Inglaterra 1510-1511.
El rey y la reina disfrutaban de un momento tranquilo que pocas veces podían compartir en sus aposentos privados. Si bien había guardias afuera y las damas de la reina parloteaban entre ellas, Enrique y Catalina estuvieron solos por un buen rato. El joven rey amaba a su esposa y la respetaba mucho, pero las caras bonitas y las mujeres ingeniosas seguían atrayéndolo. No se negaba ningún placer, a pesar de su estado civil. Hasta el momento, la reina ignoraba sus incursiones en el campo de la lujuria. Y Enrique sabía que no se debía perturbar su sensibilidad. Ya había perdido un hijo. Así que él no descuidaba pasar media hora a solas con su Kate, todos los días. Ella se conformaba, inocente de Dios, con que él estuviera con ella.
– ¿Te acuerdas de Rosamund Bolton, de Friarsgate? -le preguntó la reina a su esposo. Tenía sobre el regazo un pergamino que acababa de leer.
La amplia frente del rey se frunció en la reflexión. Claro que se acordaba de ella. Había querido seducirla, pero un endemoniado caballero de su padre que, además, procedió a darle un sermón sobre caballería se lo había impedido.
– Creo que no. ¿Quién es?
– Estuvo en la Corte por un breve lapso. Era una heredera de Cumbria, pupila de tu padre.
– Tuvo varias muchachas pupilas -respondió el rey. "Pero ninguna con los senos tan seductores ni con aquellos soñadores ojos ambarinos" -pensó.
– Fue la amiga preferida de tu hermana en los meses previos a su casamiento en Escocia. Tu abuela y tu hermana convencieron a tu padre de que la diera por esposa a sir Owein Meredith. Se comprometieron aquí, en la Corte, y partieron con el séquito nupcial de Margarita, aunque lo abandonaron antes de llegar a Escocia -siguió explicando la reina.
¡Sir Owein Meredith! ¡Claro! Aquel era el caballero que lo había reprendido tanto. El rey le sonrió a su esposa.
– ¿Era pelirroja, Kate, mi amor? Me parece recordar a una muchacha de cabello rojo. ¿O era oscuro? -El rey volvió a fruncir el entrecejo mientras simulaba pensar.
– Tiene el cabello rojizo, y los ojos como un buen ámbar del Báltico, Enrique. Y esa deliciosa piel inglesa que yo siempre he admirado tanto. Crema y rosas silvestres. Lo cual siempre me ha parecido muy apropiado, considerando su nombre, "Rosamund".
– Sí, creo que recuerdo a esa dama. Una muchacha bastante bonita que había enviudado dos veces, aunque no tenía más que catorce años.
– ¡Exactamente! ¡Así es! ¡Ah, me alegro tanto de que te acuerdes, Enrique! Quiero que venga a la Corte.
– Pero, mi amor ¿no tienes suficientes damas para servirte que debes requerir la compañía de una de Cumbria? Su esposo no se alegrará, creo yo. Yo no te dejaría ir a ninguna parte sin mí -dijo el rey, con una amplia sonrisa.
La reina se ruborizó, pero insistió:
– Ha vuelto a quedar viuda, Enrique. Está desolada, porque amaba a sir Owein. Tienen tres niñas pequeñas. Yo soy madrina de la segunda, aunque no la he visto nunca.
El rey ahora estaba intrigado.
– ¿Y cómo es que sabes tanto de esa muchacha del campo, Kate, e incluso eres madrina de su hija? -le preguntó a su esposa. A veces ella lo sorprendía, y por lo general cuando él menos lo esperaba. Todavía tenía mucho que aprender de su Kate.
– Nos escribíamos, esposo mío, casi desde su partida de la Corte. No tienes idea de lo buena que ha sido conmigo, Enrique, ni de lo leal que es. Rosamund Bolton es la mejor de las mujeres. Si puedo aliviar su pena en algo, lo haré con gusto. Por favor, dime que puede venir. Será tan bueno para mí.
– Claro que puede venir, pero dime, ¿cómo fue buena contigo, dulce Kate?
– Se enteró de mis aprietos económicos aquella vez, cuando tu padre, que Dios lo tenga en su gloria -dijo la reina, persignándose devotamente-, no estaba seguro de si se realizaría nuestro matrimonio. Y mientras tu padre y el mío discutían sobre mi manutención, Rosamund Bolton me envió dinero. Y no solo una vez. Dos veces por año me daba lo que podía. No era mucho, apenas para unas semanas, pero no me falló nunca. Me dijo mi mensajero que una vez vendió un potrillito, hijo de un gran caballo de guerra, y me mandó todo lo obtenido de la venta. Lady Neville, cuyo esposo quería comprar el animal, pero le ganaron de mano, me confirmó la historia.
– ¡Caramba! -dijo el rey, atónito.
– Y sus dulces cartas me dieron tanto consuelo. Me escribía sobre su vida en Friarsgate, sus embarazos, sus hijas, pero más que nada sobre sir Owein. Perdió un hijo, que nació este año, más o menos cuando yo perdí a nuestro niño. Ahora ha perdido a sir Owein. -La reina se detuvo y miró a su esposo-. Como verás, estoy en deuda con ella, Enrique.
Él asintió, despacio. Qué interesante el hecho de que su Kate hubiera suscitado una lealtad tan cariñosa de una muchachita sin importancia que había conocido fugazmente.
– ¿Cómo murió sir Owein? No era un hombre joven, pero tampoco viejo.
– Se cayó de un árbol, aunque no sé qué hacía trepado a un árbol. Tenía treinta y ocho años, según me dice la pobre Rosamund.
– Puedes enviar a una escolta a Friarsgate para que la traiga, Kate. Y envíale dinero, que compre tela para hacerse un buen guardarropa para cuando esté entre nosotros -le ordenó el rey, generoso, a su esposa.
– ¡Ay, Enrique, eres tan bueno! -exclamó la reina, echándose sobre sus rodillas y cubriéndole el rostro de besos-. ¡Cuánto te amo, queridísimo esposo!
Enrique Tudor rió y devolvió sus besos, mientras le acariciaba los senos y a ella se le encendían las mejillas tanto de placer como de vergüenza.
El mensajero real llegó a Friarsgate con una abultada bolsa y una carta de la reina para la dueña. Rosamund debía tomar la bolsa y comprar buenas telas para hacer varios trajes apropiados para la Corte. En seis semanas, a partir de ese momento, sería acompañada desde su casa hasta Londres. Podía llevar una criada consigo.
– Yo no puedo ir -le dijo Rosamund a Maybel.
– ¡Claro que sí!
– ¿Cómo voy a dejar a mis niñas? -gimió Rosamund-. Bessie acaba de ser destetada. Tengo responsabilidades.
– Rosamund -la tranquilizó su tío Edmund, viendo que su apasionada esposa comenzaba a alterarse-. Querida sobrina, esto no es solo una invitación. La reina te ha pedido que te unas a su Corte. No esperará que te quedes mucho tiempo con ella, pero es una orden real, Rosamund. La cosecha está recogida y todo se encuentra listo para el invierno. Mañana te acompañaré, junto con mi querida esposa, a Carlisle, donde comprarán tela para los trajes. No tenemos demasiado tiempo para prepararnos, querida mía, pero debes ir.
– ¿Cuánto tiempo piensas que deberé quedarme? Sabes cuánto me disgusta estar lejos de casa, tío.
– Unos pocos meses, no más, niña. Recuerda que la última vez que visitaste la Corte estabas a cargo del rey, pero ahora eres una mujer adulta. Tal vez incluso encuentres un nuevo esposo entre los hombres del rey.
– ¡Jesús, María y José! -exclamó Maybel, mirando con furia a Edmund. El pobre Owein estaba tibio en su tumba y ahí estaba su esposo hablando de otro hombre.
– ¡Ay, tío, yo jamás volveré a casarme!
– Bien, fuera como fuese, sobrina, tendrás más libertad en esta visita. Se dice que el joven rey es muy alegre y que su Corte es divertida. Owein no querría que lo lloraras el resto de tu vida.
– Tío, hace apenas dos meses que se ha ido de mi lado -señaló Rosamund, con los ojos llenos de lágrimas.
– ¡Cállate, viejo imprudente! -le siseó Maybel a Edmund.
Fueron a Carlisle y encontraron ricas telas para los trajes que usaría en la Corte. Rosamund no quería escoger colores brillantes para honrar su viudez. En las siguientes semanas, ella, Maybel y muchas de las mujeres de Friarsgate cosieron para hacerle un guardarropa apropiado. Llevaría cuatro trajes. Dos serían negros; uno, de un tono verde oscuro y el otro, azul violáceo. Las faldas eran campana pues, según les había asegurado el mercero de Carlisle que les vendió un miriñaque, esa era la moda en la Corte.
– Es la influencia española de la reina -dijo, con un guiño.
Los corpiños eran difíciles, porque ahora las mangas se habían vuelto más intricadas, explicó la esposa del mercero. Tenía una hermana en Londres que le había enviado dibujos de cómo debía vestirse ahora. Le copió uno a Rosamund y le dijo que los españoles eran muy elegantes.
– Mi hermana dice que la reina siempre ha estado mejor que cualquiera. Sostiene que los trajes que trajo de España eran magníficos.
"Si supiera la verdad" -pensó Rosamund, pero asintió y le agradeció a la esposa del mercero su gran ayuda.
Su nuevo guardarropas estuvo terminado dos días antes de que llegara su escolta. Los trajes tenían escote cuadrado. Los corpiños eran ajustados y las faldas llegaban al piso. El de brocado negro estaba decorado con bordado en oro para aliviar su severidad, y también llevaba bordado de oro en los puños. El de terciopelo verde tenía un borde de una suave piel castaña, con anchos puños de piel; el de brocado azul, un canesú de terciopelo azul más claro alrededor del escote y puños bordados en oro y plata y el de terciopelo negro, un canesú de terciopelo blanco bordado en plata y mangas ajustadas con puños de piel.
– Nunca usé ropa como esta. Por cierto que no avergonzaré a la reina, mi protectora, aunque casi todos los trajes de la Corte serán magníficos comparados con los míos. -Miró la ropa extendida prolijamente para su inspección. Había seis camisas, más de las que ella había visto en toda su vida; dos trajes para dormir y una gorra de noche bordada y con cintas rosadas; seis pares de medias tejidas con una lana muy delicada proveniente del primer peinado de las ovejas de primavera. Tenía una hermosa capa nueva con capucha hecha de lana de Friarsgate, teñida del famoso y exclusivo color azul de la finca. Estaba forrada y bordeada con piel de conejo, al igual que los guantes de cuero color castaño que hacían juego.
El zapatero de la finca le había hecho zapatos nuevos y un par de botas, además de una protección especial por si llovía o había barro. También preparó para ella un elegante costurero que encajaba en un precioso bolso de cuero con unas tijeras pequeñas.
Rosamund tenía pocas joyas, pero empacó las que poseía, pues las damas de la Corte ciertamente usarían joyas. Tenía un collar de una vuelta de perlas del que pendía una cruz de oro y perlas, que había pertenecido a su madre y a su abuela; un broche de plata y malaquita verde que le había regalado Owein para el quinto aniversario de su casamiento; otro broche de jaspe rojo que había sido de su madre y tres anillos, además del nupcial. Entonces recordó el hermoso broche de esmeraldas y perlas que la Venerable Margarita le había enviado a Philippa cuando nació. Su hija era demasiado pequeña para usar joyas y la abuela del rey había muerto unos meses después que su hijo. Nadie lo sabría y el broche le quedaría espléndido con el traje de terciopelo verde. Rosamund guardó esa joya también.
Se había decidido que Annie, una joven criada a quien Maybel quería mucho, acompañaría a Rosamund a la Corte.
– Yo ya estoy demasiado vieja para ir contigo, querida niña. Además, tienes que dejar a alguien de confianza aquí para que se ocupe de las niñas, y esa persona soy yo. He estado instruyendo a Annie y te servirá bien. Yo no voy a vivir para siempre, Rosamund. Debes tener a otra persona que se ocupe de ti.
– Que no se te ocurra dejarme, pero estoy de acuerdo en que es mejor que venga una persona más joven conmigo. Ya conoces los horarios de la Corte. Si estoy con el séquito de la reina no se me permitirá irme a la cama hasta que Su Majestad esté bien metida en la suya.
Rosamund preparó a sus hijas para su partida, pero solo Philippa pareció interesarse. Banon quería saber si su madre le traería algo cuando regresara y Bessie era demasiado pequeña para entender lo que sucedía.
– ¿La reina tiene una hijita? -preguntó Philippa.
– No, todavía no tiene hijos -respondió su madre.
– No te vas a ir mucho tiempo, mamá, ¿verdad? -preguntó Philippa, mirándola, y eran los ojos de Owein que escudriñaban el rostro de Rosamund.
– Yo no quiero irme y no lo haría, pero ningún súbdito leal puede desobedecer la orden de la reina, mi niña. -Rosamund alisó con suavidad el cabello de su hija-. Preferiría quedarme con mis tres niñas antes que ir a la Corte. Creo que no soy una criatura muy social, queridísima.
– Ya hemos perdido a nuestro padre, no queremos perderte a ti.
– No me perderán, mi niña, y tendrán a Maybel aquí para cuidarlas. Mi mamá murió cuando yo tenía tres años. Casi no la recuerdo, pero Maybel me crió y me amó como si fuera su hija; puedes confiar en que ella las cuidará bien, a ti y a tus hermanas. Pero regresaré lo antes posible. Y te prometo que te escribiré.
Philippa abrazó a su madre y se alejó con sus hermanas. Rosamund suspiró hondo, pero Maybel la consoló.
– A ningún niño le gusta que la madre o el padre se vayan, mi niña. No te preocupes. Estaré aquí con ellas, como estuve contigo. Y Edmund cuidará Friarsgate. -Le dio una palmadita a Rosamund, consolándola.
– ¿Y si viene mi tío Henry? ¿Y si roba a Philippa para casarla con su odioso hijo? Ah, no me gusta dejar a mis hijas.
– Tu tío no está bien, según cuenta la cocinera, y tiene muchos problemas con su esposa -le recordó Maybel-. Además, Edmund no permitiría que nadie se llevara a las niñas. Ahora, deja de preocuparte y termina los preparativos para la Corte. La escolta de la reina estará aquí muy pronto.
Rosamund volvió a suspirar.
– Supongo que tienes razón, como siempre, querida Maybel. No conseguiré nada preocupándome. Pero estaré más contenta cuando emprenda el viaje de regreso a casa.
Al día siguiente el Hepburn de Claven's Carn llegó a la casa y entró temerario, en la sala donde Rosamund pulía sus pocas joyas. Ella levantó la mirada, sorprendida, pero no se levantó hasta que no hubo guardado sus joyas en la bolsa de terciopelo.
– Milord Hepburn, ¿qué te trae a Friarsgate?
– ¿Es cierto?
Ella supo a qué se refería él, pero no lo dio a entender.
– ¿Si es cierto qué, milord?
– ¿Enviudaste otra vez? -preguntó él, dándose cuenta de que ella lo había adivinado. ¿Era afectación lo suyo? No, ella no era así. Lo que quería decir, entonces, que Rosamund le tenía miedo. Suavizó el tono-. Me dijeron que sir Owein murió en un lamentable accidente. De haberlo sabido antes habría venido enseguida para presentar mis condolencias. -Los ojos azules la miraban directamente.
– Sí. Una vez más, estoy viuda. ¿No es extraño que mi esposo, que sobrevivió a tantas cosas, tantos años, desde que tenía apenas seis años de edad, al servicio de los Tudor, tanto en la guerra como en la paz, falleciera en un accidente tan común y corriente? Se cayó de un árbol. -Rió suavemente-. Desde el momento en que llegó, fue parte integral de Friarsgate. Todos los otoños trepaba a cada árbol del huerto, a recoger la fruta más alta para arrojarla a los delantales de las mujeres que esperaban abajo. Era muy extraño que un caballero hiciera eso, pero a él le causaba mucho placer. La rama sobre la que se apoyaba se quebró y cayó.
Logan Hepburn habría querido tomar en sus brazos a la mujer que tenía enfrente y consolarla, pero sabía que no podía. No todavía. No en ese momento.
– Lo siento. Sir Owein era un buen hombre.
– Sí, lo era.
Se hizo un largo silencio entre los dos, hasta que él dijo:
– Si hay algo que necesites, milady, cualquier cosa en la que los hombres de mi clan puedan ayudarte… -dejó la frase en suspenso.
Rosamund sonrió de pronto.
– Eres muy bueno, Logan Hepburn. Cruzar la frontera para hacerme ese ofrecimiento habla muy bien de tu persona. Tal vez en el pasado te he juzgado mal. Te debo mis disculpas.
– No, milady, soy el sinvergüenza que me acusabas de ser -le dijo con una sonrisa traviesa-. No he venido sólo a presentarte mis condolencias, como sospecho que sabrás. Pero este no es el momento de cortejarte.
Rosamund se ruborizó.
– No, no lo es. Salgo para la Corte en unos días más, Logan Hepburn. No volveré en varios meses.
Él se sorprendió con su revelación. Ella había dicho que era amiga de Margarita Tudor, la reina de Escocia. ¿Se refería a la Corte de Escocia? El corazón le latió más deprisa. Él tenía acceso a la Corte de Jacobo Estuardo por intermedio de su primo, Patrick Hepburn, el conde de Bothwell.
– ¿Vas a visitar a tu amiga, mi reina?
– No. Voy a Londres.
– No pareces una dama para la Corte.
Rosamund volvió a sonreír, porque no podía evitarlo. Él era mayor que ella y más osado. Y, sin embargo, había algo en él que a ella le provocaban ganas de matarlo y de besarlo al mismo tiempo. Volvió a ruborizarse: ¿de dónde había surgido ese pensamiento?
– No soy una dama para la Corte, milord, pero la reina ha ordenado mi presencia y debo ir. Edmund me dice que una orden de una reina no puede ser desobedecida, aunque yo lo haría si pudiera.
¿Y cómo había hecho esta campesina para conocer a la reina de Inglaterra? Pero él no iba a interrogarla sobre ese punto: no tenía derecho a hacerlo, y ella no ofrecía la información.
– Cuando vuelvas de la Corte, Rosamund Bolton, ¿me lo dirás, para pueda venir a presentarme ante ti?
– Milord… -comenzó a decir ella, pero se quedó sin palabras.
– He esperado por ti desde que tenía dieciséis años, Rosamund, y no soy famoso por mi paciencia. Consideraré tus sentimientos, ¡pero si vuelves de la Corte inglesa con un nuevo esposo, te juro que lo mataré, porque te quiero para mí!
Ella se enojó.
– ¿Y por qué debería casarme contigo? Soy inglesa y tengo mi casa aquí, en Friarsgate. ¡Tú eres escocés y vives sólo Dios sabe dónde! ¿Por qué, dime, me casaría yo contigo? Además, no tengo intenciones de volver a casarme.
– Te casarás conmigo, Rosamund, porque te amo, como te amaron sir Hugh y sir Owein. Tú aceptas con mucha indiferencia el amor de un hombre, muchacha, y no deberías hacerlo. Además, tú tienes heredera para tu casa y yo no tengo ni heredero ni heredera para Claven's Carn.
– Entonces, me ves como una buena reproductora, ¿es eso? -le espetó. ¡Ay, qué hombre insufrible!
– Si lo único que quisiera fuera engendrar más Hepburn, me habría casado hace mucho. Dios sabe que las mujeres me han acosado y se han metido en mi cama desde que tenía catorce años y alcancé mi actual estatura. Pero sólo te quiero a ti por esposa. -Su presencia era imponente.
Ella lo miró, furiosa, con las manos en la cintura y sus ojos destellaron ira.
– ¿Debo impresionarme con ese comentario sobre lo atractivo que te encuentran otras mujeres?
– Tú me encuentras atractivo -la desafió él.
– ¿Yo? -La palabra fue casi un chillido-. ¿Que yo te encuentro atractivo? Dios santo, has perdido el juicio si crees semejante cosa.
Él no pudo contenerse. Tenía que mostrarle a esa mujer cuál era la verdad. La abrazó y quedó embriagado por el cálido perfume a brezo blanco. Sintió la maravillosa suavidad de sus senos contra su recio pecho. Su boca buscó sus dulces labios y la besó como nunca había besado a ninguna mujer, con honda pasión y con gran ternura. Después, mirando la carita en forma de corazón y los atónitos ojos ambarinos, concluyó:
– Sí, Rosamund Bolton, tú me encuentras muy atractivo.
Ella se apartó y lo abofeteó con todas sus fuerzas.
– ¡Sal de mi casa, tú… -luchó por encontrar la palabra-…escocés sinvergüenza! -Su pequeño dedo índice señalaba la salida.
Él se restregó la mejilla, asombrado de que ella pudiera pegar con tanta fuerza, porque la bofetada le había dolido de verdad. Le hizo una inclinación, con un elegante floreo.
– Volveré, Rosamund, cuando regreses de Londres. Prepárate para convertirte en mi esposa, ¡pues lo serás! -y se alejó.
Si hubiera tenido algo a mano, Rosamund se lo habría arrojado. ¿Cómo alardeaba tan seguro de que se casaría con él? Ella no tenía intenciones de volver a casarse.
– Ya me cansé de enterrar esposos -murmuró entre dientes.
Maybel entró en la sala.
– Vi a un jinete. ¿Quién era?
– Logan Hepburn.
– ¿El Hepburn de Claven's Carn? ¿Qué quería?
– Presentar sus condolencias.
– Y cortejarte -dijo Maybel con una risita.
– ¡No digas eso! Ahora me alegro de irme a la Corte.
Maybel levantó una ceja y no le mencionó a su señora que también había visto al jinete dirigirse a la iglesia, donde hablaría con el padre Mata, sin duda. Rosamund se iría al día siguiente. No tenía sentido hacerla enojar más de lo que ya estaba.
En la iglesia, el sacerdote y el Hepburn se abrazaron.
– Gracias por avisarme, hermano -dijo Logan Hepburn-. Pero no me dijiste que parte a la Corte de Londres.
– Entonces ya te enteraste.
– ¿Y si le dan un nuevo esposo? ¿Y ella cómo conoce a la reina de Inglaterra? -Quería respuestas, y no las obtendría de Rosamund. Mata estaba ligado a él por la sangre. Por el hecho de que él era el jefe de su rama del clan. Mata le contaría.
Se sentaron en un estrecho banco, y el sacerdote comenzó a hablar
– Conoció a Catalina de Aragón cuando estuvo en la Corte antes de su matrimonio con sir Owein. Ella, Catalina y Margarita eran jovencitas y muy amigas. Cuando nació su hija mayor, Rosamund mandó avisar a Catalina, a la madre del rey y a la reina de los escoceses. Las tres le respondieron, pero ella se conmovió con la difícil situación de la princesa española, que le pidió perdón por lo modesto de su regalo para la recién nacida, pero le explicó que estaba en serios aprietos económicos. Al parecer, el viejo Enrique y el rey Fernando peleaban para ver quién debía pagar los gastos de la princesa y su manutención, así que ninguno de los dos se hacía cargo de nada. La desdichada vivía en la pobreza más abyecta y sus criados andaban vestidos con harapos. Rosamund le envió algo de dinero y siguió haciéndolo dos veces por año. Cuando lady Catalina se enteró de que su amiga había enviudado otra vez, le envió bastante dinero y le dijo a lady Rosamund que comprara telas para que se confeccionara trajes y que le enviaría una escolta para acompañarla hasta la Corte. Esa escolta debería llegar mañana, Logan.
– Mataré al esposo que le den.
– Y seguro que te echó de su casa -dijo el sacerdote, riendo-. No creo que este rey Tudor envíe a milady de regreso con un nuevo esposo. Su padre lo hizo porque eso se esperaba de él. Mi señora todavía está de luto por sir Owein y la reina comprenderá la delicadeza de sus sentimientos. No, hermano, esta será una visita social y lady Rosamund regresará deprisa porque no disfruta de la Corte ni de sus habitantes, los esnobs que le hacen sentir su falta de importancia. No, volverá en unos meses a su amada Friarsgate y a sus queridas hijas.
– ¿A quién le escribirá?
– A Edmund y a Maybel. Ellos compartirán el contenido de sus cartas conmigo y yo te avisaré lo que debas saber, Logan.
– ¡Bien! Ahora bendíceme, Mata, porque sé que me hace mucha falta. -Se levantó del banco y se arrodilló. El sacerdote se puso de pie, le dio su bendición y concluyó:
– Que Dios vaya contigo, Logan, y trata de no matar a nadie.
El Hepburn se puso de pie, riendo, y dijo:
– Lo intentaré, Mata, pero no puedo prometerte nada, porque tú ya sabes cómo soy.
– Sí que lo sé -rió el sacerdote y lo acompañó hasta la puerta de su iglesia. Los dos hombres volvieron a abrazarse y luego Logan Hepburn montó su caballo y se alejó de Friarsgate.
Rosamund lo observó desde la ventana de su dormitorio mientras se cepillaba el largo cabello. Le había dicho a Maybel que le dolía la cabeza y que comería en su dormitorio, pero la verdad era que no quería hablar con nadie sobre el Hepburn de Claven's Carn. Estaba acostumbrada a hombres de hablar suave que la trataban con delicadeza. Logan Hepburn no se parecía a Hugh ni a Owein. Era arrogante. No utilizaba lenguaje diplomático. No. La penetraba con la mirada y hablaba francamente.
¿Y era malo eso? Pero ¿qué derecho tenía de visitarla en medio de su luto y anunciarle que pensaba casarse con ella? La había esperado desde los dieciséis años y la había visto por primera vez cuando ella tenía seis, en una feria de ganado en Drumfrie. ¡Qué tontería! y las mujeres se arrojaban a sus pies. Bien, tal vez eso no fuera mentira. Era bellísimo, con sus rebeldes rizos negros y esos ojos tan azules… Ella nunca había pensado en sus ojos como sencillamente azules. Eran más que azules, como el lago. El cepillo se le enredó en un nudo del cabello y Rosamund maldijo entre dientes.
– Esta vez -masculló, viendo a Logan Hepburn desaparecer detrás de la colina-, nadie va a hacer planes en mi nombre ni me va a decir con quién tengo que casarme. -¿No había decidido ya que no volvería a casarse? Rosamund maldijo nuevamente para sus adentros.
Pero no podía evitar pensar en cómo sería estar casada con un hombre tan temerario. Pelearían todo el tiempo, de eso no había duda. ¿Y Cómo sería Claven's Carn? Ningún lugar podía ser tan hermoso como Friarsgate. Ella conocía lo suficiente de lengua escocesa para traducir el significado del nombre de la heredad. Claven's Carn. Significaba la colina rocosa de los milanos. Un milano era un ave de presa. Hizo una mueca y se preguntó quién le había puesto ese nombre. No, no sería tan hermoso como su Friarsgate, cuyo nombre derivaba del de un antiguo monasterio, hacía tiempo desaparecido.
Traza tu propio camino. Bien, ¿no estaba haciendo precisamente eso? Estaba trazando su propio camino, y era hora. Había permitido durante demasiado tiempo que otros tomaran decisiones por ella. Pero ella era mujer, se lo recordaban todo el tiempo, y las mujeres no toman sus propias decisiones. Eso quedaba para los hombres de la familia. ¿Quién estableció esa ley? Dejó el cepillo y comenzó a trenzarse el cabello.
Al día siguiente, llegó la escolta real, encabezada por un caballero que se presentó como sir Thomas Bolton, lord Cambridge.
– Somos parientes lejanos -le informó sir Thomas a Rosamund mientras miraba a su alrededor la pequeña sala, con ojo avizor-. Nuestros bisabuelos eran primos hermanos -explicó-. Siempre me he preguntado cómo era Friarsgate. Llegué a conocer a mi bisabuelo. Murió cuando yo tenía siete años, pero le encantaba contarme historias de esta Cumbria donde se había criado. Es hermoso, eso lo admito, pero, por Dios santo, señora, ¿cómo soportas la falta de compañía civilizada?
En otras circunstancias, Rosamund se habría ofendido seriamente pero, por alguna extraña razón, sir Thomas le había caído, al instante, maravillosamente bien. Era de altura mediana y robusto. Tenía una hermosa cabellera rubia con un corte muy elegante: corto y con bandas sobre la amplia frente. Sus curiosos ojos eran del mismo color ámbar que los de ella. Su ropa era sencillamente espléndida y, obviamente, a la moda. Cómo conseguía estar tan atildado después de días en el camino era un misterio. Pero lo que a ella le encantó fueron sus modales, porque no había la menor malicia en él, dijera lo que dijese. Y sir Thomas hablaba mucho.
– Me gusta llevar una vida sencilla, milord. Me tomo muy en serio mis responsabilidades en Friarsgate.
– Me imagino -dijo sir Thomas, suspirando, y se dejó caer en una silla-. Con ropa adecuada, querida, serías espectacular. -Y la atravesó con una mirada-. Me gustas, prima, y voy a cuidarte, pero primero tienes que darme algo de tomar, porque me muero de sed, y, después, tienes que decirme cómo fue que te invitaron a la Corte. Mi debilidad es la curiosidad, querida niña.
Rosamund se echó a reír. No pudo evitarlo. En toda su vida nunca había conocido a nadie como sir Thomas. Le sirvió un copón de peltre lleno de sidra, temiendo que su rústico vino fuera un insulto para su paladar, y se lo dio.
Él bebió un sorbo, la miró por sobre el borde de la copa, tomó el resto y le tendió la copa para que le sirviera más.
– Excelente y recién hecha. ¿No tengo razón, querida niña? Ahora responde a mi pregunta, prima Rosamund.
