No hacía el mejor tiempo del mundo. Vientos fríos y pésima visibilidad. Excepcionalmente crudo para un día del mes de enero inglés.
Los tripulantes norteamericanos llevaban ya algún tiempo en las pistas de aterrizaje cuando apareció el inglés larguirucho y se acercó al grupo. Todavía no estaba del todo despierto.
Detrás del primer grupo de pilotos asomó la cabeza de un hombre que lo saludó con un gesto de la mano. El inglés le devolvió el saludo y bostezó sonoramente.
Tras una larga temporada de expediciones nocturnas, resultaba difícil volver a darle la vuelta al día y a la noche. El día se haría interminable.
En lo más alejado de la zona, los aviones se iban desplazando lentamente hacia la parte sur de las pistas de despegue, lo que significaba que pronto el aire se colmaría de ruidos y aviones.
La sensación era, a la vez, deliciosa y abrumadora.
El aviso de la misión provenía del despacho del general de división Lewis H. Brereton, de Sunning Hill Park. En la orden solicitaba el apoyo británico al comandante en jefe de la RAF, el mariscal de aviación Harris. Los norteamericanos seguían impresionados por los Mosquitos británicos, que durante los ataques nocturnos de noviembre sobre Berlín habían descubierto el secreto mejor guardado de los alemanes: las instalaciones bombarderas V-l de Zemplin.
La selección de la tripulación había sido confiada al teniente coronel Hadley-Jones que, a su vez, encomendó las tareas prácticas a su colaborador, el comandante de aviación John Wood.
Su misión era seleccionar a doce tripulaciones británicas; ocho grupos de instrucción y cuatro tripulaciones de apoyo con tareas especiales de observación bajo las flotas aéreas norteamericanas 8 y 9.
Para este propósito se equiparon unos P-51D, cazabombarderos de doble asiento, con aparatos Meddo e instrumental óptico de gran sensibilidad.
Hacía apenas dos semanas que habían seleccionado a James Teasdale y a Bryan Young para que formaran la primera tripulación que debía probar este material bajo lo que venía a denominarse «condiciones normales». Dicho en pocas palabras, podían esperar volver a entrar en combate.
El ataque estaba programado para que tuviera lugar el 11 de enero de 1944. El objetivo de los convoyes de bombarderos serían las fábricas de aviones de Oschersleben, Braunschweig, Magdeburgo y Halberstadt.
Ambos habían protestado por la interrupción de su licencia navideña. Todavía estaban cansados tras los combates.
– ¡Dos semanas para ponerse al corriente de esta diabólica máquina! -suspiró Bryan-. Si no sé absolutamente nada de esos pajarracos… ¿Por qué no tripula el Tío Sam sus propias baratijas?
John Wood estaba de espaldas a los dos, inclinado sobre la documentación:
– ¡Por qué os quieren a vosotros!
– ¿A eso llamas tú un argumento válido?
– Sabréis responder a las expectativas de los norteamericanos y salvaréis el pellejo.
– ¿Nos lo garantizan?
– ¡Sí!
– ¡Dile algo, James! -Bryan se dio la vuelta encarando al amigo.
James se llevó la mano a la bufanda y se encogió de hombros. Entonces Bryan se sentó.
No había nada que hacer.
La operación estaba programada para durar poco más de seis horas. La totalidad de la fuerza, que comprendía 650 bombarderos de cuatro motores de la octava flota aérea norteamericana escoltados por cazas de larga distancia P-51, debía bombardear las fábricas de aviones.
Durante este ataque, el avión de Bryan y James debería abandonar la formación.
Según rumores insistentes, durante los últimos dos meses se había observado una creciente afluencia de albañiles, ingenieros y técnicos altamente especializados, así como un torrente de obreros esclavos de origen polaco y soviético que se dirigían hacia Lauenstein, al sur de Dresde.
Los servicios de inteligencia habían recibido noticias según las cuales se estaban desarrollando trabajos de construcción en la zona, aunque no se sabía qué estaban edificando. Las conjeturas que se hicieron entonces parecían indicar que podía tratarse de fábricas para la producción de combustible sintético, y si éstas resultaban ser ciertas, eso significaría una catástrofe para nuestros intereses, pues daría alas a los alemanes a la hora de llevar a cabo su proyecto de desarrollar nuevas bombas volantes.
Por estas razones, la misión de Bryan y James consistía en fotografiar y levantar planos de esa zona, así como de la red de ferrocarriles de Dresde, de manera tan exacta, que la información del servicio de inteligencia pudiera ser actualizada. Una vez realizada la misión deberían volver y unirse al convoy aéreo, que los llevaría de vuelta a Inglaterra.
Muchos de los norteamericanos que participarían en el ataque ya eran curtidos guerreros del aire y, a pesar de las heladas y del inminente acontecimiento, estaban echados directamente sobre la tierra cubierta de blanco y helada que algunos osaban llamar pista de aterrizaje. La mayoría charlaban como si les aguardara un baile o como si estuvieran en sus casas tumbados en el sofá, pasando el rato tranquilamente en una tarde de domingo. Aquí y allá había alguno que otro con los brazos cruzados alrededor de las rodillas y la mirada perdida. Eran los nuevos e inexpertos que todavía no habían aprendido a olvidar los sueños y a reprimir el miedo.
El inglés, sorteando a los pilotos dispersos por la pista, se dirigió hacia su compañero, que estaba totalmente estirado en el suelo, con la cabeza apoyada sobre los brazos.
Bryan dio un respingo al notar una ligera patada en el costado.
Los copos de nieve se deslizaban por sus rostros, posándose sobre narices y cejas. Las nubes se cernían amenazantes formando olas oscuras. Esa campaña iba a ser muy distinta de las que habían realizado de noche.
El asiento vibraba ligeramente bajo el cuerpo de Bryan. El espacio aéreo que los rodeaba estaba saturado de los reflejos de los radares de los aviones del convoy. Cada uno de los ecos sonaba preciso y distinto de los demás.
Más de una vez, durante los entrenamientos, habían bromeado sobre la posibilidad de repintar los cristales del avión y dejarse guiar únicamente por los instrumentos, tan fiable era aquel equipo.
Una broma que bien podrían haber hecho realidad en esa expedición, pues la visibilidad ofrecía, según palabras de James, «la misma claridad que una sinfonía de Béla Bartók». Los limpiaparabrisas y el morro irrumpían entre las masas de nieve; no veían nada más.
Habían estado en desacuerdo; no sobre la locura de cambiar de servicio y de avión en un plazo tan corto, sino acerca de los motivos de John Wood. Según él, su designación se debía a que eran los mejores, afirmación que James había aceptado sin rechistar.
Bryan se lo había echado en cara. No cabía la menor duda de que John Wood los había elegido porque James jamás se oponía a nada estando de servicio. Era evidente que esa operación no había dado lugar a la polémica por una sencilla razón: porque no había habido tiempo para nada.
Los reproches irritaban a James. Tal como estaban las cosas, ya tenían más de qué preocuparse. Se trataba de una expedición larga y el instrumental era nuevo. Hacía un tiempo de mil demonios. En cuanto hubieran abandonado la formación, nadie los apoyaría. Si la hipótesis de los servicios secretos era correcta, y los alemanes realmente estaban construyendo fábricas importantes para sus intereses, el objetivo estaría muy vigilado. Sería ardua tarea volver a Inglaterra con imágenes de la zona. Sin embargo, James tenía razón. Alguien tenía que hacerlo. Además, esa incursión no podía ser muy distinta de las ya realizadas sobre Berlín. Y seguían vivos.
Bryan estaba sentado tranquilamente en el asiento trasero, realizando su tarea de forma impecable. Poco a poco, las vibraciones iban aplastándole el cabello, que llevaba peinado hacia atrás. El peinado de Bryan era su rasgo distintivo; recién peinado, parecía casi tan alto como James.
Entre las cartas y los instrumentos de Bryan había una fotografía de una chica del cuerpo auxiliar femenino, Madge Donat. Para ella, Bryan era un adonis.
Y a ella se había arrimado Bryan hacía ya tiempo.
Como al compás imperioso de la batuta de un director de orquesta, el fuego antiaéreo alemán inició la obertura de descargas contra los primeros aviones que aparecieron sobre Magdeburgo. Unos segundos antes, James había previsto el fuego de barrera y había avisado a Bryan, y entonces habían desviado el rumbo. A partir de ese momento y durante una hora que se les hizo eterna, estuvieron a merced del diablo, desprotegidos y solos.
– Si me obligas a bajar aún más, rascaremos el culo de esta maldita máquina, James -dijo Bryan, malhumorado, veinte minutos más tarde.
– ¡Tu lenguaje haría que nuestras viejas y distinguidas escuelas se retorcieran de indignación, Bryan! Si nos quedamos a doscientos pies de altitud, no vas a conseguir plasmar nada en tus fotografías.
James tenía razón. Nevaba sobre el objetivo, pero los golpes de viento levantaban los copos del suelo. Si se acercaban lo suficiente, encontrarían huecos por los que hacer las fotografías.
Desde que se habían desviado del mar de llamas que cubría Magdeburgo, nadie se había interesado por su presencia. Por lo visto, nadie había reparado todavía en ellos y Bryan haría todo lo que estuviera en sus manos para que las cosas siguieran así.
A sus espaldas se habían estrellado muchos aviones, demasiados. En medio del estruendo, James le había gritado a Bryan que había visto cazas alemanes disparando unos artefactos que parecían cohetes. Un breve destello seguido de una explosión absolutamente devastadora.
«La Luftwaffe no vale una mierda», había proferido con alboroto la noche anterior un piloto norteamericano con una amplia sonrisa de Kentucky atravesándole la cara. Tal vez a esas alturas ya habría experimentado personalmente algo bien distinto.
– ¡Y ahora, 138 grados hacia el sur! -Bryan seguía el mar de nieve que tenía debajo-. Allá abajo puedes distinguir la carretera principal desde Heidenau. ¿Ves ahora el cruce? Bien, pues sigue el brazo que atraviesa la loma.
La velocidad había bajado a apenas 125 millas por hora, que, con el tiempo que hacía, provocaba unos zumbidos amenazadores.
– Aquí debes cruzar la carretera zigzagueando, James, Pero ¡ten cuidado! Algunos de los repechos meridionales pueden ser muy empinados. ¿Ves algo?, creo que el trecho hacia Geising ofrece buenas posibilidades.
– No veo nada, salvo que la carretera parece bastante ancha. ¿Para qué tan ancha en un sitio tan desierto?
– Estaba pensando lo mismo. ¿No podrías virar hacia el sur ahora? ¡Mira esos árboles! ¿Ves lo espesa que es la vegetación?
____________________ ¿Quieres decir que se trata de una red de camuflaje?
– Tal vez. -Si habían construido fábricas allí, por fuerza tenían que haberlas enterrado en las laderas. Bryan no se fiaba; en cuanto hubieran descubierto una instalación así, los terraplenes no ofrecerían suficiente protección en caso de intensos bombardeos de precisión-. ¡Es una trampa. James! No hay nada que indique que estén construyendo por aquí.
Dado el caso, habían recibido órdenes de dirigirse hacia el norte siguiendo las vías del tren a Heidenau, desviarse hacia el oeste hasta llegar a Freital y seguir de nuevo las vías hacia Chemnitz, tras lo cual deberían seguir adelante hasta alcanzar la línea de ferrocarril hacia Waldheim, donde tomarían rumbo hacia el norte y luego hacia el nordeste. Debían fotografiar minuciosamente toda la red; eso era lo que habían pedido los rusos. Las tropas soviéticas presionaban como locos en torno a Leningrado y amenazaban con arrollar el frente alemán. En su opinión, el nudo ferroviario alrededor de Dresde era el cordón umbilical de los alemanes. Hasta que no se cortara ese nudo, no les faltarían los suministros a las divisiones alemanas del frente oriental. La cuestión era, sin embargo, en cuántos puntos habría que cortar para considerar la acción suficientemente eficaz. Bryan echó un vistazo a la vía férrea que se extendía a sus pies.
En las fotos que estaba tomando no se vería más que unas vías desnudas, cubiertas por la nieve.
El primer estampido llegó sin previo aviso, increíblemente violento, de la cola, apenas a medio metro del asiento de Bryan. Antes de que hubiera tenido tiempo de darse la vuelta. James ya estaba obligando al avión a subir en una aceleración vertical.
Bryan sujetó el gancho del mosquetón al asiento y notó cómo el aire tibio de la cabina era aspirado hacia afuera.
El desgarro sufrido en el fuselaje era del tamaño de un puño; el agujero de salida en el techo, como un plato. Los había alcanzado un proyectil solitario de un cañón antiaéreo de pequeño calibre.
Conque, finalmente, habían pasado algo por alto.
El chirrido del motor durante la brusca ascensión les impedía evaluar si los alemanes seguían disparando.
– ¿Es grave allí atrás? -gritó James haciendo un gesto de satisfacción al escuchar la respuesta-. ¡Ahora empieza la función!
En ese mismo instante, James hizo un rizo completo, ladeó el avión ligeramente y lo dejó caer en barrena. Unos segundos después, los cañones del Mustang empezaron a repiquetear. Varias bocas de fuego los señalaban directamente mostrándoles el camino.
En el centro del mar de llamas había algo que los alemanes no querían, bajo ningún concepto, que vieran.
James hizo que el avión se meciera de un lado a otro en una agitación desconcertante, mientras el personal de la artillería antiaérea intentaba alcanzarlos. Nunca vieron los cañones, pero el estrépito era inconfundible. El Flakzwilling 40 emitía un zumbido característico y espeluznante.
Cuando se hallaban muy cerca del suelo. James enderezó el avión bruscamente. Era su última oportunidad. La zona tenía un ancho de entre una milla y media y dos. La mano de Bryan tenía que ser muy segura para poder tomar alguna foto.
El terreno desapareció bajo el avión. Cuadrados grises y torbellinos azules se alternaban con copas de árboles y edificios. Unas grandes alambradas rodeaban la zona que sobrevolaban estruendosamente. Varias torres de vigilancia descargaron fuego de ametralladora sobre ellos. Era en este tipo de campos donde se mantenía en cautiverio a los obreros esclavos. Los proyectiles trazadores, lanzados en densas descargas desde la espesura de un bosque que apareció frente a ellos, hicieron que instintivamente James bajara el avión aún más y se dirigiera directamente hacia los árboles. Muchas de las descargas de los cañones iban a dar en lo más profundo del bosque, entre los troncos, y hacían enmudecer la resistencia.
Entonces, James rozó las copas de los abetos y dejó que el avión se deslizara directamente sobre una enorme masa grisácea de red de camuflaje, muros, vagones de tren y montones dispersos de mercancías. Bryan tenía donde escoger para sus fotografías. Pocos segundos después, volvieron a tomar altura y desaparecieron del lugar.
– ¿Todo bien? -preguntó James.
Bryan asintió, le dio una palmada en el hombro y rezó para que los cañones que sobrevolaban fueran sus únicos enemigos.
Pero no fue así.
– ¡Está pasando algo raro aquí, Bryan! Si te incorporas, podrás verlo. ¡Es la cubierta protectora del motor! ¿Lo ves? -No era difícil darse cuenta. Una punta de la chapa se había soltado y se había erguido en el aire. Si había sido el picado, un proyectil o la onda expansiva lo que había arrancado el triángulo, ahora no importaba. Se mirara por donde se mirase, aquello era una catástrofe.
– Vamos a tener que reducir mucho la velocidad, Bryan. Te das cuenta, ¿verdad? Hay pocas posibilidades de que podamos volver con el convoy.
– ¡Haz lo que te parezca mejor!
– Seguiremos las vías del tren. Si han enviado cazas detrás de nosotros, probablemente crean que nos dirigimos directamente hacia el oeste. Tú te encargarás de vigilar el espacio aéreo a nuestro alrededor, ¿de acuerdo?
El viaje de vuelta iba a resultar interminable.
El terreno que sobrevolaban se iba haciendo cada vez más llano. En un día despejado podrían haber visto el horizonte dibujándose a su alrededor. De no haber sido por la tormenta, se les podría haber oído a varias millas de distancia.
– ¿Cómo demonios piensas que vamos a volver, James? -dijo Bryan quedamente.
No valía la pena echar un vistazo al mapa; sus posibilidades eran mínimas.
– Tú limítate a vigilar la pantallita que tienes delante, no puedes hacer nada más -se oyó desde el asiento delantero-. Creo que la tapa no se desprenderá, siempre y cuando mantengamos la velocidad de marcha.
– Es decir, siempre que mantengamos el camino más corto de vuelta.
– ¡Rodeando Chemnitz por el norte! ¡Sí, gracias, Bryan!
– ¡Estamos locos!
– ¡Nosotros, no, es la situación!
La línea de ferrocarril que sobrevolaban no era un tramo lateral de segundo orden. Antes o después aparecería un tren de municiones o de transporte de tropas. Unos pequeños cañones de tubo doble fáciles de ajustar o unos cañones antiaéreos Flak 38 de 20 mm podían acabar con ellos rápidamente. Y luego estaban los Messerschmidt. Una presa fácil, podría decirse de ellos; lucha cuerpo a cuerpo y derribo, así de breve sería el informe.
Bryan estaba considerando proponerle a James que ellos mismos pusieran el avión en el suelo, antes de que lo hiciera el enemigo. Su táctica era sencilla y práctica: El cautiverio era preferible a la muerte.
Posó la mano sobre el antebrazo de James y lo sacudió ligeramente.
– Nos han descubierto, James -dijo con voz queda. Sin que mediara comentario alguno. James empezó a descender.
– Naundorf a proa. ¡Ahora debes poner rumbo al norte…! -Bryan tan sólo podía apreciar al enemigo como una sombra sobre el avión-. ¡Ya está! ¡Ya lo tenemos aquí, James! ¡Justo encima de nosotros!
James arrancó el avión del suelo de un único y violento tirón.
Todo el aparato vibró quejumbrosamente durante la aceleración. La repentina ascensión hizo que la cabina se vaciara de aire por culpa de la succión producida a través del agujero que había en el fuselaje detrás del asiento de Bryan. Incluso antes de que éste hubiera divisado el objetivo, empezaron a sonar los cañones de James. Una descarga inexorable en el vientre paralizó al Messerschmidt al instante. La explosión fue mortífera.
El piloto nunca alcanzó a entender lo que le había sobrevenido.
Se oyeron varios estampidos que Bryan no pudo localizar y de pronto se encontraron planeando en el aire. Bryan fijó la mirada en la nuca de James, como si esperara alguna reacción específica. El soplo que entraba por el cristal delantero hecho añicos era testimonio de que el triángulo de la cubierta protectora del motor se había desprendido durante la brusca ascensión. James meneó la cabeza ligeramente y no dijo nada.
Entonces cayó hacia adelante, con el rostro ladeado.
El estruendo del motor creció. Todas las junturas temblaron emitiendo ruidos amenazadores al compás de los rebotes que hacía el avión al atravesar las distintas capas de aire. Bryan tiró del cinturón de seguridad que lo apresaba y se arrojó sobre James, agarró la palanca de mando y tiró de ella hacia el cuerpo inánime.
Un delta de pequeños regueros de sangre se deslizó por la mejilla de James señalando la causa. Sobre y delante de la oreja se abrían dos largas brechas superficiales. La pieza de metal le había alcanzado en la sien y le había desgarrado gran parte del lóbulo de la oreja.
Sin previo aviso, se desprendió estruendosamente un pedazo más de la cubierta del morro y rodó por el ala izquierda. Un crujido anunció que todavía no se había acabado. Entonces, Bryan tomó la decisión por los dos y liberó a James de un tirón.
Como en una explosión, se desprendió la cúpula de la carlinga y la succión arrancó a Bryan del asiento. En medio del ulular del viento helado, Bryan agarró a James por debajo de las axilas y lo arrastró afuera, hasta el ala, donde un viento desgarrador azotó sus cuerpos. En ese mismo instante, el avión desapareció bajo sus pies. La sacudida en el espacio hizo que Bryan soltara a James que, laxo, cayó al vacío. Como un muñeco de trapo, el cuerpo de James flotó en el aire, frenado por el viento. Entonces se abrió su paracaídas de un tirón. El aleteo de los brazos le hacía parecer un pajarito volantón que emprende su primer vuelo.
Los dedos de Bryan eran como témpanos de hielo cuando tiró de la anilla de su paracaídas. En el momento que oyó el chasquido de la tela abriéndose sobre su cabeza, los disparos que llegaban de la tierra crepitaron enviando débiles destellos traicioneros a través del velo de nieve.
El avión dio un bandazo y se precipitó al vacío por detrás de ellos. Si salían a buscarlos, tendrían que emplearse a fondo. Hasta que eso ocurriera, Bryan debería concentrarse para que James, una pequeña bola gris que no paraba de dar bandazos, no desapareciera de su campo visual.
La tierra se acercó a Bryan con una fuerza inusitada y brutal. Los surcos del arado se perfilaban como zanjas de hormigón en la tierra dura y helada. Mientras todavía se encontraba echado en el suelo, intentando recuperar el aliento, el viento volvió a llenar la tela del paracaídas y lo arrastró por encima de los montículos de tierra, que desgarraron su mono de piloto. La nieve suelta había creado nuevos surcos de hielo antes de que Bryan hubiera siquiera alcanzado a notar el dolor.
Bryan vio cómo el cuerpo de James chocaba contra el suelo. Fue una visión terrorífica, como si la parte inferior de su cuerpo se hiciera añicos.
Contra todos los reglamentos, Bryan dejó que el viento se llevara el paracaídas y se dispuso a cruzar los surcos con pasos renqueantes. Algunas estacas demarcaban lo que había sido un corral. Los caballos habían desaparecido, sacrificados hacía ya tiempo. El paracaídas de James se había enganchado entre la corteza y la madera de uno de los postes. Bryan echó un vistazo a su alrededor, todo estaba en silencio. Entre las cascadas de nieve recién caída que lo azotaban, Bryan consiguió agarrar con las dos manos la tela danzante del paracaídas, y se dejó guiar por los tirones regulares de las cuerdas para alcanzar a James.
Tuvo que propinarle tres empellones hasta que consiguió darle la vuelta y ponerlo de costado. La cremallera cedió a regañadientes. Las puntas de los dedos helados de Bryan se abrieron paso entre las bastas prendas de vestir de su amigo. El calor que encontró más bien le produjo dolor.
Bryan contuvo la respiración hasta que sintió el pulso débil del compañero.
Cuando finalmente el viento se hubo calmado, la ventisca también había cesado. De momento todo estaba en calma.
James había empezado a resollar débilmente cuando Bryan lo arrastró hacia una espesura del bosque. Las copas de los árboles eran transparentes. Alrededor de los troncos se amontonaban los despojos de varias generaciones de tormentas prometiendo abrigo y cobijo. Tanta leña desaprovechada sólo podía significar que no vivía nadie cerca de allí, se dijo Bryan.
– ¿Qué dices? -inquirió una voz proveniente del cuerpo que se dejaba arrastrar irresoluto a través de la alfombra de nieve.
Bryan se postró de rodillas y levantó la cabeza de James posándola cuidadosamente en su regazo.
– James, ¿qué ha pasado?
– Pero ¿es que ha pasado algo? -Los ojos de James todavía no se habían abierto del todo. Miró a Bryan y luego dejó vagar la mirada por el espacio sobre su cabeza. Entonces la giró, dirigiéndola hacia el terreno negruzco que acababan de abandonar-. Dios mío, ¿dónde estamos?
– Nos estrellamos, James, ¿Estás herido?
– ¡No lo sé!
– ¿Notas las piernas?
– Están heladas.
– Pero ¿las sientes. James?
– Que sí, joder, ¡ya te he dicho que están heladas! ¿Qué lugar desierto es éste al que me has arrastrado?
El cielo matinal parecía burlarse de ellos. La luz de las estrellas aparecía con claridad bajo la línea abierta del horizonte; incluso el firmamento resultaba amenazador.
La visibilidad era muy buena y les permitía dominar el terreno varias millas a la redonda, aunque, en contrapartida, también ellos corrían el riesgo de ser descubiertos.
El paracaídas de James se hallaba en medio de un campo de tal extensión, que podría alimentar a una aldea entera. Desde allí, unas oscuras y nítidas huellas conducían hasta el escondite al que Bryan había arrastrado a James.
La situación empezaba a preocupar a Bryan, ahora que sabía. que su compañero estaba menos maltrecho de lo que cabía suponer. La helada había detenido la hemorragia de la oreja y las hinchazones en el rostro y el cuello de James eran insignificantes gracias a los efectos del frío. Habían tenido mucha suerte.
Y ahora parecía que se les había acabado.
La helada agrietaba las comisuras de sus labios y se iba apoderando lentamente de sus cuerpos. Si querían sobrevivir, tendrían que buscar cobijo en algún lugar.
James estaba al tanto de posibles aviones que pudieran sobrevolar la zona. Desde el aire, los restos que habían dejado en medio del campo no dejarían ninguna duda acerca de lo que allí había sucedido. Si llegaban los aviones, los sabuesos vestidos de verde militar no tardarían mucho en aparecer.
– En cuanto hayamos recogido los paracaídas, creo que deberíamos seguir corriendo hacia la hondonada de allí. -James señaló en dirección norte, hacia unos campos negruzcos y volvió a mirar hacia atrás-. Si nos dirigimos hacia el sur, ¿a cuánta distancia crees que estamos de la población más próxima?
– Si realmente nos hallamos donde yo creo, nos dirigimos directamente a Naundorf. Debe de encontrarse a aproximadamente una milla. Eso creo, pero no estoy seguro.
– Es decir, ¿que las vías del tren están hacia el sur?
– Sí, si no me equivoco. Pero no estoy seguro. -Bryan volvió a echar un vistazo a su alrededor-. Me parece que deberíamos hacer lo que has propuesto -dijo.
Un poco más allá, a lo largo de los primeros setos de abrigo, la nieve se amontonaba protegiéndolos parcialmente de ser vistos. Por tanto, siguieron la hilera de árboles durante algunos minutos hasta que apareció el primer agujero en la nieve. James jadeaba pesadamente y, mientras Bryan arrojaba el paracaídas en la zanja a través de la cavidad que se había abierto, apretó los brazos contra el pecho con fuerza, en un vano intento de ganarle la partida al frío. Cuando Bryan se disponía a preguntarle por su estado, ambos se detuvieron instintivamente y aguzaron el oído. El avión apareció a sus espaldas, moviendo las alas en un ligero balanceo mientras sobrevolaba la espesura que ellos acababan de abandonar. Por entonces. James y Bryan ya se habían echado al suelo. El avión hizo un giro, pasó por encima del campo meridional y desapareció tras los árboles. Durante algún tiempo, el zumbido del aparato se hizo cada vez más profundo, como si fuera a desaparecer. James levantó la cabeza lo suficiente para respirar.
Un silbido les hizo volver la cabeza. Las nubes sobre las copas de los árboles formaban pequeños campos oscuros y en uno de ellos volvió a aparecer el avión. Esta vez se dirigía directamente hacia ellos.
James se lanzó sobre Bryan y lo aplastó con fuerza contra los montones de nieve.
– ¡Tengo un frío de mil demonios! -exhaló Bryan con la cara enterrada en la nieve, bajo el cuerpo de James.
Intentó sonreír. James recorrió su espalda con la mirada y frunció la boca al ver los fondillos desgarrados del mono de piloto de Bryan y los terrones de nieve que se fundían al entrar en contacto con el cuerpo, desbordándose luego por la espalda y las caderas.
– Esperemos que sigas así durante algún tiempo -contestó a la vez que echaba la cabeza hacia atrás-. ¡Si el tipejo de allí arriba nos ha visto, pronto empezarás a sudar como un condenado!
En aquel mismo instante, el avión volvió a pasar por encima de los dos pilotos y desapareció.
– ¿Qué cacharro era? ¿Has podido fijarte? -preguntó Bryan mientras intentaba sacudirse la nieve de la espalda.
– Posiblemente, un Junkers; parecía ligero. ¿Crees que nos habrá visto?
– Si lo hubiera hecho, no seguiríamos vivos. ¡Pero sin duda ha visto las huellas que hemos dejado!
Bryan cogió la mano de James y dejó que éste lo levantara de un tirón. Ambos sabían que tan sólo era cuestión de tiempo hasta que todo terminara para ellos. Si alcanzaban el pueblo, tal vez tendrían alguna oportunidad. Debían confiar en que los campesinos entenderían que no teman intención de oponer resistencia, lo cual no sucedería si el avión o una de las patrullas que probablemente habían enviado detrás de ellos los encontraba antes.
No les darían ninguna oportunidad. Así de sencillo.
Corrieron durante un buen rato sin detenerse. Sus movimientos eran torpes. Cada vez que las botas chocaban contra la tierra helada, el dolor atravesaba sus cuerpos. James no parecía encontrarse bien y estaba pálido como un cadáver.
Oyeron un zumbido quedo que provenía de algún lugar lejano a sus espaldas. James y Bryan se miraron de soslayo. Se oyó un nuevo sonido que venía de delante. No era el mismo sonido, sino más bien el de un tren pesado en movimiento.
– ¿No decías que las vías del tren estaban hacia el sur? -jadeó James volviendo a oprimir las manos heladas contra el pecho.
– ¡Joder, James! ¡También te dije que no estaba seguro!
– ¡Vaya navegante que estás hecho!
– ¿Habrías preferido que le hubiese echado un vistazo al mapa en lugar de sacarte de esa estúpida lata yanqui?
James no contestó, posó la mano en el hombro de Bryan y señaló hacia el fondo de la hondonada grisácea que se extendía a ambos lados, desde donde llegaba el sonido inconfundible de la caldera bombeante de una locomotora.
– Ahora supongo que te habrás hecho una idea más exacta del lugar en el que nos hallamos…
Un simple gesto de Bryan hizo que se relajara. Ahora sabían dónde estaban; la cuestión era si eso les beneficiaría. Se agazaparon detrás de un arbusto de ramas muertas y grises. El tramo de vías férreas emergía del paisaje blanco como finas líneas dibujadas sobre una hoja de papel. El terraplén que se extendía desde las vías del tren tenía un ancho de entre seiscientos y setecientos metros y era bastante abierto.
Por tanto, habían estado al sur de las vías del tren durante todo el tiempo.
– ¿Estás bien?
Bryan tiró del cuello de la chaqueta de piel de James con cuidado, dándole la vuelta, de manera que estuvieran frente a frente. La palidez resaltaba las líneas del cráneo de James. Éste se encogió de hombros y volvió a dirigir la mirada a las vías del tren. Empezaba a clarear lentamente y las sombras en el valle se tornaron móviles y adquirieron forma; una visión majestuosa a la vez que aterradora. El sonido de los enormes convoyes era transportado hasta ellos en pequeñas oleadas por el viento. Los vagones pasaban uno detrás de otro como una cuerda de salvamento entre el frente y la patria. Locomotoras blindadas emitiendo bufidos, una eternidad de vagones plataforma protegidos por cañones, nidos de cañones automáticos al abrigo de sacos de arena y pardos vagones para el transporte de tropas, de entre cuyas cortinas bajadas no escapaba ni el más mínimo atisbo de luz. Una vez hubo pasado el convoy, otros sonidos anunciaron la aparición de nuevos convoyes.
Apenas transcurrían unos minutos entre el paso de un convoy y otro. Durante este corto espacio de tiempo, en el que sus rodillas habían empezado a dormirse bajo los cuerpos encogidos, debieron de pasar miles de destinos humanos; los veteranos extenuados y heridos hacia el oeste, los reservistas asustados y mudos hacia el este. Unas cuantas bombas lanzadas sobre este tramo todos los días y los rusos obtendrían el respiro que tanto ansiaban y el campo libre en la caldera infernal del frente este.
Bryan notó un tirón en la manga. James le impuso silencio con un gesto de la mano y aguzó los oídos. Entonces también Bryan lo oyó. Los sonidos llegaban de ambos lados.
– ¿Perros? -Bryan asintió.
– Pero sólo en uno de los grupos, supongo.
James volvió el cuello de la chaqueta y se incorporó ligeramente.
– El otro grupo está motorizado. Ése era el zumbido que escuchamos antes. Deben de haber abandonado las motos cuando atravesábamos las zanjas.
– ¿Los ves?
– No, pero debe de ser cuestión de segundos.
– ¿Qué hacemos?
– ¿Qué demonios crees que podemos hacer? -James volvió a agacharse y, estando en cuclillas, empezó a mecer el cuerpo hacia adelante y hacia atrás-. Hemos dejado tal rastro que incluso un ciego podría seguirlo.
– ¿Entonces nos rendimos?
– ¿Sabemos lo que hacen con los pilotos derribados?
– No me estás contestando, ¿nos rendimos?
– Tenemos que salir al descubierto, donde nos puedan ver. O creerán que pretendemos engañarlos.
En el momento en que Bryan se disponía a seguir a James hacia el fondo del valle notó el golpe traidor del viento. Un temblor sacudió la parte interior de sus mejillas.
Dieron unos rápidos pasos hasta encontrarse en campo abierto. Allí aguardaron, expectantes y con los brazos en alto, la llegada de sus perseguidores.
Primero no pasó nada. Las voces enmudecieron. Los movimientos cesaron. James susurró que los soldados tal vez habían pasado de largo y dejó caer los brazos.
En aquel mismo instante sonaron los disparos.
La oscuridad invernal que poco a poco iba adquiriendo un tono gris acudió en su ayuda. Cayeron de bruces sobre la tierra fría, uno al lado del otro, interrogándose mutuamente con la mirada. Estaban ilesos.
Bryan empezó inmediatamente a avanzar arrastrándose por el suelo en dirección a las vías del tren. De vez en cuando echaba un vistazo por encima del hombro a James que, con una mirada salvaje, se arrastraba a trancas y barrancas sobre rodillas y codos, superando duros terrones y ramas heladas. La herida de la oreja se había vuelto a abrir y, por cada brazada que daba, unas pequeñas manchas rojas se mezclaban con la nieve que iba levantando a su paso.
Se oyeron unas cuantas descargas de ametralladoras que perforaron el aire sobre sus cabezas en amplios embates. Los soldados no dejaban de gritar mientras disparaban.
– Ahora soltarán a los perros -bufó James, agarrando a Bryan por el tobillo-. ¿Estás preparado para salir corriendo?
– ¿Adonde, James?
Una ola cálida recorrió el vientre de Bryan contrayendo sus entrañas en una defensa descontrolada y desesperada.
– Cruzaremos las vías. Ahora mismo no hay ningún tren.
Bryan alzó la cabeza y echó un vistazo por el amplio y traicionero terraplén que se extendía ante sus ojos. ¿Y luego qué?
En el mismo instante en que enmudecía una descarga prolongada de disparos. James se puso en pie y agarró a Bryan, La pendiente era muy abrupta, casi mortal, si te precipitabas por ella con unas botas que apenas cedían con los golpes, por no mencionar los pies helados y nada elásticos, incapaces de percibir matiz alguno del suelo que pisaban. Los proyectiles silbaban sobre sus cabezas,
Cuando llegaron a un tramo más llano, unos cientos de metros más abajo, Bryan miró hacia atrás rápidamente. James corría detrás de él como si todas sus articulaciones se hubieran congelado, con los dedos tiesos y la nuca hacia atrás. A sus espaldas, la marea de soldados se diseminaba por la pendiente deslizándose sobre las espaldas por el primer y abrupto tramo del terraplén.
Los soldados se retrasaron ligeramente y los disparos cesaron durante unos preciosos segundos. Cuando volvieron a disparar, el blanco había desaparecido. ¡A lo mejor los cerdos se habían cansado! O tal vez delegarían el resto del trabajo en los perros.
Las ágiles y flacas máquinas mortíferas abandonaron ladrando sus cuerdas de acuerdo con el adiestramiento que habían recibido, silenciosamente y sin demora.
Cuando Bryan alcanzó el final de la pendiente, dispuso de una amplia visión a ambos lados, iluminada por la pálida luz de) amanecer.
Por las vías se estaban acercando dos convoyes, uno desde cada lado, lo que les impedía desaparecer entre los setos de abrigo, al otro lado de las vías del tren. Un poderoso estampido hizo estremecerse a Bryan. Todavía a la carrera, James había alcanzado a sacar su revólver Enfield. Una mancha negra en la nieve a cierta distancia atestiguaba que James había herido a un perro que se había abalanzado sobre él.
Los otros tres perros se desviaron instintivamente hacia el rastro que iban dejando los dos hombres, dispuestos a lanzarse sobre la espalda de James.
Uno de ellos, un pastor alemán, se había soltado, sediento de sangre, dejando atrás a su guía y la cadena que le colgaba entre las patas aminoraba su avance ligeramente en relación a los dóberman que lo precedían.
La nieve volvió a levantarse en remolinos alrededor de Bryan y James. Las descargas dispersas terminarían alcanzándolos antes o después.
Volvió a oírse el revólver de James. Bryan manoseó la solapa de la funda de su revólver y asió la culata. Entonces se echó a un lado y apuntó mientras James lo adelantaba.
En un segundo fatal, el perro que James acababa de herir se dejó distraer por la maniobra de Bryan y cerró las mandíbulas en el aire en el mismo instante en que sonó el disparo. El animal dio algunas volteretas antes de quedarse totalmente inmóvil. Los demás chuchos no dudaron en lanzarse sobre Bryan, tal como habían aprendido a hacerlo: contra el pecho y los brazos. Bryan se dejó tumbar y disparó contra uno de ellos en el momento en que le caía encima, sin que alcanzara a herirlo de forma efectiva.
Con la culata del revólver golpeó con fuerza en la nuca al pastor alemán que le colgaba del brazo izquierdo, y el perro cayó muerto a tierra. Bryan se incorporó rápidamente e hizo frente al primer animal que ya saltaba sobre él.
En el mismo segundo en que su mandíbula se cerraba alrededor de la manga de Bryan, el perro empezó a zarandear a su víctima. No tenía intención de soltarla mientras siguiera vivo. Un fuerte puntapié lo hizo volar por los aires, brindándole así la ocasión a Bryan de girar la mano y a su vez disparar contra la bestia. En el momento en que el cuerpo del animal se desplomó, Bryan resbaló y el revólver se le escapó de la mano. Volvieron a sonar las ametralladoras. Los soldados ya no corrían el riesgo de herir a sus perros, que yacían tendidos en la nieve.
James lo aventajaba en unos cincuenta metros. La cazadora de cuero le colgaba suelta de los hombros, que seguían encogidos. Cada vez que pisaba el suelo, un temblor descontrolado recorría su cuerpo.
Hacia el este, a unos pocos cientos de metros más abajo, apareció la segunda patrulla. Aunque los soldados no podían apuntar con seguridad, su sola presencia amenazaba la integridad de Bryan y de James y no tuvieron más remedio que seguir corriendo en dirección a las vías y los dos convoyes, que pronto les cerrarían el paso.
Bryan estaba a punto de quedarse sin aliento, y mientras corría, su cabeza se balanceaba de un lado a otro en un intento de alcanzar a James. Una idea delirante le había rozado la mente. Si los alcanzaban, y tal como estaban las cosas parecía inevitable, siempre sería preferible morir juntos.
El primer tren que les obstaculizó el paso llegaba del este y recorría la vía más cercana.
El personal de la locomotora observaba, impávido, las patrullas que se acercaban a los pilotos desde atrás y desde los lados, Ante sus ojos pasaba traqueteante aquella absurda visión de vagones de madera marrones con el distintivo de la Cruz Roja pintado en el costado en medio de un paisaje desértico y blanco. Ni un solo rostro asomó de las ventanillas de los vagones.
Sobre las otras vías, con rumbo este, dos locomotoras blindadas acopladas entre sí tiraban de una línea de vagones de color verde grisáceo que pronto desapareció detrás de la locomotora delantera del tren ambulancia. Los soldados apostados sobre los últimos vagones del tren blindado ya los habían descubierto y se habían puesto en marcha, pero no podían disparar contra ellos desde allí, pues corrían el riesgo de alcanzar el tren ambulancia.
Bryan dio un paso adelante y notó el soplo que emitió el pie de James al abandonar la huella que acababa de dejar y que ahora pisaba Bryan. De entre la respiración entrecortada de James se oyó un silbido. Bryan aminoró la marcha y miró hacia atrás.
En el preciso instante en que James alcanzó el convoy pasaron dos vagones. James avivó el paso y alzó la mano para agarrar la barandilla más cercana. La sacudida que experimentó al entrar en contacto con el tren le hizo soltar la barandilla de hierro por un instante y, aunque volvió a asirla por la parte inferior, su posición impedía que pudiera subirse al estribo por su propia fuerza. El sudor de la mano se heló al momento. Cuando estaba a punto de perder el equilibrio, Bryan lo alcanzó e intentó agarrarlo.
Un empujón lo impulsó hacia la escalerilla más cercana. Hizo girar el brazo que tenía libre imitando el movimiento de las aspas de molino a fin de mantener el equilibrio mientras corría torpemente de costado. Tras unos cuantos giros soltó su Enfield que, dibujando una amplia curva en el aire, salió disparada por encima del vagón. James trastabilló y durante un corto espacio de tiempo fue arrastrado sobre las traviesas, agarrado a la barandilla por la mano helada que se le había quedado enganchada. Cada vez que una traviesa golpeaba contra su tibia. James caía rodando peligrosamente cerca de las ruedas del tren. Haciendo un último y desesperado esfuerzo, volteó la pierna en un amplio giro y logró subirse de un tirón. Bryan dio un par de rápidos pasos más y se metió en el vagón de delante agarrándose con tal levedad a la barandilla que tan sólo se le quedó enganchado un pedacito de piel en el metal helado.
– ¡Ya está! ¡Ya lo tengo! -gritó James.
En ese mismo instante logró impulsarse hacia arriba con tal fuerza que su cuerpo salió despedido contra la escalerilla metálica.
Por detrás apareció la vanguardia de la primera patrulla, soldados con los rostros amoratados por el frío, demasiado cansados para mantener el equilibrio en la nieve que levantaba el viento. Uno intentó agarrarse a una de las escalerillas que conducía al techo del vagón. Sin embargo, cayó de bruces en el intento y después de dar unos rápidos pasitos de puntillas volvió a tropezar, esta vez dando unas aparatosas volteretas sobre las traviesas.
Pronto el cuerpo del soldado se quedó inmóvil.
Mientras tanto, el tren blindado los habla adelantado y el tren ambulancia empezaba a acelerar obcecadamente.
Y los perseguidores se detuvieron.
Las siluetas danzantes de unos árboles desnudos aparecieron sobre las lomas, al sur del tren traqueteante que seguía avanzando.
Poco a poco James había recuperado el aliento y pasó la mano por la espalda de su amigo.
– Incorpórate, Bryan. ¡Vas a pillar una pulmonía!
A ambos les castañeteaban los dientes.
– No podemos quedarnos aquí -dijo Bryan, que se había tumbado sobre el suelo helado.
Por un instante, el tren se inclinó hacia una loma en una curva suave ofreciéndoles una amplia vista.
– Si nos quedamos aquí fuera, nos moriremos de frío o acabarán con nosotros a tiros en la próxima estación. Tenemos que saltar en cuanto podamos.
Bryan, con la mirada vacía, escuchaba con atención el traqueteo cada vez más rápido que producía el contacto de las ruedas del tren con las junturas de los raíles.
– ¡Maldita sea! -añadió quedamente.
– ¿Estás herido? -James no miraba a Bryan-. ¿Puedes ponerte en pie?
– ¡No creo estar más maltrecho que tú!
– Al menos podemos agradecer que hayamos tenido la suerte de subir a un tren ambulancia. Tenemos una plaza hospitalaria asegurada, al otro lado de la puerta.
Ninguno rió. James alcanzó el tirador de la puerta e intentó moverlo. 1.a puerta estaba cerrada con llave.
Bryan se encogió de hombros. Aquello era una locura.
– Nos recibirán a balazos si conseguimos abrir la puerta. A saber lo que se esconde al otro lado.
James comprendió inmediatamente lo que quería decir su compañero. Nadie daba un duro por la cruz roja, aún menos si estaba pintada sobre material alemán. Hacía ya tiempo que abusaban del signo de la misericordia. Incluso los pilotos de los cazas aliados habían dejado de tener vedado ese tipo de transportes, ambos lo sabían mejor que nadie.
¿Y si realmente se trataba de un tren hospital? El odio que sentían los alemanes hacia los pilotos aliados era comprensible. Él también tenía sus razones para odiar a los hombres de la Luftwaffe. Todos tenían cargos de conciencia más que suficientes para olvidar la misericordia. Todos los que participaban en aquella guerra de locos.
Una sola mirada de James hizo que Bryan asintiera con la cabeza. Los ojos sólo expresaron melancolía; melancolía y tristeza.
La suerte había dejado de ser un valor infinito.
El tren se tambaleó al cruzar un paso a nivel. La silueta de una mujer de edad avanzada que irradiaba una autoridad natural se dibujó nítidamente en el camino, al lado de la casilla de peajero que estaba a su cargo.
James sacó la cabeza cautelosamente y echó un vistazo a su alrededor. Todavía estaba oscuro; todo estaba en calma; nada dejaba adivinar lo que traería la próxima curva, ni lo que les aguardaría en la siguiente.
Empezaron a oírse algunos ruidos provenientes del interior del vagón. La mañana había surtido su efecto. Era el pistoletazo de salida para que los enfermeros iniciaran sus tareas. A sus espaldas oyeron el crujido del pestillo de la puerta que unía las plataformas de los dos vagones. Un suave golpecito en el cuello de la cazadora hizo que James alzara la vista. Bryan reculó hasta colocarse detrás de la puerta y le hizo señas a su compañero para que siguiera su ejemplo.
Un segundo después alguien tiró de la puerta. Un joven asomó la cabeza, respiró profundamente y suspiró, complacido. Gracias a Dios, el viento soplaba del norte y el enfermero tuvo que salir al extremo de la plataforma, dándoles así la espalda antes de abrirse la bragueta.
Bryan posó la mano sobre el brazo de James cuando éste empezó a temblar nerviosamente. Pero James retiró el brazo con un gesto impaciente y desplazó el peso a la pierna que estaba mejor colocada a fin de tomar ímpetu para el salto. El enfermero flexionó ligeramente las rodillas y soltó una ventosidad mientras se sacudía satisfecho las últimas gotas de orina al viento.
Desde donde se hallaba Bryan, pareció que James esperaba a que el enfermero diera la vuelta para saltar. El golpe cayó inmisericorde, atravesando el rostro perplejo del alemán, que se precipitó al vacío. Un ruido sordo y el súbito cambio de sentido del cuerpo reveló la muerte del enfermero al chocar contra un olmo solitario que dominaba majestuosamente la ladera que dejaron atrás. En su caída continuada, el cuerpo desapareció tras un arbusto cubierto de hielo.
Tardarían todavía un tiempo en descubrirlo.
Bryan estaba horrorizado. Jamás se habían encontrado cara a cara con la muerte que tantas veces habían causado. James se apoyó contra la pared vibrante del vagón.
– ¡No podía hacer otra cosa, Bryan! ¡Era él o nosotros!
Bryan acercó la frente a la mejilla de James y suspiró.
– ¡Va a resultar muy difícil rendirse después de esto, James!
La ocasión de rendición había sido perfecta. El joven enfermero había salido a la plataforma solo y desarmado. Ahora era demasiado tarde para arrepentirse. Lo hecho, hecho estaba. Las traviesas pasaban zumbando bajo sus pies y el traqueteo de los raíles se iba haciendo cada vez más insistente.
Si saltaban ahora, serían aplastados en la caída.
James volvió la cabeza y acercó la oreja a la puerta. Al otro lado todo estaba en silencio. Escarmentado, se secó las manos en los pantalones, asió el tirador de la puerta, acercó el índice a los labios y asomó la cabeza por la hendidura de la puerta.
Le hizo un gesto a Bryan para que lo siguiera.
El interior del vagón estaba a oscuras. Un tabique indicaba el paso a una estancia más amplia, de la que les llegaban algunos ruidos y un poco de luz. Debajo del techo había algunos estantes repletos de tarros, botellines, tubos y cajas de cartón de todos los tamaños; en una esquina había un taburete. Esa estancia era el espacio reservado al enfermero de noche.
Al chico al que acababan de quitarle la vida.
James se bajó la cremallera de la cazadora cuidadosamente y le indicó a Bryan que hiciera lo mismo con su mono de piloto.
Pronto se encontraron en mangas de camisa y calzoncillos largos. James había lanzado el resto de sus ropas al viento desde la plataforma que acababan de abandonar.
Tenían sus esperanzas depositadas en que no les dispararan inmediatamente al verlos ataviados de aquella guisa.
La visión con la que se encontraron tras el tabique les hizo detenerse: decenas de soldados apiñados en estrechas camas de acero o sobre colchones de crin de rayas grises y blancas en el suelo, pegados uno a otro. Una estrecha franja de tablas desnudas conducía hasta el fondo del vagón; era el único camino que podían tomar. Varios rostros inexpresivos y soñolientos estaban vueltos hacia ellos, aunque no parecía que nadie fuera a reaccionar a su presencia. Muchos todavía llevaban el uniforme puesto. No había ni un solo soldado raso.
Un sofocante hedor a orina y excrementos se mezclaba con unos discretos olores dulzones a alcanfor y cloroformo. La mayoría de aquellos hombres gravemente heridos respiraban con dificultad, pero ninguno se quejaba.
Al pasar lenta y comedidamente por su lado, James saludó con un gesto de la cabeza a aquellos a los que todavía parecía quedarles un poco de vida. Unas sábanas sucias y finas eran lo único que los protegía del frío.
Uno alzó el brazo hacia Bryan, que intentó zafarse con una sonrisa. James estuvo a punto de tropezar con un pie que asomaba por debajo de una sábana. Se llevó la mano a la boca para ahogar una exclamación de sorpresa y dirigió la mirada al hombre que estaba tendido a sus pies. La mirada que le devolvió el oficial era fría y mortecina. Probablemente, el oficial llevaba muerto toda la noche y todavía estrujaba una compresa entre los dedos; la gasa estaba limpia pero el colchón estaba manchado de la sangre que debió abandonar al pobre desgraciado de forma repentina y violenta.
En el mismo momento en que James le arrancaba la gasa de £a mano al muerto y se llevaba el rollo a la herida que tenía en el lóbulo de la oreja y de la que volvía a manar la sangre, oyeron un traqueteo y un chirrido procedente del fondo del vagón de donde habían venido.
– ¡Sígueme! -susurró James.
– ¿Por qué no nos quedamos dónde estamos? -prorrumpió Bryant al llegar al pasillo de comunicación. Casi todo el suelo estaba cubierto de vendas usadas que enrarecían el aire y lo hacían irrespirable.
– ¿Pero es que no tienes ojos en la cara, Bryan?
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Los oficiales del vagón llevaban todos la insignia de las SS. ¡Todos! ¿Qué crees que pasará si, en lugar de los enfermeros, nos descubren unos soldados de las SS? -Le envió una sonrisa triste a Bryan y cerró los labios. Su mirada se endureció-. Te prometo que saldremos de aquí, Bryan, ¡siempre y cuando me confíes las decisiones a mí!
Bryan no dijo nada.
– ¿De acuerdo? -La mirada de James se tornó insistente.
– ¡De acuerdo! -Bryan intentó enviarle una sonrisa.
Un cubo lleno de instrumental cromado tintineó a los pies de Bryan. Una oscura masa líquida e indefinida se escurría por los bordes.
Todo parecía indicar que el cometido primordial de aquel transporte era trasladar a aquellos hijos de la gran Alemania a tierras alemanas.
Si ése era un tren hospital normal y corriente, el frente oriental debía de ser el infierno en la tierra.
El siguiente vagón no estaba a oscuras. Varias bombillas iluminaban las dos hileras de enfermos que se hacinaban a lo largo de las dos paredes del vagón.
James se detuvo detrás de una de las camas y sacó el cuadro médico del paciente. Saludó con una leve inclinación de la cabeza al paciente, que no era consciente de su presencia, y se acercó a la siguiente camilla. Al ver su cuadro médico se quedó paralizado. Bryan se le acercó sin hacer ruido y echó un vistazo a la tarjeta.
– ¿Qué pone? -preguntó en un susurro.
– Pone «Schwarz, Siegfried Antón. Geb. 10.10.1907, Hauptsturmführer».
James dejó caer la tarjeta y lo miró fijamente a los ojos:
– ¡Son todos oficiales de las SS! También en este vagón, Bryan.
Uno de los pacientes que tenían más cerca llevaba muerto varias horas. Un enfermero ingenioso había atado el brazo lisiado en cabestrillo, de manera que las sacudidas ocasionales del tren no incidieran en la fractura. James fijó la mirada en su axila y agarró a Bryan.
Un grito proveniente del vagón que acababan de abandonar hizo que se sobresaltara el oficial cuyo cuadro médico acababan de estudiar. Los miró con las comisuras de los labios borboteantes de espuma.
Más adelante, donde los vagones se acoplaban con fuelles de lona de color marrón negruzco, se dieron cuenta de que el siguiente vagón era distinto. El ruido de los raíles estaba más amortiguado que antes. El tirador era de latón. La puerta se abrió sin chirridos.
Allí no había tabique. Unas pocas lámparas que desprendían una luz amarillenta iluminaban diez camas dispuestas en paralelo, tan juntas que los enfermeros apenas podían escurrirse entre ellas. Las botellas de vidrio que pendían sobre las cabeceras con sus líquidos prolongadores de la vida tintineaban débilmente contra los soportes de acero. Éste era el único ruido que se oía en el vagón. En cambio llegaban unas voces muy nítidas desde el vagón de delante.
James se encajonó entre las dos primeras camas y se inclinó sobre el paciente que tenía más cerca. Se detuvo un instante a observar la caja torácica del enfermo, que subía y bajaba de forma casi imperceptible. Luego se dio la vuelta sin hacer ruido y acercó la oreja a la región cardíaca del siguiente paciente.
– ¡Qué diablos estás haciendo, James! -protestó Bryan en voz tan baja como le fue posible.
– ¡Encuentra a uno que se haya muerto, pero date prisa! -dijo James sin mirarlo mientras se apresuraba a pasar al siguiente.
– ¿Acaso pretendes que nos echemos en sus camas?
Bryan no se creyó, ni por un instante, su propia ocurrencia descabellada.
Sin embargo, la mirada que James le dirigió mientras se incorporaba le hizo cambiar de parecer. «¿Qué otra cosa te habías imaginado que podíamos hacer», parecían decir sus ojos.
– ¡Nos matarán. James! Si no es por el enfermero, será por esto.
– Cállate ya, Bryan. ¡Nos matarán hagamos lo que hagamos, en cuanto tengan la menor ocasión! ¡Puedes estar seguro de ello!
James se incorporó de un salto sobre el lecho y empujó el cuerpo hacia adelante. Luego despojó al hombre del camisón y dejó que el cuerpo inánime volviera a derrumbarse violentamente contra la cabecera de la cama con los brazos colgando a ambos lados.
– Ayúdame -le dijo en tono imperioso mientras le arrancaba la cánula del brazo al muerto y lo despojaba de las mantas que lo cubrían. Un hedor podrido provocó los jadeos de Bryan.
James empelló el cuerpo hacia adelante para que Bryan pudiera agarrarlo. La fina piel del muerto estaba magullada y fresca, aunque sin llegar a estar fría del todo. Las náuseas y las arcadas hicieron que Bryan contuviera la respiración y apartara la vista mientras James tiraba de los ganchos de la ventana más próxima hasta que los nudillos de sus manos se volvieron blancos y duros.
Bryan, que a punto estuvo de desplomarse, se mareó al notar el aire helado que entraba por la ventana. James retorció el cuerpo librándolo de los brazos de su compañero, levantó ligeramente el brazo derecho del muerto, echó un vistazo por debajo de éste para, acto seguido, clavar la mirada en su rostro; no era mucho mayor que ellos.
– ¡Échame una mano de una maldita vez, Bryan!
Al agarrarlo por las axilas, los brazos laxos del cadáver se elevaron en el aire. Bryan buscó sus pies y tiró de ellos. Entonces James se reclinó tanto como pudo y trasladó el cadáver al otro lado. Respiró profundamente y empujó el cuerpo del soldado hacia arriba con toda su fuerza, de manera que la nuca quedara apoyada en el estrecho marco metálico de la ventana durante un momento. Cuando se liberó del peso y el cadáver aleteó libremente en el aire atravesando la fina capa de hielo de la zanja que en aquel mismo instante cruzaba las vías del tren, Bryan empezó a comprender lo que había pasado.
Ya no cabía la posibilidad de dar marcha atrás y volver a la inocencia de antaño.
James se apresuró a dar la vuelta a la cama para tomarle el pulso al siguiente cuerpo. Repitió el procedimiento y empelló el cuerpo hacia adelante.
Sin que mediara ni una sola palabra, Bryan recibió el cuerpo y echó la manta que lo cubría al suelo. Ese hombre tampoco llevaba vendajes, pero era algo más pequeño y de complexión más fuerte que el anterior.
– Pero ¡si no está muerto! -objetó Bryan a la vez que estrechaba el cuerpo caliente entre sus brazos. James echó el brazo del paciente hacia atrás y miró a su axila.
– Grupo sanguíneo A positivo. ¡Recuérdalo, Bryan!
Dos tenues inscripciones en la axila mostraron el trabajo del tatuador,
– ¿Qué me estás diciendo, James?
– Que éste se te parece más a ti que a mí y que, por tanto, a partir de ahora tu grupo sanguíneo es el A positivo. Todos los soldados de las SS llevan tatuado el grupo sanguíneo en la axila izquierda y la mayoría, además, el emblema de las SS en la derecha.
Estas palabras hicieron que Bryan se detuviera:
– ¡Estás loco! ¡Así nos descubrirán en seguida!
James no reaccionó. En su lugar consultó los cuadros médicos de las dos camas y los estudió, uno a uno.
– Tú te llamas Amo von der Leyen y eres Oberführer. Yo me llamo Gerhart Peuckert. ¡Acuérdate!
Bryan miró incrédulo a James.
– ¡Oberführer! ¡Sí, has oído bien! -El rostro de James reflejaba gravedad-. ¡Y yo soy Standartenführer! ¡Hemos prosperado una barbaridad, Bryan!
Pocos segundos después de que se hubieran desnudado y hubieran hecho desaparecer su ropa por la misma ventanilla por la que habían hecho desaparecer a los dos soldados, el soplo de una casa adyacente les avisó de que acababan de cruzar un paso a nivel.
