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El agua de la cala tenía el azul de los dibujos infantiles. Rex Hofman estaba en la orilla, sobre una gran piedra, y oteaba el horizonte a través del ojo de cerradura que formaban las paredes rocosas. Se preguntaba cómo se las arreglaban la tierra y la luna para originar olas de un metro de altura en algún lugar de aquel mar, mientras allí reinaba aquella placidez.

La cala era poco más que una concavidad formada por las rocas, y sólo le daba el sol unas pocas horas al día, muy temprano por la mañana. La arena era excepcionalmente fina, y tan plateada que los granos semejaban diamantes. En ambos extremos la pequeña playa se angostaba, y a los pies de los peñascos que formaban las paredes rocosas crecían cardos y cactus silvestres con flores de un rojo vivo.

El color más disonante de entre todos aquellos colores naturales era el naranja chillón del bote de goma con motor fuera borda en el que iban hasta allí todas las mañanas. La cala era inaccesible a pie, e incluso en bote resultaba difícil de encontrar, y para asegurar aquella exclusividad se cercioraban de que nadie los siguiera cuando salían del puerto de pescadores. Con éxito, pues siempre estaban solos.

Rex gritó, saludó hacia la playa y se zambulló. El agua lo acogió en silencio. Sólo se oyó un siseo, como sí millones de agujas de cristal le golpetearan la cabeza y se quebraran. Con los brazos extendidos y las manos cruzadas, se dejó llevar. Tenía los ojos cerrados y no sentía ni el cuerpo ni el agua, como si pudiese flotar así eternamente.

Volvió a emerger la cabeza al mundo y nadó lentamente hacia la orilla.

Lieneke leía tumbada boca abajo, con la mitad del cuerpo al amparo de la sombrilla. Rex se arrodilló a su lado y cogió un cigarrillo. Ella se estremeció al sentir las gotas que resbalaban por su espalda, convirtiéndose inmediatamente en lupas rutilantes. Dejó el libro abierto sobre la arena y se volvió hacia él.

– ¿Has disfrutado del baño?

– Ha sido genial. Maravilloso. Un día de éstos me quedaré dormido bajo el agua.

Ella le sonrió como si le hubiese hecho un cumplido. Marina di Camerota era suya. Mejor dicho, de su familia. Con apenas dos años, ella ya iba a jugar a aquella playa paradisíaca, y hasta hacía poco había estado allí en un sinfín de ocasiones con sus padres. La casa estaba en lo alto de un cerro, justo detrás del puerto, con magníficas vistas al golfo de Policastro. Rex y Lieneke habían pedido prestada la casa, al igual que el bote con su correspondiente remolque.

Rex cogió una cerveza de la nevera portátil y le dio otra a ella.

– ¿Crees que si sigues al sol te saldrá una peca donde te ha caído esta gota? -le preguntó Rex.

– A mí me parece que no son más que habladurías -respondió Lieneke.

– ¿Tú crees? Quizá sí.

Lieneke estaba inmersa en otro de sus innumerables nuevos libros. Lo había empezado aquella mañana y ya iba por la página ciento veinticinco, mientras que él había hecho poco más que hojear el periódico y darse un chapuzón. Ella siguió leyendo y Rex fue a sentarse sobre una roca, con las piernas colgando en el agua, que le llegaba a la altura de siempre, pues en aquella cala no había marea. Camerota había sido todo un hallazgo. Apenas había extranjeros, sólo un windsurfista, y el ambiente era cordial. Nunca lo estafaban a uno ni le devolvían menos dinero con el cambio; allí, a una hora larga de viaje desde Nápoles, hacia el sur, todos los clichés sobre Italia se veían desmentidos. En una ocasión, Rex salió del aparcamiento del puerto sin darse cuenta de que se había dejado el monedero sobre el techo del coche, y un par de adolescentes larguiruchos lo detuvieron para devolvérselo.

