Capítulo dos

Tess McPhail no estaba acostumbrada a que la trataran como si no existiera. En el momento en que Kenny se marchó, ella dejó caer la cafetera sobre el quemador, rodeó la mesa y comenzó a apilar los platos.

– ¡Vaya! -explotó mientras iba hacia el fregadero para colocar los platos en su interior-. ¿Desde cuándo se convirtió en el hombre de la casa?

– Vamos, Tess, no seas malagradecido. En muchas ocasiones los muchachos no pueden venir a ayudarme, y Kenny está más que dispuesto a hacerlo. No sé lo que haría sin él.

– Me doy cuenta.

– Bueno, Tess, ¿por qué te molesta tanto?

– No estoy molesta, pero entró en la casa como si fuera el dueño. ¿Y quién es Casey?

– Su hija, y deja de golpear mis platos. Los he tenido desde que tu padre vivía, así que por favor ten cuidado.

– Supongo que ella también entrará sin tocar.

– ¿Qué te enfada tanto? El es mi vecino. Conocí a su madre durante cuarenta años -entonces Mary se dio cuenta de la verdad-. Tess, creo que estás molesta porque no te prestó atención.

– ¡Ay, mamá, por favor! Dame algo de crédito.

– Te doy todo el crédito del mundo cuando te lo mereces, pero no cuando criticas a Kenny.

– Fue muy descortés.

– ¿Puedes culparlo? Acabas de decirme lo mal que lo tratabas.

Tess no respondió. Abrió el grifo, llenó el fregadero con jabonadura y comenzó a lavar los platos, tarea que detestaba.

– De acuerdo, pero es un patán de cabo a rabo.

Su madre tomó la toalla colgada detrás de la puerta de una alacena y empezó a secar un plato.

– No quiero discutir contigo, Tess. Nunca te agradó Kenny y no espero que eso cambie ahora; pero él ha sido bueno conmigo.

Tess le quitó a su madre la toalla y el plato.

– Yo me encargo de los platos. Tú ve a hacer lo que quieras… acuéstate y descansa, lee, prepara tus cosas para mañana.

Mary miró hacia la sala.

– Bueno, la enfermera me dio un jabón especial para que me bañe esta noche.

– Adelante, báñate; yo asearé la cocina.

Cuando Mary se fue, Tess sujetó ambos extremos de la toalla para secar platos y los retorció en una línea recta. "Cuatro semanas", pensó. "Estaré loca en menos de dos." Momentos más tarde oyó que corría el agua en la bañera. Tess siguió ordenando la cocina y tratando de olvidar la casa de enfrente. Tenía vagos recuerdos de haber jugado ahí con Kenny cuando ambos eran muy pequeños. Pero sí recordaba con más claridad su renuencia a jugar ahí cuando ya eran mayores. Estaba a punto de terminar de lavar los platos cuando de pronto se abrió la puerta principal y una conocida voz femenina dijo:

– Tess, ¿dónde estás?

Era Renee. El corazón de Tess se alegró. Esperó a que ella entrara por el umbral de la cocina, y en un instante ahí estaba: una mujer alta, de cabello oscuro, con un rostro como el de las princesas de Walt Disney.

– ¡Vaya, aquí estás! – Renee le tendió los brazos, feliz.

– ¡Hola, malvada!

Renee sonrió, le dio un abrazo a Tess y la zarandeó con alegría.

– ¿A qué te refieres?

– Sabes a lo que me refiero. Mira que ordenarme regresar a casa y cuidar a mamá… Estoy tan furiosa contigo que podría ahorcarte.

A Renee le pareció divertido.

– Bueno, si eso es lo que hace falta para que regreses a casa, entonces supongo que hicimos lo correcto.

– Probablemente me meterás en grandes problemas, ¿sabes?

– ¡Oh, vamos! -Renee le restó importancia.

– Tengo un contrato de grabación y se supone que en este momento debería estar en un estudio, grabando. ¿Sabes que tuve que cancelar siete presentaciones por esto?

– ¿Y qué crees que tuvimos que cancelar nosotras la última vez que mamá necesitó cirugía?