– ¡Quítatela! -le dijo James señalando la placa de identificación que Bryan llevaba colgando en el pecho desde hacía cuatro años.
Bryan titubeó. De un súbito tirón. James se la arrancó. Bryan sintió un vacío en el estómago cuando su compañero arrojó las dos placas por la ventanilla.
– ¿Y el pañuelo de Jill? -dijo Bryan señalando la pañoleta con el corazón bordado que todavía pendía alrededor del cuello de James. James no se molestó siquiera en comentarlo y se puso el camisón que le había quitado al cadáver.
James, que seguía sin inmutarse, se subió a la cama y se echó sobre las sábanas mugrientas y las heces del muerto. Aspirando profundamente se centró un instante en silencio, fijó la mirada unos segundos en el techo y susurró entonces sin volver la cabeza:
– ¡Vale! Hasta ahora, todo bien. Ahora tendremos que quedamos aquí tendidos, ¿lo has entendido? Nadie sabe quiénes somos y nosotros no se lo vamos a contar. Recuerda: ¡pase lo que pase, debes mantener la boca cerrada! Si metes la pata, aunque sólo sea una vez, estaremos acabados.
– ¡No hace falta que me lo digas, joder! -Bryan miró con disgusto la sábana manchada. Cuando se echó sobre ella le pareció húmeda-. Prefiero que me cuentes qué crees que dirán los enfermeros cuando nos vean. ¡No vamos a poder engañarlos, James!
– Tú limítate a mantener la boca cerrada y a hacerte el inconsciente, así no se darán cuenta de nada, puedes estar seguro de ello. ¡Debe de haber más de mil heridos en este tren!
– Tengo la impresión de que los que están aquí son algo especiales…
Un chasquido metálico proveniente del vagón anterior les hizo callarse y cerrar los ojos. Oyeron pasos que avanzaban hacia ellos, pero pasaron de largo y siguieron hasta el vagón siguiente. Bryan distinguió un uniforme entre las pestañas apretadas y vio cómo desaparecía por la puerta.
– ¿Qué hacemos con las cánulas, James? -dijo Bryan con voz queda.
James echó un vistazo por encima del hombro. El tubo de goma colgaba suelto al lado de la cama.
– No vas a conseguir que me lo clave en el brazo -prosiguió.
La expresión del rostro de James le puso la carne de gallina.
James se levantó de la cama silenciosamente y agarró del brazo a Bryan, que abrió los ojos aterrado.
– ¡No lo hagas! -bufó-. ¡No tenemos ni idea de lo que tenían esos soldados! ¡Nos pondremos enfermos!
El grito sofocado de Bryan advirtió a James de que tales consideraciones habían dejado de tener importancia. Bryan, estupefacto, se quedó mirando la cánula que había penetrado en la sangradura de su brazo mientras el tubo seguía bandeando de un lado a otro y James volvía a echarse en el lecho de muerte del vecino.
– No debes tener miedo, Bryan. Lo que estos soldados tenían no es nada de lo que nos vayamos a morir.
– Eso no puedes saberlo. Al fin y al cabo no tienen heridas por ningún lado. Puede que tengan las enfermedades más espantosas del mundo.
– ¿Prefieres que te ejecuten a aprovechar esta ocasión?
James bajó la mirada hasta su brazo y apretó la cánula con fuerza. Volvió la cabeza e introdujo la aguja en un punto fortuito de la vena hasta casi perder el sentido.
En ese mismo instante la puerta del vagón de detrás se abrió.
Bryan sintió que su corazón lo traicionaba al latir con demasiada fuerza y sonoridad cuando los pasos se mezclaron con las voces. No entendía nada. Para él, las palabras eran meros sonidos, nada más.
De pronto apareció en su mente la memoria nítida de muchos días alegres en Cambridge.
Por aquel entonces, James había estado demasiado ocupado estudiando alemán, idioma en el que estaba especializado, para abandonarse al júbilo generalizado. Y ahora se encontraba postrado a su lado, conquistando sus laureles/pues entendía lo que me estaba diciendo. Bryan se reconcomía de remordimiento. Si hubiera podido, habría dado todas sus horas de amor, todos sus flirteos retozones y demás placeres y delicias a los que se había abandonado por entender aunque sólo fuera una fracción de lo que se decía en ese momento en el vagón.
En su impotencia, Bryan se aventuró a entreabrir los ojos. Al fondo del vagón había un grupo numeroso de personas inclinado sobre una cama consultando el cuadro médico de un paciente.
Entonces la enfermera corrió la sábana por encima de la cabeza del paciente mientras los demás seguían su ronda. Un sudor frío y húmedo se asentó en el nacimiento del cabello de Bryan y empezó a deslizarse por su cara.
Una mujer pechugona entrada en años, que aparentemente ostentaba cierta autoridad, precedía al resto del grupo evaluando con mirada experta a los pacientes mientras sacudía los cabezales de las camas metálicas. Al ver la oreja de James se detuvo y se escurrió entre las camas de Bryan y James.
Murmuró un par de palabras y se inclinó aún más, como si quisiera tragarse a James.
Cuando volvió a incorporarse, se dio la vuelta y miró a Bryan en el mismo momento en que éste cerraba los ojos. «Dios mío, haz que pase de largo», pensó, prometiéndose a sí mismo que no volvería a ser tan imprudente.
El sonido de sus tacones fue amortiguándose a medida que se alejaba. Bryan echó un vistazo a su alrededor por el rabillo del ojo. James seguía tendido a su lado, completamente relajado, con el rostro vuelto hacia él y los ojos cerrados, sin el más leve parpadeo que pudiera delatarlo.
Quizá James tenía razón cuando le había dicho que el personal médico no era capaz de distinguir a un paciente de otro.
En cualquier caso, la enfermera en jefe había pasado por su lado sin inmutarse.
Pero ¿qué pasaría cuando les sometieran a un examen más exhaustivo? ¿Cuando tuvieran que lavarlos? O cuando se presentaran las ganas de orinar o, en su caso, cuando tuviera que defecar. Bryan no se atrevía a pensar en las consecuencias y ya empezaba a notar ciertos retortijones en el vientre que iban en aumento.
Cuando la enfermera en jefe hubo echado el último vistazo a la última cama del vagón, batió las manos y profirió una orden. Poco después se hizo un profundo silencio en el vagón.
Al cabo de unos pocos minutos Bryan volvió a entreabrir los ojos. James lo estaba mirando fijamente con una mirada elocuente.
– Se han ido -susurró Bryan mientras echaba una mirada a la hilera de camas-. ¿Qué pasó?
– A nosotros nos dejan para más tarde. ¡Hay otros que están más necesitados de sus atenciones!
– ¿Entiendes lo que dicen?
– ¡Sí! -James se llevó la mano a la oreja y recorrió su cuerpo con la mirada. Las heridas que tenía en el cuerpo y en la mano no saltaban a la vista-: ¿Qué aspecto tienen tus heridas?
– ¡No lo sé!
– ¡Pues a ver si te enteras!
– ¡Pero si no puedo quitarme la camisa ahora!
– ¡Inténtalo! Tienes que secarte la sangre, si es que la hay. ¡Si no lo haces, puede que sospechen de ti!
Bryan miró la cánula de soslayo. Examinó la sala, inspiró profundamente y se sacó la camisa por encima de la cabeza, de manera que le colgara del brazo en el que se había introducido la cánula.
– ¿Qué pinta tiene? -se oyó de la cama vecina.
– ¡No demasiado buena!
Tanto los brazos como los hombros estaban necesitados de una ablución a fondo. Las heridas no eran profundas pero tenía una brecha en el hombro que le llegaba a la espalda.
– Lávate con la mano. Utiliza saliva y luego lámete la mano. ¡Pero date prisa, Bryan!
James se incorporó ligeramente en el lecho. Cuando la brecha en el hombro de Bryan volvió a estar tapada por la camisa, James asintió ligeramente con la cabeza. Sus labios intentaron dibujar una sonrisa, pero su mirada denotaba que le preocupaban otros asuntos.
– ¡Tenemos que tatuarnos, Bryan! -dijo-. ¡…Cuanto antes mejor!
– ¿Cómo se hace?
– Se inyecta tinta bajo la piel. ¡Usaremos la cánula!
Bryan se mareó con sólo pensarlo.
– ¿Y la tinta?
– Creo que podemos utilizar la mugre de las uñas.
El examen de las manos confirmó que la cantidad de mugre sería más que suficiente.
– ¿No crees que podemos contraer el tétanos?
– ¿Cómo?
– ¡Por la mugre de las uñas!
– ¡Olvídalo, Bryan! Ése no es nuestro mayor problema.
– Pero ¿es que no piensas en lo que puede llegar a doler?
– ¡No! Estoy pensando en lo que debemos tatuarnos.
La nitidez de la frase sorprendió a Bryan. En ningún momento se le había ocurrido hacerse esa pregunta. ¿Qué iban a tatuarse?
– ¿Qué grupo sanguíneo tienes tú. James? -preguntó.
– Grupo 0, Rh negativo, ¿y tú?
– B, Rh positivo -contestó Bryan quedamente.
– Pues vaya mierda -dijo James cansinamente-. Pero estucha, si no nos tatuamos A+, en algún momento se darán cuenta de que algo anda mal, ¡cono! Debe de ponerlo en el expediente, ¿no?
– ¿Y qué pasará si nos hacen una transfusión con la sangre equivocada? ¡Es peligrosísimo, joder!
– Supongo. -Esto último lo dijo en voz muy baja-. Tú puedes hacer lo que te dé la gana, Bryan, pero yo pienso tatuarme el A+
La fuerte presión que Bryan sentía en el abdomen lo confunda haciendo que mezclara los problemas. No iba a poder soportarlo por mucho tiempo.
– Tengo que mear -dijo.
– ¡Pues mea! No tiene sentido aguantarse aquí,
– ¿En la cama?
– ¡Sí, joder, Bryan, en la cama! ¿Dónde, si no?
Unos movimientos bruscos provenientes del vagón de detrás los llevaron a cerrar los ojos de golpe y a quedarse inmóviles en h postura en que se hallaban. Bryan estaba incómodo, con un brazo debajo del cuerpo y el otro sobre la manta. Aunque habría querido, ahora le resultaba imposible orinar.
Los mecanismos de cierre decidían por sí mismos.
Bryan creyó "poder distinguir al menos a cuatro enfermeras teniendo en cuenta la entonación y la calidez de las voces. Probablemente una pareja de enfermeras se encargaba de hacer una cama. Bryan no se atrevió a girar la cabeza.
Al fondo de la sala, uno de los equipos de enfermeras bajó el larguero de la cama del muerto. Seguramente se disponían a trasladar el cuerpo a otro lugar.
El equipo que tenía más cerca parloteaba mientras trabajaba con eficacia.
Bryan consiguió entrever que al paciente que ocupaba la cama de delante le habían levantado la camisa por encima de la cabeza, de manera que ahora tenía las piernas y los genitales al descubierto. Estaban inclinadas sobre su cuerpo y movían las manos en círculos frotándolo sin parar, con el único propósito de acabar cuanto antes.
Las enfermeras que se hallaban en el otro extremo del vagón ya habían conseguido envolver el cadáver en la sábana y se disponían a darle la vuelta. En el momento en que lograron depositarlo en el centro de la sábana, se oyó una voz que provenía del cuerpo, lo que hizo que las cuatro enfermeras cesaran en sus tareas. Una herida larga que se extendía desde el hombro hasta el occipucio había empezado a sangrar. Sin prestarle ninguna atención a la herida, la más menuda de las mujeres se sacó la insignia de enfermera del cuello del uniforme y punzó al hombre en el costado con la aguja. Si gimió, al menos Bryan no lo oyó. Fuera cual fuese su evaluación a la hora de determinar si el hombre había muerto o no, prosiguieron en el empeño de envolverlo en la sábana.
¡No sabía cómo James y él conseguirían quedarse totalmente quietos para que nadie sospechara nada! Bryan observó los rostros impasibles de las enfermeras mientras trabajaban. ¿Qué pasaría si lo pinchaban con la aguja? ¿Podría mantenerse inmóvil? Bryan lo dudaba.
La sola idea lo hizo estremecerse.
Bryan se sobresaltó cuando pasaron por alto a James y se dirigieron directamente hacia él. Unas manos presurosas le quitaron la manta de un tirón. Un solo tirón bastó para darle la vuelta.
Eran mujeres jóvenes. La vergüenza se hizo desagradablemente presente cuando le separaron las piernas y empezaron a secarle alrededor del ano y por debajo de los testículos con movimientos bruscos.
El agua estaba helada y el sobresalto a punto estuvo de provocarle un temblor localizado en los bíceps femorales. Bryan infernaba concentrarse por todos los medios. Si conseguía que no sospecharan de él ahora, tendría mucho ganado. «Mantén los brazos cerrados», pensó mientras volvían a darle vuelta.
Una de las mujeres le separó las nalgas con un movimiento violento y luego golpeó la sábana entre sus piernas. Intercambiaron unas palabras. Tal vez se extrañaran de que la sábana siguiera estando seca. Una de las enfermeras se inclinó sobre él y al segundo siguiente Bryan notó el soplo de una bofetada. En esa fracción de segundo logró registrar que lo golpearían y sabía que debía relajarse. El golpe cayó con fuerza sobre el pómulo y b ceja sin que Bryan se inmutara.
Entonces también podía esperar que lo pincharan con la aguja.
Dejó volar los pensamientos dejando atrás la pesadilla de la realidad en aquel tren traqueteante y notó el pinchazo de la aguja en el costado.
Su cuerpo se congeló. Pero no movió ni un solo músculo.
Si volvían a hacerlo, resultaría más difícil contenerse.
Entonces el tren empezó a dar tumbos. Un inmenso temblor recorrió el vagón y las camas empezaron a crujir. De pronto se oyó un golpe seco proveniente del fondo de la sala. Las dos mujeres que acababan de alcanzar la cama de James profirieron un grito al unísono y corrieron hasta el fondo del vagón. El cadáver se había caído al suelo. Bryan bajó la mano hasta el lugar dolorido de la cadera donde lo habían pinchado con la aguja. En el lecho vecino estaba James con el camisón tapándole la mitad del rostro. En medio de la oscuridad, entre los pliegues del camisón, asomaba la cabeza de James, que lo miraba con los ojos muy abiertos y un rostro tan blanco como la cal.
Transidos de angustia, los labios de Bryan formaron unas palabras mudas de consuelo en un intento de comunicarle a James que no debía temer nada y que tenía que relajarse y cerrar los ojos. Sin embargo, su compañero estaba muy lejos, hundido en la tensión y el miedo.
Unas furtivas gotas de sudor poblaron su rostro y no tardaron en escurrirse libremente mejillas abajo.
Unos tirones repetidos precipitaron a las enfermeras hacia adelante haciendo que se les cayera de las manos el peso muerto que transportaban. Sus lamentos a gritos llevaron a las mujeres que se encontraban detrás de Bryan a precipitarse en su ayuda. James se estremeció debajo de la manta cuando pasaron por su lado y empezó a jadear.
Dos fuertes sacudidas hicieron que temblara el vagón y Bryan se vio arrojado hasta el borde de la cama. James encogió las piernas y se agarró a la sábana convulsivamente.
En medio de los empellones constantes del tren, Bryan estrechó un brazo hacia James como queriendo tranquilizarlo, pero James no se daba cuenta de nada. Un grito aterrador se iba formando en lo más profundo de su garganta. Antes de que pudiera dar rienda suelta al aullido, Bryan se incorporó en la cama y agarró la palangana de acero que se habían dejado las enfermeras al lado del cuerpo desnudo de James.
El agua se precipitó contra la pared cuando Bryan golpeó a su compañero en la sien con la palangana. Las enfermeras se incorporaron al oír el golpe, aunque sólo vieron el cuerpo de Bryan, que pendía desde el borde de la cama. La palangana había aterrizado en el suelo, apoyada contra la pared y boca abajo.
Según Bryan pudo apreciar. James no despertó las sospechas de las enfermeras cuando lo lavaron. Acabaron su trabajo en medio de charloteos, más preocupadas por intercambiar frases que por fijarse en la axila del paciente, que carecía del tatuaje habitual.
Cuando se fueron, Bryan estuvo contemplando a James durante un buen rato. El lóbulo mutilado de la oreja y los morados que atravesaban su rostro hacían que su cabeza, normalmente armoniosa, pareciera torcida y añadían unos cuantos años a su edad real.
Bryan suspiró.
Según la imagen que había quedado grabada en su memoria cuando saltaron al tren, debían de encontrarse en el quinto o el sexto vagón. A sus espaldas había vagones hasta donde alcanzaban sus ojos. Si las circunstancias exigían que saltaran del tren a plena luz del día, serían adelantados por, tal vez, cuarenta vagones. Era poco probable que lograran huir sin ser descubiertos. ¿Y dónde se refugiarían? ¿A miles de millas de distancia de las líneas enemigas?
Y lo que era aún peor, ya no podrían darse a conocer. Tenían tres muertes sobre su conciencia, alegarían. ¿De qué serviría entonces que uno ya estuviera muerto y otro moribundo cuando los arrojaron del tren? Sin sus uniformes recibirían el tratamiento de espías, y antes de ser ejecutados, los torturarían hasta sonsacarles todo lo que sabían.
A pesar de los sufrimientos de los que Bryan había sido testigo durante la guerra, sentía que la injusticia los había alcanzado con una fuerza excesiva. No estaba preparado para morir. Seguía habiendo muchas cosas por las que vivir. La evocación de imágenes de familiares estrechamente unidos no sólo despertó en él la nostalgia, la desesperación, sino también el calor.
En aquel mismo instante, el cuerpo de Bryan logró relajarse dando rienda suelta a la evacuación lenitiva de la vejiga.
Poco a poco, el tren había recuperado su ritmo tranquilo. La luz pálida del sol invernal se abrió paso en el vagón, atenuada por los cristales esmerilados. Unas voces presagiaron nuevos exámenes.
Varias personas se desplazaban silenciosamente alrededor de alguien vestido con una bata blanca que despuntaba por encima de los demás y se dirigía con paso firme hacia la primera cama. Cuando llegó hasta ella abrió el cuadro médico con tal violencia que la estructura metálica empezó a vibrar. Anotó unas cuantas palabras, arrancó la hoja de papel del marco y se la pasó a la enfermera que había examinado anteriormente a los pacientes.
No examinaron a nadie. El largo oficial médico se limitó a inclinarse sobre la cama, intercambió algunas palabras con el personal, dio algunas instrucciones y prosiguió la ronda. Al llegar a la cuarta cama, la que ocupaba Bryan, el médico repasó la ficha con respeto, le susurró algo al oído a la enfermera en jefe y sacudió la cabeza.
Luego hizo un gesto dirigido a la cabecera de la cama de James con el dedo y, acto seguido, una joven dio un salto hacia adelante y la elevó. Bryan hizo todo lo posible porque su respiración apenas fuera perceptible y por pasar desapercibido. Si decidían auscultarlo, notarían que su pecho era un caos de explosiones.
La charla se prolongaba a los pies de su cama. Bryan reconoció la voz aguda de la enfermera en jefe y presintió que ni sus reacciones, ni su estado general la habían satisfecho. Alguien sacudió la cama levemente mientras otra persona se colocaba pegada a sus espaldas. Entonces unas manos enormes lo agarraron por los brazos y le dieron la vuelta. Un suave golpe con las yemas de los dedos sobre las cejas precedió a otro. Bryan estaba seguro de que había parpadeado involuntariamente y casi dejó de respirar.
Las voces se mezclaron entre sí y, de pronto, por sorpresa, alguien le apoyó el pulgar en el párpado y le abrió el ojo. Los destellos de la luz concentrada de una linterna sondearon su ojo y lo deslumbraron por completo. Luego le dieron un cachete y volvieron a iluminarlo con la linterna.
Un aire frío le rozó el pie y las manos, asentándose en los dedos de los pies mientras el médico volvía a abrirle el párpado. Aparentemente, los repetidos pinchazos que infligieron a sus pies no los sacaron de dudas. Bryan, aterrorizado, permaneció totalmente inmóvil.
El trapo empapado en amoníaco que apretaron contra su rostro lo pilló desprevenido. El shock que se abrió camino como un taladro a través del cerebro y las vías respiratorias surtió efecto. Bryan abrió los ojos, sumergió la cabeza en la almohada alejándola del trapo y jadeó.
Un par de ojos se perfilaron cerca de su cabeza y a través de sus lágrimas. El médico le dirigió algunas palabras y le golpeó la mejilla suavemente. Entonces volvieron a incorporarlo y elevaron la cabecera de la cama un par de dientes más, enfrentándolo así a sus enemigos.
Bryan optó por fijar la mirada en la pared que tenían a sus espaldas y recibió los siguientes golpes con los ojos dilatados. «Contén la respiración… No parpadees.» James y él habían matado el tiempo con ese tipo de concursos en la habitación de detrás de la cocina, en la casa de campo de Dover.
Los siguientes golpes fueron más fuertes. Bryan no se resistió y dejó que su cabeza cayera ligeramente hacia atrás, como si no tuviera por dónde sujetarse. Después de un breve intercambio de pareceres, el grupo se disolvió y tan sólo una persona se quedó a los pies de la cama, anotando algo en el expediente. El roce del lápiz contra el papel fue sustituido por el chasquido de las tapas del portafolios al cerrarse.
Bryan permaneció con los ojos bien abiertos. Durante el tiempo que duró la visita médica se dio cuenta de que no le quitaban el ojo de encima. Sus ojos se fueron cerrando lentamente. En medio del sopor que había hecho presa en su cuerpo, apenas notó la inyección que le administraron.
– ¡Venga! -se oyó decir a lo lejos a una voz que se mezclaba con sonidos estivales e imágenes nebulosas-. ¡Venga ya, Bryan!
Una sensación de mareo se apoderó de él y la voz se tornó más sombría y potente. Entonces notó que le tiraban del brazo. Bryan tardó un tiempo en darse cuenta de dónde estaba.
El tren estaba en penumbra y reinaba el silencio. Una sonrisa cauta de James fue sustituida por un último tirón y Bryan le devolvió la sonrisa.
– Vamos a tener que hablar en voz muy baja.
Bryan asintió con la cabeza; había entendido la situación.
– Estabas inconsciente cuando me desperté -prosiguió James-. ¿Qué pasó, Bryan?
– ¡Te dejé fuera de combate, te golpeé! -dijo Bryan mientras intentaba concentrarse-. ¡Y entonces nos examinaron! Exploraron mis pupilas. Y yo abrí los ojos involuntariamente. Saben que hay algo raro en mí.
– ¡Lo sé! Han pasado a verte unas cuantas veces.
– ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
– ¡Haz el favor de escucharme, Bryan! -exclamó James-. El vagón de delante está lleno de soldados. Vuelven a casa de permiso, pero creo que también les han encargado la vigilancia de los pacientes.
– ¿A casa?
– Sí, nos estamos adentrando en Alemania. No nos hemos detenido ni una sola vez en lo que va de día. En este último tramo han aminorado la velocidad. No sé a dónde nos dirigimos, pero ahora mismo estamos parados en Kulmbach.
– ¿Kulmbach? -A Bryan le costaba seguir la conversación-. ¿Kulmbach? ¿Kulmbach? ¿El tren estuvo parado?
– Al norte de Bayreuth -susurró James-. Bamberg, Kulmbach, Bayreuth, supongo que lo recordarás, ¿verdad?
– Me pregunto qué me inyectaron. ¡Tengo la boca sequísima!
– ¡Intenta sobreponerte, Bryan! -Unas cuantas sacudidas hicieron que Bryan volviera a abrir los ojos-. ¿Qué pasó cuando nos lavaron?
– ¿A qué te refieres?
– ¡El tatuaje, tío! ¿Qué pasó?
– No lo buscaron.
James dejó caer la cabeza sobre la almohada y volvió la mirada hacia el techo.
– ¡Debemos hacerlo ahora, mientras todavía haya luz!
– ¡Tengo frío, James!
– Es que hace mucho frío. Han estado ventilando el vagón. Hace tan sólo un momento, el suelo estaba cubierto de nieve.
James señaló el suelo sin por ello apartar los ojos del techo.
– ¿Lo ves? Todavía queda nieve. ¡Los soldados del vagón de al lado llevan abrigos, como podrás entender!
– ¿Los has visto?
– Van y vienen a intervalos. ¡Hace un par de horas estuvieron buscando al enfermero que arrojamos del tren! También saben que ha habido jaleo con unos pilotos ingleses que han sido vistos saltando al tren. ¡La patrulla de perros debe de habernos delatado!
– ¿Cómo?
Bryan sentía cómo la realidad iba adueñándose de su cuerpo sin que fuera capaz de controlarla.
– No lo sé, pero ellos sí lo saben, y andan buscándonos. Aunque no nos han encontrado, ni lo harán.
– ¿Y el enfermero?
– No lo sé.
Sin mediar ni una palabra, James se puso en pie y agarró la cánula que tenía clavada en el brazo izquierdo. Cerró los ojos, se la sacó y dejó que las gotas nutrientes mezcladas con su sangre cayeran sobre la sábana. Bryan se incorporó apoyándose sobre el codo en un intento de seguir lo que se disponía a hacer su amigo. Un pequeño nudo en el tubo detuvo la fuga de líquido. James se arremangó la camisa por encima del hombro, se limpió unas cuantas uñas con la punta de la cánula y se dispuso a introducir la mugre bajo la delgada piel del sobaco mediante unos pequeños pinchazos.
James volvía a tener mala cara. El color había abandonado sus mejillas, y los labios habían adquirido un tono azulado. La aguja se introducía en la piel una y otra vez. pinchazo a pinchazo. Las gotas de sangre iban tiñendo poco a poco el vello rubio de la axila de rojo. Se necesitaban muchos pinchazos para escribir A+.
– Espero que no se infecte -murmuró Bryan a la vez que se arrancaba la cánula del brazo-, Pero si lo hace, prefiero asegurarme. ¡Pienso tatuarme mi propio grupo sanguíneo. James!
– Estás loco -protestó James que, sin embargo, no intentó convencer a su amigo. Tenía más que suficiente con su propio tatuaje.
Bryan pensó que ya había considerado los pros y los contras en profundidad. Estaba claro que representaba un cierto riesgo escribir B+ en lugar de A+, pero, por otro lado, los signos de los grupos sanguíneos eran tan parecidos entre sí que todo el mundo creería que la persona encargada de su expediente se había equivocado. En el caso de que a alguien se le ocurriese sacar el expediente para compararlo con el tatuaje, lo más probable era que se sorprendiera y enmendara el error sin más. Estaba seguro de ello.
De este modo podían meterle toda la sangre y demás porquerías que quisieran sin que corriera el riesgo de enfermar. Eso era, al fin y al cabo, lo más importante. El hecho de que cabía la posibilidad de que, llegado el caso, ni siquiera se molestaran en mirar en su axila y optaran por atenerse a lo indicado en el expediente era algo que Bryan prefirió pasar por alto. Empezó a limpiarse las uñas con la aguja.
El trabajo de tatuarse avanzaba muy lentamente. Fueron interrumpidos por unos crujidos provenientes del vagón de delante en dos ocasiones. La segunda vez, Bryan metió instintivamente la cánula debajo de la sábana. Una sombra vacilante registrada por el rabillo del ojo hizo que cerrara los ojos. Un rumor que provenía de la cama de James reveló que había entrado alguien más en la estancia. A los primeros cabeceos del tren, Bryan dejó caer la cabeza hacia el lado de la cama de James. Desde esa posición vislumbró al oficial vestido de negro.
Bryan notó cómo el asco que sentía se traducía en unos escalofríos que le hicieron olvidar el dolor en la axila. Estrujó la cánula en la mano haciéndola desaparecer totalmente, esperando que James hubiera sido tan precavido como él.
El oficial de seguridad de las SS se llevó las manos a la espalda y estuvo un largo rato contemplando el rostro del «inconsciente». Fuera se oían ruidos metálicos y voces. El oficial ni siquiera se tambaleó cuando una sacudida repentina recorrió el vagón.
Unas sacudidas posteriores fueron seguidas por un fuerte golpe y unos suaves cabeceos del vagón. Estaban maniobrando. Cuando los guardagujas terminaron su tarea, el oficial vestido de negro giró finalmente sobre sus talones y desapareció.
Más tarde, aquella misma noche, apareció otro oficial que también se dirigió a la cama del vecino de James. Una vez allí, le iluminó la cara con una linterna. Al cabo de un rato, se puso tieso, profirió un grito ahogado y se precipitó hacia el vagón trasero.
Unos instantes después volvió con varias personas. Un hombre de bata blanca que no habían visto antes le rasgó el camisón por el escote, dejando su pecho al descubierto.
Tras unos segundos de auscultación retiró el estetoscopio y explotó en un ataque de rabia que desencadenó una confusión de eventos. Las enfermeras gesticulaban y retrocedían. El golpe de la puerta al cerrarse fue seguido por la aparición del oficial de seguridad que con unas órdenes inmediatas intervino en el incidente y golpeó sin vacilar a la primera enfermera en la cara. Tras unos intercambios a gritos, el soldado que lo había puesto todo en marcha se precipitó a través del vagón para, poco después, volver seguido por un grupo de soldados. Mientras tanto, el paciente había sido trasladado acompañado por enfermeros y vigilantes.
El ronroneo de un motor y unos largos y chirriantes frenazos se propagaron por debajo de la superestructura de la estación de tren fundiéndose con unas órdenes febriles que provenían del exterior. En el interior del vagón, los enfermos habían sido abandonados a su suerte.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Bryan.
James se llevó el índice a los labios.
– Se está muriendo. Es Gruppenführer, y el oficial de seguridad estaba furioso -contestó con una voz apenas perceptible.
– ¿ Gruppenführer?
– ¡Teniente general! -James sonrió y luego añadió-: ¡Sí, resulta extraño! Pensar que he tenido a un condenado general de las Waffen-SS a mi lado. Así no es de extrañar que el personal se haya quedado aturdido. ¡Los errores se pagan en un lugar como éste!
– ¿Adónde se lo llevan ahora?
– Los agentes de seguridad lo conducen a Bayreuth. Hay un hospital allí.
Bryan volvió a humedecerse los dedos, frotó cuidadosamente la sangre coagulada de la axila y se lamió los dedos. Era importante no dejar rastro de lo que habían hecho.
– ¿Sabes lo que más miedo me da, James?
Un hedor se extendió por el vagón desde la cama de James cuando éste se dio la vuelta y se subió la manta hasta la nariz.
– ¡No!
– ¿Y si en realidad llevan a los enfermos a sus casas?
– Creo que así es.
Bryan cerró los ojos ante la confirmación de sus temores.
– ¿Y por qué lo crees? -preguntó, logrando contenerse.
– Cuando se llevaron al general oí la palabra «Heimatschutz». No sé a que se refieren concretamente, pero si la traduces literalmente significa «protección de la tierra natal o patria» o algo parecido. Es a lo que vamos, por lo que pude entender. ¡A la protección de la tierra natal!
– Pero ¡entonces nos descubrirán. James! -susurró Bryan.
– Tal vez. ¡Supongo que sí!
– ¡Tenemos que salir de aquí! Además, esto es una locura. No sabemos qué enfermedad tenemos, ni tampoco adonde nos dirigimos!
– ¡Déjame tranquilo un ratito, Bryan! El rostro de James era casi inexpresivo.
– Antes dime una cosa, ¿estás de acuerdo conmigo en que tenemos que irnos de aquí? ¿Incluso esta misma noche, si el tren vuelve a ponerse en marcha?
El largo silencio que se produjo dio paso al ruido de los camiones, que lentamente se fue extinguiendo. Las voces llegaban desde las vías del tren. El paciente al otro lado de Bryan profirió un corto lamento y luego un profundo suspiro.
– Nos moriremos de frío -dijo James quedamente-, pero tienes razón.
Sin embargo, antes de que amaneciese, sus planes de fuga se desbarataron. Tres mujeres de civil subieron por la parte delantera del vagón y abrieron la puerta del andén delantero sin apenas hacer ruido, dejando entrar el aire helado. Fueron recibidas en medio del vagón hospital por los médicos que, resignados, les devolvieron su «Heil Hitler» para pasar rápidamente al asunto que les ocupaba. Las mujeres apenas decían nada y dejaban que los médicos se desahogaran. Luego, todo el equipo pasó revista a las camas, amenizada ésta por los comentarios dispersos de los médicos. Al llegar a la cama de Bryan se detuvieron y se susurraron algo ininteligible y, acto seguido, desaparecieron adentrándose en el siguiente vagón.
– Gestapo. Las mujeres son de la Gestapo -dijo James en cuanto se cerró la puerta del vagón-. Su deber es vigilarnos. ¡Las veinticuatro horas del día! Y las han amenazado con represalias si pasa cualquier cosa en este vagón. Hemos ido a caer entre gente de lo más distinguida, Bryan. Somos importantes. ¡Pero no sé por qué!
A partir de aquel momento, las mujeres se fueron turnando para vigilarlos, sentadas en una silla, al fondo del vagón. Ni siquiera cuando llegó un transporte de enfermos inmediatamente antes de la salida del tren, con varias camillas de cuerpos inánimes para llenar las camas vacías, la vigilante hizo ademán de moverse. Su tarea no consistía en asistir en esos traslados, ni siquiera se movió para dejar pasar a los camilleros.
Cuando había cambio de guardia, que, según había podido observar Bryan, tema lugar cada dos horas, las mujeres no se dirigían la palabra. Simplemente llegaba una nueva y se sentaba en la silla y, hasta que eso no ocurría, la que era relevada no abandonaba el vagón.
La ansiedad que provocaba el hecho de no poder hablar con James se apoderó de Bryan. Habían acordado huir, pero ¿qué pasaría ahora? Cada vez que Bryan había mirado a James de soslayo, sólo había podido vislumbrar la silueta inmóvil de su cuerpo dibujándose bajo la tela blanca.
El tren volvía a circular a toda velocidad y el susurro de los árboles al pasar era una clara prueba de que habían perdido la ocasión de saltar; aun cuando la vigilante no hubiera significado un impedimento.
Los descubrirían. Sólo faltaban un par factores desconocidos por descubrir para poder hacer los cálculos aritméticos pertinentes que les dirían cuándo y dónde lo harían.
Desde que habían subido al tren apenas podían haber recorrido unas 125 millas. Cuando Bryan cerraba los ojos aparecía dibujado nítidamente el mapa de Alemania, con todos los puntos geográficos del país. Las 125 millas eran, pues, el factor conocido, y su destino, el desconocido. Podían pasar entre uno y dos días hasta que llegaran a él. Tal vez sólo fuera cuestión de horas. Todo dependía de la destinación, de la velocidad, del número de paradas y de la saturación de las vías, por no hablar de b posibilidad de sufrir ataques aéreos.
Cuando Bryan abrió los ojos, las lámparas del techo se columpiaban apaciblemente sobre su cabeza ofreciendo una luz velada y lechosa. El brazo de James seguía colgando por el borde de la cama. Había golpeado la cama de Bryan para despertarlo. «Estás inquieto», le hizo saber con gestos. La mirada de James denotaba preocupación. Bryan no sabía qué podía haber hecho y de pronto fue devuelto a la realidad. No acostumbraba roncar y, que él supiera, nunca había hablado en sueños. ¿O sí lo había hecho?
Las enfermeras ya habían iniciado la ronda de abluciones. Las jóvenes ya no mostraban, en comparación con el día anterior, ninguna alegría. Las profundas ojeras y la transparencia característica de la piel dejaba bien a las claras lo que habían te-mido que soportar. Sin dormir, con cientos de pacientes a su cargo y amenazadas por una acusación de negligencia en el cuidado del general moribundo, sus ojos denotaban estrés y sus Movimientos se habían tornado mecánicos.
Era el tercer día para James y Bryan en territorio enemigo, «Jueves, 13 de enero de 1944», memorizó Bryan, preguntándose a la vez por cuánto tiempo sería capaz de ponerles fecha a los días y hasta cuándo se lo permitirían sus enemigos.
Como por arte de magia, la actividad de la sala se transformó en confusión cuando el oficial responsable de la seguridad apareció en la puerta y empezó a inspeccionar las tropas. No necesitó adoptar un ademán autoritario. Bryan estaba echado sobre el lecho con la cabeza vuelta hacia el lado de James y pudo ver cómo éste cerraba el puño lenta e imperceptiblemente. ¿Miedo o rabia?
Bryan no era capaz siquiera de interpretar su propio estado de ánimo.
Los dos equipos de enfermeras llegaron a las camas de Bryan y James al mismo tiempo, uno por cada lado. Esta vez tiraron de las sábanas con tal fuerza que los cuerpos de los dos pacientes rodaron alrededor de sí mismos. Un chasquido contra un larguero evidenció que James se había golpeado contra el borde de la cama durante la maniobra.
Bryan procuró mantener la axila izquierda apretada cuando las enfermeras lo lavaron. Esta vez, el agua helada tuvo un efecto lenitivo. Las costras de la orina y las defecaciones nocturnas habían dejado de escocer pero, en cambio, provocaron la hinchazón y la comezón de la piel. Sólo las uñas de las mujeres sobre la piel sensible del escroto le causaron malestar.
La sábana era nueva y estaba sin blanquear, todavía no la habían lavado ni una sola vez. Un agradable cosquilleo producido por la tersura de la sábana se mezcló con la irritación por los rígidos pliegues que se le pegaban al costado. Tendría que permanecer en esa postura hasta que todos hubieran abandonado el vagón. Mientras tanto podría observar cómo el personal de enfermería manipulaba el cuerpo de James.
El chasquido que había oído debió de provocar que la herida que James tenía debajo de la oreja volviera a sangrar. Unos riachuelos de desinfectante que se mezclaron con restos de sangre recorrieron su mejilla y murieron alrededor de la mancha oscura. Al lado, en una gasa, había un jirón de piel que se había desprendido del lóbulo de la oreja. El oficial de seguridad que seguía atentamente los acontecimientos se acercó cuando le aplicaron yodo a la herida. Como consecuencia de la supervisión a la que fue sometida, la enfermera se dejó atenazar por los nervios y salpicó involuntariamente la frente de James con el líquido de color ocre.
Mientras la enfermera y la auxiliar se apresuraban a retomar la ronda, el oficial de seguridad se acercó aún más y se quedó mirando la gota que lentamente se iba deslizando hacia el rabillo del ojo de James. Milímetro a milímetro, el líquido ardiente seguía el camino hacia la catástrofe y el descubrimiento. James debió de sospechar que estaba siendo vigilado, si no se habría secado la gota, se habría dado la vuelta y habría cerrado el ojo. En cuanto hubo sobrepasado la raíz de la nariz, la gota siguió su curso libremente.
En el momento en que la gota estaba a punto de introducirse en el ojo, los pantalones negros de montar se desplazaron hasta ocupar el campo visual de Bryan. Con una leve presión del pulgar le retiró la gota y la depositó en la ceja de James. Luego volvió a llevarse las manos a la espalda y se restregó el pulgar manchado de yodo contra el uniforme.
Pese a los dos días que habían pasado sin ingerir alimentos, Bryan no sentía hambre y, dejando de lado la sequedad de la boca, tampoco sed. De momento, el alimento que les procuraban a través de la sonda tendría que bastar.
Ahora habían pasado tres horas desde la última ingestión propiamente dicha. Desde la caída sufrida habían pasado unas cincuenta y cinco horas, más o menos, y llevaban alrededor de cincuenta horas en cama. Pero ¿qué pasaría cuando hubieran transcurrido ciento cincuenta horas más? ¿Cuándo les meterían el tubo de goma en el esófago y cómo iban a soportarlo sin reaccionar, aunque sólo fuera someramente? La respuesta era obvia. ¡No podrían!
Bryan debería procurar que no lo sometieran a dicho tratamiento. En pocas palabras, era necesario que se despertara de su apatía simulada. Y James también tendría que abrir los ojos, alejarse de su estado comatoso y seguirlo.
Ese cambio de actitud les reportarla muchas ventajas. Podrían seguir los acontecimientos a su alrededor y apoyarse mutuamente mediante signos. Podrían fingir una lenta recuperación física. Y una vez llegados a ese punto, podrían ingerir alimentos y tal vez incluso se les permitiría salir de la cama para satisfacer sus necesidades fisiológicas en un orinal.
Tal vez lograrían escapar.
Tras este breve repaso, Bryan volvió a la pregunta de siempre: ¿qué tenían y por qué estaban allí?
La gran mayoría de los que estaban en su mismo vagón no mostraban lesión alguna. Naturalmente, podrían esconder alguna que otra lesión grave bajo un par de las mantas acolchadas, pero, hasta entonces, la desnudez de las abluciones matinales no había ofrecido ninguna pista acerca de la enfermedad que sufrían los pacientes del vagón. Una cosa sí había quedado clara: aparentemente, todos estaban profundamente inconscientes y algo debía de haberlo provocado. Un par de ellos llevaban la cabeza vendada. Estos casos hablaban por sí solos. Podían tener sobradas razones para permanecer inmóviles. Pero ¿y el resto?
¿Qué enfermedad habían tenido los dos hombres muertos que habían arrojado a la zanja hacía ya tiempo? Y por tanto, ¿de qué se suponía que estaban aquejados él y James?
Si de pronto abrían los ojos y empezaban a responder a los estímulos, ¿qué significada eso para su situación? ¿Funcionaría? ¿Qué consecuencias acarrearía?
¿Nuevos análisis? ¿Radioscopias? ¿Y cuál sería la reacción cuando lo único que encontraran fueran dos cráneos perfectos e intactos?
Todas las preguntas acerca de su identidad, su enfermedad y de lo que ocurriría si las familias los visitaban llevaban a una única solución lógica.
Bryan debía abrir los ojos.
¡Tendrían que jugar el juego lo mejor que pudieran!
Cuanto más lo pensaba Bryan, más seguro estaba de que había techo lo único que podía hacer. Había abierto los ojos y había exhibido su nuevo estado cautelosamente. A lo largo del día hubo un incesante trajín de enfermeros y soldados a través del vagón, pero nadie se fijó en él.
A su lado yacía James, totalmente inmóvil. Aparentemente dormía, tal vez desquitándose de toda una larga noche pasada en vela. Cada vez que una de las mujeres de la Gestapo que los vigilaban se desperezaba o se quedaba ligeramente adormecida, Bryan intentaba alargar una mano hacia la cama vecina para atraer la atención de su compañero. Una sola vez volvió la cabeza y suspiró profundamente. No pasó nada más, lo que preocupó a Bryan mucho más que los golpes que daba la puerta delantera cuando los soldados de las SS hacían su ronda. El oficial de seguridad aparecía regularmente. La primera vez que Bryan advirtió los ojos fríos que lo escudriñaban, su corazón dejó de latir. La segunda vez procuró que las sombras neutrales del techo fueran lo único que vieran sus ojos. Y pese a que el oficial de negro fijó repetidamente la mirada en sus ojos abiertos y mortecinos, no se detuvo ni una sola vez. Por lo visto, tampoco él veía nada raro en su comportamiento Bryan disponía de tiempo de sobra para echar un vistazo a su alrededor regularmente. De vez en cuando, un débil rayo de sol penetraba a través de las sombras aleteantes de la ventana y se posaba difusamente en ondas sobre los rostros marcados por la muerte de sus vecinos.
El tiempo se arrastraba lentamente.
Desde la salida del sol, el tren se había movido a una velocidad muy baja. El convoy llegó a detenerse casi por completo en un par de ocasiones. Los ruidos de coches y de actividad humana eran claros signos de que volvían a atravesar una población.
Según los cálculos de Bryan, se dirigían hacia el suroeste y ya habían dejado Würzberg atrás. Su destino podía ser Stuttgart Karisruhe o una de las demás ciudades que todavía no habían quedado paralizadas por los bombardeos. Sólo era una cuestión de tiempo hasta que estos monumentos a empresas pretéritas fueran devastados. Los compañeros de la Royal Air Force sobrevolarían la zona de noche, y los norteamericanos de día, hasta que no quedara nada por que venir.
Durante la hora que precedió a la puesta del sol, Bryan estuvo esperando únicamente a que James se despertase En el siguiente cambio de guardia, su vigilante se sentó agotada en la silla. Era su tercer turno. Era una mujer bella, ni ágil ni joven pero con el mismo atractivo tempestuoso de las mujeres sonrientes y maduras de pechos abundantes que Bryan y James habían intentado desnudar con la mirada en la arena de las playas de. Dover. Bryan se obligó a apartar la mirada. Debía concentrarse en su situación. Aquella mujer, su vigilante, no sonreía Estaba profundamente marcada por lo que había vivido; pero era bella, eso sí.
La mujer se desperezó y dejó caer los brazos mientras clavaba los ojos en el crepúsculo que se cernía como una sombra sobre la nieve que volvía a caer en grandes copos. Las privaciones y predestinaciones de toda una vida se fundieron en su mirada Entonces se puso de pie lentamente y se acercó a la ventana Apoyo la frente contra el cristal empañado y dejó que el presente desapareciera durante un rato, dejando así que Bryan pudiera actuar.
James retrocedió hasta el fondo de la cama cuando Bryan lo golpeo. Las leves sacudidas que le había propinado no habían surtido efecto.
Ni un solo jadeo ni una boqueada de sorpresa se le escapó a James durante el tránsito entre el sueño y el repentino despertar; era precisamente esa capacidad de autocontrol que Bryan siempre había admirado en él.
Los ojos, todavía entumecidos, seguían tranquilamente los gestos de Bryan en un intento de leer los movimientos exagerados de sus labios. De pronto su mirada volvió a enturbiarse y los parpados recobraron la pesadez, protegiendo así traicioneramente el sueño confiado que acababa de abandonar. Los ojos de Bryan relampaguearon advirtiéndole lo que podía llegar a suceder si James no reconsideraba la situación y se esforzaba por cambiarla.
James empezó a cabecear. «Mantén los ojos abiertos», indicaron los dedos de Bryan. «Haz ver que estás loco, chiflado», formaron sus labios. «Así aún tendremos una posibilidad de escapar», suplicaron sus ojos con la esperanza de que James lo entendiera.
«Tú sí que estás loco», le hizo saber James con gestos; era evidente que su compañero se sentía molesto por las propuestas de Bryan.
«Y llegado el caso de un posible interrogatorio, ¿qué pueden hacernos si no contestamos?», intentó seguir razonando Bryan. Sin embargo, James ya había tomado su propia decisión. «¡Tú primero!», parecían decir sus gestos, que no admitían ser contradichos. Bryan asintió con la cabeza.
De hecho, ya había empezado.
Aquella noche apagaron las luces en el vagón; pero antes, el médico hizo su ronda. La mujer de la Gestapo lo saludó con un gesto de la cabeza en respuesta a su saludo imponente y lo siguió en cada uno de sus movimientos. Todo tuvo lugar en cuestión de minutos.
Después de haberles tomado el pulso a dos de los recién llegados, paseó la mirada por las hileras de camas examinando a cada uno de los pacientes por separado mientras seguía pasando revista. Al ver a Bryan, que estaba tendido con los ojos abiertos de par en par y las mantas medio caídas, se giró sobre las puntas de los pies en mitad de un paso y requirió la presencia de la vigilante. Tras proferir unos cuantos comentarios en un tono impetuoso se precipitó hacia el fondo del vagón, dejando atrás el eco del estampido que dio la puerta al abrirla de un tirón.
Tanto el médico como la enfermera que habían venido del otro vagón se inclinaron sobre el lecho y acercaron las cabezas al rostro de Bryan.
A éste le resultaba extremadamente difícil seguir sus movimientos mientras tuviera que mantener la mirada perdida. Una sola vez rozaron su campo de visión, dándole otra cosa en que pensar que las maniobras físicas a las que lo estaban sometiendo.
Una operación sucedió a otra. Primero dirigieron una luz a sus ojos, luego lo increparon. Acto seguido lo golpearon en la mejilla y le hablaron empleando un tono suave. La enfermera posó la mano en su mejilla e intercambió algunas palabras con el médico.
Bryan esperaba que la mano buscaría la herramienta afilada, la insignia de enfermera que llevaba en el escote, pero no podía permitirse girar la cabeza hacia ella. Contuvo la respiración y, tenso, esperó el momento en que ella se la hundiría en las carnes. Cuando ocurrió, su reacción al dolor fue dejar que los ojos dieran vueltas en sus cuencas hasta que el techo del vagón empezó a girar como una noria y se mareó.
Cuando volvió a pincharle, Bryan repitió el proceso y puso los ojos en blanco mientras los movía intermitentemente de un lado a otro en las cuencas lagrimosas.
Luego deliberaron un rato sobre él, volvieron a dirigir la luz a sus ojos y finalmente lo dejaron en paz.
En mitad de la. noche, James empezó a canturrear con voz apagada y la boca abierta. La vigilante alzó la vista y, confusa, paseó la mirada por toda la sala. Por un momento pareció que estuviera esperando una invasión de enemigos procedente de todos lados.
Bryan abrió los ojos y consiguió ponerse de lado antes de que se encendiera la luz. El contraste deslumbró momentáneamente a Bryan. También él se había perdido en las profundidades del sueño.
La ilusión estaba muy lograda y resultaba extremadamente convincente. La expresión de la cara de James no sólo era distante, vaga y colmada de una locura serena, sino que le había añadido un aire de dolor e indiferencia. El efecto era grotesco y repulsivo. Las manos reposaban sobre la manta, relajadas pero a la vez torcidas por las muñecas y totalmente impregnadas de excrementos. Sus uñas estaban cubiertas de grumos de heces y unas rayas pegajosas se dibujaban a través del vello rubio de los brazos. La manta, la funda de la almohada, la sábana, la cabecera, el camisón, todo estaba embadurnado de aquella masa pegajosa y maloliente.
Finalmente James había sucumbido a sus necesidades.
Movida por el asco, la vigilante se llevó los brazos al pecho y dio un paso atrás.
Lo último que oyó Bryan antes de volver a sumirse en un sueño superficial y vigilante y una vez que todos hubieron vuelto a sus puestos, el médico, las enfermeras, los auxiliares y el oficial de seguridad, fue el canturreo lastimero de James, siempre atonal e incesante aunque cada vez más débil. La inyección que le hablan administrado estaba surtiendo efecto.
La sensación de tener un montón de moscas bailando sobre los párpados, el suave balanceo en un mar movido por un viento estival y los fríos chorros de espuma de las olas que se pulverizaban y se posaban en la mejilla, llevaban un tiempo luchando contra sonidos ajenos y unas continuadas y crecientes punzadas en la espalda. Las olas rompieron contra los costados del barco y el agua le salpicó en el rabillo del ojo. Bryan parpadeó y notó el siguiente salpicón con mayor nitidez. El extraño y masivo dolor recorrió su espalda y se asentó en la región lumbar.
Unos enormes copos de nieve se arremolinaron sobre su rostro cuando abrió los ojos en un intento de volver a la realidad.
Una estrecha franja de cielo plomizo se dibujaba ante sus ojos, separando la superestructura de la estación del convoy estacionado. A su alrededor estaban retirando camillas. De la parte delantera del convoy salían los soldados de las SS, uno detrás de otro, con el petate y el rifle al hombro.
Un par de ellos saltaron desde el andén a las vías del tren y las siguieron charlando y bromeando, con el casco y la careta antigás colgando descuidadamente del hombro.
Eran soldados que volvían a sus casas.
Descolgaron el vagón trasero entre chirridos y traqueteos de los demás y aparecieron las colinas y los edificios de la ciudad envueltos en la neblina. Volvieron a caer algunos copos de nieve sobre la mejilla de Bryan uniendo, por un corto espacio de tiempo, los sueños con la realidad. Solivió la espalda para impedir que el frío que despedía el suelo se apoderara de él por completo y buscó a James con la mirada entre el caos de camillas del andén.
Una hilera de vigas verticales soportaban la viga maestra del techo creando un pasaje de menos de dos metros que iba a dar al edificio de madera. Las camillas estaban dispuestas oblicuamente a la pared en alfombras de nieve dispersas. Ya habían retirado a un gran número de enfermos. Bryan se dejó caer hacia atrás en la camilla con un sentimiento de impotencia al pensar que tal vez ya se habían llevado a James. De pronto irrumpió el traqueteo de un motor y un camión se acercó marcha atrás al punto de descarga más alejado del andén.
Aparecieron unos hombres que pasaron revista a los enfermos. Luego se sacudieron la nieve suelta que se había depositado en los pliegues de sus abrigos y cargaron con las camillas que tenían más cerca. Poco después, la única camilla que quedaba sobre el andén era la de Bryan, además de una que estaba medio escondida detrás de la rejilla de un carro de correos. Los pies desnudos del paciente se perfilaban bajo la manta, coronados por una mancha oscura y rojiza. Bryan dirigió la mirada hacia sus propios pies y los movió. Una aguja prendida de la manta sujetaba una hoja de papel de color; parecía una mancha de sangre sobre el fondo blanco de la manta.
A lo lejos, siguiendo las vías del tren, se distinguía otro edificio entre la nieve que continuaba cayendo en grandes racimos que cambiaban de sentido a sacudidas. Habían trasladado la mayoría de los vagones hasta allí. Unos puntitos negros emitían gritos alegres en su dirección. Bryan reconocía la atmósfera; también él había sido recibido por sus seres queridos tras largo tiempo de servicio. Presa de la melancolía, Bryan rezaba por volver a experimentar ese sentimiento.
Entonces se abrió la puerta del edificio que se encontraba a sus espaldas. Dos hombres de paisano, de edad avanzada, encendieron unos cigarrillos en el umbral de la puerta y se dirigieron lentamente hacia la locomotora sin cerrar la puerta.
Poco después empezaron a salir un gran número de soldados del primer vagón. Esta vez no se trataba de muchachos alegres y llenos de expectación, por fin de vuelta en casa, donde los esperaban las ollas de mamá o tal vez el abrazo de una novia, sino de hombres experimentados, cansados y encorvados, que sólo avanzaban debido a la presión que ejercían los hombres que iban por detrás. El hombre que esperaba en el andén recibió al primero de los soldados, lo tomó del brazo y lo condujo a lo largo del convoy pasando por el lado de Bryan. Una cadena de hombres los seguían, irresolutos, escoltados por soldados armados y cubiertos con abrigos.
Eran oficiales procedentes de todos los cuerpos de las SS. Bryan apenas era capaz de distinguirlos a unos de otros; soldados de élite alemanes, los héroes coronados de los nazis. El malestar por tantas insignias, calaveras, pantalones de montar, morriones, órdenes y demás cacharrería se apoderó repentinamente de él; precisamente, el enemigo al que había aprendido a odiar y a combatir encarnizadamente.
El flujo de soldados inexpresivos y de camillas seguía su curso hacia la abertura en el extremo más alejado de la zona, desde donde salía una luz pálida y blanquecina; había llegado otro camión.
No los había oído acercarse debido al crujido de las botas en la nieve helada. El último hombre de la columna llamó a la escolta y señaló la camilla de Bryan y la otra.
Los hombres las asieron y se las llevaron tras la tropa de soldados encorvados.
En el extremo del convoy dejaron las camillas en el suelo durante un rato. Tardaron un tiempo en llenar el vagón. Un empleado ferroviario atravesó las vías del tren golpeando las agujas por las que pasaba con una vara larga. Un soldado le dio la orden de detenerse con gestos amenazantes y el fusil en posición de disparo. El hombre dejó caer la vara en la nieve, echó a correr sin mirar atrás y no se detuvo hasta desaparecer detrás de un enorme letrero que se erguía entre las vías; «Freiburg im Breisgau», rezaba con letras claras e infladas.
Ni uno solo de los oficiales que estaban allí esperando había dicho nada. Todo había tenido lugar de forma controlada, impidiendo que Bryan pudiera echar la vista atrás a fin de averiguar si James se hallaba en la camilla que habían depositado a unos metros de la suya.
El sol se preparaba para una lenta puesta. La tarde debía de estar muy avanzada. La calle que había detrás del edificio estaba desierta, exceptuando a los soldados de las SS que vigilaban la plaza delante de la estación de mercancías.
Éste era, pues, su primer destino; Friburgo, ciudad de Renania cercana a la frontera francesa, situada en el suroeste del reino alemán, a apenas treinta millas de la frontera suiza y de una vida en libertad.
Sobre la plataforma del camión se vislumbraban dos hileras de siluetas en la penumbra, sentadas a lo largo de los lados de la caja y el toldo. Entre las dos hileras había varias camillas colocadas oblicuamente una al lado de la otra, tan juntas que sus extremos se metían por debajo de los pies de los soldados y de los bancos sobre los que éstos se sentaban. Bryan había tenido suerte, pues su camilla se encontraba debajo de un soldado de piernas cortas cuyas botas no ejercían tanta presión sobre sus tibias heladas, como era el caso de otros desgraciados.
Cuando hubieron subido la última camilla, los soldados de escolta saltaron a la plataforma y bajaron el toldo, mientras la escolta se encargaba de cerrar la puerta trasera.
La repentina oscuridad impidió que Bryan pudiera ver nada. El cuerpo que estaba tendido a su lado estaba inmóvil. Cuarenta hombres respiraban de una forma irregular y profunda. Se oían algunos murmullos y gruñidos procedentes de aquí y de allá. Los dos guardias se apretujaron en el extremo del banco, uno al lado del otro, y empezaron a hablar entre sí en voz baja.
Entonces Bryan se percató de que el cuerpo que tenía al lado se movía. Con unos movimientos abruptos y agudos, su mano avanzó por el costado de Bryan hasta que llegó al pecho. Una vez allí, la mano se detuvo.
Bryan la cogió y le devolvió el suave apretón.
A medida que los cuerpos iban adquiriendo un rostro, Bryan empezó a comprender que los hombres del transporte de enfermos tenían muchas cosas en común, aunque había un rasgo que destacaba por encima de los demás, un denominador común que ahora también los incluía a James y a él: estaban locos.
James había intentado hacérselo entender mediante miradas cargadas de significado, destacando a algunos de ellos con signos explícitos.
La mayoría de los enfermos se habían quedado prácticamente inmóviles, de vez en cuando alguno movía la cabeza ligeramente siguiendo las sacudidas del camión. Unos pocos estaban tensos, los músculos del cuello se dibujaban visiblemente bajo la piel, y mantenían la mirada fija en un punto imaginario o retorcían los brazos de una forma grotesca mientras se balanceaban hacia adelante y hacia atrás en movimientos apenas perceptibles, cerrando y abriendo los puños sin cesar.
