrías en los jardines de Riverton, la excitación de la aventura, los secretos a media voz en el cuarto de los niños.

– Le entregué esto a David para que le diera suerte.

Robbie asintió.

– ¿Por qué se lo apropió?

– No lo hice.

– David jamás se lo habría cedido.

– No, desde luego, y no lo hizo. Yo soy tan sólo su mensajero. Él quería que usted lo recuperara. Lo último que dijo fue «llévaselo a Nefertiti». Y eso he hecho.

Hannah evitó mirar a Robbie. Ese nombre, su nombre secreto. Él no la conocía lo suficiente. Apretó entre sus dedos el pequeño libro, cerró los ojos y se recordó a sí misma valiente, indómita y llena de proyectos. Alzó la cabeza para mirarlo.

– Hablemos de otra cosa.

Robbie asintió con un gesto suave y volvió a guardar el envoltorio en su bolsillo.

– ¿De qué hablan dos personas que se reencuentran en una circunstancia como ésta?

– Hacen preguntas acerca de sus actividades habituales -sugirió Hannah, guardando el minúsculo libro en su escritorio-. Del rumbo que ha tomado su vida.

– En ese caso, podría preguntarle: ¿a qué se ha dedicado en los últimos tiempos, Hannah? Aun cuando tengo evidencia suficiente del rumbo que ha tomado su vida.

Hannah se irguió, sirvió una taza de té, la sostuvo en su mano algo temblorosa y se la pasó a su invitado.

– Estoy casada con un caballero llamado Theodore Luxton, seguramente ha oído hablar de él. Es empresario, trabaja junto a su padre. Dirigen algunas compañías, al menos eso creo.

Robbie la observaba sin dar indicios de que el nombre de Teddy le resultara familiar.

– Vivo en Londres, como sabe -continuó Hannah, tratando de sonreír-. Es una ciudad maravillosa, ¿no cree? Hay infinidad de cosas que visitar y hacer. Gente interesante. -La voz de Hannah sonaba insegura. Robbie la distraía. Mientras ella hablaba, él la observaba con la misma desconcertante intensidad con que había escrutado el Picasso, en la biblioteca, muchos años atrás-. Señor Hunter -exigió con cierta impaciencia-, me veo obligada a pedirle que deje de mirarme de ese modo. Es casi imposible…

– Tiene razón -señaló suavemente Robbie-. Ha cambiado. Su expresión es triste.

Hannah quiso responderle, asegurarle que se equivocaba. Que en todo caso, la tristeza que él percibía era la consecuencia de haber resucitado el recuerdo de su hermano. Pero algo en la voz de Robbie se lo impidió. Algo que la hacía sentir transparente, frágil, vulnerable. Sintió que no se conocía a sí misma tanto como él la conocía. No era una sensación agradable, pero comprendió que lo mejor era no discutir sobre el asunto.

– Bien, señor Hunter -indicó poniéndose de pie-, debo agradecerle que haya venido a devolverme el libro.

Robbie también se puso de pie.

– Hice una promesa.

– Le pediré a Boyle que lo acompañe.

– No se moleste. Conozco el camino.

Al abrir la puerta, Emmeline irrumpió como un remolino de seda rosa y cabello rubio. En sus mejillas resplandecía la dicha de la juventud y de tener una vida social en el círculo de los privilegiados. Se dejó caer en el sofá y cruzó las piernas. Hannah se sintió súbitamente vieja, y extrañamente desvaída, como una acuarela que por descuido queda bajo la lluvia hasta que sus colores se diluyen.

– Uff, estoy extenuada -anunció Emmeline-. ¿Ha quedado un poco de té?

En ese momento miró a su alrededor y advirtió que Robbie estaba allí.

– ¿Recuerdas al señor Hunter, Emmeline? -preguntó Hannah.

Emmeline parecía desconcertada. Se inclinó hacia adelante y apoyó el mentón en su mano. Sus grandes ojos azules parpadeaban mientras observaba al visitante.

– El amigo de David -agregó Hannah-, lo conocimos en Riverton.

– Robbie Hunter -evocó Emmeline, sonriendo con deleite mientras dejaba caer su mano sobre el regazo-. Por supuesto, lo recuerdo. Me debe un vestido. Quizás esta vez no sienta la imperiosa necesidad de hacerlo jirones.


Ante la insistencia de Emmeline, empeñada en que era inconcebible dejarlo marchar tan pronto, Robbie se quedó a cenar. Por lo tanto, esa noche el inesperado visitante compartió la mesa con Teddy, Deborah, Emmeline y Hannah en el salón comedor de la casa del número diecisiete.

Hannah se sentó a un lado de la mesa, Deborah y Emmeline frente a ella, Teddy y Robbie en las cabeceras. Ambos parecían unas curiosas estatuas sujetalibros en un estante de biblioteca: Robbie, el arquetipo del artista desilusionado. Teddy, después de cuatro años de trabajo junto a su padre, una caricatura del poder y la prosperidad. Aún era un hombre apuesto -Hannah había podido comprobar que las esposas de algunos de sus colegas trataban de seducirlo, con escaso resultado-, pero tenía la cara más llena y el cabello canoso. Las mejillas habían adquirido el tinte rosado que suele conferir una vida opulenta. Teddy se apoyó en el respaldo de su silla.

– Y bien, señor Hunter, cuéntenos a qué se dedica. Mi esposa dice que no es empresario. -Era evidente que Teddy no concebía que existieran otras opciones.

– Soy escritor-declaró Robbie.

– Ah, escritor. ¿Escribe para The Times?

– Lo hice, además de para otras publicaciones.

– ¿Y ahora?

– Escribo para mí. -Teddy sonrió-. Imaginé estúpidamente que sería más fácil complacerme a mí mismo.

– Puede considerarse afortunado -exclamó Deborah-, se permite dedicar su tiempo al ocio. Yo no sabría quién soy si no corriera todo el día de un lado a otro.

Deborah comenzó a monologar sobre un baile de máscaras que había organizado poco tiempo antes, dedicándole al invitado sonrisas voraces.

Hannah advirtió que trataba de seducirlo y miró a Robbie. Era apuesto, aunque en su estilo, lánguido y sensual. No era en absoluto el tipo de hombre que solía atraer a Deborah.

– ¿Escribe libros? -preguntó Teddy.

– Poesía -respondió Robbie.

Teddy alzó las cejas histriónicamente y recitó:

– «Qué fastidio es detenerse, oxidarse sin brillo en lugar de resplandecer en el ejercicio».

Hannah sintió vergüenza ajena ante la inoportuna cita de Tennyson.

Robbie la miró y sonrió. Luego recitó:

– «Como si respirar fuera vivir».

– ¿Sus versos tienen alguna similitud con los de Shakespeare? Es un autor al que siempre he admirado -comentó Teddy.

– Me temo que no puedo compararme con él -afirmó Robbie-. No obstante, sigo intentándolo. Es mejor morir en acción que consumirse en la desesperación.

– Exactamente -coincidió Teddy.

Hannah seguía observando a Robbie. De pronto, algo que había vislumbrado se definió con nitidez y respiró profundamente. Había descubierto quién era el hombre que estaba sentado a su mesa.

– Usted es R. S. Hunter.

– ¿Quién? -preguntó Teddy, mirando alternativamente a Hannah y a Robbie. Por fin su mirada se dirigió a Deborah, pidiendo explicación. Ella alzó afectadamente los hombros.

– R. S. Hunter -repitió Hannah, sin dejar de observar a Robbie. No pudo contener la risa-. Tengo una antología de sus poemas.

– ¿La primera o la segunda versión?

– Progreso y desintegración.

Hannah ignoraba que existiera otra recopilación.

– Ah -exclamó entonces Deborah, con ojos asombrados-, vi un artículo en el periódico. Usted ganó ese premio.

– Progreso… es la segunda antología -explicó Robbie sin apartar la vista de Hannah.

– Me gustaría leer la primera. Por favor, dígame cuál es el título, señor Hunter, para que pueda comprarla.

– Con mucho gusto le daré mi ejemplar. Me lo sé de memoria. Entre nosotros, el autor me resulta bastante aburrido.

Los labios de Deborah dibujaron una sonrisa. En sus ojos surgió una expresión familiar. Estaba evaluando a Robbie, repasando la lista de personas a las que podría impresionar si lo presentaba en alguna de sus veladas. Por el modo en que fruncía los labios, le asignaba un gran valor. Hannah sintió que quería arrebatarle algo que le pertenecía.

– ¿Progreso y desintegración? -preguntó Teddy guiñando un ojo a Robbie-. ¿No será usted un socialista, verdad, señor Hunter?

Robbie sonrió.

– No, señor, no tengo posesiones para redistribuir ni deseo de obtenerlas.

La respuesta hizo reír a Teddy.

– Señor Hunter, me temo que le divierte burlarse de nosotros.

– Me estoy divirtiendo, pero no es mi intención burlarme de ustedes.

Deborah intentó que su sonrisa fuera seductora.

– Un pajarito me ha contado que usted no es el vagabundo que intenta parecer.

Hannah miró a Emmeline, que se cubría la cara para ocultar la risa. No era difícil determinar la identidad del pajarito al que había aludido Deborah.

– ¿De qué hablas, Dobby? -preguntó Teddy-. Dilo de una vez.

– Nuestro huésped se ha estado burlando de nosotros -afirmó Deborah con tono triunfal-. Él no es el señor Hunter sino lord Hunter.

Teddy la miró desconcertado.

– ¿Cómo? ¿De qué hablas?

Robbie hizo girar el pie de su copa entre los dedos.

– Es cierto que soy hijo de lord Hunter. Pero no uso el título.

Teddy apartó la vista de su plato de carne asada y miró a Robbie. Era incapaz de comprender que alguien renegara de un título. Él y su padre habían luchado tenazmente para que Lloyd George los honrara nombrándolos nobles.

– ¿Está seguro de que no es socialista? -volvió a demandar.

– Basta de política -interrumpió de pronto Emmeline, poniendo los ojos en blanco-. Está claro que Robbie no es un socialista. Es uno de nosotros y no lo hemos invitado para que se aburra mortalmente. -A continuación miró fijamente a Robbie y apoyó el mentón en la palma de la mano-. Cuéntenos por dónde ha viajado, Robbie.

– ¿Últimamente? Por España.

– España -repitió Hannah para sí-. Qué maravilla.

– Qué primitivo -señaló Deborah entre risas-. ¿Para qué demonios fue a ese país?

– Para cumplir una promesa hecha hace largo tiempo.

– ¿Estuvo en Madrid? -quiso saber Teddy.

– Pasé por allí camino de Segovia.

– ¿Para qué fue a Segovia?

– Para conocer el Alcázar.

Hannah sintió que se le erizaba la piel.

– ¿Ese fuerte antiguo y derruido? -preguntó Deborah con una amplia sonrisa-. No puedo imaginar algo peor.

– Oh, no -refutó Robbie-. Fue algo inolvidable. Mágico. Como ingresar en un mundo diferente.

– ¿Podría ser más explícito? -pidió Deborah.

Robbie vaciló. No encontraba las palabras adecuadas.

– Sentí que podía ver el pasado. Cuando llegaba la noche y estaba solo, casi podía oír los murmullos de los muertos. Antiguos secretos rondaban por allí.

– Qué morboso -opinó Deborah.

– ¿Por qué se marchó de España? -preguntó Hannah.

– Sí, ¿qué lo trajo de vuelta a Londres, señor Hunter? -quiso saber Teddy.

Robbie miró a Hannah. Sonrió, y se dirigió a Teddy.

– Sospecho que fue la divina providencia.

– Un largo viaje -declaró Deborah con esa voz seductora que Hannah le conocía-. Usted debe de tener algo de gitano.

Robbie sonrió, pero no dijo nada.

– O eso o, por el contrario, nuestro invitado tiene cargo de conciencia -afirmó Deborah inclinándose hacia Teddy, y bajando jocosamente la voz-. ¿Es eso, señor Hunter? ¿Es usted un fugitivo?

– Sólo escapo de mí mismo, señorita Luxton -declaró Robbie.

– Según vaya envejeciendo deseará establecerse en un lugar -sentenció Teddy-. Yo tenía espíritu aventurero. Me gustaba conocer el mundo, coleccionar objetos y acumular experiencias. -Por el modo en que apoyó las palmas sobre el mantel, a cada lado del plato, Hannah supo que su esposo iba a dar un sermón-. Pero en el transcurso de su vida adulta el hombre asume cada vez más responsabilidades. Adquiere hábitos. Lo imprevisto, si bien solía estimularlo cuando era joven, comienza a irritarlo. Yo adoraba París, pero esa ciudad va camino de la ruina. No hay respeto por las tradiciones. Basta con ver el modo en que se visten las mujeres. -Teddy meneó la cabeza-. Yo no permitiría bajo ningún concepto que mi esposa tuviera esa apariencia.

Hannah no se atrevió a mirar a Robbie. Sin apartar la vista de su plato, jugueteó con la comida y dejó el tenedor.

– Sin duda viajar nos permite comprender otras culturas -afirmó Robbie-. En el lejano Oriente conocí una tribu cuyos hombres tallan los rostros de sus mujeres con diversos diseños.

– ¿Con un cuchillo? -preguntó espantada Emmeline.

Teddy, cautivado por el comentario, tragó un bocado de carne sin masticar.

– ¿Por qué hacen algo así?

– Las esposas son consideradas meros objetos de placer, que sus esposos se complacen en exhibir. Creen que tienen el derecho de decorarlas como les parezca adecuado.

– Bárbaros -espetó Teddy meneando la cabeza. Luego le hizo una seña a Boyle para que volviera a llenar su copa-. Y se preguntan por qué es necesario que nosotros los civilicemos.


Después de aquella noche, Hannah no volvió a ver a Robbie durante varias semanas. Pensó que había olvidado la promesa de prestarle su libro de poesía. Sospechaba que era propio de él seducir a sus anfitriones haciendo promesas vanas y luego desaparecer sin haberlas cumplido. Ella no estaba ofendida, tan sólo descontenta consigo misma por haber tomado en serio sus palabras. No debía seguir pensando en ello.

No obstante, quince días después, mientras visitaba una pequeña librería de Drury Lane, en la sección H-J -allí estaban los libros de los autores cuyo nombre empezaba con esas letras- encontró un ejemplar de la primera antología de poemas y lo compró. Después de todo, había admirado sus poemas mucho antes de comprender que él era un hombre capaz de hacer promesas vanas.

Poco después murió su padre, y por su cabeza dejaron de rondar pensamientos relacionados con Robbie Hunter. Al recibir la noticia, Hannah sintió que el ancla que la afirmaba a tierra se había roto, que la habían arrojado desde aguas tranquilas a una tempestad, y estaba a merced de olas caprichosas e imprevisibles. Era ridículo, por supuesto, no había visto a su padre durante largo tiempo. Él se había negado a recibirla desde que se casó, y ella no había logrado persuadirlo de que depusiera su actitud. Pero, de todos modos, mientras su padre estuvo vivo se sintió ligada a algo, a alguien fuerte y sólido. Ya no. Sentía que él la había abandonado. Es cierto que a menudo peleaban, era parte de su peculiar relación, pero Hannah siempre supo que ella era su preferida. Y se había ido sin decirle una palabra. Sus noches se llenaron de sueños sobre océanos tenebrosos, barcos que naufragaban, implacables olas marinas. Y durante el día volvió a rumiar acerca de las visiones de la espiritista sobre tinieblas y muerte.

Se decía a sí misma que tal vez todo cambiaría cuando Emmeline se instalara de forma permanente en la casa del número diecisiete. Después de la muerte de su padre quedó decidido que Hannah sería una especie de guardiana de su hermana. Teddy opinaba que era necesario vigilarla, teniendo en cuenta el episodio con el cineasta. Cuanto más lo pensaba, más se entusiasmaba Hannah con la perspectiva de acoger a Emmeline en su casa. Tendría una aliada, alguien que la comprendería. Estarían despiertas hasta tarde, conversando y riendo, compartiendo secretos como hacían cuando eran más jóvenes.

Sin embargo, Emmeline llegó a Londres con otra idea. Era una ciudad en la que se sentía a sus anchas y se arrojó de lleno a la vida social que tanto la atraía. Cada noche asistía a fiestas de todo tipo -animadas con artistas de circo, reuniones en las que todos los invitados debían vestirse de blanco o disfrazarse de criaturas del fondo del mar…-, eran tantas que Hannah había perdido la cuenta. Participaba en sofisticadas búsquedas del tesoro que involucraban el robo de recompensas, desde el platillo de un mendigo a la gorra de un agente de policía. Bebía y fumaba en exceso y consideraba que la noche había sido un fracaso si al día siguiente no figuraba su nombre en las páginas de sociedad del periódico.

Una tarde, Hannah encontró a Emmeline reunida con un grupo de amigos en la sala de estar. Habían movido los muebles, que estaban contra las paredes, y la costosa alfombra berlinesa de Deborah estaba enrollada junto a la chimenea. Una joven con un vestido de chiffon verde claro, a quien Hannah jamás había visto, estaba sentada sobre la alfombra y fumaba displicentemente, dejando caer las cenizas al suelo, mientras miraba cómo Emmeline trataba de enseñar a bailar el shimmy a un joven con rostro infantil y dos pies izquierdos.

– No, no -decía Emmeline riendo-, tienes que girar cuando cuente tres, Harry querido, y no dos. Vamos, cógete de mis manos y te lo mostraré. -Se acercó al gramófono para hacer sonar otra vez la canción.

Hannah avanzó bordeando las paredes. La naturalidad con que Emmeline y sus amigos habían invadido la sala -su sala, después de todo- la había sorprendido tanto que no recordaba el motivo por el cual estaba allí. Mientras ella simulaba buscar algo en el escritorio, Harry se desplomó en el sofá.

– Basta, Emme, vas a matarme.

Emmeline también se dejó caer en el sofá, junto a él, y le rodeó los hombros con el brazo.

– Como quieras, Harry, pero si no aprendes los pasos, no esperes que baile contigo en la fiesta de Navidad. El shimmy es el ritmo de moda y pienso bailarlo toda la noche.

– Y toda la mañana -agregó la chica del vestido de chiffon.

Tenía razón, pensó Hannah. Cada vez era más frecuente que las veladas nocturnas de su hermana concluyeran en reuniones matutinas. No contenta con bailar toda la noche en el Berkley, ella y sus amigas habían adquirido el hábito de seguir la fiesta en casa de alguna de ellas. Los sirvientes comenzaban a murmurar. Unos días antes, mientras limpiaba el vestíbulo, la nueva criada había visto llegar a Emmeline a las seis de la mañana. Por fortuna, Teddy y Deborah lo ignoraban. Hannah se había asegurado de que así fuera.

– Jane afirma que esta vez Clarissa habla en serio -dijo la joven vestida de chiffon.

– ¿Realmente crees que seguirá adelante con esa idea? -preguntó Harry.

– Lo sabremos esta noche -contestó Emmeline-. Clarissa ha amenazado con cortarse el pelo desde hace meses. Sería una tontería, con esa estructura ósea; su cráneo va a parecer el de un sargento alemán -agregó riendo.

– ¿Llevarás ginebra?

– O vino. Da igual. Clarissa tiene pensado vaciar todas las botellas en la bañera para que la gente pueda llenar allí sus copas -le explicó Emmeline a Harry.

Una «fiesta de bebidas», pensó Hannah. Estaba al tanto de la existencia de esa clase de festejos. Teddy solía leerle los artículos del periódico mientras desayunaban. Y recordaba que al encontrar esa noticia había bajado el periódico meneando la cabeza en señal de desaprobación y había dicho:

– Escucha esto. Otro de esos festejos. Esta vez en Mayfair.

Dicho lo cual, le había leído el artículo, palabra por palabra, describiendo con sumo placer los nombres de los que se habían colado sin estar invitados, los adornos indecentes y las numerosas intervenciones de la policía. Teddy se preguntaba por qué las fiestas de los jóvenes ya no eran como las de su época, cuando en los bailes se ofrecía una cena, los sirvientes eran los encargados de llenar las copas de vino y las muchachas tenían su carné de baile.

Las palabras de Teddy la horrorizaron, sugerían que ella ya no se contaba entre los jóvenes. Y aunque sintió que Emmeline era una especie de sacrílega que danzaba sobre las tumbas de los difuntos, no se lo dijo.

Hannah hizo todo lo necesario para asegurarse de que Teddy no supiera que su hermana acudía a esa clase de fiestas, y menos aún, que las organizaba. Se volvió experta en inventar excusas sobre las actividades nocturnas de Emmeline.

Pero esa noche, cuando subía la escalera para dirigirse al estudio de Teddy, con la intención de darle una ingeniosa explicación, una verdad a medias, sobre la devoción de Emmeline por su amiga Clarissa, advirtió que su esposo no estaba solo. Las voces de Teddy y Deborah le llegaron a través de la puerta cerrada. Estaba a punto de irse, decidida a volver más tarde, cuando oyó el nombre de su padre. Entonces, conteniendo la respiración, se quedó para escuchar.

– Fuera cual fuera tu opinión sobre ese hombre, deberías sentir pena por él -señaló Teddy-. Murió de un ataque cerebral antes de cumplir cincuenta años.

– ¿Ataque cerebral? Yo diría que fue la bebida -replicó Deborah. Hannah escuchaba con los labios apretados-. Sin duda durante algún tiempo hizo todo lo posible por destruir su hígado. Lord Gifford me contó que uno de los sirvientes lo encontró cuando fue a llevarle el desayuno, hundido entre las almohadas, con una botella de whisky vacía a su lado. El lugar apestaba a alcohol, parecía una destilería.

Mentiras, pensó Hannah indignada.

– ¿Es cierto eso?

– Eso dice lord Gifford. Los sirvientes trataron de ocultarlo, pero él les recordó que como defensor de la familia necesitaba conocer los hechos para poder cumplir con su deber.

Hannah oyó el chorro del jerez vertiéndose en las copas y el entrechocar de los cristales.

– Todavía estaba vestido -murmuró maliciosamente Deborah-, la habitación era un caos, había papeles por todas partes. -Luego rió-. Esto te encantará: ¿sabes qué tenía sobre las rodillas?

– ¿Su testamento?

– Una fotografía. Una de esas fotografías antiguas y formales que solían hacerse a finales del siglo pasado, donde posaban la familia y los sirvientes.

Hannah advirtió que Deborah había enfatizado las últimas palabras, pero no pudo comprender el motivo. Sabía a qué tipo de fotografías se refería, aquellas que constituían un rito obligado para su abuela. No le parecía extraño que su padre, en los últimos tramos de su vida, encontrara consuelo observando los rostros de sus seres queridos.

– Lord Gifford tuvo dificultades en encontrar el testamento de Frederick -continuó Deborah.

– Supongo que finalmente lo encontró -se apresuró a decir Teddy-. Y que su contenido concuerda con lo previsto.

– Así es. Cumplió con lo prometido.

– Excelente.

– ¿Vas a vender esa propiedad?

Hannah oyó un ruido: Teddy se acomodó en su sillón antes de responder.

– No creo. Siempre he fantaseado con la idea de tener una casa en el campo.

– Podrías presentarte a un escaño por Saffron. Los campesinos tienen devoción por su amo.

Hannah contuvo el aliento. Se oyeron pasos. Después de un instante, Teddy declaró:

– ¡Por Dios, Dobby, eres un genio! Llamaré inmediatamente a lord Gifford. -Teddy parecía exultante. Desde el otro lado de la puerta se oyó como llamaba por teléfono-. Le pediré que consiga apoyo para mi candidatura.

Hannah se alejó de la puerta. Había oído suficiente.

Esa noche no habló con Teddy. Afortunadamente, Emmeline llegó a las dos de la madrugada, una hora relativamente decorosa. Hannah estaba en su cama, todavía despierta, cuando oyó que su hermana entraba en casa. Se dispuso a dormir, cerró los ojos y trató de no pensar en lo que había dicho Deborah acerca de su padre y la manera en que había muerto, acerca de su desdicha, su soledad, las tinieblas que lo acechaban. De no pensar en las cartas que intentó escribirle y nunca logró completar.

En la soledad del dormitorio que Deborah había decorado para ella, mientras oía los ronquidos de Teddy, que llegaban desde la habitación contigua, y los ruidos nocturnos de la ciudad que atravesaban su ventana, soñó con aguas tenebrosas, barcos abandonados flotando hacia playas desiertas mientras, a lo lejos, se oían sus sirenas solitarias.


II

Robbie regresó. No dio explicaciones acerca de los motivos de su ausencia. Sencillamente, se sentó en el sillón de Teddy, como si el tiempo no hubiera pasado, y le entregó a Hannah su primer volumen de poesía. Ella estuvo a punto de decirle que ya había comprado un ejemplar cuando él sacó otro libro del bolsillo de su abrigo. Era pequeño, con tapas de color verde.

– Para usted -declaró, extendiendo su brazo hacia ella.

Hannah sintió que sus latidos se aceleraban cuando vio el título: era el Ulises de Joyce, que estaba prohibido.

– Pero ¿dónde lo ha…?

– Un amigo en París.

Hannah recorrió con sus dedos la cubierta del Ulises. Conocía el tema de la novela: la agonizante relación física de un matrimonio. Había leído -en realidad, Teddy le había leído- las críticas publicadas en el periódico. Su esposo había dicho que se trataba de un libro indecente y ella había asentido, para manifestar su acuerdo. Lo cierto es que el tema le resultaba extrañamente conmovedor, pero podía adivinar cuál habría sido el comentario de Teddy si lo hubiera confesado. Probablemente la habría tomado por chiflada, obligándola a consultar con un médico. Tal vez tuviera razón.

Sin embargo, aun cuando la posibilidad de leer la novela le resultaba estimulante, no podía definir la sensación que le provocaba el hecho de que Robbie se la hubiera regalado. ¿Pensaría que ella era una mujer para quien esos temas eran algo común? O peor aún, ¿se estaba riendo de ella? ¿Creía que era una mojigata? Estaba a punto de preguntárselo cuando él añadió, con suma sencillez y delicadeza:

– Lamento la muerte de su padre.

