Entonces me dijo que uno de sus mozos era miembro de nuestra Comunidad Indígena, y que él le daba dinero para que lo tuviera al tanto de todo, y que supo que yo quería matarlo. Me enseñó una credencial de coronel y me dijo que tenía rifles y ametralladoras para que todos sus mozos nos recibieran a balazos el día que le fuéramos a ocupar las tierras.
Entonces yo le dije que no íbamos a ir solos, sino que las fuerzas del Gobierno nos iban a dar posesión. Él se rió y me dijo que mi patrón, el presidente municipal don Faustino, lo había acompañado a México a ver a las autoridades agrarias y que allá les dijeron que sus tierras estaban seguras y que nosotros no podíamos hacerles nada, porque ellos tenían detenido el pleito.
Entonces le dije: "¿De qué se asusta? Todos estamos dentro del Gobierno, yo y los otros cuatro cabezales tenemos credenciales firmadas por el Gobernador, y ustedes se manejan desde más arriba".
Entonces don Abigail me dijo: "Mira Pedro Bernardino, tú y yo tenemos hijos, a lo mejor se matan entre ellos o nos matan a nosotros. Lo que quiero es que no andemos a la greña. Chócala".
Dejó la pistola, me dio la mano y la chocamos tres veces. "Súbete, te llevo a tu casa". "Gracias, todavía puedo andar". Y luego, como me vio la soga en el hombro, me preguntó qué andaba buscando. "Una bestia que se me desbalagó".
Entonces me dijo: "Mira Pedro Bernardino, no tarda en venir aquí a la laguna un muchacho con unas bestias mías. Allí anda tu caballo. Cuando venga dile que es tuyo, y si no te lo da, tú vas mañana por él, o si quieres, yo te lo mando. Lo único que te pido es que de hoy para adelante tú mismo me digas cómo van los asuntos de la comunidad".
Yo le contesté: "Mire don Abigail, venga a mi casa cuando quiera y yo le informaré, pero no espere que vaya a tocarle a la suya, porque ése no es mi deber".
– ¿Se acuerda de que usted dijo que podía hacerme una vela de a doscientos pesos?
Don Fidencio ya iba a cerrar su tienda y traía las llaves en la mano, después de un día de malas ventas. Se quedó viendo a la mujer y la recordó: era la que había estado manoseando una noche todas las velas. Le iba a decir una barbaridad, pero la mujer se le adelantó, sacando del rebozo un montoncito de pesos de plata:
– Aquí le traigo veinte pesos a cuenta para que me la empiece, la quiero de veinte arrobas, cueste lo que cueste. Déme un recibito.
Don Fidencio contó las monedas mecánicamente, y en un pedacito de papel de estraza, con que acostumbraba liar las velas por el medio, escribió con lápiz: "Recibí de María Palomino la suma de veinte pesos, a cuenta de una vela de veinte arrobas de cera cuyo valor será de…"
– Si quiere déjele pendiente lo del precio, eso es lo de menos. Lo que yo quiero es que sea la vela más grande y que dé más luz porque se la vamos a poner a Señor San José. Cada ocho días le voy a ir trayendo lo que pueda. Pero que sea de cera líquida…
Septiembre 15
Hoy hace cuatro meses, un día vulgar como cualquier otro, quedó de pronto convertido en una fecha macabra. Hubo a medio día un terremoto.
De Colima, donde el fenómeno alcanzó proporciones desastrosas aunque hicieron menos argüende que nosotros, emigraron muchas familias en busca de tranquilidad. Como la vida es muy cara en Manzanillo, una de ellas decidió venir a establecerse a Zapotlán.
María Helena llegó el día cuatro de junio pero yo no recuerdo haberla visto hasta el día veintiuno; por lo menos, ése fue el primer encuentro decisivo. Yo sabía que tarde o temprano tendría que irse, pero nunca imaginé que se fuera tan pronto, y sobre todo del modo que lo hizo. Como todavía no puedo olvidarla, tengo pensado ir a Colima a decirle que soy un hombre formal y que no estoy de acuerdo en que nuestro noviazgo termine.
Pero por de pronto, ha sido una experiencia más, y negativa como las anteriores:
Ofelia,
Esther,
Conchita,
Luz María…
María Helena también me dejó, como quiera que haya sido. Estos cinco nombres tan distintos, suenan del mismo modo en mis oídos. De ellos, el de Luz María es el más ingrato, el de Ofelia el más humillante, el de Conchita el más gris, el de Esther el más importante y el de María Helena el más luminoso…
– Aquí las Fiestas Patrias no son más que pretexto para divertirse y alborotar en nombre de la Independencia y de sus héroes. Ayer, día dieciséis, un modesto desfile por la mañana, y por la tarde… juegos de cucaña: palo ensebado, puerco ensebado y barril ensebado… El apogeo del sebo. Más tarde, bajo una lluvia que año con año desluce estos días, hubo combate de flores: coches llenos de muchachas y coches llenos de muchachos se lanzaron unos a otros ramos enlodados de cempasúchiles y santamarías…
– Bueno, pero hay que reconocer que la noche del quince fue inolvidable. La ceremonia del Grito no falla nunca, llueva o truene. Y esta vez, el discurso en loor de los héroes estuvo a cargo de Gilberto, el joven juez de Letras que se ha ganado las simpatías de todos. Esa noche los cohetes, la algarabía y las campanas tuvieron sentido, porque eran como la justa continuación de las palabras de Gilberto. Los colores de nuestra Enseña Nacional parecían teñirse de nuevo en la sangre entusiasmada, en la fe y en la esperanza de todos. Allí en la Plaza de Armas fuimos efectivamente los miembros de la gran familia mexicana, y nos sentimos alegres y conmovidos bajo la lluvia pertinaz…
– Me acuso Padre de que escribí un cuento.
– ¿De qué se trata?
– No. Aquí está. Se lo dejo. Mañana vengo otra vez a confesarme.
Pitirre en el jardín
Pitirre andaba en el jardín.
En una banca estaba sentada una señora con una niñita en los brazos. La niña le gustó a Pitirre. "¿Me deja darle una vueltita a su niña?", le dijo Pitirre a la señora.
Pitirre se llevó a la niñita entre unas matas de trueno. Sacó una botellita y le dijo que bebiera un traguito. La niña dio un trago grandote. Luego comenzó a crece y crece. Se hizo una muchacha grande. Más grande de lo que Pitirre quería. Luego se casó con ella y tuvo su noche de bodas bajo las matas de trueno.
Después sacó otra botellita y la muchacha volvió a dar un trago grandote. Luego comenzó a hacerse chiquita, chiquita. Pitirre la tomó en sus brazos, le puso un caramelo en su boquita y se la llevó a su mamá.
La señora dijo: "Qué niño tan mono". Luego le dijo a la niñita: "Dile muchas gracias". Pero la niña, que se había hecho muy chiquita, ya no sabía hablar. Sólo hizo: "Ta, ta". Miró a Pitirre con mucho sentimiento, no por lo que le había hecho bajo las matas de trueno, sino por haberla dejado tan chiquita.
Cosas como ésta hacía Pitirre en el jardín.
Don Fidencio labra la cera como su padre y como su abuelo: colgando los pabilos en los bordes de una gran rueda que gira horizontal, suspendida a una altura que corresponde al tamaño de los cordoncillos, según sean las velas de a diez centavos, de a veinte o de a cincuenta.
Sentado frente a un cazo de cobre puesto sobre brasas de carbón, don Fidencio les va echando la cera a los pabilos, bañándolos con un angosto resmillón. Con la mano izquierda hace girar lentamente la rueda, y así se sigue, de pabilo en pabilo, que se van enfriando al dar vuelta, hasta que engordan las velas según sean de a diez, de a veinte o de a cincuenta…
Ya que están bien frías, don Fidencio pule las velas rodándolas sobre una mesa de madera, lisa como un espejo. Luego les corta la cola y les arregla la punta. Ya que están bien torneadas, les graba su sellito de garantía con polvo de oro.
Hacer velas no es tan fácil. Hay que blanquear primero la cera, esparciéndola al sol en copos, estallados en caliente sobre una pila de agua fría. Doña María la Matraca entrega la cera como todo el mundo, en marquetas redondas de distintos tamaños y de distintos colores, unas amarillas, otras anaranjadas y otras cafés, llenas de impurezas y con abejas muertas.
Labrar la cera no es fácil… "¿Para qué me habré hecho cerero?" Don Fidencio no se podía dormir. "¿Para qué me eché el compromiso de la vela de a doscientos pesos?" Pero los pesos de plata que le llevaba la mujer, lo sacaban de muchos apuros. "Mañana voy con doña María y le encargo toda la cera de sus colmenas y le pago lo que le debo.
A partir del día del acabo, las labores quedan a merced del tiempo y de la voluntad divina, desde agosto hasta octubre. Todos pedimos, de rodillas en la iglesia, y al echarnos las cobijas antes de dormir, lluvias buenas y espaciadas, con veranillos de sol fuerte. De tierra, agua, sol y aire se hacen las mazorcas. Esto lo saben todos los que siembran año con año los campos de Zapotlán, pero para mí es un milagro. Y no creeré en él hasta que tenga en la mano los primeros granos de mi cosecha.
– Alcé los ojos y vi un hombre que tenía en la mano un cordel de medir y le pregunté qué andaba haciendo. Me dijo: "Voy a medir la tierra para ver cuánta es su anchura y cuánta su longitud."
– A mí me pasó lo mismo. Siempre me voy temprano a la labor y ahora vi a dos individuos a caballo con traza dizque de cazadores, siendo que allá por lo mío no hay nada a qué tirarle. Me guarecí en el rancho y vi que andaban recorriendo todo el lindero. Se me hicieron muy sospechosos. Uno era de aquí, creo que uno de los tlayacanques por más señas. El otro era fuerano y si no me equivoco creo que es el ingeniero que les mandaron de no sé dónde. Les pregunté a los mozos y me dijeron que ayer también los vieron.
– Sí, fíjese nomás que andan por todo el llano midiendo las tierras a cordel.