James puso los ojos en blanco y señaló furtivamente su boca abierta con el índice. «Los han atiborrado de medicamentos», dedujo Bryan que le decía, a la vez que le daba a entender a James que lo había entendido. También a ellos los habían adormecido, el veneno ya había surtido efecto y sus reflejos se habían vuelto lentos y su capacidad mental se había atenuado notablemente. Si hubieran tenido la ocasión de ponerse en pie, sin duda se habrían caído al suelo inmediatamente.
Un sentimiento ambiguo se fue apoderando de Bryan: por un lado se sentía aliviado, y por otro, la preocupación empezaba a dejarse notar. Así pues, la marca roja los había clasificado como dementes, algo que había entrado en sus planes y que, por tanto, le producía alivio. Pero ahora que los habían metido en el mismo saco que aquel grupo de soldados retorcidos, ¿qué pensaban hacer con ellos? Resultaba fácil imaginarse que el cuidado que la raza de los señores estaba dispuesta a dispensar a enfermos irrecuperables podía traducirse en una inyección letal o incluso en algo no tan sofisticado, en una bala, por ejemplo.
Eso decían los rumores.
Era evidente que no habían querido que ningún civil los viera en la estación de mercancías. Y ahora atravesaban un país desconocido envueltos en la oscuridad. Los vigilaban dos soldados. Así fue cómo surgió la preocupación.
Bryan intentó sonreírle a James, y éste le correspondió levantando el labio superior. Todavía no veía razón para preocuparse.
Por cada curva que tomaban, las piernas del soldado se balanceaban cerca de los pies de la camilla de Bryan. La carretera debía de serpentear, tornearse y retorcerse por el terreno nevado, siguiendo lindes, canales de drenaje, riachuelos y desniveles naturales. Habían llegado con el tren desde el norte a la Selva Negra y a la ciudad de Friburgo. Durante el trayecto, habían pasado por una serie de estaciones menores y apeaderos que podrían haber sido utilizados como lugar de descarga si realmente tenían intención de dirigirse al sur. Tal como estaban las cosas, Bryan suponía que los llevaban en dirección norte o nordeste, hacia el interior de la Selva Negra.
Una vez allí, probablemente los harían desaparecer de una forma u otra.
De momento, el terreno era llano. James se mecía hacia adelante y hacia atrás y empujaba a Bryan con la regularidad de! avance escalonado del segundero. El sonido del motor del camión rebotaba en los muros de las casas. La grava dio paso a los adoquines y, durante algunos segundos fortuitos, a la superficie roncera y arrulladora del asfalto, para volver a desembocar en carreteras de tierra, desgastadas y heladas. No había ni un solo momento que se pareciera al siguiente y, sin embargo, su viaje se asemejaba a la eternidad. Bryan tomó nota de sus impresiones. Estaba seguro de que la próxima parada sería su último destino en esta vida.
Una respiración pesada acompañaba el sueño de James y abandonaba a Bryan a un sentimiento de desamparo y claustrofobia. Evocó para sí la promesa que le había hecho James en un intento de arrostrar las ganas de saltar que lo invadieron a medida que los medicamentos dejaron de surtir efecto.
Uno de los guardias dio un paso adelante y pisó el muslo de Bryan con su bota claveteada. En su empeño de controlar el dolor, Bryan no advirtió que empujaron al enfermo contra el banco. En cambio sí oyó cómo se rajaba el toldo con un chasquido cuando el demente chocó contra el lado de la caja con los codos rígidos apuntando hacia atrás.
De pronto, la mitad de la pared de lona se soltó y los golpes de viento la arrojaron contra la cabina del camión. El soldado que indirectamente había causado el accidente se desprendió de su fusil con tal mala suerte que James se despertó con un fuerte golpe de la culata y el fusil aterrizó de tal manera que acabó encañonando a Bryan.
Mientras el soldado se lanzaba contra el lado de la caja y asomaba todo el cuerpo al vacío, Bryan llevó la mano con cautela hacia el fusil.
Cuando sus ojos se encontraron con los de James, Bryan se detuvo. Su compañero sacudió la cabeza ligeramente.
Detrás de la silueta del soldado, el paisaje se iluminó mostrando reflejos de los campos cubiertos de blanco. Había luz más que suficiente para Bryan, cuya tarea consistía en observar el terreno sin tener en cuenta la hora del día.
A lo lejos, en dirección oeste, en medio de la zona llana, se perfilaba un penacho gris que incluso un navegante recién salido de la academia sería capaz de reconocer. Un repecho desnudo surcado por las tormentas de invierno, un puesto avanzado cercano a Francia, un nexo entre la Selva Negra y Vogeserne con el pomposo nombre de Kaiserstuhl, desapareció a lo lejos brindándole un nuevo punto de referencia. Las copas de los árboles desfilaban por la puerta trasera del camión. Bryan se incorporó sobre los codos. Unas figuras se movían por encima de las zanjas de drenaje en movimientos deslizantes. Tonos frescos y voces alegres los seguían en su viaje. Juegos invernales y patinaje por los canales helados. Un solo destello de la realidad y el rostro de la guerra adquiría una nueva expresión. ¡Cuánto tiempo había pasado desde que los jóvenes de Canterbury, con Bryan y James entre ellos, doblaron las rodillas y, llenos de júbilo, corrieron a toda velocidad por debajo de los pequeños puentes que unían las sendas de los bueyes! Deslizamientos crujientes por el hielo, pasatiempos felices e ingenuos.
La siguiente curva le hizo perder el equilibrio y desaparecieron las copas de los árboles detrás del toldo y el rostro sudoroso y autocomplaciente del soldado. Cuando finalmente el sinvergüenza de las SS logró agarrar la lona, se abrió paso entre los dos enfermos sin por ello soltar la punta de la tela por el camino. Las botas del paticorto colgaban sobre las tibias de Bryan como dos plomadas, cada vez más inclinadas. Eso quería decir que volvían a subir.
Ora el pesado vehículo temblaba sobre los caminos cubiertos de guijarros, ora traqueteaba como si rodaran directamente sobre la roca desnuda.
Transcurrido algún tiempo recorriendo aquellos caminos, el transporte de enfermos se detuvo.
Varios hombres de blanco los aguardaban, listos para hacerse cargo de ellos. Sacaron la camilla de James antes de que tuvieran tiempo de despedirse con un apretón de manos. Los dos camilleros que habían agarrado la camilla de Bryan resbalaron en el suelo deslizadizo y a punto estuvieron de soltarla. Ante sus ojos apareció una oscura zona despejada y cubierta de guijarros, rodeada por una franja estrecha de abetos muertos.
Al otro lado de esa franja, unas formaciones densas de pinos dominaban el paisaje ofreciendo abrigo contra las peores ráfagas de viento. El paisaje se iba disolviendo en una neblina de cristales de nieve en las profundidades del valle que tenían debajo. Ni una sola luz desvelaba que hubiera vida en la Tierra de Promisión. Bryan supuso que Friburgo se encontraba al sur.
Habían dado un rodeo hasta llegar al lugar.
El patio se hallaba parcialmente oculto detrás del seto de abrigo. Los pasajeros, aturdidos, sortearon tambaleantes las camillas custodiados por los soldados que los habían acompañado. Bryan distinguió otro camión estacionado que ya había sido evacuado. La tropa que había abandonado el camión estaba formada más abajo, cerca de unos edificios claros de tres plantas. El apagado brillo amarillento de las ventanas se posó suavemente sobre el patio. Bryan soltó un gruñido silbante al ver el signo de la Cruz Roja pintado en los tejados planos e inclinados. A pesar de la gran cantidad de sacos de arena apilados regularmente a lo largo de los muros, las rejas de las ventanas del primer y del segundo piso y las patrullas de perros, parecía tratarse de un hospital normal y corriente. Visto desde fuera, aquellos cubos superaban, en todos los aspectos, los lazaretos construidos a toda prisa que daban cobijo a los heridos de la Roya] Air Forcé. «Pero no te dejes engañar», pensó Bryan mientras se iban acercando lentamente a los edificios.
Poco a poco, los enfermos se fueron reuniendo en uno de los extremos del patio. En total había unos sesenta o setenta hombres esperando mientras pasaban los soldados con las camillas. Un poco más allá, uno de los camilleros que transportaba a James intentaba subir el brazo que éste había dejado caer por el borde de la camilla y que seguía balanceándose descompasadamente. Enmarcados por una capa de hielo que despedía reflejos amarillentos aparecieron dos dedos formando el signo de la victoria, una pequeña y discreta muestra de desprecio por la muerte.
En el lugar en el que estaban apostados aparecieron más edificios diseminados por el terreno. Los fundamentos de dos de ellos estaban arraigados sólidamente en la roca mientras que el resto se distribuía por una explanada bordeada de árboles. A lo lejos, los extremos de unos postes sobresalían por encima de unos acebos silvestres. Estos postes soportaban el alambrado que corría entre las paredes de roca. Más allá, un cercado de alambre cortaba el terreno despidiendo un brillo helado a la luz de las farolas. Delante de la puerta principal del recinto y a la luz de una farola, se había reunido un grupo de oficiales alrededor de un vehículo negro con la cruz gamada pintada en la puerta delantera y unos banderines que ondeaban orgullosamente al viento a cada lado del parabrisas. Parecían estar discutiendo algo. Uno de los oficiales que vestía una bata blanca se separó del grupo y con un gesto de la mano solicitó la presencia de un par de guardias que estaban apostados delante de uno de los edificios más cercanos. Les dio un par de órdenes y los guardias asieron los rifles y salieron corriendo con las armas en alto y las faldas de los abrigos ondeando al aire, dispuestos a transmitir las órdenes recibidas a los demás.
Esta vez, las camillas abrían la procesión de enfermos. Algunos, sumidos en el silencio y en la apatía, ni siquiera se movieron y tuvieron que Llevárselos a empellones y bajo todo tipo de amenazas. Aparte del crujido seco de cientos de pies pisando la fina capa de nieve helada y del sonido lejano de los camiones, sólo se oían los crecientes resoplidos de los camilleros. Cuando hubieron dejado atrás el bloque más próximo descubrieron que estaba aislado de los demás. Desde donde se encontraba, Bryan pudo distinguir unos nueve o diez edificios más, algunos de ellos unidos de dos en dos por unos corredores blancos de madera. Sin duda se dirigían hacia uno de esos complejos; hacia los bloques gemelos más alejados.
Dejando de lado una farola solitaria que iluminaba la puerta de entrada con una luz tenue, el edificio, negro y sin vida, estaba a oscuras. Una enfermera cubierta con una capa salió del edificio. El súbito frío la hizo estremecerse y se apresuró a indicarles con la mano que la siguieran hasta los dos barracones de madera que se alzaban a su izquierda. Los camilleros protestaron aunque acabaron por hacerle caso.
Los barracones, altos aunque de un solo piso, estaban provistos de ventanas cubiertas de escarcha, dispuestas en hilera justo debajo del alero. Unos postigos y unas cortinas pesadas de tela protegían de la luz de los postes altos del exterior.
La puerta del barracón daba directamente a una sala en la que habían colocado decenas de colchones de rayas en el suelo. Unas espalderas cubrían las paredes laterales y del techo colgaban unas lámparas que despedían una débil luz, unas barras fijas, unas anillas y unos trapecios. La pared del fondo estaba desnuda. Cuatro cubos que alguien había dejado en el centro de la sala harían las veces de letrinas. A ambos lados de la puerta de entrada se erguían unos pequeños apartados, cada uno de ellos rodeados por unas cuantas sillas de madera oscura y basta.
Los camilleros que transportaban a Bryan se detuvieron a mitad de camino entre la puerta y el fondo de la sala, lo depositaron sobre un colchón, metieron el historial médico debajo del jergón y desaparecieron con la camilla vacía detrás de los pacientes que iban llegando, sin siquiera haberse molestado en comprobar el estado de salud del paciente que habían tenido a su cargo.
El flujo de hombres de miradas vacías que avanzaba arrastrando los pies pronto cesó. James se encontraba a tan sólo un par de colchones de Bryan, siguiendo a los recién llegados con la mirada. Una vez que estuvieron todos los enfermos sentados o echados sobre los lechos duros que les habían asignado, una enfermera dio unas palmadas en el aire y recorrió las filas repitiendo la misma frase una y otra vez. Bryan no entendía lo que decía, pero sí comprendió, a juzgar por la confusión y los intentos acompañados de quejidos de sus compañeros de sala de desvestirse, que debían dejar todas sus ropas en un montón a un lado del colchón. No todos siguieron la orden y tuvieron que soportar la ayuda tosca y ruda de los camilleros, que hasta entonces habían seguido los acontecimientos pasivamente, mascullando algún que otro improperio ininteligible. Ni James ni Bryan reaccionaron, y dejaron que fueran otros los que les sacaran el camisón por encima de la cabeza. La manera ruda con la que se aplicaron los camilleros les dejaron las orejas enrojecidas. Bryan observó aliviado que James ya no llevaba el pañuelo de Jill alrededor del cuello.
Uno de los hombres desnudos se incorporó y, con los brazos colgando a los lados, se puso a orinar sin ton ni son sobre el colchón y sobre su vecino, que apenas se molestó en apartarse.
La enfermera se dirigió a toda prisa hacia él, le propinó un golpe en la nuca que instantáneamente detuvo el chorro y lo guió hasta los cubos.
Bryan se alegró entonces de no haber ingerido apenas nada en los últimos días.
La puerta que daba al edificio gemelo se abrió y apareció un carrito cargado de mantas. Y allí permaneció un buen rato.
El suelo de la sala no era frío, pero la corriente de aire que se escurría por la puerta de entrada ponía la carne de gallina. Bryan se encogió en un intento de alejar el frío que lentamente iba apoderándose de su cuerpo.
Poco después, uno de los hombres empezó a gemir. Muchos de ellos temblaban visiblemente de frío. Las dos enfermeras encargadas de la vigilancia sacudieron la cabeza, irritadas, y señalaron el carrito. Así pues, se suponía que ellos mismos debían procurarse una manta. Inmediatamente, un par de hombres encorvados y enjutos dieron un salto por encima de los colchones y se precipitaron sobre el montón de mantas, sin tiempo para pensar de dónde había salido la manta, si del fondo o. de lo más alto del montón.
El resto no se movieron ni dieron señales de saber lo que pasaba a su alrededor. Eran hombres aturdidos y ensombrecidos.
Las horas fueron pasando. A medida que el frío iba calando en los huesos de los enfermos, el canto monótono de las dentaduras fue subiendo de tono. Las enfermeras dormían a cabezadas, sentadas en los taburetes que se hallaban en el extremo más alejado de la sala. Hacía ya tiempo que habían abandonado a los pacientes a su suerte.
A la tenue luz de las lámparas, Bryan apenas era capaz de distinguir el cuerpo encogido de James entre los demás. En cambio sí vio la punta del pañuelo de Jill, que sobresalía por debajo del jergón. «¡Deja que siga ahí!», rezó Bryan para sus adentros. De pronto James se incorporó de un tirón y de un salto se precipitó hacia el lugar donde estaban los toneles. Pocos segundos después, uno de ellos retumbó.
La evacuación en sí sólo duró unos instantes, pero las secuelas de un estómago revuelto, los retortijones, el sofoco y las escurriduras de orina mantuvieron a James paralizado en la misma postura torpe durante un buen rato. Cuando terminó resopló y se puso a buscar a tientas el papel tan deseado alrededor de los cubos. Fue en vano.
Sin perder el tiempo en más consideraciones de carácter higiénico, se abalanzó sobre el carrito, agarró una manta y, en un par de movimientos ágiles, volvió a su jergón. «¿Porqué no has cogido una manta para mí también, idiota?», pensó Bryan. Consideró seguir el ejemplo de James mientras echaba un vistazo a las mujeres uniformadas que dormitaban en el otro extremo de la estancia. Pero desistió.
De pronto, aquella misma noche, se abrió la puerta del patio de un golpe, seguido inmediatamente por una luz cegadora al encenderse las lámparas del techo. Bryan se quedó en la cama, totalmente paralizado. Los soldados de las SS se dirigieron sin titubeos hacia un par de hombres que se habían envuelto en las mantas, se inclinaron sobre ellos, sacaron sus historiales médicos de debajo del colchón y arrancaron la esquina superior de la primera página.
Uno de los hombres que fue estigmatizado de esta manera dormía en el lecho vecino al de James. El bulto revuelto que lo cubría era la manta de James. Bryan tuvo la certeza de que él no habría sido capaz de mostrar tal resolución y acierto.
James se había limitado a coger deliberadamente una sola manta.
El control nocturno había despertado a toda la sala. A pesar de que, por entonces, la mayoría de los pacientes ya llevaban puesto el camisón y de que, por fin, habían repartido las mantas, los gemidos se multiplicaron a medida que fueron pasando las horas. El efecto de la medicina que les habían suministrado iba menguando.
Cada vez eran más los que intentaban abstraerse del mundo que los rodeaba meciendo sus cuerpos hacia adelante y hacia atrás, adoptando posturas incómodas y expresiones faciales pasmadas. Bryan jamás había visto nada igual. Él se limitó a permanecer inmóvil.
Unos hombres, a los que hasta entonces no habían visto, encendieron las luces de la sala y echaron un vistazo a los cuerpos desparramados por el suelo. Uno llevaba un abrigo negro abierto que le llegaba hasta los tobillos. Cuando clavó el tacón en el suelo, todos levantaron la mirada. Al son de una orden que salió de su boca, un par de enfermos se pusieron en pie y zarandearon a sus vecinos con delicadeza hasta que éstos también se incorporaron. Al final, sólo unos seis o siete hombres permanecían tumbados sobre sus colchones.
Seguido de cerca por un par de enfermeros, el oficial del abrigo le hizo una pregunta a uno de los que seguían echados sin recibir respuesta. Con una seña indicó a sus ayudantes que lo levantaran por las axilas y lo pusieran en pie. Cuando lo soltaron, el enfermo se desplomó y fue a dar con la nuca en el suelo entre los colchones. Bryan no pudo evitar estremecerse. Los enfermeros miraron al oficial mientras se arrodillaban para devolver al hombre inconsciente al jergón, pero por entonces éste ya había dirigido sus pasos hacia donde se hallaba Bryan.
Cuando Bryan se encontró con aquel rostro pálido que lo observaba fijamente, optó por ponerse en pie inmediatamente.
El tambaleo y el temblor de las rodillas eran auténticos. Llevaba varios días echado. La sangre voló hasta su cerebro y se mareó. Sin embargo, se mantuvo en pie cuando lo soltaron. De los siete, tan sólo James siguió su ejemplo.
Durante el despiojamiento doloroso que siguió, Bryan intentó acercarse a James, pero las mujeres no dejaban de batir las palmas enguantadas contra los delantales de goma en un intento de mantener al grupo en movimiento constante.
James hacía cola pegado a la pared alicatada, con el camisón numerado apretado contra el regazo, esperando que la siguiente hilera de duchas quedara libre. Uno de los hombres desnudos había vuelto la cara hacia el chorro de agua y mantenía los ojos abiertos. Cuando, poco después, empezó a gritar de dolor, los alaridos se propagaron de demente a demente hasta que formaron un coro de lobos.
Con la misma rapidez con que se había producido el caos, el orden fue restablecido mediante golpes y amenazas. El enfermo que había desencadenado el alboroto recibía los azotes con los globos de los ojos inyectados en sangre, tan aturdido que ni siquiera alcanzaba a darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Entonces lo agarraron por el pelo y lo arrojaron contra la pared. Cuando finalmente lograron ponerle la camisa de fuerza y se lo llevaron, sus alaridos cesaron.
Lo último que Bryan vio cuando los devolvieron a la sala fue cómo un James que volvía a canturrear sonriente y aparentemente apático se dejaba empujar bajo la ducha helada, todavía con el camisón en el regazo.
Cuando todos hubieron vuelto a la sala, les suministraron un par de zapatos del mismo número a cada uno y los dispusieron en tres filas paralelas a las paredes cubiertas de espalderas, de cara al centro de la sala. Separaron a unos cuantos inmediatamente y los colocaron contra una de las paredes. Bryan reconoció a un par de los que habían osado coger una manta durante la noche. Por lo visto, aún no habían comprendido que se les estaba dando un trato especial.
Mientras tanto, unos hombres colocaban unas mesas delante de los cortinajes. El oficial se había quitado el abrigo y estaba sentado entre otros oficiales de seguridad y representantes del cuerpo médico. Ya no quedaba ninguna mujer entre ellos.
Al oír su nombre, uno de los pacientes del grupo dio un respingo. Un soldado se encargó de llevarlo ante la comisión investigadora. Llamaron a varios por su nombre, pero ninguno reaccionó y uno de los oficiales consultó su lista y empezó a llamarlos por el número que, según dedujo Bryan, correspondía al camisón que les había sido asignado. Cuando le llegara el turno, Bryan esperaba poder distinguir el suyo. Prestó atención a los números. Cuando todo empezaba a darle vueltas en la cabeza, un oficial lo señaló con el dedo y un soldado lo arrastró hasta la cofa que se había formado.
James fue uno de los últimos en ser llamado. Seguramente los habían llamado por orden alfabético, muy en la línea de la habitual eficacia prusiana. También tuvieron que arrastrar a James a la cola.
Los pobres desgraciados permanecían unos dos o tres minutos detrás del cortinaje antes de ser trasladados a la pared del fondo, donde volvían a formar una fila siguiendo el orden antes establecido. No parecían haber sido sometidos a vejaciones, sino que adoptaban la posición de firmes de una manera ridícula y exagerada, con una expresión extrañamente vacía en sus rostros mortecinos.
De detrás de los cortinajes llegaban susurros apagados, crujidos y agitación. Uno de los pacientes profería sus respuestas como si se tratara de órdenes, lo que hizo que un par de los enlamas que aguardaban su turno dieran un taconazo y adoptaran la posición de firmes sacando pecho.
Detrás de la lona verde y descolorida, un oficial repasaba el historial de Bryan sentado detrás de una mesa escritorio coja, mientras un médico que estaba de pie intentaba echarle un vistazo por encima de su hombro. El soldado que lo había traído sentó a Bryan de un empujón en una silla delante de la mesa y salió. A medida que el dedo del oficial iba bajando por la página del historial, la actitud de los dos hombres fue cambiando. Inclinaron la cabeza amablemente y le hablaron en un tono respetuoso. Mientras, Bryan intentaba controlar el miedo y el desasosiego a los que su cuerpo estaba a punto de ceder. Aunque ahora le sonreían, su actitud podía cambiar en cuestión de segundos, y aquellos hombres podían convertirse en sus verdugos.
Las preguntas que le hicieron flotaron en el aire sin recibir respuesta. El oficial estaba a punto de perder la paciencia y sus dedos habían empezado a tamborilear contra el borde de la mesa. Entonces dirigió la mirada hacia el médico, que inmediatamente agarró la muñeca de Bryan para tomarle el pulso. Luego dirigió una linterna a sus ojos, le golpeó la cara y volvió a encender la linterna. Bryan estaba sobrecogido por el miedo y ni siquiera se dio cuenta de que el médico lo había rodeado. El repentino chasquido de manos que restalló delante de su cara lo hizo parpadear y encoger los hombros en un respingo que recorrió todo su cuerpo. Sin embargo, a los dos hombres que lo tenían en observación no les sorprendió su reacción.
El médico se colocó detrás del oficial, que había vuelto a alzar la vista de los documentos, giró sobre las puntas de los pies, agarró un objeto que había sobre la mesa y, en un solo movimiento, lo arrojó contra Bryan. Aunque lo hubiera intentado, Bryan no podría haberlo esquivado. Un dolor en la nariz le hizo abrir los ojos de par en par.
Por lo demás, ni se inmutó. De la cabina contigua se oyó un golpe que provocó los quejidos del paciente, seguido por otro que lo hizo enmudecer. El oficial de seguridad sonrió a Bryan y se giró hacia el médico, a quien le hizo una consulta. El médico contestó con tal prontitud y precipitación que Bryan ni siquiera habría sido capaz de captar sus palabras si las hubiera pronunciado en su lengua. El oficial se encogió de hombros y se puso en pie cuando condujeron a Bryan junto a los demás pacientes.
Al traspasar el cortinaje, Bryan se encontró cara a cara con James, que todavía aguardaba su turno en la, por entonces, corta cola. El camisón, totalmente empapado, seguía pegado a su cuerpo. Justo debajo del escote se dibujaba una sombra negra. Bryan se quedó helado. James había vuelto a ponerse el pañuelo de Jill. A pesar de que se trataba de una locura peligrosísima, James parecía estar relajado y tranquilo. Pero Bryan sabía lo que le estaba pasando. Bajo aquella apariencia, bajo la apatía que atravesaba su rostro, brillaba el terror. Todos sus sentidos estaban alerta. Despojado de su talismán, James no tendría nada a lo que agarrarse.
Sin embargo, también podía significar su muerte si no se deshacía de él.
«De acuerdo», musitó Bryan entre dientes, pero James se limitó a sacudir la cabeza quedamente y dio un paso adelante siguiendo los movimientos de los demás que conformaban la cola.
Finalmente, el oficial de seguridad en jefe se puso en pie y con un gesto de la mano dio a entender al pequeño grupo de la esquina, compuesto por los que habían cogido una manta durante la noche, que formaran delante de la cabina más cercana a la puerta.
Detrás del cortinaje restallaron algunas descargas coléricas y la lona empezó a moverse como si alguien peleara detrás de ella. El rostro del jefe de seguridad estaba ardiendo cuando descorrieron el cortinaje de un tirón y sacaron al interrogado a rastras. En su rostro se dibujaban visiblemente el dolor y el miedo.
Acudieron dos guardias en ayuda del oficial y agarraron al hombre por los brazos. El pobre desgraciado repasó al grupo de hombres apáticos que se habían congregado a su alrededor, buscando en vano algo a lo que aferrarse. Bryan lo miró con los ojos desenfocados. La sangre corría por su frente; también a él lo habían golpeado con un objeto. Tal vez había cometido el grave error de intentar zafarse.
El jefe se sentó pesadamente en una de las esquinas de la mesa que tenía a sus espaldas y, con una sonrisa cruel dibujada en los labios, siguió a los guardias con la mirada mientras arrastraban al paciente hasta el centro de la sala para que todos pudieran ver a la víctima de cerca. Entonces borró la sonrisa de sus labios, aspiró profundamente como para concentrarse y, con un rugido salvaje, lanzó su acusación a las hileras de hombres que volvían a agitarse. Las palabras salían a borbotones de la boca de aquel hombre furibundo que mantenía las manos detrás de la espalda mientras se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. Hubo una única palabra sobre la que Bryan no tuvo ni la más mínima duda.
«¡Simulación!»
El hombre tembloroso abandonó su temblequeo al oír esa acusación y dejó caer la cabeza sobre el pecho, consciente de su culpa y desenmascarado, listo para recibir su castigo.
De pronto, el oficial se detuvo en medio de su acceso de rabia y, todo jovialidad, extendió los brazos mientras hablaba empleando un tono suave y complaciente a su público. Bryan alcanzó a entender que estaba intentando convencer a los demás posibles simuladores para que se entregaran; que no les pasaría nada siempre y cuando lo hicieran inmediatamente, mientras todavía estaban a tiempo.
Resultaba imposible mirar hacia donde estaba James, y aún más imposible era entregarse, mientras ese monstruo negro siguiera examinándolos de aquella manera. «¡No vamos a entregarnos, James!», imploró Bryan para sus adentros, dirigiéndose sobre todo a sí mismo.
El oficial estuvo esperando solícito y sonriente a que se produjera alguna reacción en el grupo el tiempo que tardó Bryan en rezar un padrenuestro. De pronto dio un paso adelante y se colocó detrás del culpable, desenfundó su pistola y ejecutó al delincuente con un tiro en la nuca antes de que tuviera siquiera tiempo de gritar.
Nadie reaccionó, ni con un respingo. Un chorro de sangre brotó de la nuca del hombre y se escurrió por el suelo hasta llegar a los pies de James. Bryan lo había seguido disimuladamente con los ojos. James se había quedado paralizado, su rostro estaba pálido, aunque no mucho más de lo que cabía esperar tras permanecer tanto tiempo en posición de firmes.
Los dos guardias agarraron el cadáver y lo arrastraron por el suelo. Uno de los médicos seguía tapándose la cara con las manos en un reflejo retardado del shock que había sufrido. Cuando finalmente logró reponerse, sus protestas sonaron hueras y pusilánimes. El oficial de seguridad giró sobre los talones de sus botas como un trompo. No se escribiría ningún informe sobre ese asunto. Las protestas quedaban así descartadas.
Bryan contó los segundos durante los que James permaneció detrás del cortinaje. Cuando llegó a dos mil, los soldados volvieron a sacar a James, distante y apático. El hombre que debía entrar detrás de él no se movió ni se inmutó por la llamada del médico que sostenía el cortinaje. Cuando los soldados lo asieron por los brazos para ponerlo en pie, se desplomó en el suelo. Entonces los guardias optaron por agarrar al siguiente en la cola, al que arrastraron sorteando el cuerpo del que se había desplomado y que seguía gimoteando, aferrado a un nombre que repetía una y otra vez y que Bryan ya lo había oído decir antes. ¿Quién sabe si se trataba de una novia, de su esposa, de su madre o tal vez de su hija?
A unos pocos pasos de allí, James volvía a canturrear lenta y sordamente. Su vecino, un hombre enjuto con los ojos inyectados en sangre, parecía estar concentrado en algún pensamiento. Prisionero en su camisa de fuerza, dejaba que la orina goteara sobre el camisón, cada vez más húmedo y oscurecido por el líquido amarillento.
Sin duda había bebido con demasiada avidez del agua de la ducha mientras estuvo debajo de ella con los ojos abiertos, pensó Bryan.
Se despertó sobresaltado. Alguien había gritado: «¡Dejadme en paz!» A lo mejor había sido él, ya que lo había entendido. La sangre se heló en sus venas al pensarlo y dirigió la mirada a la enfermera que acababa de atenderlo. Eso quería decir que sólo había estado ausente un instante. La enfermera llenó un vaso más de agua e introdujo dos pastillas en la boca de su vecino. No había oído nada. Tal vez sólo fuera un sueño.
La sección estaba en calma. Bryan echó un vistazo a su alrededor cautelosamente y maldijo el segundo en que él y James se habían separado, de camino a los barracones de madera. De no haber sido así, ahora estarían uno al lado del otro. Sin duda, la situación habría resultado más reconfortante. Tal como estaban las cosas ahora, Bryan se encontraba en la cama número cinco, a la izquierda de la puerta, mientras que James estaba en la otra punta, en el lado opuesto. Doce camas en el lado de Bryan y diez en el de James; teniendo en cuenta las dimensiones de la sección, sobraban seis.
Sólo había medio metro de distancia entre las camas que, además, estaban colocadas a una distancia aleatoria de la pared, algunas de ellas delante de una ventana, otras entre dos ventanas, y la mayoría, ni una cosa ni otra. La impresión era de desorden total.
Ese local, de techos altos de color verde claro, de tal vez unos veinte metros de largo por diez de ancho, conformaba, tal como estaban las cosas, todo su mundo.
Además de la cama, sus pertenencias terrenales se limitaban a una silla descascarillada colocada en medio del pasillo central junto con otras veintidós, un camisón, un par de zapatillas y un batín de una tela muy fina.
Aparte de cuatro camas que estaban ocupadas por heridos inconscientes envueltos en vendas, la sección se fue llenando de soldados provenientes del mismo transporte, a los que se les ordenó meterse en la cama que casualmente tenían delante. Un par de soldados se dejaron los zapatos puestos en la cama y lograron revolver la ropa de cama antes de que las enfermeras hubieran acabado la ronda de distribución de medicamentos. Se les suministró dos pastillas blancas a cada uno, que debían tragar con un sorbo de agua de un vaso que iba pasando de mano en mano y que las enfermeras rellenaban a medida que se vaciaba con el agua de una jarra blanca de esmalte.
Las enfermeras estaban a punto de concluir la ronda.
El olor indefinido de la primera comida no resultaba demasiado apetitoso, aunque sí despertó el apetito de Bryan, que llevaba días sin osar siquiera pensar en comida, pero cuya boca, de pronto, se fue llenando de saliva, convirtiendo los últimos minutos de espera en una verdadera tortura.
Los grumos que cubrían el plato de esmalte parecían apio pero no tenían sabor. Tal vez se tratara de colinabo, Bryan no sabría decirlo. La familia Young estaba acostumbrada a otro tipo de comida.
El ávido rascar de las cucharas en el plato y el mascar casi animal de los hombres se fue propagando por la sala como un incendio, dejando entender a Bryan que no se habían paralizado todos los sentidos de aquellos seres.
El plato de James ya estaba vacío y se balanceaba peligrosamente en el borde de la cama. La respiración pesada y el rostro relajado eran Una prueba irrefutable de la capacidad de adaptación del ser humano. Bryan envidiaba a James su sueño tranquilo. El miedo que tenía a ser descubierto lo atenazaba. Una sola palabra, y acabaría como el pobre de la sala de gimnasia que ahora estaba repantigado en la nieve, entre los barracones; lo habían visto al pasar,
Un sabor dulzón se mezcló con la insipidez del colinabo y un mareo creciente se fue introduciendo en la secuencia de ideas de Bryan. Las pastillas estaban surtiendo efecto. Así pues, acabaría por dormirse, lo quisiera o no.
El vecino de la derecha estaba de lado, con la mirada fija en la almohada de Bryan. De debajo de la manta, aparentemente sin que él se diera cuenta, surgía el estruendo repetido y ahogado de los gases que emitía.
Ésta fue la última impresión que tuvo Bryan antes de que el sueño lo venciera definitivamente.
En el día conmemorativo de los héroes se les concedió el derecho a escuchar el discurso de Hitler; fue la primera vez en los dos meses que llevaban ingresados en aquel lazareto. Con motivo de dicha conmemoración habían subido la calefacción y encendido todas las lámparas del techo. Los camilleros llevaron unos cables a través de la sala hasta un pequeño altavoz que habían depositado sobre la mesa del fondo.
Se respiraba un aire rebosante de expectación por todos lados y los enfermos no dejaban de moverse de un lado a otro de la sala. Mientras habló el Führer, la mayoría de las enfermeras se mantuvieron quietas, con los brazos cruzados, escuchando sus palabras, sonrientes y embelesadas. El hombre que Bryan tenía a su izquierda tan sólo llevaba un par de días consciente y no se enteraba de nada, mientras que la mirada del que se hallaba a su derecha parecía más salvaje que de costumbre. Este último empezó a aplaudir desenfrenadamente y no paró hasta que un enfermero le ordenó rudamente que dejara de hacerlo.
Hacía tan sólo un día que Bryan había recibido su último electrochoque y por eso todavía le resultaba difícil clasificar las impresiones. Todo aquel despropósito lo confundía. ¿Cómo era posible que alguien fuera capaz de entender lo que aquella voz histérica proclamaba a gritos en aquella reproducción metálica? Incluso el homenaje brindado a las amas de casa, novias y jubilados que habían dejado atrás, a través de los conciertos solicitados de los domingos, parecían ser una simple continuación del tratamiento de electrochoques.
Sin embargo, a todo el mundo le encantaba aquello y vibraban sonrientes con la música. Música de opereta y bandas sonoras de películas, Zarah Leander y Es geht alies Vorüber. En días como aquéllos, podía llegar a creer que la guerra jamás había empezado.
Pero había días en que asomaba la duda.
«¡Todo irá bien!», se había obligado a pensar Bryan, la primera vez que lo condujeron a través de las puertas acristaladas hasta el pasillo.
Eran muchos los que ya habían visitado los consultorios. Y aunque volvían algo débiles y permanecían tumbados en la cama sin dar señales de vida durante muchas horas después, se recuperaban y no parecían sufrir daños irreparables.
Había un total de seis puertas en el pasillo, además de la puerta giratoria de la sala que Bryan, hasta entonces, sólo conocía por dentro. En los dos extremos había salidas, al fondo y a la izquierda estaba la sala de estar de las enfermeras y del personal auxiliar, y más allá, la puerta de la sala de tratamientos y otras dos, que Bryan suponía que conducían a la zona de los médicos.
En la penúltima sala esperaban varios enfermeros y médicos. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, lo habían atado brutalmente a una camilla, le habían suministrado una inyección y le habían aplicado unos electrodos en las sienes. Las ondas eléctricas lo paralizaron instantáneamente y redujeron todos sus sentidos durante varios días.
Por regla general, las series de tratamientos consistían en un máximo de un tratamiento por semana durante cuatro o cinco semanas, seguido por un período de reposo. Bryan todavía no sabía si repetirían el tratamiento, pero algo le decía que sí, puesto que los primeros pacientes habían iniciado una nueva serie de tratamientos después de una pausa de un mes. Durante los períodos de descanso les suministraban pastillas; siempre las mismas, una o dos al día por hombre.
Bryan tenía miedo de lo que un tratamiento como aquél podía suponer. Las imágenes a las que se había aferrado hasta entonces habían ido desapareciendo lentamente de su conciencia. La idea de volver a ver a sus seres queridos, de poder hablar con James o, sencillamente, de dar un paseo sin ser vigilado en medio de la lluvia gris, se iba desvaneciendo. La memoria le jugaba malas pasadas y había días en los que le venía a la mente algún recuerdo de su infancia en Dover y otros en los que apenas era capaz de recordar su propio aspecto.
Los planes de evasión morían antes de que hubiera terminado de concebirlos.
También empezaba a disminuir su apetito. A medida que pasaban tas semanas y, con ellas, las sesiones de ducha semanales, Bryan iba constatando cómo las caderas y las costillas se perfilaban cada vez más debajo de la piel. No era porque no le gustara la comida, de hecho, a veces resultaba incluso deliciosa, sobre todo cuando les servían crepés de patatas y gullash, sopa o compota de frutas en conserva, pero le faltaban las ganas de comer. Cuando finalizaba una tanda de electrochoques y el cuerpo pedía energía a gritos, Bryan era capaz de devolver con sólo pensar en la papilla de avena y la rebanada de pan negro con margarina de! desayuno. Entonces solía dejar el plato intacto y nadie se lo retraía. Únicamente lograba tragarse los sandwiches de la cena recubiertos de restos de la comida y, rara vez, de embutido y queso, y eso sólo si le permitían tomarse su tiempo.
Y allí estaba James, en su esquina, dejando pasar los días, escuchando, soñando y toqueteando el pañuelo de Jill, que siempre tenía al alcance de la mano. Debajo del jergón, debajo de la sábana o debajo del camisón.
Durante las primeras semanas no abandonaron ni una sola vez sus camas. Sin embargo, a medida que se fue haciendo habitual que los pacientes se dirigieran a los lavabos del final del pasillo por cuenta propia, también los enfermeros empezaron a tardar más en traer los orinales. Bryan amplió su vocabulario con las palabras «Schieber, Schieber», pero aún así, el tiempo de espera llegaba a hacerse insoportable hasta que se oía el traqueteo de la tapa en el lavadero y alguien introducía el orinal de esmalte por debajo de la manta-James fue el primero en levantarse. De pronto, una mañana sacó los pies por el borde de la cama y empezó a pasearse de cama en cama recogiendo la vajilla y depositándola sobre la mesa con ruedas. Bryan contuvo la respiración. Con qué perfección hacía su papel de demente, dando saltitos con aquellos calcetines que llevaba tan bajados que apenas le cubrían los tobillos. Los brazos totalmente pegados al cuerpo, de manera que sus movimientos se volvieran desmañados, el cuello rígido, para que tuviera que girar todo el cuerpo, cada vez que su mirada atrapaba algo nuevo.
Bryan se alegró de la movilidad que había conseguido James. Así, pronto podrían restablecer el contacto.
Pocos días después, James fue separado de la tarea que se había impuesto por su vecino. En cuanto James empezó a desplazarse por la sala, el grandullón de la cara picada de viruela saltó de la cama y se puso a contemplar la recogida. Entonces cogió a James por los hombros y le acarició el pelo, tras lo cual lo condujo con determinación de vuelta a la cama y, una vez allí, le hundió la cara en la almohada. A partir de aquel día sería el del rostro picado quien ayudaría a los enfermeros y cuidaría de los pacientes cuando se presentara la ocasión.
Sobre todo James era objeto de la atención del grandullón y si a James se le caía la almohada al suelo durante la noche o una miga durante la cena, éste saltaba solícitamente de la cama y recogía lo que se hubiera caído.
En un principio, aquel hombre había ocupado la cama que se encontraba justo enfrente de la de Bryan, pero el día en que el primer vecino de James fue trasladado a la capilla, cambió de lecho por iniciativa propia. Al principio, algunas de las enfermeras más jóvenes intentaron devolverlo a su sitio, pero entonces el hombretón los agarraba de los brazos con sus enormes garras y empezaba a gimotear de una manera tan lastimosa que acabaron por desistir. Cuando finalmente apareció la jefa de enfermeras, el de la cara picada ya dormía tranquilamente en su nueva cama.
Y ella se lo permitió.
Tras este intento fallido de hacerse con una tarea fija. James sólo salía de la cama cuando tenía que ir al baño.
La primera vez que Bryan salió de la cama por cuenta propia fue un par de días después de una sesión de electrochoque.
Durante la habitual ablución de brazos y cabeza que su familia acostumbraba denominar desdeñosamente «cuello alto y mangas largas», Bryan se había mareado y había empezado a vomitar descontroladamente, provocando que la palangana se volcara y gran parte del agua jabonosa y la pastilla de jabón hecha de polvos para fregar y serrín se partiera por la mitad y se desparramara por el suelo. En ese mismo instante, una de las enfermeras más viejas entró en la sala. En lugar de ayudar a Bryan, empezó a maldecirlo por haber volcado el agua que ahora se escurría por el suelo, formando una banda oscura. Entonces lo arrastró hasta el otro extremo de la sala, lejos de los consultorios, mientras Bryan fue dando tropezones y dejando vómitos a su paso por el suelo recién fregado.
En la estancia blanca y cubierta de baldosas, la luz entraba por una enorme ventana empernada que mostraba otros edificios del complejo y algunas colinas cubiertas de nieve. Sin mediar ni una sola palabra, la enfermera lo encerró en un lavabo. Bryan cayó pesadamente de rodillas delante de la taza y devolvió los restos de su mareo con un hondo gemido. Cuando los calambres en el estómago hubieron remitido, Bryan se sentó sobre la fría taza de porcelana y echó un vistazo a su alrededor.
No había ninguna ventana en el lavabo que le procurara luz suficiente. Una vez hubo examinado cada pequeño desconchado o rasguño, se estiró en el suelo y escudriñó la habitación de arriba abajo lo mejor que pudo. El tabique se soportaba en unas barras de metal oxidadas que estaban empotradas en el suelo de terrazo y al otro lado había un lavabo más y luego una pared. En la pared contraria había una puerta estrecha que daba al almacén donde las enfermeras guardaban la ropa de cama, y la mujer de la limpieza, la escoba y el cubo. Bryan las había visto llevar y traer utensilios y ropa blanca. Por tanto, la habitación de la esquina debía de estar inundada de luz y la puerta que había al lado de la ventana debía de dar al lavadero.
Pasaron a por él inmediatamente antes de la visita médica, prestándole tanta atención y tantos mimos que Bryan no pudo hacer más que corresponderles con una sonrisa.
A partir de entonces, Bryan empezó a levantarse de la cama varias veces al día. Durante los primeros días intentó ponerse en contacto con James y no tardaba mucho más de un par de segundos en seguirlo cuando éste hacía ademán de dirigirse al baño. Sin embargo, no sirvió de nada. Por idónea que pareciera la ocasión, James siempre se escurría y cambiaba de dirección en cuanto veía que Bryan se acercaba a él.
Otras veces, generalmente después del chequeo de control de la tarde, cuando solía reinar la calma en la sala, Bryan intentaba en vano intercambiar alguna mirada con James mientras se paseaba tranquilamente entre las camas sin un cometido determinado.
Al final, James sólo se levantaba de la cama cuando Bryan dormía.
Sencillamente, no quería tener nada que ver con él.
Gracias al Hombre Calendario, el tiempo no seguía su propio curso. Al Hombre Calendario, pues así era como llamaba Bryan para sus adentros al hombre que ocupaba la cama situada enfrente de la de James, en la misma hilera que Bryan. Él era quien había agitado su piernas cortas sobre la camilla de Bryan durante el viaje en camión. Un hombrecito alegre que nunca abría la boca y que siempre se quedaba en cama y cuyo único quehacer y obligación diaria consistía en anotar la fecha en su expediente. Durante mucho tiempo, las enfermeras rabiaron contra su obsesión y solían castigarlo reduciendo sus raciones y contando mentiras sobre él durante las visitas médicas para que los médicos creyeran que era totalmente incontrolable y lo trataran con mayor dureza de la estrictamente necesaria. Por ello podía ocurrir de vez en cuando, después de haber recibido un electro-choque, que el hombrecillo se mantuviera tieso como un arco en la cama, echado hacia atrás y convulsionado por los calambres que recorrían su pequeño cuerpo.
Su salvación llegó con un nuevo cargamento de pacientes que de pronto un día apareció en el patio, de camino a uno de los bloques traseros. Este grupo de heridos iba acompañado por tres jóvenes enfermeras que más tarde reemplazarían a algunas de las que mayor empeño ponían en mortificar al Hombre Calendario. Transcurridos un par de días, la más delgada de las jóvenes, seguramente un poco menor que Bryan y James, le regaló un pequeño cuaderno de papel grisáceo y basto y clavó una pequeña tachuela sobre la cabecera de la cama para que sus apuntes diarios pudieran ser admirados por todo aquel que pasara por su lado.
Bryan no acababa de entender cómo el Hombre Calendario lograba distinguir un día del otro después de una tanda de electrochoques. Simplemente constataba que los días perdidos eran recuperados milagrosamente con una exactitud deslumbrante.
A pesar de que estaban en el mes de abril, la humedad seguía atenazando la sala y todavía permitían que los pacientes se cubrieran con dos mantas por la noche. Bryan nunca se quitaba los calcetines e intentaba protegerse lo mejor que podía de la corriente fría que se colaba a través de las contraventanas a prueba de bombas y se escurría por los cabezales de las camas. Últimamente, muchos se habían resfriado y no dejaban de temblar y de toser.
Por lo visto, el hombre de la cara picada de viruela apenas notaba el frío y se dirigió, por tercera vez aquella misma noche, a la cama de Bryan para estrujarlo entre las mantas. El viento se había serenado ligeramente y la sala estaba en silencio. Bryan cerró los ojos y notó cómo las dos enormes manos introducían cuidadosamente la manta por debajo de su cuerpo y le acariciaban la frente como si en vez de zarpas fueran patitas de gato. Entonces zarandeó a Bryan ligeramente y le pellizcó la mejilla como si fuera un bebé, hasta que éste abrió los ojos y le devolvió la sonrisa. De repente, el hombretón le susurró unas pocas palabras al oído y su cara se transformó por un instante; una mirada cautelosa y despierta que, como un rayo, abarcó cada una de las facciones de la cara de Bryan, que al instante volvió a relajarse y a debilitarse. Entonces se volvió hacia el vecino de Bryan, le acarició la mejilla y le dijo: «¡Gut, guuut!»
Finalmente se sentó en una de las sillas del pasillo y dirigió la mirada hacia la cama de James. Los dos pacientes que ocupaban las camas contiguas a la del hombretón alzaron la cabeza y sus siluetas se dibujaron nítidamente contra la luz de la luna que entraba por la ventana. También ellos observaban a James, que estaba tumbado en la cama.
Bryan miró de reojo por encima de la punta de la nariz y paseó la vista por la sala. Por lo que alcanzó a observar, el resto de los pacientes dormían. Le llegaron unos sonidos silbantes e intermitentes, acompañados por las sombras de los dos hombres que volvían a recostarse en sus camas. Volvieron a oírse unos sonidos silbantes y el malestar se apoderó de Bryan, disipando el sueño que había estado a punto de conciliar.
¿Eran unos débiles susurros o el viento y los cristales de las ventanas, que vibraban?
A la mañana siguiente, el hombretón seguía sentado en la silla. El paciente que los afeitaba cada dos días había entrado a gatas mientras aún dormían, y al ver a aquel individuo roncando con la cabeza apoyada en el pecho, había prorrumpido en una risa tan estrepitosa que la enfermera de guardia había acudido corriendo para llevárselo de vuelta a su sección a toda prisa. La enfermera le propinó un collazo al hombretón y sacudió la cabeza cuando, él intentó aplacarla precipitándose hacia el pasillo en busca de su delantal.
Entonces ella suspiró profundamente y se dispuso a realizar las tareas del día, ahora que, de todos modos, la habían despertado.
Algunos de los pacientes se estaban recuperando. El vecino de Bryan ya no yacía rígido en la cama con aquella mirada apática e inmutable, sino que parecía estar tranquilo y relajado. Recibía constantes golpecitos amables de los enfermeros, a los que de vez en cuando hablaba de forma entrecortada. Otros ya habían abandonado la cama definitivamente y pasaban la mayor parte del día sentados a la mesa que había en el otro extremo de la sala, hojeando las revistas de los camilleros, llenas de amor, romanticismo e idilio alpino. De vez en cuando, dos de los camilleros de mayor edad causaban revuelo a su alrededor cuando se ponían a jugar a las cartas.
A medida que fueron abundando las horas de sol, fue creciendo el número de pacientes que se acercaban a las ventanas para contemplar a los hombres de las demás secciones que jugaban y se reían en el patio. Eran soldados heridos de las SS con lesiones normales que jugaban a la pelota o saltaban al potro. Pronto les darían el alta.
Bryan podía seguir todo lo que pasaba en el patio si se sentaba con las piernas cruzadas en la cabecera de la cama y estiraba el cuello. Era capaz de permanecer en esa postura durante horas y horas, contemplando el cielo que se abría sobre las torres de vigilancia que flanqueaban la puerta de entrada y el paisaje quebrado y cubierto de bosque que se extendía detrás de ellas.
Era también cuando adoptaba aquella postura que podía alcanzar los extremos de las patas de la cama, sacar los tapones de madera y echar las pastillas en los tubos de hierro que conformaban la cabecera. Desde que habían cesado los electrochoques, había intentado evitar tragarse las pastillas cuando se las metían en la boca. De vez en cuando se tragaba alguna y otras veces ya estaban prácticamente disueltas cuando por fin tenía ocasión de escupirlas en la mano. Sin embargo, el efecto final fue el esperado. Cada vez se sentía más despejado. Las ansias de huir se iban imponiendo poco a poco.
Entre toda aquella congregación de locos desconcertados y despistados, tan sólo uno lo había visto echar las pastillas en el tubo de la pata de la cama. Era el que había permanecido con los ojos abiertos bajo la ducha el primer día. Al principio, aquel hombre se había infligido tantos castigos corporales que había pasado un buen tiempo con la camisa de fuerza puesta, tumbado en la cama y totalmente aletargado por la medicina. Ahora, tres meses más tarde, solía permanecer totalmente quieto, echado en la cama con la mano debajo de la mejilla y las piernas encogidas, mirando a los demás. Bryan había atrapado su mirada en el mismo segundo en que había dejado caer las pastillas, acción que fue correspondida con una sonrisa exagerada. Más tarde, Bryan abandonó su lecho y recorrió la hilera de camas hasta llegar a la de aquel hombre. Sus facciones estaban relajadas y los ojos no dieron muestras de reconocimiento cuando Bryan se inclinó sobre él.
Mientras la primavera intentaba infructuosamente derretir la nieve negruzca del patio y conferirles vida a las sombras, Bryan inspeccionaba palmo a palmo el paisaje que se abría ante sus ojos.
Su bloque se hallaba en el extremo del complejo, casi pegado a las rocas, y tenía ventanas que daban al oeste. El sol de la tarde se ponía directamente entre las torres de vigilancia, arrojando sus rayos rojos y mates sobre los edificios que había enfrente. A la izquierda, en dirección sur, estaba la cocina, que podía vigilar con mayor facilidad si se trasladaba a la ventana del pasillo que daba a la sala de baños. Hacia el suroeste habían construido unos barracones más pequeños que alojaban a los guardias y a los equipos de seguridad. Desde la ventana de Bryan se apreciaba el frontis del anexo del personal médico auxiliar. A menudo veía cómo algunos se detenían en la entrada y constataba los esforzados intentos de los médicos más jóvenes por llevarse a las enfermeras a la cama. Aparentemente no lo conseguían nunca, lo que hacía que estas escenas resultaran cómicas y sus protagonistas ridículos, aunque no por ello le parecieran a Bryan más humanos.
Hacia el norte, el edificio que habían construido a continuación y paralelamente al suyo ocultaba la sala de gimnasia y toda la zona que se extendía detrás de ésta. También algunas de las secciones que había más abajo quedaban casi ocultas detrás de la aguda esquina amarilla.
A lo largo de las veinticuatro horas del día se veían guardias y patrullas de perros en movimiento a lo largo de la alambrada que rodeaba el complejo. Tan sólo se les permitía el acceso al lazareto a unos cuantos civiles y siempre acompañados por personal de seguridad o soldados rasos de las SS.
Durante las primeras y largas semanas, el miedo a ser confrontado con los familiares del soldado cuya identidad había tomado a la fuerza lo había obsesionado. Pero aunque la sección estaba repleta de hombres para quienes una cara conocida habría contribuido a una mejora significativamente más rápida, nunca venía nadie. Estaban aislados y no querían que se conociera ni su existencia ni, por supuesto, su estado. De hecho, a Bryan le resultaba inexplicable que los mantuvieran con vida.
Bryan nunca vio a James mirar por las ventanas. Desde principios de abril apenas había salido de la cama, aparentemente debido al efecto que ejercían los medicamentos que le suministraban.
Entraron tres camiones por la puerta principal, que se volvió a cerrar inmediatamente. «¡Quién estuviera metido en uno de ésos y pudiera conducir sin parar hasta llegar a casa!», soñó Bryan. El ruido de los motores pronto se extinguió por detrás de las colinas y los vehículos desaparecieron en el valle. El vecino del hombretón de la cara picada se colocó al lado de la cama de Bryan y se puso a mirar a los guardias sin decir nada. Mientras tanto, sus piernas no dejaron de temblar y sus labios se movieron sin parar. Aquel hombre de rostro ancho había tenido esa conversación muda consigo mismo desde el primer día y, en más de una ocasión, Bryan había visto tanto al picado de viruela y a su otro vecino acercar la oreja a su boca con rostros llenos de expectación y paciencia. Luego solían sacudir la cabeza y reírse como si fueran dos niños deficientes mentales..
Bryan no pudo evitar reír al pensar en ello y fijó la mirada en los labios que trabajaban incesantemente. El hombre se dio la vuelta y lo miró con una expresión de locura que hacía que su rostro resultara aún más cómico. Bryan tuvo que llevarse la mano a la boca para ahogar la risa. El hombre detuvo los movimientos de la boca por un segundo y sonrió a Bryan; era la sonrisa más ancha que Bryan jamás había visto.
Desde el pasillo se oía música de vals. El barbero volvió a presentarse aquella mañana, a pesar de que ya había estado allí el día anterior y había dejado sus mejillas más lisas que nunca. Como de costumbre, uno de los camilleros, un veterano de la primera guerra mundial, golpeó su garfio de hierro contra la pata de la cama que tenía más cerca, señal habitual de que había que ir a la ducha. Bryan se sentía confuso y preocupado porque se había roto la rutina de siempre.
Y no era el único que se sentía así entre todos aquellos pacientes.
Al serles entregados unos batines limpios y blancos como la nieve, la mayor parte del personal que estaban de guardia sonrieron a la vez que los apremiaban a que se dieran prisa en concluir la rutina. Todo lustre, el oficial de seguridad que había matado de un tiro al simulador en la sala de gimnasia esperaba en la puerta giratoria en posición de piernas abiertas a que formaran delante de sus camas, mientras los observaba con una actitud entre autoritaria y amable. Entonces pasaron lista. Algunos nunca reaccionaban; hacía ya tiempo que Bryan se había separado de aquel grupo.
– Amo von der Leyen -dijo el oficial de seguridad.
Bryan se estremeció. ¿Por qué tenía que ser él el primero? Titubeó pero finalmente cedió cuando un enfermero lo agarró por el brazo.
El oficial de seguridad juntó los tacones y alzó el brazo en un *heil» mientras la extraña procesión desfilaba y salía por la puerta giratoria siguiendo el orden establecido por la lista. Atrás dejaron a un par de pacientes que acababan de someterse a una sesión de electrochoque, entre ellos a James.
Bryan miró a su alrededor, agarrotado por los nervios. Entre el grupo que venía detrás había dieciséis o diecisiete hombres que podían considerarse locos de atar. Llevaban ya tres meses allí ¿qué pensaban hacer con ellos? ¿Iban a ser trasladados a otra sección o a otro lazareto? ¿O tal vez estaban pensando en ajusticiarlos ¿Y por qué lo habían llamado a él primero? No le pelaban ni el oficial de seguridad que pisaba el suelo con fuerza, ni los enfermeros, ni los camilleros que se habían colocado a ambos lados de la hilera de hombres. Tal vez era mejor que James no estuviera entre el grupo.
La hilera pasó por la sala de tratamientos, la sala de electro-choque y la de control médico y atravesó la puerta por la que había entrado el primer día y que, desde entonces, no había vuelto a traspasar. Cuando llegaron a la escalera, el desasosiego ya había empezado a propagarse y muy pronto hubo algunos pacientes que se negaron a seguir. Se habían colocado contra la pared, con los brazos alrededor del cuerpo; no querían seguir. Los enfermeros se rieron y los obligaron a volver a la fila, procurando sonreír y utilizar un tono alentador y amable.
Hacía un día espléndido, pero todavía estaban en el mes de abril y la humedad de las alturas seguía resultando penetrante y fría. Bryan echó un vistazo a sus calcetines y a sus zapatillas mientras seguía avanzando, intentando evitar disimuladamente los charcos y el barro del patio. Cuando se dio cuenta de que llevaban al grupo hacia la sala de gimnasia, el pánico empezó a apoderarse de él.
