TERCERA PARTE

El Asubio

XXV

– Todo esto -dijo Juan, y golpeó un par de veces con la palma de su mano derecha el grueso volumen gris que tenía sobre las rodillas. Y repitió-: Todo esto no es ni verdadero ni falso, se llama Teología. Un saber compilado en el siglo XIII para explicitar la revelación cristiana. Es especulación. Nada de todo esto puede probarse o lo contrario. Es teología-ficción. Es ficción. Pero… es consolador.

Juan hizo una pausa y se llevó a los labios el vaso de whisky que tenía a la derecha de su sillón. Antonio le miraba fijamente. Habían hablado de Emilia esa tarde. Antonio había pensado mientras hablaban que últimamente las conversaciones con Juan se habían vuelto adormecedoras. Producían una sensación de vaivén como el vaivén de una mecedora. Una de esas mecedoras de rejilla, tan comunes en España, cuyo balanceo da en ocasiones la impresión de producirse a partir de la mecedora misma y no a causa del pequeño impulso que imprime a la mecedora quien se mece sentado en ella. A partir de la instalación en el Asubio de toda la familia, las conversaciones entre Juan y Antonio habían cobrado un ritmo débil de vaivén de mecedora que resultaba enervante. Juan se había referido a su grueso libro de pronto, sin venir a cuento, como quien, teniendo a su disposición una tarde entera para conversar con un amigo, trae a cuento un nuevo asunto, una contribución, un libro, que bien podría resultar irrelevante, pero que en la desahogada situación de los conversadores no sorprende a ninguno. Al fin y al cabo, la gracia de una conversación sugerente reside en una cierta falta de conexión entre sus partes. Una yuxtaposición de ocurrencias que, con independencia de su relevancia o irrelevancia, inciden en la conversación y en el humor de los conversadores sin que pueda decidirse de antemano si lo sugerido va a servir o no. Y éste es uno de los encantos de conversar sin una finalidad determinada, sólo por el gusto de charlar. Lo cierto, sin embargo, es que esta tarde en concreto sólo Juan parece hallarse en la situación del conversador desinteresado o libre o casual, que acepta que en cualquier momento el curso de la charla pueda seguir inesperados derroteros. Antonio Vega no está en esa situación. El progresivo ensombrecimiento de Emilia (ese estado repetitivo de la melancolía que denominamos hoy día depresión) le ensombrece a él mismo: cada vez que habla con Juan desea hablar de la situación de Emilia. Y esta tarde lo han hecho. Del modo, sin embargo, menos satisfactorio, en opinión de Antonio. Han hablado de Emilia, sí, pero es Juan quien ha hecho sobre todo uso de la palabra: se ha referido a Emilia en términos afectuosos pero también genéricos: como quien comenta -y lamenta- un caso bien conocido que, al no tener remedio, acaba inspirando sólo observaciones benevolentes, repetidas muchas veces antes, que no añaden nada nuevo, que no proporcionan ninguna solución. Antonio tiene la impresión de que Juan no habla de Emilia como quien desea sacarla de su depresión, sino como quien se hace cargo a diario, con la vivacidad benevolente de las rutinas, de una dolencia crónica insoluble. Dentro de lo que cabe, piensa Antonio, incluso de esta manera rutinaria, es preferible hablar de Emilia que omitirla. Esto no obstante, la referencia bibliográfica le ha desalentado más de lo justo: a lo largo de los años Juan Campos se ha referido muchas veces a sus libros -física o mentalmente presentes, según los casos- para confirmar o desconfirmar algo de lo que se va diciendo en la conversación. Durante muchos años, esta costumbre le pareció a Antonio interesante: le pareció que formaba parte de ese vasto aunque difuso proyecto de educación intelectual que se supone que Juan lleva a cabo con Antonio. Todo existe para convenirse en libro -ha declarado Juan en alguna ocasión-. Es una cita de un poeta francés cuyo nombre Antonio no recuerda aunque recuerda el invariable comentario de Juan: los libros nos ilustran acerca de todo cuanto existe. Ahora también parece que Juan tiene intención de explicar la situación de Emilia con ayuda del grueso volumen gris que tiene en las rodillas. Se trata del tomo XVI de la Suma Teológica que incluye las cuestiones 69-99, más un detallado índice de toda la Suma. Antonio guarda silencio y Juan prosigue:

– Aquí, Antonio, se contienen los novísimos, las postrimerías, de nuestros catecismos. Constituyen una parte importante del depósito revelado, de la catequesis y de la teología. Naturalmente, ni tú, ni yo, ni Matilda, ni Emilia, creemos que lo que aquí se dice sea verdadero. No aceptamos su valor intrínseco. Negamos que lo tenga. Pero todos aceptamos su valor social: su valor consolador. Se me ocurre que, tú y yo, Antonio, podríamos usar todo esto como un lenitivo, una especie de morfina verbal para tranquilizar a Emilia…

– ¡Pero, Juan…! -Antonio se ha revuelto en su butaca. Ha dejado de mirar a Juan. Ha contemplado el fuego. Ha vuelto a mirar fijamente a Juan, como al principio. Antonio tiene una expresión contraída, un rictus que parecería asombro si no fuera porque el ceño fruncido delata irritación.

– ¿Te sorprende? -Juan sujeta ahora su volumen gris con ambas manos. Parece un celebrante que sostiene el misal cerrado contra al pecho, una figura rara en esta confortable habitación, iluminada por una sola lámpara de pie y el fuego de leños, crepitante en el hermoso hogar de mármol como una escena de un salón de otro tiempo. Un intenso sentimiento de irrealidad estética tranquiliza a Juan ahora. Piensa que Antonio Vega -el más fiable de todos los amigos- no ha entendido su propuesta que ni siquiera llegaba a ser una propuesta que se limitaba a ser, en el fondo, una secuela casi farmacéutica del diagnóstico de la depresión de Emilia.

– No sé si me sorprende porque no sé si te entiendo. Si lo que me propones es contarle a Emilia lo que dice ese libro, esa Suma Teológica acerca de la muerte, vas de culo. Vamos todos de culo si es eso lo que te propones.

– ¡Hombre, Antonio, no lo tomes así! No me propongo hacer nada, se me ha ocurrido sólo hojeando este último tomo de la Suma, que las partes más poéticas más consoladoras y poéticas acerca de la Resurrección y el lugar reservado a las almas después de la muerte, podría dar a Emilia un punto de apoyo dar pie a la esperanza. A sabiendas, claro está, que todo lo que aquí se dice es poético es ficticio, pero también hermoso, milenario…, poético.

– De verdad crees tú que todo eso, sea lo que sea, serviría para consolar a Emilia? ¿Cómo iba a consolarla si tú mismo no crees ni una palabra?

– Lo que yo crea no hace al caso. Lo que digo es que es consolador pensar en los difuntos como aún vivientes, incluso después de la muerte física. Matilda no ha muerto, podríamos decirle a Emilia: ha ascendido a otra esfera de la existencia. Se encuentra en esa misteriosa situación que es la condición del alma separada en la tradición cristiana. En este libro se examinan detalladamente todas las tradiciones mitopoéticas acerca de la vida después de la muerte. Ya sé que para Emilia hasta la fecha esas tradiciones no han significado nada. Pero quizá pudieran servirle de algo ahora…

– Y suponiendo, Juan, que así fuera, ¿quién se encargaría de contárselo? ¿Te encargarías tú de explicarle a Emilia que la muerte de Matilda sólo es una puerta abierta a la vida eterna? Yo no me siento capaz de nada semejante.

– Claro que no, porque tú no lo crees!

– Ni tú tampoco.

– No, yo tampoco lo creo. Pero, sin embargo, puedo hacer como si lo creyera. Practicar una suspension of disbelief. No lo creo, pero pongo entre paréntesis mi increencia al objeto de entender y hacer entender lo que creían quienes lo creyeron. No se trata de que nosotros lo creamos, sino de servirnos de quienes en su día lo creyeron para hacérselo creer a Emilia ahora.

– Lo que tú tratas es sencillamente de engañarla.

– Con buena intención, por supuesto -se apresura a añadir Juan.

Esto de la buena intención ha sacudido a Antonio Vega más que casi todo lo demás. Es inverosímil esta buena intención. ¿Cómo puede Juan Campos, el respetado intelectual, el sabio, el maestro de Antonio, alegar buena intención en un flagrante ejemplo de mistificación y de engaño? Antonio empleaba años atrás, con los niños, y en especial con Fernandito, una técnica análoga a la propuesta ahora por Juan: los Reyes Magos existen y vienen en camellos desde Oriente cargados de regalos el Día de Reyes. Esto no llegaba a ser mentira, era sencillamente una ficción, un cuento de niños, una ilusión que no duraba más allá de los seis o siete años, como mucho. ¿Es esto lo mismo que lo que propone Juan? Sin atreverse, Antonio se atreve a negar toda validez a la propuesta de su amigo y lo dice:

– Eso que propones, Juan, es absurdo. No es ni siquiera buena intención, no digo que tú no la tengas. Digo que es demasiado visible la intención de engañar…

– Engañar para curar…

– No creo que nadie llegue a curarse así. Además, para que funcionara habría que preparar a Emilia concienzudamente, indoctrinarla, persuadirla de que en la muerte de cada uno de nosotros, en la muerte de Matilda, hay algo que no ha muerto, que no muere, que no morirá nunca. ¿Cómo vamos a hacerle creer eso a Emilia, si no lo creemos ninguno de los dos, ni tú ni yo?

– Quizá tengas razón -declara Juan Campos con un suspiro. La conversación le aburre ahora-. Era una simple sugerencia. Olvídalo.

– Voy a decirte yo, Juan, lo que creo que tendríamos que hacer con Emilia: sacarla de aquí. De esto quisiera hablarte ahora, ya ves. Irme con Emilia fuera de aquí, dejar esta casa y sus recuerdos y su tristeza y la tristeza de este invierno y de esta lluvia.

– Eso no lo dirás en serio, ¿verdad, Antonio?

– Lo he pensado en serio y cada día más en serio desde que llegamos aquí. Esta casa, vivir aquí, está dañando a Emilia. Irnos es lo que hay que hacer…

– Te entiendo correctamente, Antonio? ¿De verdad estás pensando en llevarte a Emilia, en marcharos de esta casa? No te creo, ¡es imposible después de tantos años…!

– Imposible no es. No es imposible, Juan.

No es del todo verdad que Antonio haya estado pensando en dejar la casa. Quizá por primera vez esta tarde ha accedido a su conciencia la comezón inconsciente de huir del Asubio. En esta casi repentina ocurrencia se entrecruza, una vez formulada con voz alta, una auto acusación Antonio comprende ahora que ha sido negligente con Emilia durante todo este último año. La agitación del traslado, la minuciosa instalación de todo el mobiliario, los quehaceres de los dos, disimularon en parte la decadencia física y mental de Emilia. Esta tarde, de pronto al escuchar la amable voz de Juan proponiendo esa insensatez pedante de la Suma Teológica, se ha sublevado el fiable Antonio, se ha vuelto agresivo. De aquí la brusquedad del despedirse. Como si la ocurrencia y su puesta en práctica fueran una misma cosa. ¡Ojalá quedaran las cosas ahí! Pero Juan, que ha tomado más en serio de lo que parece la ocurrencia de Antonio, disimula su malestar (que Antonio y Emilia se vayan ahora trastornaría el buen funcionamiento de la casa e incomodaría a Juan) y dice con su acento más tenue:

– Ea, ea, Antonio, vamos a no precipitarnos! No hace aún dos meses, cuando me recogiste en la estación y subimos aquí, hablabas de pasar todo un largo invierno. Entonces, hace nada, no se te había ocurrido semejante cosa. No puede ser, por lo tanto, que lleves pensándolo mucho tiempo. Acaba de ocurrírsete. Es una idea tonta, si me permites expresarlo así…

– ¿Una idea tonta? ¡Seguro que sí! Pero a lo mejor es la única buena idea que he tenido en todo este tiempo. Así que tengo que pensarlo, Juan, si me permites… Porque imposible no es. Es factible, Juan, por costoso que sea.

XXVI

– Una casa, Angélica pide, requiere un cuerpo de casa. Así se decía antiguamente y yo aún lo digo: un cuerpo de casa. Y eso son, en esta casa de campo, Emilia y Antonio. Son y han sido siempre muchísimo más, pero sin dejar nunca de también ser eso.

– ¿Y?

– Y ahora dicen que se van. ¿Qué te parece?

– ¿Se van? ¿A dónde?

– Yo qué sé…, donde sea. Que se van, que se despiden. Que no quieren seguir trabajando aquí.

– No puede ser.

– A ti también te extraña, ¿no? -meliflua ahora la voz de Juan, como quien habla a escuchos.

– ¡Cómo no va a extrañarme, Juan!, ¡si los conozco desde que os conozco! Desde la primera vez que entré en tu casa ellos estaban ya. Y luego lo que contáis todos, lo que Jacobo me ha contado, lo que fue para Jacobo y sus hermanos Antonio. Para Matilda, Emilia. ¡Lo que ha sido Antonio para ti!

– Y que lo digas!

– Pero estás seguro de que se quieren ir?

– Me temo que sí.

– Pero por qué?

Juan y Angélica pasean por el acantilado. Es un día gris-azul, una mañana de nordeste. Hoy no lloverá. Hace frío, la Navidad se viene encima. Jacobo también se viene encima, por cierto. Es por la Inmaculada. El día de la madre (Angélica ha subrayado con un tono ligeramente guasón la onerosa significatividad de ese día de diciembre. Sin duda Angélica hubiera apreciado el chiste de Jaimito que contó Fernandito). Juan ha decidido que es cómodo tener a mano un alma atenta y cándida como Angélica, lo bastante curtida en los análisis de psicología casera para poder pelotear con ella un poco sin comprometerse mucho. Juan ha tomado muy en serio lo de que Antonio va a llevarse a Emilia lejos del Asubio. Y es un contratiempo serio: la viabilidad del Asubio queda amenazada si esos dos se van. Juan, súbitamente, al irse Antonio el otro día, tras decir que quiere alejar a Emilia del Asubio, se ha sentido como Dorian Gray, que, en la novela de Wilde, sube al desván donde ha ocultado su célebre retrato, a observar las marcas que en su bello rostro ha dejado impresa la última iniquidad. La comparación, traída por los pelos, le ha ido pareciendo, a medida que pasan los días, más y más adecuada. Hay un Juan Campos hermoseado por la admiración de Antonio, por su respeto, que aún va y viene por los prados que rodean el Asubio, que aún lee frente al fuego en su despacho como siempre lo hizo, con la misma apariencia serena, meditativa, de un hombre mayor, de un filósofo retirado del mundanal ruido, en su asubio frente al mar Cantábrico. El rostro de ese hombre es aún inmaculado: más bello incluso que de joven, porque la edad ha ennoblecido sus rasgos, ha encanecido su cabeza. Pero la insólita declaración de Antonio le ha sacado de quicio. Reconoce que quizá lo de la Suma Teológica fue un poco excesivo: reconoce que debió de sonarle al pobre Antonio como una ingeniosidad de escaso gusto ante la sincera preocupación de Antonio por su mujer. Y tiene que reconocer que, desde que se instalaron en el Asubio y la situación de Emilia se volvió visible por completo, la actitud de Antonio Vega ha cambiado. Juan contaba con que este cambio sería superficial y acabaría engolfándose en la rutina, diluyéndose en las mansas aguas inmóviles de las costumbres de Juan Campos y el Asubio. Y contaba, por supuesto con que el tiempo acabaría aliviando el duelo por Matilda: un alivio del luto, ¿qué menos? Que Antonio salte ahora con esto de irse, le parece indecente, no puede consentirlo, sería una perturbación insoportable. Y a su vez estos sentimientos de incomodidad, con su efecto multiplicador de incomodidades varias, que crece con los días, le incomodan moralmente porque le hacen sentirse egoísta, maculado, sujeto a una corruptibilidad insospechada: corrupto por la comodidad con que Matilda le dejó instalado. Ha sobrevivido a Matilda. ¿Sobrevivirá a un trastorno doméstico del calibre del que sugiere Antonio? En vista de todo esto, se ha acordado de la novela de Wilde, e, imaginariamente ha subido al desván donde mantiene, cubierto por un gran cortinaje de terciopelo, el retrato que, inspirada por el amor, hizo de él Matilda cuando se casaron y rehízo, a su manera, también Antonio inspirado por el afecto y el agradecimiento del hermoso Juan Campos de entonces, y que el Juan Campos de ahora viene viendo sutilmente resquebrajarse, cuartearse, desfigurándole. ¡Pero bueno, esto es una fantasía! Por eso se alegra Juan de la compañía superficial de su nuera. Angélica le ve hermoso aún, fascinante todavía, inmaculado. Desea de pronto Juan saber, a toda costa, cerciorarse, de que Angélica le ve con tanta belleza como Antonio y Matilda le vieron y como él mismo se acostumbró a verse a lo largo de tantos años de comodidad y filosofía.