– Y yo, imagínese, apenas acabo de comprar mi potrero, y me aseguraron que eran tierras inafectables…
…y volviendo en la referida forma a la puerta de dicho cementerio que está al Poniente, se tiraron otros sesenta de dichos cordeles por todo el camino que sale de este Pueblo para la provincia de Amula, y habiendo pasado con dichos sesenta cordeles en un bajío que hace en el medio de dicho llano, por lindero conocido pidieron dichos indios otros cinco cordeles más, que se midieron hasta el propio camino que cruza por todo el llano y viene del Pueblo de Tuxpan para Sayula, que así mismo se les concedió por no haber circunvecino que sea damnificado, donde se mandó poner mojoneras…
– Yo no sé en qué estábamos pensando… Nunca se nos ocurrió acabar con todas esas mojoneras antiguas que a veces todavía están en los límites del llano y en las faldas de los cerros. Claro que no están todas, pero hay muchas, y de ellas se están agarrando para confirmar lo que dicen sus papeles, respecto a mediciones y límites antiguos. Mire usted el mapa que yo acabo de hacer nomás así a la ligera. Empecemos por el occidente. La línea va desde Apango, y pasando por el Florifundio y el Cerro de los Puercos va a dar hasta el Agua del Borrego al pie del Volcán de Nieve, baja por el Apastepetl y llega a Huescalapa. De la Puerta de Cadenas sigue por los Amóles y el Chuchul, por el rumbo de la Ferrería de Matacristos. Ya en Cerrillos, entra por toda la Cofradía hasta más allá del Papantón, y luego pues, volvemos cerca de Apango y ya le dimos la vuelta a todos los cerros que circundan el valle. Así que no le quepa a usted la menor duda, todo lo suyo y lo mío lo que todos los agricultores de Zapotlán hemos comprado con tantos sacrificios, hasta el último terrón, les pertenece a esta bola de cabrones…
Esto de medir las propiedades parece que es una moda. Ahora yo vi por la ventana que Apolinar, uno de los Godínez, andaba por la acera a pasos contados, midiendo el frente de mi casa, doce metros y medio… Luego tocó la puerta. "¡Pase!" Le grité desde el cancel. "No. Aquí nomás". Y asomaba la pura cabeza. "¡Pase, le estoy diciendo!" Lo metí casi a fuerzas. Preguntó por mi mujer, porque es medio pariente. No quiso sentarse y todo se le iba en mirar para adentro, en calcular el tamaño del patio y la altura de las paredes. "Esta casa linda con el Municipio ¿no es verdad?" "Sí, linda con el Municipio. Dígame, ¿qué más se le ofrece?"
Para no hacerle el cuento largo, ¿sabe lo que quería? Pues que yo le traspasara la hipoteca que hice para comprar el potrero. Me ofreció interés más bajo del que estoy pagando, y se permitió decir que si la casa se perdía, siquiera quedaba en familia.
– ¿Cómo que todo?
– Sí todo. Todo el valle de Zapotlán es de ellos, según les están metiendo en la cabeza los historiadores y tinterillos que los azuzan contra nosotros. Cincuenta y cuatro mil hectáreas de sembradura, sin contar las tierras de la Comunidad Agraria, porque eso sí, ellos no van a meterse con el Gobierno.
– Y lo más chistoso de todo es que si les dieran las tierras, digo, es un decir, se vendría abajo toda la agricultura de la región. ¿Se imagina usted la crisis? ¿De dónde iban a sacar para hacer las labores si no tienen ni para taparse el fundillo? Ya ve usted, muy pocos pueden agarrar las tierras a medias, y los cuatroparteros ya casi se acabaron porque hay que habilitarlos de todo y prestarles hasta los pizcalones. Ni modo que le entren otra vez al llano con arados de palo…
– No se haga usted ilusiones. Detrás de ellos andan muchos interesados, de aquí y de fuera. Yo lo sé de buena tinta, hay quien les ha ofrecido dinero para los pleitos, cuesten lo que cuesten, y préstamos para cuando ganen. Por fortuna ellos no aceptan y quieren hacer las cosas a su modo, ya ve usted, son como los pájaros prietos, pendejos y desconfiados.
– Yo propongo que si Señor San José es de veras el patrón de Zapotlán, que nos lo demuestre y nos dé a entender de una vez si está con los pobres o con los ricos.
– ¿Y eso cómo lo vamos a saber?
– Pues si está con nosotros, que se arregle lo de las tierras. Y si no, nosotros para qué nos metemos ya en lo de la Función…
– A mí me parece mejor que este año no gastemos de más. Se ha juntado bastantito dinero, no se lo demos todo al señor Cura, al cabo él está de acuerdo. Lo que siempre nos falta es con qué pagar los juicios, por eso siempre ganan los ricos. Necesitamos ayudarle a Señor San José a que nos haga el milagro…
Desde que se echó el compromiso de hacer la vela de doscientos pesos, don Fidencio estaba intratable. Regañaba a su mujer, a sus hijas y a las mujeres que manoseaban sus velas.
– ¿Cuál de todas se va a llevar? Deje ái, deje, me las está llenando de mugre.
Pero al mismo tiempo estaba orgulloso pensando en el tamaño de la vela de veinte arrobas. Casi tres metros de alto y medio metro de diámetro.
"¿Cómo la haré? Si la hago como todas, me pasaría la vida bañándola con el resmillón subido en una escalera. Tengo que hacer un molde. Eso es, un molde. ¿De madera? ¿De yeso? No, mejor de barro. Primero tengo que hacer una columna, de lo que sea, para sacar el molde hueco. La columna la voy a hacer con ladrillos redondos… ¿Y si en vez de ladrillos redondos voy poniendo panes de cera, uno encima de otro, pegándolos con cera derretida, hasta llegar al tamaño? Luego sería cosa nomás de bañarla por encima para borrar las junturas…"
Como ya tenía ochenta pesos recibidos, don Fidencio se decidió a acometer la tarea. "Más vale empezar de una vez y no estarme quebrando la cabeza en que si la hago de este modo o del otro. Mañana mismo voy a hacer una hijuela…"
Reverendo Padre Superior, Padre mío en Jesucristo:
Confirmo a su paternidad lo dicho en mi anterior, y agrego lo siguiente. Circula cada vez más por aquí el rumor de que el señor Cura, o mejor dicho los jefes de la Comunidad Indígena, que por otra parte son Hermanos Mayores de las Cofradías antiguas, han estado disponiendo del dinero que se recauda en sus sectores para otros fines muy distintos a los festejos religiosos del próximo octubre, como son los de contribuir a los gastos del pleito que los naturales de aquí siguen en contra de los señores hacendados en sus reclamaciones de tierras. Sin atreverme a juzgar la conducta del respetable señor Cura (pues como he dicho a Su Paternidad, se trata de simples rumores, aunque muy autorizados), sí puedo decir, y Dios me perdone si incurro en falso testimonio contra mi voluntad, que el señor Cura parece estar francamente de parte de los indígenas, y les está dando mucha beligerancia en los asuntos de la Función, cosa que afecta los intereses y el prestigio de las otras clases sociales, injustamente postergadas y puestas a un lado, por decirlo así.
Por otra parte, un grupo de señores distinguidos (casi todos ellos Caballeros de Colón o miembros de la Guardia de Honor de Nuestra Señora de Guadalupe) se han acercado a mí para ofrecerme toda su colaboración económica en lo que a las obras materiales del Seminario se refiere. Como usted sabe, todos los años queda en manos del Comité de la Feria que organiza los festejos profanos, un buen remanente en efectivo que se destina siempre a una obra de beneficio social, y este año el dinero sobrante ya nos había sido prometido por los miembros de un primitivo Comité, ahora disuelto. En nuestra última entrevista el señor Cura me expresó que ya no podríamos contar con ese dinero, Dios sabrá por qué… Además (y de esto no arrojo la culpa sobre ninguna persona en particular), se ha observado un manifiesto sabotaje por lo que se refiere a las alcancías a beneficio del Seminario. Nadie, entre las clases media y baja, parece dispuesto a echar en ellas ni un solo centavo…
Septiembre 23
Fui a Colima de un día para otro, a decirle a María Helena que la sigo queriendo y que me duele mucho su ausencia. Una amiga suya de aquí me dio la dirección, y me la econtré allá en otra Academia de Costura. Con su formalidad de siempre escuchó mis palabras de amor, y me contestó muy seria: "Si es cierto lo que usted está diciendo, vuelva aquí dentro de un año y le resuelvo…"
La quiero mucho, pero un año es muy largo. Además este diario ya no sirve de nada. Mejor escribo otra novela…
En estos últimos días se ha soltado una verdadera plaga de anónimos dirigidos lo mismo a personas humildes que principales. Un espíritu chocarrero se ha erigido en juez de vidas privadas y se divierte achacando a faltas supuestas o reales las calamidades que cada quien padece. Lo peor de todo es que no contengo con ofender a las personas separadamente, envía copias de sus libelos (a veces breves como telegramas y otras muy extensos en prosa y verso) a gran cantidad de vecinos. Se han ocasionado ya serios disgustos entre personas lastimadas en su honra y en su prestigio. Circula el rumor de que el ferrocarrilero que mató a su mujer, lo hizo prevenido por este canalla solapado que hasta ahora nadie ha podido descubrir.
Como esto de los anónimos está de moda, a mí se me ocurrió que los principales dueños de tierras, que somos los más perjudicados, nos mandáramos unas cartas muy mal hechas en que se nos pidiera dinero con amenaza de muerte, para achacárselas a los tlayacanques. Así podremos meter en la cárcel a dos o tres indios de los más encalabrinados, para que todos se pongan en paz. Yo le dicté las cartas a uno de mis mozos, que apenas sabe escribir. No quería, pero lo asusté con la pistola y le prometí unos centavos.
Hoy en la tarde el cartero me trajo mi anónimo y se lo enseñé a mi mujer. Se mortificó mucho y le empezó una Novena a San Judas Tadeo, para que me cuide.
Mañana voy a presentar la acusación al juzgado, a ver si no me sale el tiro por la culata.
– "No tiene la culpa el indio, sino el que lo hace compadre", palabras tomadas, hermanos míos en Jesucristo, de un anónimo que recibí ayer por la mañana…
Preguntado Salomón,
respondió como el recluta:
no es defecto ser carbón
cuando la mujer es fruta.
Decidido a poner punto final a su situación, el ferrocarrilero dijo los versos con voz fuerte y provocativa, alentado por unas copas de tequila y clavando los ojos en su mujer, que salía de la cocina con un plato de sopa humeante y apetitosa. Sus manos no temblaron y sostuvo la mirada del hombre con una sonrisa dulce, infantil, y el golpe de la palabrota, en vez de turbarla, puso alrededor de su cabeza un halo de inocencia.
– Te hice sopa de elote, de esa que te gusta mucho…
– Y los tamales de chivo.
El hombre se sentó a la mesa y devoró a cucharadas rápidas y enérgicas su manjar predilecto.
Esto de los anónimos no ha resultado tan fácil como yo pensaba. No fue uno, sino tres, los individuos que tuvimos que convencer a como dio lugar, para que declararan ante el Ministerio Público que el tlayacanque Mucio Calvez y el tequilastro Félix Mejía Caray fueron los autores de las cartas. A su vez, ellos se declararon cómplices engañados y reconocieron su letra en los escritos.
Están ahora en la cárcel, pero les hemos prometido que saldrán libres en cuanto caigan Calvez y Mejía Caray, que son los principales instigadores de todo este pleito y los responsables de que los indígenas anden alborotados reclamando las tierras.
