2. Bruselas

Pentecostés de 1490

Georges de la Chapelle

Supe, tan pronto como lo vi, que no me iba a gustar. De ordinario no juzgo tan deprisa; eso se lo dejo a mi esposa. Pero, nada más entrar con Léon le Vieux, examinó mi taller como si fuera una sórdida callejuela de París en lugar de la rue Haute que da a la place de la Chapelle: un emplazamiento perfectamente respetable para un lissier. Luego, con su túnica bien cortada y ajustadas calzas parisienses, no se molestó en mirarme a los ojos, sino que contempló a Christine y a Aliénor mientras se movían por la habitación. Demasiado seguro de sí, pensé. Sólo nos traerá problemas.

Me sorprendió que hubiera venido. Llevo treinta años en este oficio y nunca he encontrado un artista que venga desde París para verme. No hace ninguna falta: sólo necesito sus dibujos y un buen cartonista como Philippe de la Tour para ampliarlos. Los artistas no le sirven de nada a un lissier.

León no me había anunciado que fuera a traer consigo al tal Nicolas des Innocents, y además llegaron antes de lo esperado. Estábamos todos en el taller, preparándonos para cortar el tapiz que acabábamos de terminar. Ya había retirado el cartón que se coloca debajo del tapiz y lo estaba enrollando para guardarlo con otros diseños de mi propiedad. Georges le Jeune retiraba el último de los carretes. Luc barría el trozo de suelo donde íbamos a colocar el tapiz cuando lo separásemos del telar. Christine y Aliénor cosían, para cerrarlas, las últimas aberturas entre colores. Philippe de la Tour volvía a enhebrar la aguja de Aliénor cada vez que mi hija la dejaba caer, y le buscaba en el tapiz más ranuras que cerrar. No se le necesitaba en el taller, pero sabía que era el día del corte y encontraba razones para quedarse.

Cuando León le Vieux apareció en una de las ventanas que dan a la calle, mi mujer y yo nos levantamos de un salto y Christine corrió a abrirle la puerta. Nos sorprendió descubrir que lo acompañaba un desconocido, pero una vez que Léon presentó a Nicolas como el artista que había hecho los dibujos para los nuevos tapices, asentí con la cabeza y dije:

– Sed bienvenidos, caballeros. Mi esposa traerá alimentos y bebida.

Christine se apresuró a cruzar la puerta que unía el taller con la casa, situada detrás. Tenemos dos casas unidas, una donde comemos y dormimos, y otra que nos sirve de taller. Las dos tienen ventanas y puertas que dan a la calle por delante y al huerto por detrás, con el fin de que los tejedores dispongan de buena luz para trabajar.

Aliénor se puso en pie para seguir a Christine.

– Dile a tu madre que traiga queso y ostras -le dije en voz baja, mientras se marchaba-. Manda a Madeleine a comprar unos bollos. Y sírveles cervezas dobles, no pequeñas -me volví hacia los recién llegados-: ¿Acabáis de llegar? -le pregunté a Léon-. Os esperaba la semana que viene, para la fiesta de Corpus Christi.

– Llegamos ayer -dijo Léon-. Los caminos no estaban mal: muy secos, a decir verdad.

– ¿Bruselas es siempre tan tranquila? -dijo Nicolas, quitándose trocitos de lana de la túnica. Se cansaría pronto de hacerlo si se quedaba una temporada; la lana se nos pega a todos los que trabajamos en el taller.

– Algunos dicen que la animación es ya excesiva -respondí fríamente, molesto porque hubiera hablado de manera tan desdeñosa-. Aunque la tranquilidad es mayor aquí que en los alrededores de la Grand-Place. No necesitamos estar muy cerca del centro para nuestro trabajo. Supongo que en París tenéis otras costumbres. Sabemos algo de lo que sucede allí.

– París es la mejor ciudad del mundo. Cuando regrese no volveré a marcharme.

– Si os gusta tanto, ¿por qué habéis venido? -preguntó Georges le Jeune. La franqueza de mi hijo me pareció excesiva, aunque en realidad no podía criticarlo por hablar así. Yo quería preguntarle lo mismo a Nicolas. Cuando una persona es descortés me apetece pagarle con la misma moneda.

– Nicolas ha venido conmigo debido a la importancia del encargo -intervino Léon muy diplomáticamente-. Cuando veáis los diseños, os daréis cuenta de que son efectivamente muy especiales y que quizá necesiten alguna supervisión.

Georges le Jeune resopló.

– No necesitamos niñera.

– Os presento a mi hijo, Georges le Jeune -dije-. Y a Luc, mi aprendiz, que sólo lleva dos años con nosotros, pero hace muy bien las millefleurs. Y éste es Philippe de la Tour, que prepara los cartones a partir de los dibujos de los artistas.

Nicolas no ocultó su desconfianza al mirar a Philippe, cuyo rostro, normalmente pálido, enrojeció visiblemente.

– No estoy acostumbrado a que otros cambien lo que yo he hecho -dijo Nicolas con tono despectivo-. Por eso he venido a esta odiosa ciudad: para tener la seguridad de que mis dibujos se tejen tal como están.

Nunca había oído a un artista tan interesado en su trabajo, aunque, sin duda, le faltaba información: los dibujos originales siempre cambian cuando los cartonistas los transforman, sobre tela o papel, en cuadros más grandes para que los tejedores los sigan mientras hacen los tapices. Está en la naturaleza de las cosas que lo que parece bien cuando es pequeño cambie al hacerlo grande. Hay que llenar huecos, se han de añadir figuras, o árboles o animales o flores. Eso es lo que un cartonista como Philippe hace bien: cuando amplía los dibujos rellena los espacios vacíos de manera que el tapiz esté completo y animado.

– Debes de estar acostumbrado a diseñar tapices y a los cambios que se les han de hacer -dije. No le di el tratamiento de monsieur: podía ser un artista parisiense, pero yo dirijo un buen taller en Bruselas y no tenía necesidad de humillarme.

Nicolas frunció el ceño.

– En la Corte se me conoce…

– Nicolas disfruta de una excelente reputación en la Corte -interrumpió Léon-, y a Jean le Viste le han satisfecho sus dibujos -Léon lo dijo demasiado deprisa, y me pregunté en qué se basaba en realidad la reputación de Nicolas en la Corte. Tendría que mandar a Georges le Jeune al gremio de pintores para enterarme. Alguien habría oído hablar de él.

Cuando regresaron las mujeres con la comida ya estábamos preparados para cortar el tapiz. El día en que se retira es una fecha importante para un tejedor, porque significa que una pieza en la que se ha trabajado mucho tiempo -en este caso ocho meses- está lista para separarla del telar. Como siempre se trabaja con una tira de la anchura de una mano, que luego se enrolla sobre sí misma en un eje de madera, nunca vemos la obra completa hasta que se termina. Trabajamos además por el revés, y únicamente vemos el derecho si se introduce un espejo por debajo para controlar lo que hacemos. Sólo cuando se corta el tapiz para separarlo del telar y se extiende boca arriba sobre el suelo conseguimos abarcarlo en su totalidad. Entonces se guarda silencio y se contempla lo que se ha hecho.

Ese momento es algo parecido a comer rábanos recién cogidos después de meses de nabos viejos. A veces, cuando el cliente no paga por adelantado y los tintoreros, los mercaderes de la lana y de la seda y los proveedores de hilo dorado empiezan a querer cobrar un dinero que no tengo, o cuando los tejedores que he contratado se niegan a trabajar si no ven antes el dinero, o cuando Christine no dice nada pero la sopa está más aguada, en esas ocasiones sólo el recuerdo de que un día llegará el momento del silencio hace que siga trabajando.

Habría preferido que Léon y Nicolas no estuvieran presentes para el corte. Ninguno de los dos se había destrozado la espalda sobre el telar durante todos aquellos meses, ni se había cortado los dedos con el hilo dorado, ni había padecido dolores de cabeza por mirar tan fijamente la urdimbre y la trama. Pero, como es lógico, no podía pedirles que se fueran, ni dejarles ver que me molestaba su presencia. Un lissier no manifiesta cosas así ante los mercaderes con los que tiene que regatear.

– Comed, por favor -dije, señalando con un gesto de la mano las bandejas que habían traído Christine y Aliénor-. Vamos a retirar este tapiz del telar y luego podemos hablar del encargo de monseigneur Le Viste.

Léon asintió con la cabeza, pero Nicolas murmuró:

– Comida de Bruselas, ¿eh? ¿Para qué molestarse?

De todos modos se acercó a las bandejas, cogió una ostra, echó la cabeza hacia atrás y la sorbió. Luego se relamió y sonrió a Aliénor, que dio la vuelta a su alrededor en busca de un taburete para Léon. Reí para mis adentros; mi hija terminaría a la larga por sorprenderlo, pero aún no. Nicolas no era tan listo después de todo.

Antes de proceder al corte, nos arrodillamos para rezar a San Mauricio, patrón de los tejedores. Luego Georges le Jeune me pasó unas tijeras. Cogí un puñado de hilos de la urdimbre, los tensé y procedí a cortarlos. Christine suspiró con el primer tijeretazo, pero nadie hizo ya el menor ruido hasta el final.

Cuando hube terminado, Georges le Jeune y Luc desenrollaron el tapiz del eje inferior. Les correspondía el honor de cortar el otro extremo de la urdimbre antes de llevarlo al espacio barrido. Les di mi consentimiento y le dieron la vuelta, de manera que se viera la obra terminada. Luego nos quedamos todos quietos y miramos, excepto Aliénor, que volvió a la casa para traer cerveza a los muchachos.

La escena del tapiz era la Adoración de los Magos. El cliente de Hamburgo había pagado con esplendidez, y utilizamos por igual hilo de plata y de oro entre la lana y la seda y, cuando era posible, habíamos enlazado los colores, con abundancia de matices en el sombreado. Esas técnicas hacen que el tapiz lleve más tiempo, pero yo sabía que el cliente iba a darse cuenta de que la obra terminada merecía el dinero pagado. El tapiz era soberbio, aunque fuese el lissier mismo quien lo dijese.

Pensaba que Nicolas se limitaría a echarle una breve ojeada o a adoptar un aire desdeñoso y a decir que el dibujo era malo o la factura de pésima calidad en comparación con los talleres de París. Lo que hizo, en cambio, fue cerrar la boca y examinarlo con detenimiento, lo que me hizo verlo con más benevolencia.

Georges le Jeune fue el primero en hablar.

– La túnica de la Virgen es excelente -dijo-. Cualquiera juraría que es terciopelo.

– Ni la mitad de buena que el sombreado rojo que sube y baja por las calzas verdes del joven rey -replicó Luc-. Muy llamativos, el rojo y el verde juntos.

El sombreado rojo era, en efecto, excelente. Le había permitido hacerlo a Georges le Jeune, y el resultado era muy bueno. No es fácil tejer líneas finas de un color en otro sin difuminar los dos. Las manchas de color tienen que ser precisas: basta una fuera de sitio para que se note y se eche a perder el efecto de sombra.

Georges le Jeune y Luc tienen por costumbre elogiarse mutuamente lo que hacen. Después encuentran también los fallos, por supuesto, pero antes de nada tratan de ver las cosas buenas del otro. Es una muestra de generosidad por parte de mi hijo alabar a un aprendiz cuando podría limitarse a decirle que barriera el suelo o que trajera una madeja de lana. Pero trabajan codo con codo durante meses, y si se llevaran mal el tapiz sufriría, como nos sucede a todos. Quizá el joven Luc esté todavía aprendiendo, pero todo hace pensar que llegará a ser un excelente tejedor.

– ¿No se hizo en Bruselas una Adoración de los Magos para Charles de Borbón hace unos años? -dijo Léon-. La vi en su casa de París. El rey joven también llevaba calzas verdes en aquel tapiz, si no recuerdo mal.

Aliénor, que cruzaba el taller con unas jarras de cerveza, se detuvo al oír las palabras del mercader y, en el repentino silencio que se produjo, todos oímos el ruido de la cerveza al derramarse sobre el suelo. Abrí la boca para hablar, pero la cerré de nuevo. Léon me había pillado, y sin tener que hacer un esfuerzo especial.

La Adoración de los Magos de la que hablaba se había tejido en otro taller de Bruselas, y Charles de Bourbon compró después el cartón original para evitar que se copiara el tapiz. Yo había admirado las calzas verdes del rey y las había utilizado para este trabajo, contando con que era muy poco probable que la familia de Charles de Bourbon viera el tapiz de mi cliente de Hamburgo. Conocía bien al otro lissier, y podría sobornar al Gremio para que pasara por alto mi plagio. Aunque a veces nos robamos encargos, hay cuestiones en las que los lissiers de Bruselas practicamos la lealtad mutua.

Pero me había olvidado de Léon le Vieux, que ve la mayoría de los trabajos que entran y salen de París y nunca se olvida de los detalles, sobre todo uno tan memorable como calzas verdes realzadas con sombreado rojo. Había infringido una regla al copiarlas y Léon podría utilizarlo durante el regateo: imponer sus condiciones para los tapices de Le Viste sin posibilidad de que yo las rechazara. De lo contrario podría decir a los Bourbon que se había copiado su dibujo, lo que haría que se me impusiera una fuerte multa.

– ¿No queréis una ostra, monsieur? -Christine le ofreció una bandeja a Léon, Dios la bendiga. Es una esposa lista. No podía reparar el daño hecho, pero sí, al menos, tratar de distraer al factótum de Jean le Viste.

Léon le Vieux se la quedó mirando.

– Las ostras no me sientan bien, madame, pero gracias de todos modos. Quizá un pastel, si no es molestia.

Christine se mordió los labios. Era la manera de Léon de hacer que incluso Christine se sintiera desconcertada en su propia casa y de conseguirlo sin dejar de mostrarse muy cordial. Tan imposible quererlo como despreciarlo. Ya he trabajado antes con él -admira las millefleurs de nuestro taller y nos ha traído varios encargos- pero no puedo decir que sea amigo mío. Resulta demasiado reservado.

– Venid al interior de la casa, donde podamos extender los dibujos -les dije a él y a Nicolas, incluyendo a Philippe con el gesto, porque quería que también él los viera. Georges le Jeune hizo intención de seguirnos. Le dije que no con la cabeza-. Luc y tú quedaos aquí y empezad a desvestir el telar. Limpiad los plegadores de los restos de la urdimbre. Vendré después a verlo.

A Georges le Jeune se le notó el gesto de abatimiento antes de volverse hacia el telar. Christine lo siguió con los ojos y luego frunció el ceño en mi dirección. Le devolví el gesto. Sin duda a mi mujer le preocupaba algo. Más tarde me diría lo que fuera: nunca se lo calla. Precisamente en aquel momento Nicolas des Innocents preguntó:

– ¿Qué es lo que hace?

Contemplaba a Aliénor que se había acuclillado junto al tapiz y lo recorría con las manos.

– Revisa su trabajo -respondió Philippe, ruborizándose otra vez. Tiene una actitud protectora hacia Aliénor, como corresponde a un hermano.

Conduje a nuestros huéspedes a donde Christine y Madeleine habían instalado, sobre caballetes, la mesa larga en la que comemos. El interior de la casa estaba más oscuro y más cargado de humo, pero quería que los jóvenes siguieran con su trabajo sin distraerse a causa del nuevo encargo. Léon empezó a desenrollar los lienzos, y Christine sacó vasijas de barro y jarras para sujetar las esquinas. Mientras las colocaba vi que miraba de reojo los diseños. Más adelante daría su opinión, cuando estuviéramos a solas.

Attendez: no es así como hay que verlos -dijo Nicolas, que procedió a reorganizar el conjunto. Prefería no mirar mientras se afanaba, de manera que me volví de espaldas a los vislumbres de rojo y azul que ya me habían llegado y contemplé en cambio la habitación, esforzándome por verla con los ojos de aquellos parisienses. Supongo que están acostumbrados a un lujo mayor: más grande el hogar de la chimenea, incluso una habitación separada para cocinar, más madera tallada, más cojines en las sillas, más bandejas de plata, en lugar de peltre, como parte de la decoración, más tapices en las paredes. Es curioso: hago tapices para otros pero no poseo ninguno. Son demasiado caros: un lissier se gana bien la vida pero no se puede permitir comprar lo que produce.

