Álvaro Pombo
La Fortuna de Matilda Turpin

PRIMERA PARTE

I

– Me alegro de que al final te hayas decidido a quedarte -comenta Antonio, al volante, metiendo la directa para enfilar el primer tramo de la carretera hasta Lobreña, donde comienza la serpenteante comarcal que conduce por fin al último tramo, el camino vecinal nunca asfaltado en condiciones, que lleva al Asubio, la alta finca acantilada de Sir Kenneth Turpin, el padre de Matilda.

– ¿Estará Emilia a gusto? -pregunta Juan Campos, sentado junto a Antonio Vega en el asiento delantero del viejo Opel Senator.

– Se aclimatará seguro Emilia. Lo que no sé, si tú…

– Yo me apañaré.

– Algo más que eso hará aquí falta. De sobra lo sabes. Esto es de verdad salvaje y más ahora con el invierno encima.

– No lo podría hacer sin vosotros. Sin ti.

– Seguro que sí.

– Vosotros, además, no tendréis que quedaros todo el tiempo. El rodaje es lo más complicado de la casa. Luego me arreglaré con Boni y Balbi. Balbi es una cocinera magnífica. Con una comida fuerte al día, tengo de sobra. La merienda-cena se arreglará con cualquier cosa…

– ¿De verdad vas a quedarte tanto tiempo, para siempre?

– Quiero un cerramiento, Antonio. Llámalo como quieras: una nueva vida. Para empezar a mi edad una nueva vida, tiene que desaparecer todo lo anterior. Nunca fue gran cosa desde la muerte de Matilda, no me veo envejeciendo en el piso de Madrid…

– Eso es verdad. Tampoco yo te veo así. De momento tienes el mismo aspecto de siempre…

Juan Campos sonríe. Antonio también. El atardecer nublado se precipita sobre ellos. El coche ha tenido que reducir la velocidad una vez más. Las luces de Lobreña parpadean a lo lejos: un pueblito pesquero que no necesitan cruzar. Ráfagas de lluvia en el parabrisas. Juan Campos observa de reojo al conductor. Tiene gracia -piensa- esta fidelidad de Antonio Vega, tan agradable, tan inmerecida.

Es un traslado que Juan Campos llevaba planeando todo un año y que por fin se ha decidido a completar a principios de octubre. Gil Stauffer ha vaciado el piso de Madrid, la biblioteca de Campos, que no es inmensa pero sí ronda los cuatro mil volúmenes, todo el cuarto de estar y el mobiliario del despacho… Ha sido una mudanza fácil, pero Gil Stauffer le ha cobrado un plus considerable por el inhóspito lugar de destino. De todo eso se han ocupado eficazmente Antonio y Emilia. Ha sido un deshacer la casa de Madrid y un amueblar y acondicionar en serio el Asubio que ha ocupado el verano entero entre unas cosas y otras. Con el tercio de libre disposición de la testamentaría de Matilda, más su propio discreto patrimonio, Juan Campos es ahora un viudo razonablemente rico. Curiosamente Matilda Turpin ha dejado muy pocos recuerdos personales: de su ropa y un joyero de reducido tamaño se ha hecho cargo su hija Andrea. Las legítimas de los tres hijos son muy considerables. Ha quedado dinero de sobra para todos. Todos los recuerdos del matrimonio -que se suponen recuerdos de los dos- son, ahora que el traslado ha vuelto enumerativa la mirada de Juan Campos, objetos coleccionados por Juan, recuerdos sólo suyos, en los que Matilda reparó apenas. Los bienes muebles que Juan Campos hizo trasladar al Asubio son sólo suyos en el sentido de que casi uno por uno fueron elegidos por él en catálogos o en visitas a los anticuarios. Matilda nunca quiso decorar su propia casa y se mostró siempre indiferente al lujo, e incluso al confort.

Se siente Juan Campos confortablemente cansado. Las cinco horas largas en tren desde Madrid le han adormecido: el cansancio es más un estado de ánimo que una sensación corporal. Todo este cerramiento, que incluye la decisión de retirarse al Asubio, el traslado íntegro del piso de Madrid, el viaje en tren, y por último este viaje en coche, es en sí mismo todo un proceso hermenéutico. Decirse: estoy cansado y quiero este cerramiento, este retiro, forma parte de una decisión consciente que Juan Campos empezó a elaborar a raíz del fallecimiento de su mujer.

El Opel, en segunda velocidad, emprende ahora la serpenteante cuesta con que se inicia la llegada al Asubio. Es casi de noche, tiempo cerrado y lluvioso, equivalente al corazón de Juan Campos. ¡Qué duda cabe que fuimos felices!

– rumia Juan Campos-, como si pasara inseguro, con gran lentitud, las hojas de un álbum de fotografías. Fue una felicidad presupuestada: ¡cómo no íbamos a ser felices Matilda y yo! Juan Campos se permite a veces estas exclamaciones mentales que contienen, invariablemente, un regusto dubitativo e irónico: una ironía leve como la sensación de envejecer. ¿No es verdad que hubo, en el querer ser feliz de Juan Campos, al impregnarse de un análogo querer ser feliz de Matilda, un aumento exponencial de voluntad, una edificación de sus dos vidas, que incluyó luego el nacimiento de los hijos y, paradójicamente, también la disyunción de las dos trayectorias de ambos cónyuges? La trayectoria de baja intensidad, el low profile académico de Campos, y la intensa carrera social, financiera, de mujer de negocios, de Matilda, ¿no se potenciaron en su disyunción tanto como se habían potenciado en su conjunción al casarse enamorados a los veinticinco? Todos los encantos de la madurez maduraron -¿sí, o no?- a la vez para los dos, incluso cuando no estaban juntos y sólo se comunicaban por teléfono. Sí, al principio era emocionante seguirla de lejos y escuchar los fines de semana -aunque no todos-, sentados frente al fuego en Madrid o en el Asubio, los relatos de compras y de ventas, las reflexiones acerca de los factores que estimularon en los setenta la proliferación de innovaciones financieras. Escuchando la enumeración exaltada de Matilda acerca de los rápidos avances tecnológicos en el tratamiento de la información y en las comunicaciones o la influencia negativa sobre la solvencia bancaria de las crisis de la deuda exterior en países en vías de desarrollo, Juan sonreía. Poco a poco, sin embargo, dejó de sonreír y de atender. Mientras el Opel le arrastra al Asubio, hacia su retiro de viudo, Juan recuerda que los negocios de Matilda acabaron cansándole… Y fue terrible la aparición de los primeros síntomas del cáncer, el diagnóstico inapelable, la no muy larga enfermedad y la muerte. La muerte de Matilda apagó el mundo. Y me dejó a mí, doliente y tranquilo. ¿Es esto último también un comentario irónico, una guasona reserva mental? Nuestro matrimonio -rumia ahora Campos- tuvo quizá un único defecto: la relativa desatención a los hijos. Los hijos. La imagen de sus tres hijos: Jacobo, Andrea y Fernando, el pequeño, desestabiliza ahora el cansancio sosegado de Juan Campos y le desasosiega. Los hijos -sobre todo Fernando- deberían ser su libro del desasosiego: ahí debería haber leído Juan Campos toda la inquietud y el desasosiego constante que jamás le inspiraron sus hijos o su esposa en vida de su esposa. ¿Y ahora, qué? Ahora el desasosiego y el sosiego se amamantan mutuamente en paz.

Antonio ha hecho sonar el claxon ante la verja de la casa de los guardeses: emerge Bonifacio Boni, intercambian unas palabras: Bienvenido, señor. Arranca el Opel, y por fin se detienen ante la puerta del Asubio. Emilia ha encendido las luces de la entrada. Y ahí resplandece con su jersey de cuello alto y su pantalón vaquero negro: ¡qué joven parece en la anochecida lluviosa, qué solitaria, qué oscura y profunda!

II

El placer de la velocidad. La embriaguez. El poderoso Porsche Boxster negro. La estimulante sensación de poder pasar del dicho al hecho de un brinco. Fernando ha decidido aparecer sin avisar en el Asubio y ya está en ello. Ya está casi ahí: No se retirará en paz mi padre. No le dejaré en paz. No se me escapará… Varias veces, en las cuatro horas que lleva de viaje, ha trasgredido todos los límites de velocidad. Unos días instalados ya en el Asubio Juan Campos. Fernando se propone desestabilizarle en el Asubio, por lo menos un fin de semana. ¿Qué menos que un desagradable fin de semana en pago a veintitantos años de desamor paternal? Fernando Campos vibra con su automóvil en la alta velocidad de sus pensamientos envenenados. La adolescencia se le vino encima unos trece años atrás, coincidió con el despegar Matilda y el encerrarse Juan Campos en su despacho a leer y oír música de cámara de Brahms, conciertos para clarinete. Se sentaba a cenar con los hijos y parecía dormido. Matilda telefoneaba desde Zurich, desde Nueva York, desde Londres. ¿Se amaron mis padres?, ¿amaba yo a mi madre?, ¿la odiaba? Este Fernandito acelerado de ahora es incapaz de decidir ahora qué es qué. Ahora ni siquiera lo pretende, pero entonces, en la adolescencia, requería un detenimiento: necesitaba que me dieran tiempo. ¿Quién se ocupó de mí? Antonio Vega se ocupó de Fernandito y de Andrea y de Jacobo. Lo más sencillo es dejarse arrebatar ahora por el deseo de incordiar a su padre un fin de semana al menos. A diferencia del hijo pródigo rilkeano -que no quiso ser amado-, Fernando Campos quiso ser amado, y no fue amado. Pero tampoco fue desdeñado o maltratado. Sencillamente no fue amado. Y ni siquiera se dio cuenta de que no lo fue cuando no lo estaba siendo. Se ha dado cuenta después, como quien siente un malestar indefinido en la boca del estómago y recuerda que tomó boquerones en vinagre, pasados de vinagre, la noche anterior. Las conexiones causales de los movimientos del alma se fijan siempre a posteriori, por eso se falsean casi siempre. Recuerda ahora en plena autopista el texto de un heterónimo de Pessoa, Alberto Caerio: El campo, a fin de cuentas, no es tan verde / para los que son amados como para los que no lo son: sentir es distraerse. Acelera indebidamente de nuevo volteando el texto desasosegante. ¿Qué quiso decir Pessoa? Fernando Pessoa quiso decir que el hijo de Juan Campos, este Fernando Campos del Porsche negro, está en condiciones de disfrutar más el verde de los campos y los paisajes y la belleza en general, justo por no haber sido amado, por haber sido desamado. A cambio, como en premio, una intensificación de la sensibilidad poética y erótica. ¡Valiente bonificación de mierda! Llevar a cabo un proyecto como el de Fernandito Campos -el proyecto de minimartirizar a su padre en su retiro, impedirle retirarse confortablemente, siquiera durante este fin de semana- requiere una intensidad pueril. Sorprende casi más este aspecto pueril que la grave voluntad de vengarse que el proyecto también contiene. ¿Qué piensa hacer Fernandito? ¿Cómo piensa perturbar a su padre? ¿Es Juan Campos perturbable? Su hijo menor le recuerda ensimismado. Tan ensimismado cuando estaba solo (o en compañía de sus otros hijos o acompañado sólo de Fernandito, que le contemplaba con sus ojos dulces aún, de perro) que la viva atención que dedicaba a su mujer cuando estaban todos en familia, le pareció a Fernando Campos siempre sospechosa. Toda buena acción le parece a Fernando Campos ahora aquejada de una corriente subterránea de doblez. En el caso particular de su padre, la doblez le parece tanto más evidente cuanto menos capaz es de especificarla con precisión: por eso viaja al Asubio esta tarde lluviosa de octubre arriesgando la vida propia y ajena en su Porsche negro a ciento sesenta kilómetros por hora: para desdoblar la doblez, desplegar la plegada doblez, desenmascarar al padre enmascarado, al matrimonio enmascarado. Y no hay mejor manera de desenmascarar a alguien que poner a prueba sus nervios. Los desquiciados saltan solos, explotan revelándolo todo. Él mismo, el propio Fernando, perdida la ingenuidad muchos años atrás, en la adolescencia, ha perdido los nervios muchas veces. Fue considerado por su padre, y en parte también por su madre, un niño nervioso, el más inquieto de los tres hermanos. Su madre le tomaba el pelo cuando le veía nervioso, hasta adorarla exasperándole. Y fue (esto es lo imperdonable, lo que no prescribe) no obstante considerársele único, tratado como los otros dos, los dóciles Andrea y Jacobo, los plegados a la buena vida y a la conformidad. ¿Pero a qué clase de evidencia apela Fernando Campos cuando se refiere a la doblez de su padre, sobre todo de su padre, más que de su madre? ¿Puede hablarse de evidencia sin un objeto correspondiente, evidente ante los ojos? Fernandito se cree en posesión de la verdad en lo relativo a la doblez de sus padres. Pero no ha podido aportar, en veintitantos años, corroboración alguna de lo que tiene por evidente: a esto va al Asubio ahora: a obtener la evidencia de que sus padres no sólo no le amaron a él en particular sino que tampoco se amaron mutuamente, y que el pretendido amor conyugal fue una mera maniobra de imagen, una escenificación de un profundo vacío interior que, en el caso de su padre, a la fuerza ha de revelar algo más grave aún, sea lo que sea: una traición vergonzosa que de común acuerdo ambos disimularon, negaron, ocultaron para seguir disfrutando su aparente felicidad de gente rica. El vacío -decide Fernandito, sumido en el éxtasis de la velocidad del Porsche-: eso es lo que quisieron ocultar, el sinsentido de sus vidas, la existencia sin sentido. ¡Ésta es la forma más extrema de nihilismo: la nada, lo sinsentido eternamente! Pero esta nada del sinsentido es imprecisa, demasiado inabarcable e imprecisa. Fernando Campos sospecha ahora, paladeándolos, otros vacíos menores, más punzantes, más cutres, en la vida de sus padres. He aquí el elegante tema de este fin de semana. Y ahora sonríe. Reconoce este paisaje que atraviesa velozmente, estas Hoces con su profundo tajo y el río de montaña desplomándose rocoso, agujereado por la lluvia y las afiladas rocas, asediado por los regatos someros del monte invernizo. Ha tenido que reducir la velocidad para no despeñarse en esta carretera aún de doble sentido. Tomar estas curvas con reducida celeridad y con precisión le encanta. Le hace sentirse en posesión de su vehículo y de sí mismo. Fernandito Campos sabe que una parte del mérito de esta precisión procede del coche mismo más que de él: los controles de estabilidad del vehículo le impiden derrapar en estas curvas que toma a cien por hora. Sonríe porque sabe que está siendo injusto con sus padres. Sonríe porque se propone ser injusto con su padre este fin de semana: breve e injusto: velozmente injusto. Hubo un tiempo de comunicación y exaltación con su padre. No fue muy largo: fue el tiempo que precedió a sus dieciséis años, ese espacio del primero de BUP, entre los catorce y los quince: ahí se sintió amado por su padre, admirado físicamente, acariciado con la mirada: vigorosos abrazos, chocar los cinco en los partidos de voleiplaya aquel verano. Ahí sobre todo sintió, en aquel año del primero de BUP, que su padre admiraba su inteligencia rápida. La pasión de Fernandito por la velocidad, tan pronto como tuvo su primer automóvil a los dieciocho, fue una mera imagen mnemónica, congelada no obstante su vivacidad intencional, en comparación con la sensación de hallarse en estado de alerta ante su padre cada vez que su padre mencionaba, ante los demás o ante el propio Fernando, la rápida inteligencia de Fernandito, intuitivo y rápido como un tiburón joven. ¡Qué tontería! Este enternecimiento dura más tiempo del que Fernandito quisiera. Coincide con la atención que tiene que prestar en este momento a la complejidad de las Hoces primero, a los caminos vecinales después. Casi sin darse cuenta se alzan ante el Porsche las verjas del Asubio. Toca el claxon, son casi las once de la noche. Llueve copiosamente. Bonifacio emerge de la casa de los guardeses con un enorme paraguas. ¡Bienvenido a casa! -grita Bonifacio-. Ya ha llegado. De nuevo el claxon. Se encienden las luces de la entrada. El propio Juan Campos abre la puerta principal. Detrás de él, la esbelta figura de Antonio. Esto es el regreso, murmura Fernandito y sonríe a su padre.

III

Anoche se hizo tarde. Fernando se presentó sin avisar, a la peor hora posible. Antonio repasa las rápidas escenas de la noche anterior: así corregía años atrás las redacciones de Fernando, de Andrea y de Jacobo: la mala ortografía de los tres. De sobra sabe Fernando que su padre se apaga, literalmente, después de su cena, su high tea entre siete y siete y media. Se queda leyendo o dormitando ante la chimenea del cuarto de estar. Entre once y doce se va con un libro a la cama. Antonio encuentra esta rutina de Juan tranquilizadora. Él mismo cena también con Juan sobre las siete. Emilia, que solía ser muy de picar, ahora casi no cena: come anacardos y bebe whisky mientras ven la televisión los dos, Emilia y Antonio, en su lado de la casa. Llueve. Ha llovido toda la tarde ayer tarde. El Porsche negro parece haber atraído la intensa lluvia que rebota en los balcones y en las solanas. Se ha levantado el viento hurón que ahueca las tres chimeneas de leña de la casa. Antonio encendió anoche la estufa del dormitorio de Fernando Bonifacio telefoneó desde la casa de abajo para decir que Fernando acababa de llegar. Por eso Juan y Antonio le recibieron en la puerta. ¡Cuántas complicadas emociones se dan cita este mediodía que sigue a la noche de la llegada de Fernando Campo al Asubio! ¡Cuantas emociones entre si se tropiezan y congregan y disgregan este mediodía lluvioso, Cantábrico, de zarzas y de prados verdes llovidos, hundidos en la melancolía de la niebla y el mar, el rezo monótono del mar, la ira pedregosa del mar, la mar, entreverada con la vida y con la muerte! Matilda Turpin nunca tuvo dudas, y contagió su energía a Emilia: sin dudas vivieron las dos hasta la muerte de Matilda. Antonio repasa la noche de ayer y la vida anterior como quien corrige cuadernos escolares a la luz de un flexo un mediodía lluvioso, complicado, emotivo. Es mediodía, sí: un mediodía gris desencantado, que se levantó con niebla y ha seguido destemplado, desencantado.

Fernando Campos se sentía más valiente ayer noche conduciendo el Porsche por las Hoces, que ahora, almorzando frente a su padre en compañía de Emilia y Antonio. Hay algo sencillo, lineal, hermético, en la presencia física de su padre -en los prolongados silencios de su padre- y en su natural amabilidad para con todos, de siempre, para con el propio Fernandito, que hace difícil la agresión, que hace sobre todo difícil creer o mantener una situación tensa donde la agresión crezca como una rápida floración venenosa. Fernando Campos conoce familias en perpetua pelea, cuyos miembros -incluso queriéndose y no pudiendo vivir unos sin otros- parecen hallarse sin embargo en una perpetua excitación agresiva, una perpetua confrontación que a ratos roza el ridículo y a ratos la tragedia, aunque nunca lleguen a las manos y todo se reduzca a engarradas gritonas: ese infantilismo que Fernandito detesta. En ese ambiente, la provocación, la agresión, está agazapada siempre y puede actualizarse con cualquier pretexto. En su familia, en cambio, ya desde los tiempos de Matilda, desde los más tempranos recuerdos de la niñez de Fernando, nunca hubo peleas. Desde un principio, Juan y Matilda vivieron su matrimonio en un ensimismamiento ausente, como si, de alguna manera, las consecuencias de ese matrimonio, la vida familiar, los hijos, no fueran con ellos. ¿Y ahora qué?

¡Ahora era otra vez igual, sin ella, sin Matilda, sin la madre pero igual, otra vez lo mismo, como si se trazara la raya de una suma de sumandos odiosos! Fernando tiene la sensación de que no puede enfocar con claridad la escena, como si su padre, Antonio y Emilia fueran indefinibles. Y él mismo, que los contempla desde sí mismo, fuera, a su vez, un elemento alterador, un intercambiador que todo lo falsea, un falso, un falsificante ego cogito cuyo cogitatum fuese, desde la simple aprehensión hasta el juicio enunciativo, incapaz de precisión alguna. Algo parecido a una corriente de humildad le hace permanecer casi en silencio durante todo este almuerzo, por lo demás tan sencillo. Es la presencia de Juan Campos, el padre adorado, el más amado de todos los padres del mundo, el causante de una herida cuyo dolor no prescribe. Fernando Campos no acierta a enfocar con precisión la escena de este sencillo almuerzo en el Asubio porque su humillación, su herido narcisismo infantil no prescribirá nunca. Le amo, éste es el dato que Fernando Campos hace girar en su cabeza como la bola de una ruleta. Y desea dejar al azar de la giratoria ruleta nihilificadora la decisión de herir o amar a su padre. Ahí están Antonio y Emilia, tan iguales entre sí, tan comedidos como siempre, tan neutrales, no obstante haber intervenido tanto en la vida de Fernando cuando era pequeño. De los dos sintió celos Fernandito, de niño y de adolescente. ¿Por qué sus padres guardaron siempre las distancias con los hijos, y sin embargo nunca hubo distancias ni dificultades en su relación con Emilia y Antonio? Este mediodía lluvioso, tan triste, tan plano, tan del corazón desventurado -piensa Fernandito-, tan mío, que he venido aquí para odiar a mi padre y me encuentro, en cambio, asediado por los celos y descubro que le amo, que deseo abrazarle ¿Por qué mi padre no me arrastra consigo al interior de su alma, de su cuarto de estar, frente a su chimenea, frente al duro mar, pedregoso, mortal? ¿Por qué mi padre no me arrastra a su corazón y me acaricia y me ama? Yo entonces sería bueno, sería grandioso. Si mi padre me amara, llegaría a ser yo el que era desde siempre, el que nunca llegaré a ser, porque no me quiere, ni lo contrario.

A su manera lenta, minuciosa -un poco fría aunque afectuosa, delicadamente distanciada de lo que contempla e incluso de lo que desea-, reflexiona Antonio este mediodía lluvioso, una vez más, acerca del almuerzo de los cuatro en este Asubio sin Matilda Turpin. La familiaridad de la cocina casera: la merluza rebozada, la ensalada de lechuga y tomate sin cebolla, el queso de postre, un poco de fruta, un buen rioja, el café que se servirá más adelante frente a la chimenea del cuarto de estar… Lo interesante -piensa Antonio- fue siempre el ritual democrático de estos almuerzos y de estas reuniones. En tiempos de Matilda cada cual bajaba a hacerse su desayuno, su bacon con huevos y tostadas. Se mantenían costumbres inglesas: los elevenses, hacia las once de la mañana, tanto en el piso de Madrid como en el Asubio y tanto si Matilda estaba como si no estaba. La organización de todos estos rituales caseros corrió siempre a cargo de Emilia, de acuerdo con un protocolo estricto, aunque muy sencillo, que Matilda había diseñado: las dos parejas tenían que turnarse para guisar y para servirse y para trasladar los platos del aparador a la mesa. Había una cocinera y una doncella en Madrid, pero Matilda prefería no verse rodeada de sirvientes. La idea que Matilda se hacía de la vida, tanto en sus años de vida en casa como después, era desenvuelta: el mínimo servicio indispensable: todo el mundo, incluidos los chiquillos cuando crecieran, tenían que ser capaces de hacer de todo. Las relaciones entre todos ellos eran amistosas, fáciles, claras. Desde los primeros tiempos (cuando llegaron Antonio y Emilia a la casa), la sensación de vida resuelta, clarificada, sensata, presidía todo lo que hacían. Los dos, Emilia y Antonio, aprendieron a la vez, asombrados, divertidos, entusiasmados muy pronto, aquel modo de vivir de la pareja mayor, tan desenredado, tan ultramoderno, tan poco convencional o conservador. Ser una rica heredera parecía limitarse, en el caso de Matilda, a tener a su disposición una gracia más, una habilidad más, una atadura menos. Llegado aquí, Antonio no puede evitar esta tarde la huella insidiosa de la melancolía. Esta tarde de sirimiri, esta tarde sin significación precisa, esta tarde nulificante. Matilda fue el alma de todo esto, el alma de todos nosotros… Han terminado la comida. Los tres hombres paladean su oporto. A través de los cristales contempla Antonio el presuroso cielo invernizo del Asubio. Y no sabe cómo leer la presente situación: sólo sabe deletrear la creciente melancolía de la tarde.

Antonio contempla ahora a Emilia sentada frente a él entre Juan Campos y Fernando Campos, que quedan así, frente a frente, en esta mesa ovalada. Las mesas de todos los comedores de Matilda fueron siempre ovaladas. Detestaba las mesas alargadas, que le parecían provincianas, con su distribución jerárquica y sus dos cabezas. Esta contemplación de su mujer, cada vez más frecuente después de la muerte de Matilda, tiene esta tarde una peculiar agudeza: Emilia parece cansada. Es una mujer morena, muy delgada, elegante, alta, a quien Matilda conoció muy joven y convirtió en su secretaria particular. Emilia acompañaba a Matilda a todas partes. Al morir Matilda con cincuenta y seis, Emilia quedó desolada, y quedó, sobre todo -reflexiona por millonésima vez esta tarde Antonio-, mutilada, sin nada que hacer, sin ningún proyecto personal. Todos los proyectos personales de Emilia en vida de Matilda eran los proyectos de Matilda. Emilia quedó vacía, y sin embargo con una enorme cantidad de impulso todavía, que se ha ido desarrollando hasta la fecha. La verdadera hija de Matilda fue Emilia, no Andrea. La muerte de Matilda fue terrible, su particular muerte propia fue una agonía iracunda. El cáncer, la muerte, agarraron a Matilda muy joven todavía, con muchas ganas de seguir viviendo. Matilda no perdonó al mundo, a los demás, aquella su muerte prematura, que la hacía fracasar, que enturbió los últimos proyectos que tenía entre manos, porque Matilda Turpin se empeñó en seguir llevándolos personalmente cuando ya no podía preparar minuciosamente los negocios.

Emilia es ahora el movimiento residual, el resto de aceleración que dejó impreso en la vida de todos Matilda Turpin. Antonio no es un personaje reflexivo: es un hombre tranquilo que se encuentra a gusto desempeñando tareas secundarias en una familia, siempre que se sienta bien tratado: hizo las veces de chófer, de carpintero, de administrador, hizo sobre todo, durante toda la infancia y primera juventud de los chicos, el papel de tutor. Se educó con Juan Campos, quien fue a su vez como un tutor para Antonio. Aún hoy día caracteriza a Antonio Vega una amable aceptación del anonimato, está contento con su vida, y estaría feliz si no fuera porque el deterioro de Emilia es cada día más visible.

Apenas han hablado durante la comida. Juan Campos suspira y se dispone a levantarse. Permanece sentado sin embargo, aún por un momento contemplando con una mirada entornada esta escena final del almuerzo en el Asubio que se incrusta en otros miles de almuerzos parecidos en presencia de Matilda. Las cosas son más fáciles ahora sin Matilda que con ella presente. Éste es ahora un pensamiento desolador. Pero Juan Campos no se enfrenta nunca cara a cara a la desolación, como si la desolación fuese un contorno, un margen difuso de la vida. Juan está a salvo de la desolación porque no la niega y por lo tanto tampoco la afirma. ¿Es entonces preferible esta Matilda ausente, muerta, deshaciéndose en la caediza memoria de todos los presentes, a una Matilda vigorosa, encantadora pero también fría, agresiva, poco atenta a los Pormenores de la vida que no le concernían directamente? Ha habido tensión en este almuerzo, pero no es por culpa de Matilda. Es sólo Fernandito que, quizá, ha venido sólo a pasar el fin de semana -sospecha ahora Juan sonriente – para perturbarme un poco. Emilia retira ahora los platos con ayuda de Antonio. Fernandito, sentado, bebe a sorbos su vaso de agua. Siempre se ha acogido al privilegio de ser el benjamín. Ahora Antonio, como si tratara de recapitular en una línea todo un episodio o toda una vida, piensa: esta casa se acabó con Matilda. Lo que queda ahora es la sombra, la cáscara de lo que fue. Pero se da cuenta Antonio de que decir esto es a la vez una falsedad, un absurdo: para bien o para mal, nosotros estamos aún aquí y nosotros Somos seres sustanciales. ¿Qué va a ser de nosotros ahora?

IV

– ¡Qué coche más guapo! -dice Emeterio. Es mediodía del domingo, ha dejado de llover, hace frío, el Porsche negro sobresalta un poco en el paisaje verde oscuro frente a la casa que, construida en dos planos, de cara al mar la parte principal, presenta en esa fachada un solo piso y parece una casita baja, ni siquiera muy grande. Está cubierta de hiedra durante el verano, y en invierno (o como ahora a finales de otoño) tiene el aspecto desolado de las casas recubiertas con enredadera de hoja caediza.

– ¡Bah, no está mal! -comenta Fernando Campos, que se estremece de frío en mangas de camisa. Emeterio lleva un buen plumas sin mangas y unas botas Panama Jack sin curtir. Es más o menos de la edad de Fernando, sólo que mucho más fuerte, hombros más anchos, y de pocas palabras. Fernando y él se conocen de toda la vida, jugaban juntos los veranos y las vacaciones de Navidad y de Semana Santa.

– ¡No está mal, dices! ¡Te habrá costado ocho kilos o más! ¿Cuánto te ha costado?

– Por ahí.

– Entre una cosa y otra, nueve millones en la calle, cincuenta y cuatro mil euros. Es un coche guapo.

– ¿Quieres que demos una vuelta? -pregunta Fernando seguro de que querrá. Se tomarán unas cervezas en Lobreña, harán cien kilómetros antes de comer, ida y vuelta. Fernando entra en busca de un jersey y regresa en seguida-. ¡Hala, vamos!, ¿quieres conducir?

– No, tío, no hace falta, mucho coche para mí.

Abandonan la finca a buena marcha. Fernando observa de reojo a su fornido acompañante. Es la única relación de la comarca que ha mantenido en estos años después de la muerte de su madre. Emeterio se hospeda en casa de Fernando cuando va a Madrid.

– El ochenta por ciento de las piezas de este Porsche son nuevas -comenta Fernando por decir algo. Y añade-: ¡A ver qué fábrica se puede permitir cambiar tanto de un modelo a otro!

– ¡Cómo se pega a la carretera, joder! ¡No se mueve! -murmura Emeterio.

Un error salir. Ahora no tiene arreglo -piensa Fernando mientras acumula detalles acerca del Porsche:

– Tiene 240 caballos y 3.200 centímetros cúbicos.

– Tendrá que tener buen reprís. Al fin y al cabo es un tres litros y pico.

– Ahora lo verás en la subida del Turbón. Ahí lo vas a ver. Pasa de cero a cien en cinco segundos y medio y se pone a 262 kilómetros por hora. ¿Qué te parece?

– Una pasada.

Un error salir -repite mentalmente Fernando Campos mientras acelera cuesta arriba hasta coronar la Peñalbarda y se dispone a descender después para demostrar el reprís de su coche en el ascenso del Turbón-. Un error salir, una vez fuera del Asubio nada es relevante. Por eso hablamos del Porsche. Ni siquiera -piensa Fernandito- nuestro pasado, de Emeterio y mío, tan legible aún para nosotros, es relevante fuera del Asubio. Aquí fuera, en el Porsche, somos insustancialmente iguales, la edad nos iguala, más ancho de hombros él que yo, más guapo, más frágil yo que él, más listo que él, como de críos, a los diez y doce y trece, cuando era verano y en estos mismos parajes montábamos los dos en bicicleta, cuando después me compraron la moto de motocross, tan ruidosa, vehemente como el amor imberbe. Nostalgia revirada.

Paran en un recodo de la carretera desde donde se asoman a los acantilados neblinosos. Resplandece apagado el mar plomizo como un espinazo mutante. ¡Cuánto tiempo ha pasado, qué poco tiempo ha pasado! Han salido los dos del coche y se han sentado juntos en el capó contemplando el gran fondo marítimo. Fernando se vuelve y contempla con descaro a su amigo.

– ¿Qué miras? -pregunta Emeterio.

– Te miro a ti. Que no me quieres ya.

– Bah. ¿Ya estás con eso?

– Te echaste novia y echarás tripa dentro de nada. Ya sólo te intereso yo por mi coche.

– Ya sabes que no.

Esta última respuesta, tan sosa, agrada a Fernando, le hace sentirse otra vez joven y lleno de energía. Siempre se sentía así con Emeterio cuando salían a pescar en su fueraborda, a bañarse a la Playa del Inglés. Recuerda esas largas tardes festivas, aislados en el verano marítimo, en el extremo de los arenales y las dunas, demasiado alejadas y ásperas para ser visitadas por los turistas al uso. Allí se bañaban desnudos y después, al volver, la cena en casa de Boni y Balbanuz, los padres de Emeterio: un buen filete de vaca con huevo frito y patatas fritas. No ver la televisión después, sino subirse al cuarto de Emeterio a contemplar su colección de coches en miniatura. Tienen la misma edad, a los dos les ha simplificado la vida: a Emeterio hacia una cierta inarticulación, a Fernando hacia una excesiva articulación analítica de su existencia y sobre todo hacia una voluntad voluble de venganza, esta voluntad que le ha traído este fin de semana al Asubio y que ahora, sentado frente al acantilado con Emeterio, le resulta de pronto inverosímil. ¡Qué inverosímil querer vengarse de un hombre como Juan Campos!

– Lo bueno se acabó hace mucho tiempo. Lo bueno nuestro -dice entre dientes Fernando.

– Ya.

– ¿Sólo eso? ¿Ya? ¿Eso es todo lo que sientes? No te da pena. Te da igual.

– No me da igual.

– Si no te diera igual, se notaría. Yo lo notaría. Si te diera pena, yo me alegraría.

– ¿Ah, sí? ¡Qué hijoputa!

– El mismo.

– Has cambiado tú más que yo -dice Emeterio tras una pausa durante la cual Emeterio sonríe. Nunca pudo Fernando no sentirse conmovido ante esta sonrisa tímida de Emeterio.

– ¿En qué he cambiado yo? -pregunta Fernando Campos. Este juego de preguntas y respuestas les ha servido a los dos estos últimos años para comunicarse sorteando el sentimentalismo. Es sobre todo Fernando Campos, el más articulado de los dos, quien impone esta esgrima en ocasiones hiriente, pero también en ocasiones conmovedora y dulce. Emeterio siempre se ha plegado a la vehemencia de su compañero.

– Tienes un coche de la hostia, nueve millones para pagarlo, ¿a que lo has pagado al contado?

– Así es.

– Lo ves, te compras un coche así y no tienes letras. La vida te sonríe. La puta vida te sonríe a ti, no a mí. En eso has cambiado.

– ¿Vas a echarme eso en cara?

– Ya sabes que no.

– ¡Me lo echas en cara! -repite Fernando porque sabe que la verdad es lo contrario y le gusta oír esta monótona cantinela del sincero amor de Emeterio.

– Ya sabes que no.

– Entonces, ¿por qué te has echado novia?

– ¿Qué tiene eso que ver?

– Tiene que ver que no me quieres.

– Sí te quiero.

– No me quieres.

– Bah! Corta el rollo. Y, por cierto, menos nos quieres tú a nosotros. Dice mi madre que has llegado ayer y no has ido ni a verla. ¿Eso qué?

– No quiero encontrarme con tu puta novia… Perdona. No he querido decir eso.

– Sí has querido. Da igual… Mi madre quiere verte. Ahora volvemos y vamos a verla.

Es hora de comer. No han comido. Tienen hambre los dos. Vuelven a casa de Emeterio. La maldita novia no estará, de sobra sabe Fernando que no estará. No han hablado nada más durante todo el viaje de regreso. ¡Balbanuz es tan buena cocinera! Sus ricas albóndigas con patatas fritas. Y la ternura de la casa, que desde niño fue su casa. Frente por frente, a lo lejos, en lo alto, la casona del Asubio, silvestre, montaraz, no civilizada, no familiar en su familiaridad cuadrada cubierta de hiedra, seca ahora, como garras, engarmada en las garras de la hiedra en la alta distancia del acantilado contra el cielo friolento. Por eso no ha querido nunca que el amor fraternal apasionado que le unió a Emeterio desde niños y que le une a él hasta la fecha, se tintara con lo de Madrid, se tiñera del colorete de la nadería madrileña que Fernando Campos conoce tan bien y que odia, sobre todo cuando se deja vencer por ella. Ahora es el resumen. Han visto durante un buen rato la televisión con Boni y con Balbi y como de jóvenes se han subido al cuarto de Emeterio a tumbarse en la cama y a charlar. La cama era grande para los dos de pequeños, la cama en verano era un barco fondeado en el puerto de Lobreña en la noche, con sus luces de posición girando alrededor de su anclaje, con las mareas de todo el día y de la noche. Ahora la cama se les ha quedado pequeña para los dos juntos. Durante un rato los dos, tendido uno al lado del otro, contemplan el techo en silencio. Luego cambian de posición. Fernando se Sienta en la butaquita desvencijada de entonces. Todo lo que es de entonces es de ahora también. Sólo que multiplicado por mil, como el amor de los niños: mil veces mil, un millón.

Es domingo por la tarde ya. Se han hecho casi las seis de la tarde. ¿Y la venganza? ¿Dónde ha quedado la venganza? ¿Va a quedarse Fernando Campos otro día más? ¿Dedicará todo un día a vengarse? Caer en la cuenta de que aún no nos hemos vengado, ¿no es en el fondo no querer vengamos? El verdadero vengativo bascula en el líquido amniótico de la venganza, que le nutre. Nunca cae en la cuenta, porque sólo cuenta la venganza constante, ejercitada o no, recordada u olvidada momentáneamente pero siempre tenue y tenaz como un cordón umbilical. Así que es posible que Fernando Campos, que piensa en vengarse de su padre, sólo desee ser amado y cualquier gesto de amor paterno le tranquilizaría y eliminaría el infantil sentimiento de abandono. Pero no hay, no ha habido quizá nunca -al menos que Fernando recuerde ahora- desdén u hostilidad tampoco por parte de su padre. Sólo una benevolencia blanda, distante, como la que se presta a un asunto menor. No ha habido hostilidad, luego no ha habido ofensa o motivo para la venganza. ¿Qué hace entonces Fernando Campos aquí? ¿A qué ha venido? Han vuelto a tumbarse los dos, uno junto a otro en la cama. Emeterio le empuja bruscamente, amistosamente, como entonces. Casi le tira de la cama. Luchaban así de jóvenes en la cama o en el jardín, empujándose; era una vida hermosa. Esa hermosura le hizo olvidar que sólo había disfrutado en la vida del amor vicario de Boni y Balbi y del amor imposible de Emeterio, y que ahora ni siquiera tiene eso del todo. Piensa que el domingo se ha pasado, que tiene que volver a Madrid, y su padre queda indemne, al asubio, porque Fernando tiene que volver a Madrid.

V

Ya es lunes. Fernando Campos no ha regresado a Madrid. Ha llamado por teléfono fingiendo una gripe virulenta. Esa llamada telefónica ha tenido lugar a primera hora del lunes, antes de las ocho de la mañana. La noche anterior, tras tomar la decisión de quedarse al volver a última hora al Asubio de casa de Emeterio, habló con un amigo del departamento para que, con independencia de la llamada oficial, hablara con el jefe, muy bien dispuesto por lo demás a hacer la vista gorda en el caso de Fernando. Una gripe son nueve días: tres, seis, nueve. Así que hay tiempo. Ha bajado a desayunar después de la llamada telefónica y se ha encontrado con su padre terminando de desayunar, que escucha las noticias de Radio Nacional. ¿Y ahora, qué? Lo mismo que la tarde de su llegada, ahora la presencia física de Juan Campos es demasiado punzante para que Fernando esté en condiciones de reactivar su deseo de venganza. Así también todo el día de ayer, todo ese domingo en compañía de Emeterio y en casa de los padres de Emeterio, ha dulcificado a Fernando Campos. Emeterio, ahora, con su creciente fortaleza corporal ocupándose de Fernando todo el día, teniéndole en casa de Boni y Balbi, representa para Fernando el bien: una cierta clase de bondad accesible, humana, enternecedora. Y disuelve, por lo tanto, lo opuesto a esto: los sentimientos congelados la rabia sofocada e insepulta el resentimiento como un verdín. Su padre le sonríe, baja aún más el volumen de la radio hasta volverlo casi inaudible, le sirve una taza de café. Emilia entra en el comedor y le pregunta si quiere tomar huevos o bacon o ambas cosas, pero Fernandito no desea tomar nada. Emilia se sienta entre los dos, comenta que bajará al pueblo a hacer las compras de la semana. La rutina enunciada anima el rostro de Juan Campos. Él mismo hace algunos encargos: papelería sobre todo y los periódicos que hayan llegado a Lobreña.

– Fernando va a quedarse con nosotros -dice Juan.

– Ah! Estupendo -responde Emilia, que es amable pero no muy habladora.

Fernando comprende que esta estampa rutinaria es lo que ha de romper si realmente desea vengarse de su padre. Una estampa hogareña, tranquila, a la hora del desayuno, con ese punto (desde siempre un poco desasosegante, por cierto) de Emilia desayunando como una más de la familia entre Fernando y su padre. Pero también este mismo desasosiego, como una corriente de aire, como un escalofrío momentáneo, forma parte de la familiaridad de la casa paterna: Emilia y Antonio siempre han estado ahí, en Madrid o en el Asubio e incluso de viaje cuando los tres hermanos eran adolescentes y viajaban en grupo, con sus padres y con Antonio y con Emilia -un grupo muy divertido, tiene que reconocer Fernando ahora- a ver el arte precolombino de México, o a navegar por la orilla argentina del Río de la Plata, que le recordaba a Matilda el turbio mundo de El Astillero de Onetti. Ese perceptible, aunque diminuto, grado de inverosimilitud determinado por la presencia familiar de Antonio y Emilia en su extrañeza de pareja, en medio de la familia propia que siempre sorprendió a Fernandito Campos, presente ahora también este lunes de otoño en el Asubio. Y quizá -rumia Fernandito- fue este sobresalto de la extrañe en la familiaridad, este oír hablar a Emilia y a su padre confeccionando amigablemente la lista de la compra (¿encontrará Emilia pescadilla gorda en el mercado de Lobreña para hacer merluza rebozada este mediodía?), esta rutina benevolente de personas que me aceptan pero que no me aman, fue lo que me arrojó fuera de esta casa y de estas vidas. El asunto, ahora y siempre, es el mismo -decide Fernando Campos-: que aquí estoy de más. El agravante -añade Fernando mentalmente- es que a simple vista no lo estoy, mis padres nunca me lo hicieron sentir así, ni siquiera se dieron cuenta del efecto que en mí causaban: siempre estuve de más en mi propia casa y sólo yo lo supe siempre, ellos mismos, los culpables ni siquiera se enteraron: ¿no es éste el origen del resentimiento?