Por lo que a mí toca, tengo la conciencia tranquila, porque creo haber evitado males mayores. El otro día para no ir más lejos, mi hijo salió al campo resuelto a matar a balazos a los dos cabecillas de este embrollo. Gracias a Dios que no los encontró…
Yo, Félix Mejía Garay, de treinta y seis años de edad, casado y con seis hijos de familia, miembro de la Comunidad Indígena de Zapotlán el Grande, que tiene juicio promovido por la restitución de tierras, declaro que en los últimos días del presente mes fuimos a Guadalajara al Departamento Agrario con el asunto del expediente, y qué allá nos encontramos con los señores de la Junta de Agricultores, que por lo visto habían ido a echar al periódico una noticia en la primera plana diciendo que íbamos a hacer una invasión de tierras y que todos los de la Comunidad éramos bolcheviques y quién sabe cuántas cosas más.
Yo venía de comprar el periódico, cuando me encontré con Odilón en la puerta del juzgado. Me llamó y me dijo sin más ni más: "Tú qué necesidad tienes de andar metido en los asuntos de la Comunidad". Yo le dije que sí tenía, porque me hace falta un pedazo de tierra para mantener a mi familia. Nos hicimos de palabras, y él me dijo que en su casa había camiones suficientes para llenarlos de indios y tapar con ellos las barrancas de Zapotlán. En eso salió el juez y le dijo: "Pásate para que te arregle el asunto ese que quieres". Entonces Odilón cambió el tema y me dijo muy risueño antes de irse con el juez: "Te doy los bueyes por las vacas pintas…"
– A mí que no me vengan con cosas, los indios han sido siempre enemigos del progreso en este pueblo. ¿Sabe usted lo que le escribieron al rey de España en 1633, cuando se dispuso aquí la construcción de un ingenio azucarero? "Somos pobres indios menores. Por amor cíe Dios hacemos suplicación del decreto; no queremos que haya cañaverales en nuestra tierra…" Y nos quedamos reducidos al puro cultivo del maíz, por culpa de estos llorones.
– ¿Pues sabe usted que no andaban tan errados? Si no, fíjese en Tamazula y en otros lugares donde pusieron ingenios, ya casi no quedan indígenas. A todos se los acabaron poniéndolos a trabajar como negros…
– Pues más hubiera valido. Entre menos burros más olotes.
– Perdóneme, pero yo no soy de su parecer, los. naturales son como nosotros ni más ni menos. Si no han progresado, la culpa es nuestra, para qué es más que la verdad.
– ¡Óigame, óigame, qué se me hace que usted ya se nos está volteando! A ver qué me dice a la hora que le quiten sus tierras…
– Pues que se haga la voluntad de Dios. Yo, por mi parte, le paro al pleito y ya no doy un centavo. Si se hace justicia, que se haga sola.
– Mañana mismo quiero que usted repita en la junta esto que me acaba de decir.
– Yo ya no voy a ninguna Junta, después de lo de los anónimos. Lo que yo pienso, si quiere que lo sepan los demás, usted va y se los dice por mí.
…me apena distraer la atención de Su Paternidad con estas pequeñeces, pero como no lo paso a creer, quiero contárselo tal como me lo contaron a mí, porque como es natural, yo no estuve presente. Sucede que el otro día el señor Cura empezó un sermón con unas palabras muy extrañas, a propósito de los indígenas y de sus luchas reivindicadoras. Éstas son palabras suyas. Dijo que había recibido un anónimo, que él también era indio "guadalupano legítimo", y algo así como compadre de Nuestro Señor Jesucristo… Yo no puedo creerlo y me parece que la persona que me lo ha contado no entendió bien lo que dijo el señor Cura, o no supo explicármelo. En fin, quede esto como un ejemplo de la confusión que por aquí prevalece. Lo que sí puedo referirle de primera mano, es lo siguiente. Hace unos días me permití asistir a una de las reuniones de la Comunidad Indígena, y me pareció conveniente tomar la palabra y hacerles algunas recomendaciones en tono comedido y paternal. ¿Se imagina usted que al día siguiente el señor Cura me mandó llamar y me reprendió con mucha severidad? Como si yo estuviera bajo sus órdenes… Hágame usted favor.
Todos los años, es costumbre que los zapotlenses que viven fuera del pueblo se unan de alguna manera con nosotros en las celebraciones de octubre. Muchos vienen a la Función, y las colonias más numerosas mandan comisiones en toda forma. Este año abundan ya las aportaciones en efectivo que de los ausentes está recibiendo la Parroquia. Pero hay un coterráneo nuestro que se ha destacado sobremanera, el señor Farías, que de modesto empleado, pasó a ser con el tiempo un gran hombre de empresa.
Pues bien, este Zapotlense y buen josefino tuvo una idea, que aunque en un principio parecía descabellada mereció el apoyo arzobispal: nada menos que pedir a Roma el permiso para la Coronación Pontificia de Señor San José como patrono de este pueblo. A nosotros no nos dijeron nada hasta que todo estuvo arreglado, y podemos dar ya la noticia increíble. Ya está en México el Breve de su Santidad que autoriza ese acto solemnísimo, sólo concedido antes en tres ocasiones a lo largo de toda la historia de la Iglesia.
Este octubre Zapotlán ha obtenido, pues, la más alta recompensa por su acendrado catolicismo. Además de un representante del Papa, vendrán a esta ciudad los señores arzobispos de Guadalajara y de México, acompañados de otros dignatarios, hasta completar el número de doce que se requieren para tal ceremonia. Es para no creerse.
Entusiasmado por el éxito de sus gestiones iniciales, con fe en el resultado final, y aun antes de obtener la venia pontificia, el señor Farías, que ya había hecho un fuerte donativo para los gastos que todo esto va a ocasionar, se apresuró a adquirir a crédito, y por cuenta del pueblo, cuatro kilos de oro de veinticuatro quilates. Los puso en manos de uno de los mejores orfebres que hay en la República y ya están hechas las tres coronas preciosas. Porque no sólo Señor San José, sino la Virgen María y el Niño Jesús, van a ser coronados también.
En el diseño de las coronas, que son verdaderas obras de arte, está prevista la incrustación de diversas gemas, pero por ahora la mayoría de los engastes están vacíos. Como la adquisición de piedras preciosas en el mercado resultaría sumamente costosa, hacemos desde aquí un llamado a todas las personas que posean joyas de valor para que hagan donaciones. Y así, en vez de lucirlas en esta vida temporal, quedarán allí resplandecientes, en las sagradas imágenes, para ejemplo y admiración de futuras generaciones.
– Así pues, yo me vine del rancho el martes y llegué aquí como a las dos de la tarde. Ese mismo día, a las ocho de la noche, cuando me encontraba en la tienda que está en la esquina de las calles de Bustamante y de Morelos, se me acercaron dos desconocidos y me enseñaron una placa y me dijeron: "Usted es fulano de tal". Les contesté que sí. "Llévenos a la casa de don Mucio el Tlayacanque". Les dije que no sabía dónde era. "Bueno, venga con nosotros". Antes de subirme al coche me quitaron una navaja que traía.
Me llevaron a una celda que hay en la Presidencia y me pusieron incomunicado. Yo no sabía lo que pasaba, pero malicié que era por lo de la Comunidad. Al que querían era a don Mucio, y aunque conocen el domicilio, nomás le rondan la casa, quien sabe por qué, tal vez porque es tlayacanque.
Bueno, el día cuatro me sacaron para llevarme al despacho del presidente municipal a las doce del día, y le hablaron por teléfono a don Abigail para que viniera a testificar que yo era el mismo que había visto frente a su casa en compañía del individuo que escribió los anónimos. Don Abigail llegó y dijo: "Sí, señores, éste es. Por más señas, cada vez que pasaba por mi casa, él y el otro se reían de mí y arrastraban los pies".
Un señor que estaba allí me preguntó que si conocía a Francisco Zúñiga, a Florentino Vázquez y a Refugio Lara. Le respondí que tal vez los conociera. "Si no dice usted la verdad, voy a consignarlo en este mismo momento". Yo le dije que estaba a sus órdenes, que no tenía miedo ni porqué echar mentiras. "Estos señores que le dije le mandaron una carta a don Abigail pidiéndole dinero con amenazas, y dicen que ustedes los obligaron a hacerlo". Dije que no era cierto. Me volvieron a encerrar en la celda y un policía se estuvo en la puerta, que no dejó arrimarse ni a mi señora.
El día cinco me llevaron al juzgado, esposado como un criminal, para carearme con los mentados Francisco Zúñiga, Florentino Vázquez y Refugio Lara, y ellos dijeron que ni don Mucio ni yo teníamos nada que ver en el asunto. Y esto se los preguntaron muchas veces. Allí en el juzgado fue donde al fin me di cuenta de lo que se trataba, y de que esos fulanos se habían prestado a la calumnia.
No me pudieron probar nada, pero salí formalmente preso. Me encerraron en la cárcel grande. Quise que me sacaran con fianza, pero no se pudo. Mandé por un amparo a Guadalajara y me lo negaron. Pero mi defensor obtuvo que los tres individuos rectificaran sus declaraciones, y entonces dijeron la pura verdad: a punta de pistola los hicieron firmar la acusación contra don Mucio y yo, a deshoras de la noche. Que no se echaran para atrás porque los mataban, y que luego que estuviéramos presos nosotros, ellos saldrían libres y con dinero ganado.
Pero aquí estamos ellos y yo juntos en la cárcel.
Hoy, primer domingo de octubre, fue el Reparto de Décimas. Se hizo a la manera tradicional, aunque ya el año pasado se había suprimido la costumbre: una veintena de jóvenes, montados en briosos caballos, recorren las calles del pueblo y distribuyen las litografías de color que traen el programa de las festividades religiosas con la imagen de Señor San José.
Se detienen en cada puerta y ponen la décima en manos del jefe de la familia. Detrás de ellos van, al paso o a carrera tendida, chiquillos y gente del pueblo, hombres y mujeres humildes que saben muy bien que el reparto no pasará por su casa. Corren grandes peligros por alcanzar una décima, se meten de plano entre las patas de los caballos y los repartidores los atropellan a veces sin consideración alguna.
Yo he visto muchas veces este desagradable espectáculo que da a nuestras fiestas un comienzo agitado y casi siempre brutal. Se oyen injurias groseras y no faltan los golpeados, ya sea por el caballo o por el jinete. Hoy, por ejemplo, doy cuenta de este incidente:
Un hombre del pueblo, al verse desairado, se agarró firmemente de los arzones de la montura y se dejó arrastrar al trote más de media cuadra bajo una lluvia de latigazos. El caballo, ya de por sí muy arisco, se paró de manos asustado y el jinete cayó al suelo desprevenido. Las décimas se desparramaron por el suelo y los espectadores, chicos y grandes, se fueron sobre ellas como si fueran boletos cíe entrada para la vida eterna. El culpable fue llevado a la cárcel, con un golpe de herradura que estuvo a punto de matarlo…
Ahora, poco después de comer, me monté a caballo y con todo el dolor de mi corazón, en vez de irme al Tacamo agarré el rumbo de Tiachepa.