Quizá Nicolas espera que mi mujer y mi hija vistan lujosamente, se adornen el pelo con joyas y tengan criadas que atiendan a todas sus necesidades. Pero no presumimos de nuestra riqueza como hacen los de París. Mi mujer posee joyas pero están guardadas. Nuestra criada Madeleine es útil, pero a Christine y a Aliénor les gusta hacer ellas mismas las tareas de la casa, sobre todo a Aliénor, siempre deseosa de demostrar que no necesita ayuda. Si quisieran, Christine y Aliénor podrían no coser los tapices. Podrían conservar la suavidad de los dedos y dejar que otros se llevaran los pinchazos de la aguja. Pero prefieren ayudar en el taller. Christine sabe cómo vestir un telar, y sus brazos son tan fuertes como los de un hombre a la hora de estirar los hilos de la urdimbre. Si me falta un tejedor, está en condiciones de ocuparse de las partes más sencillas, aunque el Gremio no se lo permitiría durante más de un día o dos.

– Ya está -dijo Nicolas. Me volví y fui a situarme junto a Philippe.

Las primeras palabras que se dicen cuando se negocia con el representante del cliente no son de alabanza. Nunca permito que sepan lo que pienso de los diseños. Empiezo por los problemas. Philippe también sabe ser cuidadoso con las palabras. Es un buen muchacho; ha aprendido mucho de mí en el arte del regateo.

Miramos durante algún tiempo. Cuando por fin hablé, conseguí que no se me notara la sorpresa. De eso hablaría más tarde con Christine. Logré, en cambio, parecer indignado.

– No ha dibujado nunca tapices, ¿verdad? Lo que ha preparado son cuadros, no dibujos. Estos tapices no tienen argumento y les faltan figuras; todo lo que vemos es a una dama en el centro, como en los cuadros de la Virgen y el Niño, y espacios vacíos en el resto.

Nicolas empezó a decir algo, pero Léon le interrumpió.

– ¿Es todo lo que se os ocurre? Miradlos otra vez, Georges. Puede que no volváis a ver otros diseños parecidos.

– ¿De qué se trata, entonces? ¿Cuál se supone que es el argumento?

Aliénor apareció en el umbral entre la cocina y el taller, una jarra vacía en cada mano.

– Los tapices cuentan cómo la dama seduce al unicornio -dijo Nicolas, cambiando de pie el peso del cuerpo para volverse hacia Aliénor. El muy estúpido-. También están los cinco sentidos -señaló con la mano-. Olfato, oído, gusto, vista y tacto.

Aliénor cruzó hasta el barril, situado en una esquina.

Seguimos mirando los diseños.

– Hay muy pocas figuras -dije-. Cuando las hagamos del tamaño de los tapices quedará mucho espacio por rellenar. Tendremos que diseñar un campo lleno de millefleurs.

– Que es por lo que se os conoce y el motivo de que os eligiera para este encargo -replicó Léon-. Tendría que ser sencillo para vosotros.

– No es tan sencillo. Habrá que añadir otras cosas.

– ¿Qué cosas? -preguntó Nicolas.

Miré a Philippe, porque pensé que iba a hablar: sería tarea suya que aquellos diseños se pudieran utilizar, sería él quien llenara los espacios vacíos. Pero no dijo nada. Es un muchacho tímido y tarda en hablar. Pensé que daba muestras de prudencia, pero enseguida noté que el muy tonto tenía una expresión extraña y que contemplaba los cuadros como si estuviera viendo a la mujer más hermosa de Bruselas.

No lo niego, las mujeres de los tapices eran… Moví la cabeza para aclarármela. No iba a permitirles que me sedujeran.

– Más personas, más animales, más plantas -dije-. ¿Eh, Philippe?

Philippe arrancó sus ojos de las figuras.

Bien sûr.

– ¿Qué les añadirías, además de personas y animales?

– Ah; pues quizá árboles, para darle estructura. O un emparrado con rosas.

– No permitiré que se toquen mis dibujos -dijo Nicolas-. Son perfectos tal como están.

Un estrépito considerable nos anunció que a Christine se le acababa de caer una bandeja de ostras. No la recogió, sino que se quedó mirando a Nicolas, indignada.

– ¡Tampoco voy a permitir yo que se diga una blasfemia así en esta casa! Ningún ser humano dibuja nada perfecto; sólo Dios en su poder es capaz de hacerlo. Vos y vuestros diseños están tan llenos de faltas como cualquier obra humana.

Sonreí para mis adentros. Nicolas no había tardado mucho en tropezarse con el genio de mi mujer. Al cabo de un momento hizo una inclinación de cabeza.

– Lo siento, madame, no era mi intención ofender.

– Deberéis pedir perdón a Dios, no a mí.

– De acuerdo, Christine -dije-. Más valdrá que empieces a coser el dobladillo de la Adoración. Tendremos que llevar cuanto antes el tapiz al Gremio.

Hacer el dobladillo podía haber esperado, pero si Christine seguía con nosotros, quizá obligara a Nicolas des Innocents a arrodillarse para decir sus oraciones delante de ella. Aunque pudiera resultarnos entretenido, no nos serviría de ayuda en el regateo.

Christine me miró indignada, pero obedeció. Aliénor se acuclilló en el sitio donde a su madre se le había caldo la bandeja y empezó a palpar el suelo en busca de las conchas de las ostras. Philippe hizo ademán de ayudarla, pero le apreté el codo para impedirlo. Sus ojos fueron y vinieron de mi hija a los dibujos. Vive cerca y a menudo ayuda a Aliénor en casa; ha estado pendiente de ella desde que eran niños. Ahora trabaja a menudo conmigo en los diseños. A veces me olvido de que no es hijo mío.

– Explicadme el tamaño de los tapices -le dije a Léon le Vieux.

Léon procedió a hacerlo y fui sumando mentalmente.

– ¿Qué hay del hilo de oro o de plata? ¿Seda veneciana? ¿Lana inglesa? ¿Cuántas figuras en cada tapiz? ¿Qué densidad han de tener las millefleurs? ¿Cuánto azul? ¿Cuánto rojo? ¿Uniones mediante ensamblajes? ¿Sombreado? -a medida que Léon respondía a cada cuestión, yo modificaba la duración y el costo del trabajo.

– Los puedo hacer en tres años -dije cuando terminamos-. Costará cuatrocientas livres tournois y me quedo con los dibujos.

– Monseigneur quiere que estén terminados para el Domingo de Ramos del año 1492 -respondió Léon muy deprisa. Siempre funciona de ese modo, como si es tuviera varios pasos por delante en sus pensamientos-. Pagará trescientas livres tournois por los tapices y los dibujos, que conservará; quiere cartones totalmente terminados que pueda colgar en sustitución de los tapices, si se los lleva consigo en algún viaje.

– Imposible -dije-. Sabéis que es imposible, Léon. Son menos de dos años. No puedo tejerlos tan deprisa por tan poco dinero. De hecho vuestra oferta es insultante. Será mejor que propongáis semejante trato en otro sitio -era efectivamente insultante; me traía más cuenta olvidarme de las calzas verdes que trabajar por aquella paga miserable.

Aliénor se levantaba ya con la bandeja de ostras. Movió ligeramente la cabeza en mi dirección. Está pendiente de mí, pensé, igual que su madre. Aunque no tiene el genio tan fuerte. No se lo puede permitir.

Nicolas des Innocents seguía tirándole los tejos. Mi hija, por supuesto, no se daba cuenta.

– Podéis utilizar el doble de operarios y hacerlos en la mitad de tiempo -dijo Léon.

– No es tan sencillo. En el taller sólo caben dos telares horizontales en el mejor de los casos, e incluso con el doble de trabajadores sigo estando solo para ocuparme de ellos. Un trabajo como éste no se puede apresurar. Y además hay encargos que acepté mucho antes de que me hablarais de este otro.

Léon agitó una mano para desechar mis débiles argumentos.

– Renunciad a los otros trabajos. Os las arreglaréis. Miradlos, Georges -señaló con la mano los dibujos-. Como veis es un encargo importante, quizá el más importante que se le ha ofrecido nunca a este taller. No querréis que un pequeño detalle como el tiempo que os lleven impida que lo aceptéis.

Nicolas pareció complacido. Léon no prodigaba los cumplidos.

– Lo que veo -dije- son dibujos hechos por una persona que no sabe nada de tapices. Habrá que realizar muchos cambios.

Léon habló amablemente por encima de las palabras que farfullaba Nicolas.

– Quizá algunos cambios hagan el encargo más atractivo.

Dudé. Las condiciones eran tan malas que no estaba seguro de poder regatear. Un trabajo así podía arruinarnos.

– ¿Qué tal prescindir del hilo de oro? -sugirió Philippe-. La dama no es realeza, ni tampoco es la Virgen, aunque junto con el unicornio nos recuerde a Nuestra Señora y a Su Hijo. Sus vestiduras no tienen que ser doradas.

Lo miré enfadado. Hablaba ahora, cuando no quería que lo hiciera. Era yo quien tenla que regatear, no él. De todos modos, quizá tuviera razón.

– Si -dije-. El hilo dorado es costoso y difícil de usar. Tejer con él lleva más tiempo.

Léon se encogió de hombros.

– Prescindamos del hilo dorado. ¿Qué se ahorra con eso?

– Y del ensamblado -añadí-. No es una técnica fácil entretejer colores, y el trabajo lleva más tiempo, aunque el resultado sea más delicado al final. Si no ensamblamos los colores y nos limitamos a coserlos, ahorraremos algún tiempo. Si monseigneur Le Viste quiere lo mejor, tendrá que pagar más o darnos más tiempo.

– No hay más tiempo -dijo Léon-. Quiere disponer de los tapices en la Pascua de 1492, para un acontecimiento importante. Y no es una persona paciente; nunca aceptaría tus pobres excusas.

– En ese caso ni hilo de oro ni colores ensamblados. La elección es vuestra.

Observé a Léon mientras pensaba. Tiene un rostro hermético que no revela nada. Por eso es tan bueno para el trabajo que hace: esconde sus pensamientos hasta que lo tiene todo claro, y cuando habla es difícil disentir.

– De acuerdo -dijo.

– Todavía no he aceptado el encargo -dije-. Hay más cosas que discutir. Philippe, lleva los diseños al taller junto con Nicolas. Me reuniré después con vosotros. Aliénor, ve a ayudar a tu madre a coser el dobladillo.

Aliénor puso mala cara. Le gusta escuchar los regateos.

– Ve con tu madre -repetí.

Solos en la habitación Léon y yo, serví más cerveza y nos sentamos a beber. Ahora que no teníamos a nadie pendiente de nuestras palabras, podía pensar seriamente en la oferta de Léon.


Aquella noche fui a pasear con Christine por la Grand-Place. A la entrada nos paramos a admirar el ayuntamiento, con su torre tan esbelta. A Georges le Jeune y a Luc les gusta subir hasta lo más alto para disfrutar con la vista. Durante toda mi vida han estado construyendo ese edificio, pero todavía me sorprende cuando lo veo. Hace que me sienta orgulloso de vivir en Bruselas, por mucho desdén con que nos mire Nicolas des Innocents.

Pasamos por delante de las casas de los gremios que flanquean la plaza: los sastres, los pintores, los panaderos, los cereros y los carpinteros; los arqueros, los barqueros. Había movimiento en las casas, aunque fuese de noche. Los negocios no se detienen cuando se va la luz. Saludamos con inclinaciones de cabeza y sonrisas a vecinos y amigos, y nos detuvimos delante de L'Arbre d'Or, que alberga al gremio de los tejedores. Varios lissiers me rodearon para preguntarme por la visita de Léon le Vieux, los dibujos, las condiciones y el porqué de que le hubiera acompañado Nicolas des Innocents. Esquivé sus preguntas como un rapaz que juega a tú la llevas.

Al cabo de un rato seguimos adelante: a Christine le apetecía ver la catedral de San Miguel y Santa Gúdula al atardecer. Mientras caminábamos por la rue de la Montagne mi mujer dijo lo que yo sabia que llevaba queriendo decir toda la tarde.

– Deberías haber permitido que Georges le Jeune asistiera a tus tratos con Léon.

Otra esposa podría haberlo formulado como una tímida pregunta. La mía no: dice lo que piensa. Al ver que no le contestaba siguió hablando.

– Georges le Jeune es un buen chico y un buen tejedor. Le has enseñado bien. Pero si ha de sucederte en el taller, también necesita estar al tanto del asunto del dinero: el regateo, las condiciones aceptadas. ¿Por qué lo mantienes al margen?

Me encogí de hombros.

– Todavía seguiré siendo el lissier durante mucho tiempo. No hay prisa.

Christine torció el gesto.

– Georges, el pelo se te está volviendo gris. Tu hijo ya es un hombre y podría casarse si quisiera. Un día el taller será suyo. ¿Quieres que vaya a la ruina y que destruya todo lo que has construido? Has de…

– Ya está bien, Christine -nunca he pegado a mi mujer, aunque sé de algunos maridos que lo habrían hecho si fuera la suya.

Christine no añadió una palabra más. Pensaría en lo que me había dicho: no me quedaba otro remedio, porque sin duda volvería a plantearlo. Algunos hombres no escuchan a sus mujeres, pero yo a ella sí. Sería un estúpido si no lo hiciera: Christine se crió como hija de tejedor cerca de Notre Dame du Sablon, y sabe casi tanto como yo sobre la manera de llevar un taller.

Caminamos en silencio hasta que las torres gemelas de la catedral se recortaron ante nosotros en la oscuridad creciente.

– ¿Qué tal se entendieron Bruselas y París acerca de los dibujos? -pregunté para disminuir la tensión.

Christine resopló.

– Ese Nicolas des Innocents tiene muy buena opinión de sí mismo. Philippe se las vio y se las deseó para convencerlo de que habrá que hacer algunos cambios. Tuve que intervenir una o dos veces: Philippe es un buen zagal, pero no está a la altura de un gallito de Paris.

Reí entre dientes.

– He de irme. Me están esperando en Le Vieux Chien para celebrar la terminación del tapiz.

Attends, Georges -dijo Christine-. ¿Qué habéis decidido, Léon le Vieux y tú? ¿Has aceptado el encargo?

Pegué una patada a un trozo de boñiga.

– No he dicho que sí, pero tampoco he dicho que no. Quizá no tenga elección, debido al problema con las calzas verdes. León podría ir a la familia Borbón y decir que he copiado su dibujo.

– No lo has copiado, sólo has tomado prestado un detalle. El Gremio te apoyará -se detuvo en seco, la falda balanceándose-. Dime, ¿vamos a hacer esos tapices, sí o no?

No deberíamos. Toda mi experiencia como lissier me decía que no: poco dinero, trabajo excesivo para el taller, pérdida de otros encargos y un esfuerzo descomunal para terminarlos a tiempo. Si no calculaba bien las cosas, el taller podía irse a pique.

– Sí -dije, con un nudo en el estómago-. Los haremos. Porque no he visto nunca dibujos tan hermosos -ya está, pensé. He dejado que las damas me seduzcan.

Christine se echó a reír, un sonido agudo, como de un cuchillo al caer al suelo. Creo que sintió alivio.

– Nos traerán suerte -dijo-. Ya verás.

Philippe de la Tour

No había nadie en el taller cuando llegué muy de mañana. Me alegré, porque podría contemplar a solas los dibujos, sin las fanfarronadas de Nicolas des Innocents, sin las interrupciones de Christine y sin que Aliénor torciera la cabeza y sonriera mientras cosía. Ahora podría mirarlos y pensar con tranquilidad.

Era un día radiante y la luz entraba a raudales por las ventanas. Luc había barrido bien el suelo y se había llevado las madejas de lana sobrantes del tapiz de la Adoración de los Magos. El telar también estaba vacío y esperaba los próximos hilos de la urdimbre que debían atravesarlo. La madera crujía a veces, y me hacía pensar en un caballo, inquieto en su cuadra.