Antes de que pudiera decir una sola palabra acerca del Ulises. Hannah descubrió que estaba llorando.


Nadie prestó demasiada atención a las visitas de Robbie. No al principio. En verdad, nada sugería que Hannah y él tuvieran una relación indecorosa. Hannah habría sido la primera en negarlo. Todos sabían que Robbie había sido amigo de su hermano, que había estado con él hasta el final. Si bien su aspecto tenía algo fuera de lo común, algo poco honorable -Boyle seguía insistiendo en ello- parecía lógico atribuirlo a las cruentas experiencias vividas durante la guerra.

Era imposible prever en qué momento llegaría Robbie, pero Hannah comenzó a esperar sus visitas, a anhelarlas. Algunas veces lo recibía a solas, en otras ocasiones Emmeline o Deborah la acompañaban. No le molestaba. Para ella, Robbie era su tabla de salvación. Hablaban de libros, de viajes. De ideas extravagantes y lejanos lugares. Él parecía saberlo todo sobre ella. Era casi como tener a David en casa otra vez. Descubrió cuánto necesitaba de su compañía, se inquietaba cuando sus visitas se espaciaban, ninguna otra cosa lograba entretenerla.

Si Hannah no hubiera estado tan preocupada, tal vez habría advertido que las visitas de Robbie no sólo despertaban su interés. Habría observado que Deborah pasaba cada vez más tiempo en casa. Pero no lo hizo.

Para su sorpresa, un día, estando todos en el salón, Deborah dejó a un lado sus crucigramas y declaró:

– Estoy organizando una fiesta para la semana próxima, señor Hunter. He estado tan ocupada que ni siquiera he tenido tiempo de conseguir un compañero de baile -apuntó, sonriente, exhibiendo su blanca dentadura y sus labios pintados de rojo.

– Dudo que tenga dificultades para conseguirlo -contestó Robbie-. Seguro que hay montones de hombres esperando la oportunidad de introducirse en las fiestas de la alta sociedad.

– Por supuesto -aseguró Deborah, sin comprender la ironía de Robbie-, pero de todos modos temo que ya no me quede tiempo para invitarlos.

– Seguramente lord Woodall aceptará -sugirió Hannah.

– Lord Woodall está de viaje -se apresuró a decir Deborah-. Y no puedo ir sola -agregó, dirigiendo una sonrisa a Robbie.

– Según dice Emmeline, ahora la última moda es ir sin pareja.

Deborah fingió no haber oído las palabras de Hannah y pestañeó seductoramente mirando a Robbie.

– A menos que… -insinuó, meneando la cabeza con una timidez que no concordaba con su personalidad-. No, por supuesto…

Robbie no dijo una palabra.

Deborah frunció los labios.

– A menos que usted acepte ser mi compañero, señor Hunter.

Hannah contuvo la respiración.

– ¿Yo? -exclamó Robbie-. No, no, imposible.

– ¿Por qué no? -preguntó Deborah-. Podríamos pasar una estupenda velada.

– No sé comportarme en sociedad. Sería un pez fuera del agua.

– Soy muy buena nadadora. Lo mantendré a flote.

– De todos modos, no.

No era la primera vez que el comportamiento de Robbie desconcertaba a Hannah. Su indiferencia ante las formalidades de rigor no tenía el menor parecido con la afectada vulgaridad de las amistades de Emmeline. Su actitud era genuina, y asombrosa.

– Le ruego que reconsidere su respuesta -insistió Deborah. En su voz se percibía un matiz de ansiedad-. Todas las personalidades importantes estarán presentes en esa fiesta.

– No me divierten esas veladas de la alta sociedad -aseguró con rotundidad Robbie-, donde todo el mundo derrocha su dinero en impresionar a unos cuantos estúpidos que no entienden cuál es el juego.

Deborah abrió la boca y la cerró inmediatamente. Hannah apenas logró contener la risa.

– Si está seguro… -dijo Deborah.

– Completamente seguro -aseveró alegremente Robbie-. Gracias, de todos modos.

Deborah agitó el periódico que había dejado sobre el regazo, y simuló reanudar sus crucigramas.

Robbie miró a Hannah, levantó las cejas y le hizo una mueca graciosa. Ella no pudo contener la risa.

Deborah les miró a uno y otro con gesto adusto. Hannah conocía esa expresión -heredada, junto con la ambición de poder, de Simion-, ese rictus de amargura que le provocaba la derrota.

– Usted que se considera un forjador de palabras, dígame, señor Hunter -inquirió Deborah con frialdad-: ¿qué palabra de cinco letras que comienza con «e» significa razonamiento equivocado?


Unos días después, en la cena, Deborah se vengó de Robbie.

– He sabido que el señor Hunter estuvo hoy aquí -declaró, pinchando un trozo de su hojaldre.

– Me trajo un libro. Pensó que podía interesarme -replicó Hannah.

Deborah miró a Teddy, que estaba sentado a la cabecera de la mesa, diseccionando su pescado.

– Me pregunto por qué motivo las visitas del señor Hunter perturban tanto a los sirvientes.

Hannah dejó los cubiertos.

– No hay razón para que los sirvientes se sientan perturbados por las visitas del señor Hunter.

– No, claro-prosiguió Deborah, irguiéndose en su asiento-, debí suponer que ésa sería tu respuesta. Nunca has asumido verdaderamente tu responsabilidad en lo que concierne a dirigir esta casa. -Entonces, se tomó su tiempo para pronunciar lenta y detenidamente cada palabra-. Los sirvientes son como niños, mi querida Hannah. Necesitan rutinas, es casi imposible que funcionen sin ellas. Y a nosotros, sus superiores, nos corresponde proporcionárselas. Como sabes, las visitas del señor Hunter son imprevisibles. Tal como él mismo ha admitido, desconoce los modales que conlleva el comportamiento en sociedad. Ni siquiera llama por teléfono para avisar de su llegada. Para la señora Tibbit es una complicación servir el té para dos cuando tenía todo preparado para servir sólo uno. No es razonable. ¿Estás de acuerdo, Teddy?

– ¿De qué hablas? -preguntó Teddy, desviando la vista de su plato de pescado.

– Estaba diciendo que, lamentablemente, en los últimos tiempos los sirvientes están alterados.

– ¿Los sirvientes están alterados? -exclamó. Por supuesto, había heredado de su padre el temor de que la servidumbre algún día se rebelara.

– Hablaré con el señor Hunter, y le pediré que en adelante avise por teléfono cuando venga a visitarnos -repuso Hannah.

Deborah simuló reflexionar sobre sus palabras.

– No -refutó, meneando la cabeza-. Me temo que ya es un poco tarde. Tal vez lo mejor sea que deje de visitarnos.

– Un poco exagerado, ¿no te parece, Dobby? -opinó Teddy. Un tierno afecto por su esposo invadió a Hannah-. El señor Hunter da la impresión de ser inofensivo. Bohemio, sin duda, pero sólo eso. Si anuncia su visita por teléfono, seguramente los sirvientes…

– Hay otros aspectos que merecen ser considerados -le espetó Deborah-. No queremos que nadie haga suposiciones equivocadas, ¿verdad, Teddy?

– ¿Suposiciones equivocadas? -repitió Teddy, frunciendo el ceño. Luego se echó a reír-. Oh, Dobby, no estarás sugiriendo que alguien puede pensar que Hannah y el señor Hunter… que mi esposa y un tipo como él…

Hannah entrecerró los ojos.

– Por supuesto que no -respondió bruscamente Deborah-. Pero a la gente le encanta hablar y las habladurías no son buenas para los negocios, y para la política.

– ¿Para la política?

– Las elecciones, Tiddles. La gente nunca confiará en que sepas manejar al electorado si no eres capaz de controlar a tu esposa -afirmó y se llevó a la boca el tenedor, con gesto triunfal, evitando tocar sus labios pintados.

Teddy parecía preocupado.

– No lo había visto de esa manera.

– Y no tienes por qué hacerlo -intervino serenamente Hannah-. El señor Hunter era un buen amigo de mi hermano. Sus visitas son mi única oportunidad de hablar sobre David.

– Lo sé, mi niña -reconoció Teddy con una sonrisa que era señal de disculpa. Luego se encogió de hombros con impotencia-. De todos modos, Dobby tiene razón. Lo comprendes, ¿verdad? No podemos permitir que la gente malinterprete las cosas.


Desde entonces Deborah vigiló permanentemente a Hannah. Robbie la había rechazado y para resarcir la ofensa quería asegurarse de que se le comunicaran las nuevas normas y de que comprendiera quién las había dispuesto. De modo que cuando volvió a visitar la casa, encontró nuevamente a Deborah sentada junto a Hannah en el sofá del salón.

– Buenos días, señor Hunter -saludó, y le dedicó una amplia sonrisa. Luego siguió desenredando el pelo de Bunty, su perrito maltés-. Qué agradable volver a verlo. ¿Cómo le va? ¿Bien?

Robbie asintió.

– ¿Y a usted?

– Sigo en la lucha -contestó Deborah.

Robbie le sonrió a Hannah.

– ¿Qué le pareció?

Hannah tenía junto a ella el borrador de La tierra perdida. Se lo entregó.

– Me ha encantado, señor Hunter. Me conmovió infinitamente.

– Me imaginé que así sería -alegó Robbie sonriente. Hannah echó un vistazo a Deborah, que abrió exageradamente los ojos.

– Señor Hunter, hay algo de lo que quisiera hablar con usted -empezó y le señaló la silla de Teddy.

Robbie tomó asiento y la miró con sus ojos oscuros.

– Mi esposo… -comenzó Hannah, sin saber cómo seguir-, mi esposo…

Entonces miró a Deborah, que fingía estar absorta peinando a su sedosa mascota y se aclaró la voz. Hannah se transfiguró mientras observaba sus dedos largos y delgados, sus uñas puntiagudas.

Robbie siguió la dirección de su mirada.

– ¿Qué quiere decirme sobre su esposo, señora Luxton?

– Mi esposo preferiría que dejara de visitarnos.

Deborah dejó a Bunty en el suelo y se cepilló el vestido.

– ¿Comprende, señor Hunter? -preguntó Deborah.

Boyle entró en la sala con la bandeja del té. La dejó sobre la mesa, miró a Deborah y salió.

– ¿Se queda a tomar el té, verdad? -preguntó Deborah con una voz tan dulce que a Hannah se le erizó la piel-. Por última vez -agregó, mientras servía una taza y se la alcanzaba a Robbie.

Deborah ofició de alegre animadora. Los tres mantuvieron una torpe conversación acerca de las divergencias en la coalición que gobernaba el país y el asesinato de Michael Collins. Hannah apenas prestaba atención. Todo lo que deseaba era hablar unos minutos a solas con Robbie, darle una explicación. Pero sabía que era lo último que Deborah estaría dispuesta a permitir.

Mientras pensaba si tendría alguna vez la oportunidad de volver a hablar con él, y reflexionaba acerca de la dependencia que le había creado su compañía, la puerta de la sala se abrió y Emmeline apareció como una tromba. Regresaba de un almuerzo con sus amigos.

Ese día estaba especialmente hermosa, con su cabello rubio y ondulado, y su nuevo chal terracota, el color de moda, que resaltaba la blancura de su piel. Como solía hacer, espantó a Bunty, que se metió debajo del sofá, y se dejó caer despreocupadamente en un extremo, apoyando ostensiblemente las manos sobre el vientre.

– Uff -resopló, indiferente a la tensión que se percibía en la habitación-. Me han cebado como a un ganso de Navidad. Creo que jamás volveré a comer. -Luego se dirigió a Robbie-. ¿Cómo va todo? -le preguntó y sin esperar respuesta, se puso súbitamente de pie y exclamó-: Adivinad a quién vi la otra noche en la fiesta de lady Sybil Colefax. Yo estaba allí sentada, conversando con el querido lord Berners que me contaba lo del piano que ha instalado en su Rolls Royce, cuando de pronto veo llegar nada menos que a los Sitwell, a los tres, más alegres que nunca. El querido Sachy, con sus chistes tan inteligentes, y Osbert, con esos versitos de rimas tan graciosas.

– Epigramas -masculló Robbie.

– Es tan agudo como Oscar Wilde -declaró Emmeline-. Pero quien más me impresionó fue Edith. Recitó uno de sus poemas y nos hizo llorar a todos. Como sabéis, lady Colefax es una admiradora de los intelectuales, y no pude evitarlo, Robbie querido, mencioné que lo conocía y casi se mueren de envidia, me atrevería a decir que no me creyeron, que pensaron que tenía gran talento para inventar historias. No sé por qué. Pero verá, si viene a la fiesta de esta noche, les demostraré que estaban equivocados.

Emmeline hizo una pausa y con un gracioso movimiento tomó un cigarrillo de su pitillera y lo encendió. Después soltó una bocanada de humo.

– Les prometí a todos que vendría, Robbie. Una cosa es que la gente dude cuando verdaderamente miento y otra muy distinta que lo haga cuando digo la verdad.

Robbie consideró la oferta durante unos instantes.

– ¿A qué hora paso a buscarla?

Hannah parpadeó incrédula. Esperaba que se excusara, como lo hacía cada vez que Emmeline lo invitaba a alguno de sus bailes. Creía que ella y Robbie tenían una opinión similar acerca de las amistades de su hermana. Quizá su desdén no se hiciera extensivo a personas como lord Berner y lady Sybil. Tal vez el atractivo de los Sitwell era irresistible.

– A las seis en punto -indicó Emmeline con una amplia sonrisa-. ¡Qué emoción!

Robbie llegó a las cinco y media. Hannah pensó que, irónicamente, un hombre que tenía por costumbre llegar sin previo aviso era exageradamente correcto cuando debía encontrarse con una persona aún menos fiable que él.

Emmeline todavía estaba vistiéndose, por lo que Robbie tomó asiento en el salón, donde estaba Hannah. Ella agradeció la posibilidad de explicarle lo ocurrido con Deborah, la manera en que había manipulado a Teddy para hacer su voluntad.

Robbie le dijo que no tenía importancia, que había supuesto que se trataba de algo por el estilo. Después hablaron de otras cosas y sin que lo advirtieran el tiempo voló, porque, de pronto, apareció frente a ellos una joven elegantemente vestida preparada para salir. Robbie se despidió de Hannah y partió en compañía de Emmeline.


Durante un tiempo las cosas siguieron de esa manera. Hannah veía a Robbie cuando éste pasaba a buscar a Emmeline. Deborah poco podía hacer al respecto. Una vez hizo un tímido intento, pero Teddy se encogió de hombros y señaló que le parecía lo correcto que la señora de la casa recibiera a los invitados de su hermana menor. Habría sido descortés que lo dejara esperando a solas en el salón.

Hannah trataba de contentarse con esos preciosos y fugaces momentos, pero a menudo se descubría pensando en Robbie. Nunca había especulado acerca de lo que él hacía cuando no estaba con ella. Ni siquiera sabía dónde vivía. Comenzó a imaginar, siempre había sido buena para dejar volar su imaginación.

Afortunadamente, logró eludir el hecho de que él pasaba muchos momentos junto a Emmeline. De todos modos, eso no parecía relevante. Emmeline tenía un grupo de amigos muy numeroso. Robbie era sólo uno más.

Una mañana, mientras ella y Teddy tomaban el desayuno, su esposo señaló el periódico que estaba leyendo y exclamó:

– ¿Qué me dices de tu hermana?

Hannah se preguntó qué desastre habría provocado Emmeline en esa ocasión y cogió el diario que su esposo le pasó a través de la mesa.

Había una pequeña fotografía de Robbie y Emmeline saliendo de un club nocturno la noche anterior. Un fiel retrato de Emmeline, riendo, con el mentón en alto, del brazo de Robbie. El rostro de él era menos claro, en el momento en que lo fotografiaron había mirado hacia otro lado. Hannah le devolvió el periódico a Teddy, y él leyó el epígrafe en voz alta.

– La honorable señorita Emmeline Hartford, una de las jóvenes más elegantes de la alta sociedad, fotografiada junto a un extraño y sombrío acompañante. Se dice que el misterioso personaje es el poeta R. S. Hunter. Algunas fuentes aseguran que la señorita Hartford ha comentado que no tardará en anunciar su compromiso.

Teddy dejó el diario sobre la mesa y comió un bocado de huevos revueltos.

– Muy astuta. No creí que Emmeline fuera capaz de guardar un secreto. Supongo que podría ser peor. Podría haber perdido la cabeza por ese Harry Bentley. -Teddy se limpió el bigote manchado de huevo-. Hablarás con él, ¿verdad? Asegúrate de que todo esté en orden. No quiero escándalos.


Esa noche, cuando Robbie fue a buscar a Emmeline, Hannah lo recibió como de costumbre. Conversaron un rato, como solían hacer, hasta que Hannah no pudo contenerse.

– Señor Hunter -comenzó, acercándose a la chimenea-, debo hacerle una pregunta. ¿Hay algo que quiera decirme?

Robbie volvió a sentarse y sonrió.

– Sí, pero ya lo he hecho.

– ¿Hay algún otro tema que desee comentarme?

La sonrisa de Robbie se desvaneció.

– Creo que no.

– ¿Desea preguntarme algo?

– Si me dice en qué está pensando, tal vez.

Hannah suspiró. Tomó el periódico que estaba en el escritorio y se lo entregó.

El lo hojeó rápidamente y se lo devolvió.

– ¿Y?

– Señor Hunter -dijo Hannah en voz baja. No quería que los sirvientes la oyeran, tal vez estuvieran en el vestíbulo-, yo soy la tutora de mi hermana. Si usted desea comprometerse con ella, sería muy cortés de su parte que conversara primero conmigo sobre sus intenciones.

Robbie sonrió, pero advirtió que para Hannah la situación no era divertida y recuperó su expresión seria.

– Lo tengo presente, señora Luxton.

– ¿Y bien, señor Hunter?

– ¿Perdón, señora Luxton?

– ¿Hay algo que quiera pedirme?

– No -respondió Robbie riendo-. No tengo intención de casarme con Emmeline. Jamás. Pero le agradezco que lo haya preguntado.

– Oh -se limitó a decir Hannah-. ¿Emmeline lo sabe?

Robbie se encogió de hombros.

– No hay razón alguna para que ella imagine otra cosa. No le he dado motivos.

– Mi hermana es una romántica. Tiene mucha facilidad para establecer vínculos.

– Entonces tendrá que deshacerlos.

En ese momento Hannah sintió compasión por Emmeline, pero también experimentó otra sensación. Se odió a sí misma cuando comprendió que era alivio.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Robbie. Sin que ella hubiera advertido sus movimientos, lo tenía muy cerca.

– Me preocupa Emmeline -confesó Hannah, dando un paso hacia atrás-. Ella cree que sus sentimientos son más profundos.

– ¿Qué puedo hacer? Ya le he dicho que no es así.

– Debe dejar de verla -sugirió serenamente Hannah-. Dígale que no le interesan esas fiestas. Seguramente no le costará demasiado. Usted mismo me ha dicho que le aburre conversar con sus amistades.

– Así es.

– En ese caso, si no siente nada por Emmeline, sea honesto con ella. Por favor, señor Hunter. Termine con esa relación. De otro modo, ella resultará herida y no puedo permitirlo.

Robbie miró a Hannah. Alargó un brazo y, muy suavemente, ordenó un mechón de su cabello que se había soltado. Ella se quedó petrificada, sin tener conciencia de nada. Sólo podía ver sus ojos oscuros, pensar en la tibieza de su piel, la suavidad de sus labios.

– Lo haré. Inmediatamente. -Robbie estaba cada vez más cerca. Hannah podía percibir el ritmo de su respiración-. Pero entonces ¿cómo haré para verla a usted? -inquirió suavemente.


Después de esa conversación las cosas cambiaron. Por supuesto. Tenían que cambiar. Lo implícito se había vuelto explícito. Hannah comenzaba a salir de las tinieblas. Se estaba enamorando de Robbie, aunque al principio no lo comprendía. Le parecía imposible, pero nunca había estado enamorada, no tenía con qué comparar ese sentimiento. Se había sentido atraída por algunos hombres, había sentido esa súbita, inexplicable excitación que una vez le despertara Teddy. Pero encontrar atractivo a un hombre y disfrutar de su compañía no era lo mismo que estar irremediablemente enamorada.

Los encuentros ocasionales que ella tan ansiosamente esperaba, los breves diálogos con Robbie cuando él iba a buscar a Emmeline ya no eran suficientes. Hannah deseaba verlo en otro lugar, a solas, donde pudieran hablar libremente. Donde no existiera siempre la posibilidad de que otra persona interrumpiera su compañía.

La oportunidad surgió una tarde, a principios de 1923. Teddy estaba en los Estados Unidos, en un viaje de negocios, Deborah pasaba el fin de semana en el campo y Emmeline había salido con sus amigos. Iría a escuchar un recital de poesía de Robbie. Hannah tomó una decisión.

Cenó a solas en el comedor, después se sentó en la sala de estar, tomó su café y se retiró a su habitación. Cuando fui a ponerle su camisón, estaba en el baño, sentada en el borde de la tina. Llevaba puesta una delicada enagua de satén que Teddy le había traído de uno de sus viajes al continente y tenía un objeto de color negro en la mano.

– ¿Le gustaría darse un baño, señora? -pregunté. Si bien no era lo habitual, tampoco era extraordinario que se bañara después de la cena.

– No -contestó.

– ¿Le traigo su camisón?

– No -volvió a decir-. No voy a acostarme, Grace, voy a salir.

Su respuesta me confundió.

– ¿Cómo dice, señora?

– Que voy a salir. Necesito tu ayuda.

Hannah no quería que los otros sirvientes se enteraran. Me explicó con toda naturalidad que eran espías de Deborah y que no deseaba que su esposo y su cuñada, ni tampoco Emmeline, estuvieran al tanto de que ella había salido. Debían creer que se había quedado en casa.

Me preocupó que saliera sola de noche, y que le ocultara algo así a Teddy, y peor aún, a Deborah. Y me pregunté adonde iría, y si se atrevería a decírmelo. A pesar de todo, acepté ayudarla. Por supuesto. Me lo había pedido.

No hablamos mientras la ayudé a ponerse el vestido que ya había elegido: seda celeste, el escote bordeado con flecos que le rozaban los hombros desnudos. Hannah se sentó frente al espejo y observó cómo le sujetaba el cabello mientras jugueteaba con la cadena de su relicario y se mordía el labio. Después me alcanzó una peluca de cabello negro y corto que Emmeline había usado unos meses antes para un baile de disfraces. Me sorprendió, no solía usar pelucas. En cuanto la tuvo puesta retrocedí para mirarla. Era otra persona, se parecía a Louise Brooks.

Entonces tomó un frasco de perfume Chanel número 5 -otro de los regalos que Teddy le había traído de París el año anterior-, pero cambió de idea. Dejó el perfume en su lugar y se miró en el espejo. Fue entonces cuando vi el pedazo de papel sobre su tocador. «Recital de Robbie, El gato callejero, Soho, sábado, 10 de la noche». Nuestras miradas se encontraron en el espejo. Ella tomó el papel, lo metió en su bolso y lo cerró. ¿Cómo no lo había adivinado? ¿Qué otra persona podía ser motivo de tanta precaución, de tanto nerviosismo, de tanta excitación?

Me adelanté para asegurarme de que los sirvientes estuvieran abajo. Luego le dije al señor Boyle que había visto una mancha en el cristal de la ventana del vestíbulo. No era cierto, pero no podía correr el riesgo de que algún miembro del servicio oyera que la puerta de entrada se abría sin motivo.

Volví a subir y le hice una seña a Hannah, que estaba en uno de los descansillos de la escalera. Abrí la puerta y ella salió. Se volvió hacia mí y me sonrió.

– Tenga cuidado, señorita -pedí, acallando mis malos presentimientos.

Ella asintió.

– Gracias por todo, Grace.

Hannah desapareció en la oscuridad de la noche, con los zapatos en la mano para no hacer ruido.


Al doblar la esquina Hannah consiguió un taxi y le pidió que la llevara al club donde Robbie leería sus poemas. Estaba tan excitada que le costaba respirar. Taconeó un par de veces sobre el suelo del automóvil para cerciorarse de que todo aquello era real.

No le había resultado difícil conseguir la dirección del lugar. Emmeline tenía un diario íntimo donde guardaba artículos, avisos e invitaciones. Un trabajo innecesario, porque en cuanto dijo el nombre del club el chófer no precisó de mayores instrucciones. El Gato Callejero era uno de los clubes más famosos del Soho, un lugar de reunión de artistas, traficantes de droga, magnates y encumbrados miembros de la aristocracia, aburridos y ociosos, deseosos de librarse de los grilletes que les imponía su noble cuna.

El conductor detuvo el taxi y le aconsejó que tuviera cuidado. Hannah pagó y bajó. Él meneó la cabeza. Al volverse hacia él para darle las gracias, vio reflejado en el automóvil negro el cartel de neón rojo con el nombre del club y sintió un escalofrío.

Jamás había visitado un lugar como aquél. Se detuvo a observar la fachada de ladrillo, el cartel luminoso y la multitud de gente que reía mientras salía a la calle. A eso se refería Emmeline cuando hablaba de los clubes. En tugurios como ése pasaba las noches junto a sus amigos. Hannah tembló, y entró con la cabeza gacha, sin permitir que el hombre del guardarropa se llevara su abrigo.

El lugar era diminuto, apenas más que una habitación, los cuerpos que se apiñaban en su interior entibiaban el ambiente. El aire olía a humo y a ginebra. Hannah se quedó cerca de la entrada, junto a una columna, y recorrió el local con la mirada, tratando de encontrar a Robbie.

Estaba sobre el escenario, si podía denominarse así al pequeño rincón que quedaba libre entre el gran piano y la barra. Sentado en un banco, con un cigarrillo entre los labios, fumaba perezosamente. Su chaqueta estaba colgada en el respaldo de la silla. Iba vestido con el pantalón de su traje negro y una camisa blanca, con el cuello desabotonado. Tenía el cabello despeinado. Hojeaba un cuaderno.

