23 Entre una tejeduría y una tintorería

Nynaeve quería hablar con Elayne sin que la posadera la oyera, pero no encontró la ocasión enseguida. La mujer las condujo fuera del cuarto haciendo una buena imitación de un guardia llevando prisioneros, sin que la mirada cautelosa que echó a la puerta de Mat mermara su aire impaciente. En la parte posterior de la posada había otro tramo de escalones de piedra, sin barandilla, que bajaban a una calurosa y enorme cocina llena de olor a comida, donde la mujer más oronda que Nynaeve había visto en su vida enarbolaba un gran cucharón de madera como si fuese un cetro y dirigía a otras tres mujeres en la tarea de sacar de los hornos los crujientes panes recién hechos y reemplazarlos por rollos de masa blanca. En una olla grande, sobre uno de los fogones de azulejos blancos, se cocían lentamente las gachas de avena que se tomaban en el desayuno por estos lares.

—Enid —se dirigió la señora Anan a la mujer oronda—, voy a salir un rato. He de llevar a estas dos chiquillas con alguien que tiene tiempo para ocuparse de ellas como es debido.

Enid se limpió las grandes manos manchadas de harina en un paño y estudió a Nynaeve y a Elayne con aire desaprobador. Todo en ella era redondo: su cara sudorosa de tez olivácea; sus ojos oscuros; toda ella. Parecía estar hecha con grandes bolas embutidas en el vestido. El Cuchillo de Esponsales que llevaba colgando por encima del níveo delantal relucía con una docena de piedras finas.

—¿Son éstas las dos vocingleras de las que badajeaba Caira, señora? Unos bocados demasiado enteros para el gusto del joven señor, diría yo. A él le gustan tajadas más magras. —Por el tono, aquello le hizo gracia.

—Le dije a esa chica que no le diera a la lengua. —La posadera sacudió la cabeza, irritada—. No permitiré que un rumor de ese tipo marque a La Mujer Errante. Recuérdaselo a Caira de mi parte, Enid, y utiliza tu cucharón para que te preste atención si es necesario. —La mirada que les asestó a Nynaeve y a Elayne era tan despectiva que Nynaeve casi dio un respingo—. ¿Cualquiera con dos dedos de frente creería que estas dos son Aes Sedai? Gastando todo su dinero en vestidos caros para impresionar a un hombre y ahora se morirían de hambre a menos que le sonrían. ¡Aes Sedai!

Sin dar ocasión a Enid de responder, cogió a Nynaeve de una oreja con la mano derecha, a Elayne de otra con la izquierda, y en tres zancadas las sacó al patio del establo.

Hasta ahí duró el pasmo de Nynaeve; entonces se soltó de un tirón, o más bien lo intentó, porque la mujer aflojó los dedos en ese mismo momento y la antigua Zahorí salió trompicando varios pasos y le asestó una mirada indignada. No había negociado para que la sacaran a rastras. Elayne levantó el mentón; sus azules ojos traslucían tal frialdad que a su amiga no le habría sorprendido ver que se le formaba escarcha en las pestañas.

Puesta en jarras, la señora Anan no pareció darse cuenta. O tal vez no le importó, simplemente.

—Espero que nadie ahí dentro dé crédito a Caira después de esto —comentó tranquilamente la mujer—. Si hubiese estado segura de que habrías tenido el sentido común de mantener la boca cerrada, habría dicho y hecho más para cerciorarme. —Se encontraba tranquila, pero en absoluto afable ni agradable; le habían ocasionado muchas molestias y desorganizado el trabajo de la mañana—. Seguidme y no os perdáis. Si ocurre tal cosa, no quiero ver vuestras caras cerca de mi posada otra vez o enviaré a alguien a palacio para informar a Merilille y a Teslyn. Son dos de las verdaderas hermanas y probablemente os rajarían por la mitad para tener cada una su parte.

La mirada de Elayne fue de la posadera a Nynaeve. No era una mirada furiosa ni ceñuda, pero sí explícita. La antigua Zahorí se preguntó si sería capaz de seguir adelante con aquello. Pensar en Mat bastó para convencerla; cualquier posibilidad era mejor que eso.

—No nos perderemos, señora Anan —contestó, esforzándose por parecer sumisa. Su actuación le pareció bastante buena, habida cuenta de que la sumisión no era su fuerte—. Gracias por ayudarnos. —Le sonrió a la posadera a la par que intentaba hacer caso omiso de su amiga, cuya mirada se tornó más tajante y dura. Con todo, tenía que asegurarse de que la mujer siguiera pensando que merecía la pena tomarse la molestia por ellas—. Estamos realmente agradecidas, señora Anan.

La posadera la observó con recelo y después resopló y sacudió la cabeza. Cuando aquello hubiese acabado, decidió Nynaeve, iba a llevar a la mujer a palacio, a rastras si era menester, y haría que las otras hermanas la trataran como a una igual en presencia de la señora Anan.

A una hora tan temprana, el patio del establo estaba desierto, con excepción de un chico de diez o doce años que sostenía un cubo y un tamiz con los que regaba el suelo de tierra apelmazada a fin de evitar el polvo. Las puertas blancas del establo se encontraban abiertas de par en par; delante había una carretilla con una horca para el estiércol, puesta de través. Del interior salían unos sonidos como si alguien estuviera pisando a un enorme sapo; Nynaeve llegó a la conclusión de que era un hombre cantando. ¿Acaso tendrían que cabalgar para llegar a su destino? Hasta un corto trayecto resultaría incómodo; pensando que sólo tenían que cruzar la plaza y que volverían antes de que el sol estuviese alto, no habían cogido sombreros ni parasoles ni capas con embozos.

La señora Anan las condujo a través del patio, hacia un estrecho callejón que corría entre el establo y una pared alta, por encima de la cual asomaban unos árboles que estaban marchitos debido a la sequía. El jardín de alguien, no cabía ninguna duda. Un portillo al final del callejón las condujo a otro polvoriento y tan estrecho que la luz del amanecer apenas llegaba a él.

—Ahora, pequeñas, no os rezaguéis —dijo la posadera, echando a andar por el oscuro callejón—. Os lo advierto, si os perdéis, juro que iré yo misma a palacio.

Mientras la seguía, Nynaeve se agarró la coleta con las dos manos para no estrangular a la mujer. ¡Oh, qué no daría por unas pocas canas! Primero, las otras Aes Sedai, luego, los Marinos —¡Luz, no quería pensar en ellos!— y ahora una posadera. Nadie te tomaba en serio hasta que tenías el pelo un poco gris al menos; a su entender, ni siquiera la intemporalidad del rostro de una Aes Sedai pesaba tanto como unas canas.