Los dibujos de Nicolas, enrollados, estaban en un arcón con los de otros tapices. Sabía dónde guardaba Georges la llave, de manera que los saqué y los extendí sobre el suelo, como habíamos hecho el día anterior. Mientras Nicolas y yo hablábamos de ellos, el parisiense no había dejado de mirar a Aliénor, quien, sentada con su madre, terminaba de coser el tapiz que habíamos retirado del telar. Nicolas se había vuelto en su dirección, convencido de que le hacía un favor. Finalmente le dijo:

– ¿No deberías dejar ya de coser, preciosa?

Aliénor y Christine, las dos, levantaron la cabeza. Nadie había llamado nunca «preciosa» a Aliénor, prescindiendo de lo que pensaran de ella. A mí me parece hermosa, sobre todo sus cabellos, tan largos y dorados, pero me avergonzaría decirlo en voz alta. Me resulta muy difícil decir cosas así. Probablemente Aliénor se reiría de mí y me llamaría tonto. Me trata como a un hermano menor, un poco bobo, aunque sea varios años mayor.

– Esa parte del taller está muy oscura -continuó Nicolas-. Te quedarás bizca. Debes sentarte más cerca de la ventana, donde la luz es mejor. Me he enterado además de todas las reglas que tenéis que seguir los tejedores de Bruselas. No se trabaja cuando falta la luz del día, ni tampoco los domingos. Ojalá los pintores de París tuvieran una vida tan regalada, para no estropearse la vista.

Christine y yo lo miramos asombrados, pero Aliénor inclinó la cabeza sobre su trabajo, tratando de no reír. Al final no lo consiguió, sin embargo; después, también Christine se echó a reír, y yo acabé por acompañarlas.

– ¿Qué tiene de divertido? -preguntó Nicolas. Aquello hizo que nos riéramos más. Me pregunté si deberíamos apiadarnos e informarle de lo que no había visto. Fue Aliénor quien lo decidió.

– Esas reglas no se aplican a las mujeres -dijo a la larga, cuando dejamos de reír-. No somos tejedores, tan sólo una familia.

– Entiendo -dijo Nicolas. Parecía desconcertado, de todos modos, porque seguía sin explicarse nuestras risas. Pero no íbamos a decírselo. Era estupendo poder gastarle una broma al artista de París.

Aquella tarde apenas hicimos nada Nicolas y yo. Poco después nos fuimos con Georges le Jeune y Luc a Le Vieux Chien, donde más tarde se nos unió Georges, para brindar por el tapiz terminado y por el nuevo encargo. Nicolas estaba muy animado y consiguió que bebiéramos más de lo que acostumbramos.

Es un fanfarrón, este artista parisiense. Es cierto que no he estado en París. No salgo de las murallas de la ciudad si no es para recoger leña y setas en los bosques cercanos, o para pescar algunas veces en el río Sena. Pero he conocido a suficientes tipos de París para saber que no me sentiría a gusto allí. Están demasiado seguros de lo que hacen. Siempre lo saben todo; tienen el mejor vino, el mejor calzado, la mejor tela, los mejores pinceles, los mejores procedimientos para preparar pinturas. Sus mujeres paren más hijos, sus gallinas ponen más huevos, sus vacas dan más leche. Sus catedrales son más altas, sus barcos más veloces, sus caminos más lisos. Aguantan mejor la cerveza, montan a caballo con más elegancia y ganan siempre cuando pelean. Probablemente su mierda también huele mejor.

De manera que me alegré de que no estuviera en el taller por la mañana. Contemplé los dibujos. Como voy poco a la taberna, me dolía la cabeza debido al ruido, el humo y la bebida de la noche anterior.

Una cosa tengo que decir de Nicolas: quizá sus costumbres parisienses me desagraden, pero es un artista excelente. Él también lo sabe, y por esa razón no le diré nunca lo buenos que son sus diseños.

Es fácil encontrarles defectos si se los ve como dibujos para tapices. Para él son cuadros: no se ha dado cuenta de que con los tapices se necesita una composición muy equilibrada en el dibujo para hacerlos homogéneos, de manera que nada sobresalga. Eso es lo que hago cuando preparo un cartón: amplío el dibujo y lo pinto como sé que quedará la lana después de tejida, con menor mezcla de colores y formas más brillantes y uniformes. Los cartones no son tan hermosos como los cuadros, pero resultan imprescindibles para que los vaya siguiendo el tejedor mientras trabaja. Así es como me siento a menudo: imprescindible pero inadvertido, de la misma manera que no es posible apartar los ojos de los diseños de Nicolas.

Todavía los estaba contemplando cuando entró Georges en el taller. Tenía cara de sueño y el pelo revuelto, como si hubiera movido mucho la cabeza durante la noche. Se colocó junto a mí y contempló las pinturas.

– ¿Puedes convertirlas en dibujos utilizables?

– Sí.

– Bien. Haz algunos apuntes pequeños de los cambios para que los vea Léon. Cuando se dé por satisfecho podrás empezar con los cartones.

Dije que sí con la cabeza.

Georges contempló el cuadro de la dama con el unicornio en el regazo. Se aclaró la garganta.

– Nicolas se quedará para pintar contigo los cartones.

Di un paso atrás.

– ¿Por qué? Sabéis que puedo hacerlo tan bien como él. Quién…

– Es cosa de Léon. Forma parte de las condiciones del encargo. Monseigneur Le Viste se quedará con ellos y quizá los cuelgue para sustituir a los tapices cuando viajen con él. Léon quiere estar seguro de que responden exactamente a lo que Nicolas ha pintado en los originales. Disponemos de tan poco tiempo para tejer los tapices que será una ayuda contar con él.

Quería protestar, pero sabía que no debía. Georges es el lissier: decide lo que hay que hacer y lo ejecuto. Sé cuál es mi sitio.

– ¿Dibujaré los cartones o eso lo hará también él?

– Los dibujarás y harás los cambios necesarios. Y ayudarás a pintarlos. Trabajaréis juntos, pero será él quien tenga la última palabra.

Guardé silencio.

– Sólo serán unas semanas -añadió Georges.

– ¿Lo sabe Nicolas?

– Léon se lo está diciendo. De hecho voy a verlo ahora, para repasar el contrato -Georges contempló las pinturas y movió la cabeza-. Van a causarme problemas. Poco dinero, tiempo escaso, cliente difícil. Debo de estar loco.

– ¿Cuándo empezamos?

– Ahora. Georges le Jeune y Luc han ido a comprar la tela y volverán enseguida. Nicolas y tú podéis llevárosla a tu casa y trabajar allí si lo prefieres, o quedaros aquí.

– Aquí -dije muy deprisa. Siempre que puedo prefiero trabajar en la rue Haute. Tiene más luz que la casa de mi padre, que está cerca de una de las torres de la muralla y, a pesar de los telares, también hay más sitio. Mi padre es pintor como yo, pero menos acomodado que Georges. Como mis hermanos mayores trabajan con él, hay poco sitio para los más jóvenes.

Por otra parte cuando trabajo aquí estoy cerca de ella. No es que le importe. Nunca ha manifestado el menor interés por los varones…, hasta ahora.

– Si el buen tiempo se mantiene podéis pintar en el huerto de Aliénor -dijo Georges cuando ya se marchaba-. Eso hará que no molestéis a los tejedores: estaríais un poco apretados con dos telares.

Todavía mejor trabajar en su huerto, aunque no estaba seguro de que quisiera a Nicolas tan cerca de Aliénor. No me fío de él.

Cuando todavía estaba pensando en ella apareció en el umbral con mi cerveza matutina. Es poquita cosa, pequeña y pulcra. Todos los de su familia son mucho más altos.

– Aquí, Aliénor -dije. Vino hacia mí sonriendo, el rostro alegre, pero tropezó con la bolsa de cosas para pintar que tontamente había dejado yo en el suelo. La sujeté antes de que se cayera, pero buena parte de la cerveza se me derramó sobre la manga.

Dieu me garde -murmuró-. Lo siento. ¿Dónde ha caído? ¡No sobre las pinturas, espero!

– No; únicamente en mi manga. No importa. Es sólo una jarra pequeña.

Me tocó la manga húmeda y movió la cabeza, molesta consigo misma.

– De verdad, no tiene importancia -repetí-. Fue una tontería dejar ahí la bolsa. No te preocupes por la cerveza; no tenía sed de todos modos.

– No, te traeré más -sin escucharme se apresuró a salir y regresó a los pocos minutos con otra jarra llena, caminando esta vez con mucho cuidado.

Se quedó a mi lado, los dibujos a nuestros pies mientras yo bebía. Traté de no hacer mucho ruido al tragar. Cuando estoy con Aliénor siempre me doy cuenta de lo ruidoso que soy: me crujen las botas, me castañetean los dientes, me rasco la cabeza, toso y estornudo.

– Cuéntame qué representan -dijo. Su voz es grave y suave; suave como su manera de andar o de volver la cabeza o de recoger algo o de sonreír. Y cuidadosa en todo lo que hace.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté. Mi voz no es tan suave.

– Los tapices. La dama y el unicornio. ¿Qué es lo que cuentan?

– Ah, eso. Bueno; en el primero hay una dama delante de una tienda de campaña en la que están escritas unas palabras. Á mon seul désir -lo leí despacio.

Á mon seul désir -repitió Aliénor.

– El león y el unicornio, sentados, sostienen abiertos los faldones de la tienda, así como la bandera y el estandarte de la familia Le Viste.

– ¿Son muy importantes, esos Le Viste en París?

– Supongo que sí, puesto que mandan hacer unos tapices tan espléndidos. La dama está sacando joyas de un cofre, y luego, en los otros tapices, vemos que las lleva puestas. A continuación hay tres en los que la dama logra que el unicornio se acerque más. Finalmente descansa en su regazo y se mira en un espejo. En el último la dama se aleja con él, sujetándolo por el cuerno.

– ¿Cuál de las damas es la más bonita?

– La que da de comer al periquito. Se supone que, de los cinco sentidos, representa el gusto. También hay un mono que come algo a sus pies. Esa dama está más llena de vida que las demás. Sopla el viento en el sitio donde se encuentran y hace que su pañuelo se agite. Y al unicornio se le ve más alegre.

Aliénor se pasó la lengua por el labio inferior.

– Pues ya no me gusta. Háblame de los otros sentidos. ¿Qué es lo que representa cada uno?

– El unicornio mirándose en el espejo es la vista, y la dama sujetándolo por el cuerno es el tacto. Eso está muy claro. Luego viene el oído, donde la dama toca el órgano. Y en este otro… -contemplé el cuadro-; este otro es el olfato, creo, porque hay un mono que huele una flor sentado en un banco.

– ¿Qué clase de flor? -Aliénor siempre se interesa por las flores.

– No estoy seguro. Una rosa, creo.

– Puedes verlo tú misma, preciosa -Nicolas se había apoyado en el quicio de la puerta y nos contemplaba. Parecía descansado y radiante, como si la bebida no le hubiera afectado. Imagino que en París vive en las tabernas. Se adelantó hacia el interior del taller-. Cuidas de un huerto, según he oído: debes de distinguir un clavel de una rosa cuando lo ves. No creo que mis cuadros sean tan malos como todo eso, ¿eh, preciosa?

– No la llames eso -dije-. Es la hija del lissier. Se la debe tratar con respeto.

Aliénor se había ruborizado, pero no sé si por las palabras de Nicolas o por las mías.

– ¿Qué te parecen mis cuadros, pre…, Aliénor? -insistió Nicolas-. Son hermosos, non?

– Diseños -corregí-. Son diseños para tapices, no cuadros. Pareces olvidar que sólo se trata de guías para obras que harán otros: el padre y el hermano de Aliénor y los demás tejedores. No tú. Parecerán muy distintos como tapices.

– ¿Tan buenos? -preguntó Nicolas con una sonrisita.

– Mejores.

– No me parece que se puedan mejorar mucho, ¿tú qué opinas?

Aliénor torció el gesto: prefiere la modestia a la jactancia.

– ¿Qué sabes de los unicornios, preciosa? -Nicolas lo dijo con una mirada maliciosa que no me gustó nada-. ¿Quieres que te cuente cosas sobre ellos?

– Sé que son fuertes -respondió Aliénor-. Se dice en Job y en Deuteronomio. «Sus cuernos son como los cuernos del unicornio. Con ellos empuja a los pueblos hasta los extremos de la tierra.»

– Prefiero los Salmos. «Mi cuerno has ensalzado como el del unicornio.» ¿Sabes algo sobre el cuerno del unicornio? -Nicolas me hizo un guiño mientras decía esto último.

Aliénor parecía no escucharlo y, en cambio, arrugaba la nariz con desagrado. Luego lo olí yo, y un momento después, también Nicolas.

– Vaya, ¿qué es eso? -exclamó-. ¡Huele como un barril lleno de orines!

– Es Jacques le Boeuf -dije-. El tintorero de glasto.

– ¿Es así como huele el glasto? Nunca he tenido que acercarme. En París se les obliga a trabajar fuera de las murallas, en un lugar convenientemente apartado.

– Aquí también, pero Jacques viene a la ciudad. El olor se le queda pegado, pero no se puede impedir que una persona se ocupe de su trabajo. Hay que reconocer que tarda poco en resolver sus asuntos.

– ¿Dónde está la muchacha? -la voz atronadora de Jacques le Boeuf nos llegó desde el interior de la casa.

– Georges ha salido, Jacques -le oímos decir a Christine-. Vuelve otro día.

– No es a él a quien busco. Quiero ver a Aliénor, sólo un momento. ¿Está en el taller? -Jacques le Boeuf asomó la greñuda cabeza por la puerta. Su olor hace que los ojos se me llenen de lágrimas-. ¿Qué tal, Philippe, bribón? ¿Dónde está la chica de Georges? ¿Se esconde de mí?

Aliénor se había tirado al suelo para acurrucarse detrás de un telar.

– Ha salido -dijo Nicolas, al tiempo que torcía la cabeza y cruzaba los brazos sobre el pecho-. La he mandado a buscarme unas ostras.

– ¿Es eso cierto? -Jacques avanzó unos pasos, mostrándonos todo su corpachón. Es un tipo grande, semejante a un barril, de barba descuidada y manos manchadas de azul a causa del glasto-. ¿Y quién eres tú para decirle lo que tiene que hacer?

– Nicolas des Innocents. He pintado los nuevos tapices para Georges.

– El artista de París, ¿no es eso? -Jacques también se cruzó de brazos y se apoyó contra el quicio de la puerta-. Aquí no tenemos muy buena opinión de los tipos de Paris, ¿no es cierto, Philippe?

Me disponía a responder, pero Nicolas se me adelantó.

– Yo no me molestaría en esperarla. Le dije que buscara las mejores ostras, ¿entiendes? Sólo las que estén a la altura de un paladar parisiense. Cabe que tarde algún tiempo en encontrarlas, porque no tengo muy buena opinión del pescado que se vende en esta ciudad.

Miré con asombro a Nicolas, preguntándome por qué se atrevía a provocar a un individuo mucho más grande que él. ¿No quería conservar su cara bonita para las mujeres? Oí moverse a Aliénor detrás del telar y traté de no mirar hacia allí. Quizá estaba pensando en salir, para que Nicolas no sufriera las consecuencias de palabras tan imprudentes.

Jacques le Boeuf también pareció sorprendido. No respondió con los puños, sino que entornó los ojos.

– ¿Es esto lo que has hecho, entonces? -se acercó para colocarse a nuestro lado y mirar las pinturas extendidas sobre el suelo. Traté de evitar que su olor me produjera arcadas-. Más rojo que azul. Quizá no me merezca la pena que Georges trabaje en ellos -sonrió y se dispuso a pisar el dibujo de la dama con el unicornio en el regazo.

– ¡Jacques! ¿Qué haces?

La indignación de las palabras de Christine hizo que Jacques le Boeuf se inmovilizara, el pie alzado sobre la tela. Dio un paso atrás, al tiempo que la expresión avergonzada en su cara de gigante resultaba muy cómica.

Christine se le acercó decidida.

– Si es ésa tu idea de una broma, no tiene ninguna gracia. Ya te he dicho que Georges ha salido. Irá enseguida a hablar contigo sobre la lana azul para esos tapices…, si no los estropeas antes. Ya te estas marchando, ahora mismo; tenemos mucho que hacer -abrió la puerta que daba a la calle y se hizo a un lado.