Frente a él estaban sus oyentes, sentados en torno a pequeñas mesas redondas, en taburetes junto a la barra, o de pie, apoyados en las paredes.

Hannah distinguió a Emmeline, sentada entre sus amigos. Fanny estaba con ella, era la señora del grupo. El matrimonio la había desilusionado. Una institutriz algo tediosa se había apropiado de sus hijos, su esposo pasaba el día pensando en qué nuevo alimento le haría daño. No eran demasiadas las cosas que pudieran despertar su interés. ¿Quién podía culparla por buscar diversión junto a sus antiguos amigos? Ellos la toleraban porque verdaderamente quería divertirse, y porque era mayor y podía solucionarles todo tipo de problemas. Era especialmente hábil para convencer dulcemente a la policía que los acosaba durante sus rondas nocturnas.

En esa mesa todos bebían cócteles en copas de Martini. Uno de ellos extendió una línea de polvo blanco sobre la mesa. En otra ocasión, Hannah se habría preocupado por su hermana, pero esa noche estaba en paz con el mundo entero.

Hannah se acercó más a la columna, aunque no era necesario que se molestara. Todos estaban tan entretenidos que no tenían oportunidad de mirar hacia atrás. El tipo del polvo blanco le susurró algo a Emmeline y ella rió libremente, sin moderación, dejando a la vista la blancura de su cuello.

Por el leve movimiento del cuaderno, Hannah percibió que a Robbie le temblaban las manos. Dejó el cigarrillo en un cenicero que estaba en la barra y comenzó a leer, sin más preámbulos, un poema que hablaba de historia, misterio y recuerdos. «La niebla inconstante».

Era uno de los favoritos de Hannah. Ella lo observaba. Era la primera oportunidad en que se podía permitir que sus ojos recorrieran ese rostro, ese cuerpo, sin que él lo supiera. Y lo escuchaba. Se había conmovido al leer esos versos, pero al oírlos de labios de Robbie pudo apreciar sus sentimientos más profundos.

Cuando concluyó, el auditorio aplaudió. Alguien gritó, se oyeron risas y él detuvo sus ojos en ella. Su rostro permaneció inmutable, pero supo que la había mirado, reconociéndola a pesar de su disfraz.

Por un instante estuvieron a solas.

Robbie volvió a buscar en su cuaderno, pasó algunas páginas y se detuvo en el poema siguiente.

Y le habló a ella. Un poema tras otro. Sobre lo conocido y lo ignorado, la verdad y el sufrimiento, el amor y el deseo. Ella cerró los ojos, y con cada palabra sintió que las tinieblas desaparecían.

El recital llegó a su fin y todos aplaudieron. Los camareros de la barra entraron en acción. Prepararon cócteles americanos y sirvieron copas. Los músicos tomaron asiento en el escenario y comenzaron a tocar jazz. Algunos de los presentes, alcoholizados y sonrientes, improvisaron una pista de baile entre las mesas. Hannah vio que Emmeline le hacía una seña a Robbie para que se sentara junto a ella. Robbie le señaló su reloj. Ella hizo un gesto exagerado para mostrar su decepción, pero de inmediato uno de sus compañeros la invitó a bailar.

Robbie encendió otro cigarrillo, se puso la chaqueta y guardó el cuaderno en el bolsillo interior. Le dijo algo a un hombre que estaba detrás de la barra y atravesó el salón en dirección a Hannah.

Ella, a punto de desfallecer, lo veía acercarse lentamente. Sintió vértigo, como si hubiera estado de pie al borde de un precipicio, azotada por el viento, sin otra alternativa más que dejarse caer.

Sin decir una palabra, él la tomó de la mano y la condujo hacia la puerta.


Eran las tres de la mañana cuando Hannah bajó por la escalera de servicio de la casa del número diecisiete. Yo la estaba esperando, como había prometido. Con el estómago atenazado por los nervios. Llegó más tarde de lo que me esperaba. La oscuridad y la inquietud se habían aliado para llenar mi cabeza de escenas horripilantes.

– Gracias a Dios -exclamó Hannah, deslizándose a través de la puerta que yo había abierto-. Temía que lo hubieras olvidado.

– Por supuesto que no, señora -dije ofendida.

Hannah recorrió inadvertida la sala de los sirvientes y entró de puntillas en la zona principal, con los zapatos en la mano. Cuando comenzó a subir la escalera para ir hacia el segundo piso reparó en que yo la seguía.

– No es necesario que me acompañes, Grace, es muy tarde. Además, deseo estar sola.

Asentí, me detuve y me quedé al pie de la escalera, con mi camisón blanco, como una niña desorientada.

– Señora… -dije rápidamente.

Hannah se volvió para responderme.

– ¿Qué, Grace?

– ¿Fue agradable la velada?

Hannah sonrió.

– Oh, Grace. Mi vida ha comenzado esta noche.


III

Nunca se encontraron en su casa. Por lo que Hannah sabía, Robbie no tenía un hogar. Se veían en lugares prestados, en los que él estaba de paso. Eso aumentaba la sensación de aventura. Para ella, resultaba emocionante refugiarse en otras casas, en la vida de otras personas. Los momentos de intimidad en lugares extraños tenían algo delicioso.

La manera de arreglar los encuentros era muy simple. Cada vez que Robbie iba a buscar a Emmeline, aprovechaba la espera para entregar secretamente a Hannah una nota con la dirección, la hora, el día. Hannah la leía con disimulo, y asentía en señal de acuerdo. A veces no podía cumplir con lo acordado: Teddy requería su presencia en un acto político o Deborah le pedía su colaboración en alguno de sus comités. En esas ocasiones, no tenía manera de decírselo, y sufría al imaginarlo esperándola en vano.

Pero en la mayoría de los casos lograba inventar excusas: que almorzaría con una amiga, o que iría de compras. Nunca desaparecía durante demasiado tiempo. Estaba muy atenta. Más de dos horas de ausencia podían despertar sospechas. El amor le impuso la necesidad de ser astuta y pronto se volvió experta. Si inesperadamente veía a un conocido en algún lugar inusual, lo esquivaba velozmente. Un día se topó con lady Clementine en Oxford Circus. Ella le preguntó dónde estaba su chófer y Hannah le respondió que. dado que el clima era tan agradable, había sentido deseos de salir a caminar. Pero lady Clementine no había nacido ayer. Entrecerró los ojos, asintió y le recomendó a Hannah que tuviera cuidado, la calle tenía ojos y oídos.

Después de aquel episodio, Hannah se aseguró de volver a casa con alguna compra -un sombrero, un par de guantes, una entrada para una exposición-, cualquier cosa que sirviera para demostrar dónde había estado, y por qué llegaba más tarde de lo esperado.

Y de ese modo podían encontrarse. Ella salía de la casa del número diecisiete para acudir al lugar indicado en la nota más reciente, con la precaución de no cruzarse con alguno de los espías de Deborah. Unas veces la cita era en una zona conocida; otras, tenía que viajar hasta lejanos suburbios londinenses y buscar la calle y luego la casa o el apartamento. Después de asegurarse de que nadie la observaba, conteniendo la respiración, tocaba el timbre.

Él siempre acudía al instante. Abría la puerta y la hacía pasar. Subían las escaleras, lejos del mundo de los demás, inmersos en su propio mundo. A veces no subían inmediatamente. Antes de que ella pudiera decir una palabra, él cerraba la puerta y la besaba.

– Te he esperado tanto tiempo -le decía mientras estaban allí, de pie, uno frente al otro-. Creí que nunca llegarías.

Entonces ella apoyaba un dedo sobre sus labios, le recordaba que debían ser silenciosos y luego subían la escalera.


Un día, mientras yacían juntos en la cama después de hacer el amor, ella se preguntó qué clase de persona viviría en la casa donde estaban. A juzgar por los estantes llenos de libros, habría dicho que se trataba de un escritor.

– Él debe de ser escritor.

– ¿Él?

– O ella. ¿Es una mujer?

Hannah miraba a Robbie, celosa de esa mujer fantasma que tenía su propio apartamento, que era amiga de Robbie y lo veía cuando ella no podía verlo.

Él se rió.

– Te estás inventando esa historia.

– Bueno, es un hombre, pero no es escritor, es médico.

– ¿Médico?

– Sólo un médico puede tener un estante lleno de libros de anatomía -aseguraba triunfante, convencida de haber acertado.

– Es verdad, aunque él también podría ser un artista. Un artista debe saber de anatomía.

Hannah asentía con gran seriedad.

– Eso me agrada. Un artista. -Y añadía sonriente-: Tenía razón. ¡Ja! Has dicho «él». Es la casa de un hombre.


Al cabo de un tiempo dejaron de jugar a las adivinanzas y comenzaron a jugar a vivir juntos. Un día, en una diminuta habitación amueblada de Hampstead, Hannah preparaba una taza de té para Robbie y él se entretenía mirándola mientras se preguntaba en voz alta si las hebras de té, tan secas y crujientes, todavía servirían.

– Si viviéramos aquí tendría que trabajar en algún lugar para pagar el alquiler -comentó Hannah.

– En un taller de costura -replicó Robbie, que sabía de la escasa afición de Hannah por esa tarea.

– En una librería -replicó ella mirándolo con dureza-. Y tú… tú escribirías hermosos poemas todo el día, sentado aquí, junto a la ventana, y me los leerías cuando yo regresara a casa.

– Nos iríamos a España para escapar del invierno -propuso Robbie.

– Sí, y yo me convertiría en un torero enmascarado. El mejor de toda España -fantaseó Hannah. Luego dejó la taza con las hojas de té flotando en la superficie y se sentó junto a él-. Todos estarían intrigados, tratarían de descubrir mi identidad.

– Pero sería nuestro secreto.

– Sí, sería nuestro secreto.

Un lluvioso día de octubre, Robbie y Hannah estaban acurrucados en la cama, en un apartamento oscuro y diminuto que pertenecía a un amigo de Robbie. Hannah miraba el reloj que estaba sobre el hogar, contando los minutos que le quedaban. Por fin, cuando el minutero dio la hora, ella se incorporó. Buscó el par de medias que había quedado en un extremo de la cama y comenzó a estirarlas. Robbie le acariciaba la espalda.

– No te vayas.

Ella enrolló una media y la deslizó sobre su pie derecho.

– Quédate.

Hannah ya estaba de pie. Dejó caer su enagua a través de la cabeza y la enderezó alrededor de sus caderas.

– Sabes que me quedaría para siempre si pudiera.

– En nuestro mundo secreto.

– Sí. -Hannah sonrió, se arrodilló junto a la cama y extendió el brazo para acariciar la cara de Robbie-. Me gusta. Nuestro propio mundo. Un mundo secreto. Me encantan los secretos -declaró, y suspiró. Había estado pensando en ello. No sabía por qué deseaba tanto compartirlos con él-. Cuando éramos niños, solíamos jugar un juego

– Lo sé -asintió Robbie-. David me habló de El Juego.

– ¿Lo hizo?

Robbie asintió.

– Pero El Juego era secreto -replicó Hannah impulsiva-. ¿Por qué te lo contó?

– Tú misma estabas a punto de contármelo.

– Sí, pero es diferente. Tú y yo… Es diferente.

– Entonces, háblame de El Juego. Olvida que ya lo sé.

Hannah miró el reloj.

– En realidad, debería irme.

– Pues entonces cuéntame algo rápido.

Ella le habló de Nefertiti, de Charles Darwin, de Emmeline y su reina Victoria, y de sus aventuras, a cual más extraordinaria.

– Tendrías que haber sido escritora -le dijo Teddy mientras acariciaba su brazo.

– Sí -contestó ella muy seria-. Podría viajar y vivir aventuras mientras las escribo.

– Todavía estás a tiempo. Puedes empezar a escribir ahora.

Hannah sonrió.

– Ahora no lo necesito. Te tengo a ti, viajo a través de tus palabras.


A veces Robbie compraba vino y lo bebían en copas que pertenecían a otras personas, envueltos en las sábanas de esas mismas personas. Comían pan y queso, y si había un gramófono, escuchaban música. Y en ocasiones, después de asegurarse de que las cortinas estuvieran cerradas, bailaban.

Una tarde lluviosa, Robbie se durmió. Ella bebió el vino que quedaba en su copa y estuvo un rato tendida junto a él, oyendo su respiración, tratando de acompasarla con la propia. Finalmente, logró igualar el ritmo. Pero no pudo dormir, la enorme curiosidad que le provocaba tenerlo tan cerca se lo impedía. Se arrodilló en el suelo y observó su cara. Nunca antes lo había visto dormido.

Estaba soñando. Los músculos que rodeaban sus ojos se contraían ante las escenas que se desarrollaban detrás de sus párpados cerrados. Las contracciones se hicieron más fuertes mientras ella lo observaba. Pensó en despertarlo. No le agradaba verlo así, con su bello rostro crispado.

Entonces Robbie comenzó a gritar. A Hannah le preocupó que alguien pudiera oírlo desde un apartamento contiguo, que algún inoportuno vecino pidiera ayuda, o llamara a la policía.

Apoyó su mano en el brazo de Robbie, pasó suavemente sus dedos por la cicatriz que le resultaba tan familiar. El seguía durmiendo, y gritando. Ella lo sacudió suavemente, lo llamó por su nombre. Le dijo: «Robbie, estás soñando, mi amor».

De pronto él abrió los ojos, redondos y oscuros, y antes de que Hannah pudiera comprender lo que sucedía se encontró en el suelo; él estaba encima de ella apretándole el cuello con las manos. La estaba asfixiando, apenas podía respirar. Trató de decir su nombre, de pedirle que se detuviera, pero no pudo. Fue sólo un instante, luego algo en él volvió a funcionar y recuperó la conciencia. Comprendiendo lo que había hecho, dio un salto hacia atrás.

Ella se puso de pie, y retrocedió velozmente hasta que su espalda chocó con la pared. Lo miraba impresionada, preguntándose qué le había sucedido. Con quién la había confundido.

Él también estaba de pie, contra la pared opuesta, con los hombros encorvados y la cara oculta entre las manos.

– ¿Estás bien? -le dijo sin mirarla.

Ella asintió, preguntándose qué había sucedido.

– Sí -respondió por fin.

Entonces él se acercó y se arrodilló junto a ella. Seguramente ella se alejó involuntariamente, porque él tomó sus manos, las puso sobre sus propios hombros y dijo:

– No te haré daño.

Luego levantó el mentón de Hannah para ver su garganta.

– Oh, Dios -exclamó.

– Estoy bien -aseguró ella, esta vez con más firmeza-. ¿Y tú…?

Robbie apoyó un dedo sobre sus labios. Su respiración todavía era agitada. Meneó la cabeza, ausente. Hannah comprendió que intentaba dar una explicación. No podía.

Él le acarició una mejilla. Ella inclinó la cara hacia su mano. Miró fijamente esos ojos oscuros, llenos de secretos no compartidos. Ella anhelaba conocerlos, todos, estaba decidida a lograr que él se los contara. Y cuando él besó su cuello, tan suavemente, se abandonó en sus brazos, como siempre hacía.

Después de aquel suceso, Hannah tuvo que usar chales durante una semana, pero no le importó. En cierto modo, le agradaba tener una marca de Robbie. Hacía más tolerable el tiempo que pasaba sin verlo. Era un recordatorio privado de que él realmente existía, de que ambos realmente existían. En su mundo secreto. A veces miraba esa marca en el espejo, como una flamante esposa mira repetidamente se anillo de boda. Le recordaba quién era. Sabía que, si se lo contaba, él se quedaría horrorizado.


Al principio, en las historias de amor sólo existe el presente. Pero llega un momento en el cual reaparecen el pasado y el futuro. Para Hannah ése fue el momento. Robbie tenía facetas desconocidas. Cosas que hasta entonces ella ignoraba. La maravillosa sorpresa de estar junto a él la había avasallado, sin dejar espacio para nada más que la felicidad inmediata. Pero cuanto más pensaba en esa faceta sobre la que tan poco sabía, más frustrada se sentía. Y más decidida a saberlo todo.

Una fresca tarde de abril, en un cuarto amueblado en Islington, miraban hacia la calle sentados en la cama, junto a la ventana, mientras le atribuían nombres e historias a las personas que pasaban. Así estuvieron un rato, contentos sólo con observar la procesión desde su mirador secreto, hasta que Robbie saltó de la cama.

Ella permaneció en su lugar. Se volvió para mirarlo mientras se sentaba en la silla de la cocina, con una pierna flexionada y la cabeza inclinada sobre el cuaderno. Estaba tratando de escribir un poema. Lo había intentado durante todo el día. Había estado distraído, el juego amoroso no lo había estimulado. A Hannah no le importaba. Inexplicablemente, eso lo volvía más atractivo.

Desde la cama, Hannah observaba los dedos de Robbie: aferraban el lápiz y dibujaban círculos y curvas en la página hasta que se detuvieron, dudaron y luego tacharon furiosamente lo escrito. Robbie arrojó el cuaderno y el lápiz sobre la mesa y se frotó los ojos.

Ella no dijo nada. Sabía que era lo mejor. No era la primera vez que lo veía comportarse de esa manera. Se sentía frustrado por no poder encontrar las palabras adecuadas. Peor aún, estaba asustado. No se lo había dicho, pero ella lo sabía. Lo había observado y había leído sobre el tema, en la biblioteca, en revistas y periódicos. Era lo que los médicos llamaban trauma de guerra. La creciente falta de memoria, la obnubilación del cerebro debido a experiencias traumáticas.

Deseaba ayudarlo, hacer que olvidara. Habría dado cualquier cosa para combatir el permanente temor de que Robbie enloqueciera. Él apartó la mano de sus ojos, tomó una vez más el lápiz y el papel. Comenzó a escribir nuevamente, se detuvo, tachó las palabras que había escrito. Ella se puso boca abajo y se dedicó a mirar a la gente que pasaba por la calle.


En el invierno él consiguió un apartamento con chimenea. Era poco más que una sala de estar, con un sillón y una nevera. Sentados en el suelo frente al hogar, donde ardía el fuego, se calentaban, disfrutando de la tibieza de sus cuerpos y del vino tinto.

Hannah miraba el fuego, y de pronto dijo:

– ¿Por qué no hablas nunca de la guerra?

Robbie no respondió. Encendió un cigarrillo.

Ella había leído lo que Freud decía sobre la represión, y creía que si lograba que Robbie hablara podría curarse. Dudó antes de hacer la pregunta.

– ¿Es porque mataste a alguien?

Robbie miró el perfil de Hannah, dio una calada a su cigarrillo, exhaló el humo y meneó la cabeza. Después empezó a reír, sin ganas. Extendió su mano y acarició suavemente la mejilla de Hannah.

– ¿Es eso? -susurró ella, sin mirarlo.

Él no respondió y ella hizo otro intento.

– ¿Qué ves en tus sueños?

Robbie apartó su mano.

– Conoces la respuesta. Sólo sueño contigo.

– Espero que no sea así, tus sueños no son muy agradables.

Robbie dio otra calada a su cigarrillo.

– No me hagas preguntas.

– Es el trauma de guerra, ¿verdad? -preguntó Hannah girando hacia él-. He leído sobre ello.

Robbie la miró con sus ojos oscuros, húmedos como pintura fresca, llenos de secretos.

– Trauma de guerra. Siempre me he preguntado quién ha inventado eso. Supongo que era necesario encontrar un nombre adecuado, con el que las damas honorables pudieran describir lo inexplicable cuando sus maridos volvieran a casa.

– ¿Te refieres a damas honorables como yo?

– Tú no eres una dama honorable -se burló Robbie.

Ella se ofendió. No estaba de humor para tolerar comentarios despectivos. Se puso de pie y comenzó a vestirse. Primero la enagua, después las medias.

Él suspiró. No quería que Hannah se fuera así, disgustada con él.

– ¿Has leído a Darwin?

– ¿Charles Darwin? Por supuesto.

– Debí haberlo adivinado. Una chica inteligente como tú.

– Pero ¿qué tiene que ver Darwin con…?

– Adaptación. La supervivencia es el resultado de una buena adaptación. Algunos son más aptos que otros.

– ¿Adaptación a qué?

– A la guerra. A vivir gracias a tu ingenio. A las nuevas reglas de juego.

Hannah se detuvo a pensar en lo que Robbie le decía.

– Estoy vivo -señaló francamente- tan sólo porque algún otro cabrón no lo está. Miles de ellos.

Por fin Hannah obtuvo la respuesta que buscaba. Se preguntó cómo se sentiría ella misma en esas circunstancias.

– Me hace feliz que estés vivo -declaró, pero sintió un profundo estremecimiento. Y cuando los dedos de Robbie tocaron su muñeca, ella la apartó involuntariamente.

– Ese es el motivo por el cual nadie habla de ello -continuó Robbie-. Saben que si lo hacen la gente los verá tal como en realidad son: seres envilecidos, moviéndose entre personas comunes, como si aún pertenecieran a su bando. Como si no fueran monstruos que regresan de una excursión criminal.

– No digas eso -pidió Hannah bruscamente-. Tú no eres un criminal.

– Soy un asesino.

– Es diferente, era una guerra. Lo hiciste para defenderte. Y para defender a otros.

Él se encogió de hombros.

– De todos modos, una bala atravesó el cerebro de un hombre.

– Basta -rogó Hannah-. No me gusta que hables así.

– Entonces no deberías haber preguntado.


No le gustaba pensar en Robbie de esa manera, pero no podía evitarlo. Alguien que conocía íntimamente, cuyas manos habían recorrido suave, lentamente, su cuerpo, alguien en quien confiaba, había matado. Eso lo hacía todo diferente. Lo hacía diferente a él. No para peor. Ella no lo amaba menos, pero lo veía de una manera distinta. El había matado a un hombre. A muchos hombres. No importaba el número, los nombres.

Hannah meditaba sobre eso una tarde, mientras lo observaba deambular por el apartamento de un amigo en Fulham. Tenía puestos los pantalones, pero su camisa aún estaba sobre la cama. Ella miraba sus brazos delgados y musculosos, sus hombros desnudos, sus manos hermosas y brutales. Fue entonces cuando sucedió.

Llamaron a la puerta.

Los dos quedaron petrificados, mirándose el uno al otro. Se oyó otro golpe en la puerta, más impaciente que el anterior. Luego, una voz.

– Hola, Robbie. Ábreme. Soy yo.

Era la voz de Emmeline.

Hannah se apartó del borde de la cama y rápidamente recogió su ropa.

Robbie puso un dedo sobre sus labios y de puntillas se acercó a la puerta.

– Sé que estás ahí -señaló Emmeline-. Un anciano adorable que vive abajo me ha dicho que te vio llegar y que no has salido en toda la tarde. Déjame entrar. Hace un frío espantoso aquí afuera.

Robbie le indicó a Hannah que se escondiera en el baño.

Hannah asintió, atravesó la habitación de puntillas y cerró rápidamente la puerta del baño, con el corazón galopante. Se puso rápidamente el vestido y se arrodilló para espiar por el ojo de la cerradura.

Robbie abrió la puerta.

– ¿Cómo supiste que estaba aquí?

– Sin duda estás encantado de verme -saludó Emmeline entrando hasta el centro de la habitación. Hannah advirtió que usaba su nuevo vestido amarillo-. Desmond se lo dijo a Freddy, y él se lo contó a Jane. Ya sabes cómo son esos chicos. -Hizo una pausa y observó detenidamente todo lo que había a su alrededor. Simple, pero acogedor. Emmeline se encogió de hombros al ver las sábanas desordenadas. Miró a Robbie, que no estaba completamente vestido, y sonrió-. ¿He interrumpido algo?

Hannah contuvo la respiración.

– Estaba durmiendo -contestó Robbie.

– ¿A las cuatro menos cuarto?

Él se encogió de hombros, buscó su camisa y se vistió.

– Me preguntaba qué habrías hecho durante todo el día. Pensaba que estarías escribiendo poemas.

– Así es -dijo Robbie masajeándose la nuca. Luego resopló disgustado-. ¿Qué quieres?

La dureza de su voz estremeció a Hannah. Emmeline le había hablado de poesía a Robbie, que no había logrado escribir un poema en varias semanas. Sin embargo, su hermana no percibió esa alteración de su tono y siguió hablando con normalidad.

– Quería saber si vendrías esta noche a casa de Desmond.

– Ya te dije que no iría.

– Lo sé, pero pensé que podrías cambiar de idea.

– No he cambiado de idea.

Durante un instante los dos permanecieron en silencio. Robbie miró hacia la puerta. Los ojos de Emmeline recorrieron anhelantes la habitación.

– Tal vez podría… -insinuó Emmeline.

– Debes irte -declaró Robbie-, estoy trabajando.

– Pero podría ayudarte -sugirió tocando el borde de un plato sucio- a ordenar, o…

– He dicho que no. -Robbie abrió la puerta.

Hannah vio que Emmeline sonreía forzadamente.

– Estaba bromeando, querido. No habrás creído seriamente que en una tarde encantadora como ésta no tengo mejores cosas que hacer que limpiar una casa.

Robbie no le respondió.

Emmeline fue hacia la puerta. Se acomodó el cuello.

– ¿Irás a casa de Freddy?

Él asintió.

– Ven a buscarme a las seis.

– De acuerdo -repuso Robbie, y cerró la puerta en cuanto Emmeline se fue.

Hannah salió del baño. Se sentía sucia, como una rata saliendo de su escondite.

– Tal vez sería mejor que dejemos de vernos por un tiempo, una semana…

– No -refutó Robbie-. Le dije claramente a Emmeline que no viniera a visitarme de improviso. Se lo diré de nuevo. Tendrá que comprender.

Hannah estuvo de acuerdo. Se preguntaba por qué se sentía tan culpable. Se recordó a sí misma, como solía hacer, que las cosas no podían ser de otra manera. Que Emmeline no sufría, ya que Robbie le había explicado desde el principio que no la amaba. Él le contó como ella se había reído, sorprendida; respondiéndole que no comprendía por qué él le adjudicaba ciertos sentimientos. Sin embargo, un momento antes había percibido cierta afectación en la voz de Emmeline, su forzada frivolidad ocultaba algo. Y se había puesto el vestido amarillo, su favorito.