Elayne se recogía la falda del vestido para evitar el polvo, pero el que levantaban al caminar se posaba en el repulgo de sus faldas.

—A ver si lo he entendido —dijo sin mirarla, hablando suavemente pero con frialdad. De hecho, con mucha frialdad. Dominaba tan bien lo de vapulear a la gente sin que su tono se alterara que Nynaeve la admiraba por ello… generalmente. En ese momento, lo único que logró fue despertar su deseo de abofetearla—. Podríamos hallarnos de vuelta en palacio, tomando té de arándanos y disfrutando del soplo de la brisa mientras esperábamos a que maese Cauthon trasladara sus bártulos y que quizás Aviendha y Birgitte nos trajeran alguna pista útil. Por último, podríamos estar discutiendo qué hacer exactamente con ese hombre, si seguirlo por las calles del Rahad y ver qué pasa o conducirlo a los edificios que se parecen al que vimos en el Tel’aran’rhiod o dejar que los eligiese él. Tiene que haber cientos de modos de aprovechar la mañana, como decidir si es seguro que volvamos con Egwene, no sólo ahora, sino jamás, después del acuerdo que los Marinos nos sacaron. Tenemos que hablar sobre ello antes o después; hacer como si no hubiese pasado no servirá de nada. En cambio, vamos sólo la Luz sabe dónde, guiñando los ojos para protegerlos del sol durante todo el camino si las cosas no cambian, a fin de hablar con unas mujeres que dan cobijo y comida a las huidas de la Torre. En lo que a mí respecta, no tengo demasiado interés en atrapar huidas esta mañana o cualquier otra. Pero no me cabe ninguna duda de que puedes explicármelo para que lo entienda. Y no imaginas cuánto deseo entenderlo, Nynaeve, porque detestaría pensar que voy a ir dándote de patadas todo el camino de regreso hasta la plaza de Mol Hara sin ninguna razón.

Las cejas de Nynaeve se fruncieron. ¿Darle de patadas? Elayne se estaba volviendo verdaderamente violenta por pasar tanto tiempo con Aviendha. Alguien tendría que poner un poco de sentido común en esas dos a base de bofetadas.

—El sol aún no ha subido tanto como para que tengamos que guiñar los ojos —murmuró Nynaeve. Pero no tardaría mucho, por desgracia—. Piensa, Elayne. Cincuenta mujeres que encauzan, que ayudan a espontáneas y a las que rechaza la Torre. —A veces se sentía culpable por utilizar el término «espontáneas»; en boca de la mayoría de las Aes Sedai era un insulto, pero ella se proponía que lo pronunciaran como una divisa de orgullo algún día—. Y se ha referido a ellas como «el Círculo». A mí no me suena en absoluto como un grupito de amigas, sino como algo bastante más organizado.

El callejón serpenteaba entre altos muros y fachadas traseras de edificios, en muchos de los cuales se veían los ladrillos bajo el yeso descascarillado, entre jardines de palacios y comercios donde alguna puerta trasera abierta dejaba ver plateros, sastres o talladores trabajando. Cada dos por tres, la señora Anan echaba un vistazo hacia atrás para asegurarse de que aún la seguían. Nynaeve le lanzaba sonrisas y asentimientos de cabeza que esperaba transmitieran entusiasmo.

—Nynaeve, si unas mujeres capaces de encauzar, aunque sólo fuesen dos, crearan una sociedad, la Torre se les echaría encima como una manada de lobos. De todos modos ¿cómo sabe la señora Anan si encauzan o no? Las mujeres que pueden y no son Aes Sedai no van por ahí haciendo alarde de ello, ¿sabes? Al menos, no durante mucho tiempo. En cualquier caso, no veo qué importancia puede tener. Tal vez Egwene quiera llevar a la Torre a todas las mujeres que saben manejar el Poder, pero no hemos venido aquí para eso.

El tono frío y paciente de Elayne había conseguido que las manos de Nynaeve asieran crispadas la coleta. ¿Cómo podía ser tan corta de entendederas? Enseñó los dientes de nuevo a la señora Anan en un remedo de sonrisa y se las arregló para no mirar ceñuda la espalda de la posadera cuando ésta giró de nuevo la cabeza hacia el frente.

—Cincuenta mujeres no son dos —susurró ferozmente. Tenían que poder encauzar; todo dependía de eso—. Es absolutamente ilógico que ese Círculo se halle en la misma ciudad donde hay un almacén repleto de angreal y cosas semejantes sin que al menos tenga conocimiento de su existencia. Y si saben algo… —no pudo remediar que la satisfacción endulzara su voz—, entonces habremos encontrado el Cuenco sin ayuda de maese Matrim Cauthon. Podremos olvidar esas absurdas promesas.

—No eran ningún soborno, Nynaeve —respondió, absorta, Elayne—. Yo las mantendré, y tú también si tienes honor, y estoy convencida de que lo tienes.

Nynaeve se ratificó en la idea de que la joven estaba pasando demasiado tiempo con Aviendha. No entendía el motivo por el que Elayne había empezado a pensar que todas ellas debían seguir ese ridículo ji… lo que fuera, de los Aiel. Elayne se mordió el labio inferior con gesto pensativo. Toda la frialdad de un momento antes había desaparecido y, aparentemente, volvía a ser la de siempre.

—Nunca habríamos ido a la posada de no ser por maese Cauthon —dijo finalmente—, de modo que no conoceríamos a la singular señora Anan ni ésta nos llevaría a ese Círculo. Por lo tanto, si el Círculo nos conduce hasta el Cuenco, tendremos que admitir que él fue la causa fundamental.

Mat Cauthon; parecía tener marcado a fuego ese nombre en su mente. Tropezó con sus propios pies y soltó la trenza para levantar la falda. El suelo del callejón estaba lejos de ser liso como una plaza pavimentada, y aún más lejos de los pisos de un palacio. En ocasiones, era mejor una Elayne ofuscada que una Elayne pensando con claridad.

—Singular —rezongó Nynaeve—. Se va a enterar cuando todo esto haya acabado. Nadie nos ha tratado de ese modo, Elayne, ni siquiera la gente que dudaba, ni siquiera los Marinos. La mayoría se apartaría con recelo si una cría de diez años dijera que es Aes Sedai.