El grupo estaba encabezado por un oficial de las SS que tan sólo avanzaba a un paso de Bryan. La funda del revólver colgaba pesada y amenazadoramente de su cinturón, a unos pocos centímetros del brazo de Bryan. ¿Tendría tiempo de cogerla? Y en tal caso, ¿en qué dirección correría? Más de doscientos metros lo separaban de la alambrada que asomaba por detrás de la sala de gimnasia y una profusión poco habitual de guardias y soldados se arremolinaban a muy poca distancia de allí. Y entonces pasaron por delante de los barracones. Detrás de la sala de gimnasia había una gran plaza abierta. A lo largo del césped se erguían las casas que Bryan hasta entonces sólo había podido imaginar pero no ver. Un edificio paralelo a la sala de gimnasia, dos dormitorios y un complejo que seguramente albergaba los despachos y las oficinas de la administración, con pequeñas ventanas y puertas de dos hojas de color marrón. El grupo se detuvo al llegar a un corredor bajo que unía la sala de gimnasia con el edificio que había detrás. El oficial de seguridad los abandonó un instante.
«Éste será el último sol que veré salir», pensó Bryan, a la vez que alzaba la mirada hacia la luz titilante que se extendía sobre las copas de los abetos y la paseaba por la hilera de hombres que estaban de espaldas al muro. El hombretón de la cara picada de viruela, que había adoptado una posición de firmes con la cabeza echada hacia atrás, despuntaba por encima de los demás.
El tipejo de la ancha cara de goma se encontraba justo entre los dos, masticando las palabras que nunca permitía que oyera nadie. Al oír unos pasos que se acercaban, Bryan se estremeció y los labios parlantes de su vecino se paralizaron.
Los primeros rayos de luz cortantes inundaron la plaza desde atrás, dotando a los uniformes negros y verdes de una pomposidad, una elegancia y una dignidad que contrastaban en todo con lo que Bryan había esperado. Un carnaval de condecoraciones, cruces de hierro, correajes relucientes y botas lustradas ahuyentó la idea del pelotón de ejecución. Se veían emblemas de las SS y calaveras por doquier. Todos los cuerpos, todos los tipos, todas las edades y toda clase de heridas. Ésa era la marcha de los heridos, una muestra completa de vendajes, cabestrillos, muletas y bastones; la prueba de los soldados de élite de que una guerra no puede ganarse sin un derramamiento de sangre.
Los soldados hablaban en pequeños grupos de forma distendida y desfilaban lentamente hacia el asta de la bandera que se erguía en medio de la plaza. Los seguían una retaguardia de soldados en sillas de ruedas empujadas por enfermeras. Y cerrando filas, por el sendero enlosado, aparecieron unas cuantas camas sobre enormes ruedas, conducidas por camilleros sudorosos.
El aire era milagrosamente fresco, pero también helado, teniendo en cuenta los ropajes apenas suficientes para resistir el frío que, al fin y al cabo, constituían una bata y un camisón. La dentadura del vecino de Bryan empezó a castañetear. «Deja de preocuparte por ello», pensó Bryan alzando la vista hacia la bandera de la cruz gamada, la esvástica que en aquel preciso instante estaban izando en el más estricto silencio, sólo roto por algunos reverentes «heil».
Habían colocado al grupo de locos detrás de todos los demás, en la esquina noroeste del recinto. Bryan se inclinó hacia un lado, como si estuviera a punto de quedarse traspuesto, y echó mi rápido vistazo por detrás de la esquina del edificio. Desde donde estaba, podía ver un pequeño edificio de ladrillo construido en el borde de la roca; probablemente, la capilla del hospital. En el otro extremo, cerca de la alambrada, en dirección oeste, apareció otra entrada flanqueada por unos guardias en posición de firmes que contemplaban el espectáculo a lo lejos. Los brazos alzados seguían dirigidos a la bandera cuando de pronto todos, llenos de entusiasmo, entonaron el Horst Wesset, canto que hizo que los pájaros levantaran el vuelo precipitadamente.
No había ni un solo loco que cantara. Algunos susurraban mientras otros permanecían pasivos, mirando a su alrededor, confundidos por esta nueva situación. El eco y la fuerza de las numerosas voces llenaron la plaza y el aire de embriaguez y voluntad y dotaron la bandera de una exuberancia deslumbrante. Bryan seguía petrificado por la belleza grotesca del acontecimiento, y hasta que no descubrieron el retrato del Führer no comprendió por qué los habían reunido en aquella plaza y por qué los habían afeitado a deshora. Cerró los ojos y volvió a ver el papelito que ayer colgaba sobre la cama del Hombre Calendario. Ayer había sido 19 de abril y, por tanto, hoy era 20, el cumpleaños de Hitler.
Los oficiales llevaban la gorra debajo del brazo, apretada contra el cuerpo. Parecían columnas, a pesar de sus heridas, mientras contemplaban respetuosamente el retrato de su Führer; un contraste muy fuerte con las caricaturas de Hitler que solían adornar los barracones de la RAF, mancilladas con pintadas, dardos y groserías.
Algunos de los guerreros curtidos en la batalla parecían embriagados por la euforia y se protegían los ojos con la mano mientras miraban fijamente hacia la bandera ondeante, cegados por su belleza y traspuestos por el gran sentimiento que henchía sus corazones y por la emoción. Bryan examinó la zona que se extendía a sus espaldas. Detrás de la alambrada habían levantado otro cerco; una defensa más bien miserable hecha de palos sin descortezar, entrelazados por alambre de púas. El sendero de cascajos por el que habían llegado en su día seguía más arriba, bordeando las rocas de la montaña. Bryan giró la cabeza unos grados y de nuevo dirigió la mirada hacia el oeste y hacia los guardias, que seguían hablando entre ellos.
Ésa era la dirección que tomaría para huir. Superaría la primera alambrada y pasaría por debajo de la segunda, seguiría el camino y bordearía el arroyo hasta adentrarse en el valle, en dirección a las vías del tren que se extendían a lo largo del Rin hasta Basilea.
Si seguía las vías del tren en dirección sur, en algún momento alcanzaría la frontera suiza. El tiempo diría cómo la cruzaría.
Movido por un sexto sentido, Bryan volvió la cabeza y se encontró con la mirada del hombre de la cara picada. El gigante bajó la mirada al instante y la mantuvo baja. Había habido un destello en aquellos ojos que daba muestra de una cordura absoluta. Bryan decidió que, a partir de entonces, vigilaría al hombre del rostro picado discretamente. Volvió a dirigir la mirada hacia la alambrada. No era demasiado alta, determinó.
Si era posible bascular el asta sobre el perno inferior, podría descansarla sobre la alambrada y utilizarla como puente. Las manchas de óxido que se extendían alrededor de la tuerca de los grandes pernos le hicieron cambiar de parecer. Si hubiera dispuesto de una llave inglesa, podría haberlo hecho. Pequeños detalles como ése eran los que resultaban decisivos; cosas y acontecimientos insignificantes como el encuentro casual con tu futuro socio, frases inesperadas pronunciadas en la infancia, la suerte que te sonríe oportunamente; todos aquellos fragmentos que emergen repentinamente de la suma que constituye el futuro y lo hace imprevisible.
Como aquella mancha imprevista de óxido alrededor de aquel perno cualquiera.
Tendría, por tanto, que trepar por encima de la alambrada y contar con que las púas que la coronaban lo arañarían hasta sangrar. Y estaba, además, el tema de los guardias. Porque una cosa era pasar al otro lado sin ser visto, y otra muy distinta, desaparecer de allí después. Bastaría una sola ráfaga de metralleta en la oscuridad. Aquí el azar volvía a jugar un papel importante. En la medida en que pudiera evitarlo, Bryan no dejaría que el azar decidiera en ese tipo de cuestiones.
Tras la ceremonia, que finalizó con un discurso pronunciado por el comandante en jefe de seguridad con un ímpetu que resultaba difícil atribuir a un personaje tan falto de vigor, todo el mundo prorrumpió en un «heil» que se fue propagando como una ola interminable. Posteriormente, la plaza se fue vaciando lentamente de sillas de ruedas y camas que acogían a infinidad de lisiados de sonrisas felices que despedían orgullo y amor a la patria en cantidades ingentes; sin duda, en la seguridad de haber cumplido con su deber y de estar a buen recaudo donde estaban.
Detrás del bloque, los oscuros abetos se mecían suavemente al viento. El frío y los escasos cien metros que recorrieron hasta llegar al edificio entumeció sus articulaciones. De poco sirvió que los guardias los apremiaran. «¡Cuídate! Procura no ponerte enfermo», pensó Bryan..
Había descubierto una vía de evasión. Si enfermaba, ni él ni James tendrían tiempo de escapar antes de la próxima tanda de electrochoques. Por tanto, había que estudiar las posibilidades rápida y concienzudamente. Y tenía que hacer partícipe a James de sus planes, lo quisiera o no. Sin James no habría manera de llevar a cabo un plan sostenible.
Y sin James tampoco habría fuga.
James se encontraba fatal cuando despertó por los dolores que le habían provocado los electrochoques. Así había sido cada vez, Se sentía, ante todo, extenuado. Todas las fibras de su cuerpo estaban aturdidas; los sentidos, embotados y confusos. Y estaban, además, la conmoción, la emoción, el sentimentalismo, la auto-compasión y la confusión; la expresión integral de la mente que se enturbiaba, abandonándolo a un estado mental crónico de terror y tristeza.
El miedo era un señor severo, eso hacía tiempo que lo había entendido; aunque, a medida que fueron pasando los días, aprendió a vivir con él y a dominarlo. Y puesto que la guerra se había ido acercando paulatinamente y el estruendo de las bombas sonaba a lo lejos, desde Karlsruhe, había empezado a abrigar una fe endeble en que pronto acabaría aquella pesadilla. Procurando siempre mantener los sentidos en alerta, James intentaba disfrutar de las horas de las que disponía contemplando inmóvil la vida que se desarrollaba a su alrededor o dejando que los sueños lo trasladaran lejos de allí.
A lo largo de los meses que habían transcurrido había aprendido a adoptar a la perfección el papel que el azar le había asignado. Nadie podía sospechar que estaba simulando. Fuera la hora que fuese, el que despertaba a James siempre era recibido con una mirada vacía. No les daba mucho trabajo a las enfermeras, puesto que comía, no ensuciaba la cama y, sobre todo, se lomaba todos los medicamentos que le daban sin mostrar aversión alguna. Por tanto, James se hallaba en una estado de letargo permanente, sus pensamientos se generaban lentamente y pasaba algunos ratos felices en los que todo le daba igual.
Las pastillas eran prodigiosamente efectivas.
Las primeras veces que había visitado al médico tan sólo había movido la cabeza cuando éste alzaba la voz. Jamás había efectuado un movimiento sin que se lo hubieran ordenado previamente. A veces, durante el repaso de su expediente médico, la enfermera lo había hecho en voz alta, con lo que la vida que había tomado prestada, poco a poco, se fue perfilando de acuerdo con aquellas páginas amarillentas. Si alguna vez James se había arrepentido de haber arrojado aquel cadáver por la ventana, ese remordimiento desapareció la primera vez que fue confrontado con la verdadera naturaleza de su salvador.
James y su víctima tenían prácticamente la misma edad. Gerhart Peuckert, tal era su nombre, había hecho carrera con una rapidez asombrosa y había sido nombrado Standartenführer de la policía de seguridad de las SS, una especie de coronel. Por tanto, ostentaba la graduación más alta de la sala, dejando a un lado a Amo von der Leyen, la identidad que había adoptado Bryan. Gozaba de un trato especial en la sección; a veces incluso había llegado a tener la sensación de que algunos lo temían o lo odiaban, pues las miradas con las que lo contemplaban eran frías.
A aquel hombre no se le había escapado ni un solo pecado, Gerhart Peuckert había eliminado brutalmente todos y cada uno de los obstáculos que se habían interpuesto en su camino y había castigado despiadadamente a los que le habían desagradado. El frente oriental le había ido a pedir de boca. Al final, algunos subordinados se habían revelado y habían intentado ahogarlo en la misma tina que él había utilizado durante las torturas a las que había sometido personalmente a partisanos soviéticos y a civiles engorrosos.
Aquel ataque lo había postrado en la cama en un estado comatoso en el lazareto. Nadie esperaba que pudiera recuperarse. El proceso contra los agresores fue corto: una cuerda de piano alrededor del cuello y la muerte por asfixia. Cuando finalmente despertó, en contra de todos los pronósticos, decidieron trasladarlo a casa, de vuelta a la patria. Fue durante ese viaje que el verdadero Gerhart Peuckert finalmente pagó por sus actos y James se convirtió en su sustituto.
Su caso era característico de la sala en su conjunto. Era un oficial de alto rango de las SS, mentalmente lisiado, y un lacayo demasiado destacado para que fuera abandonado sin más a su suerte. Normalmente, para este tipo de casos complicados, las SS solían aplicar un único método: la inyección y el ataúd. Sin embargo, mientras todavía hubiera la más mínima esperanza de que uno solo de esos vástagos leales del Führer pudiera recuperarse, todos harían lo imposible por ellos con los medios que tuvieran a su alcance. Mientras tanto, el destino de los pacientes seguiría siendo, en gran medida, un secreto para el mundo exterior. No podían permitir que un oficial de las SS volviera a su casa en aquel estado de demencia. Podría resultar desmoralizante, ensuciaría la grandeza del Tercer Reich y pondría en entredicho la confianza en las noticias que llegaban de! frente y, por añadidura, sembraría la duda entre la población, que empezaría a desconfiar de la invulnerabilidad de sus héroes. Las familias de los oficiales serían deshonradas, habían repetido una y otra vez los oficiales de seguridad a los médicos. Antes un oficial muerto que un escándalo, podrían haber añadido.
Esta circunstancia, unida al hecho de que todos los oficiales heridos de las SS constituían una élite, había convertido la zona en un objetivo estratégico para los enemigos, tanto internos como externos, de la patria y, por tanto, habían transformado el hospital en un fortín al que no podía acceder ningún indeseado y que tan sólo podían abandonar los pacientes que hubieran sido dados de alta y sus vigilantes.
El hospital estaba permanentemente a punto de estallar a causa de los continuos ingresos, aunque el flujo de dementes había cesado. Tal vez, las autoridades habían admitido tácitamente que el Tercer Reich no disponía de tiempo suficiente para sacar provecho a ese tipo de pacientes, tal como se estaba desarrollando la guerra últimamente. Tras el desmoronamiento del Frente Oriental, no podían permitirse perder el tiempo con experimentos ulteriores.
En los últimos tiempos, muchos de los pacientes habían empezado a dar muestras de mejoría y resultaría muy llamativo si alguno de ellos se retrasaba con respecto a los resultados del tratamiento. James abandonó el canturreo, esperando que tal paso lo ayudaría a evitar los tratamientos periódicos de electrochoque. Esos tratamientos violentos incidían, más que nada, sobre la capacidad de concentración, convirtiéndose, por consiguiente, en una amenaza para la tarea primordial de James: inclinaba la cabeza hacia atrás, cerraba los ojos y revivía las películas que había visto en el pasado.
– ¿Dónde está el sargento Cutter? -exclamó el sargento Higginbotham.
– Está ocupado -contestó de mala gana Víctor McLaglen desde el alféizar de la ventana.
Se volvió hacia Cary Grant, alias el sargento Cutter, que golpeaba a los soldados que intentaban forzar la escalera.
– ¡Mira que comprar un mapa de un tesoro enterrado! Ja, ja. Deberías someterte a un examen mental -le espetó Douglas Fairbanks Jr. con los brazos en jarras.
Cary Cutter Grant los sacudió a todos hasta que los kilts volaron por los aires y los hombres cayeron escaleras abajo.
– Podríamos haber abandonado el ejército y haber vivido la vida a todo tren, ¿no? -dijo con una mirada feroz.
En ese mismo instante fue torpedeado con una silla. Más arriba había un escocés que miraba sorprendido los pedazos de madera que tenía en la mano. El semblante de Cutter seguía imperturbable, al límite de la amenaza.
– Oh… -dijo, a la vez que señalaba con un dedo acusador al hombre que intentaba huir del lugar-, ¡pero si es el tipo que me vendió el mapa!
Grant alzó la mano en el preciso instante en que Fairbanks Jr. se disponía a agarrar al escocés. Entonces cogió al montañés por el cuello, lo golpeó con un único golpe seco y lo sacó por la ventana.
– ¡Eh! -le increpó Higginbotham desde abajo-, ¡suelta a ese hombre!
Cuando llegaba a este punto, a James le solía costar reprimir la risa. Echó un vistazo a su alrededor y reprimió la risa al ver al escocés que se precipitaba al vacío y a Cary Grant abriendo los brazos en un gesto con el que pretendía pedir perdón.
Gunga Din era una de las películas preferidas de James; una pieza recurrente de su repertorio cinematográfico sonado.
Cuando «interpretaba» una de sus películas, acostumbraba empezar por el principio repasando cada una de las secuencias hasta el final. Una trama que podía contarse en poco más de una hora en el cine podía llegar a durarle toda una mañana o una tarde. Mientras James estuviera ocupado en la disección de una película, el mundo exterior perdía toda importancia. Cuando los pensamientos tristes o el miedo a no volver a ver jamás a sus seres queridos se hacían demasiado presentes, James se consolaba con esta forma de distracción.
A menudo, su generosa madre les había dado unas cuantas monedas a él y a sus hermanas para que pudieran arrebujarse en los asientos del cine los domingos de sesión continua. Buena parte de su infancia había transcurrido frente al parpadeo de la pantalla en la que aparecían Deanna Durbin, el Gordo y el Flaco, Nelson Hedi o Tom Mix, mientras sus padres paseaban por la avenida principal de la ciudad, intercambiando saludos y cumplidos con los demás burgueses de la zona.
Le resultaba fácil rememorar a las hermanas Elizabeth y Jill, que soltaban risitas ahogadas en la oscuridad de la sala y se decían cosas al oído mientras el héroe besaba a la heroína y el resto del público soltaba todo tipo de improperios.
Los recuerdos, las películas y los libros que había devorado a lo largo de los años de escuela impedían que se volviera loco. Sin embargo, cuantos más electrochoques recibía, y cuantas más pastillas tragaba, más frecuentes se hacían las veces en que se quedaba en blanco en mitad de una trama, sobrecogido por un repentino vacío en la memoria.
En esos momentos le resultaba imposible recordar los nombres de Douglas Fairbanks Jr. y de Víctor McLaglen en la película. Pero ya le vendrían a la memoria. Al menos, eso era lo que solía pasar.
James descansó la cabeza pesadamente en la almohada y rozó el pañuelo de Jill que había escondido debajo del colchón.
– Herr Standartenführer, ¿no cree que debería intentar salir de la cama y darse una vueltecita? Lleva toda la mañana sin moverse. ¿Le pasa algo?
James abrió los ojos y se encontró con el rostro de la enfermera. Ella le sonrió y se puso de puntillas para poder pasar el brazo por debajo de la almohada y subirla un poco. Hacía meses que James tenía ganas de dirigirse a ella, contestar alguna de sus preguntas o darle una leve señal de mejoría. En cambio, la miraba con ojos vacíos sin dejar que su rostro mudara de expresión.
Se llamaba Petra y era el único ser humano verdadero que había conocido hasta entonces.
Petra había llegado como si la mismísima providencia se la hubiera enviado. Primero se había preocupado porque las demás enfermeras dejaran a su vecino, Wemer Fricke, en paz con su calendario.
Luego había hecho frente a un par de enfermeras para que incidentes como mojar la cama o negarse a ingerir alimentos dejaran de ser castigados, con tanta dureza.
Y por último, se ocupó especialmente de James. Desde el primer día en que lo había visto, había sentido una simpatía especial por él, era evidente. Otros pacientes también habían sido merecedores de su especial atención pero, hasta entonces, sólo James había conseguido que se detuviera al pie de la cama con una expresión triste y vulnerable en el rostro y los hombros caídos. «¿Cómo es posible que sea capaz de sentir algo por un hombre como Gerhart Peuckert?», se preguntaba James a menudo. Suponía que era una chica ingenua y ligeramente falta de imaginación a la que habían arrojado directamente del colegio de monjas al ejercicio de la enfermería en Bad Kreuznach. Era tan obvio que no tenía experiencia vital. Cuando Petra nombraba a su maestro y santo secular, el profesor Sauerbruch, sus ojos brillaban embelesados y sus manos trabajaban con una rapidez y una seguridad inusitadas. Y cuando un paciente tenía un ataque y mandaba a todo el mundo al infierno, se santiguaba antes de salir corriendo a por ayuda.
La explicación más verosímil a la predilección que Petra sentía por James seguramente era que ella era una jovencita romántica y recatada con necesidades naturales que, además, lo encontraba guapo y atractivo y sabía apreciar sus dientes blancos y sus hombros rectos. La guerra hacía ya casi cinco años que duraba. No debía de tener más de unos dieciséis o diecisiete años cuando la vida dura y abrumadora del hospital se convirtió en su realidad vital. ¿Acaso había dispuesto de tiempo para dar rienda suelta a sus sueños y a sus fantasías anteriormente? Era imposible imaginarse que hubiera tenido ocasión de amar y de ser amada alguna vez.
De todos modos, si era cierto que James había despertado alguna esperanza en ella, él no haría nada por evitarlo. Era una muchacha dulce y bonita. De momento, sería prudente y disfrutaría de sus cuidados. Mientras estuviera ella para obligarlo a comer después de una sesión de electrochoque y para cerrar la ventana cuando la corriente empezaba a tensarle los músculos de la nuca, su cuerpo no sería lo primero que le fallaría.
– ¡Venga, Herr Standartenführer! -prosiguió, empujando sus pies por el borde de la cama-. Esto no lo llevará a ninguna parte. Tiene que procurar ponerse bien, ¿de acuerdo? ¡Y para eso tiene que salir de la cama!
James se colocó entre las dos camas y empezó a avanzar hacia el pasillo central. Petra lo animó con un gesto de la cabeza y sonrió. Ese tipo de trato preferencial ya no le gustaba tanto a James. Lo convertía en objeto de la atención de las demás enfermeras, lo colocaba en una posición preferencial que podía llegar a significar represalias en nombre de la justicia y el equilibrio.
Sin embargo, no era de ese frente que James temía que fueran a llegarle los peores ataques. Cada vez más, la sensación de vigilancia y de tensión le llegaba de la estancia misma. Como una repentina llamada de atención cuando alguien te toca el hombro inesperadamente, aquel sentimiento se apoderó de él. Y aquel día volvió a ocurrir. James dirigió la mirada hacia el pasillo central a través de las pestañas medio cerradas. Ya era la tercera vez. Bryan lo miraba fijamente e intentaba ponerse en contacto con él.
«¡Deja de mirarme, joder! Es demasiado evidente», pensó con los ojos de Bryan pegados a él. Petra agarró a James por el brazo y le dio conversación como de costumbre, mientras se lo llevaba hacia la ventana que había al lado de las mesas con ruedas, en el otro extremo de la sala. James percibió a sus espaldas cómo Bryan intentaba ponerse en pie rápidamente. A pesar de que sólo hacía un día que había sido sometido a su último electrochoque, no se rendía.
El torrente de palabras que brotaba de la boca de la pequeña enfermera cesó cuando James empezó a tirar de ella en dirección a la cama. No iba a consentir que lo encerrara en la esquina junto a Bryan. En aquel mismo instante, Bryan vio la reacción de su compañero y dejó caer los brazos. Desesperado, se apoyó contra la cama cuando James pasó por su lado, cogido del brazo de la voluntariosa Petra.
«Ahora mismo estás débil, Bryan, pero mañana volverás a estar fresco -pensó James-. No quiero sentir pena por ti. Sólo quiero que me dejes en paz, Bryan. ¡Ya sabes que es lo mejor! Saldremos de aquí, te lo prometo. ¡Debes confiar en mí! ¡Pero ahora no puede ser! ¡Nos vigilan!» James oyó un crujido que provenía de la cama de Bryan y sintió cómo su mirada desesperada se le clavaba en la espalda.
Kröner, el hombre del rostro picado, los siguió tranquilamente y le dio un golpe a Bryan en el hombro. «Gut Junge, hopsa rundí», le dijo entre dientes a la vez que sacudía los barrotes de la cama vecina.
«Volvamos a Gunga Din. -James se deshizo de los brazos de Petra y se escurrió dentro de la cama-. ¿Cómo se llamaban aquellos malditos sargentos? ¡Piensa, James, piensa! ¡Si lo sabes de sobra!»
Kröner se había sentado y seguía con la mirada el trasero de Petra, adornado con aquel lazo blanco y ondeante, cuando finalmente ella se decidió a proseguir su trabajo.
– Deliciosos tutíut, ¿no cree, Herr Standartenführer? -dijo, dirigiéndose a James.
Cada una de las palabras era como una punzada heladora.
El gigante dobló las piernas y golpeó los jarretes contra el lado de la cama con tal fuerza que el esqueleto de hierro crujió. James nunca reaccionaba ante sus preguntas. Así, tal vez algún día dejaría de hacerlas.
Los hombres al lado de Kröner estaban sentados en sus camas como buitres, observando a un Bryan exhausto que se había enterrado entre las mantas. «Tranquilízate, Bryan -le suplicaba James en su cabeza-, ¡si no, nos pillarán!»
Los nombres llegaron a James en sueños de una forma sorprendente, obligándolo a abrir los ojos de par en par en medio de la penumbra gris de la sala. Los dos últimos sargentos de Gunga Din se llamaban McChesney y Ballantine.
La respiración pesada de los compañeros de sala y algún que otro ronquido lo devolvieron lentamente a la realidad. Unos débiles rayos de luz penetraron a través de las contraventanas a prueba de bombas. James contó hasta 42. Y volvieron los rayos de luz. Los hombres de la torre de vigilancia que había detrás del barracón de las SS cumplieron con su deber haciendo girar rutinariamente el proyector un par de veces más, antes de volver a buscar abrigo bajo el tejado de cartón asfaltado de la torre. Era la cuarta noche seguida que llovía y tan sólo hacía dos que el estruendo de las bombas sobre Karlsruhe había retumbado contra las laderas rocosas, sacando a los guardias de sus garitas entre gritos destemplados de sus superiores.
El paciente de la cama número nueve, un Hauptsturmführer que durante un ataque en el frente oriental había quedado atrapado debajo de un tronco durante más de diez horas mientras los lanzallamas de sus propios efectivos de ataque desolaban el paisaje a su alrededor, había encogido las piernas y había empezado a sollozar silenciosamente. Ellos dos fueron los únicos de la sala que habían estado despiertos aquella noche. Ahora mismo, James era el único.
Respiró profundamente y suspiró. Aquel día, James había hecho que Petra se sonrojara. Como de costumbre, el enfermero y camillero Vonnegut, el hombre del garfio, había estudiado las listas de bajas antes de abalanzarse sobre el pequeño crucigrama del diario que solía hacer acompañando los golpes de su miserable prótesis contra el tablero de la mesa con una exclamación irritada cada vez que se encontraba con una definición que no lograba resolver.
Vonnegut se ocupaba de sus propios asuntos, pues el ambiente de la sala había sido malo todo el día.
El aire se había helado entre Petra y la supervisora de enfermeras. Primero la jefa había ajustado la insignia de enfermera que Petra llevaba abrochada en el pañuelo y había recolocado unas mechas rebeldes de su pelo rubio. Luego Petra había corregido la inclinación de la insignia del partido que la enfermera llevaba en la solapa derecha y la había pulido con la manga hasta que el esmalte rojo relució alrededor del texto en letras blancas: «Verband Deutsche Mádel.»
Hacia el atardecer, cuando se suponía que la jornada laboral de Petra había llegado a su fin, la supervisora había enviado a la enfermera que debía sustituirla a otra sección, so pretexto de que debía asistir a unas aspirantes. Era evidente que se trataba de un acto de venganza y Petra se había enfadado y había hecho más de un gesto amenazador en cuanto su supervisora se hubo dado la vuelta.
Resultaba difícil no prendarse de ella viéndola así, indignada, con sus zapatos planos, aquel vestido gris y aquel delantal blanco. James sonrió cada vez que ella se inclinó para rascarse el jarrete donde las medias negras de lana le molestaban más.
En un instante íntimo, en el que él había dejado la mirada bailar por su cuerpo, ella se había dado la vuelta y la había atrapado.
Fue entonces cuando ella se sonrojó.
Los movimientos inquietos de Kröner en la cama contigua solían anunciar que estaba a punto de despertarse. «¡Ojalá te mueras, cerdo!», susurró James entre dientes, obligándose a seguir pensando en Petra. Seguramente, en ese mismo instante, ella se encontraba justo encima, en la buhardilla, soñando con la mirada que él le había dirigido, de la misma manera en que él pensaba en la que ella le había devuelto. Tal vez hubiera sido mejor para él no dirigírsela; era difícil ser joven y estar llena de estremecedores sueños eróticos que jamás podrían ser consumados.
La imagen de Kröner que se daba la vuelta y lo examinaba detenidamente centelleaba en la oscuridad entre sus pestañas. James empequeñeció los ojos precavidamente y esperó a que empezaran los murmullos de todas las noches.
La pesadilla se había hecho realidad una noche, dos meses atrás. Los pasos rápidos y duros de la enfermera que estaba de guardia y que acababa de recorrer el pasillo en dirección a los lavabos del personal, situados detrás de la escalera que conducía al patio, lo habían despertado. Delante de él, una sombra se había inclinado sobre la cabecera de la cama vecina. Aparte de dos rápidos sobresaltos que se produjeron a los pies de la cama contigua, no se oyó ningún ruido en la sala. Entonces la sombra toqueteó la almohada del vecino, volvió rápidamente al extremo opuesto de la sala y se echó en una cama.
A la mañana siguiente, cuando Vonnegut palpó ligeramente los pies de las camas, encontró muerto al paciente de la cama vecina. Su rostro estaba oscuro; la lengua asomaba grotescamente entre los dientes; los ojos estaban salidos y la mirada denotaba desesperación.
Después se dijo que solía esconder restos de comida debajo de la almohada y que se había ahogado por culpa de una espina de pescado que se le había atragantado. El médico de guardia, el doctor Holst, sacudió la cabeza y la acercó a la de la supervisora, quien le había susurrado algunas palabras al oído. El doctor Holst se metió los puños en los bolsillos de la bata. Más tarde rechazó las preguntas que le hizo el enfermero Vonnegut y se encargó de que los camilleros se llevaran el cadáver antes de que el cuerpo de seguridad y el médico mayor tuvieran ocasión de crearle problemas al personal de la sección.
En estado de duermevela, James había sido testigo de un asesinato.
Varias cabezas emergieron de entre las mantas y giraron de un lado a otro para seguir de cerca cómo los enfermeros cambiaban las sábanas del muerto y dejaban la cama lisa, fresca y vacía.
Alrededor del mediodía, un paciente se levantó de la cama, se dirigió hacia donde se hallaba James y se acostó en la cama recién hecha. Era el que le había robado la idea de ayudar a las enfermeras. Permaneció allí tumbado hasta que las enfermeras volvieron a aparecer con la comida, que aquel día consistía en codillo y albóndigas. Aunque no dejaba de lloriquear y de chillar, el personal lo sacó de la cama sin compasión. Sin embargo, el efecto que tuvo sobre él fue escaso.
Cada vez que le daban la espalda, él volvía a escurrirse hasta la cama y subía la manta hasta la barbilla estrujándola entre los brazos. Hasta que no se tumbaba en aquella cama, no se tranquilizaba. Cuando esa escena se hubo repetido varias veces, el personal se rindió y dejó que se quedara donde estaba.
Por increíble que pudiera parecer, James tenía ahora a un asesino como vecino.
James no entendía nada y durante las primeras noches estuvo tan asustado que no pudo conciliar el sueño. Fuera cual fuese el motivo que pudiera haber tenido aquel demente, si es que existía tal motivo, era capaz de volver a hacerlo. Era, pues, mucho más seguro dormir de día y mantenerse despierto de noche, contando las veces que el vecino se daba la vuelta pesadamente en la cama chirriante. Si pasaba algo. James pediría ayuda a gritos o saldría de la cama y se acercaría a la pared para agarrar la cuerda que pendía del techo, suficientemente corta para que resultara demasiado engorroso para los pacientes tirar de ella sin ton ni son, algo que, hasta entonces, ninguno había intentado.
La tercera noche después de aquel episodio, la sala estaba totalmente a oscuras. En contra de lo que era habitual, la luz del pasillo estaba apagada y todas las contraventanas echadas. De vez en cuando se oía algún ronquido y la respiración pesada de los demás enfermos, todos ellos, sonidos que mitigaban el miedo y relajaban a James. Tras haber repasado una de las aventuras de Pinkerton, se refugió en la última película que había visto en la feliz época de Cambridge, una magnífica epopeya de Alexander Korda, y se amodorró.
Al principio, el susurro de las palabras pronunciadas en voz baja se escurrió casi imperceptiblemente dentro de las imágenes oníricas de James. James se sobresaltó al abrir los ojos y descubrir que las palabras no desaparecían. Eran reales y eran concretas, apagadas, medidas; no eran, desde luego, palabras salidas de la boca de un loco; procedían del hombre de la cara picada de viruela, Kröner, su vecino, el asesino.
Se oyeron otras voces en la oscuridad que se mezclaron en la conversación. Eran tres en total: su vecino, el asesino Kröner, y los hombres que ocupaban las camas más próximas.
– No tuve elección, joder, tenía que montarla -se oyó una voz que provenía de la cama más alejada-. Esa bruja de supervisora me descubrió cuando estaba leyendo las revistas de Vonnegut en la mesa.
– ¡Fue una estupidez, Dieter! -refunfuñó Kröner desde la cama contigua a la de James.
– ¿Qué otra cosa se puede hacer? Si no lo estabas al llegar, te vuelves loco aquí, tumbado en la cama todo el día sin nada que hacer.
– De acuerdo, pero a partir de ahora te mantendrás alejado de cualquier revista. ¡Que no se te ocurra volver a hacer lo que has hecho!
– Por supuesto que no. ¿De veras crees que me comporté de esa manera por pasar el rato? ¿Acaso crees que me lo he pasado bien encerrado en esa celda de castigo durante días? No pienso volver. Además, han empezado a liquidarlos. Y es que no se puede hacer nada -prosiguió.
– ¿Por qué diablos gritan tanto? Yo pensaba que sólo eran los pilotos de los Stuka los que enloquecían de esa manera -susurró el hombre de la cara ancha en el centro, Horst Lankau.
James notó cómo los latidos de su corazón se aceleraban en un intento por seguir la conversación a pesar de la excitación y la consiguiente falta de oxígeno. Las sienes le palpitaban mientras aspiraba el aire lentamente entre dientes con el mayor cuidado posible, a fin de que aquello que murmuraban a su lado no fuera ahogado por su respiración. Dejando de lado las circunstancias algo peculiares del momento, la conversación tenía lugar con toda normalidad. Ni por asomo, aquellos hombres habían estado locos alguna vez.
Cuando ya estaba a punto de amanecer, James se dio cuenta de lo insegura que podía llegar a ser su situación y la de Bryan si realmente no eran los únicos que simulaban estar locos.
El mayor problema residía en que Bryan no sabía nada. Si seguía empeñándose en ponerse en contacto con él, eso podría significar la muerte para los dos.
James tenía que procurar evitarlo a toda costa, ignorar cualquier intento de acercamiento y, por lo demás, todo aquello que pudiera relacionarlos.
Lo que Bryan entonces quisiera hacer sería sólo asunto suyo. Era de suponer que, teniendo en cuenta lo bien que se conocían, Bryan acabaría por entender, antes o después, que él no se habría comportado de aquella forma de no haberse sentido obligado a ello.
Bryan debía aprender a ser más cauteloso. Tendría que aprenderlo.
El lenguaje que utilizaba Kröner era bello. Detrás de aquel cuerpo nudoso de gigante y del rostro picado por la viruela se escondía un hombre inteligente y erudito que descansaba en sí mismo. Era él quien dirigía a los demás y quien se preocupaba de que todos callaran cuando un movimiento inesperado o un sonido extraño se colaba en su conversación. Siempre estaba alerta.
Mientras que los otros dos, el de la cara ancha y su compinche enjuto, Dieter Schmidt, se pasaban prácticamente el día entero durmiendo, a fin de poder mantenerse despiertos para los intercambios de parecer de la noche, Kröner se mantenía en constante actividad.
Todo lo que había hecho perseguía el mismo objetivo: sobrevivir en aquel lazareto hasta que hubiera terminado la guerra. De día era el amigo de todos y los acariciaba y hacía recados para el personal. De noche estaba dispuesto a asesinar a todo aquel que creyera que se interponía en su camino. Ya había matado una vez.
En una de esas noches, el cuchicheo podía prolongarse durante un par de horas. Desde el asunto de la espina de pescado, la intensidad de la vigilancia nocturna había aumentado ligeramente y cabía esperar que la enfermera de guardia podía aparecer inopinadamente en la sala, sin seguir un esquema predeterminado. Cuando lo hacía, pasaba el cono de luz de una linterna por los rostros de los pacientes. Y en la sala siempre reinaba un silencio sepulcral.
Sin embargo, a partir del momento en que la luz salía bailando de la estancia y el sonido del movimiento de los dedos que mantenían en funcionamiento la pequeña dinamo de la linterna desaparecía en dirección a la sala de guardia, Kröner sólo permanecía quieto en la cama un instante para cerciorarse de que la sala volvía a estar sumida en el silencio.
Volvían a emprender el cuchicheo en cuanto él daba la señal. Y James aguzaba el oído.
Kröner sólo había estrangulado a aquel hombre para poder acercarse a sus compinches y así poder mantener aquellas conversaciones nocturnas. Siempre y cuando James no supusiera una amenaza para ellos, no tendría nada que temer.
Si no hubiese sido por las historias de los simuladores, podría haber dormido tranquilamente.
A menudo, los relatos eran aterradoramente detallados. Los simuladores se deleitaban abundando en las fechorías que habían cometido y todas las noches intentaban superarse el uno a los otros. Los simuladores solían iniciar las sesiones con un «¡Os acordáis…!», seguido de un retazo de aquel mosaico que poco a poco iba descubriendo cómo habían terminado a su lado y por qué estaban dispuestos a permanecer allí a toda costa, hasta que pudieran huir o la guerra llegara a su fin.
La mayoría de las veces. James acababa conmocionado.
Cuando aquellos diablos finalmente se quedaban callados, sus relatos se reproducían en sus pesadillas con tal riqueza de formas, colores, olores y detalles que, muchas veces, James acababa por despertarse bañado en sudor.
A lo largo de los años 1942 y 1943 y siguiendo órdenes, el Obersturmbannführer Wilfried Kröner había arrastrado a su cuerpo de apoyo de la SS Wehrmacht ante la policía de seguridad, la SD, pisando los talones a las divisiones blindadas de las Waffen SS que se desplazaban por el frente oriental. Allí había aprendido que es posible quebrar la voluntad de cualquiera, descubrimiento que le hizo amar su trabajo.
– ¡Antes de llegar al frente oriental ya sabíamos lo tercos que pueden llegar a ser los partisanos soviéticos durante un interrogatorio! -Kröner hizo aquí una pequeña pausa y luego prosiguió-: Pero cuando los primeros diez partisanos habían dejado de gritar, cogías a otros diez más, ¿no es así? Siempre había alguno que acababa por hablar con tal de llegar al cielo de una forma un poco más suave.
La silueta que se perfilaba en la cama contigua a la de James hablaba de ejecuciones en la horca durante las cuales los delincuentes eran alzados lentamente hasta que apenas alcanzaban el suelo con la punta de los pies, e intentaba reproducir aquel extraño cosquilleo que había sentido cuando la superficie estaba helada y las puntas de los pies bailaban febrilmente sobre el hielo liso como un espejo. También había contado con orgullo cómo, en más de una ocasión, había conseguido echar una soga por encima de la horca con tal precisión que había llegado a ahorcar a dos partisanos que pesaban lo mismo con una misma cuerda.
– Si pataleaban demasiado, claro, no era posible hacerlo cada vez y entonces había que recurrir a métodos más tradicionales -añadió-. Pero por lo demás, era de buena educación mostrar un poco de imaginación; aquello infundía respeto entre los partisanos. ¡Era como si les costara menos soltarse a hablar durante mis interrogatorios!
Kröner paseó la mirada por la sala para cazar cualquier movimiento que pudiera producirse a su alrededor. James cerró los ojos en cuanto el hombre de la cara picada de viruela se dio la vuelta y fijó la mirada en él.
– Si es que llegaban a hablar, ¡claro está! James sintió náuseas.
En muchos aspectos, aquellos tiempos habían sido muy valiosos para Kröner. Durante uno de sus interrogatorios, un pequeño y terco teniente de las tropas soviéticas se había hundido, a pesar de demostrar una voluntad y una resistencia a prueba de fuego, y había sacado un monedero de lona de sus calzones cortos. No le había servido de nada, pues lo azotaron hasta morir. Sin embargo, aquel monedero resultó ser muy interesante.
Anillos y marcos alemanes, amuletos de plata y de oro y algunos rublos rodaron sobre la mesa. Su ayudante había estimado el botín en unos dos mil marcos cuando decidieron repartírselo. Había, pues, cuatrocientos marcos para cada oficial de la plana mayor de Kröner y ochocientos para él. Para ellos fue una simple recuperación de un botín de guerra y, a partir de entonces, se preocuparon de registrar a todos los prisioneros personalmente antes de que nadie pudiera interrogarlos o llevarlos al matadero, que era como Kröner se refería lacónicamente a las ejecuciones de los consejos de guerra. Se rió recordando la vez en que sus subordinados lo habían pillado en un intento de saqueo sin querer compartir el botín con ellos.
– ¡Me amenazaron con delatarme, esas bestias ridículas! ¡Como si no fueran tan culpables como yo! Todo el mundo se quedaba con lo que pillaba cuando tenía ocasión de hacerlo.
Los dos oyentes se rieron silenciosamente, sentados como estaban con las piernas recogidas debajo del cuerpo, a pesar de que ya habían escuchado aquella anécdota otras veces. Kröner bajó la voz hasta alcanzar un tono confidencial:
– ¡Pero hay que cuidar de uno mismo! Y por tanto me deshice de los tres para que no volvieran a tomarme el pelo nunca más. Cuando encontraron a dos de los cadáveres fui interrogado, naturalmente, pero, a fin de cuentas, no pudieron probar nada. Al tercero lo tomaron por desertor. Todo salió a pedir de boca. Y de esta forma, ya no tendría que compartir con nadie, ¿no es así?
El hombre que ocupaba la cama del medio se incorporó apoyándose en los codos:
– Bueno, ¡conmigo sí que tuviste que compartir!
Aquel rostro era el más ancho que James había visto jamás, sembrado de pequeñas arrugas transversales que solían asomar por cualquier motivo en cualquiera de sus sonrisas o en los raros y exiguos momentos de preocupación. Las cejas oscuras saltaban arriba y abajo, confiriendo dulzura a su estampa.
Un juicio fatalmente equivocado.
La primera vez que Kröner y el tal Horst Lankau se vieron fue en el invierno de 1943, concretamente tres semanas antes de Nochebuena. Aquel día, Kröner había estado de batida en la sección meridional del frente oriental. El objetivo había sido hacer limpieza después de una incursión recién finalizada.
Las aldeas habían sido aplastadas pero no devastadas. Tras los tabiques de madera derrumbados, al abrigó de unas gavillas de paja, todavía se cobijaban algunas familias que se alimentaban con sopas hechas de los huesos del bestiaje muerto. Kröner se encargó de sacarlos a todos y de que fueran ajusticiados.
– ¡Adelante! -apremió a los soldados de las SS.
Su objetivo no era cazar a partisanos potenciales, sino a oficiales soviéticos que tuvieran algo que contar y tal vez también algo de valor que ofrecer.
A las afueras de la cuarta aldea, una sección de soldados de las SS sacó a un hombre de entre las cabañas que seguían ardiendo y lo arrojaron al suelo delante del vehículo de Kröner. Aquella piltrafa se puso en pie inmediatamente y mientras se sacudía la nieve de la cara bufó amenazadoramente hacia sus guardianes. Sin miedo, se encaró a su juez:
– Ordénales que se alejen -dijo con un acento prusiano muy marcado haciendo un gesto de rechazo dirigido a sus vigilantes con una expresión imperturbable en los ojos-, ¡tengo cosas importantes que contar!
Kröner estaba irritado por el desprecio por la muerte mostrado por aquel hombre y exigió que se pusiera de rodillas mientras apuntaba a su rostro impávido con un dedo enguantado pegado al gatillo. Envuelto en aquellos miserables harapos de campesino, el hombre le contó sin tapujos que era desertor alemán, Standartenführer del cuerpo de cazadores y un soldado endemoniadamente bueno, condecorado en múltiples ocasiones y, desde luego, no era uno al que se lo ajusticiara sin antes someterlo a un consejo de guerra.
La curiosidad que fue despertando lentamente en Kröner le salvó la vida a aquel pelagatos. Cuando le comunicó que se llamaba Horst Lankau y que tenía una propuesta que hacer a su guardián, su ancho rostro ya era un esbozo del triunfo.
El pasado militar de Horst Lankau era difuso. James concluyó que ya antes del estallido de la guerra debía de haber iniciado una carrera militar. Tenía una gran experiencia. A juzgar por lo que había contado, había estado destinado a una carrera militar gloriosa pero también tradicional.
Sin embargo, la guerra en el frente oriental había modificado rápidamente hasta las tradiciones más insignes.
Originariamente, el cuerpo de cazadores de Lankau, uno de los ases que la ofensiva se guardaba en la manga, había sido movilizado para cazar a oficiales del Estado Mayor soviético en la retaguardia del enemigo. Luego debían entregarlos al SD o, rara vez, a la Gestapo, para que ellos se encargaran de sacarles toda la información que tuvieran. Y a ello se había dedicado Lankau durante algunos meses; una tarea sucia y peligrosa.
En una ocasión feliz habían dado con un general de división entre cuyas pertenencias se encontraba, entre otras cosas, un cofrecito que contenía treinta diamantes pequeños pero cristalinos; toda una fortuna.
Aquellas treinta piedras lo habían llevado a la conclusión de que la guerra había que sobreviviría, fuera cual fuese el precio que hubiera que pagar por ello.
Kröner se rió cuando Lankau llegó al punto de su relato en que tuvo que explicar, casi disculpándose, que el robo había sido descubierto por sus propios hombres.
– Los reuní alrededor de la hoguera y les ofrecí una ración extra de sucedáneo de café a aquellos estúpidos confiados.
Todos se rieron cuando reveló el desenlace de la historia. Entre sorbo y sorbo de café, había lanzado una granada de mano que había reventado a todos y cada uno de los soldados de élite y a sus prisioneros. Después de esta acción, Horst Lankau se había refugiado entre los campesinos soviéticos, a los que pagaba por su seguridad con limosnas. Mientras estuviera ahí, él y la guerra tendrían que desenvolverse el uno sin la otra, había pensado.
Y entonces fue cuando Kröner se interpuso en su camino.
– Pagaré por mi vida con la mitad de los diamantes -había tentado a su guardián con una expresión de desprecio por la vida en la cara-. Si me exiges que te los dé todos, dispárame ahora mismo, pues no te los daré, y tú tampoco sabrás encontrarlos. Pero te daré la mitad si tú me das tu pistola y me llevas a tu cuartel. Cuando llegue la hora, dirás que me has liberado del cautiverio en que me tenían los partisanos soviéticos. Hasta ese momento, dejarás que me quede en el cuartel sin que tenga que relacionarme con los demás oficiales. ¡Ya te contaré lo que tendrá lugar después!
Luego Kröner y él habían regateado a fin de llegar a un acuerdo para la repartición de los diamantes aunque, finalmente, Lankau se había salido con la suya. Quince diamantes para cada uno, y Lankau se alojaría en la guarnición de Kröner con una pistola cargada en el bolsillo.
– Tendrás que darme un diamante por cada semana que te tenga a pan y cuchillo -dijo Kröner en un último intento de presionarlo.
Lankau le devolvió una sonrisa tan amplia como su ancho rostro. Kröner entendió que su propuesta había sido rechazada. Tendría que deshacerse de Lankau cuanto antes para que no atrajera inoportunamente la atención de sus superiores.
A lo largo de los tres días de permiso que Kröner tuvo fuera de la guarnición, Lankau no se separó de su liberador ni un solo instante. Kröner no sabía si era la mano que siempre llevaba metida en el bolsillo de la pistola o la expresión perpetuamente bonachona y casi piadosa de su rostro lo que lo perturbaba, pero lo cierto es que había empezado a sentir respeto por la sangre fría y la tenacidad de Lankau. Poco a poco, también empezó a entender que juntos podrían conseguir unos resultados que ninguno de ellos podría lograr por separado.
E] tercer día se fueron a Kirovogrado, lugar que solían visitar la mayoría de los soldados cuando la comida de las cocinas de campaña se volvía demasiado monótona o la vida en el frente demasiado sombría.
Kröner había pasado largos ratos sentado con los codos apoyados en las mesas de roble, seleccionando divertido a los huéspedes con los que podría iniciar una pelea o, mejor aún, a los que podría sacarles dinero para que no los hiciera trizas.
Fue en aquel lugar donde Lankau inició a Kröner en sus planes que se habían ido fraguando durante los meses de triste ociosidad que había pasado en la aldea soviética.
– Quiero volver a Alemania lo antes posible, ¡y ahora sé cómo conseguirlo! -le había susurrado al oído-. Uno de estos días te pondrás en contacto con la comandancia y les comunicarás que me has liberado de mi cautiverio de acuerdo con lo que acordamos. Luego me conseguirás un certificado médico que establecerá que los partisanos me han torturado con tanta saña que he acabado por enloquecer. Cuando esté en el tren hospital con rumbo al oeste, te pagaré dos diamantes más que he escondido.
La idea atrajo a Kröner. De esa manera podría librarse de Lankau y, a su vez, sacar provecho de ello. Podía ser una especie de ensayo general de lo que él mismo tendría que hacer antes o después, si la vida en el frente se tornaba demasiado peligrosa y arriesgada.
Ensayo general o no, las cosas no iban a salir así. Detrás de la taberna de los oficiales había cuatro letrinas para aliviar el uso que se hacía de las dos que había dentro. Kröner siempre había preferido cagar al aire libre.
Allí se tambaleó, se abrochó la bragueta y se rió al pensar en los dos diamantes que le iban a tocar de más mientras abría la puerta que daba al exterior. Delante de él, envuelto casi por completo en la oscuridad, apareció una figura que no hacía ademán alguno de querer dejarlo pasar. Una estupidez, había pensado Kröner, cuando se es tan enclenque y bajito.
– Heil Hitler, Herr Obersturmbannführer -pió el hombre sin moverse ni un milímetro del lugar.
En el mismo instante en que Kröner cerró el puño y se dispuso a apartar a aquel obstáculo de un manotazo de su camino, el oficial se llevó la mano a la gorra y dio un paso atrás en la débil luz que iluminaba el muro del patio trasero.
– Herr Obersturmbannführer Kröner, ¿tiene un momento para hablar conmigo? -le dijo el extraño-. ¡Tengo una proposición que hacerle!
Tras unas pocas frases, aquel pequeño y flaco oficial acaparó todo el interés del oficial Kröner. Miró a su alrededor, agarró al Hauptsturmführer del brazo, se lo llevó a la calle, donde aguardaba el hombre del rostro ancho, y lo metió en su vehículo, que estaba aparcado delante de la bocacalle más próxima.
El hombrecito nervudo se llamaba Dieter Schmidt. Su superior le había ordenado que se pusiera en contacto con Wilfried Kröner. No quería que se revelara su identidad, aunque había querido que su subordinado añadiera que a Kröner no debería costarle mucho hacerlo si así lo deseaba.
– Si algo fuera mal, será más seguro para todos que no conozcamos nuestras verdaderas identidades -dijo Dieter Schmidt a la vez que miraba a Horst Lankau, que no parecía tener ni la más mínima intención de presentarse-. Puesto que el plan es de mi superior y que, en una primera fase, hasta que se ponga en marcha, sólo él correrá literalmente el riesgo de que lo cuelguen, les ruega que respeten su deseo de anonimato.
El hombre flaco se desabrochó los botones superiores del abrigo y miró a ambos a los ojos durante un buen rato antes de proseguir.
Dieter Schmidt provenía de las divisiones blindadas de la SS Wehrmacht, eso era evidente. Sin embargo, originariamente había sido Sturmbannführer y vicecomandante en un campo de concentración.
Unos meses atrás, él y su comandante, que era responsable de un campo de concentración y de tres campos de trabajo menores subordinados, habían sido obligados a dimitir de sus puestos, degradados y transferidos a servicios administrativos en la SS Wehrmacht en el frente oriental; una alternativa razonable a la deshonra y la ejecución. Sin embargo, a medida que fue pasando el tiempo en tierras soviéticas, fueron comprendiendo que probablemente jamás volverían a abandonarlas. Los alemanes luchaban como diablos para mantener sus posiciones, pero ya no había indicios de que pudieran seguir conteniendo el avance del ejército soviético. A pesar de que las funciones de Dieter Schmidt y de su superior consistían, sobre todo, en realizar tareas administrativas, el frente estaba lo suficientemente cerca para que los vehículos acorazados soviéticos pudieran llegar al lugar en menos de media hora.
Es decir, que sus vidas corrían peligro constantemente. Los cañonazos constituían un acompañamiento diario al tecleo de las máquinas de escribir. De los veinticuatro oficiales superiores que habían servido originariamente en los despachos del Estado Mayor sólo quedaban catorce. Así era el frente oriental, eso lo sabía todo el mundo.
– Me parece que nuestro truco en el campo de concentración estaba más generalizado de lo que creíamos entonces -explicó Dieter Schmidt-. Teníamos un presupuesto de gastos diario que había que respetar. Por ejemplo, disponíamos de mil cien marcos al día para la manutención de los prisioneros. Lo que hicimos fue engañar a la administración central saltándonos el reparto de comida aproximadamente cada cinco días. Al fin y al cabo, aquella chusma no podía quejarse a nadie. Lo llamábamos castigo colectivo remitiendo a ciertas faltas que jamás se habían cometido. Naturalmente, algunos miles pagaron con sus vidas, algo que nadie lamentó.
»Por lo demás, no solíamos ser demasiado exactos a la hora de llevar las cuentas de lo que ingresábamos por el alquiler de esclavos y, finalmente, hicimos una ligera reducción de las tasas, lo que sin duda aumentó el volumen de negocios con relación a su finalidad. Los fabricantes y demás patrones nunca se quejaron. La colaboración era ejemplar.
»A finales de verano contabilizamos nuestros beneficios totales en, más o menos, un millón de marcos. Resultó ser un negocio fenomenal hasta que un capo, durante una inspección, tuvo la mala suerte de derribar a un funcionario de Berlín al que se le rompieron las gafas. El capo se puso inmediatamente de rodillas y suplicó por su vida, como si hubiera alguien que fuera a tomarse la molestia de quitársela. Lloraba e imploraba y llegó incluso a agarrarse al funcionario que, confundido, intentaba soltarse, algo que sólo hizo que aquel hombre se aferrara a él con más fuerza. Al final el capo gritó que se lo contaría todo acerca del funcionamiento de aquel campo si le perdonaba la vida. Lo que sabía era, por supuesto, muy limitado, aunque sí logró proferir que se hacían trampas con las raciones de comida antes de que lográramos sacarlo de ahí y acabar con él. Y entonces ya fue demasiado tarde.
»Durante la revisión de cuentas que se llevó a cabo descubrieron todo el dinero que habíamos apartado y lo confiscaron. Permanecimos un mes entero en la cárcel de Lublin, esperando que ejecutaran nuestra sentencia de muerte. No sabemos lo que pudo modificar la sentencia, aparte de la situación bélica. No obstante, alguien debió de cambiar de opinión. Y así fue cómo aterrizamos en el frente oriental.
Poco a poco, James logró ordenar la información que fue recibiendo. Pequeños retales de algún acontecimiento por aquí, una historia por allá y horas y más horas de fanfarronerías que, en conjunto, conformaban la historia de los simuladores que dormían a su lado.
Dieter Schmidt, el hombrecito enclenque que ocupaba la cama más alejada, solía hablar en voz muy baja y, por tanto, muchas de las cosas que decía resultaban difíciles de entender. En una situación extrema como aquélla, resultaba casi imposible dilucidar si era tímido por naturaleza o si era el miedo a ser descubierto que le influía al hablar. Sin embargo, era evidente que cuanto más tiempo hubiera durado una tanda de electrochoques, más difusas resultaban sus explicaciones, mientras que ni Kröner ni Lankau parecían reaccionar de manera especial a aquellos tratamientos y siguieron intercambiando experiencias todas las noches.
Cualquier noche, una de las enfermeras los oiría, rezaba James. Así su pesadilla terminaría y aquellos tres condenados serían desenmascarados.
Hasta entonces, debería procurar que ninguno de ellos sospechara de él. Si bien es cierto que la historia de los simuladores era aterradora, a veces también le resultaba fascinante. Al igual que las películas y novelas que James reproducía en su mente, los relatos de aquellos tres hombres fueron cobrando mayor importancia gradualmente.
Las escenas iban sucediéndose nítidamente en su cabeza.
Dieter Schmidt siempre llamaba a su superior anónimo el Cartero, un sobrenombre que había recibido por haber utilizado piel humana para las felicitaciones. «¿O acaso no es el mayor deseo de cualquiera que esté confinado en este campo que lo envíen lejos de aquí?», había comentado.
Dieter Schmidt describió a ese tal Cartero como una persona alegre e ingeniosa que en todos los sentidos hacía que su vida en el campo de concentración pudiera medirse con las condiciones de las que habían disfrutado en casa.
Sin embargo, tras la degradación y el traslado, se terminaron la abundancia y las chapuzas del Cartero y de Schmidt. Los medios se habían hecho más escasos, la responsabilidad era de otros y la vigilancia a la que los sometieron en el cumplimiento de su trabajo era exhaustiva, desconfiada y meticulosa.
Y sin embargo, una feliz coincidencia les brindó una ocasión inmejorable.
– Un día en que varios sectores del frente se habían hundido, lo que en Berlín prefieren llamar reducción del frente, el Cartero tuvo una idea. Ya sabéis cómo, en una situación como ésa, todos piden refuerzos y material nuevo a gritos.
»El Obergruppenführer Hoth, coronel general del cuarto ejército blindado, estaba furioso porque había desaparecido un tren de mercancías que transportaba recambios para los vehículos acorazados y encomendó a nuestra sección la tarea de encontrar esos recambios inmediatamente.