Juan Campos ha terminado de desayunar hace rato y, con el pretexto de las noticias de la radio, cuyo volumen ha reducido hasta volverlo casi inaudible, observa a su hijo de reojo y piensa a través de Matilda, en sí mismo y en este definitivo retiro en que se halla. ¿Qué hace Fernandito aquí? ¿A qué ha venido? Juan no adivina el deseo de venganza, sólo una oscilación entre el amor y el odio que le desconcierta. Ahora que en esta familia ya ha sucedido todo lo esencial -piensa Juan Campos- ahora que todo está consumado y todo, en cierto modo, dicho, definido y cerrado, ahora que él mismo desea con todas sus fuerzas reducir al mínimo el nivel del dolor y el amor, ahora irrumpe en la conciencia la desazón del hijo pequeño y _por qué no reconocerlo?- también una desazón propia casi informulada, que estos días ha creído ver reflejada en un texto de una carta de Hölderlin, citada por Arturo Leyte en su Heidegger. Se trata, en conjunto de una auténtica tragedia moderna (se está refiriendo Hölderlin al Fernando o la consagración al arte de Bóhlendorff, de 1802). Este texto se le ha clavado en la memoria y lleva dándole vueltas desde que compró el libro de Leyte en Madrid a finales de septiembre. De inmediato asoció el texto a la muerte de Matilda Turpin. No acaba de saber por qué: Porque esto sí que es lo trágico entre nosotros, que nos vayamos del reino de los vivos calladamente, metidos dentro de una caja cualquiera, y no que, destrozados por las llamas, paguemos por el fuego que no supimos dominar. [Al leer esta frase, de inmediato pensó en Matilda. Su muerte, una vez acontecida, puede resumirse así: un callado irse del reino de los vivos metida dentro de una caja cualquiera: Matilda fue estricta en esto, en sus últimos días. No quiso un funeral católico. No quiso familiares ni amistades en casa o en el crematorio. Quiso como mucho los de siempre: Emilia, Antonio, Juan. Ni siquiera los niños. Todo fue interior entonces. Matilda entró en el interior y quedó dentro de dentro. Le horrorizaron siempre los duelos, las afueras del duelo. Le hizo prometer, tan pronto como se sintió enferma, que se atendría a este mandato y Juan Campos se atuvo a este mandato: metida dentro de una caja cualquiera fue trasladada al crematorio e incinerada en presencia de Emilia, de Antonio y del propio Juan Campos. Se creó, por supuesto, entre los parientes y sobre todo entre las acaudaladas amistades de Matilda, banqueros, hombres de negocios, políticos incluso, familiares ingleses de los Turpin, un considerable revuelo: obedecer los deseos de Matilda costó muchas llamadas de teléfono y muchas molestias al viudo. Pero en todo ello se comportó con la sequedad y la discreción con que siempre se había comportado en todo lo relativo a la vida pública y social de su mujer. Finalmente, gracias a su marido, Malucha Turpin tuvo la incineración, el final callado, anónimo, que creía merecerse.] El caso es que Matilda había desaparecido calladamente en una caja cualquiera. Y, sí, como dando la razón a Hölderlin, no había muerto destrozada por las llamas y el fuego de una vida como la Suya que no supo dominar, sino que la mató un vulgar cáncer de mama, diagnosticado demasiado tarde. No fue consumida por las llamas del fuego que Matilda había encendido… ¿qué fuego encendió Matilda? ¿Y es cierto que no supo dominarlo?

Esta mañana de otoño, tensa de pronto con la muda y sombría presencia de este guapo hijo menor, tan brillante, tan indescifrable ahora, Juan Campos se pregunta por el sentido de la vida de su mujer. El fuego que Matilda encendió, ¿no fue su pasión por los negocios su deseo de participar y triunfar en el inmenso escenario global del mundo de las finanzas internacionales? Los negocios de Matilda Turpin, su agilidad negociadora su sexto sentido para las leverage byouts ése fue el fuego que encendió, era un fuego ardentísimo, que fascinó, con reservas, al propio Juan Campos. Comparado con su reposada existencia de catedrático de Filosofía moderna, el mundo de Matilda representó el fulgor de la vida, pero también en parte -pensó siempre Juan- la vitalidad banal de los hombres de negocios: Matilda se sometió gustosa a una sistemática negación del ocio y casi del amor y casi del placer o los placeres menores, familiares, para alzarse con el triunfo. ¿Supo o no supo dominar ese fuego? Ésta es una pregunta nueva en la vida de Campos.

Mientras vivió Matilda, Juan pensó que su mujer dominaba no sólo su propia vida sino también la vida de Juan y la de sus hijos. El descerrajamiento repentino del cáncer también, al principio al menos, pudo leerse en términos de lucha y de dominación: hasta muy al final, Matilda luchó ferozmente contra su decadencia física y pareció que dominaba la propia muerte organizándose una incineración austera. Y, sin embargo – pensaba Juan – no fue capaz de armonizar del todo los dos lados de su vida, la privada y la pública. Cuando el mayor se acercaba a los diecisiete y Fernandito a los trece, antes incluso de esas fechas, dejó de interesarse por ellos. Dulcemente, por supuesto, sin herirlos, dándoles todas las ventajas económicas y sociales de su posición les dejó atrás.

Sorprendido por el texto de Hölderlin, Juan Campos ha seguido dando vueltas a la carta entera. Los párrafos siguientes son sumamente piadosos: Yen verdad que lo primero (el destino vulgar de Matilda) conmueve tanto al alma más íntima como lo último. No es un destino tan imponente, pero sí más profundo, y un alma noble acompaña también a un moribundo semejante entre el miedo y la compasión y mantiene su espíritu levantado por la rabia. Ciertamente, el espíritu de Juan Campos había permanecido durante toda la enfermedad y muerte de su mujer alzado por la rabia (pero también había rabia contra su mujer porque al acrecentarse la enfermedad, cada vez le rechazaba más). Osciló Juan entre el miedo al dolor y la compasión por su mujer: había sentido rabia contra el destino, la mala suerte, el azar amargo de los padecimientos cancerosos que se precipitan sobre nosotros inopinadamente: que no nos dan, en ocasiones, ni siquiera la posibilidad de presentar una lucha que nos ennoblezca: acogotados por la enfermedad como Matilda, nuestra muerte nos sobreviene, callada y oscura, desbaratando todos los horizontes y todos nuestros brillantes proyectos -desbaratando, sobre todo, en opinión de Juan Campos, la posibilidad de un retiro reposado, de un final feliz para una existencia laboriosa como fue la de Matilda y la suya propia-. La prematura muerte de su mujer había alterado toda la vida de Juan Campos y también, quizá irremediablemente, la vida de Emilia y de Antonio. El peso de estas reflexiones esta mañana inverniza se ha hecho de pronto demasiado fuerte. Juan Campos se levanta, apaga la radio, anuncia que saldrá a dar un paseo. Emilia les ha dejado ya hace un rato. Desde el comedor han oído en la grava el ruido de los neumáticos de su monovolumen, saliendo del jardín, alejándose en dirección a Lobreña.

Fernando Campos ha terminado también su desayuno hace rato. Ha permanecido inmóvil en su asiento, contemplando a su padre, que de pronto le parece bañado en la luz inverniza como un caracol que se recluye en su interior, como un animal introvertido, como un gato que da vueltas sobre sí mismo hasta que encuentra una posición adecuada en un sillón o en el lugar más estrafalario. Fernando ama a los gatos y ahora en estos momentos ama también a su padre al contemplarle aislado frente a una taza de café vacía en el comedor de esta casa de campo, tan inhóspita y a la vez tan acogedora, tan espaciosa, tan bella y tan antigua a la vez. Fernando siente el peso de toda esta casa que su madre nunca quiso acondicionar con las comodidades de la vida moderna, que carece de calefacción central y cuya instalación eléctrica retiembla y se cortocircuita los días de tormenta. Una casa de estufas y mesas camilla y fuegos en las chimeneas de los cuartos. A Fernando le ha sorprendido gratamente esta mañana -no puede negarlo- la transfiguración de su padre que, a medida que bajaba el volumen de la radio y hojeaba un grueso volumen que tenía entre las manos, iba como diluyéndose o achicándose, sumiéndose, como un galápago, dentro de su grueso jersey de lana: así, durante un largo instante su padre contempló fijamente la taza del desayuno, los platos, la cafetera. Da la impresión de estar en otro ámbito, hipnotizado. Y esto es lo que Fernando Campos más teme: que se le escape su padre por esa vereda ensimismada, ahí no sólo es inaccesible, sino que le desarma por completo. Se siente pequeño ante la figura ensimismada del padre, siempre un poco ausente.

– No te acompaño, estoy un poco acatarrado. Tengo la gripe -anuncia Fernando.

– ¿De verdad tienes la gripe, Fernandito, hijo? Creí que habías puesto un pretexto para quedarte unos días más, cosa que celebro…

– Vale, ha sido un pretexto, pero también tengo algo de gripe. No te acompaño por eso. Me enfrié ayer en casa de Emeterio. Estuvimos por los acantilados. A Emeterio le encanta mi Porsche nuevo.

– ¡Qué bien! Me encanta que estés con Emeterio. En fin, hasta luego…

Sale Juan Campos a la terraza y al jardín. Desde la ventana de la sala, antes de subir a su cuarto que da al otro lado de la casa, Fernando observa a su padre inhibirse, cohibirse, arroparse, alzar las solapas de su chaquetón marinero, calarse la gorra de visera hasta las orejas y perderse en dirección a la entrada del jardín, en dirección a la casa de Boni y Balbanuz, dispuesto quizá a darse un largo paseo por los acantilados que rodean el Asubio.

VI

La violencia del tiempo. La lectura de la carta de Hölderlin le ha llevado a la frialdad heideggeriana que hace desaparecer el yo sustancial. El dasein es existencia y es experimentado por cada cual individualmente, cada cual experimenta el suyo. Y, sin embargo, no designa nada individual, sólo la existencia pura, que no es individual y que no es sustancia ni es cosa. ¡Qué poco heideggariano soy! -se dice Juan Campos-. Ha comenzado a llover, el sirimiri: paseará de todos modos hasta que la humedad cale el forro de su gorra de visera. Quizá una media hora en línea recta, en dirección a Lobreña, cuesta abajo. Quizá llegue a Lobreña y telefonee desde el bar, para que le recoja Antonio. Todo gira ahora alrededor de Matilda y su muerte y el sentido de la vida de los dos. Matilda era más heideggeriana que yo piensa no amaba los objetos de uso cotidiano. Existía con una energía de la que Campos nunca fue capaz. No dejó que nadie la detuviese, que nadie la cosificase. Matilda se desmaterializó. No amaba los objetos de uso ni el lujo, ni los elegantes bibelots que, sin embargo, Juan Campos secretamente atesoraba en nombre de Matilda para su propio deleite. Juan sí amaba este mundo sustancial, vulgarizado, del tiempo sucesivo, indefinido. Las cosas, los fugitivos cielos enramados de febrero en Madrid y de marzo. Amaba los cuadros barrocos que representaban jirones de Cielo, e incluso Watteau, con su irrealidad microscópica de vidas galantes en paisajes imaginarios. Pero también los paisajes de Patinir que revelan el mundo. Y amaba el Asubio, la casa de verano que Matilda heredó de su padre. La falta de comodidades del Asubio venía de su condición de finca de verano, como mucho estancia de fin de semana, refugio, asubio de los dos. Y también, cuando se hicieron mayores de los hijos (si bien procurando no coincidir nunca padres e hijos el mismo fin de semana). Fernandito es, quizá, quien más ama esta casa, este jardín. No se le oculta nada a Juan Campos en punto a su hijo pequeño (aunque ha sido incapaz de detectar su ambiguo deseo de venganza). Con tantas posibilidades económicas como llegaron a tener, lo lógico -en opinión de Matilda-, lo poético, lo contrario al sentido común, lo anti-común, fue no arreglar la casa, conservarla en invierno tan fría y vacía como en verano, soleada y nevada al mismo tiempo: que la lluvia del norte y los variables cielos grisazules entraran y salieran por las ventanas y cristaleras abiertas de las dobles puertas, sin visillos, con cortinas de cretona raídas ya con los años que no debían recambiarse nunca, ni siquiera lavarse o plancharse: así formaba parte de la emoción, de la apasionada vida de cosa entre las cosas, de cosa al alcance de la mano, toda la casa entera. El sirimiri se adensa y Juan Campos se acobarda un poco: ha caminado lentamente sin darse cuenta y ahora de pronto el adensado sirimiri le cala el cuero cabelludo, los bajos de los pantalones. No ha llegado aún, le falta la mitad, unos tres kilómetros para llegar a Lo- breña y otros tres cuesta arriba luego, para regresar al Asubio. ¿No se le ocurrirá a Fernandito salir a buscarme? Me ha visto salir sin paraguas ni gabardina. ¿No se le ocurrirá venir a buscarme?

Fernando Campos no ha abandonado el cuarto de estar, ha observado el acrecentamiento de la lluvia, la ferocidad de pronto del sirimiri tupido como un prado de hierba fresca, como un campo de alfalfa, como un nutrido bosque de símbolos que le observan enemistados. El corazón enemistado. Mi corazón amargado. Odio a mi padre: iré a buscarle, no iré a buscarle. Y, de pronto de la parte de la cocina se oye el ruido de las puertas que se abren y cierran y entran Emeterio y Antonio: sonriente Antonio:

– Tienes visita, Fernando. Emeterio que se ha escaqueado del taller para venir a verte.

Y desaparece Antonio y ahí está Emeterio frente a él, calado de agua: su cuerpo poderoso quizá algo más carnoso en los últimos años. Huele a sudor y a grasa consistente. Fernandito se olvida de su padre. Suben los dos al dormitorio de Fernandito en el piso alto del Asubio. Al cabo de media hora Juan Campos regresa calado hasta los huesos a casa. Antonio -sabiendo de sobra que había salido de paseo sin gabardina ni paraguas y que se calaría hasta los huesos- no ha querido ir a buscarle. Es parte de la compleja vida en común que Antonio proteja a Juan Campos sin nunca protegerle. El ser es lo más fiable y al mismo tiempo el abismo.

VII

Antonio ha vuelto a su lado de la casa. En comparación con la cantidad de trastos valiosos que Juan Campos ha traído consigo del piso de Madrid, el lado de Antonio y Emilia resulta ascético. Al principio, la decoración (la no-decoración, que era el concepto que Matilda tenía de la decoración) era idéntica. Se repartieron los dos matrimonios el mobiliario estival del padre de Matilda a partes iguales. Ahora el lado de Matilda y Juan ha cobrado una gran belleza histórica, casi museística, que incomoda un poco a Antonio Vega. Emilia introdujo a Antonio Vega en casa de los Campos. Antes, Emilia y Matilda se habían conocido en un gran banco madrileño, en la sección de créditos documentarios, donde Matilda hizo sus prácticas y donde Emilia trabajaba como auxiliar administrativo, con un contrato temporal. La diferencia de clase no fue un obstáculo entre ellas. Matilda estaba ya casada, intimaron de inmediato. Fascinó Matilda a aquella Emilia de veintiún años, tan oscura y tan inteligente a la vez. La sorprendía a Emilia que Matilda tuviese ya un hijo y que estuviese dispuesta a llevar adelante aquellas dos vocaciones, la familiar y la profesional.

– No podrás, te cansarás, lo dejarás.

– ¡No lo creo -decía Matilda.

Emilia era ya de joven de pocas palabras, pero la amistad de Matilda la complació infinitamente: se sentía, no sólo valorada como una competente empleada de banco, sino sobre todo admirada como mujer. Matilda la animó a arreglarse mejor, a vestirse mejor. Con Matilda se sintió por primera vez Emilia reconocida en un mundo en que las mujeres todavía tenían que luchar por su reconocimiento profesional lo que incluía su reconocimiento como figuras públicas en pie de igualdad con los hombres. La discusión que inicialmente las unió -aparte de encontrarse ambas mutuamente elegantes y guapas- fue la gran discusión del momento acerca del papel de la mujer profesionalmente competente que se ve desgarrada entre lo que Emilia llamaba las babosas exigencias de la maternidad y la afirmación de sí misma, la propia realización.

– Desengáñate, que serás siempre menos tú, casada que soltera. Serás media Matilda.

– Pero ya estoy casada -contestaba entre agresiva y divertida Matilda Turpin.

– Y te hundirás por ello. Jodiéndote viva acabará el matrimonio, como ha jodido a todas.

Este pintoresco lenguaje de chica macho, que salpicaba la conversación de la primera Emilia, cambió a medida que Matilda y Emilia intimaron. Matilda acababa de leer El segundo sexo de la Beauvoir en la edición inglesa, y las dos juntas discutieron apasionadamente los asuntos de ese libro admirable. A partir de ahí, Emilia se convirtió en un satélite de Matilda, una compañera inseparable. Emilia conoció por entonces a Juan y a Jacobito y asistió al embarazo y nacimiento de Andrea. Y dejó el banco. Fue una decisión repentina, arriesgada, apoyada enteramente en la confianza que Matilda le inspiró: «Quédate conmigo y me ayudas con los niños. Yo te doy un sueldo…» Pareció una insensatez, y Emilia, sin embargo, nunca vivió aquella arriesgada decisión suya como una insensatez, sino como una liberación. Matilda no tenía dudas y Emilia tampoco las tuvo. Emilia se volvió indispensable ¿Cómo aparece Antonio Vega? Ésta era una pregunta graciosa en opinión de Matilda. Matilda fingía, o quizá no fingía, no acordarse: quizá, en efecto, dada su disposición a sobrevolar la particularidad de los entes de este mundo (la economía que le gustaba a Matilda Turpin de joven era la macroeconomía, un saber abstracto donde los haya) no se acordaba de lo que nunca reconoció como existente hasta que lo tuvo encima, así que tal vez era sincera cada vez que se preguntaba cuándo diablos y cómo apareció Antonio Vega entre ellos. Emilia, por su parte, solía seguirle la corriente a su amiga y mentora en estos asuntos menores -un caso curioso de acomodación libre, sumisión libre si se quiere, de una voluntad firme a otra voluntad firme (porque Emilia era una joven de gran firmeza personal) sin merma de ninguna de las dos y sin esfuerzo y sin enfrentamientos-. Las dos, Emilia y Matilda, mantuvieron siempre que no había asuntos mayores o menores entre ellas, porque todo era siempre mayor, desmesurado, exaltante, y a la vez al alcance de la mano. No empequeñecido, sino ajustado a la voluntad de poder de aquellas dos mujeres que habían puesto su voluntad en la identidad, en la identificación mutua y no en la diferencia. Eran, pues, como un único entendimiento agente, una ejecutividad bimembre, una doble Voluntad única. Hasta la aparición de Emilia, todo esto había sido un irrealizable, un transvisible, para Matilda Turpin. Algo de esto había, sin duda, comprendido en la estrecha relación que mantuvo siempre con su padre: la identificación voluntaria, resuelta, el atrevimiento, la lucidez intensa, la unificación de la intención paterna y filial. Todo esto fascinaba a Matilda Turpin de adolescente y de joven, cuando acompañaba a su padre a lo largo del mundo, cuando pasaba horas y horas con él en el despacho de su finca andaluza ¡O fines de semana invernales, o los veranos del Asubio!

Hombre sin embargo, Mr. Turpin, distraído por consiguiente, impreciso, dejaba insatisfactoriamente en fárfula una parte, la más enérgica, de esta unificación. Un hombre práctico, un hombre de negocios que se divertía con el talento natural para los negocios con la astucia, la mano izquierda con el maquiavelismo adolescente de la hija, y no llegaba a entender lo serio, lo deliberado, lo artificiosamente estricto de la intención filial. Así que las cosas quedaban siempre ablandadas al final, sin resolver del todo. Los afectos firmes sin cuajar del todo, la voluntad de identidad y de fusión de la hija. Con Emilia, en cambio, la gran empatía de las dos mujeres aún jóvenes se formó mutuamente, se tradujo simultáneamente a una sola voluntad desde las dos voluntades en acto. Así que, ¿qué papel cumplían ahí los hombres, Juan Campos primero, Antonio Vega después?

– Yo adoro a Juan, éste es el dato más claro de mi vida. Hijos no, marido sí, éste es el lema de mi vida, pero, ¿y tú?

– Para mí todos los hombres son accidentales, no me casaré nunca. Y, por cierto, ¿qué me cuentas de tus hijos?, ¿qué pasa con ellos?

– Nada. ¿Qué va a pasar? Es natural que tenga hijos, ¿no? Es irreprochable. No son una carga.

Y sin embargo Emilia hizo sitio a Antonio Vega, aquel joven guapo que la trataba con admiración y deferencia. Se conocieron en el banco, donde también Antonio era auxiliar administrativo en la sección de créditos documentarios. Charlaban junto a la máquina del café, en los pasillos. Tomaban cañas a la salida. Antonio fue arrastrado por Emilia antes de que ninguno de los dos se diera cuenta. Salieron varias veces juntos. Emilia era virgen entonces. Antonio parecía amarla en paz, dejándola tranquila echando hilo a la cometa del alma enérgica de Emilia. Aún no eran ni siquiera novios cuando Emilia presentó a Antonio Vega al matrimonio Campos. Antonio era un muchacho sencillo y perspicaz. Matilda, y quizá más todavía Juan, establecieron entre la joven pareja una relación indisoluble, los casaron por decirlo así. Antonio continuó en el banco un par de años o tres hasta seguir a Emilia a casa de los Campos. Juan Campos se acostumbró a Antonio Vega, por analogía quizá con la relación establecida entre Emilia y Matilda. Una vez establecidas las dos parejas, no volvieron a cuestionarse ninguno de los cuatro el origen de ambos emparejamientos. ¿Y por qué no? Porque formaba parte integrante de la voluntad de coincidir, la voluntad de nunca disentir, la voluntad de no quebrar o quebrantar lo constituido indisolublemente. Es difícil saber a estas alturas si fue el carácter de los cuatro individualmente considerado, los cuatro distintos caracteres, lo que se intercaló entre sí sin fisuras, o si la voluntad de intercalarse indisolublemente precedió a lo intercalado e hizo que velozmente alcanzaran su configuración final, la forma unificada que llegaron a tener en resumidas cuentas.

Antonio Vega está intranquilo. Le intranquiliza la presencia de Fernando en la casa y le intranquiliza la creciente introversión de Juan Campos. Haberse traído consigo tal cantidad de objetos de valor, que tapizan ahora el Asubio, le hace sentirse alerta: como si los objetos, las cosas, se le hubieran vuelto a Juan andaderas para una vida que no sabe cómo continuar. Realmente, no está haciendo nada en el Asubio -piensa Antonio-: es sólo un retiro, un apagamiento del mundo exterior, sale de paseo con regularidad por los acantilados pero no contempla el paisaje, sino que lo recorre cabizbajo, con una lentitud que recuerda los andares de una persona de mucha más edad. La otra intranquilidad de Antonio Vega es Emilia.

Transcurrido ya un año largo de la muerte de Matilda, Emilia no ha tomado ninguna iniciativa, o ha vuelto a hablar de ningún proyecto propio: se ha plegado a un imaginario papel de ama de llaves que será casi innecesario en esta casa donde sólo estarán ellos tres la mayor parte del año. Y no resulta fácil para Antonio comunicarse ahora con Emilia. Siempre se amaron, en la cercanía y en la lejanía. Los años del despegue de Matilda, sin embargo, la separación física al menos, fue una dificultad. Pero no una dificultad insalvable. Lo único que realmente cambió con la muerte de Matilda es que ahora, en la casa, apenas hay actividad alguna. Mientras vivieron en el piso de Madrid y Juan tenía aún sus clases, esta inactividad era menos visible, también en una ciudad como Madrid había más recados, incluso más visitas. Juan salía más a la calle. Pero ahora, en el Asubio, está a punto de producirse un efecto de clausura, una mónada sin puertas ni ventanas, porque el campo y el paisaje invernal son galerías que conducen la conciencia hacia sí misma. De pronto Antonio se descubre a sí mismo como bajo los efectos de una anestesia local en la silla del dentista (como quien percibe gigantescas operaciones indoloras efectuadas en sus encías, taladros de un torno implacable que le harían gritar y que apenas son una fuerza sorda próxima al paladar al borde temblón de la lengua): así la intranquilidad de Antonio Vega está hecha en parte de la excesiva tranquilidad que parece envolverles. De pronto ninguno de los tres parece dispuesto a tomar iniciativa alguna. La presencia de Fernandito, a mayores subraya la falta de iniciativa de ellos tres, con repentizadas iniciativas juveniles que consisten en su mayor parte en pasar el día con Emeterio, o dar vueltas con el Porsche por los alrededores o almorzar y cenar en casa de Boni y Balbanuz. Y Fernandito -en opinión de Antonio Vega, una opinión que reconoce en parte viciada- hace las veces de un testigo indeseado, un contemplador frío, un juez extranjero que juzgará lo que sucede en la casa. Fernando Campos hace, en opinión de Antonio, que todo cuanto sucede en la casa, todo cuanto no sucede, resulte más anómalo, más solitario, más intranquilo que si sólo los benevolentes ojos de Antonio Vega lo vieran.

VIII

Esta noche Emilia está sola en su lado de la casa. Está sola y recuerda cómo empezó todo. Es, en realidad, un momento tranquilo, equivalente a la suspensión de un dolor intenso y continuo a consecuencia de un calmante. La emoción rememorada en calma hace las veces de calmante ahora. Tiene Emilia la impresión de que sus recuerdos de lo que sucedió al principio, las personas de entonces, el Antonio de entonces, el Juan de entonces, Matilda misma, se suceden en su conciencia con la precisión, distante y próxima a la vez, de ciertos sueños. Emilia no está muy segura de ser capaz, por sí sola, de calificar esta nítida remembranza de ahora. Tiene la impresión, sin embargo, de que una ordenada sucesión de imágenes alejadas pero también clarificadas, se presentan ante su conciencia: tiene una sensación de transcurso, como se tiene cuando soñamos: tiene la impresión de que asiste mentalmente a una historia que le resulta familiar -no obstante algunas variantes curiosas e incomprensibles- y que equivale más o menos a lo que siempre ha sentido por los primeros tiempos de su relación con Matilda y con la familia Campos. Emilia no es especialmente reflexiva o intelectual y, por lo tanto, su relación con el propio pasado recuerda un poco los relatos de la gente de campo (de hecho, Emilia tiende, en conversaciones con Antonio, a asegurar que sus recuerdos son precisos: lo aseguraba también en vida de Matilda, a veces discutían por eso). Preguntaba Matilda con frecuencia: ¿cómo fue esto o aquello? Por ejemplo ¿qué le regalamos a Andrea cuando cumplió doce años?: Emilia siempre estaba segura de poder decir con toda exactitud en qué consistió ese regalo. Era porfiada en esto de la memoria y propensa a proceder con una cierta terquedad pueblerina si Matilda o Antonio o Juan le discutían la exactitud de su rememoración En una ocasión, Juan declaró: es casi imposible que te acuerdes, Emilia, digas lo que digas… salvo que hayas tomado notas, hayas registrado lo que ocurrió en un diario. La memoria modifica todos sus contenidos constantemente.

El olvido es el dato más indiscutible de nuestra memoria. Juan propuso esto con una cierta vivacidad: mantuvo con vehemencia que el pasado personal era esencialmente modificable y la prueba estaba en que, confrontados los recuerdos de cualquiera de nosotros con una hipotética relación cronológica, siempre se descubría que la memoria era infiel. Juan añadió en aquella ocasión que éste era un punto filosófico trivial pero comprobado una y otra vez: los recuerdos son construcciones que se hacen desde el presente hacia atrás y nunca son exactamente fieles. Emilia guardó respetuoso silencio en aquella ocasión, pero tomó esta declaración de Juan muy a mal. Le dijo a Antonio por la noche: Mira, con todo respeto, Juan se equivoca. Dice eso de la mala memoria porque él tiene muchas cosas en la cabeza. Pero nosotros no. Ni mi madre ni mi abuela tenían gran cosa en la cabeza, casi no pasaba nada nunca: lo poco que pasaba lo recordaban palabra por palabra. Yo lo mismo. A Antonio le sorprendió esta declaración sobre todo porque Emilia rara vez hacía referencia a su pueblo un pueblito en los Picos de Europa, en la raya con Asturias, de donde había salido para estudiar mecanografía y contabilidad en Madrid y preparar la oposición al banco. Esta noche, Emilia no está discutiendo ya nada con nadie, y mucho menos con Juan. Se siente como anestesiada, como quien se ha desvelado y vuelve a quedarse dormido. Y sueña con nitidez una escena muy punzante y precisa que le recuerda escenas de su vida pasada. Tiene la sensación de que lo representado oníricamente sucede de verdad fuera del sueño. Así Emilia esta noche, durante un largo rato -por algún motivo Antonio, que ha pasado la velada con ella como de costumbre, se ha ausentado, quizá le ha llamado Juan como hace a veces-, está sola, entrecerrados los ojos, recuerda cómo fue al principio. Y lo que recuerda está, por de pronto, dotado de la evidencia imbatible que corresponde a una percepción actual: parece que está volviendo a verlo: Emilia entró en el banco con un contrato temporal de seis meses para una campaña de verano en el departamento de cheques de viaje. Vio el cielo abierto. Fue considerada una chica muy despierta, mucho más que sus otros compañeros y compañeras del mismo contrato temporal: creyó que al final de la campaña le ofrecerían un contrato indefinido. Emilia tenía un poco de pie en aquel banco porque uno de los conserjes era hermano de su madre e iba algunas veces, los domingos, a comer a su casa. Al cabo de los seis meses se acabó el contrato y Emilia se quedó en la calle. Se desconcertó mucho porque no creyó que mereciera ser despedida y también porque había creído que los jefes, el apoderado de cheques de viaje, los otros jefes y oficiales del departamento, la estimaban mucho.

Todos, a decir verdad, lamentaron que tuviera que irse. Pero no estaba en su mano hacer nada. Las decisiones relativas al personal contratado venían de Personal, de la Central, y eran inapelables. El único consuelo fue que Emilia entró a formar parte de una lista y le aseguraron que estaba una de las primeras (era, al parecer, un listado por puntos). Quitando la familia del conserje, no conocía a nadie en Madrid. Se colocó en uno de los turnos de un Burger King, un mal turno que empezaba a las ocho de la tarde y duraba hasta las dos de la madrugada. Ahí aguantó como pudo. Volvieron a contratarla en el banco al cabo de seis meses. Volvió a ilusionarse. Y el contrato se terminó sin que le hicieran un contrato indefinido. Entonces conoció a Antonio Vega. Entonces, también, se encontró con Matilda, que hacía sus prácticas en el banco. Dio la casualidad de que pasaron casi un mes en el mismo departamento en créditos documentarios. Matilda recorría los diversos departamentos del banco y todos los compañeros sabían que era una chica rica, que estaba aprendiendo el oficio desde abajo. Matilda y Emilia se cayeron bien. Emilia quedó fascinada: ésta es la sensación de verosimilitud, la sensación de verdad, la impresión de evidencia actual que la remembranza de Emilia ha cobrado de pronto esta noche: nunca había conocido una criatura como Matilda. El glamour de Matilda le pareció a Emilia una cualidad mística de su nueva amiga: no dependía de sus bien cortados trajes, de la habilidad con que hablaba en inglés o en francés, indistintamente, del sentido del humor o de la rapidez con que aprendía los intríngulis del negociado todos aquellos créditos de importación y de exportación los Incoterms, el tedioso papeleo. Su habilidad para redactar los teletipos que luego se alineaban como cómicos lacitos por orden de urgencia en una mesa para ir siendo enviados a sus destinos, los célebres ticker-tapes. Matilda parecía haber nacido en medio de todo aquello. Estaba de buen humor todo el tiempo. Nunca Emilia había conocido a nadie igual. Pasaron los seis meses y Emilia tuvo que volver a la calle. Matilda continuó en el banco todavía. Se reunían a tomar café algunas tardes. Entonces fue cuando hablaron de Simone de Beauvoir, de los proyectos de Matilda. Fue entonces cuando Emilia manifestó su desesperación ante aquella precariedad laboral, que la reducía a la condición de mano de obra casi sin cualificar, sustituible en cualquier momento por cualquiera a la que podía ilusionarse con promesas laborales que nadie después tenía el poder de cumplir. Siguió saliendo con Antonio que era ya auxiliar administrativo.

Cuando Matilda terminó sus prácticas embarazada de Jacobo, su primer hijo, Emilia estaba cesante una vez más. Y Matilda le ofreció un puesto en su casa. Tendrás que ayudarme en todo, hacer de todo. Tendrás que fregar y que lavar y que planchar, más o menos igual que yo. Es un puesto en el servicio doméstico lo que te ofrezco, Emilia, dijo Matilda con toda claridad. No tienes por qué considerarte atada a este empleo. Tómalo como un sustituto ligeramente menos estúpido que el Burger King. Emilia no lo dudó. Y sucedió que aún cuando pasados seis meses esperaba ser llamada de nuevo, cada vez se sentía menos inclinada a cambiar el considerable trabajo de la casa de los Campos por el trabajo temporal en el banco. Sucedió además que en esa tercera ocasión no transcurrieron seis meses sino diez meses. No vale la pena, Matilda, me quedo contigo, dijo. Y las dos se echaron a reír. Transcurrieron así algo más de tres años. Para entonces -e impulsada por Matilda- se creó una especie de noviazgo entre Emilia y Antonio. Matilda no tuvo nunca dudas: estaban hechos el uno para el otro. Y Emilia tenía que reconocer que Antonio era un chaval majo desde todos los puntos de vista. Era guapo, era tranquilo, era muy trabajador y la quería. Pasaban juntos los fines de semana. Emilia se acostumbró a considerar a Antonio su pareja.

Esta noche Emilia sonríe sola, entrecerrados los ojos, la viveza de esa casi percepción actual le hace sonreír. Y Emilia recuerda ahora con gran intensidad que el sentimiento predominante de aquellos años fue la gratitud y la admiración por Matilda. Matilda le pareció una criatura celeste, libre de todas las babosas adherencias de lo celestial o de lo fabuloso de lo ilusorio: Matilda tenía la claridad de las cosas reales, de las personas auténticas, de las amistades duraderas y profundas. Y estos sentimientos de Emilia fueron calando lentamente en Antonio Vega que tenía buena fama en el banco, era un buen auxiliar administrativo, con muy escasas posibilidades de hacer carrera, ni siquiera al más modesto nivel, en el banco. Hacen falta cuatro trienios para ser oficial primero, eso son doce años, declaró un día Antonio. Era un domingo por la tarde. Estaban sentados a la mesa de la cocina del piso de Madrid, Emilia, Matilda y el propio Antonio. Juan trabajaba en su despacho. Era esa pausa entre las seis y las siete de la tarde que precedía al momento de bañar y acostar a los niños. El piso de los Campos en Madrid tenía, por aquel entonces, un vigoroso aire de nursery y de campamento juvenil. Juan Campos trabajaba en sus cosas y no ayudaba nunca en los trabajos de la casa, Matilda y Emilia lo hacían todo. Emilia consideró que aquellos años fueron los más felices de su vida. Y Antonio fue, poco a poco, viéndose envuelto en el circuito bien humorado de la vida de las dos mujeres y los tres niños. En otra ocasión repitió Antonio como reflexionando en voz alta: con suerte dentro de doce años seré oficial primero. Y los tres se echaron a reír, Antonio el que más. Y exclamó: ¡qué carrerón llevo! Por ahí empezó Antonio a considerar que un destino posible sería emplearse él también en casa de los Campos. ¿Pero para hacer qué? La cosa quedó en suspenso.

Emilia recuerda esta noche algo más: ahora mismo acaba de recordar lo más importante de todo: lo fascinante de Matilda, de aquella Matilda de entonces, fue que con todo su glamour de chica rica y de universitaria distinguida se aplicase competentemente a las monótonas y rutinarias tareas de la crianza y del cuidado de la familia. Este contraglamour este contrapunto vivísimo, que Matilda practicaba sin prestar la menor atención al asunto, consagró de una vez por todas la admiración que Emilia sentía. Si Matilda se hubiera quejado de las tareas del hogar, si hubiera viajado en exceso o lamentado en algún momento su aparentemente irremediable destino convencional de mujer casada a la española, Emilia se hubiera desilusionado de inmediato. Pero Matilda no fallaba nunca, no dudaba nunca. Creía fervorosamente en lo que hacía. Y era capaz, además, de discutirlo con Emilia y con Antonio, y también con Juan cuando comían juntos los cuatro, al nivel teórico del papel de la mujer en la vida contemporánea. Matilda no tuvo nunca miedo a nada. Ni al cansancio, ni a las contradicciones, ni al aburrimiento ni, dieciocho años más tarde, al despegue, tras morir su padre, como financiera.

La noche es un hormiguero esta noche. Ahora el duelo de Emilia está todo hecho de alivio. La falta de Matilda da de sí esta noche una como percepción actual de la Matilda de los primeros tiempos. La conciencia hormigueante de Emilia hace venir la memoria, hace memoria casi perceptiva de aquella Matilda Turpin de treinta años que no era nada española. Matilda fue la primera mujer extranjera que Emilia conoció y a través de Matilda tuvo Emilia su primer contacto vigoroso con el inglés, con el francés, con los viajes europeos, a Londres sobre todo, acompañando a Matilda para que sir Kenneth viera a sus nietos y desmañadamente les montara en ponis y les contara historias desmesuradas de caza y pesca en su bronco inglés de bebedor y disfrutador de la vida. Que Matilda fuera de pies a cabeza española (su madre, fallecida muy joven, pertenecía a una

ilustre familia malagueña, una de esas viejas familias camperas de la Andalucía interior) hacía más notable, a ojos de Emilia, su profunda distancia con la mujer española al uso. Muy al principio del contrato con Matilda, cuando salió a relucir la desteñida expresión el servicio doméstico, Matilda se había apresurado a añadir: ¡Entiéndeme bien, Emilia! Yo no necesito sumisas criadas filipinas en mi casa. El empleo que te ofrezco no es de empleada del hogar (pocas cosas detesto más que esa noción: servir). ¡Ni tú serás una criada ni yo seré una maruja española! Matilda dijo esto con gran vehemencia y luego se echó a reír. Construida en futuro, la expresión tenía un carácter programático una declaración de principios casera.

Emilia recuerda que Matilda fue explicando esto en detalle durante un cierto tiempo. Estaba encantada de criar a sus hijos, atender a su marido, cuidar su casa. Pero quería hacerlo resueltamente: esta idea de vivir resueltamente era importante para Matilda: todo menos enfangarse en las ñoñerías de las amas de casa. Resolver en dos o tres horas todo lo que puede ser resuelto en ese tiempo y dedicar el resto a cualquiera de las miles de cosas interesantes que podían hacerse en la vida: una de las cosas interesantes que Matilda consideraba que Emilia debía hacer era aprender inglés, la otra era sacarse el carnet de conducir. Aseguró Matilda que, a juzgar por el remango que Emilia ya manifestaba, en un par de años hablaría el inglés con soltura. Y así fue. La propia Emilia no lo creía: la confianza que Matilda puso en ella hizo milagros. Si crees que soy capaz de hacerlo, lo hago -decía-. Y así fue.

Esta noche lúcida y subterránea de repetición de la vida, Emilia piensa que el tiempo voló aquellos años: dieciocho años pasaron de golpe, porque no pesa el corazón de los veloces y porque en casa de los Campos las dos mujeres, los tres niños -y quizá también el propio Juan, aunque esto era más dudoso- vivían en un estado de rutinaria exaltación.

Una parte de la vida doméstica de Matilda consistía en hacerle de secretaria a Juan. Tres o cuatro tardes a la semana, a partir de las ocho, una vez que los niños estaban acostados, Matilda se encerraba con Juan en el despacho y pasaba a limpio sus apuntes sus conferencias, sus resúmenes de libros, sus artículos para las revistas filosóficas. Tenía instalada una mesita en un rincón del despacho donde escribía a máquina. Comentaba a veces, en broma, que seguía la estela de dos famosas españolas que hicieron de secretarias a dos famosos intelectuales españoles, Zenobia Camprubí y Carmen Castro. Esa referencia no le hacía gracia a Juan, que se limitaba a decir, cada vez que salía el tema, que él estaba muy lejos de parecerse a Zubiri o a Juan Ramón. Emilia no entendía estas referencias al principio: fue entendiéndolas después. Una cosa sí entendió desde un principio Emilia: que la presencia de Matilda en el despacho escribiendo a máquina e interesándose por la filosofía le impacientaba muchísimo a Juan. Y sorprendía a Emilia esta impaciencia -que determinaba un raro nerviosismo durante las cenas, al acabar las sesiones- porque Juan daba la impresión de ser un hombre tranquilo. No había ninguna explicación, o a Emilia no se le ocurría ninguna. Y, desde luego, nunca se atrevió a preguntar nada. Pero resultaba extraño observar durante las cenas, o en alguna ocasional entrada de Emilia al despacho con recados, que Juan apenas leía mientras estaba su mujer con él y se esforzaba por teclear él mismo sus artículos en su vieja Underwood. Juan Campos era torpe manualmente. De ordinario escribía todo a mano, con una caligrafía enrevesada, que sólo Maltida era capaz de descifrar con rapidez. Matilda le tomaba el pelo a veces: ¿por qué te empeñas en escribir a máquina cuando yo escribo a máquina? Esto no es un campeonato. Lo hago yo mil veces mejor que tú, es infantil. Y Juan sonreía y no contestaba. Y la escena de la impaciencia y el nerviosismo se repetía una y otra vez. Contra todo pronóstico, Juan Campos aceptó sin poner inconvenientes que Antonio Vega dedicara una parte de su tiempo libre, sábados y domingos, a pasarle a máquina sus notas. Las mujeres bromeaban entre ellas: ¡está visto, los hombres con los hombres! Y la verdad es que esto parecía ser verdadero en el caso de Juan. Antonio era, por supuesto, un mecanógrafo velocísimo, mucho más ágil y veloz que Matilda, aunque el desciframiento de la caligrafía de Juan supuso algunos convenientes al principio. Juan entonces descubrió que era más cómodo dictar sus textos que escribirlos a mano. Antonio cobraba un pequeño salario por sus trabajos de sábados y domingos. Pero esta actividad mecanográfica acabó invadiendo casi todas las tardes de ambos días. De aquí que Antonio se quedara sin descanso de fin de semana. Así fue como los cuatro comenzaron a debatir si Antonio debía dejar el banco o no. El sueldo no era obstáculo, ni la seguridad social tampoco. La cuestión parecía ser, más bien, el poco contenido de un empleo semejante: Antonio estaba acostumbrado a trabajar duro en el banco. La jornada de ocho horas era un asunto serio. Y lo máximo que Juan Campos necesitaba al día eran de una a dos horas de dictado. De haber estado Antonio decidido a hacer una carrera bancaria las cosas hubieran seguido como estaban. Pero Antonio no se veía a sí mismo progresando laboralmente gran cosa en el banco. Así que poco a poco los cuatro fueron haciéndose a la idea de que Antonio acabaría instalándose en casa de los Campos y ayudando a título de factotum, a Juan por una parte y al cuidado de los niños por otra. Los niños iban creciendo: los tres daban la impresión de haberse contagiado de la velocidad de crucero de Matilda y de Emilia. Fue Antonio quien sugirió que él podía hacerse cargo de ciertas actividades complementarias como el deporte o salir juntos de excursión. Y así fue como poco a poco Antonio Vega se instaló en la casa. La acomodación espacial de las dos parejas: todo un lado del piso de Madrid, con su cocina y su cuarto de baño para una pareja, todo el otro lado para la otra. Este arreglo espacial se mantuvo siempre así hasta el final. Y fue una organización de la vida doméstica que satisfizo a Juan Campos, quien disponía ahora de un secretario perpetuo y se veía libre de la presencia secretarial -siempre un poco demasiado agitante- de Matilda.