Hannah miró el reloj de pared.

– Debería irme -dijo, aunque todavía le quedaba media hora.

– No, quédate.

– En realidad…

– Unos minutos por lo menos. Para asegurarnos de que Emmeline ya esté lejos de aquí.

Ella asintió. Robbie se acercó. Con ambas manos le sujetó la nuca y acercó los labios de Hannah a los suyos.

Un beso repentino, estremecedor, le hizo perder el equilibrio y silenció la insistente voz de la duda.


Una tarde de diciembre, mientras los dos estaban metidos en ambos extremos de una profunda bañera, Hannah anunció:

– No podremos vernos durante dos semanas. Teddy recibe invitados de los Estados Unidos. Estarán hospedados en casa los próximos quince días -agregó pasando una esponja por el tobillo de Robbie-, y debo hacer el papel de buena esposa, recibirlos, entretenerlos.

– Detesto imaginarte en ese papel -declaró Robbie-, lisonjeando a tu esposo.

– Te aseguro que no me dedico a adular, Teddy se sentiría desconcertado si lo hiciera.

– Sabes a qué me refiero. Vives con él, duermes con él.

– No es así. Lo sabes.

– Pero la gente sí lo cree. Piensan que sois una pareja.

Ella se acercó para tocar sus dedos, sumergidos en el agua jabonosa que se estaba enfriando rápidamente.

– Yo también detesto todo eso. Haría cualquier cosa por no tener que apartarme de ti jamás.

– ¿Cualquier cosa?

– Casi cualquier cosa.

Hannah se puso de pie. Tembló cuando sintió el aire frío en la piel mojada. Salió de la bañera y se envolvió en una toalla.

– Trata de acordar una cita con Emmeline la semana próxima -propuso, sentándose en un taburete de madera junto a la ventana-, y déjame una nota con el lugar y el día en que podemos encontrarnos después de Año Nuevo.

Robbie se sumergió más profundamente en el agua. Sólo su cabeza quedaba a la vista.

– Quiero dejar de salir con Emmeline.

– No -rogó Hannah, abruptamente-. Aún no. ¿Cómo haríamos entonces para vernos? ¿Cómo sabría dónde encontrarte?

– No tendríamos ese problema si vivieras conmigo. Siempre sabríamos dónde encontrarnos. No podría ser de otro modo.

– Lo sé, lo sé -contestó Hannah dejando caer la enagua sobre su cuerpo-. Pero mientras tanto… ¿cómo puedes pensar en alejarte de Emmeline?

– Tienes razón, ella está muy ligada a mí.

– No, ella es apasionada, es su modo de ser. Pero ¿qué te ha llevado a decir eso?

Robbie meneó la cabeza.

– ¿Qué sucede?

– Nada. Tienes razón, tal vez no tenga importancia.

– Estoy segura -insistió Hannah con firmeza. En ese momento creía en lo que decía, aunque lo habría dicho de todos modos. Porque el amor es así, urgente y demandante y arrasa con todas nuestras virtudes.

Hannah ya estaba vestida. A su vez, Robbie ocupó el taburete envuelto en una toalla. Ella se arrodilló frente a él y le ayudó a ponerse la manga izquierda de la camisa.

– Estás helado. Vístete rápido.

Robbie se puso la otra manga de la camisa. Ella comenzó a abotonarla y, sin mirarlo, dijo:

– Teddy quiere que nos mudemos a Riverton.

– ¿Cuándo?

– En marzo. Para entonces la casa estará restaurada. Está construyendo un pabellón de verano. Se ve a sí mismo como el custodio de ese lugar -comentó secamente Hannah.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– No quería pensar en ello -repuso ella con desánimo-. Tenía la esperanza de que cambiaría de idea. -Hannah desabotonó el cuello de la camisa, introdujo su mano por debajo y la apoyó en el pecho de Robbie-. Tienes que mantenerte en contacto con Emmeline. Ella puede invitarte a pasar unos días en Riverton. Y suele salir a menudo, la invitan a fiestas en el campo o a pasar el fin de semana en casa de sus amigos.

Robbie asintió sin mirarla.

– Por favor, hazlo por mí. Dime que vendrás.

– ¿Y seremos una de esas parejas que se encuentran en las casas de campo?

– Sí.

– Como tantas parejas antes que nosotros, jugaremos a ser corteses pero distantes durante el día y nos deslizaremos en la oscuridad para encontrarnos por la noche.

– Sí -dijo ella serenamente.

– Esas no son nuestras reglas.

– Lo sé.

– No es suficiente.

– Lo sé.

– Está bien, lo haré sólo porque tú me lo pides.


Acordaron verse una tarde, a principios de 1924. Teddy estaba de viaje por asuntos de negocios, y Deborah había salido para visitar a unos amigos.

Se habían citado en un lugar de Londres que Hannah no conocía. Mientras el taxi avanzaba por las intrincadas calles de la zona este, Hannah miraba por la ventanilla. Ya era de noche y en general había pocas cosas interesantes que ver: edificios grises, carromatos tirados por caballos iluminados con faroles; de vez en cuando, niñas de mejillas rosadas vestidas con gruesos delantales de lana señalaban el taxi mientras jugaban. Y luego, al llegar a una calle, la sorpresa de las luces de colores, la muchedumbre, la música.

Hannah se inclinó hacia el conductor.

– ¿Qué es esto? ¿Qué ocurre aquí?

– Es la verbena de Año Nuevo -explicó. Su acento indicaba que había nacido en el barrio-. Aunque deberían estar a resguardo del invierno.

Hannah observaba fascinada mientras el taxi seguía su camino. Una hilera de luces se extendía a lo largo de los edificios. La banda de músicos de cuerda, además de un acordeón, había congregado a una multitud que reía y aplaudía. Los niños se mezclaban con los adultos, agitaban serpentinas y hacían sonar silbatos. Hombres y mujeres se reunían en torno a grandes tambores de metal donde se cocían castañas y bebían cerveza en jarras. El conductor del taxi tocó la bocina para que le permitieran pasar.

– Están todos locos -exclamó cuando el automóvil llegó a la esquina y dobló para seguir por una calle a oscuras-. Como cabras.

A Hannah le parecía haber pasado por un lugar de fantasía. Cuando por fin el conductor se detuvo frente al domicilio indicado, corrió a encontrarse con Robbie para contarle lo que había visto. Le rogó, y finalmente lo convenció. Irían juntos a la verbena. Salían muy poco, indicó. ¿Cuándo tendrían otra oportunidad de ir juntos a un festejo? Allí nadie los conocía. Era un lugar seguro.

Ella lo guió, confiando en su memoria, aunque temía que la fiesta hubiera desaparecido como un bosque habitado por las hadas. Pero de pronto oyó los sonidos del violín, los silbatos de los niños, las voces joviales, y supo que estaban cerca.

Unos minutos después ya habían doblado la esquina del país de las maravillas y comenzaban a recorrer la calle del festejo. El viento frío traía el aroma de las castañas asadas, mezclado con el sudor y la algarabía. Había personas asomadas a las ventanas que hablaban a gritos con los que estaban en la calle, cantaban, brindaban por el nuevo año y despedían el anterior. Hannah, del brazo de Robbie, miraba deslumbrada todo aquel panorama. Le señaló las cosas que le llamaron la atención, rió alegremente al ver que algunas personas comenzaban a bailar en una improvisada pista.

Decidieron dejar de ser observadores y unirse a la muchedumbre. Se sentaron en una tabla de madera apoyada sobre cajones de leña. Una mujer con las mejillas coloradas y abundantes bucles negros se sentó en un banco junto a los músicos para cantar y batir un tamboril que sostenía entre sus mullidos muslos. El auditorio la alentaba con sus gritos, las faldas ondeaban al ritmo de la música.

Hannah estaba fascinada. Jamás había visto semejante jolgorio. Había ido a numerosas fiestas, pero, comparadas con ésta, le parecían artificiales, excesivamente civilizadas. Aplaudió, rió, apretó con vehemencia la mano de Robbie.

– Son maravillosos -exclamó, incapaz de apartar la vista de las parejas que bailaban. Hombres y mujeres de todas las edades y tamaños giraban con los brazos enlazados, y aplaudían-. ¿No son absolutamente maravillosos?

El volumen aumentaba, el ritmo se aceleraba. La música hacía vibrar la piel, entraba por los poros, fluía por la sangre; aceleraba el ritmo del corazón.

– Tengo sed, vamos a buscar algo para beber -le susurró Robbie al oído.

Ella casi no le oía. Meneó la cabeza. Advirtió que respiraba agitadamente.

– No, no. Ve tú. Yo quiero mirar.

Robbie dudó.

– No quiero dejarte sola.

– Estaré bien.

Hannah apenas advirtió que la mano de Robbie apretó fuertemente la suya por un instante y la soltó después. No lo miró mientras se alejaba. Había muchas otras cosas que ver, oír y sentir.

Más tarde se preguntó si había pasado por alto algún indicio en la voz de Robbie, si el ruido, la agitación, la muchedumbre le habían resultado opresivos. Pero en ese momento no lo pensó, estaba cautivada.

El lugar de Robbie fue ocupado inmediatamente. Otro muslo tibio se apretó contra el suyo. Hannah miró de reojo. Era un hombre bajo y fornido, de patillas pelirrojas y un sombrero de fieltro marrón.

El hombre la miró, se acercó más y le señaló con el dedo la pista.

– ¿Bailamos?

Su aliento olía a tabaco. Los ojos celestes se detuvieron en ella.

– Oh, no -se disculpó Hannah con una sonrisa-. Gracias, pero estoy con una persona.

Miró hacia atrás buscando a Robbie entre la multitud. Le pareció verlo en el otro extremo de la calle, fumando junto a un tonel humeante.

– No tardará en volver.

El hombre ladeó la cabeza.

– Vamos, sólo una pieza. Para entrar en calor.

Hannah volvió a mirar hacia el lugar donde creía haber visto a Robbie. No había rastro de él. ¿Le había dicho adonde iba, cuánto tiempo tardaría?

– ¿Y bien? -insistió el hombre. Ella lo miró. La música invadía el lugar. Recordó una calle de París algunos años atrás, en su luna de miel. Se mordió el labio. ¿Qué daño podía hacer bailar un poco? ¿Qué sentido tenía desperdiciar las oportunidades que la vida le brindaba?

– De acuerdo -accedió Hannah. Tomó la mano del hombre y sonrió nerviosamente-. Pero no estoy segura de saber los pasos.

El hombre sonrió y la llevó al centro de la pista, donde se arremolinaban los bailarines.

Y Hannah se encontró bailando. Y aunque no recordaba saber los pasos, guiada por su compañero se defendió bastante bien. Giraron y se dejaron llevar por el frenesí de las otras parejas. Los violines sonaban, las botas taconeaban, las manos aplaudían. Ella y su pareja se tomaron del brazo, codo con codo, y comenzaron a girar. Hannah no pudo contener la risa. Nunca se había sentido tan libre. Miró el cielo nocturno, cerró los ojos, sintió el aire frío en los párpados y las mejillas tibias. Al abrirlos buscó a Robbie. Anhelaba bailar con él. Trató de encontrarlo en medio de esa multitud de caras. Se preguntó si siempre habían sido tantas. Pero giraba demasiado rápido. Eran una masa de ojos, bocas y sonidos.

– Yo… -Estaba sin aliento. Se pasó una mano por la nuca sudorosa-. Tengo que irme. Mi amigo volverá en cualquier momento -anunció Hannah. El hombre no pareció oírla. Ella le dio un golpecito en el hombro para que dejara de girar-. Ya he tenido bastante. Gracias -le gritó al oído.

Por un instante creyó que no iba a detenerse, que seguiría girando y jamás la dejaría ir. Luego sintió una desaceleración, un vahído, y se encontró nuevamente sentada en el banco de madera. Estaba ocupado por nuevos espectadores, pero entre ellos no vio a Robbie.

– ¿Dónde está su amigo? -preguntó el hombre, pasando su mano por un mechón de cabello rojo. Había perdido el sombrero mientras bailaba.

Hannah buscó a Robbie entre rostros extraños, parpadeando fuertemente para enfocar la vista.

– Regresará enseguida.

– No tiene sentido que se quede aquí sentada mientras lo espera, se resfriará.

– Gracias. Lo esperaré aquí.

El hombre aferró la muñeca de Hannah.

– Venga, sea mi pareja.

– No -objetó Hannah con firmeza-. Ya basta.

El hombre la soltó. Se encogió de hombros, se pasó la mano por las patillas y por la nuca. Se disponía a marcharse cuando de pronto algo surgió de la oscuridad y cayó sobre ellos. Era Robbie.

Con el codo golpeó el hombro de Hannah, que perdió el equilibrio.

Se oyó un grito. ¿Lo dio Robbie? ¿El hombre? ¿Ella?

Hannah cayó sobre un corro de espectadores.

La banda y los bailarines siguieron con lo suyo. Desde el suelo Hannah miró hacia arriba. Robbie atacó al hombre, le dio un puñetazo, otro, y otro. Ella sintió pánico, calor, miedo.

– ¡Robbie! -le gritó-. ¡Robbie, basta!

Con dificultad, Hannah se abrió paso entre una infinidad de personas.

La música había cesado. La gente se había congregado en torno a los hombres que peleaban. Ella logró meterse entre ambos y aferrar la camisa de Robbie.

Él la apartó. La miró un instante con los ojos inertes, sin verla.

En ese momento el puño del contrincante dio en la cara de Robbie. El hombre cayó sobre él. Brotó la sangre.

– ¡No! -gritó Hannah-. Suéltelo, por favor, suéltelo. ¡Que alguien me ayude! -pidió llorando.

Nunca supo exactamente cómo terminó la pelea. No supo el nombre del hombre que acudió en su ayuda. Pero recordaba que apartó al tipo de las patillas, arrastró a Robbie hacia la pared, trajo vasos de agua y luego de whisky. Por fin le dijo que se llevara a su amigo y lo obligara a quedarse en cama.

Quienquiera que fuera, los hechos de esa noche no lo sorprendieron. Riendo, les dijo que no había un sábado por la noche -o un viernes, o un jueves, lo mismo daba- en que dos tipos no se pelearan. Y después se encogió de hombros, agregando que Red Wycliffe no era un mal tipo, pero había estado en la guerra, y desde entonces no había vuelto a ser el mismo, eso era todo.

Robbie se apoyó en Hannah para caminar y se alejaron de allí.

Nadie los miró mientras avanzaban por la calle, dejando atrás el baile, la diversión, el ruido.

Más tarde, de regreso en el apartamento de Robbie, él se sentó en un taburete de madera y ella, arrodillada frente a él, le limpió la cara. Casi no habían hablado desde que abandonaron la verbena. Ella había preferido no hacer preguntas. ¿Qué sentimiento se había apoderado de él? ¿Por qué había atacado a ese hombre? ¿Dónde había estado? Suponía que Robbie se hacía las mismas preguntas, y estaba en lo cierto.

– ¿Qué hubiera sucedido? -preguntó él por fin-. ¿Qué hubiera sucedido?

– Shhh -le calló ella, presionando su mejilla con el paño húmedo-. Ya pasó.

Robbie meneó la cabeza. Cerró los ojos. Pero sus pensamientos no se detuvieron. Su voz era apenas audible cuando dijo:

– Lo habría matado. Dios mío, lo habría matado.


No volvieron a salir después de aquel episodio. Hannah se culpaba, se reprochaba no haber oído sus argumentos, haber insistido en que fueran a ese lugar. Las luces, el ruido, la multitud. Había leído acerca del trauma de guerra, debería haberlo previsto. Decidió que en el futuro cuidaría mejor a Robbie, tendría presente las experiencias que había vivido, lo trataría con amabilidad y nunca le recordaría aquel día. Ya había pasado y no volvería a suceder. Ella se aseguraría que así fuera.

Aproximadamente una semana después, estaban juntos en la cama, jugando, imaginando que vivían en un pueblo minúsculo y solitario en la cumbre del Himalaya, cuando Robbie se incorporó y dijo:

– Estoy cansado de este juego.

Hannah se reclinó sobre un costado.

– ¿Qué te gustaría hacer?

– Quiero que sea realidad.

– También yo. Supongamos que…

– No -la interrumpió Robbie-. ¿Por qué no podemos hacerlo realidad?

– Querido -señaló suavemente Hannah, acariciando la cicatriz de su mejilla derecha-, no sé si lo has olvidado, pero ya estoy casada. -Trataba de ser frívola, de hacerlo reír, pero no lo consiguió.

– Las personas se divorcian.

Ella se preguntó a qué clase de personas se refería.

– Sí, pero…

– Podemos irnos a otro lugar, lejos de aquí, lejos de todas las personas que conocemos. ¿No es lo que quieres?

– Sabes que sí.

– Con la nueva ley, sólo es necesario probar que se ha cometido adulterio.

– Pero Teddy no es un adúltero.

– No, claro -ironizó Robbie-. En todo el tiempo que…

– Él no es así.

– Pero cuando dijiste que tú y él… supuse que…

– Es algo en lo que no piensa, nunca le ha interesado demasiado -explicó Hannah pasando un dedo por los labios de Robbie-. Ni siquiera cuando estábamos recién casados. Cuando te conocí me di cuenta de que… -Hannah hizo una pausa y lo besó-. Entonces comprendí.

– Es un estúpido -exclamó Robbie mirándola intensamente, acariciando suavemente su brazo desde el hombro hasta la muñeca-. Debes dejarlo.

– ¿Qué?

– No vayas a Riverton -pidió Robbie, que se había sentado y aferraba las muñecas de Hannah. Estaba más guapo que nunca-. Huye conmigo.

– No hablas en serio -repuso Hannah desconcertada-. Estás bromeando.

– Nunca he hablado más seriamente.

– ¿Hablas de desaparecer, sencillamente?

– Sencillamente desaparecer.

Durante un momento ella se quedó pensativa, en silencio. Por fin dijo:

– No puedo. Lo sabes.

Él la soltó bruscamente, se levantó de la cama y encendió un cigarrillo.

– Hay muchos motivos. Emmeline…

– Al diablo con Emmeline.

– Ella me necesita.

– Yo te necesito.

Ella sabía que era cierto. Que la necesitaba terriblemente.

– Ella estará bien -aseguró Robbie-, es más fuerte de lo que crees.

Hannah suspiró.

– No es tan simple. Soy responsable de ella.

– ¿Quién ha dicho eso?

– David, mi padre. Es algo tácito.

Robbie se había sentado frente a la mesa. Fumaba. A Hannah le pareció que había adelgazado. Se preguntó por qué no lo había notado antes.

– Teddy y su familia me encontrarían. Y me lo harían pagar de por vida -alegó Hannah y se estremeció.

– Yo no lo permitiría.

– No los conoces.

– Podríamos ir a un lugar remoto, donde nunca se les ocurriera buscarnos. El mundo es muy grande.

Robbie parecía tan frágil allí sentado. Solo. Ella era todo lo que tenía. Hannah se puso de pie detrás de él y lo abrazó. Él apoyó la cabeza en su vientre.

– No puedo vivir sin ti -declaró Robbie-. Antes preferiría morir.

Sus palabras eran tan sinceras que hicieron temblar a Hannah, quien, al mismo tiempo, se sintió culpable por alegrarse.

– No digas eso. -Es verdad.

– Estás tratando de disgustarme.

– Necesito estar contigo -reconoció sencillamente Robbie-. Sin ti, moriré.

– Déjame pensarlo -le pidió Hannah. Sabía que cuando Robbie se empecinaba, lo mejor era no discutir con él.

Hannah dejó que él planificara la gran huida. Robbie dejó de escribir poesía. En su cuaderno sólo anotaba las posibilidades que iban surgiendo en su mente. Ella incluso lo ayudaba a veces. Se decía que era un juego, como los que solían jugar. Eso le hacía feliz, y además, a veces, a ella también le despertaba curiosidad imaginar los lugares donde podrían vivir, las cosas que podrían ver, las aventuras en las que podrían participar. Un juego que jugaban en su mundo secreto.

Ella no sabía, no podía saber, adonde conduciría todo aquello.

Si lo hubiera sabido -me confesó después- lo habría besado por última vez, habría dado media vuelta y se habría marchado, tan rápido y tan lejos como fuera posible.

22. El principio del fin

Como he dicho muchas veces: antes o después los secretos encuentran el modo de salir a la luz. Hannah y Robbie consiguieron guardar los suyos durante bastante tiempo, desde finales de 1922 hasta comienzos de 1924. Pero como todos los amores imposibles, el suyo estaba destinado a terminar.

Los sirvientes habían comenzado a murmurar. Caroline, la nueva criada, fue quien encendió la mecha. Era una fisgona que había servido en la casa de la infame lady Penthrop (de quien se rumoreaba que se había liado con la mitad de los caballeros más codiciados de Londres). Le habían permitido dejar su puesto con una brillante recomendación y una importante suma de dinero, obtenidas después de que sorprendiera a su ama en una situación muy comprometida. Pero, irónicamente, en casa de los Luxton nadie pidió sus referencias. Su reputación era conocida y fue su talento para espiar, más que la eficiencia con que hacía sus tareas, lo que motivó la elección de Deborah.

Para quien sabe mirar, siempre hay señales. Y Caroline sabía cómo hacerlo. Papeles con extrañas direcciones rescatados del fuego antes de que se consumieran, ardientes notas guardadas en un cuaderno, bolsas de compras que no contenían más que antiguas entradas de teatro. Y no era difícil alentar a los demás sirvientes a hablar. En una oportunidad invocó el fantasma del Divorcio y les recordó que si se producía un escándalo era probable que todos ellos perdieran su empleo. Así logró que estuvieran especialmente comunicativos.

Ella sabía que no debía hacerme preguntas, y finalmente tampoco necesitó hacerlo. Descubrió por sí misma el secreto de Hannah. Me siento culpable por ello, debí estar más atenta. Si mi mente no hubiera estado ocupada con otras cosas, habría descubierto lo que Caroline tramaba y habría alertado a Hannah. Pero me temo que por entonces yo no era una buena doncella, cumplía negligentemente mis responsabilidades para con Hannah. Estaba distraída, había sufrido una desilusión. Desde Riverton habían llegado noticias de Alfred.

Finalmente, una noche en que asistirían a la ópera, Deborah entró en el dormitorio de Hannah. Yo la había ayudado a ponerse una enagua de seda francesa, ligeramente rosada, y estaba rizando el cabello alrededor de su cara cuando oí que alguien golpeaba la puerta.

– Estoy casi lista, Teddy -gritó Hannah poniendo los ojos en blanco para que yo la viera en el espejo. Teddy era religiosamente puntual. Yo sujeté con una horquilla un bucle especialmente rebelde.

La puerta se abrió y Deborah irrumpió en la habitación, con un impresionante vestido de seda roja con mangas en forma de alas de mariposa. Se sentó en el borde de la cama y cruzó las piernas, haciendo revolotear la seda roja.

Hannah me miró. Este tipo de visitas no eran usuales.

– ¿Ansiosa por ver Tosca? -preguntó Hannah.

– Enormemente. Adoro Puccini -contestó Deborah. Luego tomó de su bolsito una polvera con espejo, se retocó los labios hasta que parecieron un perfecto ocho y verificó que no quedaran restos de maquillaje en las comisuras-. Es triste que los amantes tengan una separación tan trágica.

– Las óperas no suelen tener final feliz.

– No, y me temo que tampoco las historias de la vida real.

Hannah guardó silencio y permaneció a la expectativa.

– Como comprenderás -continuó Deborah, mirando su es pejito mientras se cepillaba las cejas-, me importa un bledo saber con quién compartes tu cama cuando el tonto de mi hermano no te vigila.

Hannah y yo nos miramos. La sorpresa me volvió torpe y dejé caer una horquilla al suelo.

– Lo que me preocupa son los negocios de mi padre.

– No comprendo cuál es la relación entre los negocios de tu padre y yo -respondió Hannah. Su voz intentaba parecer despreocupada, pero pude advertir que su respiración estaba agitada.

– No te hagas la tonta -advirtió Deborah, cerrando ruidosamente su polvera-. Sabes que eres parte de todo esto. La gente invierte en nuestras empresas porque representamos lo mejor de los dos mundos: nueva tecnología y enfoques empresarios sumados a la garantía que implica el linaje de tu familia. Progreso y tradición a la vez.

– ¿Tradición progresista? -exclamó Hannah-. ¡Qué curioso, siempre sospeché que Teddy y yo formábamos una pareja armoniosamente incompatible!

– Muy ocurrente. Tú y los tuyos os habéis beneficiado tanto como nosotros con la unión de nuestras familias, después de la desastrosa gestión de tu padre con su herencia.

– Mi padre hizo todo lo que pudo -afirmó Hannah con las mejillas encendidas.

Deborah levantó las cejas.

– ¿Y lo mejor que supo hacer fue llevar su empresa a la ruina?

– Papá perdió su empresa porque se incendió. Fue un accidente.

– Por supuesto -se apresuró a decir Deborah-. Un desafortunado accidente. No obstante, no tenía muchas alternativas, ¿verdad? No tenía más opción que vender a su hija al mejor postor, -Deborah rió. Se acercó a Hannah y me obligó a apartarme para quedarse de pie detrás de ella. Luego se inclinó sobre su hombro para hablarle-. No es un secreto que él no quería que te casases con Teddy. ¿Sabes que una noche vino a ver a mi padre? Sí, le dijo que sabía cuáles eran sus intenciones y que podía olvidarse, porque tú nunca aceptarías. -Deborah se irguió y esbozó una sonrisa sutilmente triunfal al ver que Hannah apartaba la vista de ella-. Pero lo hiciste. Porque eres una chica inteligente. Traicionaste a tu padre, pero sabías tan bien como él que no tenías otra opción. Hiciste lo correcto. ¿Dónde estarías ahora si no te hubieras casado con mi hermano? ¿Con tu poeta?