Era como ver a un perro meter a una vaca en el establo. Jacques agachó la cabeza y se dirigió hacia la puerta arrastrando los pies. Sólo cuando ya había salido a la calle se atrevió a asomar la cabeza por una ventana y espetarnos:

– Decidle a la chica que he preguntado por ella.

Cuando estuvimos seguros de que se había ido y su fétido olor empezaba a desvanecerse, Nicolas se inclinó y sonrió a Aliénor tras el telar.

– Ya puedes salir, preciosa: la bestia se ha marchado -y procedió a tenderle la mano. Al cabo de un momento ella extendió la suya y la tomó; luego le permitió ayudarla a levantarse. Cuando estuvo de pie alzó la cara hacia la suya y dijo:

– Gracias, monsieur.

Era la primera vez que lo miraba de la manera que mira Aliénor -sus ojos tratando de encontrarse con los de otra persona pero sin conseguirlo-, y la sonrisa de Nicolas se esfumó al instante. Se diría que un golpe le había cortado la respiración. Finalmente, pensé, se da cuenta. Para ser artista no es muy observador.

Aliénor supo que por fin entendía: había decidido darle una oportunidad para que se percatara. Lo hace de cuando en cuando. Acto seguido apartó su mano de la de Nicolas e inclinó la cabeza.

– Vamos, Aliénor -dijo Christine con una mirada feroz a Nicolas-, o llegaremos tarde -salió por la misma puerta que Jacques le Boeuf.

– La misa -me recordó Aliénor, antes de echar a correr para reunirse con su madre.

– ¿Misa? -repitió Nicolas. Alzó la vista al sol que entraba por la ventana-. Es demasiado pronto para sexta, ¿.no es cierto?

– Se trata de una misa especial de los tejedores en Notre Dame du Sablon -dije-. Una iglesia que no está lejos de aquí.

– ¿Los tejedores tienen su propia misa?

– Tres veces por semana. Es un gremio poderoso.

AI cabo de un momento preguntó:

– ¿Cuánto tiempo hace que está así?

Me encogí de hombros.

– Toda la vida. Por eso es tan fácil no darse cuenta. Para ella es una cosa natural.

– ¿Cómo…? -señaló con un gesto el tapiz de la Adoración de los Magos, extendido sobre el telar donde se había confeccionado.

– Gracias a unos dedos muy adiestrados y sensibles. A veces pienso que tiene los ojos en los dedos. Distingue entre la lana azul y roja y lo atribuye a que los tintes se diferencian al tacto. Y oye cosas que nosotros no oímos. En una ocasión me dijo que no hay dos personas que caminen igual. Yo no me doy cuenta, pero Aliénor siempre sabe quién entra en el taller si ha oído antes su paso. Ahora reconocerá también el tuyo.

– ¿Todavía es muchacha?

Fruncí el ceño.

– No entiendo esa pregunta -de repente no quería seguir hablando de Aliénor.

Nicolas sonrió.

– Sí que la entiendes. Has pensado en ello.

– Déjala en paz -salté indignado-. Tócala y su padre te destrozará. Aunque seas un artista de París.

– Tengo todas las mujeres que quiero cuando me apetece. Estaba pensando en ti. Aunque supongo que les gustas a las chicas, con esas pestañas tan largas. A las chicas les encantan unos ojos como los tuyos.

No dije nada; me limité a echar mano de mi bolsa y a sacar papel y carboncillo.

Nicolas se echó a reír.

– Ya veo que tendré que hablaros a los dos del cuerno del unicornio.

– Ahora no. Hemos de trabajar. No empezarán a tejer hasta que no terminemos uno de los cartones -apreté los dientes al utilizar la primera persona del plural.

– Ah, sí, los cuadros. Afortunadamente tengo aquí mis pinceles. No me fiaría de un pincel de Bruselas: si pintara mi unicornio con uno de ellos, ¡seguro que parecería un caballo!

Me arrodillé junto a las pinturas; aquello me sirvió para no darle una patada.

– ¿Has dibujado o pintado cartones alguna vez?

Nicolas se guardó sus sonrisitas. No le gusta que se le recuerden las cosas que no sabe.

– Los tapices son muy distintos de los cuadros -dije-. Los artistas que no han trabajado con ellos no lo entienden. Creen que lo que pintan se puede ampliar sin más y tejer tal como lo han hecho. Pero mirar un tapiz no es como contemplar un cuadro. De ordinario un cuadro es menor, y resulta posible verlo todo de una sola vez. En lugar de acercarte mucho, te quedas a uno o dos pasos, como si tuvieses delante a un sacerdote o a un profesor. En el caso del tapiz te acercas tanto como si se tratara de un amigo. Sólo ves una parte, y no necesariamente la más importante. Así que ningún detalle debe destacar más que el resto: se tiene que integrar en un diseño placentero para los ojos, prescindiendo de dónde se detengan. Estos cuadros no tienen aún ese diseño. El fondo de millefleurs ayudará, pero todavía tenemos que cambiarlos.

– ¿Cómo? -preguntó Nicolas.

– Añadiendo cosas. Más figuras, para empezar. A la dama debe acompañarla al menos una dama de honor, n’est-ce pas? En El Olfato, alguien que le sostenga los claveles mientras los entreteje; en El Oído, alguien que trabaje con el fuelle del órgano; en El Gusto, alguien que le ofrezca un cuenco para que dé de comer al periquito. Has añadido una criada que le presenta el cofre de las joyas en Á Mon Seul Désir. ¿Por qué no en los otros?

– En una seducción, la dama debe estar sola.

– Las damas de honor tienen que haber presenciado seducciones.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Has seducido alguna vez a una aristócrata?

Me puse colorado. Ni en sueños se me ocurriría entrar en las habitaciones de una aristócrata. Poquísimas veces estoy en la misma calle que algún noble, y no digamos nada de la misma habitación. Sólo durante la misa compartimos el mismo aire, si bien ellos están muy lejos, en los primeros bancos, separados del resto de los fieles. Se marchan antes que nosotros, y sus caballos se los llevan velozmente antes de que los plebeyos como yo lleguemos al atrio de la iglesia. Aliénor dice que los nobles huelen a las pieles que llevan, pero nunca he estado lo bastante cerca para comprobarlo. El olfato de Aliénor es más fino que el de la mayoría.

Está claro que Nicolas ha estado con damas de la nobleza. Debe de saberlo todo sobre ellas.

– ¿A qué huelen las aristócratas? -pregunté sin poderlo evitar.

Nicolas sonrió.

– Clavo. Clavo y menta.

Aliénor huele a melisa. Siempre las está pisando en su huerto.

– ¿Te imaginas a qué saben? -añadió.

– No me lo cuentes -rápidamente tomé el carboncillo y, después de decidir que copiaría primero El Olfato, empecé el esbozo. Dibujé unas cuantas líneas para el rostro y el tocado de la dama, luego el collar, el corpiño, las mangas y el vestido-. No queremos grandes masas de color. La túnica amarilla, por ejemplo, necesita más variedad. En otros sitios has utilizado un brocado granate: en El Gusto y en Á Mon Seul Désir. Vamos a añadirlo aquí, así, para romper el color.

Mientras yo llenaba con hojas y flores el triángulo de tela, Nicolas contemplaba lo que hacía por encima del hombro.

Alors, tienes al león y al unicornio que sostienen la bandera y el estandarte a izquierda y derecha. Entre la dama y el unicornio, sobre un banco, vemos a un mono con un clavel. Eso está bien. ¿Qué tal si añadimos una criada entre la dama y el león? Puede ofrecer flores en una bandeja, que la dama utilizará para hacerse una corona -dibujé, de perfil, la silueta de una dama de honor-. Ya está mucho mejor. Las millefleurs del fondo llenarán la escena. No las voy a dibujar aquí, sólo en el cartón. Aliénor nos podrá ayudar cuando lo hagamos.

Nicolas me miró incrédulo.

– ¿Cómo puede sernos útil? -se señaló los ojos.

Fruncí el ceño.

– Siempre ayuda a su padre con las millefleurs. Se ocupa de un huerto excelente y conoce bien las plantas, sabe para qué sirven. Hablaremos con ella cuando empecemos los cartones. Alors, entre las millefleurs hay que añadir algunos animales -dibujé mientras hablaba-. Un perro en algún sitio para la fidelidad, quizá. Algunas aves de cetrería para el momento en que la dama dé caza al unicornio. Un cordero a sus pies para recordarnos a Jesucristo y a Nuestra Señora. Y por supuesto un conejo o dos. Ésa es la firma de Georges: un conejo que alza una pata hasta la cara.

Terminé de dibujar y contemplamos el cuadro y el apunte, uno al lado del otro.

– No acaba de estar bien -dije.

– ¿Qué sugieres, entonces?

– Árboles -respondí al cabo de un momento.

– ¿Dónde?

– Detrás de las banderas y los estandartes. Hará que el escudo de armas rojo destaque a pesar del fondo rojo. Luego otros dos más abajo, entre el león y el unicornio. Cuatro en total, para señalar las cuatro direcciones y las cuatro estaciones.

– Todo un mundo en un cuadro -murmuró Nicolas.

– Sí. Y el azul que hay que añadir será bien recibido por Jacques le Boeuf.

No es que quiera complacerlo. Todo lo contrario. Dibujé un roble junto al estandarte: roble para el verano y para el norte. Luego un pino detrás de la bandera, para el otoño y el sur. Acebo detrás del unicornio, para el invierno y el occidente. Naranjo detrás del león, para la primavera y el levante.

– Eso está mejor -dijo Nicolas cuando hube terminado. Parecía sorprendido-. Pero ¿podemos hacer tantos cambios sin que el cliente los apruebe?

– Son parte de la verdure -dije-. A los tejedores se les permite dibujar las plantas y los animales del fondo: lo único que no podemos hacer es cambiar las figuras. Años atrás se aprobó aquí en Bruselas una ley sobre eso, de manera que no hubiese problemas entre clientes y tejedores.

– O entre artistas y cartonistas.

– Eso también.

Me miró.

– ¿Hay problemas entre nosotros?

Me senté sobre los talones.

– No -no, al menos, en cuestiones de trabajo, añadí para mis adentros. No tengo valor suficiente para decir esas cosas en voz alta.

– De acuerdo -Nicolas echó mano de El Gusto y apartó El Olfato-. Ahora haz éste.

Examiné a la dama que daba de comer a su periquito.

– Le has pintado la cara con más cuidado que a las otras.

Nicolas jugueteó con el carboncillo, tocándolo y frotando luego la mancha negra hasta que se le volvía gris entre los dedos.

– Estoy acostumbrado a pintar retratos, y prefiero que las mujeres de los tapices sean todo lo reales que esté en mi mano.

– Destaca demasiado. La dama de Á Mon Seul Désir también; resulta demasiado triste.

– No las voy a cambiar.

– Las conoces, ¿no es eso?

Se encogió de hombros.

– Son aristócratas.

– Y las conoces bien.

Negó con la cabeza.

– No tan bien. Las he visto unas cuantas veces, pero…

Me sorprendió verlo hacer un gesto de dolor.

– La última vez que las vi fue el Primero de Mayo -continuó Nicolas-. Ésta… -señaló al cuadro de El Gusto- bailaba en torno a un mayo mientras su madre vigilaba. Llevaban vestidos que hacían juego.

– El brocado de color granate.

– Sí. No me pude acercar. Sus damas se ocuparon de ello -frunció el ceño al recordarlo-. Sigo pensando que no debería haber criados en estos tapices.

– La dama necesita una acompañante, de lo contrario no parecería correcto.

– Vayamos ahora a la seducción misma -insistió.

– ¿Por qué no ponemos criadas en todos menos en el de la captura del unicornio? En La Vista, cuando descansa en su regazo.

– Y en El Tacto -añadió Nicolas-, cuando lo sujeta por el cuerno. Tampoco ahí hace falta una acompañante -sonrió. Había vuelto a ser el mismo de antes, su melancolía desaparecida de repente, como una tormenta-. ¿Te cuento lo del unicornio, entonces? Quizá te ayude. Antes de que pudiera responder, Aliénor introdujo la cabeza por la ventana donde antes había estado Jacques le Boeuf. Nicolas y yo nos sobresaltamos.

– Nos tienes aquí, Aliénor -dije-. Junto al telar.

– Lo sé -respondió-. Mamá y yo estamos de vuelta. Ese Jacques le Boeuf nos retrasó tanto que se había terminado la misa antes de que nos sentáramos. ¿Querréis cerveza?

– Dentro de un momento -respondió Nicolas, que se volvió hacia mí tan pronto como Aliénor entró en la casa.

– Si no quieres saber lo del cuerno del unicornio te contaré otra cosa.

– No -no quería que hablara así con Aliénor tan cerca.

Me sonrió. Iba a decírmelo de todos modos.

– Aunque las mujeres huelan a clavo, saben a ostras.

Aliénor de la Chapelle

Me encontraron arrancando las malas hierbas entre las fresas. Las he plantado de manera que disponga de sitio donde arrodillarme con facilidad y ocuparme de las malas hierbas. No es que les tenga mucho aprecio como plantas: las flores no huelen y las hojas no son ni suaves ni espinosas ni delgadas ni gruesas. Pero el fruto es delicioso. Ahora, a comienzos de verano, las bayas han empezado a crecer pero son todavía pequeñas y duras y tienen poco aroma. Una vez que el fruto ha madurado, sin embargo, me pasaría, feliz, todo el día en este rincón del huerto, para aplastar las fresas entre los dedos, olerlas y gustarlas.

Oí que Philippe venía por el camino entre los rectángulos cultivados -un pie le roza contra el suelo cuando camina- y, tras él, el paso elástico de Nicolas des Innocents. La primera vez que Nicolas vio mi huerto, exclamó: «¡Virgen santa, es un paraíso! Nunca he visto un huerto así en París. Hay tantas casas que no queda sitio para nada: todo lo más, con mucha suerte, una hilera de coles». Es la única vez que le he oído alabar algo de Bruselas como mejor que en París.

A la gente siempre le sorprende mi huerto. Tiene seis rectángulos que forman una cruz, con árboles frutales -manzanos, ciruelos y cerezos- en las esquinas. Dos parcelas son para hortalizas, y tengo coles, puerros, guisantes, lechugas, rábanos, apio. La tercera, para fresas y hierbas aromáticas: ésa era la que estaba limpiando de malas hierbas. La cuarta para rosas, que no me gustan mucho -las espinas se me clavan-, pero agradan a mamá, y las dos últimas para las flores y más hierbas aromáticas.

En ningún sitio soy tan feliz como en mi huerto. Es el lugar más seguro del mundo. Conozco todas las plantas, todos los árboles, todas las piedras, todos los terrones de arcilla. Lo rodea un enrejado tejido con sauces y cubierto de rosas espinosas para que no entren ni animales ni desconocidos. Casi siempre estoy sola. Vienen los pájaros y se posan en los frutales para robar cerezas cuando están maduras. Las mariposas revolotean entre las flores, aunque sé muy poco de ellas. A veces, cuando me quedo quieta, siento que se mueve el aire cerca de una mejilla o de un brazo a causa de su aleteo, pero nunca las he tocado. Papá me dijo que si se las toca pierden el polvo que tienen en las alas, y entonces no pueden volar y los pájaros se las comen. De manera que las dejo tranquilas y hago que otros me las describan.

Sonreí cuando Philippe me anunció:

– Sólo somos nosotros, Aliénor: Nicolas des Innocents y yo. Aquí, junto al espliego -me conoce de toda la vida, pero sigue diciéndome dónde está aunque ya lo sé. Me llegaba el aroma oleaginoso, boscoso, del espliego contra el que se rozaban.

Me senté sobre los talones y alcé el rostro hacia el sol. Los comienzos del verano son buenos para tomar el sol, porque está encima durante más tiempo a lo largo del día. Siempre me ha gustado el calor, aunque no el del fuego, que me asusta. Me he chamuscado la falda demasiadas veces.

