Selena había intentado tomárselo con ligereza, pero conocer a la familia de Leo la ponía más nerviosa de lo que hubiera querido admitir. Él le había dicho que tenía la cabeza llena de tópicos, y en parte era cierto. Tenía miedo de hacer o decir algo que avergonzara a Leo; prefería montar a un toro que arriesgarse a hacer el ridículo.
La casa fue puesta patas arriba. Leo y Selena se retiraron a habitaciones más pequeñas, en la parte de atrás de la casa, para dejarles las mejores a sus tíos y a Guido y Dulcie.
Selena miraba con sorpresa cómo Gina preparaba la casa con la ayuda de dos doncellas, una cocinera y dos chicas del pueblo. La ponía nerviosa que la sirvieran.
– Bueno, ahora eres la señora de la casa -le dijo Leo-. Despide a todo el mundo y hazlo tú, si te apetece.
– ¿Ah, sí? -preguntó ella.
Leo la miraba divertido.
– También puedes cocinar, si quieres.
– ¿Has probado mi comida?
– El otro día me preparaste un sándwich y todavía me levanto por las noches. Déjales hacer su trabajo y tú ocúpate de lo tuyo, que son los caballos.
Con los caballos era todo más sencillo. Sabía lo que esperaban de ella. Por desgracia, también le recordaban a Elliot, lo que le producía ataques de nostalgia. Y la grandeza de la casa, cuando Gina terminó de transformarla, le hacía también añorar su pequeña autocaravana y viajar con Elliot por horizontes lejanos con el dinero justo para llegar a la próxima parada y confiando luego uno en el otro para ganar más.
Allí también había horizontes lejanos, pero le parecían menos salvajes ahora que sabía que pertenecían a Leo y, por extensión, también a ella. En un horizonte que le pertenecía no había misterio. Y tampoco emoción.
Pero apartaba aquellos pensamientos. Sabía que la visita de la familia era importante para Leo, así que, cuando este sugirió que podía comprarse un par de vestidos, no protestó. Eligió prendas lo más sencillas posibles, porque se sentía insegura y no quería llamar la atención.
El conde Francesco Calvani había decidido viajar desde Venecia en su limusina, porque pensaba que resultaría más cómodo para su adorada Liza, a la que no le gustaban los trenes.
Guido y Dulcie viajaban en su coche deportivo. Pararon a comer en Florencia y llegaron a Bella Podena por la tarde.
– Estábamos deseando verte -dijo Guido cuando abrazó a Selena.
A ella le cayó bien en el acto. Se parecía muy poco a su hermano, pero sus ojos tenían el mismo brillo.
Dulcie era casi tan delgada como ella, pero con una masa de rizos rubios que Selena le envidió en secreto. También la abrazó y le dijo que se alegraba de que pronto fueran a ser hermanas. Selena empezó a relajarse.
Más tarde se congregaron fuera para recibir al conde y la condesa. Cuando paró la limusina, salió el chofer y procedió a abrir una de las puertas.
De ella bajó una mujer bajita de rostro fino y delgado. Selena tuvo la impresión de que estaba muy tensa.
El conde salió del vehículo y sonrió a su esposa, que le devolvió la sonrisa y le puso una mano en el brazo. Entraron todos en la casa, donde se hicieron las presentaciones.
El conde Francesco Calvani poseía el encanto de la familia. Abrazó también a Selena como a una hija y le habló en un inglés excelente. Liza le sonrió, le estrechó la mano y le dijo unas palabras de bienvenida que tuvieron que traducir al inglés. Selena le dio las gracias con palabras igual de pomposas, que el conde tradujo al italiano.
Las dos mujeres se miraron a través de un abismo.
Selena, como señora de la casa, acompañó a Liza a su habitación, pero por suerte Dulcie fue con ellas y les hizo de traductora. Cuando al fin consiguió escapar, dando gracias al Cielo por ello, tuvo la horrible impresión de que la condesa hacía lo mismo.
Tenía la sensación de estar perdida en un desierto; todo lo que hacía le parecía mal, a pesar de que Leo le sonreía y le decía que lo hacía muy bien.
Su vestido parecía aburrido al lado de la elegancia sencilla de la condesa y de la belleza exuberante de Dulcie. Cuando Gina la llevó al comedor para que aprobara la colocación de la mesa, tuvo la impresión de que Gina sabía que todo aquello era un misterio para ella y la despreciaba por eso.
– Está todo de maravilla -dijo con desesperación.
– La comida está lista, señorita.
– En ese caso, supongo que debo traer a la gente.