Dejaron de abrazarse y ambas retrocedieron para discutir.

– Pero resulta más fácil para ustedes -razonó Tess-. Ustedes viven aquí.

– Trata de decirle eso a Judy y verás hasta dónde llegas.

– ¡Ja! No tengo nada que decirle a Judy después de la forma en que me habló.

– Ella también está molesta contigo. Lo ha estado durante los últimos diez años porque nunca vienes a casa.

– ¿Cómo que nunca vengo? Claro que lo hago.

– Claro que sí. Una vez al año, cuando tus compromisos te lo permiten, corazoncito, la familia merece más que eso.

– Es que tú no entiendes.

– Es tu turno, Tess, y lo sabes -respondió Renee llanamente.

Estaban a mano. Tess se volvió hacia el fregadero, tiró del tapón y dejó que escapara el agua; luego se volvió e hizo un gesto en dirección al baño.

– Va a volverme loca -susurró.

Renee también bajó la voz.

– Esto será sólo por cuatro semanas; después de la boda, yo podré ayudarla.

– Pero yo ya no vivo así. Tener que comer tortas de papa fritas y tarta de pacana… ¡por Dios!

– Durante las próximas cuatro semanas, lo harás – Renee miró a Tess directo a los ojos color ámbar-. Es tu madre. Te ama. Y ésa es su manera de demostrarlo. ¿Y cómo quieres que sepa lo que comes ahora? Nunca estás aquí.

Aparentemente aquella iba a ser la recriminación constante durante este regreso de Tess a casa. Encontraba difícil darles una respuesta porque su familia no tenía ni la más remota idea de la inmensidad de sus compromisos y de a cuánta gente afectaban.

– ¿Ya se acostó mamá? -preguntó Renee.

– No. Está tomando un baño.

Está bien, entonces llamaré a la puerta para saludarla y despedirme. Tengo que regresar a casa. Sólo pasé para saber si habías llegado bien.

Renee cruzó la sala hacia el pequeño vestíbulo y tocó la puerta del baño con la llave de su auto.

– ¿Mamá? Hola, soy Renee, No puedo quedarme. Tengo que ir a casa y dar de cenar a mi familia, pero Judy estará aquí temprano por la mañana, antes de que te internen, ¿de acuerdo?

– Muy bien, querida. Gracias por venir.

– ¿Necesitas algo?

– No se me ocurre nada, pero si así fuera, Tess me ayudará.

– Muy bien, entonces te veré por la mañana.

Cuando Renee regresó por la sala, Tess estaba ahí con las manos en los bolsillos de sus pantalones vaqueros. Renee le dio un beso en la mejilla.

– Te veré mañana, muy temprano. ¿Te dijo que tiene que estar allá a las seis? La van a operar a las seis y media.

– No te preocupes. Ahí estará.

– Bueno, sólo preguntaba.

Tess siguió a su hermana y se quedó de pie en el vestíbulo del frente mientras la veía alejarse en una camioneta azul. La tarde caía y la calle estaba silenciosa. Tess permaneció ahí, sintiéndose contrariada y fuera de lugar, deseando estar en el estudio, en Nashville, a donde pertenecía.

Su madre salió del baño con una bata floreada de algodón. Por el modo en que caminaba, Tess se dio cuenta de que sufría.

– Mamá, ¿en qué puedo ayudarte?

– Tráeme una almohada de la cama y me recostaré en el sofá. Luego nos sentaremos a conversar.

Se requirieron algunos minutos para que Mary se sintiera razonablemente cómoda en el sofá. Cuando estuvo lista, dijo:

– Ahora cuéntame de los sitios que has visitado últimamente.

Tess comenzó a hablarle acerca de lo más interesante de los dos meses anteriores, pero después de algunos minutos los ojos de Mary comenzaron a cerrarse. Por fin, Tess sugirió:

– Mamá, estás exhausta. Deja que te lleve a tu cama.