—La mayoría de la gente ignora qué aspecto tiene el rostro de una Aes Sedai, Nynaeve. Creo que la posadera ha estado en la Torre. Sabe cosas que, de otro modo, no podría saber.

Nynaeve resopló despectiva y miró ceñuda la espalda de la mujer que caminaba delante. Es posible que Setalle Anan hubiera estado en la Torre diez veces o cien, pero reconocería como Aes Sedai a Nynaeve al’Meara. Y le pediría disculpas. ¡Y también sabría lo que era que la llevaran de una oreja! La señora Anan miró hacia atrás y la antigua Zahorí le dedicó una sonrisa tirante e inclinó la cabeza como si en lugar de cuello tuviese un gozne.

—Elayne, si esas mujeres saben dónde está el Cuenco… No tenemos por qué decirle a Mat cómo lo encontramos.

—No veo razón para hacerlo —contestó la heredera del trono, que a continuación echó por tierra todas sus esperanzas al añadir—: Pero tendremos que preguntar a Aviendha para estar seguras.

Si no hubiese pensado que la señora Anan las habría dejado allí mismo, Nynaeve habría chillado.

El sinuoso callejón desembocó en una calle y la posibilidad de seguir hablando terminó. Al frente, por encima de los tejados, empezaba a asomar el sol, cegador; Elayne se cubrió los ojos con una mano de manera ostentosa. Nynaeve se negó a darle la satisfacción de hacer lo mismo. Y bien mirado, tampoco era tan incómodo, se dijo. En realidad, la antigua Zahorí apenas tenía que guiñar los ojos. El cielo azul parecía mofarse de su percepción del tiempo, que todavía le seguía indicando una tormenta sobre la ciudad.

Aun a tan temprana hora unos cuantos carruajes lacados deambulaban por las sinuosas calles, así como varias sillas de mano, aún más brillantes, acarreadas por dos o a veces cuatro porteadores descalzos, con los correspondientes chalecos a rayas verdes y rojas; el hecho de que fueran trotando indicaba que transportaban viajeros ocultos tras las celosías de madera que formaban la caja de la silla. Carros y carretas traqueteaban sobre el pavimento de adoquines, y la gente empezaba a llenar las calles a la par que las tiendas abrían las puertas y los toldos se alzaban. Había aprendices que corrían a realizar algún encargo y hombres con alfombras enrolladas cargadas al hombro; volatineros, juglares y músicos se preparaban en unas esquinas, mientras en otras lo hacían los vendedores ambulantes con sus bandejas de alfileres o cintas o fruta casi pasada. En las lonjas de pescado y carne hacía mucho que reinaba una vocinglera actividad; quienes se encargaban de la venta del pescado eran mujeres en su totalidad y de la carne en su mayoría, excepto la de vaca.

Abriéndose paso entre la multitud, esquivando carruajes, sillas de mano y carretas que aparentemente no veían motivo para aminorar la velocidad, la señora Anan marcó un paso rápido para compensar las interrupciones. Y de éstas había de sobra. Parecía ser una mujer muy conocida a la que saludaban tenderos, artesanos y otras posaderas que estaban en las puertas de sus establecimientos. Los tenderos y artesanos recibían en respuesta unas cuantas palabras y un amable saludo con la cabeza, pero con las posaderas se detenía para charlar unos momentos. Después de que ocurriese la primera vez, Nynaeve deseó fervientemente que no volviera a hacerlo; tras la segunda, rezó para que no pasara más. A la tercera, clavó la vista al frente e intentó en vano no oír qué decían. El gesto de Elayne se fue haciendo más y más tenso, más y más frío; llevaba la barbilla tan levantada que era todo un logro que pudiese ver por dónde caminaba.

Y tenía razón para hacerlo, tuvo que admitir a regañadientes Nynaeve. En Ebou Dar, cualquiera que vistiese de seda podía caminar la distancia de una plaza, pero no más. Todas las demás personas que había a la vista vestían paño o lino, rara vez con mucho bordado, excepto alguno que otro mendigo que había conseguido un atuendo desechado de seda, deshilachado por todos los bordes y con más agujeros que tejido. Ojalá la señora Anan hubiese elegido cualquier otra explicación de por qué las conducía por las calles. Ojalá no tuviera que volver a oír la historia de dos muchachas que habían gastado todo su dinero en ropas caras para impresionar a un hombre. Y Mat, así la Luz lo abrasara, salía bien parado de todo. Un joven interesante, si la señora Anan no hubiese estado casada, un fabuloso bailarín con un pequeño toque de bribón. Todas las mujeres reían. Pero no Elayne ni ella. No las gatitas melosas —así se refería a ellas la señora Anan—, esas bobas sin dos dedos de frente que se habían quedado sin un céntimo por perseguir a un hombre y que llevaban las escarcelas llenas de pedacitos de latón y de estaño para engañar a los tontos, mentecatas que habrían acabado mendigando o robando si la señora Anan no hubiese conocido a alguien que podría darles trabajo en la cocina.

—No tiene por qué detenerse en todas las posadas de la ciudad —gruñó Nynaeve mientras se alejaban de El Ganso en Apuros, un edificio amplio de tres plantas, cuya posadera lucía grandes granates en las orejas a despecho del nombre de su establecimiento. La señora Anan apenas miraba ahora hacia atrás para comprobar que la seguían—. ¿Te das cuenta de que no podremos aparecer en ninguno de esos sitios?

—Sospecho que es justo de lo que se trata. —Cada palabra pronunciada por Elayne parecía un pedacito de hielo—. Nynaeve, como todo esto no sea más que una cacería de gamusinos…

No hizo falta que acabara la frase para que la amenaza quedara sobrentendida. Con Birgitte y Aviendha para ayudarla, y lo harían, Elayne le haría la vida imposible hasta quedar satisfecha.

—Nos llevarán hasta el Cuenco —insistió Nynaeve al tiempo que agitaba las manos para espantar a un mendigo que tenía una horrible cicatriz purpúrea bajo la que desaparecía uno de sus ojos; sabía distinguir pasta de harina mezclada con tintura azul cuando la veía—. Estoy convencida de que lo harán.