Pero quizá podía disfrutar más del lugar por el hecho de ir con Lieneke. Todos la conocían y ella los conocía a todos; además, hablaba italiano a la perfección. Cuando le presentó al viejo hornero de pizzas, que se rió con Lieneke de sus incomprensibles frases, se sintió tan invulnerable como un chiquillo de la mano de su madre.

Con un nuevo cigarrillo en la boca, y haciendo pasos de baile en el agua con los dedos de los pies, Rex meditaba sobre los tres «dragones» a los que debía vencer en Camerota: Lieneke, Vicenze y los franceses.

A Lieneke ya la tenía en el bote. Al comienzo de las vacaciones Rex le había enseñado el juego de palabras que llevaba jugando toda la vida con sus padres, con sus amigos, con sus novias. Lieneke había escuchado atentamente sus explicaciones y a continuación le había ganado la primera partida. Eso había picado a Rex más de lo que estaba dispuesto a admitir. Mientras ella progresaba a buen ritmo en sus lecturas estivales, él, aturdido por el sol, había abandonado definitivamente su primer libro ^en la página 40. Rex concluyó que aquello era una demostración de la supremacía intelectual de ella, o de la decadencia de la suya propia. No obstante, en el juego de palabras dominaba; le llevaba un cuarto de siglo de ventaja de práctica. Rex le ganó la revancha y todas las partidas siguientes; había sido la suerte del principiante. Ella premiaba sus victorias con el esplendor de su enfado.

El segundo dragón era Vicenze, y Rex también lo había vencido. En la parte alta del puerto, junto a la antigua muralla, había una cafetería sobria y poco frecuentada con una enorme sala donde las sillas lanzaban chillidos estremecedores cada vez que alguien las arrimaba a la mesa o se levantaba de ellas. Era el único local de Camerota que tenía una consola de video-juegos y al atardecer, antes o después de cenar, y a veces antes y después, mientras Lieneke se tomaba tranquilamente su cerveza y leía, él intentaba batir su récord personal.

En algunas ocasiones tenía un adversario, un chiquillo llamado Vicenze, cuyas letras brillantes Rex había visto aparecer en la pantalla después de que el muchacho hubiese hecho los puntos suficientes para poder introducir su nombre. Vicenze siempre llevaba consigo un banco para poder llegar a los mandos y permanecía abstraído, disparando contra los monstruos del espacio que se aproximaban a su nave emitiendo gorgoteos y zumbidos.

La mayoría de las veces no podían jugar juntos porque Vicenze se negaba contumazmente a que Rex le pagase la partida. Tenía ocho años, le había confesado en una ocasión para justificar su falta de dinero y quizá también sus múltiples derrotas. Rex le había preguntado la fecha de su cumpleaños, y de su charla posterior, durante la cual Vicenze se mostró extremadamente paciente, había deducido que, en cualquier caso, la palabra correcta era compleanno y no anniversario.

– Eres un buen chico -murmuró, pero había una cosa segura: en Marina di Camerota, el holandés Rex Hofman era el mejor exterminador de monstruos del espacio.

El tercer dragón eran los franceses. Todavía no se había enfrentado a ellos, y lo estaba deseando, pero albergaba ciertas dudas de si la confrontación llegaría a producirse.

– ¿Te apetece que juguemos otra partida de palabras? -le gritó Lieneke.

Entre los dos empujaron el bote al agua. Lieneke encendió el motor y tomó el timón. Rex se tumbó frente a ella, con las piernas y los brazos estirados, mirando a través de las pestañas al cielo y al rostro pequeño de ella, que siempre tenía una ligera expresión de asombro.

«¿Qué sucederá con Lieneke? ¿Nos pelearemos para averiguar de una vez por todas si existe algún lazo que valga la pena romper? ¿Debo esperar a que sea ella quien decida dejarlo? ¿Debo estudiar su afecto, como un biólogo que intenta descifrar el lenguaje de las gaviotas?»