Yo estaba de espaldas al guardarropa. No podía salir de la habitación, pero habría deseado estar en cualquier otro lugar. Vi que las mejillas de Hannah habían perdido su rubor. Su cuerpo estaba rígido, como si se preparara para recibir un golpe que podía llegar desde cualquier dirección.

– ¿Y qué me dices de tu hermana, la pequeña Emmeline?

– Emmeline no tiene nada que ver con esto -replicó Hannah.

– Lamento discrepar. ¿Dónde estaría si no fuera por mi familia? Una huerfanita cuyo padre perdió la fortuna de la familia; cuya hermana tiene una relación amorosa con uno de sus novios; lo único que podría empeorar su situación es que esas asquerosas películas salieran a la luz.

Hannah se puso rígida.

– Sí -afirmó Deborah-, estoy al tanto de ese asunto. ¿Creías que entre mi hermano y yo caben los secretos? -preguntó sonriente, expandiendo las fosas nasales-. Sabe que no le conviene, somos una familia. Por no mencionar que sin mi consejo no es capaz de tomar la mitad de las decisiones que su posición requiere.

– ¿Qué pretendes, Deborah?

Deborah sonrió levemente.

– Tan sólo quiero que veas, que comprendas, cuánto podríamos perder todos nosotros si fuéramos víctimas de un escándalo. Por qué debes poner fin a esa relación.

– ¿Y si no lo hago?

Deborah suspiró, y tomó el bolso de Hannah, que estaba sobre la cama.

– Si no dejas de ver a ese hombre por tu propia voluntad, me aseguraré personalmente de que no vuelvas a verlo -sentenció. Luego cerró bruscamente el bolso y se lo entregó a Hannah-. Los hombres como él, los artistas, los traumatizados a causa de la guerra, desaparecen continuamente, pobrecitos. Nadie se detiene a pensar en los motivos, -Deborah se alisó el vestido y fue hacia la puerta-. Si no te libras de él, lo haré yo por ti.


Ese invierno, Hannah se encontró con Robbie por última vez en la sala egipcia del Museo Británico. Yo entregué el mensaje. Él se desconcertó al verme a mí en lugar de Hannah, no le agradó en absoluto. Estaba despeinado y no se había afeitado, su cara tenía una barba incipiente. A juzgar por el olor de su cuerpo no se había bañado. Tomó la carta desganadamente, recorrió con la vista el vestíbulo para asegurarse de que no hubiera otras personas, y se apoyó en el marco de la puerta para leerla, moviendo los labios suavemente, diciendo para sí las palabras de Hannah.

No había visto jamás un hombre en una actitud menos afectada. No supe dónde mirar. Me concentré en la pared que estaba junto a él. Cuando terminó de leer me observó con sus ojos oscuros y desesperados. Parpadeé, miré hacia otro lado y me fui tan pronto confirmó que iría a la cita.

Así lo hizo. Una lluviosa mañana de marzo de 1924, yo simulaba leer los nuevos artículos sobre Howard Carter mientras Hannah y Robbie estaban sentados en los extremos opuestos de un banco, frente a la momia de Tutankamón. A los ojos de cualquiera que pasara por allí, no eran más que dos extraños que compartían su afición por la egiptología.


Unos días después, a petición de Hannah, ayudé a Emmeline a hacer sus maletas. Se mudaría a casa de Fanny. Durante su estadía en la casa del número diecisiete, las pertenencias de Emmeline habían acabado diseminadas por varias habitaciones; sin duda no lograría ponerlas en orden ella sola. Por eso tuve que ayudarla a vaciar los estantes de sus accesorios de invierno. Hannah apareció para supervisar nuestra tarea.

– Deberías colaborar, Emmeline, en lugar de esperar que lo haga todo Grace.

La voz de Hannah sonaba tensa, como era habitual desde aquel día en el museo, pero Emmeline no lo advirtió. Estaba muy entretenida hojeando su diario íntimo. Había pasado toda la tarde sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, mirando antiguos dibujos, fotografías, entradas y fervientes garabatos juveniles.

– Escucha esto -dijo de pronto Emmeline-. Es de Harry. «Ven a casa de Desmond. De lo contrario seremos sólo tres chicos: Dessy, este servidor y Clarissa». ¿No es desternillante? Pobre Clarissa, no debería haberse cortado el cabello.

Hannah se sentó en un extremo de la cama.

– Voy a echarte de menos.

– Lo sé -asintió Emmeline, alisando una página arrugada de su diario-. Pero debes comprender que no puedo ir contigo a Riverton. Sencillamente, me moriría de aburrimiento.

– Lo sé.

– Eso no significa que me aburra contigo, querida. Sabes que no quiero decir eso -aclaró de inmediato Emmeline, al advertir que sus palabras podrían haber sonado ofensivas. Luego sonrió-. Es gracioso el rumbo que han tomado las cosas, ¿verdad?

Hannah abrió los ojos.

– Me refiero a que cuando éramos niñas siempre eras tú la que anhelaba irse de allí. Recuerdo que incluso hablabas de convertirte en oficinista. -Emmeline rió-. Olvidé preguntártelo, ¿alguna vez llegaste a pedirle autorización a papá?

Hannah meneó la cabeza.

– Me pregunto qué habría dicho. Pobre papá. Lo recuerdo todavía, espantosamente disgustado cuando te casaste con Teddy y me dejaste con él. No tengo muy claro por qué. -Emmeline suspiró-. Las cosas han cambiado, ¿no es cierto?

– Eres feliz en Londres, ¿verdad?

– ¿Tienes alguna duda? Estoy en la gloria.

– Eso es bueno. -Hannah se puso de pie. Se disponía a salir de la habitación pero dudó y volvió a sentarse-. Y sabes que si algo me sucediera…

– ¿Si los marcianos te llevaran a su planeta?

– No estoy bromeando.

– No es necesario que lo digas. Has estado amargada toda la semana.

– Siempre puedes contar con lady Clementine y Fanny, lo sabes.

– Sí, ya lo has dicho en otras ocasiones.

– Lo sé, es que dejarte sola en Londres…

– Tú no me estás dejando, he sido yo la que he decidido quedarme. Y no estaré sola. Viviré con Fanny. Todo irá bien -concluyó Emmeline, enfatizando su afirmación con un ademán.

– Lo sé -repuso Hannah. Luego me miró pero apartó rápidamente la vista-. Te dejo seguir con tus cosas.

Estaba junto a la puerta cuando Emmeline comentó:

– No he visto a Robbie últimamente.

Hannah se puso rígida, pero no se volvió a mirarla.

– ¿No? Es verdad ahora que lo dices, no ha estado por aquí desde hace unos días.

– Deborah me contó que se ha marchado.

– ¿Sí? ¿Adónde?

– No lo sé. Dice que tú deberías saberlo.

– ¿Cómo podría saberlo? -preguntó Hannah. Había cambiado de posición, estaba frente a Emmeline, pero evitaba mirarme.

– Eso es lo que yo le dije. ¿Por qué Robbie te lo diría a ti y no a mí? ¿Por qué tendría que marcharse, sin decir nada?

Hannah se encogió de hombros.

– Así es él, imprevisible, poco fiable, ¿no crees?

– Lo encontraré -declaró decididamente Emmeline-. Ya lo he logrado en otras ocasiones.

– Oh, no, Emmeline, no lo busques.

– Debo hacerlo.

– ¿Por qué?

Emmeline miró a su hermana con sus grandes ojos azules.

– Porque lo amo, por supuesto.

– Oh, no, Emme, no es cierto.

– Sí, estoy enamorada de él, desde siempre, desde el día en que llegó a Riverton y me vendó el brazo.

– Tenías once años.

– Por supuesto, y por entonces era sólo un enamoramiento infantil. Pero ahí comenzó. A todos los hombres que he conocido los he comparado con Robbie.

– ¿Qué me dices del director de cine? ¿O de Harry Bentley, o de la media docena de jóvenes de los que te has enamorado tan sólo durante este año? Has estado comprometida al menos con dos de ellos.

– Robbie es diferente.

– ¿Y qué siente él por ti? -preguntó Hannah, sin atreverse a mirar a Emmeline-. ¿Te ha dado motivos para creer que está enamorado de ti?

– Sin duda. Jamás ha perdido una oportunidad de salir conmigo. Sé que no se debe a que le agradan mis amigos. No es un secreto que para él son un puñado de chicos consentidos y ociosos -explicó Emmeline-. Estoy segura de que me ama y voy a encontrarlo -agregó luego con gran determinación.

– No lo hagas -declaró Hannah, con una firmeza que sorprendió a su hermana-. Él no es para ti.

– ¿Cómo lo sabes? Apenas lo conoces.

– Sé cómo son esa clase de hombres. Es culpa de la guerra. Muchos jóvenes absolutamente normales volvieron cambiados, destruidos.

Recordé a Alfred, aquella noche, en la escalera de Riverton, cuando sus fantasmas lo acosaban, pero me obligué a alejar de mi mente ese recuerdo.

– No me importa -insistió obstinadamente Emmeline-. A mí me parece romántico. Me gustaría cuidar de él. Curarlo.

– Los hombres como Robbie son peligrosos. No es posible curarlos. Son lo que son -afirmó Hannah y suspiró con un dejo de frustración-. Tienes muchos otros candidatos. Tu corazón puede descubrir que ama a alguno de ellos.

Emmeline meneó la cabeza tercamente.

– Sé que puedes. ¿Me prometes que lo intentarás?

– No quiero.

– Debes hacerlo.

Emmeline dejó de mirar a su hermana. En sus ojos percibí una expresión distinta, más dura, más firme.

– No es asunto tuyo, Hannah -replicó francamente-. Tengo veinte años, no necesito tu ayuda para tomar decisiones. A esa edad tú ya estabas casada y Dios sabe que no consultaste a nadie antes de tomar esa decisión.

– Eso es totalmente diferente…

– No necesito una hermana mayor que vigile todo lo que hago. Ya no. -Emmeline suspiró y volvió a mirar a Hannah-. Hagamos un trato. Desde ahora cada una de nosotras elegirá libremente la clase de vida que desea. ¿De acuerdo?

Era evidente que Hannah no tenía muchas opciones. Asintió en señal de conformidad y salió de la habitación. La puerta se cerró detrás de ella.


En vísperas de nuestra partida a Riverton empaqué los últimos vestidos de Hannah. Mientras la luz del día se apagaba, ella, sentada junto a la ventana, miraba hacia el parque. Cuando el alumbrado de la calle se encendió se giró hacia mí y me preguntó:

– ¿Has estado enamorada alguna vez, Grace?

Su pregunta me desconcertó; especialmente por el momento que había elegido para formularla.

– Yo… no lo sé, señora.

Puse su abrigo de zorro en el fondo del baúl que solía utilizar cuando viajaba en barco.

– Oh, si hubieras estado enamorada, no lo dudarías.

Evité mirarla y traté de parecer indiferente. Pensé que de ese modo cambiaría de tema.

– En ese caso, señora, debo decir que no.

– Tal vez hayas sido afortunada. El verdadero amor es como una enfermedad -declaró, volviendo a mirar hacia la ventana.

– ¿Una enfermedad, señora? -pregunté. Yo me había sentido indudablemente enferma alguna vez.

– Antes no lo comprendía. Cuando leía relatos o poemas, cuando veía obras de teatro, no entendía por qué motivo personas inteligentes, razonables, de pronto hacían cosas extravagantes, irracionales.

– ¿Y ahora, señora?

– Sí, ahora lo comprendo -contestó suavemente-. Es una enfermedad que te ataca cuando menos lo esperas. No tiene remedio y a veces, en los casos más graves, es fatal.

A punto de perder el equilibrio, cerré los ojos por un instante.

– ¿De verdad cree que puede ser fatal, señora?

– No, tal vez esté exagerando, Grace -concedió, y me sonrió-. ¿Lo ves? Yo soy un buen ejemplo. Estoy comportándome como la protagonista de un folletín. -Hannah permaneció un rato en silencio, pero aparentemente siguió pensando en el tema, porque de pronto inclinó la cabeza inquisitivamente y dijo-: ¿Sabes, Grace? Siempre pensé que tú y Alfred…

– Oh, no, señora -refuté con suma presteza-. Alfred y yo sólo éramos amigos -aseguré, mientras sentía que miles de agujas se clavaban en mi piel.

– ¿De verdad? Me pregunto qué es lo que me hace suponer lo contrario.

– No podría decirlo, señora.

Ella me miró mientras trajinaba con sus vestidos y sonrió.

– Te he molestado.

– No, de ningún modo, señora. Es sólo que… justamente estaba pensando en una carta que llegó hace unos días, de Riverton. Es una coincidencia que precisamente ahora me haya preguntado por Alfred.

– Oh…

– Sí, señora -proseguí, aceleradamente-. ¿Recuerda a la señorita Starling, la secretaria de su padre?

Hannah frunció el ceño.

– ¿Aquella mujer delgada, de cabello deslucido, que solía rondar por la casa con una máquina de escribir?

– Sí, señora, la misma. Ella y Alfred se casaron el mes pasado. Viven en Ipswich. Alfred se dedica ahora a la mecánica -comenté, como si el tema me resultara indiferente. Luego cerré el baúl, y sin mirar a Hannah, hice una reverencia-. Con su permiso, señora, creo que el señor Boyle me necesita.

Salí de la habitación y cerré la puerta. Estaba a solas. Me llevé la mano a la boca. Apreté los ojos. Sentí que mis hombros se estremecían, tenía un nudo en la garganta. No podía sostener el peso de mi cuerpo. Me apoyé en la pared, deseando desaparecer en el aire, entre los muros, bajo el suelo, para que mis sentimientos no me agobiaran.

Me quedé allí, inmóvil. Con el leve temor de que Deborah o Teddy me encontraran al irse a dormir y llamaran al señor Boyle para que se ocupara de mi despido. Había perdido la noción de la vergüenza y del deber. ¿Qué importaba todo eso? Ya nada me importaba.

Entonces oí un ruido de cubiertos y platos rotos que venía del piso de abajo.

Inspiré. Abrí los ojos. Ella me necesitaba más que nunca. La realidad me avasalló, me devolvió la vitalidad.

Por supuesto, todo aquello tenía la misma importancia de siempre. Y Hannah me necesitaba más que nunca. Volvía a Riverton, había perdido a Robbie.

Suspiré aliviada. Enderecé los hombros y tragué saliva. Debía controlarme. Si me permitía ser débil, si me compadecía de mí misma, no podría concentrarme en mis obligaciones, no sería capaz de ayudarla.

Me alejé de la pared. Me alisé la falda, enderecé los puños y me sequé los ojos.

Yo era una doncella. No una simple criada. Hannah confiaba en mí. No podía ser indulgente conmigo misma y perder la compostura.

Volví a inspirar profunda y deliberadamente. Me insuflé ánimos y empecé a dar pasos largos, decididos.

Cuando subía las escaleras para ir a mi habitación, me obligué a cerrar la terrible puerta que mi imaginación había abierto, a través de la cual había vislumbrado el esposo, el hogar, los hijos que podría haber tenido.

23. De regreso a Riverton

Ursula ha cumplido su promesa. Conduce su coche por el camino serpenteante que lleva hacia el pueblo de Saffron Green. En cualquier momento nos toparemos con una curva, y a continuación veremos los carteles que dan la bienvenida a Riverton. Miro a Ursula, ella me sonríe y vuelve a prestar atención al camino. Ha dejado de lado las dudas acerca de lo atinado de nuestra excursión. Aunque con cierto recelo, Sylvia accedió a no decírselo a la supervisora y entretener a Ruth si fuera necesario. Sospecho que todos quieren regalarme una última oportunidad. Es demasiado tarde para pensar en preservarme para el futuro.

Las grandes puertas de hierro están abiertas. Ursula avanza por el sendero en dirección a la casa. El túnel de árboles está tan oscuro, quieto y silencioso como siempre, atento a lo que sucede. Doblamos la última curva y la casa aparece frente a nosotras. La miro, como tantas veces antes: como aquel primer día en Riverton, a los catorce años, cuando estaba tan verde como las manos de un jardinero; como el día del recital, cuando llegué casi corriendo desde la casa de mi madre, llena de ansiedad; como la noche en que Alfred me propuso matrimonio; o la mañana de 1924, cuando dejamos Londres para volver a Riverton. De alguna manera, hoy regreso a mi hogar.

Ahora hay un espacio para que los visitantes aparquen sus automóviles, con suelo de cemento. Está al final del sendero, antes de la fuente de Eros y Psique. Ursula abre la ventanilla cuando nos acercamos a la taquilla donde venden las entradas. Susurra algo al guardián, que nos permite entrar. A causa de mi fragilidad le han dado una autorización especial para que pueda bajar del coche frente a la puerta. Gira en torno a la rotonda -el camino ya no es de grava, está pavimentado- y se detiene en la entrada. Junto al portón hay un banco de hierro. Ursula me lleva hasta allí, me ayuda a sentarme, y vuelve al coche.

Estoy sentada, recordando al señor Hamilton, preguntándome cuántas veces habrá abierto esa puerta antes de sufrir el ataque al corazón en la primavera de 1934…, cuando de pronto sucede.

– Me alegra verte nuevamente por aquí, joven Grace.

Entorno los ojos, mirando hacia el cielo, algo nublado (¿serán mis ojos los que se han nublado?) y allí está, de pie, en el escalón superior.

– Señor Hamilton -llamo. Sé que es una alucinación, pero de todos modos me parece una grosería ignorar a un antiguo compañero de trabajo, sin importar que haya muerto hace sesenta años.

– La señora Townsend y yo nos preguntábamos cuándo volveríamos a verte.

La señora Townsend murió poco después que él, a causa de un súbito ataque cerebral, mientras dormía.

– ¿Me han tenido presente?

– Oh, sí. Nos gusta que los jóvenes regresen. Nos sentimos un poco solos. No hay familia a la que servir, sólo muchos ruidos, martillazos y huellas de zapatos polvorientos. -El señor Hamilton menea la cabeza y mira hacia arriba, en dirección al arco de la puerta principal-. Sí, la antigua casa está muy cambiada. Ya verás lo que han hecho con mi despacho -anuncia sonriendo-. Cuéntame cosas de ti, Grace -me pide amablemente.

– Estoy cansada, señor Hamilton. Muy cansada.

– Ya lo sé, muchacha. No será por mucho tiempo.

¿Qué sucede? Ursula está a mi lado. Guarda el tique del aparcamiento en su bolso.

– ¿Está cansada? -me pregunta con cierta preocupación-. Trataré de conseguir una silla de ruedas. Una de las reformas ha sido la de instalar ascensores.

Le digo que seguramente será lo mejor, y echo un vistazo al señor Hamilton. Ya no está.

En el vestíbulo, una vivaracha mujer vestida como la esposa de un terrateniente de la década de 1940 nos da la bienvenida y nos explica que nuestra entrada incluye la visita guiada que está a punto de comenzar. Sin darnos tiempo a rehusar, nos incluye en un grupo formado por siete integrantes distraídos: una pareja de excursionistas que vienen desde Londres, un escolar que investiga la historia del lugar, y una familia de turistas estadounidenses. Los padres y el hijo usan el mismo calzado deportivo e idénticas camisetas, con la inscripción «¡Yo escapé de la torre!». La hija adolescente, alta, pálida y seria, va totalmente vestida de negro. Nuestra guía se presenta -dice llamarse Beryl y nos muestra su placa de identificación para confirmarlo-, ha vivido siempre en el pueblo de Saffron Green y podemos preguntarle lo que nos interese saber.

El recorrido comienza por el sótano. El lugar más importante de todas las casas de campo inglesas, declara Beryl, con una ensayada sonrisa y un guiño. Ursula y yo cogemos un ascensor instalado en el lugar donde estaba el armario de los abrigos. Cuando llegamos abajo encontramos al grupo en torno a la mesa de cocina de la señora Townsend, riendo mientras Beryl les lee una lista de los platos tradicionales ingleses del siglo XIX.

La sala de los sirvientes no ha sido objeto de grandes remodelaciones. Sin embargo, la veo infinitamente distinta. Ha perdido su familiar atmósfera sofocante. Advierto que se debe a la iluminación. La electricidad ha destruido la luz titilante, los rincones recogidos. Durante largo tiempo Riverton no tuvo luz eléctrica. Si bien Teddy había instalado la electricidad a mediados de los años veinte, la iluminación no tenía comparación con ésta. Añoro la penumbra, aunque supongo que no es posible conservar aquella iluminación, ni siquiera a efectos de una reconstrucción histórica. Ahora hay leyes que reglamentan ese tipo de cosas, en defensa de la salud y la seguridad, de la responsabilidad pública. Nadie quiere enfrentarse a una demanda porque un visitante tropiece por accidente en una escalera a media luz.

– Síganme -gorjea Beryl-. Saldremos a la terraza por la puerta de servicio, pero no teman, ¡no les pediré que se pongan el uniforme!

Estamos en el jardín desde donde se ve la rosaleda de lady Ashbury. Asombrosamente, está muy similar a la que guardo en la memoria, aunque se han construido rampas entre las hileras de arbustos. Beryl nos explica que ahora un equipo de jardineros se ocupa constantemente del mantenimiento del jardín. Hay muchas cosas que atender: los parterres, el césped, las fuentes, los diversos edificios de la finca. La casa de verano.

El pabellón de verano fue una de las primeras modificaciones que introdujo Teddy cuando Riverton cayó en sus manos, en 1923. Según él, era una pena que un lago tan hermoso, lo mejor de la finca, no se aprovechara. Imaginaba fiestas acuáticas y por las noches, reuniones en las que observar los astros. De inmediato encargó los planos y cuando llegamos desde Londres, en abril de 1924, la construcción estaba casi acabada, los únicos contratiempos habían sido el retraso en el envío de mármol italiano y las lluvias veraniegas.

Llegamos una mañana lluviosa. Una lluvia, incesante y torrencial, había comenzado a caer al pasar por los últimos pueblos de Sussex y no cedía. Los pantanos estaban a rebosar; los bosques, anegados; y para cuando los automóviles consiguieron llegar al final del enfangado camino que conducía a Riverton, la casa no estaba. No a primera vista. Una densa niebla la envolvía haciendo que fuera delineándose gradualmente, como una visión fantasmal. Cuando estuvimos suficientemente cerca, pasé la palma de la mano por la empañada ventanilla y a través de la bruma traté de distinguir los cristales de la ventana del cuarto de los niños. Tuve la angustiosa sensación de que, en algún lugar de esa casa grande y oscura, la Grace que había sido cinco años antes estaba ocupada poniendo la mesa, vistiendo a Hannah y a Emmeline, recibiendo las últimas instrucciones de Myra. Que estaba aquí y allá, antes y ahora, simultáneamente, a merced de los caprichos del tiempo.

El primer automóvil se detuvo. El señor Hamilton surgió de la puerta principal con un paraguas negro, para ayudar a bajar a Hannah y Deborah. El segundo coche continuó hasta la parte trasera de la casa. Me puse el impermeable encima del sombrero, despedí al conductor, y fui corriendo hasta la puerta de servicio.

Tal vez fuera a causa de la lluvia, quizá si hubiera sido un día claro -si el cielo hubiera estado azul, los gorriones se hubieran posado en los aleros y la luz del sol hubiera sonreído a través de las ventanas- el deterioro de la casa no habría sido tan impactante. A pesar de que el señor Hamilton y su equipo se habían esforzado -según dijo Myra habían estado limpiando sin parar-, el edificio estaba en condiciones lamentables. Su aspecto instaba a reparar sin dilación el abandono al que la había condenado el señor Frederick.

Hannah fue la más afectada. Me pareció natural. El estado deprimente de la casa le recordó la soledad de su padre y revivió la antigua culpa de no haber logrado restablecer los lazos que los unían.

– Cuando pienso que él vivió en estas condiciones… -me confesó esa misma noche, antes de dormir- y que mientras viví en Londres no lo supe… Emmeline bromea a menudo sobre ello, pero nunca imaginé que mi padre fuera tan infeliz. -Hannah hizo una pausa-. Esto demuestra lo que ocurre cuando una persona no puede expresar su verdadera naturaleza -concluyó.

– Sí, señora -repuse, sin entender que ya no estábamos hablando de nuestro padre.

Si bien la magnitud del deterioro de Riverton le sorprendía, Teddy no estaba abrumado. Había planeado una renovación total.

– Será muy útil modernizar este antiguo lugar con los adelantos del siglo XX -declaró sonriendo benevolentemente a su esposa una semana después de que llegaran.

Había dejado de llover y él estaba de pie en una esquina del dormitorio de Hannah, inspeccionando la soleada habitación. Ella y yo, sentadas en la chaise longue, colocábamos sus vestidos.

– Como prefieras -fue la poco comprometida respuesta de Hannah.

Teddy la miró desconcertado. No comprendía que la restauración del hogar de sus antepasados le resultara indiferente. Todas las mujeres esperaban la oportunidad de poner el toque femenino en su hogar.

– No repararé en gastos -afirmó Teddy.

Hannah lo miró y le sonrió pacientemente, como si se tratara de un pertinaz tendero.

– Lo que tú creas más conveniente.

Sin duda, a Teddy le habría agradado que ella compartiera el entusiasmo de Deborah, se reuniera con los diseñadores, discutiera con ellos las bondades de una u otra tapicería, que se deleitara con la idea de tener en su casa la réplica de un salón del palacio real. Pero no discutió. Para entonces ya se había acostumbrado a no entender a su esposa. Se limitó a menear la cabeza, acariciar la de ella y olvidar el tema.

Si bien Hannah no estaba interesada en las reformas, su estado de ánimo mejoró notablemente a su regreso a Riverton. Yo había supuesto que dejar Londres, y a Robbie, la destruiría y estaba preparada para lo peor. Pero me equivoqué. Por el contrario, estaba más animada que de costumbre. Mientras las obras avanzaban, pasaba mucho tiempo al aire libre. Solía pasear por la finca, llegar hasta los terrenos más lejanos y regresar para el almuerzo con briznas pegadas en la falda y las mejillas radiantes.