Elayne aspiró aire por la nariz de manera expresiva. Nynaeve perdió la cuenta de los puentes que cruzaron, grandes y pequeños, con barcazas deslizándose por debajo. El sol había ascendido por encima de los tejados, a una distancia igual a su diámetro; después, esa medida se duplicó. La señora Anan no caminaba en línea recta un solo tramo —de hecho, parecía desviarse del camino a propósito para pasar ante posadas—, pero se dirigían hacia el este. Nynaeve calculaba que se encontraban cerca del río cuando la posadera se volvió de repente hacia ellas.

—Ahora, cuidado con lo que decís. Hablad cuando se dirijan a vosotras, nada más. Como me avergoncéis… —Tras dedicarles un último gesto ceñudo y mascullar entre dientes que probablemente estaba cometiendo un error, la mujer les indicó con un brusco movimiento de cabeza que la siguieran de nuevo, y se dirigió a una casa de tejado plano que había justo enfrente.

No era un edificio grande; tenía dos pisos y un único balcón. En algunos sitios donde el yeso se había desconchado se veían los ladrillos. Tampoco su ubicación era agradable, con el ruidoso golpeteo de los telares de una tejeduría a un lado y los penetrantes olores de una tintorería al otro. Una doncella abrió la puerta; era una mujer canosa, de mandíbula cuadrada, hombros que nada tenían que envidiar a los de un herrero y ojos acerados en el semblante sudoroso. Al pasar detrás de la señora Anan, Nynaeve sonrió. En alguna parte de la casa una mujer estaba encauzando.

Obviamente, la doncella de mandíbula cuadrada reconoció a Setalle Anan a primera vista, pero su reacción fue extraña. Hizo una reverencia muy respetuosa, si bien se notaba que estaba sorprendida de verla y que le extrañaba que hubiese ido allí. Casi no pudo controlar el nerviosismo antes de dejarlas pasar. Sin embargo, no hubo ambivalencia en el modo en que recibió a Nynaeve y a Elayne, a quienes condujo a una salita que había en el piso de más arriba.

—No mováis un dedo ni toquéis nada o recibiréis vuestro merecido —les advirtió firmemente, tras lo cual se marchó.

La antigua Zahorí miró a su amiga.

—Nynaeve, que haya una mujer encauzando no significa… —La percepción cambió, creciendo por un momento para después menguar hasta ser menos intensa que al principio—. Incluso dos mujeres no significa nada —protestó Elayne, pero su tono era vacilante—. Esa mujer es la doncella con peores modales que he visto en mi vida.

Se acomodó en una silla roja de respaldo alto; al cabo de un momento Nynaeve también se sentó, pero lo hizo en el borde. Por la impaciencia, no por nerviosismo, se dijo. No estaba nerviosa en absoluto.

El cuarto no era lujoso, pero las baldosas azules y blancas relucían de limpias, y las paredes de color verde claro parecían recién pintadas. No había rastro de dorados en ninguna parte, desde luego, pero sí era fino el trabajo de talla de las sillas colocadas a lo largo de las paredes y de unas cuantas mesitas de un color azul más oscuro que las baldosas. Las lámparas colgadas en apliques eran claramente de latón, pulido hasta hacerlo brillar. En la chimenea, barrida, había ramas de árboles perennes, cuidadosamente colocadas, y la repisa era de piedra tallada, no simple mampostería. El motivo de la talla era una elección extraña, lo que la gente de Ebou Dar y sus alrededores llamaba los Trece Pecados: un hombre con los ojos tan grandes que casi ocupaban toda su cara, por la Envidia; un tipo con la lengua colgando hasta los tobillos, por la Maledicencia; un hombre enseñando los dientes y aferrando monedas contra su pecho, por la Avaricia, y así sucesivamente. No obstante, el conjunto le produjo una gran satisfacción. Quienquiera que pudiera permitirse el lujo de tener ese cuarto, también podía permitirse revocar la fachada del edificio, y la única razón para no hacerlo era mantener una actitud discreta que no llamase demasiado la atención.

La doncella había dejado la puerta abierta y de repente llegó el sonido de voces procedentes del pasillo.

—No puedo creer que las hayas traído aquí. —El tono de la persona que hablaba era tenso por la ira y la incredulidad—. Sabes lo cautelosas que somos, Setalle. Sabes más de lo que deberías y, sin duda, eres consciente de ello.

—Lo lamento mucho, Reanne —contestó formalmente la señora Anan—. Supongo que no lo pensé. Me… hago responsable del comportamiento de estas chicas y me someto a tu juicio.

—¡Pues claro que no! —El timbre de Reanne sonó agudo por la conmoción—. Es decir… Me refería a que no deberías haberlo hecho, pero… Setalle, te pido disculpas por haber alzado la voz. Di que me perdonas, por favor.

—No tienes por qué disculparte, Reanne. —La posadera se las ingenió para que su voz sonara compungida y renuente a la vez—. Hice mal al traerlas aquí.

—No, no, Setalle, no debería haberte hablado así. Por favor, tienes que perdonarme. Por favor.

La señora Anan y Reanne Corly entraron en la salita y Nynaeve parpadeó sorprendida. Por el intercambio de frases, esperaba ver a una mujer más joven que Setalle Anan, pero Reanne tenía más canas que cabellos de su color y una cara llena de lo que podrían haber sido arrugas expresivas, aunque ahora se marcaban más por el gesto de preocupación. ¿Por qué una mujer de más edad se humillaría ante otra más joven? ¿Y por qué la más joven lo asumía, por poco entusiasmo que pusiera en ello? La Luz sabía que las costumbres de ese país eran distintas, algunas más de lo que le gustaba pensar, pero a buen seguro no hasta ese punto. Claro que tampoco ella se había mostrado muy humilde con el Círculo de Mujeres del pueblo, pero esto…

Ni que decir tiene que Reanne podía encauzar —lo había supuesto; o había confiado en que fuera así, en cualquier caso—, pero lo que no esperaba era la fuerza. Reanne no era tan fuerte como Elayne, ni siquiera como Nicola —¡así cegara la Luz a esa condenada muchacha!—, pero sí estaba más o menos a la par de Sheriam o de Kwamesa o de Kiruna. No había muchas mujeres que poseyeran tanta fuerza y, aunque ella en particular la superaba por bastante margen, la sorprendió encontrar allí a una mujer de esas condiciones. Debía de ser una de las espontáneas; la Torre habría hallado el modo de conservar a una mujer así aunque para ello la hubiesen tenido que retener con un vestido de novicia toda su vida.