El dormitorio de su madre no había cambiado más que el resto de la casa. Los muebles eran los mismos, y la alfombra, hasta donde Tess recordaba, era la de siempre. En la cajonera, la fotografía de la boda de sus padres compartía el espacio con la misma caja de madera para poner llaves y dinero, que en su época había guardado el contenido de los bolsillos de su papá, del que ya casi no tenía recuerdos. Había muerto en un accidente cuando conducía un camión del correo estadounidense; ella tenía apenas seis años. Los retratos de las niñas colgados en la pared eran los mismos que se habían tomado cuando todas estaban en la primaria.

“¿Qué pasa conmigo?", se preguntó Tess. “¿Por qué todo esto me provoca tan poca nostalgia?" Lo que sí sentía era una cierta repulsión por la agobiante inmutabilidad de la vida de su madre. ¿Cómo pudo haber vivido todos esos años sin reemplazar, si no al hombre, por lo menos la alfombra? Pero ella siempre decía que un hombre era suficiente, y que él fue el único al que siempre quiso.

Con honda tristeza en el corazón por todo lo que su madre había perdido, Tess se inclinó para arroparla.

– Mamá, ¿por qué nunca te casaste otra vez después de que papá murió?

– No quise. Las tenía a ustedes, niñas, y luego a los nietos. Sé que es difícil para ti comprenderlo, pero era feliz. Soy feliz.

Mary se enderezó y tomó el rostro de Tess con ambas manos.

– Sé que viniste a casa contra tu voluntad, querida. Siento que Judy y Renee te obligaran a hacerlo.

– No, mamá, no es así, de veras.

– Por supuesto que sí; pero, ¿sabes lo que pienso? Creo que esa vida que llevas te está agotando. Por eso dejé que las chicas te obligaran a venir, porque creo que tú lo necesitas más que yo. Ahora, asegúrate de dormir lo necesario. Tenemos que levantarnos a las cuatro y media para estar allá a las seis, y eso es sumamente temprano. Ahora, dame un beso y apaga la luz.

Después de acostar a su madre, Tess sintió una punzada de desilusión. "No estoy lista para este cambio de papeles" pensó "Es como si yo fuera la madre y ella la hija." Caminó inquieta por la sala; miró el piano y tocó quedamente una tecla; deseaba tanto sentarse a tocar, pero Mary necesitaba dormir y el piano la mantendría despierta. Tess extrañaba su trabajo, el latido vital de la actividad incesante que marcaba sus días.

Fue a ver la casa de enfrente por la ventana de la cocina. Las luces estaban encendidas tanto en la planta alta como abajo. Había otro auto estacionado en la entrada y Tess se preguntó de quién sería. ¿Qué le importaba? Por la manera en que estaban situadas las casas, pasaría las siguientes cuatro semanas mirando las idas y venidas de los vecinos, pero lo que Kenny Kronek hiciera con su tiempo no tenía interés alguno para ella.

Molesta, se encaminó arriba para buscar su piyama, y luego volvió a bajar para bañarse. En el baño, las tuberías silbaban como si se tratara de una tetera hirviendo, de modo que las abrió despacio y muy poco para evitar que se despertara Mary mientras se llenaba la bañera.

Una vez en el agua, se recostó, cerró los ojos y pensó en el álbum que estaba preparando. Tenía ocho buenas canciones ya grabadas, pero se necesitaban diez. Dos canciones más para ese álbum. Tenía que encontrar buen material… ésa es la clave del éxito en este negocio. Tess planeaba pasar algún tiempo en el plano, escribiendo durante su estancia ahí. Era el momento perfecto; cuando hubiera terminado de atender a Mary, le quedaría tiempo suficiente para componer. Tal vez escribiera una canción acerca de regresar al hogar y lo que sentía. El principio de una canción acudió a su mente y comenzó a tararear.

El tránsito del pueblo se arrastra por la plaza

Canturreó la melodía cuatro veces, luego cantó con suavidad la letra. Llegó al mundo en un tiempo de cuatro por cuatro, en acordes mayores, como una balada alegre.

Pensó en una segunda línea.

Hace dieciocho años que se marchó de casa

Y una tercera.