El bote comenzó a balancearse con fuerza. Habían salido de la pequeña ensenada para adentrarse en el mar de verdad. Lieneke había vuelto a ponerse su biquini negro y se había anudado una camisa de color azul por encima… El paraíso era pudoroso.

Como todas las tardes, los franceses ya estaban en la playa cuando Rex y Lieneke llegaron. Allí la arena era menos fina y por el suelo se veía alguna que otra lata de Coca-Cola abollada; desde el camping, que quedaba justo detrás de una hilera de cactus, llegaba un débil murmullo de melodías italianas; pero todo aquello no restaba encanto al lugar.

Saludaron a sus compañeros de playa y extendieron las toallas en la arena, a unos veinte metros de ellos. Aquellos franceses, tres en total, pertenecían a los mismos dos grupos minoritarios que Rex y Lieneke: no tenían hijos y eran extranjeros. Formaban un trío extraño, difícil de encasillar: dos hombres que debían de rondar la treintena y una muchacha china o vietnamita. Tanto podían ser traficantes de droga como jóvenes abogados progresistas o miembros de un grupo pop.

Uno de los hombres era alto y delgado; el resto de sus características quedaba sepultado por lo llamativo de las dos primeras. La muchacha asiática era bajita y de formas infantiles. Era la única mujer en toda la playa que a veces se quitaba la parte superior del biquini, pero su desnudez era tan natural que habría sido impúdico escandalizarse por ella. Lo mismo podía tener dieciséis años que treinta, y resultaba difícil aventurar con cuál de los dos hombres estaba.

El otro individuo era gordo y completamente calvo. Llevaba gafas, y sus labios prominentes y blanquecinos hacían que pareciera mongólico.

– Lo de la cabeza pelada no es más que un truco para que la gente crea que es eso lo que lo afea -aseguró Lieneke.

Llevaba un bañador enorme de un color amarillo que rayaba en lo obsceno, y cuando los otros dos iban a bañarse, él los seguía perezosamente, aunque no exento de elegancia. Luego se sentaba en el rompeolas, dejando que el agua lo mojara, como un fofo príncipe birmano en su trono. No sabía nadar.

Aquellos saludos, palabras musitadas y gestos con la mano llevaban repitiéndose ya dos semanas, y poco a poco Rex empezó a lamentar no haber contactado antes con ellos. El hecho de que ninguno de ellos fuese de los que organizan barbacoas e intercambian direcciones de buenas a primeras era algo que a esas alturas ya les había quedado claro a todos, para satisfacción de ambas partes, o al menos eso le pareció a Rex. Pero un poco de compañía nueva no les vendría mal.

La confrontación, si es que alguna vez llegaba a producirse, tendría lugar detrás de la playa. Allí habían improvisado una pista de juego; habían arrancado los cardos y clavado dos estacas, entre las que habían tensado una cuerda que hacía las veces de red; unas cuantas piedras marcaban los límites del campo de juego. Rex siempre llevaba a la playa raquetas de bádminton, pero entre los juegos de palabras, la lectura y la pereza sólo habían jugado un cuarto de hora en una ocasión.

Los franceses, por el contrario, se dejaban ver por la pista todos los días, y a la caída de la tarde, cuando la sombra de la gran roca empujaba a los bañistas de regreso al camping, ellos se ponían a jugar.

Con la barbilla apoyada en los puños, Rex los miraba a distancia.

No eran muy buenos, pero se lo tomaban en serio. Contaban los tantos, y cuando no estaban seguros de si la pelota había pasado por encima o por debajo de la red miraban a la chica, que actuaba de arbitro silencioso, y ellos acataban su decisión. El calvo era lento pero incisivo y, por lo que Rex pudo ver, el alto y él no se llevaban mucha diferencia.

«Creo que podríamos ganarles», pensaba Rex cada vez que los veía.

¿Por qué no se armaba de valor y les preguntaba si podían jugar?