Nynaeve se incorporó cuando cruzaron la puerta y se alisó los pliegues de la falda. No por nerviosismo, desde luego; naturalmente que no. Pero ojalá que todo aquello acabara pronto…

Los penetrantes ojos azules de Reanne estudiaron a las dos mujeres con la actitud de alguien que acaba de encontrar en su cocina dos cerdos recién salidos de la pocilga y goteando barro. Se enjugó la cara con un pañuelo minúsculo, aunque dentro de la casa hacía más fresco que en la calle.

—Supongo que algo tendremos que hacer con ellas —murmuró—, si es que poseen lo que afirman. —Su timbre seguía siendo bastante claro, musical y casi juvenil. Al terminar de hablar dio un pequeño respingo por alguna razón y miró de reojo a la posadera, lo que dio pie a otra sarta de disculpas renuentes por parte de la señora Anan y a los azorados intentos de la señora Corly para rechazarlas. En Ebou Dar, cuando la gente era verdaderamente cortés, las disculpas de unos a otros podían alargarse durante una hora.

Elayne también se había levantado y exhibía una sonrisa ligeramente tirante. Enarcó una ceja al mirar a Nynaeve, apoyó el codo en la palma de una mano y posó los dedos contra su mejilla. La antigua Zahorí se aclaró la voz.

—Señora Corly, me llamo Nynaeve al’Meara y ésta es Elayne Trakand. Estamos buscando…

—Setalle me lo ha contado todo sobre vosotras —la interrumpió con tono grave la mujer. Por muchos cabellos grises que tuviera, Nynaeve sospechaba que la tal Reanne también era tan dura como un muro de piedra—. Practica un poco la paciencia, muchacha, y ya trataré contigo directamente. —Se volvió hacia Setalle mientras se enjugaba el sudor de las mejillas con el pañuelo. Un tono de deferencia apenas reprimido asomó de nuevo a su voz—. Setalle, si haces el favor de disculparme, he de interrogar a estas chicas, y…

—Mirad quién ha vuelto al cabo de los años —exclamó una mujer baja y fornida, de mediana edad, que entró sin llamar en la salita y señaló con un gesto de la cabeza a la mujer que la acompañaba. A pesar de su vestido ebudariano y su rostro moreno que brillaba por el sudor, su acento era puro cairhienino. Su compañera, igualmente sudorosa, vestida con el sencillo atuendo de paño oscuro propio de una mercader, era una cabeza más alta que ella y más o menos de la edad de Nynaeve, con oscuros ojos rasgados, nariz aguileña y boca generosa—. ¡Es Garenia! Se… —El torrente de palabras se cortó bruscamente cuando la fornida mujer, desconcertada, reparó en que había alguien más.

Reanne unió las manos como si estuviese rezando o quizá porque deseaba abofetear a alguien.

—Berowin —dijo con un timbre cortante—, algún día vas a saltar por un precipicio antes de verlo bajo tus pies.

—Lo siento, Rect… —La cairhienina enmudeció de golpe; abochornada, bajó los ojos. Por su parte, la saldaenina se puso a toquetear y mirar un broche de piedras rojas que llevaba prendido en el pecho.

Nynaeve lanzó una mirada triunfante a Elayne. Las dos recién llegadas podían encauzar, y alguien seguía abrazando el saidar en alguna parte de la casa. Dos más, y aunque Berowin no era muy fuerte, Garenia superaba incluso a Reanne; igualaría a Lelaine o a Romanda. Tampoco es que importara, desde luego, pero con ellas la cifra ascendía a cinco. El gesto obstinado de Elayne se mantuvo, pero al momento la joven suspiró e hizo un leve gesto de asentimiento. A veces costaba un esfuerzo ímprobo convencerla de algo.

—¿Te llamas Garenia? —preguntó lentamente la señora Anan, que miraba a la mujer con expresión inquisitiva—. Te pareces mucho a alguien que conocí una vez. Zarya Alkaese.

Los oscuros y rasgados ojos parpadearon con sorpresa. La mercader saldaenina sacó de la manga un pañuelo rematado con puntilla y se enjugó las mejillas dándose toquecitos.

—Es el nombre de mi tía abuela —contestó al cabo de un momento—. Dicen que guardo un gran parecido con ella. ¿Se encontraba bien cuando la visteis? Se olvidó por completo de su familia después de marcharse para hacerse Aes Sedai.

—Tu tía abuela. —La posadera rió quedamente—. Por supuesto. Se encontraba bien cuando la vi, pero de eso hace mucho tiempo. Por entonces yo era más joven que tú.

Reanne se había acercado a la señora Anan; la cogió por el codo y se apresuró a intervenir:

—Setalle, de veras lo siento, pero he de pedirte que nos disculpes. ¿Me perdonas si no te acompaño a la puerta?

La señora Anan le ofreció disculpas a su vez, como si ella tuviese la culpa de que la otra mujer no la escoltara, y se marchó después de lanzar una última mirada dubitativa a Nynaeve y a Elayne.

—¡Setalle! —exclamó Garenia tan pronto como la posadera se hubo ido—. ¿Ésa era Setalle Anan? ¿Cómo ha…? ¡Luz de los cielos! Incluso después de setenta años, la Torre le…

—Garenia —dijo la señora Corly con un timbre en extremo cortante Su mirada lo era más aún, y el rostro de la saldaenina enrojeció—. Ya que las dos os encontráis aquí, podemos preparar las preguntas entre las tres. Vosotras, pequeñas, quedaos donde estáis y guardad silencio.

Las últimas palabras fueron dirigidas a Nynaeve y a Elayne. Las otras mujeres se retiraron a una esquina en un apretado corro y empezaron a conversar en quedos murmullos. Elayne se acercó a Nynaeve.

—No me gustó que me trataran como a una novicia cuando lo era. ¿Cuánto tiempo más te propones seguir con esta farsa?

—Chist. Estoy intentando escuchar, Elayne —susurró.

Usar el Poder quedaba totalmente descartado, desde luego. Las tres mujeres lo habrían notado al instante. Por suerte, no habían creado barreras, quizá porque no sabían cómo, y a veces sus voces se alzaban justo lo suficiente.

—… dijo que quizás eran espontáneas —musitó Reanne, y la impresión y el asco se plasmaron en los semblantes de las otras dos.

—Entonces las acompañamos a la puerta —dijo Berowin—. A la de atrás. ¡Espontáneas!

—Sigo queriendo saber quién es esa Setalle Anan —intervino Garenia.