Pensé que se había resignado a perder a Robbie. Que si bien era su amor verdadero, había decidido vivir sin él. Un poco ingenuo, lo reconozco. Mi único ejemplo era mi propia experiencia y yo había renunciado a Alfred, había regresado a Riverton y me había acostumbrado a su ausencia. Suponía que Hannah había hecho lo mismo. Que también había optado por el deber.

Un día tuve que ir a buscarla. Teddy había sido elegido como candidato por Saffron, y Deborah había organizado un almuerzo con lord Gifford que comenzaría en media hora. Hannah aún no había regresado de su caminata. Por fin la encontré en la rosaleda. Estaba sentada en un banco de piedra bajo la pérgola, el mismo donde Alfred se había sentado aquella noche, unos años antes.

– Gracias a Dios que la he encontrado, señora -exclamé casi sin aliento mientras me acercaba-. Lord Gifford llegará en cualquier momento y aún no se ha vestido.

Hannah me miró por encima del hombro y sonrió.

– Podría jurar que llevo puesto mi vestido verde.

– Ya sabe a qué me refiero, señora. Todavía no se ha vestido para el almuerzo.

– Lo sé -admitió abriendo los brazos y haciendo girar las muñecas-. Es un hermoso día, sería una lástima comer dentro. Tal vez pueda convencer a Teddy para que almorcemos en la terraza.

– No lo sé, señora. No sé si al señor Luxton le agradará la idea. Ya sabe cómo reacciona cuando hay insectos.

Ella rió.

– Tienes razón, por supuesto. Bueno, era sólo una idea.

Hannah se puso de pie, apretando la carpeta y la pluma contra su pecho. De la parte de arriba sobresalía un sobre sin sello.

– ¿Quiere que el señor Hamilton lleve la carta al correo, señora?

– No, Grace -contestó sonriendo-. Te lo agradezco, pero iré yo misma al pueblo esta tarde y la enviaré.

Es fácil comprender por qué me parecía tan feliz. Lo estaba, y no porque hubiera renunciado a Robbie. Me había equivocado. Ni tampoco porque hubiera descubierto un nuevo interés por Teddy o por haber vuelto al hogar familiar. No, era feliz por otro motivo. Hannah tenía un secreto.


Beryl nos lleva a recorrer el Camino Largo. Es un trayecto irregular para recorrerlo en silla de ruedas, pero Ursula es cuidadosa. Cuando llegamos a la segunda verja vemos un cartel. Beryl explica que la parte trasera del jardín orientado al sur está cerrada por reformas. Están trabajando en el pabellón de verano, por lo que hoy no podemos verlo de cerca. No podemos ir más allá de la fuente de Ícaro. Ella abre la cancela y comenzamos a pasar.


El banquete fue idea de Deborah. Era conveniente recordar a la gente que el hecho de que los Luxton ya no vivieran en Londres no significaba que hubieran desaparecido de la escena social. Teddy lo consideró una magnífica propuesta. Las reformas más importantes ya estaban casi terminadas y era una excelente oportunidad de mostrarlas. Hannah estuvo increíblemente complaciente. Más aún, colaboró en la organización de la fiesta. Teddy, tan sorprendido como satisfecho, sabía que lo mejor era no hacer preguntas. Deborah, en cambio, poco habituada a compartir las planificaciones, no estaba tan gratamente sorprendida.

– Seguramente no desearás supervisar todos los detalles -señaló una mañana, mientras tomaban el té.

Hannah sonrió.

– Todo lo contrario, tengo muchas ideas. Podríamos poner faroles chinos, ¿qué opinas?

A instancias de Hannah, la fiesta no fue una reunión íntima para un grupo selecto sino algo espectacular. Ella redactó la lista de invitados y sugirió que montaran una pista de baile para la ocasión. Le dijo a Teddy que la fiesta de celebración del verano había sido, en su día, una institución en Riverton, y podrían revivirla.

Teddy estaba fascinado. Siempre había soñado con ver a su esposa y su hermana trabajando juntas. Le concedió a Hannah absoluta libertad y ella la aprovechó. Tenía sus motivos. Ahora lo sé. Es mucho más sencillo pasar desapercibida en medio de una multitud que en una reunión íntima.


Ursula empuja lentamente la silla de ruedas alrededor de la fuente de Ícaro. La han limpiado. Los azulejos turquesa brillan y el mármol reluce como nunca, pero Ícaro y sus tres ninfas siguen inmóviles en su escena de rescate. Cuando parpadeo, las dos figuras fantasmales vestidas con delantales blancos sentadas en el borde de la fuente desaparecen.

– «¡Soy el rey del mundo!» -El chico norteamericano ha trepado hasta la cabeza de la ninfa que toca el arpa y está de pie sobre ella con los brazos extendidos.

Beryl borra de su cara el gesto de desaprobación y sonríe complaciente.

– Baja de allí, la fuente no fue diseñada para escalar sino para ser contemplada -le espeta, señalando el sendero que conduce al lago-. Daremos un paseo por aquí. No puedes atravesar las vallas, pero podrás ver el famoso lago.

El joven salta desde el borde de la fuente y aterriza junto a mis pies haciendo un ruido sordo. Inseguro, me dirige una mirada desdeñosa y luego sigue su camino, escoltado por sus padres y su hermana. El sendero es demasiado angosto para la silla de ruedas, pero necesito ver. Es el mismo que recorrí aquella noche. Le pido a Ursula que me ayude a caminar, ella duda.

– ¿Está segura?

Asiento.

Me lleva en la silla hasta el comienzo del sendero. Luego me apoyo en ella para levantarme. Ursula espera hasta que me equilibro y comenzamos a avanzar lentamente. Siento pequeños guijarros bajo mis pies, la hierba alta me roza la falda, los dientes de león se dispersan en el cálido aire.

Hacemos una pausa mientras la familia americana regresa a la fuente lamentando a viva voz que la restauración les impida el paso.

– En Europa todo está rodeado de andamios -protesta la madre.

– Deberían reembolsarnos el dinero de la entrada -declara el padre.

– Sólo hago esta excursión para ver dónde murió -explica la chica de las gruesas botas negras.

Ursula me dirige una sonrisa irónica y seguimos adelante. A medida que avanzamos el ruido de los martillos se vuelve más intenso. Por fin, después de muchas pausas, llegamos a la valla que marca el final del sendero. Está en el mismo lugar que aquella otra, muchos años atrás.

Me apoyo en la valla y miro hacia el lago. Allí está, a lo lejos veo sus suaves olas. El pabellón de verano está oculto, pero los ruidos de la construcción se oyen con claridad. Como en 1924, cuando los albañiles se apresuraban a tenerlo listo para la fiesta. Un esfuerzo inútil, porque debido a un conflicto portuario el mármol estaba retenido en Calais. Para gran desilusión de Teddy, no llegó a tiempo. Él tenía la esperanza de instalar su nuevo telescopio para que los invitados fueran hasta el lago y observaran el cielo. Hannah lo reconfortó.

– No importa, es mejor esperar a que esté terminado. Entonces podrás hacer otra fiesta. Una especialmente dedicada a contemplar los astros.

En ningún momento empleó el plural, no dijo «podremos» sino «podrás». Había dejado de considerarse parte del futuro de Teddy.

– Tal vez -repuso Teddy, con la entonación de un chico caprichoso.

– Será lo mejor -opinó Hannah-. De hecho, no estaría de más poner vallas a ambos lados del sendero que va hacia el lago. Para que la gente no se acerque demasiado. Podría ser peligroso.

– ¿Peligroso?

– Ya conoces a los albañiles. Es probable que hayan dejado algunas cosas sin rematar. Es mejor esperar hasta que todo esté en orden.

Sin duda el amor puede volver artera a una persona. Hannah convenció a Teddy con bastante facilidad. Utilizó el fantasma de las demandas judiciales y la publicidad malintencionada. Teddy le pidió al señor Boyle que encargara carteles y vallas para mantener a los invitados lejos del lago. Haría otro festejo en agosto, para su cumpleaños. Un almuerzo en la casa de verano, con botes, juegos y tiendas de lona rayada. Como en las pinturas de ese francés, dijo, ¿cómo se llamaba?

Por supuesto, nunca tuvo su fiesta. En agosto de 1924 una fiesta así era algo inconcebible. Salvo para Emmeline, pero la suya era una exuberancia social aparte, una reacción al horror y la sangre, no una forma de indiferencia.

La sangre, mucha sangre. ¿Quién habría imaginado que sería tanta? Desde aquí puedo ver el lugar, a la orilla del lago, donde ellos estaban. Donde él estaba justo antes de…

La cabeza me da vueltas, las piernas no me sostienen. Los brazos de Ursula aferran los míos, y me sostienen en pie.

– ¿Se siente bien? -pregunta. Hay preocupación en sus ojos-. Está muy pálida.

La cabeza me da vueltas. Tengo calor. Estoy mareada.

– ¿Quiere que vayamos adentro un rato?

Asiento.

Ursula me guía de regreso por el sendero, me sienta en la silla de ruedas y le explica a Beryl que me llevará a la casa.

Es el calor, indica Beryl. Lo sabe porque a su madre le ocurre lo mismo. Es un calor exagerado para la estación. Luego se inclina hacia mí. Me sonríe y sus ojos desaparecen.

– Es eso, ¿verdad, querida? El calor.

Asiento. No tiene sentido discutir. No tengo modo de explicarle que no me agobia el calor sino el peso de una antigua culpa.

Ursula me lleva al salón principal. No podemos recorrerlo. Han colocado un cordón rojo que atraviesa la habitación, a un par de metros de la puerta de entrada. Supongo que con la intención de evitar que la gente pasee libremente dejando las huellas de los dedos en el sofá. Ursula vuelve a colocarme contra la pared y se sienta junto a mí en un banco instalado para los visitantes.

Los turistas se detienen, señalan la mesa dispuesta con tanta sofisticación, lanzan exclamaciones de admiración al ver la piel de tigre en el respaldo del sofá. Me pregunto si alguno de ellos percibe que esa habitación está llena de fantasmas.


Fue en este mismo salón donde la policía realizó los interrogatorios. Pobre Teddy, estaba tan desconcertado…

– Era un poeta -explicó al policía, aferrando la manta que le cubría los hombros, por encima del traje de etiqueta que aún llevaba puesto-. Él y mi esposa se conocieron cuando eran muy jóvenes. Era una buena persona: un artista, pero inofensivo. Formaba parte del grupo de amistades de mi cuñada.

Esa noche la policía nos interrogó a todos. Salvo a Hannah y a Emmeline. Teddy se aseguró de que así fuera. Convenció a los agentes de que bastante desgracia habían presenciado como para encima tener que revivir todo aquello. Supongo que accedieron porque Teddy era un hombre influyente.

Por lo que a ellos concernía no había problema. Ya era muy tarde, y estaban ansiosos por volver cuanto antes junto a sus esposas y acostarse. Habían oído todo lo necesario. La historia no era tan extraordinaria. Como la propia Deborah decía, no sólo en Londres, sino en todo el mundo, había jóvenes incapaces de adaptarse a la vida cotidiana después de lo que habían vivido en la guerra. Y el hecho de que fuera un poeta lo hacía más previsible. Los artistas eran propensos a mostrar conductas temperamentales, irracionales.


El grupo se ha reunido con nosotros. Beryl nos ofrece ir a la biblioteca.

– Es una de las pocas habitaciones que no destruyó el incendio de 1938 -señala taconeando ostentosamente por la sala-, una bendición, se lo aseguro. La familia Hartford tenía una valiosa colección de libros antiguos. Más de nueve mil volúmenes.

Puedo dar fe de que es así.

Nuestro variopinto grupo sigue a Beryl y se dispersa en la biblioteca. Los cuellos se estiran para apreciar el techo con la cúpula de vidrio y los estantes de libros que llegaban hasta el nivel del ático. El Picasso de Robbie ya no está. Supongo que se exhibirá en algún museo. Ya ha pasado la época en que cada familia inglesa colgaba en las paredes de su casa obras de grandes maestros de la pintura.

Aquí fue donde Hannah pasó la mayor parte del tiempo después de la muerte de Robbie. Días enteros encorvada en una silla en medio de la habitación silenciosa. No leía, sólo estaba allí sentada. Reviviendo el pasado reciente. Durante un tiempo fui la única persona con quien hablaba, obsesivamente, compulsivamente, de Robbie. Me contaba los detalles de su romance, cada uno de los episodios. Y cada relato terminaba con el mismo lamento.

– Yo lo amaba, Grace -decía con una voz tan suave que apenas podía oírla.

– Lo sé, señora.

Y mirándome con ojos vidriosos agregaba:

– No pude… no fue suficiente.

Al principio Teddy y Deborah comprendieron su aislamiento. Les parecía una consecuencia natural por haber sido testigo del suceso. Pero a medida que las semanas fueron pasando, su dificultad para ser un ejemplo de flema inglesa empezó a volverse menos tolerable.

Ambos tenían su propia opinión acerca de la conducta que debía adoptar, de lo que debía hacer para recuperar la vitalidad. Una noche, después de la cena, escuché una conversación al respecto.

– Necesita encontrar algo nuevo que la entretenga -sugirió Deborah encendiendo un cigarrillo-. Sin duda, debe de ser impactante ver que un hombre se vuela la tapa de los sesos, pero la vida continúa.

– ¿Qué podría entretenerla? -preguntó Teddy con el ceño fruncido.

– Tal vez el bridge -declaró Deborah dejando caer la ceniza en un plato-. Una buena partida tiene la virtud de mantener la mente alejada casi de cualquier cosa.

Estella, que estaba pasando una temporada en Riverton para «echar una mano», estuvo de acuerdo en que Hannah necesitaba distraerse, pero tenía otras ideas: en su opinión lo que necesitaba era un hijo. Como cualquier mujer. Teddy tenía que hacer lo posible por darle uno.

Teddy prometió hacer cuanto estuviera a su alcance. Y tomando la docilidad de Hannah por consentimiento, lo cumplió.

Para delicia de Estella, tres meses después el médico declaró que Hannah estaba embarazada. No obstante, lejos de sacarla de su aislamiento, la noticia pareció acentuar su indiferencia. Día tras día me hablaba menos de su romance con Robbie y finalmente dejó de pedirme que fuera a la biblioteca. Me sentí decepcionada, pero sobre todo preocupada. Había alentado la esperanza de que la confesión la liberaría del exilio que se había impuesto. Creía que si me lo contaba todo, encontraría el camino de regreso hacia los suyos. Pero no fue así.

Por el contrario, comenzó a alejarse cada vez más de mí. Se vestía sola, me miraba de un modo extraño, casi con disgusto, si le ofrecía ayuda. Yo trataba de hablarle, de recordarle que no era su culpa, que ella no podía haberlo salvado, pero ella sólo me miraba con una expresión desconcertada. Como si no supiera de qué le hablaba, o incluso dudara de los motivos por los cuales le decía esas cosas.

Esos últimos meses vagó por la casa como un fantasma. Myra decía que el señor Frederick parecía haber vuelto. Teddy estaba cada día más preocupado. No sólo Hannah estaba en peligro. Su hijo, el heredero de los Luxton, merecía algo mejor. Consultó con infinidad de médicos. Todos ellos habían tratado pacientes que regresaron de la guerra y coincidieron en que era una conmoción producto de la atrocidad que había presenciado.

Uno de ellos, después de la consulta, habló a solas con Teddy y le informó:

– Un verdadero caso de conmoción, muy interesante. Está completamente aislada del mundo que la rodea.

– ¿Cómo se cura? -preguntó Teddy.

– Esa es la pregunta del millón de dólares.

– El dinero no es problema.

El médico asintió.

– ¿Hay otros testigos?

– La hermana de mi esposa.

– Hermana -anotó el médico-. Bien. ¿Tienen una relación estrecha?

– Sí, están muy unidas.

El doctor apuntó con el dedo a Teddy.

– Tráigala a esta casa. Deben hablar: así se resuelven estos casos de histeria. Su esposa tiene que vivir con una persona que haya experimentado la misma conmoción.

Teddy aceptó el consejo del médico y le hizo repetidas invitaciones a Emmeline. Pero ella no aceptó. No podía. Estaba muy ocupada.

– No lo entiendo -comentó Teddy a Deborah una noche después de la cena-. ¿Cómo puede ignorar a su propia hermana, después de todo lo que Hannah ha hecho por ella?

– Yo en tu lugar no me preocuparía -aconsejó Deborah-. Por lo que he oído, es mejor que esté lejos. Dicen que se ha convertido en una persona vulgar. Es la última en irse de todas las fiestas y a menudo en compañía de gente poco recomendable.

Era cierto: Emmeline estaba inmersa en la vertiginosa vida social de Londres. Se había convertido en el alma de las fiestas, interviniendo como actriz en películas de amor y terror; encajaba perfectamente en el papel de mujer fatal.

Los miembros de la alta sociedad murmuraban que era una pena que Hannah no pudiera recuperarse. Que era extraño que lo sucedido la hubiera dañado más profundamente que a su hermana. Después de todo, era Emmeline la que se exhibía con ese hombre.


No obstante, para Emmeline no fue fácil afrontar la realidad, simplemente lo hizo a su manera. Reía histéricamente y bebía desaforadamente. Cuando su coche se estrelló contra un árbol en Preston's Gorge, circularon rumores de que la policía había encontrado una botella de brandy en el asiento del acompañante. Teddy trató de acallar los comentarios. Si había algo que el dinero podía comprar en aquella época era precisamente a la policía. Tal vez sea así todavía, no lo sé.

No se lo dijeron inmediatamente a Hannah. Deborah consideró que era muy arriesgado y Teddy estuvo de acuerdo, faltaba poco para el nacimiento del bebé. Convocaron a los representantes legales para que prestaran declaración en nombre de Teddy y Hannah.

La noche posterior al accidente, Teddy bajó al sótano. Parecía fuera de lugar en la salita de los sirvientes, como un actor que está en un plató equivocado. Era tan alto que tenía que agachar la cabeza para no chocar con la viga del techo que estaba sobre el último escalón.

– Señor Luxton -exclamó el señor Hamilton-, no le esperábamos…

Su voz se fue apagando, recuperando la compostura: nos miró, aplaudió suavemente, alzó los brazos y, como si dirigiera una orquesta interpretando algo alegre, nos puso en movimiento. Logró que nos alineáramos y permaneciéramos de pie con las manos a la espalda, esperando que el amo hablara.

Lo que dijo fue simple: Emmeline había sido víctima de un desgraciado accidente automovilístico en el que había perdido la vida. Myra aferró mi mano. La señora Townsend chilló y se dejó caer en la silla, con una mano en el pecho.

– La pobrecita niña -lamentó, temblando.

– Ha sido una terrible conmoción para todos nosotros, señora Townsend -prosiguió Teddy mirando a los sirvientes uno por uno-. No obstante, debo pedirles algo.

– Si me permite hablar en nombre de todos -intervino el señor Hamilton con el rostro ceniciento-, nos reconfortaría poder brindar nuestra ayuda en lo que sea necesario en estos terribles momentos.

– Gracias, señor Hamilton -señaló Teddy asintiendo con gesto grave-. Como ustedes saben, la señora Luxton ha sufrido terriblemente desde el episodio del lago. Creo que sería una deferencia hacia ella que, por ahora, no pongamos en su conocimiento esta tragedia. La alteraría aún más. No se lo diremos hasta que dé a luz. Cuento con ustedes.

Todos permanecimos en silencio. Teddy continuó.

– Les pido entonces que eviten hablar de la señorita Emmeline y del accidente. Que pongan especial cuidado en que no queden a la vista periódicos que pudieran comentar el tema. -Teddy hizo una pausa para mirarnos a cada uno de nosotros-. ¿Lo comprenden?

El señor Hamilton pareció volver en sí.

– Desde luego, señor.

– Bien. -Teddy no tenía más que decir. Con una sonrisa lúgubre, se retiró.

– Pero… ¿nos ha pedido que le ocultemos todo a la señorita Hannah? -le preguntó la señora Townsend al señor Hamilton cuando Teddy desapareció.

– Eso parece, señora Townsend. Por ahora.

– Pero es su propia hermana quien ha muerto.

– Esas fueron sus instrucciones, señora Townsend. -El señor Hamilton suspiró y se rascó la nariz-. El señor Luxton es quien manda ahora en esta casa, como antes lo hizo el señor Frederick.

La señora Townsend abrió la boca para discutir esa afirmación pero el señor Hamilton la interrumpió.

– Sabe tan bien como yo que las instrucciones del amo deben ser cumplidas. -Luego se quitó las gafas y las lustró impetuosamente-. Sin importar lo que pensemos de ellas, o de él.

Más tarde, cuando el señor Hamilton estaba en el comedor sirviendo la cena, la señora Townsend y Myra se acercaron a mí, que estaba sentada en el comedor de servicio, arreglando el vestido plateado de Hannah. Se sentaron a ambos lados de la mesa, como dos guardianes encargados de llevarme a la horca.

Myra echó un vistazo a la escalera y dijo:

– Debes decírselo tú.

La señora Townsend meneó la cabeza.

– No es correcto. Se trata de su hermana. Tiene que saberlo.

Enhebré la aguja con hilo plateado y comencé a coser.

– Eres su doncella -alegó Myra-. Ella te tiene cariño. Tienes que decírselo.

– Lo sé -contesté serenamente-. Lo haré.

A la mañana siguiente la encontré, según lo previsto, en la biblioteca, sentada en el sillón que estaba en un extremo, mirando a través de los enormes ventanales hacia el cementerio. Estaba concentrada en algún punto lejano y no oyó que me acercaba. Me quedé en silencio junto al sillón vecino. La luz de la mañana atravesaba los cristales y bañaba su rostro dándole un aspecto casi etéreo.

– Señora -llamé suavemente.

Sin desviar la vista, Hannah declaró:

– Has venido a contarme lo que le ha sucedido a Emmeline.

Sorprendida, tragué saliva. Me pregunté cómo lo sabía.

– Sí, señora.

– Sabía que lo harías, aun cuando él te ordenara lo contrario. Después de todo este tiempo, te conozco bien, Grace -afirmó Hannah, aunque su tono de voz me desorientaba.

– Señora, lamento lo ocurrido con la señorita Emmeline.

Ella asintió ligeramente, sin apartar sus ojos de aquel lejano lugar del cementerio. Permanecí allí un momento, y cuando no hubo duda de que Hannah no deseaba estar acompañada, le pregunté si necesitaba algo, si deseaba que le sirviera el té o le acercara un libro. No me respondió inmediatamente. Parecía no haber oído. Y luego, dijo algo aparentemente fuera de contexto:

– No sabes taquigrafía.

No era una pregunta sino una afirmación, por lo que nada dije.

Más tarde comprendí a qué se refería, por qué en ese momento me habló de taquigrafía. Pero sólo después de muchos años. Aquella mañana todavía no sabía el papel que mi engaño había desempeñado.

Ella se movió suavemente, acercó las piernas al sillón.

– Puedes retirarte, Grace -indicó. Su tono era tan frío que estuve a punto de llorar.

No supe qué decir. Asentí y salí de la sala, sin saber que sería la última conversación que mantendría con ella.


Por fin Beryl nos lleva a la habitación que ocupaba Hannah. Cuando lo anuncia, vacilo. ¿Seré capaz de seguir adelante? Pero está diferente, la han pintado y amueblado con muebles Victorianos que nada tienen que ver con el mobiliario original de Riverton. No es el mismo dormitorio donde nació el bebé de Hannah.

La mayoría de la gente creyó que había muerto a causa del parto, del mismo modo que su madre murió cuando nació Emmeline. Fue algo tan repentino, explicaron, meneando la cabeza, pero yo sabía que sólo era una excusa, una oportunidad. Sin duda fue un parto difícil, pero ella no tenía deseos de vivir. Lo ocurrido junto al lago, la muerte de Robbie y, poco después, la de Emmeline, ya la habían matado, mucho antes de que su bebé se encajara en la pelvis.

Yo había estado junto a ella en esa habitación desde el principio, pero cuando las contracciones se hicieron más intensas y frecuentes, y el bebé comenzó a esforzarse por salir, Hannah fue cayendo progresivamente en el delirio. Me miraba con temor y con ira, me gritaba que me fuera, que era mi culpa. El médico sugirió que hiciera lo que me pedía, alegando que no era raro que las mujeres perdieran el control en el parto y dijeran cosas sin sentido.

Pero no podía dejarla, no en ese estado. Me alejé de la cama pero no abandoné la habitación. Cuando el médico comenzó a cortar, pude ver desde mi lugar, junto a la puerta, su expresión: dejó caer la cabeza y suspiró con una especie de pavoroso alivio. Se rindió. Sabía que, si no luchaba, podría irse. Que todo habría terminado.

La suya no fue una muerte súbita. Había estado agonizando durante meses.


La muerte de Hannah me dejó destrozada. Me sentía despojada de todo. No sabía quién era. Como suele suceder cuando alguien entrega su vida al servicio de otra persona, yo dependía enteramente de Hannah y sin ella no sabía qué hacer.

No era capaz de sentir. Estaba vacía, como un pez al que han abierto para sacarle las vísceras. Realizaba mis tareas como un autómata, aunque sin Hannah no tenía mucho que hacer. Así pasé un mes, yendo de un lado a otro, hasta que un día le anuncié a Teddy que me marchaba.

Él me pidió que me quedara. Cuando me negué, insistió en que lo pensara con calma, ya no por él sino por honrar la memoria de Hannah, que como yo sabía, me había tenido especial cariño y habría deseado que acompañara a su hija, Florence.

Pero no pude. Fui insensible a sus ruegos, a todo. Me resultó indiferente la desaprobación del señor Hamilton, las lágrimas de la señora Townsend. Ignoraba cuál sería mi futuro. Pero tenía la certeza de que no permanecería en Riverton.

Si hubiera tenido en ese momento la capacidad de experimentar alguna sensación, el hecho de abandonar Riverton, dejar el servicio, podría haberme causado un temor indescriptible. El miedo se habría impuesto al dolor atándome para siempre a la casa de la colina. Porque nada sabía acerca de la vida fuera del servicio. La independencia me daba terror. Tenía que reunir valor para enfrentarme a lugares desconocidos, hacer las cosas más simples, tomar mis propias decisiones.