Una vez asentadas las dos parejas, se produjeron dos corrientes pedagógicas paralelas: Emilia aprendió de Matilda a vestirse con sencillez y elegancia, a hablar inglés con buen acento, a leer los periódicos y empezar a leer libros, a interesarse por el mundo, el ancho mundo. A su vez, Antonio resultó ser un estudiante aplicado. A fuerza de oír y mecanografiar textos filosóficos fue interesándose por la lectura. Y Juan Campos se ofrecía gustosamente a desempeñar, sin prisas, una especie de papel tutorial. Era ésta una relación amable, familiar, de los cuatro, convertidos alternativamente en maestros y discípulos unos de otros: porque, sin duda, también Antonio tenía cosas que enseñar a sus patronos: el gusto por la vida al aire libre en el caso de Juan, o los deportes o los largos paseos después de comer que Juan Campos al principio detestaba. Además, para alguien tan poco amigo de aprender cosas nuevas como Juan, la ingenuidad y el deseo de aprender de Antonio eran ya por sí solas una enseñanza, en opinión de Matilda. Y los niños crecían: éste era el dato más gracioso de todos. Cuando tuvo lugar la muerte de sir Kenneth y el despegue de Matilda, la estructura familiar de base estaba ya sólidamente inserta en la familia Campos.

Esta noche, hormigueante con la viveza de sus rememoraciones, ha acabado relajando a Emilia, que se ha quedado dormida. Antonio la encuentra dormida al regresar. Antes de quedarse dormida, casi sonriente, Emilia ha hecho un lance sentimental global de su pasado con Matilda: frena la atonía de su vida infantil, frente a la precariedad de juventud laboral en el banco, Matilda fue para Emilia lo más fiable. Matilda fue el fundamento de la comprensión de realidad que Emilia se hacía. Y después, cuando llegó la enfermedad, cuando llegó la muerte, Matilda seguía siendo lo más fiable y, a la vez, el abismo.


Ix


Ahora llueve. La lluvia cierra la casa como una lengua extranjera. Antonio Vega se siente fuera de la casa y capturado dentro a la vez. Como se sintió de muy joven en un viaje a Londres capturado por la fascinación del lenguaje nuevo que veía en la televisión y en el cine, que oía por la radio, que trataba de descifrar en los carteles del metro o en los titulares de los periódicos, sintiéndose balbuceante antes de abrir la boca, tratando de preguntar por una dirección, por una panadería o por la parada de un autobús y olvidándose de pronto que bus no se pronuncia «bus», ni table «table». Dentro de los límites de la lengua, preso en el interior de su incomprensión y fuera, como esta tarde de lluvia que, al aislar la casa del resto del mundo, al borrar los contornos del jardín y del mar y de los acantilados, borra también el contorno de las habitaciones, rebota en la memoria aturdiéndola, achicándola, impidiendo a Antonio Vega recordar de pronto los sencillos hitos de su monótona existencia. Treinta de sus cincuenta años con los Campos en el Asubio o en Madrid. Han crecido los niños. Las tareas de Antonio en la casa han girado desde los fáciles y alegres comienzos a esta lentitud de ahora con su atención consagrada sobre todo a Juan Campos. Ha atravesado la terrible muerte de Matilda Turpin. Está atravesando esta misma tarde el decaimiento tan innegable como disimulado de Emilia. Una vez que las tareas domésticas, los recados, se acaban -y esto suele ocurrir una vez que se recogen los platos del almuerzo- le queda aún a Emilia toda la obturada tarde delante, neutra e idéntica a todas las tardes obturadas que siguieron al fallecimiento de Matilda. Se refugió en el amor de Antonio. Emilia no rechazó la ternura de su marido en ningún momento: ni durante la época vibrante de los viajes de negocios, ni durante la ferocidad del cáncer de Matilda, ni durante las últimas semanas, ni después.

Consumida de pronto, habiendo perdido mucho peso y todo el color, envejecida, casi encorvada, se refugió en la ternura de Antonio. Y sin embargo no fue suficiente. Ahora llueve. Antonio aprovecha estos días, estas tardes lluviosas, para trastear en el garaje desde las cuatro hasta la hora del té hacia las siete, que toma ahora casi siempre en sus dependencias, después de haberle subido una bandeja de sándwiches y una cerveza a Juan Campos, quien, a su vez, se acurruca sobre sí, como contraído, estos días de lluvia: apenas se levanta del sillón de orejas, frente al fuego de leños crepitando frente a él, hermoso y distante como un fuego imaginario. Ahora llueve y Antonio es incapaz de entenderse o de entender la casa o de consolar a Emilia, o de iniciar una conversación animada o seria o superficial o indiferente con Juan Campos. Incapaz se siente también de hablar con Fernandito, que esta tarde de lluvia ha vuelto al Asubio poco después de almorzar con Emeterio y los padres de Emeterio abajo y se ha encerrado en su cuarto. Tan inmovilizado se siente Antonio Vega esta tarde, tan perturbado se siente por la creciente lluvia -rachas de viento sacuden los laureles y el bambú de la entrada-, que abandona el garaje y se encamina escaleras arriba al cuarto de Fernando.

Golpea la puerta. Fernando no contesta. Por un momento, Antonio Vega cree que el chico ha salido sin que él lo advierta. Y cuando ya está a punto de retirarse, Fernando abre la puerta y sin decir nada contempla a Antonio.

– Perdona, creí que no estabas -declara Antonio, inexplicablemente cohibido.

– Pues estaba. Aquí estoy. ¿Qué querías?

– Nada. Charlar. Me está acogotando esta lluvia.

– Es deprimente, sí. Pasa si quieres.

– No quiero molestarte.

– Vamos, entra.

Fernando se hace a un lado y Antonio entra en la habitación del chaval. Fernando ha conservado su habitación tal y como era cuando tenía quince o dieciséis años. Un póster del Real Madrid de la Quinta del Buitre. Antonio siente una punzada de melancolía clarificadora. Al fin y al cabo, Fernandito fue su hermano pequeño. Los sentimientos de Antonio por los hijos de Matilda y de Juan han variado poco desde la época en que él era su tutor deportivo. Sin duda, ahora, esta última temporada, barruntando la hostilidad de Fernandito por su padre, aunque sin percibir aún el deseo de venganza, Antonio se ha sentido intranquilo y hasta irritado con Fernando. Pero cada vez que le ve cara a cara, como esta tarde que ha subido casi sin darse cuenta a buscarle, el viejo sentimiento fraternal reverdece.

– Apenas hablamos… desde que llegaste.

– ¡Bah! Ya lo tenemos todo hablado.

– Sabes que no. Nunca decías eso antes, cuando hablábamos… ¿O no te acuerdas ya?

– ¿Qué no decía?

– Que teníamos todo hablado. Eso sólo se dice cuando se deja de hablar casi del todo. Las parejas, los matrimonios…, lo tienen todo hablado y ya no hablan. ¿Nos pasa eso a nosotros, Fernando, a ti y a mí?

– ¿Has venido a conmoverme? ¿No habrás venido a decirme que me echas mucho en falta, que echas de menos mi conversación? ¿No lo hablas todo con mi padre ya? No es que mi padre hable gran cosa, ni tampoco tú. Os comunicáis sin hablaros, en silencio, como putos ángeles, de especie a especie.

– ¿Esto a qué viene?

Antonio se ha sentado en la silla situada ante la mesa- pupitre de Fernando. Es la misma mesa que tenía de estudiante y que Fernando hizo llevar al Asubio años atrás (Antonio no recuerda el motivo de este absurdo traslado, teniendo en cuenta que Fernando no pasa ya temporadas largas en el Asubio y menos en su cuarto). Sorprendido por el tono agresivo del chico, Antonio desvía la mirada y piensa que la mesa bien podría ser para Fernandito uno de los restos del barco de su juventud echado a pique, que rescata trayendo esta mesa a un lugar seguro, a la acogida del Asubio. Al fin y al cabo -se le ocurre de pronto a Antonio- toda la habitación de Fernandito exhala nostalgia: la Quinta del Buitre, la mesa, la colección completa de Salgari, de Bruguera, los libros de texto del colegio, unas cuantas fotos de fin de curso enmarcadas, las medallas de atletismo en un medallero. La habitación, que no se ha vuelto a pintar desde hace años, conserva el primitivo papel pintado original, los no muy sólidos muebles estivales de bambú, las paredes vacías verdean un poco con la lluvia de afuera. Hace frío en esta habitación. Hace mucho frío.

– ¿No sientes frío? -Pregunta Antonio-. Hace muchísimo frío aquí.

– ¿Tienes frío tú? Te enciendo la estufa.

Fernando enciende la estufa. Este gesto de encender la estufa cambia el tono tenso. Los dos se relajan. Y la lluvia se abalanza sobre los cristales como una significación repentina, como un impulso repentino, casi como un abrazo, y subraya el silencio interior, la verdeante juventud dejada atrás, la nostalgia como un garabato ilegible.

– ¿Qué te van a decir en la oficina? ¡Te van a echar!

– ¡Tengo la gripe…!

– Pero, ¿por qué? Es evidente que no tienes la gripe.

– Ah, ¿no?

– No. No sé qué tienes, pero no es la gripe.

– Tenía ganas de pasar unos días en la casa paterna, con mi buen padre. ¿Es eso más verosímil que un gripazo?

– Sería verosímil, estupendo, si no fuera porque…

– Porque no te parece verosímil, ¿es eso?

– Supongo que sí.

– Entonces te parece inverosímil el pretexto de la gripe para pasar unos días con mi buen padre, que se ha retirado, jubilado anticipadamente… ¿estás diciéndome que no soy un buen hijo?, ¿que resulto inverosímil en el papel del buen hijo?

– Fernando, de sobra sabes que no estoy diciendo nada de eso. He subido a verte porque llueve. Llueve y hace frío y he pensado que estabas solo y sobre todo he pensado que yo estoy solo. Y tu padre está solo y Emilia está sola y se me viene la casa encima. Y también porque estoy inquieto, porque tú y yo ya no hablamos como antes.

– Antes hablábamos más, ¿no? -murmura Fernando.

– Hablábamos mucho.

– Cuando tú viniste, me contabas cuentos. Y luego a Emeterio y a mí nos contabas cuentos a los dos, ¿te acuerdas de eso?

– Claro. Por eso he subido. Viéndote entrar y salir estos días, no parar en casa… No sé. Apenas me hablas. Como si no te acordaras del tiempo que pasamos juntos, Emeterio, tú y yo, y tus hermanos, y también tu padre.

– Emeterio se acuerda más que yo. Yo no tengo corazón. Cada vez tengo menos corazón.

– ¡Bah, bobadas!

– Además tú te has puesto del lado de mi padre…

– Pero, ¿qué dices?

– Tú no me quieres ya. Emeterio sí. Por eso voy con él. Tú estás del lado de mi padre, el hijo puta…

– ¡Ah, pero qué dices, Fernando!

– ¡Ahí te duele! ¡Lo ves! Mi padre es intocable, todo lo que hace está bien. Te has puesto de su parte, por eso no hablo contigo, ¿para qué?

Antonio Vega tiene la impresión de estar acercándose a un punto verdadero, a una queja, que puede no ser, sin embargo, un punto de partida. Tiene una sensación de vértigo, como si se viera forzado a resolver un asunto que le desborda. Es verdad que está de parte de Juan Campos, pero no es verdad que eso signifique que está en contra de Fernando Campos. Esta formulación de Fernandito, además, le ha revelado una hostilidad que hasta la fecha sólo imprecisamente percibía.

– No sé de dónde sacas eso: no estáis de un lado tu padre y de otro tú. Es cierto que te encuentro raro últimamente, que me intranquiliza verte intranquilo, no sé, agresivo quizá. Y tampoco entiendo del todo a qué has venido. Entiéndeme: me parece estupendo que estés aquí, pero es como si a la vez no quisieras estar… Y el caso es que esta tarde no he subido a tu cuarto por ti, sino por mí. Me sentía confuso y melancólico, con toda esta lluvia y esta casa tan solitaria. Y Emilia y tu padre tan apagados. Me gustaría hablar de todo esto contigo… si tú quieres. Además, acuérdate, tú y yo hablamos de los demás desde que eras casi un crío, cuando había dificultades, con tu hermana o con tu padre o tu madre, tú y yo lo hablábamos primero. Así que hoy he venido a hacer lo que siempre hice, lo que tenía costumbre de hacer, discutir estas cosas contigo.

– Ya no soy el que era, ya no tengo gana de hablar de nadie, ya no hay nada que hablar. Está todo acabado.

Ha parado la lluvia, esta lluvia del norte que no cesa, va y viene. Como si nos hablara, se acrecienta y decrece, a su aire, acompasándonos, dejándonos hablar e interrumpiéndonos, silenciándonos cuando es fuerte y volviéndonos elocuentes e íntimos cuando se debilita y parece borrarse. Ahora parece que la lluvia se ha borrado y es ya de noche o parece de noche, y la estufa eléctrica, que es la única luz de la habitación, deja en penumbra a Antonio y a Fernando en esta hora de confesiones y de milagros. Antonio piensa de pronto que hace falta un milagro para esclarecer el corazón y amansarlo, pero Antonio no cree en los milagros. No hay milagros -insiste Juan Campos-: en los milagros se cree porque no existen y a veces invocamos a los cielos, a los dioses, pero una invocación no es un acto de conocimiento y no nos dice nada acerca de lo invocado. Sería preferible

– dijo Juan Campos en una ocasión, cuando la muerte de Matilda era ya inminente- que pudiéramos acogernos a esa enraizada esperanza humana de que lo imposible es posible y sucederá si lo invocamos. Por eso lo invocamos y nuestra esperanza se disuelve a cada invocación… Lo mismo que la lluvia -reflexiona ahora Antonio-. Parece haberse disuelto la lluvia, haberse callado para que podamos oírnos mejor Fernandito y yo.

– ¡Pero tú eras brillante, Fernando, tan brillante, más listo que todos nosotros! ¡Juan cuánto te amaba! ¡Y yo mismo!…

– Ah! ¿Tú también?

– Claro. Yo también. Yo el que más.

Fernando está contento ahora. Siempre acababa ahí con Antonio, contento al final. La lluvia racheada arrecia y se ensombrece Fernandito de nuevo. La viveza del contraste entre la calidad ingenua del afecto que Antonio siente por él y lo que lleva dentro: su mala baba le hace palidecer y adensarse como la niebla una tarde de niebla ensordecida. [Y el caso es que en ese afecto cree Fernandito, como quien cree en la solidez de la tierra firme al embarcarse y salir a maganos un atardecer estival. Y detenida la motora sobre la sospechada balsa de maganos, el olor a gasolina impregna el aire en el interior de la motora mareándonos un poco. Y el balanceo en mar abierta, la ondulación túrgida de las olas gruesas y redondeadas, profundamente azules como alcores, el chapoteo del choque contra el casco, el vaivén, la tierra firme, el espigón del puerto al regreso, la peligrosidad del mar y la certeza de la tierra firme a lo lejos.] Así que Fernando cree en el afecto profesado por Antonio, pero se le ensombrece el rostro, los ademanes se le ensombrecen al recordar el motivo que le hizo venir despendolado al Asubio la otra noche, el aborrecimiento impulsor que suma y multiplica todos los recuerdos desabridos, toda la negatividad hecha un pelotón, compacta y dura y brillante como las cagarrutas de las ovejas. Y Antonio advierte confusamente lo que sucede en su interlocutor. Y tiene la impresión de que hablar con Fernandito esta tarde es como agitar un pisapapeles nevado, de tal suerte que al invertirlo nieva sobre un pueblecito aterido y una vez retornado a su posición normal y posada la nieve y hundido casi el pueblecito en ella, clarificado el esférico cielo cristalino, puede volverse a pensar en los cálidos hogares y en los pucheretes donde murmura el sabroso cocido de alubias y el tocino reluciente. Por eso, ahora Antonio Vega vuelve a retomar la conversación que interrumpió, el hiato que dejó la lluvia, que dejó la ausencia, rellenar el vacío, el intervalo entre lo dicho y lo no dicho, lo pensado y lo impensable o todavía no pensado:

– Le haría mucho bien a tu padre que le llevaras a dar una vuelta en tu coche, que os bajarais los dos a Lobreña a tomar unas cañas. ¿Te acuerdas cuando bajábamos todos a Lobreña, vosotros erais todavía niños o casi niños y tomabais Fantas de naranja y limón y tú querías probar la cerveza y te dejaba yo beber de la mía un buen sorbo?

– Sí, me acuerdo. Claro que me acuerdo, pero también recuerdo que tú no tenías importancia. Daba igual lo que hicieras tú, que me querías, porque con tu afecto ya contaba y podía descontarlo. En cambio, no podía contar con mi padre.

– ¡Pero sí que podías!

– No podía contar con mi padre. Le entretuvo durante un tiempo el que yo fuera vivo y listo y tramposo. ¿Te acuerdas que le divertía que le hiciera trampas jugando al parchís y a la brisca? ¿Te acuerdas de eso?

– Claro. Cómo no voy a acordarme: se reía mucho contigo.

– Le hacían gracias mis maldades. Recuerdo que decía: es igual que su madre, y yo era muy pequeño y, cuanto más le oía decirlo, más malo quería ser, más malo que malo…

– Eras un granuja, Guillermo el travieso. Eras Guillermo el travieso.

– Sí, tú nos leías aquellos libros de Richmal Crompton, ¿te acuerdas? Guillermo el conquistador, Guillermo el travieso. Yo hasta quise ser Matón-kikí, la niña traviesa de los cuentos de Celia. Todo porque quería hacer reír a mi padre, que me riera las gracias. Eso se acabó. Todo está acabado, ahora hay que dar a cada uno lo suyo, a eso he venido, a darle su merecido.

Antonio Vega siente un escalofrío. Ha anochecido. Mane nobiscum Domine quoniam advesperascit. Quédate con nosotros, Señor, porque atardece. Ya es de noche y la lluvia es ahora la noche retumbante, exigente, vengativa, que no comprende la cálida piel de los topos y de los ratoncitos de campo, que no siente los escalofríos de quienes sienten escalofríos, ni el malestar de quienes calados de agua se meten al asubio y encienden un fuego de encina, o las estufillas o los braseros de las camillas. La lluvia odia el fuego y el calor y la sensatez y el sentido común y corrompe la entereza de los corazones y enferma a los bebés, les acatarra. Y los gatos la odian: la odiosa lluvia virginal, alta y dura y monótona y viva y cruel y resplandeciente y tenaz, terca y tenaz, que cala los pudrideros de las tumbas, pulveriza los rasos de los ataúdes bajo tierra, anega el corazón insignificante y todas las referencias amorosas y el amor…

Fernandito ha contemplado a Antonio en silencio. La lluvia se ha hecho cargo de la habitación y de ellos dos. No han llegado a ninguna conclusión. Y Fernandito no se ha enternecido ni se ha abierto. Ahora dice secamente:

– Como ves, mi buen Antonio, tan pánfilo como siempre, no hay ninguna conclusión que sacar, no puedo ser convertido, transformado, enderezado, persuadido, dulcificado, recobrado, nada es recuperable ya, y el único sentimiento final, el único dato absoluto, es el rencor que siento contra mi padre y casi contra ti, aunque no lo parezca.


x

Algunas veces, en Estados Unidos, lesbianas, se lo preguntaron: ¿sois amantes? Ejecutivas guapas, delgadas, guasonas, con la ternura insólita de Lesbos insepulta en sus lencerías. Siempre lo negó. Nunca la creyeron. Se atormentaban en vano viéndolas juntas. Hubiera sido verosímil: a las agresivas newyorkers de Wall Street siempre les pareció inverosímil lo contrario. Y, sin embargo, fue la verdad. Matilda decía: nuestra imagen existe en la acción. Nuestra poética es la acción. Las dos amamos la acción. Como en su día la amaron los hombres, la vida activa, los negocios: ahora nos toca a nosotras. Y la acción es la escapatoria absoluta, la liberación de la mujer más profunda: estamos inventándonos en la acción. Ninguna definición, ninguna foto fija nos atrapará. Ninguna definición de papeles convencionales o no, ningún antecedente determinará lo que venga después. Nosotras inventaremos el después y, por lo tanto, también el antes. No somos nada tú y yo, sólo acción. Nuestra capacidad de actuar, de producir constantemente más y más acciones nuevas, ésas son nuestras seguridades nuestra seguridad nuestros títulos, nuestra cartera de valores. Y añadía Matilda Turpin: y esta imaginería tomada de la bolsa es, y las dos lo sabemos, certera y trivial, superficial claro está que sí. Una instantánea verbal de usar y tirar porque en la acción tú y yo acabamos siempre más allá, renovadas, relanzadas, a salvo de todas las teorías y enternecimientos de nuestras colegas lesbianas, de nuestros colegas machistas.

Eran cosas que Matilda Turpin decía deprisa. Mientras hablaba de los asuntos que tenía entre manos, a la vez que calculaba las posibilidades de un negocio, las ventajas e inconvenientes de una inversión o sopesaba la confianza o desconfianza con que había que tratar a determinado individuo, circunstancialmente amigo o enemigo, en un préstamo sindicado, en un contrato a tres o cuatro o cinco bandas. Era una filosofía elemental. Como el pie de una foto, las headlines llamativas de un recorte del Financial Times. Todas las conversaciones entre las dos, que no eran de negocios, cobraban esta tonalidad circunstancial, accidental. Y, aunque Emilia, a lo largo de los años, había ido detectando curiosas repeticiones dentro de la agigantada variación en que llegó a consistir su sistema de vida, nunca se atrevió a ponerlas de relieve o en palabras, nunca le pareció oportuno discutirlas, verbalizadas, con Matilda, ni siquiera en sus momentos más íntimos. Y no había, bien mirado, momentos más y menos íntimos entre ellas: era más bien una intimidad reasegurada, afincada en la coincidencia de las intenciones de las dos. El entendimiento agente común. La ejecutividad profesional, la eficacia admirable. La radiante estela blanca del reactor remotísimo que describía en el firmamento, sobre las ciudades y las inmensas estepas del mundo, un rastro arcangélico. El mundo de Matilda y Emilia se dividía en dos partes: acción y contemplación o, dicho de otro modo, lo actuado y lo contemplado en su resguardado reino allá en España, en Madrid o en el Asubio. La fidelidad no se nutría de la memoria del pasado, sino del futuro continuamente instantáneo, una posesión perfecta tenida toda a la vez ante los ojos de la intención, en la acción. No había, por consiguiente, nunca miedo, temores, reservas o dudas. Matilda Turpin no dudaba nunca. Y Emilia aprendió a no dudar y a detestar las dudas y las vacilaciones. Matilda recordaba [y esto sí que era un recuerdo, que Matilda asociaba siempre con breve ternura a Juan y a los primeros días de su enamoramiento] unos versos de la décima Elegía de Duino [era un recuerdo verbal con comentario incluido -y Matilda siempre subrayaba que el comentario no era original sino literalmente una paráfrasis del comentario que hizo Juan cuando se lo leyó a Matilda por primera vez-]: Vosotras habéis salido del saber sombrío de las mujeres, de los apegos maternales, de los pañales y los gineceos y, sin negarlos, a la salida de este saber sombrío vosotras ascendéis jubilosamente a la altura de los ángeles afirmativos: que de los martillos de tu corazón, Matilda, ninguno golpee cuerdas blandas, dudosas o desgarradas. Éste era el texto, el comentario, el recuerdo de Juan y del exaltado noviazgo de los dos que dio lugar al matrimonio y a los tres hijos y, posteriormente, al gran despegue de Matilda, el gran vuelo aire arriba, firmamento arriba, ángel afirmativo, como un reactor poderoso un entendimiento agente que las incluía a las dos, Matilda y Emilia, y que nada negaba de lo dejado atrás porque no había cuerdas blandas o dudosas o desgarradas.

Algunos días claros al atardecer, Emilia sale al jardín del Asubio y acompañada de Antonio, o con frecuencia ella sola, se queda mirando las estelas tornasoladas de los increíbles reactores de aluminio. Ésta es su imagen de Matilda. Es imposible esas tardes, al regresar a casa, al acogerse a la ternura de Antonio, a la veracidad de Antonio, a su nueva encalmada existencia de ahora tras la muerte de Matilda, recobrar el júbilo. O recobrar, más humildemente, la tranquilidad, la rutina, la pequeña paz hecha de olvido. Algo de la destructiva rebeldía de Matilda moribunda se le ha quedado incrustada en la conciencia a Emilia, como un herpes labial que reaparece y desaparece y reaparece y no puede ser disuadido. Esta rebeldía que adopta la forma de la melancolía y del secreto no empaña la eficacia de Emilia a la hora de ocuparse de la casa, las compras, la administración. Ahora toda brillantez se ha disuelto. Sólo los detalles domésticos de la reducida familia congregada ahora en el Asubio dependen de la habilidad de Emilia, de la heredada energía práctica de Matilda Turpin que, como un fantasma sensato, aceita los rodamientos de la vida cotidiana. Pero Matilda es también otro fantasma, un alma en pena (como en los versos de un poeta cuyo nombre Emilia ignora: luego el alma resbalará sin ruido o huerto o dueño / ternura en la entereza de un lamento que nadie…). ¡Qué absurda esta noción, alma en pena, qué profunda! No hay pena ya, ni alegría ya para Matilda que no existe. La pena es toda entera ahora de Emilia y no puede ser pronunciada sin injuria, no puede ser consolada sin herida, no puede ser aliviada sin sentimiento de culpabilidad. Tan sólo la muerte alivia la muerte. Pero la noción de alivio (¡ese ridículo concepto burgués del alivio del luto!) era ajena a la entereza de Matilda. Los asuntos se solventaban, los problemas se disolvían si no podían resolverse. ¿Y la pena? Emilia ahora, sin Matilda, no sabe qué hacer con la pena que, sin embargo, sabe que no puede consentirse sentir sin faltar a la verdad de Matilda, a la entereza maravillosa del arcángel afirmativo. Y el recurso de todos los recursos, el truco de todos los trucos, se ha vuelto impracticable ahora: Emilia ahora, sin Matilda, ha perdido el sentido del humor. Y se siente deforme. Y se siente, sobre todo, malvada cada vez que, dulcemente, Antonio la acaricia. No porque no le quiera, no porque no valore de todo corazón esas caricias, no porque no esté resuelta a continuar la vida de los dos, no, incluso, porque no esté dispuesta a olvidar y a enterrar y a deshacer el espectro sagrado de Matilda: ¿por qué entonces? Éste es el asunto: que Emilia no puede decir -no lo puede saber, con independencia de que lo diga o no- porque no puede ya contentarse con la continuación de la vida y del amor de quien ama y siempre, también durante el tiempo de Matilda, amaba sin reservas.

¿Puede saberlo, o no puede saberlo? En caso de que Emilia pudiera por introspección o, con más naturalidad, hablándolo con Antonio, entenderse a sí misma, entender en qué sentido este su duelo por Matilda va a consumirla, sin ser por eso mejor duelo, ni tampoco quizá, el duelo que Matilda, hipotéticamente, hubiera esperado ¿qué tendría que hacer? Tendría que dejarse ir y quizá sobre todo dejarla irse a Matilda hacia la nada, esa calcomanía blanca de la nada durmiente que es la muerte final, la blanca, la dulce, la sin duelo y sin regreso y sin voz y sin ser. Pero, ¿no es ésta la fórmula de la infidelidad? No, no lo es. Emilia se debe al amor de Antonio, su amor compartido y también todavía, durante muchos años, a sí misma, a su bienestar, a su felicidad doméstica, a su progreso espiritual… ¿o es que ya no queda nada por hacer, por aprender por sentir? ¿No hay ya ninguna ciudad por visitar, ningún museo, ningún libro que leer? ¿Cómo no va a haber unos tulipanes cuyos bulbos hay que sembrar y que cuidar de octubre a marzo, para a mediados de marzo verlos florecer, rígidos, morados, amarillos, claros, con su elegancia formal de alzacuellos, con su presencia floral, académica, celeste, en los macizos de los jardines en las jardineras de las azoteas? ¿Es que no puede Emilia sobreponerse? ¿O es que, de poder comunicarse con Emilia, no le pediría aquella Matilda anterior a la Matilda enferma y moribunda que se sobrepusiera y recobrara y sustituyera el duelo por la vida verdadera?

Emilia es capaz de ocuparse de unas cosas y de otras. Prefiere de hecho, ahora, ocuparse de las actividades más sencillas, organizar la casa, las comidas, contratar a las asistentas que vienen de Lobreña, hacer la compra ella misma en Lobreña o encargar a Balbafluz que haga la compra para una semana. Ha transcurrido año y pico desde que falleció Matilda. En este tiempo, Emilia se ha plegado a una cotidianidad sin júbilo con ayuda de Antonio. En el último año ha organizado, con ayuda de Antonio, la remodelación del Asubio, donde ha querido instalarse permanentemente Juan Campos. Emilia, durante este tiempo, apenas ha observado a las personas que tiene alrededor: a Juan Campos en primer lugar, cuyo duelo no se diferencia en principio demasiado de su ensimismamiento habitual. Juan Campos parece ahora más ensimismado si cabe que antes de morir su mujer: pero no más triste, no desorientado, como se halla la propia Emilia. En realidad Juan Campos se ha acomodado bien al retiro, se acomodará a la vida en el campo, a la falta de entretenimientos o de amistades. A diferencia de Antonio, que vive el progresivo aislamiento de Juan con inquietud, Emilia no siente la menor inquietud por Juan, ni tampoco por Antonio. Sigue siendo callada, eficaz, amable, y, en último término, distante. Su marido no logra entablar ahora con ella ninguna conversación de importancia: comentan los incidentes cotidianos o ven la televisión juntos por las noches. El recuerdo que Emilia tiene de Matilda es muy preciso, pero no se apoya en objetos exteriores, en recuerdos materiales, en los trajes de la difunta o en sus libros. Apenas quedan rastros materiales de Matilda.

Siempre tuvo a gala no poseer nada especial: ni joyas, ni libros, ni discos, ni fotografías, ni papeles ni cartas: lo retenía todo de memoria y, hoy en día, con los ordenadores, todos los asuntos que tuvieron entre manos están organizados en carpetas virtuales: una vez terminados, los negocios tenían que ser archivados. Matilda no guardaba notas personales de las -en ocasiones muy complicadas- relaciones de negocios que mantenían: no hubiera podido escribir por ejemplo ninguna especie de relato memorialístico, ningún historial autobiográfico de lo que iba resolviendo. Este despojamiento de Matilda, que podía confundirse con, y que quizá era, una voluntad ascética (como si vivir-actuar consumiera todas sus energías), sorprendió mucho a Emilia al principio. Era incluso sorprendente en los viajes el escaso equipaje que llevaba, y era admirable, sin embargo, cómo se las apañaba para resplandecer siempre con sus trajes sobrios, a la última moda, tan bien cortados. Y en esta falta de referencias personales coincidió Matilda desde un principio también con Emilia (tampoco Emilia tenía nada detrás, su insignificante familia pequeño- burguesa de la que conservaba tan pocos recuerdos. Toda su energía se había concentrado en meterse en el banco como fuese, de temporera hasta que apareció Matilda). Ni siquiera el matrimonio con Antonio tuvo al principio para Emilia una connotación de profundidad: era más bien una camaradería alegre, sensual. Era estupendo encontrarse con Antonio a la vuelta de los viajes y que éste no se mostrara nunca molesto o celoso o hiciera preguntas excesivas. Todo esto le pareció a Emilia sinónimo de riqueza de purezas de santidad. No era para Emilia este desapego una señal de desamor, sino al contrario, una mezcla de agilidad y libertad. Amaba a Antonio tanto más cuanto más libre la dejaba, más a su aire. Así que ahora Emilia recuerda a Matilda como quien recuerda un gran impulso, una aceleración química, una Fargedrifla. El uso del propio cuerpo para Emilia, las compresas, las menstruaciones, el olor corporal se resolvía ágilmente como Matilda lo resolvía: como trámites limpiamente resueltos. Ahora Emilia, sin embargo, se siente cansada con frecuencia y ha dado en pasear sola por la finca los pocos ratos que tiene libres. Fuma un poco demasiado ahora, casi una cajetilla diaria. Con Matilda se acostumbró a no fumar, a tomar un Martini seco y unas almendras. Todo se resolvía sin peso. No pesa el corazón de los veloces. Pero hay una presencia de Matilda en Emilia que ahora pesa sin peso, una presencia hecha de ausencia, un no poder olvidarla. Por eso sale al jardín a fumar cigarrillos y a mirar el cielo o se acerca a los acantilados a oír el mar: el retumbo sin tregua, la violencia suicida que evocan los acantilados cortados a pico, la imagen de un cuerpo que se desploma sobre el mar, contagiado de vehemencia asesina, imágenes de vehemencia sin cuerpo en el viento racheado, en los saltos del viento de un cuadrante a otro, y la lejanía donde se pierden los gigantescos petroleros y que evocan un viaje sin retomo, el viaje de la muerte (como en el Faro de Cabo Mayor). Lo peor son las noches. Ahora no duerme. Se levanta muy cuidadosamente para no despertar a Antonio. Toda la casa se cierra confortable en tomo a Emilia como una tenaza, con sus lujosas estancias arregladas, con los muebles traídos de Madrid y donde Matilda no está de ningún modo. La violencia de Matilda al final, quedándose en los huesos, odiando (si es que era odio) a Juan Campos, insultándole, y también a Antonio Vega, a quien aterraba ver a Matilda en ese estado. Emilia era la única compañía que toleraba. Todo el dolor del recuerdo se concentra en esos meses finales.

Ésta es la tarde en que Antonio ha subido a hablar con Fernando Campos. Ésta es la tarde lluviosa, entrecortada, penitencial afuera, en el jardín encharcado, en los batidos árboles y laureles del jardín del Asubio. Se oye el mar, el trueno del mar que no se ve desde la casa. Es ya de noche y las gaviotas se han retirado a sus nidos, a sus empinados nidos de la isla del faro. Se hunden en la tierra las toperas y los laberínticos refugios de los ratones de campo. Hay un silencio anélido y larvario que niega todo lo ígneo del corazón roído, agusanado, exaltado. Todos los sofocados sentimientos de los mortales confirman ahora la mortalidad irreprimible, la disolución inverosímil, la muerte pelada de los osarios. Por fortuna -piensa Emilia esta noche- libramos a Matilda de este destino terrenal y la volvimos celeste. La sabiduría del fuego la transformó en fuego. De la tierra al cielo en compañía de los inmortales. Pero, como es natural, esto es una manera de hablar que traduce un pensamiento que Emilia, propiamente, no piensa, porque Emilia es una chica bancaria, práctica no muy imaginativa y muy poco cultivada. No ha oído hablar del inmortal seguro y sin embargo vive esta clara imagen de fray Luis de León: el inmortal seguro. Emilia no puede pensar aquello que no puede ser pensado -ni por Emilia ni por nadie- sin las andaderas de las interpretaciones y los códigos que nos ayudan a vivir en este mundo interpretado. Para pensarlo tendría que pensar lo que no sabe: ¿cómo puede pensar esas imágenes ígneas de los cuerpos gloriosos que se han vuelto todo alma y por eso vuelan y se mueven sin cansancio en la transfiguración: in der Verklärung? Curiosamente, estas imágenes estos mitos no son fruto de la sofisticación teológica sino del ardiente deseo de los mortales. De aquí que es verosímil que Emilia -sin dar en ello, sin saberlos usar, sin conocerlos- los viva como anhelos de su corazón, y verosímil también que pueda entenderlos rápidamente quizá con torceduras, si alguien se lo explica. Así transcurre la noche, el duermevela de los roedores punteado por el lamento del cárabo, hay una apelación desconsolada al padre de la luz, a la luminosidad de la luz, a la incorruptibilidad de quienes fuimos, de quienes fueron, de quienes amábamos, cuya pérdida irremisible, irrecuperable atenaza el corazón con la tenaza terca de la sensatez, del conocimiento empírico y de la imposibilidad de probar y de creer que volveremos a Vivir vestidos de la carne y la piel que nos cubría. Por eso, tras la impura noche húmeda y arrasada por el viento de lluvia, azotada por el desconsuelo, Emilia, al día siguiente después de almorzar, como un alma en pena, con los movimientos un poco rígidos de quien está bajo los efectos de un somnífero o quizá de la hipnosis se adentra en el reducto donde se esconde Juan Campos, su despacho del Asubio y declara:

– No puede ser que Matilda no exista ya de ninguna manera, eso no puede ser, Juan.

XI

Juan Campos, al ver a Emilia de pronto ante él (Emilia ha llamado a la puerta con una cierta viveza y ha entrado sin esperar a la invitación a entrar, cosa frecuente por lo demás en la familia Campos), ha pensado que Emilia viene, como tantas otras veces en estos últimos tiempos, a consultar algún asunto doméstico. Hace tiempo que Juan Campos no se sienta ya a su mesa de trabajo, sino en un sillón de orejas frente al fuego. Ahí pasa largas horas leyendo o dormitando, como si sufriera una hipersomnia por rechazo del entorno, aun cuando el entorno le sea familiar y sea un entorno elegido por él mismo con todo lujo de detalles (de aquí que hasta en lo físico la actitud de Juan Campos es contradictoria o es ambigua: se ha acomodado a su cómodo entorno y a la vez se amodorra con facilidad porque desea rehuirse a sí mismo. El dolor indoloro de Juan Campos lo presintió con toda claridad Kierkegaard en El concepto de la angustia: le angustia su falta de angustia, le duele su falta de dolor: a la vez lo busca y lo rechaza en un mismo acto de su sensibilidad). Como cuenta con que Emilia se ha plegado ya por completo a su papel de ama de llaves, descuenta cualquier profundidad o dolor en Emilia: Emilia de pie, ante él, ha pronunciado su frase, Juan Campos se ha quedado sólo con el final de la frase, con el Eso no puede ser, Juan. Por eso pregunta:

– ¿Qué es lo que no puede ser, Emilia?

– No puede ser que Matilda se haya muerto.

El punzante absurdo de esta frase de Emilia saca a Juan de su ensimismamiento. De pronto se da cuenta de que la muerte de Matilda significa para Emilia y para él cosas distintas: la muerte misma de la persona amada es lo único que ambos tienen en común. El referente común es la ausencia de Matilda: su muerte. Y ante esto, Juan Campos se pone a la defensiva al principio: ¿qué puede decir que no sea insípido e inútil? No se ve en el papel de un viudo que consuela a los amigos de su difunta mujer con palabras de comprensión y de cariño. No se ve, de hecho, desempeñando ningún papel distinto de este papel ensimismado, huidizo.

– Desgraciadamente sí se ha muerto, Emilia. Entiendo lo que quieres decir: que parece imposible. A mí también me parece imposible a veces. Pero se ha muerto.

– Pero decían que no…

– ¿Quién decía que no?

– Los curas, la Iglesia. Siempre se ha dicho eso, que la muerte… no es lo que parece. Parece que todo se acaba pero no es verdad, dicen. La resurrección, se habla de la resurrección, ¿no?

– ¿Tú crees en la resurrección?

– ¿Yo? ¿Qué más da lo que yo crea? Digo lo que dicen. Si Jesucristo resucitó, también los demás, también Matilda. Explícame la resurrección. Porque no puede ser que Matilda se haya muerto del todo…

Juan Campos se revuelve en su asiento. No sabe si sentirse agredido; se siente agredido aunque un hábito autocrítico de muchos años le impida aceptar que se siente agredido por esta mujer infeliz, con aspecto de loca, que se le viene encima y le echa encima un asunto que ni siquiera se le ha pasado por la cabeza a Juan Campos: la muerte de su mujer ha originado toda suerte de conmociones en su conciencia, ha recrudecido este ensimismamiento de ahora, más profundo que nunca. Pero no se ha rebelado: no se ha desesperado. Y fue terrible el final. La falta de rebeldía de Juan Campos fue el contrapunto de la feroz rebeldía de Matilda Turpin ante su propia muerte. Aún, algunos días, resurge el horror de ese final. La violencia, la pérdida de autocontrol de Matilda, como si al no poder morir con una muerte propia, no fuera capaz Matilda de elegir ninguna otra manera de morir, de aceptar ninguna clase de muerte. Se quedó sin recursos. La muerte fue, de pronto, para Matilda Turpin inacción: en medio de su actividad vital la cesación de actividad, la falta de recursos, la falta de espacio, la falta de aire, la falta de tiempo, la falta, sobre todo, de cariño. De pronto, en ese límite de la enfermedad mortal se quedó Matilda sin amor, sin capacidad de recibir el amor, la solicitud, los cuidados que su marido quizá estaba dispuesto a darle. Se volvió contra él. Esta tarde, con la repentina entrada de Emilia en su despacho que le ha sacado de su ensimismamiento, se halla Juan Campos de nuevo frente a la muerte de su mujer como frente a un laberinto. Enmudece. La voluptuosa violencia de la rebeldía de Matilda fue verbal sobre todo: esquelética en su camisón de seda, incorporada en los almohadones que Emilia constantemente mullía y arreglaba. Enormes los ojos, lo pedía todo a gritos, a veces gritos inarticulados. Juan Campos resintió esta actitud de su mujer al final y se sintió herido, confundido, maltratado, injustamente tratado. No se inhibió, en el sentido de que no dejó de acudir puntualmente al cuarto de su esposa, no dejó de permanecer cerca de ella (los días que Matilda ni siquiera autorizaba su presencia en su cuarto de moribunda). Pero, sin embargo, se sintió escandalizado: la compasión y el escándalo se entrecruzaron en su actitud como tirantes de acero. Esta situación no duró mucho tiempo, quizá diez días, los últimos días (Matilda murió finalmente en el sueño, quizá de un ataque al corazón por una mínima sobredosis de morfina que se le aplicaba para calmar los dolores): la debida compasión, la compasión que había sentido en el momento mismo en el que un año antes la metástasis se declaró imparable, la compasión natural que procedía de la fidelidad de tantos años y del amor y admiración que había sentido siempre por Matilda, se vio escandalizada como si fuera un bello vaso de porcelana abruptamente roto que hubiera que recomponer precipitadamente y que, no obstante la excelencia del pegamento no logra disimular las grietas ocasionadas, las esquirlas perdidas. Las fracturas reparadas se ennegrecen con facilidad, amarillean, son visibles: es un jarrón roto, bellísimo y roto a la vez. El escándalo fue que se sintió injustamente agredido, vuelto responsable de pronto de algo, aquella enfermedad mortal, que a todas luces no era culpa suya. Matilda eligió hacer de ese final un juicio final de su matrimonio. Ahora, en esta sala atardecida ante el fuego encendido, en presencia de Emilia, que no se ha sentado y que apenas se ha movido, y que recuerda a una sirvienta, un ama de llaves que espera instrucciones, Juan Campos siente un escalofrío que revela la intemperie profunda en que se hallaría de no hallarse de continuo sumido en un ensimismamiento protector. Ahí, en el territorio ensimismado de su duelo, siente Juan Campos que está en condiciones de lamer sus heridas -porque la agresión de Matilda dejó heridas feroces- y, si no de recomponer su vida, sí al menos de continuarla tibiamente. Así que ahora, ¿qué va a decir? Hay muertes que sólo cura el tiempo: no es en realidad Juan Campos ahora un viudo doliente. Hay algo en su refugiarse en el Asubio que tiene mucho de ocultación: no desea ser examinado por sus familiares o los contados amigos comunes del matrimonio que quizá, si le vieran de cerca o con frecuencia, percibirían su dolor indoloro. La visita de Fernando estos días le ha sobresaltado sobre todo porque teme que Fernando, cuya actitud no entiende, descubra esta extraña falta de dolor que es dolor también pero incomprensible. Y ahora Emilia, que, por supuesto, no cuestiona nada, no pone en duda la legitimidad del duelo de Juan Campos, no pone en duda la posición especial de Juan Campos en la casa, aparece sin embargo presa de una visible inquietud que se agrupa toda ella, como una gusanera, en esa declaración del principio: no puede ser que Matilda haya muerto.