Juan observa de reojo a su compañera. Angélica camina a paso largo, adelantándose siempre un poco. De hecho, Juan acorta siempre el paso un poco para que Angélica se le adelante y tenga que volver el rostro al hablarle, como

una discípula. El magnánimo aristotélico anda despacio. Y Angélica viene a ser un Alcibíades femenino que se conserva delgada y erótica. A juego con el delgado otoño cantábrico, tan luminoso el gris azul, el cabrilleante gris plomo del mar, el filo frío del aire produce un delicioso efecto de Eros suspendido. Angélica acaba de preguntarle por qué se quieren ir Antonio y Emilia después de tantos años. Y Juan decide no contarle del todo la verdad porque la verdad de la preocupación de Antonio por Emilia le incomoda lo que más. Le incomoda que al cabo de los años y desaparecida Matilda ocupen las secuelas de ese fallecimiento el lugar que le corresponde a él solo, a Juan Campos, en la atención de Antonio. Siente algo parecido a los celos. Siente que, al distraer a Antonio, Emilia le hace sombra y Matilda reaparece diluida en esa sombra como un fantasma agresivo. Y le incomoda, por supuesto, quedarse sin servicio doméstico de buenas a primeras. ¡Ah, he aquí la contestación que dará a Angélica!

– ¿Que por qué se van? ¿Quieres saberlo, Angélica? Se van porque son servicio doméstico. Siempre lo han sido.

Esta respuesta sorprende a Angélica, que acababa de inclinarse para cortar una florecilla morada que descubrió entre la hierba y que, aún semiarrodillada, alza el rostro hacia Juan como una María Magdalena.

– Pero ¿no erais amigos? Siempre entendí…, Jacobo lo decía, te lo he oído a ti también, que Antonio y Emilia son amigos vuestros. Los amigos no se despiden. No son sirvientes, ¡por eso no…!

– Ah, Angélica mía, acabas de atinar justo en la diana! Acabas de mentar, en casa del ahorcado, justo la soga. De la misma manera que los célebres paying-guests anglosajones o las célebres au-pair girls son sólo la mitad de lo que, cortésmente, se supone que son, así los amigos contratados, caso de Emilia y de Antonio, son, han sido siempre, sólo medio amigos… ¡Ahí tienes la contestación a tu por qué!

– ¡Pero qué fuerte es eso que ahora dices, Juan! Me dejas de una pieza. Es de verdad fuerte, muy fuerte. Es muy duro lo que dices!

– No lo tomes tan por la tremenda. Sólo es una verdad secreta. Una subverdad, subviscosa, de nuestra resplandeciente vida familiar. Matilda detestaba la expresión servicio, servicio doméstico, servicio militar, los servicios… Matilda era una fanática del non serviam. Era ese punto suyo tan profundo, de Matilda, lo diabólico, ése fue siempre su lado-lucifer…

– Pues sabes que me gusta esto, me gusta, Juan. Yo también tengo un lado así, luciferino…

Angélica, incorporada ya del todo, se ha plantado delante de Juan Campos -es casi igual de alta que Juan- y le contempla de hito en hito. Angélica se siente en la gloria una vez más ahora y sabe que este momento es el crucial, el más crucial, en el desarrollo de su relación con su suegro. Y siente una inmensa preocupación por no pasarse de indiscreta ni tampoco de discreta. Una extremada discreción en este caso conduciría al silencio puro y simple -cosa que Angélica detesta-. Juan a su vez, entrecerrados los ojos, un poco ladeada la cabeza, siente lo que siente Angélica y se sonríe sin alterar la seriedad de su semblante. Y exclama:

– ¡Ya! Sin duda Matilda detestaba la noción de servidumbre por los más nobles motivos filantrópicos. Lo que pasa es que la fórmula que de común acuerdo Matilda y yo arbitramos en el caso de Emilia y de Antonio tuvo siempre una alta dosis de ambigüedad: eran amigos nuestros, vivían con nosotros, viajaban con nosotros, educaban a nuestros hijos, nosotros dos les educábamos a ellos dos, y les pagábamos un salario muy considerable. Era un contrato lo que había entre nosotros y, de hecho, cada uno de los dos, Emilia por su parte y Antonio por la suya, firmaron con Matilda y conmigo un contrato laboral, seguridad social y todo lo demás. De todo esto no volvió jamás a hablarse, durante todos estos años ninguno de los cuatro mencionamos nunca este dato trivial pero bien obvio y evidente. Emilia y Antonio eran empleados nuestros. Y además amigos. Sobre todo, amigos. Ante todo y después de todo, amigos. Pero como además eran y son empleados nuestros, ahora quieren irse y se despiden, piden el finiquito, Angélica, el finiquito. La palabra más boba que conozco: finiquito.

– Esto que acabas de decirme, Juan, es muy triste, todo esto es muy triste. En realidad yo lo sabía. Lo sabía por Jacobo, no sé, siempre lo supe. Pero no imaginé que tuviera tanta relevancia, tanto significado, esa doble condición, de empleado y de amigo al mismo tiempo. Es como muy triste, Juan, muy triste.

– Sí que lo es, Angélica, lo es. Pero es la verdad, la subverdad. Una de esas insidiosas subverdades que subcirculan por las claras vidas de parejas como Matilda y yo. No hubiera tenido la más mínima importancia, todo hubiera continuado igual que siempre, de no ser porque ahora Antonio, de la noche a la mañana, se me planta y dice que se va.

– ¿De la noche a la mañana? -inquiere Angélica, horrorizada. Sin querer ha hiperacentuado su interrogación que es casi exclamativa y a Juan le da una risa tonta. Por un breve instante, Juan se echa a reír como si acabase Angélica de contarle un chiste rápido, un buen chiste, velocísimo. No puede negar Juan que siente ahora esa sensación de logro que los narradores sienten cuando logran sacar adelante, con toda brillantez, una escena difícil o escabrosa. En este caso, el logro estético de Juan consiste en haber hecho creer a su nuera que los motivos últimos de la decisión de Antonio son serviles.

– Entiéndeme, Angélica de la noche a la mañana es un decir. Aún no ha pasado nada, aún no hay nada en firme. En realidad Antonio sólo dijo que tal vez Emilia mejoraría si dejaran el Asubio y sus recuerdos, eso fue todo. Pero yo estoy, como tú sabes, educado en la posibilidad. Y, claro: la posibilidad nos hace ver fantasmas. Instalarse en la posibilidad es instalarse en la sospecha. Entre lo que pudiera suceder y lo que sucederá (o quizá no), no parece haber, desde la posibilidad misma, apenas distancia. Es posible que Antonio quiera irse, luego se irá, más pronto o más tarde. Y esto me causará un gran trastorno, me incomodará muchísimo. Y no sólo me incomodará, Angélica. También me dolerá. Porque al fin y al cabo Antonio es un amigo, mi mejor amigo, mi único amigo.

– Pues ahí lo tienes, no se irá! No se irá porque es tu amigo. Es más amigo tuyo que sirviente. Por lo tanto, llegado el momento de la decisión, prevalecerá la amistad sobre el deseo de irse dejándote plantado. Nunca te dejará plantado Antonio, Juan.

– Así lo espero, Angélica. Así lo espero. Porque lo contrario sería una gran lata, una molestia absurda y prolongada que, la verdad, después de tantos años no creo merecerme.

Han ido caminando como a saltos. La cima del acantilado está marcada por un senderillo que permite a dos caminar juntos siempre que uno de los dos se adelante y el otro se retrase. Desde la cima de ese acantilado se ve el inmenso mar que llega hasta Inglaterra si se sigue todo recto. Hay una conmovedora extensión fría y profundamente oscura que bifurcan las proas de las naves, las quillas de las parejas que salen a la sardina y al bonito. El mar que al otro lado son las Indias Occidentales, el mar que son los rumbos, los naufragios, los sueños de prosperidad allende el mar, las Américas. Esa extensión hermenéutica que el mar representa para el paseante que se asoma al mar desde lo alto del acantilado en los alrededores del Asubio, se va velando ahora, a medida que Angélica y Juan se apartan del borde del acantilado y descienden por la vaguada erizada de zarzas y moreras que da paso a los praos moteados en la distancia por el tolón de los campanos de las vacas y por las vacas mismas, las tudancas y las suizas.

Han llegado ya los dos al camino vecinal, que cuesta abajo va a Lobreña y cuesta arriba les devolverá al Asubio. Este camino vecinal, mal asfaltado, serpentea hasta alcanzar la casa de los Campos, así que yendo por el acantilado y cruzando por los praos se ataja. Pero Juan y Angélica se hallan a un kilómetro cuesta arriba de la entrada del Asubio ahora. Ya es bien pasado el mediodía ahora. Ahora suben los dos el uno junto al otro y acompasan el paso de los dos, que es lento y pensativo: un paso hermoso, de matrimonio, de pareja de novios que se llevan bien. Angélica está repleta, hasta los bordes de sí misma, de preguntas, todas ellas esenciales. ¿Cuál preguntará primero? La que salga. Y dice:

– Pero claro, Juan, esto con Matilda no era así. Yo recuerdo que Jacobo siempre dijo que la familia erais todos: vosotros dos, Antonio, Emilia, ellos tres, los niños, y Emeterio, y también Boni y Balbanuz. Jacobo decía siempre que lo bueno era eso, lo estupendo, lo divertido del Asubio, los veranos y las navidades y las semanas santas del Asubio, era que estabais juntos la familia, todos por igual. Y estoy segura de que ahora mismo se lo preguntamos a Jacobo y sale con lo mismo igual que siempre: que la familia vuestra sois todos, sin distinción ninguna de clases ni de nada…

– Y así es. Pero… hay un pero, Angélica, que aquí no sé si debiera yo ponerlo u omitirlo… por tu bien.

– ¿Cómo por mi bien? ¿Qué tiene mi bien que ver con esto?

– Pues tiene que ver, hace un rato ya se ha visto, que todo lo que no sea dar por hecho, por indiscutible, esa total familia que nos incluye a todos por igual y a nadie deja fuera, es sacrilegio. Tú no lo has expresado así, pero ese sentimiento es el fuerte sentimiento que subyace al fondo de tu sensación de extrañeza y de escándalo que he detectado yo cuando te dije que además de amigos, Emilia y Antonio y los demás, fueron, son y serán siempre empleados nuestros. Matilda nunca lo aceptó! No sólo no quiso discutirlo ni conmigo ni con nadie, sino que claramente se negó a aceptar la evidencia y murió en brazos de Emilia, prohibiéndome por cierto a mí visitarla en sus últimos momentos, negándose a aceptar lo que era Emilia de verdad, su empleada. Matilda era, en el fondo, un producto de ese socialismo ilustrado aristocrático de la clase alta inglesa, pasados por Bloomsbury, por los Woolf, por Keynes y por todos los demás, que mantenían una absurda ambigüedad en sus vidas domésticas con respecto al servicio. Y esto puedes leerlo todo ello, palabra por palabra, en el libro de Quentin Beil. Ahí se ven las dificultades que Virginia tuvo siempre con el servicio doméstico, para hacerse servir, organizar el servicio, tratar a los criados como criados y a la vez como iguales, puesto que eran sinceros socialistas de la primera hora. Educada en esa tradición anglosajona y, siendo como era una mujer eminentemente práctica, Matilda pretendió vivir un imposible o al menos discutible hermanamiento que suprimía la estratificación social en aras de la amistad verdadera entre las clases. A mí logró arrastrarme en su entusiasmo, pero Hegel derrotó a Matilda con su Aufhebung. Aufhebung es aquella supresión superadora que retiene eternamente lo que eternamente pretende superar. Al final Hegel acertó y Matilda no. Por eso ha reaparecido ahora el problema con el finiquito de Antonio y su mujer… Si es que por fin, como me temo, se confirma.

Han ascendido la cuesta muy deprisa, impulsados los dos, Juan el primero, por la vehemencia de su elocuencia desatada. Doscientos metros más y estarán dentro del jardín.

Lo único que Angélica acierta a decir ahora, a título de resumen, es:

– ¡Qué maravilla hablar contigo, Juan, todo lo sabes, todo, por terrible que sea tú me lo explicas, tú lo ajustas, tú me lo haces ver con la claridad del mediodía. Cuánto te admiro yo por eso. Te he admirado siempre!

Bonifacio, que andaba trasteando junto a la puerta de entrada, les abre la puerta, entran los dos. Juan sonríe, sin dejar ver la sonrisa embozada detrás del paso largo que ha tomado para alcanzar por fin la entrada de la casa. Pero ha mentido y sabe que ha mentido, ha confundido a Angélica y sabe que lo ha hecho, sonríe por eso: porque ha atinado y acertado y su alma está llena de mentira, como el mar ágil y fuerte bajo la vocación de la elocuencia.

XXVII

Esta vez están todos sentados alrededor de la mesa ovalada del comedor almorzando. Incluso Emeterio se ha quedado a almorzar este mediodía y se ha sentado entre Antonio y Fernandito. Juan tiene a su derecha a Angélica y a su izquierda a Emilia. Antes de sentarse a la mesa Angélica tuvo una llamada de Jacobo diciendo que se viene a pasar unos días con ellos por la Inmaculada. Angélica ha fingido estar encantada pero, en realidad, el regreso de su marido es un incordio. Angélica no sabe lo que quiere. Sólo sabe que no quiere de momento, interferencias entre Juan y ella. Y Jacobo será una interferencia aunque sólo sea porque es probable que insista en que Angélica regrese con él a Madrid al término de sus vacaciones. La llamada de Jacobo coincidió con la entrada de Angélica Y Juan en la casa, y Angélica se retrasó a propósito en el jardín para tener esa conversación. Al colgar el teléfono se sintió desilusionada, como si este trivial acontecimiento que tendrá lugar en breve, el regreso del marido, significara la ruptura con Juan. Angélica ya ha contado a Juan en ocasiones anteriores lo que, como ella dice, nos está pasando a Jacobo y a mí. Y lo que les está pasando es que se aburren juntos. Unido al hecho de que una Angélica desocupada todo el santo día en el piso de Madrid no está en condiciones de recibir a última hora de la tarde a un marido hiperocupado y cansado. No tienen de qué hablar. A Angélica no le interesa el banco y a Jacobo cada día le interesa menos lo que Angélica piensa, siente o lee. Y Angélica en el piso de Madrid ha acabado por sentirse, una vez más, preterida, dejada a un lado, como lo fue cuando la enfermedad de Matilda, sólo que entonces Jacobo y Angélica hablaban más, hablaban mucho. Mientras almuerzan -hoy están tomando filetes de ternera empanados- Angélica se ha apagado y reiniciado varias veces. Su conciencia es como un interruptor con dos únicas posiciones: Jacobo para apagarse, Juan para encenderse. ¡Irse ahora con Jacobo a Madrid sería como volver a las tinieblas exteriores: el piso de Madrid carece a sus ojos de luz propia y su vida en Madrid -la mera idea de esa vida- le ataca los nervios. Aquí, en cambio, en este comedor del Asubio hay un aire vital, discreto, desde luego, pero tenso y cabrilleante como una lámina de agua al sol. Hace tiempo que Angélica abandonó la idea que inicialmente la condujo a quedarse en el Asubio tras volverse Andrea a Madrid: esa idea era la de vigilar y estar al quite porque algo terrible iba a ocurrir en casa de su suegro. Ahora Angélica no cree semejante cosa, al contrario. Ahora cree que Juan la necesita porque, sin ella, no tiene ya con quién hablar. Otra vez luz animosa en la conciencia de Angélica: está claro que su papel está junto a Juan, aunque el contenido de ese papel esté aún confuso. Observa a los otros cinco comensales, que no hablan mucho unos con otros, aunque se comuniquen monosilábicamente entre sí por parejas. Antonio con Emeterio o, alternativamente, Emeterio con Fernandito o, también, hablando un poco más, Juan y la propia Angélica. Sólo Emilia permanece callada frente a Antonio ayudando a sacar los platos o a traer las bandejas. No hay una conversación generalizada en torno a un tema común. Y sin embargo, Angélica se siente ahora en muda pero intensa comunicación con todos ellos. La idea de tener que emparejarse de nuevo con Jacobo en los almuerzos le hace sentirse desgraciada.

– Sabes, Juan? Acabo de hablar con Jacobo, dice que se viene a pasar unos días con nosotros. -Angélica ha hecho este comentario volviendo la cabeza ligeramente hacia Juan por no seguir más tiempo callada. Tiene la impresión de que un excesivamente prolongado silencio por su parte delataría ante todos los demás la intensa torrentera de sus presentes sentimientos. Angélica en efecto, ha traducido el bloque de información plegada en que su vida en el Asubio y con Juan consiste ahora, en una intensa situación emocional: se siente muy emocionada y no desea que nadie, excepto Juan, sepa que se siente así. Está segura de que Juan siente lo que ella misma siente y que ese sentimiento que sienten a la vez los dos sólo lo sienten ellos dos y es, por lo tanto, su particular secreto de ahora mismo. Nada mejor, pues, que referirse casualmente a la llamada telefónica de su marido para aliviar un poco su tensión.

– ¡Ah, espléndido! Unos días aquí le vendrán de perlas a Jacobo -ha comentado Juan.

– ¿Sí? ¿Tú crees? No sé si cuadrará del todo bien ahora… -Angélica no ha podido remediar mostrar a Juan una parte de las reservas con que espera la llegada de su marido.

– Cómo no va a cuadrar? Claro que sí. Seguro que traerá las escopetas. Ahora es temporada creo, de arceas. Jacobo conoce todos los cotos por aquí…

– Sí, es verdad, Jacobo tiene que estar entretenido, es un hombre de acción… -dice Angélica.

– Como su madre -añade Juan.

– Eso. Como su madre. ¿Te fijas que siempre volvemos a lo mismo?