– Estuve un tiempo en la Corte a cargo del rey Enrique VII. En esa época conocí a la princesa de Aragón. Cuando volví a casa, casada con sir Owein Meredith, nos escribimos. Después de la muerte de mi esposo la reina me llamó a la Corte. Su intención es animarme, pero yo preferiría quedarme en casa.
– Ah, sí, claro, no me cabe duda, querida prima, pero la reina tiene razón. Una visita a la Corte te ayudará a pasar lo peor del duelo. Yo recuerdo a sir Owein. Era un hombre de honor y leal, aunque tal vez un poco aburrido. No te ofendas. Muchos hombres buenos son aburridos y, en tu caso, es obvio que tú no te aburrías con él. -Su mirada fue al extremo de la sala, donde estaban Philippa, Banon y Bessie mirando azoradas esa figura de alguien tan hermosamente a la moda como sir Thomas Bolton-. ¿Esas son tus hijas? Qué encantadoras.
– Perdimos un varón -dijo Rosamund, como para defender la falta.
– ¡Ah, pobrecita! Otro lazo con la reina. Partiremos mañana, prima, si te parece bien. Espero que estés lista. El otoño ha llegado tardíamente y le tengo miedo al camino si la nieve llega temprano. El viaje es más largo de lo que yo pensaba.
Rosamund le había vuelto a llenar la copa.
– ¿Cómo fue que lo eligieron para acompañarme, sir Thomas? -preguntó ella, sentada frente a él junto al hogar.
– Oí decir al rey que su esposa invitaba a una señora de Friarsgate a la Corte. De inmediato le pregunté a Su Majestad, como prefiere él que lo llamen ahora, aunque es algo muy rebuscado, creo yo, si la dama en cuestión era Bolton de soltera y si ese Friarsgate era en Cumbria. Cuando respondió que sí a ambas preguntas, le expliqué que yo era un primo distante tuyo. La reina lo supo y me asignó la tarea de escoltarte, querida prima. ¡Y gracias al cielo que lo hizo! Han sucedido tantas cosas en la Corte desde la última vez que estuviste. Te pondré al día de los mejores rumores, y algunos tal vez tengan algo de verdad. Ahora bien, llévame a ver tu guardarropa, para que pueda decidir qué necesita alguna modificación antes de partir. Espero que lo que tienes puesto no sea un ejemplo de lo que piensas llevar a la Corte, querida.
– No -dijo Rosamund, riendo a pesar del insulto-. Compré tela en Carlisle y la esposa del mercero acababa de recibir unos dibujos de su hermana en Londres.
Sir Thomas se estremeció e hizo una mueca.
– No quiero ni imaginármelos -dijo, con un profundo suspiro.
– Pero ya empaqué -protestó Rosamund.
– Mi querida prima, podemos volver a empacar. Lo que no podemos hacer es borrar la impresión que darás en la Corte si te presentas con ropa pasada de moda. ¡Adelante!
Rosamund volvió a reír. Sí, le encantaba este primo que había aparecido de la nada para llevarla a la Corte.
– Venga, entonces, pero prepárese para algo: mis trajes son sobrios en color y en estilo. Después de todo, estoy de luto por mi esposo, sir Thomas.
– Tom está bien, o primo -le dijo él y, al pasar junto a las tres niñas se detuvo, metió la mano en el jubón y sacó un puñado de dulces, que les dio, como al pasar. Siguió a Rosamund escaleras arriba hacia su dormitorio.
Entraron y Rosamund le dijo a Annie:
– Él es mi primo, sir Thomas Bolton, que ha venido a acompañarnos, Annie, y quiere ver mis trajes. Desempácalos.
– Sí, señora -respondió Annie, mirando con asombro a sir Thomas.
– ¿Qué joyas tienes? -quiso saber él.
Rosamund vació la bolsita de terciopelo sobre la cama.
Sus dedos delgados y gráciles revisaron los adornos y al final dijo:
– Las perlas y el broche de esmeraldas y perlas son dignos de ti. El resto, no. Lo dejarás aquí.
– Pero no tengo nada más.
– Yo sí. Mi rama de la familia nada en dinero, querida niña. Tengo joyas para tirar para arriba y ninguna esposa para usarla.
– ¿Por qué no tienes esposa? Creo que se te consideraría un partido muy conveniente, primo.
Él sonrió y le dio una palmadita en la mano.
– No deseo una esposa. Una esposa me estorbaría. Me temo que soy un hombre egoísta que prefiere los placeres del mundo antes que engendrar una prole de niños llorosos, deseosos de que yo me muera para dilapidar mi tesoro, tan trabajosamente acumulado por mi familia. Yo, querida niña, soy perfectamente capaz de dilapidar mi fortuna sólito. Te cubriré con las joyas de la familia y, probablemente, dentro de un tiempo te haga hacer un guardarropa ligeramente más a la moda, en tonos más alegres. -Miró los trajes que Annie desplegó para que viera-. No están mal. Algo conservadores, pero no están mal, considerando la fuente. La esposa del mercero estuvo bien, y me sorprende. Estos trajes servirán para empezar. Vuelve a empacar, Annie, que partiremos mañana, aunque no demasiado temprano. Lo suficiente para llegar a St. Cuthbert para la caída del sol. ¿Conoces St. Cuthbert?
– Mi tío Richard acaba de ser nombrado el nuevo prior. Ven a la sala conmigo, primo, que te contaré la historia reciente de la familia. A cambio, tú me comentarás cómo terminó haciéndose rico, en el sur, un Bolton de Friarsgate.
Él rió.
– Me alegra comprobar que no eres una insípida criatura como tantas de las mujeres que rodean a la reina. Todas muy a la moda, todas muy elegantes, todas horriblemente orgullosas de su perfecta educación y, francamente, no tienen un dedo de inteligencia entre todas. -La siguió escaleras abajo a la sala, adonde había llegado Edmund y ahora Maybel dirigía a los criados que preparaban la comida de la tarde. Esa noche tendría dieciséis bocas extra que alimentar, y las mesas ya estaban tendidas con recipientes, cucharas y tazas de madera pulida.
– El señor es sir Thomas Bolton, lord Cambridge. Él es mi tío Edmund y su esposa, Maybel, que me criaron a la muerte de mis padres. Edmund se acercó y le estrechó la mano a sir Thomas. -Seguramente usted desciende de Martin Bolton. Bienvenido a Friarsgate, milord.
– ¿Sabes quién es? -se asombró Rosamund-. ¿Por qué yo nunca supe de esa rama de la familia?
– No había necesidad de que la conocieras -dijo Edmund, con sentido práctico.
– Venga y siéntese a la mesa grande -dijo Maybel, impresionada por la elegancia de sir Thomas. Se sentaron y Edmund continuó.
– Hace varias generaciones nacieron mellizos en la familia. Henry y Martin. Henry, el primogénito, heredaría Friarsgate. Martin se casó con su prima hermana, hija de un riquísimo mercader londinense. Martin fue a Londres a los dieciséis años y a los dieciocho tuvo lugar la boda. Nació un niño, pero entonces la esposa de Martin llamó la atención del rey Eduardo IV. Dicen que la tonta se dejó seducir y después se suicidó, por la deshonra. ¿La historia que llegó a mis oídos es verdad, sir Thomas?
– Absolutamente, primo Edmund. Y ahora yo la terminaré. El rey no era mala persona, sólo enamoradizo. Se sintió culpable por lo que había hecho y lo que le había sucedido como resultado a la mujer, en especial porque Martin y su suegro habían apoyado al rey Eduardo y habían sido generosos perdonándole sus deudas. Entonces, el rey nombró lord Cambridge a Martin Bolton y le dio otra esposa, hija de una familia de la nobleza menor, y una finca en Cambridge. Martin se retiró de los negocios, dejándolos en manos de su suegro y otros, que al parecer tuvieron mucha habilidad para incrementar el tesoro de la familia. Desde entonces, hemos vivido para que nos diviertan -concluyó, con una risita.
Entonces le tocó el turno a Rosamund de explicar cómo sir Thomas había terminado como su escolta.
– Saldremos mañana después de misa y de desayunar.
Cuando concluyeron la comida de la tarde, Rosamund se retiró a su aposento. Edmund llevó a sir Thomas a un lado y le narró la historia de la vida de su sobrina hasta el momento.
– Es prudente en términos generales, pero, a veces, es demasiado confiada, creo, porque ha tenido mucha suerte con sus amigos y sus esposos. Usted es su pariente. ¿Me promete solemnemente cuidarla?
– Lo haré. Tiene mi palabra. Ahora cuénteme por qué usted no es el señor aquí. ¿El padre de Rosamund era el mayor? Tengo entendido que un tío de ella es el prior en St. Cuthbert.
– Yo soy el mayor de los hijos de nuestro padre. Mi hermano Richard es el segundo, pero nacimos del lado equivocado de la cama. El padre de Rosamund, nuestro hermano Guy, fue el primer hijo legítimo, y el último fue Henry. Mientras que Richard, Guy y yo fuimos unidos como verdaderos hermanos, Henry siempre desdeñó a los dos ilegítimos, a pesar de que nuestro padre nos quiso a todos. Nunca se recuperó del hecho de que Rosamund hubiera sobrevivido a la muerte de sus padres y de su hermano, y se hubiera convertido en la heredera de Friarsgate. -Y Edmund pasó a contar el resto de la historia.
– Sir Hugh era un individuo inteligente para haber burlado tan bien a nuestro avaro pariente -comentó sir Thomas con una sonrisita-. Así es cómo ella llegó a la Corte. Yo no la recuerdo, pero seguramente no me, interesé en absoluto en una doncella de la casa de la reina. Además, no me acercaba a la Venerable Margarita. ¡Era una verdadera arpía!
– Rosamund la quería mucho y le estaba muy agradecida por haber arreglado su matrimonio con sir Owein.
– Por supuesto -dijo sir Thomas. Ya había oído suficiente. Bostezó-. Muéstreme dónde he de estirar mis huesos, primo Edmund. Ha sido un viaje muy largo desde Londres y el de regreso, si bien más placentero gracias a la compañía de Rosamund, también lo será.
Edmund se puso de pie.
– Venga -dijo. Sir Thomas lo siguió.
El último día de noviembre salieron de Friarsgate hacia el sur. Se detuvieron en St. Cuthbert, donde sir Thomas fue presentado a su pariente lejano, el prior Richard Bolton. Para sorpresa de Rosamund, los dos hombres eran muy compatibles. Nunca hubiera creído que el extravagante Thomas y el cortés Richard podrían ser amigos y, sin embargo, ambos forjaron un lazo inmediato que, debía admitir, era para el bien de la familia y el suyo propio.
– ¿Sabe Henry que te vas a la Corte? -le preguntó Richard a su sobrina cuando comían esa noche en su comedor privado.
– No tengo por qué informarle sobre mi paradero. Me pareció mejor que ignorara que mis hijas están sin su madre. Pronto llegará el invierno y permanecerá en Otterly, en especial porque Mavis es ligera. Para la primavera supongo que estaré de vuelta, antes de que sepa que me he ido.
– Mata me mantendrá informado. Nos ocuparemos de que las niñas estén bien, querida sobrina.
– Mata parece ser fuente de información para todos -dijo, cortante, Rosamund-. Mandó avisarle al Hepburn de Claven's Carn que yo había enviudado. Hace dos días ese escocés descarado vino a cortejarme -dijo, indignada. Se había ruborizado.
– ¿Qué es esto? -preguntó sir Thomas, con los ojos muy abiertos, lleno de curiosidad-. ¿Tienes un escocés descarado de pretendiente? ¡Dios mío, cómo me impresiona!
– Él quiere ser mi pretendiente, pero yo no lo acepto -respondió Rosamund, pero estaba a punto de estallar en carcajadas. Al parecer su primo Tom tenía la rara habilidad de hacerla reír.
– Oh… -Su expresión era de honda desilusión-. Nunca conocí a un escocés descarado. ¿Es muuuy descarado?
– En extremo. Dice que está enamorado de mí desde que yo tenía seis años y me vio en una feria de ganado en Drumfrie. ¿Alguna vez oíste semejante tontería?
– A mí me parece muy romántico, querida niña -respondió sir Thomas con un suspiro melodramático-. El hombre te ha esperado durante tres esposos. ¡Vaya devoción! ¡Vaya fidelidad! Yo creo que de verdad está enamorado de ti, Rosamund. Qué extraño es el amor. Pero tú, con tu corazón práctico, no entiendes de esas cosas, ¿verdad?
– Hugh y Owein me amaron y yo los amé a ambos, primo. Sé lo que es el amor.
– Hugh Cabot te amó como a una hija. Owein Meredith te amó porque te estaba agradecido. Este escocés descarado, como lo llamas tú, te ama por ti misma, querida prima. Visita a la reina en la Corte y, luego, vuelve a él. Ah, juega con él como el gato con el ratón, si te divierte, pero, después, déjate atrapar. Creo que no te arrepentirás jamás.
– El Hepburn de Claven's Carn es algo silvestre -dijo el prior Richard-, pero es un buen hombre, sobrina. Una mujer respetable como tú sería muy buena para él y para su clan.
– ¡Señores! -Tanto el tono como la expresión fueron de exasperación-. No pienso volver a casarme. Friarsgate tiene tres herederas. Está a salvo del tío Henry y su prole, porque buscaré esposos para mis hijas en tierras lejanas. Pero, si quisiera volver a casarme, esta vez yo elegiría a mi marido. Estoy cansada de que se me ordene que, por ser mujer, tengo que hacer lo que me dicen. Sí, Edmund y Owein me ayudaron, pero han sido las decisiones tomadas por mí las que han mantenido mi próspera mi finca. Soy capaz de todas las decisiones que tengan que ver conmigo y con los que están a mi cargo.
– ¡Válgame Dios! -dijo Thomas, divertido-. Con su perdón, señor prior. Rosamund, te aconsejo que no seas tan franca ante los reyes. Al rey no le gustan las mujeres osadas y el lema que la reina ha hecho suyo es no sé qué cosa muy beata y tiene que ver con servir y obedecer. Te aseguro que su esposo se sintió muy complacido con él. Esta amistad puede resultar muy valiosa para tu familia. No la arruines. Nadie, estoy seguro, te obligará a volver a casarte y, mucho menos, en contra de tu voluntad. No estarás tanto tiempo en la Corte como para que la reina interfiera en tu vida. Francamente, querida niña, no eres lo suficientemente importante. Podrás ocultarte detrás de tu luto y tu viudez. La reina Catalina respeta y entiende tales tradiciones. No es necesario que seas demasiado sincera con respecto a tus sentimientos. Si el rey pregunta cómo se administra tu finca, hablarás de tu tío Edmund, de Owein y del prior Richard. Te ruego, querida prima, que aceptes este consejo.
– Creo -dijo el prior, conciliador-, que mi sobrina sencillamente necesitaba expresar sus emociones. Ha vivido bajo una pesada carga desde sus más tiernos años. Usted no conoce a mi hermano Henry. Es un hombre muy difícil.
Rosamund largó una carcajada: había recuperado el buen humor.
– Sí. El tío Henry es muy difícil, y más ahora, que su esposa lo hace cornudo con cada hombre que se le cruza. Pero al menos esto ha hecho que se quede más tiempo en su casa en Otterly y le ha dado menos ganas de interferir con Friarsgate. -Se dirigió a sir Thomas-: Prometo ser un modelo de decoro femenino mientras esté en la Corte, primo. Y te agradezco mucho tu consejo. Es bueno, lo sé.
Salieron por la mañana, luego de despedirse de Richard Bolton. Pasaron las noches en monasterios o conventos y, al acercarse a Londres, en algunas ocasiones en posadas. Ella nunca había pernoctado en tales establecimientos. Después de ocho días, por fin aparecieron ante su vista las torres de Londres, pero sir Thomas no la llevó directamente a la ciudad, sino que salieron del camino principal y tomaron uno más pequeño que llevaba a una aldea en los suburbios de la ciudad. Allí sir, Thomas Bolton tenía una casa junto al río.
– Esta será tu vivienda mientras estés en Londres, querida prima.
– ¿No deberé estar en la Corte, con la reina? -preguntó ella, algo confundida.
– De hecho, dentro de uno o dos días, cuando hayas descansado, te presentarás a la reina. Puedes quedarte con ella, pero es aconsejable tener un lugar lejos de la Corte al que puedas venir en busca de privacidad. La Corte está demasiado llena de gente, en especial ahora. Tú no eres tan importante ni adinerada como para que te den tus propios aposentos o una pequeña habitación. Sabes, por tu visita anterior, que dormirás donde puedas y tendrás muy poco espacio para tus pertenencias. Yo te aconsejo que dejes todo, o casi todo, aquí, en tus habitaciones, en especial las joyas.
– ¿Esa es tu casa? -preguntó Rosamund, mirando la mansión a la que se acercaban. Estaba hecha de ladrillo patinado, en partes cubierto con hiedra, tenía techo de tejas grises y cuatro pisos de altura.
– Sí. Esa es la Casa Bolton y está a tu disposición, querida niña.
– Nunca vi una casa tan magnífica -le dijo Rosamund, con franqueza-. Ni la de la Venerable Margarita era tan linda.
Él rió.
– Y es tan fácil llegar a la ciudad desde aquí. Tengo muelle y barca propios. Conseguiré otra barca y contrataré a un par de barqueros para que tengas tu propio transporte. Haremos tapizar el banco de la cabina en terciopelo celeste y, para la primavera, tendrás un toldo azul y oro debajo del cual sentarte cuando estés en cubierta. Será muy lindo llevarte por río a Greenwich.
– ¡Ay, Tom, me malcrías! -dijo Rosamund, aplaudiendo-. Nunca tuve una barca, aunque tampoco la necesité. Me sentiré muy sofisticada.
Él rió.
– Nos divertiremos tanto, tú y yo, ahora que has venido a la Corte. Y cuando quieras regresar a tu casa, con gusto te acompañaré. Me muero por conocer a tu escocés descarado, querida niña. No me contaste nada. ¿Es moreno o rubio?
– Tiene rizos negros y muy rebeldes -dijo ella. No le molestaba hablar de Logan Hepburn ahora que estaba tan lejos-. Y tiene los ojos muy azules. Nunca vi ojos tan azules.
– Ya estoy intrigado.
Pasaron por los portones de hierro que limitaban el parque y siguieron por el sendero de pedregullo que llevaba a la casa. Allí se detuvieron y los peones de los establos se apresuraron a tomar los caballos, diciendo:
– Bienvenido a casa, milord. Bienvenida, milady. -La puerta del frente de la casa se abrió y entraron. Lord Cambridge le hizo una inclinación de cabeza a su mayordomo cuando pasaron por la puerta y condujo a su invitada a la sala.
Era una habitación maravillosa con cielorraso artesonado y grandes ventanas con vidrios con plomo que miraban hacia el río. La habitación ocupaba todo el largo de la casa. Tenía paneles de madera en las paredes y, en un extremo, había un inmenso hogar en el que ardía el fuego. Los morillos del hogar eran grandes mastines de hierro. El piso de la habitación estaba cubierto con alfombras. Rosamund supo lo que eran porque las había visto antes en las casas reales. Venían de una tierra oriental. Había varios tapices decorando las paredes. Los muebles eran de roble, bellamente tallados y, obviamente, bien cuidados. Recipientes con flores perfumaban el ambiente y, en una mesa lateral, había una bandeja de plata con varias jarras y copones.
– ¡Qué hermosa habitación! -le dijo Rosamund a su primo. Fue hacia la ventana y miró hacia fuera-. Ahora me será difícil ir a la Corte, Tom. En esta casa podría vivir toda la vida.
– Extrañarías tu amada Friarsgate.
– Probablemente, pero creo que amaré igual esta casa. Es cómoda.
Él rió.
– Creo que ahí se cuelan mis orígenes humildes, querida niña. Conozco todo lo que hay que decir y hacer, pero debo sentirme cómodo en mi propia casa. Que los otros busquen la superabundancia de elegancia en sus moradas. Yo limitaré tales gracias a mi guardarropa, que pueden ver todos, y no unos pocos escogidos. ¿De qué sirve ser rico si uno no puede alardear de su dinero ante los amigos? -dijo, con una risa.
– ¿Eres querido? -preguntó ella, traviesa.
Él rió.
– Por supuesto. Mi ingenio y mi generosidad son legendarios, querida niña. Ven, sentémonos junto al fuego. Te serviré una copita de mi excelente jerez.
– No te consideraré tan generoso si no me das más que una copita Tom. ¿Y puedo comentarte que desfallezco de hambre? No hemos comido desde la mañana, tan determinado estabas a dormir en tu camita esta noche. Ni siquiera nos detuvimos al mediodía.
– No podía soportar otra noche en colchones infestados de pulgas y comiendo pescado de monasterio, porque es Adviento, época de penitencia. Estoy seguro de que no recuerdo haberme castigado en Adviento. Enseguida comeremos, te lo prometo, y será una revelación, porque mi cocinero es milagroso.
Ahora le tocó el turno a Rosamund de reír.
– Dices cosas tan graciosas, queridísimo Tom, aunque no sé si entiendo la mitad. Debes recordar que soy una simple muchacha del campo, primo.
– Del campo puede ser, pero ¿simple? No, mi querida Rosamund, nadie que se tomara el tiempo de conocerte diría que eres simple. Si quieres progresar en la Corte, sin embargo, te sugeriría que practicaras sonreír tontamente. Las sonrisas tontas y los escotes pronunciados siempre llevan lejos a una dama.
– Yo soy quien soy-le dijo Rosamund, con orgullo-. La Venerable Margarita me quería. En un tiempo, cuando era príncipe, el joven Enrique quiso seducirme, pero no lo repitas, primo. Si al hombre que ahora es el rey le gusté en un tiempo, entonces no tengo nada que temer. Además, he venido porque la reina quiere consolarme y proporcionarme diversiones a cambio de la ayuda que le di en sus tiempos difíciles. Me parece raro que los que la despreciaron, que nunca movieron un dedo para ayudarla entonces, ahora estén tan elevados en su favor. Y son las mismas personas que me miraban con desdén cuando estuve en la Corte y que, sin duda, volverán a hacerlo.
– Eres sabia al entender cómo es el mundo, prima. Los mismos hombres y mujeres que ahora gozan del favor real caerán con la misma facilidad si la reina pierde el favor del rey. No es fácil encontrar verdaderos amigos, Rosamund. La reina Catalina lo sabe.
– ¿Cuándo me presentaré ante la reina?
– Quiero que descanses del viaje un día. Tal vez dos. Mañana iré a la Corte y le diré a la reina que hemos llegado. Haremos lo que ella nos ordene. Pero debe ser pronto.
En ese momento, los criados comenzaron a traer los platos, de modo que se cambiaron a la mesa grande, que estaba ubicada mirando hacia el río. La comida estaba exquisita. Rosamund tenía el buen apetito de siempre. Había camarones cocidos al vapor en vino blanco y servidos con una salsa de mostaza y eneldo. Unas delgadísimas fetas de salmón cocinado en vino tinto y servido con rodajas de limón. Un pato gordo relleno de manzana, peras y pasas. Lo habían dorado y servido con una salsa dulce de ciruelas muy sabrosas. Carne asada, tres costillas acomodadas en una fuente, carne picada de aves de caza preparada en pasteles individuales y un ragú de conejo. Se sirvieron alcauciles con vino blanco y manteca. Y lord Cambridge le enseñó a su prima cómo comerlos con delicadeza. Había ensalada de lechuga asada. El pan era recién horneado y, cuando ella partió un pedazo, adentro estaba todavía caliente. La manteca estaba recién batida y era dulce. Había dos clases de queso. Uno era un cheddar amarillo y duro y el otro un brie blando, importado de Francia. Al final, vino un pastel de una masa en tiritas relleno de manzanas y peras horneadas; lo sirvieron con crema batida.
– Primo -sonrió Rosamund al final de la comida, repleta -, si se puede decir que un hombre hace maravillas, ese es tu cocinero. Nunca comí nada tan delicioso lejos de Friarsgate. Las carnes eran todas frescas y tu cocinero no las condimentó en exceso, porque no tenía nada que esconder. Comeré aquí todas las veces que pueda mientras esté en Londres.
– Insisto en que lo hagas -le dijo él, complacido con sus cumplidos. Se quedaron un rato sentados conversando ante el fuego, hasta que Annie, con los ojos muy abiertos, vino a buscar a su señora para acompañarla a su habitación.
– ¿Comiste, Annie? -le preguntó lord Cambridge a la muchacha
– ¡Sí, señor, y estaba delicioso!
– Entonces les doy las buenas noches a las dos, aunque tal vez pase más tarde a ver cómo se han instalado. Mañana te avisaré antes de irme a la Corte, Rosamund. -Les hizo un lánguido saludo con la mano y concentró su atención en su copa y en el fuego.
– ¡Espere a ver el aposento, milady! ¡No es una habitación, sino dos para usted, y otra pequeñita para mí! ¡Y un lugar separado para la ropa y dos hogares! y le pedí un baño. Pusieron una tina inmensa ante el hogar de la antecámara y ahora mismo la están llenando de agua caliente. ¡Esto es un palacio, milady! -Annie, que nunca se había alejado de su hogar en sus diecisiete años, se asombraba ante absolutamente todo lo que había visto desde la partida de Friarsgate. Subió corriendo la amplia escalera que llevaba desde el vestíbulo de entrada a la parte superior de la casa donde estaban los dormitorios.
El apartamento de Rosamund era espacioso, con ventanas que daban a los jardines y al parque de lord Cambridge, que bajaban hasta el río. Las paredes estaban forradas en madera. Los pisos de madera estaban cubiertos por más alfombras turcas. Las cortinas de las ventanas y las de la cama eran de terciopelo rosado con sogas doradas; los candelabros, de plata. Había recipientes con flores en la repisa de la antecámara y sobre la mesa en la alcoba. ¿De dónde habían sacado flores en diciembre? En los dos hogares estaba encendido el fuego. Cuando entraron, el último de los criados partía llevándose los cubos vacíos y el vapor se elevaba sobre la gran tina de roble.
Annie se apresuró a agregarle al agua la esencia de su ama mientras que Rosamund se quitaba las botas y las medias. La joven criada ayudó a su ama a desvestirse y luego a meterse en la tina. Rosamund se sumergió en el agua caliente con un inmenso suspiro de placer.
– Voy a lavarme el cabello. Tengo el polvo del camino entre Friarsgate y Londres metido en el cuero cabelludo.
– La señora Greenleaf, que es el ama de llaves de lord Cambridge, ha asignado a una de sus mucamas para que me ayude. Todo lo tengo que hacer es tirar de la cuerda y ella vendrá. Su nombre es Dolí -Informó Annie a su señora-. He colgado sus trajes y la señora Greenleaf dice que Dolí me ayudará a prepararlos, en especial el que usted use primero en la Corte.
– Necesitaré el consejo de mi primo al respecto.
– Es un caballero extraño, milady, pero, ay, qué buen corazón tiene. Sé que la vida habría sido muy incierta para nosotras si no nos hubiera ido a buscar él. Permítame que la ayude con su cabello.
Un caballero extraño. Rosamund sonrió mientras Annie le lavaba el cabello. No estaba segura de qué pensar de Thomas Bolton, pero sabía que, en su breve relación, ella había llegado a depender de él, y lo quería mucho. A pesar de sus modales estrafalarios, sus trajes de pavo real y su lenguaje tan gracioso, era un hombre bueno, y se había convertido en un buen amigo. Era de su misma sangre. Un Bolton. Por primera vez Rosamund no temía volver a la Corte, porque tenía a su primo para allanarle el camino y para ser su baluarte.
Lavada, vestida con una camisa limpia y, luego de secarse el cabello junto al fuego, Rosamund se sentó cómodamente en su cama. Dolí había venido a llevarse la ropa sucia, le había hecho una tímida reverencia a Rosamund y, luego, se había ido parloteando con Annie. Rosamund se sintió tibia y serena. Golpearon a la puerta.
– Adelante.
– Te traje vino especiado caliente. ¿Todo estuvo a tu satisfacción, prima?
– Tu hospitalidad es estupenda, Tom. Muchas gracias. -Tomó el copón de manos de él y bebió un sorbo-. Mmmh, es bueno.
– Te ayudará a dormir. Rosamund, si no estás demasiado cansada, quisiera hablar contigo -dijo, serio.
– ¿Por qué, Tom, qué pasa?
– No quiero que haya secretos entre los dos, prima. Vas a oír cosas sobre mí en la Corte, cosas que te apenarán. Tal vez ni siquiera las comprendas. Algunos de los cortesanos disfrutan siendo crueles, porque no tienen otra cosa que hacer en sus vidas más que dedicarse a los chismes. Querida prima del campo, yo sé que nunca has conocido a un hombre como yo. ¿Me equivoco, Rosamund?
– No -dio ella, preguntándose de qué se trataba todo esto.
– Soy un hombre al que le gustan las mujeres, Rosamund, pero no las amo. ¿Me entiendes? -Sus cálidos ojos la miraban con cautela.
– No, Tom, no te entiendo -tuvo que admitir ella.
– No tomo mujeres por amantes, Rosamund. En ocasiones, aunque no muy a menudo, puedo tomar a otro hombre, o a un muchacho, como amante. Mi comportamiento es condenado por la Iglesia. En la Corte hay gente que conoce mis predilecciones. Si entre esas personas tengo enemigos, y todos tenemos enemigos, por cierto, esas personas querrán lastimarte revelándote mis hábitos porque creerán que tú no los conoces. Te digo esto no para impresionarte, sino para que no te tomen desprevenida.