Cuando ya iba por la Zona, se vino el agua y me dio gusto mojarme, ni ganas me daban de ponerme las mangas de hule. ¡Hasta que llovió en Tiachepa! Piqué espuelas dándole gracias a Dios porque con esta agüita y otras más que caigan algo se me puede salvar de la labor.
Lo que vi al llegar al potrero es cosa del otro mundo: todo alrededor estaba lloviendo, menos sobre mis milpas. Había como un hueco en el cielo y el sol les estaba pegando. Atrévese todo el campo y después de mi lindero, al llegar a las tierras del Sapo, la lluvia caía otra vez. No soy abusionero, pero ahora les doy la razón a las gentes del campo, y sobre todo a mi compadre Sabás, que me dijo desde el principio de las aguas que este año venía pinto, es decir, que no llueve parejo sobre el llano. Y una de las manchas de sequía, la peor de todas sin duda alguna, le tocó a Tiachepa. Sea por Dios. Desde ahora en adelante, ya sé que lo ganado en el Tacamo lo voy a perder aquí. Es como si jugando a los gallos, le hubiera ido al mismo tiempo al giro y al colorado…
En el nombre de Dios y de la siempre Virgen María noticio a quien posea esta relación:
Te pararás en la Plaza de Zapotlán el Grande, al lado del oriente, y agarrarás la calle recta que es el Camino Real. Luego que llegues a la primera puerta seguirás el Camino de las Cruces. Luego que llegues a ellas andarás hasta que encuentres un banquito y un bajío. Y si sabes la tierra contarás tres cuchillas y transitarás las tres. Subirás para arriba. Preguntarás cuál es la barranca de Apochintán. Caminarás a la derecha hasta que encuentres el primer risco. Busca la cueva de la Encina. En el fondo está un baule de onzas de oro y un cuero de res colmado de dinero.
Estaba yo en un alto monte y vi un hombre gigante y otro raquítico. Y oí así como una voz de trueno. Me acerqué para escuchar y me habló diciendo: "Yo soy tú y tú eres yo; dondequiera que estés allí estoy yo. En todas las cosas estoy desparramado y de cualquier sitio puedes recogerme, y recogiéndome a mí, te recoges a ti mismo".
– Yo desde chico he sido muy perseguido por las ánimas del Purgatorio. Hace mucho, cuando vivíamos por el Becerro de Oro teníamos una vecina enferma. Hay que ayudarse entre vecinos. Yo iba a preguntarle antes de dormirme si algo se le ofrecía. Una noche me mandó que le trajera agua caliente. Y cuando la estaba calentando en la cocina, me habló un ánima y me dijo dónde estaba el dinero, allí nomás, en un pesebre del corral. Se lo dije a la señora y ella ya no necesitó el agua caliente para su dolor. Se levantó de la cama, me dio una barra de albañil y tumbamos el pesebre. Había un cazo de cobre con tapadera, muy pesado. Entre los dos lo arrastramos a su cuarto. La señora lo destapó y me dijo que eran puras monedas viejas de las que ya no circulan. Al otro día se fue a curar a Guadalajara y volvió con muy buena ropa. Hizo su casa de nuevo, comía muy bien y compró muebles y animales. Y no me dio ni un sagrado quinto.
– Otra vez, ya más grande, me habló otra ánima, en mi casa. Era una señora que no quiso confesarse y que muchas veces estuvo tocándome en la puerta así, pum pum, hasta que me habló. Se lo conté a un primo mío y nos pusimos a escarbar entre los dos. Pero tuvimos envidia uno de otro y cuando llegamos al punto, el dinero se nos volvió carbón. Trabajamos de balde.
En la barranca de Beltrán, parándose en el puente, se sube para arriba contando veinticinco pasos. Camina solo y a pie. A pies perdidos, hasta llegar a un agüilote. Sigue para adelante hasta llegar a una piedra que tiene una nariz pintada. Del tronco a la piedra se cuentan trescientos cincuenta pasos. De la piedra a un remanse que está por el bordo de la misma barranca se busca una vereda que ha de estar borrosa. Luego que se baje al agua, se alza la vista al paredón donde se ve estar cayendo como cernida de un cedazo. En frente del agua está una pirámide y en ella hay seis cargas de reales.
– Ahora tengo muchas relaciones, pero ya no se las doy a nadie. En la misma casa en que vivo hay dinero enterrado, pero está muy hondo. Mandé llamar un pocero y lo puse a escarbar al pie de un naranjo. Cuando iban ya más de siete metros le dije que le parara. "Pero si todavía no hay agua". "No le hace, ya saldrá. Hasta ái pago". Y desde el día siguiente yo le seguí dando solo. A los nueve metros empecé a sacar monos. Puros monos de barro, unos quebrados como éstos, miren: éste tiene una culebra enrollada en la cabeza, éste está tocando un pito. Otros tienen las maní tas así adelante, como de perro. Otros tienen unos copetes de danzante. Pero nada de dinero, puros monos. Si los pagan bien los sigo sacando, si no, mejor los dejo enterrados.
Ahora no me queda más remedio que ponerme a escarbar al pie del otro naranjo.
…levanta la piedra y allí me encontrarás, hiende el leño y yo estoy allí…
Procura cuál es el cerrito del Soyate. Hay una mata de soyate en forma de cruz, no habiendo otra de tamaño y figura. Puesto en la cruz para donde sale el sol, se cuenta como cien pasos más o menos. Están tres soromutas tapando la puerta de la cueva, donde hay un montón de dinero que hace el bulto como de diez fanegas de maíz, y adelante está otro montón más mediano de monedas coloradas que no sé qué monedas serán.
Sí, las labores quedan a la merced de Dios, pero uno debe estar listo. Yo sigo yendo al campo casi todos los días, y dos o tres mozos están al pendiente de las milpas. Hay que impedir la entrada de animales dañeros y atacar a gusanos y langostas. Por fortuna, parece que éste no fue año de plagas. Pero quedan otros azotes, como las malas yerbas y el chagüiste. Éste parece ser un rocío malsano y misterioso que enferma y seca las plantas. Nada se puede contra él. "Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, líbranos del chagüiste…"
– Nadie pudo convencerla de que se quedara con la criatura, si es que le nacía. "Yo te lo apadrino", no faltó quien le dijera.
Cambió mucho desde antes que se le notara, y ya no se ocupaba con nadie. A todos les decía que no. Apenas si bailaba y ya después ni eso. Nomás hacía el puro quehacer. Se veía más bonita que antes y a todas nos llamaba la atención, como que caminaba sin pisar el suelo. Tenía su cuarto muy bien arreglado y allí se estaba cuando no había quehacer. Hasta compró una muñeca y yo la oía a veces como que hablaba sola.
El día que se tomó la estricnina yo la hallé retorciéndose. No quería gritar y se tapaba la boca mordiéndose las manos. No duró pero tal vez ya tenía rato. Toda su preocupación era que el niño no se le fuera a salir antes de tiempo, fíjense nomás, apretaba bien las piernas, se las abrazaba y entonces se tapaba la boca con las rodillas, hasta que se murió. Como ella quiso, con todo y su niño. Cuando la tendimos se veía muy bonita, como si siempre hubiera sido muchacha.
– Ahora que andaba yo tan contento entre los surcos, tentando los elotes más gordos, me quedé asustado ante uno verdaderamente monstruoso. Su crecimiento había hecho estallar las hojas que lo envolvían. En vez de ser blancos, sus granos eran negros como una dentadura podrida y enorme.
Me quedé muy impresionado, a pesar de que Florentino el mayordomo me aseguró que ese fenómeno ocurre todos los años y que no hay labor donde no aparezcan los tecolotes, como aquí les dicen. Para mí fue como un mal presagio encontrar, entre todo aquel verdor, esa caricatura de fruto, esa mueca del mal que en todas partes aparece.
Cada vez que se muere una mujer de la vida alegre, sucede algo muy bonito y muy triste. Una o dos de sus compañeras, o la dueña de la casa en que pecaba, salen a pedir el vestido de una muchacha honrada para enterrarla con ropa limpia.
Ahora que Paulina se envenenó, doña María la Matraca fue a conseguir el vestido. Tenía todas las casas del pueblo a su disposición, pero se le ocurrió ir a casa de don Fidencio, a medio día, para pedir un traje de Chayo, ella sabría por qué.
Salió a recibirla la mamá y le dijo que con mucho gusto. Pero volvió con las manos vacías.
– Perdóneme usted, pero mi hija no quiso. Dice que le da miedo pensar en su vestido enterrado… Y los de las otras muchachas están muy chicos, ya ve usted, son unas niñas.
Doña María se despidió sin más, pensando que Chayo tenía razón: su vestido ya no servía para enterrar a una güila. No estaba hablando de más Odilón aquella noche en que le contó, ya bien borracho, que le había quitado los seis centavos a la hija de don Fidencio el mero día del temblor. "Ya ve, me debería dar mi comisión. Yo trabajo por todos estos rumbos para llenarle el congal…"
Para no errarle, doña María la Matraca dirigió sus pasos a casa de Chonita, una beata quedada y fea a más no poder. La misma que le dio un traje negro para enterrar a la Gallina sin Pico.
– Yo no quise ser Jefe de Manzana y me felicito. Por todas partes hay quejas, a pesar de que a cada quien se le da un recibo por el dinero que entrega. Todo mundo da su opinión, y no hay dos que se pongan de acuerdo. Unos dicen que lo del castillo pirotécnico es un verdadero disparate, por lo que va a salir costando, "que mejor habría sido fundir de nuevo la campana mayor, que está rajada desde a principios de siglo; otros, que el dinero debía guardarse para hacer las torres de la Parroquia, que nuestros abuelos dejaron sin construir… Afortunadamente, lo único en que todos están de acuerdo es en lo de la Coronación Pontificia de Señor San José, y en realidad, ya no hace falta hablar de más, porque entre lo que cuestan las coronas y los gastos de la ceremonia, no va a haber dinero que ajuste…
Don Fidencio, que tanto se enfurecía porque la gente le manoseaba las velas; no dijo ni pío cuando supo que le desgraciaron la hija. Se quedó hecho un santo Job, con todas las llagas por dentro. Tomó una copa más de coñac, puso su firma en el documento que amparaba sus compras de cera a doña María la Matraca, y salió a la calle, a la noche de los burdeles.
Hizo el camino hasta su casa muy lentamente, no por la banqueta sino por media calle, viendo con mucha atención las desigualdades y los charcos del empedrado. Llegó sin darse cuenta, más tarde que de costumbre, y se fue a la cama sin merendar.
– Estoy cansado, muy cansado, pero ya arreglé el asunto de la cera…
– Bendito sea Dios.