Recorrió el mundo y ahora regresa…

Tess abrió los ojos y se sentó para enjabonarse, tarareando el verso a fin de encontrarle una línea final. Ninguna le satisfacía, pero al terminar de secarse, ponerse talco y su piyama de seda, tenía las tres líneas listas y estaba ansiosa por subir a escribirlas.

Se sentó frente a su antiguo tocador y escribió la letra, ansiando bajar al piano y escuchar los acordes que tenía en mente. A diferencia de la mayoría de los cantantes de música country, no tocaba la guitarra. El piano era el instrumento que las tres chicas McPhail habían aprendido a tocar. Aunque a menudo Tess envidiaba a los miembros de la banda que podían llevar sus instrumentos en el autobús o a la habitación de algún hotel para tocar, cantar y componer dondequiera que se encontrarán.

A las once se metió a su vieja cama y apagó la luz. A medianoche todavía estaba despierta a causa de la canción y de un colchón que era todo, menos cómodo. La última vez que miró su reloj era la una treinta y ocho.


TESS DESPERTÓ sobresaltada al oír que su madre la llamaba desde abajo.

– ¿Tess? Ya es hora de levantarte, querida. Ya faltan cinco para las cinco.

– Muy bien, ya desperté -contestó con voz ronca, tratando de sentarse-. ¿Oye, mamá? -preguntó mientras caminaba pesadamente al lado de la barandilla-. ¿A dónde dijiste que vamos?

– A Poplar Bluff -Wintergreen era demasiado pequeño para tener un hospital-. Son treinta minutos en auto, como siempre.

Como tenía poco tiempo para asearse, Tess sólo se lavó la cara y se aplicó un poco de lápiz labial antes de ponerse unos pantalones vaqueros y una camiseta gruesa de manga larga que tenía impreso al frente EL JEFE, con enormes letras negras. Se dio tiempo para ponerse un par de aretes: se sentía desnuda sin ellos, pero su cabello no tenía remedio. Al final lo sujetó con una liga y pasó la cola de caballo por el agujero de una gorra. Vaya que se veía mal, pero los horarios de cirugía no esperaban, y su madre ya rondaba frente a la puerta del baño con el bolso colgado del brazo.

– Llevaré tu maleta al automóvil -le dijo Tess-. Luego volveré por ti para ayudarte a bajar los escalones de atrás. Espérame aquí, ¿de acuerdo?

Cuando volvió a la casa encontró a Mary en la cocina, con la mano en el interruptor de la luz, mirando la habitación como si temiera que fuera la última vez. Dos palabras que mencionó Kenny Kronek la noche anterior volvieron a la mente de Tess. Él le había preguntado si estaba asustada. En aquel momento, Tess se sentía tan molesta por su presencia que no había prestado atención al comentario. Pero ahora, al contemplar los titubeos de Mary, se dio cuenta de que ni siquiera se había molestado en preguntarse si su madre estaría asustada al enfrentar esta segunda operación. Y al parecer sí lo estaba.

– Vamos, mamá -la apresuró con suavidad-. Es mejor que nos vayamos. Yo me haré cargo de todo. No te preocupes.

Dejaron la casa cuando el Sol prolongaba sus sombras sobre los escalones de la entrada trasera. Al ver a su madre bajar con tanto dolor los tres escalones, Tess sintió lástima, y la más grande oleada de amor desde que llegó a casa. La tomó del brazo y la ayudó a recorrer la estrecha vereda que llevaba al callejón.

Cuando pasaban por el jardín recién plantado, Mary dijo:

– Regarás el jardín, ¿verdad, Tess?

– Por supuesto que sí.

– Si no sabes dónde se encuentra algo, sólo pregúntale a Kenny. Habrá que podar el césped antes de que yo regrese, pero tal vez consigas que el hijo de Judy lo haga. Si no, algunas veces, cuando Kenny ve que es necesario, simplemente viene y lo poda sin que yo tenga que pedírselo.

¡Por el amor de Dios! No existía siquiera la posibilidad de que ella le pidiera algo a aquel hombre.

Llegaron al Nissan zx y Tess abrió la puerta del pasajero, pero comprobó, desde el primer esfuerzo de Mary, que subir al auto sería demasiado doloroso para ella. El asiento era muy bajo e iba a tener que agacharse mucho.