– Ah, primo -respondió Rosamund, con franqueza-, no entiendo mucho, aunque sí un poco. Pero tú eres de mi sangre. Has sido bueno conmigo. Te quiero como quiero a mis tíos Edmund y Richard. No me importa lo que me digan de ti. Yo sé quién eres, y no somos solo parientes. Somos amigos, Tom. Eso es todo lo que necesito saber. No permitiré que se diga nada malo de ti.
– Veo que tendré que vigilarte de cerca, Rosamund -le dijo él, muy triste-. Tu corazón es demasiado generoso. Ahora escúchame, querida niña, debemos decidir qué te pondrás para ir a la Corte en tu primera visita. ¡Annie! -llamó, y la joven criada de Rosamund entró corriendo en el aposento-. Annie, tráeme los dos trajes negros de tu ama. Tengo que decidir con cuál deslumbrará a la Corte a su llegada. Annie sacó los dos trajes negros del guardarropa. Lord Cambridge tomó una decisión inmediatamente. -El negro con oro. El brocado es de excelente calidad y el bordado es muy delicado. Annie, que Dolí te muestre cómo peinar a tu ama para cuando vaya a la Corte. No puede peinarse con esa encantadora trenza. Y, prima, arreglaré para que tengas una toca inglesa con tus velos. Quedan especialmente bien en alguien con un rostro tan joven y bonito como el tuyo. Las tocas francesas o de gablete, más elegantes, son demasiado viejas para ti. No, una toca inglesa para la primera visita y tal vez después puedas llevar una cofia hacia atrás, para revelar tu cabello, con los velos. Ahora las joyas. Las perlas con la cruz son perfectas, pero necesitarás algo más. -Metió la mano en su traje y sacó un objeto que le puso en la mano.
Rosamund miró y vio un precioso broche. Era una perla grande, perfectamente redonda, engarzada en oro y rodeada de pequeños diamantes.
– ¡Ay, Tom! Será un honor usar esto. Eres tan bueno de prestarme algo así. ¿Era de tu madre?
– No, se lo compré a una amiga que resultó no ser tan amiga. Puedes quedártelo, querida niña. -Se inclinó y le dio un beso en la frente-. Buenas noches, mi querida prima. Te veré antes de salir para la Corte. Que duermas bien. -Se levantó de la cama donde se había sentado-. Annie, tú y Dolí prepararán el vestido de brocado negro con el bordado en oro para lady Rosamund. Y fíjate que esté listo uno de sus velos de linón. -Salió de la habitación, seguido por la muchacha, que le hacía preguntas y más preguntas sobre el traje de su ama para la Corte.
Rosamund se reclinó en la cama, con el broche de la perla en la mano. Nunca había oído hablar de hombres que prefirieran a hombres como amantes. No lo entendía muy bien, pero su primo Tom era una buena persona. Era todo lo que ella necesitaba saber sobre él. Le empezaron a pesar los párpados y el broche se le cayó de la mano, sobre la manta, donde lo encontró Annie poco después. La joven criada tomó la joya y la puso en la bolsa de terciopelo con el resto de las alhajas de su ama.
El sol había salido hacía rato cuando Rosamund despertó.
– ¡Dios santo! ¿Cuánto dormí? -le preguntó a Annie.
– Estuvo en la cama catorce horas.
– ¿Y lord Cambridge?
– Todavía no se fue. Esta gente de la ciudad observa horarios muy curiosos, milady. Ahora, lord Cambridge dice que usted debe quedarse todo el día en la cama. Yo iré a buscarle algo para comer. -Le hizo una reverencia y salió deprisa de la alcoba.
Rosamund desayunó costillas de cordero, pan, manteca, queso y mermelada de frutillas. La cerveza fuerte era de excelente calidad Apenas terminaba cuando llegó su primo para darle los buenos días Estaba elegantemente vestido con una chaqueta de terciopelo a media pierna, forrada y bordeada con una piel oscura. Al cuello llevaba una hermosa cadena de oro con pequeños eslabones cuadrados decorados con esmalte negro. Debajo del traje se le veían las calzas de seda a rayas color oro y rojo, y los zapatos de tacón eran de cuero negro.
– Es temprano, lo sé, querida, pero la mejor hora para llamar la atención de la reina es después de misa. Estaré allí justo a tiempo. Luego, debo arreglar con una de sus secretarias para que me dé una audiencia para poder contarle que estás aquí.
– ¿No puedes decir sencillamente que estoy aquí cuando ella te mire? Parece muy complicado solo para decir: "La dama de Friarsgate ha llegado, Su Majestad".
– Lo es -dijo él, riendo-, pero tenemos que seguir el protocolo. La reina es muy meticulosa en ese sentido. Y es por eso, querida prima, que te quedarás arrebujada en la cama, descansando del viaje. Supongo que, si tengo suerte, volveré cerca de la medianoche, con noticias. Si no, nos vemos mañana. Les he dado instrucciones exactas a tu Annie y a la joven Dolí sobre tu traje. Estás en buenas manos. ¡Adiós, querida niña! -Le sopló un beso, se volvió y salió rápidamente del dormitorio. Annie retiró la bandeja y Rosamund descubrió, sorprendida, que seguía cansada. Durmió hasta primera hora de la tarde, cuando Annie fue a despertarla para decir que la comida estaba servida en la antecámara. Se bajó de la cama y caminó, descalza, hasta la habitación contigua, donde habían puesto una mesita junto al fuego. Allí habían servido la comida principal del día. Había bacalao con una salsa de crema de eneldo y un plato con ostras crudas, pollo relleno de pan, apio y manzanas, aromatizado con salvia, una gruesa tajada de jamón, pastel de carne de conejo picada, un plato con diminutas remolachas en manteca, pan y queso. El postre era una gran manzana horneada con azúcar y canela sobre un lecho de crema espesa.
– Voy a engordar mucho si lo único que hago es tomar esta deliciosa comida y dormir -le dijo Rosamund a Annie-. Pero debo admitir que este lugar es mucho más agradable que la última vez que visité la Corte.
– Maybel me contó que no tenían privacidad.
– No, en absoluto, no la hay, salvo para los ricos y poderosos. Tú vendrás conmigo cuando yo vaya, por supuesto.
– Dolí está celosa -dijo Annie, riendo.
– Tal vez también la llevemos con nosotras después de que nos reciban, pero verá que la familiaridad con la Corte engendra la aversión. Su amo no es como la mayoría. Es de corazón generoso. -Ya saciada, Rosamund se levantó de la mesa-. Debo vestirme, pero no usaremos ninguno de mis finos trajes para la Corte, ya que no voy a salir más que, tal vez, a caminar por el jardín de mi primo, a la vera del río. Y donde su propiedad limita con la de su vecino hay un muro, de modo que nadie me verá.
Cuando estuvo vestida, con el cabello peinado en una prolija trenza, Rosamund le dijo a su criada que se quedara en la casa, para poder estar sola. En pocos días más ninguna de las dos tendría privacidad. La Corte era un lugar demasiado bullicioso y la bienintencionada reina retendría a Rosamund a su lado, ella lo sabía. El día no se presentaba frío ni caluroso. No había viento. El cielo estaba celeste, con algunas delgadas nubes que preanunciaban un cambio de tiempo. El sol pronto se pondría, pues era diciembre y los días ya eran muy cortos.
El jardín de Thomas Bolton era agradable, pero ella sospechaba que en los meses cálidos sería mucho más hermoso. Los canteros eran prolijos y tanto los árboles de flores como los arbustos y las rosas estaban podados a la perfección, a la espera del invierno. Había un pequeño laberinto de arbustos. Rosamund entró y fácilmente encontró la salida. Había algunas estatuas de mármol muy interesantes, la mayoría de jóvenes, que no dejaban nada librado a la imaginación. Ella nunca había visto estatuas así. Las encontró hermosas, en especial una de un joven alto con un sabueso echado a sus pies. El muchacho estaba cubierto con una especie de manto con una hermosa caída y tenía unos bellos rizos y una corona de hojas en la cabeza.
Rosamund caminó por los senderos de pedregullo bien prolijos y halló el camino hasta la orilla del río. La barca que había visto anclada el día anterior no estaba en el muelle. Se detuvo en el pequeño muelle de piedra, envuelta en su capa azul, y miró el río. Era hermoso y durante un largo rato no pudo dejar de observarlo. Se alegraba de que su primo no viviera en medio de la ciudad de Londres. Sería una bendición tener la Casa Bolton como refugio cuando la Corte se volviera insufrible.
Volvió a desear, como antes, no estar allí. La reina tenía buenas intenciones, ella lo entendía, pero la experiencia anterior de Rosamund en la Corte le había enseñado que las reinas no tienen tiempo para las amistades verdaderas. ¿Qué iba a hacer, entonces? No conocía a nadie. No tenía amigos. Meg se había ido hacía tiempo y era la reina de Escocia. La Venerable Margarita estaba muerta y enterrada. ¿Qué hacía Rosamund Bolton allí cuando sus hijas, cuando Friarsgate, la necesitaban? Rosamund sintió que una lágrima comenzaba a rodarle por la mejilla. Tragó saliva. No debía llorar, pero no pudo evitarlo. Dejó el muelle y se sentó en un banco de piedra, miró un rato más el río y lloró. Extrañaba Friarsgate. Extrañaba a sus niñas. ¡Extrañaba a Owein! ¡Cómo podía haberse muerto en un accidente tan estúpido!
– Quiero irme a mi casa -susurró en voz alta. Pero no podía. Iría a la Corte, abrazaría a la reina y le agradecería su generosidad al haberla invitado. Sería una diversión para Catalina durante algunos días y, después, los intereses de la reina se volverían en otra dirección. Y Rosamund se quedaría forastera, sola, hasta que pudiera pedir permiso para regresar a su casa donde, era de esperar, sería olvidada por la reina y podría vivir el resto de su vida en paz.
Empezaba a oscurecer y el viento había empezado a soplar desde el río. La marea se retiraba, y las tierras bajas y lodosas que quedaban al descubierto apestaban a podrido. Rosamund se levantó, caminó despacio de regreso a la casa y subió la escalera hasta sus aposentos. Annie fue hacia ella para tomar su capa y sus guantes.
– Ay, milady, ya estaba pensando en ir a buscarla. Venga y siéntese junto al fuego.
– El jardín es hermoso. En el verano estará lleno de color y me imagino que mi primo ha de tener mucho, ha de ser bellísimo. -Miró hacia las ventanas-. Ya oscureció. Me encantan las fiestas de diciembre, pero odio los días cortos.
– Vaya a descansar. Le haré preparar un baño. El agua caliente le sacará el frío de la tarde de los huesos. Después, tostaremos un poco de pan y queso junto al fuego. Lord Cambridge no ha regresado aún, pero, ¿quién sabe que nos deparará mañana?
Rosamund dormitó y le trajeron el baño: el agua caliente estaba deliciosa. Suspiró, relajada, y en ese momento la puerta de la sala se abrió y lord Cambridge entró enérgicamente en la habitación.
– ¡Prima!
Rosamund dio un gritito de sorpresa, y se preguntó si había algo visible de su persona además del cuello y la espalda.
Él adivinó sus pensamientos y le quitó importancia al hecho.
– No se ve nada vital, querida niña. Además, las protuberancias y curvas femeninas no me interesan en lo más mínimo. Las mujeres a la moda reciben a sus visitas mientras se bañan.
– Yo nunca estaré tan a la moda y, a juzgar por las estatuas que vi en tu jardín, primo, me doy cuenta de que la carne femenina no te interesa. De todos modos, jamás recibí visitas en mi baño.
– Eso quiere decir que tú y sir Owein se bañaban juntos -rió. Pero enseguida se puso serio-. Pude hablar con Su Majestad, la reina, a última hora de esta tarde. Te recibirá mañana de tarde, a las dos, querida niña. Le dije que vivirás conmigo mientras estés en Londres. Está ansiosa por verte y contenta de que estés aquí para pasar Navidad con ella. La Corte se muda a Richmond en unos días más. No te alteres. Es cerca. Haremos que Dolí ayude a tu Annie. Dolí es una maravilla con los peinados, porque no puedes ir a la Corte con esa encantadora trenza que usas todos los días. Tienes que adoptar un estilo más elegante y sofisticado, querida Rosamund, si no quieres que se rían de ti. Bien, te dejaré a que termines de bañarte. Estoy agotado. La Corte rebosa de gente porque al rey le encanta la diversión y es generoso con la riqueza de su padre. Me pregunto si el fallecido Enrique Tudor pensó alguna vez que su hijo gastaría lo que él atesoró tan cuidadosamente. -Rió, le sopló un beso y se fue del aposento con la misma rapidez con que había llegado.
– ¿Ese era lord Cambridge? -preguntó Annie, asombrada, al volver con una bandeja.
– Sí. Dice que las damas a la moda reciben a los caballeros en sus tinas.
– Está loco -comentó Annie, con una expresión escandalizada en su bonito rostro.
– Mañana iremos a la Corte.
– Su traje está listo. Dolí y yo le cosimos las perlas hoy, mientras usted dormía, milady.
– ¿Perlas? -Rosamund estaba confundida-. ¿Qué perlas?
– Lord Cambridge me dio una cinta hermosa, toda decorada con perlitas, y me dijo que las cosiera en el escote del vestido. Quedaron preciosas, milady, y Dolí dice que le dan mucho estilo al vestido.
Rosamund rió. Su primo estaba decidido a que ella diera una buena impresión en la Corte.
– Recuérdame que le agradezca a lord Cambridge mañana -le dijo a Annie-. Y, ahora, vamos a ocuparnos de nuestro pan con queso. El aire del jardín me abrió el apetito.
Annie había llevado no solo pan y queso, sino, además, salchicha y otro plato con las deliciosas manzanas asadas que Rosamund había comido antes. Tostaron el pan sobre el fuego, derritieron el queso encima y agregaron la salchicha. Señora y criada comieron juntas ante el hogar. Rosamund le dejó tomar un poco de vino sin agua. Era de color rubí y dulce. Compartió las manzanas con Annie y, cuando la criada se llevó la bandeja de vuelta a las cocinas, Rosamund se quedó sentada junto al fuego, pensando otra vez. Se sentía mejor que esa tarde en el río. Su primo Tom siempre parecía animarla con su presencia. Pensó que Owein había sido un muchachito de seis años cuando empezó a trabajar en la casa de los Tudor. Había sobrevivido. Es más, había progresado. Ella sabía que ella también sobreviviría. Era hora de que saliera al mundo, y en la Corte había muchas oportunidades para ella. Incluso podría encontrar buenos partidos para sus niñas. No quería que tuvieran que elegir entre la familia del tío Henry o algún salvaje escocés de la frontera como Logan Hepburn.
¿Y por qué ese individuo se entrometía en sus pensamientos? Por un momento, Rosamund vio los rebeldes rizos negros y esos ojos más que azules. ¿Qué haría en ese momento? ¿Estaría en su sala en Claven's Carn? ¿O bajo una luna fronteriza invadiendo a algún vecino desdichado? Sacudió la cabeza con impaciencia. "¡Fuera!" -gritó en silencio a la sonrisa burlona que se le había aparecido en la cabeza y al eco de la voz de él. Se sobresaltó. Habría jurado que acababa de oír su voz; sin embargo, se esforzó por escuchar y la casa estaba muy silenciosa. "Tengo que irme a la cama". El viaje había sido demasiado para ella. Quién lo creería, porque siempre había sido una mujer fuerte. Sin esperar el regreso de Annie, se metió en la cama y enseguida se quedó dormida.
Cuando despertó, había sol. Annie le llevó el desayuno. Después, se lavó la cara, las manos y se restregó los dientes con su cepillito de pelo de jabalí. Ya podía comenzar a vestirse, porque le llevaría tiempo y, además, debía llegar a Londres. El Támesis era un río de mareas, y debían viajar un buen rato para llegar con facilidad. No importaba arribar a Westminster mucho antes de su audiencia con la reina. Lo que importaba era no hacer esperar a su benefactora. Se sentó con mucha paciencia, mientras Annie y Dolí le ponían las medias de suave lana en los pies y se las subían por las piernas. Pero, para su sorpresa, sobre las primeras le calzaron un segundo par de medias de seda negra, bordadas con hilos de oro en un diseño de hiedras y hojas.
– ¿Un regalo de lord Cambridge? -le preguntó a Annie.
– Sí. Dice que la lana es para mantenerla calentita, porque hará frio en el río y en el palacio también. La seda es por la elegancia. Aunque nadie las vea, usted sabrá que es una de las mujeres más a la moda que esté con la reina -aclaró Annie, cuya explicación era, obviamente la repetición exacta de lo que le había dicho sir Thomas Bolton cuando le dio las medias para su señora.
– Qué primo este Tom -dijo Rosamund, con una sonrisita en los labios, mientras las dos criadas le ataban alrededor de los muslos las ligas, hechas de cintas doradas con rosetas con perlas bordadas, para sujetar las medias. Rosamund nunca había tenido algo tan bonito, y las disfrutaría.
Se puso de pie. Le quitaron la camisa y le pusieron otra de fino lino, cuyo volado aparecería en el escote del vestido.
– Siéntese, milady -dijo Dolí-. Mi amo me ha dado instrucciones sobre cómo quiere que la peine. -Tomó el cepillo de madera de peral y comenzó a deshacer la trenza y a peinarla. El largo cabello de Rosamund eran abundante y lacio. Brillaba con reflejos dorados-. Mírame, Annie, y aprenderás este estilo. Le sentará muy bien a tu señora. -Separó los cabellos de Rosamund en el medio y, trabajando rápido, los armó en un moño, que sujetó en la nuca-. Ahí está, ¿no le queda precioso?
Rosamund se miró en el espejo que sostenía Annie. Una mujer que apenas reconoció le devolvió la mirada.
– Ay -dijo, suavecito.
– Es muy diferente, milady -dijo Dolí-. Es estilo francés, y es nuevo en este país. Casi todas las damas de la reina llevan el cabello a la manera anticuada, suelto debajo de las cofias, aunque me han dicho que algunas de las mayores se lo recogen como las lavanderas.
– Es hermoso, Dolí, muchas gracias -le dijo Rosamund a la muchacha. Era una pena que ese peinado tan elegante casi ni se viera a través del velo. Pero se sentía muy segura de sí.
Con cuidado, las dos criadas ayudaron a Rosamund a ponerse la falda, que luego levantaron y ataron a la cintura. Después, llegó el turno del corpiño y de las mangas. El brocado negro era muy hermoso, con su delicado bordado en oro. El agregado de las perlitas en el escote cuadrado y en los anchos puños de las mangas habían convertido un vestido bonito en una prenda espléndida. Al fin, todo estuvo atado, enlazado y ajustado. La falda, sobre su angosto miriñaque, exigía un poco de acostumbramiento, pero Rosamund pronto pudo manejarla. Volvió a sentarse y Annie le puso al cuello las perlas con la cruz de oro. Después le colocó el broche de perlas que le había regalado su primo en el centro del escote. El anillo de bodas y el otro con el granate fueron los dos adornos que eligió para las manos.
Cuando Dolí los vio, dijo:
– Ah, mi señor dijo que tiene que llevar esto con el broche, milady. -Sacó una cajita de entre sus ropas y se la dio a Rosamund.
– ¡Qué belleza! -Rosamund quedó encantada: al abrir la caja se encontró con un gran anillo barroco con una perla. Se lo colocó en el dedo, lo admiró y se dio cuenta de que era muy fácil aceptar hermosos regalos de un primo bondadoso. Ella sabía poco de Tom Bolton, salvo que estaban emparentados-. ¿Tu señor tiene hermanos o hermanas? -le preguntó a Dolí.
– Sí. Tenía una hermana menor. Mucho menor. Mi señor no lo aparenta, pero este año cumple cuarenta años. Tenía quince cuando nació su hermana. Él la adoró desde que la niñita nació. Pero murió hace cinco años, de parto, y su hijito, con ella. Tenía veinte años. Él no se sobrepuso nunca, hasta que la trajo a usted a Londres, milady. Todos estamos muy contentos de ver a mi señor feliz otra vez. Es un caballero extraño, pero un amo bueno y generoso.
– Sí. Es bueno y generoso. -Calzó los pies en los zapatos que Annie colocó ante ella-. Dolí, esta vez no puedo llevarte a la Corte conmigo, pero te prometo que otro día lo haré. Y muchas gracias por tu buen servicio.
– Es un placer servirla, milady -respondió Dolí. Entonces, con todo cuidado, puso el velo casi transparente y la pequeña cofia inglesa sobre el peinado de Rosamund-. Annie tiene su capa y los guantes, y ya está lista para ir, milady.
– No me cubras con la capa hasta que mi primo haya visto nuestros esfuerzos -dijo. Salió entonces de su aposento seguida de Annie, que le llevaba la capa y los guantes.
Al verla bajar la escalera, sir Thomas Bolton pensó que su prima Rosamund estaba muy elegante. Cuando ella llegó abajo le besó la mano y le dijo:
– Hoy estarás tan elegante como cualquier dama de la Corte, mi querida niña.
– Gracias por el anillo, Tom. ¿Era de tu hermana?
– Sí. Pensé que te quedaría muy bien.
– ¿Cómo se llamaba ella? -le preguntó Rosamund, mientras Annie le ponía sobre los hombros la capa forrada y ribeteada con piel.
– Mary. Era un nombre simple, pero ella nació el Día de Mayo y mi madre insistió en que su hija se llamara como la Santa Madre. Pero la llamábamos May porque era la esencia misma de ese mes [3]. Luminosa, cálida y llena de alegría. Como tú, mi querida niña, me aceptaba por lo que yo era. Siempre la extrañaré. Era la luz de mi vida, pero, ahora, queridísima Rosamund, tú te has hecho de un lugarcito en mi corazón.
– Yo nací un 30 de abril. Y la mayor de mis hijas, Philippa, nació el 29 de abril.
– Ah, entonces son de Tauro. Igual que mi hermana. Yo soy de Escorpio, el opuesto de Tauro.
– ¿De qué estás hablando? -le preguntó Rosamund mientras él la acompañaba hasta el muelle donde los esperaba la barca.
– ¿Nunca oíste hablar de la astrología? La ciencia de las estrellas. Mi queridísima niña, ¡tengo un hombre increíble! Haremos que té haga la carta natal mientras estás en la Corte. Hay muchos que no hacen nada sin el consejo de sus astrólogos. Yo prefiero una revisión anual.
– La ayudó a subir a la embarcación-. Te lo explicaré todo camino a Westminster. -Se sentó junto a ella y puso una manta de piel sobre las piernas de ambos. Le hizo una seña al barquero; dejaron el muelle de la Casa Bolton y tomaron río abajo, hacia Londres.
Hacía frío esa mañana, pero el sol resplandecía sobre el río.
– Allí está Richmond -señaló lord Cambridge cuando pasaron frente al gran palacio-. ¿Ves qué cerca queda de la Casa Bolton? También tengo una vivienda cerca de Greenwich. Ayer, cuando estuve en Londres, te compré un barquito precioso -siguió diciendo-. Y contraté a dos hombres como barqueros. ¿De qué colores mandaremos hacer sus libreas? ¿Tienes un lema que podamos estampar en sus divisas?
– Friarsgate es azul y plata -le respondió Rosamund-, y el lema de los Bolton de Friarsgate es Tracez Votre Chemin.
– Ah, me gusta tu lema. Te haré diseñar un broche con esas mismas palabras. Nuestros Bolton eligieron Service Toujours. Es de tan escasa inspiración… ¿Azul y plateado, entonces? Muy elegante, querida. Todo el mundo se está cambiando al verde de los Tudor últimamente, y eso es muy aburrido. Es imposible saber los criados de quién están en la Corte, a menos que uno pueda acercarse lo suficiente para ver sus divisas, lo que es de un mal gusto espantoso, por supuesto.
– No me gusta que gastes tanto, primo. ¿Es tan necesario? Ya has sido demasiado bueno conmigo.
– Siempre quise tener una segunda barca para los invitados, queridísima niña. Tu llegada me ayudó a no seguir demorando la compra. Tener tu barquito te permitirá escaparte del palacio cuando la reina no te necesite.
– Admito que sigo nerviosa porque me hayan llamado a la Corte. Este no es mi lugar.
– Pero aquí estás, Rosamund. Escucha, querida niña, que mientras navegamos río abajo te contaré por qué serás una brisa de aire fresco para la reina. Tú sabes que perdió un hijo a fines de enero. Pero fue peor que eso. Esas tontas excesivamente solícitas que la rodean tenían miedo de decirle que había abortado a una niña. Entonces, dejaron que siguiera creyendo que tenía a la criatura adentro, y ella se infló como una vejiga de oveja llena de aire.
– ¿Pero cómo no se dio cuenta de que ya no estaba encinta? -preguntó Rosamund, impresionada.
– Porque, querida niña, es una princesa española y se le ha evitado el acceso al sentido común, entre otras virtudes. Bien, no pasó mucho antes de que el rey se diera cuenta de lo que había sucedido, porque la hinchazón desapareció con la misma rapidez con que había llegado. La reina quedó destrozada; sentía que le había fallado a su marido. Él la convenció de que era la voluntad de Dios. Y, rápidamente, volvió a embarazarla.
– ¿La reina está encinta? -Rosamund estaba atónita.
– Caramba, sí, querida, niña. ¿No lo sabías? -Él también se sorprendió-. La criatura llegará a principios del mes de enero. Ayer fue el último día en que la reina recibía caballeros en sus aposentos, por eso era tan importante que yo pudiera hablar con ella. Ahora entrará en reclusión hasta que nazca su hijo, y solo la servirán mujeres. Sus damas se hacen cargo de todos los puestos que normalmente desempeñan los hombres para que la casa de la reina siga funcionando. ¿Cómo puede ser que no supieras la feliz nueva? Pero claro, con la confusión por el aborto, es posible, y Friarsgate está tan aislado. Pero esos no son todos los chismes, querida niña.
– Este otoño hubo un escándalo absolutamente delicioso. La reina se enteró de que el rey estaba teniendo un romance con la hermana del duque de Buckingham. Pero lo que nadie sabe a ciencia cierta es con cuál de sus hermanas, porque tiene dos, y ambas sirven a la reina. Lady Anne Hastings está viviendo en un convento a cien kilómetros de Londres, reflexionando sobre sus pecados, fueran cuales fuesen. Su hermana, Lady Elizabeth Fitz-Walter, también se fue de la Corte -dicen que se la llevaron en mitad de la noche-. Y sus esposos también han sido alejados. Al parecer, la hermana más casta, que no se sabe cuál de las dos es, habló con su hermano, el duque. Ella pensaba que su hermana tenía algo con el gran amigo del rey, William Compton. Buckingham es un esnob terrible, y los Compton no están a la altura, socialmente, de la familia Stafford. Pero Compton actuaba como escudo para el rey. ¡Los amantes usaban su casa para sus citas ilícitas! El duque de Buckingham se puso furioso con su hermana por rebajarse de tal manera con quien él creía que era un hombre de menor rango. Hubo una conferencia familiar. Para colmo de males, la hermana inocente fue a contarle a la reina que, en una discusión muy violenta, regañó al rey por su comportamiento y, aunque esa discusión tuvo lugar en su aposento privado, la oyó la mitad de la Corte, que se lo contó a la otra mitad.
– Ahora bien, querida niña, uno no reprende a Enrique Tudor por su comportamiento. Él es el rey. Él hace lo que se le antoja, como bien entendemos los que lo conocemos. Además, todos los reyes tienen amantes. Si hasta el padre de la reina, el rey Fernando, tuvo varias, y se sabe que engendró un buen número de bastardos. Y el rey Enrique ha sido muy discreto, hay que reconocerlo. Su pequeña indiscreción no se habría sabido nunca de no ser porque la hermana del duque lo contó todo. -Lord Cambridge rió con malignidad. Rosamund lo escuchaba fascinada.
"El duque es un esnob horrible -continuó su primo-. Claro que Will Compton no le parecía socialmente aceptable como amante de su hermana. Es más, la verdad es que no cree que la Casa de Tudor sea lo bastante buena. Desafió a Compton y lo insultó, y el otro, compañero y confidente del rey desde hace mucho tiempo, fue directamente a contárselo. El rey llamó al duque a su presencia y le dijo de todo. Al final, el duque se fue de la Corte muy enfadado. Sospecho que el rey se enojó con él porque su secreto había salido a la luz. Quiere mucho a su esposa y no desea afligirla. Y eso, querida niña, es lo que ha sucedido últimamente.
– ¿La reina perdonó al rey?
– No hay nada que perdonar, porque Enrique Tudor tiene derecho a hacer lo que le plazca, Rosamund. La reina ha sido reprendida como corresponde, pero no solo por su esposo, sino también por su padre y por su confesor. Después de todo, ella es la reina de Inglaterra. Nadie puede cambiar eso, pero que no pretenda que su esposo se abstenga de satisfacer sus apetitos masculinos cuando ella está preñada y, por consiguiente, prohibida para él. Y él fue discreto, aunque ella, obviamente, sospechaba algo, dada su naturaleza apasionada. Ella puso a sus damas a espiarlo. El rey pensó en echarlas a todas de la Corte, pero eso habría provocado un gran escándalo.
– Pobre Kate -se condolió Rosamund.
– Es una buena mujer, aunque ingenua en muchas cosas. Todos los que la sirven la quieren y permanecen leales a ella, pero sus damas deben recordar que su primera lealtad es hacia el rey, no hacia la reina. Espero, querida prima, que mientras estés sirviendo a la reina lo recuerdes. -Le dio una palmadita en la mano enguantada.
– Pero ¿todo está bien entre el rey y su esposa? ¿Ahora están reconciliados?