No obstante, encontré un pequeño apartamento en Marble Arch, donde me instalé. Acepté todo tipo de trabajos: hice de limpiadora, costurera, camarera. Me resistía a entablar vínculos estrechos, me alejaba cuando la gente empezaba a hacer demasiadas preguntas, a esperar de mí más de lo que podía dar. Así pasé diez años. Esperando, sin saberlo, la próxima guerra. Y a Marcus, cuyo nacimiento consiguió lo que mi propia hija no había logrado: devolverme lo que la muerte de Hannah me había quitado.

Durante todo ese tiempo apenas pensé en Riverton. En todo lo que había perdido. En realidad debería decir: me negué a pensar en Riverton. Si en algún momento de inactividad descubría que mi mente vagaba por el cuarto de los niños, merodeando por los escalones de la rosaleda de lady Ashbury o balanceándose en el borde de la fuente de Ícaro, rápidamente buscaba cómo distraerme.

Pero me intrigaba saber qué habría sido de la pequeña Florence. Después de todo era casi una sobrina. Recordaba a la recién nacida, con el cabello claro, como el de Hannah, aunque sus ojos eran diferentes: grandes y castaños. Tal vez cambiarían cuando creciera, pero sospechaba que seguirían castaños, como los de su padre. Porque era hija de Robbie.

Durante años estuve dándole vueltas a eso. Por supuesto, es posible que pese a la dificultad para quedarse embarazada de Teddy, finalmente hubiera ocurrido sencilla e inesperadamente en 1924. Cosas más raras suceden. Pero al mismo tiempo, me parecía una explicación demasiado conveniente. Teddy y Hannah no solían compartir lecho en los últimos años de su matrimonio. Teddy había deseado un hijo desde el comienzo y la dificultad para concebirlo sugería que alguno de los dos tenía un impedimento. Pero, como demostró Florence, no era Hannah.

Por eso imaginé que lo más probable era que la niña fuera hija de Robbie, que hubiera sido concebida junto al lago. Que después de haber pasado tantos meses separados, cuando Hannah y Robbie se encontraron esa noche, en el pabellón de verano, no pudieran contenerse. Las fechas concordaban con mi hipótesis. Deborah abrigaba la misma sospecha. Lo supo al ver esos profundos ojos castaños.

No sé si fue ella quien se lo dijo a Teddy. O si tal vez lo descubrió por sí mismo. En cualquier caso, Florence no permaneció mucho tiempo en Riverton. No podía esperarse que la conservaran, habría sido un constante recordatorio de que Teddy había sido engañado por su esposa. La familia Luxton estuvo de acuerdo en que lo mejor sería dejar atrás aquella lamentable historia. Establecerse definitivamente en Riverton, y organizar su retorno a la política.

Según me dijeron, enviaron a Florence a los Estados Unidos. Jemina aceptó criarla y fue una hermana para Gytha. Ella siempre había deseado tener otro hijo. Creo que Hannah habría preferido que su hija fuera una Hartford y no una Luxton.


La visita llega a su fin, y volvemos al vestíbulo. A pesar del interés con que Beryl nos alienta a conocer la tienda de regalos, Ursula y yo obviamos la visita.

Vuelvo a esperar en el banco de hierro mientras ella busca el coche.

– No tardaré -promete.

Le digo que no se preocupe. Mis recuerdos me harán compañía.

– ¿Volverás a visitarnos? -me pregunta el señor Hamilton desde la entrada.

– No, no lo creo, señor Hamilton -le respondo.

Él parece comprender. Sonríe.

– Le transmitiré tus saludos a la señora Townsend.

Le hago un gesto de asentimiento y él desaparece. Se disuelve como una acuarela en un rayo de luz.

Ursula me ayuda a subir al coche. Ha comprado una botella de agua en la máquina que está junto a la caja del aparcamiento. En cuanto estoy instalada, la abre, introduce una pajita y me la alcanza. Rodeo con las manos la superficie fría de la botella. Ella enciende el motor y partimos, lentamente. Percibo vagamente que atravesamos el túnel frondoso de la entrada, que es la última vez que recorreré ese trayecto, pero no miro hacia atrás.

Durante un rato viajamos en silencio. De pronto oigo la voz de Ursula:

– Grace, hay algo que siempre me ha intrigado. Las hermanas Hartford vieron cómo él se disparaba, ¿verdad? -Ursula me mira de soslayo y continúa-: Pero ¿qué hacían junto al lago cuando se suponía que debían estar en la fiesta?

No respondo. Ella vuelve a mirarme. Tal vez piensa que no he oído.

– ¿Cómo ha resuelto esa situación en la película? -le pregunto.

– Ellas desaparecen de la fiesta, lo siguen hasta el lago y tratan de detenerlo. -Ursula se encoge de hombros-. Busqué por todas partes pero no pude encontrar ninguna declaración policial de Hannah o Emmeline. De las posibilidades que barajé, ésta parecía la más verosímil. Además, los productores creyeron que se conseguiría una escena de suspense más efectiva que si se topaban con él por casualidad.

Asiento con un gesto.

– Podrá juzgarlo usted misma cuando vea la película.

En algún momento pensé asistir al estreno, pero ahora algo que está más allá de mi voluntad me lo impide. Ursula parece saberlo.

– Le llevaré una copia en vídeo en cuanto pueda -propone.

– Me gustaría mucho.

El coche atraviesa la entrada de Heathview.

– ¿Lista para recibir el sermón?

Ruth está allí, de pie, esperándome. Me preparo para verla con la boca fruncida en señal de reprobación, pero está sonriendo. Siento que retrocedo cincuenta años, y la veo como cuando era niña. Antes de que la vida tuviera ocasión de desilusionarla. Tiene algo en la mano. Lo agita. Es una carta. Entonces comprendo. Sé quién la ha enviado.

24. Fuera del tiempo

Él está aquí. Marcus ha regresado a casa. La semana pasada ha venido a visitarme todos los días. Unas veces, en compañía de Ruth. Otras, solos él y yo. No siempre hablamos. A menudo él se sienta junto a mí y me toma de la mano mientras dormito. Me gusta que lo haga. Es el más entrañable de los gestos: la infancia brindando consuelo a la ancianidad.

Mi muerte se acerca. Nadie me lo ha dicho, pero lo veo en sus caras. En sus expresiones suaves y complacientes, en sus ojos tristes aun cuando sonríen, en los susurros y miradas que intercambian. Y lo siento dentro de mí. Algo se acelera.

Me alejo del tiempo. Su medida deja de tener sentido: segundos, minutos, horas, días, al cabo de toda una vida no son más que palabras. Todo lo que tengo son instantes.


Marcus trae una fotografía. Me la entrega. Aun antes de mirarla sé cuál es. Mi favorita, tomada en una excavación arqueológica hace muchos años.

– ¿Dónde la encontraste?

– La llevaba conmigo -responde tímidamente, pasando su mano por el cabello aclarado por el sol-. Me ha acompañado durante todo el tiempo que estuve de viaje. Espero que no te moleste.

– Me alegra.

– Quería tener una foto tuya. Cuando era niño, ésta me encantaba. Se te ve muy feliz.

– Lo era. La más feliz del mundo.

Miro la foto un momento más, luego se la devuelvo. Él la deja en la mesilla para que pueda verla cuando lo desee.


Cuando me despierto Marcus está junto a la ventana, mirando hacia el jardin. Al principio pienso que Ruth está con nosotros en la habitación, pero la figura que veo junto a las cortinas no es la suya. Es una presencia muy distinta que descubrí hace poco. Desde entonces ha estado siempre allí. Sólo yo puedo verla. Me espera, lo sé, y estoy casi lista. Esta mañana, temprano, grabé la última cinta para Marcus. Ya está todo dicho. He roto mi promesa y él conocerá mi secreto.

Marcus advierte que estoy despierta. Me mira y sonríe, con esa sonrisa amplia, gloriosa.

– Grace -pregunta alejándose de la ventana-, ¿quieres algo, un vaso de agua?

– Sí.

Observo su delgada figura, su ropa informal, vaqueros y camiseta, el uniforme de los jóvenes de hoy. En su rostro veo el niño que fue, el que me seguía a todas partes, haciéndome preguntas, pidiéndome que le contara cosas sobre los lugares que había conocido, los objetos que había desenterrado, la antigua casa de la colina y el misterioso juego de los niños Hartford. Veo al joven que me embelesó cuando declaró que quería ser escritor y me pidió humildemente que leyera alguna de sus obras y le diera mi opinión. Veo al adulto, atrapado en su telaraña de dolor, desesperanzado. Sin deseos de que le consuelen.

Me muevo suavemente, carraspeo. Hay algo que debo preguntarle.

– Marcus…

Él me mira a través de un mechón de cabello castaño.

– Sí, Grace.

Observo sus ojos, espero que me diga la verdad.

– ¿Cómo estás?

Mi pregunta no le molesta. Se sienta, acomoda las almohadas para que me incorpore, me acaricia el cabello y me acerca un vaso de agua.

– Creo que estaré bien -responde.

Son muchas las cosas que desearía decirle, pero estoy demasiado débil y cansada. Sólo puedo asentir moviendo la cabeza.


Ursula entra en la habitación. Me besa en la mejilla. Quiero abrir los ojos, agradecerle su interés por los Hartford, por recordarlos, pero no puedo. Marcus se ocupa de atenderla. Oigo cuando ella le entrega el vídeo, y él le da las gracias asegurando que me agradará verlo. Que he hablado elogiosamente de ella. Le pregunta qué tal fue el estreno.

– Fue genial -contesta Ursula-. Nunca había estado tan nerviosa pero todo salió a pedir de boca. Incluso hemos tenido un par de críticas favorables.

– Las he leído -afirma Marcus-. Un artículo muy bueno en el Guardian. La calificaron de «inquietante» y «de poseer una belleza sutil». Mis felicitaciones.

Ursula se lo agradece. Veo su sonrisa tímida y feliz.

– Grace lamenta mucho no haber podido asistir.

– Lo sé. También yo. Me habría encantado haberla visto allí -asegura Ursula. Luego su voz se vuelve alegre-. Mi abuela vino de Estados Unidos para el estreno.

– Eso es auténtica devoción -declara Marcus.

– En realidad es más bien un gesto poético -afirma Ursula-. Ella fue quien despertó mi interés por la historia. Guarda un parentesco lejano con las hermanas Hartford. Creo que es prima segunda. Nació en Inglaterra pero su madre se marchó a los Estados Unidos cuando ella era pequeña, después de que su padre muriera en la Primera Guerra Mundial.

– Es genial que haya podido ver lo que ella inspiró.

– Aunque lo hubiera intentado, no podría haberla detenido -comenta Ursula riendo-. La abuela Florence nunca acepta que le digan «no».

Ursula se acerca, lo percibo. Toma la fotografía que está sobre la mesilla.

– No la había visto antes. Grace está muy guapa. ¿Quién es el hombre que está junto a ella?

Marcus sonríe, lo advierto en su voz.

– Es Alfred -contesta-. Mi abuela no es una mujer convencional -agrega cariñosamente después de una pausa-. A pesar de la abierta desaprobación de mi madre, a los sesenta y cinco años tuvo un amante. Evidentemente se habían conocido muchos años atrás. Él le siguió el rastro y volvieron a encontrarse.

– Un romántico -dice Ursula.

– Sí -afirma Marcus-. Alfred era genial. No se casaron, pero vivieron juntos casi veinte años. Grace solía decir que lo había dejado ir una vez y que no volvería a cometer el mismo error.

– Muy propio de Grace.

– Alfred siempre bromeaba sobre ello. Decía que era una suerte que ella fuera arqueóloga porque a medida que envejecía lo iba encontrando más interesante.

Ursula ríe.

– ¿Qué fue de él?

– Murió mientras dormía. Hace nueve años. Fue entonces cuando Grace vino a vivir aquí.


Una cálida brisa entra por la ventana abierta, la siento en mis párpados cerrados. Creo que ya es de tarde.

Marcus está aquí, desde hace un rato. Puedo oírlo, está cerca, escribiendo. A menudo suspira, se pone de pie, camina hacia la ventana, hacia el baño, hacia la puerta.

Más tarde llega Ruth. Está junto a mí. Me acaricia, besa mi frente. Puedo oler la fragancia floral de su maquillaje. Se sienta.

– ¿Estás escribiendo algo? -pregunta tímidamente a Marcus, con la voz tensa.

Por favor, sé generoso con ella, Marcus, se está esforzando.

– No lo sé. Todavía estoy rumiándolo.

Oigo la respiración de ambos. Ruego que alguno de los dos hable.

– ¿Otra aventura del inspector Adams?

– No -se apresura a responder Marcus-. Estoy considerando la posibilidad de escribir algo distinto.

– Oh.

– Grace me envió unas casetes.

– ¿Casetes?

– Como cartas, pero con su voz.

– No lo sabía. ¿Y qué cosas te cuenta?

– Todo tipo de cosas.

– Ella… ¿habla de mí?

– Algunas veces. Habla de su vida cotidiana, pero también del pasado. Su vida ha sido apasionante, ¿no crees?

– Sí.

– Un siglo. Del servicio doméstico al doctorado en arqueología. Quiero escribir sobre ella. -Marcus hace una pausa-. ¿No te molesta, verdad?

– Por supuesto que no. ¿Por qué podría molestarme?

– No lo sé… Sencillamente tuve esa sensación.

– Tienes que escribir esa obra -declara Ruth con firmeza-. Quiero leerla.

– Será un cambio para mí, algo diferente.

– ¿Nada de misterio?

– No, sólo una buena historia, sin intrigas -responde Marcus, riendo.

Ah, querido mío, eso es lo que tú crees.


Estoy despierta. Marcus está sentado en la silla, junto a mí, escribiendo en una libreta. Me mira.

– Hola, Grace -saluda, sonriendo. Deja el cuaderno-. Me alegra que estés despierta. Quiero darte las gracias.

– ¿Darme las gracias? -repito sorprendida.

– Por las cintas. Los relatos que me enviaste. -Marcus me coge la mano-. Había olvidado cuánto me gustan los relatos: leerlos, escucharlos, escribirlos. Desde que Rebecca… Fue un gran golpe. Sencillamente no podía… -Tras un profundo suspiro, sonríe y prosigue-. Había olvidado cuánto necesito los relatos.

Me siento feliz, incluso diría que esperanzada. Quiero alentarlo. Explicarle que el tiempo nos enseña a mirar las cosas desde otra perspectiva. Es un maestro desapasionado, pero asombrosamente eficiente. Por lo visto he tratado de responderle, porque me dice suavemente:

– No hables.

Siento que su mano acaricia suavemente mi frente.

– Descansa, Grace.

¿Cuánto tiempo he estado con los ojos cerrados? ¿Habré dormido? Cuando vuelvo a abrirlos, digo:

– Hay una más. -Tengo la voz ronca por falta de ejercicio-. Una cinta más. -Señalo la cómoda y él va a buscarla. Encuentra la casete junto a las fotografías.

– ¿Es ésta?

Asiento.

– ¿Dónde está el reproductor?

– No -me apresuro a decir-. Ahora no. Es para después.

Marcus está algo desconcertado.

– Para después -repito.

No me pregunta «¿después de qué?». No es necesario. Guarda la cinta en el bolsillo de la camisa y le da unos golpecitos. Me sonríe y se acerca para acariciar mi mejilla.

– Gracias -dice amablemente-. ¿Qué voy a hacer sin ti, Grace?

– Estarás bien.

– ¿Me lo prometes?

Ya no hago promesas. Pero, con toda la energía de que soy capaz, estrecho su mano.


Está oscuro. Me doy cuenta por la luz roja. Ruth está en la puerta de mi dormitorio, con el bolso bajo el brazo. Los ojos muy abiertos hablan de su preocupación.

– No llego demasiado tarde, ¿verdad?

Marcus se pone de pie, le coge el bolso y la abraza.

– No, no es tarde.

Vamos a ver la película de Ursula todos juntos. Un acontecimiento familiar que Ruth y Marcus han organizado. Me gusta verlos juntos, haciendo planes. No quiero interferir.

Ruth me besa y acerca una silla para sentarse junto a mi cama.

Alguien golpea la puerta. Es Ursula.

Otro beso en la mejilla.

– Me alegra que hayas venido.

Es la voz de Marcus. Habla con alegría.

– No me lo perdería por nada en el mundo. Gracias por invitarme -declara Ursula y se sienta al otro lado de la cama.

– Voy a bajar las cortinas. ¿Estáis preparadas?

La habitación queda a oscuras. Marcus se sienta junto a Ursula. Le dice al oído algo que la hace reír. Me invade la grata sensación de llegar al final.

Se oye música, la película comienza. Ruth aferra mi mano. A lo lejos vemos un coche que avanza por un camino rural. Un hombre y una mujer ocupan los asientos delanteros. Fuman. La mujer lleva un vestido con lentejuelas y una boa de plumas. Llegan a la entrada de Riverton, recorren el sendero hasta que frente a ellos aparece la casa. Enorme y fría. Ursula ha captado a la perfección su carácter, extravagante y decadente. Un lacayo les da la bienvenida. Ahora vemos la sala de los sirvientes. Lo sé por el suelo, los ruidos, las copas de champán, el nerviosismo. Alguien sube la escalera. La puerta se abre, atraviesa el salón y sale a la terraza.

La escena de la fiesta es asombrosa. Los faroles chinos de Hannah destacan resplandecientes en la oscuridad. La banda de jazz, el sonido del clarinete. Las personas que bailan alegremente el shimmy.


Se oye un estruendo. Me despierto. Es la película. El disparo. Me he quedado dormida y no he visto el momento culminante. No tiene importancia. Sé cómo termina: junto al lago de la finca Riverton, con dos bellas hermanas siendo testigos de cómo Robert Hunter, veterano de guerra y poeta, se suicida.

Y, por supuesto, sé que no es eso lo que realmente ocurrió.

25. El final

Por fin, después de noventa y nueve años, mi vida termina. Los secretos que han rondado persistentemente en mi cabeza, y que con el paso del tiempo comenzaron a clamar, a golpear en mi mente ansiosos por salir a la luz, se han apaciguado. La última hebra que me sujeta se ha soltado y el viento del norte me lleva lejos de aquí. Me desvanezco hasta convertirme en nada.

Todavía puedo oírlos. Percibo vagamente que están aquí. Ruth me toma de la mano. Marcus está tendido a los pies de mi cama, siento su tibieza en los pies.

Hay alguien más en la ventana. Finalmente avanza, sale de las sombras, y veo un hermoso rostro: es el de mi madre, y el de Hannah, pero al mismo tiempo ninguno de los dos.

Sonríe, tendiéndome la mano. Es todo piedad, perdón y paz.

Agarro su mano.

Estoy junto a la ventana. Veo mi cuerpo, viejo, frágil y pálido, en la cama. Los dedos se crispan, los labios se mueven pero no pueden pronunciar las palabras. El pecho sube y baja.

Se oye un gemido.

Ruth contiene el aliento. Marcus me mira.

Pero ya no estoy allí.

Doy media vuelta y no miro hacia atrás.

Mi final ha venido a buscarme, y no me importa en absoluto.

26. La grabación

Probando, uno, dos, tres. Cinta número cuatro, para Marcus. Ésta es la última que grabaré. Estoy llegando al final y ya no me queda nada más que decir.


Veintidós de junio de 1924. Solsticio de verano, el día de la fiesta de San Juan en la mansión Riverton.

Abajo, la cocina era un alboroto. La señora Townsend había encendido todos los fogones y bramaba sus instrucciones a tres mujeres del pueblo contratadas para ayudar en la ocasión. Se acomoda el delantal sobre el talle generoso y vigila a sus subordinadas mientras rocían con mantequilla cientos de pequeñas tartaletas.

– Una fiesta. Ya era hora -me dice sonriendo mientras paso velozmente a su lado. Luego aparta de la cara un mechón de cabello que se ha soltado del moño-. Lord Frederick, que Dios lo tenga en su gloria, no era muy aficionado a las celebraciones, y tenía sus motivos. Pero, en mi humilde opinión, una casa debe organizar recepciones de vez en cuando, para que la gente no se olvide de su existencia.

– Tiene razón -señala la más enjuta de las pinches-. ¿Vendrá el príncipe Eduardo?

– Todo el que se considere alguien estará aquí -contesta la señora Townsend, sacando con desaprobación un pelo de la mujer que ha caído sobre una tartaleta-. Los dueños de esta casa están muy bien relacionados.

A media mañana, Dudley ha cortado el césped. Los decoradores han llegado de Londres. El señor Hamilton está en la terraza, agitando los brazos como un director de orquesta.

– No, no, señor Brown -espeta, señalando hacia la izquierda-. La pista de baile debe instalarse en el ala oeste. Al este no hay manera de protegerse de la niebla que viene del lago por la noche. -Luego retrocede un poco y protesta-. No, no, ahí no. Ese es el sitio reservado para la escultura de hielo. Se lo expliqué claramente a su compañero.

El compañero, subido a una empinada escalera, está colgando los faroles chinos desde los rosales trepadores hasta la casa, y no puede defenderse.

Yo pasé la mañana recibiendo a los invitados que se alojarían en la casa durante el fin de semana, y no pude evitar contagiarme de su entusiasmo. Jemina, que había viajado desde los Estados Unidos para pasar sus vacaciones, llegó con su nuevo esposo y la pequeña Gytha. A juzgar por su apariencia, la vida en aquel país le sienta bien; está bronceada y más oronda. Lady Clementine y Fanny llegaron juntas desde Londres. La anciana se había resignado a la perspectiva de que una fiesta al aire libre en junio sin duda agudizaría su artritis.

Emmeline llegó después del almuerzo con un nutrido grupo de amigos causando gran revuelo. Habían formado toda una caravana desde Londres que se anunció haciendo sonar sus bocinas a lo largo del sendero hasta la entrada. En uno de los automóviles, sobre el capó, iba sentada una mujer con un brillante vestido de chiffon rosado y un flameante chal amarillo. Myra la vio cuando iba hacia la cocina con las bandejas del almuerzo y se detuvo horrorizada al comprobar que era la propia Emmeline.

No obstante, como nuestro tiempo era escaso y precioso, no pudimos desperdiciarlo cuchicheando sobre la decadencia de los jóvenes ingleses. La escultura de hielo había llegado desde Ipswich, los floristas desde Saffron, y lady Clementine insistía en tomar el té en la sala de estar, para recordar los viejos tiempos.

Al caer la tarde llegó la banda de músicos. Myra los guió a través de la entrada de servicio hacia la terraza.

– ¡Negros! -exclamó la señora Townsend con los ojos asombrados y temerosos-. Aquí, en Riverton. Lady Ashbury debe de estar revolviéndose en su tumba.

– ¿A qué lady Ashbury se refiere? -le preguntó el señor Hamilton, inspeccionando al personal contratado.

– Diría que a todas ellas -aseguró la señora Townsend sin salir de su asombro.

La tarde llegó a su fin y comenzó a deslizarse hacia la noche. El aire estaba más fresco y brumoso, y en la oscuridad comenzaron a brillar los faroles verdes, rojos y amarillos.

Encontré a Hannah junto a la ventana del salón borgoña. Estaba arrodillada en el sillón mirando hacia el jardín sur. Aparentemente, supervisaba desde allí los preparativos.

– Es hora de vestirse, señora.

Ella dio un respingo. Respiró profundamente. Había estado así todo el día, inquieta como un gato, dedicándose a una tarea tras otra, sin completar ninguna.

– Un minuto, Grace -pidió.

Se demoró allí un momento, mientras el sol del ocaso teñía sus mejillas de rojo.

– No comprendo cómo no había notado hasta ahora que la vista desde aquí es maravillosa. ¿No crees?

– Sí, señora.

– Me pregunto cómo no me he dado cuenta antes.

– Supongo que habrá influido su estado de ánimo.

Una vez en su habitación, le puse los rulos, una tarea algo engorrosa. Ella no podía quedarse quieta mucho tiempo, por lo que me resultaba difícil ajustarlos, y tuve que rehacer el trabajo varias veces. Con los rulos colocados, bastante decorosamente, la ayudé a ponerse el vestido de seda plateada, ceñido al cuerpo, con finos flecos que terminaban en un amplio escote en «V» en la espalda. Hannah tiró del dobladillo, que casi tocaba las rodillas, para enderezarlo. Yo le alcancé los zapatos con finas tiras de satén plateado. La última moda de París, un regalo de Teddy.

– No, ésos no -dijo ella-. Usaré los negros.

– Pero, señora, éstos son sus zapatos favoritos.

– Los negros son más cómodos -indicó, mientras se inclinaba hacia adelante para ponerse las medias.

– Pero no quedan bien con el vestido.

– Por Dios, he dicho que usaré los negros. No me obligues a repetirlo, Grace.

Sin decir nada, me llevé el par de zapatos plateados y traje los negros.

Hannah se disculpó de inmediato.

– Lo siento, no debí hablarte así. Estoy nerviosa.

– No se preocupe, señora. Es natural que esté nerviosa.

Le quité los rulos y su cabello cayó en doradas ondas sobre los hombros. Lo cepillé, y lo sujeté con un broche de diamantes.

Hannah se inclinó hacia adelante para coger los pendientes de perlas, maldiciendo cuando una uña quedó atrapada en el broche.

Estaba colocando largos collares de perlas alrededor de su cuello cuando oímos el ruido de los primeros coches por el sendero de grava. Acomodé los collares para que cayeran entre sus omóplatos y siguieran el dibujo del escote.

– Bien. Ya está lista.

– Eso espero, Grace -comentó, irguiéndose para mirarse en el espejo-. Espero no haber olvidado nada.

– No lo creo, señora.

Con los dedos se peinó las cejas, bajó un poco más su collar de perlas, luego volvió a subirlo, y bufó ruidosamente. De pronto se oyó un clarinete. Hannah apoyó una mano en su pecho y exclamó:

– ¡Ay, Dios mío!

– Será una fiesta emocionante, señora -aseguré cautelosa-. Por fin verá su trabajo hecho realidad.