Las libretas estaban listas para la revancha del juego de palabras. Abrieron dos cervezas, y los franceses se dirigieron a la pista. Sin embargo, esa vez dejaron las raquetas en la arena, se agacharon y empezaron a lanzar piedras fuera de los límites del campo. De pronto a Rex se le ocurrió la forma de abordar al tercer dragón.

– Espera aquí un momento -dijo, y corrió hacia la pista-. ¿Queréis que os eche una mano? -preguntó-. Nosotros también jugamos aquí de vez en cuando.

Se había dirigido al calvo, que de cerca parecía sorprendentemente joven. Tenía unos ojos alegres y pequeños. Quizá no tuviera más de veinte años.

– Bueno… -dijo encogiéndose de hombros.

Estuvieron un rato en silencio lanzando piedras sobre los cardos.

– Quería proponeros un encuentro Francia-Holanda. Mi novia también juega. Un campeonato de Europa… -añadió con una sonrisa.

La muchacha llevaba los tantos. Los hombres eran Francia. El hecho de que los franceses hubiesen practicado mucho más no se notaba; todos eran más o menos igual de malos y la mayoría de los puntos se resolvían pronto con un fallo ridículo de alguno de ellos. Pero, por caprichos del destino, Rex y Lienelce se pusieron 6-0 en el marcador. Después, la suerte se repartió, pero no obstante acabaron ganando el primer set por 15-10.

Cambiaron de lado y también empezaron con uno o dos puntos de ventaja. Lieneke tenía un control de la raqueta aceptable y, para alegría de Rex, no se tomó el partido a la ligera. Una vez que la chica vietnamita dio por bueno un golpe de los franceses que a ella le había parecido fuera, le hizo a Rex un rudimentario movimiento de natación con los brazos y, cuando consiguieron un tanto importante, le dirigió una mirada que él recordaba de antes de que ella hubiera nacido: era la misma mirada que intercambiaban sus compañeros del equipo de fútbol cuando las cosas les iban bien: «Muy bien, tíos. Vamos, seguid así.»

«Así es Lieneke», pensó Rex.

Desafiando los augurios desfavorables, los franceses se recuperaron. Empataron a doce, luego a trece y, después de un par de errores de Rex en los que había gritado «mía, mía» a unas que eran claramente de Lieneke, el segundo set se zanjó con un 15-13 para Francia. El tercer set sería el decisivo.

Esta vez el resultado fue muy igualado desde el principio. Apenas reían ni hacían comentarios, y la chica llevaba el tanteo con expresión desganada. Cuando llegaron a 8-7, a favor de Francia, cambiaron de campo. A pesar de que los errores eran cada vez más abundantes y ridículos, ninguno de los dos equipos dejaba que el otro se fuera en el marcador.

«El desenlace de este partido debe tener un significado -pensó Rex-. Si ganamos me casaré con ella.»

La osadía de aquella idea lo abrumó y perdió eí siguiente punto, porque estaba en las nubes imaginando el día en que les contaría a sus hijos cómo un simple partido de bádminton había decidido su existencia.

– Vamos, aguanta -dijo Lieneke y apretó el puño.

– Tal vez me case con ella -dijo Rex a Saskia, que los miraba arrodillada desde la banda con el bolso de paja a su lado, sobre la arena.

Pero el juego parecía dirigido por alguna fuerza diabólica que mantuviese a ambos equipos equilibrados. Se pusieron 15-15, luego 16-16. Como estrellas gemelas, los dos equipos iban escalando alternativamente un punto en el marcador. El hombre calvo tuvo la oportunidad de zanjar el partido con un golpe fácil, pero le dio con la madera. Luego, un golpe ganador de Rex salió fuera; y con un punto de partido en contra, erró el cálculo y se quedó corto, pero gracias a un revés desesperado de Lieneke sobrevivieron.

«Lo haré», pensó Rex.