– Sí, pero ya nunca será como antes. La reina se ha visto obligada a enfrentar el hecho de que la luna de miel terminó hace mucho. Debe aceptar lo que no puede cambiar, y al rey no lo cambiará nunca. Él, aunque sigue irritado, la ha perdonado. Cree que ella nunca volverá a reprenderlo por sus pecaditos, en especial porque es improbable que se entere. Las damas de la reina han aprendido la lección, o eso se supone, y, en el futuro, no correrán a contarle rumores a su señora sobre la vida amorosa del rey.
– Ahora más que nunca deseo estar en casa. No sé si sabré manejarme en medio de toda esta intriga.
Él rió.
– Yo estaré aquí, querida niña, y siempre podrás escaparte a la Casa Bolton.
A su alrededor, el tránsito del río era más intenso. Se acercaban a la ciudad. Aparecieron unas grandes embarcaciones de fondo chato que llevaban carga desde los barcos anclados en el puerto de Londres, río abajo. Pasaron unas barcas más pequeñas con productos agrícolas. Los rodeaban pesqueros y otras barcas de pasajeros. Las agujas y torres de Westminster se elevaban de un lado del río y la barca comenzó a dirigirse a la costa. Annie estaba conmocionada por lo que veía y había oído. Al darse cuenta de esto, lord Cambridge le advirtió que guardara silencio.
– No hables de más con las otras criadas, pero sé agradable, servicial, devota, y mantén las orejas abiertas, para poder informarle a tu señora cualquier cosa de interés. Si simulas ser un poco tonta, recién llegada del campo, no te tomarán en cuenta y las otras criadas hablarán en tu presencia. ¿Entiendes, Annie?
– Sí, milord. Tendré cuidado, porque, en verdad, soy una sencilla muchacha del campo, como mi señora -respondió, y los ojos le resplandecieron, traviesos.
Lord Cambridge volvió a reír.
– Caramba, niña, eres mucho más inteligente de lo que yo pensaba. Podrás ser muy útil a tu señora. -Y le hizo un guiño.
La barca golpeó contra el muelle de piedra y un criado del palacio rápidamente la aseguró para que sus ocupantes pudieran desembarcar. Ayudaron primero a lord Cambridge y luego esperaron a que Rosamund y Annie bajaran al muelle. Sir Thomas se encaminó hacia el palacio, seguido por las dos mujeres. Rosamund recordaba vagamente que hacía años había desembarcado allí con Meg, Kate y el resto de la familia real. Parte del interior le resultó conocido mientras seguía a su primo. Llegaron a una gran puerta doble con el escudo real. A ambos lados de las puertas había una joven con falda de terciopelo rojo y un peto de cuero dorado a la hoja, con un pequeño yelmo y una pica. Las picas se cruzaron, a la defensiva, cuando lord Cambridge y su grupo se acercaron.
– Lady Rosamund de Friarsgate, viuda de sir Owein Meredith, y su criada, a invitación de la reina.
– Ella puede pasar, y también su criada -dijo una de las guardias. Descruzaron las picas y una de ellas abrió una de las puertas.
– Adiós, prima -se despidió lord Cambridge, dándole un beso en la frente a Rosamund-. Si me necesitas, envía a un paje a buscarme. Si no me encuentro aquí, estaré en la Casa Bolton.
Rosamund, seguida de Annie, entró, despacio, en los aposentos de la reina. Estaban llenos de mujeres, y le pareció que no reconocía a ninguna. Ni siquiera estaba segura del protocolo adecuado para llamar la atención de la reina. Se quedó allí parada, confundida, hasta que una mujer de rostro muy dulce se acercó a ella, sonriendo.
– Lady Rosamund, creo que no me recuerda. Soy María de Salinas. Mi señora le da la bienvenida a la Corte. ¿Quiere acompañarme para saludar a Su Majestad?
– Gracias -respondió Rosamund, y siguió a la dama favorita de la reina, y su mejor amiga, que había llegado con ella desde España y que se había quedado devotamente a su lado durante todos los años difíciles.
Pasaron por la primera sala de recibo de los apartamentos de la reina y entraron en el recinto privado, donde Catalina estaba graciosamente tendida sobre un diván tapizado. Tenía un vientre inmenso. Los ojos de la reina se iluminaron cuando Rosamund se acercó, y le tendió la mano, llena de anillos, a modo de saludo, con una sonrisa en los labios.
Rosamund tomó la mano de la reina y se la besó, mientras hacía una reverencia. Detrás de ella, Annie también se inclinó.
– Mi amiga -dijo la reina en su inglés con acento-. ¡Qué bueno volver a verte! Me alegro de tenerte aquí. En especial ahora. Te he asignado una tarea, Rosamund de Friarsgate. No olvido lo hermosa que era tu letra cuando me escribías. Te ocuparás de mi correspondencia mientras mis secretarios estén prohibidos en mi presencia. No permito que mis damas estén ociosas.
– Es un honor para mí servirla, Su Majestad.
– ¿Estás viviendo en la Casa Bolton?
– Mi primo Tom es un hombre bueno y generoso, Su Majestad. No recuerdo que me hayan tratado tan bien en la vida.
– Mientras estés conmigo y de guardia tendrás un camastro aquí, en mis apartamentos. Y se turnarán para dormir en mi alcoba en la carriola. Tu criada tiene permiso para entrar o salir, tanto de mis apartamentos como del palacio, para traerte lo que necesites. En un día más partiremos hacia Richmond, de lo que me alegro. Me doy cuenta de que no conoces a ninguna de mis damas; tal vez quieras ir a la sala para que te presenten.
La estaba despidiendo. Rosamund volvió a hacer una reverencia y, retrocediendo, salió de la habitación, seguida por Annie, que observaba todo en silencio. La reina tenía ochenta damas de compañía. Había siete condesas entre ellas. Las esposas de los condes de Suffolk, Oxford, Surrey, Essex, Shrewsbury, Derby y Salisbury, además de lady Guilford, madre de dos de los compañeros de torneos del rey. La reina tenía treinta doncellas de honor y, entre ellas, había algunos de los nombres más ilustres de Inglaterra, además de María de Salinas y su hermana Inés, que presentó a Rosamund. Las damas de la reina estuvieron agradables, pero no hubo mucha calidez en su recibimiento, y Rosamund volvió a sentirse fuera de lugar.
– No les hagas caso -dijo, en voz baja, Inés de Salinas. Sus ojos castaños eran comprensivos y solidarios-. Todas están demasiado interesadas en sí mismas y, cuando no se encuentran en presencia de la reina, pasan el tiempo comparando su pedigrí. Disfrutan creyéndose superiores a las demás.
– Yo no soy superior a nadie -dijo Rosamund, como al pasar.
Inés rió.
– En realidad, tu presencia es como un acicate para sus conciencias. La reina no ha sido remisa en contarles que tú fuiste su protectora desde tu finca perdida en el medio de Cumbria. Les contó que, con frecuencia, tu bondad hizo para ella la diferencia entre la pobreza y la más absoluta miseria. Se sienten culpables porque cualquiera de ellas podría haberla ayudado, pero tenían tanto miedo de no hacer lo correcto, de ofender al viejo rey, de avergonzar a sus familias, que ignoraron a mi pobre señora y la dejaron abandonada a sus tribulaciones.
– Pero estabas tú, Rosamund Bolton. A ti no te importó lo que pudieran decir o pensar. Tú hiciste lo que podías para ayudar a mi señora, porque era lo correcto y porque creías en ella. Hiciste lo que cualquier buena cristiana haría. Ellas, estas superiores damas inglesas, no lo hicieron. Van a evitarte e ignorarte, aunque algunas puede que sean bondadosas; pero otras te hablarán groseramente cuando piensen que la reina no las oye. No te dejes descorazonar.
– Sé que este no es mi lugar. Vine porque la reina me lo ordenó ¡Gracias a Dios que tengo a mi primo!
– ¿Sir Thomas Bolton? -Inés volvió a reír-. Es tan divertido. Claro que hay quien dice cosas procaces sobre él.
– Se dice mucho, estoy segura, pero, ¿qué han probado contra mi primo? Nada. La Corte rebosa de chismes. Lo recuerdo bien de mi juventud, cuando la princesa Margarita sabía todo lo que se decía y qué parte era verdad. No se puede evitar oír, pero no es necesario, luego de oír, creer.
– Eres la inglesa más práctica que he conocido.
– Eso es porque soy una mujer del campo y no una gran dama.
Rosamund fue presentada por Inés a las otras damas de la reina. La gran mayoría apenas la miró. Una muchacha dijo:
– Ah, sí, la pastora del norte. -Algunas de las más jóvenes rieron, mezquinas, pero, entonces, lady Percy dijo:
– Solo alguien muy ignorante insultaría a la dama de Friarsgate, que es amiga de la reina, señora Blount. Es la viuda de sir Owein Meredith, y heredera por derecho propio, propietaria de tierras excelentes y hermosas en Cumbria. Y si su riqueza proviene de las ovejas, ¿por qué la desdeña por eso? Casi todas las riquezas en este país provienen de las ovejas, como puede informarle cualquier persona instruida. Sucede que también sé por intermedio de mi parienta, lady Neville, que Friarsgate cría unos caballos de guerra especialmente buenos. -Se dirigió a Rosamund-. Por favor, disculpe a la señora Blount, milady.
– A la ignorancia hay que corregirla, no perdonarla -respondió Rosamund.
Algunas de las señoras quedaron boquiabiertas, pero lady Percy rió.
– ¡Bien dicho, Rosamund Bolton!
– Has hecho un buen comienzo -susurró Inés-, pero creo que te has hecho de una enemiga en Gertrude Blount. Claro que ella no es demasiado importante y es obvio que a lady Percy le has caído bien.
Así fue que Rosamund se incorporó al grupo de las damas de la reina, y dos días después la Corte dejó Westminster, para alivio de todos, y se mudó a Richmond. Cuando las señoras se empujaban entre ellas para encontrar lugar en los diversos transportes, Rosamund le ofreció a Inés de Salinas y a su criada lugar en su propia barca. Inés estuvo encantada de no tener que viajar río arriba apretada entre las demás.
– ¿Tienes tu propia barca? -Estaba sorprendida.
– Es un obsequio de mi primo Tom. Dice que debo tener mi transporte mientras esté en la Corte -le respondió Rosamund cuando las cuatro se instalaban en la pequeña cabina.
Era un día fresco, y el cielo estaba gris y amenazador. Pero la cabina de la barca se encontraba cálida, porque bajo los bancos había unos pequeños braseros con carbón encendido. Los dos barqueros doblaron la espalda y remaron contra la marea, manteniendo el mismo ritmo que el resto de los viajeros reales. Cuando llegaron a Richmond, Rosamund vio al rey por primera vez en siete años. Se sorprendió mucho, porque Enrique Tudor era probablemente el hombre más apuesto que había visto en toda su vida.
Medía un metro noventa y tres. Tenía el cabello rojo, dorado y brillante. La joven no se había interesado en él, porque, en aquel tiempo, él era un niño, menor que ella. Pero ahora era un hombre. ¡Y qué hombre tan hermoso! -pensó, ruborizándose ante la temeridad de sus propios pensamientos-. Él observó las barcas que llegaban y ella creyó que, por un instante, sus ojos azules se cruzaron con los ambarinos de ella. Pero, enseguida, él continuó una animada charla con sus compañeros.
– No podremos participar de las festividades de los Doce Días de Navidad -dijo Inés, con tristeza- pero, apenas nuestra señora la reina dé a luz a su hijo, habrá grandes celebraciones.
– Mi esposo murió hace unos meses. No estoy de ánimo para celebrar, aunque en Friarsgate lo harán, por mis hijas. Pero será una triste celebración con el padre muerto y enterrado, y la madre lejos, en la Corte.
– Yo iré a casa en Londres el día de Navidad, para estar con mi esposo. Es un funcionario menor del rey Fernando. Sé que extraña España pero, como yo, siente que debemos permanecer aquí, leales a la reina Catalina.
– ¿Tú eres mayor que tu hermana?
– Dos años. Mis padres pudieron dar dote a una de sus hijas, y me la dieron a mí. Pensaban que de María se ocuparía su princesa, y algún día lo hará. Dicen que lord Willoughby quiere cortejarla, pero él nunca ha hablado con la reina… ni con María.
Diciembre pasaba rápidamente. Llegó Navidad, y la reina y sus damas celebraron la primera misa de la festividad en la capilla privada de la reina con su confesor, fray Diego. Rosamund había oído decir que el sacerdote era un hombre muy carnal y que varias damas estaban enamorada de él. También se comentaba que él usaba a cualquier mujer que se le ofreciera y que muchas lo hacían. Rosamund se mantuvo al final de la capilla, con la cabeza inclinada. No deseaba atraer la atención del notorio sacerdote. Pasaron San Esteban y la fiesta de los Santos Inocentes. Y el 31 de diciembre la reina entró en trabajo de parto.
Con el primer indicio del hecho, las habitaciones de la reina estallaron de entusiasmo, las mujeres corrían de un lado al otro y hablaban entre ellas. Se mandó buscar al médico de la reina y a las parteras, que vinieron enseguida. Se notificó al rey, que se quedó en la gran sala en Richmond bebiendo con sus compañeros mientras esperaba el nacimiento de lo que seguramente sería su primer hijo varón. Había rezado. Había hecho un peregrinaje a Nuestra Señora de Walsingham, y volvería a hacerlo. Todos decían que, por cómo había sido el embarazo, Catalina llevaba un varón en las entrañas. A pesar del disgusto por las hermanas del duque de Buckingham, no había perdido a la criatura. De haber sido una niña, delicada y frágil, la habría abortado, pero no había sido así. Todos le aseguraban al inminente padre que esto significaba, ciertamente, que la reina daría a luz un varón.
Los requisitos para un nacimiento real habían sido fijados años atrás por la Venerable Margarita. Rosamund se asombró ante la complejidad de todo el asunto. La cámara en la que la reina daría a luz estaba cubierta con tapices en todas partes, paredes, cielorrasos y todas las ventanas, salvo una, hermosos tapices que mostraban las escenas más felices de la Biblia, para alegrar a la madre y al recién nacido. Se cubrían los pisos con espesas alfombras turcas. Solo una ventana quedaba sin cubrir, por si la parturienta deseaba aire fresco. Una vez dispuesto eso, se traía a la habitación la gran cama de roble tallado en la que luego la reina recibiría a su esposo e invitados, y se la preparaba.
– ¡Nunca vi una cama así! -le susurró Rosamund a Inés.
– Supongo que porque nunca ha habido una cama así -le susurró su compañera-. El colchón está relleno de lana y, por encima, tiene una capa de plumas. Las sábanas son del lino más delicado y los bordes han sido bordados por las monjas de la isla de Madeira. Las almohadas y los almohadones son de edredón. El cubrecama es escarlata, con los bordes de armiño, bordado con coronas de oro y el escudo de armas de la reina. Hace juego con el baldaquín y las cortinas de la cama, aunque estas son de satén escarlata, no de terciopelo. Están adornadas con un borde de seda en azul, oro y bermejo. ¿Y viste el tapiz escarlata en la mesa lateral y la pila bautismal, por si el niño es débil y requiere de un bautismo inmediato?
– ¡Dios no lo permita! -dijo Rosamund, persignándose, recordando a su hijito.
Inés asintió y también se persignó.
– Y, por supuesto, hay un pequeño altar donde la reina puede rezar.
– ¿Dónde está la silla de parir?
Inés sonrió.
– Aquí en la Corte la llamamos la silla de gemir. Hay una, claro, pero no creo que la reina quiera usarla. No es muy digna, y la reina es, por sobre todas las cosas, digna.
– No hay nada de dignidad en dar a luz -dijo Rosamund, y recordó su silla de parir, en la sala de Friarsgate. Pensó en Maybel y en que Owein prefería quedarse con ella hasta que Maybel lo echaba, si podía. Los perros permanecían con ella, y los gatos andaban por ahí, restregándole las piernas desnudas con sus cuerpos, como consolándola. N se parecía en nada a esta habitación roja y atiborrada de cosas donde la reina de Inglaterra ahora pujaba.
Como había predicho Inés, no usó la silla de parir. Modosamente vestida con una camisa de fino lino de Holanda y corpiños dobles, estaba tendida sobre un camastro junto a su gran cama, donde, rodeada por sus damas, podría tener un mínimo de privacidad. Toda la noche estuvo en trabajo de parto. No podían darle ninguna medicina para el dolor y, entonces, trajeron de la abadía de Westminster la faja de Nuestra Señora, una reliquia sagrada. Se decía que aliviaba el dolor de parto, y Catalina dijo que sí la aliviaba, y daba gracias mientras seguía pujando. Al fin, cuando el nuevo día comenzaba, nació el niño. ¡Era el hijo varón y heredero tan deseado! La reina se desmoronó del alivio, y se notificó al rey. Se dispararon los cañones a lo largo del muelle en la Torre de Londres en salutación y todas las campanas de todas las iglesias de Londres comenzaron a repicar en tributo al nuevo príncipe. El rey estaba lleno de júbilo, y la Corte con él. Se encendieron fogatas en las calles. El alcalde de la ciudad ordenó que se sirviera un buen vino a todos los ciudadanos de Londres para que pudieran beber a la salud del nuevo príncipe. El rey recompensó generosamente a la partera y aceptó las felicitaciones de sus amigos por haber engendrado un hijo varón. El nuevo príncipe se llamaría Enrique, como su padre. Envuelto en apretadas fajas, yacía bajo un cubrecamas de terciopelo carmesí con armiño y oro. La cuna de madera pintada era de sesenta centímetros de ancho por un metro y medio de largo. Estaba decorada con plata y tenía hebillas del mismo metal para asegurar las fajas para que el niño no pudiera moverse en una cuna tan grande.
– La cuna en la que se lo exhibirá a los visitantes importantes es incluso más grande -señaló Inés.
Rosamund sacudió la cabeza y pensó en sus niñas de recién nacidas, puestas en una sencilla cuna de roble, con un pequeño colchón de plumas y piel de cordero. Se preguntó también si el pobre príncipe podría respirar con esas fajas tan apretadas.
Pasaron a la reina a la cama grande, vestida con un manto circular de terciopelo rojo. La habían bañado para quitar todo rastro del trabajo de parto. Su hermoso cabello estaba trenzado y adornado con perlas. Fray Diego, el primer hombre a quien se le permitió entrar en la habitación de la reina después del parto, celebró misa en un altar privado mientras Catalina permanecía sentada en su espléndida cama.
– En todo Londres se cantan Tedeums, mi reina, para dar gracias a Dios y a su santa Madre en honor suyo y del nuevo príncipe -le dijo Fray Diego.
Entonces, el rey fue a felicitar a su esposa, y sonrió muy orgulloso al mirar al hijo que había engendrado.
– Iré otra vez a Walsingham, como le prometí a la Virgen. Volveré a tiempo para el bautismo de nuestro hijo el 5 de enero. He escogido al arzobispo Warham, al conde de Surrey y a mis tíos, el conde y la condesa de Devon, como padrinos de nuestro hijo. Sus augustos valedores serán el rey Luis de Francia y la duquesa de Savoy, Margarita de Austria, la hija del Emperador. Es lo que habíamos hablado, esposa mía.
– Que sea como tú desees, mi querido señor -dijo Catalina, obediente.
El rey sonrió, satisfecho.
– Eres una esposa tan obediente, Kate. Ningún rey podría tener mejor esposa ni reina. -Se inclinó y le dio un beso en la frente-. Cuídate mientras yo no esté. -Y salió de la habitación de su esposa, casi sin saludar a sus damas, con quienes seguía muy enojado. Pero había notado a la bonita dama de Friarsgate entre ellas. Se preguntó cuánto tiempo se quedaría en la Corte.
Rosamund fue llamada al lado de la reina y Catalina dictó varias cartas de agradecimiento a personas a las que quería recordar anunciándoles personalmente el nacimiento de su hijo.
– Puedes darle tu escrito a mi secretario, junto con la lista de personas a quienes se enviará. Él hará que la correspondencia se copie en mi papel con sello -le dijo la reina a Rosamund.
La reina no amamantaría a su hijo, ni se involucraría mucho en la crianza. El niño se educaría en su propia casa, bajo una serie de normas dictaminadas por la Venerable Margarita. El personal a cargo de la criatura estaría a las órdenes de la señora Poyntz. Habría un ama de leche y un ama seca; doncellas y personal para hamacar la cuna y un médico para la casa del príncipe. La habitación del niño en Richmond fue amueblada ricamente, y allí viviría, lejos de los peligros y el mal aire de la ciudad.
Después de un mes, la reina fue llevada a la iglesia por primera vez desde el parto y la Corte volvió a Westminster, donde comenzaron las celebraciones en honor del nacimiento. Hubo magníficos torneos. Rosamund nunca había visto ninguno. El rey había adoptado el título de sir Coeur Loyal, o Corazón Leal. Se pulió su armadura. Los adornos de malla de oro, malla de plata, satén verde y terciopelo carmesí eran hermosos. Las representaciones alrededor de los torneos eran algo nunca visto. Se exhibió un inmenso carro, adornado como un bosque, con árboles, colinas y valles, con damas y caballeros. Los hombres vestían disfraces y representaron mascaradas antes y después de la justa. Y por las noches hubo más representaciones, y baile y música.
Sir Thomas sorprendió a su prima con cuatro vestidos nuevos. Mientras ella estaba en la Corte, él había tomado uno de Rosamund; la modista que hacía la ropa para él descosió el vestido completamente, tomó las medidas, volvió a coserlo y, con esas medidas, confeccionó los cuatro vestidos.
– ¿Te sorprende, querida niña? Los colores oscuros son elegantes, lo admito, pero eres demasiado joven para seguir mucho tiempo más de luto. Los colores que elegí no son demasiado chillones, ¿verdad? -Miró los cuatro vestidos que había sobre la cama. Uno era de un naranja apagado; otro, de un rico color púrpura; el tercero, violeta y el último, de un auténtico verde Tudor, distinto de su vestido de terciopelo verde oscuro. Los trajes seguían la moda de la temporada, bordados y cosidos con oro, pequeñas gemas y perlas.
– ¡Tom! Juro que seré la envidia de las damas de la reina -le agradeció ella, riendo-. No tendrías que haber hecho esto, pues no estaré mucho tiempo aquí, pero, ¡ay! ¡Qué hermosos son! ¡Gracias! -Le echó los brazos al cuello y le dio un beso en la mejilla. Él se ruborizó de placer.
– Claro que tengo que malcriarte, Rosamund -insistió-. Tu compañía me ha hecho feliz por primera vez en mucho tiempo.
– Pero yo me iré a casa apenas pueda -dijo Rosamund-. Y tú te quedarás solo, y no quiero eso, querido primo.
– Entonces, iré a Friarsgate cuando la soledad me abrume. Y cuando me aburra, saciado de tanta vida sencilla del campo, volveré a la Corte. Es la solución perfecta, ¿no te parece?
– ¿Qué debo vestir esta noche? -le preguntó Rosamund-. Habrá algo titulado Un interludio de los caballeros de su capilla ante Su Gracia, seguido de una pieza, El jardín del placer. Dicen que el rey se vestirá de satén púrpura.
– El rey podría aceptar mis consejos sobre moda -dijo lord Cambridge, frunciendo la nariz-. Pero no, se asesora con esos patanes con los que se lo pasa bebiendo y jugando. Se hará coser las letras E y C en todo el traje, mi querida niña. Insiste en esa ridícula fantasía de amor romántico, cuando todos sabemos que se casó con ella porque estaba disponible y él necesitaba engendrar un heredero de inmediato.
– Ay, Tom, ella es muy buena y muy valiente -dijo Rosamund, defendiendo a su señora.
– Sí, mi querida Rosamund, lo es, pero yo soy un hombre de mundo. Créeme que, con contrato o sin él, Enrique Tudor se habría casado con otra si hubiera habido una princesa de la edad adecuada. Esa tontería con la pequeña Leonor de Austria fue una farsa, y todos lo sabíamos. El rey Fernando lo sabía, pero, al igual que su hija, insistió, con gran tenacidad. Sólo al final, cuando fue obvio que el viejo rey se moría, España transfirió la dote de Catalina a sus banqueros flamencos del otro lado del canal. Entonces, el rey murió, y el príncipe se convirtió en el nuevo rey, y de pronto estaba muy interesado en tomar a Catalina por esposa. No, querida niña, el rey se casó con su esposa porque esperaba, como su padre cuando hizo el arreglo para el casamiento de ella con el príncipe Arturo, que Catalina fuera tan fértil como su madre. El rey ya ha mirado a otras y no será la última vez, te lo aseguro.
– Es cierto. Yo suelo verlo en la capilla dirigiendo la vista hacia donde están las mujeres.
– Mmmh -dijo lord Cambridge. Cambió el tono a uno de mayor intimidad-. ¿Su mirada se demora en alguna dama en especial, querida niña?
Ella le dio un golpecito y rió.
– No lo he notado. Te aseguro que no mira a las damas de su esposa. Creo que el escándalo con las hermanas del duque de Buckingham lo curó de eso. Todas las damas de la reina tienen una opinión sobre quién fue, y casi todas se inclinan por lady Anne. -Cambiando de tema, le preguntó-: ¿Qué vestirás esta noche, primo?
– Algo negro. Es sencillo, y sospecho que lo sencillo estará a la orden del día para no competir con el rey y su púrpura. Además, se permitirá el acceso del público en general, lo que a mí me parece una mala idea.
Rosamund se puso el vestido anaranjado y bailoteó contenta por su habitación. Dolí le llevó una caja chata, otro regalo de Tom. Contenía una hermosa cadena de oro decorada con topacios dorados y un broche haciendo juego con forma de diamante y engarzado en oro. En lugar de la capa azul, Annie le puso sobre los hombros una nueva de un rico terciopelo castaño oscuro bordeado de marta y, luego, le acomodó la capucha con bordes de piel, pues el día de febrero estaba frío y ventoso.
– Me consientes de una manera espantosa, primo -le dijo Rosamund a lord Cambridge mientras se preparaban para salir hacia Westminster, cada uno en su propia barca-, ¡y debo admitir que me encanta!
Él sonrió, complacido.
– Que estés conmigo es como volver a tener a mi hermana, Rosamund. Sé que tú no eres May, pero te pareces mucho a ella en tu juventud y tu dulzura.
Rosamund nunca había visto el palacio tan lleno de gente. Se había permitido entrar al público para presenciar las festividades reales. Como había sospechado lord Cambridge, había sido una mala idea.
Cuando terminó la representación, la multitud avanzó y empezó a rasgar los trajes de los actores, para guardarlos de recuerdo. Al rey lo dejaron en calzas y jubón, y se reía a carcajadas, en especial cuando uno de sus caballeros, sir Thomas Knyvet, quedó desnudo y tuvo que treparse a una columna en busca de seguridad. Cuando la muchedumbre comenzó a rasgar los trajes de las damas que habían bailado en la representación, el rey ordenó que se llamara a la guardia, y el público fue firmemente retirado del palacio. Entonces, la Corte fue a comer un abundante banquete preparado para la ocasión, a pesar del estado de sus prendas, aunque sir Thomas Knyvet se vio obligado a retirarse.
Pero el 23 de febrero llegó la noticia de que el pequeño príncipe de Gales había muerto súbitamente esa mañana. Rosamund estaba en la habitación de la reina cuando el rey fue a decírselo. La llevó a su habitación privada y los repentinos gritos de angustia de la reina alertaron a sus damas de la tragedia. Para sorpresa de todos, el rey se quedó con su esposa, consolándola lo mejor que pudo, haciendo a un lado su propio dolor en su esfuerzo por aliviar la pena de ella.
– Comenzará otra vez -le murmuró lord Cambridge a su prima cuando se pusieron a hablar en voz baja en un corredor del palacio-. Él tendría que haberse armado de paciencia y haberse buscado otra princesa. Ella ha perdido dos niños ya. Que Dios ampare a Inglaterra. -Está desesperada, pobrecita, pero tienes razón. Es malo para Inglaterra. Pero la madre y las hermanas de la reina han sido mujeres muy fértiles, y también han perdido algunos hijos. La próxima vez será diferente.
– Espero que tengas razón, prima.
Caminaban juntos hasta los apartamentos de la reina cuando, en ese momento, se abrió la puerta y salió el rey. Sir Thomas Bolton hizo una gentil inclinación y Rosamund, una reverencia. El rey hizo una brusca inclinación de cabeza y se detuvo abruptamente.
Sus ojos azules se clavaron en Rosamund y dijo:
– ¿La dama de Friarsgate, verdad, señora?
– Así es, Su Majestad -le respondió ella, en voz baja para disimular los nervios. No le había prestado atención cuando era un niño, pero ahora era el rey quien le estaba hablando.
– Sí, la recuerdo -le dijo él con una sonrisa-. Mi comportamiento hacia usted fue grosero, y sir Owein me lo dijo sin vueltas. Pero usted no se avergonzó al enterarse de que se había hecho una apuesta concerniente a su virtud. Vaya repulsa que le dirigió al pobre Neville, que lo tomó muy mal, pero a mí no me reprendió, si mal no recuerdo.
– Una no reprende a un muchacho que un día será nuestro rey -dijo Rosamund-. Un rey no puede equivocarse y hace sus propias reglas, eso lo sé. Además, milord, usted no me guardó animosidad, pues fue testigo de mi compromiso formal con sir Owein y me dijo que lo recordara, pues algún día podría contárselo a mis hijos.
– Y mi padre me recordó que yo todavía no era el rey de Inglaterra -señaló Enrique y rió-. Siento mucho lo de sir Owein. ¿Fue un buen esposo?
– ¡Nunca hubo ninguno mejor, señor! -exclamó Rosamund y, para su sorpresa, sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.