– ¿Me ofreceréis una fresa, mademoiselle? -preguntó Nicolas-. Tengo sed.

– Aún no están maduras -respondí con sequedad. Mi intención era responder con cordialidad, pero Nicolas hacía que me sintiera extraña. Y alzaba demasiado la voz. La gente lo hace a menudo cuando descubre que soy ciega.

– Ah. No importa, confío en que maduren antes de mi vuelta a París.

Me incliné otra vez hacia delante y palpé el suelo en torno a las fresas, deshaciendo entre los dedos la tierra que el sol había secado mientras buscaba álsine, hierba cana, pan y quesillo. No encontraba apenas malas hierbas, y ninguna mayor que una simiente recién germinada: había trabajado entre las fresas muy pocos días antes. Sentía sobre mí los ojos de los dos varones, como guijarros apretados contra la espalda. Es extraño cómo siento esas cosas, aunque ignoro en qué consiste ver.

Mientras me miraban sabía en qué estaban pensando: ¿cómo encuentra las malas hierbas y sabe lo que son? No se dan cuenta de que las malas hierbas son como cualquier otra planta, excepto que nadie las quiere: tienen hojas y flores y aromas y tallos y savia. Con el tacto y el olfato las reconozco igual que a las demás.

– Aliénor, necesitamos que nos ayudes con las millefleurs para los tapices -dijo Philippe-. Hemos dibujado parte de los diseños de mayor tamaño. Pero queremos que nos señales flores que podamos usar.

Volví a sentarme sobre los talones. Siempre me gusta que me pidan ayuda. Me he pasado la vida siendo útil para que mis padres no me consideren una carga y se deshagan de mí.

La gente alaba a menudo mi trabajo. «Qué iguales son tus puntadas», dicen. «Cuánto colorido tienen tus flores, qué rojas son tus cerezas. Es una lástima que no puedas verlas.» De hecho percibo la compasión en su voz, así como la sorpresa al descubrir lo útil que soy. No conciben el mundo sin ojos, de la misma manera que yo no lo concibo con ellos. Los ojos sólo son para mí dos bultos que se mueven, igual que mastica mi mandíbula o se me dilatan las ventanas de la nariz. Dispongo de otros medios para relacionarme con el mundo.

Conozco, por ejemplo, los tapices en los que trabajo. Toco la protuberancia de cada hilo de la urdimbre, de cada punto de la trama. Localizo las flores del diseño de millefleurs y sigo mis puntadas en torno a la pata trasera de un perro o a la oreja de un conejo o a la manga de la túnica de un campesino. Toco los colores. El rojo es suavemente sedoso, el amarillo pica, el azul es aceitoso. Bajo mis dedos aparece el mapa que forman los tapices.

La gente habla de ver con tanta reverencia que a veces pienso que si mis ojos funcionaran la primera cosa que vería sería a Nuestra Señora, que llevaría una túnica toda azul y sedosa al tocarla, y su piel sería tersa y sus mejillas tibias. Olería a fresas. Me pondría las manos en los hombros y la sensación sería de suavidad pero también de firmeza, de manera que una vez que me hubiera tocado sentiría ya siempre el peso de sus manos.

A veces me pregunto si ver haría que la miel supiera más dulce, que el espliego oliera mejor o que el sol me calentara más la cara.

– Has de describirme los tapices -le dije a Philippe.

– Ya lo hice el otro día.

– Ahora con más detalle. ¿Hacia dónde mira la dama: hacia el unicornio o hacia el león? ¿Cómo va vestida? ¿Está contenta o triste? ¿Se siente segura en su jardín? ¿Qué hace el león? ¿El unicornio está sentado o de pie? ¿Se alegra de ser capturado o quiere marcharse? ¿Siente la dama cariño por el unicornio?

El ruido que provocó Philippe al extender los dibujos me molestó. Me volví hacia Nicolas.

– Monsieur, vos habéis hecho los diseños. Sin duda los conocéis lo bastante bien como para describirlos sin necesidad de mirarlos.

Philippe dejó de hacer ruido.

– Por supuesto, mademoiselle -replicó. Había una sonrisa en su voz. Crujieron los guijarros bajo sus pies mientras se arrodillaba al borde del rectángulo.

– Estáis aplastando la menta -le dije con brusquedad al llegarme el olor.

– Oh. Pardon -se apartó un poco-. Bon, ¿cuáles eran todas esas preguntas que habéis hecho?

Ya no me acordaba de lo que quería que me dijera. No estaba acostumbrada a recibir atenciones de un hombre como él.

– ¿Cuánto azul hay en los tapices? -pregunté por fin. No me gusta que los tapices que hace mi padre tengan mucho azul, porque sé que recibiré demasiadas visitas de Jacques le Boeuf, con su paso cansino, sus palabras soeces y, por supuesto, su olor: un olor que sólo una mujer hundida, desesperada, soportaría.

– ¿Cuánto os gustaría que hubiera, mademoiselle?

– Nada; a no ser que estéis dispuesto a quedaros y a luchar con Jacques le Boeuf cada vez que aparezca.

Nicolas se echó a reír.

– La dama está sobre la hierba azul que cubre la parte inferior de todos los tapices. Pero si lo deseáis podemos reducirla. Quizá una isla de hierba que flote entre el rojo, en torno a la dama, el unicornio y el león. Sí, eso podría funcionar muy bien. Y es un cambio que nos está permitido hacer, ¿no opinas lo mismo, Philippe? Es parte de la verdure, n 'est-ce pas?

Philippe no respondió. Su enojado silencio quedó flotando en el aire.

– Gracias, monsieur -dije-. Et bien, ¿qué aspecto tiene la dama? Describídmela. Describidme El Gusto -elegí la dama que me desagradaba.

Nicolas resopló.

– ¿Por qué ésa?

– Me estoy castigando. ¿Es de verdad muy hermosa?

– Sí.

Mientras palpaba entre las fresas, arranqué una sin querer y la tiré.

– ¿Sonríe?

– Sí, una sonrisa mínima. Mira hacia la izquierda y piensa en algo.

– ¿En qué piensa?

– En el cuerno del unicornio.

– No, Nicolas -dijo Philippe con tono admonitorio.

Aquello aumentó mi curiosidad.

– ¿Qué sucede con el cuerno?

– El del unicornio es un objeto mágico -dijo Nicolas-, con poderes especiales. Dicen que si un unicornio hunde el cuerno en un pozo envenenado, el agua se purifica. Puede purificar otras cosas además.

– ¿Qué otras cosas?

Nadie habló durante unos momentos.

– Por hoy creo que ya es bastante. Quizá os lo cuente en otra ocasión -Nicolas añadió aquello último entre dientes para que sólo yo lo oyera. Mi oído es más fino que el de Philippe.

Bon -respondí-. Dejadme pensar. Debería haber menta entre las millefleurs, porque protege contra los venenos. Sello de Salomón también. Y verónicas y margaritas y caléndulas, que son para trastornos estomacales. Fresas además, para resistir al veneno, y por Jesucristo Nuestro Señor, porque la dama y el unicornio son también Nuestra Señora y Nuestro Señor. De manera que necesitaréis flores para la Virgen María: lirios de los valles, digital, aguileña, violetas. Sí, y escaramujo: blanco por la pureza de Nuestra Señora, rojo por la sangre de Jesucristo. Claveles para las lágrimas de Nuestra Señora por su Hijo; aseguraos de ponerlas en el tapiz donde el unicornio está en el regazo de la dama, porque eso es como la Pietá, n'est-ce pas? ¿Qué sentido representa? -aunque lo sabía ya: no se me olvida nada. Quería burlarme de ellos.

Después de una pausa, Philippe se aclaró la garganta:

– Vista.

– Ah -seguí adelante sin darle importancia-. Claveles, también, en el tapiz en el que la dama está haciendo la corona nupcial, ¿no es eso?

– Sí, en El Olfato.

– En ocasiones se añade vinca-pervinca a las coronas nupciales para representar la fidelidad. Y querréis alhelíes para la constancia, y nomeolvides para el amor verdadero.

Attends, Aliénor, vas demasiado deprisa. Voy a traer más papel para hacer esbozos, y taburetes donde sentarnos.

Philippe regresó corriendo al taller.

Me quedé a solas con Nicolas. Nunca había estado a solas con un hombre como él.

– ¿Por qué os llaman Nicolas des Innocents? -pregunté.

– Vivo cerca del cementerio de los Inocentes en París, junto a la rue Saint-Denis.

– Ah. No me parecía que fueseis muy inocente.

Nicolas rió entre dientes.

– Ya me conoces bien, preciosa.

– Me gustaría tocaros el rostro, para conoceros mejor -era un atrevimiento por mi parte: nunca le he pedido a Philippe que me deje tocarle la cara, aunque lo conozco desde que éramos niños.

Pero Nicolas es de París: está acostumbrado al atrevimiento.

Bien sûr -dijo. Avanzó entre las fresas, aplastando con las botas menta y melisa y bayas sin madurar. Se arrodilló delante de mí y le toqué la cara. Tenía cabellos suaves que le llegaban hasta los hombros, y mejillas y barbilla rasposas por una barba de pocos días. La frente, amplia. La barbilla con un hoyuelo. Y surcos hondos a ambos lados de la boca, muy ancha. Le apreté la nariz, larga y delgada, y se rió.

Sólo le toqué la cara un momento antes de que se pusiera en pie de un salto y volviera al sendero. Cuando Philippe regresó, arrastrando taburetes entre los guijarros, volvíamos a estar como antes.

– ¿Queréis ver las flores que vais a dibujar? -me puse en pie tan deprisa que casi me mareé.

– Sí -dijo Philippe.

Salí al sendero y los llevé hasta los arriates.

– Muchas están floreciendo ahora, aunque os habéis perdido algunas. Ya no hay violetas, ni lirios de los valles, ni vinca-pervinca. Las hojas, sí; pero sin flores. Y los sellos de Salomón están empezando a marchitarse. Pero la digital y la verónica están floreciendo ya, y una o dos de las caléndulas. ¿No las veis, cerca de los ciruelos?

– Sí -dijo Nicolas-. Cultiváis de todo aquí, ¿no es eso? ¿Por qué os esforzáis tanto, si no podéis verlo?

– Lo hago para que lo vean los demás, pero sobre todo para que mi padre conozca las flores que teje y sea capaz de copiar sus formas y colores verdaderos. Es la mejor manera. El secreto de nuestro taller: el porqué de la calidad de nuestras millefleurs.

»Bon, aquí está el alhelí. Lo planto en las esquinas de los rectángulos por el olor, porque así sé dónde estoy. Aquí veréis la aguileña, todo en tres: tres hojas en tres racimos sobre tres tallos, por la Santísima Trinidad. Aquí están los claveles, las margaritas y los crisantemos. ¿Qué más queréis ver?

Philippe me preguntó por otras plantas que veía allí y me arrodillé y las toqué: mijo del sol, saxífraga, jabonera. Luego se sentó y empezó a esbozar, con el carboncillo que raspaba el papel rugoso.

– Quizá queráis algunas de las flores del comienzo de la primavera -le recordé-. Campanillas de invierno y jacintos. Por supuesto no florecen ahora, pero podéis verlas en algunos de los dibujos de papá, si no las recordáis. Y también los narcisos, para el unicornio en La Vista: mirándose en el espejo, como hizo Narciso.

– Debéis de haber hablado con Léon le Vieux cuando estuvo aquí: los dos pensáis que el unicornio es un ser vanidoso, fanfarrón -dijo Nicolas.

Sonreí.

– Léon es un hombre prudente -desde luego siempre ha sido amable conmigo, tratándome casi como a una hija. En una ocasión me dijo que procedía de una familia judía, aunque va a misa con nosotros cuando está en Bruselas. De manera que también sabe en qué consiste ser diferente, y cómo es necesario amoldarse siempre y ser útil.

– Nicolas, trae el lienzo en el que he empezado a dibujar El Oído, y añadiré las millefleurs -dijo Philippe con brusquedad.

Temí que Nicolas respondiera con malas maneras, pero volvió al taller sin decir una sola palabra. No sabía por qué, pero, de repente, no quería estar a solas con Philippe, por si acaso intentaba decirme algo. Antes de que pudiera hacerlo, me alejé para reunirme con mamá dentro de casa.

Olí lo que estaba preparando para la cena: trucha, zanahorias nuevas del huerto, alubias y guisantes secos, cocidos hasta conseguir un puré.

– ¿Comerán también Nicolas y Philippe? -pregunté, mientras colocaba jarras sobre la mesa.

– Eso creo -mamá hizo ruido al colocar algo pesado sobre la mesa: la olla con el puré de guisantes. Luego regresó junto al fuego y, al cabo de un momento, oí el chisporroteo de más truchas friéndose. Empecé a servir la cerveza: oigo cuándo el líquido llega a lo más alto del jarro.

Con el fuego no me siento tan segura como en el jardín. Prefiero cosas que no cambian tan deprisa. Por eso me gustan los tapices: se tarda mucho tiempo en hacerlos, y crecen a lo largo de meses, como las plantas de mi jardín. Mamá siempre mueve las cosas mientras cocina; nunca estoy segura de que un cuchillo siga en el sitio donde lo he dejado, o de que una bolsa de guisantes se haya guardado de manera que no tropiece con ella, o de que un recipiente con huevos esté arrimado a la pared para que no lo vuelque. No le soy útil junto al hogar. No estoy en condiciones de ocuparme del fuego: se me ha apagado muchas veces. En una ocasión lo cargué demasiado, la chimenea se incendió y estuvo a punto de quemarnos a todos si no llega a ser porque mi hermano lo apagó con un poco de lana empapada en agua. Después de aquel percance papá me prohibió tocarlo. No se me permite asar carne ni aves. Ni colocar ollas en el fuego ni retirarlas. Tampoco remover el contenido: la sopa se me ha derramado más de una vez sobre las manos.

Pero se me dan bien las verduras. Mamá dice que corto las zanahorias en rodajas demasiado iguales, pero si lo hiciera de otra manera podría llevarme un dedo por delante. También friego peroles. Sé sacar las cosas y guardarlas después. Sazonar alimentos, aunque despacio, porque tengo que sentir en la mano la nuez moscada o la canela o la pimienta y probar la comida muchas veces. Me esfuerzo lo indecible por ayudar.

– ¿Qué te parece Nicolas des Innocents? -dijo mamá.

Sonreí.

– Un tipo vanidoso y fanfarrón.

– Sí que lo es. Aunque bien parecido. Supongo que habrá dejado embarazada a más de una muchacha en París. Ojalá no nos cause problemas aquí. Ten cuidado con él, ma fille.

– ¿Por qué iba a interesarse por una ciega como yo?

– No son ojos lo que anda buscando.

Se me encendieron las mejillas. Me volví de espaldas a mi madre y abrí la panera de madera. El sonido me hizo saber que no había más que migas. Busqué por la mesita junto al hogar y luego en la mesa grande con caballetes.

– ¿No hay nada de pan? ¿Ni siquiera duro? -pregunté por fin. No me gusta reconocer que no consigo encontrar algo.

– Madeleine ha ido a comprarlo.

Antes me creía culpable de que tuviéramos una criada. Madeleine estaba con nosotros para ser mis ojos, para hacer todas las cosas que debe hacer una hija cuando ayuda a su madre. Pero a medida que el taller de papá se dio a conocer por sus millefleurs y aceptamos más y más trabajo, nos necesitó a mamá y a mí para ayudarlo, de manera que la presencia de Madeleine se hizo necesaria. Ahora no podríamos funcionar sin ella, aunque mamá prefiere cocinar siempre que puede: dice que los guisos de Madeleine son demasiado sosos y que le dan dolor de tripa. Pero cuando estamos ocupados en el taller no nos parece nada mal comer lo que prepara Madeleine, regarlo con el agua que va a buscar y sentarnos delante del fuego que ha encendido con leña recogida por ella misma.

Madeleine volvió enseguida con el pan. Es una mujer grande, tan alta como mamá y más ancha. Le he palpado los brazos y son como piernas de cordero. A los hombres les gusta. La he oído una noche en el jardín con Georges le Jeune. Deben de creer que no oigo sus gemidos ni noto que han pisado mis narcisos junto al emparrado del sauce. No digo nada, por supuesto. ¿Qué podría decir?