»Tres días antes de la conquista rusa de Kíev encontramos los vagones de mercancías en un rincón de la zona de maniobras de la ciudad. Hoth estaba feliz y ordenó al Cartero que se hiciera cargo personalmente de la vigilancia del transporte en su camino a Vinnitsa, donde el material destrozado aguardaba los recambios.
»En Vinnitsa se descargaron cientos de cajas pesadas llenas de piezas de motor, cadenas de oruga, ejes y recambios menores en un almacén. En la parte posterior de aquel enorme almacén que estaba prácticamente a oscuras se amontonaban desordenadamente miles de cajas. De entre todas aquellas capas sobresalían marcos, telas y un sinfín de objetos sin embalar que excitaban nuestra curiosidad y llamaban la atención sobremanera. Tanto el Cartero como yo nos quedamos atónitos ante tal abundancia, que revelaba que un enorme botín de guerra había sido apartado en aquel lugar para ser trasladado posteriormente a Alemania, en cuanto hubiera un transporte de mercancías disponible.
»No tardamos mucho en descubrir que hablamos tenido razón. Durante todo el año 1943, cualquier objeto de un valor superior a los tres mil marcos que hubiera sido extraído de las iglesias, oficinas oficiales, museos y colecciones privadas del distrito, había sido apartado y almacenado allí. Era obvio que, ahora que las fronteras avanzaban, aquel enorme botín iba a ser evacuado muy pronto. Y fue cuando a] Cartero se le ocurrió la brillante idea de trasladar un par de cientos de cajas y depositarlas cincuenta metros más atrás.
»Y ya veríamos lo que pasaba.
La alegría del Cartero y de Dieter Schmidt fue enorme cuando, cinco días después, volvieron al almacén. El truco había funcionado; se habían llevado todas las cajas.
Salvo las que ellos habían separado.
De pronto tenían mucha prisa. Cuando el transporte llegara a Berlín, se descubriría durante la descarga y el recuento que faltaban un par de cientos de cajas.
– ¡Y fue cuando recibí la orden de intentar ponerme en contacto con usted, Herr Obersturmbannführer Kröner! -explicó Dieter Schmidt en el coche aparcado detrás de la taberna de Kirovogrado-. El caso es que necesitamos la ayuda de un superior que esté relacionado con el SD. Por estos lares no hay nadie que quiera tener nada que ver con los asuntos de la policía de seguridad. Aparte de esto, las unidades que colaboran con la policía de seguridad disfrutan de una serie de ventajas añadidas, como son la movilidad y la libertad de acción. El otro día nos dimos cuenta de que usted era el hombre indicado.
«Usted, Herr Obersturmbannführer, trabaja en el mismo sector del frente que nosotros. Sabemos que usted, en algunas ocasiones, ha mostrado tener iniciativa propia. Es usted inteligente e imaginativo, Herr Kröner. Pero lo que sobre todo nos ha sorprendido es su absoluta falta de escrúpulos. Debe perdonarme mi franqueza, Herr Obersturmbannführer, pero el tiempo no me permite perderme en las habituales fórmulas de cortesía.
Trazaron un plan.
Kröner se encargaría de trasladar a algunos esclavos soviéticos a Vinnitsa. Una vez ahí, Lankau debería obligar a aquellos infelices a cargar reliquias, iconos, objetos de plata sacramentales y demás preciosidades en un vagón de mercancías que el Cartero había logrado trasladar a unos pocos cientos de metros del almacén. El vagón sería utilizado para «almacenar piezas de recambio». Nadie lo echaría de menos.
La manera de deshacerse de los esclavos, una vez hubieran realizado su trabajo, se la confiaban gustosamente a Kröner y a Lankau.
Dieter Schmidt se ocuparía, además, de que el vagón fuera provisto de documentación de transporte falsa y expedido inmediatamente a una aldea del corazón de Alemania, donde permanecerla cerrado en un apartadero hasta que hubiera terminado la guerra.
En cuanto la mercancía hubiera sido expedida, Kröner debería dar parte de la «liberación» de Lankau. Exactamente corno en el plan original, declararía que Lankau padecía agotamiento psíquico y que, por tanto, debía ser devuelto a Alemania.
Superado un cierto escepticismo, Dieter Schmidt se entusiasmó enormemente con la idea de la demencia. Naturalmente, existía el riesgo de que fueran descubiertos o de que los hicieran desaparecer. Él mismo había dado cientos de órdenes para que liquidaran a los perturbados en el campo de concentración que había codirigido. Sin embargo, el grado de demencia sería decisivo. Habría que procurar convencer al mundo de que no era incurable. De esta forma, cabía la posibilidad de que saliera bien.
Y de todos modos, ¿qué otra alternativa tenían? Durante las últimas semanas, la guerra se había convertido en un infierno sobre la tierra. La resistencia había sido despiadadamente eficaz e interminable. Sería imposible ganar la guerra. Se trataba de sobrevivir a cualquier precio y constituiría una ventaja considerable encontrarse lo más lejos posible de los acontecimientos si se descubría el timo.
La idea de simular una demencia era ideal. ¿Quién iba a sospechar que alguien que había sufrido un shock durante un bombardeo, a miles de kilómetros del frente, había robado objetos de valor de un peso total de varias toneladas? Dieter Schmidt confiaba plenamente en esa idea. Debían simular demencia. ¡Todos! Él, Kröner, Lankau y el Cartero.
El plan parecía bueno y seguro. Dejando de lado el enorme premio que les aguardaba, todos ellos tenían razones de sobra para desaparecer.
La «Operación Demente» se pondría en marcha en cuanto el Cartero expidiera la palabra en clave «Heimatschutz». En el momento en que llegara el aviso, Kröner se encargaría de asolar un par de aldeas ucranianas sin dejar a nadie con vida y haría ver que Lankau había sido liberado de una de ellas.
Luego, Kröner debería ponerse en contacto con Dieter Schmidt con el propósito oficial de abogar en favor del trato preferencial de las tropas de apoyo del SD en la difícil y aguda situación de abastecimiento.
Durante esa reunión deberían procurar quedarse a solas durante la tarde, cuando la artillería soviética acostumbraba inundar la retaguardia con granadas. En cuanto se fueran aproximando los bombardeos, deberían ponerse a cubierto y hacer saltar el cuartel de Dieter Schmidt. Así se crearía la idea de que una «granada errante» soviética había dado en el blanco. Durante el desescombro de las ruinas encontrarían tanto a Kröner como a Schmidt bajo los escombros, víctimas de un shock provocado por la granada. Aquel estado debería prolongarse hasta que terminara la guerra.
El Cartero se ocuparía de prepararse por su cuenta. «Ya llegará el momento de dejarme ver», les había comunicado a través de Dieter Schmidt. Finalmente, éste había conseguido convencer a Kröner y a Lankau de que el Cartero no era un hombre que engañara a sus amigos.
La última noche había sido la tercera en una semana en la que James sólo había dormido superficialmente. Todo su cuerpo estaba empapado en sudor.
– ¡Ya verás cómo salimos de aquí, Bryan! ¡Lo prometo!
James sacudió la cabeza como si quisiera librarse de las visiones y, sin querer, golpeó la cabeza contra la cabecera de la cama. La sorpresa por el dolor le hizo abrir los ojos de par en par. El hombre del rostro picado de viruelas ya estaba despierto y descansaba de costado, apoyado sobre la almohada doblada. Tenía la mirada clavada en James, que reaccionó inmediatamente entonando su canturreo atonal. James percibió su mirada insensible cuando se dio la vuelta y pestañeó contra los rayos de luz matinal que se filtraban a través de las fisuras de las contraventanas a prueba de bombas. También años atrás, en el acantilado de Dover, había vivido mañanas como aquélla.
La familia de Bryan tenía una casa en Dover que a James le encantaba visitar. Un impulso repentino podía provocar, incluso a mediados de semana, que toda la familia Young subiera al coche y recorriera las quince millas a través del bello paisaje que los separaba de la costa. Desde los días de soltero del señor Young, la casa había estado siempre lista para recibir invitados. De ello se encargaba la pareja de conserjes.
El señor Young amaba el mar, el viento y la fabulosa vista.
Hubo pocos fines de semana en que James no los acompañara.
Según la madre de James, Dover no era un pueblo en el que hubiera que quedarse. Era un pueblo que sólo se atravesaba de camino a otro lugar. Pero aparte de que le era indiferente, también representaba para ella algo desconocido y arriesgado. Era una persona inquieta y preocupada, por esa misma razón, James jamás había hablado a sus padres de los experimentos que habían realizado con bombas fétidas y de humo, ni tampoco de los magníficos inventos que él y Bryan habían hecho y que incluían una balsa hecha de barriles de arenques y un enorme tirachinas fabricado con cámaras de aire para bicicletas.
Si la señora Teasdale hubiera sabido que su hijo era capaz de lanzar un ladrillo con tal violencia y precisión como para atravesar un saco de trigo a una distancia de cincuenta metros, sin duda no se habría alegrado demasiado.
Para ellos, Dover representaba un verdadero refugio. «¡Ahí van los dos hijos del señor Young!», comentaba la gente al verlos llegar por el paseo marítimo.
Siempre les había encantado que los tomaran por hermanos y solían agradecer el equívoco agarrándose por el hombro y cantando su himno de guerra a viva voz; una canción banal que uno de los pretendientes de Elizabeth había escuchado en una película que ni él ni Bryan habían visto jamás.
I don't know what they have to say
it malees no difference anyway
whatever it is, l'm against it
no matter what it is or who commenced it
l'm against it!
Your proposition may be good but let's have one thing understood Whatever it is, l 'm against it
(«No sé qué quieren decirme, de todos modos me da igual, sea lo que sea, estoy en contra, no importa lo que sea ni quién lo empezó, estoy en contra! ¡›Es posible que tu proposición sea buena, pero dejémoslo claro, sea lo que sea, estoy en contra.»)
solían gritar a viva voz. Repetían aquellas estrofas una y otra vez, haciendo enloquecer a los que los rodeaban. La canción tenía uno o dos versos más, pero nunca los aprendieron.
Gracias a las magníficas exposiciones históricas de su amado profesor, el señor Denham, los chicos fueron introducidos en las gestas de hombres y mujeres intrépidos. Cromwell, Thomas Beckett, la reina Victoria y María Estuardo empezaron a pulular por sus mentes. Los jinetes tronaron por el borde de la cátedra.
Las clases preferidas de los chicos. Allí se les había revelado Julio Verne, y los chicos se adentraron en las profundidades de la tierra, se sumergieron en los océanos y volaron en máquinas prodigiosas.
En cuanto uno de ellos garabateaba un par de trazos, el otro sabía inmediatamente de qué se trataba. Pasaban horas y horas añadiendo trazos a la idea del otro, sin que hubiera necesidad de mediar ni una sola palabra.
En aquellos maravillosos ratos llegaron a crear un taladro gigantesco, capaz de taladrar un pozo de mina o un túnel hasta Francia, y un automóvil que podía transportar ciudades enteras hasta un lugar donde hiciera mejor tiempo.
Puesto que a los ojos de los niños era posible llevar a cabo todos estos inventos, siempre quedaba la pregunta de por qué nadie, hasta entonces, los había realizado. Y entonces lo intentaban ellos.
Durante una de las tormentas otoñales, el señor Denham había medido que el viento soplaba con una velocidad de veintisiete yardas por segundo. Bryan y James habían contemplado estupefactos aquel pequeño anemómetro; cincuenta y cinco millas por hora, era un valor formidable.
De camino a casa se habían sentado en el bordillo de la acera, delante de la oficina del Com Exchange, dejando que los transeúntes fueran transeúntes.
En condiciones favorables y con una velocidad de cincuenta y cinco millas, era posible volar a Francia en media hora. Si tomaban un velero que se deslizara sobre el hielo, seguramente tardarían el doble de tiempo.
Antes de que hubiera terminado el día ya habían establecido el interés que en el futuro conformaría el marco de sus destinos. Coserían un globo para que la fuerza fascinante del viento pudiera ser puesta a prueba.
Querían volar.
Retal a retal, fueron robando la lona de las obras que se estaban realizando en el puerto de Dover. Del transporte a Canterbury se encargó el señor Young sin siquiera saberlo. La cavidad que había debajo del asiento trasero era muy espaciosa.
Casi un año entero tardaron los muchachos en coser el globo en la glorieta de la familia Young. Nadie debía saber nada. Tenían que ser rápidos. Después de las vacaciones, el destino les daría alcance. Abandonarían el Kings's College de Canterbury para seguir los estudios en Eton.
Entonces los fines de semana en Dover se espaciarían mucho más.
Tres días después de que empezaron las vacaciones le dieron la última mano a la obra.
Fue Jill quien, sin saberlo, resolvió el problema de trasladar el globo a Dover, donde los aguardaban el acantilado y el viento.
El 10 de julio de 1934, Jill cumpliría dieciocho años. En aquella zona se había convertido en una cuestión de moda que las chicas de las mejores familias, al igual que habían hecho las hijas de la servidumbre durante siglos, empezaran a prepararse para el matrimonio. Antes de la boda era costumbre que hubieran empezado a reunir su dote, que consistía en vajilla y cubertería.
Según Jill y sus amigas, había que tener una vitrina para guardar tales alhajas. Y Jill no disponía de una. «Vitrina en venta -rezaba un anuncio en el diario-. Posibilidad de trocarla por una bicicleta de señora de una buena marca. Razón: Riggs & Cgo.» Cuando Jill leyó la dirección en voz alta, los chicos saltaron de entusiasmo.
Irían a Dover.
Fue la señora Teasdale quien finalmente pagó el pato y tuvo que poner su bicicleta en aquel trueque.
Y la lona del globo fue el envoltorio.
Cuando llegaron a su destino, los chicos escondieron la lona debajo de un cargadero mientras el señor Teasdale y la hija se encargaban del trato.
La vitrina ya tenía dueño. Jill estaba desconsolada. Durante el viaje de vuelta. James tuvo que darle unas palmaditas de consuelo a su hermana mayor. «¿Quieres que te preste mi pañuelo?», fue su última oferta. Jill miró con incredulidad los restos que había depositados en aquel trapo y se echó a reír. «¡Creo, hermanito, que necesitas más el mío que yo el tuyo!»
James todavía era capaz de evocar sus hoyuelos.
El pañuelo que ella le había ofrecido era de color azul con una cenefa que Jill había bordado.
En los tiempos que siguieron, Bryan vio con asombro cómo su amigo se ataba todas las mañanas su talismán -el pañuelo-al cuello. Los chicos llevaban dos semanas esperando que llegara el viento.
Por fin llegó el día. El viento se había levantado, en la cresta del acantilado soplaba con tal frescura que las gaviotas apenas eran capaces de dirigir sus agresivos vuelos en picado contra ellos y los dos muchachos habían rellenado las camas con almohadas y edredones. Los chicos se cogieron por el hombro dejando volar la mirada hacia la Tierra Prometida, al otro lado del canal.
La dirección del viento era idónea.
Luego recogieron el baúl de mimbre con la leña que habían escondido entre los árboles de la ladera de tierra en otoño. Ataron aquella cesta, aquel modelo de góndola, con cinco buenos cabos por debajo de la abertura del globo. Luego depositaron los leños debajo del árbol cuya copa ornaba la lona. Cuando desapareció la oscuridad, el fuego llevaba horas crepitando bajo el globo creciente.
Antes de que se hubieran llenado las tres cuartas partes del globo, salió el sol sobre un cielo despejado que les permitió vislumbrar el contorno del continente europeo. Unos cuantos pensionistas madrugadores paseaban a lo largo de la hilera de cabinas de baño de la playa pública.
James jamás olvidaría aquellas voces.
Durante los minutos críticos que antecedieron a su viaje, James cometió varios errores. En el mismo instante en que aparecieron los primeros bañistas de la mañana, exigió que emprendieran el vuelo inmediatamente para que no los descubrieran. Bryan había protestado; la lona todavía no estaba suficientemente llena.
– Confía en mí -le había dicho James-. ¡Todo irá como estaba previsto!
Cuando finalmente el viento levantó el globo la primera pulgada del suelo, James se había sentido seguro. La lona se hinchaba de forma imponente sobre sus cabezas; oval, abarquillada y enorme. Entonces soltó el último amarre y arrojó un par de leños más por la borda.
La silueta gigantesca del globo cabeceó un instante en el borde del acantilado. Bryan había alzado la vista asustado y con el dedo había señalado una de las costuras del globo que dejaba escapar aire caliente con los golpes de viento.
– Dejémoslo para otro día. James -había dicho.
Sin embargo, su compañero había sacudido la cabeza dirigiendo la mirada hacia el cabo de Gris Nez. Entonces volvió a apoderarse de él un diablo y en menos de un segundo hubo arrojado el resto de los leños, sus víveres y sus mudas por la borda.
En el preciso instante en que la cesta se elevó de un salto elegantemente en el aire, e] globo se aplanó desplegándose como una vela, presa de las ráfagas de viento imprevisibles. Por entonces, Bryan ya había dado un salto a tierra mientras James contemplaba, atónito, el espectáculo.
Y entonces fue cuando el viento arrastró la nave por el borde del acantilado.
Más tarde, los espectadores de la ciudad contaron que el globo había sido arrojado contra las rocas por la turbulencia y que se había enganchado en un saliente con un sonido desgarrador.
– ¡Gilipollas! -había gritado James dirigiéndose al rostro pálido de Bryan, que asomaba por el borde del acantilado.
El sueño desinflado que pendía sobre su cabeza profirió un conjunto de sonidos fatídicos. Los restregones que provocaban las pequeñas ráfagas contra la roca blanda estaban a punto de desgarrar la lona. Nadie había echado en falta aquel hurto, ya que la lona estaba tierna y ajada.
Una vez hubo proferido aquel insulto, James renunció a reprender más a Bryan. Sobre su cabeza, Bryan asomó las piernas por el borde de mala gana e inició el descenso. Durante los años que habían compartido hazañas, nunca había habido accidentes en aquel sector del acantilado. Sin embargo, y eso lo sabían los chicos, la ladera oeste ya había exigido muchos sacrificios. Algunos habían dicho que las víctimas habían quedado totalmente aplastadas, tan planas como un pescado curado.
Cuando la lona se desgarró con un chasquido, el globo se despeñó algunos metros más y los cabos sueltos empezaron a ondear al aire libremente, Bryan se orinó en los pantalones sin por ello detener la peligrosa acción de socorro que había emprendido. La cascada de orina se escurrió libremente por las perneras y el viento se!a llevó.
Una anilla de latón en la punta superior, que originalmente había sujetado la lona a un botalón, había atravesado la tela. En aquel agujero habían atado una cuerda que todavía colgaba libremente del centro del globo. La idea había sido que, en cuanto hubieran cumplido con su cometido, agarrarían aquel cabo y vaciarían el aire del globo para que el descenso pudiera llevarse a cabo de forma controlada.
Mientras que Bryan se había aferrado a la ladera de creta porosa del acantilado buscando febrilmente aquella anilla de latón, James había entonado su himno de guerra.
De pronto, el globo volvió a desgarrarse de un tirón.
A sus pies, las notas salían de la boca de James, siguiendo los golpes rítmicos del globo contra la pared de roca:
Idon't know what they have to say it makes no difference anyway whatever it is, l'm against it…
James ya no recordaba con tanta nitidez el resto de los acontecimientos. Con las lágrimas saltándole de los ojos, Bryan había conseguido agarrar el cabo, alzarlo y luego volver a arriarlo en su plena longitud. También los pantalones de James mostraban unas grandes manchas oscuras en la entrepierna cuando finalmente se encontraron estirados en el borde del acantilado. Bryan llevaba un buen rato contemplando a su amigo, que seguía canturreando mientras intentaba recobrar el aliento.
Los recuerdos de aquel episodio habían vuelto a la mente de James en más de una ocasión. Durante la Operación Supercharge en el desierto africano, durante los vuelos nocturnos, durante los años laboriosos de Cambridge, en las aulas de Trinity.
James intentaba con dificultad volver a la realidad de la sección. Llegaron los primeros tintineos desde la planta inferior. El olor era pesado por los efluvios de la noche. Volvió cautelosamente la cabeza y posó la mirada en Bryan. Las cortinas que colgaban detrás de él ondeaban ligeramente, a pesar de que las contraventanas estaban cerradas. Tan sólo el hombrecito enjuto de los ojos rojos estaba despierto en la fila de Bryan. Miró fijamente a James y le sonrió escudriñando su rostro. Al comprobar que James no reaccionaba, el hombrecillo también se tapó el rostro con la manta y se tranquilizó.
«¡No te preocupes, Bryan, te sacaré de aquí!», volvió a pensar en un nuevo y recurrente ciclo de palabras para posteriormente dejarse llevar por la apatía que reinaba en la sección y por las secuelas asfixiantes de los electrochoques.
Llegó el calor. Y con el calor, los cambios.
Las enfermeras se deshicieron de las medias hasta la rodilla sustituyéndolas por unos pequeños calcetines blancos y cortos que les llegaban a los tobillos.
Los olores de la sección fueron tomando cuerpo. Desde los lavabos y las duchas al final de la sala les llegaban corrientes de aire pesadas y húmedas cada vez que se abría la puerta giratoria. Por esa razón, Vonnegut hizo venir a un soldado raso de las SS y antiguo carpintero que, con unos amplios movimientos, consiguió cepillar las ventanas de forma tan efectiva que el aire fresco no sólo inundaba el pasillo, sino que también lograba que se mezclaran los efluvios, tanto cuando las ventanas estaban abiertas de par en par, como cuando estaban cerradas.
Las demás ventanas estaban atornilladas al marco.
El tiempo de los gorjeos de los pájaros desde el alero, una planta y media más arriba, ya había terminado; unas largas estrías de porquería indefinible que recorrían los cristales de las ventanas todavía daban testimonio de ello.
Vonnegut había dejado de repasar las listas de bajas de los diarios. Se había quedado traspuesto demasiadas veces, murmurando palabras ininteligibles para sus adentros. Ahora se limitaba a divertirse con el Judío Süss y las demás sátiras que aparecían en sus páginas y a completar el crucigrama antes que nadie.
Varios pacientes habían mejorado visiblemente y sólo era cuestión de semanas que los primeros fueran devueltos a sus guarniciones.
Todos los permisos por enfermedad habían sido suprimidos indefinidamente para los pacientes que pertenecían a los grupos Z15, L15.1, vU15. J y vU15.3. Todas estas categorías estaban representadas en su sección y comprendían a la mayor parte de los tipos de demencia de carácter tanto pasajero como crónico. En tiempos de paz, estas dolencias hubieran conllevado invalidez o servicio reducido. Hasta entonces, nadie les había revelado el significado de las distintas clasificaciones, pero, a medida que pasó el tiempo, tampoco nadie pareció tener en cuenta dichas divisiones. La única huella que dejaron aquellas combinaciones de números y letras fue el sobrenombre que los enfermeros habían dado a la sección. La llamaban la «Casa del Alfabeto».
El objetivo principal del tratamiento que se ofrecía en el lazareto era lograr que los oficiales de rango menor recuperaran la salud suficientemente para saber en qué dirección debían dirigir las armas en sus respectivas compañías y poner a los oficiales de rango mayor en condiciones para determinar si realmente debían apuntar en alguna dirección.
Sin embargo, de aquella sala en especial se esperaba algo más.
El médico que estaba a cargo de la sala, Manfried Thieringer, ya se había entrevistado dos veces con el gauleiter local que, en calidad de representante de las autoridades de Berlín, le había impuesto obtener resultados positivos. Se le recordó que el bienestar de ciertos oficiales era supervisado por el cuartel general y que podrían hacerle responsable personalmente, en caso de que esos excelentes soldados no mejoraran de acuerdo con lo que en justicia cabía esperar.
A Manfried Thieringer le encantaba reproducir aquellas advertencias a sus subordinados y solía retorcerse el bigote mientras pasaba revista a aquellos soldados supuestamente «magníficos» que seguían sin apenas saber distinguir sus zapatillas de las del vecino. «Pero, al fin y al cabo, un tratamiento es un tratamiento», decía. Y, por tanto, ya podían decir lo que les diera la gana, incluso el mismísimo Himmler.
Cada semana que pasaba, a James se le iba haciendo más difícil retener sus pensamientos. Primero desaparecieron todos los detalles que sazonaban el divagar de su mente y que daban vida y particularidad a los personajes de sus relatos. Luego desapareció una parte de las tramas de los libros, dejando al descubierto el deterioro de su cerebro.
James había considerado la posibilidad de saltarse las pastillas innumerables veces. Aquellos preparados de cloro que embotaban su mente, pero que, a su vez, hacían su vida más soportable. Si las tiraba al suelo, corría un grave riesgo de ser descubierto, La limpieza diaria no era excesivamente minuciosa, aunque satisfactoria. Si te pillaban llevándotelas al baño, podía tener unas consecuencias que desgraciadamente no eran imprevisibles. No había muchas otras posibilidades.
Y además estaba Petra.
Pues, a fin de cuentas, la hermana Petra era la verdadera razón de que no intentara eludir tragarse aquellas pastillas cuando ella las depositaba cuidadosamente sobre su lengua y acercaba su cara a la de él.
Su aliento era femenino y dulce.
Aquella mujer se entrometía irremediablemente en sus pensamientos. Era su enemiga, pero también su benefactora y redentora. Por tanto, debía tragarse aquellas pastillas para no ponerla en un aprieto.
Mientras las cosas estuvieran como estaban no podía ni pensar en huir. El riesgo de que los simuladores se dieran cuenta siempre estaba presente. James se sentía coartado. Si lo descubrían, no dudarían en acabar con él. Kröner, Lankau y Schmidt ya habían actuado con contundencia en dos ocasiones. La primera vez fue cuando Kröner estranguló al vecino de James para conseguir su cama; la segunda, hacía menos de una semana.
Un nuevo paciente, que había sido trasladado de una sección normal con un agujero en la pierna y un cortocircuito en el cerebro, había pasado todo un día suspirando y gimoteando en la cama contigua a la del Hombre del Calendario.
Desde la radio de Vonnegut se había anunciado un desarrollo tan preocupante en el frente oriental que el enfermero manco no había tenido más remedio que correr hasta la sección para transmitirle la información recibida al segundo médico adjunto, que inmediatamente abandonó sus papeles sobre la cama más próxima y lo siguió hasta la sala de guardia. Más tarde, aquel mismo día, llegaron los rumores. Entrada la tarde, los rumores se habían condensado en comunicaciones verificadas que pronto se propagaron por la sección con las habladurías de las enfermeras y los gruñidos de los camilleros.
– Han desembarcado en Francia -proclamó finalmente Vonnegut.
James se había sobresaltado. La idea de que, en aquel mismo instante, las tropas aliadas estaban luchando a escasos cientos de millas del lugar con el solo objetivo de acercarse, le provocó las lágrimas. «¡ Esto tendrías que saberlo, Bryan! Así tal vez te relajarías*, pensó.
En el momento en que James volvió la cabeza hacia la pared, d nuevo paciente que ocupaba la cama diagonalmente opuesta a la de él empezó a reír. Finalmente, su ataque de risa histérico provocó una sacudida en la cama contigua a la de James. Era la de Kröner. Se bajó la manta hasta los tobillos, se incorporó lentamente y dirigió la mirada hacia aquel descarado que había osado reírse. James notó la mirada de Kröner sobre su cuerpo y percibió cómo el calor se filtraba hasta la piel para, inmediatamente después, abandonarlo con más rapidez que con la que había llegado. Se interrumpió la risa, pero Kröner no volvió a echarse.
Durante los días que siguieron, los simuladores se turnaron para vigilar al nuevo inquilino. Cuando le daban de comer, cuando orinaba, cuando lo mudaban y le hacían friegas con alcohol. Los simuladores eran testigos de todas las posibles combinaciones y situaciones. El cuchicheo nocturno cesó y las noches se hicieron imprevisibles. La cuarta noche, Lankau salió de la cama, se dirigió a la del recién llegado y lo mató sin apenas hacer ruido. El chasquido indefinido de las vértebras cervicales al quebrarse fue más débil que el sonido que se producía cuando el loco del fondo de la sala tiraba de sus dedos hasta hacerlos crujir. Después Lankau lo arrastró hasta la ventana que el soldado de las SS había cepillado con tanto ahínco y lo echó por ella con la cabeza por delante.
Desde el momento en que los guardias empezaron a gritar hasta que apareció uno de los oficiales de seguridad en la puerta transcurrieron menos de tres minutos. Encendieron todas las luces. El oficial despotricaba sin dejar de correr arriba y abajo entre la ventana y la enfermera de guardia que se había quedado parada retorciéndose las manos. Su ira no tenía límites. Había que atornillar aquella ventana inmediatamente y el que fuera responsable de que pudiera abrirse tendría que responder por ello. La enfermera dejó de retorcerse las manos; al fin y al cabo, ella no había tenido nada que ver con aquella calamidad.
Acto seguido, el oficial empezó a recorrer las camas pasando revista a todos y cada uno de los pacientes. Fuera de sí, pues tenía motivos más que sobrados para estarlo. James lo miró fijamente a la cara y el oficial se detuvo.
Esta vez, el oficial de seguridad en jefe entró en la sala con los ojos legañosos, seguido por dos soldados de las SS agotados que apenas conseguían mantenerse en pie. También se personó el médico mayor, que no reaccionó ante las acusaciones que le esperaban.
– La ventana será atornillada mañana -dijo secamente antes de darse la vuelta y volver a sus dependencias.
Justo antes de que se apagaran las luces, Bryan despertó de su sopor tras la sesión de electrochoque de aquella misma mañana y paseó la vista por la sala. James se apresuró a cerrar los ojos.
Más tarde, aquella misma noche, el cuchicheo volvió a dejarse oír, devolviendo a James al mismo estado de normalidad inquietante de siempre. El intercambio de información entre los simuladores fue breve y conciso. Kröner había reconocido al muerto y se había visto reconocido de forma demasiado obvia. Elogió a Lankau aunque añadió secamente que, a partir de ese momento, deberían idear nuevos métodos en caso de que surgieran otros problemas en la sala.
– ¿Por qué? -objetó Lankau con una sonrisa en los labios-. ¿Qué importancia tiene que hayan atornillado todas las ventanas? ¿Qué podría impedir a un suicida arrojarse por una ventana cerrada?
Sin embargo, Kröner no se rió.
El rumbo que habían tomado las cosas era preocupante. Pronto Bryan retomaría las pequeñas señales y los intentos de acercamiento.
Schmidt y Lankau seguirían durmiendo durante el día, pero nada parecía indicar que Kröner tuviera intención de dejarse sorprender.
Tendría que hacérselo entender a Bryan.
Las enfermeras llevaban toda la mañana dirigiéndole sonrisas a Bryan.
El hombre de la cara picada de viruela lo animó con un gesto de la cabeza cuando pasó por su lado con el carrito cargado de ropa blanca y señaló hacia la puerta giratoria. Una comisión de enfermeras de entre las que Bryan sólo reconoció a un par se acercó a él con movimientos rígidos, disponiéndose a cantarle sin demora. El entusiasmo y la fuerza que demostraron eran dignos del coro de una ópera de Wagner. Sin embargo, la calidad dejaba mucho que desear.
Bryan retrocedió, deseando que desaparecieran. En su lugar, una de las enfermeras mayores se inclinó sobre la cama y se llevó las manos al pecho. Su voz era como la de un barítono. Bryan temió que diera un salto y se plantara encima de la cama. Unos cuantos pacientes empezaron a aplaudir y la supervisora de las enfermeras le hizo entrega de un paquetito envuelto en papel de seda. Luego hizo una seña ligeramente apremiante hacia la retaguardia, donde apareció un miserable pedazo de algo indefinido de color marrón entre las manos de un enfermero. Por lo que Bryan pudo descifrar del borde deshilachado y la superficie ondulada, se trataba de un trozo de pastel adornado con una diminuta esvástica. Todos a su alrededor resplandecían de felicidad- Más tarde, el médico mayor contempló codiciosamente el trozo de pastel y le sonrió amablemente por primera vez. Tenía los dientes podridos.
Bryan se reclinó en la cama y contempló con desazón aquella pieza seca de repostería. Era el centro de atención en el cumpleaños de otro hombre; el primero que se celebraba en aquella sala.
Hacía poco que James había cumplido los veintidós, acontecimiento que por razones obvias había pasado sin pena ni gloria. Bryan había intentado enviarle un pequeño saludo, pero James se había limitado a fijar la vista en el techo.
Durante los últimos meses, James había permanecido en aquella postura casi ininterrumpidamente. Cada vez resultaba más difícil imaginar cómo iban a poder llevar a cabo los planes de evasión con su participación.
Era comprensible que James se hubiera dejado llevar por la nostalgia el día de su cumpleaños. Pero ¿qué podía decirse de los restantes? ¿Por qué se aislaba de aquella manera? ¿Cuánto tiempo tendría que esperar?
Bryan pellizcó el pastel y fe ofreció unas migas a su vecino que, como de costumbre, juntó los talones y se las comió como si se lo hubieran ordenado. Debía de ser sólo cuestión de días hasta que aquel hombre fuera devuelto al infierno. Aquel necio parecía alegrarse de ello y pasaba la mayor parte del día al lado de la ventana, de espaldas a la sala, contemplando el paisaje ondeante y verde que se extendía más allá de las torres de vigilancia.
Cuando el hombre de la cara picada de viruela y su compinche de la cara ancha trajeron la comida, el cielo empezó a retumbar desde el norte. Las descargas no se prolongaron durante mucho tiempo, pero sí el suficiente para que un oficial experimentado de las fuerzas aéreas inglesas se sorprendiera. Bryan dirigió la mirada hacia James, que estaba acostado en la cama con las manos debajo de la nuca.
Los ruidos secos provenían de un lugar lejano. Algunos murmuraron Baden-Baden; otros mencionaron Estrasburgo; finalmente, Vonnegut sacó el garfio por la ventana y le gritó los nombres de ambas ciudades a una mujer de la limpieza que limpiaba el suelo entre las sillas de rodillas, como sí nada ni nadie le importara lo más mínimo.
De pronto, el ruido se hizo ensordecedor y algunos de los pacientes se pusieron en pie para poder seguir el resplandor del fuego cruzado que se iba haciendo cada vez más visible en el cielo a medida que menguaba la luz del día. Estrasburgo ardió durante toda la noche, emitiendo un débil halo de luz anaranjada en aquella noche de verano.
«Se están acercando -pensó Bryan, y rezó por los amigos en el aire, por sí mismo y por James-. Tal vez la próxima vez le toque a Friburgo. ¡Entonces entraremos en acción. James!»
Uno de los pacientes que, hasta entonces, había estado sumido en la apatía, empezó de pronto a moverse de un lado a otro, siempre seguido por otro paciente delgado de cuello rígido que prefería girar todo el cuerpo a girar la cabeza. Los dos hermanos siameses llevaban toda la mañana plantados delante de la ventana del Hombre Calendario, escrutando paciente y silenciosamente el valle, como si se estuviera avecinando algo más. Cuando el fuego sobre Estrasburgo alcanzó su máximo y las explosiones retumbaron débilmente entre las montañas marginales, el hombre flaco tomó a su compañero del brazo y apoyó la cabeza contra su hombro.
En la otra punta de la sala, el Hombre Calendario volvía de una de sus escasísimas visitas al baño. Allí se encontró con los hermanos siameses, que sacaban las cabezas a través de los barrotes de la ventana. El Hombre Calendario gruñó y agarró en Afano la rodilla del flaco en un intento de alejarlo de su territorio.
Bryan los observaba, dispuesto a seguir su ejemplo. Realmente se avecinaba algo. Los hermanos siameses habían tenido razón. El suave zumbido era arrojado contra la montaña para luego ser absorbido por los árboles. «Se dirigen al sur. ¡Tal vez a Italia!», pensó Bryan dirigiendo la mirada hacia James.
Unos segundos después, los gemelos se estremecieron. Las explosiones sordas llegaron desde atrás, retumbaron sobre el hospital y siguieron su trayectoria hacia la pared de roca, a unos ochocientos o novecientos metros, para luego volver como ecos cavernosos que apenas se distinguían entre sí. Los aviones debieron de llegar desde el oeste siguiendo una línea que corría al sur del lazareto. Tal vez las formaciones se habían deslizado sobre Colmar, o quizá el viento había jugado a la pelota con el sonido, jugándole así una mala pasada a Bryan.
De todos modos, los bombardeos de Friburgo eran una realidad.
– Schnell, schnell -les apremiaron las enfermeras sin dar muestras de sorpresa, y mucho menos de terror o pánico. Abandonaron a su suerte a los pocos pacientes inconscientes que había. El resto descendieron la escalera en pocos minutos.
En el exterior sonaban las sirenas y se oía el crujido de pasos apresurados y puertas que se cerraban de golpe. Un guardia apostado en la puerta de salida al patio señalaba el camino que debían seguir con el rifle, para que nadie tuviera ni la más mínima duda de que tenían que seguir adelante, rodear la barandilla de acero y meterse por la entrada del sótano de la Casa del Alfabeto. Por detrás, los perturbados presionaban. Los sucesos que los habían hecho enloquecer emergían por culpa de los estampidos y la agitación.
El sótano estaba dividido en dos secciones. Una hilera de celdas estaba provista de puertas grises de acero desde donde les llegaban incesantes quejidos y gritos apagados. A la derecha, una puerta conducía al interior de una estancia cuyo tamaño correspondía a la mitad de la sala que normalmente ocupaban. Sin posibilidad de recular hacia James, Bryan fue empujado hacia adelante hasta que de pronto se vio encerrado en la esquina más alejada, viendo corno entraban pacientes a veintenas a través de la estrecha puerta.
James estaba de pie en medio de la sala, justo debajo de una de las débiles lámparas parpadeantes que pendían del techo, con la mirada perdida en la nada. El hombre de la cara picada de viruela lo sostenía por los hombros. Varios de los lisiados físicos del bloque vecino sufrían dolores debidos a sus heridas y a la postura erguida que se habían visto obligados a adoptar e intentaban hacerse sitio con el fin de que no los empujaran y de poder ponerse en cuclillas.
El personal estaba ocupado, intentando acallar a los elementos más descontentos e inquietos y procurando que nadie fuera aplastado. Un joven enfermero de mirada perdida se desesperaba y respiraba pesadamente sin hacer caso del sudor que se escurría por su rostro. Tal vez su familia se hallaba en el lugar más caliente.
Bryan se balanceaba hacia adelante y hacia atrás canturreando una melodía interminable, tal como había hecho James al principio. Por cada movimiento que hacía iba abriendo un hueco por el que colarse, sin riesgo de que protestaran los pacientes que lo rodeaban. «Sigue, alarma aérea, sigue, no te pares», pensaba Bryan mientras se iba acercando a balanceos lentos al lugar en el que se hallaba James. La luz del techo se había estabilizado. Los sonidos del exterior se confundían con los gemidos de los pacientes.
Uno de los compañeros de Bryan lo agarró del camisón y empezó a insultarlo atropelladamente en una suerte de disparate escupido. Sus ojos eran pesados, y la mano que lo agarraba, flácida. A Bryan le resultaba increíble que aquel hombre tuviera fuerzas para mostrarse tan agresivo. Entonces Bryan agarró el pulgar del hombre obligándolo a soltar el camisón. Miró hacia James.
La mirada con la que se encontraron sus ojos era nueva. No rezumaba odio, ni siquiera ira, pero lo rechazaba y era amenazante y mortífera.
Bryan se detuvo en medio de su canturreo y resopló pesadamente. James desvió la mirada. Luego volvió a dar unos pasos hacia adelante y volvió a aparecer aquella mirada. El hombre del rostro picado recorrió la nuca de James con la mirada y siguió la dirección que señalaba su nariz. Bryan no tenía forma de saber si había conseguido bajar la mirada a tiempo.
La sensación de que era observado no lo abandonó hasta que volvió a meterse en la cama.
La estancia en el sótano le había dado mucho en que pensar. Los gritos en las pequeñas celdas a lo largo del pasillo, que todos habían podido oír pero contra los que nadie había reaccionado, ni siquiera cuando volvieron a abandonar el refugio antiaéreo. ¿Quién podía haber acabado así? ¿Qué les había pasado? ¿Acaso los doctores Holst y Manfried Thieringer no conocían el número de electrochoques que, a la larga, era capaz de soportar el cerebro humano? ¿O tal vez se trataba del castigo que les esperaba a Bryan y a James si eran descubiertos? ¿Se convertirían en seres desdichados como los del sótano?
Y luego estaban las miradas de James y del hombre del rostro picado.
Por la noche, aquel hombre y su compañero inseparable de la cara ancha volvieron a comportarse de la manera habitual, siempre sonrientes y solícitos con los compañeros cuando repartían los platos y los cubiertos. A pesar de que el hombre de la cara ancha casi siempre se pasaba el día durmiendo, solía deambular por los pasillos cuando se acercaba la hora de la comida, trayendo los cubos de comida de la cocina que se hallaba a un par bloques del suyo. Todo el mundo sonreía alegremente a aquellos dos hombres cuando pasaban por su lado transportando su pesada carga.
Aquella noche, el gigante del rostro picado le guiñó el ojo a su compinche. El movimiento apenas fue perceptible, pero Bryan lo registró. En el mismo instante en que hubo guiñado el ojo, volvió la cabeza hacia Bryan, quien se vio sorprendido por aquella mirada, aunque también dispuso de la suficiente sangre fría para soltar por la boca la saliva que había acumulado delante de la lengua, dejando que se llenaran las comisuras de sus labios y el hoyuelo de la barbilla.
El gigante recolocó el plato que tenía delante y echó un cucharón más de pedazos de salchicha al lado de los mendrugos de pan. El paciente afortunado intentó evitar desagradecidamente tal muestra de generosidad. Sin embargo, el gigante del rostro picado de viruela no se dio ni cuenta; sólo tenía ojos para la barbilla de Bryan.
Desde el primer día en el hospital, Bryan había aprendido algunos vocablos alemanes, aunque su significado no siempre era totalmente unívoco. Sin embargo, las conjeturas y la acentuación de las frases y las expresiones de las caras de los que hablaban le habían permitido adivinar el estado en el que se encontraban sus compañeros en un momento dado y, hasta cierto punto, lo que los médicos esperaban de su evolución.
Aquel aprendizaje exigía una enorme concentración, y ése no era precisamente el punto fuerte de Bryan cuando se encontraba en medio de una tanda de electrochoques. Una vez había desaparecido la debilidad de los primeros días, el mundo que lo rodeaba se presentaba en imágenes distorsionadas que se movían con una lentitud exasperante.
Bryan sabía que debía mantener la mirada alejada del hombre del rostro picado. Si su sospecha era justificada, estaban sucediendo ciertas cosas en la sala que todavía no entendía y con las que debía tener un extremo cuidado. A menudo, el hombre del rostro picado se inclinaba sobre él cuando estaba adormilado. Aquel hombre gigantesco cambiaba constantemente el tono de su voz y asustaba a Bryan con su chapuceo amable y su simpática sonrisa. Bryan no entendía nada. «Cuídate mucho de descubrirte ante este hombre», se repetía una y otra vez cuando notaba el aliento de aquel hombretón sobre su rostro. «¡Concéntrate!», se reñía Bryan mientras luchaba por sacudirse la apatía de encima.
Desde el bombardeo de Friburgo, la atmósfera en el hospital había cambiado. Varios de los jóvenes enfermeros habían sido destinados a servicios en el frente o a la reconstrucción de los pueblos de los alrededores. El volumen de trabajo en las distintas secciones había aumentado y el número de heridos que entraban por las puertas de acceso ya había empezado a superar el número de los que la cruzaban en el sentido contrario. Se habían visto obligados a convertir la sala de gimnasia en lazareto de urgencia. Era una simple cuestión de tiempo hasta que le tocara el turno a la Casa del Alfabeto. Los heridos siempre vendrían en primer lugar.
La preocupación estaba dibujada en los rostros del personal; muchos habían perdido a familiares durante los bombardeos. La pequeña Petra se persignaba quince veces al día y apenas le dirigía la palabra a quien no fuera James. Las sonrisas y las pequeñas amabilidades se habían ido espaciando.
Todo el mundo se limitaba a cumplir con sus obligaciones.
La sexta vez que vio a Bryan pasearse arriba y abajo entre la cama y el baño, la enfermera a la que llamaban hermana Lili perdió la paciencia. Aunque todo el mundo sabía que en el segundo día después de un tratamiento de choque el paciente estaba increíblemente sediento y agitado, había otras cosas que hacer que dejar pasar constantemente a un paciente inquieto y sediento.
Antes de que el personal sanitario hubiera terminado de cambiar las sábanas, ya le había vuelto la molesta sequedad de boca. Bryan seguía los movimientos de aquellas manos expertas y rápidas que estrujaban sábanas y fundas de almohada. Recostó la cabeza pesadamente contra el lecho de olores clínicos. La cavidad bucal se cerró alrededor de la lengua y la inmovilizó, mientras el sabor dulzón se extendía por sus mejillas. Aunque Bryan se mordió la mejilla, no se produjo ni una sola gota de saliva.
Desde la cama del hermano siamés flaco llegaron unos alaridos irritados y Bryan alzó la cabeza. El hombretón del rostro picado de viruela había querido darle de beber, pero al flaco no le gustaba que tocaran su cama e intentó zafarse de aquel contacto. Tales acercamientos sólo le estaban permitidos a su hermano siamés. Bryan contempló flemático la escena y volvió a intentar tragar al ver el vaso de agua que el hombretón presionaba contra los labios apretados del flaco. El contenido cristalino del vaso chapoteaba tentadoramente cada vez que el flaco se defendía como si fuera un niño travieso. Bryan levantó la mano y la agitó hasta que el gigantón finalmente dio fin a su broma y se volvió hacia él. Una ancha sonrisa se extendió por sus labios mientras se acercaba a grandes trancos a Bryan, alargando la mano que sostenía el vaso. El agua era increíblemente refrescante. El gigantón vio cómo Bryan vaciaba el vaso con avidez y se disponía a volver a la mesa sobre ruedas para volver a llenarlo cuando, al girarse, tropezó con la cama. Las pastillas produjeron tal ruido al entrechocar dentro de la pata de la cama que Bryan creyó que todo el mundo se quedaría paralizado y lo mirarla acusadoramente. La sequedad bucal volvió súbitamente. El hombretón de la cara picada se dio la vuelta lentamente y fijó la mirada en la cama. La zarandeó ligeramente con un golpe de rodilla, pero esta vez las pastillas no tintinearon. Bryan empezó a toser y el enfermero que en aquel momento estaba atendiendo al Hombre Calendario se acercó corriendo y le golpeó la espalda. El hombretón se quedó observándolo durante un rato hasta que, por orden del pequeño enfermero, se acercó de mala gana al carrito a por otro vaso de agua.
Durante el resto del día, Bryan apenas osó moverse, a pesar de que tenía la sensación de que las pastillas habían caído hasta el fondo de la pata y de que ya no volverían a hacer ruido.
Aparentemente, el gigantón era el único que se había dado cuenta.
Alrededor de la medianoche, unas nubes taparon la luna y Bryan consideró que había llegado la hora de deshacerse de las pastillas. Aquella noche no había nadie moviéndose por la sala, ninguna sombra que se dibujara contra la puerta giratoria. Cuando se sintió seguro de que era el único que estaba despierto, salió de la cama y levantó la pata derecha de la cabecera. Nadie había sacado el tapón del extremo de la pata desde que, en su día, el fabricante lo había remachado. Bryan lo retorció con tanta fuerza que la carne de las puntas de las uñas se soltó. Se vio obligado a cambiar de mano incesantemente, a la vez que intentaba evitar jadear. Cuando finalmente saltó el tapón, Bryan estaba tan cansado que apenas le quedaban fuerzas para disfrutar de su victoria.
En cuestión de fracciones de segundo, Bryan se dio cuenta de la catástrofe que se avecinaba y puso la mano debajo de la boca del tubo antes de que las pastillas salieran a chorros, como salía el grano por la trampilla de un silo. Un par de ellas se desperdigaron por los lados y se perdieron por el suelo. Bryan abrió los ojos de par en par en la escasa luz de la sala.
Una de las pastillas había aterrizado en el pasillo central, otras dos acabaron debajo de las camas. Bryan sacó la mano cuidadosamente de debajo de la pata hasta que el resto de las pastillas formaron un bonito cono, listo para ser recogido. Bryan se puso de rodillas y tiró del camisón creando una pequeña bolsa donde fue depositando aquellas diabluras blancas que febrilmente fue recogiendo del suelo con movimientos inseguros y desesperados. Cuando se hubo convencido de que ya no quedaban más, se dio la vuelta y volvió a colocar el tapón de madera lo mejor que pudo. De pronto, una pesada nube se vació y dejó un agujero en el cielo nocturno por el que los rayos de la luna se filtraron iluminando la sala. Una figura se irguió lentamente por detrás de las cabeceras de las camas del lado opuesto del pasillo central y volvió la mirada hacia él. Bryan se apretó contra el suelo con todas sus fuerzas.
Era el hombretón de la cara picada de viruela, Bryan estaba seguro de ello.
La luz de la luna se posó suave y fresca entre el bosque de patas dibujando unas sombras alargadas y oblicuas en el suelo. Entre esas sombras se había colado una raya del grosor de una aguja de tejer y el botón de esa aguja era otra pastilla que se había deslizado traicioneramente por el pasillo central, hasta detenerse debajo de los pies de la cama del hombretón.
La cama del gigante crujió. No tenía ni la más mínima intención de volver a echarse.
En cuanto la nube volvió a cerrarse, Bryan aflojó la presión de la mano con la que tenía agarrado el camisón y se fue incorporando lentamente. En un único movimiento, arrojó la colcha al suelo y se sentó en la cama arropado por la oscuridad, de modo que el hombre de la cara picada no pudiera determinar con toda seguridad si Bryan había estado a punto de levantarse de la cama.
De camino al baño, el hombretón siguió sin disimulo y con mirada atenta sus movimientos. Bryan no desvió la mirada ni una sola vez, limitándose a concentrar toda su atención en la punta del camisón y en no tropezar con nada.
Hasta que Bryan no hubo tirado tres veces de la cadena, no desaparecieron las últimas pastillas entre los remolinos espumosos de la taza.
La luz de la luna había vuelto a la sala. Ahora el hombretón estaba sentado en la cama con las piernas colgando. Las anchas manos aferraban el borde con fuerza para permitirle tomar ímpetu y saltar rápidamente de la cama. Su torso estaba encorvado hacia adelante, sus ojos entrecerrados y alertas. Era evidente que el gigante no permitiría que Bryan pasara por su lado sin más. Por un instante le pareció que aquel hombre estaba cuerdo.
La sensación de haber sido descubierto hizo que Bryan se detuviera. Se quedó parado un rato en la cabecera de la cama con la mandíbula caída y la lengua gruesa y arqueada saliéndole de la boca. El hombretón parecía no cansarse de observarlo y apenas pestañeaba. Sin pensarlo dos veces, Bryan dio un paso adelante y se inclinó, dejando que su torso descansara sobre el tubo de acero curvado de color marrón que coronaba la cama. Sus rostros estaban tan cerca el uno del otro que sus débiles alientos se cruzaron. Bryan ladeó la cabeza como si estuviera a punto de quedarse dormido y avanzó el pie hacia el lugar debajo de la cama donde había visto que había ido a parar la pastilla traicionera. Cuando finalmente la notó y cerró los dedos de los pies a su alrededor con cuidado, el hombretón dio un salto hacia adelante y no se detuvo hasta que sus frentes entrechocaron en una descarga brutal. A Bryan lo cogió desprevenido y se fue hacia atrás hasta que la nuca golpeó contra el suelo del pasillo central. Cuando volvió a abrir los ojos, el dolor era insoportable.
En la caída se había mordido la lengua hasta casi partírsela por la mitad.
Bryan se deslizó marcha atrás sobre los fondillos del camisón, lenta y silenciosamente, alejándose de aquella mirada imperturbable que seguía todos sus movimientos. Cuando finalmente volvió a la cama, su corazón palpitaba desenfrenadamente mientras intentaba convencerse de que todo se arreglaría. Aparentemente, el hombretón de la cara picada de viruela había abandonado su propósito y se había acomodado en el lecho, ignorando la lesión que le había causado a su contrincante.
Durante la hora que siguió, la lengua se le hinchó violentamente y empezó a latir a un ritmo correoso. Los dolores eran concretos y se manifestaban a través de una serie de jadeos tan apagados que a nadie despertaron.
Cuando finalmente consiguió superar el mal trago y notó cómo el sueño reconfortante acudía en su ayuda, se acordó de pronto de la pastilla: seguía en el suelo.
Estuvo largo tiempo con la mirada pegada al techo, considerando la posibilidad de levantarse de la cama e ir a por ella.
Fue entonces cuando oyó los susurros por primera vez.
La pequeña hermana Petra se asustó cuando encontró a Bryan al día siguiente.
Tras una noche entera de dolores y terror, la cama estaba completamente empapada de sudor y Bryan tenía la frente hinchada tras el cabezazo del gigantón; los labios y la barbilla le latían. Había manchas de sangre en el cuello del camisón y en la almohada. No había dormido; incluso cuando las voces enmudecieron y sólo quedó el vacío aterrador, el cuerpo no había reclamado su derecho al descanso. Bryan había estado demasiado excitado, ahora que había comprendido la situación.
El descubrimiento resultaba estremecedor. Además de él y de James, había otros tres simuladores más en la sala. Eran listos, ingeniosos, hábiles, atentos, imprevisibles y, no cabía la menor duda, peligrosos. Aparte, había que contar con que desconocía varios factores que podían ser de suma importancia. El mayor temor de Bryan: los factores desconocidos.
Sin duda, a partir de aquel día, el hombretón de la cara picada de viruela no le quitaría el ojo de encima. Sin embargo, la pregunta que debía hacerse era qué había podido descubrir con anterioridad aquel hombre. Hacía tiempo que James había intentado prevenirle contra los simuladores. Ahora lo sabía. La idea de la impotencia que debió de sentir James se impuso con fuerza. ¿Qué no había tenido que soportar por su culpa durante las últimas semanas y meses? Bryan hubiera deseado ardientemente haberse percatado de las señales que James le había enviado con tanta persistencia. «¡No volveré a causarte problemas, James!», fue su promesa impronunciada. Rezó porque James lo comprendiera; era imposible que pudiera habérsele escapado el episodio de la noche.
Volvía a unirles el lazo invisible que siempre los había vinculado.
Varios de los pacientes se sobresaltaron cuando una de las enfermeras nuevas abrió la puerta giratoria de un golpe y empezó a chillar algo acerca de Hitler y a repetir la palabra «Wolfsschanze».
Bryan la siguió con la mirada mientras pasaba por el lado de Petra, que se persignó, y de Vonnegut, que simplemente se quedó boquiabierto. Bryan deseó con todas sus fuerzas que aquello significara que Hitler había muerto. El doctor Holst la miró durante largo rato mientras escuchaba lo que tenía que decir. Su tartamudeo y su excitación no parecían impresionarlo demasiado, pero a sus espaldas, James, rompiendo con su habitual comportamiento, se había incorporado en la cama y seguía con una mirada demasiado despierta lo que se estaba diciendo. A su lado estaba el hombretón de la cara picada de viruela, que lo observaba detenidamente.
De pronto, el doctor Holst se volvió hacia las camas y se desentendió de la enfermera, de Hitler y del «Wolfsschanze». El trabajo diario y el funcionamiento del hospital eran más importantes que cualquier otra cosa. Bryan se dio cuenta de que la repentina conclusión de la noticia había estado a punto de sorprender a James, que a duras penas tuvo tiempo de echarse y adoptar su habitual apatía. En cambio, el hombretón de la cara picada de viruela se limitó a sonreír y a levantar la manta para facilitarle la tarea al médico cuando le tocara examinarlo a él.
Aunque el doctor Holst no había reaccionado a la noticia, sin duda había sucedido algo grave. El ambiente que se respiraba era tenso, la actividad del exterior era distinta de la que solía haber y, por primera vez durante semanas, apareció un oficial de seguridad en la sección.
Era la primera vez que lo veían. Era prácticamente un niño, ni siquiera tenía su edad, evaluó Bryan. Mientras el adolescente pasaba revista a las camas, saludaba secamente a todos y cada uno de los pacientes con el brazo derecho alzado y bajaba la cabeza cada vez que su saludo era correspondido. Miró a todos los pacientes directamente a los ojos. Inspeccionó el pasillo trasero de los baños y las duchas minuciosamente con pasos medidos y lentos e hizo que abrieran todas las puertas de un tirón. La presencia del chaval vestido de negro no parecía perturbar a nadie.
Incluso los simuladores lo miraron fijamente a los ojos cuando los saludó y el hombre de la cara ancha sonrió como nunca, alargó el brazo con un chasquido e irrumpió en un «heil» tan violento que todos los que se encontraban en la sala se sobresaltaron irremediablemente.
Su enjuto compinche que ocupaba la cama vecina no se mostró tan valiente. Es cierto que aquel rostro estrecho sonrió, pero su brazo no acabó de subir a la altura que cabía esperar. Al alzar el brazo, la manta cayó al suelo, de forma que la esquina quedó suspendida en el aire. Justo debajo de la cama estaba la pastilla que Bryan había perdido al chocar con el hombretón de la cara picada de viruela. Bryan la detectó inmediatamente e intentó reprimir las ganas de tragar saliva que suele provocar un susto repentino.
Si el oficial de seguridad la encontraba, no sabría de dónde había venido, pero ¿qué diría el simulador viéndose entre la espada y la pared? Y el de la cara picada de viruela, ¿qué no sería capaz de deducir de los sucesos de la noche anterior? Bryan tardó un segundo en comprender que aquella maldita pastilla insignificante podía acercarlo varios metros al abismo y a la perdición. Antes o después, alguien recogería aquella pastilla, y no sería él quien lo haría; ni diez caballos salvajes podrían obligarlo a intentarlo.
El hombre que ocupaba la cama vecina a la del simulador más delgado había sufrido unas terribles quemaduras en la cara. Era uno de los pacientes que ya estaban allí cuando llegaron. Ahora ya le habían retirado todas las vendas y, poco a poco, la piel estropeada fue adquiriendo un tono más normal y fresco. Era uno de los muchos soldados que se habían quedado atrapados en un vehículo blindado en llamas, la única diferencia era que él había sobrevivido; una supervivencia en el dolor que lo había vuelto taciturno y lo había dejado sumido en la confusión. El oficial de seguridad miró el brazo que intentaba alzarse en un saludo y se metió entre las camas para ayudarlo.