18-18, 19-19, 22-22. Era ridículo, pero parecía que no había nada que hacer.

El Francia-Holanda duraba ya tres cuartos de hora. La sombra de la roca alcanzaba la pequeña pista y empezaba a reptarles por los tobillos. Agotados, los jugadores avanzaban a trompicones por la arena, con los cuerpos relucientes de sudor; nadie estaba en situación de golpear el volante en condiciones. Después de fallar un resto, el calvo tropezó v aterrizó debajo de la cuerda, a los pies de Rex, revelando, a distancia olfatoria, su cráneo descamado, lleno de gotitas de sudor.

– ¡Uf! -exclamó.

25-25, ¿se habría producido antes un resultado como aquél? Era como si el azar les estuviese tomando el pelo, como si no importase lo que ellos hiciesen, y pese a que Rex era consciente de que en aquel partido se decidía su destino, le costó un gran esfuerzo reprimir una carcajada histérica.

La situación de equilibrio les parecía tan inamovible que nadie pudo creerlo cuando, después de que el calvo fallara un globo de Lieneke tremendamente fácil, el partido acabó: 15-10,13-15,30-28 para Holanda. Todos permanecieron estupefactos, mirando el volante, que había quedado en una esquina sobre un montoncito de arena, como un módulo lunar en una exposición.

– ¡Sí!… -gritó Lieneke.

Un cuarto de hora más tarde, todos estaban tomando unas copas de vino junto a la tienda de los franceses. Resultó que eran músicos, miembros de un grupo de punk-rock de Lille llamado Far Out. El alto era el guitarrista y cantante, y la chica era su novia. El calvo tocaba la batería.

Les regalaron un póster y una cinta suya. No habría posibilidades de revancha ni de confraternización: se les habían terminado las vacaciones. Al día siguiente emprendían el largo viaje hacia el norte y tres días más tarde los esperaban en los escenarios.

Mientras Rex se reclinaba hacia atrás y estudiaba las nubes que pasaban por encima del muelle, Lieneke le contaba a la dueña su victoria. Ninguno de los restaurantes de Marina di Camerota tenía una carta propiamente dicha; tanto los dueños como los clientes dependían de la pesca del día. Pero no importaba. A la mesa siempre llegaban platos exquisitos con pescados de nombres intraducibles que sólo se encuentran en las aguas del golfo de Pohcastro. La conversación no era tan fluida como otras veces, y los silencios aún menos. Cuando llegó el momento de hablar acerca de lo que el destino había decidido, Rex se sintió cohibido como un escolar. Allí estaba la adorable Lieneke, clavando de nuevo el tenedor en el pescado, ignorante de lo que él tenía que proponerle. Aquello era cruel, y debía ponerle remedio cuanto antes. Una barca de pescadores rezagada entró en el puerto. ¿Y por qué daba por supuesto que ella lo querría a él?

– Me lo he pasado muy bien jugando el partido -dijo Lieneke-. Y me alegro de haber ganado. -Permaneció un buen rato en silencio y después le dirigió a Rex una mirada triste e insegura-. No sé cómo explicarlo, pero ha habido un momento en el que he tenido el presentimiento de que el resultado del partido tendría un significado especial. -Entornó los ojos hacia el plato de pescado.

– Espera un momento -repuso Rex-. Ahora siento vergüenza por no habértelo dicho antes, pero yo quería decirte exactamente lo mismo. ¿Por qué los hombres somos más cobardes que las mujeres para estas cosas? -La miró a los ojos. En la frente de Lieneke se veía el remolino que ningún peluquero había conseguido dominar y que siempre aparecía en todos y cada uno de sus álbumes de fotografías. «Un mayordomo eternamente joven», asiera como la había descrito Rex en una ocasión, y así era como la veía en aquellos momentos-. Estoy lo bastante loco para casarme contigo -le dijo-. No sé si tú también estarás lo bastante loca para ello… -¿Sonaba lógico?