Inmediatamente después de que volviera Madeleine llegaron papá y los jóvenes de su entrevista con el lanero.

– He encargado la lana y la seda -le dijo papá a mamá-. En Ostende hay suficiente para la urdimbre y para empezar a tejer: la traerán dentro de unos días y podremos vestir el telar. El resto dependerá del mar y de la travesía entre Inglaterra y el continente.

Mamá asintió con la cabeza.

– La comida está lista. ¿Dónde se han metido Philippe y Nicolas?

– En el jardín -dije. Sentí sus ojos en mi espalda mientras iba a buscarlos.

Durante la comida, papá preguntó a Nicolas por París. Ha estado en Ostende, y en otras ciudades famosas por sus tejidos como Lille y Tournai, pero nunca ha llegado hasta París. Mamá y Georges le Jeune fueron una vez con él a Amberes, pero yo nunca he pasado de las murallas de nuestra ciudad: tendría demasiado miedo. Me basta con los sitios que conozco en Bruselas: Notre Dame de la Chapelle, que está muy cerca, con la plaza de delante, donde se pone el mercado; Notre Dame du Sablon; la puerta para atravesar las murallas interiores y llegar a la Grand-Place; los mercados de allí; la catedral. Ése es el mundo que conozco. Me gusta oír hablar de otros lugares, sin embargo, e imaginar el aspecto que tienen. El mar, por ejemplo: me encantaría sentirme rodeada por el olor a sal y a pescado, oír el retumbar y el arrastrarse de las olas, y sentir en el rostro el agua pulverizada. Papá me lo ha descrito, pero me gustaría estar allí para sentir por mí misma lo enorme y poderosa que puede ser el agua.

– ¿Qué aspecto tiene Notre Dame? -preguntó papá-. Según cuentan es incluso más grande que la catedral de aquí.

Nicolas se echó a reír.

– Vuestra catedral es una choza de pastores comparada con Notre Dame, que es como el cielo traído directamente a la tierra. Posee las torres más hermosas, las campanas más sonoras, las vidrieras más admirables. Daría cualquier cosa por diseñar vidrieras así.

Iba a preguntar más sobre las campanas cuando Philippe dijo sin levantar la voz:

En fait, nosotros, los brusselois, estamos orgullosos de nuestra catedral. La fachada occidental estará terminada a finales de año. Y nuestras otras iglesias…, Notre Dame de la Chapelle, por ejemplo, es también impresionante, y la pequeña iglesia de Notre Dame du Sablon es muy hermosa, al menos lo que está construido. Las vidrieras son tan hermosas como cualquiera de París.

– Quizá sea hermosa, pero no tan espléndida como Notre Dame de París -insistió Nicolas-. Me gusta colocarme fuera y ver a la gente contemplarla con la boca abierta. Hay más rateros en Notre Dame que en ningún otro sitio de París porque la gente mira tan fijamente que no se da cuenta de que la roban.

– ¿La gente roba? -preguntó mamá-. ¿No temen la soga?

– Se ahorca a mucha gente en París, pero abundan los ladrones. La riqueza es tanta que no se contienen. En Notre Dame se ve a los nobles y a sus esposas que entran y salen durante todo el día, vestidos con la ropa de mejor calidad de la tierra. Las mujeres de París están mejor vestidas que en ningún otro sitio.

– ¿Has estado en otras ciudades? -preguntó Georges le Jeune.

– Sí, en muchas.

– ¿Dónde?

– Lyon. Mujeres hermosas.

– ¿Y?

– Tournai.

– Papá ha estado en Tournai. Dijo que era un sitio muy animado.

– Una ciudad terrible, Tournai -dijo Nicolas-. Prometí no volver.

– Se hacen tejidos de excelente calidad en Tournai -dijo papá-. Algunos rivalizan con lo mejor que se produce en Bruselas.

– Las mujeres no tenían pecho y ponían siempre mala cara -Nicolas habló con la boca llena.

Fruncí el ceño.

– ¿Has estado en Norwich? -preguntó papá-. Ése es un sitio que me gustaría visitar alguna vez, para ver el mercado de la lana.

– Venecia, ahí es donde iría yo -dijo Nicolas.

– ¿Por qué, monsieur? -pregunté-. ¿Preferís la seda a la lana?

– No es sólo la seda. Todo pasa por Venecia: especiería, cuadros, joyas, pieles. Cualquier cosa que se desee. Y luego los diferentes pueblos: moros, judíos, turcos. Una fiesta para los ojos -se interrumpió-. Ah. Pardon, mademoiselle.

Me encogí de hombros. Todo el mundo me habla de la vista: estoy acostumbrada.

– Las venecianas también te gustarían, ¿no es cierto? -preguntó Philippe.

Madeleine y yo dejamos escapar risitas nerviosas. Yo sabía que Philippe había dicho aquello para facilitar la conversación. Es su manera de ser.

– ¿Qué aspecto tiene la casa de Jean le Viste? -interrumpió mamá-. ¿Es espléndida?

– Lo suficiente. Queda justo fuera de los muros de la ciudad, junto a la abadía de Saint-Germain-des-Prés, una iglesia muy hermosa, la más antigua de París. Su esposa va allí con frecuencia.

– ¿Monseigneur Le Viste también?

– Es un hombre muy ocupado; siempre está haciendo algún encargo del Rey. No creo que disponga de tiempo para misas.

– ¿No dispone de tiempo para misas? -mamá estaba indignada.

– ¿Tiene hijos, monsieur? -pregunté, picoteando la rebanada de pan duro que me servía de plato. Me había dejado parte del puré de guisantes: estaba demasiado emocionada para comer.

– Tres hijas, mademoiselle.

– ¿Ningún varón? Debería haber rezado más -dijo mamá-. Eso tiene que ser una prueba para él, la falta de heredero. ¿Qué pasaría con este taller, después de todo, si no fuera por Georges le Jeune?

Papá gruñó. No le gusta recordar que el taller será algún día de Georges le Jeune.

– ¿Cuánto tiempo se tarda en cruzar París? -preguntó Luc.

– Al menos tanto como en decir dos misas -respondió Nicolas-. Y eso si no te paras en uno de los puestos o de las tabernas, o a saludar a las personas que conoces. Las calles están repletas de gente, de día y de noche. Puedes ver lo que quieras y comprar lo que te guste.

– No parece muy distinto de Bruselas: tan sólo más grande, y con más desconocidos -dijo Georges le Jeune.

Nicolas resopló.

– Es muy distinto de aquí.

– ¿Cómo? Aparte de las mujeres, claro está.

– Si he de ser franco, las mujeres de Bruselas son mejor parecidas de lo que pensé en un primer momento. Sólo hay que mirarlas con más detenimiento.

Me puse colorada. Madeleine lanzó de nuevo una risita y se movió en el banco, de manera que me empujó contra mamá.

– Ya basta, monsieur -dijo mamá con tono cortante-. Tratad con un poco de respeto a los habitantes de esta casa o, por muy artista de París que seáis, ¡saldréis de aquí con una patada en el trasero!

– ¡Christine! -dijo papá, mientras Georges le Jeune y Luc reían.

– Digo lo que siento. No se trata sólo de mí, hay que pensar también en Aliénor y en Madeleine. No quiero que cualquier conquistador las engatuse con palabras almibaradas.

Papá empezó a decir algo, pero Nicolas le interrumpió:

– Os aseguro, madame, que no era mi intención faltaros al respeto ni a vos, ni a vuestra hija, ni a la bella Madeleine.

Madeleine se retorció de nuevo y tuve que llamarla al orden con la punta del pie.

– Veremos -dijo mamá-. Porque la mejor manera de mostrar vuestro respeto será ir a misa. No habéis ido ni una sola vez desde que llegasteis.

– Tenéis razón, madame: he fallado imperdonablemente. Trataré de repararlo asistiendo esta tarde a nona. Quizá vaya a vuestra Dame du Sablon para echar de paso una ojeada a sus famosas vidrieras.

– No -dijo papá-. La misa puede esperar. Necesito que el primer cartón esté acabado cuanto antes para que podamos empezar. Philippe y tú trabajad hasta que lo acabéis; después podrás ir a misa.

La indignación de mamá la hizo estremecerse, pero no dijo nada. Nunca antepondría el trabajo a las obligaciones religiosas, pero papá es el lissier, y es quien decide sobre cosas como ésas. No estuvo mucho tiempo enojada con él, de todos modos. Nunca le duran los enfados. Después de cenar, mis padres pasaron al taller. Aunque mamá no debe tejer -el Gremio multaría a papá si lo hiciera-, a menudo le ayuda en trabajos de otro tipo. Su padre era tejedor, y mamá sabe cómo vestir un telar, enhebrar lizos, ovillar o clasificar lana, y calcular cuánta lana y seda se necesitan para cada tapiz, así como cuánto tiempo hará falta para terminarlos.

No la puedo ayudar con esas cosas, pero coso, en cambio. Por la noche, cuando los tejedores han terminado, me paso horas familiarizándome con el tapiz en el telar, busco las hendiduras que se forman cuando un color se detiene y comienza otro. De esa manera llego a conocer los tapices tan bien como los tejedores que trabajan en ellos.

Por supuesto, si el cliente está dispuesto a pagar lo suficiente y el diseño lo permite, papá ensambla los colores, y teje hilos de diferentes colores unos con otros, entrelazándolos, de manera que no queden hendiduras que coser. Es un trabajo complicado que lleva más tiempo y cuesta más, por lo que muchos clientes no lo piden, como sucede en el caso de monseigneur Le Viste. Parece tacaño y con prisa: exactamente lo que yo esperaba de un aristócrata parisiense. Tendré mucho que coser en los próximos meses.

Mientras ellos se quedaban en el taller, trabajé de nuevo en el huerto, arrancando malas hierbas y mostrando a Nicolas y Philippe las flores que necesitaban para dibujar y pintar el cartón sobre un trozo de tela de lino. Estuvimos juntos, reinó la paz y me alegré: prefiero que no nos peleemos todo el tiempo.

Más tarde, Georges le Jeune y Luc salieron al huerto y vieron pintar a Nicolas y a Philippe. El sol ya no estaba alto. Cogí dos cubos y me dispuse a ir a por agua para las plantas. Cuando pasaba por la cocina de camino hacia el pozo al final de la calle, oí mencionar el nombre de Jacques le Boeuf. Me detuve exactamente junto a la puerta que lleva al taller.

– Lo he visto hoy, para decirle que pronto encargaría el azul -estaba diciendo papá-. Ha vuelto a preguntar por tu hija.

– No hay ninguna prisa, ¿verdad que no? -respondió mamá-. Sólo tiene diecinueve años. Muchas chicas esperan más si quieren hacer una buena boda o que sus novios se decidan, o prepararse el ajuar. No es como si Jacques tuviera una fila de mujeres delante de la puerta esperando para casarse con él.

– El olor las mataría, como primera providencia -dijo papá.

Rieron los dos entre dientes.

Sujeté muy bien los cubos y no respiré por temor a que mis padres me oyeran. Luego noté que alguien que venía del jardín se detenía en el umbral detrás de mí.

– Es una propuesta de matrimonio, de todos modos -dijo papá-. La única que le han hecho. No podemos descartarla sin más ni más.

– Hay otras cosas que puede hacer además de casarse con un tintorero de glasto. ¿Es eso lo que quieres para tu hija?

– No es nada fácil encontrar marido para una muchacha ciega.

– No tiene por qué casarse.

– ¿Y ser una carga para el taller toda su vida?

Me estremecí. Estaba claro que no había sido tan útil como creía.

Quienquiera que estuviese detrás de mí se movió un poco y, al cabo de un momento, regresó en silencio al jardín, dejándome sola, con mis lágrimas silenciosas. Ésa es una función que mis ojos comparten con los de otras personas: producir lágrimas.

Christine du Sablon

No podía apartar los ojos de la ropa. La dama que toca el órgano lleva una espléndida túnica con un dibujo amarillo y granate. Toda la orla está adornada de perlas y piedras preciosas que hacen juego con las que lleva en torno al cuello. La túnica interior es azul, de mangas que se ensanchan y caen con gracia. Georges será capaz de lucirse con esas mangas, al pasar del azul oscuro al claro.

Hasta la criada que mueve el fuelle del órgano lleva una ropa preciosa: más elegante que todo lo que poseemos Aliénor o yo. Imagino que es así como visten las damas de honor parisienses. Por supuesto, su ropa es más sencilla que la de su señora, pero no deja de ser un muaré azul marino con ribete rojo -otra ocasión para que Georges se luzca- y largas mangas amarillas, redondas más que en pico. Si yo me pusiera un vestido así, esas mangas se me meterían en la sopa y se engancharían con los hilos de la urdimbre.

La dama de honor lleva además dos collares con colgantes de flores. No son tan lujosos como el de su señora, pero las cadenas son de oro. Y se adorna el tocado con joyas. Me gustaría tener alguna parecida. Aunque es cierto que poseo un collar de rubíes engastados en esmaltes: Georges me lo regaló cuando el taller pasó a ser suyo. Lo llevo en los banquetes del Gremio, y me paseo por la Grand-Place como una reina.

A veces pienso en lo acomodado de nuestra posición, aunque no lo aparentemos, y me pregunto qué diría Georges si decidiera ser una dama como las de los tapices. Qué pasaría si vistiera ropa elegante, comiera peladillas y tuviera damas de honor pendientes de mí, que me peinaran, me llevaran el devocionario, las cestas y los pañuelos, que ordenaran mis cosas y me calentaran la habitación. Se supone que la primera tarea diaria de Madeleine es encender el fuego, pero la mitad de las veces está todavía dormida cuando me levanto, y soy yo quien se ocupa de hacerlo.

No me parezco en nada a las damas de esas pinturas. Ni sé tocar el órgano, ni tengo tiempo para dar de comer a las aves, ni para trenzar claveles ni para mirarme en espejos. La única dama a la que entiendo un poco más es la que sujeta al unicornio. Eso es lo que yo haría: asegurarme de que lo tengo bien agarrado.

Disponemos de dinero, pero Georges no lo gasta en cosas de calidad. Nuestro hogar es más grande que la mayoría, eso es cierto: hemos unido dos casas para disponer así de una cámara muy grande destinada a taller, y contamos con camas para el aprendiz y otras personas que nos ayudan. En cuanto a mí, tengo el collar y una buena cama de madera de nogal. La tela para nuestros vestidos, aunque sencilla, es de buena calidad y está bien cortada. Y tanto Aliénor como yo tenemos tres vestidos, mientras que otras sólo tienen dos, o uno. Las mangas no nos entorpecen el trabajo.

Georges, en lugar de alardear de nuestra riqueza, la utiliza para comprar diseños de tapices: posee más que la mayoría de los lissiers de esta ciudad. Y disponemos de dos buenos telares horizontales, mientras que otros talleres parecidos al nuestro no suelen tener más que uno. Mi marido paga generosamente para que se digan misas por nuestra familia y contribuye a los gastos para construir Notre Dame du Sablon.

Sólo de cuando en cuando he deseado que mi vestido fuera azul en lugar de marrón, y con un poco de seda en lugar de sólo lana. Me gustaría tener pieles para calentarme, tiempo que dedicar a peinarme y una dama de honor que lo hiciera como debe hacerse. Madeleine lo intentó una vez, pero parecía un nido de pájaros. Me gustaría que mis manos fuesen tan suaves como los pétalos de rosas en los que esas damas de los tapices ponen las suyas en remojo. Aliénor me ha hecho un ungüento con pétalos, pero manejo demasiada lana áspera para que se noten los resultados.

Me gustaría tener siempre un fuego junto al que sentarme, y más comida de la que necesito.