—Si eres incapaz de centrarte en el asunto que ahora nos ocupa —le dijo Reanne—, quizá deberías pasar este turno en la granja. Alise sabe maravillosamente bien cómo concentrar una mente. Y ahora…

De nuevo el sonido de sus palabras se redujo a un zumbido. Apareció otra doncella, una mujer esbelta, bonita excepto por su expresión hosca, con un vestido de tosca lana gris y un largo delantal blanco. Dejó una bandeja lacada en verde sobre una de las mesitas, se enjugó de manera subrepticia las mejillas con una punta del delantal y empezó a trastear con las tazas de cerámica azul y una tetera a juego. Nynaeve enarcó las cejas. Esa mujer también podía encauzar, aunque muy débilmente. ¿Qué hacía trabajando como sirvienta?

Garenia miró hacia atrás y dio un respingo.

—¿Qué ha hecho Derys para merecer un castigo? Pensaba que rompería una regla cuando las ranas criaran pelo.

Berowin aspiró sonoramente por la nariz, pero su respuesta apenas fue audible:

—Quería casarse. Adelantará un turno e irá con Keraille al día siguiente de la Fiesta de la Media Luna. Eso apaciguará a maese Denal.

—¿Acaso las dos deseáis azadonar los campos en lugar de Alise? —instó secamente Reanne, y el tono de las voces bajó de nuevo.

Nynaeve sintió una oleada de excitación. Le importaban poco las reglas, al menos las de otras personas —la gente rara vez veía la situación con tanta claridad como ella y, por consiguiente, establecían reglas estúpidas; ¿por qué esa mujer, Derys, no podía casarse si quería, por ejemplo?—, pero la existencia de reglas y castigos señalaba una sociedad. Ella tenía razón. Y había otra cosa. Le dio con el codo a Elayne hasta que ésta se inclinó un poco para escucharla.

—Berowin lleva un cinturón rojo —susurró. Aquello indicaba una Mujer Sabia, una de las legendarias sanadoras de Ebou Dar cuyos poderes curativos eran conocidos en todas partes como los mejores después de los de las Aes Sedai, hasta el punto de sanar casi todo. Supuestamente, las curaciones se llevaban a cabo con hierbas y conocimientos terapéuticos, pero…—. ¿Cuántas Mujeres Sabias hemos visto, Elayne? ¿Cuántas podían encauzar? ¿Cuántas eran ebudarianas o incluso altaranesas?

—Siete, contando a Berowin —fue la queda respuesta—, y sólo una de ellas era oriunda de aquí, a mi entender.

¡Ja! Las otras, obviamente, no lo eran. Elayne inhaló profundamente.

—Sin embargo, ninguna, poseía ni de lejos la fuerza de estas mujeres —prosiguió la heredera del trono en un susurro.

Al menos no había insinuado que estaban equivocadas de algún modo; todas aquellas Mujeres Sabias poseían el don.

—Nynaeve, ¿estás sugiriendo realmente que las Mujeres Sabias, todas las Mujeres Sabias, tienen…? Eso sería absolutamente inconcebible.

—¡Elayne, esta ciudad tiene un gremio incluso para los hombres que barren las plazas por la noche! Creo que acabamos de encontrar la «Rancia Hermandad Arrabalera de Mujeres Sabias».

—No. —La testaruda joven sacudió la cabeza—. La Torre habría enviado aquí a cien hermanas hace años, Nynaeve. A doscientas. Cualquier cosa de ese tipo habría sido aplastada sin contemplaciones.

—Tal vez la Torre no lo sepa —adujo Nynaeve—. Quizás el gremio mantiene la suficiente discreción para que la Torre nunca haya considerado que merecía la pena tomarse la molestia de desarticularlo. No existe una ley que prohíba encauzar si no se es Aes Sedai, sino contra hacerse pasar por Aes Sedai o hacer uso incorrecto del Poder u ocasionar el descrédito. —Eso significaba hacer cualquier cosa que diese mala imagen a las verdaderas Aes Sedai, si es que se daba el caso de que alguien pensara que eras una de ellas, lo que era hilar muy fino, a su modo de ver. El verdadero problema, sin embargo, era que Nynaeve no lo creía. La Torre parecía saberlo todo, y probablemente disolvería hasta un grupo reunido para hacer colchas si las mujeres que lo componían eran capaces de encauzar. Empero, debía de haber alguna explicación para…

Nynaeve advirtió, sólo por encima, que se estaba abrazando la Fuente Verdadera, pero de repente fue plenamente consciente de ello. Abrió la boca cuando un flujo de Aire asió su coleta a la altura de la nuca y tiró de ella hacia el otro lado del cuarto. Elayne corría a su lado, con la faz congestionada por la furia. Lo peor de todo era que ambas estaban escudadas.

La corta carrera acabó cuando se les permitió plantar bien los pies en el suelo, delante de la señora Corly y las otras dos; las tres estaban sentadas en las sillas rojas alineadas en la pared, y el brillo del saidar las envolvía.

—Se os dijo que estuvieseis calladas —manifestó firmemente Reanne—. Si decidimos ayudaros, tendréis que aprender que se espera de vosotras una obediencia tan estricta como la de la propia Torre Blanca. —Esas últimas palabras sonaron imbuidas de un tono reverente—. Os diré que habríais sido recibidas más amablemente si no hubieseis acudido a nosotras de un modo tan irregular.

El flujo que asía la coleta de Nynaeve desapareció. Elayne sacudió la cabeza airadamente cuando la soltaron.

La estupefacción dio paso a una ardiente indignación cuando Nynaeve advirtió que era Berowin la que mantenía su escudo. La mayoría de las Aes Sedai que conocía estaban por encima de Berowin; casi todas ellas lo estaban. Recobró el autocontrol y se esforzó por llegar a la Fuente, esperando que los tejidos se hiciesen añicos. Al menos demostraría a esas mujeres que a ella no se la… Los tejidos se estiraron. La oronda cairhienina sonrió y el rostro de Nynaeve se tornó tormentoso. El escudo se estiró más y más, hinchándose como un globo. Pero no se rompió. No podía ser verdad. Cualquiera podía aislarla de la Fuente si la cogía por sorpresa, naturalmente, y alguien más débil que ella podría mantener el escudo una vez tejido, pero no alguien tan débil. Además, un escudo no se dilataba tanto sin quebrarse. ¡Era imposible!

—Podrías romperte un vaso sanguíneo si sigues haciendo eso —dijo Berowin, casi amigablemente—. Nosotras no intentamos llegar por encima de nuestra condición, pero las habilidades se pulen con el tiempo, y ésta siempre fue en mí casi como un Talento. Podría retener escudado a uno de los Renegados.