– Siéntate, Emilia, aquí conmigo y lo hablamos si quieres, hablamos de todo ello. No te quedes ahí de pie. Aunque no sé si hablarlo es bueno o malo, no sé si lo que yo pueda decirte te servirá o no te servirá. No es gran cosa…

– Tú eres muy inteligente, Juan, tú sabes de estas cosas, has leído mucho. Tú me conoces a mí, nos conocemos desde hace mucho tiempo. Estaba acostumbrada a Matilda, ya sabes cómo era. No hacía falta pensar mucho, bastaba con trabajar duro, estar pendiente de todo, tú sabes cómo era. Y ahora ya no pasa nada, y la echo de menos. Tú también la echas de menos, ¿verdad?

– Yo también, sí, yo también.

Emilia se ha sentado en una silla junto a Juan Campos, frente al fuego. Los dos miran el fuego. Es media tarde. Una tarde sombría. Juan Campos tiene la sensación de que el fuego no despide calor sino sólo una luminosidad inquietante. El chisporroteo de los leños no evoca la calidez del hogar sino la destrucción, la consumación abrasiva de la existencia. E incluso, sentada ahora, Emilia le recuerda a una sirvienta, una figura si no hostil, sí invenciblemente lejana: Emilia ha venido, de hecho, a pedirle instrucciones una vez más: sólo que ahora las instrucciones que Emilia solicita no harán referencia a la vida cotidiana sino a la otra vida, la inexistente vida más allá de la vida. Juan Campos se ha vuelto hacia Emilia en su butaca. Le gustaría alargar la mano y acariciar la mano de Emilia. Pero la sensación de frío le ocupa como una negatividad de la que no puede desembarazarse. Es como una timidez congeladas como un rechazo erótico de un cuerpo humano: no desea Juan Campos acariciar o ser acariciado. Una voluntad, casi agresiva, de distanciamiento se le enreda en los pies de las palabras como quien se enreda en las raíces someras de los grandes árboles de un bosque: se ve forzado a observar el suelo que pisa, a calcular la resistencia del suelo ahuecado por las raíces, una sensación de fragilidad húmeda le invade, un malestar que se vuelve por momentos aborrecimiento, silencio. Juan Campos se ha quedado callado. Y Emilia rompe el silencio de pronto:

– Nunca creí que fuese así, que llegase a ser así, que llegase a pasar esto que nos pasa ahora. Creí que Matilda viviría tanto como yo, tanto como tú y como Antonio, que nos retiraríamos juntos los cuatro a vivir en esta casa, que envejeceríamos juntos, que yo os cuidaría a todos, a los tres, y también a los niños, a Fernandito, a Jacobo y a Andrea, y a sus hijos cuando vinieran de vacaciones. Yo pensaba ¿sabes, Juan?, estaba tan contenta y pensaba: sin mí no se van a poder ni arreglar. Yo voy a arreglarlo todo bien, la casa, el servicio, la comodidad de todos. Matilda decía algunas veces que le gustaría, cuando se retirara, tener un jardín bonito, y también viajar bastante. Yo le decía: se pueden hacer las dos cosas. Viajar todo el tiempo no hace falta, es cansado. Mejor combinar los viajes con el reposo aquí, aquí en el Asubio. Y ella decía que bueno, que tenía yo razón y que viajar para entonces, cuando nos retiráramos, no tendría ya el menor interés para ella. Hacer quizá unos cuantos viajes muy bien seleccionados y pensados. Eso era lo bonito. Y yo me veía ya aquí con más arrugas, con muchas arrugas y el pelo cano, yendo y viniendo haciendo cosas, y éramos felices. No es que lo dijera yo esto demasiado. A Matilda en realidad no le gustaba hablar de cosas que no se iban a hacer en el momento, había que vivir en el momento, bueno, yo vivía en el momento. Yo estaba contenta. Fue la felicidad aquello. Y cuando pasábamos unos días en casa con Antonio y con vosotros dos yo decía: la felicidad será así. Ya sé que es un poco absurdo porque a lo mejor vosotros dos queríais iros solos de viaje, pero eso no me importaba. Todo me parecía bien. Todo me parecía bien. A mí me daba igual, Juan, tú lo sabes. Acompañar a Matilda en los negocios y llevarle los papeles y las agendas con los millones de citas y los documentos informáticos…, pero me hubiera dado igual no ir a ningún sitio y quedarnos aquí. La verdad es que quería que llegara la hora del retiro y quedarnos en casa y aunque tú y yo no hablábamos mucho, Juan, nos entendíamos, ¿verdad que nos entendíamos? Y todavía nos entendemos, ¿o ya no?…

– Claro que sí, Emilia, ¡cómo no vamos a entendernos!

– Claro que nos entendemos. Dios mío, yo no puedo entender lo que ahora nos pasa. A ti también te pasa, ¿verdad? De pronto se ha venido todo abajo y esta tarde de pronto se viene todo abajo. Y yo me presento aquí a preguntarte lo de la resurrección. ¿Tú crees en la resurrección, Juan? Eso que se rezaba en el Credo, en el colegio con las monjas. Y espero la resurrección de los muertos, se decía en el Credo. ¿Tú esperas la resurrección de los muertos?

– Yo no, Emilia.

– ¿Tú no? ¿Y Matilda entonces?

– No lo sé.

– Pero tú sabes lo que dicen, lo que se dice. Lo que dicen es que sí, ¿o no?

– Dicen que lo único que tiene continuidad es Dios, no los individuos.

El rostro de Emilia refleja un profundo desconcierto. Si alguna vez la imagen de un alma en pena tuvo sentido, ahora lo tiene. El sufrimiento contrae el rostro de Emilia, aniñándolo, abre muchos los ojos y entreabre los labios como si fuera a decir algo y no supiera qué. Le tiemblan los labios. Juan siente una compasión reflexiva de pronto. Decide que tiene que mentir. Tiene que proporcionar una explicación cualquiera, tiene que proporcionarla ahora. Tiene que afirmar la existencia de Matilda después de la muerte, para hacer vivible la existencia de Emilia antes de la muerte. Decide entonces hacer un esfuerzo, contar la narración que sabe, que ha oído tantas veces, que ha discutido tantas veces. Decide ensartar como las perlas de un collar o las cuentas de un rosario, la larga narración tradicional, ortodoxa, de la vida después de la muerte, por lo que valga, por lo que no valga, para que valga por lo menos para sostener la esperanza desesperada de esta criatura inocente cuyas manos, recogidas en el regazo, tiemblan un poco. Esta decisión le incomoda, sin embargo. Y añade una reserva mental: bien está la intención: esta intención es buena. ¿Pero estoy yo -yo mismo- en condiciones de hacerla efectiva? ¿Me importa el dolor de Emilia lo suficiente? Juan se reconoce de cabo a rabo en esta reserva mental. Es la reserva de siempre: ¿podré hacerlo yo? Entre la intención y su cumplimiento se ha abierto para Juan siempre un hiato de sombra, de vacilación. Una vez más, ahora, decide que la intención por sí sola no basta. Y la acción -incluso esta diminuta acción de proporcionar consuelo a alguien- es demasiado compleja, demasiado divisible en siempre divisibles, como el continuo de Zenón de Elea, para que sea posible, efectivamente, dar un paso, llegar a tiempo.

XII

Antonio tuvo que bajar al pueblo después del almuerzo. Bajó como de costumbre en el viejo Opel Senator. Al volver eran pasadas las seis. Encerró el coche en el garaje y fue derecho a su apartamento Era la hora de la merienda, que Antonio Vega solía disfrutar: un tazón de café con leche y pan con mantequilla, con un poco de miel a veces. Le sorprendió no encontrar a Emilia a esa hora leyendo, como solía, novelas policíacas y últimamente también alguna novela histórica: los best sellers… Empezó a prepararse el café en la cafetera italiana, llegó a encender el fuego. Antes de que hirviera el agua, sin embargo, apagó el gas propano. Preocupado Antonio Vega sabe bien que no hay nada especial que hacer en la casa a estas horas, la ausencia de Emilia le sobresalta. Sabe que Emilia ha cogido la costumbre de salir al jardín a horas intempestivas estos últimos tiempos, incluso con lluvia o en medio de un temporal. Es casi de noche, decide recorrer primero la casa, la planta baja, e incluso preguntar a Juan si ha visto a Emilia esta tarde. La ansiedad que de pronto le embarga hace que vaya derecho al despacho de Juan Campos a preguntarle por Emilia. Y ahí se encuentra a Emilia, sentada frente al fuego, al lado de Juan Campos, sentado en su sillón de orejas: los dos miran al fuego fijamente. Entra Antonio, tras llamar a la puerta sólo Juan se vuelve. Antonio sonríe aliviado.

– Emilia, qué susto no encontrarte.

– Estábamos hablando un poco aquí los dos -dice Juan Campos.

– Aquí estoy… sí -dice Emilia.

Antonio Vega tiene la impresión de que su mujer está muy pálida y como encorvada esta tarde, pero la escena es tan familiar, el fuego encendido, la habitación tapizada de libros, las librerías de madera clara, hermosos paisajes al óleo en esa tradición de paisajistas anglosajones que tanto aprecia Juan Campos… es imposible no sentir la seguridad, el bienestar, una paz física que siempre a Antonio Vega le inspira esta estancia y el propio Juan Campos. Por eso, al alivio de haber dado tan pronto con Emilia, se añade el otro alivio: el producido por la luz tamizada y el crepitar del fuego.

– Si tenéis algo que hablar los dos, yo me voy, luego vengo -dice Antonio y hace ademán de irse.

– No te vayas, quédate, estábamos hablando de Matilda -dice Juan Campos.

Antonio se sienta en una butaca baja a un lado de la chimenea, la palabra Matilda no tiene connotaciones especiales para él ahora, está contento aquí a la luz de la lumbre, incluso echa un poco de menos la merienda que no ha tomado y que se preparará más tarde, Emilia le parece encogida y apagada pero así la lleva viendo ya estos últimos meses. Quizá ésta sea la ocasión, piensa Antonio, de hablarlo todo ello en presencia de Juan. Al fin y al cabo los tres están muy cerca ahora en el Asubio. Sí -piensa Antonio-, ésta es una buena ocasión de hablar o de callar juntos acerca de Matilda o de nosotros mismos, quizá ahora mismo, esta tarde, pueda esclarecerse todo, tranquilizarnos todos.

– Ya habíamos terminado, Antonio -dice Emilia-, mejor nos vamos y dejamos tranquilo a Juan…

– ¡No os vayáis, estamos bien los tres aquí, a veces me siento un poco solo, echo de menos a Matilda yo también! ¡Quedaros y nos tomamos un whisky!

– ¡Estupendo! -exclama Antonio, contento del giro que toma la situación.

No es la primera vez que se reúnen para tomar una copa (también lo hacían en los buenos tiempos con Matilda), después de cenar o en los días festivos. La relación entre ellos no ha perdido flexibilidad tras la muerte de Matilda, siguen comportándose como amigos, desempeñando cada uno su papel asignado en la casa. Lo único, sin embargo, que la ausencia de Matilda implica -y también ahora en este momento de la tarde- es un considerable grado de reserva o prudencia cuando se hallan los tres juntos: no referirse expresamente a Matilda y sobre todo a su muerte. Los tres sobreentienden (o cada uno de los tres supone que los otros dos sobreentienden) que Matilda está en ellos, en su memoria, en su corazón, en sus vidas, pero que su recuerdo debe permanecer en la reserva de cada cual. Sin duda, la reunión de esta tarde puede ser amable y flexible.

– Mejor yo me voy -dice Emilia levantándose-. Estoy un poco cansada, igual no me sienta bien un whisky ahora, mejor otro día…

Los dos hombres se han puesto de pie ahora para acompañar a Emilia. En su fuero interno Juan Campos se alegra de que esta reunión no se celebre: Antonio, en cambio, lamenta entre sí que esta reunión no se celebre. Están los tres mirándose indecisos: de pronto se abre la puerta del despacho. Entra Fernando Campos:

– ¿No hay nadie en esta casa, joder? ¿Dónde os metéis todos? -exclama.

Antonio Vega piensa que Fernando ha bebido o está drogado: el taco, el gesto de Fernandito, son, a todas luces, desmesurados. Decide Antonio -como otras veces- hacerse cargo de la situación: al fin y al cabo, Fernandito ha sido siempre su pupilo.

– Estamos todos aquí, Fernando. Nosotros tres estamos siempre más o menos en los mismos sitios, Fernando, lo sabes de sobra.

El tono de Antonio Vega es sosegado, tutorial. Es también un tono afectuoso, nada paternalista. Fernando no le mira. Antonio añade:

– Íbamos a tomarnos un whisky con tu padre.

– Ah, muy bien, eso está muy bien. ¡También yo tomaré un whisky con mi buen padre!

Antonio está convencido ahora, al percibir el tono falso, declamatorio, de esta última frase de Fernandito, de que el chico se halla fuera de sí por alguna razón. Antonio vuelve a pensar en la bebida, o quizá ha fumado unos porros, aunque el porro más bien da sueño. Antonio da un par de pasos hacia Fernando y le empuja suavemente hacia el mueble-bar del despacho de Juan, donde siempre está enchufada una maquinita de hacer hielo y donde hay una jarra de agua y la soda. El despacho es amplio, y este mueble bar está en una esquina, así que a un lado quedan Antonio y Fernando y al otro lado, separados por unos cuantos metros, frente a la chimenea, Juan y Emilia. Antonio Vega les observa de reojo mientras conduce a Fernandito hacia el mueble bar. Al parecer Emilia se reafirma en su idea de retirarse. Juan la acompaña hasta la puerta del despacho, y ahí, Emilia fuera ya de la vista de Antonio, Juan dice:

– Tenemos que volver sobre todo esto más adelante, Emilia. Todo esto es, claro está, un misterio, tú me entiendes. No, no se puede decir que sepamos lo que hay o lo que no hay, ¿me entiendes?, después de la muerte. Todas nuestras conjeturas valen lo mismo. Quisiera hablarte de lo más consolador. Matilda está en nuestras manos ahora, está enterrada en nosotros, en nuestra memoria…

(Antonio no acaba de dar crédito a sus oídos. Se sorprende ante la irritación que Juan Campos le hace sentir de repente, al oír estas frases que, a pesar de los cinco o seis metros que les separan, son perfectamente inteligibles. Incluso sospecha Antonio que Juan Campos ha elevado deliberadamente la voz un poco, quizá con intención de ser escuchado por Antonio.) La escena [en su claroscuro de Emilia ya yéndose, invisible, al otro lado de la puerta del despacho y Juan Campos en apariencia visiblemente satisfecho del fraseo de su frase final, que cierra suavemente la puerta del despacho, que regresa a su sillón ante la lumbre, no sin antes haber indicado a Antonio y a Fernando que desea un whisky corto de whisky, y largo de agua y hielo] tiene, en su detallada microfísica, una coloratura de alta comedia benaventiana: una suciedad específica, como la brillante suciedad de las imposturas que sobresaltan a los pobres de espíritu, como Antonio Vega. Todo esto lo ha absorbido Fernandito como una sabia esponja. Siente que ésta es su hora malvada. Ha bebido esta tarde. Bajó a Lobreña temprano y almorzó allí un bocata y varios gin-tonics para ir al encuentro, después, de Emeterio a la salida del taller y pasar los dos una larga hora en el coche, en los acantilados. Le ha gustado como siempre adueñarse de Emeterio. Hacerle olvidar la novieta de Lobreña con quien se aburre o dice que se aburre. Ha sido una tarde ambigua, a partes iguales dividida entre el afecto y el desafecto. Fernandito se da cuenta de que no podría vivir sin el cariño, un tanto inarticulado, de Emeterio. Y la verdad es que siente más celos de la novia de Lobreña de lo que deja ver. No es verdad que Fernandito haya dado vueltas por la casa buscándoles a todos. Acababa de entrar en la casa cuando exclamó esa frase con su joder impreso en ella como un escupitajo. Se siente endomingado de odio y bilis negra, colérico y dulzón como la imagen de una larga víbora. Eso no es él, pero lo imita a veces, como imitamos todos de vez en cuando el mal porque el bien ya está hecho o así nos lo parece en nuestras horas bajas. Por eso ahora cuchichea en el cándido oído de Antonio con la lengua empastada del curda vanidoso:

– ¡Qué hostias andará diciéndola el cabrón! Miente más que habla, y tú le amas, tú, estúpido, ¿sí, o no? No quiero puto hielo.

– Vete a dormir la mona -le cuchichea a su vez cariñosamente Antonio Vega.

– ¡No me iré!

Vaso en mano se acerca a la chimenea Antonio, con el whisky ligero de Juan Campos y el suyo propio. Le sigue Fernandito, que desearía estar incluso más bebido de lo que está. Ha bebido demasiado a lo largo de toda esta tarde, pero el amor de Emeterio y el friacho de la tarde le han barrido la ebriedad y ahora la finge: porque, sin ebriedad, lo que planea difícilmente puede ser llevado a cabo. ¿Y qué es lo que planea? El propio Fernandito no lo sabe, o, mejor dicho, es consciente de que planea causar a su padre un mal mayor que el cual nada pueda pensarse, pero no sabe cómo ejecutarlo o cómo verlo, y además, a poco que su padre, Juan Campos, se empeñara, perdería pie en el amor Fernandito y olvidaría todo el odio y se volvería dulceacuícola y se enternecería de puro amor filial. Pero Juan Campos no está en condiciones esta tarde de ocuparse de ese no muy complejo problema de Fernando Campos. Bastante menos complejo de lo que su hijo cree, porque se trata sólo de un deseo de ser aceptado y amado y no juzgado sino arrullado: una versión paterna y no erótica del amor de Emeterio.

Juan Campos ha regresado a su sillón. Antonio ocupa la silla que ocupó Emilia, y Fernandito se queda de pie, deambulando por la habitación. A ratos delante del fuego y a ratos -a fin de resultar ligeramente incómodo- pasea por detrás de los dos hombres sentados. Ahora queda detrás de ellos. Antonio Vega tiene la sensación de que la voz que les llega de un plano algo más alto que el que ellos ocupan es una voz pastosa, ligeramente deformada, como si Fernando hablara mientras mastica algo o tapándose un poco la boca con la mano:

– Aquí estamos los tres, y sobre todo aquí estáis vosotros dos, sentados par a par. Juntos vuelan par a par, juntos hablan par a par. Es bonito esto, ¿no?, como un diálogo platónico menor, ¿no dices tú eso, padre? A ti te lo he oído decir, seguro, que la filosofía es ante todo meditatio mortis. ¿Bien bonito, no? Y estás, sin embargo, rodeado de todos los lujos acumulados en ausencia de tu difunta esposa, para paliar su ausencia en primer lugar, y en segundo lugar para negarla. En la medida en que este lujo no es una propiedad de los objetos poseídos, tus elegantes estanterías, las alfombras, estos cuadros de paisajistas ingleses, o tu mesa de caoba con su sillón a juego, sino una cualidad de la posesión, el lujo te revela, te desnuda, en lugar de revestirte como tú quisieras y ocultarte…

– Bravo, Fernando! -exclama sosegadamente Juan Campos-. ¡Bravo! Por cierto, el lujo te descubre a ti también, te desoculta, ¿cuánto ha costado tu Porsche, por ejemplo?, ¿diez millones?

– ¡Ajá, con que ésas tenemos! He aquí el vicioso ataque de Su Paternidad. ¿O debería decir de Mi Paternidad o de Tu Paternidad?

– ¿A qué viene esto, Fernando? -pregunta Antonio Vega mirando al suelo.

– A nada. Estamos en una situación de luto y duelo. Una meditatio mortis donde las haya. Y yo medito acerca de los llenos que ha dejado mi madre al desaparecer, en vez de meditar acerca de los vacíos, que, puesto que no son, no pueden ser objetivados ante el entendimiento.

Ahora Fernando se aleja hacia la esquina del mueble- bar como si después de su rimbombante frase -como quien deja activado un explosivo- quisiera observar el efecto destructor desde una distancia de seguridad. Antonio Vega observa de reojo a Juan Campos, trata de decidir mentalmente si cambiar de conversación (aunque no cree que sea eso posible en el presente estado de Fernando) o retirarse él mismo del campo de batalla. Se trata sin duda de una batalla campal, en opinión de Antonio, que transcurrirá en estos términos abstractos que el propio Juan Campos utiliza con frecuencia y a los que Antonio Vega se ha ido acostumbrando con los años y que ahora Fernandito, con su admirable talento imitativo, imita para zaherir a su padre. No puede negar Antonio Vega que la utilización tan rápida y agresiva de esa semi jerga filosófica imitada del padre ha causado, a la vez que pena, admiración en sus oídos de hombre sencillo.

Que tu ojo sea sencillo, esta recomendación evangélica se hace precisa aquí para salvar la situación, pero ¿acaso hay que salvar la situación? A su manera sencilla -nunca mejor dicho-, Antonio Vega intuye que, de momento al menos, ni él debe retirarse de la habitación y dejar solos al padre y al hijo, ni debe tampoco lamentar del todo que esta tensa situación se haya producido. No puede saber por supuesto cómo acabará. Es muy probable que se quede en nada, pero también es posible que, apoyados padre e hijo semiconscientemente, en la presencia muda de Antonio como en un firme subsuelo, puedan por fin hablarse cara a cara, confiarse mutuamente en esa dialéctica de la curación por la palabra que subyace en toda discusión familiar profunda, en toda conversación verdadera entre amigos, incluso en todo brusco choque de caracteres.

– Admirablemente bien utilizado este lenguaje filosófico tuyo, Fernando. Lástima que te sirva sobre todo para agredirme. Porque entiendo, por el tono de tu voz, que me hablas en son de guerra, ¿o no?

– Tengamos la fiesta en paz -dice Antonio Vega, que continúa mirando al suelo y sintiéndose inquieto y escalofriado, como si acabara de pescar un catarro.

– ¡La fiesta en paz! -exclama Fernando-. ¡El sueño de todos los cobardes: la paz: la más estéril de todas las ilusiones, la paz: la paz os dejo, mi paz os doy. No creo que mi madre nos dejara la paz o nos la diera nunca. Nos dio siempre la tabarra, por eso, al final, os aborreció a vosotros dos, los dos cobardes, que sólo esperabais, cohibidos, que desapareciera para recobrar la paz que nunca os dio y que no merecéis!

Se abre una pausa. Como silos tres a la vez, y la habitación misma, se quedaran sin aliento y necesitaran recobrar la respiración. En esta pausa, Fernando sólo es capaz de regocijarse por lo que considera el gran efecto desestabilizador de sus palabras: ha colocado un ingenio explosivo, que ha explotado, y ahora tiene ocasión de observar sus efectos, pero no puede del todo observar sus efectos, porque justo al terminar de hablar, se ha sentido a la vez asustado por sus propias palabras. Al fin y al cabo Fernando ama a Juan Campos: si no le amara, no podría odiarle al mismo tiempo. Pero no quiere y no puede retroceder: siente que no debe desdecirse, puesto que cree que ha dicho la verdad. Por otra parte, también siente haber herido de paso a Antonio Vega, en cuya rectitud, al fin y al cabo, se apoya: la vehemencia de Fernandito, todo es vehemencia ahora en su corazón: a esto ha venido, a hacer explosión, a reventar la paz paterna, el refugio. Pero no puede del todo querer la violencia que quiere. De tal suerte que, sin querer, se vuelve hacia Antonio Vega, que, acurrucado en su asiento, le mira con los ojos muy abiertos, sin reproche y sin aprobación, como nos miraría un animal doméstico que nos viera con sus inteligentes ojos celestes, sin saberse él mismo inteligente o humano. A su vez, Juan Campos ha pasado de la perplejidad a la ironía y a un cierto regocijo -no muy distinto del regocijo de Fernandito- ante la explosiva situación. Casi se siente remozado, reanimado y, por un instante, como recién duchado después de desayunar, un poco en plena forma, si es que cabe aplicar esta imagen a un personaje como Juan Campos:

– Vamos a ver, Fernando, no voy a defenderme de lo que a mí me acusas, aunque por supuesto es muy injusto que acuses de lo mismo a Antonio, que siempre ha sido tu mejor amigo y que siempre nos cuidó a todos, incluida tu madre, como a su familia. Pero sería idiota y trivial no recordar que la enfermedad destruyó el alma de tu madre mucho más y mucho antes que su cuerpo. No, no tuerzas el gesto. La enfermedad transformó a tu madre en una extraña para sí misma. Nada de lo que dijo, pobrecilla, en sus últimos días puede serle tenido en cuenta, porque no era ella la que lo decía: era el temor, el horror, el sufrimiento físico en que vivía. La enfermedad altera a los seres humanos, los vuelve locos. Tienes que recordar que además tu madre estaba totalmente medicada: la quimioterapia por un lado, la morfina por otro, los somníferos… Al final era una pavesa, no un cuerpo humano, no un alma humana, casi no nos reconocía, yo creo…

– ¡A ti sí te reconoció según tengo entendido! ¿Te insultó o no te insultó? -exclama Fernandito.

– Sí, me insultó… Nos insultó a todos, pobrecilla.

Fernando Campos, de pronto, gira en redondo y sale del despacho dando un portazo. Juan Campos contempla fijamente el fuego, que resplandece sin significación alguna, como el fuego congelado en una pintura realista, tal vez el fuego de una pseudochimenea americana con imitados troncos iluminados por una oculta bombilla eléctrica, que imita las vacilantes llamas. Antonio Vega una vez más mira al suelo, abrumado por la escena, sin saber qué decir, y también -justo es decirlo- un poco avergonzado por el recurso de su amigo y tutor, el noble Juan Campos, a la locura como una explicación a la actitud de Matilda Turpin. Antonio Vega no se atrevería a censurar en voz alta a Juan, pero teme que recurrir -en su respuesta a Fernando- a la locura o el trastorno mental de una enferma terminal -con ser, en opinión de Antonio, quizá verdadero- sea, no sólo contraproducente e inválido para calmar a Fernandito, cuya angustia, ahora, de pronto, Antonio Vega, entiende claramente y hace suya, sino también una impostura.

XIII

Ha dejado de llover. Ahora hace frío, un tiempo nublado, a ratos de gran belleza. El mar resplandece gris-azul. Ahora se oye el mar más que los días de lluvia. Hay un resón cavernoso abajo, un retumbo constante. Al mismo tiempo, una sensación respiratoria. Tras la escena en el despacho, Antonio Vega tiene la sensación de que los habitantes del Asubio se han desbandado. Fernando lleva días sin dar señales de vida. Ni siquiera duerme en la casa. Esto no preocupa a Antonio, que da por supuesto que se queda con Emeterio en casa de sus padres. Emilia ha vuelto a sus rutinas con la misma eficacia y mutismo de siempre. Emilia es la gran preocupación de Antonio ahora. Es evidente que nada se ha resuelto con la conversación que mantuvo con Juan Campos. Y que, incluso, los pensamientos sombríos, el dolor, que la empujaron a ir a visitar a Juan Campos se han agudizado. Antonio Vega desearía poderlo hablar todo con Emilia: entre los dos nada ha cambiado, hay la misma confianza cotidiana de siempre. Pero esa confianza no incluye ahora -ni ha incluido nunca- grandes dosis de comunicación verbal. Nunca han hablado mucho. En los tiempos de Matilda no hacía falta hablar porque la vida transcurría rápidamente y Emilia estaba contenta, discretamente contenta. Durante la enfermedad de Matilda, Antonio y Emilia no hablaban gran cosa porque la atención a la enferma lo ocupaba todo. Tras la muerte de Matilda se inició la fase actual, que no implicó más comunicación pero tampoco menos. Antonio Vega se conformó desde un principio con saber que Emilia estaba tranquila en su compañía -aunque triste-. La tristeza no podía remediarse, pero Antonio contaba con que remitiera con el tiempo. Antonio contaba con una dulcificación del duelo por Matilda que, en el caso de Emilia, pudiera hacerse compatible con un recuerdo muy puro de la difunta que -Antonio confiaba- no incluyera elementos autodestructivos, no incluyera, por ejemplo, desesperación. Esto no parece estarse cumpliendo. La eficacia doméstica de Emilia no ha disminuido, pero su aspecto se ha deteriorado mucho. Apenas come y no duerme nada bien. Antonio Vega piensa que, al menos, mientras permanezca junto a Emilia y la acompañe día tras día, noche tras noche, siempre estará en disposición de evitar lo peor, el agravamiento -porque Antonio Vega ha llegado a temer seriamente por la salud mental de su mujer-: se angustia ante la posibilidad de un intento de suicidio. Y se angustia ante la imposibilidad de hablar de todo ello con Emilia claramente. No sabe por dónde empezar. En alguna ocasión lo ha intentado. Y Emilia siempre, con dulzura, le ha disuadido:

– No te preocupes. Tú nunca te preocupes por mí. No te preocupes más de lo que ya te preocupas. Yo estoy bien aquí contigo y no me pasa nada y me preocupa que te preocupes. No te preocupes. Lo de Matilda fue muy triste para todos. Tú sabes cómo fue. Ya no hay nada que hacer y no hay que preocuparse y tú menos que nadie. Sé que te preocupas y te veo preocupado y me preocupo yo y es peor todavía.

Antonio ha retenido ese no te preocupes que me preocupas como una admonición, como una reprimenda, algo que no debe hacerse, que es perturbador, que, aun siendo comprensible e incluso fruto del interés y del cariño, es, sin embargo, en conjunto, tedioso y, a la larga, insufrible. Antonio acepta que Emilia trate amablemente de reconvenirle cuando se ocupa en exceso de unas preocupaciones que la propia Emilia no puede arrojar lejos de sí con facilidad. Antonio decide, pues, no reprochar a Emilia su silencio o su preocupación en lo relativo a Matilda sino acostumbrarse a vivir esa situación taciturna, sombría, en espera de que el tiempo -otra vez el tiempo- suavice todo ello y el dulce olvido nos alcance: oscura la historia y clara la pena -como en el poema de Jorge Guillén.

El otro elemento de la situación es Juan Campos y su reacción a partir del encuentro con Emilia y con Fernandito en el despacho. Esta reacción sorprende vivamente a Antonio Vega. Aquí, en el caso de Juan, no hay realmente comunicación verbal ninguna -lo mismo que con Emilia-, pero a diferencia de Emilia, Juan Campos no da la sensación de hallarse entristecido o desesperado. Si acaso, tan ensimismado como siempre. Algo más ausente que de costumbre, aunque Antonio Vega reconoce que es difícil establecer graduaciones en estas ausencias o distracciones o ensimismamientos de Juan: es difícil decir cuándo son más intensos o más largos o más profundos porque, en la medida en que son muy habituales, forman parte de la manera normal de estar Juan Campos en compañía de su familia. No se muestra más desanimado o más animado un día que otro. Hay más bien un descenso de la temperatura general, un enfriamiento o lentificación de las reacciones y de las emociones. Y en esto sí que Antonio Vega puede detectar variaciones respecto de la época en que Matilda vivía. En aquel entonces, la verdad es que Juan no se animaba mucho más con Matilda ausente o presente, pero su modo reservado de ser era, dentro de la reserva general, más animoso: hablaba, por ejemplo, más con Antonio de filosofía: comentaban novelas que leían los dos o, en los paseos que daban en coche o a pie, había una conversación más variada, no muy profunda. Había más small talk. Lo que se ha perdido en la conversación de los dos es este gusto que Juan Campos tenía -y que comunicó a Antonio a lo largo de los años- por la conversación intrascendente. Gran parte del encanto de la amistad entre iguales reside en el gusto por las conversaciones sin importancia: no hablar de nada importante es tan importante a veces, e incluso más importante, que hablar de asuntos importantes. No ha perdido, sin embargo, el gusto por la compañía física de Antonio. Antonio Vega es sensible a esta clase de emociones. Y siente que hay un continuo flujo de comprensión que circula entre los dos cuando están juntos, aunque ahora hablen mucho menos de lo que hablaban antaño.

No ha transcurrido ni una semana, cuando Juan Campos dice a la hora del desayuno que Andrea y Jacobo, cada uno por su lado, han anunciado su visita al Asubio. Esto significa que la casa, de pronto, va a estar atestada de gente. Andrea quizá traiga a sus dos hijos pequeños, el niño y la niña, y una o dos personas de servicio, aparte de su marido. Y Jacobo y su mujer Angélica resultan siempre voluminosos, aunque aún no tienen familia. Así que Juan comunica estas noticias especialmente a Emilia porque la presencia inminente el próximo fin de semana de las dos parejas, de los niños y del servicio supone un incremento de unas ocho personas, con los correspondientes cuartos de dormir, lavados de ropa, desayunos, comidas y cenas… Se da por sentado que ese fin de semana largo durante el cual las dos parejas han decidido acudir al Asubio (a lo que parece cada una de ellas ha tomado la decisión con independencia de la otra) se instalarán sin prestar la menor atención a si su presencia resulta complicada o no. La costumbre de la casa ha sido siempre que los invitados, sobre todo de la familia cercana, se instalen con toda comodidad y todo el tiempo que deseen. Así era en tiempos de Matilda. Curiosamente -reflexiona Antonio Vega- este próximo fin de semana será la primera vez desde la muerte de Matilda que los tres hijos del matrimonio se reúnan con su padre en un mismo lugar durante cuatro o cinco días. Ni siquiera después del funeral se produjo una reunión semejante. La insistencia de Matilda en que no deseaba unas exequias estrepitosas cohibió a todo el mundo y casi sólo estuvieron esos días Juan, Antonio y Emilia, con las ocasionales llamadas telefónicas y las visitas salteadas de los hijos. Pero ahora parece que va a producirse por fin la reunión. Antonio Vega tiene una intensa sensación de voluminosidad, de representación teatral, como si esta al fin y al cabo sencilla reunión familiar cobrase de pronto el aspecto de un carnaval.

A Antonio Vega le gustaría tener ahora oportunidad de comparar su reacción ante la inminente visita, con la reacción de Juan Campos ante eso mismo. Ocurre, sin embargo, que si bien la amistad entre Antonio y Juan no ha disminuido en absoluto, sí le parece a Antonio que desde la reunión con Emilia en el despacho, Juan está más taciturno que nunca. O quizá Antonio, poseído por una angustia sin localizar en estos últimos meses, rehúse entrar demasiado abiertamente en ejercicios comparativos. Lo que Antonio desearía comparar, si se atreviera en presencia de Juan, es su sensación de que el súbito incremento de gente en la casa va a producir un correspondiente incremento de la sensación de vacío entre los habitantes habituales. Antonio Vega, que conoce bien y quiere a Jacobo y a Andrea, teme sin embargo que se comporten con gran insensibilidad. En otras circunstancias, una cierta falta de sensibilidad (un no ser, por naturaleza, hipersensibles) resultaría beneficioso, serviría para aliviar la tensión que Antonio percibe en el Asubio. En esa ocasión, sin embargo (teniendo en cuenta que es la primera vez que la familia se reúne tras la muerte de Matilda), quizá no sea suficiente con ser no-emocional, flemático o un poco estúpido, un poco soso, como son los dos hijos mayores del matrimonio, sino que se requeriría alguna cualidad positiva de comprensión -piensa Antonio-. Así que transcurren los días que faltan, para Antonio Vega al menos, en una especie de calma intranquila o de espera intranquila que, en todo caso, Antonio Vega se siente obligado a ocultar para no alarmar a los demás. Y sí, le hubiera gustado saber con detalle cómo está viviendo Juan esta preparación de la visita. Pero Juan Campos, tras haber anunciado a Emilia que llegarían las dos parejas, da la impresión de haber dejado de preocuparse del asunto. Fernando, por su parte, se ha limitado a comentar cáusticamente:

– El regreso de las buenas gentes. Ya los tenemos ahí, con sus kilos de más y su torpor congénito. El retorno de la bienpensancia… ¡menos mal que yo me escaquearé!

– Pero, Fernando! -ha comentado Antonio Vega al oírle-. ¡Si antes los querías! ¡Llorabas cuando se acababan las vacaciones y se iban a los colegios por ahí tus hermanos!

Llegan de pronto. Irrumpen cuantitativos como sus propios bultos, maletas, caimanes mecánicos, bicicletas, una biblioteca entera de cuentos infantiles, una montaña de Dodotis para la pequeña Babi. Entre chicos y grandes se forma un tumulto bullicioso desde el primer día que divierte a Antonio Vega. De hecho, es Antonio quien organiza y reorganiza la vida ahora en lo referente a horarios de comidas, idas y venidas a Lobreña y a Letona. El trajín aleja a Fernandito (quien el día de la llegada observó con curiosidad maliciosa a sus sobrinos), deja casi indiferente a Juan Campos y apenas produce alteración alguna en el eficaz comportamiento de Emilia. Han venido dos asistentas de Lobreña, primas de Emeterio, sobrinas de Balbanuz, que limpian y ordenan la casa, encasquetados los perpetuos auriculares del mp3, como agentes secretas, como marcianas sordas que abren enormes ojos cada vez que Antonio se dirige a ellas para preguntarles cualquier cosa.

XIV

En el comedor, la cena, esta primera noche, se prolonga. Ha vuelto el vendaval aunque sin lluvia, hay un tableteo seco de las contraventanas de madera verde que reniegan del otoño, el invierno. Es la gran mesa oval que Matilda hizo instalar en el Asubio y que apenas se ha usado estos últimos años. Todos están presentes: los dos matrimonios, Emilia y Antonio, Fernando y Juan Campos. Ocho personas en total: los niños ya están acostados, venían cansados del viaje. Las dos chicas que trajo Andrea ven la televisión en el office. Ha subido Balbanuz a preparar la gran lubina a la sal que cenan ahora y la mayonesa. Una de sus sobrinas se queda con ella y ayuda a cambiar los platos, con ayuda también de Emilia en los momentos complicados. Realmente es casi autoservicio. Hay la lubina y un par de ensaladas. De postre tomarán ensalada de frutas con un buen kirsch que ha sacado Emilia del aparador que trajeron de Austria en uno de los últimos viajes de Matilda. Y también una tabla de quesos pasiegos y café y copas.

Jacobo y Andrea han perdido la gracia -piensa Fernando Campos mientras los observa sin dar él mismo apenas conversación durante toda la cena-. Hay una desfiguración corporal que acomete a hombres y mujeres una vez casados. A partir de los treinta, lo que antes se denominaba curva de la felicidad -reflexiona Fernandito- se ha convertido ahora, en estos tiempos de dietética, gimnasios y pilates, en una adiposidad de rebaba. Ninguno de sus dos hermanos está realmente gordo, pero la tripa de Jacobo monta el cinturón y se le caen ya un poco las nalgas a Andrea, que se está volviendo culona. Es verdad lo que dijo Antonio el otro día: cuando todos ellos eran jóvenes, niños, amaba a sus hermanos. El giro brusco vino después, al repartirlos Matilda por Europa con la mejor intención. Dejaron de quererse, de admirarse. Se interrumpió, sobre todo, la comunicación entre ellos. Con ocasión de la muerte de Matilda, Jacobo y Andrea, secundados por sus parejas, fingieron -en opinión de Fernando- un dolor que no sentían. Él, por su parte, Fernando, fingió no sentir ninguna emoción en los funerales. La testamentaría, cuyo contenido se conoció desde un principio, dejó satisfechos a los tres, aunque José Luis y Angélica, los cuñados, fruncieron los ceños al saber que él, un solterón, quedaba en igualdad con sus hermanos. ¿Por qué han venido ahora, precisamente ahora? -se pregunta Fernandito.

Al otro lado de la mesa ovalada, algo parecido se pregunta Antonio Vega, puesto que ninguna de las dos parejas parece haber venido al Asubio por un motivo definido: se diría que, viéndose acometidos por el largo fin de semana de Difuntos y de Todos los Santos, un gran viento estúpido les ha puesto en movimiento en dirección al Asubio como a hojas de papel de periódico. Pero esto, por supuesto, es inverosímil. No es concebible que se hayan presentado aquí con los automóviles, los niños, las criadas, precisamente en este largo puente, sin querer. Estas reflexiones hacen sonreír a Antonio Vega. Después de tanto tiempo de no aparecer ni por el piso de Madrid ni por la finca, y de telefonear muy de tarde en tarde, ahora, de pronto, eclosionan como cómicamente vomitados por intenciones y motivos que ellos mismos tal vez desconocen. Es posible que tengan alguna motivación que a su vez desconoce Antonio, pero la aparente falta de motivación es cómica de por sí.