Lieneke miró hacia el puerto.

– Yo fui engendrada en este lugar, ¿lo sabías?

– ¿En serio?

– Sí…, yo también me casaría contigo.

– ¿De veras?

– Sí.

A los dos se les escapó una risita nasal y guardaron silencio. Siguieron comiendo. En Marina di Camerota no había cuchillos de pescado. De la radio de la cocina llegaba la melodía del éxito del verano, oportuno, como todas las canciones italianas, e idóneo para dejar claro a cualquiera que no estaba por encima del sentimentalismo más simple.

– Estas cosas lo dejan a uno sin palabras… -comentó Lieneke.

– Sí.

Lieneke estiró la mano y él la estrechó en la suya. Se miraron y se sonrieron.

– ¿Sabes lo que estaba pensando en el café mientras tú jugabas? En quiénes me gustaría que fuesen los testigos. ¿Qué te parece si nos casamos en febrero?

– Muy bien -dijo Rex-. Estoy teniendo una erección. No, no es nada sexual, nada que ver con eso. Es la misma erección que tuve cuando me fumé mi primer cigarrillo con un amigo en nuestra cabaña. Una erección de pura excitación, de estar haciendo algo emocionante, y es emocionante porque es algo nuevo, pero también porque estoy infringiendo leyes que aún siguen vigentes. Ya sabes a qué me refiero, como también sabes que ha llegado el momento de hablar de ello.

– Saskia.

– Sí.

– ¿Piensas a menudo en ella? -Tragó saliva.

– Todos los días, en algún momento.

Callaron. El tenedor de Lieneke chirrió contra el plato.

– ¿Habíais hablado alguna vez de casaros?

– Sí, pero, humm… sólo en broma. Era demasiado joven.

– ¡Pero sí era un año mayor que yo!

– Tú eres una persona distinta. Yo soy una persona distinta. Por supuesto que nos habríamos casado. Y seguramente haría tiempo ya que nos habríamos divorciado. O quizá no. Pero no se trata de eso.

– Ya lo sé. ¿Sabes una cosa? Nunca me he atrevido a preguntarte por Saskia.

Les retiraron los platos, tomaron vino y fumaron, y, a cada nuevo cigarrillo, Lieneke rebasaba la media de uno al día que se había propuesto. La dueña no se sentó a hacer su acostumbrada charla de sobremesa.

– Y no me he atrevido porque sólo se me ocurrían preguntas estúpidas. No sé lo que esa historia supuso para ti.

– No me importa que me hagas preguntas estúpidas.

Ella permaneció en silencio unos instantes, como si estuviese cogiendo carrerilla antes de saltar a ese nuevo territorio.

– ¿Tienes alguna foto de ella?

– Esa no es una pregunta estúpida. Sí. ¿Quieres saber si la miro de vez en cuando? No.

– ¿Dónde la tienes?

– En la cartera. Escondida en algún sitio.

– ¿Qué tipo de persona era?

– Muy suya. No era una persona fácil. Guapa y sexy. Le encantaba pasar la aspiradora porque le gustaba el ruido del cable cuando lo enrollaba. De ese tipo, ya sabes. Pero el amor se revela más fácilmente en el dolor, y ella jamás me dio la oportunidad de no quererla; era algo que a veces me resultaba insolente por su parte.

– ¿Sabes lo que hice en una ocasión? Fui a la agencia general de prensa y pedí que me dejaran ver su dossier.

– ¿De verdad? -Rex le cogió una mano entre las suyas-. Cariño, podías haberme pedido el mío.

– No me atrevía a hacerlo.

– Bueno, no creo que haya una gran diferencia. Quizá mi dossier sea algo más abultado, pero no contiene más información.

– Me dijiste que podía hacerte preguntas estúpidas… ¿Todavía esperas que regrese algún día?