Nynaeve frunció el entrecejo y dejó de intentarlo. Podía esperar. Puesto que no tenía otra alternativa, podía esperar.

Derys se acercó llevando la bandeja y repartió tazas de oscuro té. A las tres mujeres sentadas, claro. Ni una sola vez miró hacia las dos jóvenes; tras hacer una reverencia perfecta, regresó a su mesa.

—Podríamos haber estado bebiendo infusión de arándanos, Nynaeve —dijo Elayne al tiempo que le lanzaba tal mirada que la antigua Zahorí casi retrocede. Quizá sería mejor no esperar demasiado.

—Guarda silencio, muchacha. —El tono de la señora Corly era sosegado, pero se enjugó el sudor de la cara con el pañuelo con golpecitos irritados—. Nuestra información sobre vosotras señala que sois descaradas y polémicas, que perseguís a los hombres y que mentís. A lo que he de añadir que sois incapaces de seguir las instrucciones más sencillas. Todo ello ha de cambiar si buscáis nuestra ayuda. Todo. Esto es de lo más irregular. Dad gracias de que estemos dispuestas a hablar con vosotras.

—Buscamos vuestra ayuda, es cierto —asintió Nynaeve. Ojalá Elayne dejara de dirigirle aquella mirada iracunda; era peor que la dura mirada de la señora Corly. Bueno, por lo menos igual de mala—. Necesitamos desesperadamente encontrar un ter’angreal

—Por lo general —la interrumpió Reanne como si no hubiese hablado—, conocemos de antemano a las chicas que nos traen, pero debemos asegurarnos de que sois lo que decís. ¿Cuántas puertas puede utilizar una novicia para ir a la biblioteca de la Torre, y cuáles son? —Tomó un sorbito de té y esperó.

—Dos. —La palabra rezumaba veneno en la boca de Elayne—. Las puertas principales del lado este, cuando la envía una hermana, o la pequeña de la esquina sudoeste, llamada la Puerta de las Novicias, cuando va por su propia cuenta. ¿Durante cuánto tiempo más, Nynaeve?

Garenia, que mantenía el escudo de Elayne, encauzó otro fino flujo de Aire, sin delicadeza. Elayne se estremeció otra vez. Nynaeve se encogió, admirada de que no hubiese llevado las manos al trasero.

—Un lenguaje cortés es otro requisito —murmuró irónicamente Garenia mientras se llevaba la taza a los labios.

—Es la respuesta correcta —dijo la señora Corly, como si no hubiese ocurrido nada más. Sin embargo, dirigió una fugaz ojeada a la saldaenina—. Bien, ¿cuántos puentes hay en el Jardín Acuático?

—Tres —espetó Nynaeve, principalmente porque lo sabía. Lo de la biblioteca lo ignoraba, ya que nunca había sido novicia—. Necesitamos saber…

Berowin no tenía fuerza suficiente para dedicar parte de ella a encauzar un flujo de Aire, pero la señora Corly sí podía, y lo hizo. Manteniendo a duras penas el gesto impasible, Nynaeve apretó los puños en la falda para que no le temblaran las manos. Elayne tuvo el descaro de dedicarle una fría sonrisilla. Fría, pero satisfecha.

Les hicieron una docena más de preguntas, desde cuántos pisos tenían las dependencias de las novicias —doce— hasta en qué circunstancias se le permitía a una novicia entrar en la Antecámara de la Torre —para llevar mensajes o para ser expulsada de la Torre por una falta; por ningún otro motivo—, y se sucedieron sin que Nynaeve pudiese intercalar más de dos o tres palabras. Empezaba a sentirse como una novicia en la Antecámara, donde se les permitía hablar. Ésa era una de las pocas respuestas que sabía, pero afortunadamente Elayne respondió enseguida al ver que ella no lo hacía. Nynaeve lo habría hecho mejor si hubiesen preguntado sobre Aceptadas; al menos, un poco mejor. Sin embargo, lo único que les interesaba era lo que una novicia debería saber. Se alegró de que Elayne estuviese dispuesta a seguirles el juego, aunque, a juzgar por la palidez de sus mejillas y por el modo en que tenía alzado el mentón, no iba a aguantarlo mucho más.

—Supongo que Nynaeve estuvo realmente allí —dijo por último Reanne, que intercambió una mirada con las otras—. Si Elayne la hubiese instruido para pasar el interrogatorio, creo que lo habría hecho mejor. Hay personas que se pasan la vida en las nubes.

Garenia resopló, aunque después asintió lentamente. El gesto de asentimiento de Berowin llegó con demasiada prontitud para el gusto de Nynaeve.

—Por favor —empezó cortésmente. Podía ser amable cuando la ocasión lo requería, dijeran lo que dijeran los demás—. De verdad necesitamos encontrar un ter’angreal que los Marinos llaman el Cuenco de los Vientos. Se encuentra en un viejo y polvoriento almacén, en alguna parte del Rahad, y creo que vuestro gremio, vuestro Círculo, debe de saber dónde. Ayudadnos, por favor.

Tres rostros repentinamente pétreos la contemplaban.

—Esto no es un gremio —repuso fríamente la señora Corly—, sólo un grupo de unas cuantas amigas que no encontraron un hueco en la Torre Blanca. —De nuevo, aquel tono reverencial—. Y que son lo bastante necias para echar una mano de vez en cuando donde se necesita. No queremos saber nada de ter’angreal ni angreal ni sa’angreal. No somos Aes Sedai. —También aquel título sonó con veneración—. En cualquier caso, no estáis aquí para hacer preguntas, sino para responderlas, y aún nos quedan algunas para ver hasta dónde habéis llegado. Después, seréis conducidas al campo y puestas al cuidado de una amiga. Ella os guardará hasta que decidamos cuál es el siguiente paso, hasta que estemos seguras de que las hermanas no os buscan. Tenéis una nueva vida ante vosotras, una nueva oportunidad, si sois capaces de verlo. Lo que quiera que os frenara para continuar en la Torre, ya fuera falta de destreza o miedo o cualquier otra cosa aquí no cuenta. Nadie os forzará a aprender o a hacer lo que no podáis. Con lo que sois, bastará. Bien, pues…

—Ya basta —la interrumpió Elayne con voz gélida—. Esto ha durado más que suficiente, Nynaeve. ¿O es que te propones esperar en el campo durante el tiempo que sea menester? No lo tienen. —Sacó su anillo de la Gran Serpiente de la escarcela y se lo puso en el dedo. Por el modo que miraba a las mujeres sentadas, nadie habría pensado que estaba escudada. Parecía una reina a quien se le había acabado la paciencia, una Aes Sedai de la cabeza a los pies—. Soy Elayne Trakand, Cabeza Insigne de la casa Trakand, heredera del trono de Andor y Aes Sedai del Ajah Verde, y exijo que me soltéis de inmediato.