– ¿Tuvieron hijos?
– Tres niñas, señor, y un varón que murió al nacer. Y un tonto accidente se llevó a mi esposo de mi lado.
– Nos complace que estés aquí con nuestra reina, con quien fuiste tan bondadosa en sus años difíciles -dijo el rey. Entonces hizo una pequeña inclinación, retomó su camino por el corredor y desapareció.
– ¡Por Dios! -dijo Thomas Bolton-. Hay una historia que no me contaste. Y que el cielo te ampare, porque vi su interés al mirarte. ¡Todo lo que le dijiste estuvo bien! No vuelvas a decirme que la Corte no es un lugar para ti, Rosamund Bolton, porque eres mucho más hábil en los asuntos de la Corte de lo que yo creía.
– Yo sé que es el rey, pero debes recordar que lo conocí de muchacho. Claro que lo respeto como mi rey, pero sigo pensando en él como aquel joven travieso, el príncipe Hal.
– ¡Que Dios nos proteja! ¡Esta vez seguro que te seduce, querida prima! ¡Aunque no te des cuenta, has crecido! ¡Ay, Dios, apiádate de nosotros! Ve con tu señora, la reina. Yo tengo que pensar en este nuevo orden de cosas.
– Estás exagerando -rió ella-. El rey fue amable y me recordó después de tanto tiempo. Me halaga mucho. Es maravilloso que sepa quién soy, Tom. Yo no estoy entre sus encumbrados amigos, y sin embargo se acordó de mi nombre y un incidente del breve tiempo que compartimos.
– Va a embarazar a la reina lo antes posible, ya verás, y después se pondrá a buscar una mujer que lo divierta durante los meses del verano que se acerca. Y escucha lo que te digo, prima, tú estás en su cabeza en estos momentos.
– Te equivocas, estoy segura. El rey fue amable y gentil. Nada más; no puede haber nada más.
Lord Cambridge sacudió la cabeza, desolado. Su encantadora prima era muy inocente en algunas cosas. No tenía idea de cómo podría protegerla.
El pequeño príncipe fue enterrado en la abadía de Westminster, luego de un período de duelo durante el que su frágil cuerpecito fue exhibido en un elaborado féretro rodeado por cientos de velas que ardían día y noche hasta el entierro, que fue a medianoche. Tuvo una ceremonia con antorchas a la que asistió la Corte entera, vestida del negro más absoluto. Su alma estaba ahora con Dios y entre los inocentes.
Ya se encontraban en la temporada de penitencia de Pascua, mucho más sombría por la reciente muerte real. La reina rezaba incesantemente, noche y día, vestida con un cilicio, comiendo poco y solo una vez por día. Las comidas que se servían en las habitaciones de la reina eran espartanas. Apenas pan negro y pescado. En Pascua, el rey recibió una rosa dorada del Papa, que el propio pontífice había bendecido. Era señal de un gran favor. E inmediatamente después de Pascua, la Corte partió hacia Greenwich para celebrar el mes de mayo.
– ¡Es exactamente como la Casa Bolton! -dijo Rosamund, muy sorprendida, cuando la barca se acercaba a la vivienda de su primo en Greenwich.
– Por supuesto, Bolton Greenwich es idéntica en todos los detalles a la Casa Bolton. Me desagrada la confusión, querida niña, y aborrezco el caos del desarraigo. Cuando compré la propiedad de Greenwich les encargué al arquitecto y a los constructores que copiaran la Casa Bolton. Hasta la decoración es la misma. Los criados vienen conmigo, pues no me gusta pagarles para que holgazaneen en la Casa Bolton mientras yo estoy en Bolton Greenwich. Es una solución perfecta, como ya verás.
Rosamund rió.
– En realidad, creo que me agrada la idea, y sé que a Annie también le gustará. Ha estado tan inquieta por tener que acostumbrarse a un lugar nuevo cuando, como dice ella: "Por fin estoy conociendo esta casa". Y Dolí no le dijo nada, porque a Dolí le encanta burlarse de mi pobre Annie. -Rosamund dirigió la mirada más allá de Bolton Greenwich-. ¿Aquel es el palacio, Tom?
Él asintió.
– ¡Dios santo! Vives al lado del rey y su Corte, primo. O estuviste muy inteligente o fue una casualidad.
– Ambas cosas -respondió él, orgulloso-. No es una propiedad grande y, por eso, no era muy preciada. Pero ahora soy la envidia de todos. He tenido innumerables ofertas para comprarla, pero, por el momento, disfruto teniéndola. No es una propiedad que pueda perder su valor. Ah, pero temo mostrar mis raíces no demasiado nobles pensando como un mercader -bromeó.
La barca había llegado a destino. Los criados de lord Cambridge ayudaron a su amo y a Rosamund a bajar de la cómoda embarcación. Ella olfateó el aire, curiosa.
– ¿Qué es ese olor?
Por un momento, él no entendió, pero enseguida dijo:
– El mar, querida niña. Aquí, río abajo, estamos más cerca del mar. ¡Claro! Tú nunca habías sentido el olor del mar, ni lo has visto, ¿verdad? Encerrada entre tus colinas de Cumbria, no has tenido esa oportunidad.
– Pero he estado en Greenwich.
– Es por cómo sopla el viento hoy -explicó él.
– Qué interesante. Pero es obvio, en realidad, porque cuando el viento sopla desde otra dirección en Friarsgate los olores son diferentes. En verano, cuando viene del norte, huelo la nieve.
Entraron en la casa y Rosamund se sorprendió otra vez. Como le había dicho Tom, el interior de Bolton Greenwich era idéntico al de la Casa Bolton. Era algo confuso, pero se acostumbraría como se había adaptado a tantas cosas desde su llegada a la Corte hacía cinco meses.
– No tendré que preocuparme por tener que dormir en el palacio a menos que me necesiten -meditó en voz alta-. Me gusta eso, Tom.
– Sí, querida, no tienes más que pasar por la puerta que hay en el muro de mi jardín y estarás en el parque del rey. Serás la envidia de todo el mundo.
Rosamund suspiró.
– Ojalá la reina me permitiera regresar a mi casa, pero no ha dicho nada, y temo preguntarle y ofenderla. No quiero que piense que me aburro en su compañía, pero extraño Friarsgate y a mis hijas, Tom.
– ¿Y no extrañas también a tu descarado escocés? -bromeó él.
– ¡De ninguna manera! -exclamó ella, indignada-. ¿Por qué sientes tanta curiosidad por Logan Hepburn, primo?
Tom Bolton se encogió de hombros.
– Me intrigó tu descripción de él, querida. Nada más. Espero poder conocerlo cuando vuelva a tu casa.
– ¿Y cuándo será eso? -gimió ella, con un profundo suspiro.
– Oí el rumor de que el rey hará su viaje de verano hacia la región central este año. Eso te llevaría en dirección a tu casa, Rosamund, y probablemente entonces puedas pedir que la reina te libere. Ella comprenderá tu preocupación por tus hijas.
– Habrá pasado casi un año. Bessie y Banon no me conocerán. Y mi presencia ni siquiera es necesaria aquí.
– Lo sé -dijo él, comprensivo; le pasó el brazo por la espalda y se la palmeó con cariño-, pero la pobre Catalina cree que te está haciendo un favor. Para ella la Corte es el mundo, pero muy cerca del cielo. Agradece al menos que su preocupación por un heredero le haya impedido buscarte marido, querida.
– ¡Dios no lo permita!
La Corte se preparó para el Día de Mayo. Se levantó un palo de mayo, el poste tradicional, en los jardines de Greenwich y se eligieron damas para bailar a su alrededor. Para su sorpresa, Rosamund fue una de las elegidas. Por lo general no la incluían como participante en esos acontecimientos. Había decidido vestir el traje de seda verde Tudor en honor a la reina. Habría una cacería por la mañana, pero ella no participaría. No le gustaba la caza, a diferencia de casi todos en la Corte, a quienes ese deporte tan sangriento les resultaba muy estimulante. Pero Rosamund no consideraba que fuera entretenido perseguir con perros a un desdichado animal por los bosques sólo para matarlo.
El sol todavía no había despuntado en el horizonte cuando ella, Annie y Dolí salieron de la casa para ir a festejar el mes de mayo. Primero, recogerían el rocío de la mañana que era muy beneficioso para el cutis, según se decía. Después, cortarían flores y ramas para decorar la sala. Las tres muchachas iban descalzas y vestidas con sencillas faldas de lino.
– ¿Les parece que servirán comida de color verde en la sala del rey esta noche? -preguntó Annie.
– ¡Por supuesto! -respondió Dolí-. Mi amo dice que al rey le gusta el Día de Mayo más que cualquier otra fiesta, y que respeta las tradiciones.
– La carne a veces es verde en la mesa del rey -comentó Rosamund, irónicamente-, y por eso como allí lo menos que puedo.
Las dos criadas rieron.
Encontraron un gran charco de rocío, que tomaron con las manos y se echaron en la cara. Fueron entonces a recoger flores y ramas para la sala de Bolton Greenwich. En un momento Rosamund se separó de sus dos acompañantes y siguió caminando por los jardines de su primo. De pronto, oyó una voz que cantaba y siguió el sonido hasta la puerta en el muro de ladrillo que separaba el jardín del parque del rey. La voz era tan fascinante que abrió la puerta y se asomó del otro lado. Allí, bajo un árbol, estaba sentado el rey, pulsando su laúd y cantando para sí.
Este el mes de las fiestas de mayo, cuando los alegres muchachos salen a jugar.
¡Fa la la la la la la la la! ¡Fa la la la la la la!
Cada uno con su enamorada, bailando en el prado.
¡Fa la la la la¡ ¡La la la la la la la la! ¡Lola lala!
Rosamund rió y el rey, al verla, se levantó de un salto, dejando el laúd en el suelo.
– Milady Rosamund de Friarsgate. Le deseo un buen día de mayo. -Se acercó a ella. -¿Le gustó mi canción, señora?
– Sí, Su Majestad, mucho.
– Antes me llamabas Hal -reprochó, y su voz se tornó de pronto baja y muy íntima. Estaba de pie muy cerca de ella.
– Pero usted no era mi rey en ese entonces, Su Majestad -dijo ella, suavemente, casi sin aliento. Era un juego peligroso, pero no podía abandonarlo.
Él le acarició delicadamente la mejilla.
– Dice la reina que tienes el perfecto cutis inglés, bella Rosamund. Todavía está húmedo con el rocío de esta mañana de mayo, aunque no creo que necesites recurrir a ningún artificio. Eres muy bella. -La tomó del mentón y sus labios rozaron tiernamente los de ella-. Hermosa, gentil y virtuosa -agregó, y la acercó más a él-. ¿Sabes cuántas veces he pensado en ti en todos estos años, bella Rosamund?
– Su Majestad me halaga -alcanzó a decir ella, aunque no sabía de dónde le salían las palabras. Apenas podía respirar.
– ¿Te gustan los halagos? -le preguntó él, con una sonrisa en los labios y penetrándola con la mirada.
– Solo si son sinceros, milord.
– Jamás me dirigiría a una mujer sin sinceridad, bella Rosamund -murmuró él, con sus labios peligrosamente cerca de los de ella, otra vez.
¿Se desvanecería? Sentía las piernas de gelatina. La mirada de él era hipnótica. Su aliento olía a menta. Rosamund suspiró, sin poder contenerse. La boca del rey volvió a encontrar sus labios y esa vez la besó con los inicios de la pasión. Sus brazos la abrazaron con deseo. Ella percibió la fuerza de su cuerpo enorme y se sintió diminuta en el abrazo. Se dejó flotar. No se hallaba tan segura desde la muerte de Owein. ¡Owein! Su nombre fue como una bofetada en su cerebro y, recuperando la compostura, se apartó del abrazo de Enrique Tudor.
– ¡Ay, Su Majestad! -exclamó sorprendida al darse cuenta de lo que habían estado haciendo.
– Bella Rosamund… -comenzó a decir él. Ella retrocedió hacia la puerta del jardín.
– ¡No, Su Majestad! Esto es muy impropio, y usted lo sabe tan bien como yo. Le ruego que me perdone por mi vergonzoso comportamiento. Nunca fue mi intención jugar ni llevar a Su Majestad al pecado. -Hizo una rápida reverencia, se volvió y corrió hacia el jardín de su primo; cerró la puerta enseguida.
Él oyó voces femeninas que la llamaban. Sonrió, complacido. Era deliciosa; el dulce más tentador que había encontrado en mucho tiempo. La suavidad de su entrega le había encendido la entrepierna, pero esta vez contendría su lujuria. No tenía intenciones de que esas arpías entrometidas que servían a su esposa volvieran a sorprenderlo, aunque él estuviera tomando la flor más bella de entre ellas. El recato de la muchacha le había encantado, pero había visto que tenía espíritu. Y nadie, ni siquiera sus amigos más íntimos, deberían saber de su interés en la dama de Friarsgate. Qué conveniente que el primo de ella fuera su vecino. La poseería en su propia cama. No habría entrometidos de palacio, ni nadie más, que pudiera sorprenderlos. Nadie lo vería cruzar por los jardines a la medianoche. Sólo el primo de ella lo sabría, para que dejara una puerta lateral abierta para el rey. Se decía de lord Cambridge que era un poquito excéntrico, pero también que era un hombre muy sensato.
El rey se puso a tararear camino al palacio. Recogió para su esposa un ramito de flores silvestres que comenzaban a abrirse. Kate se estaba esforzando para concebir otro hijo para él. La sorprendería con el ramo de la mañana de mayo. Tal vez, incluso, pasara unos momentos íntimos con ella antes de la cacería. El calor que sentía en la entrepierna era mucho, y su semilla necesitaba ser liberada de inmediato. Su lujuria seguramente la había hecho potente. Sí, sería en verdad muy placentero copular un poco con la reina antes de las actividades del día. Y esa noche, o tal vez al día siguiente de noche, buscaría a la bella Rosamund y gozaría con ella. Enrique Tudor sonrió, contento consigo mismo y con el mundo en general.
Como a la reina le gustaba la caza, Rosamund sabía que su presencia no sería necesaria hasta la hora del palo de mayo, a media tarde. Regresó a la casa con sus dos acompañantes, con los brazos llenos de flores y ramas con las que decoraron la sala de Bolton Greenwich. Cuando lord Cambridge se reunió con ella más tarde, expresó su placer por los esfuerzos de las tres.
– Eres tan dormilón. Ahora ya se fue todo el rocío, y no tuviste nada.
Él rió.
– No me digas que no me guardaste nada, muchacha egoísta. Estoy ofendido, pero te perdono, porque la sala quedó preciosa.
– Tom, tengo que hablar en privado contigo.
Él percibió la seriedad en su voz.
– Caminemos por el jardín, prima. Es un lindo día, y no he tomado nada de aire hoy. Tampoco lo haría sin tu compañía.
En un banco de piedra que daba al río ella le contó de su aventura de la mañana temprano. Thomas Bolton la escuchó sin sorprenderse, porque él ya había sospechado que, tarde o temprano, el rey abordaría a su prima con intenciones de seducirla. La voz de ella decía bien a las claras que estaba apenada por su comportamiento, pero, al mismo tiempo, tentada por la hermosura de Enrique Tudor y su poder.
– ¿Qué voy a hacer, Tom? -le preguntó ella, desesperada.
– No recurrirá a la violación. Ese nunca ha sido su estilo. Sería una infracción grave a su código personal de caballero, pues el rey tiene un altísimo concepto de sí mismo y de su honor. No obstante, a pesar de sus votos maritales, no considerará que compromete su honor si fornica con una mujer que no es su esposa. La reina está para engendrar herederos para Inglaterra. Esa es su razón de ser, querida niña. Para él y para su reino es ventajoso que la quiera, que la alcurnia de ella sea impecable y que ella sepa cómo conducirse como reina de Inglaterra. La reina Catalina cumple su propósito. Pero las otras mujeres, Rosamund, ah, las otras mujeres son otro tema. Están para perseguirlas, cortejarlas y acostase con ellas. Son para el placer del rey, pero nada más, sin duda. Él no te forzará, pero te seducirá, prima.
– Sé mucho más sobre él de lo que cree, porque Margarita Tudor me hablaba todo el tiempo de él. No aceptará de buen grado una negativa, Tom. ¿Qué voy a hacer? Yo también tengo mi honor y sirvo a la reina.
– Tienes dos posibilidades. Puedes pedirle permiso a la reina, hoy mismo, para regresar a Friarsgate, pero, si te lo niega, ¿qué harás? Te arriesgas a ofenderlos, a ella y al rey, sin resolver tu dilema. O puedes rendirte al rey si él te lo pide, pero, en ese caso, no debes contárselo a nadie. Si bien no sería raro que un rey tuviera una amante, la notoriedad no es buena para esas señoras, querida. Después de todo, no somos franceses -dijo, frunciendo la nariz.
– ¿Qué? ¿Los reyes franceses alardean de sus amantes? -le preguntó Rosamund, sorprendida-. ¿Qué mujer decente querría que se supiera que sirve a su rey como la oveja sirve al carnero?
– Mi querida niña, los franceses consideran un honor servir a su rey, como dices tú. Si ha habido hasta hermanas compartiendo los favores de un monarca. Y sus aliados, nuestros vecinos del norte, son igual de perversos. Los reyes Estuardo están considerados como los hombres más enamoradizos del mundo entero. Casi no hay familia en Escocia con la que no hayan mezclado su sangre, dicen. El actual rey Jacobo no se unió con nuestra propia princesa Margarita hasta que alguien de su Corte, con más sentido que el mismo rey, envenenó a su amante, Maggie Drummond. Recién entonces Jacobo Estuardo honró su contrato con Inglaterra. Pero se sabe que tiene los favores de muchas otras señoras. Todos los reyes tienen amantes, pero aquí en Inglaterra intentamos mantener el hecho tan en secreto como sea posible.
– Para ser un hombre que no ama a las mujeres tienes una gran comprensión de ellas y de la naturaleza humana, primo. Tal vez me convenga irme a casa, con mi descarado escocés -dijo Rosamund, con una sonrisita.
Él también sonrió.
– Los dados están echados, prima. Sí, puedes rechazar al rey, pero sufrirás las consecuencias. Debes tratar de ver comprender la situación, querida niña. Si eres muy discreta y le ruegas al rey que lo sea por partida doble, es poco probable que alguien se entere de tu mala conducta. ¿Quién creería que el rey se acercaría a ti, una viuda de una familia sin importancia y sin conexiones? Y, dado el escándalo de la primavera pasada, el rey querrá, sin duda, ser más que discreto. -Lord Cambridge rió-. Así que no es probable que alguien se entere de tu paso en falso en el camino de la virtud. El rey es joven y apuesto. Se sabe de su pasión y gentileza. Puede ser generoso, y tú tienes tres hijas que necesitarán esposos respetables algún día, querida mía. Eres viuda, de modo que no llevarás la vergüenza al nombre de tu esposo ni de su familia, a diferencia de las concupiscentes hermanas del duque de Buckhingham. Y se sabe que Enrique Tudor jamás olvida un favor.
– Razonas como el dueño de un burdel, primo.
– Tú no eres ninguna virgen, Rosamund -le recordó él con una sonrisa bastante maligna.
– ¡Eres un sinvergüenza, Tom! -lo reprendió ella, pero sonreía.
– ¿No te gustaría imitarme? -bromeó él.
– Sí -dijo ella, sorprendiéndolo-. Creo que sí. Durante toda mi vida he hecho exactamente lo que se esperaba de mí, aunque no lo deseara, primo. De todos modos, me remuerde la conciencia, porque quiero a la reina.
– Tu conciencia te molestará siempre en este asunto, mi querida niña -dijo él, sabiamente-, pero no podrás evitarlo. Enrique Tudor no tendría que haberse casado con Catalina de Aragón. Debería haberse tomado más tiempo, pero ella era conveniente, estaba a mano y él siempre ha sido impaciente. Su padre lo tenía destinado a la Iglesia, hasta que murió el pobre Arturo. Enrique jamás habría sido un buen sacerdote.
– No con su pasión por las mujeres. ¿Es porque se trata de Catalina o le habría sido infiel a cualquier otra esposa, Tom? No comprendo.
– Es su naturaleza tomar todo lo que desea, sea un dulce o una mujer. Ahora bien, querida niña, basta de hablar de este tema. Ya sabes lo que harás, lo que tienes que hacer. Lo que yo quiero saber es qué vestido has elegido para hoy.
– El de seda verde Tudor. Por alguna razón, ahora me parece más apropiado que cuando lo decidí.
– Ve a prepararte, entonces -le aconsejó, pero él se quedó sentado en el banco mirando el río Támesis y pensando en todo lo que acababa de oír. Sabía, aunque Rosamund lo desconociera, que el rey, luego de haberse acercado a ella esa mañana, buscaría poseerla lo antes posible. Y, como querría ser cauteloso, probablemente la visitara allí, en Bolton Greenwich. Y pronto. Conociendo la naturaleza del rey, el asunto no duraría más que el verano. Sí, él alentaría a su prima a rogarle a la reina que le permitiera irse a su casa, en Friarsgate, a fines del verano, dejar el séquito en la región central y viajar hacia el norte, a Cumbria. Sería mejor para todos los involucrados.
Y él mismo la acompañaría. Si bien Friarsgate era primitiva para su gusto, parecía una casa confortable. Se quedaría todo el otoño y regresaría a la Casa Bolton para las festividades de Navidad. Luego de programar el resto del año, Tom Bolton se levantó y volvió a la casa, donde se preparó para acompañar a su prima de regreso al palacio esa tarde.
Algunas horas más tarde, listos para partir, los primos se admiraron mutuamente los trajes. El de Rosamund era de seda color verde Tudor con una falda abierta que dejaba ver una enagua bordada y acolchada en verde más fuerte y brocado blanco. El escote del vestido, cuadrado y bajo, estaba bordado con hilo de oro y perlas diminutas. Los anchos puños de las mangas del vestido también habían sido bordados en oro y perlas. La camisa era casi invisible bajo el corpiño, y sólo se veía el delicado cuello redondo, también bordado con perlas. Los puños de las mangas largas de la camisa, que aparecían por debajo de los puños del vestido, también estaban decorados con perlas. Un sencillo velo, sostenido con una corona de flores, le adornaba los cabellos.
– Estás perfecta -dijo lord Cambridge, encantado con la ropa de ella.
– Tú también, primo -dijo Rosamund, mirando el traje de él. La calza blanca estaba decorada con hiedras y hojas bordadas en oro. Llevaba una chaqueta corta y plisada, en seda adamascada verde Tudor con mangas largas abollonadas y bordadas. El cuello alto de la camisa era plisado y aparecía por encima de la chaqueta. La exagerada portañuela del pantalón estaba adornada con joyas y perlas multicolores. Los guantes eran de terciopelo dorado con perlas en los puños. Los zapatos de puntera cuadrada eran de un cuero negro muy suave y, en la cabeza, llevaba un sombrero, con la copa en tafetán de seda y ala plana, verde con una pluma de avestruz blanca.
Sir Thomas se pavoneó para Rosamund, posando y mostrando sus piernas, que no eran nada feas.
– ¿Qué te parece?
– Me has dejado sin palabras, Tom. Nunca te había visto tan emperifollado.
– Es el Día de Mayo, la fiesta preferida del rey -fue la respuesta. Sonrió-. ¿Vamos, querida prima?
Decidieron caminar desde Bolton Greenwich, cruzando el jardín y entrando en el parque del palacio. La cacería había terminado. Había sido un éxito, y estaban carneando y colgando varios ciervos para futuras comidas. El rey y sus acompañantes habían decidido representar un pequeño torneo con justas para diversión de todos. El ganador elegiría a la reina de Mayo. Rosamund y su primo ocuparon sus lugares con el resto de la Corte. Rosamund se ubicó entre las damas de la reina y lord Cambridge se reunió con unos amigos suyos.
Los caballeros estuvieron valientes y osados. Uno a uno se vieron desmontados hasta que solo quedaron el rey y Charles Brandon, que era un digno oponente. Chocaron varias veces, con gran estruendo de las lanzas contra los escudos. Pero, al fin, el caballo del rey trastabilló y la lanza de Brandon tiró a Enrique Tudor de la montura. La tribuna estalló en un grito y Brandon bajó inmediatamente del caballo y corrió hacia el rey.
El rey se puso trabajosamente de pie, riendo y quitándose el yelmo.
– Buena jugada, Charles -dijo, admitiendo con gracia su derrota. Miró a su alrededor y dijo-: Parece que mi caballo perdió la herradura, pero esa es la suerte en las justas. -Llamó a un peón y le ordenó que se ocuparan del caballo, que le volvieran a poner la herradura y se aseguraran de que el animal no se había lastimado en el accidente. Se dirigió a los concurrentes y anunció-: Declaro a Charles Brandon ganador de este torneo del Día de Mayo y digo que es su deber elegir a nuestra reina de Mayo.
Charles Brandon se paró ante el palco real.
– Su Majestad -le dijo a Catalina-, no correspondería que yo le pidiera a una reina que fuera la reina de este festival. Pido su permiso real para elegir entre las damas que la rodean.
– Tiene mi permiso -respondió la reina, sonriendo.
– Entonces, elijo a la princesa María -respondió Brandon, sin un momento de vacilación.
La hermana del rey, de dieciséis años, se adelantó y recibió de manos de Charles Brandon la delicada corona de oro y plata de la reina de Mayo.
– Es un honor ser su reina, Charles Brandon.
El rey entrecerró los ojos, alerta. María era joven y una tonta romántica. Él tenía otros planes para ella y no quería que Charles Brandon, a pesar de la amistad que los unía, interfiriera con ellos ni se metiera con su hermana. Pero el rey miró con benevolencia la escena, mientras María le sonreía a su oponente. Se ocuparía de que, de allí en adelante, no estuvieran juntos. Y entonces, al mirar brevemente hacia las damas que rodeaban a su esposa, vio a la bella Rosamund. Qué hermosa estaba. Era la perfecta rosa inglesa. Le sonrió a su esposa y a sus damas. Sí, la bella Rosamund era un bocado delicado, y él pensaba disfrutarla.
Ella había sentido su mirada, pero por un brevísimo momento. Sucediera lo que sucediese, nunca debería lastimar a la reina. Y una vez más, como tantas en los últimos meses, deseó estar a salvo en su casa, en Friarsgate. Edmund la mantenía regularmente informada con sus cartas. Todo estaba bien. Sus hijas crecían bien y, salvo Philippa, no daban señales de extrañarla. Las ovejas habían parido un número inusitado de corderitos esa temporada, con más nacimientos dobles de los que él había visto en años. Ya habían sembrado. Henry no había ido de visita. Era algo perturbador pensar que todo marchaba bien en Friarsgate y que ella no era parte de eso.
Habían dejado las gradas y las damas elegidas para bailar alrededor del palo de mayo fueron a ocupar sus lugares. Sonó la música y comenzó la danza. Cada dama tenía una cinta de seda de un color diferente: rojo, azul, verde, amarillo, violeta, rosado, celeste, lavanda, oro y plata. Las diez mujeres se movían alrededor del poste, entrelazando las cintas en un diseño intricado, mientras cantaban sobre el mes de mayo y todas sus bellezas. Al fin, el baile terminó. El poste quedó decorado; las puntas de las cintas flotaban con la brisa suave del atardecer.
Entonces, hubo una fiesta. Aprovechando el hermoso día de primavera, se habían puesto mesas en el parque del palacio y, mientras los invitados encontraban sus asientos, los criados corrían de un lado para el otro y venían desde las cocinas con bandejas y recipientes. Se habían cavado pozos y sobre enormes asadores de hierro se asaban medias reses envueltas en sal gruesa. De cada lado había cuatro muchachos haciendo girar el asador. Había barriles con ostras que se abrían y se servían crudas. Se ofrecían bandejas con trucha, salmón y langostinos. Había muchísimas aves, patos, pollos y cisnes, asados. Pasteles de carne rellenos de conejo, aves de caza y ciervo. Cochinillo relleno, anguila en salsa especiada, blackmanger, que era un plato de pollo hecho con arroz, almendras y azúcar, alcauciles cocinados al vapor en vino blanco, lechugas asadas, arvejas, panes y manteca, y muchas variedades de queso.
Por tradición, toda la comida tendría que haber sido verde, en honor al día, pero la reina se había puesto firme, aunque el rey protestó. Solo los platos de pan habían sido teñidos de verde. Para deleite de muchos, se sirvió la anticuada hidromiel en la celebración, junto con vino y cerveza. La Corte comió sin parar y, sin embargo, cuando al final se trajeron los dulces, se los devoraron con tantas ganas como si los comensales no hubieran ingerido nada antes.
En el parque se habían puesto blancos de tiro. Los hombres compitieron con el arco y la flecha, y ganó el rey. Jugaron a los bolos hasta que el crepúsculo comenzó a dificultar la visión de las clavijas y los bolos. Se colocaron antorchas. Los músicos tocaron y la Corte bailó. Al final, el rey bailó para todos, saltando alto con su hermana María, que reía y lo acicateaba para que lo hiciera más alto aun. Nadie bailaba tan bien como el rey Enrique Tudor. Al final la reina se retiró con sus damas. Estaba cansada y sabía que el rey volvería a visitar su cama esa noche, porque ya le había hecho conocer sus intenciones. Todavía no estaba embarazada y, aunque seguía de duelo por el principito, se necesitaba con desesperación un nuevo heredero.
– ¿Te quedarás aquí esta noche, Rosamund? -preguntó Inés.
– No, no me necesitan y una de las ventajas de venir a Greenwich es que la casa de mi primo queda al lado del palacio. Allí tengo mi habitación. Si necesitas un lugar donde dormir, Inés, puedo alojarte.