– No, pero a veces me lo imagino y experimento una especie de decepción. Como si hubiese vivido ocho años para nada. Te diré algo innecesario: si ella regresara me quedaría a tu lado. Pero si pudiese volver a aquella gasolinera, volvería. Te lo digo sinceramente, no tendría sentido mantener esta conversación y no ser sincero contigo.

– No me importa. -Lo miró con una sonrisa valiente.

– Pero… ¿sabes qué es lo peor? No saber. Delante de la puerta, con dos latas en la mano… y zas, desaparece. Como si alguien hubiese decidido que sus átomos ya no podían seguir juntos. Haberla perdido es algo que entra dentro de lo razonable, pero no saber nada no lo es. Resulta insoportable. Juguemos a uno de esos juegos mentales. Por ejemplo, me entero de que vive en otra parte, que es muy feliz y todo eso. Y entonces me veo obligado a elegir: dejar que ella siga viviendo de esa manera o descubrir todo lo que pasó a cambio de su muerte. Pues la dejaría morir.

Los comentarios se habían vuelto demasiado penosos. Rex se había dejado arrastrar por la fuerza de ^sus propios pensamientos. Deseó que se le presentara la oportunidad para cambiar de tema, y le agradeció a Lieneke que guardara para sí las preguntas que aún tenía.

Al final fueron los franceses quienes le brindaron una salida. Iban paseando por la orilla del embarcadero, ya a oscuras, tan sigilosamente que casi habían pasado de largo cuando Rex y Lieneke los vieron.

Alzaron sus copas.

El alto y la chica les devolvieron el saludo levantando la mano e inclinando la cabeza. El calvo iba tras ellos, ensimismado, sin levantar la vista.

– ¡Qué pena que no nos hayamos hecho una foto de grupo! -dijo Rex.

– Se me ocurre una forma de arreglar eso -dijo Lieneke-. Son de Lille, ¿no? No está tan lejos. Podríamos invitarlos a que vengan a tocar en nuestra boda.

– ¡Genial! -dijo Rex.

Se echaron a reír. Después la dueña fue a interesarse por su conversación. Le pidió a Lieneke que le contase por qué andaban con tantos misterios y, cuando se enteró de la noticia, los besó a ambos y, sin que nadie se lo pidiera, puso tres copas de champán barato encima de la mesa.

Lieneke oyó un ruido que desentonaba con las noches gorjeantes y rumorosas de Marina di Camerota. Provenía de muy cerca, justo de detrás de ella, un ruido angustioso y atormentado que la despertó.

Era Rex. Solía hablar en sueños, pero esta vez era diferente. Se trataba de una especie de gemidos que a Lieneke le pusieron los pelos de punta. Sonaba como «osmio, osmio», sollozos lastimeros que iban cobrando intensidad y acababan en llanto.

Intentó despertarlo, pero él la apartó bruscamente y gritó: «¡No, no!, ¡osmio!» Sus gritos rebotaban contra las paredes de la habitación embaldosada, implorantes, como si experimentase un profundo dolor.

Sintió escalofríos; la empapaba un sudor frío y profuso. Vio su rostro iluminado por la tenue luz que aún flotaba sobre el mar y que se filtraba en el dormitorio a través de las ventanas abiertas: Rex tenía los ojos abiertos de par en par.

– ¡Cariño, cariño! ¿Qué te pasa?

– ¡Osmio, osmio! ¡El Huevo de Oro!

– Rex, cariño, despiértate, por el amor de Dios. ¿Qué es eso del Huevo de Oro? Tienes una pesadilla. ¿Quieres que te traiga una toalla mojada?

– ¡Es terrible, terrible! -Su voz sonaba tan lejana que ella se apartó de él con aprensión. ¿Qué podía hacer? Sólo esperar a que acabara la pesadilla… pero ¿cuánto tiempo podría soportar aquel llanto inhumano?

Se dio cuenta de que ella también estaba llorando; la almohada estaba empapada de lágrimas.

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