Pero sólo algunas veces pienso en esas cosas. Había estado tan ocupada enhebrando lizos en el taller con los demás, que me resultó muy agradable quedarme en el huerto un rato viendo lo que han pintado Nicolas des Innocents y Philippe. Hasta el momento el único cartón que habían ampliado era El Oído, y estaba clavado en la pared del huerto, donde los dos trabajan. Philippe ha hecho todos los dibujos, dado que Nicolas no entendía que tejemos de atrás adelante y necesitamos cartones que sean imágenes especulares de los tapices finales. Requiere un talento especial partir de un dibujo pequeño y ampliarlo y luego tejerlo de izquierda a derecha en lugar de derecha a izquierda. Todos nos hemos reído de la expresión en la cara de Nicolas al ver El Oído dibujado al revés. Pero ha llegado a acostumbrarse y ha conseguido pintarlo bien. Aunque presumido, es un artista excelente y aprende deprisa.

Aliénor y Nicolas estaban en el huerto cuando salí: él pintaba, ella, subida a una escalera, podaba los cerezos. Philippe había ido a casa de su padre a por más pinturas. Aunque se hallaban en extremos opuestos del huerto y pendientes de su trabajo, no me gustó verlos solos. No era mucho lo que podía hacer de todos modos: estoy demasiado ocupada para dedicarme a vigilar a mi hija. Es una chica sensata, aunque me he dado cuenta de que cambia cuando Nicolas entra en la habitación.

Nicolas trabajaba ya en el cartón siguiente y pintaba en un gran trozo de tela donde ya existía un esbozo a carboncillo. Se trataba de El Olfato, en el que la dama confecciona una corona nupcial con claveles, la flor de los esponsales. Esta dama debe de estar segura de que capturará al unicornio puesto que prepara ya su corona. Nicolas le pintaba el rostro, pero no había empezado aún con el vestido, que era lo que yo tenía más ganas de ver.

Al advertir mi presencia dejó de pintar y vino a colocarse a mi lado, delante de El Oído.

– ¿Qué os parece, madame? No habéis dicho nada. Muy bonito, n 'est-ce pas?

– Nunca esperáis a que os hagan un cumplido, ¿verdad que no? Disfrutáis igual si os los hacéis vos.

– ¿Os gusta su vestido?

Me encogí de hombros.

– El vestido está bien, pero todavía me parecen mejor las millefleurs. Philippe ha hecho ahí un trabajo espléndido y también con los animales entre la hierba.

– El unicornio y el león los he hecho yo. ¿Qué os parecen?

– El unicornio está demasiado gordo, y no es tan vigoroso como esperaba.

Nicolas frunció el ceño.

– Ya no hay tiempo para cambiarlo -añadí-. Servirá. El león, por lo menos, tiene mucha personalidad. ¿Sabéis? Con esos ojos redondos y esa boca tan ancha tiene cierto parecido con Philippe.

Aliénor dejó escapar una risita desde lo alto del cerezo.

Me coloqué delante de El Olfato.

– ¿Cómo será el vestido de la dama en este tapiz? ¿Y el de la criada?

Nicolas sonrió.

– Lleva el brocado granate bajo un vestido azul, con la túnica exterior levantada y sujeta a la cintura, lo que permite ver el forro rojo. El vestido de la criada es un reflejo del de su señora: túnica exterior azul, interior roja, pero la tela es un muaré más sencillo.

Resultaba tan pagado de sí mismo mientras hablaba que tuve que poner una objeción:

– Una criada no debería llevar dos collares -dije-. Uno bastaría, y con una cadena más sencilla.

Me hizo una reverencia.

– ¿Algo más, madame?

– No seáis impertinente -bajé la voz-. Y manteneos lejos de mi hija.

Aliénor dejó de agitar rítmicamente las ramas del cerezo.

– ¡Mamá! -gritó.

Siempre me sorprende que tenga un oído tan fino. Antes de que nadie pudiera decir nada más, Georges nos llamó a todos al taller para colocar la urdimbre en el telar. Ya habíamos empezado a prepararlo para tejer, con los hilos de la urdimbre en un guiahilos y sujetos al plegador en un extremo del telar. Ahora llegaba el momento de enrollar la urdimbre en el plegador trasero antes de sujetarla al delantero para disponer de una superficie en la que tejer. Los hilos de la urdimbre son más gruesos que la trama y están hechos además de una lana más áspera. Para mí son como esposas. Su trabajo no es llamativo: todo lo que se ve es la protuberancia que hacen bajo los hilos de la trama, llenos de color. Pero si no estuvieran allí, no habría tapiz. Georges se deshilacharía sin mí.

Disponer un telar para un encargo de este tamaño exige al menos cuatro personas que sostengan madejas de hilos de urdimbre y tiren de ellas mientras otras dos giran el rodillo para recoger la urdimbre en el plegador trasero. Otra persona comprueba la tensión de los hilos mientras pasan. Ha de ser la correcta desde el principio, de lo contrario surgen problemas más adelante. Aliénor es quien se encarga siempre de eso: sus manos tienen tanta sensibilidad que resultan perfectas para esa tarea.

Georges padre e hijo estaban ya a ambos lados del rodillo cuando entramos. Aliénor fue a reunirse con su padre mientras yo le mostraba a Nicolas las madejas de hilos de urdimbre preparadas para nosotros. Luc sostenía ya varias en un extremo.

Nos faltaba una persona.

– ¿Dónde está Philippe? -preguntó Georges.

– Todavía en casa de su padre -dijo Nicolas.

– Madeleine, ¡aparta un poco las lentejas del fuego y ven aquí! -llamé.

Madeleine llegó de la cocina, tiznada y calurosa. La coloqué entre Luc y yo para que no estuviera junto a Nicolas: no me apetecía que se hicieran ojitos cuando tenían que estar trabajando. Con una madeja en cada mano nos colocamos a cierta distancia del telar. Expliqué a Nicolas y a Madeleine cómo mantener los hilos tensos e iguales y tirar con decisión. No es fácil hacerlo de manera que se consiga la uniformidad. Sostuvimos nuestras madejas y fuimos arrastrados lentamente hacia el telar a medida que Georges padre e hijo giraban las manivelas a ambos lados del rodillo. Cuando se detuvieron unos instantes, Aliénor se acercó a la urdimbre que descansaba sobre el rodillo y caminó a todo lo largo, rozando los hilos con la mano. Todo el mundo guardó silencio. Su rostro estaba iluminado y lleno de concentración, la misma expresión que veo en la cara de Georges cuando teje. Por un momento casi pensé que veía. Cuando llegó al final se dio la vuelta y caminó en dirección contraria, deteniendo la mano en hilos que sostenía Nicolas.

– Demasiado flojos -dijo-. Aquí y aquí -extendió de nuevo la mano y tocó hilos de Madeleine-. Tirad más con la izquierda -les ordenó a ambos-. Es vuestra mano más débil; con ésa hay que tirar siempre más fuerte.

Cuando los hilos estuvieron igualados, Georges padre e hijo giraron de nuevo las manivelas, enrollando lentamente la urdimbre en torno al plegador mientras nosotros cuatro la manteníamos tirante. Después de recorrer todo el camino hasta el telar, soltamos la urdimbre y empezamos de nuevo, retomando los hilos desde más lejos. Aliénor volvió a comprobar la tensión. Esta vez la mano derecha de Nicolas estaba demasiado floja, y también parte de la izquierda de Luc. A continuación Madeleine y otra vez Nicolas. Aliénor y yo les dijimos cuánto tenían que tirar.

Nicolas se quejó.

– Esto puede llevar horas. Me duelen los brazos.

– Si prestáis atención iremos más deprisa -le dije secamente.

Mientras Georges padre e hijo giraban las manivelas, me llegó el olor de algo que se quemaba.

– ¡Las lentejas!

Madeleine dio un salto.

– ¡No sueltes los hilos! -grité-. Aliénor, ve y aparta las lentejas del fuego.

Una expresión temerosa cruzó el rostro de Aliénor, que perdió su alegría. Sé que no le gusta el fuego, pero no quedaba otra solución: nadie más tenía las manos libres.

– Madeleine, ¿retiraste las lentejas como te dije? -pregunté mientras Aliénor abandonaba el taller a la carrera.

La sirvienta miró enfadada los hilos que manejaba. Tenía los dedos rojos y blancos a causa de la presión.

– ¡Qué chica tan tonta!

Nicolas rió entre dientes.

– Es como Marie-Céleste.

Madeleine alzó la cabeza.

– ¿Quién es ésa?

– Una muchacha que trabaja en casa de los Le Viste. Igual de descarada.

Madeleine le hizo una mueca a Nicolas. Georges le Jeune los miró a los dos con desaprobación.

Aliénor regresó.

– He dejado la olla en el suelo -dijo.

Volvimos a la preparación de la urdimbre: nosotros tirábamos, los dos Georges giraban la manivela y Aliénor hacía pruebas. Ya no resultaba tan divertido. También a mí me dolían los brazos, aunque nunca lo habría admitido. Me preocupaba además la cena y qué ofrecer a los comensales. Tendría que buscar a toda prisa a la mujer del panadero para comprarle una empanada: las vende en casa mientras su marido despacha en la panadería. Madeleine resoplaba, suspiraba y se enfurruñaba a mi lado y Nicolas empezaba a poner los ojos en blanco de aburrimiento.

– ¿Qué se hace cuando se termina esta tarea tan tediosa? -preguntó.

– Enhebramos los lizos para hacer la calada -dije.

Nicolas puso cara de no entender.

– Los lizos sirven para separar los hilos de manera que se pueda pasar la trama por ellos -le expliqué-. Se aprieta un pedal y la urdimbre se separa en dos. El espacio entre esos dos grupos de hilos es la calada.

– ¿Dónde se pone el tapiz mientras se está tejiendo?

– Se enrolla en ese plegador delante de nosotros.

Nicolas pensó durante un momento.

– Pero en ese caso no lo veis.

– No. Sólo la tira en la que se está trabajando, que, a continuación, se enrolla. No vemos el tapiz entero hasta que terminamos.

– Eso es imposible. ¡Sería como pintar a ciegas! -hizo un gesto de contrariedad mientras lo decía y miró a Aliénor, que siguió comprobando la tensión de los hilos como si no le hubiera oído.

Pero Nicolas siguió haciendo preguntas.

– ¿Dónde se pone el cartón?

– Sobre una mesa que colocamos debajo de la urdimbre, de manera que podamos mirarlo mientras tejemos. Philippe trazará además el dibujo en los hilos de la urdimbre.

– ¿Para qué sirve eso? -señaló la devanadera situada en un rincón.

– Señor, ¿no parará nunca de hablar? -Georges le Jeune expresó lo que todos pensábamos. Nuestro taller es un sitio tranquilo, aunque es cierto que hay otros en los que se habla alto y hay más bullicio. Cuando Georges trae a otros tejedores para que ayuden (como sucederá con estos tapices) siempre elige a los más callados. En una ocasión contrató a uno que hablaba todo el día, y hubo que despedirlo. Nicolas tampoco para: cotilleos de París, en su mayor parte, tonterías todo ello. Hace tantas preguntas que me dan ganas de abofetearlo. Menos mal que casi siempre trabaja en el jardín, de lo contrario Georges acabaría gritando. Es un hombre afable, pero no soporta las conversaciones insustanciales.

Nicolas abrió la boca para hacer otra pregunta, pero Aliénor tiró en aquel momento de algunos hilos y tuvo que tensar la mano izquierda.

– Menos hablar y más pensar en tu trabajo -dijo Georges-. De lo contrario estaremos aquí hasta que anochezca.

No tardamos tanto, de todos modos. Concluimos y pude ocuparme de la cena.

Viens, Aliénor -dije-. Ayúdame a elegir la empanada que mejor huela.

A mi hija le encanta ir a casa de la panadera.

– Por favor, madame, iré a buscársela si me da un trozo -dijo Madeleine.

– Tendrás que cenar lentejas agarradas, hija mía. Trae a los hombres de beber cuando acabes aquí y luego dedícate a frotar la olla.

Madeleine suspiró, pese al guiño que le hizo Nicolas. Georges le Jeune volvió a fruncir el ceño. Cuando Nicolas dio un paso atrás y alzó las manos como para mostrar que no la había tocado, tuve de pronto dudas sobre mi hijo y Madeleine. Quizá Nicolas habla visto algo que a mí se me había escapado.

Revisé el aspecto de Aliénor mientras salíamos. Lo cuida, pero a veces tiene hollín en la mejilla y no se da cuenta, o, como sucedía ahora, ramitas de cerezo en el pelo. Es bastante guapa, con largos cabellos dorados como los míos, nariz recta y cara redonda. Son sus grandes ojos vacíos y la manera de torcer la boca cuando sonríe lo que hace que la gente la mire con pena.

Cuando echamos a andar por la rue Haute, Aliénor me agarró por la manga, un poco más arriba del codo. Camina con brío y quienes no la conocen no se imaginan lo que le pasa, como le ha sucedido a Nicolas. Conoce tan bien el camino que, en realidad, no me necesita para guiarla, si no fuera por las boñigas que podría pisar, el contenido de algún orinal que le podría caer encima, o los caballos que a veces se desbocan. Aparte de eso va por las calles como guiada por los ángeles. Si ya ha estado antes en un sitio, es capaz de encontrarlo. Aunque ha tratado de explicarme cómo lo hace -el eco de sus pisadas, el número de pasos, la sensación de las paredes a su alrededor, los olores que le dicen dónde está-, la seguridad con que camina sigue siendo un milagro para mí. De todos modos prefiere ir acompañada; se siente mejor cogida de mi brazo.

Una vez, un día de mercado en otoño, cuando era niña, la dejé sola en la place de la Chapelle, que estaba llena de personas y mercancías: manzanas y peras, zanahorias y calabazas, pan, empanadas y miel, pollos, conejos, gansos, cuero, guadañas, telas, cestos. Me encontré con una buena amiga que había guardado cama muchas semanas por culpa de unas fiebres, y empezamos a pasear y a cotillear para ponernos al día. Sólo me di cuenta de que Aliénor había desaparecido cuando aquella amiga me preguntó por ella, y entonces comprobé que no sentía sus dedos en la manga. Buscamos por todas partes y por fin la encontramos en medio del bullicio, llenos de lágrimas los ojos muertos, entre gemidos y retorcimiento de manos. Se había parado a acariciar una piel de cordero y se soltó de mi manga. Es raro que, como en aquel caso, la ceguera pueda más que ella.

Ya empezaban a olerse las empanadas de la panadera. Les añade bayas de enebro y adorna la corteza con el rostro risueño de un bufón. Eso siempre me hace sonreír.

Aliénor no sonreía, en cambio: arrugaba la nariz, el rostro deformado por el sufrimiento y la repulsión.

– ¿Qué te pasa? -exclamé.

– Por favor, mamá, ¿podemos ir a la iglesia de Sablon, sólo un momento?

Sin esperar respuesta, me empujó hacia la rue des Chandeliers. Incluso angustiada, había contado los pasos y sabía dónde estaba.

Me detuve.

– La panadera dejará pronto de vender; no queremos llegar tarde.

– Por favor, mamá -Aliénor siguió tirándome del brazo.

Olí entonces lo que mi hija ya había advertido a pesar de la carne y el enebro. Jacques le Boeuf. De repente aquel hedor repugnante estaba en todas partes.

– Ven -ahora era yo la que tiraba de ella. Llegamos a la rue des Samaritaines y nos disponíamos a entrar por ella cuando oí el grito de Jacques:

– ¡Christine!

– Corre -susurré, mientras le rodeaba los hombros con el brazo. Tropezamos con los adoquines desiguales, y nos golpeamos con paredes y transeúntes-. Por aquí -la empujé hacia la izquierda-. La iglesia de Sablon está demasiado lejos: entremos mejor en la Chapelle. No creo que se le ocurra mirar.

La hice atravesar rápidamente la plaza, donde los dueños de los puestos recogían ya para volverse a casa. Llegamos a la iglesia y entramos. Llevé a Aliénor a la capilla de Nuestra Señora de la Soledad, no lejos de la puerta, e hice que se arrodillara detrás de una columna que la ocultaría a los ojos de Jacques le Boeuf si es que aparecía. Me arrodillé, recité una plegaria y luego me senté sobre los talones. No dijimos nada durante un rato y nos limitamos a recobrar el aliento. Si no hubiera sido porque era de Jacques de quien escapábamos, podría haberme reído entonces, porque las dos debíamos de tener un aspecto muy cómico. Pero no lo hice: el rostro de Aliénor reflejaba una intensa angustia.