– Mamá -Tess miró la puerta cerrada de la cochera- ¿Podrías esperar mientras saco tu automóvil? Creo que es mejor que nos vayamos en él.

– Estoy de acuerdo.

Tess corrió a la casa para buscar las llaves, pero antes de sacar el auto de Mary tenía que mover el suyo. Lo echó marcha atrás en el callejón, dejó el motor encendido y bajó.

– Usa el control remoto que está en mi llavero -dijo Mary- Tengo una puerta automática nueva.

– ¿De veras? ¡Vaya, qué bien, mamá!

– Kenny la instaló.

Toda la alegría de Tess se esfumó. San Kenny de nuevo.

La nueva puerta se enrolló con suavidad y Tess sacó el conservador Ford Tempo que su madre tenía desde hacía cinco años; bajó para subir la maleta y se encontró a su madre sonriéndole a Kenny, que venía cruzando el callejón. Usaba un traje deportivo gris y mocasines, y todavía no se afeitaba. Parecía que no le importaba. Tess se quedó al lado del auto de su madre, desairada.

– Buenos días, Mary -dijo Kenny en tono agradable-. Vi que estabas aquí afuera y vine a despedirte. ¿Ya tienes todo?

– Mi maleta todavía está en el auto de Tess. Planeábamos ir en el de ella, pero el mío tiene más espacio.

– ¿Quieres que la traiga?

– Claro, si no te molesta. Está tratando de mover los dos autos.

Él se dirigió al Nissan y sacó la maleta del estrecho espacio detrás de los dos asientos. La llevó al auto de Mary, abrió la puerta trasera y la dejó ahí; luego ayudó a Mary a subir.

– Ahora, entra despacio -le dijo mientras Mary se acomodaba con cuidado en el interior del auto.

Kenny cerró la puerta y, por primera vez esa mañana, miró a Tess por encima del techo del automóvil, con una expresión deliberadamente indiferente. Ella esperó a que acaso la saludara, pero él no lo hizo; sólo dejó que los ojos se fijaran en las palabras que llevaba en el pecho: EL JEFE. Por fin retrocedió y esperó a que ella subiera al auto y lo sacara.

Tess se dejó caer en el asiento del conductor y cerró la puerta con tanta fuerza que sintió que le reverberaba el sonido en las orejas. Pasó el brazo por encima del asiento y comenzó a retroceder sólo para descubrir que no había puesto su auto lo suficientemente atrás. Exasperada, detuvo el Ford y abrió la puerta.

– Yo lo haré -dijo él, y se dirigió al Nissan.

– No te molestes -le gritó ella.

Él no le prestó atención y se subió al rayo negro de cuarenta mil dólares, el auto soñado por cualquier hombre, en tanto, Tess hervía de indignación. El Nissan retrocedió y esperó. Lo único que ella podía hacer era moverse para dejarle espacio.

– ¡Ay! Ese Kenny siempre tan considerado -dijo Mary con suma inocencia.

Tess bajó el cristal de la ventanilla y esperó furiosa mientras él movía el auto hasta el espacio situado frente a la cochera y bajaba. Kenny se acercó despreocupado, soltó las llaves en la mano extendida y dijo:

– Lindo auto.

Ella metió la mano como impulsada por un resorte y se marchó a toda prisa por el callejón. Dio vuelta a la izquierda en Peach Street y su madre le dijo.

– No deberías ser tan grosera con Kenny, Tess.

– Él fue grosero conmigo. Y nadie toca mi auto. ¡Nadie!

– Pero Tess, sólo estaba tratando de ayudar.

– Ni siquiera me pidió permiso. Él sólo… sólo se subió como si fuera la chatarra de cualquiera. Nadie más que yo ha conducido ese auto. Ni siquiera dejo que lo toquen en los estacionamientos -Tess se dio cuenta de que estaba gritando, pero no podía evitarlo.

Después de una pausa de perplejidad, Mary murmuró:

– Bueno, yo sólo… -su voz dejó de oírse porque se dio vuelta hacia la ventana.