De esa noche, don Fidencio hizo un monumento silencioso a la humillación, y consumió en ella todas sus reservas de cólera. Al día siguiente mostró al mundo otra cara, transfigurada por la injusticia. Puso sobre el mostrador toda su existencia de velas de cera blanca y dejó que las gentes del pueblo las manosearan a su antojo, les clavaran la uña y se fueran sin comprarlas…
Dejé pasar ocho días sin ir a la labor y me encontré con una desagradable novedad. Sembré en tierra fértil (hablo del Tacamo y no de Tiachepa) y esto ha dado ocasión a que junto a las milpas se desarrollen otras plantas igualmente vigorosas que las están ahogando materialmente: el chayotillo y el tacote. Tenemos, pues, que hacer la casanga y tumbar con guango toda esta cizaña. Yo quería casanguear cuanto antes, pero Florentino me ha dicho que debemos esperar a que engorden más los elotes, porque así de tiernos se asustan y no cuajan como se debe. Aunque no creo en supersticiones, voy a dejar pasar una semana para reunir el dinero que me costará la operación imprevista que va a aumentar considerablemente los gastos de mi labor.
A propósito, el negocio de la zapatería va de mal en peor gracias al abandono en que se encuentra.
En terrenos de la hacienda de El Rincón ha aparecido una banda de facinerosos que asaltan, roban y secuestran a los pobres trabajadores de ese lugar, al grado de haber dado muerte a un pobre comerciante que volvía de este pueblo después de vender una carga de naranjas. Se sabe ya que fuerzas del Gobierno salieron a perseguir a los bandidos hasta poner coto a sus desmanes.
Continúo, Reverendo Padre, mi carta de ayer, porque considero su intervención muy necesaria y urgente. El dinero se ha reunido y sigue reuniéndose en cantidades verdaderamente asombrosas, como nunca antes, sobre todo desde que se supo lo de la Coronación. Y la Parroquia se está comprometiendo en muchísimos gastos que yo considero innecesarios. El señor Cura, Dios le perdone, parece estar un poco fuera de sí. Y el señor Farías, ante la sorpresa de todos, está abiertamente también de parte de los indígenas y en contra de los propietarios de aquí. Yo creo, en mi humilde opinión, que ha llegado el momento de tomar muy serias e inmediatas providencias. Por lo pronto, gestionar ante el señor Arzobispo que se nombre un párroco auxiliar, de preferencia joven y enérgico, que ponga orden en el caos.
El señor Cura, además de su edad avanzada y en virtud de su actividad casi febril, ha visto recrudecido un viejo padecimiento, así que a nadie le extrañaría su traslado a Guadalajara, para que encuentre reposo y la atención médica necesaria. ¡Bendito sea Dios!
En lo que se refiere a las coronas de oro, han sido hechas por cuenta y riesgo del señor Farías, autor de la idea, con la promesa verbal del señor Cura de que la suma gastada, que es muy cuantiosa, le será devuelta aquí. Este señor ha comenzado a hacer fuertes inversiones en Zapotlán, con la idea de establecer nuevas fuentes de trabajo, y está ofreciendo, y pagando ya a algunas gentes, sueldos muy altos que pueden trastornar la economía de toda la región.
Los capitalistas locales están dispuestos a marcarle el alto, aun los que se han asociado con él, a una señal convenida, que debe venir de Guadalajara. Un movimiento conjunto del alto clero y de la banca, con la colaboración de las autoridades del Estado, daría los mejores resultados. Por un lado, hay que suspenderle los créditos en el momento preciso, y no reembolsarle, por lo pronto, el costo de las coronas, ya que en cierto modo, aunque sus fines fueron muy altos, obró por propia iniciativa y con cierta precipitación.
La Junta de Agricultores acaba de obtener, según tengo entendido, la promesa formal de las autoridades competentes, de que el juicio de restitución de tierras quedará suspendido durante el año que viene, y con toda seguridad, los líderes indígenas se van a cansar de estar yendo a Guadalajara y a México de balde. Para poner punto final a sus actividades, convendría que el nuevo señor Cura, quiero decir, el auxiliar que la Mitra tenga a bien nombrar, decida, como se ha hecho en otros lugares de la República, amenazar con la excomunión a los miembros de la Comunidad que se manifiesten más rebeldes y obcecados.
Por último, la amistad del señor Farías con los tlayacanques a todos nos parece muy sospechosa. Se sabe que cuando van a México, siempre están de visita en su casa y él los recibe como a verdaderos personajes ayudándolos en todas sus gestiones. Los propietarios agrícolas piensan naturalmente que esto lo hace con segundas intenciones, aunque en todo se manifiesta como buen católico, y hombre honrado y trabajador.
El peligro debe ser alejado a tiempo, Reverendo Padre, y más vale que haya un solo perjudicado, y no toda una población.
– Todo el año parecemos coheteros, nomás pensando en la feria y llenándonos de pólvora la cabeza, para que a la hora de la hora, todas las ilusiones se nos seben…
– Al Municipio se le fueron los pies. Con eso de que no iba a haber casi festividades profanas, le dio la concesión a un empresario de fuera para que se encargara de todo. Y en los primeros días de octubre, de puros derechos de piso para instalar puestos, juegos mecánicos, cantinas y barracas, sacó más del doble de lo que le pidieron. Y eso sin contar las corridas de toros, que siempre las hubo. Aunque las primeras han estado muy malas, allí está la plaza diario a reventar. No cabe duda el dinero de aquí siempre se lo llevan los de fuera. Lo que sale de las diversiones, los fulleros y los políticos. Y lo de la iglesia, pues vayan ustedes a saber, se va a Guadalajara, a México, y dicen que hasta a Roma. Sea por Dios…
Muy querido amigo mío: Tengo pésimas noticias que comunicarle, pues hubo un completo desbarajuste entre el Comité de Feria, la presidencia archimunicipal y la Cámara de los Lores. Total, que no hay dinero para los Juegos Florales. Claro, la hebra se ha de reventar por el lado de la cultura. Excuso entrar en detalles, pues espero que nos veamos pronto. Entre tanto, le ruego suspender la manufactura de la Flor Natural, que por primera vez iba a ser como mandan los cánones: de plata labrada, aunque de modestas proporciones. Los trabajos recibidos han sido muy pocos y de desalentadora calidad. De todos modos, haremos un último esfuerzo para no vernos en el caso de declarar desierto el concurso. Si el acontecimiento se llega a salvar, le ponche a usted un telegrama para que nos traiga si no una rosa de tamaño natural, por lo menos una humilde violeta que le sirva de fistol al agraciado… Y es que (ya lo habrá usted oído decir) todo el dinero se nos fue en comprar coronas de oro…
– Digan lo que quieran, a mí me encanta la chirimía. Apenas la oigo, ya tengo el corazón lleno de feria, aunque no salga de mi casa. Es muy monótona, sí, y acaba uno por cansarse de oírla todos los días. Pero yo no la cambio por toda la música del mundo. Palabra, cuando me muera, pediré que me entierren con chirimía, como a los indios de Tuxpan. Ojalá y que me cumplan la última voluntad.
En la serenata del domingo, después del Reparto de Décimas, don Salva vio a Chayo más bonita que nunca. Seria y muy recatada, pálida y con un dejo de tristeza que lo llenó de ilusiones. "Con toda seguridad, ya terminó con Odilón".
Y esa noche, antes de acostarse y después de hacer sus oraciones, hizo un firme propósito que le ayudó a dormirse en cuanto puso la cabeza en la almohada: "Mañana mismo le voy a pedir que se case conmigo…"
– Mañana mismo le voy a avisar a don Salva que ya no vas a trabajar con él. Te encierras en la casa para que nadie te vea. Tu misma les dices a tu madre y a tus dos hermanas que vas a tener un hijo. Anda hoy mismo a confesarte y aquí no ha pasado nada. No llores.
– Yo señor, soy de Chuluapan, para servir a usted. Le recomiendo que vaya por allá si le gusta. tratar con gente franca. Si les cae mal, se lo dicen en su cara y a lo mejor hasta lo matan, pero eso sí, frente a frente. Claridosos, como nosotros decimos. Los chivos, los puercos y las gallinas andan sueltos por la calle pepenando los desperdicios y nadie se los roba, porque allá no hay ladrones. Pero eso sí, como dice el dicho, encierre usted sus gallinas si no quiere que se las pise mi gallo.
Y yo ando por aquí de huida porque pisé una gallina. No sé ni para qué le cuento. ¿Usted ha visto a los herreros cuando se ponen a golpear entre dos un solo pedazo de fierro? Así éramos aquél y yo. Los martillos caen duro en el mismo lugar y los golpes son lo doble de tupidos y lo doble de recios.
Soy herrero y me gusta golpear el fierro dulce, bueno, usted me entiende. Saca uno el fierro de la fragua casi blanco y lo vuelve a meter cuando se va poniendo color de hormiga. Al fierro hay que trabajarlo en caliente. Mientras más caliente, mejor. Míreme las manos. Seis meses que no agarro la herramienta y los callos no se me quitan. Con estas manos que está usted viendo, le hago en media hora una docena de pizcalones. Nomás eso sí, encierre usted sus gallinas porque se las pisa mi gallo…
A propósito dicen que aquél me anda siguiendo y que pregunta por mí en todas las herrerías, con un martillo en la mano. Por eso ando aquí de feria en feria, para ver cuándo me alcanza…
Don Fidencio cerró su casa a piedra y lodo. Ni su mujer ni sus hijas saldrían a la calle. Él daría la cara por todos. "Al fin y al cabo tenemos muy pocas amistades, y con el refuego de la feria nadie se va a acordar de nosotros. Si me preguntan por Chayo, diré que está fuera de aquí, porque yo no quise que saliera de reina ni de virgen…"
Desde que Chayo no fue más a su tienda, a don Salva se le iba el suelo de los pies, y el tema de sus insomnios tuvo un cambio decisivo. Ya no se pasaba las horas en bodas imaginarias, desflorando a cuanta muchacha se le venía a la cabeza. Se la pasaba, por decirlo así, con el alma de rodillas frente a una virgen de hierro. "Y pensar que yo la tenía cerca de mí todos los días, que la veía de frente y de perfil mañana y tarde, que le mandaba hacer esto y lo otro, que me preguntaba y me respondía". A don Salva casi se le salían las lágrimas. Acariciaba en la imaginación las telas de flat y de chermés con que se imaginaba verla vestida. "Mañana le voy a mandar de regalo tres cortes para que les estrene en la feria. ¿Pero dónde tenía yo la cabeza? Tan fácil que era hablarle en la tienda. Y ahora ¿qué dirán las gentes cuando me vean rondando la casa de don Fidencio el cerero?"
Y de nada le.sirvió a don Salva rondar la casa, estarse parado en la esquina horas y horas, dar vueltas en el jardín, entrar y salir cíe la iglesia, buscando por todas partes el rostro de Chayo. De nada le sirvió porque no pudo verla en ninguna parte. Alguien le dijo que ya no estaba en el pueblo. Alguien le dijo que se había enfermado. Alguien le dijo…
Don Salva estaba volviéndose loco.
– ¿Qué le parecieron las décimas?