Hannah me lanzó una penetrante mirada. Me pareció que iba a decirme algo, pero no lo hizo. Sus labios pintados de rojo permanecieron cerrados por un instante. Luego dijo:

– Tengo algo para ti, Grace. Un regalo.

– No es mi cumpleaños -repuse desconcertada.

Ella sonrió y se apresuró a abrir un cajón de su tocador. Giró hacia mí, con los dedos apretados. Sostenía el objeto por la cadena, y lo dejó caer en mi palma.

– Pero, señora, es su relicario.

– Era. Era mi relicario. Ahora es tuyo.

Traté de devolvérselo rápidamente. Los regalos inesperados me ponían nerviosa.

– Oh, no, señora, gracias, pero no puedo.

Ella apartó mi mano con firmeza.

– Insisto. Es mi manera de agradecerte todo lo que has hecho por mí.

¿Detecté entonces que esas palabras anunciaban que algo llegaba a su fin?

– Sólo cumplo con mi deber, señora.

– Acepta el relicario, Grace. Por favor.

Antes de que pudiera seguir discutiendo, Teddy apareció en la puerta. Alto y elegante con su traje negro. En el lustroso cabello todavía se apreciaban las marcas del peine. Los nervios dibujaban arrugas en su amplia frente.

Aferré el relicario.

– ¿Estás lista? -le preguntó a Hannah, atusándose inquieto el bigote-. Abajo hay una amiga de Deborah, Cecil, la fotógrafa. Quiere retratar a la familia antes de que llegue el grueso de los invitados. -Teddy golpeó el marco de la puerta con la palma un par de veces-. ¿Dónde demonios está Emmeline? -inquirió antes de salir.

Hannah acomodó la cintura de su vestido. Noté que le temblaban las manos.

– Deséame suerte, Grace -me pidió, sonriente y ansiosa.

– Buena suerte, señora.

Entonces hizo algo que me sorprendió: se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla.

– Y buena suerte para ti, Grace.

Hannah me estrechó ambas manos y corrió detrás de Teddy, dejándome allí con el relicario.


Durante un rato estuve observando por la ventana. Los caballeros y las damas, vestidas de verde, de amarillo, de rosa, bajaban la escalera de piedra de la terraza hacia el jardín. La música flotaba en el ambiente. Los faroles chinos se balanceaban con la brisa. Los camareros que el señor Hamilton había contratado llevaban en alto enormes bandejas de plata con burbujeantes copas de champán, haciendo equilibrio entre la creciente muchedumbre. Emmeline, con un deslumbrante vestido rosa, guiaba hacia la pista a un hombre que reía para bailar con él un shimmy.

Yo seguía con el relicario en la mano, jugueteaba con él, mirándolo sin parar. Preocupada como estaba por los nervios de Hannah, no advertí entonces que algo hacía ruido en su interior. Desde aquellos lejanos días, después de su visita a la adivina, no la había vuelto a ver tan nerviosa.

– Por fin te encuentro. -Myra apareció en el vano de la puerta, con las mejillas rojas, casi sin aliento-. Una de las ayudantes de la señora Townsend se ha desmayado del cansancio y necesitamos alguien que espolvoree con azúcar los strudels.


A medianoche pude por fin retirarme a dormir. La fiesta todavía estaba en su esplendor, pero la señora Townsend me dispensó en cuanto pudo. Hannah me había contagiado su nerviosismo y una cocina sobrecargada de trabajo no era lugar para cometer torpezas. Subí lentamente la escalera, con los pies doloridos. Después de tantos años de trabajar como doncella se habían vuelto delicados. Una noche de pie en la cocina era suficiente para que se llenaran de ampollas. La señora Townsend me había dado un paquete de bicarbonato y me disponía a remojarlos en agua tibia.

No había manera de aislarse de la música. Esa noche impregnaba el aire y las paredes de piedra de la casa. A medida que pasaban las horas se volvía más estridente, para adecuarse al estado de ánimo de los invitados. Incluso en el ático el ruido frenético de la batería retumbaba en mi estómago. Todavía hoy, la música de jazz me hiela la sangre. Al llegar a la buhardilla, pensé ir directamente a llenar la bañera, pero decidí que sería mejor pasar primero a buscar el camisón y las cosas de tocador.

Cuando abrí la puerta de mi dormitorio, una ráfaga de aire caliente, acumulado durante el día, me rozó la cara. Encendí la luz y abrí la ventana.

Me quedé un momento disfrutando del aire fresco, con leve aroma a humo de cigarrillos y perfume. Respiré lentamente. Era hora de darme un baño largo y tibio. Pronto llegaría el merecido descanso. Tomé el jabón del tocador y me acerqué a la cama para recoger mi camisón.

Entonces vi las cartas. Eran dos, estaban sobre mi almohada.

Una estaba dirigida a mí. La otra, tenía el nombre de Emmeline. Estaban escritas con la letra de Hannah.

En ese momento tuve un presentimiento. Un raro momento de inconsciente lucidez.

Instantáneamente supe que allí dentro estaba la explicación de su extraña conducta.

Dejé el camisón y tomé el sobre que decía «Grace». Lo abrí con dedos temblorosos. Desplegué el papel. Cuando mis ojos recorrieron el texto me invadió una profunda desazón. Estaba escrita en taquigrafía.

Me senté en el borde de la cama, contemplando la hoja de papel como si mi concentración pudiera obrar el milagro de descifrar el mensaje. El hecho de que estuviera escrita en código confirmaba que su contenido era importante.

Tomé el segundo sobre, el que estaba dirigido a Emmeline. Pasé el dedo por los bordes.

Lo pensé sólo un segundo. No tenía otra opción.

Rogando el perdón de Dios, lo abrí.


Bajé la escalera corriendo, con los pies doloridos y el corazón palpitante, tratando de respirar al ritmo de la música, hacia la terraza.

Me detuve, sin aliento, y busqué a Teddy entre la gente. No pude distinguirlo en medio de las sombras irregulares y los rostros borrosos.

No había tiempo. Tenía que ir sola.

Me abrí paso entre la multitud rozando los rostros de labios rojos y ojos maquillados, las bocas que reían ostentosamente, esquivando cigarrillos y copas de champán bajo los coloridos faroles, alrededor de la escultura de hielo que se derretía, hacia la pista de baile. Codos, rodillas, zapatos, manos que se agitaban. Colores. Movimiento. La sangre palpitando en mi cabeza. El nudo en la garganta.

Entonces distinguí a Emmeline. En lo alto de la escalera de piedra, con un cóctel en la mano. Reía con la cabeza echada hacia atrás mientras con su collar de perlas enlazaba a su compañero por el cuello. El abrigo de él le caía sobre los hombros.

Dos personas podrían más que una.

Me detuve. Traté de respirar normalmente.

Ella se irguió, me miró con los párpados entornados.

– Pero Grace -exclamó, pronunciando las palabras con esfuerzo-, ¿n-n-no has encontrado un v-vestido mejor para venir a la fiesta? -Y se echó a reír.

– Debo hablar con usted, señorita.

El hombre que la acompañaba murmuró algo y ella le besó graciosamente la nariz.

– Es algo urgente…

– Estoy intrigada.

– … por favor… necesito hablarle en privado.

Ella suspiró teatralmente, soltó a su amigo, le pellizcó las mejillas y con un mohín le dijo:

– No te vayas lejos, Harry querido.

Luego se puso de pie, y entre chillidos y risitas histéricas bajó la escalera tambaleándose.

– Es Hannah, señorita… va a hacer algo… algo horrendo… junto al lago.

– ¡No! -ironizó Emmeline, acercándose tanto a mí que pude oler su aliento a ginebra-. Espero que no se le haya ocurrido nadar a medianoche, sería e-escandaloso.

– Creo que va a matarse, señorita. Es lo que intenta hacer.

Los ojos de Emmeline se abrieron desmesuradamente. Su sonrisa se desvaneció.

– ¿Qué?

– Encontré una nota, señorita -se la entregué.

Ella tragó saliva, se balanceó, su voz subió una octava.

– Pero… tú… Teddy…

– No hay tiempo, señorita.

La tomé de la muñeca y la arrastré hacia el Camino Largo.


Los setos habían crecido y superaban nuestra altura. Todo estaba en la más absoluta oscuridad. Corrimos, tropezamos, apartamos las ramas para abrirnos paso. A medida que avanzábamos los sonidos de la fiesta nos parecían más irreales. Pensé que lo mismo habría sentido Alicia al caer en la madriguera del conejo.

Ya habíamos llegado al jardín Egeskov cuando Emmeline tropezó y cayó al suelo. Estuve a punto de caer sobre ella. Me detuve a tiempo, y traté de ayudarla a levantarse.

Ella apartó mi mano, se puso de pie y siguió corriendo.

Oímos un ruido en el jardín, nos pareció que una de las esculturas se movía. Pero no se trataba de una escultura animada sino de una pareja de amantes furtivos. Nos ignoramos mutuamente.

La segunda verja estaba entreabierta y corrimos hacia la fuente. Bajo la luz de la luna llena Ícaro y sus ninfas tenían un resplandor fantasmal. Habíamos dejado atrás los setos. La banda de jazz y el alboroto de la fiesta volvieron a oírse con claridad, como si estuvieran muy cerca.

Alumbradas por la luna, pudimos correr más rápido por el sendero, hacia el lago. Llegamos a la valla, vimos el cartel que prohibía el paso, y por fin el lugar donde la senda terminaba en el lago.

Las dos nos detuvimos, ocultas en un recoveco del camino, respirando agitadamente, y observamos la escena que se desarrollaba ante nosotras. Las aguas del lago brillaban silenciosas. El pabellón de verano y la orilla pedregosa estaban bañados por una luz plateada.

Emmeline inspiró profundamente.

Yo seguí la dirección de su mirada.

Los zapatos negros de Hannah, los mismos que se había calzado con mi ayuda unas horas antes, estaban sobre los guijarros de la orilla.

Emmeline ahogó un grito y se precipitó hacia ellos. Se la veía muy pálida a la luz de la luna; parecía pequeña con esa chaqueta de hombre, demasiado grande para su delgada figura. Desde la casa de verano se oyó un ruido. Una puerta que se abría.

Emmeline y yo miramos en esa dirección.

Vimos a una persona. Estaba viva. Era Hannah.

Emmeline tragó saliva.

– Hannah -gritó. En su voz ronca se percibía una mezcla de alcohol y pánico. El eco se propagó por el lago.

Hannah se detuvo, tensa. Titubeó, miró hacia el pabellón y luego a Emmeline.

– ¿Qué estáis haciendo aquí? -chilló.

– Hemos venido a salvarte -contestó Emmeline, y comenzó a reír como una enajenada. Aliviada, por supuesto.

– Marchaos -exigió Hannah con impaciencia-. Debéis iros.

– ¿Y dejarte aquí para que te ahogues?

– No pienso ahogarme -repuso Hannah y volvió a mirar hacia el pabellón.

– Entonces, ¿qué haces aquí? ¿Ventilas tus zapatos? -Emmeline los levantó del suelo y los dejó caer nuevamente-. He visto tu nota.

– No era en serio. La carta era… una broma -tragó saliva-, un juego.

– ¿Un juego?

– Se suponía que la leerías más tarde -afirmó Hannah con voz más serena-. Tenía planeado un juego para mañana, para que nos divirtiéramos.

– ¿Algo como una búsqueda del tesoro?

– Algo así.

Sentí un nudo en la garganta. La nota no iba en serio. Era parte de un juego. ¿Qué diría la que estaba dirigida a mí? ¿Hannah me pedía ayuda? ¿Justificaba eso su nerviosismo? ¿No era el resultado de la fiesta sino del juego lo que le preocupaba?

– Precisamente ahora estaba escondiendo algunas pistas.

Emmeline parpadeó asombrada. Tuvo un acceso de hipo.

– Un juego -repitió lentamente.

– Sí.

Emmeline comenzó a reír y dejó caer los zapatos al suelo.

– ¿Por qué no lo dijiste? Adoro los juegos. Muy inteligente de tu parte, querida.

– Volved a la fiesta -pidió Hannah-. Y no le digáis a nadie que me habéis visto.

Emmeline giró un interruptor imaginario en sus labios. Dio media vuelta y emprendió el regreso por el borde pedregoso hacia el sendero. Al llegar al lugar donde yo estaba me reprochó mi comportamiento. El maquillaje se le había estropeado.

– Lo siento, señorita -murmuré-. Creí que era real.

– Por suerte no lo has estropeado todo -añadió, sentándose en una roca y cubriéndose con la chaqueta-. Bastante tengo con quedarme aquí sentada mientras me repongo del tobillo hinchado. Espero no perderme también los fuegos artificiales.

– Me quedaré con usted, la ayudaré a volver.

– Creo que es lo que corresponde.

Estuvimos allí sentadas un momento. Desde lejos llegaba la música que animaba la fiesta, en la que se intercalaban exclamaciones de algarabía. Emmeline se masajeaba el tobillo, apoyándolo en el suelo y tratando de comprobar si soportaba su peso.

La niebla de la madrugada comenzaba a surgir de los pantanos y avanzaba hacia el lago. Se avecinaba otro día caluroso, pero la noche era fresca, gracias a la niebla.

Emmeline tembló, abrió uno de los lados de la chaqueta, hurgó en el bolsillo interior. A la luz de la luna algo brilló: dentro del forro había un pequeño objeto negro. Inspiré: era un arma.

Al advertir mi reacción, Emmeline dijo:

– No me dirás que nunca antes has visto un revólver. Eres una ingenua, Grace. -Acto seguido lo sacó de la chaqueta, jugueteo con él y me lo ofreció-. Toma, ¿quieres tenerlo un rato?

Me negué, mientras ella reía. Deseé no haber encontrado jamás esas cartas. Por una vez, habría preferido que Hannah me ignorara.

– Quizá sea lo mejor -reflexionó Emmeline-. Las fiestas y las armas no son una buena combinación. -Dejó nuevamente el revólver en el bolsillo y siguió buscando, hasta que por fin encontró una petaca plateada. Desenroscó la tapa, inclinó la cabeza hacia atrás y dio un buen trago.

– Querido Harry. Prepárate para lo que sea -exclamó, y después de beber otra vez, guardó la petaca en la chaqueta-. Vamos, ya no me duele.

La ayudé a ponerse de pie, incliné la cabeza para que pudiera apoyarse en mis hombros.

– Así está bien -indicó-. Si tú no…

Esperé un instante.

– ¿Perdón?

Ella ahogó un grito y yo levanté la cabeza. Seguí su mirada, que volvía a dirigirse al lago. Hannah estaba en la glorieta, y no estaba sola. Había un hombre con ella. Un cigarrillo pendía de su labio inferior. Tenía una pequeña maleta.

Emmeline lo reconoció antes que yo.

– Robbie -señaló, olvidando el dolor de su tobillo-. Por Dios, es Robbie.


Emmeline se acercó cojeando a la orilla del lago. Yo me quedé más atrás, en las sombras.

– ¡Robbie! -gritó y lo saludó con la mano-. ¡Robbie, aquí!

Hannah y Robbie se quedaron petrificados, mirándose el uno al otro.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Emmeline emocionada-. ¿Y por qué demonios no has entrado por la puerta principal?

Robbie dio una calada a su cigarrillo y jugueteó con el filtro mientras soltaba el humo.

– Ven a la fiesta, te conseguiré algo para beber.

Robbie miró algo que estaba al otro lado del lago, en los terrenos más alejados. Miré en la misma dirección y distinguí un brillo metálico. Era una motocicleta.

– Ya sé, has estado ayudando a Hannah con el juego -declaró de pronto Emmeline.

Hannah se adelantó hasta su hermana.

– Emme…

– Vamos. Volvamos a la casa. Busquemos un lugar para que Robbie pueda dejar su equipaje.

– Robbie no va a ir a casa -declaró Hannah.

– Lo hará, por supuesto. Seguramente no tiene previsto pasar aquí toda la noche. Aunque estemos en junio, hace un poco de frío, queridos míos -agregó Emmeline con una sonora carcajada.

Hannah miró a Robbie. Entre ellos pasaba algo.

Emmeline también lo vio. En ese momento, mientras el pálido brillo de la luna iluminaba su rostro, su emoción se transformó en desconcierto, y el desconcierto, a su vez, en dolorosa claridad. Los meses en Londres, la llegada siempre anticipada de Robbie a recogerla en casa, el modo en que la habían utilizado.

– No hay tal juego, ¿verdad?

– No.

– ¿Y la carta?

– Un error -reconoció Hannah.

– ¿Por qué la escribiste? -preguntó Emmeline.

– No quería que averiguaras adónde me marchaba. -Hannah miró a Robbie y él asintió-. Adonde nos marchábamos.

Emmeline la observaba en silencio.

– Vamos. Se hace tarde -señaló Robbie. Luego tomó cuidadosamente la maleta y comenzó a caminar hacia el lago.

– Por favor, compréndeme, Emme. Es como tú dijiste. Cada una de nosotras debe permitir que la otra elija cómo quiere vivir su vida. -Hannah vaciló. Robbie le pedía que se apresurara. Comenzó a caminar detrás de él-. No puedo explicártelo ahora, no hay tiempo. Te escribiré, te diré dónde encontrarnos. Podrás visitarnos.

Hannah dio media vuelta, y después de mirar por última vez a su hermana, siguió a Robbie, que bordeaba la brumosa orilla del lago.

Emmeline no se movió del sitio. Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Se balanceó, y de pronto se estremeció.

– No. -La voz de Emmeline era tan suave que apenas podía oírla-. No -gritó después-. Esperad.

Hannah se volvió para mirar a su hermana. Robbie tomó su mano y la arrastró, tratando de retenerla junto a él. Ella dijo algo, fue hacia Emmeline.

– No te dejaré ir.

Hannah estaba cerca de ella. Su voz era serena, firme.

– Debes hacerlo.

Emmeline movió las manos dentro de los bolsillos. Tragó saliva.

– No lo haré.

Sacó la mano del bolsillo. Algo brillaba en su mano. El revólver.

Hannah ahogó un grito. Robbie corrió hacia ella. Mi corazón estaba desbocado.

– No dejaré que te lo lleves -declaró Emmeline con la mano temblorosa.

Hannah, pálida a la luz de la luna, respiraba agitadamente.

– No seas estúpida. Deja eso.

– No soy estúpida.

– Deja eso.

– No.

– No quieres usarlo.

– Sí quiero.

– ¿A cuál de nosotros vas a disparar?

Robbie estaba junto a Hannah. Emmeline los miraba a uno y a otro, con los labios temblorosos.

– No vas a dispararle a nadie, ¿verdad?

El rostro de Emmeline se desfiguró y comenzó a llorar.

– No.

– Entonces baja el revólver.

– No.

Ahogué un grito cuando Emmeline levantó la mano y apuntó el arma a su propia cabeza.

– ¡Emmeline! -gritó Hannah.

Emmeline sollozaba estremecedoramente.

– Dame el revólver. Vamos a hablar. Solucionaremos esto.

– ¿Me devolverás a Robbie o te quedarás con él, como has hecho con todos ellos, con papá, con David, con Teddy?

– Las cosas no son como dices.

– Es mi turno.

De pronto se oyó un terrible estruendo. Los fuegos artificiales. Todos dieron un respingo. Un resplandor escarlata bañó sus rostros. Millones de motas rojas se desparramaron por la superficie del lago.

Robbie se cubrió la cara con las manos.

Hannah dio un salto hacia adelante, le arrebató a Emmeline el arma y volvió a retroceder.

Emmeline se abalanzó sobre ella con la cara embadurnada de lágrimas y carmín.

– ¡Dámelo, dámelo o gritaré! No os iréis. Se lo diré a todo el mundo. Les diré que os habéis fugado, Teddy te encontrará y…

¡Bang! Se oyó una explosión y el cielo se tiñó de verde.

– … Teddy no dejará que te vayas, se asegurará de que no puedas hacerlo y no volverás a ver a Robbie y…

¡Bang! Un resplandor plateado.

Hannah fue hacia una loma que había junto al lago. Emmeline la siguió, llorando. Los fuegos seguían explotando.

La música de la fiesta resonaba en los árboles, el lago, las paredes del pabellón de verano.

Robbie estaba encorvado, se tapaba los oídos con las manos. Tenía el rostro pálido, los ojos muy abiertos.

No podía oírlo pero lo veía mover los labios. Señalaba a Emmeline y le gritaba algo a Hannah.

¡Bang! Otra vez rojo.

Robbie se encogió. El pánico le desfiguraba el rostro. Seguía gritando.

Hannah vaciló, mirándole desorientada. Había oído lo que decía. Algo en ella se desmoronó.

Los fuegos artificiales habían concluido. Desde el cielo llovían ascuas.

Entonces, yo también lo oí.

– ¡Dispárale a ella! -gritaba él-. ¡Dispárale a ella! Se me heló la sangre.

Emmeline quedó paralizada, con un nudo en la garganta.

– Hannah… -su voz parecía la de un chiquillo asustado-. ¿Hannah?

– Dispárale -repitió él, corriendo hacia Hannah-. Lo arruinará todo.

Hannah lo observaba sin comprender.

– ¡Dispárale a ella! -gritó desaforadamente.

Las manos de Hannah temblaban.

– No puedo -dijo por fin.

– Entonces dame el arma. Yo lo haré.

Se acercaba a toda velocidad. Yo sabía que lo haría. La desesperación y la determinación podían leerse en su rostro.

Emmeline se sacudió. Comprendió. Comenzó a correr hacia Hannah.

– No puedo -insistió Hannah.

Robbie trató de quitarle el arma. Hannah apartó su brazo, cayó de espaldas, siguió subiendo por la loma.

– Hazlo -ordenó Robbie- o lo haré yo.

Hannah llegó al punto más alto. Robbie y Emmeline se acercaban a ella. No había escapatoria. Los miró.

El tiempo pareció detenerse.

Dos puntos de un triángulo, que atados a un tercero, se habían ido alejando tensando la cuerda hasta el límite.

Contuve el aliento. La cuerda no se rompió.

En ese instante, se contrajo.

Los puntos volvieron a juntarse, en un choque de lealtad, de sangre, de infortunio.

Hannah apuntó el arma y accionó el gatillo.


El después. Porque siempre hay un después. La gente suele olvidarlo. Sangre en abundancia. En los vestidos, en las caras, en el cabello.

El arma estaba en el suelo. Había chocado ruidosamente contra las piedras donde reposaba inmóvil.

Hannah siguió tambaleándose en lo alto de la loma.

El cuerpo de Robbie yacía en el suelo, más abajo. Su cabeza se había transformado en un montón de huesos, sangre y masa cerebral.

Yo estaba conmocionada, los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos, tenía frío y calor a la vez. De pronto, y sin poder evitarlo, vomité.

Emmeline estaba de pie, petrificada, con los ojos apretados. No lloraba, ya no. Hacía un ruido espantoso, que jamás he podido olvidar. Cada vez que inspiraba el aire quedaba atrapado en su garganta.

El tiempo pasaba aunque no podía medirlo. En el sendero, detrás de mí, oí voces y risas.

– Es por aquí, un poco más adelante. Ya verá, lord Gifford. Las escaleras no están terminadas, esos malditos franceses y sus conflictos portuarios, pero creo que coincidirá conmigo en que el resto es bastante impresionante.

Me limpié la boca, y corrí desde mi escondite hacia la orilla del lago.

– Teddy viene hacia aquí -anuncié en medio de mi conmoción, de la conmoción general.

– Llegas demasiado tarde -espetó Hannah, golpeándose frenéticamente la cara, el cuello, la cabeza-. Llegas demasiado tarde.

– Teddy viene hacia aquí, señora -balbuceé.

Emmeline abrió repentinamente los ojos. La luz de la luna les daba un reflejo plateado. Se sacudió. Se irguió y me señaló la maleta de Hannah.

– Llévala a casa -ordenó con voz áspera-. Ve por el camino más largo. Yo vacilé.

– Corre.

Asentí, tomé la maleta y corrí hacia el bosque. No podía pensar con claridad. Me detuve en medio de la oscuridad y miré hacia atrás, me castañeaban los dientes.

Teddy y lord Gifford habían llegado al final del sendero e iban hacia la orilla del lago.

– Dios santo -exclamó Teddy deteniéndose abruptamente-. Qué demonios…

– Teddy querido, gracias a Dios estás aquí -dijo Emmeline. Luego se giró hacia Teddy y alzó la voz-. El señor Hunter se ha pegado un tiro.


LA CARTA


Esta noche muero y mi vida comienza.

Te lo digo a ti y sólo a ti. Me has acompañado largo tiempo en esta aventura, y quiero que sepas que, en los días que se avecinan, buscarán un cuerpo en el lago y nunca lo encontrarán. Yo estaré a salvo.

Primero iremos a Alemania; desde allí, no sé hacia dónde seguiremos. ¡Finalmente podré ver la máscara funeraria de Nefertiti!

Te he dejado otra nota dirigida a Emmeline. Es la nota de una suicida anunciando una muerte que nunca se hará realidad. Ella debe encontrarla mañana. No antes. Cuida de ella, Grace. Estará bien. Tiene muchos amigos.

Hay un último favor que quiero pedirte. Es algo de suma importancia. Pase lo que pase, esta noche debes mantener a Emmeline lejos del lago. Robbie y yo partiremos desde allí. No puedo arriesgarme a que nos descubra. No lo comprendería. No todavía.

Me pondré en contacto con ella más adelante. Cuando no sea peligroso.

Y por último. Tal vez hayas descubierto que el relicario que te entregué no está vacío. Dentro hay una llave, la llave secreta de un cofre de seguridad en Drummonds, en Channg Cross. Está a tu nombre y todo lo que contiene es para ti. Sé lo que piensas sobre los regalos, pero te ruego que lo aceptes y que no mires atrás. ¿Es muy presuntuoso de mi parte decir que es tu billete para una nueva vida?

Adiós, Grace. Te deseo una larga vida, llena de aventura y amor. Deséame lo mismo.

Sé lo buena que eres guardando secretos.

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