"No debí haberle gritado", pensó Tess, "y menos hoy." Sin embargo, nunca había sido buena para disculparse, y las palabras se quedaron en su mente.

– Eh… ¿por qué no lo olvidamos, mamá? ¿Quieres?

Avanzaron durante un rato. El Sol pareció quedar suspendido en medio de la carretera 160, lo que obligó a Tess a ponerse los lentes oscuros. Todo ahí se veía igual que siempre. Ripley era un condado pobre. Daba la impresión de que la mitad de los residentes viviera en casas móviles; pero el paisaje era hermoso: tierra de arcilla roja, verdes prados, cerezos silvestres, las ondulantes colinas Ozark y los ranchos de caballos. Pasaron por campos donde pastaban vacas doradas, y una granja en la que las cabras estaban arriba del techo de lámina de su cobertizo. Más adelante cruzaron el río Little Black, que corría caudaloso y brillante bajo los rayos resplandecientes del Sol matutino.

Mientras viajaban, Tess dejó que la hermosa mañana hiciera lo que debió lograr la disculpa que nunca llegó: eliminar la tensión.

Cuando se detuvo al lado del cobertizo para vehículos del Hospital Doctors, Tess bajó del auto.

– Quédate aquí, mamá. Iré por una silla de ruedas.

Se dirigió al edificio de ladrillos cafés. Una mujer robusta, de cabello castaño, la miró desde el escritorio de la recepción en el hospital. Su identificación decía MARLA.

– Buenos días. Necesito una silla de ruedas para mi madre. Van a operarla hoy.

La mujer se quedó sin aliento.

– Usted es… usted es Tess McPhail, ¿verdad?

– Sí, soy yo.

– ¡Ay, Dios! ¡Adoro su música!

– Gracias. ¿Cree que sea posible conseguir la silla de ruedas?

– ¡Oh, por supuesto!

Marla casi se rompió una pierna por salir a toda prisa de su escritorio. Mientras Tess caminaba hacia la entrada, Marla la seguía con la silla de ruedas y los ojos aduladores muy abiertos. Ambas acompañaron a Mary al interior y realizaron el papeleo necesario. Una vez que el registro estuvo terminado, Marla puso un papel sobre el mostrador y dijo:

– ¿Podrías darme tu autógrafo, Mac? ¿Puedo llamarte Mac?

Tess garabateó su firma con rapidez, le dirigió una sonrisa ensayada le recordó:

– La operación de mi madre es a las seis y media. ¿No deberíamos apresurarnos?

En el pabellón de cirugía se llevaron a Mary para prepararla. A Tess la enviaron a una sala de espera, que estaba vacía cuando llegó. Un televisor empotrado en la pared, sin volumen, mostraba escenas de algún noticiario de la mañana. En una repisa un pequeño lavabo compartía el espacio con la cafetera eléctrica. Tess dejó su bolso gris en una silla y fue directo hacia ella. El café estaba caliente y olía delicioso. Llenó una taza desechable y se la llevó a los labios. Al volverse, se topó con su hermana Judy en la puerta.

La taza bajó lentamente mientras las dos hermanas se miraban-, Tess permaneció inmóvil.

Judy no se mostró feliz de verla, como Renee. En vez de ello dejó que la correa de su bolso se deslizara del hombro y dijo:

– Veo que llegaste a tiempo.

– Vaya, ése sí que es un saludo amable.

– Es demasiado temprano para saludos amables -Judy se acercó a la cafetera y se sirvió una taza. Al verla, Tess pensó: "Volvió a subir de peso." Tenía la silueta de un tonel y cubría sus enormes dimensiones con blusas amplias. Era dueña de un salón de belleza, así que su cabello siempre estaba teñido y bien peinado, aunque a decir verdad Judy era una mujer muy poco atractiva. Cuando sonreía, los ojos parecían desaparecer del rostro. Pero cuando estaba seria, las mejillas le colgaban. Tenía la boca demasiado pequeña para ser bonita. Durante años, Tess había estado convencida de que el motivo por el que ella y Judy se llevaban tan mal era porque Judy le tenía celos.