– La mera verdad, se me hacen muy rancheras. -El año pasado estuvieron más elegantes. -A mí no me la dejaron en la casa. Voy a ver si consigo una en la Parroquia.
– Ni vale la pena. Parece que las hicieron los indios, están muy chillantes.
– De todos modos, yo tengo la colección completa, desde fines del siglo pasado.
– Yo tengo una en pergamino legítimo, de 1913, el año de la arena. Se la regalaron a mi papá, que era compadre del Mayordomo. La voy a donar al Museo Regional…
– ¿Para que se la roben?
– Déjeme leerle a usted los versos que traen las décimas este año:
En hambre, peste, temblores,
guerra, inundación, sequía,
Zapotlán de noche y día
a José pide favores.
Él le responde: "No llores;
porque me invocas con fe,
tus angustias guardaré".
Por eso tan juntos van:
él, José de Zapotlán
y Zapotlán de José.
– Esto es lo que se llama una buena décima. ¿No le parece a usted? Después de leerla qué importan los colorines…
– Don Isaías, protestante, tiene don de lenguas y la boca llena de Biblia a todas horas. El otro día estábamos jugando malilla y bebiendo unas cervezas. De pronto se levantó y puso sus cartas bocabajo sobre la mesa. Le preguntamos adonde iba, y él, que se dirigía al fondo de la casa, se volvió un momento y dijo con solemnidad: "Iré a lugares secretos y haré obra de abominación. Orita vuelvo".
– ¿De veras eso es fornicar? Yo creí que era otra cosa, que era algo así como quién sabe. Eso que usted dice quisiera hacerlo todos los días, pero no más lo hago una vez a la semana, cuando mucho. Ya ve usted, la ignorancia…
A la orilla de los caminos, por todas las entradas de Zapotlán, se sientan las tipaneras envueltas en su rebozo, con el chiquihuite de sopes o la olla de tamales, para cambiarlos por mazorcas de maíz a los carreteros que vienen de las cosechas a la caída del sol. Algunas esconden también botellas de tequila y de ponche: una o dos mazorcas, según el trago.
Dicen que hay otras que acechan en lugares sombríos sin más mercancía que ellas mismas. Éstas son las más temibles para los agricultores, que deben valerse de gentes de confianza para evitar que sus cargamentos lleguen mermados por este trueque, mucho más costoso que los demás.
– Con daga le puedo errar el jijazo, por algo son pandas. Los verduguillos son derechitos como espinas de huizache. Hay buenos cuchilleros en Sayula. Yo escogí un verduguillo ahora que estuve de pasada.
A veces les ponen figuras y letreros. Me dijeron que si le escribían mi nombre. Yo les dije: "Mejor póngale una mentada de madre". Y se rieron. Me costó caro. La hoja es de lima, todavía se le alcanzan a ver las rayitas. La cacha de ruedas de cuerno, una negra y otra güera. La punta está como ajuate.
Yo no le voy a decir nada. Ni le voy a saludar. Pero si él me dice: "¡Órale coyón!", se lo dejo ir en las costillas.
Así me decía antes, cuando éramos becerreros, y así me manda decir con los que vienen a San Gabriel: "Pregunten por el coyón, y díganle que cuándo se viene para Colija".
Y es que yo también me iba a ir para Colija de muchacho, pero me le rajé a medio camino, cuando encontramos al colgado.
Pues ya estaría de Dios que no viera yo los primeros ni los últimos granos del maíz de mi cosecha.
Hoy sábado, al hacer la raya, le vendí a mi compadre Sabás el potrero con la labor en pie, en menos de lo que me costó. Ya habíamos empezado el corte de hoja, operación muy importante y que dejo sin describir, porque éste es el último de mis apuntes. Sea por Dios.
Resultó que aparte del peligro que hay por lo de la Comunidad Indígena, el Tacamo estaba en litigio entre dos hermanos. Y el que me lo vendió no era dueño de todo. Ayer me citaron en el juzgado, y yo no soy para esas cosas. Mi compadre, que es colindante, ya tenía pleito anterior con estos herederos y va a jugarse el todo por el todo. Al fin que él tiene mucha experiencia y muchos intereses que defender. Allá él.
Con lo que recibí, apenas me ajustó para pagar mis deudas y la renta de Tiachepa, que se la dejé al dueño como tierra de agostadero.
Vuelvo a mis zapatos. Por cierto que lo único positivo que saqué de esta aventura es la ocurrencia de un modelo de calzado campestre que pienso lanzar al mercado para sustituir a los guaraches tradicionales. A ver si tengo éxito y puedo pagar pronto la hipoteca de la casa…
– Me acuerdo de aquel vale Leónides como si orita lo estuviera viendo con sus calzones de manta con alforzas, el ceñidor solferino muy bien trincado, el sombrero tic palma con toquilla de gamuza y los guaraches gruesos de garbancillos. Me decía: "¡Órale coyón!"
Y se me quedó el Coyón. Yo andaba con guaraches de horcapollo, como los que traigo, el ceñidor desteñido y sombrero de soyate. Los dos éramos becerreros en San Gabriel, y el año que nos íbamos a ir para Colija, tres veces los becerros se mamaron las vacas. Se abría de noche la puerta del corral como adrede, y cuando llegaban los ordeñadores en la madrugada, ái están las vacas con las ubres pachichis y los becerros bien timbones.
La última vez ya no quisimos esperar la sanjuaniada y nos fuimos para Cotija sin avisar, cada quien con su tambache. Aquél tenía un tío que trabajaba en los quesos, y nos fuimos a menear el suero para hacer el requesón. Caminamos todo el día. Aquél dijo que sabía el camino, y seguro lo supo porque llegó. Yo me devolví en la noche, después de que encontramos al colgado.
– Como era natural, este año se han multiplicado las danzas. Los agricultores se quejan porque todos los cortes de hoja están muy retrasados. Los gañanes, después de todo un mes de estar ensayando, no pueden con el trabajo y hacen, cuando mucho, medias tareas. Pero quién les va a quitar las ganas de bailar. Los que más abundan son, como siempre, los Sonajeros. Pero ahora han salido también Mecos, Pastores y Retos. A mí lo que más me gustó es ver otra vez los Paistes, que según creo, es la danza más antigua, porque hablan de ella los primeros cronistas. Los que la bailan no llevan, como los demás danzantes, tantos hilachos, plumas, paliacates, espejitos y cuentas de colores. En realidad, ni parecen gentes. Parecen monos de hoja. Desde la cabeza a los pies van cubiertos de heno y no se les ven ni cara, ni manos, ni pies. Miran a través de las tupidas hebras de zacate y se bambolean lentamente, como árboles, y sus pasos son pequeños y muy medidos. Mero arriba se les ve una angosta máscara de palo, y como la llevan encima de la cabeza con un mechón de cabellos, parecen altísimos. A mí de chico me daban miedo porque parecen brujos. Pero ahora, si yo fuera juez del concurso de danzas, les daba el primer premio a los Paistes.
– Lo que son las cosas, eso de suprimir casi todos los festejos profanos ha dado malos resultados. A los jóvenes les faltan distracciones y allí los tiene usted que todas las noches, después de la serenata, se van a los retadles, a la perdición, como quien dice. Más valía que se la pasaran bailando con muchachas decentes. Y los señores de edad, peor tantito, véalos usted en las partidas y en las redinas, jugando albures y yéndole a la ruleta. Nunca había habido tantos desplumaderos para ricos y pobres. "¡Esos rayueleros que se la quieran jugar, cinco tiradas por cinco les voy a dar!" "¡Aquí está el trompito inglés, que con uno se sacan diez!" "¿Dónde quedó la bolita?" Yo vi una pobre mujer que se puso a llorar después de que perdió un peso adivinando dónde había quedado la bolita…
– Cállese Laurita, todos andan vueltos locos y no salen de por allá. Con eso de que trajeron dizque unas muchachas nuevas de Tamazula…
– ¡Válgame Dios! Cuanta vieja se mete aquí de sinvergüenza, luego dice que es de Tamazula. Como si aquí no las hubiera, y con más ganas de darse a la perdición.
– jAy, Laurita, perdóneme! No me acordaba que usted es de Tamazula.
– Y a mucha honra. Lo que pasa es que somos menos hipócritas, pero para que usted se lo sepa, aquí hay mucha más corrupción que allá. Somos más alegres y más bien dadas, por eso tenemos fama, pero hasta ái nomás.
– Por amor de Dios, Laurita, fue una equivocación…
– Lo que pasa es que todas aquí son unas moscas muertas, unas viejas troyas…
Por un lado está bien, pero por otro está mal. La iglesia prohibe las corridas de toros en los días del Novenario, pero el Municipio las permite. Antes se llamaban "las Nueve Corridas de Señor San José". Ahora ya no se llaman así, pero da lo mismo. Este año hemos tenido toro de once, por la mañana, y de entrada gratuita, precedida por el gran convite que le dicen "suelta de caja" porque mero adelante van tocando el pito y el tambor, seguidos de mojigangas. Luego van dos hileras de charros a caballo que resguardan los toros o vacas bravas, rodeados de cabestros. Detrás va un carro de mulas adornado con ramas verdes y banderas de papel, que conduce uno o dos barriles de ponche de granada con pólvora y alumbre, para que haga mejores efectos. Y lo único que se necesita es llevar un jarro y abrir la llave: tu boca es medida.
El convite está a cargo de las comunidades locales de obreros, campesinos y artesanos, o de las peregrinaciones de fuera, que toman a su cargo un día del Novenario. Todos se esfuerzan por lucirse y la generosidad llega a veces a verdaderos extremos. Los de Tamazula, por ejemplo, sacaron ahora tres carros con ponche distinto, de guayabilla, de zarzamora y de pina, y emborracharon a media población.
Ya en la plaza, que huele a madera recién cortada a petates verdes y a sogas de lechuguilla, todos se lanzan al ruedo, porque el que no anda perdido está a medios chiles. Es un desorden espantoso. Unos jinetean y otros torean con la cobija a los bueyes que sacan. La gente se divierte mucho y aplaude a los que logran aguantar dos o tres respingos. Muchos caen y ya no se levantan; golpeados y borrachos, sufren pisotones de toros y toreros.
Por la tarde es la corrida formal. Este año, como casi todos los últimos, trajeron a Pedro Corrales con su cuadrilla de maletas. Hay que verles los trajes de luces, tienen más remiendos que bordados. El único que sirve es el payaso, que baila muy bien y hace suertes.
– Aquel vale Leónides caminaba aprisa, trotando de lado como coyote. Y sabía ver desde lejos. A veces, cuando uno de los luceros nos prestaba la chíspela, salíamos a buscar güilotas. Yo iba pelando los ojos sin ver nada, cuando aquél me decía: "¡Órale coyón, no hagas ruido, que ese mezquite está cargado de güilotas". Yo me quedaba parado y aquél se arrastraba hasta cerca del mezquite y se nimbaba dos o tres de un tiro. Nos las comíamos asadas, y cuando no había güilotas, les tirábamos a los zanates de pecho amarillo. Nomás que aquel vale nunca me dejaba tirar.