– No, pero te agradezco el ofrecimiento. María tiene una pequeña habitación propia, así que duermo con mi hermana.
– Entonces, te doy muy buenas noches -le dijo Rosamund, y salió de los apartamentos de la reina. Vio a Tom hablando con el amigo del rey, Will Compton, que la saludó. Ella le devolvió el cumplido y se dirigió al parque, que ya estaba bastante a oscuras, hasta el muro de ladrillo que separaba la casa de Tom del palacio del rey. Encontró el pasador y entró en los jardines de Bolton Greenwich, pensando, de pronto, en qué conveniente era que ese jardín fuera idéntico al de la Casa Bolton. No necesitaba luz para guiarse.
La morada estaba vacía, pues Tom les había dado la noche libre a sus criados. Pero Annie había declinado ir con Dolí.
– Es un poquito ligera, y no quiero que los hombres piensen que yo soy como ella -le explicó Annie a su ama.
A último momento, antes de que se fuera el último de los criados, le habían preparado un baño junto al fuego. Todavía estaba caliente, pero no tanto como le gustaba a Rosamund. De todos modos, se quitó la ropa, se metió en la tina y pensó que el agua caliente y perfumada era muy agradable, pero no se demoró, sino que salió, se secó y se puso una camisa limpia. Annie le deshizo el elegante peinado y le cepilló el largo cabello rojizo.
– Déjamelo suelto -le pidió Rosamund.
Se metió en la cama mientras Annie le agregaba leños al hogar del dormitorio.
– El señor dice que Dolí y yo durmamos en el altillo con los otros criados por el momento, señora.
– Sería mejor -señaló Rosamund, pensativa.
– Si hago eso, todo el mundo sabrá que usted tiene un amante, señora -le respondió con franqueza-. Al menos eso es lo que dice Dolí, milady.
– Dolí dice muchas cosas -respondió Rosamund, cortante. Con gesto seco se ató las cintas rosadas de la cofia de dormir-. ¿Y tú qué dices, Annie, en respuesta a la calumnia de Dolí?
– Le digo que usted no tiene tiempo ni para usted misma estando al servicio de la reina, ¿cómo va a tenerlo entonces para seducir a un hombre y hacerlo su amante? Dolí se ríe y asegura que todas las mujeres tienen tiempo para un amante; que los hombres son como perros, que olisquean y que siempre aparece una perra que mueve la cola y la levanta para ellos.
Rosamund suspiró.
– Dolí es demasiado mundana. ¿Y ahora dónde está? ¿Lo sabes, Annie?
– Sí -afirmó Annie, despacio-. Está celebrando el Día de Mayo con los criados del palacio de Greenwich. No volverá hasta el alba.
– Quiero que esperes a lord Cambridge levantada, Annie, y cuando venga cuéntale lo que me has dicho a mí.
– ¡Ay, señora, no podría! Se lo conté a usted porque las dos somos de Friarsgate. No quisiera que su reputación se arruine por gente de la calaña de Dolí. A veces es de buen corazón, pero tiene muy mala lengua. Si se entera de que le dije, me saca los ojos.
– Y esa es precisamente la razón por la que tienes que contarle a mi primo. Dolí es una de sus criadas de la propiedad de Bolton Park. Estoy segura de que la gente de Bolton Park es como la de Friarsgate. Dolí es joven y tal vez haya estado demasiado tiempo en Londres con el personal de mi primo. Necesita volver a su casa, donde recuperará sus valores. Quiero que le digas a lord Cambridge que yo te ordené que le informaras de su comportamiento y que sugerí que la devolviera a su casa para que no se metiera en problemas.
– Está bien -dijo Annie, nerviosa.
– Mi primo es un buen amo, Annie. Tú lo sabes. Tal vez sea hora de que Dolí se case, y él puede arreglarlo. Para ella sería mejor que la casara antes de que se deshonre y arruine cualquier posibilidad de un buen matrimonio. -Miró vigilante a su criada-. ¿Qué es lo que no me cuentas?
– ¡Ay, señora! -Annie se echó a llorar.
En ese momento golpearon a la puerta de los apartamentos y Rosamund le ordenó a su criada que abriera. Entró lord Cambridge.
– Excelente. Todavía estás levantada, Annie, querida muchacha, tráenos un poco de vino, y tú, prima, intercambiarás conmigo las noticias que hayas conseguido hoy. -Se sentó al borde de la cama con una sonrisa-. No pareces cansada, a pesar de la hora.
Annie fue de prisa a traerles a lord Cambridge y a su ama unas copitas de cristal de un dulce Madeira. Mientras Annie les daba las copas, Rosamund habló:
– Annie tiene algo que contarte, Tom. ¿Annie?
– Ay, señora, ¿debo hacerlo? -Annie sollozaba, pero Rosamund insistió, solemne; Annie dijo, con voz débil-: Es sobre Dolí, señor -y repitió lo que le había contado a su señora.
– Está bien, Annie. Yo sé que no eres una correveidile y que hablaste solo para proteger a tu señora. No obstante, yo ya había decidido enviar a Dolí de vuelta a Bolton Park por la mañana. La señora Greenleaf ya me había informado de su comportamiento y esta noche tuve la desdicha de ver la conducta de Dolí con mis propios ojos. Su destino quedó sellado en ese momento. Ahora ve a dormir. Tú no eres responsable por la adversidad de Dolí. La señora Greenleaf siempre pensó que Dolí era demasiado joven para haberla traído de Bolton Park. Es posible que haya llegado el momento de que se case y siente cabeza. La señora Greenleaf tiene un sobrino, mi herrero. Es viudo y fuerte como para controlar a una muchacha voluntariosa como Dolí. Ella no tendrá tiempo para travesuras siendo su esposa, eso te lo aseguro. El hombre tiene siete hijos, todos menores de diez años, y va a querer que haya una comida en la herrería al mediodía y una cena abundante al final del día. Sí, dado lo que vi esta noche, esa ha de ser la mejor solución.
– ¿Qué viste?
– ¿Tú lo sabes, Annie? -le preguntó lord Cambridge a la muchacha.
– Sí, milord.
– Cuéntanos, entonces.
– Dolí se levanta la falda para los muchachos -comenzó a decir Annie-. No lo hace por nada. Medio penique por mirar y un penique entero por tocarla y tocarle las tetitas. -Después de haberlo dicho Annie se ruborizó.
Lord Cambridge soltó una carcajada ante la explicación de Annie.
– Sí, eso es lo que vi. Muchacha emprendedora, nuestra Dolí. Bien, el herrero es un hombre vigoroso y la va a mantener más que ocupada, tanto dentro como fuera de la cama. Ve, Annie. Y si mañana Dolí te confía sus penas, antes de que la mande a casa, dile que yo la vi y que quedé consternado.
Annie hizo una reverencia y salió de la habitación. Lord Cambridge se aseguró de que la joven criada se hubiera ido y no podía oírlos. Entonces, regresó y volvió a sentarse en el borde de la cama.
– Esta noche el rey me habló. Me dijo que dejara abierta la puerta del jardín y una linterna encendida al lado. ¿Entiendes, Rosamund?
– Sí, comprendo. ¡Por Dios, Tom, esta noche va a visitar a la reina! ¿Y después vendrá a verme a mí?
– El rey es un hombre solícito, Rosamund -dijo su primo, secamente-. Primero cumplirá con su deber y después buscará su placer. Recuerda, querida niña, que debes ser discreta, por todos, pero más que nada por ti. No eres la primera mujer que dará placer al rey después de haber tomado los votos solemnes del matrimonio. No serás, por supuesto, la última. Este rey es un hombre muy sensual. Qué pena que no tenga otra inclinación. Yo le ahorraría muchas dificultades. -Lord Cambridge terminó su comentario con un guiño procaz.
– Tom, tendría que reírme, pero creo que hablas en serio.
– Buenas noches, querida niña.
"¿Debo dormir? -se preguntó Rosamund-. ¿Puedo dormir?" Cerró los ojos. Discreción. Debía practicar ese delicado arte. Y podía quedarse despierta toda la noche esperando la visita del rey. ¿Y si algo le impedía venir? A la mañana estaría agotada por la falta de sueño y por los nervios. Pero debería levantarse y servir a la reina. Catalina se había tomado la cómoda costumbre de dictarle la correspondencia personal a la dama de Friarsgate en lugar de a uno de sus secretarios oficiales. Rosamund sabía que la reina estaba demasiado cómoda con el arreglo, pero ella no podía continuar con esa situación. Tenía que irse a su casa, y la sugerencia de Tom de dejar el séquito en el verano era muy buena. Le pediría consejo a Inés sobre quién podría reemplazarla. Seguramente, entre las muchas damas de la reina habría alguna con buena letra.
Sí, ella había querido irse a casa desde que llegó, y aquí estaba, sin embargo, dispuesta a admitir que había sido una época muy interesante para la simple Rosamund de Friarsgate. Mucho más que su primera estadía como pupila del rey. ¡Tendría tantas historias para contarles a sus hijas! y las conexiones que había hecho en la Corte podrían resultar valiosas en el futuro. No quería que sus hijas se casaran con primos Bolton u otros candidatos parecidos. Deseaba sangre nueva en la familia, para que los herederos de Friarsgate fueran fuertes. Y nunca habría considerado la vida en tales términos de no ser por su estadía en la Corte. Y su relación con su primo, Tom Bolton. Tom ya le había dado a entender, como al pasar, que ella y sus hijas serían sus herederas algún día. Qué giro inesperado de los acontecimientos. Un año atrás ni siquiera sabía de la existencia de Thomas Bolton. Se conformaba con ser la esposa de sir Owein Meredith y madre de sus hijas.
Pero Owein se había ido. Se preguntó en silencio por qué, como lo había hecho mil veces en los últimos meses. Pero no había respuesta. Sabía que no la habría jamás. Por fin, cerró los ojos, y se quedó dormida.
El rey había cumplido con su deber con la reina. Había estado en la cama de Catalina por segunda vez ese día. Ella vestía, como siempre, una sencilla prenda atada al cuello y una cofia de dormir bordada sobre sus hermosos cabellos rojizos. Obediente, yacía de espaldas, con los ojos azules bien cerrados. Él nunca había conseguido que los abriera cuando entraba en su dormitorio. Siempre había oído decir que las españolas eran de sangre caliente, pero su Catalina, tan dulce y sumisa, jamás podría ser considerada así.
Él hizo lo de siempre con ella: primero le desataba las cintas y abría la prenda para dejar descubiertos los pechos y el vientre. Su esposa tenía lindos senos. Pequeños, pero, desde el nacimiento de su hijo, llenos. Vio las marcas en el estómago, donde la piel se había estirado, durante los partos. Catalina no tenía buena piel. No como las inglesas.
No como Rosamund Bolton. Al pensar en ella sintió un cosquilleo en su masculinidad. Rosamund Bolton, la de cabello rojizo, ojos ambarinos y dulces pechos. Se le empezó a endurecer y a hinchar el miembro al pensar en la deliciosa viuda de Friarsgate, en cómo disfrutaría de copular con ella esa misma noche. De no haber sido por sir Owein, hacía años, él seguramente la habría poseído y ella lo habría disfrutado.
– Levántate el camisón, Kate -le ordenó a su esposa mientras se quitaba el suyo. Ella obedeció de inmediato. Él le abrió las piernas; se hundió hondo en la carne fecunda y trabajó, entrando y saliendo, entrando y saliendo, despacio, hasta que pudo liberar su semilla-. Que Dios y su Santa Madre nos den un hijo -dijo al apartarse de ella.
– ¡Amén! -respondió la reina, bajándose el camisón, pero sin abrir los ojos ni por un momento para mirarlo.
Enrique Tudor se bajó de la cama de su esposa, se inclinó y le dio un beso en la frente.
– Buenas noches, Kate. Que duermas bien.
– Buenas noches, milord -le respondió mientras él salía del dormitorio por una pequeña puerta privada que le permitía evitar ser visto por las damas de compañía.
El rey volvió deprisa por el estrecho corredor privado hacia su propio dormitorio. Se lavó, se puso una camisa nueva y un criado lo vistió con un traje de brocado verde y se arrodilló para calzarle un par de pantuflas de cuero.
– Estaré fuera dos o tres horas, Walter -le dijo el rey-. ¿Dónde está la lámpara?
– Junto a la puerta exterior, Su Majestad; entiendo la necesidad de discreción dado el incidente de hace unos meses, pero, si hay alguna emergencia durante la noche… ¿Qué debo decir?
– Tú siempre has guardado mis secretos, Walter -rió el rey-. No estaré lejos. En la casa de lord Cambridge, junto al palacio. No se lo dirás a nadie, por supuesto, pero, si surge una emergencia en las próximas dos o tres horas, atraviesa el parque y ve a buscarme, ¿eh?
Walter hizo una inclinación de cabeza y sonrió.
– Sí, milord Enrique -dijo, y guió al rey a través de otro pequeño corredor privado que daba al exterior. Se agachó, tomó una lámpara y se la dio al rey con una inclinación. Después, cerró la puerta tras su amo.
Alumbrándose con la luz de la lámpara, que solo iluminaba el camino a sus pies, el rey cruzó de prisa sus jardines y el parque. No había luna esa noche, lo que hacía que su camino entre los árboles fuera lento y cauteloso, pero por fin divisó la pequeña puerta en el muro. Entró en el jardín de Tom Bolton y, aun en medio de la oscuridad, vio que todo estaba en orden. Recorrió los prolijos senderos del jardín hasta llegar a la casa. Sus ojos azules buscaron la señal, y allí estaba. Una pequeña lámpara encendida junto a otra puerta pequeña. Dejó la suya, tomó la otra y entró en la casa. Siguió al pie de la letra las indicaciones que le había dado lord Cambridge y subió la escalera hasta los aposentos de Rosamund. ¡Allí estaba, dormida!
Apagó la lámpara y la dejó sobre una mesa. Se quitó el manto de brocado y lo dejó a un lado. Se acercó a la cama, se inclinó y la besó con pasión hasta que ella abrió los ojos y le sonrió.
– Hal -le dijo con suavidad.
A él le pareció una dulce bienvenida.
– ¿Te quitarías el camisón? Quiero verte entera, bella Rosamund.
– Si tú te quitas el tuyo -respondió y enseguida se dio cuenta de lo que había dicho. ¿Era tan ligera que caía en esa vergonzosa relación sin dudarlo? Pero no sentía vergüenza. Él la deseaba. La había deseado desde que era apenas un muchacho y seguía haciéndolo. Él era el rey de Inglaterra y eso era muy halagador. ¿Qué importaba, siempre y cuando la reina no saliera lastimada? Una relación breve, y ella se iría a Friarsgate para no volver a verlo jamás. Se sentó, se quitó el camisón de lino blanco, lo arrojó a un costado y se sacó la cofia de dormir, liberando su cabello. Entonces apartó el cubrecama y se exhibió para él-. ¿Te gusto, milord?
– ¡Sí, bella Rosamund, me gustas muchísimo! -el rey se acercó a ella y la sacó de la cama.
Qué alto era. Ella lo sabía, por supuesto, pero, de pie junto a ella, le parecía más alto. Se puso en puntas de pie y le desató los lazos de la camisa. La abrió, metió las pequeñas manos por debajo de la tela y le acarició el pecho, que estaba cubierto de un vello del mismo color rojizo dorado de sus cabellos. Tenía el pecho y la espalda más anchos que había visto en su vida.
– Eres un gigante, milord -susurró. Le quitó la camisa, que cayó a sus pies. Él se movió para apartarla y ella observó sus pies, grandes, pero delgados y casi delicados.
– Salvo mi nodriza, ninguna mujer antes que tú me ha visto como Dios me echó al mundo, bella Rosamund.
– ¿Y la reina? -preguntó la joven y enseguida se arrepintió de haber pronunciado esas palabras, dadas las circunstancias.
– Prefiere que mis obligaciones conyugales se desarrollen en la oscuridad y lo más vestidos que sea posible y yo no la he visto a ella como a ti.
– Ah -respondió ella, sorprendida y tal vez algo avergonzada de enterarse de algo tan íntimo sobre el matrimonio. No había creído que la reina fuese tan recatada con su esposo, tan apuesto, joven y sensual.
La abrazó, la levantó y hundió la cara entre sus senos.
– Mmm, ¿qué es esa fragancia tan deliciosa que parece que te saliera de la piel? -le preguntó, hundiéndose más en el sombrío valle de su pecho.
– Brezo blanco -le dijo ella, apoyándole las manos en los hombros. Por Dios, cómo necesitaba las tiernas atenciones de un hombre. Cuando él empezó a besarla, sintió que un calor delicioso le inundaba el cuerpo.
– Te sienta muy bien. Siempre pensaré en ti, mi bella Rosamund, cuando sienta el olor del brezo blanco.
La bajó de manera que el cuerpo suave y vibrante de ella recorriera el suyo. Ella sintió su pecho, su vientre, sus muslos perfectos para ese cuerpo macizo, el cuerpo de un guerrero. Cuando la envolvió en sus brazos y la besó, Rosamund pensó que se desvanecería del placer que le daban sus labios. Él le metió la lengua en la boca, buscándole la suya, encontrándola, exigiendo una respuesta de ella. El deseo provocó que la joven casi se desvaneciera.
Él la sostuvo cerca de sí y le murmuró al oído:
– Qué dulce, cómo te entregas a mí, mi bella Rosamund. Eres la mujer perfecta; eres experimentada y apasionada, ¡y, no obstante, hay una inocencia en ti que debo hacer mía! -Le tomó un seno, que pareció una pequeña paloma en su palma. Con los dedos de la otra mano le acarició la piel suave y firme. Inclinó la cabeza y jugueteó con el pezón, recorriéndolo con la lengua caliente. Después, su boca ansiosa se cerró y empezó a chupárselo.
A ella se le escapó un grito. ¡Qué hombre tan sensual! Owein la había amado, sin duda, ¡pero nunca así! La puso sobre la cama y ella vio su enorme instrumento listo para el placer. Le tendió los brazos y él sonrió.
– Qué bienvenida tan encantadora, bella Rosamund. ¿Me deseas tanto como yo te deseo a ti, mi amada?
– ¡Sí, Hal, sí! -exclamó ella-. ¡Sí!
– Debo tener cuidado de no aplastarte, dulce mía.
– Soy más fuerte de lo que parezco.
– ¿Pero has recibido alguna vez dentro de ti un arma tan potente como la que ahora tienes enfrente? -La mano de él se cerró sobre su pene y se lo mostró, con orgullo.
– Solo he conocido a mi esposo, Hal. Él no estaba tan bien dotado como Su Majestad, pero no soy virgen.
El rey la montó con cuidado, pero su deseo fue más fuerte que él y no pudo contenerse: la penetró de inmediato.
– ¡Dios santo! ¡Ah, qué delicia! -gimió él-. ¿No hay límite para tu dulce bienvenida, mi bella Rosamund?
Ella lo esperaba, lista, para su propio asombro. Estaba mojada y él la penetró con facilidad, entró hasta el fondo de su vaina de amor. Rosamund envolvió al rey con los brazos y las piernas, y sus gemidos de placer lo excitaban aún más y aumentaban su pasión.
– ¡Ay! ¡Uy! -gritaba ella mientras él avivaba el fuego con su lanza amorosa-. ¡Ay, Su Majestad! ¡Sí, sí! -había perdido el control de sí misma, pero no le importaba. Se sintió volar, más alto de lo que nunca había imaginado. La pasión la venció y, al fin, cuando llegó el clímax, se desvaneció en el sediento abrazo de él.
Cuando se recuperó, Rosamund se dio cuenta de dos cosas. Estaba tendida encima del rey, con la mejilla sobre su pecho y él seguía con el miembro erguido muy profundamente dentro de ella.
– ¡Ay, Dios! -susurró ella-. ¿No te gustó, Hal?
– Mucho, y hay más por venir -le prometió él, y ella percibió la risa en la voz profunda de él.
– Pero estás todavía… todavía…
– Sí -dijo él, restándole importancia-. Así es -y rió cuando entendió la confusión de su amante. La acercó hasta que los ojos azules de él se encontraron con los ambarinos de ella-. Has conocido un solo hombre. Un hombre viejo, tu esposo. Yo aún no cumplí los veinte, bella Rosamund. Mi apetito de carne de mujer es muy grande. Puedo hacer esto toda la noche, y todavía no me satisfice contigo, querida, pero para el alba estaremos los dos bien satisfechos -entonces, comenzó a moverse otra vez dentro de ella, y ella casi lloró por el deleite que recorría su cuerpo.
La lujuria del rey parecía no tener fin. Y ella, sorprendida, se sentía tan arrebatada como él. Nunca había conocido algo parecido, pero sabía que quería más. No recordó el momento en que él se fue, pero cuando Annie fue a despertarla, justo antes del amanecer, estaba sola en medio de ropa de cama revuelta, y seguía desnuda. Había sido un descuido. Se dio cuenta por la mirada consternada de su criada.
– ¿Tenía razón Dolí, milady? -susurró Annie, alcanzándole una copa de la poción tónica de Maybel.
– No viste nada, Annie -respondió Rosamund, tomando la copa. Necesitaría fortalecerse si el rey era tan vigoroso cada vez que la visitaba-. Dame mi ropa.
Annie obedeció.
– No comprendo -le dijo a su ama.
– Mejor así, pero tu silencio es imprescindible. Si te hace sentir mejor, Annie, y te lo digo porque eres mi leal sirvienta y confío en ti, lord Cambridge está al tanto de todo lo que sucede bajo su techo. Incluso de esto.
– Tendrá que bañarse antes de ir al palacio. Tiene mucho olor a sexo.
– Rápido, entonces, porque debo estar en el palacio a tiempo para la misa. La reina se disgusta mucho con las damas que no van a misa.
Annie asintió y salió del dormitorio.
Rosamund se quedó tendida pensando en la noche pasada. Nunca imaginó que un hombre pudiera ser tan entusiasta al hacer el amor. Tampoco, que los amantes jóvenes fueran diferentes de los viejos. Owein tenía casi cuarenta años cuando murió, el doble de la edad del rey, pero ella había estado contenta con sus atenciones. Ahora, al reflexionar, pensaba que le gustaban incluso más que las del rey. Su esposo se había entregado por ella; Enrique tomaba todo lo que ella podía darle y daba poco a cambio, pidiendo siempre más. La noche había sido para satisfacer sus deseos y su lujuria, no los deseos y la lujuria de ella, aunque lo hubiera disfrutado. Tenía que admitir que él había sido gentil, pero le había comentado detalles del matrimonio real que ella hubiera preferido ignorar. La reina creía sinceramente que el único propósito de unirse con su esposo era engendrar niños. Era triste, pero lo más triste era que el rey también lo creía. Ella y Owein habían gozado el sexo y habían tenido hijos sanos, sin contar a su desdichado hijito. Si Owein no se hubiera caído de ese maldito árbol, habría habido más hijos y habrían disfrutado creándolos. Extrañamente, el rey había conmovido a Rosamund. Se sorprendió al darse cuenta de que le tenía pena. Era un hombre solitario y había habido poca calidez o cariño verdadero en su vida. Su madre lo había querido, pero lo había visto poco hasta la muerte de su hermano mayor. Su padre había quedado tan afectado por la muerte del amado Arturo y, al principio, y a pesar de las sabias palabras de su esposa, se había resentido porque Enrique estaba vivo y el otro muerto. Después, la reina había fallecido en un intento inútil de engendrar otro hijo varón. El rey le había dicho a Rosamund que siempre se había preguntado si su padre lo consideraba inepto para gobernar Inglaterra. De haber habido otro hijo varón, ¿Enrique VII no habría hecho un testamento a favor de ese hijo y en contra de Enrique VIII? Su abuela, la Venerable Margarita, era la única persona a la que había admirado y respetado, pero era una mujer severa que exigía que se cumplieran las reglas sin excepciones. No, había habido poca calidez y poco amor en la vida del rey.
En cuanto a la reina -y aquí Rosamund volvió a sentir una punzada de culpa- le estaba increíblemente agradecida a Enrique Tudor por haberse casado con ella y haber hecho que sus largos años de abandono valieran la pena. Idolatraba a su marido, pero no lo veía como quien realmente era. Su gratitud parecía como la de un cachorrito castigado al que sacan de la perrera y miman. Ella era Catalina de Aragón y conocía su deber. Pero no sabía cómo amar de verdad, y el rey necesitaba amor mucho más que cualquier otra cosa.
Annie asomó la cabeza por la puerta del dormitorio.
– Le preparé la tina vieja, señora. Ganaremos tiempo.
Rosamund se levantó y se bañó rápidamente. El cielo ya se estaba poniendo claro cuando terminó de vestirse su traje de seda púrpura. Con Annie a su lado cruzó deprisa los jardines y el parque del palacio. Entraron en Greenwich y alcanzó a reunirse con las damas de la reina cuando entraban en la capilla real para la misa de la mañana. Y después, cuando desayunaron en la sala de la reina, Rosamund tomó conciencia de lo exhausta que estaba, pero no podía permitir que el resto lo notara.
El rey se había levantado temprano para salir de caza con sus amigos. Uno de ellos comentó irónicamente que tendría que visitar con mayor frecuencia a la reina porque, evidentemente, eso lo ponía de excelente humor. William Compton, el amigo más íntimo del Enrique VIII, no dijo nada, pero se dio cuenta de que algo más que la visita a la cama conyugal lo había puesto de tan buen humor. Compton era nueve años mayor que su amigo y había estado siempre a su servicio. Venía de una familia adinerada, aunque no noble.
– Has decidido no confiar en mí este último asunto amoroso, ¿eh, milord? -dijo, tanteando con delicadeza, cuando nadie podía oírlos.
– ¿Qué asunto amoroso, Will?
– Está bien, milord, no te haré más preguntas. No queremos que se repita el escándalo del otoño pasado. No deseamos una reputación como la de los monarcas franceses, ni ser objeto de humoroso desdén.
– Sí, Will, cállate -respondió con gravedad. Al rey no le gustaba mirar a los ojos a los demás y, cuando lo hacía, era porque el tema era serio-. Mi asunto, como cautelosamente lo denominas, es extremadamente discreto. Es improbable que lo descubran a menos que alguno de los dos se porte de manera tonta y ambos somos demasiado inteligentes para eso. ¿Me entiendes, Will? Este es un asunto del rey.
William Compton hizo una reverencia servil y dijo:
– Será exactamente como lo desee Su Majestad. Pero, tal vez, un día me cuentes, porque admito que soy muy curioso.
Enrique VIII rió, pero no dijo nada más. Estaba contento consigo mismo y, especialmente, con Rosamund. Nunca había conocido a una mujer tan cálida y cariñosa. ¿Por qué los reyes no pueden casarse con mujeres así? Cuánto más felices serían ellos y sus hijos. Kate, que Dios la bendiga, era tan sumisa. No podía culparla, pero, caramba, ¿por qué era tan reticente cuando hacían el amor? A él le habría gustado ver que le brillaban los ojos de pasión y satisfacción, pero sabía que eso jamás sucedería. Estaba demasiado concentrada en darle un hijo varón. Lo hacía con un fervor religioso y murmuraba plegarias entre dientes mientras él la montaba. No podía culparla, pero, ¡ay, las horas pasadas con la bella Rosamund! Casi no podía esperar a que llegara otra vez la noche.
Esa tarde, en la sala, Rosamund lo observó con disimulo. Él no dio señales de darse cuenta. En cierto sentido, era un gran alivio. Felizmente, fue despedida temprano del servicio de la reina y regresó deprisa a Bolton Greenwich. Allí se encontró con su primo en la sala.
– Ven a mirar el atardecer conmigo -la invitó-. Te ves cansada, mi querida niña.
Rosamund se acurrucó en el asiento de la ventana junto a él.
– Lo estoy. Nunca conocí un hombre igual, Tom.
– Es el rey, querida niña. Ellos son diferentes, o al menos eso es lo que se dice. Ten cuidado, que cuando tiene un juguete nuevo jugará con él sin piedad.
– Me estás diciendo que debo esperarlo esta noche. Tengo que descansar un poco antes de que llegue. Es increíblemente vigoroso en el amor. -Miró hacia el río, que brillaba en ese glorioso atardecer, y suspiró-. Es un hombre tan triste, Tom. No es feliz.
– No lo juzgues como a un hombre común y corriente, no es triste. Tiene lo que siempre ha querido. Es el rey de Inglaterra. Si Arturo no hubiera muerto, Enrique Tudor habría salido a conquistar alguna tierra para sí. Siempre quiso ser rey. Y los reyes a menudo se casan con princesas que pueden ser muy adecuadas, pero no son especialmente cariñosas por naturaleza.
– Es vulnerable, Tom. Yo soy apenas dos años mayor que él y, sin embargo, siento que le llevo siglos. Anoche me tomó como un guerrero a un castillo, pero luego me di cuenta de que todo lo que quería de mí era que yo lo quisiera.
– Ten cuidado, mi querida niña -le advirtió lord Cambridge-. Estás hablando como una mujer cuando está a punto de enamorarse. Tú también eres vulnerable, Rosamund. Tu esposo murió hace apenas un año y siempre has tenido un hombre que te cuidara. Pero este es un rey. No puede protegerte porque no tiene la menor idea de cómo se cuida a nadie, ni siquiera a sí mismo. Dale tu cuerpo, pero no le des tu corazón.
Ella volvió a suspirar, y fue un profundo suspiro de resignación.
– Sé que tienes razón, Tom. Tengo que mantener mis emociones bajo un estricto control. -Apoyó la cabeza en el hombro de él-. Eres mi escudo y mi protección, primo. Tú me defenderás del dragón.