Cuando la hermana mayor se volvió con una taza de café en la mano, el contraste entre las dos mujeres subrayó la probabilidad de esa hipótesis. Incluso con la apariencia desaliñada que Tess tenía aquella mañana, se veía linda y delgada en sus diminutos pantalones vaqueros. Sólo con el lápiz labial como maquillaje, sus rasgos destacaban la cualidad fotogénica que la había llevado a la portada de docenas de revistas: una hermosa piel blanca como la nieve, salpicada con algunas pecas, ojos almendrados con pestañas castaño rojizo y lindos labios.

– A decir verdad, jamás creí que en realidad vinieras -dijo Judy con franqueza.

– La verdad es que no me agradó cómo me lo pidieron.

– Supongo que donde trabajas nadie te da órdenes.

– No tienes la menor idea de quién es la gente con la que trabajo ni qué hacemos. Tú sólo haces suposiciones.

– Así es. Y también supuse que te encantaría seguir haciendo lo que acostumbras desde que te marchaste de Wintergreen, es decir, dejarnos la responsabilidad de la atención y el cuidado de nuestra madre a Renee y a mí.

– Pudiste habérmelo pedido de otro modo, Judy.

– ¿Y qué hubieras contestado? ¿Que tenías una gira por Texas o cualquier otra cosa que es tan supremamente importante que todo en el mundo debe girar en torno a tu trabajo?

– Judy, ¿no podríamos… -Tess levantó las manos como si tratara de empujar una pesada puerta de cristal-…olvidar todo esto y tratar de llevarnos bien mientras estoy aquí? Y la próxima vez que necesitas algo de mí, no me llames y emitas un decreto imperial. Trata simplemente de pedirlo. Ya estoy grandecita y no acepto órdenes tuyas, ¿de acuerdo?

– Bueno, esta vez lo hiciste Mac, ¿no es cierto?

Nadie en la familia la llamaba Mac. Para ellas siempre había sido Tess; en cambio, Mac era su sobrenombre artístico. Era el que sus fanáticos habían acuñado, el que se imprimía en las camisetas que se vendían en los conciertos, el que el país reconocía sólo a un selecto grupo de artistas que había triunfado con un solo nombre: Elvis, Sting, Prince… Mac.

La palabra todavía reverberaba en la habitación cuando Renee apareció.

– ¡Oigan, ustedes dos! ¡Aquí están! Quieren que bajemos al pasillo antes de que lleven a mamá a cirugía. Vamos.

Tess se levantó y salió a toda prisa.

– ¿Qué le pasa? -le preguntó Renee a Judy.

– Lo mismo de siempre. Cree que es demasiado buena para el resto de nosotros.

– Judy, ¿tienes que estar molestándole todo el tiempo? Acaba de llegar, ¡por el amor de Dios!

En el pasillo, Mary estaba en una camilla. Sus hijas la besaron por turnos. Después la vieron alejarse con lentitud, y permanecieron quietas, tres hermanas en medio del corredor de un hospital, moderando la discordia entre ellas porque su preocupación se centraba en la madre que todas amaban. Ella era la fuente de tantos de sus recuerdos comunes de la infancia, la proveedora del apoyo y el amor que siempre había estado presente en sus vidas. Y durante esos instantes en que unos desconocidos se llevaban a su madre para atenderla, el trío se unió.

Las puertas se cerraron tras la camilla y los zapatos blancos con suelas de goma y las ropas azules esterilizadas desaparecieron. Renee suspiró y se volvió hacia las otras.

– Les invito una taza de café caliente en la cafetería -las tomó de los codos y las obligó a caminar junto a ella-. Vamos, ustedes dos, ya dejen de pelear.

Mientras estuvieron en la cafetería, Judy no pronunció una sola palabra. Su actitud de silenciosa antipatía permeó el instante y matizó los sentimientos entre las tres hermanas al desayunar.

Renee ordenó avena.

Tess pidió media toronja con un bisquet tostado y seco. Judy se comió dos donas y una taza de chocolate caliente.

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