Concha de Fierro siempre estaba triste. Desde lejos venían los hombres atraídos por el run run: "Yo le quito los seis centavos porque tengo lo que tengo y ella tiene por dónde". Bailaban primero y luego se echaban sus copas. "¿Vamos al cuarto?" Y volvían del cuarto acomplejados:
– Palabra, le hice la lucha pero me quedé en el recibidor.
Doña María la Matraca consolaba a Concha de Fierro:
– ¿Qué quieres, muchacha? Ya no le hagas la lucha, tú no eres para esto, dale gracias a Dios.
Pero ella era terca:
– Ya vendrá el que pueda conmigo. Yo no voy a vestir santos.
Y llegó por fin su Príncipe Azul, para la feria. El torero Pedro Corrales, que a falta de toros buenos, siempre le echan bueyes y vacas matreras. Después de la corrida, borracho y revolcado pasaba sus horas de gloria en casa cíe Leonila. Y alguien le habló de Concha de Fierro.
– ¡Échenmela al ruedo!
Poco después se oyeron unos alaridos. Todos creyeron que la estaba matando. Nada de eso. Después del susto, Concha de Fierro salió radiante. Detrás de ella venía Pedro Corrales más gallardo que nunca, ajustándose el traje de luces y con el estoque en la mano.
– ¡El que no asegunda no es buen labrador!,
gritó un espontáneo.
– Al que quiera algo con ella, lo traspaso. Dijo Pedro Corrales tirándose a matar.
Y ésa fue la última noche de Concha de Fierro en el burdel. Dicen que Pedro Corrales se casó con ella al día siguiente y que los dos van a retirarse de la fiesta.
Los días de la feria se van unos tras otros, y todos los dejamos ir esperando el día de la Función y la llegada de sus Ilustrísimas. Aunque les preparamos gran recibimiento, estamos confundidos. Lo único que nos consuela es que no se trata de nosotros, sino del que está allí en el altar, con su vara de azucenas…
– Si en mi mano estuviera, yo les aconsejaría a todos los visitantes que ya no vengan a la feria del año que viene. Estamos en la más completa decadencia, y no es porque yo ya me sienta viejo y cansado. Ahora todo lo veo como de mentiras y nadie se divierte de deveras. Hasta los mismos danzantes ya no parecen de aquí, vestidos de artisela como bailarinas de carpa. Antes tan serios, tan ensimismados, con sus guaraches burdos y sus calzoneras de cuero. Ahora se ponen zapatillas de charol, con moño y tacón…
– Ya estoy metido aquí, tal vez donde quise estar. Aquí me acuerdo del ganado. Por la ventana se ven las nubes que van cambiando de colores según es de tarde o de mañana. Son como el ganado, y vienen y se van en manada. Yo las veo a veces barrosas, enchiladas, barcinas o duraznillas.
Pasó lo que tenía que pasar. Vino por la feria, muy bien ajuareado de ropa, con tejana. Nomás me vio y me dijo: "¡Órale coyón!" Nos encontramos sin querer allí nomás junto a la plaza.
Yo siquiera miro las nubes. Aquel vale Leónides ni siquiera las ve, con toda la tierra que tiene encima.
– Por primera vez en nuestra historia, se necesitaba invitación para poder entrar a la Parroquia, figúrense ustedes nomás. Yo creí que iba a poder ver la Coronación, pero me quedé con las ganas, como casi todo el pueblo. Las puertas estaban guardadas por unos individuos vestidos de soldados antiguos. Tal vez tengan razón, la Parroquia es muy grande, pero no íbamos a caber todos allí. Lo que me dio más coraje es que el encargado del ceremonial se opuso a que entraran los tlayacanques, y eso que nomás estaban invitados dos de los cinco cabezales. Tenían su lugar separado, pero no los dejaban entrar por órdenes del nuevo señor Cura. Lo que pasaba, según supe, es que la ceremonia era de etiqueta y ellos iban vestidos de gala, pero de tlayacanques, según su costumbre. Quien puso fin a la situación fue el señor Farías, el que mandó hacer las coronas. Alguien le avisó y dijo que si no los dejaban entrar, él se salía de la iglesia.
– Parece increíble que ocurran estas cosas en medio de tanto fervor. Claro que durante la feria pasan muchas cosas desagradables y hasta crímenes nefandos. En estos días por ejemplo, una riña a cuchilladas entre dos fuereños, acabó con la vida de uno de ellos. Y un anchetero fue hallado muerto, con la cabeza partida a martillazos. Pero no me refiero a eso, sino a algo que sin ser un crimen ni cosa parecida, está poniendo en las noches de octubre, tan esplendorosas en lo religioso y lo profano, una nota discordante. Se trata de la cancioncilla aquella de "Déjala güevón…", que parecía definitivamente desterrada, y que ha vuelto a surgir en estos días al amparo de la algarabía y de las aglomeraciones.
– Nuestra Plaza de Armas, el Jardín, como todos le decimos, tiene su quiosco central donde toca la música la serenata de los domingos y los días festivos, rodeado por una amplia glorieta circular. Luego están los prados de árboles y flores. Alrededor, dos amplios paseos formados por tres hileras de bancas de fierro, donde toman asiento las familias. Los muchachos caminan para acá y las muchachas para allá, en filas de a dos, de a tres y de a cuatro en fondo. Después de algunas vueltas, se van formando parejas, y los afortunados salen de la ronda de los hombres y entran a la de las mujeres.
Pero eso sí, hay un orden, mejor dicho, había hasta el año pasado un orden riguroso: por el paseo de adentro circulaban las personas decentes; por el de afuera, los de sombrero ancho y de rebozo. Ahora se ve mucha revoltura y la gente del pueblo ha transgredido la barrera social con evidente insolencia. Como sería penoso y difícil llevar el caso ante las autoridades, y menos en estos días de feria, las personas distinguidas han optado por abandonar el campo en vez de someterse a esta intolerable y mal entendida democracia.
– Los Caballeros de Colón y un gran número de jóvenes severamente uniformados, se colocaron en dos filas a los lados de la nave mayor.
Entraron sus Eminencias, sus Excelencias y sus Señorías, por orden riguroso, lentamente, y se colocaron a los lados del altar, en suntuosos sitiales. Luego pasaron las tres andas de madera tallada, donde sobre cojines de raso, resplandecían las coronas. Pasó primero la del Niño Jesús, conducida por pequeñuelos. Luego la de la Virgen María, en manos de distinguidas señoritas, y finalmente la cíe Señor San José, llevada por seis representantes del pueblo, elegidos entre las mejores familias.
Después de una misa pontifical, larga y solemnísima, se llevó a cabo la Coronación. El Legado Apostólico, representante de su Santidad, coronó al Niño Jesús. El Arzobispo de México a la Virgen María, y el Arzobispo de Guadalajara a Señor San fosé. En ese momento iodos los fieles estallaron en vivas al Santo Patrono, consagrado por doscientos años de devoción.
– En medio de todo este barullo siempre pasan cosas muy tristes, y a nosotros nos toca verlas, pues vivimos mero enfrente de la plaza. En una de tantas barracas, unas de frutas y otras inmundas, estaba la atracción del Indio Sahuaripa, Domador de Víboras, Escorpiones y Alacranes. Todo esto pintado con letras, figuras y colores horribles. Yo no me metí. Dicen que todo estaba lleno de coralillas, alicantes, cascabeles y malcoas.
Pues figúrese usted nomás que ayer en la tarde llegó un hombre del campo con una hocico de puerco metida en un costalillo para vendérsela al domador.
El Indio Sahuaripa agarró la culebra con toda confianza a la vista del público, diciendo que a las hocico de puerco no hay que tenerles miedo porque son muy mansitas… Y nomás se oyeron los gritos. La víbora le dio tres mordidas y el hombre se cayó al suelo retorciéndose.
No duró ni dos horas, aunque le pusieron el suero. El Municipio se hizo cargo y ahora lo enterraron. Dejó una viuda con tres muchachitos que no sabía qué hacer con aquel animalerío. Por fin llamaron a José Mentira, que es cazador de víboras, para que las matara a todas, las pelara y le vendiera los cueros al talabartero.
La viuda y los niños siguen viviendo en la barraca y son una lástima. Y todos nosotros aquí asustados, porque hasta ahora nadie ha dado con la hocico de puerco que se le fue viva de las manos al Indio Sahuaripa…
– Lástima que no pueda yo acordarme. Subió al pulpito un Monseñor muy viejito, que dijo… ora verán, a ver si puedo acordarme: "Oh Zapotlán, Zapotlán el Grande deja que yo corra el velo de tu historia…" Algo así por el estilo. Ojalá y alguien pudiera acordarse de todo lo que dijo, porque conoce la historia desde que vinieron los españoles. Nunca he oído un sermón tan bonito. Hasta mentó a los tlayacanques y dijo algo acerca de la tierra. Todos nos quedamos con la boca abierta, y a Juan Tepano le brillaron los ojos. Pero luego Monseñor como que se dio cuenta y se echó para atrás, y después de una pausa siguió hablando cíe la tierra, "pero de la tierra bendita de Zapotlán, que los misioneros sembraron con la palabra de Dios, y que en este día de la Coronación ha dado una cosecha de catolicismo ferviente". Juan Tepano inclinó la cabeza y a don Abigail, que estaba muy cerca de él, se le quitó un peso de encima. Alzó los ojos como dándole gracias a Dios y María Santísima de que a Monseñor no se le hubieran ido los bueyes…
La entrega de premios a los poetas laureados se hizo casi en familia. Estaba anunciada en el Teatro Velasco, pero no fue nadie; sólo unos desbalagados que nos preguntaron si iba a haber peleas de gallos.
En vista de lo cual, los miembros del Ateneo Tzaputlatena nos trasladamos a casa de don Alfonso, como si se tratara de una sesión rutinaria. Ni siquiera estaban todos los socios.
Cada quien leyó su poema, y los galardones fueron puestos en manos de los triunfadores por nuestras fieles Virginia y Rosalía. Los dos poetas de fuera se portaron muy gentiles y no echaron de menos el boato con que han sido recibidos en otras partes. El de aquí, que obtuvo el tercer premio, estaba realmente deprimido; éste es su primer triunfo y la musa inspiradora, esto es, su novia, brilló por su ausencia. Todos nos esforzamos por aplaudirlo y reanimarlo.