– Volvemos a Matilda. Esta casa es Matilda, esta familia es Matilda. Volvemos a Matilda para bien y para mal. -Juan se lleva a la boca un poco de pan, bebe un sorbo de agua.

Fernando, que ha estado pendiente de la conversación de Angélica y su padre, pregunta desde el otro extremo de la mesa:

– He oído bien? ¡Viene Jacobo, Angélica, creo haberte oído…! ¡Qué contrariedad!

Juan detecta inmediatamente el tono zumbón de su hijo e incluso Angélica detecta agresividad en la exclamación final. Por eso dice:

– Contrariedad ninguna, Fernando, todo lo contrario! Como tú comprenderás es mi marido, me encantará tenerle aquí…

– No lo dudo, Angélica. Pero te encantará contrariándote un poquito, ¿a que sí? Jacobo es un poquito basto. Un noble armario. Un noble semental, aunque en vuestro caso dé lo mismo.

Es tan visible la incomodidad de Angélica, que Antonio Vega interviene sirviendo vino a todos. Para servirles, Antonio se levanta, toma la botella, que está en el centro de la mesa, y va llenando las copas todo alrededor, hasta llegar. de vuelta, a su sitio. Antonio tiene, mientras lleva a cabo esta tarea, la sensación de que camina sonámbulo alrededor de la mesa ovalada. Ha decidido servir el vino tan aparatosamente -lo normal suele ser que en los almuerzos vayan pasándose la botella de vino y la jarra de agua de unos a otros- porque se ha sentido violento al oír a Fernandito. Al levantarse e ir sirviendo alrededor a todos, le ha parecido que caminaba en sueños, como si la escena que tiene ante sus ojos tuviera lugar en otra dimensión: la ajena dimensión de las hostilidades, las puntadas, los enfrentamientos, que ocupa ahora, tras la muerte de Matilda, el lugar que antes ocupaba la alegría de vivir. Desde la última vez que Antonio habló con Juan, tiene Antonio constantemente la impresión de haber ofendido a su amigo de algún modo. La cuestión es que no acierta Antonio a saber cómo o en qué ha podido ofenderle sólo por sugerir lo que se le pasó por la cabeza, lo de llevarse a Emilia lejos del Asubio. Antonio es consciente, por supuesto de que si ese plan se lleva a cabo, aunque sólo sea por un período de tiempo limitado, tendría que buscarse una solución para la buena marcha del Asubio sin Emilia y sin él mismo. Antonio se da cuenta de que su plan alteraría profundamente la rutina de la casa. Pero Antonio a la vez está seguro de que Juan antepondrá, llegado el caso, el bien de Emilia a su comodidad personal. Antonio necesita, en este momento de su vida, creer con firmeza en que, no obstante algunas señales inquietantes nada ha variado en su relación con Juan. Antonio necesita creer que Juan sigue siendo ahora el Juan benevolente y comprensivo que durante tantos años mostró ser. La verdad es que casi ha desechado el proyecto de llevarse a Emilia, entre otros motivos porque no sabría con seguridad donde llevársela si se van de esta casa. ¿Qué harían los dos, solos por primera vez en tantos años, conscientes además, como serían, de que no se van de vacaciones ni han pedido una excedencia, sino de que huyen para aliviar el duelo por la muerte de Matilda? ¿Y si, por otra parte, incluso huyendo, la melancolía de Emilia no cesara? ¿Y si, como un cáncer del alma, el dolor por la muerte de Matilda matara a Emilia en poco tiempo?

Antonio ha servido vino a todos. Emilia, que ha salido del comedor mientras Antonio servía el vino, regresa ahora con una tabla de quesos y un cuenco de frutos secos. Es una escena tranquila, una sobremesa reposada, dentro de un rato Emilia, o una de las ayudantas de Balbanuz, traerá el café. Emilia está en los huesos. De pronto, Antonio constata este hecho como si lo descubriera por primera vez. Con sus pantalones vaqueros y su jersey negro de cuello alto, el rostro de Emilia enmarcado por el pelo negro destella como el rostro alargado de un ángel de un icono, o como una figura menor, masculina, juvenil, del Greco, un personaje secundario situado en un lateral, cuya palidez realza la gola blanca en El entierro del Conde de Orgaz. Una inmensa ternura sobrecoge a Antonio. Siente la boca seca. Emilia está de pie, apoyada en el respaldo de su silla, y dice:

– Dice Matilda que no queda oporto. Lo siento, es culpa mía. La última vez que bajé a Lobreña, me refiero, a Letona, al hacer la lista, olvidé el oporto. Matilda siempre dice que es imposible hacer listas completas: Por cuidado que pongas, algo siempre se te olvida, Emilia, y también a mí…

– No pasa nada, Emilia. Pasaremos sin oporto por un día. La privación es causa del apetito. El oporto que mañana subas, nos sabrá mucho mejor -ha declarado lentamente Juan tras un brote blanco de silencio absoluto que ha durado un instante.

Fernandito esconde el rostro entre las manos. Emeterio se inclina hacia Fernandito y le pregunta algo al oído. Angélica se ha puesto de pie y se ha acercado a Emilia, con el paso rápido y jugoso de una enfermera muy profesional. Juan dice:

– ¿Tienes la bondad, Antonio, de servirme un café?

– Sí, claro. -Antonio sirve un café con la lentitud con que un autómata lo haría, un actor que representara el papel de un robot en un escenario de ciencia-ficción. Da la impresión de que ejecuta los gestos, uno por uno, uno tras otro, guiado por un esquematismo mecánico que imita, con toda pulcritud y precisión, la acción humana de servir un café solo y trasladar luego la taza llena, humeante, desde el punto de partida, el lugar donde Antonio se encuentra, al punto de llegada, el lugar donde Juan se encuentra. El instante es el número del movimiento según el antes y el después. Todo esto está teniendo lugar en un instante que, dijérase, psíquico, mental, si no fuera porque es, a todas luces, físico. Aún, como en un fotograma inmovilizado de una película en blanco y negro, Angélica se adelanta, solícita, hacia Emilia, quien se vuelve a mirarla, sin dar la impresión de reconocerla del todo. Emilia, ahora, lentamente reanuda el movimiento de la escena, girando en dirección a la puerta del comedor, que da a la trascocina y a la cocina, y justo al llegar a la puerta, Antonio se le acerca y le pasa el brazo por el hombro. Los dos desaparecen.

– ¡Pobre Emilia, Dios mío. Es una compasión verla así! -exclama Angélica, que se ha quedado de pie, con ese aire suspensivo de quien se dispone a dar un recado o a administrar un medicamento y descubre que no tiene a quién. Hay una conspicua ausencia de Emilia en el lugar de Emilia, que Angélica contempla como en trance. Ahora, más incluso que hace un momento, tiene el aire de una auxiliar de planta ante un paciente desaparecido, o que se niega a que le tomen la tensión.

– Siéntate, Angélica. Tómate un café -dice Juan Campos.

– ¡Tómate un brandy, Angélica, mejor, que se te pase el susto del fantasma! -comenta Fernandito, que ahora apoya el rostro en la mano izquierda y supervisa la situación con su expresión más cínica.

Está muy guapo así: malévolo y zumbón. Juan Campos piensa: Es igual que su madre.

– Dice mi madre -dice Fernandito- que el oporto engorda lo que más, y encima es adictivo. Es el chocolate del alcohólico, por la concentración que tiene a los veinte años, trasvasado de barrica a barrica, volviéndose el azúcar transparente, tawny, en las bodegas de la Quinta do Bom Retiro. ¡Qué propio, ¿no papá?, de ti, beberte tu buen retiro a sorbos ahora que te ha dejado tu difunta esposa en paz y puedes concentrarte en las alquitaradas ciencias de la lógica de Hegel y de Bradley! Siempre fuiste un ganador, papá.

– ¡No me des la pelma, Fernandito! ¡No seas pelma! ¿A qué viene toda esta agresión? ¿Qué te he hecho yo?… ¿Me acompañas, Angélica? Demos un buen paseo. Estirar las piernas es lo suyo ahora.

Salen los dos del comedor. Juan delante y Angélica detrás, con los pasitos predilectos de la mejor alumna de la clase.

– ¡Joder, Fernando, tío! ¿Qué querías decir? -Emeterio habla ahora por primera vez. Fernandito enciende un cigarrillo-. Tu padre está furioso con razón.

Fernandito no mira a Emeterio, cuya conmovida expresión conoce de sobra, cuya ternura tanto necesita. Sólo dice secamente:

– ¿Furioso? ¡Ojalá! ¡Lo que está es dormido el hijoputa, y además de ligue! ¿No lo ves tú mismo?

– Vámonos a tu cuarto a descansar Fernando! Yo te conozco bien. Conmigo no te vale fingir que te encabronas con tu padre. ¡Vámonos arriba!

Fernandito sonríe por fin. Murmura: Vale, tío. Se van los dos. En el comedor se abre el silencio blanco de la gran ausencia de Matilda.

XXVIII

A veces se caían los vencejos al suelo, las crías, y Antonio Vega y sus hermanos los encontraban aplastados abarrotados de hormigas, al pie del muro. Sólo quedaban ya grises las plumas y los huesecillos grises del cadáver del vencejo, la cabecita, el interior de la cabe cita ahuecada y blanca, como las espinas secas del pescado. Y sentía Antonio entonces una compasión anónima ante esa seca muerte del vencejo, más inverosímil aún que la de los animales terrestres, porque en el esquema de las pobres alas pobladas de hormigas se contenía, imaginario el altísimo vuelo incesante de los vencejos que duermen en el aire y ahí hacen el amor, mecidos por los cálidos vientos del verano. Al caminar los dos, tan lentamente, hacia su lado de la casa, Antonio ha recordado esas imágenes desconsoladoras de los vencejos vencidos por la muerte. Emilia pesa lo que un vencejo. Y al moverse, acompasados los dos, rodeando Antonio ahora la cintura de su mujer, tiene la sensación de que transporta un pájaro mutilado por la experiencia de la muerte. La enfermedad y la muerte de Matilda fueron terribles para ambos. Pero entre Antonio y Matilda había una distancia natural que -no obstante estar llena de afecto- impidió el contagio. Antonio tiene la sensación de que Emilia estuvo tan cerca de Matilda al morir, que se le contagió la desesperación el terror al vacío inminente. Por eso, el duelo de Emilia, a diferencia del de Antonio (y también, por cierto, a diferencia del duelo de Juan Campos), da la impresión de acrecentarse al pasar los meses, los dos años que han transcurrido ya, como si no fuera nunca a disolverse, a pesar de las ocupaciones cotidianas, las rutinas caseras que hasta ahora tan puntillosamente cumple Emilia. Matilda es como un guijarro ahora, arrastrado por un somero río de montaña: cambia de lugar, pero no se diluye en el agua ni se confunde con los otros guijarros o con el cieno: rueda puliéndose, inmensas distancias, hasta volverse una nítida piedra lamida y dulce que encuentran los niños en la playa. Al hallarse libre de toda viscosidad, al no mezclarse con nada trivial, cotidiano, al no contener nada que no sea ese mismo dolor, ese guijarro de la experiencia de la muerte de Matilda es un dato absoluto. Todo gira en torno a esa piedrecita, firme, clara y pulimentada, que reseca la carne y la conciencia hasta ocuparlo todo. Por eso Emilia, piensa Antonio -ya han llegado a su apartamento, Emilia se ha sentado frente a la televisión apagada-, habla en presente de indicativo de Matilda, piensa en ella constantemente así, hasta decirlo en voz alta, como en el comedor hace un rato.

– Antonio, las monjas decían que el alma es inmortal. ¿Crees tú eso, que el alma es inmortal? -La voz de Emilia es tan leve como era su peso al regresar los dos a su lado de la casa hace un rato. Antonio ha trasteado un poco en la cocina del apartamento, más por no agobiar a Emilia que porque tenga nada que hacer. Es temprano aún para cenar. Demasiado temprano aún para encender la televisión. Son sólo pasadas las cinco de la tarde, aunque ya ha oscurecido afuera y Antonio ha corrido las cortinas y encendido el fuego. Este cuarto de estar ha cambiado muy poco desde los primeros tiempos del Asubio cuando llegaron Emilia y Antonio aquel primer verano y los niños eran aún pequeños. Es, sin embargo, aún confortable. Y Antonio se ha acostumbrado a sentarse junto a Emilia en el sofá a entrever el fuego de la chimenea, a entreoírlo, a la vez que el sofocado oleaje del pinar que rodea ese lado de la casa. Nunca hasta hoy ha tenido Antonio sensación de soledad en el Asubio o en el piso de Madrid. Le alegraba la presencia de Emilia cuando Matilda y Emilia volvían de sus viajes y pasaban los días descansando con toda la familia. Pero no le entristecía quedarse solo. Antonio estaba acostumbrado a estar solo, con una soledad aliviada por las conversaciones con Juan y por su trabajo en la casa. Esta tarde, sin embargo, el sentimiento de soledad le parece opresivo, como si se hallara en un lugar extraño, en el extranjero, en una habitación de hotel en una ciudad desconocida. ¡Qué insensato ha sido al decirle a Juan el otro día que Emilia y él van a dejar el Asubio! Desde que lo dijo, el sentimiento de soledad se ha desplomado sobre Antonio como un sentimiento de culpabilidad. Y esta tarde, observando de reojo a Emilia, que permanece inmóvil y pálida frente al televisor apagado, casi en la misma posición que adoptó al entrar y sentarse, se siente solo y culpable. Y se siente a la vez absurdo, puesto que no está solo -está con Emilia- y no acierta a reconocerse culpable de nada en concreto. Se sintió, es cierto, irritado con Juan cuando Juan propuso lo de la Suma Teológica, pero fue una irritación pasajera, fruto de su preocupación por Emilia. Y nada nuevo ha sucedido desde que llegamos aquí hace dos meses, se dice Antonio a sí mismo, con más vehemencia de la necesaria, como si tratase de persuadirse a sí mismo o a un interlocutor imaginario que negase que nada ha cambiado. Nada ha cambiado -repite Antonio mentalmente-. Al repetirlo se da cuenta de que lo repite porque teme que no sea verdad. Ha empeorado Emilia, ha adelgazado, parece consumida, habla muy poco y en ocasiones anteriores, no sólo este mediodía, se ha referido a Matilda en presente. Este cambio es como una jaqueca, reaparece en cualquier momento a lo largo del día o de la noche, algunas noches desvela a Antonio durante horas, inmóvil boca arriba en la cama. Pero aquello que Antonio niega con vehemencia que ha cambiado y que en el fondo teme que haya cambiado y por eso lo niega, no es el empeoramiento de Emilia sino el emborronamiento de Juan Campos.

– No me has contestado, Antonio. ¿No me has oído? ¿No sabes contestar? Decían que el alma era inmortal, las monjitas…

Antonio no sabe qué contestar. Se da cuenta de que una parte de esta dificultad de contestar a su mujer procede de que se le ha contagiado la perpetua problematicidad con que Juan Campos impregna todas sus afirmaciones filosóficas y en especial su filosofía casera. Así que no se decide a contestar a Emilia por un prurito de decir la verdad, pero a la vez se siente ridículo porque no sabe qué es la verdad en este caso. ¡Igual es verdad que el alma es inmortal! Lo que Antonio hace es sentarse junto a su mujer y decirle:

– Ya sabes que te escucho siempre y que te quiero. Si las monjitas decían lo del alma será verdad. Lo más verdad de todo es que te quiero, Emilia…

La ternura tiene este consabido efecto pacificador que ahora hace sonreír a Emilia. Viene a ser como si, mediante la dulzura de las palabras de su marido, acercara al fuego las manos congeladas. Se quedan sentados los dos, el uno junto al otro.

Emilia apoya la cabeza en el hombro de Antonio. Pasa menos bronco el tiempo, como si hicieran el amor. Y Antonio vuelve a lo de antes: lo que ha cambiado perturbadoramente en la casa es Juan Campos. Este reconocimiento se impone en la conciencia de Antonio como una detonación repentina. Juan ya no es el que era aunque parece que sigue siendo el mismo. Esta detonación queda en el aire asustando a Antonio y sin permitirle sacar ninguna conclusión. Antonio tiene la impresión de que estos últimos meses Juan se ha encogido. Habla menos con el propio Antonio, mucho menos que antes. Produce ese efecto que causan las personas aquejadas de una ligera sordera: que sólo prestan atención si descubren que su interlocutor les habla, mueve los labios, hace algún ademán, pero si dejan de verle o cambian de posición no le oyen, o le oyen muy imperfectamente. Así Juan da la impresión ahora de haberse quedado un poco sordo y presenta a ratos el aire ausente de los ligeramente sordos. Pero ocurre que, desde la aparición de Angélica, Juan empieza a presentar un aspecto desconcertantemente alerta. Al principio Antonio creyó que la compañía de una persona más joven que no pertenece directamente a la familia íntima relajaba su duelo. Pero el caso es que la relajación -que es muy visible cuando está en compañía de Angélica- no ha disminuido el grado de cerrazón o de ensimismamiento o de sordera. Sigue tan desatento como siempre, sólo que ahora es un desatento reanimado por la conversación, un tanto trivial, de Angélica, su nuera.