Al dar un paso adelante, dio con la punta de la bota en la pastilla, que salió disparada contra la pared rebotando con un chasquido prácticamente inaudible. Bryan soltó un bufido al ver que, de momento, el peligro había pasado. Dos minutos más tarde, el oficial pisó la pastilla que había aterrizado cerca de la entrada. El crujido lo hizo detenerse.
Una de las enfermeras se apresuró a entrar en la sala al oír la llamada del oficial de seguridad, al que encontró de rodillas en el suelo hurgando tranquilamente en el polvo blanco con el dedo. Entonces el oficial le acercó la punta del dedo con la sustancia que había recogido y se la dio a probar a la enfermera. La expresión de la cara y los gestos de la enfermera parecían querer quitarle hierro al asunto y, por lo demás, pretendían dejar bien a las claras su inocencia y su desconocimiento de las circunstancias que lo envolvían. El joven oficial de seguridad le hizo unas cuantas preguntas que la llevaron a sacudir la cabeza, mientras el color de su rostro iba modificándose imperceptiblemente. Tras unos minutos de interrogatorio, la enfermera empezó a mirar furtivamente a su alrededor y daba la impresión de que su mayor deseo en aquel momento era salir corriendo, despavorida.
De pronto, el oficial se agachó y desapareció de la vista de Bryan, que entonces sólo pudo percibir unos sonidos indefinidos que le llegaban de detrás de la cabecera de la cama. Un instante después, el oficial volvió a aparecer entre las camas, con la mejilla pegada al suelo, avanzando como un sabueso que seguía una pista. Después de una corta búsqueda, encontró otras dos pastillas. Bryan estaba aterrorizado.
Los reunieron a todos; a las enfermeras que estaban de servicio y a las que todavía estaban medio dormidas después de la guardia de la pasada noche; a los camilleros, cuya tarea se limitaba a llevar y a traer a los pacientes de los tratamientos de choque y que, de vez en cuando, echaban una mano.a los demás; a los enfermeros y, por tanto, a Vonnegut; a los auxiliares; al personal de limpieza; al doctor adjunto Holst; y, finalmente, al profesor Thieringer. Ninguno de ellos fue capaz de dar una explicación plausible de lo ocurrido. Era evidente que cuantas más declaraciones tuvo que escuchar el oficial de seguridad, más convencido estuvo de que algo andaba mal.
Llamaron al oficial en jefe que los había interrogado en la sala de gimnasia y lo pusieron al corriente de la situación. De entre las muchas palabras exaltadas que vomitó, Bryan entendió una sola: simulación.
En un abrir y cerrar de ojos pusieron en marcha una inspección a fondo. Varios soldados de las SS se habían despojado de sus chaquetas y pululaban por todos los rincones de la sala: de rodillas, en cuclillas, de puntillas. Examinaron cada centímetro de la sala; no omitieron ni un solo escondrijo, por imposible que fuera. Vaciaron los armarios de los baños, hojearon los diarios, repasaron la ropa, tanto la de vestir como la de cama, levantaron colchones, inspeccionaron ventanas y contraventanas. Sólo permitieron que aquellos pacientes que no podían ponerse en pie por sí mismos se quedaran en cama. Al resto los habían confinado en el fondo de la sala con las piernas desnudas. Desde allí miraban lo que estaba pasando a su alrededor con ojos incrédulos. En un momento de despiste. James sacó el pañuelo de Jill de debajo del colchón y se lo ató al cuello, a salvo de las miradas bajo el escote del camisón.
El médico mayor, el doctor Thieringer, intentó exhortar a la serenidad, arisco e infeliz por su incapacidad de controlar la situación. Sin embargo, no dijo nada cuando aflojaron los tapones de los tubos de una cama y salieron docenas de pastillas que se desparramaron por el suelo.
Todo movimiento en la sala se paralizó. El sargento de las SS que comandaba la sección dio la orden de que se sacaran todos los tapones de los pies de las camas inmediatamente. El oficial de seguridad le hizo una pregunta a Vonnegut. Como si lo hubieran obligado a delatar a uno de sus hijos, alzó el garfio de hierro lentamente y, a regañadientes, señaló a alguien que se encontraba en medio del grupo que se había formado al fondo de la sala. El flaco de los hermanos siameses soltó un grito en el acto y, temblando, cayó de rodillas ante el oficial de seguridad.
Mientras iban sacando los tapones del resto de la camas, Bryan rezó con el corazón encogido porque la noche anterior no se hubiera quedado ni una sola pastilla enganchada en el tubo. Más tarde, cuando volvió a reinar la calma en la sala y se hubieron llevado al flaco entre sollozos, Bryan se dio cuenta finalmente de que él había sido el culpable de su desgracia. A su vez supo con toda seguridad que, de los veintidós ocupantes originales de la sala, un mínimo de seis habían simulado su locura. Un número increíble que podía incluso ser mayor. El hermano siamés flaco jamás le había dado razones para sospechar de él. Al contrario, a lo largo de los meses que habían transcurrido siempre había ofrecido la imagen impoluta de un demente que, firme pero muy lentamente, iba recuperando la cordura. Desde el primer día en que Bryan lo había visto en el camión, había interpretado su papel a la perfección.
Cuatro lechos más allá, su otra mitad siamesa estaba sentado en el borde de la cama, tan contento, hurgándose la nariz como de costumbre. Resultaba increíble que él también pudiera ser un simulador. No mostraba ni la más mínima pena, ni el más mínimo dolor, por lo que acababa de suceder. Lo único que lo hacía reaccionar era que su dedo índice pescara algo en las profundidades de la fosa nasal.
Tampoco pareció inmutarse cuando, más tarde, devolvieron a su «gemelo» flaco a la sala, con el cuerpo magullado y pálido. Se limitó a sonreír y siguió hurgándose la nariz. En cambio, Bryan no podía creer lo que estaba viendo. Era incapaz de imaginarse cómo había conseguido salir del apuro y eso lo ponía nervioso.
Aparentemente, todos los demás parecían satisfechos con la conclusión del asunto. Los médicos sonreían, y las enfermeras de guardia se volvieron incluso amables. La tensión los había afectado a todos.
A la mañana siguiente volvieron a recoger al flaco. Había pasado toda la noche temblando como una hoja; debió de presentir que aquello podía ocurrir.
Alrededor de mediodía, el joven oficial de seguridad entró en la sala acompañado por un soldado raso de las SS. Tras recibir unas cuantas órdenes, los pacientes empezaron a moverse en dirección a las ventanas que había enfrente de la hilera de camas de Bryan. Nadie protestó. Bryan fue uno de los últimos en incorporarse al grupo, en la segunda fila, desde donde sólo podía entrever lo que pasaba si se ponía de puntillas. También desde esa postura era limitado lo que le permitían ver los travesaños y las rejas, y tuvo que sacar la cabeza y ladearla por encima del hombro del paciente que tenía delante.
A lo largo de la pared rocosa que corría a un par de metros del bloque del hospital y hasta la capilla, que se encontraba unos cien metros más allá, se disfrutaba de cierta visibilidad. Lo único que rompía la desnudez de aquella franja era un poste solitario que parecía marcar la situación de una antigua perforación indeterminada.
Ataron al flaco a aquel poste y así, atado, lo ejecutaron delante de los pacientes con los que había compartido sala, aire y vida durante más de medio año. En el momento en que sonó el disparo, Bryan volvió la cabeza y fijó la mirada en James, que se encontraba a cierta distancia de él, en la primera fila, con el hombre del rostro picado despuntando a su lado. El sobresalto que aquel disparo provocó en James no dio lugar a dudas acerca de su estado emocional y, además, su mirada estuvo demasiado presente durante algunos segundos, febrilmente clavada en el cuerpo que en aquel momento caía hacia adelante, convulsionado en unos últimos espasmos. No fue la ejecución ni tampoco la reacción de James lo que hizo brotar el sudor frío en la frente de Bryan, sino el gesto que el hombretón del rostro picado le hizo al de la cara ancha mientras miraba fijamente a James.
Pasó algún tiempo hasta que volvieron a atar a otro hombre al poste y lo ejecutaron. Bryan no supo nunca quién había sido el impenitente. No se trataba de un paciente de la Casa del Alfabeto. Sin embargo, de lo que no cabía duda era de que lo habían pescado intentando sustraerse al servicio militar. Tales contravenciones eran castigadas con dureza y sin piedad y eso es lo que se pretendía transmitir a los demás pacientes.
La visión de la cabeza del flaco cayendo hacia adelante no había impresionado a su gemelo que, evidentemente, no se había enterado de lo que había ocurrido. Nadie hizo ningún intento de consolarlo; nadie lo interrogó. Después de la ejecución, retiraron la cama del flaco, fregaron el suelo de la sala, los premiaron con sucedáneo de café y dejaron que Vonnegut enchufara el altavoz para que los violines y los timbales apaciguaran los corazones de los enfermos.
Al fin y al cabo, los hombres de la sección estaban en tratamiento.
Después del día en que tuvo lugar la ejecución, todas las semanas empezaron a oírse disparos procedentes de aquella misma zona. Aparte de los simuladores, que habían abandonado los cuchicheos nocturnos, y de James, que se pasaba el día echado en su rincón y que sólo reaccionaba cuando le llevaban la comida, la vida seguía su ritmo habitual.
Era evidente que los simuladores, sobre todo el hombre del rostro picado, seguían alertas. Sin embargo, mientras que antes se había pasado el día guiñándole el ojo a todo aquel que se le pusiera delante y siempre había tenido una palabra amable para con sus compañeros de sala, ahora su mirada era vigilante y se había vuelto parco en palabras. Bryan sabía lo que pensaba y que pensaba lo mismo que él. ¿Cuántos impostores quedaban todavía por descubrir?
El hombretón tenía el ojo puesto en James. Más de una noche, Bryan había sorprendido a los tres simuladores sentados el uno al lado del otro con la misma expresión de pocos amigos, mirando fijamente a James. Estaba claro que sospechaban de él. Sin embargo, dos de ellos no lograban mantenerse despiertos y, a los pocos minutos, se les cerraban los ojos. Dejaban que las pastillas surtieran efecto. En cambio, el simulador del rostro picado de viruela era capaz de mantenerse despierto durante horas.
Al principio, Bryan creyó que, antes o después, los simuladores dejarían en paz a James. ¿Qué podían temer de alguien que, poco a poco, se había ido sumiendo en un sueño que solía prolongarse durante todo el día? Hasta que un buen día, el Hombre Calendario se puso a gritar y a agitar los brazos mientras señalaba a James, y Bryan se percató de que las cosas no iban tan bien como él había imaginado. La hermana Lili había acudido a la sala en seguida y había golpeado la espalda de James, que estaba pálido y carraspeaba, ahogado.
Al día siguiente, a la hora de comer, se repitió la escena. Durante los días que siguieron, Bryan decidió sentarse encima de la cama en lugar de tomar asiento en el borde de ésta, delante de la mesa, como tenía por costumbre hacer a la hora de comer. Desde allí podría seguir tranquilamente los intentos que hacía James de tragarse la comida hecha puré. Mientras la sala se llenaba de los ruidos alegres de platos entrechocando, mandíbulas batientes y eructos placenteros, James solía quedarse traspuesto con la mirada fija en el plato, como si intentara reunir apetito para atacarlo. Finalmente, justo antes de que recogieran el servicio, James dejaba caer los hombros como en un suspiro y conseguía tragarse un par de cucharadas. Inmediatamente después empezaba a toser. Después de seis días, durante los cuales se había repetido el mismo incidente, Bryan se levantó de la cama y se dirigió canturreando y con el plato de comida alzado en el aire hacia la mesa de Vonnegut. De haber estado presentes Vonnegut o la hermana Lili, le habrían ordenado que volviera a la cama inmediatamente. Sin embargo, aquel día un paciente había sido sometido a un tratamiento de choque especialmente violento y tanto el enfermero como la enfermera estuvieron muy atareados antes de la visita médica. Primero, Bryan colocó el plato en el borde de la mesa de Vonnegut y empezó a engullir la comida. Su lengua seguía estando muy hinchada pero cicatrizaba satisfactoriamente. Los simuladores seguían su actividad deglutoria con gran interés y alternaban su atención entre él y el cuerpo petrificado del rincón. Aunque sin duda James intuía que Bryan lo observaba, no alzó la vista ni una sola vez.
Fue entonces cuando James se decidió a engullir una cucharada y luego otra. Tan sólo los separaban unos pocos metros. En ese momento, Bryan presionó el canto del plato hondo en un intento de evaluar su resistencia y su peso.
En el mismo instante en que arrancó el ataque de tos de James, Bryan golpeó el borde de su plato, que salió disparado por el aire y fue a dar directamente contra la pata de la cama, al lado del pie de James. El estrépito fue ensordecedor e hizo que todos levantaran la cabeza de sus platos. Con una mueca de disculpa, Bryan se precipitó detrás del plato, que aparentemente se le había escapado de las manos.
Cuando llegó al lado de James se detuvo en seco y le soltó una risa ahogada y tonta mientras señalaba con un dedo el suelo manchado y el plato voladizo. James no apartó los ojos de su propio plato. Entre los pedazos de codillo de cerdo y apio gris y pasado había algo indefinible, más parecido a excrementos humanos que a cualquier otra cosa.
Bryan se inclinó bromeando hacia adelante y hurgó en el plato con su cuchara mientras volvía a canturrear entre dientes. Resultaba difícil reprimir las náuseas que subían por su garganta. Efectivamente, la porción de James contenía excrementos humanos.
El hombretón de la cara picada no ocultó la risa, mientras el simulador de la cara ancha se precipitó hacia James y le arrancó el plato de las manos. Entonces recogió el engrudo del suelo, lo depositó en el plato y salió corriendo hacia los lavabos.
Bryan no tenía ni idea de cómo habían llegado aquellos excrementos al plato de James, pero no cabía duda de dos cosas: los simuladores eran los responsables y habían pretendido mantenerlo en secreto.
Llevaban varios días acosando a James de aquella manera. Era una guerra abierta, desigual y despiadada, cuyo único objetivo era conseguir que James se descubriera. Y tal vez lo habían conseguido. James había reaccionado; se negaba a comer.
James pasó toda aquella tarde sentado en el borde de la cama sin que nadie lo molestara.
No había nada que Bryan pudiera hacer por él.
Un par de contraventanas chocaron contra una ventana de forma tan repentina que el eco ni siquiera se había apagado cuando Bryan se despertó de un sobresalto. En la cama de al lado, el oficial de la división acorazada resoplaba pesadamente. Más allá, en la misma fila, el hombre que había mantenido el rostro alzado contra el chorro de la ducha se había incorporado y apoyaba la espalda contra la cabecera de su cama con la mirada perdida en la fila de delante.
La luz de la noche veraniega que se colaba por las ventanas era pálida. Las siluetas de los simuladores se erguían en medio de la oscuridad dejando helado a Bryan. Los tres habían rodeado la cama de James. Uno se había colocado en la cabecera, otro en medio y el último a los pies de la cama. De vez en cuando levantaban un brazo y le propinaban un golpe. Lo que aquellos golpes le hicieron a James ni siquiera se tradujo en gritos. Los jadeos solían llegar más tarde, cuando finalmente lo dejaban en paz.
«No volveréis a tocarlo nunca más», los amenazó Bryan entre dientes al ver cómo James se tambaleaba de camino a los baños con pasos titubeantes.
Sin embargo, volvieron a tocarlo como les vino en gana. Hasta entonces no le habían marcado la cara y, no obstante, todas las noches se oían unos golpes secos que provenían de la esquina más apartada de la sala.
Bryan temía por la vida de James. En más de una ocasión estuvo a punto de gritar, de agarrar la cuerda para avisar a la enfermera de guardia, de lanzarse entre los torturadores de James. Pero los años de guerra van creando unas reglas para la supervivencia que, en circunstancias normales, resultarían absurdas e irracionales. Y en medio de su desesperación, Bryan sabía que la impotencia era el único estado al que podía abandonarse.
La noche previa a la mañana en que la hermana Petra lo encontró inconsciente en medio de un charco de sangre, James pasó su última crujía. El embotamiento y el extravío dejaban bien a las claras la gravedad de la situación. Tanto Holst como un médico de las secciones somáticas acudieron a la sala. «Por el amor de Dios, si está clarísimo que ese agujero en la cabeza no ha aparecido por sí solo», masculló Bryan entre dientes cuando inspeccionaron el borde de la cama, los barrotes de la cabecera y el suelo, en busca de una posible explicación a las lesiones que había sufrido James. «Traidor», se dijo, a la vez que rezaba por que le salvaran la vida a James.
A pesar de las reticencias de los médicos, se puso en marcha una investigación. El joven oficial de seguridad examinó minuciosamente la herida profunda, palpó la frente de James como si él fuera el verdadero responsable médico e inspeccionó cada centímetro de la cama. Después pasó a examinar el suelo, las paredes, las patas de las camas. Y al no encontrar nada, repasó la sala cama por cama y tiró de cada una de las mantas para comprobar si algún paciente tenía algo que esconder. «Santo Dios, deja que haya marcas en sus manos o sangre en su camisones», suplicaba Bryan con fervor. Porque la sangre tuvo que manar del cuerpo de James, que estaba pálido como una sábana. Sin embargo, el oficial de seguridad no encontró nada. Entonces apremió a las enfermeras, que apenas eran capaces de discernir quién debía hacer qué, y empezó a correr arriba y abajo, hasta que la hermana Petra apareció con lo que necesitaban.
Antes de que Bryan tuviera tiempo de entender la gravedad de lo que se avecinaba, ya habían introducido una aguja en el brazo de James. A aquella distancia, la botella que pendía sobre su cabeza era tan negra como el carbón.
«Oh, ahora te morirás, James», pensó Bryan mientras intentaba evocar lo que James había dicho acerca de las transfusiones de sangre y de los grupos sanguíneos en el tren hospital, hacía ya mucho tiempo. «Tú puedes hacer lo que quieras, Bryan, pero yo pienso tatuarme un A+ en el brazo», había dicho James, firmando así su propia sentencia de muerte. Ahora el plasma mortífero se escurría desde la botella a través del tubo. Estaban mezclando dos grupos sanguíneos diferentes en un cuerpo lacerado.
Bryan estaba convencido de que los simuladores no habían pretendido matar a James. No era que no pudieran hacerlo si así lo deseaban, pero no querían. Un muerto cualquiera no constituía ningún peligro. Pero Gerhart Peuckert no era un paciente cualquiera, era Standartenführer de la policía de seguridad de las SS. Y si llegaban a la conclusión de que había sido azotado hasta morir o que había fallecido en circunstancias poco claras, no se andarían con chiquitas, una vez se hubieran iniciado la investigación y los interrogatorios.
Los simuladores habían querido cerciorarse y mantener el control de la sala. De momento, no habían conseguido ni una cosa ni otra.
Más tarde desnudaron a James para lavarlo. Estaba pálido. Bryan suspiró aliviado al descubrir que no llevaba el pañuelo alrededor del cuello. También era el único atenuante. Los tres hombres seguían atentamente la escena. Cuantas más marcas negras aparecían, cuantos más cardenales graves afloraban sobre la piel de James, más se hundían aquellos tres diablos en sus lechos seguros.
Los intentos reiterados de la hermana Petra por poner al descubierto las causas de aquella catástrofe eran inmediatamente desbaratados con gruñidos autoritarios por parte de sus superiores. La pequeña Petra perturbaba el ambiente. AI contrario de ella, a la hermana Lili le preocupaba normalizar la situación en la sección cuanto antes. Por lo visto, en ella imperaba la creencia práctica de que cualquier sospecha de delito podía marcarla con el estigma de la culpa. Las investigaciones y los interrogatorios podían llegar a levantar sospechas, las sospechas darían lugar a la suspicacia y la suspicacia podría significar un traslado. La consecuencia podía ser el traslado al servicio sanitario en el frente oriental.
Seguramente, no le pasaba nada a la imaginación de la hermana Lili. Por eso, el cuidado de James, a pesar de las protestas de Petra, recayó en la hermana Lili durante el par de días que siguieron. El paciente estaba enfermo y, por tanto, el paciente recibía su plasma. Resultó en dos botellas de plasma sanguíneo. Vertieron más de un litro de sangre de un grupo equivocado en el cuerpo de James.
Y sobrevivió.
A medida que se iban arrastrando los días, Bryan fue descubriendo que la pesadilla no se había acabado, ni por asomo.
El primer aviso llegó cuando, una mañana, Bryan se despertó y vio a Petra temblorosa, sentada al borde de la cama de James, estrechando la cabeza del enfermo contra su pecho. Petra lo acariciaba como si James estuviera llorando.
Unos días después, James vomitó estando incorporado en la cama. Aquella misma noche, Bryan se atrevió a pasar por el lado de su cama aprovechando que el hombre de la cara ancha y el del rostro picado habían salido a por la comida. Aparentemente, el tercer simulador dormía profundamente.
El rostro de James volvía a tener un aspecto muy delicado. La piel era de pergamino y las sienes estaban teñidas de azul en los deltas arteriales.
– ¡Tienes que ponerte bien. James! -le susurró Bryan mientras echaba un vistazo a su alrededor-. Pronto llegarán las tropas aliadas. Un mes o dos más, y ya verás, volveremos a ser libres.
Sus palabras no parecieron surtir efecto. James sonrió y apretó tos labios como queriendo hacerlo callar. Entonces modeló unas palabras. Bryan tuvo que acercar la oreja a sus labios secos para poder entender lo que le decía.
– Mantente alejado de mí -se limitó a susurrar.
Cuando Bryan reculó alejándose de James, el simulador más enjuto dio un golpe con su manta.
Los aliados volvieron a bombardear Karlsruhe enviando flujos masivos de refugiados hasta las entrañas idílicas y protectoras de la Selva Negra.
A finales del mes de setiembre tuvieron lugar una serie de acontecimientos que obligaron a Bryan a revisar, quizá por última vez, las precauciones que hasta entonces había tomado.
Una mañana radiante, en que la luz otoñal irrumpía con todo su fulgor entre los postigos, volvieron a encontrar a James a punto de desangrarse. Todas las vendas estaban desgarradas y las heridas de la cabeza, que habían estado a punto de cerrarse, volvían a estar abiertas, drenadas de sangre. El color de la piel de James se confundía con el de las sábanas. Sus manos estaban cubiertas de sangre coagulada. Creyendo ciegamente que James se había infligido aquellas heridas, le vendaron las manos para que no pudiera volver a hacerlo.
Y luego le administraron otra transfusión de sangre.
Bryan no supo a qué santo encomendarse al ver que aquella botella de cristal volvía a balancearse sobre la cabecera de la cama de James.
En medio de una neutralidad armada, Bryan y los simuladores seguían vigilándose mutuamente.
Un día, en mitad de uno de esos equilibrismos, James se sumió en una inconsciencia tan profunda que el doctor Holst se vio obligado a usar la palabra «coma». Sacudió la cabeza y, en un mismo movimiento, se dio la vuelta sonriente hacia los dos vecinos de Bryan que, por fin, habían recibido el alta.
Era la primera vez que Bryan veía a alguien de la sala vestido con un traje que no fuera el camisón. Desde el primer día habían transitado literalmente con el culo al aire, envueltos en aquella indumentaria que les llegaba a las rodillas y que se cerraba en el cuello con una cinta. En contadas ocasiones habían llevado calzoncillos, muy contadas.
Los dos oficiales estaban resplandecientes y, con motivo del gran día, habían recobrado toda su autoridad y su dignidad, enfundados en aquellos pantalones de montar recién planchados, tocados con aquellas gorras altas y rígidas y con toda aquella quincalla colgándoles de las solapas de los uniformes almidonados. El doctor les dio la mano y las enfermeras hicieron una reverencia. Tan sólo unos días atrás, aquellas enfermeras los habían golpeado al pasar desnudos por su lado después de la ducha. Cuando el vecino de Bryan le quiso dar la mano a Vonnegut, la timidez y la confusión se apoderaron del pobre hombre hasta tal punto que, en lugar de ofrecerle la mano izquierda que estaba sana, le estrechó el garfio de hierro.
Resultaba difícil imaginarse cómo lograban los médicos distinguir entre un paciente enfermo y otro recuperado. Sin embargo, se suponía que estaban lo suficientemente bien como para servir de carne de cañón.
Ambos estaban orgullosísimos e ingenuamente alegres. Mencionaron Arnhem; por lo visto, aquél sería su destino.
Cuando el vecino se despidió de Bryan y lo miró fijamente a los ojos, a Bryan le resultó imposible recordarlo como el paciente que se había pasado los últimos ocho meses respirando y jadeando pesadamente.
Después de recibir noticias de las primeras victorias alemanas en Arnhem, el ambiente en la sala empezó a alterarse. Algunos de los pacientes, aquellos que estaban a punto de ser dados de alta, enderezaban la espalda y no dejaban pasar la ocasión para demostrar que estaban mejor. El resto de la gente de la sección más bien empeoró: proferían alaridos por la noche, sacudían el cuerpo con mayor insistencia y rabia, hacían más muecas, se retorcían y retomaban sus sucios hábitos alimenticios. También los simuladores reaccionaron. El hombretón del rostro picado de viruela intensificó sus servicios y cuidados hasta tal punto que, durante unos cuantos días, los enfermeros se vieron obligados a asumir sus tareas para evitar que escaldara a alguien o derribara a los médicos cuando corría de un lado a otro en cumplimiento de sus múltiples quehaceres. El de la cara ancha representaba diariamente su particular espectáculo y no paraba de gritar «heih a Vonnegut y a los demás pacientes de la sala. Algunas noches había hecho que la enfermera de guardia entrara corriendo y se precipitara a su lado por un repentino ataque de felicidad al que daba rienda suelta cantando a viva voz y golpeando rítmicamente los barrotes de la cama.
Bryan optó por imitar al simulador enjuto: encogía el cuerpo, se escondía debajo de la manta y se mantenía relativamente callado.
Su evidente alto rango, la gran responsabilidad, su fragilidad v su dudosa recuperación eran el seguro de vida de Bryan y su garantía de que no acabaría en el frente como sus dos vecinos. A lo mejor, no sabrían adonde destinarlo.
Bryan no temía por su vida; sólo por la de James, como también temía lo que podría llegar a ocurrírseles a los simuladores.
Había despertado de su inconsciencia con una sombra de su antiguo yo, espiritualmente pasivo y físicamente demacrado. Todavía pasaría algún tiempo hasta que pudiera volver a levantarse y abandonar la cama.
Y, por entonces, Bryan ya llevaba más de cuatro meses dándole vueltas y más vueltas a la fuga y a la manera de llevarla a cabo.
El principal problema de la fuga era la ropa. Aparte del camisón, Bryan sólo poseía un par de calcetines que cada tres días era sustituido por otro aún más desteñido y gastado que el anterior. Desde que Bryan había empezado a ir al baño por cuenta propia, también le habían suministrado un albornoz. Su idea había sido que aquel albornoz tendría que resguardarlo de las frías ráfagas de viento.
Y ahora el albornoz había desaparecido; uno de los enfermeros llevaba mucho tiempo sin quitarle ojo. Hacía tiempo que habían desaparecido las zapatillas.
La distancia que lo separaba de la frontera suiza era asequible, apenas unas treinta o treinta y cinco millas. El cielo seguía teniendo un aspecto veraniego y dibujaba el contorno del paisaje con líneas nítidas y claras, aunque de noche hacía frío.
Unas semanas antes, el viento del oeste se había levantado y había transportado nuevos sonidos hasta el lugar. Como un eco de salvación, un silbido intermitente y el traqueteo profundo de un convoy ferroviario. «¡Nos encontramos en las faldas de las montañas, James! -pensó-. ¡Las vías del tren no están lejos! ¡Podemos saltar al tren y llegar a la frontera! Ya lo hicimos una vez; ahora volveremos a hacerlo. ¡Nos llevarán hasta Basilea, James! ¡Saltaremos!»
Sin embargo, James constituía un problema. Los bordes azulados debajo de sus ojos no desaparecían.
La hermana Petra estaba cada vez más seria.
Una noche, Bryan entendió por fin que tendría que huir solo. Se había despertado sobrecogido, con la sensación, de la que no lograba librarse, de que había hablado en sueños. El hombretón del rostro picado de viruela estaba de pie al lado de la cama con la mirada fija en él. En aquella mirada se palpaba la sospecha.
Ya no podía aplazar la fuga por más tiempo.
En algunos momentos de peligro había considerado la idea de dejar a algún enfermero sin conocimiento y robarle la ropa. También cabía la posibilidad de que un médico hubiera dejado su ropa de paisano en la sección o en uno de los despachos. Sin embargo, sus ilusiones no parecían querer coincidir nunca con la realidad. El campo de acción diario de Bryan era limitado. Sólo conocía a fondo la sala, el consultorio, la sala de electro-choques, el lavabo y las duchas. Ninguna de aquellas estancias encerraban nada que pudiera serle útil.
La solución le llegó cuando uno de los pacientes orinó en la puerta que daba a las duchas y empezó a gritar y a aullar hasta que el personal acudió al lugar y le fue administrado un calmante. Mientras Vonnegut estaba de rodillas recogiendo la orina, Bryan aprovechó para acercarse a la puerta del lavabo dando saltitos y sacudiendo la cabeza como quien no quiere la cosa.
La puerta delante de los compartimentos de los váteres estaba abierta de par en par. Bryan se sentó pesadamente sobre la tapa y dejó la puerta entreabierta. No se había fijado nunca en el almacén que había dentro.
En realidad, era un armario grande donde almacenaban paños, detergente, escobas y cubos de cualquier manera, sobre estantes o directamente en el suelo.
Un rayo de luz lateral iluminaba la estancia. Vonnegut seguía enfrascado en la limpieza del suelo y no se reprimía precisamente a la hora de contar adonde deseaba ir él y adonde quería que se fuera el resto del mundo. Bryan alcanzó el armario en dos pasos. Examinó el marco: estaba tierno; la cerradura apenas sostenía aquella madera frágil, hacía tiempo que el herraje había dejado de ofrecer resistencia. La puerta se abría hacia adentro y podía abrirse dándole un empujón decidido al tirador, si a su vez se ejercía presión sobre la puerta con la rodilla.
Al otro lado de la puerta colgaba una bata ajada de un colgador de porcelana. Bryan soltó un grito ahogado cuando Vonnegut abrió la puerta de golpe. Cogido firmemente de la muñeca, el corazón latiendo a toda velocidad y conteniendo la respiración fue conducido de vuelta a la cama.
Bryan estuvo repasando una y otra vez lo que había visto en el armario empotrado hasta que desapareció la luna y la sala se sumió en la oscuridad. Había abandonado la cama para dirigirse al váter cuatro veces durante las primeras horas de la noche. En aquella sección, los ataques constantes de diarrea eran bastante frecuentes. La comida, cada vez más miserable, estaba surtiendo efecto.
La primera vez que Bryan visitó el váter, se había metido en el almacén y había sacado los dos estantes superiores.
En el almacén había una ventanita. Era difícil acceder a ella porque se hallaba en lo más alto del armario, por encima del estante superior, pero era suficientemente amplia para salir por allí. Al contrario de los estrechos resquicios que había debajo del techo de la sala de duchas y en los lavabos, ésta ventana no tenía rejas.
Los ganchos de la ventana se soltaron de sus pestillos sin hacer ruido.
Bryan se decidió rápidamente. La próxima vez o la siguiente lo intentaría. Se pondría la bata, se subiría al estante, se escurriría por la ventana y pondría todas sus esperanzas en salir ileso de la caída. Luego se dirigiría hacia la plaza de actos y saltaría la alambrada; un plan con el que tenía todas las de perder; una empresa arriesgada, como la mayor parte de las misiones que él y James habían sobrevivido. Y, esta vez, James estaba inconsciente en la cama. La realidad era un señor severo. La sensación de tener que convivir el resto de su vida con el remordimiento lo desgarraba. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Hicieron falta tres visitas más al baño, hasta que Bryan decidió quedarse en el almacén. La segunda vez lo interrumpió el hombrecito de los ojos inyectados en sangre. Tiraron de la cadena y volvieron, codo con codo, a sus seguros nidos.
Por fin, a la tercera, Bryan se sintió confiado y se enfundó la bata. Una pobre protección contra el frío.
El estante del armario crujió amenazadoramente cuando Bryan tomó impulso y se agarró al marco de la ventana; ésta era bastante más estrecha de lo que había creído. No se oyó ni el más mínimo ruido de la sala.
Sacó el torso por la ventana hasta alcanzar el punto en que su cuerpo estuvo a punto de precipitarse al vacío. A pesar de la oscuridad, el abismo al que se había asomado apareció aterradoramente detallado ante sus ojos. El salto era suicida.
Los saltos en paracaídas y las veces que había simulado un accidente aéreo hacían que Bryan estuviera mejor preparado para la caída que la mayoría de la gente. Sin embargo, una caída libre de seis metros como la que le esperaba rebajaba extraordinariamente las posibilidades de salir ileso del intento. Aquel oscuro abismo no ofrecía ningún atenuante. Si la caída lo mataba, lo haría de forma rápida e indulgente. En cambio, si se lesionaba y lo atrapaban, la policía de seguridad se encargaría de vengarse cruelmente.
El edificio que encerraba las cocinas y que se apoyaba plácidamente contra la pared rocosa restaba apacible en medio de la oscuridad. Unos sonidos de sobra conocidos se escurrieron por el muro anunciando la ronda rutinaria de los guardias. El vaho salía de sus bocas y llevaba sus risas ahogadas hasta el lugar en el que se hallaba Bryan, a unos pocos metros por encima de sus cabezas.
Cuando aquellos viejos hubieron dejado el edificio atrás, uno de ellos prorrumpió en una risa estridente. En el preciso instante en que las carcajadas lo alcanzaron, se oyó un crujido y el estante se desprendió de la pared.
Tan sólo salieron unos cuantos tacos contenidos de entre los labios de Bryan. A la vez que apretaba los codos contra el muro a fin de abrirse paso hacia afuera, buscó inútilmente algo en lo que apoyar el pie.
Estaba empapado en sudor a pesar del frío que hacia. Los guardias todavía no habían desaparecido completamente por detrás de la plaza, pero los perros estaban distraídos por el regocijo burlón y bailaban juguetones alrededor de las piernas de sus guías.
Dentro de poco volverían.
El estruendo que se produjo en el almacén era imposible de definir. Ya antes de que una mano de hierro se cerrase alrededor de su tobillo, Bryan hizo un intento desesperado por precipitarse hacia adelante.
Pero para entonces ya fue demasiado tarde.
Las náuseas y el malestar que las transfusiones de sangre le provocaban todavía no habían abandonado a James. El miedo lo perseguía; las voces se confundían fácilmente confundiéndolo a él; las fuerzas lo habían abandonado.
El estado de inconsciencia le había robado el tiempo, la ensoñación había llegado a su límite.
Los múltiples electrochoques, el trato brutal y los efectos secundarios de las transfusiones de sangre habían jugado una mala pasada a la memoria de James. La mayoría de las películas y de los libros habían desaparecido o se habían fundido unos con otros. Atrás tan sólo quedaban los clásicos más significativos de la literatura y del séptimo arte. Y, por supuesto, el miedo.
James se encontraba fatal, enfermo en cuerpo y alma; solo, rendido y drenado de lágrimas. A su alrededor acechaban la impotencia y la locura. Rostros abatidos, manías reprimidas y actitudes desmañadas y depresivas. Y luego estaban sus torturadores y, como colofón, Bryan.
Ahora que los simuladores habían elegido a una nueva víctima, James se abandonó a la suerte fingiendo estar completamente traspuesto la mayor parte del día.
No le supuso un gran esfuerzo.
Los simuladores habían detenido a Bryan. «¡Lo cogeréis vivo -había gruñido Kröner mientras tiraban de él-. ¡Limpiaréis la sangre de la pared del almacén y volveréis a colocar el estante en su sitio!» Era admirable la rapidez con la que habían obedecido la orden. En la sala, sólo el hermano siamés, cuya mirada se debatía entre el suelo y la cuerda con la que se podía avisar a la enfermera, parecía estar inquieto. Kr5ner bufó como si fuera un gato salvaje hasta que el siamés empezó a gimotear y se encogió debajo de la manta adoptando la postura fetal.
Bryan se dejó llevar, sin apenas oponer resistencia, cuando lo condujeron a la sala. Le sangraban las manos. Los simuladores estaban inclinados sobre él, dejando caer una pregunta detrás de otra mientras penetraba la primera luz suave de la mañana por las contraventanas en la sala: ¿Había más simuladores? ¿Tenía cómplices? ¿Qué sabía?
Sin embargo, Bryan mantuvo la boca cerrada y los simuladores vacilaron. ¿Realmente simulaba? ¿Había intentado huir o suicidarse?
Bryan también superó la prueba de la mañana siguiente. Sin embargo, todo él despedía desesperación.
La mujer de la limpieza había descubierto marcas en la pared. Dio la alarma y tiró del estante suelto sin llegar con ello a causar una impresión digna de mencionar en la supervisora de la sección.
Hacía rato que la ronda de aseo de la mañana había terminado. Los simuladores lo habían mirado de reojo con una extraña mezcla de alivio y maldad cuando Bryan, con todos los miembros entumecidos, se había dirigido al baño para borrar todas las huellas de la noche de los brazos, las manos, el camisón y el cuerpo.
Sin embargo, no había logrado borrar los rasguños en las puntas de los dedos que se había infligido luchando por salir por la ventana. Uno de los enfermeros vio las estrías sangrientas en los dedos y le comunicó su sospecha a su sustituto, señalando a Bryan con el dedo.
Y James vio que Bryan se había dado cuenta de ello.
Entrada la mañana, finalmente se presentó el oficial de seguridad en la sala. Cuando se disponía a examinar a cada uno de los pacientes, el enfermero cogió las manos de Bryan de debajo de la manta y, con un gesto acusatorio, se las enseñó al oficial. Bryan se limitó a sonreír tontamente y a asentir con la cabeza. Una enorme cantidad de astillas despuntaba de las puntas de los dedos sangrantes. Parecían las púas de un erizo. El enfermero frunció el ceño y sacudió los brazos de Bryan como si fueran el cuello de un cachorro travieso. Bryan se deshizo del enfermero y golpeó varias veces las manos contra los postigos con fuerza mientras cerraba los ojos con una expresión de euforia atravesándole la cara.
La autoridad del oficial se manifestó de forma tan sonora que todos se estremecieron. Fuera de sí, agarró a Bryan por las solapas y lo arrastró al suelo.
– ¡Ya te enseñaré yo a burlarte de nosotros! -profirió con un bufido, a la vez que obligaba a Bryan a ponerse en pie.
Allí estaba Bryan, con los hombros caídos, enfrentado a su destino.
James sabía que luchaba por su vida.
Durante un rato, los simuladores encontraron la situación graciosa y parecieron divertirse al ver cómo Bryan, en una lucha febril contra el tiempo que lo separaba de la inspección del oficial de seguridad, se clavaba las astillas restregándose las manos contra los postigos rugosos. Pero de pronto dejaron de reírse.
El oficial examinó el cuerpo de Bryan palmo a palmo. El camisón estaba arrugado y grisáceo, todavía algo húmedo tras el refregón concienzudo de la mañana. El enfermero se encogió de hombros.
– ¡Supongo que no se lo quitó para ducharse!
En lugar de soltar la punta del camisón, el oficial lo levantó un poco más. Con un gesto suave, casi acariciante, agarró los testículos de Bryan y lo miró a la cara amablemente.
– ¿Se dejó llevar por las ganas de volver a casa, Herr Oberführer? Puede confiar en mí, señor. ¡No le pasará nada!
Permaneció en la misma postura un buen rato, mirando a Bryan a los ojos sin soltar la mano con la que tenía agarrados sus testículos.
– Y, por supuesto, no entiende lo que le estoy diciendo, ¿verdad, Herr Oberführer? -prosiguió.
El dolor que se esbozó en el rostro de Bryan cuando el oficial cerró la mano, no logró, sin embargo, ocultarle a James la impotencia y la confusión que sentía. Las preguntas resultaban tan mortalmente incomprensibles para Bryan como para el Amo von der Leyen demente que se suponía que era. En aquellos segundos que transcurrieron, la importancia de entender se vio totalmente eclipsada por la de no entender. La pasividad irritó al oficial, pero también lo hizo dudar.
A la quinta pregunta, el oficial cerró la mano con tal fuerza que los vómitos de Bryan ahogaron sus aullidos. Bryan cayó hacia atrás entre aullidos sofocados por las gárgaras y las convulsiones, con tan mala suerte que el abdomen chocó contra el lateral de la cama y la cabeza se estrelló contra el postigo. Con una rapidez asombrosa, en un reflejo asimilado a través de)a práctica, el oficial había soltado a su presa y había dado un paso a un lado para no ensuciarse. Entonces profirió una orden y un enfermero acudió rápidamente para limpiar el suelo alrededor de sus botas.
Los vómitos se habían derramado por la cama vecina. Uno de los pacientes se levantó y pasó por el lado de la cabecera manchada de la cama con el índice extendido señalando hacia la pared exterior.
James no sabía gran cosa de él; se llamaba Peter Stich y siempre tenía los ojos enrojecidos. Esta vez fue, además, quien le salvó la vida a Bryan.
El oficial de seguridad estaba a punto de apartar su mano de un golpe cuando, de pronto, se fijó en el ángulo del dedo. Detrás de Bryan, que seguía de pie delante de la ventana, el postigo se había entreabierto. A lo largo del borde de madera clara se fundían unas rayas abruptas de color marrón en las vetas de la madera. El oficial se acercó, palpó la madera rugosa y volvió a examinar las puntas de los dedos de Bryan. De repente giró sobre sus talones y abandonó la sala con tal impetuosidad que derribó al hombre de los ojos enrojecidos.
A continuación le administraron una inyección calmante a Bryan y cambiaron el postigo.
Ya no volvieron a colocar el estante en su sitio.
El cuchicheo nocturno volvió a intensificarse por un tiempo.
El menudo Dieter Schmidt estaba convencido de que el Oberführer Arno von der Leyen estaba al tanto de sus planes de futuro. Exigía que obraran en consecuencia.
Sin embargo, Kröner, el hombre del rostro picado de viruela, insistió encarecidamente en que ese tipo de desmanes no volvieran a tener lugar en la sala. Pronto, su situación cambiaría. La suerte en la guerra estaba del lado de los aliados. La guerra podía haber terminado antes de lo imaginado.
Si encontraban a Amo von der Leyen ajusticiado, los interrogatorios no tendrían fin. Tanto él como Lankau sabían lo que implicaba un interrogatorio; nadie era capaz de soportarlos y todos acabarían por hablar, nadie se zafaría de ellos.
Tampoco ellos.
– Si queréis saber algo, punzadle los ojos, ¡pero no os ensañéis! -dictó-. Podéis pellizcarle la úvula u oprimirle con fuerza el conducto auditivo. ¡Pero, ay, del que le deje marcas visibles! Y, además, no debéis permitir que haga ruido. ¿Lo habéis entendido?
Durante las noches que siguieron, Bryan emitió sollozos y estertores, pero no le sacaron nada. Los simuladores estaban confusos. James no podía hacer nada. El juego del gato con el ratón llegaría a su fin antes o después, lo sabía por experiencia.
Kröner se mordió el labio y miró a Bryan y luego a James.
– Locos o no. Con tal de que comprendan que los mataremos si no obedecen, me importa un comino lo que entiendan.
El hombre delgado sacudió la cabeza:
– ¡Ya te he dicho que Arno von der Leyen lo sabe todo! El Cartero nos exigirá que nos deshagamos de él. ¡Os lo digo yo!
– ¡Vaya! -dijo Kröner sorprendido.
– ¿Y cómo iba a poder hacerlo? -prosiguió en un tono cáustico-. ¿Por telepatía?
Kröner no sonreía. El Cartero era como un fantasma que tenía todas las ventajas de su lado.
– ¿No crees que, a estas alturas, ya está lejos de aquí? A lo mejor se ha olvidado de su fiel escudero. Y eso, ¿en qué te convierte a ti, Herr Hauptsturmführer? ¡No eres más que un bufón, un insignificante saqueador de judíos! ¿Acaso no es lo que somos todos nosotros?
– ¡Espera y verás!
Los ojos de Dieter Schmidt brillaron con un extraño ardor.
«¡David Copperfield! Hoy pienso dedicarme a David Copperfield.» James apretó la nuca contra la almohada. La sala estaba en silencio. Desde el primer entusiasmo de la infancia. James siempre había considerado David Copperfield corno la mayor proeza de Charles Dickens. También las obras de Victor Hugo, Swift, Defoe, Emile Zola, Stevenson, Kipling, Alejandro Dumas estaban esculpidas en la memoria de James. Pero por encima de todos brillaban Charles Dickens y David Copperfield.
Por la tarde, durante el rato en que las enfermeras estuvieron muy ocupadas realizando sus tareas rutinarias, James pudo recrear tranquilamente aquel cuento reconfortante. Y esas recreaciones requerían tranquilidad. La confusión y la concatenación de pensamientos se habían convertido en sus mayores enemigos. Las pastillas, aquel asqueroso preparado de cloro, enturbiaban su memoria, incluso más que los tratamientos de choque. «Su primera esposa se llamaba Dora. ¿Y la segunda? ¿Emily? No, no era ella. ¿Acaso se llamaba Elisabeth? ¡Qué disparate!»
En medio de aquel reconocimiento doloroso y el miedo incipiente a que la memoria hubiera sufrido daños irreparables. James se vio interrumpido. Los dos enfermeros dieron unas cuantas palmadas, abrieron las carpetas y sacaron los informes médicos:
– ¡Os trasladamos! ¡Recoged vuestras pertenencias, pasáis al piso de arriba!
Después de que hubieran pasado lista, sacaron a los hombres al pasillo y trajeron a un nuevo grupo de pacientes que los sustituirían. La hermana Petra sonrió a James y se sonrojó levemente.
La tarea de trasladarlos había recaído en Vonnegut. La constelación era temible. Un total de siete hombres: los tres compinches, él y Bryan, el hombre de los ojos enrojecidos y el Hombre Calendario. Cinco simuladores en una misma sala.
– ¡Los señores están en franca mejoría, según el médico mayor! -La duda se dibujó nítidamente en el rostro de Vonnegut al pronunciar aquellas palabras-. Os quieren separar de los demás. Así os recuperaréis antes, dice. Ha quedado una sala libre en el piso de arriba. Está totalmente vacía, ¡Los han enviado a todos al frente!
Lo primero que ocurrió fue que el Hombre Calendario enganchó su hoja con la fecha en la pared. 6 de octubre de 1944, rezaba.
La estancia era mucho más pequeña que la antigua sala que habían ocupado. Los sonidos les llegaban amortiguados, la locura del piso de abajo se había eclipsado.
La vista desde la cama que James ocupaba, en solemne aislamiento desde la pared del fondo más corta, era aterradoramente amplia. A su derecha, Dieter Schmidt y el hombre de la cara ancha estaban al acecho, uno a cada lado del Hombre Calendario, Wemer Fricke. En la otra punta de la sala, la puerta daba golpes al son de las ráfagas de viento.
James contempló embotado la cama de Bryan, que se hallaba entre la del hombre de los ojos enrojecidos y la de Kröner. Dentro de unas horas, cuando volviera del tratamiento de choque, Bryan se hallaría a merced de los simuladores, igual que él que, sin embargo, estaría inconsciente y sedado. Los días que los aguardaban se harían interminables. Todas y cada una de las articulaciones de su cuerpo protestaron. Los órganos internos estaban en vilo. Se sentía exhausto y débil.
«¡Te sacaré de aquí, Bryan! ¡No te preocupes!», pensó con la cabeza embotada.
No obstante, ahora debía procurar reponerse.
La mano de Kröner ya se había agitado en un gesto de rechazo por las ganas de hablar de Horst Lankau. James se dio cuenta, por primera vez, de que Kröner era capaz de sudar. Paseó la mirada minuciosamente por la habitación. Tal vez sólo fuera cuestión de meses hasta que se los considerara aptos para servir al Führer.
– ¡Thieringer no sospecha nada! -comenzó a decir Kröner en voz baja mientras miraba a Lankau y luego a Dieter Schmidt-. Pero las perspectivas no nos son favorables. Antes de que nos hayamos dado cuenta, estaremos de vuelta en nuestros puestos. ¿Cómo creéis entonces que nos irán las cosas? ¿Y el Cartero? ¿Acaso también tiene una solución para este problema, Schmidt?
– Ya me preocuparé yo de no volver al frente, eso puedes darlo por seguro. ¡Y si yo puedo, vosotros también! -gruñó Lankau bajando la voz-. En mi opinión, tenemos un problema bastante más grave.
Lankau se puso en pie y se encaró tranquilamente al Hombre Calendario.
– ¡Ya puedes ir levantándote, Fricke! Tu sitio está aquí -añadió golpeando la cama que le había tocado.
El Hombre Calendario apenas se daba cuenta de la gravedad del hombre de la cara ancha y no hizo ni el más mínimo ademán de ponerse en pie. Tras el tercer golpe, Lankau cerró el puño y lo plantó con un gesto amenazador delante de la cara del Hombre Calendario.
– La próxima vez no te daré con la palma de la mano, ¿has entendido? ¡Será con esto! ¿Qué? ¿Te mueves?
– ¿Cómo crees que les sentarán a las enfermeras todos estos cambios? ¿Es que ahora tú vas a decidir cuál va a ser tu cama? Kröner parecía cansado.
– No se darán cuenta, siempre y cuando cada expediente esté en su sitio. ¡Y ya está! -Bajó las solapas y se dio la vuelta encarando a Dieter Schmidt, que volvía a ser su vecino-. ¡Ya volvemos a ser una pequeña familia, enano de mierda! ¡Y ahora tendrás que responder a unas cuantas preguntas, colega! Desembucha, venga, ¿dónde está el Cartero? ¿Y qué demonios sabes de los planes que tiene para nosotros? ¡Luego me contarás qué hacemos con esos dos mierdas! -El hombre de la cara ancha señaló la cama vacía de Bryan y luego hizo un gesto con el pulgar hacia James sin dejar de mirar a Dieter Schmidt ni un solo momento-. Estos dos diablos saben demasiado, estoy de acuerdo. ¡Ahora mismo, ellos son nuestro mayor problema!
Echó un leve vistazo a James, que seguía metido en la cama con los ojos cerrados y respirando superficialmente, y prosiguió:
– ¿Qué no puede llegar a pasarnos si el imbécil de Von der Leyen vuelve a intentar escaparse? ¿Crees que el Cartero podría responderme a eso también?
– ¡Probablemente!
Dieter Schmidt lo miró fríamente.
– ¡Pues si es así, te agradecería que nos lo contaras, joder!
Los pasos en el pasillo pusieron sobre aviso a Lankau. Todos estaban en sus camas, sumidos en la apatía, cuando la hermana Petra asomó la cabeza por la puerta. La reacción al nuevo lugar que ocupaba Lankau no se produjo. Sólo tenía ojos para James.
Aquella misma noche, los simuladores repitieron su cháchara acerca de los objetos de valor que contenía el vagón de mercancías. También hablaron del Cartero, y de Bryan.
El tema había tomado un quiebro infame. James apenas era capaz de moverse. Sus náuseas parecían crónicas. Poco a poco se había ido poniendo nervioso. Hasta entonces, Bryan nunca había estado tanto tiempo en tratamiento. Todos los ocupantes de la habitación estaban preocupados. Aunque, sin duda, las razones eran muy distintas.
Por un lado, James deseaba fervientemente que Bryan volviera pronto, sano y salvo. En circunstancias normales, un tratamiento de choque sólo se prolongaba tanto si el paciente, había tenido un ataque de espasmos. En tal caso, podía pasar fácilmente un par de horas más. Pero por otro lado, también podía darse el caso de que Bryan hubiera sido trasladado a otra sección. Y a pesar de que eso significaría separación e incertidumbre, sin duda será lo mejor para él.
A medida que fueron pasando las horas, los simuladores se fueron convenciendo cada vez más de que había que acabar con la vida de Amo von der Leyen en cuanto lo devolvieran a la habitación. El cuchicheo estaba volviendo loco a James. También él era objeto de sus discusiones en voz baja pero, de momento, parecían estar seguros de que lo tenían bajo control. Al paciente de los ojos enrojecidos y al Hombre Calendario los ignoraban por completo.
En contra de su costumbre, Kröner parecía el más comedido. Lankau propuso que arrollaran una sábana alrededor del cuello de Bryan y que lo arrojaran por la ventana. Kröner gruñó y sacudió la cabeza. Tan sólo hacía unas horas que los habían trasladado. Provocar un suicidio en aquella pequeña habitación sería un acto descabellado.
– ¡Entonces sólo seremos seis cuando vengan a interrogarnos! -dijo finalmente-. ¿Estáis realmente seguros de que podríais soportar un interrogatorio?
Kröner se quedó helado. La respuesta le llegó desde un lado inesperado.
– ¡Yo sí podría! -La voz que irrumpía de la oscuridad era nueva, autoritaria y fría como un témpano-. ¡La pregunta es si vosotros podríais! Lo dudo.
Las palabras procedían de la cama más cercana a la de James, del vecino de Bryan, del hombre de aspecto insignificante, de rasgos agudos y ojos enrojecidos, Peter Stich.
– Me alegro de saludar a los señores, teniendo en cuenta que la relación ha sido unilateral durante tanto tiempo.
Los ruidos que llegaban de las camas de Kröner y de Lankau parecían evidenciar que ya se habían incorporado. James no apartaba la mirada de Stich.
– ¡Quédese donde está, Herr Sturmbannführer!
Puesto que se habían dirigido a él usando el título por el que había hecho tantos méritos, Dieter Schmidt se detuvo al instante delante de la cama de James.
– Lo ha hecho muy bien. Estoy muy satisfecho con su lealtad y su silencio. ¡Nos ha acercado mucho a nuestro objetivo! ¡Ya puede volver a su sitio, no se preocupe! Y en cuanto a ustedes, señores míos -dijo acaparando toda la atención de los demás ocupantes de la habitación-, ya que hemos llegado hasta aquí, permítanme que me presente. Como ya habrán adivinado, yo soy el que les ha rondado por la cabeza durante tanto tiempo. ¡El Cartero!
La reacción que provocó esta revelación fue inesperadamente pobre. Los gruñidos procedentes de la cama de Lankau se vieron interrumpidos inmediatamente por Kröner.
– ¡Vaya, vaya! ¿Quién lo habría dicho? ¡En qué compañía tan exclusiva nos hemos ido tornando! -Kröner hizo un gesto con la cabeza en dirección al hombre de los ojos enrojecidos sin dar muestras de sorpresa-. El mismísimo jefe en persona se ha quitado el disfraz. Un disfraz muy interesante, por cierto. ¡Muy eficaz!
– Y lo seguirá siendo -el Cartero cortó así la ironía de Kröner-. Pero ¡lo dicho! ¡Una compañía exclusiva! ¿Realmente tengo que recordarles que el hombre al que sus señorías tienen la intención de mandar al otro mundo es el oficial de mayor rango de toda la sala? Naturalmente, comparto el parecer de los señores. Amo von der Leyen no se comporta como debería hacerlo un demente. De hecho, estoy tan convencido como ustedes de que está tan cuerdo como los señores y un servidor. Lo he visto hacer cosas a las que no debería dedicarse. ¡Esconder pastillas, por ejemplo! Sin embargo, también tiene otro inconveniente, este Von der Leyen, que tendremos que tener en cuenta. ¡Dudo que los señores conozcan los antecedentes del Oberführer Von der Leyen tan bien como yo!
Lankau resopló.
– ¡Es un desgraciado, eso es lo que es! Uno de esos niños monos que se limitan a mirar mientras los demás hacemos el trabajo sucio y que luego se llevan el honor. -El desdén de Lankau estaba dirigido a todo aquel que estuviera por encima de él en el escalafón. En aquella sala, Arno von der Leyen era el único-. ¡Fue fácil cazar a ese gallina! ¡Como a un perro faldero aturdido!
– Es posible, pero también tenéis que saber que es un oportunista de renombre. Aparte de que es un lameculos, de eso no cabe duda, también es una alma fiel, un verdadero nazi. Y un dato que hay que tener en cuenta y que debo añadir: es uno de los confidentes de Hitler, uno de los intocables de Berlín. Pero a pesar de todo el esplendor pienso, de todos modos, que debe de estar usted muy contento de que le resultara tan fácil cazarlo, Herr Standartenführer Lankau, porque el Arno von der Leyen del que yo tengo conocimiento no sólo es un niño prodigio, sino que también es un asesino eficaz.
El hombre de los ojos enrojecidos miró a su alrededor e hizo un gesto de asentimiento. Lankau le dirigió una mirada de desagrado y de escepticismo.
– Sí, sí, así es, estimado Standartenführer. ¿Cómo cree que ese niñato ha podido llegar hasta donde ha llegado? Le puedo asegurar que a Arno von der Leyen apenas le despuntaba el vello en la barbilla cuando se hizo merecedor de un puesto en la Guardia de Corps de nuestro Führer. Con calavera y todo. No le está dado a cualquiera llegar tan lejos a esa edad. Es la personificación del escogido, es cierto, pero también es un héroe de guerra. Sus condecoraciones están manchadas de sangre, como debe ser. Le dispensan un cuidado especial debido a su posición. Sin él, ninguno de nosotros habría subido a este piso. Nosotros somos totalmente prescindibles e insignificantes, él es quien importa. Nosotros no somos más que sus compañeros de habitación, su decorado. ¿Lo han entendido, señores míos?.
La frialdad y la falta de matices de la voz del Cartero horrorizaron a James. En el silencio de los meses que habían transcurrido había evaluado a sus enemigos y a sus amigos. Él era su titiritero. James se estremeció al pensar que había estado a punto de comprometerse.
____________________ Lo cierto es que no sólo sé de los méritos de Amo von der
Leyen -enfatizó el Cartero-, También vi su rostro en una ocasión, aunque de eso hace mucho tiempo y, por entonces, no me preocupaba demasiado.