– Los dragones -dijo él, pronunciando lentamente la palabra- me aterran, queridísima niña, y especial el Pendragón Tudor de Gales. Así que es vigoroso, ¿eh? No sé si no te tengo celos, prima. ¿Es grande también allá abajo?
Ella levantó la cabeza de su hombro: los ojos ambarinos brillaban, llenos de vivacidad y asintió.
– Ah, caramba -bromeó él-. ¡Algunos tienen mucha suerte!
– Eres terrible -respondió ella, levantándose del asiento de la ventana-. Y yo me voy a la cama ahora que puedo dormir un poco. -Le dio un beso en la suave mejilla-. Buenas noches, queridísimo primo -le dijo y salió de la sala. Arriba, en sus aposentos, se desvistió, se lavó la cara y las manos, y se cepilló los dientes. Orinó en el orinal de porcelana que le había llevado Annie y se metió en la cama, desnuda-. Más me vale -le dijo a su sorprendida criada.
– ¿Quién es él? -preguntó, en un susurro.
– Te lo contaré algún día, pero no hoy. Confórmate con eso, Annie. Es mejor que no lo sepas por ahora. ¿Confiarás en mí?
– Siempre lo he hecho. Buenas noches, señora. -Hizo una reverencia y la puerta se cerró tras ella.
Todavía había algo de luz en el cielo. Rosamund escuchó la canción de un ave que no se resignaba a que el día terminara. Le pesaban los ojos y cayó en un sueño profundo. Ya había pasado la medianoche cuando despertó con el crujido de los goznes de su puerta. Se quedó quieta hasta que sintió el peso de él en la cama, seguido por un beso en los labios.
– Cómo me costó dejarte esta mañana, bella Rosamund. ¡Te vi esta noche en la sala, y solo con verte se alborotó mi interior, querida mía! -Se quitó el camisón y se metió bajo las cobijas, que ella le abría.
Ella lo envolvió en sus brazos, y la cabeza de león del rey se apoyó en su pecho.
– Piensa en mí como en tu refugio, milord -le dijo ella, con dulzura-. ¿Fuiste a cazar hoy? No te vi hasta la tarde.
– Visité los astilleros de Gravesend. Quiero construir una flota. Inglaterra tiene que ser una potencia marítima fuerte, bella Rosamund.
– ¿Por qué? ¿No podemos usar las naves de otros para transportar nuestros productos? Es lo que hacemos ahora.
– No me refiero a una flota mercante, dulce mía, sino a una de guerra. Estamos aislados en nuestra isla y nuestros enemigos podrían atacarnos. Necesitamos una flota fuerte para proteger nuestro país.
– Yo estoy tan lejos del mar en mi Cumbria… -Rosamund le acariciaba la nuca-. Me doy cuenta de que un rey tiene que ser muy inteligente y precavido.
– Tú también debes ser precavida para que tu Friarsgate siga siendo segura y rentable. Tu primo me dice que eres la fuerza que guía tu finca. ¿Es eso cierto, mi bella Rosamund? -le tocó los senos y comenzó a lamerle los pezones.
Ella se estremeció de placer y dijo:
– Siempre confié en el consejo de mis tíos, menos uno, y de mis esposos. Pero, al final, las decisiones son solo mías, Hal, porque yo soy la señora de Friarsgate, y nadie puede hablar por mí. Sé que puedo parecerte osada, pero así soy. -Le acarició la nuca con más pasión.
– Me gustan las mujeres que conocen su lugar en el mundo, pero no las estúpidas. Tú eres la voz de la autoridad en tu finca, dulce Rosamund, pero tienes la prudencia de escuchar los buenos consejos de los hombres de tu familia. ¿Tienes un sacerdote?
– El padre Mata -dijo ella, preguntándose qué diría ese muchacho de su situación actual-. Es un gran consuelo para mí y para nuestra gente. No podríamos vivir sin él.
– Mi abuela era como tú. La Venerable Margarita. Pero ¡qué miedo le tuve siempre! -rió.
– Fue una gran mujer, milord, y yo aprendí mucho de ella mientras estuve a su cuidado.
De pronto, él levanto la cabeza y la miró. Rosamund se ruborizó y bajó los ojos, sabiendo que a él no le gustaban las miradas directas, pero adivinó su pensamiento:
– No, bella Rosamund. Puedes mirarme, porque me encanta ver tus ojos llenos de pasión cuando hacemos el amor. -Apartó el cubrecama y demoró la mirada en el cuerpo desnudo de ella. Cubrió con su gran mano el monte de Venus de Rosamund y dijo-: ¿No te depilas?
– No, milord, no se acostumbra en el campo. Pero, si te desagrada, lo haré.
Enredó sus gruesos dedos en el vello rojizo de la entrepierna de ella.
– No, en realidad, me gusta. Tiene algo tentador, seductor. ¡No! ¡Te prohíbo que te lo depiles! -Bajó la cabeza y le besó el monte de Venus. Rosamund se estremeció, porque nunca nadie se había acercado a ella de esa forma. Cuando él restregó la cara contra ella, en su entrepierna, comenzó a temblar. Él no podía contenerse: el perfume a brezo blanco se mezclaba con sus olores de mujer. Él comenzó a acariciarle los labios del sexo y los encontró ya cubiertos del rocío del amor, y siguió tocándola.
– ¡Eres una muchachita muy picara, bella Rosamund! -Levantó la cabeza para susurrarle al oído. Lamió los dulces pliegues de su carne y metió la lengua en el estrecho pasaje mientras que con los dedos avanzó más allá de los labios y encontró la cúspide de su femineidad.
Los sentidos de ella estaban muy excitados. Podía sentir la yema del dedo de él que rozaba y frotaba ese botón de carne sensible con presión y con fricción. Un solo dedo que la exacerbó hasta que ella creyó morir con las increíbles sensaciones que la inundaban. Los labios de él tocaron los suyos. Su lengua se le metió en la boca, lamiéndola, lamiéndole la cara. Ella gimió y el sonido fue un inmenso deleite para los oídos de él. De pronto, él interrumpió la deliciosa tortura y le metió dos dedos en el canal del amor.
– ¡No! ¡No! -le rogó ella-. ¡Quiero más! ¡Por favor! ¡Más!
Riendo con suavidad, él retiró los dedos, cubrió el esbelto cuerpo de ella con el suyo y la penetró despacio, pero se detuvo y la miró a la cara.
– ¿No tuviste bastante anoche, mi bella Rosamund? ¿Vas a hacerme agotar una y otra vez, también esta noche? -Comenzó a moverse con lentos movimientos majestuosos de su masculinidad. Pronto los dos gritaban por el placer compartido. Era casi el alba cuando el rey se dio cuenta de que si no volvía al palacio por el parque, se notaría su ausencia y se revelaría su secreto.
Se levantó, se vistió, se inclinó y le dio un beso en los labios.
– Si me ves hoy, mi bella Rosamund, pensarás en la noche que pasamos. Esta noche no podré venir, pero pronto volveré, querida. ¡Pronto!
– Adiós, Hal. Te extrañaré, pero si no duermo al menos una noche las mujeres se darán cuenta de que tengo un amante y se preguntarán quién es. Ya sabes cómo son las damas de tu esposa -rió.
– ¡Arpías! -dijo él, sonriendo, y se fue.
Cuando Annie fue a despertarla, casi enseguida, Rosamund no podía levantarse. Estaba agotada por los deliciosos excesos de la pasión de ambos. Nunca se había imaginado que existiera un amante como el rey. Era insaciable y su energía, inagotable. Y la necesitaba. De verdad, la necesitaba, y ella estaba asombrada al ver que un hombre tan poderoso como Enrique Tudor pudiera precisar del amor y el cariño de una mujer tan simple como ella. Pero Rosamund no se engañaba: con el tiempo él se aburriría y ella debería alejarse en silencio, porque el rey no se llevaba bien con la culpa.
– Ve a ver a la reina -le dijo Rosamund a Annie-. Dile que estoy enferma, que tengo un flujo que me ha atacado los intestinos. Dile que le pido indulgencia, pero que hoy debo quedarme en cama.
Annie asintió, y dijo:
– Ese hombre misterioso que la visita, señora, ha de ser mago para dejarla en este estado. ¿Está segura de que es humano y no una criatura del mundo de las tinieblas? He oído de demonios que toman forma humana y luego eligen amantes. Les chupan la vida, dicen. ¿Está segura de que este hombre no es uno de ellos? -Se la veía muy preocupada.
Rosamund debió sofocar la risa.
– Mi amante, Annie, es el más humano de los caballeros, lo juro. Ahora corre a buscar a la reina. Si te das prisa la verás antes de la misa. Déjame dormir hasta la tarde, y entonces tráeme algo de comer, que para ese momento estaré muerta de hambre. Y dile a mi primo que he decidido quedarme en la cama.
Rosamund fue despertada por su primo, que le trajo una bandeja con vino dulce, carne, pan, manteca y queso.
– ¡Arriba, dormilona! -bromeó él, dándole una palmada en el trasero-. Ya son casi las cuatro de la tarde. Su Majestad la reina envía sus mejores deseos de recuperación y espera verte mañana por la mañana. Su Majestad el rey me hizo un guiño bastante procaz, que ruego no haya sido percibido por nadie más que por mí. Desde el nacimiento de su hijo que no está tan jovial. Por lo que veo, sus pequeñas excursiones nocturnas le caen muy bien.
– Es incansable -murmuró Rosamund, medio dormida-. Alcánzame ese vestido que está a los pies de la cama, Tom, y no mires. Tenemos que hablar. -Tomó la prenda que él le alcanzó, se la puso por la cabeza y la deslizó por el cuerpo-. ¿Podrías darme el cepillo, primo? -Él se lo acercó y la joven comenzó a cepillarse el cabello enredado-. Se queda prácticamente toda la noche y yo no puedo descansar. ¡No puedo servir al mismo tiempo a la reina y al rey! ¿Qué voy a hacer?
– No puedes hacer mucho más que advertirle que sea más circunspecto en su entusiasmo. ¿Viene esta noche?
– Dijo que no, ¡ojalá que así sea!
– Ah, sí, hoy llegaron el embajador veneciano y su esposa. El rey y la reina los agasajarán hasta la madrugada. Habrá una representación de algo relacionado con Robin Hood con moros con turbantes dorados, y sólo Dios sabe qué más. El rey posee una imaginación muy fértil. Sus amigos tienen la misión de hacer que sus ideas se hagan realidad. -Tomó el cepillo de su prima, la ayudó con un nudo y siguió peinándola-. Si te dijo que no vendría, no lo hará. ¿Por eso te tomaste el día, querida prima?
– ¡Sí! y mañana le pediré permiso a la reina para dejar el séquito en el norte. ¿No te enteraste todavía de cuándo dejaremos Greenwich?
– A mediados de junio, dicen, y por lo general los rumores sobre los viajes son precisos, porque los afortunados que serán visitados por la augusta presencia real deben partir a sus casas a preparar todo. Una visita del rey, aunque breve, puede dejar a un hombre en la ruina. Verás que pronto comienza un pequeño éxodo -rió-. ¡Ya está! Ahora tu cabello es como una seda, querida niña. -Dejó el cepillo y se puso de pie-. Me reuniré con mis amigos de la Corte esta noche para revisar los detalles del espectáculo para honrar a los venecianos. Los italianos adoran esas elegantes charadas.
– Lamento perdérmelo, pero no me atrevo a aparecerme hasta la misa, mañana, para que no se sospeche que yo también he interpretado un papel.
– ¿No te parece, querida niña, que antes de pedirle permiso a la reina para irte a tu casa, bien podrías pedírselo también al rey? Eres el nuevo juguete de Enrique. No le agradará la idea de dejarte ir y se enojará mucho si la decisión le cae por sorpresa.
– Tendrá que renunciar a mí tarde o temprano, pero creo que tienes razón, primo. Se lo diré a Hal antes que a milady, la reina.
– Creo que es una decisión prudente.
Rosamund apareció en la Corte a la mañana siguiente para volver a hacerse cargo de sus deberes. La reina tenía varias cartas para escribir ese día y Rosamund estuvo muy ocupada. Por la noche, el rey fue al encuentro de su amante secreta. Después de hacer el amor apasionadamente por primera vez en dos días, Rosamund le dijo lo que planeaba.
– Le pediré permiso a la reina para abandonar el séquito, Hal. Ya hace muchos meses que falto de Friarsgate. Mis hijas me necesitan. No soy el tipo de madre que deja voluntariamente a sus pequeñas al cuidado de otros. Quiero irme a mi casa. Necesito irme a mi casa.
– ¡Lo prohíbo! -explotó él, furioso.
– ¡Milord! Mientras estemos en Greenwich, tú y yo podemos disfrutar de un dulce idilio y mantener nuestra relación en secreto. Ni mi querida Annie sabe que eres tú quien me visita. Se pregunta si mi amante no será un demonio que ha asumido forma humana, porque cree que sólo alguien así podría haber seducido a la señora de Friarsgate y haberla apartado del camino de la virtud. Sólo mi primo Tom conoce tu identidad. Tal vez podamos mantener nuestro secreto mientras vivamos en Greenwich, pero cuando comencemos el viaje de verano nos será muy difícil vernos, mucho menos en secreto. No quiero hacerle daño a la reina, que ha sido mi amiga, que es la madrina de mi hija. Tampoco debes herirla tú, porque te adora y es una buena esposa. Si albergas algún tierno sentimiento hacia mí, Hal, me dejarás ir. Los dos sabemos que no puedo ser parte de tu vida.
– ¿Me amas, bella Rosamund?
– Sí, creo que sí.,
– ¿Entonces, cómo puedes abandonarme cuando te necesito tanto? -dijo el rey, en tono de queja.
Era su rey. Era un hombre y, sin embargo, también un niño.
– ¿Cómo puedes poner en peligro lo que tenemos, incluso sabiendo que no puede durar por siempre?¿Cómo podrías lastimar a tu reina otra vez, si ella te ama con toda la devoción de su corazón y de su alma? ¡Yo te adoro, Hal! Pero me avergüenzo de mi comportamiento, porque traiciono a una mujer que ha sido buena y generosa conmigo, y que te es completamente leal.
– Razonas como ese abogado de la ciudad, Tomás Moro -rezongó él-. Caramba, bella Rosamund, ¡yo soy tu rey!
– Porque eres mi rey y porque te amo es que te hablo con franqueza, Hal. Si te niegas a permitirle a la reina que me deje ir a casa, ¿qué excusa pondrás que no despierte sospechas? Aunque Kate no piense nada malo, sus damas lo harán. Y comenzarán a espiarnos para proteger a la reina. Si se hace público que tomaste como amante a una dama norteña de una familia sin importancia, serás el hazmerreír no solo de Inglaterra, sino también de Francia, de España, del Sagrado Imperio Romano, de los Países Bajos. Eres joven, milord, pero algún día serás un gran rey. ¡Yo lo sé!
– Eres una muchacha mucho más sabia e inteligente de lo que yo creía -dijo él, arrojándola sobre la cama.
– ¿No aprendiste nada de nuestro primer encuentro de hace años, Hal? Te dije entonces que no me seducirías hasta que yo no decidiera dejarme seducir. Yo tenía catorce años entonces y era virgen. Debía proteger mi buen nombre y el de mi prometido. Esta vez he elegido dejarme seducir por ti, porque mis obligaciones han cambiado y descubrí que no podía resistirme a ti. -Estiró la mano y le acarició la mejilla-. Tú sabes que tengo razón.
Él se inclinó y la besó en los labios.
– Sí, la tienes, mi bella Rosamund. Mañana pídele a la reina que te libere, que yo no me opondré. Es más, aprobaré el pedido de mi buena esposa, pero tú tienes que prometerme algo.
– ¿Qué?
– Que seguiremos siendo amantes hasta que dejes el séquito para irte a tu amada Friarsgate. Ese es el precio que te cobraré por mi cooperación.
– Acepto de buen grado -le dijo Rosamund, abriéndose a su masculinidad, que buscaba entrar en su hueco cálido y lleno de amor-, pero debes jurarme que no harás nada que pueda llevar a que la reina se entere de este secreto que guardamos… ¡Ahh, cómo me penetras, me llenas por completo, milord, mi rey! -Su esbelto cuerpo se arqueó contra él; sintió que comenzaba a perder el control.
– Acepto -gruñó él en su oído, entrando en ella lo más profundo que podía-. ¡Válgame Dios, bella Rosamund, jamás me saciaré de ti! Serás siempre una angustia en el alma y cuando te vayas te llevarás parte de mi corazón contigo.
Ella le rodeó el cuerpo con las piernas y sus uñas bien cuidadas se clavaron en la ancha espalda del rey.
– Creo que Annie tiene razón, Hal. ¡Eres un demonio, pues solo un demonio podría robarme el corazón y el alma como lo has hecho tú! -Lo besó con pasión, y los dos se disfrutaron mutuamente hasta que la luna se había ocultado y la estrella de la mañana comenzó a levantarse en el falso amanecer gris de los cielos orientales.
El viaje real de verano era similar al que había hecho Rosamund al norte, cuando dejó por primera vez la Corte, de niña, para ir a su casa a casarse con Owein. Pero aquel viaje había tenido un propósito: llevar a Margarita Tudor a Escocia. El viaje anual de verano era sencillamente una manera de divertir al rey y a su Corte, y de alejarlo del calor de la ciudad. Era una empresa enormemente costosa para los que serían honrados con una visita real. Y podía ser extremadamente incómodo para los hombres y mujeres que servían al rey y su séquito. Podía ser igualmente difícil para los cortesanos que acompañaban a Sus Majestades, porque no siempre estaba garantizado el alojamiento. Por otro lado, no ser invitado al viaje, o no ir, era considerado un desastre social o un serio paso en falso.
El informante de lord Cambridge había tenido razón. Partirían hacia el norte, hacia la región central de Inglaterra. Y Tom Bolton, un hombre al que le desagradaba privarse de las comodidades, de inmediato averiguó el itinerario de boca del chambelán real. Entonces, procedió a arreglar alojamientos en las mejores posadas de la ruta para sí y para Rosamund, que ya había rogado el permiso de la reina para dejar su servicio y volver a su casa desde Nottingham.
– ¿No eres feliz con nosotros? -le preguntó Catalina, solícita.
– Es un placer estar en presencia de Su Majestad, y especialmente a su servicio -dijo Rosamund, diplomática-, pero extraño a mis hijas, milady. Ya hace casi un año que falto de casa. Necesito ir.
– ¿Tus hijas no están bien cuidadas? -preguntó la reina, porque no quería dejar ir a Rosamund. Si bien tenía amigas más cercanas, disfrutaba de esa gentil compañía y le agradaba en especial que una mujer escribiera su correspondencia. Era muy conveniente.
– Mis hijas están en buenas manos, Su Majestad, pero yo soy su madre. Las grandes señoras deben, por necesidad, dejar a sus hijos al cuidado de otras personas. Yo no soy una gran señora. Mi tío Edmund y su esposa ya no son jóvenes, y si no regreso pronto, mi tío Henry tratará de obligar a mi hija mayor a casarse con su odioso hijo. La señora Blount se sentirá muy honrada de tomar mi lugar a su lado, estoy segura. Con gusto, si se le pide, asumirá las responsabilidades de su correspondencia.
– A ti no te gusta Gertrude Blount -dijo la reina con una sonrisita-. ¿Y no obstante me la recomiendas?
– Lo que yo quiero o quién me cae bien carece de importancia, Su Majestad. Usted necesita, y debe tener, a la mejor persona posible para reemplazarme. Esa persona es la señora Blount, por mi honor.
– Le pediremos consejo al rey sobre este asunto -dijo Catalina, y se volvió a su esposo-. Enrique, la señora de Friarsgate quiere dejar la Corte en Nottingham e irse a su casa. No quiere regresar. Me recomienda a la señora Blount para ocupar su lugar. ¿Qué piensas, mi querido señor?-Apoyó una mano sobre la manga cubierta de terciopelo verde del rey y lo miró a la cara, con una sonrisa.
– Queridísima Kate, lo que tú decidas para tu casa contará siempre con mi aprobación. Si la señora de Friarsgate desea irse a su casa, entonces, libérala de tu servicio. -Movió bruscamente la cabeza y miró directamente a Rosamund-. Usted, señora, tiene hijos, si mal no recuerdo, ¿o me equivoco?
Ella se ruborizó, hizo una reverencia y respondió:
– Sí, Su Majestad, así es.
– Entonces queda liberada, con nuestro agradecimiento, por los múltiples servicios que ha prestado a nuestra querida consorte y esposa -respondió el rey. Ignorándola con la misma precipitación con que le había hablado, se volvió y se puso a hablar con Will Compton, sentado a su izquierda.
– Mi esposo y señor ha hablado por los dos -dijo, sumisa, la reina.
Rosamund volvió a hacer una reverencia.
– Será para mí un placer continuar con mis deberes hasta que lleguemos a Nottingham, Su Majestad.
– Excelente -respondió la reina-: le enseñarás a la señora Blount lo que debe hacer para mí cuando te hayas ido.
– Eso haré, Su Majestad -respondió Rosamund. ¡Por Dios! ¿Nadie se habría preguntado por qué se había ruborizado cuando el rey le dirigió la palabra? Esperaba que creyeran que el haber gozado de su atención por un fugaz momento la había cohibido, pues ella era una dama de una familia común y no estaba acostumbrada a que Enrique Tudor le hablara.
Gertrude Blount se acercó a ella.
– ¿Por qué me hace un favor? No somos amigas y no simpatizamos. No sé si me gusta quedar en deuda con alguien como usted.
– No queda en deuda conmigo, señora Blount. Cuando me vaya de la Corte no regresaré. Lo que le dije a la reina es la verdad.
– Escribir la correspondencia personal de la reina es un gran honor. Lo desee usted o no, ahora he quedado en deuda con usted, porque no puedo rechazar el nombramiento de la reina.
– No, no puede -murmuró Rosamund-, como tampoco puede decirle a nadie nada de lo que escriba. A usted le fascinan los chismes, pero no podrá abrir la boca si no quiere llevar la deshonra a su familia, señora Blount. -Rosamund sonrió con dulzura.
– ¡Ah! -Gertrude Blount abrió muy grandes los ojos azules al darse cuenta de lo que le había hecho la señora de Friarsgate- ¡Así se venga de mí porque no la quiero! ¡Qué mezquina es!
– Señora Blount, poco me importa que usted me quiera o no -le dijo Rosamund, con toda franqueza-. El nombre de su familia es más importante que el de la mía, pero mi orgullo de ser quien soy es más grande que el suyo de ser quien es. Yo no seré desdeñada por la hija de lord Montjoy. Yo soy la señora de Friarsgate, y no por matrimonio, sino por derecho propio. La he recomendado a la reina porque tiene linda letra y ya es una de sus damas. Es un honor servir a la reina Catalina. No me debe nada por el nombramiento. Mientras la reina todavía requiera mis servicios, usted vendrá conmigo; así aprenderá cómo se hace la correspondencia personal de la reina y cómo se la guarda.
Gertrude Blount asintió, amilanada por el momento, pero pronto se puso a alardear de que ella tomaría el dictado de los documentos más importantes de la reina, que la habían recomendado para el cargo, pero no dijo quién y nadie se tomó la molestia de preguntarle, porque a nadie le interesaba.
El séquito partió de Greenwich y se mudó brevemente a Richmond mientras se terminaban los preparativos de último minuto. El rey había seguido visitando a Rosamund y una noche fue a verla a la Casa Bolton desde Richmond, pero tuvo que viajar por el río para llegar, lo que significó que sus barqueros supieron que había salido del palacio y adonde había ido. No era una situación favorable, pues Enrique no quería que lo sorprendieran con una amante otra vez.
El séquito fue a Warwickshire, el condado que el hermoso río Avon divide en dos partes. Hacia el sur estaba Feldon, un hermoso campo de prados verdes cubierto de flores silvestres. Hacia el norte, el bosque de Arden y más al norte, tierras que no se podían labrar: canteras de arenisca y minas de carbón y hierro. Los castillos y las iglesias estaban hechos de arenisca, pero las ciudades eran de madera blanca y negra, muy proclive a los incendios.
El séquito visitó dos grandes castillos en Warwickshire. Primero Warwick, que se erigía sobre un alto risco sobre el Avon, y después Kenilworth, que estaba más cerca de Coventry. Warwick había sido originalmente un fuerte sajón, pero dos años después de la conquista normanda se había comenzado a construir un castillo. En el siglo XIV la familia Beauchamp lo había convertido en el magnífico edificio que ahora veía Rosamund, donde habían morado familias tan grandes y orgullosas como la fortaleza misma.
Kenilworth, por otro lado, era el lugar más romántico que Rosamund había visto en toda su vida. No era ni macizo ni imponente como Warwick. Comenzado en el siglo XII, debía su elegancia y su belleza a Juan de Gante, un hijo del rey Eduardo III que gastó una fortuna en el castillo que había pertenecido a Simón de Montfort, el notorio hacedor de reyes… Y de conflictos.
En Coventry asistieron a una misa mayor en la catedral. Pero lo principal de la visita fue la representación de uno de los famosos ciclos de misterios, a cargo de los miembros locales de los gremios. Estas piezas hacía siglos que se representaban en Coventry y eran conocidas en todas partes, incluso en Francia y España. La reina había llorado ante la belleza de lo que vio, y sus damas susurraban que tal emotividad indicaba que estaba otra vez encinta. Al enterarse de la noticia, el rey se paseó, muy orondo, entre sus amigos.
Luego, el séquito volvió a tomar rumbo norte, donde el rey y su Corte pasarían un tiempo en el castillo de Nottingham. Era casi imposible que Enrique encontrara un momento a solas con Rosamund y, extrañamente, ella sintió alivio. Estaba medio enamorada de él, pero no era tonta, y sabía que lo que habían compartido estaba terminando, y así debía ser.
En Nottingham el rey se dedicó a los deportes y el juego. Algunos de los cortesanos más jóvenes le presentaron a algunos conocidos de Francia y Lombardía. No pasó mucho antes de que los amigos de toda la vida del rey vieran que este estaba perdiendo mucho dinero en carreras de perros, peleas de osos, cartas y torneos de tenis. Will Compton reparó en que los jóvenes cortesanos ingleses alentaban al rey y lo tentaban a hacer apuestas sin sentido. El orgullo de Enrique no le permitía echarse atrás y perdía siempre. Cuando Compton vio que uno de los cortesanos repartía las ganancias con un francés, le contó a su amigo lo que estaba sucediendo. Discretamente, el rey echó a ambos jóvenes cortesanos y sus malas compañías e informó a sus familias de su incorrecta conducta. Entonces, volvió a estar animado y jovial, como correspondía a un monarca.
Había llegado el momento en que Rosamund abandonara la Corte. Le pidió a su primo que informara con discreción al monarca de su partida, porque quería despedirse de él en privado, si era posible. Lord Cambridge consiguió entablar una rápida conversación con el rey, cuando lo encontró solo a la salida del campo de tenis.
– Su Majestad, pensé que le gustaría saber que Rosamund y yo saldremos de Nottingham. Ella está muy ansiosa por llegar a su casa. Quisiera despedirse en privado, si es el deseo de Su Majestad.
Enrique Tudor sacudió la cabeza.
– Es la mujer más encantadora que he conocido jamás, Tom Bolton. No puedo permitir que se quede, pero lamento que se vaya. Sí, yo también quiero despedirme en privado. Mi sirviente personal, Walter, te dirá cuándo y dónde.
Se fijó el encuentro para la medianoche del día siguiente, en una pequeña habitación en la torre oriental del castillo. Walter fue a buscar a Rosamund para llevarla al lugar asignado, abrió la puerta para que ella pasara y se quedó fuera. Era una pequeña recámara con apenas dos sillas y una mesa sobre la que había dos copas de vino. El rey abrazó a Rosamund y sus labios poseyeron los suyos en un beso apasionado.
– Ojalá no tuvieras que dejarme.
Ella sonrió, acurrucándose contra él.
– Me halagas cuando dices eso, pero los dos sabemos que debo partir. Es muy probable que Kate esté encinta otra vez. No debe disgustarse por nada del mundo. Ahora necesita tu amor más que nunca, Hal.
– Dios quiera que esté encinta -dijo él, metiendo la mano dentro del corpiño de ella para acariciarle los exuberantes senos-. ¡Mierda! ¡Quiero hacer el amor contigo, Rosamund! ¡Tengo que poseerte una vez más antes de separarnos!
– Pero, milord, ¿cómo? -preguntó Rosamund, pero ella también lo deseaba. En las pocas semanas pasadas había extrañado su pasión y su vigor.
Él apartó la mano del pecho de ella, la llevó a su espalda, le desató los lazos del corpiño y se lo quitó. Le desabrochó la camisa y se la bajó por los hombros. Entonces, movió la mano debajo de la falda de ella y comenzó a juguetear, entrelazando los dedos en el vello del monte de Venus de ella, rozándole la abertura, haciendo presión, moviéndolos en el botón de amor de ella, mientras que ocultaba la cara en sus senos, gimiendo de deseo.
¡Ah, cómo lo deseaba ella también! Podría ser su ramera para siempre si él se lo permitiera, pensó, conmocionada ante sus propios pensamientos. Era una locura, pero empezó a humedecerse de deseo cuando se lo imaginó penetrándola, cuando fantaseó con su enorme virilidad donde ahora estaban sus dedos. De pronto, él la levantó y la apoyó sobre él; le ordenó que se levantara la falda. Bajó a Rosamund sobre su lanza amorosa, gruesa y henchida, y ella sofocó los gritos de placer que le provocó ser penetrada. Las paredes de su vaina de amor se cerraron sobre él, conteniéndolo, apretándolo.