– Pero las monjitas tampoco eran tanto -dice de pronto Emilia, separando la cabeza del hombro de Antonio, separándose un poco de Antonio, con el gesto casi imperceptible de quienes en medio de una conversación amistosa y larga de pronto descubren una diferencia de opinión o de sensibilidad, que no llega a interrumpir la cordialidad profunda o a separarles, pero que les distancia sólo un poco, lo suficiente para que se advierta, como ahora entre Antonio y Emilia, una separación, una cesación de la ternura precedente-. Sí. Lo del alma lo decían, sí, que era inmortal, lo tenían a la fuerza que decir porque lo tenían a la fuerza que creer. Las personas religiosas, las católicas, eso lo creen, y les era fácil además. Sabes, Antonio. Eso también siempre al oírlas lo pensaba yo, una niña se murió una vez, y otra vez el padre de una niña de repente, y lo que decían es eso: no se ha muerto, se ha ido al cielo. Y viéndolas, quiero decir a las monjitas viéndolas, era eso fácil de tragar, muy fácil, pobrecillas, dónde iban a ir si no. Eran tan mortalmente aburridas e insignificantes todo el tiempo, tan sumisas y algo malas, a ratos bastante malas inclusive, aunque se arrepentían en seguida, que yo pensaba: menos mal que después se van al cielo. Con las monjitas yo no estuve mucho. Sólo el parvulario y la primaria. Allí nos enseñaban a ser buenas, a ser limpias, a no decir mentiras, a rezar, y a pensar, cuando alguien se moría, que el alma se iba al cielo. Bueno, o al infierno si habías sido mala mala, o al purgatorio si habías sido medio mala, o al limbo de los niños si por desgracia se morían sin bautizar. Antonio, yo tenía la impresión a veces que casi era el limbo lo mejor de todo aquello. En el limbo por lo menos miras y no sientes ni padeces, no sabes ni que estás. A todos los efectos, como no lo sabes, pues no estás. Estás de más: liquidación completa de existencias, como los comercios en las quiebras, igual el limbo. Yo pensaba: qué bonito: acabar en el limbo sin siquiera saberlo, ya sin pena ni gloria para siempre, en paz. Pero era un caso extremo lo del limbo, sólo para los sin bautizar. Lo suyo, según las monjitas, era el cielo. Bueno, o el infierno, si eras mala, mala mala. Y claro, lo mismo el cielo que el infierno, para ir a uno cualquiera de los dos, el alma tenía que al morirnos no morirse, el alma era inmortal. Todo eso, yo luego lo olvidé, Antonio. Era una ñoñería: pasó el tiempo, pasó el tiempo, pasó el tiempo y conocí a Matilda y te conocí a ti y se me olvidó el cielo y el infierno. Pensé que la gloria era de este mundo. Vosotros dos. Pero distintos cada cual: tú eras mi casa y el reposo y el retiro de la vejez, y llegaría, nos llegaría, a ti y a mí lo mismo que a Matilda y a Juan. Matilda era en cambio una perpetua novedad, un viaje. Y ya no pensé más. Y cuando Matilda se enfermó… Ahora no sé… Ahora pienso que es verdad lo que decían las monjas, a la fuerza tiene que ser todo verdad y Matilda está en el cielo. ¿Verdad, Antonio? ¿Verdad, Antonio, que Matilda ahora escucha esto que digo, sabe que hablamos de ella y está presente en esta habitación y en esta casa, porque ni tú ni yo la olvidaremos nunca y no la hemos olvidado? ¿Cómo voy a olvidarla yo, si todo el tiempo está conmigo, ahora mismo está conmigo y contigo, aquí los tres?

Antonio está contento de que Emilia hable tan seguido y están juntos otra vez, muy juntos, mientras Emilia habla, Antonio retiene las manos de Emilia entre sus manos y siente frías las palmas de las manos de Emilia, un poco húmedas, como dos animales desiguales que se tranquilizan e intranquilizan a la vez, los dos metidos dentro de un cajón pequeño, tapado con una tapa con agujeros para que puedan respirar. De pronto, sin embargo, Emilia, bruscamente, saca las manos de entre las de Antonio y hace un gesto extraño, como la espantada de una mula. Es como una coz imaginaria.

– Eran también unas imbéciles insignificantes las monjitas, que mentían. También eso es verdad, Antonio, eso también. Con Matilda alguna vez lo hablamos: le conté las monjitas cómo eran y Matilda se reía y las llamaba ñoñas y pitiminís y tiquismiquis y quería decir que no eran nadie, que eran hipócritas y falsas e insignificantes como piojos y tenían que tener el cielo porque las comía la miseria en este mundo. Pero a Matilda no, y a mí tampoco. ¿Pero entonces qué ha pasado? ¿Entonces Matilda ya no existe? ¡Eso es lo que ha pasado, eso es lo horrible!

Emilia ha hundido la cara entre las manos y gime. Es un ronquido respiratorio como si se ahogara, es como el gemido de un animal atrapado que no sabe salir y que se enreda cuanto más se mueve y gime. Antonio abraza a su mujer y la acuna. La desesperación les acuna a los dos como una madre mutilada.

XXIX

Antonio Vega tiene estos días la sensación de que no oye bien. Viene a ser como la sensación que se tiene cuando se padece un catarro fuerte o una gripe. La vida prosigue en torno nuestro pero no se oye bien. El emborronamiento acústico resulta más molesto que la vista nublada. Viviendo, como Antonio vive, en un contexto familiar consabido, la visión resulta menos importante que la audición: vamos y venimos por los lugares familiares poco menos que a palpón, como a ciegas. La compresencia del mundo circundante está tan tácitamente aceptada por todos nosotros que no necesitamos mirarla para saberla, para contar con ella. En cambio, a través del oído acceden las anomalías y las excepciones. Oímos los sobresaltos que no vemos, la voz, las voces, los ruidos, los silencios nos dicen -penetrantes- todo lo que nos dice a medias o no nos dice la mirada. Por eso, Antonio estos días tiene una sensación como de miope, porque no acaba de oír del todo bien. Hay un zumbido en el mundo circundante que no tiene emisor en apariencia, equivalente al Il y a de Levinas, equivalente a un impersonal ello que levemente zumba. Retumba levemente sin emisor preciso. Viene a ser como una noche donde hay nada, hay la sensación silenciada del hay. Y lo que hay para Antonio Vega estos días es una sensación borrosa de presencia sin presencia, de existencia sin existencia, de realidad sin realidad. A consecuencia de esta sensación que desde la última tarde con Emilia le acompaña sin cesar, tiene Antonio que sobreponerse continuamente a la desgana de atender a lo que dicen los demás, una desgana que le parece culpable -se siente responsable de esta desgana- porque su función en casa de los Campos ha sido siempre atender a los demás. Antonio Vega apenas recuerda ya a estas alturas de su vida -y no lo echa de menos- aquel tiempo inicial, allá en el banco, en los negociados del banco, cuando su única obligación consistía en, según la expresión bancaria, sacar el curro y ocuparse de sí mismo. Ocuparse consigo mismo dejó de ser una ocupación muy poco tiempo después de entrar en casa de los Campos. Fue succionado por los críos, por Juan, incluso por Matilda, que succionaba, a su vez, a Emilia, quien a su vez le succionaba a él mismo, porque le había enamorado. Y Antonio Vega les dijo a todos -sin decírselo- ¡heme aquí! Y lo entendieron todos a la perfección, a la primera. Y ahora es después. Todo lo esencial ya ha sucedido y ahora Antonio no oye bien. Se siente de pronto duro de oído y preocupado, y casi atemorizado a ratos por el sonido irreprimible de aquel ¡heme aquí!, aquí estoy, con su subsonido del hay, del ello, que no sabe interpretar.

Por eso Antonio Vega, al encontrarse ayer a mediodía en el jardín con Fernandito, le habló con la urgencia y la precisión de alguien que no oye bien y que no se oye bien y que desea transmitir un mensaje importante cuya comprensión queda enteramente a cargo del receptor, de tal suerte que el emisor confía que cualquier borrosidad o ambigüedad sea subsanada por la comprensión ideal de un receptor ideal, que en este caso es Fernandito Campos. Así que le dijo:

– Fernando, estoy tan preocupado por Emilia que ya no sé qué hacer. A lo mejor tú, que tanto te pareces a tu madre, pudieras ayudarla más que nadie, si hablaras con ella, si quisieras hablar con ella un rato, con cualquier pretexto, ya sé que no es muy fácil hablar ahora con Emilia, pero no hablar con ella es como matarla. Por favor, yo te pido, Fernando, que hables con Emilia con cualquier pretexto, o sin pretexto, por las buenas. Vas y hablas con ella por las buenas. De lo que se te ocurra, da lo mismo…

– Vale, Antonio -contestó Fernandito-, así lo haré. Hoy mismo sin falta lo haré.

Fernando Campos ha respondido de inmediato. Le ha conmovido el acento de Antonio, que no hace sino subrayar la obvia decadencia de Emilia, su desfiguración. También le ha envanecido: se ha sentido valorado por Antonio, que -Fernandito supone- no ha logrado interesar a su padre en esto mismo. Se ha sentido, pues, halagado por tener que desempeñar el papel que su padre, sin duda, se ha negado a desempeñar. De esto tiene Fernando seguridad absoluta: está convencido de que Antonio ha acudido a él después de haberle pedido lo mismo a Juan y haberse dado de bruces con la pasividad paterna. No lo sabe a ciencia cierta, pero tiene la seguridad de que Antonio ha procedido como él supone: ha pedido este gran favor a quien considera la persona más responsable de la casa, el cabeza de familia, pero sucede que la familia está descabezada ahora: la cabeza nunca fue Juan, la cabeza siempre fue Matilda. Esta evidencia maliciosa hace que Fernandito se sienta bien ahora, como vengado: él sustituirá a su padre en este grave asunto de la depresión de Emilia. Ni por un instante le preocupa qué haya de decir o de dejar de decir a Emilia, si ha de consolarla, o hablarle de Matilda, o dejarla llorar, o dejarla hablar. Quizá -decide Fernandito- esto sea lo mejor de todo: dejarla hablar. Pero no como mi padre nos ha dejado hablar a todos siempre -para ahorrarse la fatiga de tener que contestar-, sino porque ante el sincero interés de Fernando, Emilia abrirá su corazón, se aireará y se mejorará. Fernandito está seguro de que haga lo que haga, diga lo que diga el propio Fernandito, Emilia, tras su intervención, mejorará sensiblemente. No puede remediar ni el rebote de la vanidad que la tarea encomendada le provoca, ni el rebote reflexivo que desde muy joven acompaña siempre sus acciones deliberadas. Este segundo rebote, el de la reflexión, rebaja el rebote de la vanidad, azuza a Fernandito, quien -al sentirse justo, al sentir que está a punto de cumplir con su deber (porque sin duda se trata de un deber) – se siente también justificado, hermoseado. Y piensa en Emeterio. No verá a Emeterio hasta mañana al mediodía, tal vez hasta mañana por la noche, ¡esto qué lata es, Dios! ¡Este no tener a Emeterio siempre a mano! ¡Este tenerle, intermitentemente, a mano ya trasmano! ¡Qué jodida lata es! Irá a ver a Emilia de inmediato.

Va en busca de Emilia y no la encuentra en casa. Encuentra, en cambio, a Antonio en el garaje. No está el monovolumen y los dos suponen que Emilia ha bajado a Lobreña. A veces baja a recados después del almuerzo. A Fernandito se le ocurre un comentario que desconcierta a Antonio:

– Vaya, me alegro. Si va a recados es que está mejor.

– No sé si es eso. Como no está el coche… No, no está mejor. Tampoco está enferma. Si estuviese enferma empeoraría o mejoraría. Iríamos al médico. Pero no está enferma. Lleva así desde que murió tu madre, o sea, va a peor porque pasa el tiempo y sigue igual…

– Es un trastorno mental… -intercala Fernando.

– Lo es y no lo es. No está trastornada Emilia. Hace la vida normal, tú mismo lo ves, va y viene, hace los recados, ayuda en casa. Hace lo mismo de siempre. En fin, no sé. Por eso te agradezco que vayas a buscarla, hables con ella. Tengo la sensación de que a mí me tiene demasiado cerca, apenas me distingue de sí misma, supongo.

Mientras hablan, Fernandito decide que irá en coche a Lobreña en busca de Emilia. Decide todo: que ha salido en coche, que ha ido a Lobreña, que la encontrará de tiendas en Lobreña y también que en esa situación tan cotidiana de ir de compras la conversación con Emilia será fácil. Decide que se resolverá esta tarde. Le comunica todo esto a Antonio, que de pie ante Fernando tiene una expresión rara: la expresión de alguien que acaba de tener un accidente, sale ileso y mira alrededor suyo en busca de un punto de apoyo trivial, un policía, un enfermero, un conocido, el paisaje conocido, o la calle… El caso es que Fernandito tiene prisa por ponerse en marcha. Ahora ponerse en marcha es una comezón irresistible. Se dirige hacia su Porsche Boxster, que resplandece negro, lujoso, trivial en su hermosura mecánica, en su lujosa negrura satinada, como una repentina sinécdoque de Fernandito: pars pro toto. Confusamente, Antonio percibe también todo esto y de pronto teme haberse equivocado: ¿estará Fernandito, este joven ejecutivo del Porsche Boxster, a la altura de las circunstancias? ¿Será capaz de compasión, de comprensión, de ternura, cuando se encuentre con Emilia -si por fin la encuentra-? Hay algo idiota, como un precipitado signo peliculero del American way of life en este salir a toda mecha en un descapotable negro en busca del baqueteado monovolumen de Emilia. Antonio va a decir que no: no vayas, Fernandito, va a decir, pero es ya tarde. El Porsche sale ya marcha atrás, ya gira el Volante enfilando la salida del jardín. Cruje la grava. Su crujido elegante.

Antonio decide ahora seguir con lo que estaba, ordenando los catálogos de jardinería y fertilizantes de las estanterías de su habitación en el garaje. Este lugar, el cobertizo del tiempo de los niños, de los primeros tiempos del Asubio sigue siendo tranquilizador, con su olor a garaje, a gasolina, a botes de pintura, a carpintería de pueblo. Antonio se sienta frente a la estufa y aspira el aire cálido del alrededor de la estufa, la seguridad del estufón encendido, la firmeza del pasado recordado, el amor recordado…

Le asalta de pronto la idea de que Emilia, súbitamente obnubilada, como cuando gritó, gimió, hace unas noches, corra el peligro de suicidarse. ¿Y si -incluso sin intención de suicidarse- se deja llevar por su obsesión, se distrae, tiene un accidente mortal? No puede de pronto Antonio parar quieto. Se levanta de un salto. Irá él también en busca de Emilia. Se monta en el Opel, sale marcha atrás, gira el volante para enfilar la salida. Aparecen en la terraza de delante de la entrada Juan y Angélica que, embutidos en sus abrigos, tienen el aspecto de ir a darse un paseo. Le saludan los dos con la mano. Antonio corresponde al saludo y acelera hacia la salida. La verja está abierta. Junto a la verja, Boni le detiene para preguntarle qué pasa, si ha pasado algo, cómo es que todo el mundo sale ahora precipitadamente en coche, al mismo tiempo. Antonio, que ha bajado la ventanilla, dice a Boni que va en busca de Emilia. Boni asiente sin decir nada, sin entender bien qué ocurre. Por el retrovisor Antonio ve a la elegante pareja de suegro y nuera bajando a paso de paseo por el jardín hacia la salida. Una imagen hiriente, que hiere a Antonio en ese momento. Sin saber bien por qué, acelera el coche cuesta abajo en dirección a Lobreña.

XXX

En todo el recorrido que va del Asubio a Lobreña, el serpenteante camino vecinal en cuesta, no aparece el monovolumen de Emilia. Fernandito no ha podido reprimir la ajustada precisión de su Porsche, que se embala o se frena con una leve presión del acelerador o del embrague o del freno, como si conducir el coche fuese equivalente al pensamiento de conducir el coche: esto se conduce solo -repite Fernandito el tópico que los aficionados a los coches dicen de un coche así-. Conducirlo es un lujo, pero el lujo es, en este caso, un contagio físico, un leve impedimento para ir en busca de alguien tan impredecible como Emilia. Emilia puede haber metido su monovolumen por cualquier atajo, haberse parado en cualquier recodo entre las zarzas y haber seguido a pie, haber llegado a cualquiera de las playucas o haberse sentado en la cima de los acantilados, puede haber llegado a Lobreña y haberse -como supone Fernandito- metido en el híper, al otro lado de Lobreña, en las afueras, y haber dejado el coche en el aparcamiento. Que esto sea lo que ha hecho Emilia, es un supuesto cada vez más claro para Fernandito. La docilidad del Porsche y este pensamiento se unen para que Fernandito cruce Lobreña de un tirón y aparque en el aparcamiento del híper. Es media tarde de un día de semana. El aparcamiento puede recorrerse de un vistazo, hay sólo un monovolumen al final, color rojo, que no es el de Emilia. Para cerciorarse bien del todo, Fernandito da una vuelta por todo el aparcamiento del híper y finalmente aparca. Es entre dos luces, hace frío aunque no llueve. Las últimas casas de Lobreña titilan, dislocadas, como señales de peligro. Hay entre casa y casa, en los pueblos de la Montaña, al caer la noche, una zona oscurecida que se corresponde con los corrales, con los jardincillos con las callejas sin asfaltar que regatean entre las casas como riachuelos secos en épocas de lluvia. Se convierten temporalmente en riachuelos, barrizales que reflejan y no reflejan las farolas de las esquinas las farolas de los portalones las luces de las cocinas y los cuartos de estar, pocas luces, entre dos luces. El híper, en cambio, es un lugar hiperiluminado que crea su propio espacio intervecinal, sin medias luces, esperpénticamente iluminado como una payasada. Se apea Fernandito. Dará una vuelta rápida por los departamentos semivacíos a esta hora. Quizá Emilia ha dejado el coche en otro sitio: tiene que estar aquí, dónde si no. Recorre Fernandito toda la nave cuadrangular de dos pisos del híper a buen paso. No está Emilia. La cafetería está en el primer piso. Las mesas de la cafetería se asoman al balcón del primer piso como a un patio de vecindad. Parece ser que en estos últimos tiempos el híper se ha convertido en un lugar de reunión para la juventud de Lobreña. Ahí pueden tomar unos perritos calientes, unas hamburguesas renegridas sobre una base de queso fundido, tomate, pepino yaros de cebolla. Es, a su manera comarcal, un sitio muy americano. Todas las cafeterías de todos los hípers de los inmensos Corn States son, en diez veces más grandes así. Quizá por eso la juventud de Lobreña, que no acaba de aprender del todo bien inglés se viene aquí a tomar sus Coca-Colas y sus ketchups. Fernandito detesta estos lugares, pero aún convencido de que Emilia no puede estar en ningún otro sitio a estas horas, sube a la cafetería. Sentados frente a frente, ambos con sus vaqueros y sus chupas moteras, Emeterio y la novia. Hay que joderse.