Comunicó el mensaje a Leo, que hizo el anuncio. Sabía que debería haberlo hecho ella, pero prefería montar un toro a invitar a aquella compañía a «su» comedor. Empezaba a preguntarse cuándo habría un vuelo de vuelta a Texas.
Las cosas mejoraron un poco cuando se encontró hablando con Dulcie. Intercambiaron historias sobre su vida antes de los Calvani y a Dulcie le encantó lo que Selena le contó.
– Siempre me han encantado las películas del Oeste -dijo-. ¿De verdad hacéis esas cosas?
– Montar sí. Yo no uso el lazo, aunque sé hacerlo. Me enseñó un vaquero y dijo que era bastante buena.
– ¿Vas a usar el lazo mañana en Grosseto?
– Las mujeres no hacen eso en los rodeos. Solo participamos en las carreras de barriles.
Dulcie la miró con malicia.
– ¿Crees que los organizadores de Grosseto lo saben?
– Eres mala -sonrió Selena.
Guido y Leo miraban con satisfacción a sus mujeres desde el otro lado de la mesa.
– Siempre lo hacemos -observó Guido.
– ¿Qué? -preguntó su hermano.
– El tío Francesco dice que los Calvani siempre elegimos lo mejor, la mejor comida, el mejor vino, las mejores mujeres. Los dos lo hemos hecho bien.
La comida fue soberbia. El conde felicitó a la cocinera y a continuación declaró que la boda, por supuesto, tendría lugar en la basílica de San Marcos, en Venecia.
– Selena y yo hemos pensado en la parroquia de Morenza -dijo Leo.
– ¿Una parroquia? -el conde parecía no saber qué decir-. ¿Un Calvani casándose en un pueblo?
– Esta es nuestra casa -declaró Leo con firmeza-. Es lo que queremos los dos.
– Pero…
– No, tío.
El conde parecía dispuesto a seguir hablando, pero la condesa le puso una mano en el brazo y dio algo que Selena no entendió, aunque sí oyó su nombre.
– De acuerdo -dijo el hombre-. No diré nada más.
Dio una palmadita a su esposa en la mano y le respondió en el mismo lenguaje que había usado ella.
Selena pensó que no había que ser un genio para saber lo que habían dicho. La condesa no entendía a qué venía tanta discusión. San Marcos era demasiado bueno para Selena Gates. Y el conde se había mostrado de acuerdo con ella.
Por suerte, todos querían retirarse temprano para estar descansados al día siguiente. Normalmente Selena dormía sin problemas, pero aquella noche permaneció despierta durante horas, preguntándose qué hacía allí.
Salieron temprano para Grosseto y Leo instaló a la familia en un hotel desde el que podían ver el desfile. Selena y él fueron directamente al lugar de encuentro de donde partiría este.
Los dos iban vestidos con prendas del puesto de Delia, camisas vaqueras abrochadas hasta el cuello, botas de vaquero, cinturones con grandes hebillas de plata y sombreros Stetson.
El desfile fue impresionante. La banda municipal apareció en pleno, los jinetes poseían el esplendor rudo de personas que llevaban una vida dura y usaban a diario el lazo y los caballos.
Después del desfile, todo el mundo se desplazó a un campo cercano, para las competiciones de la tarde. La primera fue la doma del caballo. Leo se había apuntado y no lo hizo mal, aunque no ganó nada. Luego, instalaron los barriles y una voz habló de Selena por el altavoz y predijo que completaría el circuito en menos de catorce segundos.
Aquello suponía un gran reto, ya que los barriles estaban muy separados para eso y Peri carecía de experiencia. Las dos hicieron lo que pudieron y tardaron catorce segundos y medio, lo que no impidió que el presentador gritara «catorce segundos» cuando terminaron. Y la alegre multitud aceptó su palabra.
Si Selena creía que allí terminaba todo, la esperaba una sorpresa. La siguiente prueba era la de enlazar terneras y alguna persona traviesa la había apuntado. Guido siempre juró que no había sido él.
Al igual que Leo, consiguió arreglárselas para no quedar en muy mal lugar y la tarde terminó en medio de una buena atmósfera. Los Calvani la vitorearon hasta enronquecer, todos menos la condesa, que aplaudió sin mucho ruido.
Había una docena de puestos de comida que vendían especialidades y todos comieron libremente, hasta la condesa, que devoraba con placer.
– Ella es de esta zona -le explicó Leo-. Y no tiene a menudo ocasión de disfrutar de la auténtica comida toscana.
Cuando llegaron de vuelta a casa, todos tenían hambre de nuevo, y los pensamientos de Selena habían vuelto a cruzar el Atlántico.