»¡Y ahora viene lo más interesante de todo! Porque el Amo von der Leyen que yo vi no es el mismo que pronto ocupará esa cama. ¡No estoy seguro de haber visto esa cara antes de llegar a este establecimiento! ¡Tengo mis dudas, comprenden!
El Cartero hizo callar a Kröner, que estaba a punto de interrumpirlo. James notó cómo el temblor de su cuerpo aumentaba. Su sábana ya estaba empapada en sudor. Habían convulsionado la identidad de Bryan. Incluso Kröner se dejaba frenar.
El hecho de que lo aceptara sin rechistar era una circunstancia desagradable.
– Por tanto, debemos empezar a pensar de forma racional y a considerar todas las posibilidades que nos brinda la situación. ¡Y ahora les rogaría que pusieran mucha atención, señores míos! Porque, ¿qué sería peor para nuestros intereses? Que se suicidara con nuestra humilde ayuda y que así desapareciera de nuestras vidas, lo que podría tener como resultado torturas y otras vejaciones, o que un día se descubriera que es un impostor. Si dejamos que viva y si es el verdadero Amo von der Leyen, todo bien, si dejamos de lado que conoce a la perfección nuestros planes por culpa de la gran necesidad de los señores de cuchichear por las noches. Y si no es Amo von der Leyen, sigue sabiendo demasiado. Y si algún día se demuestra que finge, difícilmente nos libraremos nosotros de la sospecha de los de seguridad. Examinarán nuestro pasado. ¡Precisamente por eso tuve que salvarlo de la situación de los postigos de madera! Estoy seguro de que les habría pagado con la misma moneda por haber echado a perder su fuga, si entonces lo hubieran descubierto. También en este caso nuestros destinos se habrían visto ligados al suyo de forma poco conveniente.
Paseó la mirada por los rostros de sus compinches, que expresaban una total concentración.
– ¡En fin! En el fondo, un dilema sobre el que vale la pena reflexionar. Lo he estado observando desde el día en que llegamos. Lo encuentro desequilibrado, joven y confundido. Resulta difícil determinar si se trata de Amo von der Leyen o no, pero si no es el verdadero Von der Leyen, no creo que sea capaz de llevar a cabo su engaño hasta sus últimas consecuencias.
Sus ojos los escrutaron a todos.
– Yo, por mi parte, encuentro que el dolor es un baile estimulante de nuevas sensaciones, por decirlo de alguna forma. Una fuente para la exploración de los elementos extremos del cuerpo. ¡Pero no tiene por qué ser así para los demás!
Dieter Schmidt se encogió de hombros. Estaba pálido.
– ¿Tengo razón? -acabó diciendo el Cartero.
Era evidente que la veneración que Dieter Schmidt sentía por el Cartero no era compartida por Lankau. Sin embargo, Kröner aceptaba la situación.
– ¡Cierra el pico, Lankau! ¡Ya sabemos lo que piensas! -se apresuró a decir Kröner al ver que los gruñidos de Lankau iban en aumento-. ¡A partir de este momento nos mantendremos unidos! ¿Lo has comprendido?
– Convengamos -dijo el Cartero, inexpresivo-, en que Herr Standartenführer Lankau, siendo el hombre de acción que es, también es el más indicado para despachar al presunto Von der Leyen fuera de este triste mundo.
Cuando devolvieron a Bryan a la habitación, todo estaba prácticamente listo para su liquidación.
– ¡No puedes usar su sábana, Lankau! ¿No ves que se darán cuenta en cuanto lo metan en la cama? ¡Usa la tuya si insistes en prepararte ya! -estalló Kröner-. Ya la cambiarás luego.
– Esperemos a que vuelva. Y luego cogemos su sábana -dijo el Cartero sonriéndole a James-. ¿No le parece, Herr Standartenführer Peuckert?
James no reaccionó. Mantenía la mirada perdida en el vacío, pero aquel acercamiento le heló la sangre.
– ¡No me gusta que vea lo que vamos a hacer!
Lankau miró a James con ojos que rezumaban odio.
– No nos denunciará. ¡No sé por qué, pero no lo hará! -El hombre de los ojos enrojecidos asintió-. ¡Los señores han conseguido domarlo a la perfección!
James dirigió la mirada hacia los abetos y empezó a contarlos inconscientemente. Cuando hubo acabado el recuento, volvió a contarlos. La tranquilidad que tanto necesitaba se-hacía esperar.
Tal como era de suponer, Bryan había tenido un ataque espasmódico después del tratamiento de choque. Había permanecido en observación durante toda la noche. Pasaría mucho tiempo hasta que fuera capaz de defenderse. James no sabía qué hacer. Estaba al borde del aturdimiento, apagado y presionado, tanto anímica como físicamente.
Mientras los enfermeros repartían la comida por las demás habitaciones del pasillo, Lankau había escurrido la sábana de Bryan en el lavabo. Ahora era tan fina y tensa como una cuerda de sisal, lista para ser utilizada debajo de la manta de Bryan y atada por un extremo a la cabecera.
Las enfermeras ya le habían hecho la cama. No volverían a preocuparse por Amo von der Leyen hasta que volviera a despertarse.
– ¿Realmente es la mejor manera de hacerlo? Me refiero al suicidio, naturalmente. ¿No podríamos tirarlo por la ventana, sin más? -dijo Lankau, preocupado-. Parecerá un intento de fuga. Al fin y al cabo, los abetos al otro lado de la alambrada están muy cerca. No debe de ser muy difícil llegar hasta allí si coges un buen impulso desde el alféizar.
– ¿Y…?
No parecía que el Cartero quisiera que respondieran a su pregunta.
– Bueno, que ha errado el salto, por supuesto.
El Cartero encogió los carrillos.
– Así habrá tenido lugar un intento de fuga en nuestra habitación, y volveremos a atraer una inspección. Por no mencionar que atornillarán las ventanas. Esa vía de escape también la tendremos vedada, si llega el momento en que tengamos que recurrir a ella. ¿Y si sobrevive a la caída? ¡Ni hablar, lo colgaremos en cuanto oscurezca!
James era el único que no disponía de una cuerda sobre la cabecera de su cama para llamar a la enfermera de guardia. La ubicación en medio de una habitación de seis camas era tan sólo una solución de emergencia. La situación era desesperante. Si se enfrentaba a ellos para impedir que llevaran a cabo su plan acabaría como Bryan. Y en aquel momento estaba luchando contra la inconsciencia.
La ayuda tendría que llegar del exterior. Y él debería procurar que así fuera.
Sin embargo, si encontraban aquella soga improvisada, pondrían en marcha una inspección inmediatamente y la profecía del hombre de los ojos enrojecidos se haría realidad en todo su espanto. Tan sólo la hermana Petra podía mitigar el alcance de la catástrofe que se avecinaba desviando la sospecha hacia donde era pertinente.
Pero Petra ya no venía todos los días.
Aquel día oscureció muy pronto. En mitad de la tarde, el día se enturbió, como queriendo simbolizar la vida de Bryan que se apagaba.
Petra entró en la habitación sin razón aparente. Cuando se encendió la luz del techo, Kröner se vio claramente sorprendido. Llenó su jarra de agua del grifo y se detuvo al lado de todas y cada una de las camas para rellenar sus vasos.
Cuando le llegó el turno a James, éste intentó incorporarse en la cama.
– ¡Pero señor Peuckert, por favor! -dijo devolviéndolo suavemente a la posición inicial.
James recostó la cabeza contra la almohada de manera que la cabeza de ella lo resguardara de las miradas de los demás. Las palabras no querían salir. La mirada desesperada y los movimientos descontrolados de James eran nuevos e ininteligibles para ella.
Entonces decidió ir a por la supervisora.
Aquel ser autoritario, que sólo en contadas ocasiones había sorprendido al personal y a los pacientes mostrándose sensible, estudió a James minuciosamente. Cuando se inclinó sobre el cuerpo de James, su rostro se despejó. Sacudió la cabeza con indulgencia, se escurrió entre la cama y Petra hasta la ventana y corrió la cortina un poco, tapando las contraventanas ligeramente. De esta forma hizo desaparecer una pequeña superficie de luz grisácea que había interpretado su último y agónico baile sobre la mejilla de James. Momentáneamente triunfante y divertida por su pequeña y sencilla intervención, la supervisora se giró hacia Bryan y palmoteo la mejilla de aquel ser desprotegido con una rudeza inusitada.
Bryan gruñó desde la inconsciencia y retiró la cabeza del borde del que le había llegado el golpe.
– ¡Pronto se despertará! -dijo al abandonar la habitación sin asegurarse de que Petra la seguía-. ¡Ya era hora! -concluyó desde el pasillo.
Petra se inclinó sobre James y le pasó la mano por el cabello con ternura. Un débil e ininteligible susurro escapó de entre sus labios. Los ojos de Petra sonrieron. Los gemidos le hicieron abrir los labios con entusiasmo.
Entonces la reclamó la supervisora.
Los segundos que siguieron fueron como la eternidad misma.
– ¡Bueno, amiguito! -Lankau sonrió al Hombre Calendario-. Ahora vamos a jugar un poco. ¡Acércate! -le espetó mientras apretaba la sábana alrededor del cuello de su víctima.
Tal como habían planeado, el nudo cubría la carótida palpitante. Sería una caída corta y eficaz. Si había que colgarlo, también habría que desnucarlo.
Los simuladores sabían lo que hacían. James seguía echado en la cama, hiperventilando, mientras el Hombre Calendario se reía como un niño en mitad de un juego. A instancias de Lankau, se llevó a Bryan al hombro. Le dio unas palmadas en las nalgas desnudas y dio saltos de alegría que el hombre de la cara ancha acompañó con risas, mientras abría de par en par la ventana que había detrás de la cama de Bryan. Los demás simuladores se limitaron a contemplar el espectáculo como si no tuvieran nada que ver con lo que estaba ocurriendo.
Las palmadas, los gruñidos y el ritmo violento del Hombre Calendario despertaron a Bryan, que abrió los ojos de golpe. Confundido por la postura en la que se encontraba y por la superficie fría, dura y angulosa del alféizar, alzó la cabeza gritando como un condenado.
– Pero agárrale los brazos, por Dios -profirió Kröner inmediatamente y saltó de la cama.
Kröner le propinó un fuerte golpe en el hombro a Bryan. De pronto, el Hombre Calendario se detuvo y soltó a su presa, aturdido por el repentino y grave giro que había tomado el juego. Mientras se retorcía y gimoteaba, les iba dando golpes desganados a Lankau y a Kröner con el dorso de la mano. Estaban uno a cada lado de Bryan, intentando sostenerlo. La figura desesperada tenía ya una pierna fuera de la ventana y con la otra se agarraba como podía al alféizar.
El Cartero no se movió de la cama, pero, en cambio, el flaco se incorporó de un salto y, lleno de odio y de ira, se lanzó contra el abdomen de Bryan. El efecto que produjo aquella reacción fue inesperado. Bryan soltó un rugido y su cuerpo se precipitó hacia adelante con tal ímpetu que el chasquido que se produjo al golpear la frente contra la cabeza del flaco sonó como un martillazo. Dieter Schmidt cayó al suelo sin mediar palabra.
– ¡Alto! -gritó el Cartero.
Con aquella escueta orden envió a los simuladores a sus camas. Había oído los pasos apresurados que se acercaban por el pasillo antes que los demás.
Los dos camilleros se detuvieron en seco al encontrar a Bryan tendido en el suelo. Su rostro irradiaba locura y los jadeos eran entrecortados debido a la sábana que atenazaba su cuello.
– ¡Está totalmente ido! ¡Sujétalo! -dijo uno de los camilleros mientras cerraba la ventana-. ¡Mientras tanto yo iré a por la camisa de fuerza!
Sin embargo, no tuvo tiempo; las sirenas se habían puesto en marcha.
La evacuación a los sótanos tuvo lugar a toda prisa e hizo cambiar de idea a los dos camilleros. A medida que pasaron los días, Bryan fue convenciéndose de que se habían olvidado de dar parte de aquel incidente y dio gracias a su Dios de que no hubieran tenido tiempo de ponerle la camisa de fuerza. De haber sido así, habría sido una presa fácil para los simuladores.
El bombardeo de Friburgo no había causado daños en la zona.
Habían empezado a construir unos barracones menores en la plaza de actos, destinados, aparentemente, a aliviar la saturación que sufrían las secciones. Con ello, la fuga por aquella vía había quedado descartada. Además, todas las alambradas habían sido proveídas de aisladores de porcelana y de señales de advertencia. Sin embargo, dejando de lado esta circunstancia y los semblantes compungidos del personal, todo seguía su curso habitual, para todos menos para Bryan.
Durante las siguientes cuarenta y ocho horas no durmió. A pesar de la experiencia traumática y las complicaciones de la última sesión de electrochoque, se sentía fuerte y decidido. Aunque los simuladores lo mantenían bajo una férrea vigilancia y se dirigían a él de forma virulenta y amenazante, Bryan no sentía, en medio de aquella situación desesperada, ni miedo ni impotencia.
El hombre de los ojos inyectados en sangre le sonreía amablemente y pasaba las horas echado de lado en la cama vecina, contemplándolo alegremente con muestras de franca curiosidad. Cuando Bryan intentaba evocar el episodio, tenía la sensación de que aquel hombre le había salvado la vida. El eco de su voz seguía retumbando en su cabeza.
Era, pues, la segunda vez que el hombre de los ojos inyectados en sangre había acudido en su ayuda. Durante la visita médica, tomó nota de su nombre: Peter Stich. Bryan le devolvió la sonrisa, como si entre ellos se hubiera cerrado una alianza reconfortante y prometedora.
La pequeña Petra entraba en la sala una y otra vez para echarle un vistazo a James. Bryan sólo conseguía atrapar la mirada de su amigo en contadas ocasiones, pero tenía el presentimiento de que las cosas le iban mal. Y, sin embargo, Petra parecía estar enormemente satisfecha.
Durante la siguiente visita médica, el equipo médico había pasado un buen rato discutiendo a los pies de la cama de James. Posteriormente, lo habían llamado en varias ocasiones a la consulta, al fondo del pasillo, para examinarlo a fondo.
Contra su costumbre, aquella misma noche, el médico mayor había apretado la mano de James jovialmente. Mientras tanto, Petra había aguardado sonriente a su lado, con los brazos cruzados y dando unos saltitos retozones apenas disimulados. Le hablaban con toda normalidad, pero James no les contestaba aunque sí los miraba fijamente a los ojos, como si entendiera todo lo que le estaban diciendo.
Bryan se alegró por el curso que estaban tomando las cosas. La confianza en que pronto podría incluir a James en los planes de fuga empezaba a crecer.
Durante la noche siguiente, los simuladores discutieron entre sí de forma controlada y vigilante. Incluso el hombre de los ojos inyectados en sangre había dado a conocer su parecer, comentando desapasionadamente la charla de los demás mientras mantenía la mirada clavada en el techo. Bryan lo interpretó como si estuviera mofándose de los demás, atribuyendo a su demencia y a su brutalidad el que los demás lo dejaran tranquilo. Cada vez que Bryan lo había mirado, le había parecido que James irradiaba desagrado.
Bryan no le dio mayor importancia.
Una de las enfermeras nuevas encendió la luz e hizo una reverencia ante los ocupantes de la habitación, que se apresuraron a dar fin al cuchicheo. Luego abrió la puerta giratoria y la sostuvo para dejar pasar a un oficial hasta entonces desconocido que, a su vez, iba acompañado por un Thieringer que sonreía ampliamente. El joven oficial dijo unas palabras dirigidas a la habitación y luego le dio la mano, tanto a la enfermera como al médico. Dio un taconazo y profirió un respetuoso «heil» y volvió a abandonar la estancia.
Los simuladores parecían afectados por el incidente y siguieron cuchicheando en la oscuridad hasta que el sonido silbante de sus voces, sorprendentemente cercanas, acabó por adormecer a Bryan.
El joven oficial había llegado al hospital al mismo tiempo que él. Así pues, se había recuperado lo suficiente para que lo devolvieran al teatro de la guerra, más vivo que muerto, más sano que enfermo. Un buen ejemplo para todos.
Los pensamientos se fueron fundiendo unos con otros, de la misma manera en que las voces fueron desapareciendo. Todos los cabos que lo mantenían con vida habían sido cortados. La cuerda sobre la cama de Bryan que estaba conectada a la campanilla había desaparecido. James no tenía. El joven oficial volvió a proferir un último «heil» en los límites del sueño.
Y entonces Bryan se durmió.
Todos los sonidos metálicos transportan su propio mensaje. Cuando es una ala de un bombardero B-17 que se desgarra suena distinto de cuando lo hace el fuselaje. Un martillo pesado que golpea un clavo pequeño suena distinto de un martillo pequeño golpeando un clavo grande. El sonido se propaga totalmente en sus elementos metálicos, dando cuenta de su viaje a través del aire. Sin embargo, aquel sonido era difícil de descifrar, metálico y sonoro, pero nuevo. Los párpados de Bryan eran tan pesados que tuvo que conformarse con dejar la pregunta sin contestar un rato más. Un resplandor blanquecino le dijo que volvía a ser de día y que había sobrevivido a la noche. La estancia parecía otra.
A medida que aquel sonido perturbador y agudo adquiría carácter, fue apareciendo la imagen de un aparato del futuro, bombeante y crepitante. Como uno de aquellos inventos de H. G. Wells, o como una diabólica máquina cósmica de aquellas que, con la curiosidad innata de la infancia, había podido contemplar en el carro de un circo o en las plazas de mercado a cambio de un mísero penique.
Bryan abrió los ojos. La estancia le era desconocida.
Pegada a la suya había otra cama. Eran las dos únicas camas en toda la habitación. En el borde de la otra cama colgaba un matraz transparente unido a un tubo. Unas pequeñas gotas de color amarillento se deslizaban constantemente por su interior. La botella estaba un cuarto de llena. Debajo de la manta respiraba una persona entrecortadamente. No conocía aquel rostro que estaba medio cubierto por una mascarilla.
Al otro lado de la cama vecina se hallaba la botella de oxígeno que estaba conectada a la mascarilla. Sobre un estante pintado de verde que había encima de la cama, una especie de ventilador despedía unos soplos rítmicos de aire tibio y húmedo. El aspa estaba torcida; era precisamente la que emitía aquel sonido metálico desconocido.
La estancia parecía estar apartada de la realidad del resto del hospital, sin hedores, escenas de locura y sin la habitual falta clínica de decoración.
Bryan echó un vistazo a su alrededor. Estaban solos en la habitación. Había una alfombra en el suelo. Las paredes estaban revestidas de cuadros; grabados con motivos religiosos, fotografías enmarcadas de gran contraste retratando a afectados mozos y mozas del Tercer Reich en posturas fantasiosas y engreídas.
El traslado nocturno era un misterio para Bryan. Probablemente le habían adjudicado la cama que había quedado libre tras la marcha del joven oficial. ¿Pero por qué a él? ¿Acaso habían sospechado algo y lo habían separado de sus torturadores? ¿O es que pretendían tenerlo en observación?
La habitación se encontraba enfrente de la que había abandonado. El personal médico le era de sobras conocido.
El rostro de la hermana Petra no desveló nada que pudiera inquietarlo. Estaba alegre y servicial como de costumbre y no dejaba de sonreír y de acariciarle la mejilla mientras parloteaba en un tono cordial y reverente que parecía dar a entender que el proceso de recuperación iba viento en popa. Bryan tomó una decisión. La enfermera sería testigo de sus progresos. Eso le concedería mayor movilidad.
Sin embargo, esa mejoría no debería ser demasiado precipitada.
Durante una de sus visitas al baño se abrió ante sus ojos un nuevo mundo. El pasillo, que también conectaba con la habitación que ocupaba James, tenía tres metros de ancho. La distancia entre las puertas no era muy grande y parecía indicar que las habitaciones sólo podían albergar un número reducido de camas. A su lado del pasillo, la habitación que ocupaban era la que se encontraba más cerca del frontis del ala. Al otro lado había una habitación más pequeña y, luego, otra habitación de dos camas. Más abajo, se hallaban el consultorio, los lavabos y las duchas. Y hasta ahí se extendía su nuevo mundo. Nunca había llegado hasta el final del pasillo. Al otro lado había otra habitación del tamaño de la de James.
Por lo visto, en su antigua habitación estaba teniendo lugar un reparto de papeles. Kröner había vuelto a ocupar el puesto de ayudante solícito, algo que a nadie parecía molestarle. Gracias a ello podía moverse libremente entre las habitaciones, como si lo hubieran contratado para ello.
Bryan habría preferido que hubiera sido otro.
Petra Wagner era pariente lejana del gaukiter Wagner de Badén, un hecho que nunca se había visto obligada a desvelar, gracias al apellido tan común que tenía.
Desde que había sido destinada al lugar, había aprendido a apreciar sus alrededores y la Selva Negra. En la clínica había encontrado su puesto, a pesar de que el tono áspero y autoritario le seguía pareciendo extraño. Las pocas amigas que su duro trabajo le permitía tener se encontraban todas en e) hospital y los momentos plácidos en el bloque del personal, que solían transcurrir entre labores y charlas entre amigas, le resultaban tan hogareños que apenas se daba cuenta de la guerra que los tenía sitiados.
Al contrario de Petra, casi todas sus amigas sufrían por algún novio que estaba en la guerra, por algún ser querido muerto, desaparecido o herido. Convivían con el odio y con el consiguiente miedo. Pero aunque Petra no soportaba el dolor sobre sus espaldas, su vida no estaba vacía; simplemente, era distinta.
En el hospital tenían lugar muchos abusos que no eran del agrado de Petra: experimentos con medicamentos nuevos, decisiones precipitadas, extraños diagnósticos y evidentes tratos preferenciales… Un hospital militar sólo sabía de un orden y ése era el que estipulaban la jerarquía y el código militares. Y por mucho que le pesara, al igual que los esporádicos ajusticiamientos piadosos, las ejecuciones de desertores y simuladores estaban a la orden del día y formaban parte indisoluble de aquel orden. Una realidad con la que, hasta entonces, había evitado enfrentarse, incluso a pesar de que, en un momento dado, se había visto obligada a cuidar a uno de aquellos desgraciados que habían sufrido sus consecuencias.
A Petra aún seguía sorprendiéndole que el paciente al que habían llamado el hermano siamés hubiera conseguido simular durante tanto tiempo. Jamás había sospechado de aquel hombre, que se había pasado los días vagando por la sala como un monito cogido de la mano de su hermano siamés. Desde entonces, aquel desenmascaramiento y el episodio de las pastillas le habían hecho modificar la visión que tenía de la situación.
La sección era para pacientes con afecciones mentales y la gran mayoría estaban gravemente enfermos y, probablemente, nunca se recuperarían. Las angustiosas sesiones de electrochoque parecían administrarse al azar y eran, al menos, cuestionables. Los pocos pacientes a los que se les había dado el alta desde su llegada al hospital se enfrentaban a un futuro incierto, debilitados y de reacciones retardadas, inmaduros desde un punto de vista terapéutico. Demasiado vulnerables para recibir el alta. El médico mayor era de su misma opinión, Petra lo sabía, pero había que respetar que otros estuvieran más necesitados de aquellas camas.
Y pronto le darían el alta a más de uno en su sección.
Algunos de los pacientes no reaccionaban cuando se dirigían a ellos, estaban lingüísticamente bloqueados, como por ejemplo, Werner Fricke, que se había encerrado en sí mismo y no era capaz de abarcar nada, fuera de las fechas que iba anotando en unas hojas de papel. Ni siquiera el ilustre Amo von der Leyen parecía entender lo que le decían, mientras que Gerhart Peuckert lo captaba todo, estaba segura, aunque todavía no había logrado comunicarse con él.
Muchos de los síntomas que presentaba Gerhart Peuckert no podían explicarse por el shock que había sufrido durante un bombardeo que seguía arrasando en su mente. Un buen número de sus reacciones recordaba a las dolencias con las que había sido confrontada anteriormente en la sección de cuidados médicos. Comparado con los demás, parecía absurdamente debilitado y falto de fuerzas y presentaba ciertas reacciones irracionales que recordaban a un shock alérgico. Los médicos rechazaban esa posibilidad, lo que la llevaba a angustiarse aún más y la hacía sentirse impotente.
Era el hombre más guapo que había visto jamás. No podía creer que fuera el demonio que describía su expediente; o habían exagerado, o sus documentos habían sido cambiados erróneamente por los de otro. Hasta allí alcanzaban sus conocimientos sobre el ser humano.
Sin embargo, no llegaba a comprender lo que había llevado a Gerhart Peuckert a infligirse lesiones tan graves. Las marcas de los múltiples golpes y la enorme pérdida de sangre que había sufrido despertaron sus sospechas. Los designios del autocastigo eran, no obstante, irrefutables. El miedo estaba profundamente arraigado y proporcionaba alimento al alma cuando uno menos lo esperaba. Petra lo había visto muchas veces antes. Podía resultar incomprensible que alguien se mordiera la lengua hasta casi partírsela como había hecho Arno von der Leyen. Y, sin embargo, ocurría. Entonces, ¿porqué no Gerhart Peuckert? Al menos era un consuelo que hubiera mejorado últimamente, aunque seguía estando muy débil.
Cuando, con sus primeros intentos de formular palabras, había reaccionado al cariño que ella le había dispensado, Petra había decidido intentar eliminar el miedo que agarrotaba a Gerhart Peuckert, con el solo fin de que no corriera la misma suerte que tantos otros habían tenido que soportar.
Si de ella dependía, Gerhart Peuckert seguiría en el lazareto hasta que hubiera terminado la guerra. Munich, Karlsruhe, Mannheim y docenas de ciudades alemanas estaban siendo bombardeadas intensamente. Nancy estaba ocupada. Incluso Friburgo había sido atacada. Los norteamericanos avanzaban, los aliados se habían reunido en territorio alemán. Y cuando todo hubiera terminado, deseaba que Gerhart Peuckert siguiera con vida.
Tanto por ella como por él.
«Nuevas directrices de Berlín. El cuartel general de la asistencia sanitaria de la Wehrmacht ha llegado finalmente a una conclusión con respecto a la conferencia celebrada en el mes de agosto. -Las mangas de la bata de Manfried Thieringer se doblaron y dejaron al descubierto sus delgadas muñecas-. Se exigirá la máxima atención ante posibles casos de simulación. El lazareto de Ensen ya ha tomado medidas al dar de alta a todos los casos discutibles, destinándolos inmediatamente al frente.» El médico paseó la mirada por la pequeña estancia. Él había decidido personalmente desalojar la antigua sala de conferencias y convertirla en una sala hospitalaria cuando la presión sobre las secciones se hizo insostenible. La construcción de nuevos barracones no bastaba para satisfacer las necesidades. Las luchas en el frente oriental y, recientemente, la batalla de Aquisgrán les había dado demasiado trabajo. Hasta entonces no les habían brindado la oportunidad de volver a la situación normal.
Las directrices de Berlín les proporcionarían más espacio.
Los ojos del doctor Holst se empequeñecieron detrás de los gruesos cristales de sus gafas.
– El lazareto de Ensen apenas trata a pacientes que no padezcan neurosis provocadas por la guerra. ¿Oué tiene eso que ver con nosotros?
– Tiene que ver, doctor Holst, que si no hacemos lo que han hecho ellos, nuestros resultados parecerán demasiado pobres. Y entonces nos exigirán que les demos la última inyección a los restantes, o que les aumentemos la dosis de sus queridos clorales, trionales y veronales, doctor Holst. Y luego, siempre podemos ofrecernos para servir en el frente, ¿no le parece? -El doctor Thieringer miró fijamente a su adjunto-. ¿Es consciente de lo privilegiados que somos, doctor Holst? De no haber sido porque la esposa de Goebbels apeló a su marido para que exigiera que los lazaretos, en general, dispensaran un trato más favorable a sus pacientes, nuestra labor primordial ahora mismo consistiría en liquidar a dementes. Más ajusticiamientos piadosos, ¿no es así? Causa de la muerte: gripe. ¿Se lo imagina? Al menos ahora sólo son los pocos chillones que acaban en el sótano los que nos dan problemas.
El doctor Thieringer sacudió la cabeza y prosiguió:
– No, señor mío, haremos lo que esperan de nosotros. Empezaremos a dar de alta a algunos de nuestros pacientes. En caso contrario, se habrán terminado los experimentos en la Casa del Alfabeto, doctor Holst. Se acabaron sus problemáticos experimentos con preparados de cloro y todo ese tipo de remedios. Se acabó el evaluar los efectos de los diferentes tipos de tratamiento de choque. Adiós a la vida relativamente placentera que vivimos aquí. -El doctor Holst bajó la mirada-. Nada, ¡que estuvimos de suerte cuando la esposa de Goebbels logró que su marido diera protección a nuestros soldados de élite! Nos concedió material para nuestro trabajo, ¿no es así? ¡Para que pudiéramos contribuir a mantener la confianza que el pueblo alemán ha depositado en la infalibilidad del bravo cuerpo de las SS!
Manfried Thieringer miró a Petra y a las demás enfermeras de la sección. Hasta entonces no se había dignado siquiera dispensarles una mirada. Sin embargo, aquella mirada los instaba a que desoyeran los últimos comentarios que había hecho. Agarró un montón de expedientes.
– Lo que significa que vamos a tener que reducir las dosis en la sección IX. A partir de hoy mismo, cesarán todas las terapias de insulina. A Wilfried Kröner y a Dieter Schmidt se los apartará de la quimiopsicoterapia antes del mes de diciembre. Creo que a Werner Fricke pronto tendremos que darlo por perdido. Mucho me temo que no podemos esperar demasiada sensatez por su parte. Es de una familia acaudalada, ¿verdad? -Nadie contestó. El médico mayor siguió hojeando los expedientes-. A Gerhart Peuckert lo mantendremos en observación durante un poco más de tiempo, pero parece que se está recuperando.
Petra retorció las manos.
– Y luego tenemos a Amo von der Leyen, por supuesto -prosiguió-. Nos han llegado noticias de que pronto, alrededor de Navidad, recibirá una visita importante de Berlín. Tendremos que concentrar todas nuestras fuerzas en su recuperación. He oído decir que ha intentado suicidarse. ¿Hay alguien que pueda corroborarlo?
Las enfermeras se miraron y sacudieron la cabeza.
– De todos modos, no podemos permitirnos correr riesgos. Me han concedido dos pacientes que están a punto de recibir el alta de la sección somática para tratamiento ulterior en esta sección. Podrán montar guardia para garantizar que no vuelva a ocurrir. Podremos retenerlos durante tres meses. Supongo que será suficiente, ¿verdad?
– ¿Montarán guardia las veinticuatro horas del día?
Como era su costumbre, la supervisora de las enfermeras se aseguró de que a su plantilla no le fueran impuestas más guardias.
Thieringer sacudió la cabeza.
– ¡Devers y Leyen duermen por la noche! ¡De eso tendrá que encargarse usted!
– ¿Y qué pasará con el compañero de habitación de Amo von der Leyen? -comentó el doctor Holst, inseguro.
– Es poco probable que el Gruppenführer Devers se recupere. El gas ha dañado demasiado sus pulmones y su cerebro. Haremos todo lo que podamos, pero se le seguirá administrando la dosis completa. ¡Tiene amigos muy influyentes! ¿Entendido?
– ¿Pero realmente es el más adecuado? Quiero decir, para compartir habitación con Amo von der Leyen. Quiero decir… -El doctor Holst apenas sabía cómo plantearlo y reculó en el asiento al encontrarse con la mirada desagradable que le dispensó Thieringer-, AI fin y al cabo, está totalmente ido.
– ¡Pues sí, estoy convencido! Por lo demás, les recomiendo encarecidamente que procuren que ni Horst Lankau ni cualquier otro paciente de la habitación número tres entren en la habitación de Amo von der Leyen y del Gruppenführer Devers.
– ¡Wilfried Kröner nos echa una mano con las tareas! ¿También lo incluye a él? -incidió la hermana Lili.
– ¿Kröner? -Manfried Thieringer sacó el labio inferior y sacudió la cabeza-. No. ¿por qué? Al fin y al cabo, parece encontrarse en plena recuperación. En cambio, no me parece que el comportamiento del Standartenführer Lankau esté evolucionando satisfactoriamente. Parece inestable. Hasta que le demos el alta definitiva, deberemos procurar que se mantenga en calma y deje de importunar a los demás pacientes.
Puesto que ya habían tratado la situación de Gerhart Peuckert, sólo había una pregunta que Petra deseaba que le contestaran:
– ¿Cómo debemos comportarnos con la visita del Gruppenführer Devers, Herr Thieringer? ¿Podemos permitirnos el lujo de ofrecerle comida cuando viene tan a menudo?
– ¿Cuan a menudo viene?
– Varias veces a la semana. ¡Prácticamente todos los días, creo!
– Se le puede ofrecer comida, sí. ¡Pregúntele usted misma! Puede suponer una distracción para Amo von der Leyen.
Miró serenamente a su adjunto y añadió:
– Sí, eso sería estupendo. Yo mismo hablaré con ella en cuanto la vea.
Petra había envidiado a la esposa del Gruppenführer Devers desde el primer momento. No por su fisonomía ni tampoco porque, aparentemente, su vida no le exigía gran cosa, sino sólo por su ropa. Cuando pasaba por delante de la sala de guardia, toda estirada y orgullosa, solía saludarla con un gesto de la cabeza. La hermana Petra sólo tema ojos para sus medias y su traje. Todo «seda de Bamberg», les había comentado a sus compañeras de habitación. Ninguna de ellas había llevado unas medias así en toda su vida.
Petra había aprovechado la ocasión para tocar a Gisela Devers furtivamente mientras estaba sentada en la cama de su esposo leyendo; la tela era extraordinariamente lisa, diríase que casi fresca al tacto.
Amo von der Leyen no le quitaba ojo a la esposa del Gruppenführer Devers, de eso se había dado cuenta Petra. Para sus adentros daba gracias a Dios porque Gerhart no pudiera disfrutar de aquella vista.
Los guardias del pasillo recién instituidos eran dos muchachos paliduchos que, al igual que tantos otros, llevaban grabadas las más profundas heridas en sus miradas. Los uniformes recién planchados de Rottenführer de las SS eran nuevos y relucientes, pero las insignias estaban deslucidas y daban testimonio de batallas pasadas. La insignia de la división estaba compuesta de dos granadas de mano cruzadas. Petra las había visto antes; no le sentaban demasiado bien a nadie.
La sola presencia de Gisela Devers era capaz de hacer que aquellos dos jóvenes guardias se cuadraran y se mantuvieran alertas a su paso. Era una mujer elegante, esposa de un oficial de las SS y la única familiar cuya visita se aceptaba en aquella ala.
Sin embargo, una vez había pasado de largo, los jovencitos empezaban a cuchichear confidencialmente con los rostros siempre sonrientes. A todos los demás, incluidos los médicos, los miraban con indiferencia. Conocían su trabajo y lo llevaban a cabo con eficacia y sin rechistar. Mientras cumplieran su cometido e hicieran el papel que se les había asignado no tendrían nada que temer. Antes dieciocho horas de guardia diarias que una sola en el frente.
Petra tenía que darle la razón a Thieringer. Horst Lankau ya no era el mismo de antes. Aquel ancho y curtido rostro, rubicundo y jovial, había dejado de sonreír. Los demás pacientes parecían tenerle miedo. El médico mayor también había tenido razón al decir que lo habían encontrado en la habitación de Devers y del héroe de la sección, Amo von der Leyen, sin motivo aparente.
Cuando finalmente le prohibieron abandonar su habitación, su ira se había desbocado. Las protestas se habían tornado sorprendentemente concretas y ricas en insultos cuando lograron administrarle un sedante.
Desde entonces había recuperado algo de su antiguo don de gentes.
Habían ocurrido muchas cosas últimamente. Wilfried Kröner mejoraba a pasos agigantados y se movía con toda libertad por la Casa del Alfabeto. Para gran regocijo de todos, llevaba la ropa sucia al sótano y empujaba el carrito de la cantina por todas las plantas. Aparte de los espasmos crónicos que sufría y que sobre todo se traducían en incontinencia urinaria y esporádicas convulsiones que le ocasionaban ciertas disfunciones a la hora de expresarse verbalmente y que, de vez en cuando, le provocaban tortícolis, parecía que el tratamiento, a grandes rasgos, estaba tocando a su fin.
El extravagante Peter Stich, de sonrisa casi sardónica, había dejado de mirar fijamente el chorro de agua de la ducha pero, en cambio, había empezado a hurgarse la nariz con tanta fruición que parecía que, de esa forma, intentara eliminar las jaquecas que sin duda padecía. Cuando sufría uno de aquellos ataques, la sangre le salía a chorros. Petra lo odiaba. Lo ensuciaba todo y, además, irritaba sobremanera a los enfermeros.
Y luego estaba el chapaleo del dedo escarbando la nariz frenéticamente; le provocaba náuseas.
Los guardias habían encontrado un nuevo objeto merecedor de su atención. Habían ingresado a un Obergruppenführer que había sufrido un colapso nervioso en la habitación contigua a la de Amo von der Leyen. Aunque los camilleros que lo habían subido a la planta lo describieron con toda suerte de detalles, nadie, aparte de un par de médicos y de Manfried Thieringer, conocía la verdadera identidad del general. Petra sólo sabía que se trataba de un señor distinguido de mediana edad que parecía que chocheaba.
No permitían que nadie entrara en su habitación sin que estuviera acompañado por el médico mayor. Lo único que necesitaba era un poco de paz y tranquilidad para reponerse, decían. El escándalo sería sonado si se divulgaba que uno de los pilares del Tercer Reich estaba ingresado en aquel lazareto.
Gisela Devers había intentado, hábil pero vanamente, obtener un permiso para saludarlo. Era así como había alcanzado la posición que ostentaba actualmente, había quien insinuaba. Petra no lo tenía tan claro. Su bolso llevaba el logotipo de la casa I. G. Farben. Se rumoreaba que pertenecía a la familia de los propietarios, algo que tanto sus ropas como su matrimonio parecían corroborar; una razón plausible que explicaba que pudiera ir y venir con tanta libertad.
De pronto un día Lankau dejó de importunar a Bryan.
Fuera mandaban los guardias. No sabía por qué los habían apostado en la puerta, pero su compañero de habitación no era, desde luego, un cualquiera.
Los dos soldados de las SS eran, si cabe, más jóvenes que él y sus ojos más fríos que los de un cadáver.
Solían dejar la puerta abierta de par en par dos o tres veces al día, para que se aireara el pasillo. En aquellas ocasiones, el hombre del rostro picado de viruela acostumbraba pasar por delante de la puerta murmurando frases ininteligibles.
La dulzura que intentaba transmitir no engañaba a Bryan; bajo aquella fachada afable asomaba una gravedad alarmante y embrutecida.
La combinación era aterradora.
Cuando entraba en la habitación, siempre empezaba por ajustar la almohada del vecino y luego le acariciaba la mejilla. Entonces solía volverse hacia Bryan con una expresión feroz y se llevaba un dedo a la garganta trazando una línea que quería significar que le cortaría el cuello en cuanto se le presentara la ocasión. Volvía a darle una palmada cariñosa al paciente inconsciente y seguía la ronda con una sonrisa bonachona en los labios.
También el flaco solía detenerse para contemplarlo con una mirada férrea cuando la puerta estaba abierta. Los guardias no le permitían hacer nada más.
Despreciaban sus formas.
De noche, Bryan estaba solo. Tan sólo hacía falta un solitario jadeo de su vecino inconsciente para que se incorporara en la cama de un sobresalto.
Solían dejarle las pastillas sobre la mesita de noche para que se las tomara él mismo.
Al caer la noche cerraban la puerta con llave y Bryan ya no podía abandonar la habitación para ir al baño hasta la mañana siguiente. La habitación no tenía lavabo. Tras unos cuantos intentos de disolver las pastillas en la orina del orinal habla abandonado aquel método para deshacerse de ellas. Por tanto, siempre esperaba a que la sección estuviera totalmente en calma y no se oyera ni el más mínimo ruido. Entonces, y sólo entonces, se dirigía a la cama de su vecino, le retiraba la mascarilla y le metía las pastillas trituradas en la boca. Solía toser un poco cuando Bryan le acercaba el vaso de agua a los labios, aunque la verdad es que, un rato después, siempre acababa por tragárselas.
Las enfermeras también le administraban medicamentos. Bryan no sabía si la mezcla tenía como objetivo que siguiera durmiendo o que despertara de una vez por todas, pero lo que sí le preocupaba era si la combinación resultaría tener consecuencias fatales. Sin embargo, no pasó nada. Simplemente, su respiración se volvió más calmosa, más fluida.
Si los simuladores seguían teniendo la intención de acabar con su vida, tendrían que actuar de noche. Por tanto, las noches de Bryan debían convertirse en días y tos días en noches para que pudiera mantenerse alerta por si aparecían.
Les plantaría cara. Si gritaba con todas sus fuerzas, la sala de guardia estaba lo suficientemente cerca para que alguien acudiera a tiempo en su ayuda.
Gritaría hasta despertar a los muertos, incluso a su vecino.
Y entonces fue cuando apareció Gisela Devers e interrumpió su descanso; una interrupción peligrosa pero a la vez embriagadora.
Su presencia le traía recuerdos de las fiestas que la familia había celebrado en la casa de Dover, cuando declinaba el período estival y la burguesía estaba a punto de dispersarse a los cuatro vientos hacia sus domicilios de invierno. Allí había sido donde Bryan había aprendido a embriagarse de los olores de las mujeres.
La Señora Devers tenía un par de años más que él. Su porte era majestuoso y sus ropas elegantes y ajustadas al cuerpo. La primera vez que Bryan la había visto, había dejado los ojos entreabiertos.
Aquel perfil gracioso y aquel cabello suave que despuntaba por la nuca debajo del recogido lo tenían atrapado. Bryan respiraba silenciosamente, husmeaba su perfume mientras el deseo iba creciendo en su interior. El aroma era suave y etéreo, como una brazada de frutas frescas.
Ella se había sentado ligeramente ladeada, la falda seguía las curvas de sus muslos.
Nadie hacía caso de Bryan. No esperaban que reencontrara su nivel de actividad habitual hasta pasados cuatro días. De esta forma, podía contemplar tranquilamente a Gisela Devers desde la cama, envuelto en una agradable nube de somnolencia, en el límite entre el sueño y la conciencia.
De pronto, la noche del tercer día, el cuerpo de Gisela había empezado a temblar, como si estuviera a punto de romper a llorar. Se inclinó sobre la cama de su marido y dejó que la cabeza colgara sobre el libro que tenía en el regazo. Era una visión desconsoladora. Bryan la comprendía.
Y entonces los temblores se concentraron en un segundo de silencio para, acto seguido, derivar en una risa ahogada y extraña que lentamente se fue propagando por todo su cuerpo. Cuando de pronto irrumpió en una risa desenfrenada, Bryan no supo contenerse y la acompañó con su risa.
Gisela Devers se dio la vuelta inmediatamente. Había olvidado por completo la presencia de Bryan y nunca lo había mirado directamente. Sus ojos brillaban, embriagados por la risa.
Y aquel brillo la dejó paralizada.
En los días que siguieron, Gisela Devers se fue acercando cada vez más a la cama de Bryan. Por lo visto, el silencio y la distancia que Bryan mantenía la habían cautivado. Bryan no había oído nunca hablar tanto alemán. Gisela era ceremoniosa, rigurosa en la elección de las palabras y hablaba lentamente, como si supiera que se requería algo especial para romper las barreras de Bryan.
Y lo consiguió. Poco a poco, la repetición les fue infundiendo significado a las palabras. Finalmente Bryan empezó a dar muestras de que la entendía. A ella le divertía, y cuando él asentía apasionadamente con un gesto de la cabeza, ella solía cogerle la mano y le daba una palmadita. Más tarde empezaría a acariciarla cariñosamente.
Gisela Devers era encantadora.
El flaco ya había traspasado el límite de la paciencia de los guardias. En una de sus eternas rondas, durante las que solía fisgonear por toda la sección, había ignorado por enésima vez sus advertencias. En el vano de la puerta de la habitación de Bryan, uno de los guardias lo agarró por detrás sin previo aviso, mientras que el otro le metía los dedos en lo más profundo de la garganta. Unos sonidos guturales acompañaron los vómitos que le obligaron a limpiar con las mangas del camisón después de propinarle una patada que lo envió de cabeza a aquel mejunje. Durante la inspección de la tarde, Bryan pudo escuchar cómodamente cómo la supervisora lo regañaba por la cochinada que había dejado en el suelo.
Gisela se sorprendió al oír que los guardias se reían.
La joven señora Devers no se daba cuenta de la mayoría de las cosas que pasaban en aquella sección. Por lo que Bryan alcanzaba a comprender, ella suplía ese desconocimiento hablando de sí misma con entusiasmo. Aunque nunca dudó, ni por un instante, de que ella lo denunciaría si conociera la verdad, la deseaba con todas sus fuerzas. Sentía la misma pasión por ella que ella sentía por Amo von der Leven.
A pesar de aquel engaño, resultaba delicioso cuando ella deslizaba su mano por debajo del edredón y le susurraba palabras dulcemente extrañas al oído.
Un día, cuando Bryan menos esperaba que ella fuera a hacer realidad sus insinuaciones, la hermana Petra había aparecido en el umbral de la puerta y se había quedado allí hablando un buen rato, echando miradas furtivas al traje negro de Gisela Devers.
La señora Devers apenas se había inmutado, y se había limitado a saludar a Petra secamente con un gesto de la cabeza, sin preocuparse siquiera por participar en la conversación, ni por mostrar el más mínimo interés por las palabras de la enfermera.
En el momento en que una llamada desde la sala de guardia arrancó a Petra de la puerta, Gisela Devers giró la cabeza y miró a Bryan a los ojos. Sus labios se separaron. Dejó caer al suelo el libro que tenía en el regazo y cerró la puerta cuidadosamente. Se quedó un rato apoyada en el vano mirándolo fijamente. Entonces adelantó la rodilla y empezó a suspirar profundamente. Aquellos suspiros se hicieron audibles.
El escalofrío liberó el cuerpo de Bryan de la tensión que había acumulado, dejándolo ardiente y traspuesto. Entonces Gisela dio un paso adelante y se le acercó tanto que los pliegues de su traje que moldeaban la curva de sus muslos ocuparon el campo visual entero de Bryan. Gisela se inclinó hacia adelante y subió la rodilla hasta el borde de la cama. Bryan la tomó en sus brazos cuando ella le rodeó el cuello. Todas las capas de ropa eran lisas, flexibles y frescas. Su piel estaba húmeda.
Aquellos abrazos se repitieron muchas veces, aunque por poco tiempo. Los ritmos que regían la sección cambiaban constantemente. Resultaba difícil encontrar un momento de tranquilidad en medio de todo aquel ajetreo. Ambos tenían razones más que sobradas para mostrarse cautelosos.
Al final eran capaces de contentarse dejando pasar las horas con la mirada fija en el otro. Sólo en contadas ocasiones sus cuerpos se rindieron al deseo. La voz de Gisela emanaba amor. Todas las demás mujeres dejaron de existir para Bryan, se tornaron borrosas.
Uno de aquellos días, su gorjeo se especió con un nuevo matiz; un matiz concreto y directo.
La alarma se disparó en el interior de Bryan. En un primer momento, había entendido que el Gruppenführer Devers pronto recibiría nuevas visitas.
Más tarde se dio cuenta de que Gisela le estaba hablando de él, de Amo von der Leyen; que lo admiraba y que estaba segura de que volvería a casa antes de Navidad; que pronto recibiría una visita importante de Berlín. Que lo echaría en falta.
Miró hacia su marido con desprecio.
Eran noticias aterradoras, si es que lo había comprendido todo correctamente.
Después del traslado, a Bryan empezó a costarle mantenerse al corriente de los días que iban transcurriendo y llegó a odiarse a sí mismo por aquella negligencia. Al oír el retumbo de la última gran ofensiva contra Karlsruhe, Bryan había calculado que era el 5 de noviembre, dos días antes de su cumpleaños. Desde entonces debían de haber pasado unos quince días, más o menos.
Ya no pasaban desapercibidas las batallas al otro lado del Rin, aunque no podía saber de qué lado estaba la fortuna. Lo que, en cambio, había quedado bien a las claras era que los pacientes del lazareto podían ser trasladados en cualquier momento, si el avance de los aliados llegaba a suponer una amenaza para la región.
Esta vez lo conseguiría.
Todas las noches, mientras hacía su guardia, que debía resguardarlo de los ataques de los simuladores, le daba vueltas a los planes de fuga y pensaba en James.
Había que meditar sobre varios inconvenientes: la ropa y el calzado; la manera de superar todas aquellas miradas despiertas y de escapar de aquel edificio; las patrullas de perros y la nueva alambrada eléctrica; la pared rocosa en medio de la oscuridad; el tránsito de los caminos del valle, ahora que habían extremado la vigilancia al máximo; el frío de la tierra mojada, y los arroyos y riachuelos; la amplia y llana región que se extendía hacia el Rin de, por lo menos, seis millas; la duda de si todavía estaban en época de vendimia, a pesar de lo avanzado del año.
Y luego estaban las aldeas y los pueblos allá abajo, y todas las sorprendentes coincidencias y extraños quehaceres de las pequeñas sociedades del valle. Había que superar todo aquello.
Bryan sabía que ya no podría dirigirse hacia el sur. La concentración de tropas cerca de la frontera suiza probablemente fuera la más densa del mundo. Tendría que optar por escapar en dirección oeste, tomando el camino más corto, en un intento de cruzar las vías del tren que atravesaban el valle del Rin, a lo largo del margen montañoso. Luego intentaría llegar hasta el río.
Teniendo en cuenta la escalada bélica que se había vivido durante las últimas semanas, las tropas aliadas debían de encontrarse justo al otro lado del Rin. Pero ¿cómo conseguiría llegar tan lejos?
Aquel grandioso río, que Bryan había utilizado tantas veces como referencia en los vuelos de reconocimiento, probablemente era el río más vigilado del mundo. El pobre desgraciado que fuera atrapado allí no tendría que devanarse los sesos pensando en el destino que le aguardaba. Cualquier civil sospechoso que pillaran tan cerca de la línea del frente sería tomado por un desertor y ajusticiado en el acto.
Y cuando finalmente tuviera el Rin a sus pies, ¿cómo se suponía que lo cruzaría? ¿Qué anchura tenía realmente? ¿Y qué profundidad? ¿Y la corriente, cómo sería?
La última pregunta que se hizo tampoco lo volvió loco de alegría. ¿Y si lograba llegar al otro lado del río? ¿Acaso no abrirían fuego contra él sus propios compañeros? ¿Acaso no dispararían contra cualquier cosa que se moviera?
A fin de cuentas, no las tenía todas consigo. De niño, Bryan había aprendido de su padrastro que la gente tonta no era capaz de apreciar la importancia de calcular las probabilidades de éxito de sus vidas. Por esa razón, esa gente siempre acababa optando, una y otra vez, por los sueños, las fantasías y las ilusiones, que, a fin de cuentas, nunca llegaban a hacerse realidad, en vez de conducir sus vidas hacia unos marcos más seguros aunque, tal vez, también más banales. Así, muchas veces se quedaban paralizados, incapaces de tomar una determinación. Las probabilidades que tendían a obviar a menudo los conducían a un callejón sin salida, ofreciéndoles unas posibilidades miserables y convirtiéndolos en perdedores.
Y aun así, Bryan optó, esta vez y a pesar de la educación que había recibido, por dejar a un lado las probabilidades desfavorables de salir airoso de aquella situación y aplicar otro aspecto importante de su aprendizaje que, en cierto modo, contrarrestaba las expectativas sombrías.
Ese aspecto era, ni más ni menos, el axioma según el cual los problemas están para ser solucionados.
Naturalmente, Bryan no conocía el terreno, de la misma manera en que era innegable su desconocimiento de la lengua. Sin embargo, ésta era, por así decirlo, la terminología misma de la fuga. Y puesto que ya no podía quedarse allí por más tiempo, tendría que hacerlo lo mejor que pudiera y hacerlo pronto.
Si finalmente se daba el caso, sería determinante alcanzar el Rin antes del amanecer.
La cuestión que quedaba por determinar era si James lo seguiría.
Bryan habría dado su brazo derecho por poder dar un paseo alrededor de los edificios o por tener una mejor vista desde su ventana.
La alambrada eléctrica constituía el primer obstáculo que debería salvar. Incluso si se decidía por dirigirse hacia la pared rocosa, se encontraría con aquella alambrada. Y si finalmente conseguía superar las rocas por otra vía, se vería obligado a bordear el complejo hospitalario para alcanzar el camino en dirección oeste.
La manera más sencilla de salir sería atravesando el portal. Bryan la desechó; también sería la manera más fácil de conseguir que lo mataran.
La siguiente posibilidad de escapar era cavando un túnel. Sin embargo, todas las alas que daban a campo abierto eran barracones. Allí no conseguiría cavar sin que lo descubrieran. Y según los cálculos de Bryan, el resto de la alambrada estaba fijada en suelo rocoso.
Por tanto, debería superar la alambrada sin tocarla.
El recuerdo del frío paseo desde la plaza de actos el día del cumpleaños de Hitler y los grandes abetos que se inclinaban sobre la alambrada por el costado oriental seguía estando presente en su mente. Un solo paseo, y sabría con toda seguridad si el salto desde allí era posible.
Y luego, a fin de cuentas, también había otra manera de enterarse. Si lograba introducirse en la habitación de James, en tan sólo unos segundos podría calibrar la distancia que lo separaba de los abetos desde la ventana.
Bryan hizo un gesto resoluto con la cabeza. Tendría que hacerlo así. Al fin y al cabo, tendría que hacer partícipe a James de sus planes lo antes posible.
La sorpresa había llevado a Gisela a agarrar su bolso y salir corriendo al pasillo. En el segundo previo al beso que le había dado a Bryan, había oído el chirrido de la puerta. Kröner había aparecido sonriente en la puerta cuando ella se había escurrido indignada por su lado. Había estado al acecho, escondido para poder contemplar sus caricias. Los ojos de Bryan y Kröner se encontraron. El brusco despertar del tacto de la seda y las suaves formas del cuerpo de Gisela y el desafío de la sonrisa de aquel rostro picado de viruela hicieron que el odio y el acaloramiento se fundieran, desbocándose en su interior.
Kröner todavía se reía cuando Bryan se incorporó en la cama. El hombre del rostro picado reculó y se deslizó pasillo abajo tapándose los ojos con la mano. Los guardias se sorprendieron al ver que Bryan lo seguía. En el momento en que Kröner logró escapar de su terco perseguidor encerrándose en el retrete, perdieron el interés por ambos. Bryan no sabía realmente lo que quería hacer. Kröner seguía riéndose detrás de la puerta del váter. Porque, ¿qué podía hacer? Esperar una eternidad y luego largarle un golpe en cuanto saliera por aquella puerta.
A pesar de que las ganas de hacerlo fueron aumentando por segundos, un acto así carecería totalmente de sentido.
Los guardias empezaron a murmurar. Como de costumbre, toda la sección estaba en alerta permanente. Al lado de la puerta tras la cual Kröner parecía haberse calmado, habla otra puerta que daba golpes; era la de la sala de ducha, que estaba entreabierta, al igual que la puerta que había un par de metros más allá. Hasta entonces, Bryan no había advertido que aquella superficie de color verde claro era una puerta, sino que había creído que era la continuación de la pared que iba a dar a la puerta de cristal de la escalera de servicio.
Los guardias ni siquiera se molestaron en reaccionar cuando se acercó a ella y la abrió. Bryan comprendió instantáneamente por qué.
Era otro retrete.
Cuando llegó la hora de la ronda de la tarde con los enfermeros y el carrito de la comida, Kröner todavía seguía riéndose. Levantó las cejas jovialmente hacia Bryan y se le acercó susurrándole aquellas palabras con una gravedad satánica: «Bald, Herr Leyen! Sehrbald… sehrsehr bald!»
Bryan ya había resuelto uno de los problemas de la fuga. En el retrete recién descubierto había una ventana. Si bien el débil marco de hierro estaba atornillado a la pared de manera que no se pudiera abrir la ventana, las vistas eran prometedoras.
El retrete en sí estaba integrado en la caja de la escalera de servicio. Desde ahí, las vistas a la fachada, pasando por el baño, el retrete, el consultorio, la habitación doble, la misteriosa habitación sencilla, hasta la esquina del edificio, eran muy amplias. Una magnífica visión con canalones por cada tres o cuatro metros de fachada. Y sobre todo, el canalón delante de la habitación en la que nadie entraba, aparte del médico, resultaba interesante por sus grandes anclajes. No porque el canalón bajara hasta un pequeño cercado que albergaba unos cubos de basura y material de construcción sobrante en el basamento del edificio, sino porque hacia arriba estaba anclado en la planta superior, delante de un salidizo del tejado inclinado.
La ventana de la buhardilla estaba abierta y la luz del sol iluminaba los estantes de la estancia y la ropa blanca que allí se guardaba.
Bryan tendría que subir y no bajar.
Gisela Devers no lo visitó durante los días que siguieron.
Bryan echaba en falta su presencia, con un dolor a la vez punzante y dulce.
De pronto, después de dos noches de pesadillas y dos días de profunda soledad, volvió a aparecer y la tercera mañana tomó asiento al lado de la cama de su marido y se puso a leer, como si no hubiera pasado nada. Durante las pocas horas que transcurrieron, no abrió la boca ni se le insinuó a Bryan.
Justo antes de abandonar la habitación se sentó un rato al lado de la cama de Bryan. Le dio una palmada desapasionada en la mano y lo saludó con un gesto orgulloso de la cabeza. Con unas pocas frases le dejó claro que había oído decir que el Führer se encontraba en la zona. Acabó embriagándose con sus propias palabras y le habló de una ofensiva en las Ardenas. Parecía muy optimista y sonrió al mencionar su nombre.
Entonces le guiñó el ojo. El héroe Amo von der Leyen pronto recibiría una visita; si no del Führer en persona, al menos de alguien muy cercano a él.
La mirada reverencial que Gisela Devers le dispensó al abandonar la habitación sería el recuerdo que Bryan guardaría de ella.