Después de todo, no podemos decir que los Juegos Florales hayan sido un fracaso, dada la calidad de las obras premiadas. Al margen del regocijo populachero y de las pompas litúrgicas, nosotros mantuvimos vivo el culto a la belleza, durante este holocausto melancólico a las musas…
Porque yo os digo en verdad que dondequiera que se reúnan dos o tres espíritus en nombre de la Santa Poesía, allí reverdecerá el Jardín de Academo, y se abrirán otra vez las rosas provenzales de Clemencia Isaura…
La alegría y el terror de los chicos son los Viejos de la danza. Mientras el conjunto baila, muy recio y en serio, los Viejos se meten con el público, sobre todo con los niños y las mujeres. Tal vez son útiles para que entre la danza y los mirones haya espacio suficiente. Llevan puestas unas máscaras de tecomate con clientes de puerco y barbas de chivo. El traje es de lo más variado, y hay algunos de levita y sombrero de copa. Se ponen encima cuanto se les ocurre, y en la mano llevan siempre armas agresivas: machetes y bastones de palo, ballestas de otate, hachones de ocote y chicotes de cuero crudío. Con ellas amenazan a los espectadores, pero a veces se les pasa la mano.
– Lo más hermoso fue el final de la ceremonia, cuando todos los prelados, por orden jerárquico, se levantaban de sus lujosos asientos y depositaban humildemente sus mitras recamadas de piedras preciosas y sus báculos de oro a los pies de Señor San José… Como unos son ya muy viejos, caminaban con dificultad bajo las pesadas vestiduras, se quitaban la mitra con torpeza, y cuando hacían la genuflexión, uno creía que ya no iban a poder levantarse. A mí fue lo que más me gustó de toda la ceremonia.
– La vela de cera de doscientos pesos fue uno de los mejores éxitos de la feria, para que es más que la verdad, y llamó mucho la atención de los visitantes. No daba mucha luz que digamos, pero parecía un obelisco de alabastro con una estrellita que parpadeaba en la punta. El mismo Legado Apostólico dijo que nunca había visto nada igual. Alguien dijo entonces que se vería muy bonita en la Basílica de San Pedro. ¿Y por qué no? No es mala idea. Podríamos regalarla a Roma como agradecimiento por la Coronación… Que arda allí la cera que labraron las abejas de Zapotlán, como una oración dicha por todos nosotros…
– Los rumores de que el señor Cura se puso enfermo y tuvo que salir violentamente a Guadalajara, se confirmaron en la Coronación, pues no fue él sino el Auxiliar ahora nombrado, quien leyó el Breve de su Santidad. Es un hombre joven y estaba bastante nervioso. Como primero dio lectura al texto en latín, nos quedamos en ayunas pero oíamos que le temblaba la voz. Ya en español se equivocó varias veces y repetía las palabras. Claro, todo aquello fue muy solemne, y él estaba frente a altísimas personalidades, pero yo creo, y Dios me perdone si lo digo, que el recuerdo de nuestro señor Cura ausente no lo tenía muy tranquilo…
– Yo estoy indignado. Esa fiesta tan lujosa es un verdadero insulto a la población. No se hizo más que para los ricos, que a la hora de la hora y como siempre, se colgaron los galones. Iban vestidos como príncipes, de frac y con sombrero montado. Yo los estuve viendo entrar. El más ridículo de todos fue don Abigail, con su traje de Gran Caballero de Colón. Parecía que todo le quedaba apretado. Lástima que no fuera sábado de Gloria, porque daban ganas de tronarlo así, vestido de mamarracho.
– ¿Saben qué es en realidad lo que viene a ver todo ese gentío a la feria de Zapotlán? Pues eso que están viendo ustedes ahorita, el Desfile de los Canos Alegóricos, el Rosario, como le decimos aquí, las Andas, como les dicen en otras partes… Vean a Judith, frente a la tienda de Holofernes, sosteniendo por los cabellos la cabeza greñuda, mientras que en la diestra brilla el espadón ensangrentado… Vean a la hija de Faraón que recoge la cesta con Moisés pequeñito a las orillas del Nilo, a Abraham que alza el cuchillo sobre la cabeza de Isaac, atado como un cordero junto a la leña del sacrificio. El taller de Nazareth no debe faltar, porque es uno de los cuadros que más le gustan a la gente, con la Sagrada Familia en la intimidad: José trabaja en.su banco de carpintero, la Virgen hila o cose, mientras el Niño Jesús juega a unir dos trozos de madera para la cruz predestinada… En fin, véanlos todos, si tienen paciencia, son veintitantos… Fíjense en todas esas muchachas tan guapas que desde las nueve de la mañana están amarradas en postes de madera para que no se caigan y que muchas veces se desmayan de fatiga y calor pero que vuelven en sí y a su papel en cuanto les dan una labradita con alcohol alcanforado… Más dignos de admiración son los niños que a base de refrescos y golosinas se aguantan parados hasta las tres de la tarde.
¿Ya los vieron todos? Pues ahora viene el principal, que es el último del desfile, el Trono de Señor San fosé, la única anda que todavía se lleva en hombros y no sobre ruedas, como todas las demás…
Como ustedes pueden ver, la anda es muy grande y va sobre una plataforma de vigas y tablones que pesa una barbaridad. Generalmente es un monte de nubes, un pedestal de cirros y de nimbos donde flotan docenas de señoritas, de niños y niñas vestidos de ángeles, arcángeles, querubines, serafines, tronos y dominaciones… Y en lo alto, Señor San José y la Virgen, bajo un dosel augusto, sostenido por doradas columnas salomónicas… A los lados del anda van dos mozos con pértigas, levantando en cada esquina los cables de luz para que el trono pueda pasar en toda su grandeza…
Ahora asómense para abajo. ¿Qué es lo que ven? Sí, son ellos, los miembros de la Comunidad Indígena que han alcanzado el honor de cargar con el santo y con su gloria. Son cien o doscientos aplastados bajo el peso de tantas galas, cien o doscientos agachados que pujan por debajo, atenuando con la cobija sobre el hombro los filos de la madera, y que circulan en la sombra sus botellas de tequila para darse ánimos y fuerzas. En cada esquina el anda se detiene, y muchos se echan en el suelo, a descansar sobre las piedras…
¡Adelante con la superestructura, pueblo de Zapotlán! ¡Animo, cansados cireneos, que el anda se bambolea peligrosamente como una barcaza en el mar agitado de la borrachera y el descontento!
…y en la penúltima de las ramadas estaba un indio vestido como ángel, representando a San Miguel, con una espada en la mano, como que hería a Lucifer, el cual era otro indio vestido a manera y figura de dragón, que estaba dando bramidos debajo de los pies del ángel…
– Aquí estamos todos, adorando a Dios y dados al diablo…
– Yo no soy Dios, yo soy un hombre tomo lodos ustedes, un artesano, un carpintero de obra blanca… No se los digo por asustarlos, pero no carguen sobre el suelo todo el peso de su cuerpo. Este pueblo está fincado sobre un valle de aluvión y sus tierras fértiles son puramente superficiales: ocultan una colosal falla geológica y ustedes están parados sobre una cáscara de huevo… Hagan otra vez la feria del año que viene, pero sean un poco más angelicales, y no gasten toda la pólvora en infiernitos…
…el comisario que se encargare de la Función no ha de hacer otras demostraciones públicas que graven a los pobres, porque en el caso de dictárselas su devoción, sólo ha de extenderlas a Novenario o a más gasto de cera, que es lo que principalmente dice culto, y no a las exterioridades de fuegos, que sirven más a la vanidad y pompa, ni a las comedias y toros, que antes destruyen la devoción y ceban los vicios…
– ¿Qué tal estuvo la feria?
– Como las naguas de tía Valentina: angostas de abajo y anchas de la pretina.
– Yo me divertí como Dios manda…
– A mi me robaron la cobija.
– Y las tierras ¿se las van a devolver a los indios?
– El año de la hebra y el mes del cordón…
– Primero me cuelgan del palo más alto.
– Para eso hay arriba y abajo.
– Dios Nuestro Señor dispuso que nosotros fuéramos arriba y que los indios cargaran con las andas…
– Al fin y al cabo que ellos también se divierten mucho por debajo…
– Ahora les hemos parado todos los pleitos y juicios…
– ¿Y el Día del Juicio Final?
– Ya tenemos todos nuestros papeles arreglados, con la debida anticipación…
Quiero que me deis satisfacción a mí y al mundo del modo de tratar estos mis vasallos… Y tengo de mandaros hacer gran cargo de las más leves omisiones en esto, por ser contra Dios y contra mí, y en total ruina y destrucción destos reinos, a cuyos naturales estimo y quiero que sean tratados como lo merecen vasallos que tanto sirven a la monarquía y la han engrandecido y lustrado. Yo el Rey.
– Pasen a tomar atole, todos los que van pasando…
– Y tú ya vete a dormir, contador impuntual y fraudulento. Pero como tu castillo de mentiras sostiene una sola verdad, yo te consiento, absuelvo y perdono. Y como creíste te sea hecho.
Nadie podía haber previsto lo que sucedió esta noche, última de la feria, a las doce en punto. Todo el pueblo estaba reunido en la plaza, rodeando el inmenso castillo pirotécnico, orgullo de todos nosotros y símbolo de la fiesta, erigido a un costado de la Parroquia por más de cincuenta obreros bajo las órdenes de don Atilano el cohetero. Nunca habíamos visto algo más bello y majestuoso.
Justamente en el momento en que iba a darse la orden para que fuera encendido irrumpió una pequeña banda de desalmados. Nadie pudo darse cuenta de quiénes eran, ni cuántos. Iban vestidos de Viejos de la danza, con máscaras de diablo. Unos llevaban teas encendidas, otros baldes y machetes, otros más, pistolas que disparaban al aire. En cosa de instantes, bañaron de petróleo la base de las cuatro torres que sostenían la plataforma desde donde se alzaba el castillo principal, y les prendieron fuego.
La gente cercana huyó despavorida porque el combustible se derramó por el empedrado. La llamarada pronto se levanto al cielo, más alta que la Parroquia. Los malhechores se quitaron inmediatamente las máscaras y los disfraces, quedando irreconocibles entre la muchedumbre, contemplando el estropicio a sus anchas, muy contentos y satisfechos sin duda.
En vez de arder parte por parte y en el orden previsto por don Atilano, ya se imaginarán lo que pasó. El estallido fue general y completo, como el de un polvorín. Los buscapiés se fueron por todas partes, sin ton ni son, y sobre la multitud cayó una verdadera lluvia de fuego, por fortuna artificial, y no hubo, según parece, más que algunos centenares de chamuscados.
El fuego se propagó a muchos puestos y barracas, y poco faltó para que ardieran los árboles del parque. Aunque violento, el material inflamable no era mucho en realidad, fuera de la pólvora superficial. Una hora después, no quedaba más que un montón de brasas y pavesas, entre las que de vez en cuando tronaba todavía algún cohete retardado…
Yo me quedé hasta el final, solo en la plaza inmensa que forman el parque y el jardín. Solo, porque los demás estaban tirados en el suelo, dormidos y borrachos, aquí y allá, como los muertos de un falso campo de batalla.
Ya para venirme, me volví por última vez y vi desde lejos el escenario. En el lugar donde estaba el castillo, vi subir al cielo la última columna de humo, recta y delgada.
Dejé de mirar en el momento en que se desprendió de su base de ceniza, donde ya no quedaba nada por arder.