– ¡Ay, Hal! -gimió ella-. ¡Hazme volar, mi querido señor!
Y eso hizo él. Cuando todo acabó y la joven se desmoronó contra el cuello de su amante con un profundo suspiro, él dijo:
– Nunca te olvidaré, mi bella Rosamund, mi amada señora de Friarsgate. -La tuvo abrazada lo que pareció un largo rato-. Debemos salir de nuestro escondite, mi amor. Es hora de que nuestro encuentro llegue a su fin.
Ella se bajó a desgano de él, se ató la camisa y se puso el corpiño, que él le ató cuidadosamente. Él se acomodó la ropa. Entonces, brindaron el uno por el otro y, cuando vaciaron las copas de vino, el rey dijo:
– Llegó la hora, bella Rosamund. Te sacaré de la torre y Walter te acompañará desde el castillo hasta tu posada.
– Nos vamos en la mañana.
Cuando terminaron de bajar de la torre y entraron en un pasillo ancho, el rey tomó a Rosamund en sus brazos una última vez y la besó con pasión. Se volvió rápidamente y, sin otra palabra, desapareció en las sombras. Ella buscó al sirviente personal del rey, pero no lo vio por ninguna parte. Fue Inés de Salinas la que salió de entre las sombras del pasillo.
– ¡Los vi! -siseó, furiosa.
– No viste nada.
– Te vi en brazos del rey haciendo el papel de ramera.
– No viste nada -repitió Rosamund.
– ¿Me vas a negar que estabas besando al rey? ¡Cuando le cuente a la reina de ti! Friarsgate, amable y recatada, pero no eres mejor que el resto de esas putas inglesas. ¡Todas buscan progresar acostadas de espaldas, como perras francesas!
– Me estás insultando y no tienes derecho -se defendió Rosamund-. Si corres a contarle a la reina, la preocuparás sin necesidad. Puede perder la criatura que lleva en el vientre. ¿Quieres cargar con ese pecado sobre tu conciencia?
– ¡Cómo te atreves! No fui yo la que estuvo en brazos del rey esta noche, ¿y tú, tú eres la que no quiere afligir a la reina? ¡Nunca vi a nadie con tanta osadía!
– No era el rey -mintió Rosamund. Tenía que decir algo.
– ¿Quién era, entonces? -preguntó Inés, recelosa-. Se parecía al rey.
– No sé cómo pudiste ver algo en ese pasillo oscuro -respondió Rosamund, despreocupada.
– Si no era ese sátiro con el que está casada milady, entonces di el nombre de tu amante, Rosamund Bolton.
– Antes de decirte, tienes que jurarme no repetir lo que te cuente. No es mi amante, al menos no en ese sentido. Ha habido un flirteo inofensivo. Nos despedíamos, porque mi primo y yo partimos mañana hacia mi casa en Cumbria.
– ¿Quién era?
– Charles Brandon.
– Pues yo juraría que era el rey.
– Ya sabes cómo se parecen. Todo el mundo lo dice. Los dos son hombres corpulentos y en la oscuridad es muy posible que los hayas confundido. ¡Por favor, no me delates! No fueron más que unos pocos besos robados y unas caricias. Gracias a la santa Madre que mañana me voy de la Corte, de lo contrario, me vería envuelta en un pecado venial. No pude evitarlo. Extraño tanto a mi Owein. -Se secó los ojos con el pañuelo, que había sacado del bolsillo que tenía en la falda. "Seguro que me voy derechito al infierno" -pensó. No podía creer que fuera capaz de decir semejante mentira, pero no quería hacerle más daño a la reina.
Inés de Salinas suspiró.
– Hasta donde yo sé, no eres una mentirosa, Rosamund Bolton, pero sigo convencida de que el hombre al que besaste era el rey.
– ¡Era Charles Brandon, te lo juro! Sé que ni tú ni las otras damas de la reina han podido olvidar el mal comportamiento del rey con la hermana del duque de Buckingham, pero yo no soy como ella. ¿Cómo se iba a fijar el rey en una mujer como yo? El rey, que puede tener a cualquiera, no me elegiría a mí. Si le cuentas esta historia a la reina, nos avergonzarás a mí y a Charles Brandon. El rey se enojará mucho, en especial, si tu vil chismorreo le hace daño a la reina. Ahora, si me disculpas, voy a salir del castillo y regresaré a mi posada. Tom y yo queremos salir temprano, porque tenemos un largo viaje por delante en los próximos días.
– ¡Era el rey! -insistió la otra, implacable.
– ¡Por supuesto que no! -exclamó y se alejó rápidamente, lo más que pudo, de la española. "Dios querido -rezó en silencio- que no le diga nada a la reina. ¿Por qué le importa tanto? Fuera quien fuese, yo me voy mañana". Bajó corriendo las largas escaleras y salió al patio. Allí, a las puertas del castillo, encontró al sirviente del rey esperándola en la oscuridad. Con una antorcha en la mano, la acompañó por las calles oscuras de la ciudad hasta donde ella se alojaba.
– Le advertiré al rey -le dijo Walter.
Rosamund asintió, pero no dijo nada.
– Le diré lo bien que lo ha protegido jurando que era el señor Brandon. Fue muy inteligente eso, señora, si me permite decirlo. Creo que la confundió tanto que no dirá nada.
– No quiero lastimar a la reina -se excusó Rosamund.
– Lo sé, señora. Por lo general, los que la lastiman son los que están más cerca de ella y argumentan hacerle un favor.
Al fin, llegaron a la "Posada de la Corona y el Cisne". Walter dejó a Rosamund en la entrada; ella entró deprisa y subió a su habitación, donde la esperaba Annie.
– Me quiero meter en la cama. Me bañaré por la mañana, antes de partir.
Annie asintió, viendo que su señora parecía muy enojada.
A la mañana siguiente Rosamund estaba alicaída y permaneció así toda la semana, mientras viajaban hacia el norte por Darby y York hasta Lancaster y, al fin, por su condado, Cumbria. Pasaron la noche en Carlisle, en St. Cuthbert, donde Rosamund tuvo la dicha de saludar a su tío Richard. Después, continuaron hacia el norte y el este. Al estar tan cerca de su casa, Rosamund no quería detenerse. Lord Cambridge se estaba agotando, pero en Friarsgate podría descansar.
– Me llevará días recuperarme de este ritmo que has impuesto -se quejó él.
Ella podía oler la fragancia de sus tierras. Pensó que la había olvidado, pero no. ¡Podía olería! Las colinas eran las de siempre, y de pronto todo a su alrededor comenzó a convertirse en señales que ella reconocía. El camino llegaba a la cima de una colina. Rosamund se detuvo. ¡El corazón le saltó de alegría! Dejó que las lágrimas le corrieran por las mejillas. Allí estaba su lago, resplandeciente a la luz del sol de septiembre. ¡Allí estaba su casa! ¡Su aldea! Friarsgate yacía a sus pies. Azuzó la montura y galopó hacia ella.
– ¿Amará alguna vez a alguien como ama a Friarsgate? -le preguntó lord Cambridge al criado, Sims.
– Probablemente no -dijo el pragmático hombre.
El grupo siguió bajando la colina hacia la finca. Thomas Bolton había contratado a dos docenas de hombres armados para escoltarlos desde Nottingham. Al día siguiente les pagaría su salario y regresarían por donde habían venido. Para cuando llegaron a la casa, Rosamund ya estaba abrazando a Edmund, a Maybel y a sus tres hijas, con las lágrimas humedeciéndole las mejillas.
Maybel la reconfortaba.
– Se han portado tan bien. Philippa me hace acordar a ti a esa edad. Es muy servicial y obediente.
Le dieron la bienvenida a lord Cambridge. Fueron a la sala para tomar la comida, que fue sencilla, porque no los esperaban. Después, con las niñas ya en la cama, se sentaron junto al fuego, a hablar y a beber una sidra recién hecha.
– Me escribiste que las ovejas habían parido una buena cantidad de corderitos este año -le dijo Rosamund a Edmund-, pero no me pareció cuando llegué. ¿Hubo alguna enfermedad?
– Hablemos de ese asunto por la mañana, sobrina. Seguro que estás cansada del viaje, y el pobre primo Thomas se está quedando dormido sentado. Por la mañana te daré un informe completo de lo que ha sucedido en tu ausencia.
El tono de su voz la alertó sobre la posibilidad de que algo marchara mal.
– Tom ya se durmió. Quiero saber qué es lo que me ocultas.
– Mañana, Rosamund.
– ¡Ahora! -dijo ella, tajante. Su primera visita a la Corte le había enseñado el valor de las buenas relaciones; la segunda, cómo ejercer su autoridad.
Edmund Bolton nunca había oído a su sobrina hablarle con tanta firmeza.
– Los escoceses nos han estado robando el rebaño.
– ¿Cómo es posible? Nuestras escarpadas colinas siempre nos han protegido de los merodeadores. ¿Y qué hiciste para combatir los robos? ¿Sabes quién es?
– Vienen por la noche -comenzó a decir Edmund-, y solo cuando la luna de frontera puede iluminarles el camino. Roban de los prados más cercanos a la cima. Mataron a dos de nuestros pastores y estrangularon a sus perros para que no ladraran.
– ¿Cuántas ovejas perdimos?
– Más de cien cabezas, Rosamund.
Ella lo miró atónito, y luego gritó:
– ¡Tío, eso es intolerable! ¿Cuántas veces vinieron a robar? ¿Y tú no has hecho nada para impedirlo?
Lord Cambridge ya estaba totalmente despierto.
– ¿Qué puedo hacer yo? -adujo Edmund, impotente.
– Sabes que atacan cuando hay luna llena.
– Pero no sabemos dónde atacarán. Los rebaños están diseminados sobre varias colinas y en muchos prados.
– Entonces debemos reunir a las ovejas y separarlas en dos o tres rebaños grandes, para poder controlar mejor la situación. Después, apostaremos guardias con los pastores y fijaremos una señal para que, cuando lleguen los ladrones, la finca esté avisada. Tendremos mejores posibilidades de atrapar a los ladrones de esa forma. Friarsgate ha sido tenida por inexpugnable, siempre. ¡Si se sabe que los escoceses nos están robando las ovejas, Edmund, sólo el cielo sabe qué seguirá después!
– Tomará varios días reunir a las ovejas. ¿Dónde las pondrás?
– Tengo que pensarlo. ¿Cuándo es la próxima luna de frontera? No pienso perder ni una sola oveja más a manos de esos fronterizos. ¡Malditos escoceses! Me pregunto si Logan Hepburn no tendrá nada que ver.
– No lo sé -le respondió Edmund, con franqueza.
– Sería típico de él hacer algo así para demostrarme que es muy inteligente -murmuró Rosamund-. ¿Y dónde queda ese Claven's Carn donde vive, Edmund?
– ¿Por qué?
– ¿Qué es una luna de frontera? -preguntó lord Cambridge.
– Porque creo que ha llegado el momento de hacerles una visita a los Hepburn -le respondió Rosamund a Edmund y agregó, para su primo-: Es una luna llena muy clara, Tom, cuando tradicionalmente los fronterizos de ambos lados de las colinas salen en sus correrías, porque entonces pueden ver por dónde van.
– No sé si es buena idea ir a Claven's Carn -opinó Edmund.
– ¿Por qué no? Dicen que los escoceses me están robando los rebaños, pero no sabes si son los Hepburn. Bien, sean ellos o no, creo que le haré una visita a Logan Hepburn, tío. Si es él o son sus parientes, se dará cuenta de que lo sabemos. Tal vez incluso dejen de hacerlo, pues habrá demostrado lo que quiere probar con su comportamiento. Y si no es Logan Hepburn, tal vez él sepa quién es.
– ¿Y crees que te lo dirá?
– Sí.
– ¿Por qué? -preguntó Edmund, pero Thomas Bolton ya se estaba riendo, entendiendo la táctica de ella.
– Mi querida niña, ¡qué inteligente eres! Claro que te dirá todo lo que quieras saber. Qué mala eres al usar al pobre hombre en contra de sí mismo.
Rosamund le sonrió a su primo y se dirigió a su tío:
– Logan Hepburn dice que está enamorado de mí. Bien, si lo está, entonces querrá ayudarme, ¿no?
– No me gusta -advirtió Edmund-. Es deshonesto que te comportes así, Rosamund.
Maybel intervino.
– Tendrás que mostrarle el camino, Edmund, de lo contrario, se perderá, pues tú sabes que, digas lo que digas, Rosamund irá a Claven's Carn. -Rosamund le dirigió una mirada agradecida-. Será mejor que vayas mañana, niña, si ya estás descansada.
– No, mañana debemos prepararnos para los ladrones. Al día siguiente iré a Claven's Carn. ¿Tom, vendrás con nosotros?
– Queridísima niña, ¡qué miedo tenía de que no me invitaras! Claro que iré contigo. No puedo perderme conocer a tu descarado escocés.
– La llevará Mata -dijo Edmund-. Uno de nosotros tiene que quedarse aquí a supervisar los preparativos.
– ¡De acuerdo! -decidió Rosamund-. Estoy cansada, y me alegro de dormir en mi cama después de tantos meses. Buenas noches. -Salió del recinto caminando despacio.
– ¿No irás con ella, mi vieja? -le preguntó Edmund a su esposa.
– No. Ahora esa responsabilidad es de Annie.
– Te sorprende que haya cambiado -comentó lord Cambridge.
– Era hora – asintió Edmund-, pero me sorprende. Creo que tú le allanaste el camino en la Corte.
– Nosotros, los Bolton, no tenemos un nombre grande ni influyente -respondió Tom-. Tuve una hermana menor que murió muy jovencita. Rosamund me recuerda a Mary, y he llegado a quererla como a ella. Fue su amistad con la reina la que le allanó el camino. Ya ella les contará todo, pero la reina la quería tanto que le pidió que le escribiera su correspondencia más personal. No documentos oficiales sino las cartas a su padre, a su familia, a sus amigos íntimos. Decía que Rosamund tenía muy linda letra.
– ¡Ah, cuando se lo cuente a Henry Bolton! -se regodeó Maybel.
– ¿Ha estado en Friarsgate? -preguntó lord Cambridge.
– No -respondió Edmund-. Supo que ella se había ido y escribió para pedir que le avisáramos cuando regresara.
– No lo hagas, al menos, no todavía -sugirió lord Cambridge-. Dale tiempo a Rosamund para ordenar sus asuntos con los Hepburn. Rosamund no necesita más problemas, y Henry Bolton es una gran irritación para ella -dijo, con una sonrisa. Se puso de pie-. Seguiré el sabio consejo de mi prima y me iré a la cama. Buenas noches, primos. -Salió de la sala.
– Me pregunto si no sería un buen compañero para nuestra sobrina -dijo Maybel, pensativa-. Rosamund dice que se quedará un tiempo.
– No lo creo, mujer. Es como ha dicho él. Alberga sentimientos fraternales hacia ella. Y creo que ella lo trata como lo habría hecho con su hermano. No, haz a un lado esos pensamientos, mujer. Thomas Bolton no es de los que se casan. De eso estoy convencido.
Rosamund se levantó temprano. Comió enseguida después de la misa y se dirigió rápidamente hacia la pequeña habitación privada donde tenía los registros de la finca. Quedó muy complacida al ver que todo estaba en perfecto orden. Su tío fue a informarle que ya había dado instrucciones para que reunieran las ovejas en tres grandes grupos en lugar de en pequeños rebaños.
– Ponlos en los tres prados alrededor del lago -ordenó Rosamund-. No podrán sacarlos fácilmente de allí. Y quiero que se preparen fogatas en cada uno de los tres lugares, y hombres armados con los pastores, y más perros. Los que sean atacados encenderán su fogata para alertar al resto. ¡Esos escoceses desgraciados no robarán más ovejas de Friarsgate!
Llevó todo el día mover a los muchos rebaños de ovejas de sus pasturas y reubicarlos en los prados que había indicado Rosamund. Faltaban cuatro días para la luna llena, pero la señora de Friarsgate ordenó que estuvieran todos listos para el día siguiente. Lord Cambridge, que hizo su aparición a primera hora de la tarde, quedó asombrado por la actividad y sorprendido por la autoridad de su prima. Esta era la misma mujer que se había desmayado en los brazos del rey. Su respeto por ella creció enormemente y, de pronto, se dio cuenta de que solo una mujer con semejante carácter habría sobrevivido a Enrique Tudor sin quedar destruida por él. Ella había roto la relación, sabiamente, y, por añadidura, había mantenido la amistad del rey.
Al día siguiente partieron rumbo a Claven's Carn, con el padre Mata de guía y, extrañamente, de protector, pues nadie atacaría a un sacerdote. Y menos a un sacerdote emparentado con el mismo Hepburn. Rosamund nunca había traspuesto la frontera y se sorprendió al ver que el paisaje era similar al de Friarsgate. Anduvieron varias horas bajo un cielo azul brillante, primero, con el sol en la cara y después arriba, calentándoles los hombros. Hablaron poco, aunque el sacerdote le había asegurado a Rosamund que de ninguna manera podía ser su medio hermano el que le estaba robando las ovejas.
– Claven's Carn -dijo al fin el padre Mata, señalando. Frente a ellos, sobre una colina cubierta de brezos, lo vieron. Un alcázar de piedra, oscuro y de aspecto muy viejo. Había dos torres. Se acercaron a la construcción despacio. Las puertas estaban abiertas, de modo que entraron en el patio. Para sorpresa de Rosamund, Logan Hepburn estaba allí, esperándola.
– ¿Le avisaste que veníamos? -le preguntó al sacerdote.
– Sí. No podía aparecerse sin aviso, milady, no es una buena costumbre en la frontera. Hepburn querría estar aquí, para esperar su visita, y como tiene otros asuntos que atender, le mandé avisar.
Los ojos azules se fijaron en ella. Ella lo miró con altivez desde arriba del caballo.
– He venido a decirte una cosa, Logan Hepburn. ¡Si vuelves a robarme las ovejas te haré colgar!
– Bienvenida a Claven's Carn -respondió él, sonriéndole. Estiró el brazo y la tomó firmemente de la cintura, para ayudarla a desmontar-. Estás más hermosa que nunca. Y yo no te estoy robando las ovejas.
– ¡Mientes! -le espetó ella.
Él le tomó el mentón entre el pulgar y el dedo mayor, obligándola a levantar la cabeza, para que lo mirara.
– ¡Yo no miento, señora! Ahora dime quién es ese petimetre disfrazado que te acompaña. Si es un esposo nuevo te aviso que tendré que matarlo aquí mismo.
Lord Cambridge se apeó del caballo.
– Soy su primo, señor -le dijo a Logan Hepburn. Y agregó, dirigiéndose a Rosamund-: Tienes razón, querida niña. Sus ojos son más que azules y verdaderamente bellos.
– ¡Tom!
Logan Hepburn estalló en una carcajada. Le dio una palmada en la espalda a lord Cambridge, haciéndolo trastabillar, y dijo:
– Pasen a la sala. Tengo un buen whisky que guardo para los amigos.
– ¡No voy a entrar en tu casa, maldita sea! He dicho lo que vine a decir y ahora me voy a mi casa.
Logan Hepburn sacudió con la cabeza.
– No será fácil convivir contigo -le dijo. La levantó y entró en su sala arrastrando a Rosamund, que maldecía y forcejeaba.
– ¡Suéltame, maldito bastardo escocés! ¡No quiero entrar en tu casa! ¡Quiero irme a la mía! ¡Déjame en el suelo!
Él la soltó, pero le cerró la boca con un beso. Rosamund retrocedió, y lo golpeó de manera tal que le hizo ver las estrellas. Él volvió a besarla, la rodeó con los brazos y la sostuvo con firmeza, apretándola contra su cuerpo largo y esbelto. Ella trató de escabullirse, pero él la abrazaba con fuerza. Por un momento, ella no pudo respirar, pero después consiguió apartar la cara. Él seguía abrazándola, inmovilizándola, y ella no podía pegarle.
– ¡Suéltame! -exigió ella entre dientes. Los ojos le echaban chispas.
– ¡Nunca! Tú y yo ya hemos jugado a esto, Rosamund Bolton. Te amo, aunque no sé por qué, pues eres la mujer más difícil que he visto en mi vida. Quiero que seas mi esposa. He atormentado a mi familia negándome a casarme porque no quiero a nadie más que a ti. Ahora ha llegado el momento de que nos casemos y me des un heredero, porque sé que eres capaz, y yo también, como atestiguan mis muchos hijos bastardos. No te he robado ninguna oveja. Lo único que quiero de Friarsgate es a su dueña.
– Bien -dijo ella, jadeando-. Maldito seas, Logan Hepburn, no puedo respirar si me aprietas tanto. Si no me estás robando las ovejas, entonces, ¿quién lo hace? Supongo que hay muchos escoceses para elegir.
Él aflojó el abrazo.
– Te ayudaré a encontrar a los culpables, Rosamund -le dijo, con calma-, y después tú fijarás el día para la boda, mi hermosa muchacha de cabellos rojizos.
– Yo puedo encontrar a los culpables sola. Ya les puse una trampa. Y no me casaré contigo. No pienso volver a casarme. ¡Cómo te atreves, Logan Hepburn! No soy una oveja, para que un carnero escocés me fecunde. Si quieres herederos, puedes hacérselo a alguna de las muchachas sencillas a las que les pareces tan maravilloso. ¡A mí no!
– Te quedarás a pasar la noche -replicó él, tranquilo.
– ¡Jamás! -gritó ella, apartándose de él y tirándole un golpe que él apenas pudo esquivar. El puño de Rosamund le resbaló en el hombro, y le quedó doliendo.
– ¿Por qué me conformaría con una muchachita insulsa cuando puedo tenerte a ti? Me gustan las mujeres con espíritu. Las mujeres así paren hijos e hijas impetuosos.
– No tendrás Friarsgate.
– No la quiero. Es de las hijas que tuviste con Owein Meredith. Nuestros hijos tendrán Claven's Carn, no Friarsgate.
– Ahora regresaré a mi casa -concluyó ella y le dio la espalda.
– Muy bien. Mis hombres y yo iremos con ustedes, porque no pueden viajar por la frontera tan cerca de la luna llena sin una escolta apropiada. Nos quedaremos con ustedes y los ayudaremos a atrapar a los ladrones.
– ¡No!
– ¡Sí! Mata, por lo que más quieras, hazla entrar en razones.
– Señora… -comenzó a decir el joven sacerdote, pero Rosamund salió de la casa sin más palabras.
– Beba un poco de whisky -le dijo Hepburn a lord Cambridge-. ¿De verdad es el primo?
– Sí, lo soy… ¿Pero no la va a detener? -Thomas Bolton estaba algo nervioso.
– No puede ir a ninguna parte hasta que no le traigan el caballo, y no se lo darán hasta que yo no dé la orden. Mata, encuentra a mis hermanos y diles que reúnan a los hombres y se alisten para partir de inmediato. -Sirvió dos copas de whisky y le dio una a lord Cambridge-. ¿Cómo diablos es su nombre?
– Thomas Bolton, lord Cambridge, a su servicio, señor.
– ¿Y está enamorado de ella? -preguntó Logan Hepburn.
Lord Cambridge rió.
– No, aunque la quiero. Me recuerda a una hermana que perdí. ¿De verdad piensa casarse con ella? ¿Tiene claro que no es una mujer fácil? -Bebió el whisky y se atragantó por lo fuerte que era.
– Sí -dijo Logan Hepburn-. Yo hago el whisky en mi propio alambique. ¿Le gusta?
– Oh, es estupendo -dijo lord Cambridge, preguntándose si la bebida le había levantado toda la piel de la garganta o solo la primera capa.
El joven sacerdote regresó.
– Los hombres están listos, Logan, y Rosamund está caminando porque no le dieron su yegua.
Salieron al patio, montaron los caballos y encontraron a Rosamund a casi un kilómetro camino abajo, adusta y decidida. Los parientes del Hepburn la rodearon y Logan dijo, muerto de risa:
– Súbase a su caballo, señora. Llegaremos a Friarsgate mucho más rápido si lo hace. -Se bajó de su montura y la subió a la suya. Cuando llegaron a la casa acababa de caer el sol y el crepúsculo todavía iluminaba el cielo. Edmund salió a recibirlos.
– Dice que no es nuestro ladrón, aunque yo no estoy tan segura de creerle -dijo Rosamund mientras se apeaba.
– Vinimos a ayudar -aseguró Logan Hepburn.
– Gracias, señor -respondió Edmund Bolton.
– ¡Supongo que no le creerás! -exclamó Rosamund-. Tú espera. Ya vas a ver que vendrá la luna llena y nadie nos robará los rebaños.
– Yo le creo -dijo Edmund-. Se sabe que es un hombre honorable, sobrina.
– Que alojen a sus hombres en los establos. Pueden venir a la casa a comer -aceptó ella, y entró.
– Dice que se va a casar con ella -comentó lord Cambridge mientras desmontaba de su caballo castrado-. Y ya hacen guerra de palabras, como si fueran marido y mujer.
– Claro que voy a casarme con ella -dijo Logan Hepburn, implacable.
En los dos días siguientes, los hombres de Logan Hepburn permanecieron en los establos y la casa, durmiendo, comiendo y jugando a los dados. Finalmente, una noche apareció la luna llena y arrojó una luz muy nítida sobre los campos. En los prados donde ahora pacían, los rebaños eran fácilmente visibles. El lago que bordeaba los prados relucía como plata con la luna en el medio del cielo. Rosamund y Logan Hepburn estaban escudriñando la noche por el vidrio de la habitación privada de ella en el segundo piso de la casa.
– ¡Allá! -murmuró él de pronto-. Mira la ladera de la izquierda. ¿Ves esas sombras que bajan? Creo que nuestros amigos han llegado. Vamos, muchachita, vamos a ver quiénes son.
Ella no discutió, sino que lo siguió. Los caballos los esperaban junto con los parientes del escocés.
– Tom -le dijo Rosamund a su primo-, si me sucede algo, te dejo a mis hijas para que las cuides. Prométemelo.
Maybel sollozaba.
– Deja eso, mujer -le dijo su sobrina-. No va a suceder nada, pero él es más joven que tú, y puede hacer que el rey lo favorezca a él y no al tío Henry. Padre Mata, bendíganos, y confirme mis deseos si es necesario.
– Sí, milady -dijo el joven clérigo, y bendijo al grupo.
Salieron despacio, con cuidado, para que los ladrones no se dieran cuenta de que los habían descubierto. A medio camino, una fogata se encendió en uno de los prados. Eso significaba que los ladrones estaban dentro del círculo de las ovejas. Logan Hepburn levantó la mano y todos espolearon sus caballos y echaron a galopar. Dentro del círculo, los pastores de Friarsgate y sus compañeros ya estaban en una lucha mano a mano contra los ladrones. Los perros ladraban y atacaban cuando se les ordenaba. Antes de que los huéspedes indeseables pudieran escapar, los parientes del Hepburn reforzaron el círculo, y la batalla terminó pronto: el enemigo fue desarmado y obligado a arrodillarse ante la señora de Friarsgate.
Rosamund desmontó y se acercó a los ladrones arrodillados. De pronto, vio una cara que reconoció. Estiró el brazo y agarró una cabeza de espesos cabellos y la hizo levantar.
– ¡Mavis Bolton! -exclamó, muy sorprendida.
– Me estás lastimando -exclamó Mavis.
– ¡Suelta a mi madre! -dijo una voz joven junto a Mavis.
– Caramba, primo Henry, cómo has crecido -le dijo Rosamund al muchachito arrodillado junto a Mavis.
Él la miró, con los ojos llenos de odio.
Rosamund rió.
– ¿Sabe tu padre lo que estás haciendo, joven Henry? ¿O mi tío también está entre ustedes?
– ¿Ese?-dijo Mavis, despectiva-. Qué ocurrencia.
– ¿Por qué me has estado robando las ovejas, desgraciada?
– Porque estaban ahí. Porque todo lo que dice ese viejo inútil que se hace llamar mi esposo es que Friarsgate tendría que ser suya, no tuya. Bien, como no es lo bastante hombre para quitártela, yo decidí que la tomaría de a poquito. Otterly es un lugar pobre, y no se hará más rico bajo la pesada administración de Henry Bolton. ¡Estoy cansada de ser pobre! Mis muchachos y mis hijas se merecen algo mejor. ¿Por qué tú tienes que tenerlo todo? -Miró a Rosamund con odio.
– Mataste a dos de mis pastores en incursiones anteriores -dijo Rosamund, fríamente-. Podría hacerte colgar, pero no lo haré. A cambio, pagarás una indemnización, es decir, mi tío la pagará, a las familias de los hombres cuyas vidas sustrajiste. Y también pagarás por los perros. -Se dirigió a Logan Hepburn-: Señor, ¿querrías transportar a esta desgraciada, su hijo y los otros, a Otterly Court, y le contarás a mi tío lo que ha sucedido? Dile que mi gente irá mañana a buscar mis ovejas. Exigimos que pague la multa enseguida. Él y su familia tienen prohibido volver a pisar mis tierras. Mataré a quien lo haga.
– Para mí será un placer servirla, señora -dijo Logan Hepburn con una pequeña inclinación. Enseguida le dirigió una mirada picara-. Siempre he pensado que sería lindo casarme durante los Doce Días de Navidad, Rosamund Bolton. Soy Logan por la familia de mi madre, pero mi nombre cristiano es Esteban. Vendré a buscarte el día de ese santo, y nos casaremos.
– No voy a casarme contigo.
– Ah, sí, claro que lo harás. Tienes tres meses para prepararte, Rosamund Bolton -hizo una seña a sus hombres, reunió a los prisioneros y comenzó a llevarlos colina arriba hacia Otterly.