– Vaya, hombre, ¿qué hacéis aquí? -Fernandito ha enrojecido, por un instante la punzada de celos enciende su elegante rostro sombrío.

– ¿Y tú? ¿Qué haces tú? Tómate algo -dice Emeterio, cortado.

Fernandito se queda de pie.

– Siéntate, tío, tómate algo -dice la novia.

– ¿Habéis visto a Emilia? -pregunta Fernandito.

– A Emilia, no, ¿por qué?

– Porque se ha ido de casa.

– ¿Cómo que se ha ido?, ¿querrás decir que ha salido?

– Ya, pero como está como está… He salido yo a buscarla, tengo que hablar con ella. Pensé que estaría aquí.

– Tómate algo, venga -repite Emeterio, cortado.

Verle es conmovedor. Le cohíbe la presencia de Fernando. Fernando sabe que su presencia le cohíbe. No se sentará, no tomará nada, no dará la menor conversación a la novia, no la reconocerá como tal novia. La infelicidad de los celos, el innoble horror de sentir celos, la ira, la vergüenza…, todo esto ocupa ahora a Fernandito, le mantiene de pie.

– Tengo que irme -dice.

– Tenemos que quedar los tres, ¿vale? -dice la novia. Es una chica mona, quizá veinticinco años. Seguramente está enamorada de Emeterio. Será seguramente una buena mujer de Emeterio. Es casi seguro que no alberga el menor recelo con respecto a Fernandito. Es probable incluso que, caso de enterarse, comprendiera la clase de relación amorosa que hay entre Emeterio y Fernando. Parece una buena chica. Fernando sabe todo esto. No puede remediar los celos, el aborrecimiento.

– Tengo que irme -repite. Y dirigiéndose a Emeterio-: Si ves a Emilia por aquí, dile que la estoy buscando.

– ¿Ahora dónde vas?

– Voy a buscar a Emilia, ya te lo he dicho.

Ahora ya se va. Se vuelve y dice:

– Quedamos que comeríamos mañana. Hemos quedado a comer mañana. ¿No es así? Mañana, Emeterio. Al mediodía en casa de tus padres.

Gira en redondo, baja las escaleras del híper sin querer oír la respuesta sin volverse a mirarles. Cuando sale es ya noche cerrada. Ha olvidado a Emilia. La irresponsabilidad de los celos puntea su cabeza como los timbrazos de un teléfono en una habitación vacía. Se sienta en el Porsche sin encender las luces. ¿Va a quedarse a esperarles? Tiene una sensación pulsátil en las sienes, como el principio de un dolor de cabeza. Fernandito se agazapa en el interior del Porsche negro, que se agazapa a su vez, ahora que parecen haber disminuido las luces del aparcamiento en la entrante noche. Sabe que no debe quedarse ahí a esperarles sabe que no debe seguirles, quiere irse, no puede irse, desea acostarse con Emeterio ahora, liarse a patadas con la novia. Se echa a llorar. Está perdido. Ha olvidado a Emilia.

Antonio Vega está perdido en la noche. Ha dado una vuelta por los alrededores, ha regresado a Lobreña en busca de la casa-cuartel de la Guardia Civil. Ahora saluda al guardia de la entrada, que le dice que pase. Le atiende un cabo primero que toma nota de su declaración.

El cabo primero no acaba de entender del todo lo que quiere Antonio Vega. El propio Antonio Vega se da cuenta, nada más empezar su declaración, de que es absurda: lo más probable es que Emilia haya regresado al Asubio a estas horas. Aún no son ni las diez de la noche. Antonio pide disculpas. Balbucea:

– Mi mujer no se encontraba bien estos días. Salió con su coche esta tarde. Disculpe… No he llamado a casa. Debí pensar en eso lo primero. ¿Puedo llamar desde aquí?

El cabo le indica amablemente el teléfono que está encima de su mesa. Tardan en coger el teléfono. Por fin se pone Juan

– Soy Antonio, estoy en Lobreña. ¿Ha vuelto Emilia?

– ¿Emilia? -La amable voz de Juan suena un poco alejada, como si mantuviese el auricular un poco separado al hablar-. No sé si ha vuelto, no sabía que hubiese salido…

– Salió con el monovolumen sin decirme nada. ¿Tendrías la bondad de llamarla al apartamento?

– Desde luego. Claro que sí, ahora mismo llamo. Espera, no cuelgues.

Transcurre un instante interminable. Antonio, sentado frente al guardia civil, en la impersonal oficina de la casa- cuartel, no mira a su alrededor. Contraído. La angustia ante la posibilidad de que Emilia no haya vuelto a casa contrae su ánimo, reduce su conciencia a una bolita de acero encerrada en el laberinto de un juego de niños (es una cajita pequeña, cuadrada, con un cristal encima, que permite ver cómo la bolita de acero recorre el minúsculo laberinto: el juego consiste en hacerla entrar por una determinada dirección -hay una única dirección válida- para que salga así del laberinto y llegue así al punto final). Angustia. Vuelve a oír la voz de Juan:

– En el apartamento no está. Ni tampoco en el lado nuestro. Es muy temprano todavía, no te preocupes.

– No es temprano, son las diez. Es tarde para nosotros, para Emilia…

– Habrá ido al cine. A visitar alguien en Letona, quizá. Seguro que llega de un momento a otro…

– No hay nadie en Letona, Emilia no conoce a nadie…

– Lo mejor es que vuelvas y la esperas aquí.

– Vale, Juan, gracias.

Antonio alza los ojos: tiene ante sí al cabo de la Guardia Civil. Un hombre de mediana edad, alrededor de los cincuenta, un poco fondón, una cara amable. El rostro del guardia entrevisto desde la angustia tranquiliza un poco a Antonio. Seguramente es padre de familia, la mujer y los críos estarán en el piso de arriba de la casa-cuartel. Con sólo mirar de refilón su rostro, Antonio está seguro de que este guardia civil hará todo lo que pueda por dar con Emilia.

– Mire, vamos a hacer una cosa -dice el guardia-. Va a darme usted los datos de su mujer, una descripción de su aspectos el número de matrícula del coche, y voy a ponerme en contacto con otros puestos de por aquí cerca y con Letona. Seguro que damos con ella.

– ¿Me quedo aquí? -pregunta Antonio. Preferiría quedarse aquí, con este guardia civil, en esta oficina destartalada de la casa-cuartel de Lobreña, pero comprende que es mejor que vuelva a casa. Deja el número de teléfono del Asubio.

Al salir, el frío de la noche marítima le envuelve como el frío impersonal de un pueblo desconocido. De pronto todo lo familiar, Lobreña, el Asubio, la carretera comarcal que conduce al Asubio, es extraño, amenazador. Pone el Opel en marcha y regresa al Asubio.

Bonifacio le abre la cancela. Le dice que ha estado pendiente toda la tarde, que Fernando no ha vuelto todavía, ni Emilia. Le dice que no se preocupe. El rostro de Bonifacio, como el rostro del cabo de la casa-cuartel, le tranquilizan al presentirlos, viéndolos sólo de refilón, como vemos los rostros diariamente, sin mirarlos detenidamente, como adivinándolos, registrándolos casi como apariciones inmanentes que sin embargo trascienden por completo nuestra conciencia. Esos rostros entrevistos nos afirman o nos niegan, con su bondad o su maldad o su indiferencia. Afirman la existencia de un mundo humano más allá de nosotros, independiente de nosotros. En el caso de Bonifacio su rostro es tranquilizador como su voz o sus ademanes rutinarios. Su cortesía de empleado predemocrátíco. Antonio sonríe al pensar esto. Bonifacio y Balbanuz tienen la edad de Juan Campos. Designan todo lo anterior a la juventud que representan Emeterio y Fernandito. Antonio es el puente entre aquella Circunstancia y esta nueva circunstancia española. Entra en la casa. Piensa: entraré a hablar con Juan: ha visto la luz del despacho de Juan, que aún no ha corrido las cortinas. Está a punto de llamar y entrar, como tantas otras veces. Pero le retiene la voz de Angélica en el interior de la sala y la risa tranquila de Juan y de Angélica.

Antonio piensa que llevarán toda la tarde de charla, habrá tomado un par de whiskies, habrán, de común acuerdo hablado de todo un poco, comentado incluso la llamada de Antonio, que les habrá parecido exagerada, preocupada.

Y habrán comentado, quizá: pobre Antonio, con Emilia así es comprensible que se preocupe, conmovedor. Nada puede hacerse de momento, habrán concluido, piensa Antonio Y es cierto. Antonio sabe que nada puede hacer de momento tal vez nada tampoco en toda la noche: irse a su apartamento y esperar a Emilia. El sistema telefónico del Asubio es anticuado. Hay un único teléfono fijo con dos ex tensiones una en la cocina y otra en el departamento de Antonio y Emilia. Habitualmente la palanca se sitúa en la extensión de la cocina porque Juan Campos detesta hacer de telefonista, como él dice. Y hay también el telefonillo interior que conecta el apartamento con el despacho. Una vez en sus habitaciones, Antonio llama por teléfono a Juan para decirle que está en casa, que perdone las molestias. Juan lo comprende todo, su voz más amable, que dejará la palanca en su lado para que Antonio pueda recoger el primero la posible llamada de la Guardia Civil, o cualquier otra. Esto es el fin. Desde el punto de vista de Juan y de Angélica, asunto concluido. Ellos dos permanecerán de charla un par de horas más, quizá más tiempo, y Antonio dará vueltas por su cuarto de estar o quizá llame a la Guardia Civil otra vez. Son las once de la noche, el tiempo se desmenuza ahora, cruje un poco como una barra de pan de dos días entre los dedos: ofrece una ligera resistencia y se desmorona en seguida se vuelve pan rallado, partículas de tiempo desmenuzado entre los dedos nutren la angustia, alimentan en su cárcel a Antonio Vega, el rehén de la responsabilidad irrenunciable.

Hacia las dos de la madrugada, Antonio oye la grava del jardín a lo lejos, el runruneo del motor del Porsche, un portazo demasiado violento. Antonio sabe que Fernando acaba de llegar. Sale al vestíbulo a esperarle. En seguida ve que Fernandito ha bebido en exceso. Tiene mal aspecto, desmadejado como si se hubiera caído, embarrados los zapatos y el fondillo de los pantalones.

– Lo lamento -tartajea Fernandito-, no la he, a Emilia, visto. Toda la tarde por Lobreña y demás y no la he visto. Lo siento…

– No sabemos dónde está, no ha vuelto todavía. Yo también salí a buscarla y tampoco yola he visto. No te preocupes…

– Lo siento, de verdad que lo siento. Avísame si llega, ¿vale?

– Vale, Fernando, cuando llegue yo te aviso.

Fernando sube las escaleras lentamente. Antonio le olvida de inmediato. Pasa así la noche entera sin dormir. Llama por teléfono a una clínica de urgencias de Lobreña y a urgencias de dos hospitales grandes de Letona. Nadie sabe nada. Hacia las siete de la mañana llama el cabo de la Guardia Civil.

– Han encontrado a su mujer y el coche en Letona. Supongo que irá usted a buscarla. Le doy la dirección de la comisaría donde está. Está bien. Parece que está como ida, pero está bien.

Antonio da las gracias, va al garaje, saca el Opel, conduce procurando no acelerarse en dirección a Letona.

XXXI

La Policía Local (Tráfico) encontró el monovolumen, con Emilia sentada al volante como ida, junto a la grúa de piedra del antiguo muelle de carga de Letona. Antonio se ha presentado en la comisaría de la Cuesta de los Carmelitas alrededor de las ocho de la mañana. Emilia está sentada al final de un banco en una sala de espera con demasiada calefacción. Justo encima de Emilia un retrato de Su Majestad el Rey de España. Antonio entra despacio, como si entrara en la habitación de un hospital. Emilia está sentada en el banco, debajo del retrato, apoyada la espalda en la pared, con las dos manos ante sí, una en cada rodilla. Antonio se sienta junto a ella, le pasa el brazo por el hombro. Emilia está tranquila e ida. Es lo que dijo el cabo por teléfono, lo que le dijeron al cabo los de la comisaría. Es la verdad: está tranquila, un poco pálida, ida. Al pasarle el brazo izquierdo por el hombro, Antonio nota los huesos de la espalda, la clavícula, el cuello, como un pájaro, como un vencejo caído al suelo. Emilia no se ha venido abajo, sin embargo. No parece especialmente impresionada por el hecho de hallar- se en la comisaría o por la repentina aparición de Antonio.

– Estaba al rape mismo del malecón la señorita. Llega a frenar medio metro después y se cae al mar. Lo que son el parachoques con los faros sobresalían una cuarta del muelle, sobre el agua. Cuando vimos que la señorita estaba sentada al volante nos dio miedo acercarnos, igual se asusta al vernos de repente y quita el freno, yo qué sé. Menos mal que mi compañera al ser mujer, sabe cómo manejar las situaciones. Yo la dije: Vas tú. Vas tú y la hablas, a través del cristal aunque sea. La gorra de plato no la lleves, que vea que eres chica…

El policía de tráfico ha contado con variaciones esto mismo tres o cuatro veces ya. Se lo vuelve a contar a Antonio Vega, que le da las gracias. Antonio desea irse, pero no desea dar la impresión de que tiene prisa: sacar a Emilia precipitadamente de la comisaría. No desea que ella sienta que tiene prisa o está preocupado ya no está preocupado además. Ahora está contento: nada más entrar en la comisaría y verla sentada en el banco, sintió el júbilo, una punzada de alegría. Así que a la vez ahora tiene ganas de irse y de quedarse a oír de nuevo el relato del policía y cómo su compañera -que es psicóloga, está en segundo curso, presentándose por libre, combinándolo a la vez con el servicio- supo hacerlo todo a la primera hablando suave a Emilia a través del cristal, sonriendo y moviendo una manita. Emilia por lo visto bajó inmediatamente el cristal. No estaba asustada, ni siquiera cuando al abrir la puerta se vio el agua al rape mismo, la marca alta, de la rueda y de la puerta.

– Entonces anduvieron unos pasos mi compañera y su señora, venían hablando. Mi compañera era más bien la que hacía el gasto. Su señora no habla mucho aunque estaba muy tranquila. Luego en el coche nos dijo que salió a dar una vuelta, y venga y venga, que paró aquí junto a la grúa de piedra, un lugar que conocía de niña. Peligro no es que hubiese, o sea: lo había o lo hubiese habido si no llega a echar el freno de mano: se le vence el coche, eso seguro.

– Les estoy tan agradecido… -repite Antonio.

Antonio y Emilia sonríen a la vez ahora. Los dos dan las gracias. En medio del relato del policía, Emilia ha dicho que le apetecería desayunar unos churros. Al llegar, en un principio (aquí el policía de tráfico se hace un poco de lío qué fue primero y qué segundo, si pasó todo a la vez) cuando llegaron los tres a la comisaría, le ofrecieron a Emilia un café con leche con azúcar de la vending machine que Emilia tomó a sorbos. El monovolumen está en el patio de la comisaría. Emilia ha dicho lo de los churros y Antonio está feliz. Irán a una cafetería del muelle, la cafetería de siempre. Tomarán un café en vaso con churros espolvoreados de azúcar. Regresarán en el Opel al Asubio. Bonifacio puede llegarse más tarde a Letona a subir el monovolumen. Antonio no tiene ahora intención de separarse de Emilia. Desayunan, emprenden el viaje de regreso al Asubio. Emilia no dice nada, ni Antonio tampoco. Es maravilloso volver a casa juntos: no ha pasado nada, no hay nada que preguntar. Ahora Antonio no siente la menor inquietud. A partir de ahora va a ir todo bien, mucho mejor. Emilia fue a dar una vuelta por la tarde y acabó en Letona de madrugada, junto a la grúa de piedra. ¿Por qué no? ¿Qué tiene eso de malo?, ¿qué tiene eso de raro? Al llegar a Lobreña, Antonio decide pasar un momento por la casa-cuartel para dar las gracias al cabo: decirle que todo acabó bien. El cabo sale a saludar a Emilia.