A su vez, Fernando se ha situado también en el disparadero del sentimiento de comicidad controlada, que toma (enfriándolo, mecanizándolo bergsonianamente) a sus hermanos y sus parejas, ahí sentados en torno a la mesa ovalada, como objeto puro de contemplación. Lo mismo que Antonio, no acierta Fernandito a dar con una motivación concreta que explique la presencia de sus hermanos en la casa: Antonio Vega, por cierto, mientras amablemente da conversación a Angélica, sentada a su izquierda, ha decidido que, a la manera un poco tarumba de los Campos y de los Turpin, los chicos han vuelto a la casa paterna por amor filial. Es muy posible -decide Antonio- que Andrea y José Luis desearan llevarle los nietos al abuelo ahora que están tan risueños y charlatanes con tres y cinco años. Pero incluso el benevolente Antonio se pregunta: ¿Y los otros dos, Jacobo y Angélica, que no tienen, ni al parecer desean tener hijos nunca? Hay un aéreo entrecruzamiento informulado entre los pensamientos de Antonio Vega y Fernando Campos relativos a Angélica y a Jacobo. Jacobo Campos es, a ojos de su hermano pequeño, ahora, un objeto ridículo. Fernandito devana mentalmente lo ridículo como un sirope inflexible: Jacobito es ahora un padre sin hijos en la misma medida (presuntamente admirativa) en que su esposa, su Angélica, es una esposa conspicuamente yerma. El no-tener hijos por parte de esta pareja se representa en opinión de Fernando, como una vocación original: más aún: como un touch of class cuyo esse reside en su percipi. Sin ser percibida, esa decisión conyugal de no tener hijos carecería de entidad, y el matrimonio mismo, como una insignificante mesa abatible, se colapsaría de continuo a ojos vistas. Para que no se desmorone, ambos cónyuges, de común -y quizá semiconsciente- acuerdo, rechazan públicamente la maternidad/paternidad con la escandalizada energía de quienes rechazan públicamente un vicio. Dado que se trata de una representación cara al público, cuya finalidad es ser vistos como una brillante pareja sin descendencia, tienen que reiterar una y otra vez esta su decisión de permanecer sin hijos. Y lo hacen así porque al parecer, para ellos, no tener hijos es una prioridad con tanto peso específico como para otras parejas el tenerlos: un imperativo categórico en ambos casos, cuyo fundamento es convencional. El no-tener hijos, además -medita burlonamente Fernandito- ha ido, tras la muerte de Matilda (que tuvo hijos, pero omitió en parte su crianza), cobrando una entidad cuasifloral de tributo post mortem: en honor de las virtudes no-maternales de su difunta madre se proclaman Jacobo, él mismo y su esposa estériles voluntarios ambos, con la sencillez de un medallista olímpico que, a la vez que omite mencionar sus bronces, sus platas o sus oros, nunca nos permite olvidarlos a los meros mortales.

Fernandito repasa mentalmente todo lo anterior con maligno regocijo, sintiéndose en el fondo cansado. La cena está durando demasiado tiempo. La pareja que forman Andrea y José Luis se ha beneficiado a ojos de Fernandito, en el curso de esta cena, de las incidencias de su prole: el niño mayor ha bajado al comedor en pijama, Andrea ha tenido que subirle otra vez, y la pequeña se ha caído de la cama. Andrea ha regresado al comedor y ha relatado estos incidentes, a consecuencia de lo cual José Luis ha subido con una cierta premiosidad de padre concienzudo a comprobar en persona que -no obstante haber asegurado su mujer que los niños están bien y duermen- están bien los niños y duermen. Este tejemaneje de pareja con hijos tiene menos mordiente cómica que la teorización del matrimonio sin hijos de Jacobo y Angélica, quien, por cierto, observando la solicitud de sus cuñados, no ha podido evitar alzar las cejas en beneficio de Jacobo y comentar con Antonio Vega, sentado a su derecha, que la vida de un matrimonio con hijos está dotada de tanta eticidad que alcanza casi el empalago.

– Sinceramente, Antonio, no me veo llegando a casa y teniendo que cambiar pañales o aguantar llantos de niño -ha declarado Angélica con una sonrisa.

– Supongo que es duro, sí -ha respondido Antonio cortésmente-. Yo vengo de una familia numerosa y no adinerada. Mi madre tuvo que cambiar muchos pañales y lavarlos y los mayores nos teníamos que ocupar de los pequeños, a veces a tortazo limpio. Nos queríamos mucho, ya ves, pero comprendo que una familia como la mía pone de los nervios a cualquiera.

Antonio Vega contempla ahora a Emilia. Apenas ha cenado nada. Tras ayudar a distribuir eficazmente los platos y bandejas a la sobrina de Balbanuz, Emilia reposa ahora frente a Antonio, tomando a sorbos una taza de café. Ha encendido un pitillo. De pronto Antonio se ve invadido por la tristeza de Emilia: este intenso sentimiento de culpabilidad que, sin embargo, Antonio, en el fondo de su corazón, no puede atribuirse por completo. ¿No se han privado ellos dos también, Emilia y Antonio, de la alegría bulliciosa, familiar, que Antonio acaba de describirle a Angélica? La tristeza que embarga a Emilia ahora, su delgadez, su palidez, su belleza huesuda y envejecida, ¿no forma parte todo eso de una decisión errónea que Emilia tomó por consejo de Matilda o por amor a Matilda y que Antonio aceptó por amor a Emilia, quizá porque cedió a una pasividad culpable, análoga a la de Juan Campos?

¿Por qué no tuvieron hijos ellos dos? Si hubieran tenido hijos se hubieran criado todos juntos. Los tres de Matilda y los de Emilia. Hubieran sido como los primos pobres y habrían cambiado la vida de la casa. ¿Por qué no fue así? Antonio siente ahora de nuevo su mutante sentimiento de culpa: no hizo lo suficiente, fue cobarde, fue débil, fue blando, fue convencional. ¿Qué es lo que fui, que no quiero ahora decírmelo a mí mismo? Antonio Vega se retira ahora como un caracol, hacia el interior de su concha para hacerse la pregunta más amarga, más informulada, la más viva de todas: Me comporté como un resentido: ¿hubiera debido no transigir, no ceder? Hubiera debido decirle a Emilia, a Matilda, a Juan: Me gustan los críos. Quiero yo mismo tener críos. ¿Por qué no lo dije? Si él se hubiera plantado, Emilia y él hubieran tenido hijos, un par de hijos al menos, que estarían ahora en los colegios, dilatarían el mundo, les darían disgustos. Y la niña querría quitarse una coleta o dejarse una coleta. El niño tal vez suspendería química y matemáticas… Emilia hubiera sacado todo adelante, y no echaría tanto de menos a Matilda. Ahora en esta tierra baldía no hay quien sobreviva. La muerte es lo único que es. Tener hijos hubiera apartado del corazón de Emilia la soledad, el osario, el suicidio. Antonio contempla a su esposa, ahí tan cerca, a la vacilante luz de estas velas, recuerdo de Matilda: Matilda siempre quería que las cenas se celebraran a la luz de las velas, y el fuego de las velas convertía la cera de las abejas en cálidos dedos artríticos: resplandece como entonces la noche a la luz de los candelabros, las grandes emociones retraídas, todo lo que no se cumplió. También esta noche, por fin, cuando Balbanuz y su sobrina se han retirado y parece que, arriba, en los dormitorios de los niños reina la paz, hay como una extensión inteligible, luminosa, irreal, que se extiende al mantel de hilo blanco, a las copas talladas de cristal, a la botella de Oporto que circula alrededor de la mesa. Están ahora alrededor de la mesa ovalada los ocho familiares sentados y el Grandfather Clock que Matilda trajo de Londres para regalar a Juan en un cumpleaños deja caer sus doce campanadas, que sobresaltan a Antonio. Se siente avergonzado, angustiado. Desearía ser consolado. La dura acusación, su propia memoria, el duro juicio, lo que hubiera podido ser y no fue. Recuerda la frase de un poeta cuyo nombre no recuerda: Lo que fuimos y lo que no fuimos se refleja en las tazas del té junto a la lumbre / Sillones de otras casas, cuadros que no se miran ya y que permanecen agrandados inundando el fondo de la sala de elocuencias inmóviles. Hay una elocuencia inmóvil que no sabe Antonio si bailotea con el bailoteo de las llamas de las velas fuera de su conciencia, o dentro de su conciencia y con el bailoteo de su sentimiento de culpabilidad y de su angustia.

Sin saber por qué, Antonio se siente esta noche desvinculado de todos: o, quizá, más vinculado a Emilia que nunca, con una vinculación que le separa, de pronto, de Juan Campos y, a través de Juan, del resto de los comensales y de la casa entera. Es un sentimiento nuevo para Antonio. Forma, a todas luces, parte del sentimiento de culpabilidad que lleva sintiendo hace rato al ver a Emilia tan apagada (y este sentimiento, a su vez, no es, en sí mismo, nuevo): lo que es nuevo es este repentino rehusar a valorar sin reservas su vinculación acostumbrada con Juan, su amigo de siempre. De pronto, como el vuelo rasante de una bandada de grajos que chillan y que aletean con sus negras alas de papel metalizado, Antonio se siente aislado y sin recursos. ¿Qué ocurrirá si Emilia empeora? Porque Emilia podría entrar en una depresión profunda -quizá está ya en ella- sin que Antonio se diera cuenta a tiempo: la costumbre de tantos años de centrarse en sus trabajos administrativos y organizativos ha vuelto a Emilia en parte impenetrable, incluso para Antonio. Nunca se pone enferma, nunca padece jaquecas o catarros o gripes. Nunca -desde que Antonio la conoció- ha reclamado Emilia para sí una atención individual.

Mientras vivió Matilda había una salud compartida de las dos, un enérgico desdén de ambas mujeres por los tiquismiquis y las peplas que la atención a la fisiología o al estado de ánimo causan en la mayoría de los mortales. Todo lo arreglaba al final de la tarde un baño caliente y un whisky. A diferencia de Matilda, que se mostraba casi agresivamente saludable, Emilia sólo daba la impresión de ser una moza fuerte y sana que no prestaba gran atención a sí misma. En vida de Matilda, su capacidad de arrastre borró toda sombra de malestar físico o mental. Ahora sigue siendo lo mismo: sólo que Emilia se ensombrece progresivamente y ha perdido mucho peso. Ahora, su eficacia de siempre más bien subraya que oculta a ojos de Antonio el malestar interior. En más de una ocasión antes de ahora, Antonio ha propuesto que los dos, él también, se hagan un detenido reconocimiento médico, con la esperanza de que unos buenos análisis clínicos revelen cualquier cosa, una anemia, en Emilia, una carencia vitamínica, algún trastorno ginecológico, y que ése sea, en su objetividad y facticidad médica, un punto de partida para que Emilia se deje cuidar un poco. ¡Ojalá que Antonio pudiera convencerla para hacer los dos juntos un viaje agradable, aunque sólo fuese una visita a la soleada familia de Antonio, dispersa por España! No han hablado de esto, sin embargo. Y ahora, contemplándola mientras Emilia fuma su tercer pitillo, no puede librarse de la preocupación. Angélica le ha dicho algo hace un momento, un comentario jocoso acerca de las parejas sin hijos, algo en inglés y con muy mal acento, sobre growing closer and closer apart, que le ha sobresaltado y que, así, le ha reintegrado al circuito de la conversación general. Antonio hace un esfuerzo por sonreír y ha contestado vagamente algo que ha debido de sonarle a Angélica como una aprobación de lo que acaba de decir, sea lo que sea. Angélica no suele prestar gran atención a las respuestas que le dan los demás, salvo si alguien se le opone frontalmente: si esto último sucede, entonces abre mucho los ojos, levanta las cejas y se encara con su opositor. No está muy interesada en las respuestas, ni tampoco, al cabo de un rato, en la discusión. Así que Antonio sale del paso con sólo sonreír. La reunión se va apagando lentamente. Jacobo se ha levantado y pasea pensativo alrededor de la mesa: acaba de comentar algo acerca de la lluvia o la falta de lluvia. Emilia a su vez se ha levantado en busca de la cafetera que han dejado sobre el aparador. Así que Antonio contempla su lugar vacío. Al hilo de ese momentáneo vacío, observa Antonio ahora el aspecto pensativo de Juan Campos, que permanece sentado a la cabecera de la mesa y da la impresión de asentir a todo lo que se le dice sin prestar atención a nada. Pensar en Emilia, tan desmejorada, ha hecho que Antonio se desvinculara por un momento de la cotidiana vinculación que, a través de los años, ha mantenido con Juan. Antonio es conciente de que ahora, casi sin querer, pensar en Emilia le aparta de Juan. Y el ensimismamiento de Juan ahora de pronto, al pensar en Emilia, le parece obeso, como viscoso. Y éstos son sentimientos extraños para Antonio, que jamás ha cuestionado a Juan Campos.

No está, después de todo, tan ensimismado Juan Campos, como parece estarlo a ojos de Antonio. A ojos de Jacobo y Andrea, y de su yerno y nuera, sólo está distraído y representa, como Juan Campos sabe de sobra, un hombre a punto de «pegar el viejazo», el bajón del jubilata. A beneficio, pues, de estos cuatro, permanece Juan inmóvil, distraído, atendiendo con gesto amable la conversación sin tomar parte en ella. Se sabe seguro Juan Campos en su papel de abuelo retirado, de catedrático de Filosofía retirado, de hombre meditabundo que habla poco. Por otra parte, Juan cuenta con que su tendencia al ensimismamiento va a ser juzgada con respeto y afecto por Antonio. Así que también a beneficio de Antonio Vega representa el ensimismamiento que vive. Lo exagera un poco. Y a su vez, Fernandito… ¿qué pasa con Fernandito? Ahí, Juan Campos no acierta a saber cómo le ve su hijo menor o cómo desearía ser visto por su hijo menor. Un cierto afán de sinceridad paternal ha comenzado a embargarle a la hora del café y el oporto: ha percibido, en estos días, el vaivén de la conciencia de Fernandito desde la hostilidad al afecto en relación con su padre. O ha llegado Juan a pensar en términos de amor-odio: de hecho se inclina hacia una interpretación menos comprometida: imagina un movimiento pendular en Fernando desde la hostilidad al recuerdo del entusiasmo que sintió por su padre. Juan Campos sospecha que su hijo menor tiene aún muy presentes esos recuerdos, que son aún vivos incluso para el propio Juan Campos. La diferencia entre ambos, sin embargo, reside en que Fernandito es consciente de que su discontinua ternura por el padre, está infectada de deseo de venganza: desea hacerle pagar por un desapego que achaca a él sólo y no a su madre. Lo único que Juan Campos no acierta a comprender esta noche es la seriedad del resentimiento, ni tampoco su capacidad de frenarlo, incluso ahora si se lo propusiera. Juan no está acostumbrado a frenar nada o a corregir nada. No cree que sea posible, no se siente con energía suficiente. Antonio, en cambio, tras la conversación en el despacho los tres, barrunta con mucha claridad lo que de verdad pasa en el corazón de Fernando. Pero Juan se detiene ahí. Seguir adelante supondría entrar en evaluaciones de Juan para las cuales Antonio no está aún preparado.

Una de las razones que impide a Juan Campos darse cuenta de la hostilidad que su hijo siente por él procede de una como vanidad residual, subliminal, de hombre acostumbrado a parecer comprensivo y bueno a los ojos de los demás, empezando por la propia Matilda tiempo atrás. Esa imagen de hombre bueno y comprensivo, tan favorecedora, le encanta a Juan Campos. Viene a ser como una de esas fotografías en las que nos vemos tal como nos gustaría vernos siempre. Le agrada esa instantánea fotográfica, fotogénica, de sí mismo, como un hombre bueno y sabio, entristecido por la muerte de la esposa, silencioso, que se reserva pero a la vez se entrega en la conversación y en la compañía de sus amigos. Es una fotografía sin deformidades, es lo contrario de una caricatura: Juan Campos odia las caricaturas de sí mismo y ha temido desde siempre la habilidad caricaturizante de Fernando. Teme verse feo, teme verse malo, teme aparecer ante sí mismo iluminado por una luz desfavorable. ¿Y qué luz hay más desfavorecedora que la mirada vengativa de un hijo? Por eso, no sólo en los tiempos de Matilda, sino también con ocasión de la duración del fallecimiento de Matilda, esos meses terribles, y sobre todo después de esa muerte y hasta ahora mismo, Juan Campos ha atesorado la favorecedora instantánea tan continua, sólida, humana, misericordiosa, con que la mirada de Antonio Vega le ilumina siempre. Es una mirada afectuosa, pero con una clase de afecto que, en ocasiones y para su capote, Juan Campos se ha atrevido a calificar de infantil: que un hombre maduro como Antonio le vea tan favorecido, tan ensimismado, tan noble, le agrada sin cesar a Juan Campos. Y se regocija pensando -con un retorcimiento cínico- que no se lo merece, pero que no está dispuesto a prescindir del efecto gratificante que le causa. Incluso así, sin embargo, no puede ignorar por completo las señales de desazón y de crítica y de censura que Antonio Vega a veces emite. Por eso se esfuerza Juan Campos, cuando Antonio está presente, en parecerse a esa imagen del buen Juan Campos, noble y ensimismado, que Antonio Vega, como un niño, ha tenido siempre de su amigo mayor.

Fernandito ha resuelto quedarse hasta el final de la cena, de la velada, dure lo que dure. Esta decisión se ha ido formando en su conciencia a lo largo de toda la noche. Al principio sintió curiosidad por ver cómo reaccionarían sus hermanos. Les observó con malevolencia a ellos y a sus cónyuges. Se regocijó con el incordio de los niños y con los comentarios pseudointeligentes de Angélica y con su mal inglés. Ha observado también el mal aspecto de Emilia. Se ha sentido conmovido esta noche ante el visible desconsuelo de Antonio, ante su impotencia. Quizá esta percepción de la aflicción de un hombre bueno y bienintencionado es lo que le ha impedido largarse nada más terminar la cena o agredir verbalmente a su padre y a sus hermanos. Antonio Vega -ha decidido Fernandito- debe ser respetado, ante todo y sobre todo por mí mismo. Esta consideración hace que la hostilidad hacia su padre se haya diluido y, ahora que es casi la una de la noche, Fernando se siente cansado y sin ganas de pelea. Mañana será otro día. Contempla a su padre antes de levantarse, ya todos se levantan, y le invade una tristeza abstracta, como si lamentara en general la fragilidad de la existencia: la nihilización inevitable de toda existencia incluida la propia. Por eso la última imagen de su padre es tenue y no particularmente hostil: contempla la imagen de su padre atenuado, nihilizado, como en una fotografía antigua, como en un recuerdo borroso: un poco como de jóvenes apreciábamos sin grandes ironías el gesto estudioso de ciertas figuras sedentarias que, en resumidas cuentas, al final, cuarenta años más tarde, han escrito o publicado poco y no dan la impresión de haber estudiado tanto como parecía.

XV

Los niños alteran la fisonomía de las casas. Y estos niños de Jacobo y Andrea son invasivos y chillan, entran en todas partes, se esconden detrás de las puertas en un insulso jugar al escondite que acaba invariablemente en llantos. La pequeña, de tres años, se hace todavía pis y caca. Y Andrea aparece desde muy temprano desmadejada por la casa. Los juguetes están por todas partes. No hay, además, en esta nueva casa, un cuarto de jugar de los niños. Hay un cuarto de dormir donde duermen los dos mayores. Babi se despierta por las noches y llora. Los niños infectan las casas -esto lo piensa cada uno desde su perspectiva propia, más o menos lo mismo Angélica y Fernando Campos-. José Luis y Jacobo se trasladan desde muy temprano al nuevo campo de golf de Lobreña. Esto de la proliferación de campos de golf en toda la provincia hace un efecto muy 2006. Juan Campos se atrinchera en su despacho. Antonio Vega se instala como de costumbre en el garaje. Los niños ocupan toda la casa como un contingente militar.

– ¿Vais a quedaros mucho? -ha preguntado Fernandito a su hermana.

– ¿Por qué? ¿Te molestamos?

– Hombre, sí. Sois la encarnación de lo molesto.

– Solterón impenitente. Y… por cierto, ¿tú vas a quedarte mucho? ¿Ya no trabajas? ¿Te han despedido?

Fernandito ha sonreído malevolente y se ha ido sin contestar a su hermana. No contaba con este Kindergarten cosificado. Nunca había visto a su hermana materializada hasta este punto: los signos externos de maternidad de Andrea atraen a Fernandito como los signos exteriores de riqueza atraen a los inspectores de hacienda. Fernando Campos mosconea literalmente alrededor de sus sobrinos y de su hermana y del servicio, y de las dos cuidadoras. No juega con sus sobrinos, no. Les asusta. Les quita los juguetes y los pone encima de los armarios. Hace llorar al mayor de los tres. Sentado en la sala, no se mueve cuando aparentemente se descrisman cayéndose de lo alto de un sillón o escaleras abajo. Se ha vuelto conspicuo a costa de observar los juegos de sus sobrinos sin intervenir nunca en ellos. Esta sobreañadida visibilidad de Fernandito no ha escapado al ojo censor de José Luis y de Angélica, sus cuñados.

– Tío, podrías echarnos una mano! -ha soltado José Luis la otra tarde, una tarde tediosa de sirimiri, sin saber qué hacer con los niños.

Fernando, una vez más, ha sonreído guasón y ha permanecido sentado sin hacer nada. A partir de esa tarde, se ha formado el bando anti-Fernandito, incoado desde un principio por su actitud guasona y ahora capitaneado por Andrea y José Luis. Esto añade movilidad trivial a la casa. Hay unas agitaciones subacuáticas en la superficie de la rutina cotidiana, antes y después de los desayunos, o durante la mañana, o antes y después de los almuerzos, o a lo largo de la tarde, consistentes en que los dos matrimonios observan a Fernandito a distancia y cuchichean.

Andrea encendió la llama de la hostilidad grupal comentando la incomprensibilidad de la presencia de su hermano Fernando en casa, en el Asubio.

– ¡No te fastidia que me pregunte que si vamos a quedarnos mucho! Y yo le dije: Y tú qué.

– Yo, francamente te lo digo, Andrea. Comprenderás que tu hermano es tu hermano… -ha intervenido José Luis con su celeridad de hombre alto no muy agraciado: ocupa un interesante puesto de interventor en el Gran Banco. Se viste muy a la manera de la City de Londres, con camisas de rayas y traje diplomático los días de diario y ostentosamente de sport en el campo, un aire de club de caza y pesca con botas Track and Field-… Un hermano es un hermano, pero, Andrea, yo a tu hermano Fernando no le veo. Es siempre the odd man out, le encanta serlo. ¡Vaya, que me revienta un poco!

Y Andrea, secundada por Jacobo, ha defendido a Fernandito sin gran convicción. Al defenderle, han surcado su memoria como milanos las imágenes de otro tiempo: el tiempo infantil y juvenil de los veranos del Asubio y las playas del norte: Lobreña, Oyambre, San Pedro del Mar…, la lluvia, los caminos embarrados, los domingos luminosos, los cielos malteados del atardecer, las dulces acuarelas, los cuentos infantiles que Antonio Vega les leía a los tres, las partidas de cinquillo y de brisca y de parchís en los cuartos de arriba o en la cocina de Boni y de Balbi… Y todo esto tiene tan agudamente la cualidad del haber-sido, del haberse-tenido, del haberse-ido y de no ser ya, salvo como briznas del aire de la memoria, que su misma indefensión y pobreza, sin querer, la conmueven, y ha frenado el primer pronto de la agresión a Fernandito que ya iniciaba, vigorosamente, José Luis y que ella misma, a su vez, había iniciado. Se había sentido herida por la pregunta de Fernandito y había respondido como la mujer casada que es, con hijos, con responsabilidades, que tiene que enfrentarse a un chico ambiguo, que, en opinión de Andrea, ha cambiado mucho en estos años hasta volverse irreconocible. Y ya en esa primera ocasión, ha observado de reojo la reacción de Jacobito, el hermano mayor, que Fernandito adoraba. Y se ha sorprendido Andrea al descubrir en el rostro de su hermano una rigidez censoria, acartonada, que nunca antes había observado, como si su constante ascenso en el banco madrileño le hubiera inmunizado contra las tonterías del hermano travieso y avispado que, en aquellos remotísimos tiempos del Asubio, el padre ensimismado, el Juan Campos de entonces, elogiaba sin reservas y comparaba admirado a la picardía y agresividad intelectual de Matilda, la madre, crónicamente ausente. Todo esto ha tenido lugar en un abrir y cerrar de ojos. Los dos hermanos pertenecen, una vez casados, cada uno de los dos, a su pareja, y las dos parejas forman un cuatrimotor que enuncia implícita o explícitamente lo que debe o no debe hacerse, lo que debe ser-se o no serse. Y también, de paso, lo que el pasado fue y no fue, considerado ahora ya desde el presente futurizador de las dos nuevas familias, las nuevas amistades madrileñas y… esto también: la no muy recatada crítica al comportamiento testamentario de Matilda y a la reacción post-mortem del padre. Porque es un hecho que Angélica y José Luis, cada cual por su parte, en apartes con su pareja correspondiente, y, con creciente frecuencia cada vez que se reúnen los cuatro a charlar, tienen enfilado el mundo social del Asubio con un gesto emotivo que combina, inverosímilmente, lo avinagrado y lo dulce, en una sola palabra que emerge siempre que se reúnen los cuatro: discutible. Todo lo que sucede en el Asubio es, por definición, discutible. ¡Pero, por supuesto que lo es! ¿Quién se atrevería a negarlo? Lo que ocurre es que esta -por lo demás sólo formal- noción de lo discutible (toda cosa espacio-temporal se da por lados, todo asunto humano presenta facetas, puede ser examinado desde distintos puntos de vista, y es por tanto discutible) sería inocente si sólo se empleara en su sentido más abstracto: aplicada aquí por José Luis y Angélica al Asubio y sus ocupantes habituales tiene una connotación negativa, prohibitiva: como si se dijera: es discutible, no es de fiar, no es del todo de buena ley, es malo o maligno en el fondo.

Se ha acabado ya el puente de Difuntos. Hay que volver a Madrid. No hay que volver a Madrid. ¿Hay que volver a Madrid? La cosa no está clara. Hay un ir y venir entre volver y no volver, una desazón, cómica en parte, logística en parte, un impasse, una aporía doméstica. ¿Quiénes no van a volver? ¿Y quiénes hay en condiciones de volver o no volver? Obvio es quienes no volverán y no se moverán. Ni Juan Campos ni Antonio Vega ni Emilia van a moverse de su sitio. El puente de Difuntos ha sido una simple lata que cada uno de los tres ha padecido o disfrutado a su manera. No se sabe si Emilia ha registrado la incomodidad que dimana de la presencia de niños en la casa y ocho comensales fijos a las horas de las comidas. Su delgada figura supervisora ha permanecido idéntica, impasible, ausente. Juan Campos se ha mostrado amable y distraído o ensimismado a lo largo de todo el puente. No ha conversado largamente con nadie, no ha rehuido a nadie, nadie se le ha acercado en exceso, ni siquiera sus dos hijos mayores. Su yerno y su nuera le han observado desde lejos, censorios y en blanco como impersonales visitas que desaparecerán felices, sin dejar rastro. Antonio Vega se ha sentido cómodo con los niños. Ha chapurreado con Andreíta y jugado con Jacobito a los guerreros medievales y a Spiderman, siendo a ratos Octopus Antonio, Octopus a ratos Jacobito, cambiando alegremente de papel la tarde lluviosa. Y ellos dos raptando a título de pieles rojas a Babi, para revenderla en un mercado negro de bebés blancos. Antonio Vega ha agradecido la compañía de los niños. Y Fernandito, ¿qué? ¿Va a regresar Fernandito a Madrid? El final del puente es un final sin Fernandito. Así que el cuatrimotor se reúne en los dormitorios con un aire de junta de propietarios, a decidir qué es qué. Y sobre todo a decidir quién se queda y quién se va. Porque ocurre que de la experiencia cuádruple de las dos parejas ha emergido, como un clavel reventón, una conclusión semicómica: alguien tiene que quedarse a echar un ojo, a controlar un poco, a ver qué pasa, porque están los cuatro en esto unánimes: algo va a pasar y tiene que pasar por fuerza. La disgregación de la familia, la desarticulación de España, el puto caos que acontecerá si todos se van y no se queda nadie a controlar lo incontrolable, a evaluar daños y perjuicios, a tabular los pros y contras de una situación que nadie, ninguno de los cuatro, aprueba o comprende. Pero la verdad es -dicho sea en honor del cuatripartito- que la situación misma no sólo resulta difícil de comprender o de aprobar, sino incluso de determinar en punto a su existencia. ¿Hay una situación potencialmente explosiva en el Asubio? La verdad es que todo el puente de Difuntos ha estado presidido por una excelente sincronización doméstica gracias a Emilia, con el auxilio complementario de Antonio Vega a las horas de lluvia para entretener a los niños. La única incógnita de la situación es Fernandito, que ha desaparecido justo al acabarse el largo puente. Casi cualquiera, en vista de lo ocurrido, que no es nada, hubiera decidido que no es nada y que los cuatro pueden regresar a Madrid tranquilamente. Y aquí es donde Angélica cobra una importancia y una significación inusitadas. En opinión de Angélica, hay una peligrosa escisión en el Asubio entre lo que Bradley, el viejo neohegeliano inglés, llamaba Realidad y apariencia.

Angélica toma la voz cantante. Se quedará Angélica con uno de los coches, el suyo propio, y regresarán a Madrid Jacobo y José Luis con los niños y las mucamas. Pero, claro, Angélica no es en el Asubio nadie sin Jacobo. Y Jacobo no puede quedarse con ella. Sólo queda disponible Andrea. Y Andrea ve de pronto el cielo un poco abierto con esto de tenerse que quedar y posponer, siquiera una semana, la nurtura de la prole, que supervisará José Luis por las noches y que quedará a cargo de las competentes manos de su servicio doméstico. Así que Andrea, tras efectuar los gestos y giros correspondientes a una maternidad responsable, se queda para legitimar la presencia de Angélica, que es quien de verdad sabe lo que va a pasar en el Asubio.

Angélica es una chica lista. Hizo su carrera de Derecho satisfactoriamente y se acostumbró a considerarse a sí misma una persona responsable de su propia vida: una representante de la nueva generación ahora en los treinta, que es consciente de que, como mujer, puede aspirar a más que a ser ama de casa. El matrimonio con Jacobo le hizo concebir más esperanzas de las que correspondían a la realidad: el bienestar económico de la familia materna de Jacobo, combinado con el prestigio académico de Juan Campos, le pareció fascinante en su momento y decidió el matrimonio. Fueron los últimos años brillantes de la carrera de Matilda, los más brillantes pero también, al final, los más ambiguos, puesto que la propia Matilda tuvo conocimiento de que su enfermedad era incurable precisamente en esos años. Así que toda su actividad se incrementó bajo la sombra del conocimiento de su inexorable fin. No reconocerse enferma fue esencial para Matilda, no reconocerlo ante los demás, no reconocerlo ante sí misma. Pero se trataba de un intento vano: la enfermedad inmisericorde dejó muy pronto muy pocas dudas, tanto a la interesada como a sus deudos. En estas circunstancias, Matilda ya no ofrecía el imaginado escenario de vida social que Angélica creyó haber alcanzado al casarse con Jacobo. Angélica se sintió realmente estafada. Expresarlo así es absurdo y ella misma no lo expresaba así. Ella decía que sentía una intensa compasión por la situación de su suegra. Pero ni su suegra ni la familia de su suegra parecían necesitar esa compasión. No se dejaban compadecer los Campos. No se dejaba compadecer Matilda ni su propio hijo Jacobo, contagiado quizá de la soberbia materna. En estas condiciones el papel de una nuera queda reducido a la insignificancia. La persona misma, Angélica, parece quedar por virtud de la desactivación de su papel desactivada ella misma en cuanto tal. Angélica se sintió fuera de juego, disminuida, preterida y, por otro lado, requerida por su propio marido, Jacobo, para dar cuenta de la situación: una de las curiosas características de esta relación consistía en que Jacobo daba por supuesto que Angélica era la gran intérprete del mundo y de la sociedad más allá del reducido grupo de preocupaciones que le afectaban directamente a él como alto empleado del banco. Exceptuado el banco de todo lo demás era Angélica la voz autorizada. Así que, también en lo relativo a la enfermedad de su suegra y a la interpretación del matrimonio de los padres de su marido y en general de toda la familia Campos, acabó convirtiéndose Angélica en una autoridad al menos para su marido.

– ¿Tú cómo lo ves, Angélica? -preguntaba constantemente Jacobo.

Y Angélica respondía con todo lujo de detalles: el único inconveniente era que sus descripciones y evaluaciones de la situación familiar no tenían vigencia fuera del círculo minúsculo de esta curiosa pareja. Angélica emitía su opinión, que Jacobo gravemente recogía y apreciaba, sin que esto fuese ocasión de ninguna clase de acción determinada. Las opiniones de Angélica rebotaban sin fruto como pelotas de ping-pong en una mesa de ping-pong. No se estaba jugando una partida, no podían hacerse tantos a favor o en contra de Angélica. Era como jugar contra sí misma. Una especie de ping-pong-frontón, viniendo a ser, en realidad, Jacobo el frontón mismo, el muro, y Angélica alternativamente la única jugadora y la pelota que bota y rebota una y otra vez. Hubiera deseado Angélica ser útil, que Matilda la necesitara, por ejemplo. O que Juan Campos la necesitara. O que el propio Jacobo, hallándose terriblemente desconcertado y apenado, hubiese tenido necesidad de grandes dosis de consuelo. Pero el caso era que Jacobo no daba la impresión de hallarse tan terriblemente apenado como quizá debiera: la costumbre de no contar con su madre, con Matilda, el largo hábito arrastrado desde la niñez y a lo largo de toda su juventud, de contar con que su madre se bastaba y se sobraba por sí sola para resolver sus propios asuntos, embotaba el dolor ahora. En cierta manera, Angélica sufrió al poco tiempo de entrar en la familia Campos un doble escándalo: el escándalo de no ser necesitada por su suegra, que era autosuficiente incluso en la enfermedad, y el aún más raro escándalo de no ser necesitada por su propio esposo, el hijo de Matilda, para ser consolado por la grave enfermedad de su madre. No es que Jacobo no sintiera y no lamentara la enfermedad de su madre: es que Angélica no lograba identificar del todo esa pena: lo identificado a ratos era sin duda tristeza filial ante lo irreparable, pero otros ratos era también algo parecido a la sorpresa entreverada con una fuerte dosis de incredulidad: a ojos de Jacobo la gravedad de la enfermedad de su madre no acababa de resultar verosímil por completo y esa inverosimilitud procedía, en parte, de que tan pronto como Matilda definitivamente cayó enferma y hubo de guardar cama, estableció un férreo cerco en torno a sí misma donde realmente sólo Emilia penetraba. Se tenía conocimiento de la gravedad del estado de Matilda pero no del todo, intuición sensible del mismo. La señal externa sensible más constante de Matilda enferma fue la irritabilidad: Matilda se cansaba en seguida de las visitas y se mostraba con facilidad irritable por cualquier insignificancia: Angélica se sintió rechazada en el doble sentido de no ser necesitada por su suegra y no poder consolar a su marido más que en proporción a la pena que exteriormente su marido manifestaba y que no parecía ser, después de todo, mucha. Y cuando Angélica, por fin, sacó todo esto a relucir, con el aire un poco de una esposa que pone las cartas sobre la mesa y descubre la infidelidad del esposo, Jacobo se limitó a comentar que los Campos Turpin eran una familia reservada, inasequibles a los melodramatismos de la consolación. Esto le pareció brutal a Angélica. Y quizá lo fuese, aunque quizá fuese también muy comprensible dada la educación distanciadora que los hijos de Matilda Turpin y Juan Campos habían recibido desde niños. Siempre se guardaron las distancias para no agobiarse unos a otros y ahora las distancias guardadas durante tanto tiempo congelaban el paisaje entero de padres e hijos distanciados entre sí. Angélica concibió entonces una especie de resentimiento ligero contra su suegra, lo que suele llamarse animosidad, una animadversión ligera, como la que sentimos ante un hombre muy gordo sentado en el asiento contiguo del avión, o alguien muy acatarrado cuya presencia no podemos evitar durante largo rato. Con ocasión del careo con Jacobo -equivalente al descubrimiento de una infidelidad conyugal-, con ocasión del rechazo de Matilda, Angélica llegó a exclamar:

– ¡Tu madre me está ninguneando y puenteando, Jacobo, eso es lo que hace! ¡No sé cómo puedes consentirlo!

Y al decir esto, era obvio que se pillaba los dedos con sólo observar el desconcierto irritado de Jacobo:

– Mi madre no es propiedad nuestra, de ninguno de sus hijos ni de nadie. Es muy suya. Yo no tengo acceso privilegiado a mi madre, ni mis hermanos tampoco, ni mi padre y mucho menos tú. Es normal que no te tenga en cuenta. ¿Por qué habría de tenerte en cuenta?

– Porque soy tu mujer, ¿no es eso suficiente?

– Seguro que lo es en otros casos pero no en éste, no creo que recuerde ni que existes, perdona. ¡Así están las cosas…!

Fue lo más brusco que oyó decir jamás a Jacobo. Jacobo era un marido agradable, con una cierta tendencia a la distracción y a cansarse pronto de las conversaciones, cosa explicable porque volvía siempre tarde del banco y generalmente se traía papeles a casa. Angélica tuvo, pues, la impresión de que al quejarse de Matilda había puesto al descubierto una herida antigua que afectaba, de alguna manera, a la relación de los Campos con sus padres: esta impresión sirvió para confirmar su idea de que algo grave y oculto tenía lugar en la casa sin que se le revelase a Angélica con claridad qué era. Esta idea de un secreto familiar, una dificultad intrínseca de relación entre padres e hijos en casa de los Campos, alivió en parte su sensación de ofensa. Pero incrementó su curiosidad aderezándola con una pizca de malevolencia. Todo esto estaba teniendo lugar durante los últimos años de la vida de Matilda. Se habían suspendido los grandes viajes, que eran sustituidos ahora por largas estancias en Houston primero y después en Suiza y en Madrid. Para entonces había cumplido ya Angélica los treinta y dos años: el asunto de tener o no descendencia había quedado zanjado hacía tiempo. Pero Angélica encontró en el extraño rechazo de su suegra una nueva confirmación de lo acertado que era su propia voluntad de no traer hijos al mundo.

– No puedo entender por qué tu madre, si no iba a haceros nunca caso, quiso echaros al mundo en primer lugar -declaró Angélica en una conversación más o menos íntima con Andrea. Andrea, para entonces, había dado a luz dos veces y vivía sumergida en el espeso entramado de la maternidad. Era evidente que Andrea no tenía ninguna vocación de mujer moderna, ningún proyecto personal para sí misma con independencia del de criar su prole. Pero era más sentimental que Jacobo. Andrea defendió la posición de su madre en unos términos muy teóricos pero que no dejaban de ser adecuados:

– Ser madre es una necesidad de las mujeres, de casi todas las mujeres, yo creo. Una vez que los hijos están criados, sin embargo, una mujer puede sentir que quiere realizarse a sí misma después. Mi madre es muy inteligente, muy práctica. Nos quería a su manera, esa manera individualista, europea, de la clase social alta. Los hijos se cuidan solos. Hay la maternidad mediterránea, yo soy una madre mediterránea, a cuestas con los potitos y los colegios. Mi madre es una europea rica que delega en las nurses. A mí me parece bien. Y mi madre era fascinante cuando éramos pequeños, Angélica. Eso no debes olvidarlo. Viajábamos mucho con ella y con mi padre. Íbamos a encontrarnos con ella nosotros tres y mi padre en Roma y en Londres y en Orlando. Recuerdo el viaje a Orlando a ver Disneyland, fue estupendo. Era una mujer enérgica y alegre, y ahora está enferma.

Cuando por fin la muerte hizo presa de Matilda, Andrea fue de los tres hermanos la que más apenada pareció. No pudo acercarse al lecho de la moribunda más que sus hermanos, pero no pareció resentir eso demasiado. Angélica tenía la sensación de que hacer la voluntad de Matilda era más importante para sus hijos y allegados que cualquier iniciativa propia que difiriese de esa voluntad. Matilda no admitía en torno suyo, especialmente al final, voluntades más fuertes o distintas a la suya. En cierto modo, esto era escandaloso visto desde fuera. Visto desde dentro, desde la propia familia, parecía lo natural.

Entre Andrea y Angélica se estableció por entonces una curiosa relación materno-filial: Angélica era la mayor pero, carente de hijos, conservaba un aire de soltería, una ligereza adolescente que, en cambio, se había visto sustituida en Andrea por una cierta gravedad de matrona, no obstante ser Andrea la más joven. A Andrea le parecía que su cuñada era más inteligente que ella misma, pero en cambio menos práctica, menos sensata, más irreal, a consecuencia, precisamente de no haber tenido hijos propios. Así que ambas mujeres establecieron una amistad que podía considerarse como una protección invertida: la más joven protegía a la mayor en los asuntos cotidianos mientras que la mayor proporcionaba a la más joven una cultura general:

Angélica estaba al tanto de los libros que se publicaban las exposiciones de pintura moderna y contemporánea, las conferencias de la Fundación Juan March, los ciclos de música de cámara norteamericana, el expresionismo alemán. Incluso los debates de las feministas entraron a formar parte de la conversación de Andrea por influencia de Angélica. Incluso El segundo sexo de la Beauvoir entró a formar parte de su repertorio ideológico, bien que de una forma muy reducida y disminuida. Tras la muerte de Matilda, hubo una diáspora exagerada sobre todo por parte de Fernandito, que apenas veía a sus hermanos, y de Juan Campos, que apenas se dejaba ver. Los dos matrimonios, que se veían con más frecuencia, también dejaron de verse, como si les faltara materia que debatir una vez fallecida Matilda. De hecho, la reunión en el Asubio con motivo de este último puente de Difuntos fue fruto de la casualidad. Cada una de las dos parejas decidió por su cuenta llegarse al Asubio. Una vez allí, ambas, cada cual por su lado, se sintió reconfortada con la presencia de la otra. Y así fue como Angélica y Andrea continuaron su relación materno filial y a la vez de profesora-alumna. Así que cuando Angélica puso de relieve su preocupación por el aparente ensimismamiento y soledad en que vivía Juan Campos no le fue difícil persuadir a Andrea de quedarse algo más de tiempo con ella para supervisar la situación potencialmente explosiva en opinión de Angélica.