– Me tomaría un perrito caliente -suspiró.
– Podemos hacerlos -dijo Gina-. ¿Qué se necesita?
– Salchichas y panecillos.
– Panecillos tenemos. Las salchichas las enviaré a buscar.
– Pero es tarde. Las tiendas están cerradas.
– Enviaré a Sara. El carnicero es tío suyo.
Media hora después, volvió la doncella con los mejores productos de su tío. Selena hizo perritos calientes al estilo toscano y todos declararon que eran excelentes.
Hasta la condesa comió dos. Y le sonrió y le dio las gracias en italiano.
Después, mientras tomaban café y bebían vino, Dulcie le dijo:
– Eres tal y como esperaba.
– ¿Sabías algo de mí? -preguntó Selena, sorprendida.
– Cuando Leo volvió de Texas, no hablaba de otra cosa; decía que eras maravillosa y que ya no tenía tu número de teléfono. Se estaba volviendo loco. Si no llegas a venir tú, estoy segura de que habría ido él a buscarte.
Selena levantó la vista y vio que Leo las miraba y sonreía avergonzado.
– Ahora ya lo sabes -dijo.
– Siempre lo he sabido -se burló ella-. Sabía que no podías resistirte a mí.
– Por otra parte -musitó él-, fuiste tú la que vino en mi busca.
– De eso nada. Yo vine al rodeo.
– Claro que sí.
– Claro que sí.
– Bien, ahora ha pasado -dijo él-. Puedes irte si quieres.
Pero se levantó y le puso una mano en el hombro.
Los demás los miraban sonrientes.
– Pues me iré -dijo ella, desafiante.
– Muy bien, vete -apretó la presión de la mano.
– Me voy.
– Bien.
– Bien.
– Vamos, acabad de una vez, necesito una copa -protestó Guido, exasperado.
Todos trasnocharon mucho, poco deseosos de ver terminar la noche. Un brindis siguió a otro hasta que al fin se fueron a la cama.
A la mañana siguiente partieron las visitas, con la promesa de volver a verse pronto en la boda. Hasta la condesa sonrió y besó a Selena en la mejilla, y esta empezó a pensar que se había preocupado sin motivo. Permaneció al lado de Leo hasta que desapareció el último coche y luego fueron a trabajar.
Era la temporada de la cosecha y Leo tenía que recoger la uva y la aceituna, así que no habría tiempo para la boda hasta más adelante. A Selena la fascinaba aquel aspecto de su vida y pasaba largas horas a caballo, montando con él.
Regresaban de noche, cansados pero contentos. El nerviosismo de la joven disminuía gradualmente. No había nada que temer y aquella vida feliz continuaría siempre.
La llamada de teléfono llegó una mañana de improviso. Selena salió de la ducha y vio a Leo preocupado.
– Ha llamado el tío Francesco. Quiere que lo dejemos todo y vayamos a Venecia ahora, en este mismo momento.
– Está loco. Estamos con la uva.
– Ya se lo he dicho, pero ha dicho que es urgente.
– ¿Crees que quiere discutir de nuevo contigo lo de la boda?
– Espero que no sea eso. Le he dicho muchas veces que nos casaremos en Morenza.
– ¿Y vas a ir a Venecia ahora?
– Vamos a ir los dos. Tengo que hablar con Renzo y luego sacaré el coche -lanzó un gemido-. ¿Por qué no podía decirme al menos lo que ocurre?
Cuando se acercaban a la ciudad, Selena preguntó:
– Si las calles de Venecia están bajo el agua, ¿dónde aparcaremos el coche?
– En la Plaza de Roma dejamos el coche y tomamos una lancha el resto del camino.
– ¿Una góndola?
– No, no funcionan como taxis, solo hacen viajes para los turistas. El tío nos enviará su lancha.
Pero cuando llegaron allí se encontraron con que los esperaba Guido con una góndola.
– Había olvidado que te gusta hacerte pasar por gondolero -sonrió Leo. Miró a Selena-. Tiene amigos gondoleros que le prestan el barco cuando le apetece trabajar un poco.
Guido metió sus maletas en la góndola y ayudó a subir a Selena.
– Tú escondes algo, hermano -sonrió Leo.
– ¿Quién yo?
– No te hagas el inocente. ¿Qué sabes tú que yo no sepa?
– Las cosas que yo sé y tú no llenarían un libro -repuso Guido-. No me culpes a mí. Es la vida. El destino.
Se pusieron en marcha y poco después entraban en el Gran Canal.
– Ahí vive el tío -Leo señaló un edificio a la derecha.