– Como habíamos dado parte de la matrícula, la descripción de su señora y todo, nos llamaron de la comisaría de Letona, fue muy fácil. Gracias a Dios todos lo hicimos todo bien: ustedes, nosotros, la policía local… A veces las cosas salen mal -comenta el cabo pensativo.

El rostro del cabo de la Guardia Civil le parece a Antonio iluminado por la difusa luz de la mañana invernal, como el hierático rostro benévolo de un apóstol sobre un fondo dorado en un icono. Es una emoción fugaz e informulada. Bonifacio y Balbanuz salen a abrir la cancela y a saludarles al entrar en el Asubio. Es un día de diario, como todos los días. Emilia parece descansada. Antonio la deja en su cuarto. Va a contarle el desenlace feliz a Juan Campos, que no está. Ha salido a dar una vuelta, después del desayuno con Angélica.

Antonio está solo. Ésta es la primera vez en su vida que está solo. ¿Cómo puede ser verdad decir esto de nadie? ¿Cómo va a estar por primera vez solo Antonio Vega a sus cincuenta y tantos y tan comprometido como está con su mujer, con los Campos… tan rehén como es de todos ellos por su libre elección? A veces la gente dice -es casi un tópico entre los cultivados o semicultivados que están al tanto de toda la nueva literatura, de todas las nuevas tendencias que la soledad es maravillosa. Viajan a Edimburgo los veranos para eso, para estar solos, separados del mundanal ruido, far from the madding crowd, y el sentimiento de soledad es un cosquilleo huevón que les hace sentirse un poco a la Chateaubriand, au-dessus-de la mêlée. Sí, Antonio está solo porque Fernandito ha mostrado hasta qué punto no es fiable, y su padre Juan Campos -éste es el gran escándalo de Antonio- se ha vuelto a ojos de Antonio no fiable de repente.

No se trata de que Antonio juzgue a los que le rodean: si Antonio les juzgara quedaría él mismo descalificado, o al menos rebajado incluso en el caso de que el juicio fuese justo. Antonio ha vivido durante muchos años en paz con los demás, contento con su suerte. Ha vivido en el ámbito de la admiración y del respeto procurando aprender lo que puede ha sido útil a todos los Campos de una u otra manera. El hábito de ver el lado positivo de los más próximos ha contrarrestado siempre ese natural sentido crítico que todos tenemos y al que damos con frecuencia más importancia o más valor del que tiene. La correctio fraterna de los viejos conventos medievales ha funcionado con dulzura en el caso de Antonio. Si Emilia no se hubiera trastornado (porque Antonio tiene que admitir cada vez más, cada día que pasa, que Emilia va camino de algún tipo de trastorno), Antonio no hubiera necesitado ayuda de Juan o de Fernandito, las cosas hubieran seguido igual que siempre. Ha sido al pedir ayuda, angustiado por la situación de Emilia, cuando Antonio ha descubierto que nadie en la casa, pero sobre todo Juan, está en condiciones de proporcionársela. Nadie está interesado en Emilia -sólo Antonio-. Y es una experiencia compleja para Antonio esta de darse cuenta de que una persona como Juan Campos, a quien respetó siempre, con quien contó siempre, se muestra, a la hora de contar afectivamente con él, huidizo. No hay otra manera de calificar su comportamiento: Juan rehúye ocuparse en serio de Emilia y cuando, como el otro día, habla de ella, sólo acierta a proponer, para tranquilizarla, la solución pedante de utilizar la vieja doctrina cristiana sobre los novísimos. Pero incluso eso -que era un proyecto absurdo- hubiera sido a la larga preferible a este progresivo no darse por enterado de que Emilia resbala insensiblemente hacia el trastorno mental. Antonio odia esta denominación, esta expresión, trastorno mental, con su implicación de hospital y de enfermedad incurable. Con ese añadido, además, que la noción de enfermedad mental conlleva, de que quienes la padecen tienen que ser apartados de la comunidad. Se vuelven raros, incomprensibles. ¿Cómo puede Antonio dejar que nadie piense o diga que Emilia se ha vuelto rara o intratable? En los tiempos de Matilda -la propia Matilda lo decía con frecuencia-, Emilia representaba la sensatez, el sentido común, una especie de buen ojo para conocer a la gente a simple vista. Todo lo contrario de lo extravagante, lo raro o lo rebuscado. No había nada mórbido, ni siquiera romántico en Emilia, porque estaba impregnada, como el propio Antonio, de un entusiasmo futurista, por llamarlo así. Todo parecía acumularse lejos de Emilia, al final de los proyectos, de los trabajos, como una promesa de fruto y descanso. Era relajante ver a Emilia planificando los viajes o las agendas de Matilda, o su propio ocio y el de Antonio, cuando estaban de vacaciones. Emilia tenía una idea saludable del futuro, quizá un poco demasiado asimilado a la presencia y al presente, pero siempre al final prometedor como un infinito venero de ocurrencias, de modificaciones, de perfeccionamientos. Emilia era una futurista ingenua, una optimista. Y ahora todo ha cambiado. Ahora el presente apenas cuenta y el pasado se ha vuelto un sumidero que tira del tiempo al revés, hacia atrás. El futuro se vuelve ahora rememoración infausta, el tiempo es una caída hacia atrás. Por eso -porque teme acelerar ese retroceso del tiempo en la conciencia de Emilia- no se había atrevido Antonio a preguntarle cómo fue que condujo el monovolumen la otra tarde hasta Letona, hasta la grúa de piedra, casi hasta desplomarse en la bahía. ¿Por qué había hecho aquello? ¿Qué había pasado en realidad? ¿Qué se le había pasado por la cabeza? El primer día, los primeros días que siguieron a ese angustioso suceso, Antonio no había preguntado nada porque estaba lleno de alegría: no había sucedido nada malo. Emilia estaba de nuevo en casa sana y salva. La alegría de tenerla en casa superaba el deseo de saber qué ocurrió. Pasados unos días, sin embargo, Antonio fue viendo que saber qué ocurrió aquella tarde y durante toda aquella noche no era una simple curiosidad ni un capricho. Emilia había corrido realmente un grave peligro durante las horas en que circuló de noche por las carreteras de la provincia hasta llegar a Letona. Y esto podía repetirse. ¿Qué sucedería la próxima vez? Antonio decidió que de la manera más tranquila y dulce posible tenía que saber qué había pasado. El relato de los policías fue escalofriante. A un palmo del borde del malecón: la bahía debe de tener ahí unos seis metros de profundidad. Si el coche llega a desplomarse hacia delante, Emilia hubiera muerto ahogada. Antonio tiene que saber qué ocurrió.

– ¿Cómo se te ocurrió el otro día llegarte hasta la grúa de piedra? -Antonio ha procurado imprimir a esta pregunta el tono más casual posible. Emilia se ha divertido este mediodía viendo los «Simpson». Están los dos solos en la casa porque Angélica y Juan han salido temprano y almorzarán con unos amigos de Angélica en una finca cerca de Comillas. Jacobo está al caer y han anunciado su llegada, para pasar las navidades, Andrea, José Luis y los niños. Así que esta escapada de Juan y Angélica tiene, se le ha ocurrido a Antonio, todo el aire de una despedida. Han almorzado, pues, Antonio y Emilia solos en su lado de la casa. Han tomado una sopa de arroz con menudillos de pollo y un ojito grande al horno, que se han repartido entre los dos. Mientras Antonio cocinaba, Emilia veía los «Simpson» sonriente. Así que al terminar los «Simpson» y empezar las noticias, a las tres, Antonio dejó caer su pregunta. Es un mediodía soleado de diciembre, un día tibio de pronto en el jardín. Dentro de la casa al amor de la lumbre se está bien.

Emilia ha respondido de inmediato como quien responde a una pregunta ordinaria.

– Es que me acordé de la grúa de piedra de una vez que fui de niña, o no tan niña…, fue antes de ir a Madrid, eso seguro, que estaban atracados allí los barcos de guerra. Me encantaban los barcos de guerra con los marineros, y los oficiales, tan elegantes todos. Me acordé de eso y fui a verlo.

– Lo que me extraña es que no lo dijeras al salir -comenta Antonio con el mismo tono casual de antes.

– Es que no pensaba ir.

– Me tuviste bastante preocupado… Como no volvías…

– ¡Cuánto lo siento, de verdad! Si vieras, no me di cuenta de la hora…

¿Qué va a hacer Antonio? Antonio desea saber qué ocurrió entre las seis de aquella tarde y la madrugada de la mañana siguiente cuando, en una Letona vacía, Emilia condujo hasta la grúa de piedra, casi hasta el borde mismo del muelle, y se quedó ahí sentada. Son demasiadas horas. Y el incidente fue demasiado repentino y poco usual en la vida de Emilia.

– ¡No me di cuenta de la hora! -repite Emilia.

– Pero, Emilia, ¡si era de madrugada! ¡Y queda muy lejos de aquí!

– Lo siento de verdad que te asustaras. No me acuerdo muy bien qué hice. A veces con Matilda dábamos paseos así, al buen tuntún. Mientras yo conducía, Matilda y yo hablábamos muchísimo. Yo pisaba el acelerador a veces demasiado. A Matilda eso le gustaba, a mí no, era peligroso, y lo es. Menos mal que tengo yo la cabeza sobre los hombros. Y me da igual lo que Matilda diga. No hay ninguna prisa. Era agradable, era una sensación de compañía que no tengo en esta casa ahora. Sólo cuando estoy contigo aquí, cuando estamos los dos solos… Pero cuando están todos, esta casa se está volviendo acuosa, como en una inundación, como las iglesias y los pueblos enteros debajo del agua en los embalses. Están todas las habitaciones, los tejados, hasta el sitio de los armaritos, el sitio de la chimenea, la chimenea misma, el corral, pero todo verde y turbio a consecuencia del limo del fondo que, poco a poco, se va haciendo de la misma tierra al quedar cubierta toda por el agua del pantano. Yo tengo esa impresión, Antonio, a veces, cuando estamos todos en el comedor. No oigo lo que dicen, les veo mover la boca y las manos, pero claro, debajo del agua no se oyen los sonidos… Y esos días me acuerdo mucho de Matilda. La veo, no es sólo que me acuerde. Es que la veo. Entra en el comedor ese día: que nos vamos ya, es esa misma tarde, nos llevarás en coche tú, Antonio, a Letona, al aeropuerto, vamos con el tiempo justo, Matilda entra y se pone a hablar con Fernandito, a contarle no sé qué, y yo digo: «Vámonos, que perdemos el avión.» Y me levanto y dice Matilda: «No seas aburrida, tiempo hay para aburrir, nos lleva Antonio en un momento.» Era estupendo llegar con tiempo justo. Facturar las últimas las dos. Y ahora esta casa ahoga un poco. Todos hablan y no oigo lo que dicen. Angélica habla tanto, casi da risa verla hablar sin oírla, como quitas el sonido de la tele. Y no estoy bien, no estoy cómoda. Contigo sí. Cuando estoy contigo ya no está Matilda, está en su cuarto, como suele hacer, tú y yo estamos como siempre en nuestro cuarto. Pero cuando estoy con todos y no oigo lo que dicen y les veo levantarse y sentarse y hablar sin entenderles, entonces Matilda sí que está y tampoco les entiende. Y es tan triste, es como si soñara todo el tiempo. Cuando estamos con todos es como si soñara. En los sueños no se oye lo que dicen los demás. Y se tiene una sensación muy triste, todo va a pasar ahora, el sueño va a seguir y seguir, pero no sigue, Matilda entonces desaparece y está muerta. En eso pienso la mayor parte del tiempo, Antonio. ¿Tú crees que estoy loca?

– No, Emilia, no estás loca. Es que Matilda de verdad se ha muerto y no nos podemos consolar ni tú ni yo. Los dos nos acordamos de ella, y sobre todo tú, porque era con quien más estaba…

– Juan no se acuerda de ella ya, yo creo. Yo creí que se querían. Mejor dicho, yo no creía nada. Cómo no iban a quererse. Doy vueltas a estas cosas y el tiempo pasa sin que yo lo sepa, como pasa en los sueños. Al principio es todo como antes, al final siempre es muy triste…

XXXII

Todo es momentáneo. Juan Campos repasa ahora su vida como las respuestas a un examen tipo test. Ahora está lejos de toda logomaquia. Casi de todo fraseo. Se ha simplificado. Juan tiene la impresión de que su vida en el Asubio este último mes se ha complicado hasta tal punto que no puede ya dar ni un paso sin tropezar con una complicación o un fragmento de complicación, como tropieza uno en las casas donde hay niños pequeños con juguetes o fragmentos de juguetes o piezas sueltas de colores de las construcciones ocultas debajo de los almohadones del sofá. Desearía que todos desaparecieran. Se vino al Asubio para hacerlos desaparecer a todos. Se trajo al Asubio sólo todos sus libros, sus cuadros ingleses, sus espléndidas alfombras persas, sus dos eficientes empleados de toda la vida, Emilia y Antonio, que, al alimón, con Boni y Balbanuz, le facilitarían la vida, lejos del mundanal ruido, leyendo y meditando, y a la vez no meditando y no leyendo, que uno de los grandes encantos de la lectura y de la meditación es tener a mano ambas posibilidades y demorarlas, suspenderlas cautelarmente, dar un buen paseo, almorzar un rico almuerzo, dejarse invadir por la dulce melancolía cronificada, el duelo cronificado, el fantasma regularizado de una Matilda que, a Dios gracias, no reaparece cuando Juan la evoca: eso empezó a ser así a partir del día mismo de su fallecimiento, y ahora ni siquiera reaparece ya motu proprio, como desaparecía y reaparecía previamente, consumida quizá también Matilda por la nada y la nadería del transcurso del tiempo y hasta beneficiándose de la boba pero vivaz, carnal, presencia de Angélica en la casa. Aunque también, por supuesto, es Angélica una lata, una complicación o un fragmento de complicación. Como una piernita con su zapatito de muñeca Nancy que reapareciera entre las páginas de los Collected Essays de Bradley. Dentro de un momento se reunirán todos a almorzar. Y Juan repasa una vez más su vida como quien corrige las respuestas de un examen tipo test. Todo es momentáneo, todo se ha simplificado extraordinariamente porque todo lo que en la vida de Juan no son estas preguntas y respuestas tipo test, son complicaciones y fragmentos de complicaciones que Juan Campos está dispuesto a desechar de golpe (incluida la propia Angélica) para quedarse solo, a salvo, sobreviviente, retirado, entre las azucenas olvidado, como el hedonista pseudomístico a cuya imagen, cada vez más, se aproxima. Está Juan persuadido de que todo se ha simplificado ya de una vez por todas, porque está dispuesto a mandarles a todos -incluidos Emilia y Antonio, si se tercia- a la mierda de un simple patadón. ¿Qué tal si se quedara sólo con Boni y Balbanuz? Y con Emeterio de mecánico, ¿esto qué tal?, con una doble residencia este Emeterio, a saber: en casa de sus padres -donde tan ricamente ha vivido hasta la fecha- y en el propio Asubio, en la habitación de Fernandito, donde con discreción podría instalarse una cama camera, que cupiesen los dos juntos. O mejor no: este concubinato posmoderno ¿qué aportaría a la comodidad de Juan? Muy poco. Excepción hecha de satisfacer por temporadas una curiosidad no muy aguda por el desarrollo de una relación matrimonial homosexual, ¿qué más? Muy poco. Mejor no. Y, meterle en casa…, descolocarle para recolocarle a Emeterio de mecánico podría malentenderse allá en Lobreña, allá en Pekín. Bueno, ¿y qué? Juan decide, sonriente, que, últimamente, a consecuencia de su urgente necesidad de simplificarlo todo al máximo, sólo discurre complicación tras complicación. Éste es el caso (paradigmático, nunca mejor dicho) del enamoramiento asimétrico de Angélica.