Angélica, sin embargo, ha hecho una reserva mental: ha decidido no explicitar ni detallar delante de Andrea lo que sospecha que ocurre con Fernandito. En realidad, Angélica considera que ésta es su gran baza: su gran momento, su gran juego: estas expresiones bailotean en la conciencia de Angélica como saltimbanquis. Recuerdan un poco a los dos jóvenes que en El Castillo de Kafka confieren un aire procaz, cómico, irreflexivo a la suerte del agrimensor. No son personajes, sólo conceptos bulbosos, nociones proliferantes, intuiciones que a medias la realidad confirma y a medias desconfirma. ¿Hay acaso un juego en juego? ¿Tiene quizá Angélica que hacer una apuesta pascaliana acerca de la existencia o la seriedad de algo terrible que ocurre en la casa, acerca, supongamos, de la posibilidad de la aparición repentina de un dios o un diablo en la escena? Por otra parte, ¿a qué se mete Angélica en este lío familiar? Ha dado Angélica por supuesto que existe una situación familiar liosa, aunque no puede darse ni siquiera a sí misma detalles precisos de la complicación. ¿No lo está inventando todo? Angélica fue una universitaria lista. Sintió sincera curiosidad por ciertos aspectos de la vida política y cultural. Se da cuenta de que su posición en esta casa es extraña. No obstante ser esposa del hijo mayor, nunca le hizo Matilda el menor caso. Se siente como la governess de The Turn of the Screw. El entrecruzamiento en la persona de Angélica de figuras literarias y proyectos propios es siempre semicómico. Se siente al borde de una visión y se pregunta: ¿estoy viendo lo que veo, o estoy provocándolo? En última instancia, sin embargo -tanto si lo ve como si lo inventa-, está siendo protagonista de un acontecimiento único. Por fin su matrimonio está dando de sí lo que no dio desde un principio y nunca pareció ir a dar. Ha sido necesaria la muerte de Matilda, la retirada al Asubio de Juan Campos, la presencia de Fernando Campos en el Asubio abandonando su puesto de trabajo en Madrid. Al final, sin embargo, florece la situación con la viscosidad de una gran berza: grandes hojas situacionales se extienden por todas partes, surcadas por lumiacos y gusanas: imágenes horticulturales un poco repulsivas le parecen a Angélica expresivas ahora de la situación que ante ella se extiende como las gigantes hojas blanquiverdes de las berzas de asa de cántaro. Y todo esto no puede compartirlo por completo con Andrea porque el quid de la cuestión es Fernandito. Angélica ha decidido que toda la extrañeza de la situación familiar de los Campos, incluyen dolos a todos, se concentra ahora en Fernandito como en un agujero negro: Fernandito chupa y rechupa toda la energía de la familia. Esto no tendría por qué ser malo ni bueno, pero hay algo no científico, sino mitopoético en el concepto de agujero negro, que arrastra la imaginación de Angélica. Lo mismo que la muerte de Matilda queda inacabada en esta casa -piensa Angélica-y así Fernandito representa el inacabado sumidero de esta familia, su significación postulada e irrealizable, su negación de su negación, su hundimiento. Y tiene que haber un hundimiento -entrevé Angélica- aunque sólo sea para sobrecompensar el desdén con que fue tratada ella por todos ellos, incluido su propio esposo. Al pensar estas cosas se siente aviesa y mala. Pero se siente, ante todo y sobre todo, en lo cierto. Sentirse en lo cierto es como una ebriedad que embarga ahora a Angélica todo el tiempo y que le permite disimular con Andrea el verdadero filo de sus intenciones y contemporizar durante los almuerzos y las cenas con las insulsas conversaciones monosilábicas de Juan Campos o con los acerbos comentarios de Fernandito, cuando Fernandito se digna aparecer por la casa. El tiempo vuela y no sucede nada. ¿Y si no pasara nada? Al fin y al cabo no podrá prolongar Angélicas ni por supuesto tampoco Andrea, su estancia en el Asubio por tiempo indefinido. Algo tendrá que suceder de hoy a mañana, o mañana, o pasado mañana. O ahora o nunca si Angélica ha de tener razón, y ha de tenerla. Piensa mal y acertarás, Angélica -se dice Angélica a sí misma.

XVI

Juan Campos ha rehuido todo hacerse cargo de la situación. El Asubio, con sus días ventosos de contraventanas batientes, con la lluvia perpetua y la gran soledad del mar, su treno monótono, su profundidad metalúrgica, su indiferencia mortal, el embarrado cielo, el secreto, el fracaso, la totalidad inabarcable del Yo soy, la gran ciénaga del para-sí, le reconforta. En todo esto se adentra Juan Campos como en un laberinto hedónico: he aquí que se ha salvado, he aquí que se ha librado de la muerte, él es el gran testigo, el gran testimonio, el mártir. En lugar de correr aceleradamente hacia su muerte, Juan Campos se echa a un lado y se salva. ¡Dios! ¿Quién quiere morir, deshacerse, desprenderse de este mundo interpretado, repleto de significaciones jugosas? Juan Campos no desea morir. Ante él, ante Juan Campos, se extiende su propia vida como un territorio inefable, asubiado, como una gran disculpa, como una excusa. ¿Qué más hubiera podido hacer Juan Campos? Acurrucado en su butaca ante el fuego se siente bien, se siente vivo. Es sí mismo en una dulce ignorancia de sí. Se disfruta a sí mismo, se es, se desconoce. El muerto al hoyo, el vivo al bollo. Todos se confundieron. Juan Campos, sin embargo, no se confundió. Lee ahora los nuevos poemas de los jóvenes poetas de Valencia. Acaba de leer, por ejemplo: Recibe tu alrededor/como un amante. ¿No es esto maravilloso? Allá en Valencia, unos jóvenes editores y poetas han compuesto una revista sin nombres, no hay autores, sólo poemas sólo textos. Juan Campos les recibe gozosamente en su maravillosa casa del Asubio. Les lee, desconocidos, como él mismo se vive a sí mismo en la penumbra benéfica de su subjetividad pura.

¿Quién quiere morir? ¿Quién piensa en morir? Repite: Recibe tu alrededor / como un amante… Un libro de haikús abierto al azar, debe ofrecer, de inmediato, una percepción inesperada de alguna porción del mundo: un recodo secreto y, ahora, iluminado. Así, ahora Juan Campos se ve a sí mismo transformado en luciérnaga, en significación instantánea que emerge, reluce y desaparece: Yo soy, yo no soy. La secuencialidad de la existencia le parece vulgar, la atonía, la insignificancia de las grandes significaciones la esposa los hijos… Él se ha salvado, Juan Campos se ha salvado. La vida durará tantos años como duren estas iluminaciones, estos haikús repentinos. ¿Cómo se atreve Emilia a venirle con esta intensa violencia, este gusto mortal, este recuerdo de la muerte? Ha aborrecido a Emilia la otra tarde. La desvergüenza del dolor, la incuria del sufrimiento… Ella pretende ser la primera. Él es el primero y el último. No se asustará: no retrocederá ahora que ha logrado ileso, llegar al retiro: no dejará que un espurio sentimiento de culpabilidad procedente de la conciencia ajena, procedente por ejemplo de la conciencia de Antonio Vega, le perturbe. ¿Quién tiene derecho a juzgarle? Las cosas sucedieron por sí solas. La flor de la vida se abrió por sí sola. Juan Campos no pudo evitarlo. ¿Hubiera acaso, podido oponerse o incluso interferir en el despliegue gigantesco de Matilda, aquella gigantomaquia absurda de los negocios los viajes, las grandes ciudades, los centros financieros del mundo globalizado? Matilda no lo dudó, ni Juan Campos tampoco. Era preciso dar a cada cual lo suyo. Matilda obtuvo lo suyo, Y Juan Campos también. ¿Quién se atreve ahora a contabilizar las ganancias y las pérdidas de cada cual? La noche es inquietante, la lluvia es inquietante, el viento marítimo es inquietante, y el faro a lo lejos, imprevisto, inútil tal vez, es inquietante. En el profundo reducto de la conciencia de Juan Campos lo inquietante emerge como un amor imposible. ¡Bien! -se dice Juan Campos-, Matilda fue un amor imposible. No la amé todo lo que pude. Si la hubiera amado más aún, ¿la hubiera hecho más feliz? ¿Hubiera Matilda muerto más feliz si Juan Campos la hubiera amado más aún? Matilda tenía la medida de todas las cosas. Cuantificó el amor y el esfuerzo. No deseó ser amada más de la cuenta. Juan Campos hizo lo que pudo: la amó lo suficiente. Fue más bien Matilda quien no le amó lo suficiente a él. Ahora no puede Juan Campos emborronar este cuaderno de dibujos infantiles de la memoria. Aunque quisiera tachar el castillo y el guerrero medieval, emborronar la princesa y el unicornio y el centauro, no podría. Arrancar la hoja, echarla al fuego. Pero… ¿Y si se hubiera atrapado a sí mismo en una trampa tragicómica? Los ha engañado a todos. ¿Sí, o no? No debo pensar -piensa Juan Campos- con demasiado detalle aquello que podría herirme si lo pensara con todo detalle. No debe imaginar Juan Campos al detalle lo que le heriría si se presentara de pronto ante él, como un ladrón, un hooligan, un drogadicto en plena noche… Supongamos que de Lobreña viniera un joven cualquiera beodo, drogado, que necesita dinero urgentemente, e irrumpiera en esta habitación consoladora, rompiera los cristales (al fin y al cabo sólo un cristal, un cortinaje de terciopelo profundo, le separa de la intemperie)… Podría ser aquí asesinado, desvalijado. Está a salvo aquí porque le protegen Antonio Vega y Bonifacio y Balbanuz. Está a salvo porque Matilda ha muerto y ya no puede regresar y no puede reprocharle o increparle. De pronto siente miedo, tiene miedo. Puede llamar a Antonio por teléfono (hay una línea interna que comunica el departamento de Antonio y Emilia con el suyo…). Juan Campos se siente aterrado de pronto. Se ha asustado a sí mismo. Llama por teléfono a Antonio Vega. Es la una de la madrugada. Entra Antonio Vega. Juan Campos y Antonio Vega beben whisky con hielo al amor de la lumbre. Antonio Vega se limitó a decir por teléfono: Ahora voy. Juan Campos no dio explicaciones como es natural. Se limitó a murmurar: podrías venir un momento, si no estás acostado. Antonio Vega dijo: Ahora voy. Desde ese momento, el repentino terror se ha echado hacia atrás. Ha quedado debajo de la superficie de la conciencia de Juan Campos, que ha podido sumergirse de nuevo en los objetos tranquilos de su despacho, su cuarto de estar: ahora recibe su alrededor como un amante. Ahora, Antonio Vega llama a la puerta y entra. Se acabó. Antonio sirve el whisky, se mueve lentamente con su seguridad madura, su aplomo físico, su inocencia. Tantos años juntos, apenas ha envejecido, los dos miran el fuego. El hielo tintinea en los vasos y el rumor del viento afuera tintinea en los vasos también como una frase acertada, amable, consabida. Con Antonio, regresa la paz de la conciencia no objetivante: ahora Juan no se siente juzgado, ni desdoblado ni arrancado de sí mismo. No hay entre su conciencia de sí en este instante y la presencia de Antonio distancia alguna, resquicio por donde puedan colarse los actos de juicio, las miradas ajenas, los prójimos. En presencia de Antonio, Juan Campos se expande como el aroma de una taza de café, como el gratificante aroma de las tostadas en el tostador. Antonio -que no es de su familia- aleja la odiosa familiaridad judicativa de la familia Campos más allá de todo posible acercamiento, en las afueras acantiladas del jardín de la costa cantábrica, más allá de Lobreña, hacia el monte embriagado por la amarga niebla y el hedor de los colgadizos. Por un instante, Juan Campos piensa, teme, que Antonio le pregunte por qué le ha llamado. Sería, al fin y al cabo, una pregunta natural dada la desacostumbrada hora. Por un momento, considera Juan la posibilidad de inquirir -con una amabilidad de boca chica- si le ha despertado, si le incomoda ser llamado a tan altas horas de la noche. Si, sobre todo, no le resulta extraño que, una vez presente en la habitación, no parezca dispuesto Juan a dar explicación ninguna. Pero se detiene: no llega a formular siquiera esa posibilidad: la costumbre de estar juntos en silencio salva la situación. Antonio es aún, a sus cincuenta años, el joven que de joven respetaba el silencio del maestro de filosofía, del hombre reservado y profundo. ¿Será posible que Antonio Vega no sienta curiosidad ninguna ahora? Juan Campos se recoge sobre sí como un caracol. Cualquier pregunta, por discreta que sea, podría punzar la costumbre y deshacerla. El ritual del whisky -incluso a deshora-es muy antiguo entre ellos. Antonio se acostumbró al whisky con él. Y también al fuego de leños, las lámparas de pie, las pantallas de pergamino, las estancias confortables, las alfombras, los delicados objetos que en las estanterías se alinean mágicos entre los lomos de los libros. Las estancias de Juan Campos, en Madrid y en el Asubio, todas han dicho siempre: yo soy. Y débilmente también: tú eres yo ahora aquí conmigo. Nunca hubo quiebra en esta intimidad dual. ¿La hay ahora? Juan Campos no tiene intención ninguna de averiguarlo precisamente ahora. Así que la pregunta que de pronto Antonio Vega formula le explota en la cara:

– ¿Te encontrabas mal? Me asusté al oírte de pronto.

– Perdona, estaríais ya durmiendo.

– No, no. No es eso. Emilia apenas duerme estos días. Nos gusta estar acurrucados, qué sé yo. Ver la televisión un poco, sin fijarnos mucho. Es lo mejor del día, aunque no nos durmamos.

Demasiado largo. Demasiada Emilia. Demasiada precisión. Demasiada intimidad ajena. Demasiada distancia. Juan Campos ha sentido un escalofrío cálido, como un pronto iracundo. Bebe un sorbo de whisky. ¿Qué va a decir? Que Emilia no duerma estos días es una información agresiva. Tras lo de la otra tarde, de Emilia puede esperarse cualquier cosa, cualquier agresión. Emilia aparece de pronto ante Juan Campos como las larvas blancas que pululan repugnantes debajo de una piedra levantada al azar en el prado. En lugar de una piedra seca y lisa, ligeramente húmeda en su parte inferior, todo un estado larvario, blanquecino múltiple, peligroso vivo, Emilia insomne, acurrucada contra un Antonio adormilado, viendo sin ver la televisión que, por cierto, sólo se recibe a medias en el Asubio…

– Deberías llevarla al médico. Quizá un Diazepam administrado con prudencia a última hora de la tarde bastaría para salvar este bache… -La voz de Juan Campos es lenta y tranquila, la voz amable de un intelectual, de un hombre compasivo. Ambos miran al frente. El fuego es compasivo. Ahora los leños incandescentes enteros son como un corazón retórico en una estancia poética lejana, de un pintor holandés de interiores. Todo es limpio y tranquilo y el fuego es como un corazón benevolente.

– Ya, Diazepam. Lo malo es que la ansiedad de Emilia no es fisiológica del todo. Tú sabes qué es, Juan. Emilia ha sido siempre de constitución fuerte, equilibrada y fuerte, con gusto la llevaría al médico. Y a la vez odio pensar en médicos. Emilia no se merece que pensemos en médicos ahora, ni en pastillas. Lo que le pasa lo sabes tú igual que yo.

Otra vez el silencio. Esta vez la calidad del silencio es muy distinta. De pronto, Juan Campos siente las palabras que acaba de oír como una mirada que le mira distanciándole de sí. La confortable estancia se ha vuelto incómoda. El fuego tiene un resplandor cristalino que le hace sudar ligeramente y que no le abriga. Malestar.

– Lo siento muchísimo. La otra tarde encontré a Emilia muy mal. Confieso que no supe qué decirle… tiene que sobreponerse, es duro hablar así. Todos tenemos… -la voz suave de Juan Campos titubea y Juan, de reojo, observa a Antonio, que ha girado la cabeza y le mira fijamente. Es una sensación muy desagradable, muy definida. Se siente juzgado. Decide proseguir con el tópico que se le enreda en el fraseo como una culebra-… todos tendríamos, Antonio, que sobreponemos. Hemos tenido que hacerlo cada cual como ha podido al morir Matilda. El dolor es individual, incomunicable, de sobra lo sabes. Y la manifestación del dolor, el duelo de cada cual, es tan profundamente distinto en cada cual, que el consuelo resulta casi imposible, el duelo es aislante. La manifestación del dolor que siente cada cual aísla a todos los demás… Me temo que no estuve la otra tarde a la altura de las circunstancias, me temo…

– Emilia te necesita a ti esta vez, no a mí, Juan. -La voz de Antonio Vega, que ahora ha dejado de mirarle y contempla, entrecerrados los ojos, el fuego, es muy baja, muy joven. Recuerda al joven absurdamente inocente que llegó con Emilia, por invitación de Matilda, veinte años atrás al piso de Madrid de los Campos-. Tú eres el que sabes lo que hay que saber aquí y ahora, tú sabes el significado, todos los significados. Nosotros no. Emilia y yo no entendemos qué significa la muerte. Entendemos el amor y la vida y la devoción y la fidelidad y la pasión y la fidelidad -repite Antonio esta palabra como un ensalmo- pero no la muerte. Emilia no sabe qué hacer con la muerte de Matilda. Y yo no sé qué hacer con Emilia. Te corresponde a ti, Juan, nuestro maestro, nuestro único amigo, nuestro buen amigo, decirnos qué es qué. ¿Qué ha pasado? ¿Qué le ha ocurrido a Matilda? ¿Qué quiere decir que Matilda de pronto, en medio de la vida, se nos haya muerto…?

El temblor de la voz de Antonio Vega es tan intenso al final, tan conmovedor, tan sin agresión, tan puro que Juan Campos se vuelve a mirarle: Antonio Vega contempla el fuego fijamente, rígidamente y su rostro curtido, anguloso, tan joven todavía, inundado de lágrimas.

La rigidez de la posición de Antonio contribuye a dar la impresión de que se ha transformado en una cosa. Sí, su rostro húmedo aparece inundado de lágrimas, pero el rostro mismo, cosificado repentinamente ante la mirada de Juan, no expresa nada. Juan Campos acumula precipitadamente argumentaciones silenciosas, fragmentos de argumentos académicos, que le permitan no sentirse conmovido. Llega a preguntarse incluso: ¿llora porque está triste o está triste porque llora? A todo trance, la compasión debe ser clausurada. Si la compasión se abriera, ¿qué quedaría de Juan Campos? El asunto es grave o, mejor dicho, el asunto sería grave si la presente situación requiriera una decisión por parte de Juan, si tuviera que declarar que a partir de ahora se hará cargo de Emilia. ¿Qué podría significar una declaración así? ¿Cómo puede Juan Campos hacerse cargo de Emilia? Sería, bien mirado, una interferencia en la vida de pareja de Emilia y Antonio. La pena es comprensible. El duelo por Matilda también es asunto suyo: Juan Campos considera por un instante la posibilidad de recordar a Antonio que el primer doliente de este duelo es él mismo, el marido de Matilda. ¿O es que el agresivo duelo, la terca pena de Emilia, va, a estas alturas, a cuestionar el quién es quién de este grupo familiar? Porque se trata de un grupo familiar. Esto fue así desde un principio formaron un grupo familiar: una familia singular compuesta por dos parejas, una muy joven en aquel entonces, Emilia y Antonio, otra madura ya aunque joven todavía, Matilda Y Juan. Matilda aportó al grupo tres hijos. Juan aportó su serenidad, su complacencia su sentido común. Más aún, Juan aportó a aquel proyecto común de los cuatro la legitimidad más pura: Juan quiso que Matilda, con la asistencia personal de Emilia, desplegara sus grandes alas mundiales, su talento financiero, su iniciativa práctica su gracia, su sociabilidad, su brillantez. Juan quiso que nada se interpusiera en el desarrollo de esta mujer nueva, igual en todo al hombre, que debía verse libre de las bajunas tareas del hogar una vez que la procreación estaba satisfactoriamente cumplida. De la nurtura de la prole podían encargarse las sucesivas nurses y el propio Juan Campos -quien, por supuesto, se prestó desde un principio a alternar sus tareas académicas con la vigilancia de la casa y los hijos-. Todo fue posible porque Juan Campos lo hizo posible. Juan Campos, instantáneamente esta noche, se ha puesto en su sitio, se ha repuesto: si alguien ha sufrido, si alguien ha estado en el origen de la invención de Matilda y, a partir de Matilda, de Emilia y de todos los demás, ése es Juan Campos. En consecuencia, ¿a qué viene esta viscosa novedad dolorida de Emilia, esta viscosidad de un duelo excesivo? Y, sobre todo, cómo perdonar a su fiel Antonio este repentino alinearse con la esposa neurasténica que reclama para sí más parte de duelo del que legítimamente le corresponde? Esta expresión ridícula, el fiel Antonio, reanima a Juan Campos. Le parece que es la primera nota de humor que, siquiera mentalmente, ha logrado extraer de su incómoda situación. ¿No es humorístico, al fin y al cabo, que del extraño llanto que como una ráfaga de lluvia ha humedecido el rostro de Antonio Vega no quede ahora, al contemplarlo Campos de perfil, residuo alguno? Sólo una cierta rigidez: sólo percibe el hermoso perfil de Antonio, un hombre ahora hecho y derecho, moreno, huesudo, petrificado. Pero, sin duda, la dichosa expresión, ese su fiel Antonio, ha quedado ahí en la conciencia de Campos como una señal de tráfico temporalmente desfuncionalizada, dejada al azar en cualquier parte. La expresión fiel Antonio haría más adecuadamente referencia a un criado, a un servidor: a duras penas puede aplicarse a alguien que, como Antonio respecto de Juan o Emilia respecto de Matilda, ha formado parte tan íntima de la vida del matrimonio mayor. Claro está que han sido fieles: el propio Antonio Vega, de hecho, en su extraño monólogo de hace un rato, ha hecho referencia dos veces a la fidelidad. Ha conectado la fidelidad con la vida y ha esgrimido ambas cualidades frente a la muerte de Matilda, como quien propone una contradicción insalvable. Lo sorprendente es que, tras el prolongado silencio en que han permanecido los dos hombres en esta confortable estancia del Asubio iluminada por el fuego, lo único que Juan Campos acabe por considerar inasimilable sea la inmovilidad de Antonio Vega: tan grande es que, ahora que las lágrimas se han evaporado de su rostro, no parece haber llorado porque no se ha movido. Como si el llorar conllevase un implícito repertorio gestual que, inconscientemente, quien llora pone en juego para hacer ver que llora: así Juan Campos esperaba (quizá inconscientemente también) que el inesperado llanto de Antonio conllevase alguna clase de gesticulación complementaria, alguna frase o explicación, alguna señal inequívoca de que lloraba porque quería y no simplemente porque no podía evitarlo o porque las lágrimas se le escapaban como una ventosidad tras una mala digestión.

– Antonio, créeme, haré lo que pueda. Es que no sé si se puede hacer algo o no con Emilia, con nadie. No sé, de verdad, si somos accesibles al consuelo. A veces creo que no…

– No te entiendo, Juan. Eso que estás diciendo, ¿lo dices en general?, ¿es una teoría o algo así? Tendrás razón, supongo. Lo único que sé es que Emilia necesita ayuda y no pastillas ahora. Necesita hablar de Matilda y de su muerte y no basta conmigo por más que yo haga, por más que yo diga. Emilia y yo somos lo mismo. Emilia querría hablar contigo, oír lo que sea, que lo dijeras tú. Incluso algo terrible. Dile la verdad, lo que de verdad creas que es la muerte. Eso es mejor que nada. Emilia te necesita, es lo único que te digo esta noche. Y perdona el atrevimiento, resulta que tú querías verme a mí para lo que fuese y yo quería verte a ti para decirte lo que te he dicho… ¡Mira, ha sido una suerte que me llamaras esta noche!

«Bien, ¿y eso es todo?», ha estado a punto de preguntar Juan Campos. Pero se ha detenido en el último momento.

Desearía ser capaz de preguntar ahora si eso es todo. Si todo lo anterior es toda, una especie de resumen. Pero súbitamente le aterroriza la idea de que ese trivial, abstracto término todo lo embrolle todo, lo implique todo: le atemoriza la imagen de una espontánea metástasis de la totalidad implícita reactivando, más allá de una simple pregunta, toda una inabarcable situación. Porque, claro está -decide mentalmente Juan Campos-, que esas pocas frases de lamento, de súplica por Emilia que Antonio ha pronunciado en esta reunión improvisada son sinécdoque de una compleja situación -el proceso total del duelo por Matilda- que, lejos de circunscribirse al dolor de Emilia o a la angustia de Antonio por su mujer, alcanzan al propio Juan Campos. Más allá aún: alcanzan al proyecto inicial de las dos parejas veinte años atrás, de tal suerte que, con motivo de la totalidad punzada y de esas pocas frases de Antonio, el todo reabriera velozmente el pasado y el futuro a la vez, evocara no sólo las acciones observables exteriores, de los cuatro, sino también lo inobservable e interno de las intenciones de todos ellos, formuladas o informuladas, los éxitos y fracasos de estos últimos veinte años (que incluirían los fracasos vividos como éxitos y los éxitos vividos como fracasos). Si, por hipótesis, a la pregunta acerca de si lo hablado es todo lo que hay que hablar respondiera Antonio Vega negativamente, ¿qué ocurriría? ¿No aparecería la totalidad entera, en toda su contradicción, extendiéndose a los detalles turbios de la enfermedad de Matilda, al violento rechazo de su muerte, a su agresividad final, a sus denuncias, sus insultos…? ¿No surgiría así el rencor, su rencor? ¿El rencor de quién? A estas altas horas de la noche no está Juan Campos en condiciones de omitir una referencia explícita (si bien, muda) a ese sentimiento desolador, el rencor, su rencor: el suyo propio, el de Juan Campos (el rencor de Matilda, si es que lo tuvo, puede ser puesto de momento entre paréntesis). Ese rencor que a poco que Juan hurgue en sí mismo sabe que siente ahora y que sintió entonces: siente que siente un secreto rencor -quizá injustificable- contra Matilda, contra su amada esposa.

Antonio Vega, que ha terminado su whisky hace rato, se incorpora. Es evidente que desea irse. Juan se alegra de que se vaya. Pero finge retenerle un instante.

– ¿Te vas ya? Tómate una última copa conmigo. -Es la voz amable que Antonio reconoce de toda la vida. Se acomoda en su sillón otra vez. Pero rechaza la bebida.

– Preferiría irme ya si no hay nada más, nada urgente. De nuevo, discúlpanos a los dos, a Emilia y a mí, que, sin mala voluntad, quizá te estemos agobiando…

– Oh, no, nada de eso! -La voz de Juan Campos es ahora admirable, amable, está otra vez en su sitio, la cotidianidad, la costumbre, la fidelidad de este joven Antonio, tan joven aún a pesar de sus cincuenta años cumplidos, todo lo que significó la compañía de Antonio, la imagen embellecida que Juan Campos pudo hacerse de sí mismo mientras educaba a este joven. Todo, absolutamente todo, lo fácil, lo tranquilo, lo pedagógico, lo indiscutible, rebrilla ahora como una ilusión amorosa: no hay nada que temer ahora. Todo el orden convencional del mundo de Juan Campos, todas las sabias medidas y artilugios ingeniosamente dispuestos a lo largo de los años para que nunca haya quiebras o fealdad, ahora aparecen en su lugar de nuevo como criaturas afirmativas, como éxitos indudables, como bienestar merecido. Antonio se va, desea irse. Pide disculpas. No ha hecho referencia a la totalidad envenenada e inabarcable que por un momento Juan Campos temió que reventara sobre ellos dos como una hemorragia, una metátasis irreducible. No ha pasado nada.

XVII

Los túneles y las norias del hámster. Fernandito, el hámster. Fernando Campos prolonga su estancia en el Asubio tercamente, tratando de darse a sí mismo una finalidad, sin dar con ella. Todo el círculo completo de la noria lo ha recorrido en una semana, en menos tiempo. El resentimiento contra el padre, el amor al padre, el enternecimiento y la detestación, la huida del hogar paterno y el refugio en casa de Boni y de Balbi, el amor carnal, tan dulce siempre, de Emeterio, el dejarse querer, el fingir que no siente los celos que siente por la novia de Emeterio. La conversación con Antonio Vega, el cariño de Antonio Vega, el cariño por Antonio Vega, las conversaciones con los hermanos, los sobrinos. La finalidad… ¿qué hace aquí, para qué está aquí Fernandito el hámster? Sucede, en efecto, que lleva ya unos quince días en el Asubio: examinada su situación desde fuera, resulta ridícula. Y Fernandito es extraordinariamente sensible al ridículo: en esto es muy español Fernando Campos. El ímpetu del Porsche cruzando los seiscientos kilómetros entre Madrid y Lobreña, la súbita llegada sin avisar al Asubio: salida de caballo andaluz. ¿Y ahora, qué? ¿Parada de burro manchego? También Fernando Campos -como Angélica- cree que algo tiene que pasar. A diferencia de Angélica, que se limita a regodearse en la posibilidad, de momento no confirmada, de un desastre, Fernandito sospecha que algo grave ha sucedido ya, porque siente en su propio corazón que ya ha sucedido lo más grave y que por eso está él aquí, dispuesto a pedir cuentas a su padre. El asunto es que lo sucedido, sea lo que sea, no acaba de cobrar del todo un perfil inequívoco. No es sólo lo más grave que Fernandito no se sintiera amado. ¿O era eso lo más grave? Se sintió amado antes y desamado después. Hubo un antes y un después que Fernando Campos sitúa más o menos al acabarse el bachillerato: hasta los dieciséis él era el preferido de su padre. Fueron los años brillantes del amor paterno. En esta agobiante ronda circulatoria de Fernandito, el hámster, estos días, hay a ratos una melancolía ratonil que es verdadera y que apenaría sinceramente a Antonio Vega si Fernandito lo confesara: fueron los años gloriosos de la primera juventud de Fernandito y también de la colaboración pedagógica de Antonio y Juan Campos. Se sentían integrados todos los niños, jóvenes ya, Andrea, Jacobo, Fernando, Emeterio, en un programa definido y alegre, en una gran ruta aventurera: se sentían bucaneros y aviadores y montañeros y lectores de libros y escritores de libros las tardes de lluvia. El pequeño núcleo de melancolía que es como una almendra y que Fernandito roe como un hámster deteniendo su noria, es aquel momento de adivinación, de intensa preparación, en el cual, cada uno de los cuatro, también Emeterio, tenía un destino confuso y brillante preparado al final de la adolescencia. Antonio Vega creía en ese destino y fue el estupendo sherpa de todos ellos. Y Juan Campos era el alto coronel del regimiento de los lanceros bengalíes, el impresionante jefe indio águila blanca, el novelado padre, el sabio padre. ¿Quién aflojó primero la atención necesaria que mantenía en pie toda la dulce atención juvenil que hubiera podido durar meses y meses, años y años, la vida entera de todos ellos? Hay algo inmortalmente dulce y fuerte en la imagen paterna. Ni siquiera es necesario que el padre haga grandes cosas. Basta con que esté ahí y sea accesible en su distancia encantada, en su profundidad narrada, novelada, poetizada. Una vez pasada la juventud, una vez adentrados en la madurez, un padre que ha tenido esas características para los hijos no se deshace nunca. Así que la almendra de melancolía que a ratos roe Fernandito en su noria es realmente conmovedora. Pero todo se vino abajo después, todo el antes se desplomó en el después súbitamente O al revés, todo el después se desplomó sobre el antes nihilizándolo, volviéndolo variable, discutible, modificable, interpretable. Andrea y Jacobo, que eran criaturas más sencillas, se divirtieron casándose, escalando puestos en el banco Jacobo, teniendo hijos Andrea… Pero Fernandito no podía seguirles por esa vía de la normalización, la igualación, la socialización. El gran orgullo de ser único, original, atrevido, descarado, pícaro, avispado, hábil, alegre, imagen de Matilda, todo eso funcionó a la vez como un inmenso logro brumoso, logrado ya antes de lograrse, obtenido como un premio mucho antes de obtenerse. Y este premio inmaduro, este logro irrealmente logrado, que, en esencia, consistía en volver a Fernandito intensamente consciente de sí mismo, como un Único resplandeciente a quien su padre amaba, aisló a Fernandito en un yo soy que aún no era, en un yo que, habiendo de ser en el futuro, se veía sometido al mismo coeficiente de adversidad de todos los mortales y muy en especial de la vida Contingente que se inicia pasada la primera juventud. Se trataba de guardar el germinal pasado como un manantial incesante que refluía del pasado al futuro y del futuro al pasado en una circulación venturosa Entonces Juan Campos abandonó a su hijo pequeño. ¿Fue Juan Campos consciente de que abandonaba a su hijo? No hubo, ciertamente, escenas dramáticas. No hubo ninguna ruptura visible. Sólo un aflojamiento de la atención, un adelgazamiento del gozo. Dejó Juan Campos, de pronto -quizá sin darse cuenta del todo-, de interesarse por su hijo. Una vez iniciada la facultad, pareció incluso que el propio Fernandito se alegraba de librarse un poco de la atención paterna, que tan cálida había sentido durante su niñez y primera juventud. Dio la impresión -tan característica de los estudiantes de primero y segundo de facultad- de saberlo todo y creerse autosuficiente. La relación con Antonio Vega continuó fluida, tanto o más que en los años de bachillerato. En cambio, entre Juan y su hijo pequeño surgieron discusiones que procedían en gran parte de esa, en última instancia, inocente autosuficiencia del joven universitario, pero que Campos no parecía en condiciones de asimilar del todo. En el verano que iba de segundo a tercero de carrera, de pronto se estableció una barrera extraña: agresiones, injurias: Fernando acusó a su padre de ser un cenizo desinteresado de la realidad. Le acusó de no importarle nada nadie. Juan Campos no quiso discutir nada, dio la impresión de haber desaparecido. Se convirtió en un padre desencantado, quizá acobardado. Intervino Antonio Vega del modo más sencillo que podía. Le dijo:

– Fernando, tienes que hablar con tu padre.

– Y de qué?, no se entera de nada-declaró Fernandito.

– Eso no lo sabes tú. Tu padre es un sabio y un hombre de gran sensibilidad, tienes que hablar con él porque te quiere.

La conversación con Antonio conmovió a Fernandito. ¿No era ésta, al fin y al cabo, una prueba, una nueva prueba, un examen que separaba la sosa juventud primera de la nueva juventud, donde la niñez poco a poco se sumía, borrándose? Recordó incluso un texto de san Pablo, el principio de un texto de san Pablo: Cuando era niño jugaba a cosas de niño… Sólo recordaba ese comienzo, pero ahora ya no era un niño, ni siquiera un bachiller. Era un hombre mayor: los juegos de ahora tenían un carácter más fuerte: la vida resplandecía adelgazada, fibrosa: un arco tendido hacia el futuro. Por eso la sugerencia de Antonio le pareció magnífica: Hablaré con mi padre, le recuperaré, se dijo Fernandito. Era el final del verano de aquel segundo verano de la facultad. Fernando, a última hora de la tarde, entró en el despacho de su padre, que leía ante la chimenea, encendida ya porque había sido un día lluvioso, invernizo. Su padre levantó la cabeza. Fernandito dijo:

– Hay una cosa de mí que no sabes. Si quieres te la digo. Si no quieres, no.

Le impresionó ver a su padre en su sillón de costumbre, con el jersey de cuello alto que se ponía al atardecer. Sintió que le amaba. Sintió que todas las peleas precedentes de ese verano o del curso anterior eran bobadas. Sintió sin embargo, en ese mismo momento, que era verdad que su padre se había desviado, había desviado la atención desde Fernandito hacia otras cosas, hacia sus libros. Ésta era la gran ocasión de recuperar la atención paterna. Juan Campos alzó dulcemente la cabeza y contempló a su hijo. Parecía cansado, como alguien que ha dado una cabezada muy ligera y que se despierta de pronto. De hecho se frotó los ojos con la mano izquierda y preguntó vagamente:

– Y qué es lo que quieres decirme?

– Antes de que te lo cuente, tienes que quererlo oír. Tienes que decir: Quiero oír lo que quieres contarme. ¿Quieres oírlo o no quieres oírlo?

– Claro, por qué no. Cuéntame lo que quieras.

– Yo soy maricón. ¿Qué te parece?

– ¡Qué va, hombre, qué va! Qué vas a ser!

Fernandito no esperaba esta reacción. Era la única reacción que no esperaba: este tono ligero, como si hubiera declarado cualquier cosa insignificante: que quería ser torero o que acababa de enamorarse de una compañera del curso. La palabra maricón se le había apelotonado en la boca como un coágulo de sangre. No había otra palabra según Fernandito mejor para designar lo que quería que su padre supiera. Homosexual en comparación con maricón no valía un duro. Maricón era formidable, rotundo, peligroso, nuevo. Era un gran secreto revelado. Tenían que saltar chispas. Fernandito era un crío aún y, sin querer, una estética de cómic presidía su imaginación. De alguna manera esperaba que a su padre se le saltaran los ojos de las órbitas, que gritara un ¡Eso nunca! O quizá un melodramático ¡Hijo mío! Pero nunca ese ¡Qué va, hombre, qué va! ¡Qué vas a ser!

Matilda vivía aún cuando esto. Con Matilda no había problemas. Nunca tuvo problemas con su madre Fernandito, porque su madre le hacía sentirse vivo y guapo, lince y rápido como ella misma.

– No te quiero, mamá, no te quiero ni una pizca. Soy igual que tú, idénticos los dos. No te quiero ni una pizca ni tú a mí!

Y Matilda se echaba a reír y le revolvía el pelo y le decía que no sabía de qué hablaba. Y le decía que le quería con un amor electrizante y no con un amor vacuno.

– Nosotros somos veloces guepardos, Fernando. Nos queremos a ciento diez kilómetros por hora durante cincuenta metros consecutivos.

Y Fernandito luego preguntaba:

– Y luego qué?

– Luego nos vamos a comernos la joven cría de gacela al cubil, que hemos cazado entre los dos.

– Sí. Mami, sí. ¿Y qué nos pasa luego? A ver. Suponte que se nos escape la joven gacela, ¿entonces qué? Nos quedamos exhaustos tú y yo. Yo te he visto exhausta.

– Mentira, Fernandito, ¿cuándo me has visto tú a mí exhausta?

Fue terrible: una premonición desgarradora. Pocos años después Fernandito vio exhausta a su madre. Era una visión terrible: la intensa belleza mortal que acometió a Matilda a ojos de su hijo, cuando no podía levantarse ya, ni casi hablar, tumbada en el sofá sin querer ver a nadie, sólo a Emilia. Entonces supo que la amaba y, una vez más, sintió aquel electrizado amor, electrizante, que procedía de un sentimiento de identificación muy profundo. Era un sentimiento complejo, que Fernandito no logró analizar en vida de su madre y que, tras morir su madre, se le quedó ahí como una imagen congelada, un relampagueo inmóvil, una corazonada instantánea, un aliento divino y mortal. Y pensaba Fernandito, a la vez que se iba a su cuarto a llorar, porque Matilda no quería que nadie la viera, ni siquiera sus hijos, en aquel estado, que aquello no era amor maternal, materno-filial, era un amor descarnado, de guepardo, de criatura que existe en un fulgurante ahora y que desaparece dejando sólo la melancolía de su paso, su aceleración, su fracaso. Nunca tuvo ocasión, realmente, Fernandito, de hablar con calma de estas cosas con Matilda. Decirle que no la quería ni una pizca era tirarle de la lengua. Pero Matilda no caía en esa trampa: tendía a reírse y hacer reír a Fernando. La imagen del guepardo era sólo una de las imágenes que se le ocurrían. El amor maternal creyó Fernando encontrarlo en su padre y en Antonio Vega. El Fernandito niño y adolescente amó golosamente a su padre como los niños y los adolescentes aman la rutina de sus juegos y de su casa familiar. Por eso, cuando Fernandito, casi inocentemente, se distanció del amor paterno (casi parecía obligatorio, si uno era universitario, distanciarse de las amorosas rutinas familiares, fingir que le resultaban casi cargantes), se sintió abandonado y aislado como nunca se había sentido con ocasión de las ausencias de Matilda. Su madre y él se querían a gran velocidad, y Fernandito contaba con que, transcurridos los instantes de intenso afecto -que eran generalmente también instantes de gran comicidad y explosiva alegría entre los dos-, era natural que madre e hijo se distanciaran. La distancia física no les distanciaba. Al distanciarse de su padre, en cambio, y sobre todo al sentir que su padre le desatendía, se ensimismaba en sus libros, Fernandito sintió el distanciamiento como una herida mortal. Estaba, claro, Antonio Vega, pero Antonio Vega no era su padre. La amistad con Antonio era importante, pero el distanciamiento del padre, que creció al morir Matilda, hizo que Fernandito se sintiera menospreciado, abandonado. Deseó vengarse, por eso estaba ahora en el Asubio: para vengarse. Cuando, aún en vida de Matilda, declaró a su padre, como quien escupe o pega una patada o una bofetada, que era maricón, la intención de Fernando Campos fue rescatar la atención paterna, conmovido por las observaciones de Antonio Vega mencionadas más arriba. Creyó ingenuamente que, semejante declaración, la palabra gruesa, el escándalo, conmovería a su padre. Y no percibió ninguna reacción. El ¡qué vas a ser! no estaba pensado para tranquilizar, ni siquiera para oponerse a esa idea. Significaba que Juan Campos no tomaba a su hijo en serio, ni en eso ni en nada. La conversación prosiguió, como es natural, algo más, porque Fernandito preguntó:

– Qué pasa contigo? ¿No te sorprende? ¿Es que lo sospechabas? ¿Lo sabías ya?

– No me sorprende porque no me parece grave. Es una fase. Todos los jóvenes pasáis por una fase de inseguridad erótica. Es bastante natural. No tiene importancia.

Ése fue el momento en que, por primera vez, Fernandito sintió una intensa antipatía por su padre: la antipatía y el recuerdo del amor que había sentido por él se entrecruzaron en la conciencia de Fernandito. Y no lograba saber qué significaba aquel entrecruzamiento que determinaba una intensa reacción afectiva sin concepto. Se sintió desilusionado, se sintió furioso: sintió que había ofrecido su verdad más profunda, su alma, y en lugar de atraer al padre, fascinarle, todo seguía igual. Es curioso que ese momento determinase la primera herida narcisística que Fernando Campos experimentó en su vida. Estaba de pie frente a su padre, seguía de pie. Casi cualquier solución, cualquier iniciativa paterna hubiera sido suficiente, un simple: Siéntate y hablamos del asunto. Incluso una repetición de lo que acababa de decir, algo más detallado, expresado con una viveza mayor, hubiera bastado para prolongar la conversación, la convivencia. Fernando no tenía más expectativa en aquel momento que conmover o escandalizar a su padre, y lo que de hecho tenía ante los ojos era un hombre cómodamente instalado en su sillón, que miraba de vez en cuando el libro que tenía sobre las piernas, cerraba los ojos y daba la impresión de querer despedirle. Fernando Campos sintió que quería marcharse y a la vez que irse, sin añadir algo más, equivalía a una retirada vergonzante. Pensó: si me voy ahora, sin exigirle nada, sin sonsacarle nada, nunca jamás podremos hablar mi padre y yo. Así que dijo:

– Bueno. Me largo. Ya veo que te da igual. Te interesará quizá saber que me acuesto con Emeterio. Llevamos así mucho tiempo. Nos damos por el culo. Y esto te lo digo para tenerte informado. No volveré a hablar del asunto contigo nunca más.

– Como quieras -murmuró Juan Campos-. Haz lo que quieras: vete o quédate. A mí no me parece grave. Lamento no haberme emocionado, si es eso lo que te preocupa. Es una fase. Dentro de unos años, ya veremos.

– Dentro de unos años -repitió Fernandito- ya veremos. Sí.

Abandonó la habitación. Se sintió realmente descompuesto al salir. No sabía qué hacer. Pensó: le contaré a mi madre lo que ha pasado. Denunciaré a este hijo de puta ante mi madre y ante todos: se lo diré a mi madre, se lo diré a Emeterio. Una vez fuera del despacho, la rabia le ocupó como un dolor de estómago: le hubiera gustado llorar o dar gritos o volver a entrar en la habitación e insultar a su padre. Pero se limitó a entrar en su cuarto y tumbarse en la cama y permanecer allí despierto hasta la madrugada. No había sucedido nada. Aquella negación que procedía de su padre vitrificó la conciencia de Fernandito. Emeterio le notó muy extraño al día siguiente, y sobre todo Antonio le notó raro y distante. La enfermedad de Matilda explotó después. Fernando y su padre no volvieron a referirse a este asunto nunca más.