Nynaeve gimió. Garenia hizo un gesto de desagrado y los ojos de Berowin se desorbitaron por el horror. Reanne Corly sacudió la cabeza tristemente, pero cuando habló su voz era acerada:

—Confiaba en que Setalle Anan os hubiese hecho cambiar de opinión con respecto a esa mentira en particular. Sé lo duro que es partir llena de orgullo hacia la Torre Blanca para después tener que afrontar la vuelta a casa y admitir el fracaso. ¡Pero esas cosas jamás se deben decir, ni en broma!

—No estoy bromeando —repuso Elayne en tono ligero. Claro que la nieve también era ligera.

Garenia se echó hacia adelante con gesto ceñudo y formando ya un flujo de Aire, pero la señora Corly levantó la mano.

—¿Y tú, Nynaeve? ¿También persistes en esta… locura?

Nynaeve llenó los pulmones de aire. Esas mujeres tenían que saber dónde estaba el Cuenco. ¡Debían saberlo!

—¡Nynaeve! —instó con impertinencia Elayne. La antigua Zahorí sabía que su amiga no dejaría que olvidara esto aunque tuvieran que llevar a cabo una huida. Tenía un modo de machacar cualquier pequeño error que hacía que el suelo se desplomara bajo los pies.

—Soy Aes Sedai del Ajah Amarillo —dijo cansinamente—. La verdadera Sede Amyrlin, Egwene al’Vere, nos ascendió al chal en Salidar. No es mayor que Elayne; debéis de haber oído rumores. —Ni el menor atisbo de cambio en aquellos rostros pétreos—. Nos envió para encontrar el Cuenco de los Vientos. Con él podemos arreglar el tiempo. —Ni la mínima señal de cambio. Nynaeve intentó controlar su ira, lo intentó de veras, pero emergió a su pesar—. ¡Por fuerza tenéis que querer que eso ocurra! ¡Mirad a vuestro alrededor! ¡El Oscuro está asfixiando al mundo! ¡Si tenéis la más ligera pista de dónde se halla el Cuenco, decídnoslo!

La señora Corly hizo una seña a Derys, que se acercó y recogió las tazas al tiempo que lanzaba miradas atemorizadas a Nynaeve y a Elayne. Cuando se escabulló, de hecho salió de la salita, las tres mujeres se pusieron lentamente de pie y se quedaron plantadas allí, como severos jueces a punto de dictar sentencia.

—Lamento que no aceptéis nuestra ayuda —dijo fríamente la señora Corly—. Lamento todo este asunto. —Sacó unas monedas del bolsillo y puso tres marcos de plata en la mano de Nynaeve y tres en la de Elayne—. Esto os servirá para un corto trecho del camino. También podéis conseguir algo por esos vestidos, creo, aunque no tanto como debisteis de pagar por ellos. En cualquier caso no son adecuados para un viaje. Mañana al amanecer os habréis marchado de Ebou Dar.

—No vamos a ninguna parte —le contestó Nynaeve—. Por favor, si sabéis… —De nada sirvió que abriese la boca, porque el controlado pero constante flujo de palabras de la mujer no se cortó.

—A esa hora, empezaremos a propagar vuestra descripción y nos aseguraremos de que llegue a las hermanas instaladas en el palacio de Tarasin. Si se os ve después de la salida del sol, nos ocuparemos de que las hermanas se enteren de dónde estáis. Y los Capas Blancas también. Entonces sólo tendréis tres opciones: huir, entregaros a las hermanas o morir. Idos y no volváis. Viviréis más tiempo si renunciáis a esa artimaña peligrosa y repugnante. Hemos terminado. Berowin, Garenia, acompañadlas a la puerta, por favor.

Pasó entre ellas rozándolas y salió de la estancia sin mirar atrás. Hoscamente, Nynaeve se dejó llevar hasta la puerta principal. Resistirse no conduciría a nada salvo, quizás, a ser despedidas de un empujón; sin embargo, no le gustaba darse por vencida. ¡Luz, no le gustaba ni pizca! Elayne caminaba sin vacilar, con una fría determinación de marcharse y acabar de una vez con el asunto plasmada en su actitud y en su porte. En el pequeño vestíbulo Nynaeve decidió intentarlo una vez más.

—Por favor, Garenia, Berowin, si tenéis alguna pista, decídnoslo. Cualquiera, por pequeña que sea. Es imposible que no os deis cuenta de lo importante que es esto.

—«No hay peor ceguera que la de quien no quiere ver» —citó Elayne, y no precisamente en voz baja.

Berowin vaciló, pero no Garenia, que adelantó la cara hasta casi tocar con su nariz la de Nynaeve.

—¿Nos tomas por tontas, muchacha? Te diré una cosa. Si se hubiese hecho a mi modo, os habríamos llevado como fardos a la granja, dijeseis lo que dijeseis. Unos cuantos meses al cuidado de Alise y aprenderíais a dejar quieta la lengua y a sentiros agradecidas por la ayuda que ahora despreciáis.

Nynaeve se planteó la idea de atizarle un puñetazo en la nariz; para eso no necesitaba el saidar.

—Garenia —reprendió Berowin en tono seco—, no retenemos a nadie en contra de su voluntad, y tú lo sabes muy bien. ¡Discúlpate de inmediato!

Y, maravilla de maravillas, la mujer que podría haber estado casi en lo más alto si hubiera sido Aes Sedai miró de reojo a la mujer que habría estado casi en el escalón más bajo y enrojeció.

—Os pido disculpas —murmuró, dirigiéndose a Nynaeve—. A veces me puede el genio y digo lo que no debo. Me disculpo humildemente. —Echó otra ojeada a Berowin, que asintió, y soltó un suspiro de alivio.

Nynaeve seguía boquiabierta cuando los escudos desaparecieron y Elayne y ella fueron echadas a la calle. La puerta se cerró con un sonoro golpe a sus espaldas.

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