«Ahora duerme, angelito mío», pensó Bryan. Herr Devers era un hombre pesado y le costó sacarlo de la cama. Había retirado la manta de la cama que estaba lista para acoger a su compañero de habitación. Luego había colocado el albornoz de Devers en la cama vacía, había acomodado el bulto cuidadosamente, para que tomara el contorno de un cuerpo tendido, lo había cubierto con la manta, se había puesto su propio albornoz y había abandonado la habitación, no sin antes asegurarse de que ningún extraño transitaba por el pasillo.
Eran casi las siete de la tarde. La cena había estado pasada y asquerosa y se la había tragado en un abrir y cerrar de ojos. Unos ejercicios de evacuación habían descolocado a todo el personal durante la mayor parte del día. En un primer momento, Bryan había creído que se trataba de una evacuación real y que iban a ser trasladados del lugar inmediatamente. Los reproches que se hizo a sí mismo habían abocado en insultos por haber dejado escapar el momento.
Sin embargo, los enfermeros le habían sonreído e incluso Vonnegut había asomado la cabeza por la puerta y se había reído. Los medicamentos de la noche habían sido distribuidos varias horas antes de lo habitual.
Había llegado la hora.
A punto estuvieron los guardias de esbozar una sonrisa al verlo detenerse en el pasillo y rascarse la nuca en un gesto abatido. De pronto, la expresión de su cara se había esclarecido y Bryan se había encogido de hombros con una mueca de indiferencia y había seguido su camino hacia la habitación de siete camas.
No lo detuvieron, sino que más bien parecieron sentirse tan aliviados como lo estaba él.
Los simuladores ya se habían acostado, a excepción de Rroner, que miró a Bryan con una expresión sarcástica en el mismo instante en que éste asomó la cabeza por la puerta.
Kröner se incorporó sobre los codos inmediatamente. James ocupaba la antigua cama de Bryan, la que estaba entre la de Kröner y la del hombre de los ojos inyectados en sangre.
De la cama del fondo asomó un rostro desconocido de entre las mantas que siguió pasivamente los movimientos de Kröner con la mirada, cuando éste atravesó la estancia. El hombre de la cara ancha gruñó cuando Kröner lo sacudió insistentemente, despertándose a la vez que James.
En la mirada que James le envió había más bien una especie de apatía que de cansancio. Era todo cuanto Bryan necesitaba saber: James no podría acompañarlo.
Entonces Bryan se escabulló entre las camas de James y de Kröner y echó un vistazo por la ventana. Los abetos de la parte sur de la pared rocosa estaban a unos seis metros del muro del edificio, pero justo delante de la ventana y, un poco más allá, la distancia era aún menor.
Las ramas eran de un color verde intenso y estaban llenas de savia, flexibles y densas. Había más que suficiente a lo que agarrarse, siempre y cuando el ángulo de caída fuera el correcto.
Desde su cama en la planta inmediatamente inferior, Bryan había dejado que los fundamentos de aquellas gigantescas sombras bailaran prometedoramente ante sus ojos. Pequeños fragmentos de una vida apacible y normal que cabeceaban plácidamente al otro lado del cristal; entes inalcanzables y cautivadores.
Y por fin tuvo una visión completa de aquellos árboles.
A sus espaldas, Lankau y Kröner se habían colocado entre las dos camas, barrándole el paso. Kröner estaba tan tranquilo y expectante como Lankau tembloroso y excitado. Bajo la sonrisa torcida del hombre del rostro picado de viruela, el pañuelo de Jill adornaba coquetamente su cuello. En el mismo instante en que Kröner se dio cuenta de que Bryan lo había visto, acarició el pañuelo con el dorso de la mano y esbozó una sonrisa diabólica. Los simuladores habían despojado a James de su último resto de dignidad. Bryan miró a James y el hombre de los ojos inyectados en sangre los contempló con interés desde la cama vecina.
James ni siquiera pestañeó cuando Bryan le sonrió taimadamente.
Entonces Bryan se levantó el camisón y enseñó su trasero desnudo. Tanto Kröner como Lankau se rieron hasta que Bryan contrajo el abdomen, lo que resultó en un largo y ofensivo pedo que fue a darles directamente en las narices. La risa de Kröner se heló al instante y el hombre dio un paso atrás. Sin embargo, el rugido de Lankau tuvo un efecto contagioso y cuando Bryan tuvo la osadía de mirarlo por encima del hombro con una expresión ingenua de duendecillo, Kröner no pudo más que estallar en risas.
Bryan posó la mirada una última vez en James. Resultaba difícil determinar si le había guiñado el ojo ligeramente. Su rostro estaba pálido. La delicadeza y el tormento que éste reflejaba obligaron a Bryan a apartar la vista. Bryan se repuso rápidamente y se acercó tanto a Kröner que sus frentes incluso llegaron a rozarse. Y entonces soltó un eructo.
El semblante de Kröner se transformó, como si lo hubiera atravesado un rayo. La leve parálisis que se produjo le brindó el tiempo y el espacio suficiente a Bryan para que su golpe alcanzara el pómulo de Kröner de lleno. El hombre del rostro picado de viruela se fue hacia atrás y aterrizó entre los brazos de Lankau. La cólera de los dos simuladores se desató inmediatamente y ambos saltaron sobre Bryan, sin hacer caso de los gritos del hombre de los ojos inyectados en sangre.
Sin embargo, Bryan había conseguido lo que había pretendido desde que entró en aquella habitación.
Apenas lo hubo agarrado Lankau, cuando soltó un grito desgarrador, como si quisiera convocar a sus antepasados para la lucha. Todos los ocupantes de la sala despertaron de golpe y fueron testigos de las tres figuras rodando por el suelo y de los guardias entrando atropelladamente por la puerta como sombras tenebrosas. Los guardias se abalanzaron inmediatamente sobre los combatientes. Tanto el hombre del rostro picado de viruela como el de la cara ancha se habían dejado llevar por la rabia. Uno de los guardias logró liberar a Bryan de las garras de los simuladores, sin que tuvieran ningún efecto los golpes que Lankau dejó caer sobre su uniforme.
Y, de pronto, todos se quedaron inmóviles. Bryan, que se había quedado sentado en el suelo con las piernas abiertas hacia los lados, empezó a sollozar. El hombre de los ojos inyectados en sangre había tirado del cordel y los gritos de los enfermeros que se acercaban por el pasillo hicieron que el flaco se dejara caer contra la almohada con un suspiro irritado de resignación.
Bryan dirigió una mirada a James cuando, entre sollozos, reculó hacia la puerta. Sin embargo, por entonces, James ya se había vuelto, abandonándose al abrazo de la manta.
Bryan cruzó el pasillo en un par de pasos ágiles. Antes de que les hubiera dado tiempo a las enfermeras a abrir la puerta giratoria del hueco de la escalera de servicio, Bryan ya había cerrado la puerta a sus espaldas y había detenido sus sollozos. Ahora se encontraba en la habitación del medio que ocupaba el paciente misterioso.
La habitación estaba a oscuras.
Bryan permaneció inmóvil hasta que se hubo acostumbrado a la penumbra. Ahora, sin duda, administrarían un sedante a Kröner y a Lankau. Era impensable que el personal sanitario abandonara la habitación de James durante los próximos cinco o diez minutos.
Desde su habitación al otro lado de la pared se oyó el sonido de la puerta al abrirse. Las voces de los guardias atravesaron la pared con nitidez. Parecían aliviados; ya habían tomado nota de que Bryan se había vuelto a acostar.
Su vecino inconsciente, Herr Devers, no se había movido. La dosis de sedantes que le había suministrado había resultado suficiente.
Desde la cama sumergida en la oscuridad fue emergiendo el contorno de un hombre que lo miraba fijamente.
Ése era, pues, el hombre al que intentaban ocultar con tanto ahínco.
La inexpresividad de su rostro preocupaba a Bryan. Su falta de reacción resultaba tan incomprensible como tantas otras cosas en aquella sección. Bryan se llevó el índice a los labios y se puso en cuclillas al lado del lecho de aquel hombre. La respiración del enfermo se había hecho pesada y el ritmo se había acelerado, como si se estuviera preparando para prorrumpir en un grito. Su respiración, febril y ardiente, se fue haciendo cada vez más profunda a medida que pasaban los segundos. El labio inferior le temblaba.
Entonces Bryan retiró la almohada de debajo de los codos del enfermo de un tirón y lo empujó contra el colchón. El hombre misterioso ni siquiera pareció sorprenderse al ver a Bryan alzar la almohada sobre su cabeza. Bryan volvió a bajar los brazos, tapó el rostro del enfermo con la almohada y apretó.
Fue como ver a su mayordomo en Dover agarrar a una paloma y exprimirle la vida lentamente. El hombre no opuso resistencia, ni siquiera pataleó. El cuerpo laxo e indefenso parecía haber sido abandonado, parecía estar tan solo.
Unos brazos delgados se alzaron ligeramente eliminando la voluntad de Bryan de acabar con aquella vida. Se apresuró a retirar la almohada y miró fijamente a aquellos ojos asustados que acababan de ver cómo cedía la muerte.
Bryan le acarició la mejilla, aliviado. Cuando le sonrió, recibió a cambio una mirada triste.
Del colgador sólo pendía el albornoz reglamentario. Bryan se lo puso por encima del suyo y se ató con fuerza el cinturón alrededor de la cintura. Aunque no le faltaron las ganas de encender la luz y así poder registrar la habitación en busca de cualquier objeto que pudiera serle útil, no se atrevió a hacerlo.
La ventana se abría en el sentido equivocado, lo cual impedía el acceso al canalón. El paciente soltó una risa ahogada, apenas perceptible, cuando Bryan descolgó la ventana de su marco y la depositó cuidadosamente detrás de la cortina, al lado del lavabo.
El tumulto que se había creado en la sección se había calmado definitivamente. El personal sanitario había dejado de vociferar. Las risas de los guardias le llegaban atenuadas desde el pasillo. Habían demostrado su valía.
O, al menos, eso creían.
Bryan contaba con que, si todo iba como de costumbre, pasarían por lo menos unos siete u ocho minutos hasta que se dieran cuenta de su fuga.
Y, de pronto, antes de que diera tiempo para que aquel pensamiento se asentase en su mente, Bryan se quedó helado. Una intuición inexplicable lo había llevado a soltar la cortina antes de subir el pie al alféizar de la ventana; tal vez sólo fuera el leve tintineo de unas llaves en el bolsillo de alguien.
Antes de que el guardia hubiera agarrado el pomo de la puerta, Bryan ya se había arrojado hacia atrás escondiéndose detrás de la puerta. Había estado a punto de caerse. El tobillo le latía de dolor y sus ojos estaban desorbitados. A su lado, un estrecho haz de luz atravesó la estancia y le rozó los dedos de los pies.
A menos de diez centímetros de donde se encontraba, uno de los guardias asomó su rostro oscuro. La luz que entraba a sus espaldas rodeó su cabeza en una aureola diabólica. El más mínimo ruido o movimiento, y Bryan estaría acabado. El hombre misterioso seguía tendido en la cama, con la nuca apretada contra la almohada y una sonrisa dulce en los labios. La cortina ondeaba ligeramente. Bryan percibió el aire que entraba por la ventana con una rotundidad inoportuna y vio, para su desesperación, cómo el haz de luz atrapaba el pie del marco de la ventana detrás de la cortina. El guardia soltó un gruñido y abrió la puerta un poco más y, hasta que sus ojos no se hubieron acostumbrado lo suficiente a la oscuridad para poder ver al enfermo recostado en la cama, no se rindió. Ahora el tobillo le dolía tanto que Bryan estuvo a punto de derrumbarse. Tal vez era lo mejor que le podía pasar; dejarse caer, sin más. ¿Acaso todavía le quedaba alguna posibilidad de salir victorioso de aquella situación? Se deshizo rápidamente de aquel sombrío pensamiento y recuperó el equilibrio. Encontrarían un albornoz en la cama de Devers y a Devers en la cama de Arno von der Leyen. Bryan llevaría puestos dos albornoces.
Resultaría difícil de explicar, sin duda.
El Obergruppenführer se incorporó repentinamente en la cama; parecía estar totalmente lúcido.
– Cute Nacht -dijo quedamente, con tanta dulzura y claridad que incluso Bryan alcanzó a entender aquellas palabras.
– Gute Nacht -replicó el guardia y cerró la puerta suavemente.
Fue todo tan cordial que a Bryan estuvo a punto de parecerle humano.
La noche era húmeda y el aire invernal ya había empezado a morder. No se veía ni una alma en la plaza de actos. El canalón parecía estar sólidamente anclado en la pared, pero era más resbaladizo de lo que había creído Bryan.
Y, además, le dolía el tobillo.
Por esta razón, los escasos apoyos que tuvo que soportar hasta alcanzar el salidizo resultaron ser más duros y agotadores de lo esperado. La distancia que separaba el canalón de la ventana era insignificante, pero la ventana estaba cerrada. Bryan la oprimió con cuidado. El cristal empañado de la ventana estaba suelto y se movió bajo la presión de la mano de Bryan. El golpe cayó con dureza e hizo saltar el cristal en mil pedazos. Uno de los pedazos desgarró la carne de su mano y le dejó una herida del tamaño de un penique. El gancho superior estaba demasiado alto. Bryan agarró el marco de la ventana y tiró de él con todas sus fuerzas, hasta que se soltó. El cristal superior se desprendió y se hizo añicos diez metros más abajo, al chocar contra los cubos de basura. A Bryan, aquel tintineo de cristales le pareció como si el cielo se le hubiera caído encima.
Sin embargo, fue el único que lo registró.
A pesar de la suerte que había tenido, no había adelantado nada. La salvaje ironía del destino había vuelto a burlarse de él, pues a pesar de que el marco de la ventana ya no suponía ningún obstáculo, tendría que buscar otra vía para introducirse en el edificio. Desde que, dos días antes, había contemplado el salidizo desde abajo, alguien había cegado la ventana con un mueble macizo.
Demasiado macizo.
Ante la posibilidad de tener que volver a bajar, Bryan se dispuso a evaluar, una vez más y a la desesperada, la accesibilidad y las trampas que escondía aquel tejado de pizarra. El tejado era resbaladizo y reluciente como un espejo y reflejaba la débil luz de las farolas al otro lado de las cocinas como una película de espejismos parpadeantes. De aquella superficie negra emergieron varias ventanas en marcos de hierro.
Apareció un número cada vez más abundante de destellos desde el nornoroeste que presagiaban nuevas descargas apagadas y retardadas. Las luchas al otro lado del Rin se habían intensificado considerablemente durante las últimas horas. Estrasburgo parecía sucumbir a la presión de las fuerzas aliadas.
Desde el salidizo, unos metros más allá, le llegaron una voces alegres. Bryan supuso que se encontraba delante de las dependencias de las enfermeras. También desde la buhardilla, que se hallaba en algún lugar a sus espaldas, empezaron a oírse algunos ruidos que presagiaban que el equipo de la tarde estaba a punto de retirarse a sus aposentos. Podían descubrirlo de un momento a otro, sólo con que uno de los ocupantes de las habitaciones quisiera ventilar su buhardilla o averiguar de dónde provenían las detonaciones y los destellos. Era fácil que sorprendieran a Bryan; un rápido vistazo al tejado y lo habrían descubierto. A pesar del frío, Bryan sudaba y las manos empezaban a resbalarle en el marco de la ventana. Tendría que encontrar inmediatamente otro acceso al edificio. Dentro de unos segundos, los guardias encorvados doblarían la esquina.
Colgado del techo de aquella manera, no tardarían mucho en distinguir su cuerpo.
Junta por junta, placa por placa, Bryan fue examinando aquel tejado de pizarra por segunda vez. Al ver un marco de hierro, casi oculto por el tejado del salidizo que se hallaba justo encima de su cabeza, sus esperanzas resurgieron. Podría alcanzar aquella ventana si conseguía poner un pie en el desagüe de la buhardilla.
Los primeros apoyos fueron los más difíciles. La superficie estaba iría y pringosa por la descomposición de las hojas que el viento había transportado hasta ahí. Precisamente en el momento en que Bryan resbalaba y daba un paso atrás que a punto estuvo de precipitarlo al vacío, y se apoyaba febrilmente contra el tejado, se oyó el ladrido traicionero que siempre anunciaba la aparición de los guardias y de sus perros.
Solían venir de dos en dos. Pero, por lo visto, esta vez se habían encontrado dos grupos y habían decidido mantener una cita justo debajo de Bryan.
Los viejos charlaban en voz baja juntando las cabezas para poder oír mejor lo que decían los compañeros, mientras se llevaban mecánicamente la mano al bolsillo de pecho, buscando el paquete de tabaco. El cono de luz de la farola bajo la que se habían reunido desveló cierta jovialidad entre ellos. Sus fusiles colgaban pesadamente de sus hombros y los perros tiraban de sus cuerdas con impaciencia, ansiosos por seguir la ronda. Hasta que Bryan no estuvo a punto de perder el equilibrio de nuevo y tuvo que apoyar el pie contra el lado del salidizo, los perros no se dieron cuenta de su presencia.
Varios montoncitos de follaje viscoso cayeron del canalón y aterrizaron sobre los cubos de basura del cercado. Dos de los perros empezaron a ladrar inmediatamente. Los hombres miraron a su alrededor, visiblemente confundidos. Entonces sacudieron la cabeza, apagaron sus cigarrillos de mala gana y disolvieron el grupo.
En el instante en que se apagaron las voces, Bryan se encaramó al tejado. Un par de segundos más y se le habría acalambrado la pierna.
La buhardilla no ofrecía nada de interés. Montones de camas viejas y desvencijadas y colchones podridos habían encontrado su última morada sobre los tablones polvorientos. Para los ratones, las virutas y los retales de telas viejas constituían un paraíso donde poder reproducirse y retozar tranquilamente. De no haber sido porque las circunstancias obligaban a Bryan a dejar un rastro que revelaba el camino que había tomado para escapar del lugar, podría haber permanecido allí varios días, hasta que el tiempo se hubiera suavizado y la fuga no estuviera tan marcada por el peligro.
Tal como estaban las cosas, tendría que seguir adelante inmediatamente; antes, no obstante, debería buscar algo que ponerse en los pies, y eso no lo encontraría allí.
La escalera que conducía al piso de abajo acababa en una puerta. Es posible que, en su día, hubiera estado cerrada con llave, pero en ese momento estaba atrancada por la suciedad y la humedad. La estancia que se hallaba en el piso inferior parecía estar vacía; no se oía ningún ruido que anunciara actividad alguna. El estruendo de los bombardeos sonaba distinto desde allí. El tejado inclinado vibraba. La cercanía caótica de la destrucción se percibía grave y entristecedora.
La buhardilla que no había podido abordar desde el tejado debía de encontrarse detrás de una de las tres puertas que tenía delante. Unos sonidos que provenían de la puerta de la derecha y la distancia hasta las otras dos le revelaron el lugar en el que debían de encontrarse el baño y los retretes. Por tanto, la puerta del medio debía de pertenecer a la estancia que se hallaba justo encima del consultorio, y la puerta de la izquierda debía de conducir a la buhardilla.
Detrás de la puerta del retrete alguien tiró de la cadena y se sonó la nariz. Bryan desapareció en el interior de la buhardilla en el momento en que la mujer abrió la puerta. Sus pasos eran cortos y cansados. Al pasar por delante de la siguiente puerta, la golpeó y gritó algo dirigido al ocupante de la habitación. De pronto, un caos de pasos y voces se apoderó del pasillo; una actividad desenfrenada para aquellas horas del día.
Bryan echó un vistazo a su alrededor. Unos montones de ropa blanca, cuidadosamente doblada, aparecieron en medio de los destellos de las detonaciones. Ni un solo zapato. Sólo ropa de cama. Incluso una blusa o unos calzoncillos hubieran servido.
Pero allí no había nada que pudiera aprovechar.
A medida que la actividad del pasillo fue calmándose, los susurros y los zumbidos de las habitaciones fueron sustituyéndola. Las sombras, imposibles de identificar a través del ojo de la cerradura, se desvanecieron. Las posibilidades de Bryan se habían reducido considerablemente. Podía volver a subir la escalera e intentar alcanzar los abetos desde el tejado. Supondría una caída importante. O podía intentar introducirse inadvertidamente en una de las habitaciones, al otro lado del pasillo. Tal vez allí encontraría ropa y un lugar menos peligroso desde el que saltar a los árboles. Ambas opciones lo hicieron estremecerse. «¡Tú sí habrías sabido qué hacer en una situación como ésta, James!», pensó.
Su abdomen se encogió.
Un infierno ensordecedor de estruendos concurrentes hizo vibrar los cristales y las voces de la gente que se encontraba en las habitaciones subieron hasta el piso superior. Se abrieron varias puertas de las habitaciones del lado opuesto del pasillo y unas muchachas se precipitaron hacia las habitaciones orientadas hacia el oeste, que ofrecían mejores vistas. Sin pensarlo más, Bryan abrió la puerta y salió al pasillo. Más abajo, unas jóvenes enfermeras se habían puesto en movimiento. Otra serie de descargas retumbó contra el edificio. Nadie pareció preocuparse por Bryan al verlo desaparecer en el interior de la siguiente buhardilla.
La estancia era pequeña y estaba a oscuras, alguien acababa de abandonar la cama. Una cortina oscura de dibujos discretos de un color negruzco tapaba la ventana por completo. En el armario que había al lado de la puerta, Bryan encontró algo de lo que había andado buscando: una blusa descolorida, unos calcetines largos de lana y unos calzoncillos anchos. Sin dudarlo ni un segundo, abrió la ventana y arrojó sus hallazgos hacia el abeto más cercano, que las descargas de lo que parecían unos fuegos artificiales iluminaban intermitentemente. Los calcetines chocaron contra las ramas y se precipitaron al vacío por el costado equivocado de la alambrada.
Antes de saltar, le vino a la mente si el ocupante de la habitación se daría cuenta de que la ventana se había quedado abierta detrás de las cortinas corridas.
En el chasquido que se produjo cuando Bryan cerró los brazos alrededor de las ramas húmedas, que lo azotaron despiadadamente, la herida que tenía en la mano volvió a abrirse. Había sido un salto horrible. De pronto se precipitó un par de metros más abajo y las agujas del abeto se le clavaron en el rostro. Bryan se quedó colgado un rato de un manojo de ramas punzantes, preparándose para emprender el descenso que tuvo lugar a tirones; el último lo dejó tendido en el suelo tras una vertiginosa caída.
A pesar de haber recibido un golpe en el cuello, elevó la cabeza del suelo y echó un vistazo a su alrededor. A tan sólo un metro de donde había aterrizado se erguía una roca escarpada. Los calzoncillos y la blusa se habían posado a su lado. Justo delante de sus ojos, la alambrada centelleaba con una luz gris. Sólo unas bandas de luz tenue evidenciaban que había vida en el edificio al otro lado de ella.
No se veía a una alma, excepto en una ventana de la segunda planta, donde le pareció vislumbrar una figura borrosa aunque también conocida.
Tuvo que pasar un rato hasta que Bryan se vio con fuerzas para ponerse las prendas de vestir que había robado. Echaba en falta los calcetines; sus pies estaban tan fríos que habían empezado a arder. En cuanto pusiera los pies sobre una superficie que no fuera rocosa, echaría a correr para recuperar el calor. Aunque todavía tenía el tobillo hinchado y estaba lesionado, el dolor había desaparecido. El frío había acudido en su ayuda.
Una actividad desenfrenada recorría la zona.
Desde las aldeas del interior llegaban camiones por la carretera estrecha, en dirección oeste, que lo obligaron a correr por el borde de las zanjas.
Durante el primer tramo de la ruta siguió un arroyo traicioneramente oscuro y tan frío como un infierno invertido. Sólo aquí Bryan se sentía seguro de que los perros no podrían rastrearlo.
Aquella seguridad valía por todos los tormentos y peligros que había atravesado.
El aire vibraba con las órdenes prorrumpidas incesantemente por soldados dispersados por toda la zona. Desde el nornoroeste le llegaron los profundos bramidos de los cañones. Esa noche, el aire tenía vida propia.
Unos tejados anunciaron la proximidad de la aldea y obligaron a Bryan a retomar las laderas. En noches como aquélla, todo el mundo estaría despierto. Cada estampido significaba que un hijo, un marido o un padre no volvería jamás a casa.
En una noche como aquélla se aprendía a rezar.
Al otro lado de la aldea se hallaba un pueblo de mayor tamaño y, más allá, los viñedos que se extendían hasta la orilla del Rin. Aquel paisaje, en toda su exuberancia idílica, sólo era deslucido por el nervio vital de Renania, una ancha carretera de hormigón que dividía el valle en dos. Ése era el terreno que tendría que superar.
Por delante de las arterias de salida del pueblo se diseminaban algunos edificios. Ganado inquieto en los establos, ropa olvidada en los tendederos, palas que despuntaban de la tierra, listas para la siguiente palada en el patatal. Todo ello evidenciaba que la vida seguiría a la mañana siguiente, y a la otra también. Más adelante aparecieron nuevos edificios, chozas abandonadas, almacenes destartalados, más zanjas.
A sus espaldas resonaba el fragor de los cañones en suaves ecos que llegaban de la Selva Negra. No había estado nunca tan cerca de una batalla terrestre. Varios cañones que estaban enterrados a aquel lado del Rin intentaban replicar en vano. La zona parecía un abismo vibrante de muerte y adversidad, a pesar de que Bryan no vio caer ni una sola granada.
Y aquello tan sólo era la antesala del infierno.
La irrealidad, el ajuste de cuentas con la razón y el amor al prójimo hecho realidad estaban teniendo lugar al otro lado del río.
Y finalmente apareció la carretera.
A Bryan le resultaba casi imposible imaginar que lograría cruzarla sin ser visto. La calzada estaba mojada y reflejaba la luz de los estrechos faros de los vehículos. Los pedazos de hormigón formaban una larga banda sobre la que destacaría inevitablemente. Aunque las farolas no estaban encendidas, el riesgo de ser descubierto parecía inminente.
Una interminable sucesión de camiones transportaba tropas y material bélico hasta las zonas calientes. A escasos cien metros de Bryan, varios ordenanzas motorizados intentaban moderar el insistente flujo de vehículos, envueltos en largos abrigos de piel. Detrás, un enorme rótulo roto se retorcía sobre el carril derecho de la calzada. En sus tiempos, había anunciado la proximidad de una vía de acceso desde las montañas, un par de kilómetros más allá.
Bryan se dirigió hacia el rótulo. La razón que lo llevó a decidirse fue la tenue luz que atravesaba la calzada intermitentemente, precisamente en el punto en el que se encontraban los ordenanzas. Si los vehículos podían cruzar la autopista, él también podría hacerlo.
El viaducto estaba a oscuras la mayor parte del tiempo. Sólo de vez en cuando las luces de los furgones cargados de materiales y los coches que transportaban a civiles desde las aldeas más próximas al Rin lo iluminaban. Unas voces apagadas que llegaron desde las fauces del viaducto le hicieron sospechar y recular hacia la autopista. En algunos puntos aislados de la carretera que cruzaba la autopista aparecieron algunos lugareños poco abrigados delante de sus casas que contemplaban el espectáculo con los brazos cruzados.
Confundido por la coincidencia de explosiones fulgurantes que de pronto iluminaron el cielo, el chófer de uno de los camiones no advirtió las indicaciones de los ordenanzas que aconsejaban aminorar la velocidad. Los chirridos de los frenos cuando el conductor divisó, en el último momento, el rótulo retorcido, advirtieron a los ordenanzas del inminente peligro y saltaron inmediatamente a la cuneta profiriendo alaridos. Bryan detectó el pánico en sus voces. En el momento en que el camión hubo superado el viaducto, el conductor bloqueó los frenos y el remolque atravesó la calzada. Finalmente, el camión, llevado por la inercia de la pesada carga, derrapó en esta maniobra y fue a dar contra el rótulo que, dando un bandazo, se desprendió aún más de su soporte y acabó colgando libremente, al otro lado de la valla de protección. Y aquel enorme trasto se detuvo definitivamente. Por entonces, los camiones que lo seguían se encontraban ya tan cerca del lugar del accidente que les fue imposible dar marcha atrás. De esta manera, se formó un embotellamiento que detuvo el tráfico durante un buen rato y, por tanto, el alumbrado intermitente de la calzada.
Bryan miró hacia el sur. Dentro de pocos segundos solventarían aquella interrupción pasajera del tránsito y bloquearían la calzada. Se quedaría atrapado en aquella posición. También tenía vía libre por el norte. Aprovechando las circunstancias favorables que el destino le había deparado, Bryan cruzó velozmente la calzada a la pata coja y desapareció en medio de la oscuridad.
Al mirar hacia atrás, queriendo asegurarse de que ni los aldeanos ni los ordenanzas se habían percatado del asalto a la autopista que acababa de protagonizar, le pareció ver que otras sombras habían aprovechado el momento para cruzarla.
Hacía tiempo que la vendimia había finalizado. Habían arado la tierra entre las cepas, dejando al descubierto numerosas ramas podadas que sobresalían traicioneramente del suelo y que convertían cada paso en un ejercicio de equilibrismo. Bryan tuvo que apretar los dientes y soportar aquel suplicio, si no quería lastimarse los pies. Habría hecho lo que fuera con tal de conseguir un par de zapatos.
El frío era penetrante. Los pies habían dejado de protestar. Era como si el tobillo torcido hubiera desaparecido entre el cuadro traumático de dolor generalizado. Durante un repentino alto en el bombardeo se oyeron los chasquidos de armas ligeras desde la otra margen del río. Cuando éstos también cesaron durante unos segundos, Bryan percibió un ligero susurro entre los árboles del bosque que acababa de dejar atrás. Se incorporó rápidamente y escrutó las cepas desnudas y marchitas. A menos de diez hileras de donde se encontraba, volvió a ver aquellas sombras grises y desconocidas que avanzaban hacia él.
Bryan apretó el paso.
Más adelante se acababan los viñedos, irguiéndose las sombras de un seto de abrigo a lo largo de la linde más lejana, aparentemente infranqueables e infinitamente profundas. Pronto se dio cuenta de que se estaba aproximando al río que atravesaba aquel extraño paisaje. El chapoteo era cada vez más pronunciado. El suelo estaba resbaladizo y Bryan estuvo a punto de caerse. Un pájaro asustado que de pronto levantó el vuelo lo hizo detenerse. Como un eco retardado de sus pasos vacilantes, oyó un leve sonido viscoso a sus espaldas. Se volvió y tensó todos los músculos de su cuerpo.
No estaba solo.
A menos de diez pasos apareció su perseguidor con las manos sólidamente plantadas en las caderas. Bryan no pudo distinguir su rostro pero sí reconoció su contorno. Se quedó helado: era Lankau, y no estaba dispuesto a dejarlo escapar.
El hombre de la cara ancha no dijo nada, ni tampoco se abalanzó sobre Bryan, a pesar de que se encontraba a escasos pasos de él. Su actitud era respetuosa, aunque no sólo eso; era expectante. Bryan aguzó el oído. Se oyó un leve susurro proveniente de la maleza. Jamás había visto una cosa igual. El terreno que lo separaba del Rin era, a la vez, pantano y jungla; arroyos y bosque en una sola y enmarañada obra maestra botánica; un lugar perfecto en el que desaparecer en una noche perfecta. Sin duda, unas condiciones que entraban en los cálculos de su perseguidor.
Permanecieron un buen rato examinándose mutuamente; teniendo en cuenta la gravedad de la situación, más tiempo del que podía considerarse razonable. De pronto, Bryan comprendió que Lankau disponía de todo el tiempo del mundo. Bryan volvió a echar un vistazo por encima del hombro. Volvió a oír susurros entre la maleza. Y entonces fue cuando se dio cuenta de la situación, en todas sus dimensiones: alguien estaba a punto de caer sobre él desde la espesura del bosque. En lugar de refugiarse en la oscuridad de aquella maleza intransitable, Bryan optó por dirigirse hacia el sur, bordeando la linde del bosque. Su maniobra cogió desprevenido a Lankau, que tuvo que saltar por encima de unas cuantas cepas, hasta encontrarse en el lugar que Bryan acababa de abandonar.
De pronto, la ventaja que Bryan le había sacado era considerable. Se escabulló por el primer claro que apareció. Dio unos pasos hacia adelante y se hundió en el agua, que le llegaba a la cintura. El fondo era firme aunque viscoso. La pregunta era si podrían cerrarle el paso desde el otro lado y, tal vez más relevante aún, si el fondo seguiría soportando su peso. La idea de una muerte lenta en el fango lo llevó a tantear el fondo a cada paso con la punta del pie, a pesar de que con ello perdía unos segundos preciosos.
A sus espaldas se oyeron unas voces exaltadas. Era evidente que Lankau no estaba solo. De momento habían perdido su rastro y Bryan intentó aprovechar las circunstancias abriéndose camino por el agua sin hacer movimientos bruscos que pudieran llamar la atención. A la larga no podría resistir el frío del agua. Dentro de muy poco tiempo, su organismo se habría enfriado tanto que dejaría de funcionar.
Uno de los hombres profirió un alarido cavernoso y penetrante a sus espaldas. Ellos también se habían hundido en el agua fría.
Los chasquidos de las metralletas que antes habían llegado desde algún lugar delante de él ya no se propagaban nítidamente por el espejo del monte bajo. La defensa ligera de los alemanes era móvil y estaba contenida contra el Rin y, en aquel momento, no estaba siendo atacada directamente.
Aquel lugar debía de ser maravilloso en un día de verano: pájaros, flores y colores por doquier; en aquel momento resultaba terrorífico.
Bryan se arrastró por encima de un banco cenagoso donde las ramas podridas, con el paso del tiempo, se habían ido trabando, dando lugar a nuevas sedimentaciones.
El tiempo empezaba a apremiar. Tal vez ya llevara unas seis o siete horas en camino. Podían ser las tres, pero también las cuatro.
Bryan rezó por que no fueran las cinco. En tal caso, el sol saldría al cabo de un par de horas.
Un vehículo pasó muy cerca de allí, como si atravesara el aire volando. Bryan se encontraba muy cerca del dique.
Los sonidos habían cambiado, ahora le llegaban más nítidos y claros que antes. Sólo podían separarlo unos doscientos o trescientos metros del terraplén. Aunque tenso y nervioso por no saber cómo alcanzaría el otro lado del dique y proseguiría el camino hasta llegar al lecho del río, y febril al pensar en que la otra margen del río era un hervidero de tropas acorraladas, Bryan logró sobreponerse sumergiéndose lentamente en el pantano para cubrir el último tramo.
Como en una explosión, el aire se oscureció a su alrededor en movimientos aleteantes y cascadas de graznidos agudos. El hedor le llegó instantáneamente. Era acre y putrefacto. Uno de los numerosos cormoranes no pudo alzar el vuelo y empezó a propinarle picotazos, Bryan se quedó inmóvil en el agua en medio de la luz de la luna, viendo cómo volvía a juntarse la bandada sobre las copas de los árboles y se iba posando lentamente. Todos los pájaros habían levantado las cabezas, como si esperaran la llegada de un enemigo desde el cielo. Las copas de los árboles eran su fuerte, y las lianas que colgaban de las ramas, su escudo. Era como estar en medio de una jungla.
Todos los que se hallaban en la zona debieron de oír aquel ruido infernal y, sin embargo, Bryan no oyó nada digno de mencionar a su alrededor. Se quedó quieto un buen rato, intentando registrar cualquier sonido inquietante antes de retomar el camino. Al dar la siguiente brazada hacia el grupo de juncos más próximo, Dieter Schmidt se precipitó sobre él frontalmente. Sólo Bryan profirió un grito. El hombre enjuto extendió las manos para agarrarlo del cuello mientras intentaba patearle la entrepierna a través del agua. Su cuerpo trabajaba mecánicamente y sin vacilaciones. Cuando cayeron al agua, los pájaros volvieron a levantar el vuelo. Bryan cayó rodando, con tan mala suerte que se le metió en el oído una rama que flotaba en la superficie. El dolor lo hizo irrumpir en un rugido y tomó tal impulso en el fondo que ambos salieron disparados del agua. Furioso por haber tenido que soltar a Bryan, el flaco se volvió a acercar dando tumbos y golpeó el agua con la palma de la mano en un gesto de niño encolerizado y malvado. Bryan echó un vistazo desesperado por encima del hombro. No se veía a Lankau por ninguna parte.
En el momento en que el flaco volvía a dar un salto hacia adelante, Bryan agarró una rama flotante y lo golpeó con ella en la cara. Ni siquiera gritó. La rama le había atravesado la boca y le salía por la mejilla izquierda, sin que por ello mermara el ataque de locura parecido al de un perro enrabietado que se había apoderado de aquel hombrecillo, Bryan saltó a un lado y consiguió recuperar el equilibrio. En un par de pasos alcanzó una posición más segura. El flaco, hundido en el agua hasta las rodillas, le enseñó los dientes. Se quedó un rato así, intentando recuperar las fuerzas. Cada vez que inspiraba, la rama que tenía clavada en la mejilla se movía. A pesar de la gravedad de la situación, su aspecto resultaba ridículo. Al igual que el de Bryan, su cuerpo sólo estaba cubierto por un albornoz grisáceo empapado de agua. Sus piernas estaban desnudas y habían adquirido un color negruzco, muy similar al tono del agua en la que se habían metido. Habían salido del hospital a toda prisa, él y el hombre de la cara ancha. Su presteza y energía eran dignas de admiración.
Y ahora Bryan quebraría la voluntad que los había llevado hasta allí con el único objetivo de matarlo.
El grito de Lankau le llegó de algún lugar cercano. Bryan entrecerró los ojos y enseñó los colmillos como un animal perseguido, lo que llevó al flaco a abalanzarse sobre él con los brazos abiertos. Bryan había dejado de tener miedo. En aquel salto repentino, el flaco perdió el equilibrio momentáneamente y se fue hacia adelante en un intento de recuperarlo. Precisamente entonces, Bryan alcanzó su cuello de una patada.
No fueron muchos los sonidos que escaparon de aquella garganta cuando el cuerpo cayó hacia atrás. Tampoco cuando Bryan lo sostuvo bajo el agua con todas sus fuerzas.
Precisamente cuando la vida estaba a punto de abandonar a aquel hombre flaco, Lankau saltó de entre la maleza con las rodillas muy levantadas, en un salto torpe a través del fango. Volvieron a sonar las metralletas; esta vez estaban muy cerca. Ni Lankau ni Bryan dijeron nada, sus rostros enfrentados expresaban determinación.
Lankau se mantuvo inmóvil. En la mano izquierda sostenía un cuchillo de filo rayado y mate que apuntaba hacia arriba. Era un cuchillo largo. Bryan había tenido uno igual en la mano muchas veces. Un cuchillo normal y corriente de la cubertería del lazareto. La manera en que el hombre de la cara ancha se lo había agenciado era un enigma imposible de descifrar para Bryan; y el afilado, puro misterio. Estaba tan afilado como un punzón.
Lankau examinó a Bryan un buen rato y luego empezó a hablarle en voz baja. Era evidente que sentía respeto por el hombre que tenía delante. Sin embargo, aquella veneración no lo detendría.
La lucha era inevitable y desigual.
Si no mediaba algún estímulo externo que llevara a uno de ellos a tomar la iniciativa, se quedarían allí, inmóviles para toda la eternidad. Ninguno quería ceder la iniciativa al otro, ni tampoco tomarla. Y, de pronto, un ruido apenas perceptible que provenía del bosque movilizó los sentidos de Bryan. El cuerpo del flaco se ladeó en el agua y el último suspiro abandonó su boca. Las burbujas salieron silenciosamente, recordándole a Bryan que el agua era su aliada. Tenía el agua, la oscuridad y la diferencia de edad a su favor. Las demás ventajas estaban del lado del hombre de la cara ancha.
Sobre la cabeza de Bryan se mecía una confusión de lianas. Unas raíces largas y finas se enredaban entre las ramas; cabos de salvamento que bajaban hacia el suelo en busca de alimento y arraigo. Justo delante de su cara se habían enredado formando un nudo gordiano. El suelo blando y esponjoso que retardó el salto de Bryan también incidió sobre el salto hacia adelante de Lankau.
En tan sólo tres brazadas, Bryan consiguió colocarse encima de su enemigo, listo para dejarse caer sobre él. El cuello de Lankau crujió cuando todo el peso del cuerpo de Bryan dio contra aquella cabeza ancha. Lankau se desplomó como un trapo. No había ofrecido resistencia; sólo tejido blando y pasivo que se había desplazado hacia un lado hundiéndose en el agua.
La lucha había terminado, aun antes de empezar. Bryan dio dos pasos atrás y se dejó caer sobre la ladera. Los remolinos del agua se apaciguaron sobre el cuerpo de Lankau. El paisaje empezaba a definirse con más detalle. Amanecería dentro de menos de una hora. Bryan se sintió vacío. Cuando empezó a extrañarle que no salieran burbujas del cuerpo de Lankau ya fue demasiado tarde.
El hombre de la cara ancha abrió los ojos antes de emerger a la superficie. Las pestañas estaban cubiertas de lodo y la mirada detrás de la máscara expresaba enajenación.
Todavía tenía el cuchillo bien agarrado en la mano. Bryan logró incorporarse antes de que Lankau tuviera tiempo de llevar a cabo su ataque diabólico.
En un reflejo cansino, Bryan adelantó el brazo izquierdo y recibió una puñalada profunda y dolorosa. Retiró el brazo de un tirón y Lankau, que todavía asía el cuchillo que había penetrado en el brazo de su enemigo, cayó hacia adelante. Fue el propio impulso que había tomado aquel cuerpo macizo el que provocó el accidente fatal al introducir Bryan los dedos en los ojos de Lankau.
El alarido de dolor fue instantáneo. Lankau cayó hacia atrás con las manos apretadas contra el rostro. Se quedó tendido en el lodo, indefenso, pataleando y gimiendo, cubierto por el agua sucia y enturbiada. De pronto se oyeron unas descargas de ametralladora muy cerca del lugar. Sin mirar atrás, Bryan salió corriendo ladera arriba, abandonando a su perseguidor a su suerte.
Cuando hubo superado el último seto de abrigo, Bryan se dejó caer de rodillas. Estaba agotado. La herida no sangró tanto como había temido, cuando se sacó el cuchillo del brazo. El corte había sido limpio y afortunado.
A falta de algo mejor, Bryan arrancó un retal del segundo albornoz que llevaba puesto y se vendó el brazo lo mejor que pudo. Hacía un frío de mil demonios, tanto, que el río amenazador que fluía a escasos pasos de él no lo disuadió de llevar a cabo su propósito. Simplemente no podía enfriarse más de lo que ya se había enfriado. Y, sin embargo, la visión que se abrió ante sus ojos al alcanzar el borde del dique fue horrorosa y enigmática.
Más abajo, un vehículo blindado recorría la margen del río. Habían colocado varias barreras a lo largo de las roderas dando así libre acceso a las columnas que se dirigían hacia el norte con provisiones.
Bryan se apretó contra el suelo. Tenía que salir de allí. El dique no le procuraba ningún tipo de protección. Al otro lado del río vislumbró una orilla oscura que se extendía unos cientos de metros en dirección norte y volvía a desaparecer en un abismo aún más profundo. Se trataba, pues, de un banco alargado, cubierto de vegetación, que dividía el río en dos cauces.
Aquel golpe de suerte significaba que Bryan podría atacar el río en dos asaltos. La parada en el alfaque le daría un descanso. Antes de que los faros del vehículo cayeran sobre los montones de turba que se alzaban a pocos metros de él, rodó por la ladera hasta alcanzar la vía de agua que lo devolvería a la vida.
Bryan se había equivocado. El agua era más fría que la muerte; tan fría, que el albornoz que llevaba puesto, a pesar de la resistencia y del peso que ofrecía, fue de gran ayuda. Su cuerpo se precipitaba hacia el enfriamiento total. Bryan reconoció los síntomas. Había visto a más de un paracaidista caer al suelo indefenso, incapaz de protegerse de los golpes. Ese tipo de frío se apoderaba del cuerpo insidiosamente, sin que la voluntad ni las ganas de vivir pudieran ofrecerle resistencia. Simplemente, el organismo dejaba de funcionar.
Y luego estaba la corriente. Aunque no podía estar más equivocado, Bryan tenía la sensación de que se encontraba en la estación más caudalosa del año: cuando bajaban cascadas de agua de fusión. Se dejó llevar por la corriente, no pudo hacer otra cosa, y vio pasar por su lado el banco, que acabó desapareciendo envuelto por la oscuridad.
El Rin era muy ancho en aquel tramo. Puesto que Bryan estaba muy hundido en el agua, no pudo evaluarlo con exactitud, pero, de todos modos, era suficientemente ancho para que su cuerpo que se deslizaba por el agua, ora flotando, ora nadando, se mantuviera oculto a posibles oteadores que pudieran encontrarse en las márgenes del río, a no ser que lo atrapara alguno de los conos de luz que, de vez en cuando, barrían la superficie del río.
Los cadáveres aparecieron aparentemente de la nada, llevados por la corriente. Debían de llevar mucho tiempo en el agua, pues estaban muy hinchados. El rostro de uno de los soldados muertos se había agrietado a pesar del frío y el otro estaba tan hundido en el agua que apenas alcanzó a verlo.
Las refriegas en la margen occidental se sucedían sin parar. Bryan se agarró al segundo cadáver e intentó vislumbrar si alguien se movía en la orilla. La temperatura corporal era tan baja que muy pronto, al cabo de pocos minutos, se vería obligado a salir del río, costase lo que costase. A unos pocos cientos de metros apareció el primer puente. Unas luces tenues en dirección norte anunciaban la presencia de otro puente alto. El cuerpo de ingenieros podría haber instalado fácilmente una retahíla de puentes flotantes entre los dos grandes. Aquella noche, la necesidad de lanzar cabos sobre el río era enorme.
Los destellos del fuego de mortero iluminaban el río intermitentemente. El estrépito hizo temblar el aire. Entre una descarga y otra, Bryan oyó gritos.
Al soltarlo, el soldado muerto volteó en el agua y cabeceó suavemente. Fue entonces cuando Bryan descubrió la razón por la que la corriente no se había llevado el cadáver. Unas estrechas rayas verticales de color negro se erguían en la oscuridad del agua: el cadáver se había quedado enganchado en unas rejas. Tal vez fuera una casualidad, pero parecía que la barrera discurría a lo largo del río, dividiéndolo en dos. En cuanto amaneció, aparecieron los primeros cabrilleos en la superficie del agua alrededor de las ramas y los desechos que se habían quedado enganchados en las rejas.
Aquel entramado significaba que podrían verlo en cuanto tuviera que encaramarse a él para pasar al otro lado. La margen oriental estaba tranquila, pero la occidental podía ocultar fácilmente a su asesino. Bryan sólo podía confiar en la vista, ningún sonido humano sería capaz de traspasar la cacofonía de los cañones.
Se agarró con decisión al entramado, saltó por encima de los pinchos erosionados y se dejó caer de espaldas por el lado de la salvación. Su respiración era pesada cuando volvió a asirse a las rejas para inspeccionar la orilla.
Intentaría salir del río por allí. Una ligera brisa sacudió los árboles. La vegetación parecía densa y le procuraría protección. Allí entraría en calor antes de emprender el último tramo de la fuga.
Sólo un animal se habría percatado del peligro. Bryan estaba tan desprevenido como un anciano que se desploma a causa de un ataque cardíaco cuando una mano lo agarró del brazo.
La sensación de que algo o alguien había emergido de entre los muertos para apoderarse de él no era nada comparado con lo que sintió Bryan al ver la cara medio desleída y feroz de Lankau. Bryan sólo alcanzó a soltar un grito ininteligible. La mano que se había cerrado alrededor de su cuello tiró de él y el agua se cerró sobre su cabeza. Su vida había llegado a su fin. Así lo había querido su contrincante.
En un último y desesperado acto de voluntad, Bryan logró posar el pie en una de las barras transversales de la verja y tomar ímpetu para dar un salto. El hombre de la cara ancha no tenía intención de soltarlo y rugió de dolor cuando sus brazos se quedaron enganchados en la reja que los separaba. Fue la salvación de Bryan.
Los disparos llegaron desde atrás haciendo aullar a Lankau aún más. De pronto enmudeció y se desplomó, y soltó a su presa. Parecía un hombre normal y corriente agarrado como estaba a la reja, viendo cómo Bryan seguía adelante hacia la orilla; mortal y vulnerable. La descarga de tiros se detuvo con la misma rapidez que había empezado.
Los soldados alemanes tenían otras cosas más importantes de las que preocuparse.
Antes de llegar a la orilla, Bryan tuvo que rendirse. Los miembros de su cuerpo ya no le respondían. La corriente no era suficientemente fuerte para sostenerlo de pie. A pesar de que la orilla salvadora se encontraba tan cerca, Bryan tuvo que doblar las piernas. Unos remolinos lo hicieron bailar en el agua. Entonces se hundió.
Más tarde, Bryan recordaría que había empezado a reír. En el preciso instante en que el agua se lo había tragado, sus pies habían chocado con el fondo.
Las últimas brazadas hasta la orilla estuvieron acompañadas por el abrazo fresco del alba. De pronto, el chasquido de las armas portátiles le llegó desde el lado sur. A pesar de la densidad de la vegetación, los claros en la maleza de aquella orilla evidenciaban que los ataques nocturnos también se habían cobrado sus víctimas en aquella margen del río. Bryan se estremeció al ver el uniforme.
El terreno era llano. El soldado norteamericano había sido sorprendido por la repentina y traicionera desaparición de vegetación. Todavía parecía estar sorprendido. Bryan se echó al suelo muy cerca del cadáver y se pegó a él. En aquella postura frotó las manos amoratadas contra la ropa del soldado para que, poco a poco, se fueran desentumeciendo.
Las ropas del soldado le aportarían un calor que lo devolvería a la vida.
Bryan miró a su alrededor. El banco en medio del río estaba muy lejos. Varias gabarras ornaban la punta del islote. Más arriba, en la orilla occidental del río, había otra gabarra amarrada; estaba cargada de abono. El hedor que le llegó le recordó tiempos pasados. Los estampidos lo devolvieron a la realidad, relegando a un segundo plano los momentos de tranquilidad que la visión de la gabarra habían evocado.
El rostro de Lankau no era más que una mancha en medio del río.
– ¿Podría volverá hablarme de aquel Obergruppenführer? ¿Estaba bajo custodia? ¿Estaba encerrado o realmente estaba loco? ¿Qué sabe de todo eso?
Las puntas de los dedos del oficial de inteligencia al que llamaban Wilkens tenían un color amarillento. Encendió otro cigarrillo. Sin duda, sus colegas le habían prevenido. Bryan Underwood Scott Young no era especialmente comunicativo.
Bryan frunció la nariz cuando el humo le dio en la cara.
– No lo sé, sir. Creo que estaba loco, pero no lo sé. No soy médico.
– Estuvo en aquel hospital durante más de diez meses. Debe de haberse formado una idea de quién estaba loco y quién no.
– ¿Eso cree?
Bryan volvió a cerrar los ojos. Estaba cansado. El capitán Wilkens le habla hecho las mismas preguntas una y otra vez; buscaba respuestas sencillas. Volvió a darle una profunda calada al cigarrillo y retuvo el humo en los pulmones un buen rato mientras contemplaba a Bryan con la cabeza gacha. Alzó la mano con la que sostenía el cigarrillo e hizo un movimiento brusco hacia Bryan como queriéndolo ayudar a soltar la lengua. La ceniza aterrizó en el borde de la cama de Bryan.
– ¡Pero si ya he declarado en más de una ocasión que el general estaba loco! ¡Al menos, eso creo! -Bryan bajó la mirada al suelo y prosiguió desapasionadamente-: Sí, estoy convencido de que así era, que estaba loco de verdad.
– ¿Cómo va todo? -El médico había entrado en la habitación sin que nadie se hubiera dado cuenta-. ¡Progresamos, señor Young, sin duda progresamos!
Bryan se encogió de hombros. Wilkens se echó hacia atrás en el asiento. No dejó que se notara su irritación por aquella interrupción.
– No me gusta hablar; sigo notando la lengua rara.
– Tampoco es tan extraño, ¿no es cierto?
El médico sonrió y con un gesto de la cabeza saludó al capitán, que ya estaba recogiendo sus notas.
Bryan reclinó la cabeza contra la almohada. Desde que los soldados de infantería norteamericanos lo habían recogido, tres semanas atrás, había llegado a aborrecer su lengua materna. Lo habían interrogado incesantemente. Los largos meses de aislamiento idiomático lo habían hecho hipersensible a las preguntas; las respuestas le resultaban tediosas.
Aunque los médicos le habían asegurado que su estancia en el hospital psiquiátrico no le acarrearía daños irreparables, Bryan sabía que no era verdad. Tal vez las cicatrices en el cuerpo se cerrarían, quizá los inexplicables cambios de humor remitirían y el tejido encefálico se restituiría de los tratamientos de choque recibidos, quizá el miedo persistente a perder la vida aflojaría. Sin embargo, la verdadera herida, la sensación de haberle fallado a James, se hacía más profunda cada día que pasaba. Esa herida no podían curarla.
Las noches se hicieron interminables.
Mientras estuvo ingresado en el lazareto norteamericano de Estrasburgo, le llegaron noticias de que el centro de Friburgo había sido reducido a escombros. «En menos de veinte minutos», habían añadido con orgullo. Desde entonces, James había ocupado sus pensamientos día y noche.
Desde que se estrellaron. James y él habían sido declarados desaparecidos. Sus familias habían sido inconsolables durante meses. Lo más difícil sería mirar a los Teasdale a los ojos. Jamás volverían a ver a su hijo, Bryan estaba convencido de ello. Todo lo demás era incierto.
– Ya verá cómo la lengua no le causará problemas. Sólo es cuestión de tiempo y de entrenamiento, ¡Pero si se decidiera a hablar más durante estas sesiones, el proceso de recuperación sin duda se aceleraría! Tiene que obligarse a hablar, señor Young, eso es lo único que puede ayudarlo.
La lluvia había sustituido la escasa nevada, el vaho impedía que el médico pudiera mirar por la ventana. A menudo adoptaba esa postura cuando hablaba, dándole la espalda a Bryan mientras frotaba el cristal de la ventana.
– Lo han propuesto para una medalla al Mérito Militar. Por lo que tengo entendido, piensa negarse a recibirla, ¿es eso cierto?
– Sí.
– ¿Es la historia de su compañero, que le sigue rondando por la cabeza?
– Sí.
– Supongo que sabrá que tendrá que colaborar con los oficiales de inteligencia, si quiere volver a ver a su compañero algún día.
Bryan bajó la comisura de los labios.
– En fin. De todos modos, he decidido que permanezca un tiempo más en el hospital. Sus heridas físicas estarán curadas dentro de un par de semanas. Estoy convencido de que los tendones del brazo no están tan dañados como supusimos en un principio. En general, las heridas están sanando, tal como era de esperar. -El médico le dirigió una sonrisa artificiosa y prosiguió-: Pero el alma también tiene derecho a sanar, ¿no es así?
– ¡Entonces envíenme a casa!
– Pero así no obtendremos las respuestas a nuestras preguntas, ¿no le parece, señor Young?
– Es posible. -Bryan dirigió la mirada hacia la ventana. Los cristales se habían vuelto a empañar-. Pero yo ya no tengo nada más que contarles; ya les he dicho todo lo que sabía.
Una joven de gran estatura se volvió desde la cama de enfrente, que ocupaba su hermano, gravemente herido. Era una muchacha modesta del país de Gales, de cabellera gruesa y con un postizo en la nuca; inspiraba confianza y le infundía sosiego. Le sonrió con una mueca promisoria.
Unos días después de Año Nuevo empezó a correr el rumor de que Bryan pronto volvería a casa. Se había sentido muy solo durante aquellas Navidades. Las ganas de recuperarse rodeado de sus seres queridos eran cada vez mayores.
La muchacha galesa era la única persona a la que echaría en falta.
Dos semanas más tarde cesaron las preguntas. Bryan ya no guardaba cama. Ya no tenía nada más que contar.
La última visita que le hizo el oficial de inteligencia Wilkens tuvo lugar un martes. La noche anterior le habían comunicado que sería dado de alta al día siguiente, el 16 de enero de 1945, a las 12.00 horas, y que esperaban que se presentase en la base de Gravely el 2 de febrero, a las 14.00 horas. Una vez se hallara en su casa de Canterbury, recibiría instrucciones directamente desde Castle Hill House.
Bryan contestó mecánicamente a las preguntas de aquel interrogatorio. La idea de que tendría que volver a volar le resultaba insufrible. Dudaba de que pudiera soportarlo.
– Nos gustaría asegurarnos una última vez de la posición exacta del lazareto, señor Young.
– ¿Por qué? Ya se la he indicado más de diez veces.
Bryan echó un vistazo a su alrededor. El oficial chupaba el cigarrillo tan cerca de las uñas que las náuseas que aquella visión le provocaron lo hicieron salir corriendo al pasillo. Había una actividad inusitada en los pasillos. Empezaba a resultar imposible determinar dónde había mayor número de pacientes, si en las habitaciones o en los pasillos. La escalera ancha llevaba directamente desde el piso hasta la planta inferior, donde las camas se agolpaban, una al lado de la otra, de tal forma que resultaba imposible saber dónde empezaba una y dónde acababa otra.
– ¿Por qué queremos saberlo, señor Young?
Wilkens salió al pasillo y siguió la mirada de Bryan sin mostrar demasiado interés.
– Pues porque debemos asegurarnos de que hemos borrado aquel nido de víboras de la faz de la tierra.
– ¿Qué quiere decir?
Bryan se dio la vuelta dejándose atrapar por la mirada fría del oficial.
– Pues quiere decir que Friburgo de Brisgovia fue bombardeada ayer por ciento siete B-17. Soltaron 269 toneladas de bombas, lo que a mí, personalmente, no me dice nada, pero que, por lo visto, son muchas. También puedo decirle a este respecto, señor Young, que un par de estas toneladas estaban destinadas a su antiguo lazareto. Por lo que ya no creo que tengamos que temer que esa casa de locos vaya a incubar más carne de cañón para el frente. ¿Qué cree usted?
Si fue o no una reacción consciente, eso no se supo nunca, ni siquiera el mismo Bryan. La joven galesa sólo pudo contarle que en aquel mismo momento Bryan cayó hacia atrás y se precipitó escaleras abajo. Los médicos dijeron que se había roto un hueso por cada peldaño que había tocado en la caída.
En el expediente médico anotaron que había sido un accidente.