XVIII

Fernando Campos echó de menos los tópicos en aquella ocasión. Una reacción paterna convencional le hubiera disgustado menos. Había elegido la forma más explosiva para expresarse, el término maricón, lo más exagerado: el resultado fue nulo: no hubo reacción, ni siquiera reacción convencional. Juan Campos se limitó a disolver la violencia declarativa de su hijo en una incredulidad que al chico le pareció acomodaticia, comodona, pasiva. Hubo, debe reconocerse, una cierta inconsecuencia en la reacción del chico. En cierto modo no estaba autorizado a esperar una reacción distinta de su padre: era parte esencial de la educación de los jóvenes Campos el rebajar la emotividad: esa rebaja se había practicado en la casa desde niños. Fue, sin duda, una influencia de la educación anglosajona de Matilda Turpin. Frente al sentimentalismo, al ternurismo, un tanto ridículo, de las madres españolas, los continuos besos y abrazos, los «tesoro mío» y demás, en casa de los Campos se practicaba una afectividad rebajada. Esta rebaja corría paralela a la alteración sistemática de los papeles tradicionalmente atribuidos al padre ya la madre. Dado que la ejecutiva era Matilda, y -contra el tópico- era el padre el que se quedaba en casa, el contemplativo, hubo desde un principio una necesidad pedagógica de invertir las imágenes de los papeles correspondientes a cada cual. A esto se añadía la presencia benevolente de Antonio Vega, que cumplió durante toda la niñez y adolescencia de los chicos un curioso papel multiforme, paterno-maternal, que integraba las nociones de jefe de filas, capo de la banda, capitán del equipo, paño de lágrimas, hermano mayor… Era Antonio quien de verdad estaba siempre en casa, quien estaba pendiente, quien les acompañó al colegio de pequeños, les ayudó a repasar las lecciones y los exámenes. Así que a él se le protestaba, se le discutía, se le lloraba, se le besuqueaba, se le obedecía o desobedecía. La reacción de Juan Campos, su no-reacción, fue, después de todo, una reacción característicamente familiar que Fernandito debía automáticamente haber entendido. ¿Por qué no la entendió? ¿Y por qué, tras considerar si contárselo a su madre, decidió no hacerlo? ¿Por qué Fernandito decidió no contar a su madre que era maricón? O, dada la peculiar atmósfera de la casa, ¿por qué no decírselo a Antonio Vega, como tantas otras cosas?

Fernando Campos recuerda estas cosas ahora. La escena con su padre se hundió pronto en el desconcierto del cáncer de Matilda. La enfermedad no unió entre sí a los Campos, aisló a cada cual consigo mismo, al desmoronarse la energía materna que incluso a distancia les unificaba, sustituida ahora por la enfermedad. Fue significativo que Matilda no quisiera dejarse ver. Quizá este rechazo a aparecer enferma ante sus hijos fue lo más perturbador para Fernandito. Andrea y Jacobo lo aceptaron más fácilmente: son cosas de mamá, siempre ha decidido cómo ha de hacerse todo, y ahora también. En cambio, Fernandito recordaba la alegría materna, la gracia, el sentido del humor, echaba eso de menos. Su madre le dejó entrar a la habitación donde pasaba el día antes de ir al hospital en un par de ocasiones. Estaba muy delgada, se había arreglado con mucho cuidado, parecía muy cansada. El sentimiento de extrañeza era tan fuerte que Fernandito, que era habitualmente un conversador locuaz, apenas pudo articular palabra. Fueron visitas muy breves. En las dos ocasiones estuvieron presentes Juan Campos y Emilia. En la segunda ocasión, Antonio Vega acompañó a Fernando esperándole en la sala. Luego dieron un paseo por Madrid los dos juntos. El volumen de la enfermedad ocupaba todo el espacio de la conciencia: la delgadez extrema, la voz apagada, la lentitud de los gestos. Quizá para recibir a su hijo Matilda había tomado algún calmante, tal vez morfina. Fue desolador. Y fue como si se cumpliera aquella premonición de que alguna vez habrían de hallarse exhaustos el uno frente al otro. Matilda era ahora el guepardo exhausto que apenas reacciona cuando el cazador le empuja después de haber recorrido, como una exhalación, sus cincuenta metros a ciento cincuenta kilómetros por hora. Antes de aquello, sin embargo, ¿por qué no refirió a su madre lo de la dichosa homosexualidad, si tanto le preocupaba? Fernando decidió por entonces (es decir, entre el momento de la fracasada conversación con su padre y el momento de aparecer la enfermedad de Matilda) que su propia homosexualidad le preocupaba muy poco y que el motivo por el cual decidió contárselo estrepitosamente a su padre había sido más la voluntad de hostilizarle que la búsqueda de apoyo o consejo. Decirle soy maricón fue como explotar un petardo a sus pies, como dejar caer una fuente de cristal en un suelo de losa. Fernandito reconoció que al hacer explotar aquel petardo se había apartado bruscamente de las costumbres de su casa, del estilo pedagógico de los Campos, para servirse de un tono hispánico, goyesco, de pintura negra: equivalente a decir maricón hubiera sido pintarse los labios o presentarse con tacones. Se trataba de llamar la atención, de hacer saltar del asiento al inmóvil padre incomprensible. Fernandito sospechó entonces que la inmovilidad paterna, su amable pasividad podía ser una gran máscara. Tras tanta impasibilidad, ¿qué se escondía?

Hubo en el exabrupto de Fernando Campos una mezcla escénica de súplica y agresión: fue como si, animado a dirigirse directamente a su padre por Antonio, hubiese Fernando repasado a gran velocidad la lista entera de sus recursos, sus posibles. Y eligió maricón como el disfraz más intrigante. Es cierto que Fernando tradujo mediante la palabra maricón un complejo estado de ánimo que incluía, por supuesto, sus agradables relaciones homoeróticas con Emeterio (que no habían tenido, sin embargo, prolongación ninguna en su vida universitaria) y que volcó sobre esa vivencia erótica una figura pública, un calificativo, un juicio social peyorativo, que le parecía resultón. La relación con Emeterio era muy estable aunque también discontinua a causa de la vida académica de Fernando. En esa discontinuidad había que incluir las novias provincianas de Emeterio que Fernando fingía ignorar y con quienes Emeterio mantenía relaciones profusas pero superficiales: Emeterio en esto hacía lo que se hacía en los grupos juveniles de Lobreña, todo el mundo ligaba los fines de semana. Entre ellos dos no se referían a su relaciones amorosas en término ninguno. Aquí era Fernando cuidadoso y Emeterio, en cambio, inocente. Ambos daban por supuesto que lo que hacían no requería explicaciones ante ellos mismos ni tampoco justificaciones ante los demás: estaban acostumbrados a ese interior afectivo de juego y experimentación corporal desde hacía años. Fernando sospechaba que una verbalización demasiado explícita del asunto hubiera perturbado a su compañero de juegos. Y Emeterio -quizá menos inocente, de hecho, de lo que parecía- aceptaba gustoso el vivirse los dos en la confianza gratificante del deseo sin necesidad de hablar de ello. Así que seleccionar la frase soy maricón para presentarse ante su padre después de un período de distanciamiento fue una argucia de Fernandito, un efecto buscado, equivalente en el fondo a aquel maravilloso efecto que Fernando, de crío, buscaba y obtenía al encaramarse de pronto en una roca puntiaguda al borde de la rompiente (tras haber observado que había profundidad de sobra para un cole) y exclamar ¡mira qué cole!, ante los temerosos ojos de Juan Campos o de Antonio y los demás hermanos. Lo que ocurrió fue que -a diferencia de la situación de la zambullida infantil que permitía al astuto Fernandito un previo cálculo de la peligrosidad del salto- Fernando se impresionó a sí mismo con su declaración: Fernando Campos fue el primer escandalizado por su propia frase. Había empleado un término vulgar, callejero que designaba, como Fernando sabía, un mundo turbio donde se entrecruzaban, carnavalescos, bujarras y nenazas, policías y drogatas, putas y putos: era, a sus ojos de entonces, un término insultante que desvelaba implosivamente toda suerte de vicios y maldades efectistas. Le pareció infalible. Tan infalible como arrojarse al mar desde una roca. En la situación del cole Fernandito sabía más o menos dónde se tiraba, aprovechaba el lomo creciente de la ola para ganar profundidad. En cambio, la profundidad paterna le desconcertó nada más entrar en la habitación. Su padre era un mar inmóvil, gris-azul, poderoso e inmóvil. Era como arrojarse al Cantábrico desde el bote o la motora una tarde de maganos. Daba miedo el anélido mar, gravemente ondeante y sin fondo. Daba miedo Juan Campos aquella tarde, sentado ante la chimenea y como dormido. Ya no era el buen padre distante pero afectuoso, interpretado siempre en los términos de alegre camaradería de Antonio Vega. Era ahora un solitario fondo marítimo, ondulado y temible. Por eso el exabrupto sonó terrible al propio Fernandito. Y por eso la reacción paterna, tan neutra, le enfureció tanto. No sabía, cuando abandonó el despacho, si su furia obedecía a sentirse engañado porque su padre era un mar somero que desvirtuaba el formidable cole del chaval o al revés, siendo un mar infinitamente profundo y arcaico, el cole del chico, en toda su peligrosidad, no había causado el más mínimo impacto. Nada más trancarse en su dormitorio, un pelotón agigantado de ocurrencias se apoderó de Fernandito y le rebotó dentro de la cabeza como en el interior de un frontón inmenso. ¿Por qué su padre estaba tan inmóvil, tanto que daba la impresión de no sentir ni padecer? ¿Por qué comparado con su padre era tan móvil su madre, tan fugaz, tan alegre? Y también tan distante como el padre, sin embargo. ¿Y por qué no hacer la misma prueba con la madre? ¿Por qué no someter a Matilda al mismo experimento teatral que acababa de neutralizar tan desconcertantemente Juan Campos? Hubo dos tiempos, pues, a partir de aquella tarde: todo el tiempo anterior, que era la niñez, y todo el tiempo posterior que se convirtió en un presente ambiguo e incómodo. Al cabo de un par de horas las cuatro paredes del dormitorio se le vinieron encima a Fernandito y fue en busca de Emeterio… para sentir su presencia y no contarle nada. Omitir lo sucedido era parte esencial de la conservación del mundo. Y, curiosamente, algo parecido ocurrió con Antonio, quien, más perspicaz, había inquirido acerca del estado de ánimo de Fernandito, que le pareció sombrío. También con Antonio omitir lo sucedido formaba parte de la estrategia de defensa y protección de Fernando Campos y su mundo. ¿Y Matilda? Matilda, como siempre, iba y venía o llamaba por teléfono. No resultaba ni más ni menos inaccesible que antes. Fernando sin embargo decidió protegerla a ella también a la vez que se protegía a sí mismo de la radiación extraña que, a su juicio, determinaba la inmovilidad paternal. Como si hubiese detonado un ingenio nuclear tras la fallida conversación con Juan Campos, su hijo le observó con una mezcla de hostilidad y temor. ¿Por qué estaba tan quieto? ¿Qué ocultaba en su silencio y su inmovilidad? Y una nueva pregunta surgió por entonces: ¿a quién de los dos, a mi padre o a mi madre, me parezco yo mismo más en el fondo? Fernando Campos se daba cuenta de que al hacer acerca de sí mismo una declaración como la que acababa de hacer ante su padre, no estaba proponiendo nada concreto: no estaba preguntando nada o exponiendo un problema o una dificultad: estaba sencillamente imponiéndose. Entonces se le ocurrió a Fernando que su reacción de aquella tarde tenía gran parecido con la actitud de su madre ante todos ellos y en especial ante su marido: también Matilda había impuesto, en opinión de Fernandito, mucho antes de que Fernandito y sus hermanos se dieran cuenta, un modo de vivir la familia que tenía muy poco en común con las familias españolas habituales. Muy pocas mujeres de la edad de Matilda estaban en condiciones de iniciar una brillante carrera económica como altas ejecutivas. E incluso dentro de las universitarias más cualificadas, ninguna tenía las posibilidades y conexiones económicas precisas para que un proyecto así saliera bien: mi madre, decidió Fernandito, y yo somos iguales: los dos hemos necesitado imponernos para no ahogarnos en este mar del tedio que es mi padre. Esta idea le sobrecogió y reanimó como nos revive de pronto una ocurrencia feliz, una hipótesis omnicomprensiva, que parece dar cuenta de pronto de todos los detalles de nuestras vidas. Entonces se le ocurrió -como una ocurrencia complementaria- que ahí sí que tenía un asunto que podía tratar con Antonio Vega sin necesidad de perturbar la calma, la deliciosa buena armonía de esa amistad.

– Tú crees, Antonio, que mi padre y mi madre estuvieron enamorados alguna vez? -Había hecho por encontrarse con Antonio en el garaje.

El garaje era ya entonces el lugar natural de Antonio Vega. Se había construido en una esquina una habitación que en un principio sirvió para guardar las herramientas del jardín a la cual se añadió luego un pequeño banco de carpintería, más tarde una mesa camilla que desecharon Boni y Balbi y que Antonio recubrió con un tapete portugués de colores vivos y por último instaló la salamandra, un estufón rectangular con un bonito tubo de humos pavonado que salía por un lateral del garaje. Este cuarto sustituyó al cuarto de jugar de los niños cuando los niños se hicieron mayores: era un sitio apto para la tertulia y rondas de Coca-Colas y cafés y cervecitas Mahou. Era un lugar delicioso que Fernando y Emeterio adoptaron en seguida como propio y que llamaban en recuerdo de los libros de Richmal Crompton y de Guillermo el cobertizo. Característico del ascendiente que Antonio tenía sobre los jóvenes y la confianza que inspiraba fue que reunirse allí fuese desde siempre una costumbre tranquilizadora para Emeterio y Fernando. Y ahí fue donde Fernandito lanzó como un complicado aparejo, como una historiada guadañeta de maganos, su pregunta acerca del enamoramiento de sus padres.

Mediante esta pregunta, Fernando pretendía comprenderlo todo acerca de su padre y de su madre sin comprometer nada propio, de momento al menos. No es que quisiera engañar a Antonio u obligarle a revelar secretos familiares: se trataba, efectivamente, de explorar, en compañía de Antonio, el misterio insondable de su casa. Porque a esto, en definitiva, había venido todo a parar: la explicación del mundo, la fascinación del mundo, la comprensión de sí mismo, incluido su amor por Emeterio y por su padre y por su madre y por Antonio, todo estaba ahí en la casa accesible, a la vista, al alcance de la mano, dado todo de una vez ante Fernandito y distanciado a la vez de Fernandito por la incomprensible estructura de la conciencia individual, su conciencia singular de tan difícil acceso a esa edad.

– ¿Y eso a qué viene? -Antonio hizo esta pregunta sonriendo. Fernando recuerda todavía cómo estaban sentados los dos, uno junto al otro, en un sofá destripado de dos plazas instalado frente a la salamandra. Antonio tenía las piernas estiradas apoyadas en un taburete de madera. Fernandito, al hacer la pregunta, recogió las piernas y se enderezó en su asiento. Este movimiento rápido del chico hizo que Antonio se volviera a mirarle. Hubo una pausa. Antonio vio al adolescente crecido transformado ya en un chico mayor tan delgado. Había heredado los rasgos nórdicos de su madre: los ojos claros, la estructura ósea del rostro y el pelo negro paterno. Era muy atractivo. Lo que más sorprendió a Antonio aquella tarde fue el aspecto contraído, tirante, del rostro aviejado. Antonio prosiguió entonces temiendo haber empleado un tono demasiado casual-: Quiero decir, que no entiendo tu pregunta. Está claro que tus padres se casaron enamorados y así han seguido. ¿Por qué preguntas eso?

– Es que no se parecen nada… -titubeando, repitió-: no se parecen.

– Claro que no! Por eso se complementaban bien, porque no se parecían. Sigo sin entenderte: parece como si quisieras decir que puesto que no se parecían no podían enamorarse uno de otro, eso sería una bobada.

– Supongo que sí.

– ¿Entonces?

– Fui a hablar con mi padre como tú querías. No sirvió de nada. Estaba como dormido.

– Pero, ¿qué hablasteis?

– No hablamos de nada, estaba como dormido -repitió Fernandito

Era el momento de contar lo de maricón. Fernando decidió no contarlo. Sintió de nuevo que entrarle a su padre de aquel modo no tenía la menor importancia, de pronto vio claramente que gracias a aquella ocurrencia agresiva había dado en el clavo: había puesto al descubierto lo que su padre no era o, quizá, lo que ninguno de los dos era, tampoco su madre: no se amaban: no amaban a sus hijos tampoco. Estaban todos, hijos y padres, en aquella casa fuera de juego, accidentalmente ligados entre sí por un plan de vida carente de significación. Fernandito sintió frío entonces y deseó no haber iniciado esta conversación con Antonio Vega, quien, a todas luces, no sabía por dónde andaba el chico.

– Si te fijas, Antonio, no tiene nada de raro. En esta casa nunca hablamos, como mucho hablamos tú y yo. Hablamos por parejas. Tú y yo, mi madre y yo, Emilia y tú…

– Tu padre y tu madre -sugirió Antonio.

– Es de suponer que hablarán entre ellos. La cosa es cuándo. Y de qué, ¿de qué hablan?

– Vamos a ver, Fernando. Estás poniéndote borde, ¡yo qué sé de qué hablan! No hace falta saberlo, además. Hablarán de tonterías como todos, ¿de qué crees que hablamos Emilia y yo?

– Vosotros os queréis.

– ¡Hombre, sí!

– Entonces no hace falta hablar.

De esta conversación se acuerdan los dos. Éste es un pasado que cada uno de los dos, Fernando y Antonio, han retenido y repetido en su memoria, alterándolo quizá pero en lo esencial preservándolo, con conciencia de su importancia y, sin embargo, sin poder decir por qué fue en su día importante. Esta conversación en el cobertizo tuvo para Fernando y Antonio la misma clase de consistencia insumergible -como un corcho que flota en el agua- que tuvo para Fernando la escena del exabrupto con su padre. En ambos casos, la sensación de que algo importante sucedía se combinó con la sensación de que el significado mismo, la importancia, no se clarificaba. Ambos tuvieron la impresión de que en sus vidas aquello había de contar más tarde, aun cuando el recuento diese, al suceder y también mucho después, una cifra borrosa. La conversación tuvo una prolongación que nítidamente interfirió con el sentido de lo importante para cada uno de los dos: para Antonio aquella pregunta de Fernando acerca de si sus padres se amaban fue una sorpresa: no se había dado cuenta hasta aquel momento de que su fidelidad y respeto por Juan y Matilda excluía casi por completo la crítica: dar por supuesto que se amaban, formaba parte integrante de la identidad afectiva, colectiva, en el interior de la cual Antonio había vivido todos aquellos años. No pudo responder a Fernando adecuadamente en el cobertizo en aquella ocasión, porque para hacerlo hubiera tenido que, en un abrir y cerrar de ojos, reexaminar todo el pasado común vivido en aquella familia. Y esto hubiera incluido un replanteamiento incluso de su relación con Emilia y de la relación de Emilia con Matilda. Era demasiada cantidad de memoria para reinterpretarla toda entera en un solo instante. Para Fernando, en cambio, la respuesta bienintencionada pero vaga de Antonio Vega supuso una confirmación del quebranto interior de su vida familiar que ya tenía decidido de antemano. El interés de Fernando Campos por su familia, por sus padres, aquella firme voluntad de no salir fuera y de examinar con lupa el interior de su interior, tenía, como a priori, la imagen de un quebranto: sus padres no se amaban y no amaban a sus hijos. Naturalmente, esta situación iba, a ojos de Fernandito, encarrilada por el estilo rebajado, frío e irónico de la familia: no era una tragedia estrepitosa, era un drama secreto y larvario. Y esta interpretación le complacía -no obstante su obvia terribilidad- porque venía a ser como una ocurrencia brillante: haber presupuesto el desamor familiar le complacía como nos complace descubrir una verdad o leer un poema certero. La satisfacción de dar con la verdad o con la expresión acertada es autosuficiente: paladeamos como estetas, lo terrible, en esa suspensión de las consecuencias de lo terrible que es propia de la experiencia estética. De aquella conversación sacó Fernando Campos una confirmación que también llevaba tiempo haciendo: se dio cuenta de la sinceridad del afecto que Antonio sentía por todos ellos, incluidos sus padres. Fue la percepción de esa sinceridad y de ese afecto lo que -por analogía con sus reservas al hablar con Emeterio- le impidió contar lo que de verdad había sucedido en la conversación con su padre. A toda costa, Antonio y Emeterio tenían que ser salvados del hundimiento de la familia Campos. Porque aquel Fernandito de veinte años era en gran parte todavía un crío que acababa de leer sobrecogido los relatos de Edgar Allan Poe y se vivía a sí mismo -al menos intermitentemente- como un enfermo y pálido héroe romántico encerrado en la mansión del desamor y la crueldad. La alegría estaba fuera de la casa, alegría era la vida en la facultad, era Emeterio y también la charla con Antonio. Y, curiosamente, alegría era también la relación con su madre, férreamente entresacada, eso sí, de la vida familiar. Lo bueno de Matilda a ojos de su hijo menor era que se prestaba, sin darse cuenta quizá, a un juego que el propio Fernandito denominaba amatorio: era como una novia agreste que iba y que venía, que aparecía y desaparecía, que le tomaba el pelo y que le hacía reír. Para Fernando Campos, la enfermedad de Matilda fue lo incomprensible mismo: un terror que superaba todos los terrores de los cuentos de terror de Edgar Allan Poe o de Bécquer. Todos los relatos anglosajones almacenados en su dormitorio, repletos de historias extrañas y ambiguas. La enfermedad de Matilda fue un disolvente espiritual puro que parecía no ir a dejar, una vez consumada, identidad ninguna para ninguno de ellos. De aquí que el extremado duelo de Emilia por Matilda (que Fernando Campos había comprendido con toda viveza a los pocos días de llegar al Asubio y acerca del cual tenía intención de hablar con Antonio) le pareciera más limpio y consolador, más próximo a la vigorosa personalidad de su difunta madre que aquella presencia retrotraída, acomodada, de Juan Campos.

Fernando recuerda estas cosas ahora con gran viveza, como si acabaran de suceder, no obstante haber tenido lugar varios años atrás y recuerda también cómo el contenido de este recuerdo se desplazó hacia abajo para hacer sitio a la voluminosa enfermedad y desaparición de su madre. Ahora, instalado en el Asubio -con lo que está cobrando la alargada figura de una provisionalidad extraña-, los recuerdos emergen de nuevo, en distintos grados de intensidad, lesividad, felicidad e infelicidad. Como si, involuntariamente, el propio Fernandito, al querer a toda costa permanecer en el Asubio cuando ya la excusa de la gripe tiene que haber dejado de ser verosímil en la oficina de Madrid, reinyectara presencialidad en los hundidos datos mnemónicos, como un buceador que rozando el fondo despierta los pecios sumidos en el sopor bituminoso y limoso del fondo y todo a la vez en su desfigurada presencia -ausencia- se deja ver de nuevo, incomprensible. De hecho, Fernando Campos ha tenido que telefonear ya un par de veces a su enlace en la oficina. No ha dado grandes explicaciones, está dispuesto a perder ese empleo si hace falta. Más aún, la posibilidad de perder el empleo al no justificar su ausencia durante un tiempo tan prolongado añade vigor a su presencia en la casa paterna. Y constituye, de paso, un exabrupto más, un acto real, como pegar una patada o un grito de pronto, que tendría que llamar la atención Paterna, si aún existiera en la viscosidad muda de Juan Campos algún resorte ejecutivo. Por eso los recuerdos de Fernando Campos se agrupan y reagrupan velozmente ahora, como adherencias súbitas, extractadas del fondo, líquenes pseudópodos que acompañan al buceador, al alzarse de nuevo, de un vigoroso talonazo, al aire celeste de la superficie.

Antonio Vega, en cambio, que conserva la situación del cobertizo en la memoria relativamente intacta, no la vive ahora como una experiencia mnemónica directa (sino sólo como parte de su profundo afecto por Fernandito) porque todo el espacio de su conciencia, todo el malestar y toda la memoria lo está ocupando Emilia.

XIX

Angélica ha pensado mucho todos estos días. La sensación de pensar y estar teniendo una experiencia es tan fuerte como un vendaval que no moviera, no obstante su desmesurada virulencia, ni una hoja. El Asubio está enteramente sumido en su norteña inexpresibilidad. El verde del jardín, los lentos árboles, la piedra de la casona, las rutinas de Bonifacio y Balbanuz allá abajo en su casita de guardeses o Emilia y sus ayudantas de cocina, confieren a todo el conjunto un aire semoviente de normalidad altoburguesa. Hay un vendaval dentro de Angélica que sulfura a la propia interesada haciéndola sentir y resentir y presentir mucho más de la cuenta o -quién sabe- quizá mucho menos de la cuenta porque la inmersión hermenéutica de Angélica en el Asubio ha traído consigo al mismo tiempo que un tornado una inmensa calma chicha. No sólo no ha pasado nada,

sino que a fuerza de esperar que sucediera algo gordo de un momento a otro, ha acabado Angélica cansándose muchísimo y poniéndose por fin sentimental. Se siente, una vez más, dejada a un lado, sólo que ahora ni siquiera hay la inminente muerte de un gran personaje en la familia para justificar la agitación, la depresión o el sentimentalismo.

Como si el ensimismamiento mórbido de Juan Campos fuese una sustancia pegajosa, una adormidera virtual, todos duermen o aparecen y desaparecen con un aire adormilado equivalente al color gris del cielo intransitivo y el flojo sirimiri. Y en el jardín, en los acantilados por donde Angélica con paso vigoroso luce sus apropiados outfits escoceses, hace buena temperatura: una como calidez humectante -el termómetro ha subido varios grados- que no casa con el ahora excesivo calor de la mansión donde todo el mundo sigue encendiendo chimeneas y sentándose en torno a camillas con braseros eléctricos y de alguna manera tiritando a contrapelo de Angélica que con gusto se pasearía por la casa en camisón o en shorts. Angélica, además, está comiendo mucho, casi demasiado. Da la impresión de que el muermo vigente en el Asubio se registra contrapuntísticamente en la cocina, de tal suerte que la comida principal, el almuerzo, es lento y, para los tiempos que corren, copioso. Hay una presencia semanal del cocido montañés y un intercalado de muy ricos y variados arroces con amayuelas o con rape, o las dos cosas, o con pollo, o con costillas adobadas. Casi sólo por cortesía al principio, Angélica se servía siempre una segunda vez. Esto ha ido creando un poco un hábito. Angélica se siente sumamente sorprendida, además: en realidad Angélica está teniendo ahora su primera oportunidad de convivir con los Campos diariamente. De recién casada visitaba el piso de Madrid a la hora del té casi siempre. La gastronomía era distinta entonces, más ligera. Más parecida al mundo de carnes frías y ensaladas de lechuga y tomate y pepino y de maíz que Angélica organiza en su casa de Madrid. ¿Qué puede haber pasado en la cocina? -se pregunta Angélica-. En el Asubio, la cocina estuvo siempre a cargo de Balbanuz con la supervisión remota de Matilda y próxima de Emilia cuando pasaban temporadas en el campo. Tras la muerte de Matilda y la decisión de retirarse al Asubio que tomó Juan Campos, acompañado de Emilia y de Antonio, los arreglos culinarios se limitaron a adaptar las costumbres estivales de toda la vida, con Balbanuz una vez más al frente de la cocina. Balbanuz era una espléndida cocinera de joven y siguió siéndolo una vez casada. Todo el mundo, Matilda la primera, ha elogiado siempre sus asados, su bechamel, sus arroces, su menestra de verduras, sus fritos variados. Emilia, que nunca comió mucho y que ahora apenas come, pero que considera obligación suya organizar eficazmente la casa, se guía por Balbanuz a la hora de confeccionar el menú de cada día. Y Balbanuz opina que, ya que los señores sólo hacen una comida fuerte al día, el almuerzo, hay que procurar que sea un almuerzo sustancioso. Y, en efecto, el punto de Balbanuz complace a todos, a Juan Campos en primer lugar, que es de buen diente, a Antonio y a los chicos cuando están. Este lado gastronómico del Asubio reproduce fases muy anteriores de las casas burguesas de la zona cuando los almuerzos se componían de tres platos como mínimo, aparte el postre. Y el asunto es que Angélica, que de recién casada deseando en lo posible imitar la imagen dinámica y delgada de su suegra se cuidaba mucho, ahora se ha abandonado un poco, especialmente esta temporada en el Asubio que, dada la monotonía de las vidas de toda la familia, y la tendencia de todos ellos a recluirse en sus asuntos o en sus cuartos, el almuerzo en común viene a ser la única distracción. Así que ahora por las tardes Angélica se siente repleta, acalorada y de vacío. Es como si Angélica se viera dividida entre dos mundos: su viejo mundo madrileño dietético con su rúbrica de alimentos crudos y este nuevo mundo tan satisfactorio de alimentos cocinados, de guisos y de salsas, que hacen sentirse a la vez a Angélica muy rellena y muy vacía, porque este segundo mundo de los guisos parece autosubsistente y carente de significación especial. Lo único que ha permanecido invariable es la relación con Andrea, que ha seguido siendo tan cordial como siempre: sólo que está a punto de acabarse porque Andrea, en vista de que no sucede nada en absoluto, lleva ya varios días de telefoneo incesante con su marido y con sus niños, y parece dispuesta a regresar a casa en cualquier momento. Tiene intención de viajar a Madrid en tren. Y así lo hará mañana por la tarde. Parecería natural que Angélica la acompañara, puesto que la idea fue quedarse en el Asubio para acompañar a la hija de la casa. Una curiosa insinuación verbal de Juan Campos, sin embargo, da pie para que Angélica se quede.

– No te vayas tú, Angélica, si no tienes que hacer nada urgentísimo en Madrid, que veo que te está sentando el campo bien y así tendremos un pretexto para que Jacobo venga a vernos los fines de semana -ha declarado Juan Campos a la hora del café uno de estos últimos días.

El tono de voz de Juan Campos ha sorprendido a Antonio Vega. Sí, es el tono amable del Juan Campos de siempre. Pero es un tono de voz que viene de otro tiempo. Antonio tiene la impresión de que Juan Campos habla desde un tiempo muy anterior al tiempo presente: es la voz familiar, sin duda. Pero la referencia a que el campo está sentando bien a Angélica es demasiado personal, considerada, para el tono genérico y apagado del Juan Campos ensimismado y monosilábico de los últimos tiempos. Es como si de pronto, tras una larga convalecencia, Juan se sintiera mejor y alzara la cabeza y contemplara a su nuera con una nueva simpatía.

Y sorprende a Antonio Vega sentirse sorprendido por esto -que desde cualquier punto de vista es una buena noticia, puesto que de confirmarse el nuevo tono, significaría que por fin ha abandonado Juan su reticencia-: es como si hubiera Antonio descontado ya la integración de Juan en la vida normal, en el trato considerado y amable con la gente de su casa y le hubiera condenado a su reino sombrío. ¡Se avergüenza Antonio de haber en su interior condenado tan deprisa a Juan a quien conoce tan bien de tantos años! Esa tarde no está Fernandito en la casa. Nadie, excepto Antonio, ha reparado en el nuevo tono de voz de Juan. Pero ha quedado claro para todos los presentes, incluida Emilia, que Angélica no se irá a Madrid con Andrea porque no tiene en Madrid mucho que hacer y el Asubio le está sentando bien. El plan para el día siguiente es sencillo: Antonio Vega llevará a Andrea a tomar el tren a Letona, Angélica les acompañará, hará unas compras y regresará con Antonio al Asubio esa tarde. Angélica, sin saber ella misma por qué, se siente remozada. Como si esta pequeña excursión, unida a la prolongación de su estancia en el Asubio, fuera un milagro.

La palabra milagro se le ocurrió a Angélica a la vez que aceptaba la invitación de su suegro. También Angélica se sintió muy sorprendida y como iluminada repentinamente. Así se lo dijo a Jacobo por el móvil esa misma tarde insistiendo mucho en lo sorprendida que se hallaba y en que todo ello era un milagro.

– ¿Pero el qué, churri, el qué es un milagro?

– Bueno, todo. ¡El que tu padre sea de pronto tan consciente, así de pronto, tan atento, que comprenda por fin la situación…!

Jacobo está sintiendo un larvado malhumor. Por otra parte, le da igual que su mujer vuelva a Madrid o se quede en el Asubio. En el banco están las cosas de tal modo que Jacobo prefiere por las tardes acabar en el gimnasio y tomarse una cerveza al final con los colegas, a sentarse en casa con las cenas frías de Angélica y los programas de televisión. No, por supuesto, para siempre, pero la invitación paterna le permite a él también un desahogo que en la vida de un alto ejecutivo en estos duros tiempos de la gran banca viene a ser, sí, por qué no, todo un milagro. Que Jacobo sea un marido obtuso es, en opinión de Angélica, mejor. Que sea cariñoso, que gane bien, que tenga una familia, como Jacobo tiene, incluso sin Matilda, tan notable, que sean ricos, porque Jacobo ha quedado, lo mismo que los otros dos hermanos, bien apañado una vez hecha la testamentaría de su madre, en fin, que no esté al tanto por completo de las más sutiles corrientes interiores de lo que acontece, le parece a Angélica muy apropiado para un chico y, por así decirlo, muy viril. Un exceso de sensibilidad delata cierta pluma que Angélica prefiere, siendo como es liberal de corazón, disfrutar en casa ajena. Tengo muchos amigos gays, es una frase muy de Angélica estos últimos años. Al dejar a Jacobo y retornar el móvil a su bolso, Angélica se mira en el espejo del tocador de su cuarto y se ve borrosa como si no pudiera enfocar bien, de pura excitación, su imagen reflejada. El Asubio fractal que el dormitorio de Angélica y Jacobo contiene se amontona en el espejo, con un efecto de boscaje, debido quizá a la luz indirecta de una pantalla de pie: la ondulación de ramas y de nubes al atardecer, un ululato vegetal del cárabo, quizá, en el oscurecido alrededor del Asubio, un zureo de palomas que anidan bajo las tejas. Una sensación muy jaspeada invade a Angélica ahora, un efecto achampañado que presagia un relanzado latir del corazón. ¿O qué? Angélica se siente muy verbosa todo ese fin de tarde y al día siguiente, mientras ayuda a Andrea con las maletas, con las bolsas, mientras compra un frasco de colonia en una droguería próxima a la estación, mientras regresa al Asubio sentada junto a Antonio Vega, tan amable.

En vista de que no daba durante esa temporada en el Asubio con nada realmente terrible y ni siquiera sobresaliente en la monótona vida de los Campos, Angélica ha estado observando y reflexionando mucho acerca de los hombres de la casa. Antes de casarse, Angélica fue una chica muy de chicos, tuvo varios novios, no del todo enamorados de ella ni ella de ellos, pero todos, eso sí, muy dispuestos a dejarse interpretar. Angélica es, al fin y al cabo, una chica intelectual. Se lleva regular con las mujeres, excepción hecha de Andrea, pero considera que se lleva de cine con los hombres. He aquí que a diario se ha visto confrontada en el Asubio por tres hombres: Fernandito, Juan y Antonio. Tres hombres muy distintos entre sí, ha decidido Angélica. A Fernandito, que la trata con una perpetua guasa, le detesta. Le tiene puesto junto con Emeterio en esa lista de hombres que más vale no menear. En cambio, Juan Campos en su ensimismamiento y Antonio Vega en su solicitud le parecen a Angélica admirables. Se siente tiernamente inclinada a comprenderlos, a preocuparse por ellos, sobre todo por Juan Campos, aun cuando ya está mayor y el verdaderamente atractivo en esta casa sea Antonio. Antonio es el más guapo, pero en cambio, la sombría presencia de Emilia es disuasoria. Juan Campos es el más interesante. En esto ha cambiado Angélica bastante: de recién casada todo su interés quedó fijado por Matilda. De Juan Campos le interesaba sólo su prestigio académico, poder decir que era catedrático de Metafísica o de Historia de la Filosofía, o lo que fuese, sonaba bien entre sus amistades. Pero Matilda, siempre ausente, omnipresente a la vez, fue un modelo a imitar, a admirar, y a la vez un modelo detestable que no prestaba a Angélica la más mínima atención. Está mejor muerta, las cosas como son -pensaba-. Creyó Angélica al principio que lo que en el Asubio sucedía estaba fuera de Angélica oculto en la situación, en el espacio, en el tiempo, en las otras personas de la casa, en otras vidas. Pero, un poco a compás de la nueva dieta rica en carbohidratos y salsas bien trabadas, ha ido Angélica pensando que lo extraño también estaba en ella misma, fuera parte lo que quede fuera, sea siniestro o no. Y lo que hay en ella misma ha sido un enternecimiento progresivo, un deseo de comprender a Juan Campos y un convencimiento, cada vez más nítido, de que su ensimismamiento, su tristeza, su duelo, necesitarían un consuelo de mujer. De alguna manera, al nivel cortés, sociable, de las relaciones familiares, le ha parecido a Angélica que su suegro la trataba con una deferencia especial. Pero cuando la invitó a quedarse en el Asubio se hizo la luz y fue como un milagro. Fue un milagro. Ha dejado Angélica de pronto de sentirse de vacío, ahora se siente significativa y en suspenso, tentativa y a oscuras, y a la luz de sentimientos que, no por prohibidos -si se confirmaran- dejarían de ser menos profundos o menos verdaderos. El amor que mueve todas las estrellas no hace acepción de suegros y de nueras.

Ha levantado el tiempo un poco. Se ha tomado un respiro el calabobos y no llueve. No hace sol seguido, sólo a ratos. Está agradable el mundo circundante. Una calor que es ya inverniza y humectante. Hay un brillo algo apagado pero vivo, un sí-es-no-es meteorológico. Esto, ¿qué significa? Esto significa que las cosas, el duelo por la muerte de Matilda entre otras cosas, está un poco pasando a mejor vida, está aflojando un poco para bien. En opinión de Angélica, la vida merece vivirse. Y más ahora que, a finales de noviembre, con las fiestas navideñas casi encima, hay un renuevo aéreo de ilusiones prohibidas y secretas. La gracia está -decide Angélica- en que el amor sea su secreto. Un secreto en parte compartido (con Juan Campos) pero silenciado: y en parte insinuado aunque no compartido (por Antonio Vega, por culpa de la Emilia). Viene a ser todo un poco como un trébol o trío, en la línea floral del edelweiss, una flor sosa y gris, porque un edelweiss es soso y gris, pero difícil de lograr. A estas alturas de la vida, no soportaría Angélica otra flor. Quizá como única otra opción la única flor bianual del cactus o higochumbo, la chumbera (Angélica no tiene lo floral del todo claro). Está, pues, la pelota en el tejado. Las frases hechas rebotan en el corazón de Angélica como en una partida de ping-pong, jugada entre dos chinos de Pekín a la velocidad de la luz. Se siente Angélica, Matilda.

XX

El amor es así de pronto un transformismo. Porque da la casualidad de que, el otro día, coincidió con Juan Campos en el campo. El humedecido prado verde, que entre sol y sombra se extendía ante los dos, como un edén pequeño, ultradiscreto. Discreción es ahora la palabra clave de la vida de Angélica. Con Jacobo habla más ahora que nunca por el móvil, para practicar la discreción, como quien dice. ¿Qué sería de una discreción que no pudiese ser ejercitada de continuo? Pero es difícil ejercitar la discreción en una casa de personas muermas, que apenas se hablan entre sí. El silencio como epítome de la discreción no es una opción que Angélica considere válida. Para ser discreta de verdad, necesitaría Angélica un sólido número de posibilidades de ser muy indiscreta de muy diversos modos a lo largo del día. ¿Puede ser uno discreto y no indiscreto, si se pasa el día completamente a solas? Imposible. La discreción es sin duda una virtud del ser-con. Pues bien, he aquí que el otro día coincidieron Juan y Angélica after breakfast en una situación que bien podría describirse como anglosajona. Todo era indiscutiblemente muy inglés: el invernizo cielo azul y gris, el verde prado que resplandece tras la lluvia y no da un ruido, la gaviota que, espontáneamente cruza el aire dando gritos en la dirección de los acantilados y del faro, el retumbo lejanísimo del mar, la humedad del aire que embellece tanto el cutis, la tranquilidad de tener todo un día por delante para hablar, como en los cuadrángulos de Oxford y de Cambridge. Y el don supremo de tener mucho que hablar y no poder hablarlo todo de una vez porque lo inglés, lo verdaderamente inglés, es ser discretos. Sucedió aquella mañana que Juan Campos se acordó de su mujer, Matilda, en unos términos poéticos que facilitaban la conversación con su nuera, porque podía ser mentada la difunta en el aura nostálgica de un recordatorio general.

– A mí me encanta montar en bicicleta, ¿sabes, Juan? -declaró Angélica de pronto.

Y era verdad. De novios hacían excursiones en bici Angélica y Jacobo, hasta el punto de descender, en una ocasión memorable, desde Cotos hasta Cercedilla por el accidentado Camino de Schmidt. Sus bicicletas de montaña aún se conservan en el piso de Madrid del matrimonio, desinfladas.

El ciclismo trajo consigo, aquella mañana, varios tópicos a distintos grados de profundidad conversacional: hablaron de la cultura de la bici en Alemania y en Holanda, y por supuesto en las grandes universidades británicas, y también en parte en Bélgica, aunque no tanto, a consecuencia de ser los belgas -en opinión de Angélica-, divididos como están en flamencos y valones, mucho más bordes de por sí que, por ejemplo, los daneses o los encantadores holandeses, que ésos sí que son de bicicleta, y no como en Madrid, que, por culpa del Partido Popular, no hay carril-bici en ningún sitio y hay que irse al quinto pino para andar en bicicleta.

Estaban guapos los dos, allí en la finca, no teniendo que hacer nada en todo el día. Eran la gran derecha en su versión fractal más depurada, con tiempo por delante y el marido un alto ejecutivo, cuando de ocho a ocho a mayor gloria del capitalismo de ficción. Y estaban, los dos, guapos y proporcionados en la edad, la mujer joven con su aire deportivo, pensando en bicicletas, y el intelectual mayor, el gran viudo, millonario sin quererlo ser. En un como quien no quiere la cosa, ambos eran iguales, con una analogía de proporcionalidad estéticamente satisfactoria. Por eso se acordó Juan Campos de uno de los más bellos poemas, más vitales, de su buen amigo y maestro -mucho mayor que Juan Campos, por supuesto-José Antonio Muñoz Rojas. Y recitó con su buena voz, discreta, de barítono, que sabe que en el campo los recitativos se hacen en low key, sin competir con las gaviotas:

Bella ciclista, tu ave de pedales

conduces por un aire de jardines,

de prados, aguardando entre los troncos

a que estalle final la primavera.