El palacio Calvini era un edificio monumental, con decoraciones de piedra en la fachada. Cuando entraron, había un montón de sirvientes para ayudarlos y la gran casa pareció envolverlos. Selena se apretó contra Leo.
– Lo sé -dijo este-. A veces yo también creo que no voy a salir con vida.
La joven soltó una risita y se sintió mejor. Si estaban juntos, no podía pasar nada.
Cuando vio su habitación, abrió mucho los ojos.
– Es tan grande como una pista de tenis -susurró a Leo-. Nos perderemos en ella.
– «Nos» no -corrigió él-. Mi habitación está en el otro extremo del pasillo.
– ¿No nos han puesto juntos? ¿Por qué?
– Porque no estamos casados. Tenemos que comportarnos.
Selena vio entonces algo que la sobresaltó.
– Leo, ¿quién es esa y qué hace con mi maleta?
– Es la doncella de Liza -dijo Dulcie, que apareció detrás de ella-. La ha enviado para que te ayude.
– ¿Por que cree que no puedo arreglármelas sola?
– No seas tan susceptible -dijo Dulcie-. Lo hace como un cumplido, porque eres una invitada honorable.
Selena pensó que podía tratarse de eso o también de un insulto sutil, un modo de decirle que la condesa sabía que no tendría doncella propia. El problema con aquella gente era que no sabía por dónde tomarlos.
Había contado con el apoyo de Leo, pero no tardó en darse cuenta de que él solo la comprendía a medias. Estaba con su familia, los quería y compartían pensamientos que no necesitaban palabras. Lo llamaban «el granjero», pero era con afecto, era uno de ellos de un modo que Serena no podía esperar serlo nunca.
A partir de ese momento veía significados ocultos por todas partes. Cuando la condesa fue a buscarla a su habitación para acompañarla personalmente a la cena, ¿fue un cumplido o un modo de decirle que era demasiado tonta para encontrar el camino?
Pero ella no se dejaría intimidar.
Respiró hondo y aceptó el asiento de honor, en ángulo recto con la condesa. Después se las arregló bastante bien con las copas y los cubiertos.
La comida era soberbia y ni siquiera su susceptibilidad morbosa podía convertirla en un insulto. Empezaba a relajarse cuando hubo una pequeña conmoción en la puerta y la familia Calvani se levantó en masa para recibir a un hombre y una mujer.
– ¡Marco! -gritó el conde con alegría-. ¡Harriet!
Tanto el hombre como la mujer eran altos y elegantes.
– No sabía si podríais llegar -dijo el conde, que se acercó a abrazarlos.
– Hemos conseguido encontrar sitio en un vuelo -repuso Marco-. No íbamos a perdemos la gran ocasión. ¿Habéis…?
– No, todavía no -lo interrumpió el conde-. Venid los dos; quiero presentaros al miembro más reciente de la familia.
Selena y Leo se miraron confusos a través de la mesa. ¿Gran ocasión?
A la joven le cayó bien Harriet, que se sentó a su lado y empezó a charlar entre bocado y bocado.
– Me alegro mucho de que Leo y tú hayáis terminado juntos -dijo.
– Ya le he contado lo mucho que hablaba de ella -intervino Dulcie.
– Sí.
– Lo cierto es que las dos os reísteis de mí -dijo Leo. Sonrió a Harriet-. Pero lo de Marco es peor. Tienes que haberlo afectado mucho para que te siguiera a Londres de ese modo y haya permanecido semanas allí. ¿Cuándo te vas a casar con él?
– Tendrá que ser pronto -rió Harriet-. Me va a dar la tienda como regalo de boda. Tengo una tienda de antigüedades -le contó a Selena-. El problema es que soy terrible en los negocios, pero Marco me ha enseñado «sentido común financiero».
– ¿Antigüedades? -preguntó Selena, mirando a su alrededor.
– Sí -asintió Harriet-. Estas cosas. Aquí se me hace la boca agua. Está lleno de historia y belleza. Se podría resumir la historia de Venecia en esta casa, la gente, las ocasiones…
Selena ya no la oía. Estaba deprimida. Por un momento había esperado encontrar un espíritu afín en Harriet, alguien que también se sintiera allí como pez fuera del agua. Y ahora resultaba que estaba tan en su salsa como los Calvani. Ella encajaría bien en la familia y Selena no.
Pero al menos le quedaba Dulcie, la detective privada, la chica trabajadora que había tenido que trabajar para ganarse la vida.
Tenía que aferrarse a aquel pensamiento porque empezaba a darse cuenta de que había cosas que no podía compartir con Leo porque, sencillamente, no las comprendía.
Y eso era lo peor de todo.