Angélica su nuera, que ahora le acompaña a todas partes, tiene los días contados, porque su marido, Jacobo, está al caer. Este amor de su nuera -ha decidido Juan- es irrisorio, pero a la vez le halaga, porque Angélica es una chica de buen ver. El otro día en casa de los amigos de Angélica se divirtió Juan bastante viéndose querido en presencia de las otras dos parejas (dos matrimonios de la edad de Angélica y Jacobo), fingiendo muy bien no darse cuenta de que estaba siendo amado. Juan Campos está estos días sorprendido porque a la vez que se siente muy alerta (está convencido de que nada de cuanto ocurre en la casa se le escapa), finge a la perfección seguir ensimismado, y de ese modo da a entender que es aún el doliente viudo que sobrellevaba un largo duelo por Matilda. Ese duelo ha cesado hace ya tiempo. No está seguro a veces Juan de si su estado de ánimo real es anhedónico o indoloro. A ratos siente que no siente placer ninguno ni deseo de placer ninguno, excepto tal vez el de comer, beber, dormir. Pero a ratos siente que sí siente algún placer, por ejemplo el vanidoso placer de ser amado irrisoriamente por Angélica (y este placer que no es intenso se manifiesta más bien por una ausencia de dolor). Al sentirse amado no siente un gran placer (la vanidad es más bien un cosquilleo), pero no siente entonces ya ningún dolor. Está en suspenso. Y desearía así poder seguir eternamente contrapesando con pequeños placeres los dolores, o por lo menos las incomodidades del cotidiano ir viviendo. Naturalmente todo esto no es glorioso. Es antiheroico. Esta situación, sin embargo, le interesa a Juan ahora porque puede asomarse disimuladamente a las otras vidas de la gente del Asubio y contemplarlas fríamente, como se contempla a través de los cristales de una pecera a los pececillos dando vueltas en torno siempre a un mismo barco semioculto entre unas falsas algas que imitan un fondo submarino de juguete. A decir verdad, Juan Campos desea que se vayan todos de una puta vez y que le dejen solo. Que se vaya Fernandito, con su Porsche Boxster, Angélica con su marido, que no vengan José Luis y Andrea con los niños a pasar las vacaciones y, sobre todo, que Emilia y Antonio desaparezcan de una vez por todas. Ahora se da cuenta de que no les necesita: cuando Antonio declaró que andaba considerando llevarse a Emilia lejos del Asubio, Juan se sintió molesto porque representaba una gran incomodidad quedarse sin servicio. Y también porque la ocurrencia era de Antonio y no de Juan. Pero ahora el asunto se plantea de otro modo: ahora ha asimilado esa ocurrencia, la ha hecho suya, y a riesgo incluso de pasar incómodo una larga temporada por falta de servicio, prefiere que se vayan. Al desaparecer Emilia desaparecerá todo rastro de Matilda, sus fantasmales restos, su violencia… Juan siente un intenso escalofrío de pronto: la intensa violencia del rechazo del marido y de la aversión a morir que exhibió Matilda a la hora de morirse hirió profundamente a Juan, le injurió. He aquí una herida narcisística -reflexiona Juan- infligida no en la juventud, que es cuando suelen herirnos de ese modo, sino en plena madurez, casi al borde de la senectud. Si todos se van se irán todas las complicaciones. Está solo en el despacho. Se ha levantado, es hora de almorzar. Deliberadamente ha esperado hasta el último momento, hasta que lleguen todos al comedor, con idea de llegar el último y casi no comer. Tiene gana de hablar, no de comer. Desea dar vueltas a sus cosas, mentalmente. No desea discutirlas. Ahora ya no quiere hablar nada con Antonio. La vieja familiaridad está quebrada quebrantada: la ilusión de familiaridad se vino abajo al principio de este invierno al encerrarse en el Asubio Juan, con la desafortunada Emilia y este nuevo Antonio hipercrítico. El caso es que no puede decirles que se vayan: lo adecuado sería hacer que se vayan sin decírselo. ¡Que las cosas se planteen de tal modo para Emilia y Antonio, que quedarse en el Asubio les parezca impracticable por completo! Juan Campos mueve la cabeza de un lado a otro, como quien desea sacudirse una ocurrencia. Una vez más, su deseo de simplificar le complica la vida. Lo mejor será pasar al comedor.

Sólo falta Fernandito. Angélica está, Antonio está, falta Emilia. La falta de Emilia sólo se hace visible para Juan cuando se sientan todos a la mesa, porque de ordinario Emilia trae las fuentes con ayuda de Antonio y suele sentarse a comer un poco después de los demás.

– Emilia no se encontraba hoy muy bien… -anuncia Antonio.

Antonio es un competente organizador de almuerzos. Trae las fuentes en seguida. Hoy Balbanuz ha hecho una hermosa paella de pescado. Se sirven los tres y Juan pregunta: ¿Se encuentra mal Emilia?

– No se encuentra bien del todo y, conociéndola, yo digo que se encuentra mal, porque se encuentra siempre bien, menos ahora, que se encuentra un poco mal, como cansada -dice Antonio.

Juan ha registrado de inmediato el elaborado tono y el fraseo de la información que Antonio proporciona. Es la manera de expresarse de alguien que desea reducir todo lo posible la información que no tiene más remedio que acabar dando. Es también el tono de quien, al no sentirse muy seguro de la reacción de sus oyentes, procura atenuar la información que ha de dar para que pase casi desapercibida y todos pasen en seguida a otro asunto. Angélica dice:

– Jacobo no está seguro de si vendrá mañana o pasado mañana a última hora de la tarde. Depende de una cosa en la oficina que tiene que estar él, ya sabes.

– ¡Qué bien que Jacobo venga a vernos! -declara Juan. Suena muy falso. A Antonio, al menos, la exclamación de Juan le parece forzada. Antonio trata de sacudirse la insistente idea de que Angélica Y Juan tienen algo entre manos. Una especie de coqueteo insignificante. Esto es ridículo. Y a Antonio le cuesta trabajo todavía unir la imagen de Juan con esa convencional imagen del hombre entrado en años que tontea con una mujer mucho más joven, que es además su nuera. Hay algo incongruente e inadecuado, imposible de casar aún, entre la imagen de Juan Campos que aún campea en la conciencia de Antonio y esta nueva imagen rebajada de Juan entendiéndose en secreto con su nuera, por inocente que este entenderse sea al final. Tiene que ser inocente por fuerza, piensa Antonio, puesto que es la primera vez, no sólo desde la muerte de Matilda, sino desde siempre, que Juan Campos parece interesado por una mujer que no sea su mujer legítima. Todas estas ocurrencias aceleradamente presentes en Antonio le dejan mal sabor de boca, una sensación dulzona, la misma sensación de quien escucha un chisme o lo repite, una sensación de vulgaridad consentida, un mal gusto dulzón que sólo ahora, en estos últimos tiempos, ha comenzado a asediar la conciencia de Antonio como un mal pensamiento.

– Quizá tengas razón, Antonio, que a Emilia le viniera bien tomarse un poquito de descanso -dice dulcemente Juan-. Lo que dijiste el otro día de iros una temporada quizá sea una buena idea. Seguro que yo me arreglaría.

– No sé ya lo que es mejor o peor, no lo sé, para Emilia, si dejarla aquí o sacarla de aquí… -Antonio utiliza ahora el lenguaje común como de puntillas. Le ha sorprendido, por excesiva, la dulzura de la entonación de Juan. Como la voz de quien tiende una trampa a un niño, le ofrece un caramelo, una trampa inocente, con quién sabe qué propósito, quizá sin propósito ninguno sólo porque considera que hay que hablar así a los niños, suavizarlo todo un poco a la hora de decirles cualquier cosa incluso la más insignificante. Nunca antes de ahora había tenido Antonio tanta sensación de extrañeza al oír la voz familiar del hombre que durante años ha sido su amigo, su referente de toda rectitud e integridad. Todas estas emociones se agolpan instantáneamente en la conciencia de Antonio produciéndole una pequeña paralización: no sabe qué decir: algo tendrá que añadir, sin embargo, porque el sentido de la frase que acaba de pronunciar queda a todas luces incompleto. Por eso añade-: El otro día, sí dije lo de irnos…, a bulto, en realidad, siento meterte en esto, Juan, que no te concierne…

– ¡Hombre, Antonio, sí que me concierne! Me preocupa vuestro bienestar, cómo no, es natural, después de tantos años con vosotros…

– Te lo agradezco mucho, Juan, la verdad es que no sé qué hacer… -Antonio ha dejado, una vez más, el sentido de su frase en suspenso, no sólo porque, en efecto, no sabe qué hacer con Emilia sino también, y esto es nuevo, porque no sabe si creer o no creer en la sinceridad de Juan.

– ¡Me consta que Juan os quiere mucho, siempre me lo dice! -exclama Angélica, quien, entre unas cosas y otras, ha consumido ya un buen plato de paella y que ahora se ha levantado para servirse por segunda vez, con toda comodidad. Si de Angélica dependiera esta situación se prolongaría eternamente: Juan y Antonio meditando acerca de qué debe hacerse con Emilia. Y Angélica aportando ese toque femenino, esa jugosa referencia a los sentimientos en cuya expresión se considera Angélica una experta. Y, por supuesto, en el fondo se reafirma ahora en Angélica la convicción de que la tragedia de esta casa, el gran error de Matilda, fue justo este de no saber enfatizar la sentimentalidad correspondiente a cada caso. Por desgracia la posición de Angélica en la casa carece de toda autoridad: Matilda tuvo, ésa sí que sí, toda la autoridad sentimental del mundo y la malgastó, sin ejercerla. Una vez más Angélica descubre que los asuntos de Juan y la familia Campos constituyen el único estimulante realmente poderoso de su actividad mental. En este instante Angélica se siente alzada de sopetón hasta los cielos.

– Angélica -dice Juan-, Angélica querida, Antonio sabe que el corazón de esta casa ha estado siempre en el lugar correcto, we have the heart in the right place, que diría Matilda.

El nombre propio de Matilda vibra de pronto como una nota falsa, como un gallo involuntario en la, por lo demás perfecta, entonación de un gran barítono. Juan Campos es sin duda un gran barítono. Angélica se ha sentado y se concentra en su segundo plato de paella. Antonio bebe un sorbo de agua Y Juan dice:

– He aquí que Matilda no nos abandonará jamás. Ya lo estáis viendo. Cada vez que hay que confirmar o desconfirmar algo en esta casa, todos acudimos a Matilda. Matilda alfa y omega. Y la verdad es que no debería ser así. Entiéndeme, Antonio… -Juan se ha vuelto hacia Antonio, que ha posado la copa de agua sobre la mesa y que contempla de hito en hito a Juan-… Quiero decir, Antonio, que no debería ser así porque, si me lo permites, ya está bien de duelo. Tengo que ser yo quien lo diga, es mi deber decir esto tan duro: Matilda pobrecilla, no puede acogotamos ahora hasta tal punto que no nos podamos rebullir. Bien está recordarla. Sería terrible que no la recordáramos. Pero tenerla presente hasta tal punto que no nos deje disfrutar en paz ni esta paella, eso es siniestro. ¡La verdad es que creo que esto es lo que tendríamos que decirle a Emilia, Antonio!

– ¿Decirle qué en concreto, Juan? Que se acabó el duelo, que se acabó Matilda, que queremos tomar nuestra paella en paz, que el muerto al hoyo. ¿Qué es lo que crees tú que hay que decirle a Emilia? Quizá algo todavía más brutal, ¿es eso?

– ¡Por favor, chicos, un poco de calma! -exclama Angélica-. Me parece, Antonio, que no has entendido lo que Juan quería decir…

– Quizá no. Perdona -dice Antonio, entre dientes-. Perdona, Juan.

De esto es ésta la primera vez -piensa calmosamente Antonio-. Casi no se reconoce en la brusquedad y aceleración de sus palabras. Antonio Vega no tiene experiencia de la ira, nunca ha reaccionado con ira. Algunas veces Emilia

– y también Matilda- le echaban eso en cara, que nunca reaccionase con ira ni siquiera cuando la ira parecía ser el único sentimiento apropiado ante la injusticia, por ejemplo. En esta ocasión, al oír a Juan, ha palidecido de ira. Acostumbrado como está, sin embargo, a respetar a Juan y a examinar sus propios sentimientos cuando se manifiestan con sospechosa vehemencia, Antonio se siente ahora desconcertado: se siente, de hecho, avergonzado por haberse dejado arrastrar a esa expresión airada que, con seguridad, sólo es una exageración fruto de su malestar ante la situación de Emilia. Lo único, sin embargo, lo más raro, es que lo que Juan dijo de acabar de una vez con el duelo por Matilda, lo dijo en el fondo dulcemente: no como alguien dolorido que desea librarse del dolorido sentir, sino como alguien aburrido, que desea cambiar de conversación. Pero el duelo por Matilda, en opinión de Antonio, no es un asunto, o una conversación, que pueda cambiarse a voluntad si nos aburre: a Antonio le parece que ese duelo es parte integrante de la experiencia de la muerte y lo grave de la experiencia de la muerte, de la muerte ajena en especial es que se constituye en nosotros como una responsabilidad ineludible. De un modo que no puede analizar conceptualmente, Antonio siente que todos en esta casa, Juan en primer lugar, pero también los tres hijos de Matilda Y Juan, y por supuesto, Emilia y el propio Antonio, son responsables de la muerte de Matilda. Antonio, por supuesto, comprende que la noción de responsabilidad en este caso está un poco traída por los pelos: nadie, ni siquiera la propia Matilda, fue responsable directo de su muerte: la causa de la muerte de Matilda fue su cáncer mortal y un cáncer es un trastorno cuantitativo, un trastorno fisiológico anónimo, que afecta al individuo en cuanto cantidad individual y que funciona en términos de necesidad biológica. ¿Qué quiere decir entonces Antonio, o qué siente, al sentirse responsable de la muerte de Matilda? Antonio cree que sólo Emilia en su extremado e incluso absurdo dolor por la muerte de su amiga está siendo fiel a esta misteriosa idea de que cada cual es responsable de la muerte de su prójimo, en el sentido, al menos, de que no puede serle indiferente. Antonio vuelve a reformular todo este galimatías una vez más: es como si volviera a reescribir una redacción escolar toda entera otra vez desde el principio: no puede serme indiferente la muerte de Matilda: esto significa que debo permanecer ante esa muerte como ante una herida incurable, así permanece Emilia. Juan, en cambio, el marido de Matilda, el hombre a quien Matilda amó tantísimo, acaba de declarar que es necesario que todos en esta casa seamos programáticamente indiferentes ante esta muerte, ante este duelo: esto no puede ser aceptado. El problema ahora es que Antonio Vega no está en condiciones de analizar esta declaración con calma. Ahora vive inmerso en un mundo afectivo que se centra enteramente en el sufrimiento de Emilia, en ese duelo particular de Emilia y no está en condiciones de operar con conceptos. Sólo siente un intenso, airado rechazo de la recomendación que Juan ha hecho hace un momento, acabar con el duelo.

De alguna manera el almuerzo ha terminado. Antonio recoge los platos. Juan y Angélica salen a dar un paseo. Hay una fría luz de primeras horas de la tarde en el aire, una claridad neutral, aséptica, sensata. Antonio tiene la sensación de que la realidad entera está a punto de desmoronar- se. Deja los platos en la pila de la cocina sin lavar. Y regresa a su lado de la casa deseando volver a ver a Emilia. Emilia está viendo la televisión con los ojos entrecerrados. Se diría que está dando una cabezada. Pero no está dormida, porque abre los ojos de par en par cuando Antonio se sienta junto a ella. Antonio la acaricia y dice:

– Ya se acabó el almuerzo, ahora tenemos la tarde para nosotros dos.

XXXIII

Juan y Angélica se encaminan cogidos de la mano hacia los acantilados y el mar. Ahí está el mar: ahí está, ahí abajo el reverberante mar Cantábrico, inmerso en su inverniza luz gris acero, gris plomo, como un barco de guerra. El aire es limpio y libre. Del aire es la soledad -escribió Jorge Guillén-. Murió en nosotros. Te quiero. Juan Campos ha recordado estos versos de Guillén de pronto, al ver la soledad del aire extendida por el talud oblicuo del vigoroso mar Cantábrico, hacia el norte, hacia el mar del Norte, las islas Británicas, todo el romanticismo marinero del mar, en las yemas de los dedos del aire. Del aire es la soledad. Matilda murió en nosotros -piensa Juan- pero yo no la quiero: este no querer a Matilda se ha vuelto una manera de ser. Y Matilda no me quiere a mí -vuelve a pensar Juan Campos-. Matilda no le quiere a él, porque rehúsa aparecérsele. Mi amante se ha convertido en un fantasma, yo soy el lugar de sus apariciones. Matilda se ha convertido en un fantasma pero yo no soy el lugar de sus apariciones. Matilda me rechaza y no se me aparece aunque la evoque. Luego, la detesto, la aborrezco y no la quiero. Que se vaya, muerta, con la puta Emilia, a quien amó, sin reconocerlo ante sí misma, infinitamente mas que a mi.

Juan Campos no se encuentra esta tarde bien del todo. Se encuentra más agitado que otras veces, casi convulso.