El viento en tus oídos te proclama

única emperatriz de los ciclistas.

Te persigue, te pide los cabellos;

tú se los das y te los va peinando.


Fue como un milagro. Fue un milagro. Fue también una ocasión inmejorable para ejercitar la discreción. Angélica se dio cuenta en ese instante que, otra Angélica, ella misma, en una vena indiscretísima, hubiera, emocionada y conmovida, sacado el móvil -que llevaba por cierto en el bolsillo de su falda-pantalón- y telefoneado a su marido para contarle que su padre acababa de recitar, así, de pronto, un poema dedicado a una pérfida ciclista. Pero… la discreción se impuso, como un guante.

– ¿Sabes, Juan, el bien que me está haciendo esta estadía prolongada, con vosotros, contigo?

La voz de Angélica fue tan baja como un arrullo, sin llegar, ni de lejos, al arrullo. Eso hubiera sido indiscretísimo.

– Lo sé, Angélica, lo sé. Por eso me empeñé en que te quedaras. Porque te está probando el campo bien, lo ve cualquiera, has cogido hasta color!

Angélica pensó -como si en bicicleta, a tumba abierta, se arrojara monte abajo hacia su fin-: ¿y ahora, qué va pasar? ¿Qué digo ahora?

Era difícil, de verdad, saber qué había que hacer en semejante caso. Al fin y al cabo, ser bella ciclista incluía, según el propio Muñoz Rojas -que cita a Jorge Guillén como testigo-, ser pérfida a la vez. Angélica percibe que se halla en este instante, en el Asubio de sus más intensos sueños de recién casada con Jacobo Campos, en el más profundo corazón de una perfidia de alto standing. Afortunadamente, el aire del Cantábrico inspira a Juan Campos ahora junto con la compañía femenina. Todo ello sucede levemente, por encima, como en un relato sobre la falta de sustancia, una descripción de la insoportable levedad del ser definitivamente posmoderno. Por eso se siente Juan Campos abocado ahora a lo confesional. Bien entendido, por supuesto, que en su lenta memoria genital no hay brizna alguna de erección, no la hay. La compañía femenina, la compañía aromática de los prados montañeses y el aire marinero, no invitan al dislate, sino al centro. Son centrípetos. Todo sucede como si el bien, la propia vida, triunfara sobre el mal, la amarga muerte y el pasado, con ocasión de estas imágenes de chica en bicicleta.

– La verdad, Angélica, es que hablando contigo, el recuerdo de Matilda, esta mañana, es como un aire nuevo, una alegría en este largo duelo por Matilda que se ha vuelto mi vida.

Y vuelve Juan Campos a recitar ahora, con voz más baja aún que antes, más entristecida, más punzante, como sólo un hombre de su edad y sabiduría sabe usar su memoria de elefante, curtida en las paráfrasis de la Fenomenología del espíritu: parece, dice, que Matilda dice, lo que dice la ciclista de mi buen amigo José Antonio Muñoz Rojas. Mira, Angélica, qué hermosa es esta estrofa. Parece que escuchamos a Matilda ahora:

Nadie me espera, nadie me despide;

mis cabellos y el viento, los pedales,

los troncos y los ríos son los puentes;

sin partida o llegada, siempre voy.


Y ahora Juan Campos, exaltado por su propia evocación del poema de Muñoz Rojas y seguramente por el recuerdo de su mujer y alentado por la atención de una mujer joven, su nuera, recita:


Siempre va, Matilda, siempre va,

aunque suspiren árboles melancólicos y lloren

los ojos de los puentes ríos de llanto.

No pesa el corazón de los veloces.

Y repite Juan Campos, mirando de frente a Angélica y asiéndola por los hombros:

– No pesaba, Angélica, el corazón de los veloces. Así fue. Por eso me sentí, Angélica, tan solo al final, tan preterido, tan marginado al final. Porque el corazón de los veloces no pesaba, ni Matilda tampoco. Y en cambio era yo, sin duda alguna, un peso muerto.

A Angélica acaban de saltársele las lágrimas de los ojos y apoya la cabeza en el hombro derecho de su suegro. El amor es más discreto que el desamor. Sin duda alguna.

XXI

Mediodía soleado de diciembre. El comedor del Asubio tiene el tintineo discreto de un reservado en un restaurante de lujo. Ésta es la impresión de Antonio Vega. Es el viejo comedor familiar que en esta última etapa del Asubio, coincidiendo con la instalación definitiva de Juan Campos en la casa, ha cobrado un aire de lujo gracias a un par de bodegones de gansos y de patos y a una mano de pintura. También se han cambiado las antiguas cortinas de cretona floreada por otras muy parecidas pero nuevas. Sigue conservando su aire de residencia de campo. La austeridad decorativa, sin embargo, que Matilda imprimía a sus casas -su escasa afición a empapelar o pintar o repintar las paredes- ahora se ha visto sustituida por una cierta acumulación de objetos bellos: un nuevo aparador de caoba, una elegante pieza de caoba del XIX, y se han tapizado las sillas. Antonio recuerda este comedor de los primeros años como un lugar bullicioso, una prolongación del cuarto de jugar de los niños. Y es, quizá, sólo el contraste entre la falta de decoración de antes y la elegante presencia de detalles decorativos de ahora lo que le hace pensar en un lugar reservado, no del todo parte del Asubio.

Este mismo sentimiento, a decir verdad, lo tiene también, o ha comenzado a tenerlo, Antonio Vega en relación con las habitaciones privadas de Juan Campos. El despacho y el dormitorio de Juan, que antes fuera el dormitorio conyugal, y que ocupan toda un ala orientada al mediodía de la planta baja, al haber sido redecorados y haberse construido amplias estanterías para instalar la copiosa biblioteca particular de Juan, ha cobrado un aspecto de casa inglesa, de decoración de House & Garden. Todo ello, sin duda, muy en la línea anglosajona del gusto de Matilda, sólo que ahora más cuidados los detalles, con mejores piezas traídas del piso de Madrid: en tiempos de Matilda todas las casas, incluido el piso de Madrid, tenían en común un cierto aire de provisionalidad. Eran casas bonitas pero un poco sin rematar bien del todo. Había una mezcla de muebles valiosos y mobiliario de uso común. Las cortinas y las tapicerías del mobiliario se renovaban rara vez, con lo cual cobraban pronto un aire gastado, destartalado: casas de buen gusto que daban la impresión de estar habitadas por personas que tenían siempre prisa, gente poco casera que preferían dejar las casas como estaban, en vez de tenerlas que cuidar. Ése fue el motivo, en el caso del Asubio, de que la casa conservara durante muchos años el mobiliario y la decoración un tanto provisional de los Turpin, una decoración veraniega que no contaba con ser utilizada en invierno: la austeridad del Asubio, que en los primeros años del matrimonio Campos fue un distintivo especial, un estilo propio, acabó convirtiéndose en una especialísima falta de estilo, una especie de deliberada incuria equivalente a pasarse el día en tweeds o con jersey. Sentarse en sillones desvencijados le parecía a Antonio Vega, al principio, el colmo de lo elegante. El comedor, pues, tan familiar, le resulta, este mediodía, a Antonio Vega, no del todo familiar: le parece convencionalmente elegante como el comedor reservado de un restaurante de lujo. Hay más: Antonio detecta esta última semana una como nueva vivacidad que corre a cargo de Angélica por una parte y que casa -al menos a ratos- con una nueva locuacidad de tonos apagados por parte de Juan. Fernandito a su vez acude más puntualmente a los almuerzos que al principio. Hace ya muchas semanas que el pretexto de la gripe dejó de funcionar. Y Fernandito no ha hecho el menor intento de reavivar el pretexto. Parece dar por sentado que por razones misteriosas, quizá simplemente por capricho, ha abandonado su empleo en Madrid y va a quedarse en el Asubio para los restos. Antonio tiene la impresión de que Fernandito planea una travesura. Parece rejuvenecido. Ahora habla frecuentemente con Antonio en el garaje y en el cobertizo del garaje. Parece reanimado, aunque su conversación es trivial, no tiene interés en hablar de nada y mucho menos de su padre o de su madre o del duelo.

La nueva relación entre Juan y Angélica no podía escapársele a Fernandito. Que una inesperada intimidad se produjera entre estos dos, fue una posibilidad que consideró nada más ver cómo Angélica, en vez de irse con Andrea a Madrid, se quedaba en la casa. Nada mejor para una sensibilidad vengativa que asistir al comienzo de un cortejo bufo entre un suegro y su nuera. Todo el esquematismo burlesco de las comedias de enredo, combinándose con el pesimismo moralizante de la literatura satírica, puede hacerse, sospecha Fernandito, presente en cualquier momento. Su padre se pondrá en ridículo casi con seguridad si la nueva relación amorosa se confirma De momento es interesante observar a Juan en su nueva amabilidad no-comprometida. Si se tratara de una persona más joven, si Angélica tuviera veinte años y no los treinta y dos que tiene, cabría esperar algún desliz de bulto, por ejemplo que acariciara la mano de su presunto amante. Fernandito se relame pensando en este hacer manitas repentino. Pero confía que su padre guarde las apariencias aunque sólo sea por simple cobardía. Por otra parte, aún le respeta lo suficiente, aún le ama lo bastante, como para no acabar de creerse del todo su propia malignidad: Fernandito confía, en el fondo de su corazón, que la comedia maligna de amor entre suegro y nuera no tenga lugar. Si tuviera lugar, Fernandito quizá no estaría en condiciones de disfrutar el crudo humor de la situación. ¿Se habrá dado cuenta Antonio de la comicidad del posible ligue de estos dos? Al darse cuenta Fernandito de la preocupación de Antonio por Emilia decide no comunicar jocosamente sus impresiones a Antonio.

Fernandito está un poco perdido estos días. Más perdido o confuso de lo que reconoce ante sí mismo. Sentirse perdido es una experiencia desazonadora porque es nueva. Por eso no quiere volver a Madrid. De pronto, su excelente empleo ha perdido todo valor. Ha telefoneado a su contacto de la oficina para decir que lo deja. Su amigo no le toma en serio, pero lleva un mes sin aparecer por allí y tendrá en breve que decidirse a volver o escribir una carta de dimisión. Sólo un chico de su posición económica puede permitirse ese lujo. Ahora no quiere saber nada de un empleo que cualquier chico de su edad consideraría el logro de su vida. Hay una cruel satisfacción en este despilfarro: mandarlo todo a la mierda es una satisfacción narcisística que Fernandito se permite sin remordimiento, sólo para descubrir que, una vez tomada la decisión de dejarlo todo, se encuentra de más. La intención inicial, la venganza, que la velocidad del Porsche pareció encarnar en el viaje al Asubio, se ha difuminado ahora. Juan es para su hijo un objeto iridiscente que a ratos inspira afecto y que inspira curiosidad incluso cuando inspira hostilidad: una hostilidad difractada. La pregunta de fondo sigue siendo: ¿qué pasó entre sus padres? ¿Qué fue lo que pasó? ¿Hubo un solo factor o muchos factores? Y, caso de hablar de culpa, cómo distribuirla: ¿cargarla toda sobre Juan o también sobre Matilda? ¿Y qué clase de culpa sería ésta? ¿Y por qué hablar de culpa y no más bien de destinos distintos, de proyectos distintos?

La terrible muerte de su madre hizo que Fernando sintiera que el mundo entero se venía abajo: que la energía, el orden del mundo, se derrumbara sin más explicaciones. E instintivamente, injustamente, con un egotismo todavía infantil, decidió Fernando reclamar al superviviente una explicación (de modo no muy distinto, aunque menos profundo), como Emilia. Por otra parte, había la sensación de abandono, de la cual, no obstante ser responsables ambos padres, sólo se presentó con agudeza ante Fernando al morir la madre. Mientras Matilda vivía, e iba y venía, el abandono tenía un corte deportivo, un enérgico estilo anglosajón de quererse y entenderse a distancia, o de cerca en vacaciones o con ocasión de las fiestas. Todo esto unido, y por así decirlo embrollado o apelotonado en un único conjunto sentimental, hace que Fernandito, ni quiera irse de la casa, ni sepa del todo qué quiere hacer en la casa. Y ahora ha surgido esta ocurrencia maligna de que Angélica y su padre se entienden. El otro asunto que retiene a Fernandito en el Asubio es Emeterio. ¿Está Fernando enamorado de Emeterio? Lo cierto es que siente que Emeterio es propiedad suya. Y Fernando es además consciente de que Emeterio le quiere: saberse querido es también una propiedad que Fernandito aprecia. Pero sucede que Emeterio tiene una novia, una novia paleta y desangelada -en opinión de Fernandito- con quien Emeterio según parece se acuesta los fines de semana. Este mundo de la novia de Emeterio empieza a resultarle insoportable a Fernando Campos. ¿Y si el quererle de Emeterio fuese sólo una fase, un amor adolescente, un residuo del tiempo de los juegos y de la camaradería infantil y juvenil, que se va apagando hasta ser sólo un recuerdo? No se decide a dejar en paz a su padre y no se siente capaz ahora de dejar en paz a Emeterio. Quiere saber si de verdad Emeterio le quiere tanto como sospecha. Podría tratarse de una sospecha infundada. Si me quisieras dejarías a esa guarra -ha dicho Fernandito hace días-. Y Emeterio le ha contemplado boquiabierto. ¿Qué tienes que ver tú con ella? -ha preguntado-. Ella es ella y tú eres tú. Y de ahí no ha podido sacarle. Esto, pues, se suma a todo lo anterior y le hace sentirse confuso y perdido. Y tiene también la sensación de que Antonio, preocupado cada vez más por Emilia, no es ya del todo el que era, o no está ya tan disponible como estaba, aunque Fernandito sabe de sobra que el afecto entre los dos no ha cambiado. Se siente Fernando solo en el mundo, necesitado de ternura: sintiendo que la ternura se le debe, aunque él mismo no la siente, no la dé, o no la demuestre.

– La curiosidad es sin duda un condimento, like pepper and salt. ¿No te parece, Angélica? -ha declarado Fernandito dirigiéndose expresamente a Angélica.

– En eso sí que estoy de acuerdo yo también -sigue Angélica la onda.

– Claro que estás de acuerdo -comenta Fernandito-. Se ve a ojos vistas que lo estás. Y lo que pica la curiosidad, ¡Dios! ¿Te pica la curiosidad a ti, Angélica?

– A mí sí -declara Angélica-. Siempre desde niña he sentido una inmensa curiosidad por todo, por la vida, por el mundo, por las personas. Siento una gran curiosidad por todo.

– ¿Ves, papá, cómo a diferencia de ti, siente Angélica una gran curiosidad por todo? Tú, en cambio, ya no sientes gran curiosidad por nada, ¿a que no?

– Tu padre es la persona más curiosa, mira, en esto te equivocas, todo le interesa, todo todo.

– Nada humano le es ajeno a mi papá -comenta Fernandito-. Anímate, Angélica, y tómate una patatita más, salteada.

– Ah, no. Estoy comiendo demasiado, no y no.

– Es el campo, Angélica, es el campo. Que te revitaliza el paleocórtex, donde residen los profundos sentimientos que compartimos con las ratas y las boas constrictor. La curiosidad, Angélica, y el apetito son, mi amor, uno y lo mismo. Una hambruna liliput que el sistema límbico te empapa totalmente, Angélica, hasta entonarte y darte un aire nuevo: un ballet ruse de la neurona, Angélica, mi vida, que te impronta, que te impregna, una no-nada que lo es todo. Esa última soba y pulimento neuronal que lo es todo y no es nada. ¡La curiosidad y el apetito que da el campo!

El mediodía benévolo de diciembre tiene ahora un corazón dormido, dormitivo: en el comedor del Asubio hay un reposo ahora como una mala hierba, unas ortigas tiernas aún que si rozan la piel -que casi no la rozan- apenas ni la ampollan, porque son muy jóvenes, como las verdes lagartijas o los grillos más chicos que aún no han dado ni un cri-crí: una situación que Fernandito domina bien -en su inconsciencia maliciada- porque tiene un tono últimamente de nursery rhyme y de inocencia. Emilia ha levantado los ojos, se ha enderezado en su asiento, ha sonreído. Viéndola sonreír se entristece Antonio: ha visto sonreír poco a Emilia en estos meses. Emilia sonríe porque el fraseo agresivo y guasón de Fernandito le ha recordado la viveza de Matilda cuando Matilda, ágil y fuerte, les hacía reír a todos. Y Emilia sonreía, derecha en su asiento, atenta a los detalles de la reunión, recordándolo todo.

¿Es posible -piensa Antonio- que Angélica no registre toda esta carga de agresividad? Antiguamente, cuando Fernandito tiraba puntadas a sus hermanos, a sus padres, Antonio estaba al quite. Entonces era fácil, porque Matilda vivía. Su ausencia y sus llamadas telefónicas producían más impresión de proximidad que la constante proximidad de Juan Campos. Al menos para Fernando, la ausencia materna nunca significó lejanía: sólo como una promesa aventurera, situada en el futuro: la promesa de un viaje exótico, nuevas anécdotas… Matilda casi nunca traía regalos a casa, rara vez compraba nada. Antonio no recuerda ahora que Fernando, a diferencia de sus dos hermanos, echara nunca en falta regalos de su madre. Su madre contaba historias de gente que había conocido, y-más importante aún-: se dejaba contar historias: animaba a su hijo pequeño a que contara historias del colegio, invenciones muchas veces, e incluso mentiras. Era un mundo de agudeza verbal, de ingenio narrativo. Este mediodía, sin embargo, Antonio ha detectado una agresividad desacostumbrada. Y le sorprende que Angélica no haya advertido, ni siquiera en parte, el tono zumbón. Antonio Vega se ha dado cuenta por supuesto de que el humor de Juan Campos está cambiando. Y es obvio que Angélica se encuentra a las mil maravillas. Antonio ha advertido también que se ha ido estableciendo una nueva relación entre el suegro y la nuera. Que esta relación sea incluso difusamente erótica le resulta tan inverosímil que Antonio la ha desechado por principio. Sin embargo, el obvio doble filo de las frases de Fernandito le lleva a sospechar de nuevo: ¿cómo se produce el tránsito de la inverosimilitud a la verosimilitud? Resulta inverosímil para Antonio que un hombre de la edad de Juan -por quien tantos años ha sentido admiración y respeto, y a quien debe una parte importante de su educación, y que desde la muerte de Matilda parece tan ensimismado- vaya a entregarse ahora a un coqueteo insulso con su nuera: es una ocurrencia ofensiva, y el serlo, añade inverosimilitud a la inverosimilitud: Antonio está muy lejos de cualquier intención censoria de Juan. Esto no obstante, a raíz de la fallida apelación que Emilia hizo a Juan hace días, con su secuela de la conversación entre Antonio Y Juan, hay en la conciencia de Antonio un germen de inquietud: no hay reproches, no hay censura explícita, pero hay inquietud: una sensación de hallarse ante un Juan Campos menos familiar que de costumbre: demasiado ensimismado para resultar, curiosamente, verosímil del todo. Hay en el ensimismamiento de Juan Campos, en opinión de Antonio, un grado de inverosimilitud que, de pronto, paradójicamente, da la impresión de casar y de ajustarse con esa otra inverosimilitud que supondría el más ligero coqueteo con su nuera. No puede Antonio aceptar ni siquiera una sombra de sospecha con respecto a Juan. Por lo tanto, apunta la malicia de Fernandito en la lista de las cualidades positivas y negativas del chico:

es natural que sea agresivo con su padre: ya lo han hablado, además. Pero es evidente, por otra parte, que en estos días el ensimismamiento de Juan Campos se ha levantado. Tiene un aspecto más soleado, que casa con la bonhomía de la nuera. Antonio los ha visto varias veces paseando por delante de la casa y por los acantilados.

Una enseñanza de Juan Campos fue ésta: piensa bien y acertarás. Veintitantos años atrás, cuando empezaron, esta enseñanza fascinó a Antonio Vega, que procedía de una familia alegre y trabajadora, enemiga de los cuentos. Ser cuentera era lo peor que la madre de Antonio podía decir de cualquier otra mujer. Tú estate a lo tuyo -decía su madre-. Y la frase de Juan Campos tenía el encanto de repetir, amplificada éticamente la idea de su madre. Contradecir el célebre refrán castellano, le pareció un lema ético de primera magnitud. Por eso, pensar mal ahora, o medio mal, por más que las insinuaciones de Fernandito parezcan verse confirmadas por los paseos pitongos de Angélica y su suegro por el jardín y los acantilados, le parece inverosímil. Inverosímil verse sospechando así, e inverosímil lo sospechado mismo, la absurda atracción entre estos dos. Podría, además, ser una atracción inocente. ¿Por qué pensar en una atracción erótica? Muy bien podría ocurrir -medita elaboradamente Antonio Vega- que con Angélica se sienta Juan más desahogado a estas alturas que con Fernandito o con Emilia o con Antonio. Al fin y al cabo, Angélica nunca participó en la vida familiar en vida de Matilda. Y este sencillo dato sirve para explicar que ahora Juan y Angélica, al no tener tanto y tan grave en común como los demás, tengan en común el simple futuro inmediato, el placer de hablar del tiempo o de cualquier otra cosa que no evoque ni a Matilda, ni el duelo por Matilda, que se vive en el Asubio. Esta reflexión tranquiliza a Antonio Vega.

En el comedor se toma el café ahora. Éste era un momento divertido en tiempos de Matilda, cuando estaban todos. Los chicos -y a veces los mayores también- cambiaban de asiento, se hacían corros. Se hacían planes para la tarde, para el día siguiente. Ahora todo sucede mucho más despacio. No están todos, faltan los dos mayores, falta Matilda. De hecho, tomar café últimamente es una costumbre que se ha preservado reducida. Emilia sirve el café, excelente café. El poder de la costumbre se apodera una vez más de todos. Antonio detecta sólo la lentificación de este proceso (que, paradójicamente dura mucho más tiempo, abreviado, de lo que duraba, dilatado, años atrás) y también advierte la modificación, estos últimos días, del miniproceso de la relación entre Angélica y Juan. Parece imposible que aparezcan tantos hiatos en un espacio tan reducido. Entre Juan y Angélica, por un lado, y Fernando, Antonio y Emilia, por otro, hay un vacío, subvaciado a su vez por otro vacío que se extiende entre la pareja de Emilia y Antonio y Fernandito. Pero la distancia que separa a Fernando de ellos dos -piensa Antonio- es más somera y menos profunda que la distancia que les separa a los tres del suegro y la nuera. A su vez, en torno a Emilia, se tiende el descorazonador hueco de la ausencia de Matilda que, no obstante el cariño de Antonio y el correspondido cariño de Emilia, ninguno de los dos parecen ser capaces de cerrar por el momento. Lo más característico de estos sistemas de oquedades es que Juan y Angélica sonríen. Angélica parlotea mucho (tanto como siempre, en esto no hay novedad) y Juan parece entretenerse con lo que Angélica le cuenta o le pregunta. Acaba de preguntarle si cree que un pueblo que pierde su metafísica está más perdido que si pierde sus reservas de oro. Juan Campos ha sonreído casi estrepitosamente, en opinión de Antonio, al responder:

– Qué preguntas antiguas se te ocurren, Angélica! Metafísica y reservas de oro. Son problemas zubirianos, diría yo, son preguntas que no se hacen ya. La metafísica no se lleva ya, ni el oro. ¡Ahora nos conformamos todos con bisuta!

– Ahora os conformáis todos con historias, ¿no, papá? -intercala Fernandito velozmente-. ¿Te referías a eso con bisuta? Historias, biografías, autobiografías, diarios, dietarios, memorias públicas y privadas. ¿Estás escribiendo tus memorias tú, papá? Angélica, que es una chica guay, ducha en Internet y en pecés, te sería de gran ayuda, ¿a que sí, Angélica?

– Ah, me encantaría!

– Lo ves, papá? ¡Sin moverte de tu Asubio acabo de encontrarte secretaria…!

– No, yo no soy memorialista. Ni me interesa nada mi autobiografía. The past is past.

– Ah, sí? -Fernandito se ruboriza de placer, piensa Antonio. Ahí está elegantemente sentado de lado en su silla del comedor, un brazo sobre el respaldo, el izquierdo, Sosteniendo un pitillo con la mano derecha, resplandece oscurecido, ondulante, como el cuerpo de un joven buceador bajo el agua-. Seguro que te acuerdas de lo que Zubiri decía, Javier Zubiri, tu maestro, me refiero.

– No fue mi maestro Zubiri, pero bueno, ¿qué decía?

– Pues decía que el truco, o lo que él llamaba la esencia de las biografías, era hacer ver cómo se las arreglaba alguien para encontrar la manera de ser siempre el mismo no siendo nunca lo mismo… talmente tu caso, ¿a que sí?

Juan Campos sonríe una vez más y contempla, ladeada la cabeza, a Fernando. Antonio, que les observa a los dos, se siente inquieto sin saber por qué. Se siente Antonio ridículo, además. ¿A qué viene este miedo infantil a que un padre y un hijo -cuyo único problema hasta la fecha ha sido no relacionarse o hablar con fluidez de sus cosas- charlen de sus cosas? Al fin y al cabo, todo indica que va a tratarse de una conversación de cierta altura, que no implicará verosímilmente el menor derramamiento de sangre. La verosimilitud no es, sin embargo, un sentimiento de Antonio estos últimos tiempos: tanto por el lado del malestar de Emilia como por el lado de los Campos, un sentimiento de familiaridad irreconocible, de terror familiar, de inverosimilitud agresiva le invade de continuo. Así que observa o, más aún, espía al padre y al hijo en este parloteo filosófico de sobremesa, como silo inverosímil fuera a presentarse de pronto en carne y hueso, irreductible y trágico, en este soleado comedor del Asubio.

– A mí me parece -interviene Angélica- que eso que dices de Zubiri es muy profundo Fernando, muy profundo.

– Angélica ha repetido la expresión «muy profundo» con el gesto de quien saborea una tartaleta de merengue y limón.

– Y también me parece que es verdad que talmente a tu padre le refleja, yo diría que al dedillo. Siempre Juan ha sido a la vez la misma persona inteligente y encantadora y siempre en busca de nuevos horizontes, buscando la verdad por todas partes…

– ¡Bravo, Angélica! Papá el degustador de la verdad. Espléndido.

Antonio Vega observa una blanda variación en la dirección de la mirada de Juan: contempla a su hijo, entrecerrando los ojos, como si se hallara muy lejos. Y, al hablar, vuelve ligeramente la cabeza hacia Angélica con el tono de voz de quien hace una confidencia:

– También tú, Angélica, percibes una cierta hostilidad en los comentarios de mi hijo Fernando?

– Cómo también yo? Yo no percibo hostilidad, Juan. No, ninguna -contesta Angélica con viveza.

– Yo en cambio sí percibo una cierta hostilidad en las palabras de mi hijo, un plus de hostilidad inmerecido, un retintín hostil. No sé si por no haber sido yo un Zubiri, o por no haber escrito mi autobiografía, o mis memorias, o quién sabe qué. Quizá mi buen hijo Fernando pone en tela de juicio mi competencia filosófica ahora. Yo mismo he puesto en parte en duda mi competencia filosófica… Siempre.

Fernando contempla a su padre guasonamente, encantado del giro que está tomando la conversación. Angélica vuelve el rostro alternativamente a uno y a otro: Antonio piensa que Angélica no sabe de qué hablan. No es una situación agradable. Ninguno de los dos, ni el padre ni el hijo, van a agredirse directamente: se mantendrán en este terreno semineutral de las puntadas hasta que uno de los dos, o los dos a la vez, se cansen y lo dejen. Antonio cree, además, que la circunstancia de haberse puesto en comunicación verbal padre e hijo a esta hora del café y en presencia de todos los demás significa que para ambos cualquier comunicación seria, profunda o privada es ya imposible. Aislados los dos juntos no tienen nada que decirse, pero pueden agredirse en público, batirse en público, desazonadoramente.

– Lo más curioso de mi padre, Angélica -Fernandito habla ahora en la dirección de Angélica pero un poco como si hablara a un público más amplio, compuesto únicamente por Antonio, puesto que Emilia acaba de retirarse-, es que se ha vuelto inaccesible como quien pone el parche antes de la herida. Nadie ha tratado nunca de acceder a él. Pero él se vuelve inaccesible por si acaso. Y esto es curioso. No es como si, agobiado por las demandas de todos, como el protagonista del poema de Kipling: todos le reclaman, ninguno le precisa, mi padre se aislara en una torre de marfil agobiado de responsabilidades se ha refugiado en una torre de marfil antes de verse agobiado por ninguna responsabilidad: el aislamiento y la voluntad de encastillamiento precedió a la demanda que se le hacía. No hubo demanda, no tuvo la menor responsabilidad todo el mundo le dejó en paz siempre, pero he aquí que mi padre, por si acaso, se encastilló en una torre de marfil y se volvió, por si acaso, inaccesible. ¿No es esto fascinante?

Juan Campos sonríe. Y Antonio Vega -asombrado por la violencia y malicia de la descripción de Fernandito (que, de pronto por cierto, le parece certera) – aparta la vista de la escena y, sin moverse de su sitio, espera recogido el desenlace de esta situación. ¿Se defenderá Juan? ¿Tendría derecho o sentido que se diera por ofendido? ¿Dejará pasar esta obvia agresión de su hijo para continuar amablemente dando conversación a Angélica? Es evidente, en opinión de Antonio, que Angélica no entiende qué está pasando entre los dos. Pero a la vez es evidente -y esto es una nota cómica- que Angélica se siente llamada a tomar parte en este asunto, este debate, sea el que sea, sea como sea. Y así, en efecto, interviene:

– Yo no creo, Fernando, que Juan se haya encastillado en una torre de marfil o, mejor dicho, creo que sí se ha encastillado en una torre de marfil porque la crisis del siglo veinte no nos da a ninguno ninguna otra alternativa!

– ¡Bravo, Angélica! -exclama Fernando batiendo estrepitosamente palmas.

Juan Campos se levanta de su asiento. Sonríe. Se dirige a Antonio, que aún permanece sentado, con un ademán suave, convaleciente:

– Ya ves, Antonio, cómo están las cosas! ¡Me retiraré ahora mismo a la torre de marfil de mi despacho en vista de lo visto!

Juan Campos se retira. Angélica se levanta y va tras él. Los dos entran en el despacho y cierran la puerta. Fernandito y Antonio se contemplan a través de la mesa en silencio.

– Ya has colocado a tu padre donde querías, ¿verdad que sí? -comenta Antonio.

– Pues, francamente, no lo sé. Es verdad que es inaccesible, pero a fuerza de indiferencia: le da todo lo mismo. Por eso es inaccesible.

– Te has propuesto, quizá, mejorar la vida de tu padre a estas alturas o mejorar vuestra relación a base de tomarle el pelo?

– Ah, tú crees entonces que le estoy tomando el pelo?

– La verdad es que sí, creo que estás resentido contra él y te aprovechas de la ingenuidad de Angélica para tomarles el pelo a los dos. Te divierte que tu padre no pueda no darse por aludido y a la vez que Angélica no sepa de qué hablas. Tendría gracia si no fuera, a estas alturas de la vida de todos nosotros, un juego melancólico.

– Bueno, Antonio, acepto lo que tú quieras decirme. Lo que viene de ti lo acepto siempre. Pero es un hecho que esos dos, mi padre y Angélica, se viven como un roto para un descosido ahora mismo. A saber quién de los dos se considera descosido o roto. En cualquier caso son tal para cual. Y se han enamorado, o creen que se han enamorado. ¡Y yo he decidido darles caña, porque se la merecen y también porque no tengo mejor cosa que hacer…!

– Has dejado tu empleo?

– ¿Y por qué no? No necesito vivir de un sueldo. Y hay una deuda que pagar aquí. ¿No crees que hay una deuda que pagar aquí, Antonio?

– No lo sé. ¿Qué deuda? ¿Quién tiene que pagar una deuda y a quién?

– Mi padre está en deuda con todos nosotros. Con vosotros dos para empezar, con Emilia y contigo. Y después conmigo. Es una deuda, la mía al menos, con la que mi padre no contaba, porque se ha considerado siempre un hombre perfecto, un santo laico, un impostor que cree su propia impostura. Pero yo demostraré, se lo demostraré a él mismo, que su vida es una gran mentira…

– ¿Y valdrá la pena, Fernandito? ¿Crees tú que vale la pena a estas alturas enfrentarte a tu padre para descubrir que es un impostor? ¿Y si estás confundido? ¿Y si, por lo que sea, te has puesto contra él y es contra ti mismo contra quien te enfrentas?

– Dará igual, Antonio. La verdad nos hará libres. Una cierta verdad, al menos, que no se ha dicho nunca en esta casa.

Ya es de noche. Emeterio ha ido a buscar a Fernando y se han ido juntos en el coche. Antonio se ha retirado temprano a su lado de la casa. Ha pasado la tarde viendo la televisión sin enterarse de nada. Emilia, con ayuda de las chicas, ha recogido la casa, el comedor, la cocina, y se ha sentado junto a él. Está como dormida. Hacia las ocho de la tarde, Antonio ha hecho una tortilla a la francesa y calentado un poco de caldo. Emilia ha tomado algo de caldo. Lo desolador no es nada que suceda entre ellos, están bien juntos. Emilia sonríe con frecuencia cuando está a solas con Antonio, aunque a Antonio le parece que es una sonrisa triste, más preocupante incluso que la seriedad. Es de suponer que allá en el despacho, al otro lado de la casa, hablan de filosofía y de la vida animadamente Angélica y Juan. Antonio ha decidido considerar esa relación como un flirt insustancial, una distracción que aliviará, quizá, la murria crónica de Juan Campos. Cuando por fin se acuestan, Antonio se queda en seguida dormido. Se despierta sobresaltado al cabo de una hora. Encuentra a Emilia a su lado, sentada en la cama, con los ojos abiertos. Habla en voz muy baja, como han hablado tantas veces, en la cama, por las noches, a lo largo de los años:

– Sabes, Antonio? Matilda quería que les cuidáramos a todos. A Juan, a los niños. Quería que nosotros, tú y yo, ocupáramos su lugar cuando faltara ella. Y yo dije: Pero es que no vamos a poder ¿Cómo vamos a ocupar tu lugar nosotros dos? Aunque queramos no podremos. Y Matilda dijo: Si queréis, podéis. Y estoy segura de que queréis. Porque yo no hice las cosas bien. Me equivoqué. Yo no la entendía y le dije: ¿En qué te equivocaste? No te equivocaste. Yo contaba con vivir, contestó Matilda, mucho tiempo, muchísimo más tiempo, tanto como Juan y entonces arreglarlo. Ocuparme de todos entonces. Pero no me dio tiempo. Y ahora ya no puedo. Estaba tan contenta al principio, eso dijo. Que estaba muy contenta cuando nos pusimos las dos a los negocios. Yo también estaba muy contenta. Ya no se podía pensar después en otra cosa. Entonces se declaró la enfermedad de golpe. Y ahora ya no hay tiempo porque Matilda ya no está…

XXII

Angélica se ha retirado a su habitación por fin, son pasadas las doce de la noche. Han pasado juntos la tarde, con la interrupción de la merienda, que han tomado ellos dos solos, una costumbre veraniega del Asubio, hacerse cada cual su merienda-cena. Es una situación tan tonta -ha decidido Juan Campos- que no puede ser peligrosa. Angélica es una tonta. Y sería sólo tonta, si un remoto rencor contra Matilda no la aguzara un poco. Juan no advirtió este rencor hasta hace unos días. La verdad es que, igual que a Matilda, la novia de Jacobo le pareció una boba con buen tipo, de buena familia, y ciertas pretensiones culturales, en esa línea semiculta de los treintañeros de hoy en día. Juan sabe lo que pasa en su casa. No está tan ensimismado como aparenta. Y desde la irrupción de Emilia en su despacho, seguida por la declaración de hostilidades de Fernandito, el ensimismamiento se ha ido sustituyendo por una alerta embozada. Ahora Juan Campos no está ensimismado, ahora es una alerta mantenida en reserva: ahora Juan Campos es un reservado. No teme por su seguridad sentimental (nadie puede llegar hasta el centro de Juan Campos: quizá ni siquiera hay un centro), pero teme la incomodidad que sería la secuela de un dolor o un duelo muy pronunciado por parte de Emilia, o una hostilidad incontrolada de Fernandito. A esto se han añadido, por pura casualidad, Angélica y sus confidencias. Angélica le resulta a Juan Campos cómicamente trágica, y su situación, tal como la propia Angélica la describe, una fuente de comicidad casi pura. Las cuitas de Angélica le divierten por pura maldad, como ya descubrió Bergson en La risa. Y la risa es contagiosa. Se dice que nadie se reiría si estuviera, por hipótesis, completamente solo en el mundo. Pero Juan Campos, ensimismado como está, engastado como está en su reserva, ¿con quién se ríe ahora de Angélica? ¿Quién proporciona a Juan Campos ahora sociedad suficiente para que reírse de Angélica sea contagioso y se le contagie al propio Juan Campos que, en apariencia al menos, cerrado en su despacho hasta a altas horas de la madrugada se ríe solo? Juan, a solas con Matilda ahora, se ríen juntos de Angélica, la absurda y guapa esposa de su hijo mayor. Mi amante se ha convertido en un fantasma: yo soy el lugar de sus apariciones. Esta frase de Arreola, el narrador mexicano, que Juan oyó hace tiempo -con seguridad después de la muerte de Matilda- preside ahora esta punzada cómica que Angélica le causa y que no causaría el menor efecto cómico sin la presencia fantasmal de Matilda en su conciencia. Y bien, mi amor, ¿y ahora qué? -dice Juan Campos entre sí, tan por lo bajo que sólo Matilda lee sus labios-. Angélica y Juan han pasado la tarde analizando el matrimonio de Angélica y Jacobo: una curiosa ironía -piensa Juan- el que contrariamente a la presunción, por parte de Fernandito, de la culpabilidad erótica paterna, lo único que haya habido entre suegro y nuera haya sido un debate de alto nivel acerca de la continuidad de la vida matrimonial. La comicidad, en este caso, procede directamente del alto nivel. Desde un principio ha comprendido Juan que ningún otro nivel, excepto el más alto, satisfaría la voluntad confesional de su nuera. Y de esto es Matilda -fue Matilda- quien le enseñó a reírse. Y quizá también a sentirse -brevemente, eso sí- culpable por reírse de las desdichadas criaturas mortales de quienes Matilda Y Juan se reían de jóvenes. ¡Fue tan dulce al principio, fue tan nuevo y tan puro y tan cómico al principio! Una furtiva lágrima no resbala ahora -salvo tal vez hacia adentro- en recuerdo de la Matilda Turpin de veinticinco años que apareció aquella mañana de octubre en el bar de la Facultad de Filosofía de Madrid y pidió una caña y un bocadillo de tortilla en la barra del bar.

Matilda, sin corazón: no tenía corazón, el corazón tiene razones que la razón no entiende, y Angélica -que en el curso de la tarde ha recordado el texto pascaliano- ha declarado que la innegable inteligencia de Matilda era una inteligencia sin afectos, desafecta, despegada. Por eso pudo dedicarse al más despegado y brillante de todos los negocios: la bolsa. Su suegro ha sonreído, ha asentido, no se ha comprometido en exceso esta noche: mientras escuchaba el agitado y en el fondo monótono y repetitivo parloteo de su nuera, Campos decide omitir, al menos de momento, los lados del comportamiento de Matilda que delataban su fuerte corazón (salvaje quizá, pero también cálido): hay que echarle hilo a la corneta de Angélica, dejarla que se cueza en su salsa, que se desplome del alto coturno de su comineo de alto standing la gracia estará en eso, en verla desplomarse de buenas a primeras, más tarde o más temprano. El único comentario veladamente guasón de Juan ha sido:

– ¿Y si…, Angélica, hubiera sido justo al revés?

– Cómo al revés? -ha inquirido Angélica con la vivacidad sobresaltada de quien se siente repentinamente agredida por un mosquito. Es un efecto muy cómico éste de los sobresaltos de Angélica cuando, interrumpida en una de sus tiradas por una sugerencia ajena, por nimia que sea, todo el discurso se le viene abajo: parece desconsolada de pronto, como a punto de llorar.

– Pues al revés: que el que no tuviera corazón fuese yo, y Matilda en cambio la que tuvo corazón por los dos y aún lo tiene.

– La prueba de que tú tienes corazón es lo que dices ahora! ¡Si no lo tuvieras no lo dirías! -ha exclamado Angélica.

Ahora se disuelve Angélica en la penumbra. Tiene tan poca importancia que entre su presencia real y su presencia irreal apenas hay distancia. Es un fantasma pobre, un fantasma que puebla el mundo real de Juan Campos, volviéndolo cómico, imaginariamente cómico. Matilda es, en cambio, el gran fantasma que esta noche, como tantas otras desde su muerte, da la impresión de aparecer y desaparecer por propia voluntad. Juan tiene la impresión de que Matilda no acude a su convocatoria: da igual que otros la evoquen como lo hizo Emilia la otra tarde, como lo hace a diario Fernandito, con su belleza andrógina que tanto recuerda a la de su madre y cuyo genio irónico tanto tiene, en agraz, de Matilda. Matilda ha superpuesto, a su ausencia mortal, su ausencia fantasmal. Y Juan Campos, con una terquedad que recuerda la terquedad minuciosa del amor, la evoca en vano. Cuando Juan quiere, Matilda no quiere. Cuando Juan no quiere, Matilda le transforma en el lugar de sus apariciones y le invade. Es como si regresara de nuevo de los viajes, imprevisible. Y amante. Juan Campos musita y nadie lee sus labios, lo irritante acabó siendo eso: que ella era mi amante y yo su amado. Nunca logré invertir estos dos roles.

Esta noche ciega. Se ha levantado el viento del mar. Afuera ruge el mar. Afuera, sin luna, cruje el viento marítimo de los acantilados. Afuera, en el jardín del Asubio, los castaños de Indias enmohecidos, sacudidos, asienten doblegándose a la corrupción de sus copas verdeantes del verano lejanísimo. Afuera vendrá la lluvia, arreciará el viento, no habrá ninguna luz, y abajo Lobreña será un pueblo anticuado y cerrado de casonas obliteradas por la lluvia y el viento y la continuidad salobre de todos los difuntos pasados, presentes y futuros. Y dentro, en el interior del cuarto de estar de Juan Campos, la memoria no es una línea recta, ni hay en el corazón o en su voluntad ya líneas rectas. Pero es viva, sin embargo, la memoria advenediza, turgente, casi procaz, que ahora atrae hacia sí misma, desde fuera de sí misma y desde dentro de si misma a la vez, en un juego de espejos y de voces, el tiempo anterior, el desfondado. Afortunadamente dentro del despacho de Juan Campos el fuego de la chimenea se reaviva por sí solo como el fuego crepitante de una leyenda antigua. Y el mármol cálido y sonrosado de la chimenea tiene la calidad, al tacto, de la piel joven, de la mujer joven, del Juan joven que se dejó amar por Matilda.

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