Miré a mi alrededor. La iglesia estaba vacía. Terminado el rezo de sexta, los fieles se habían marchado. Me gusta bastante la Chapelle -es grande y luminosa gracias a sus muchas ventanas y la tenemos muy cerca-, pero prefiero la iglesia de Sablon. Crecí a un tiro de piedra de sus muros, y ha prestado muchos servicios a los tejedores de esta zona. Es pequeña y está construida con más cuidado, con mejores vidrieras, con animales de piedra y personas que miran hacia abajo desde los muros exteriores. Esas cosas no significan nada para Aliénor, como es lógico; los mejores detalles de una iglesia carecen de sentido para ella.

– Mamá -susurró-, por favor, no hagáis que me case con él. Preferiría entrar en un convento a vivir con ese olor.

El olor -de los orines de oveja fermentados con los que se empapa el glasto para fijar el color- es lo que ha obligado a esos tintoreros a casarse con sus primas durante muchas generaciones. En Aliénor, Jacques le Boeuf debe de ver sangre nueva además de una dote y un vínculo con el taller de un buen lissier.

– ¿Cómo podría vivir con ese hedor sólo para producir un color que ni siquiera veo? -añadió.

– Trabajas en tapices que tampoco ves.

– Sí, pero no huelen mal. Y los toco. Siento su historia entera con los dedos.

Suspiré.

– Todos los hombres tienen defectos, pero eso no es nada comparado con lo que recibes de ellos: comida y ropa, una casa, un medio de vida, una cama. Jacques le Boeuf te dará todas esas cosas y deberías agradecer a Dios tenerlas -había más convicción en mi voz que en mis sentimientos.

– Y las agradezco, pero ¿por qué no podría casarme con un hombre más de mi agrado, como otras mujeres? Nadie quiere a ese animal maloliente. ¿Por qué he de aceptarlo yo? Aliénor se estremeció, su cuerpo atravesado por la repugnancia que sentía. Iba a ser desgraciada en la cama con Jacques le Boeuf, no era difícil preverlo. Y me costaba trabajo imaginar las manos teñidas de azul del tintorero en el cuerpo de mi hija sin estremecerme también yo.

– Es una boda de conveniencia -dije-. Si te casas con Jacques ayudarás a su negocio de glasto y al taller de tu padre. Tu marido tendrá siempre encargos de Georges y tu padre conseguirá el azul más barato. ¿Sabes? Tu padre y yo nos casamos para que los talleres de nuestros padres pudieran unirse. Mi padre no tenla hijo varón, y eligió a Georges como heredero haciendo que se casara conmigo. Eso no ha impedido que nuestro matrimonio funcione bien.

– La mía no es una boda de conveniencia -dijo Aliénor-. Sabes que no, mamá. Podríais haberme casado con cualquier otro comerciante: uno de los mercaderes de la lana, o de la seda, u otro tejedor, o incluso un artista. Me queréis emparejar, sin embargo, con un hombre que tiene tantas faltas como para pasar por alto las mías.

– Eso no es verdad -dije, aunque sí lo era-. Cualquiera puede ver lo útil que nos resultas; cómo la ceguera no te impide llevar una casa y ayudar en el taller y cultivar tu huerto.

– Me he esforzado muchísimo -murmuró Aliénor-. He trabajado sin descanso para complaceros, pero al final no ha servido de nada. ¿Quién escogerá a una ciega si puede evitarlo? Hay muchas chicas en Bruselas a las que se elegirá antes que a mí, de la misma manera que se aceptará a la mayoría de los hombres antes que a Jacques le Boeuf. Él y yo somos lo que queda cuando se vacía el barril. Ésa es la razón de que estemos destinados el uno al otro.

No dije nada: Aliénor había argumentado como lo podía haber hecho yo, aunque no parecía convencida. La frente se le había llenado de arrugas y se retorcía un trozo de falda. Le puse una mano encima de la suya para que dejara de hacerlo.

– No hay nada decidido -comenté, apartándole las manos y alisando la tela arrugada-. Hablaré con tu padre. De todos modos te necesitamos para los nuevos tapices; no podemos prescindir de ti en estos momentos. Tiens, Jacques debe de haberse ido ya. Vayamos a casa del panadero antes de que se coman nuestra empanada.

El panadero ya estaba en casa y la familia se disponía a cenar. Sólo conseguí que su mujer nos vendiera una empanada después de prometerle un cesto de guisantes del huerto de Aliénor. No había empanadas con carne de vacuno, sólo de capón. A Georges no le gustan tanto.

Al acercarnos a nuestra casa, Aliénor se asustó como un caballo y se agarró a mi brazo. El hedor a orines de oveja nos había precedido: Jacques le Boeuf debía de ir camino de nuestra casa cuando nos descubrió en la rue Haute. Para su visita había elegido, por supuesto, la hora de la cena, de manera que tuviéramos que invitarlo.

– Quédate con los vecinos -le dije a mi hija-. Vendré a recogerte cuando se haya ido.

La dejé en la puerta del tejedor de paño, a dos casas de distancia de la nuestra, y Aliénor se deslizó en su interior.

Jacques bebía cerveza con Georges en el huerto. A no ser que haga mucho frío siempre lo llevamos allí cuando nos visita. Imagino que debe de estar acostumbrado a que se le trate así. El Oído y El Olfato, las pinturas de Nicolas, colgaban todavía de la pared, pero el artista había desaparecido. Jacques le Boeuf consigue ese efecto dondequiera que va.

– Hola, Jacques -dije, entrando en el huerto para saludarlo y esforzándome para no sentir náuseas.

– Acabáis de escapar de mí hace un momento -se lamentó con voz atronadora-. ¿Por qué habéis escapado la muchacha y vos?

– No sé lo que quieres decir. Aliénor y yo íbamos a la Chapelle a rezar antes de pasar por la casa del panadero. Teníamos que darnos prisa para llegar antes de que cerrase, de manera que íbamos corriendo, pero no para evitarte. Te quedarás a cenar, bien sûr. tenemos empanada -insoportable o no, pedirle que se quedara era lo correcto, sobre todo si iba a acabar siendo nuestro yerno.

– Habéis escapado de mí -repitió Jacques-. No deberíais haberlo hecho. Vamos a ver, ¿dónde está la chica?

– Ha ido a hacer una visita.

– Bien.

– Jacques quiere hablar con nosotros sobre Aliénor -le interrumpió Georges.

– No; quiero hablar con vos de vuestro ridículo encargo de azul para los nuevos tapices -Jacques le Boeuf hizo un gesto en dirección a El Oído-. Mirad eso: apenas hay azul, en especial con tantísimas flores. El gusto por las millefleurs acabará conmigo, todo rojos y amarillos. Y todavía menos azul en este otro, por lo que parece -contempló El Olfato, esbozado ya, aunque sólo estaban pintados el rostro y los hombros de la dama-. Me dijisteis que habría mucho más azul en esos tapices; que la mitad del suelo sería azul por la hierba. Ahora sólo son islas de azul, y hay mucho más rojo.

– Hemos añadido árboles a los dibujos -replicó Georges-. El azul que les corresponda compensará en gran parte la ausencia de hierba.

– No lo suficiente: la mitad de las hojas son amarillas Jacques le Boeuf fulminó con la mirada a Georges.

Era cierto que habíamos cambiado la cantidad de azul que nos disponíamos a encargarle. Una vez que tuvimos uno de los dibujos a escala, Georges y yo calculamos la noche anterior cuánto íbamos a necesitar para todos los tapices. Y por la mañana mi marido había mandado a nuestro hijo a casa de Jacques le Boeuf para contárselo.

– Los dibujos han cambiado desde la primera vez que hablamos -dijo Georges tranquilamente-. Eso sucede con frecuencia. Nunca te prometí una cantidad concreta de azul.

– Me habéis engañado y tendréis que compensarme -insistió Jacques.

– ¿Comerás aquí la empanada? -intervine-. Es agradable comer fuera algunas veces. Madeleine, trae la empanada -llamé hacia el interior de la casa.

– Jacques, sabes que no puedo garantizar cantidades -dijo Georges-. No es así como se trabaja en este negocio. Las cosas cambian a medida que avanzamos.

– No os proporcionaré el azul hasta que hayáis accedido a lo que pido.

– Entregarás la lana mañana, como prometiste -Georges hablaba lentamente, como si le explicase algo a un niño.

– No lo haré hasta que me prometáis acceder a lo que pido.

– ¿Acceder a qué?

– A vuestra hija.

Georges me miró.

– No lo hemos hablado aún con Aliénor.

– ¿Qué es lo que hay que hablar? Me dais su dote y será mi mujer. Es todo lo que hay que decirle.

– Todavía necesitamos a Aliénor -les interrumpí-. Esos tapices son el encargo más importante que hemos aceptado, y hará falta que trabaje todo el mundo. Prescindir incluso de Aliénor podría significar que no los terminásemos a tiempo y eso querría decir que no te encargaríamos azul para ninguno de ellos.

Jacques le Boeuf hizo caso omiso de lo que le decía.

– Dadme a vuestra hija como esposa y os aprovisionaré de lana azul -dijo mientras Madeleine aparecía con la empanada y un cuchillo. Contenía la respiración para que no le entrara el olor de Jacques en la nariz, pero se le vaciaron los pulmones en un resoplido de sorpresa cuando oyó lo que decía el tintorero. Fruncí el entrecejo y negué con la cabeza, mirándola, mientras ella dejaba precipitadamente la empanada sobre la mesa y se apresuraba a volver a la casa.

– Christine y yo tenemos que hablarlo -dijo Georges-. Te daré mañana mi contestación.

– Bien -dijo Jacques. Se apoderó del cuchillo y se cortó una generosa porción-. Me dais a la chica y conseguiréis vuestro azul. Y no tratéis de acudir a otros tintoreros de glasto: me conocen a mí mejor de lo que os conocen a vos -por supuesto que sí: son todos primos.

Georges había estado a punto de cortarse un trozo de empanada, pero se detuvo con el cuchillo suspendido en el aire. Cerré los ojos para no ver la cólera en su rostro. Cuando los abrí de nuevo había hundido la punta del cuchillo en la empanada, dejándolo clavado completamente recto.

– Tengo trabajo pendiente -dijo, levantándose-. Te veré mañana.

Jacques le Boeuf dio un enorme bocado a su trozo de empanada; no pareció ofenderle que Georges se marchara mientras él comía.

Me retiré también y fui en busca de Madeleine. La encontré inclinada sobre la olla de las lentejas, el rostro encendido por el calor.

– No le digas una palabra a Aliénor -le susurré-. No necesita enterarse de esto ahora mismo. Además, nada está decidido.

Madeleine alzó los ojos para mirarme, se colocó un mechón de cabellos detrás de la oreja y empezó de nuevo a frotar el fondo de la olla.

Jacques se comió la mitad de la empanada antes de marcharse. Yo no la probé: había perdido el apetito. Aliénor no dijo nada cuando fui a buscarla a casa de los vecinos: entró directamente en el huerto y empezó a recoger la cesta de guisantes para el panadero. Me alegré de que no hiciera preguntas, porque no habría sabido responderle. Más tarde se ofreció a llevar los guisantes a la mujer del panadero. Cuando se hubo marchado llevé a Georges hasta el extremo más distante del huerto, junto al emparrado cubierto de rosas, para que nadie pudiera oírnos. Nicolas y Philippe trabajaban codo con codo en El Olfato: Nicolas pintaba los brazos de la dama y Philippe empezaba con el león.

– Qué vamos a hacer con Jacques le Boeuf, entonces? -pregunté.

Georges contempló las rosas silvestres como si estuviera escuchándolas a ellas en lugar de a mí.

Alors?

Georges suspiró.

– Tendremos que dársela.

– El otro día bromeabas diciendo que el olor la mataría.

– No sabía aún que íbamos a reducir el azul de los tapices. Si no conseguimos pronto ese azul nos retrasaremos y Léon nos multará. Jacques está informado. Me tiene en sus manos.

Me acordé de los escalofríos de Aliénor en la Chapelle.

– Lo detesta.

– Christine, sabes que a tu hija no le harán otra propuesta mejor. Es una suerte que cuente con ésa. Jacques la cuidará. No es mala persona, aparte del olor, y Aliénor acabará por acostumbrarse. Algunas personas se quejan del olor de la lana en nuestra casa, pero nosotros no lo notamos, ¿verdad que no?

– La nariz de Aliénor es más delicada que las nuestras.

Georges se encogió de hombros.

– Jacques le pegará -dije.

– No si le obedece.

Resoplé.

– Vamos, Christine, eres una mujer práctica. Más que yo, la mayor parte del tiempo.

Pensé en Jacques le Boeuf devorando la mitad de nuestra empanada, y en su amenaza de arruinar el negocio de Georges. ¿Cómo podía aceptar mi marido que un hombre así se llevara a nuestra hija? Pero incluso mientras lo pensaba, ya sabía que era muy poco lo que me estaba permitido decir. Conocía a mi marido y su decisión era firme.

– Ahora no podemos prescindir de ella -dije-. La necesitamos para coser esos tapices. Además no le he preparado el ajuar.

– No se irá aún, pero podrá marcharse cuando los tapices estén casi acabados. Tú podrías terminar de coser los dos últimos. A finales del año que viene, pongamos. Sin duda podría estar en casa de Jacques para Navidad.

Nos quedamos callados y contemplamos las rosas silvestres que crecían en el emparrado. Una abeja que recogía polen hizo que el cáliz se balanceara arriba y abajo.

– Aliénor no debe saber nada de esto por el momento -dije por fin-. Haz que a Jacques le quede bien claro que no puede ir por ahí presumiendo de su prometida. Si dice una palabra se rompe el compromiso.

Georges asintió con la cabeza.

Quizá era una crueldad por mi parte. Quizá había que decírselo ya a Aliénor. Pero no soportaba la idea de vivir con su rostro entristecido durante año y medio mientras esperaba lo que más temía. Mejor para todos que sólo lo supiera cuando llegase el momento.

Regresamos atravesando el huerto de Aliénor, que resplandecía con flores, guisantales, cuidadas hileras de lechugas, plantas bien recortadas de tomillo, romero y espliego, menta y melisa. ¿Quién cuidará de esto cuando se haya ido?, pensé.

– Philippe, deja de pintar ahora: te necesito para dibujar en la urdimbre una vez que hayamos colocado el cartón debajo -dijo Georges, adelantándome. Se acercó a El Oído-. Tiens, ayúdame a llevar esto dentro, si está seco. ¡Georges, Luc! -llamó. Parecía severo y enérgico: su manera de poner punto final a nuestra conversación.

Philippe dejó caer el pincel en un recipiente con agua. Los otros muchachos se apresuraron a salir del taller. Georges le Jeune se subió a una escalera para retirar el cartón de la pared. Luego, una persona en cada esquina, lo llevaron hasta el telar.

Al desaparecer el cartón, el huerto pareció repentinamente vacío. Me quedé a solas con Nicolas, que pintaba las manos de la dama, que sostenían un clavel. También él tenía uno en la mano. En lugar de volverse, siguió dándome la espalda, algo impropio de Nicolas: de ordinario no pierde ocasión de hablar a solas con una mujer, aunque sea madura y esté casada.

Mantenía muy erguidas y tiesas espalda y cabeza y, al cabo de un momento, comprendí que estaba indignado. Me fijé en el clavel blanco que sostenía. Aliénor los cultivaba cerca de las rosas. Nicolas debía de haberse acercado a cortarlo mientras Georges y yo hablábamos en el rincón más alejado del huerto.

– No penséis mal de nosotros -le dije en voz baja a su espalda-. Será lo mejor para ella.

En lugar de responder de inmediato, llevó el pincel a la tela. Pero no pintó, sino que mantuvo la mano suspendida en el aire.

– Bruselas está empezando a aburrirme -dijo-. Sus costumbres son demasiado zafias para mí. Me alegraré de marcharme. Cuanto antes, mejor -miró el clavel, lo tiró al suelo y lo aplastó con el talón.

Aquel día pintó hasta muy tarde. En las noches de verano la luz se prolonga casi hasta completas.

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