No había vuelto a sentirse así desde su juventud. Cuando irrumpió en su vida, tan abruptamente en el bar de la Facultad de Filosofía de la Complutense, Matilda, tan insigne, tan sin número, tan activamente enamorándole que daba casi hasta vergüenza ajena, desde entonces nunca Juan Campos se ha sentido tan convulso como ahora, nunca había sido amado: había tonteado con las chicas, y las chicas con él: aquella bobería de las semiatracciones, los semirrechazos, medioamores, tan insulso todo, tan insustancial, tan frío: cuando apareció Matilda y se coló en su vida, como dicen que se cuela un virus, la convulsión resultaba insoportable: fue insoportable desear ser deseado por Matilda Turpin, sentirse desnudado, ereccionado como un chaval de dieciséis que se corre solo y no echa luego a lavar el calzoncillo. El delicioso amor, el dulce amor. Ya no se es a los veinticinco un crío, ni a los veinte, sólo si se es un chico listo, un incipiente intelectual, como Juan Campos era, con la concupiscencia de la carne reducida más o menos a un pajote, la experiencia de la convulsión ante el amor se te da como el chorro de una manga de riego en plena cara, que te tira hacia atrás sin refrescarte, duro como un palo en las costillas, como una patada en los cojones, como un insulto merecido… Esta tarde convulsa Juan se aferra a la insulsa mano de su nuera para deshacer la sensación de desequilibrio y de malestar que le embarga. ¿Todo esto a qué viene? Desde el punto de vista de la experiencia del duelo por la muerte de Matilda Turpin cuya cesación ha Juan Campos decretado hace un rato en el almuerzo, esta convulsión renovada es anacrónica. Si amara a Matilda todavía, si Matilda aún le amara, ¿cómo no había de aparecérsele ahora que la invoca? Aprieta sin fijarse la mano derecha de su nuera, acaricia el anillo de oro de su nuera como quien saluda a un fiel partidario en un mitín. Angélica está, sin duda, de su parte. Angélica es la gran frontera entre el más acá y el más allá. Sin saberlo, Angélica expulsará a Matilda de la memoria aérea donde reside ahora como un cuerpo glorioso. ¡Ea, mira por dónde resucita santo Tomás de Aquino! Buminatos habere oculos cordis vestri: tened iluminados los ojos de vuestro corazón. Juan Campos tiene iluminados los ojos de su corazón ahora: de aquí se sigue este convulso estado en que se encuentra. ¿Estará a punto de convenirse en el lugar de las apariciones de su esposa? ¿Y por qué está convulso? Nuestras emociones no atinan. Hay que tener esto en cuenta: que los seres humanos somos esencialmente buscadores y halladores de sustitutos. Ni siquiera en el deseo sexual la especificación por razón del objeto es tan firme y definitiva que no pueda un buen día (por un rato, o por una temporada) cambiar un objeto por otro. Tiene razón Nietzsche: el hombre es el animal no fijado. La fijación amorosa de Juan por su mujer fue absoluta: fue un fuerte apego, tuvo que ser apego casi más que acción voluntaria porque Juan en esa relación fue, desde un principio, pasivo. Fue Matilda quien desempeñó el papel activo, quien le reclamó, quien le dejó ir, como se echa hilo a la corneta o como dejan los pescadores irse a los grandes peces una vez tragado el firme anzuelo hasta cansarlos. Matilda fue quien le retuvo, quien hizo que se sintiera como Dios acostándose con ella. Matilda fue quien le sostuvo no sólo física, sino también metafóricamente erecto, a lo largo de sus primeros dieciocho años de vida conyugal continuada. Y luego Matilda le dejó. No le traicionó, no se fue con otro ni con otra, volvió con regularidad a casa, pagó con creces en la segunda parte de su vida de casada el débito conyugal -siguió gustándole hacer el amor con Juan entre negocio y negocio, entre viaje y viaje-. ¿Qué más puede pedirse? Pero hubo en el fondo un punto de traición, ¿o no?, ¡claro, claro que hubo una traición involuntaria de Matilda Turpin! Lo que en una mujer más del montón hubiera podido calificarse de simple aflojamiento, apagamiento por razón de los años o de la costumbre, o de la innata pasividad de la mujer-mujer que se queda en casa con la pata quebrada tan a gusto, no tenía aplicación en el caso de Matilda, que era toda agilidad y lucidez y claridad y acción. Antes incluso de ser cuerpo glorioso (Juan ha decidido aplicarse a sí mismo, aunque, como buen agnóstico sólo a título poético la medicación teológica que recomendó para Emilia), antes incluso de enfermar de cáncer, antes de meterse en los negocios, siempre, desde que Juan Campos alcanza a recordarla, participó Matilda de las condiciones de los bienaventurados resucitados: impasibilidad sutileza, agilidad, claridad.

Todo lo anterior ha acelerado a Juan hasta tal punto que, no obstante la estrechez y anfractuosidad del sendero del acantilado, camina a zancadas, soltándose de la mano de su nuera y dejándola atrás y casi sin resuello. Dice mucho en favor de la devoción con que Angélica acompaña en estos paseos a su suegro el que todo lo largo de la caminata no haya dicho oste ni moste. Ni tampoco ha pensado nada ni sentido nada: se ha sentido y se siente transportada -primero por la mano y luego por la fuerza inmaterial de Juan- a una conclusión que se avecina y a la vez no se avecina, o que como los secos nublados de agosto en Castilla relampaguean pedregosamente como bombas de ruido sin derramar lágrima alguna. Todo es emoción ahora en el alma de Angélica, seca emoción relampagueante que en este ambiente montañés tan semejante a ratos al paisaje de Cumbres borrascosas a la fuerza ha de acabar a gritos. Pero no será Angélica quien grite, pase lo que pase ¡no gritará en primer lugar Angélica! Juan se ha detenido ahora, sudoroso. Ahora es hora de bajar bien hacia el valle en dirección a Lobreña, bien verticalmente a una playuca empequeñecida por las oscuras zarzas y los farallones, que no llega a cubrir la marea alta y que ahora, a marea baja, resplandece oscura antesala de cuévanos geotectónicos. Sin saber por qué, Juan, tras su breve pausa y sin volverse en dirección de Angélica, ha comenzado, con torpeza, a descender hacia la playa que resplandece, virginal, abajo, con el recogimiento invernal de los desiertos, iluminada por una luz verdosa como un paisaje de Patinir, real y surreal al mismo tiempo. Con gran agilidad Angélica sigue a su suegro, quien, por cierto, acaba de caerse de culo y resbalar así tres metros. Horrorizada ha exclamado Angélica: ¡Por Dios, Juan! Y Juan se ha vuelto, con esa gallardía difusa de quien acaba de darse una culada, y ha exclamado sin volverse: ¡Tranquila, chica, va todo bien!

Juan está a punto de alcanzar ya la playa de Patinir: acaba de acordarse del siguiente latín (la elefantiásica memoria de Juan Campos nunca jamás le deja mal): sed hoc interest inter sanctos et damnatos, quod sancti, cum voluerint, apparere possunt viventibus: non autem damnati: mas entre los santos y los condenados hay esta diferencia: que los santos aparecen a los vivos cuando quieren y los condenados no. Angélica y Juan están ya en la playa. Angélica se descalza, Y Juan dice:

– ¿Sabes, Angélica, por qué Matilda no se me aparece? Porque es un alma condenada, por eso no se me aparece.

– Pero, Juan, ¡qué cosas dices! Tú no crees nada de eso -exclama Angélica.

Es media tarde, aún hay luz. Es un poniente anaranjado, alimonado, entre nimbos azules. El lugar en que se encuentran, bien puede haber inspirado el san Jerónimo de Patinir. Una cueva al pie de grandes masas rocosas color gris y, alrededor, cuevas más pequeñas cubiertas de zarzas. Hace frío ahí abajo. La playa entera -aún a bajamar, aunque está subiendo la marea- tiene un aspecto desolado. Intimo y desolado, como un recuerdo inasimilable. Hay una nítida sensación de frío y una nítida sensación de relieve, volúmenes confusos y móviles, como una decoración teatral. Y hay el ronco ir y venir del oleaje, cuya espuma blanquea en el atardecer, como una gran lengua. Hay una humedad salitrosa, envolvente. Una vez abajo, los dos han deambulado por la playa, un poco como quien no sabe bien qué hay que hacer en un escenario desconocido. El más indeciso parece ser Juan, quien, sin embargo, fue quien tuvo la ocurrencia de bajar -un tanto incomprensible, en opinión de Angélica-. Ahora los dos avanzan hacia la cueva más grande y se sientan en la fina arena del interior, aparentemente nunca alcanzada por la marea. Ese interior les oculta el cielo y les ocultaría de la mirada de cualquiera que paseara por el sendero del acantilado. Delante tienen el enigmático talud del mar anochecido y la playa circular, como un pequeño anfiteatro.

– Lo que dijiste antes de Matilda, ¿lo dijiste en serio? -pregunta Angélica.

– No. Estaba bromeando.

– ¿Ah, sí? Pues no lo parecía. Lo dijiste muy serio. Como si lo creyeses. Yo creo que lo crees, Juan.

Juan no responde nada. Está sentado con ambas piernas estiradas y hace un hoyo con los talones. Angélica se estremece. No obstante sus ropas de invierno, el frío se hace sentir intensamente en esta playa. Y la sensación de frío aumenta al verse rodeados de vegetación espinosa y al oír la monótona rompiente: el sorbido de la marca que crece recuerda una respiración pujante, descomunal y anónima. Angélica vuelve a hablar, aunque en voz muy baja. Están los dos sentados juntos hombro con hombro.

– ¿Por qué hemos bajado aquí? Este sitio da miedo, tan cerca del mar y tan abajo…

– No sé por qué. Una venada que me dio.

– No te pega, Juan. Tú no eres de venadas. Y tampoco alpinista que yo sepa.

– Querrás decir espeleólogo… _comenta Juan.

Angélica sonríe y hace un gesto animado con ambas manos, abriéndolas en el aire. Este gesto es como un recordatorio de su habitual personalidad gesticulante y extrovertida. Ahora, sin embargo, al hablar los dos con voz más baja que de costumbre (casi cuchichean, el retumbo marítimo tan próximo, además, diluye sus voces en el aire nocturno), al sentirse Angélica cohibida dentro de esta fría cueva, su gesto aumenta la sensación de extrañeza, en lugar de aliviarla.

– ¿Vamos a quedarnos mucho rato aquí? -La voz de Angélica es insegura.

– ¿No te gusta? Es un sitio bonito, romántico…

– ¡Es un sitio siniestro! ¡Tan abajo, con el mar tan cerca! Y el camino por donde bajamos, ahora casi no se ve ya…

Al decir esto, Angélica se levanta y se acerca a la boca de la cueva; el lugar, en efecto, se ha vuelto inquietante. Y es verdad que no se ve el camino, cuyo tramo final quedaba a menos de diez metros de la cueva grande donde están ahora.

– ¡Vámonos, Juan! ¡Vámonos de una vez!

– ¿Qué prisa hay?

– ¡Que no se ve ya nada, no se ve el camino!

– Seguro que sí: el camino que sube y el camino que baja, uno y el mismo -declara Juan con retintín-. Así que seguro que lo vemos. Si supimos bajar, sabremos subir.

– ¡De eso nada, no casi sin luz! ¡Anda, vámonos, Juan!

Juan decide que su compañera está a punto de perder los nervios. Esto hace que, malignamente, Juan se retrase adrede otro poco, echando la espalda hacia atrás apoyando los codos en la arena. Angélica se inclina bruscamente sobre Juan agarrándole por las solapas, tratando de levantarle. Forcejean un instante. Juan, por fin, accede a levantarse. El mar es un perro fosco que gruñe y sisea muy cerca.

Ahora, en la oquedad aquí abajo, sólo se oye el mar. Avanzan los dos lentamente, Angélica delante. Dificultosa arena tornadiza donde los pies de Angélica y Juan se hunden. Juan tiene los zapatos abultados de arena, como plantillas incongruas. El cuerpo de ambos, como un todo, avanza ahora en plena confusión: el primer límite inmóvil de lo circunscriptivo, la masa corporal, les sugiere a los dos sus dóndes grumosos: han llegado al pie del sendero, que recuerda ahora un dosel umbrío, un tálamo impenetrable. El piso del sendero, que les pareció de tierra arcillosa al bajar, les parece pedregoso de pronto. Angélica se ha sentado al pie de la subida a ponerse los zapatos. Una vez calzada, se dispone a subir la primera. Da cuatro pasos y desaparece sepultada entre zarzas. ¡Juan, Juan! -chilla-. Juan, que ni siquiera ha dado un paso, dice fríamente:

– Me parece que no va a poder ser, Angélica. No se ve una mierda.

– ¿Qué hacemos entonces? ¡Juan, qué hacemos!

– Por de pronto no chillar, Angélica. No chilles.

Angélica, que ha reaparecido cojeando, saca el móvil del bolsillo de su falda-pantalón. Lo abre, se ilumina: la luz azul como una sonriente cara digital en el seno de la opacidad nocturna: el mar es una loba semoviente que chilla como un murciélago, como un bronco mamífero que brama espumeante contra las rocas de la playa, contra el pedregal de la base del acantilado.

– Buscando red/sin servicio -lee Angélica. Y añade-: No tenemos cobertura.

– Más vale así, ¿a quién ibas a llamar?

– Iba a llamar a Antonio -confiesa Angélica, desfondada.

Se han sentado los dos en la arena de la cueva grande. Ya no están hombro con hombro sino frente a frente, con los pies recogidos debajo de las piernas, a la india. La arena de la playa en el interior de la cueva es fría y resbaladiza, como si contuviera un animal subcutáneo, una especie de raya cuyas aletas dorsales, como alas carnosas, palpitaran un poco. La arena del suelo de la cueva es tenue por la noche, desacostumbrada al peso de los cuerpos humanos, cede con facilidad a la presión de las dos manos, de los pies calzados, de las nalgas. Es fría, no invita a recostarse: limosa y sin luna, parece que se mueve por su cuenta cada vez que Angélica trata de alisarla en torno suyo. Con esta arena, a esta hora, en esta cueva, no se puede jugar a los cubitos. Es una arena adulta y reservada, que se pega, ligeramente humedecida, a las palmas de las manos, que abulta los zapatos de los dos, entra por los fondillos de los pantalones de Juan, se hace montoncitos repentinos en las bocanas de la falda-pantalón de Angélica: tensa arena remota. La cueva es una concavidad mucosa ahora, un reino epitelial, delicado, recorrido marcha atrás por los presuntos cámbaros verdes de las ocurrencias lunáticas. ¿No brilla la luna por su ausencia esta noche? Así también: Matilda, ¿no brilla por su ausencia esta noche? El duelo ha terminado. ¿Ha terminado el duelo de verdad? ¿Se terminan los duelos ad libitum como fiestas procaces?

– Y si, Angélica, querida, se sentara de pronto Matilda con nosotros, no del todo visible ni invisible, no del todo tangible ni intangible, no del todo audible ni inaudible, como las almas de los santos? -recita monótonamente Juan con un sonsonete de nursery rhyme. Se siente Juan a gusto en la conclusión de esta su venada, que ahora, como una línea corregida, tachada, reescrita y vuelta a tachar, significa todo lo anterior, todo lo posterior y nada en absoluto, como la muerte misma, la tachada muerte de Matilda, avecindada en las zarzas crujientes que tonifica el viento salobre del mar praeterhumano, posthumano.

– ¿Me estás queriendo meter miedo, Juan? No soy tan tonta como tú me crees.

– ¡Oh, pero yo no te creo nada tonta! No tienes una inteligencia discursiva tal vez. Tampoco te hace falta, pero tienes prontos, pero tienes pálpitos. Ahora mismo estás teniendo uno, ¿a que sí?

La verdad es que Angélica, ahora mismo, da diente con diente. Es la tiritona que le da.

– Suponte que en el cielo, desde el cielo, Angélica, para ser exactos, se nos viniera encima el Cristo de Dalí, ese viscoso Cristo tan de póster, y el Cristo fuese, en vez de Cristo, la descamada Matilda en camisón de sus últimos días, ahuesada, ahuecada, larvada y sin descomponer porque ha ido al cielo. Así que en carne viva todavía, en carne muerta, en cuerpo y alma. ¿Tanto frío tienes, Angélica?

– Sí, estoy helada, sí. Y me horroriza eso que dices.

– It gives you the creeps, I know, que diría Matilda. Manda siempre al borde de mis ocurrencias de hoy en día. A eso hemos venido: a verla, ¿a qué si no?

– Me gustaría, Juan, que me abrazaras -dice Angélica temblorosa-. Estoy helada y lo que dices suena como un sacrilegio, una mala voluntad, como si quisieras apartarme de ti, dejarme sola.

– ¡Exacto! ¡Eso justo es lo que quiero, chata! ¿Ves cómo eres sumamente perceptiva y psíquica? Le hubieras encantado a William James y sobre todo a sus hermanas, tan espiritistas todos ellos. Tan pragmáticos, positivistas y a la vez espiritistas, todo en una.

Angélica se ha puesto de pie de un brinco. De dos zancadas se planta fuera de la cueva. Se dirige hacia las zarzas, donde había un sendero por la tarde y ahora sólo hay una ondulante pesadumbre, un vivero de vacilación y de tormento.

– ¡Voy a subir, sea como sea!

Juan se ha puesto de pie él también. Ha seguido a su nuera, que ya está justo donde supuestamente el senderito comenzaba y la ha rodeado con el brazo derecho por el talle.

– No te pongas así, Angélica, mujer. Estoy hablando tanto porque yo también tengo miedo. Este lugar es espantoso. Mi corazón es espantoso. ¿Te acuerdas del bicho de Alien Uno, el primero que se ve, el que revienta el pecho de uno de ellos y les salpica a todos al explotar el tórax? Así es mi corazón, como ese monstruo. Vamos a la cueva, vamos a sentarnos en la arena juntos. Te necesito, Angélica. Te necesito mucho. No sé por qué he bajado aquí. No quiero asustarte, Dios me libre. He bajado aquí porque Matilda no se me aparece.

Han ido caminando los dos de vuelta a la cueva, Juan ha retenido a su nuera todo el tiempo por el talle. Este gesto ha tranquilizado a Angélica. Ahora se sientan juntos, abrazados. Angélica se está tranquilizando mucho, Juan también. Juan tiembla un poco también y se siente, una vez más, convulso, como si sus propias palabras le hubieran conmovido y se le hubieran salido boca afuera, como animales y como verdades, como señales que señalan equívocamente a todas partes a la vez y a ningún sitio. Todos los signos designan a Matilda, todas las tachaduras tachan a Matilda, y Matilda no existe. Ha desaparecido de este mundo y no hay nada, más acá o más allá, que la reemplace. No Puede aparecérsele a Juan, ni a Emilia, ni a nadie, porque ha dejado de ser y ya no es.

XXXIV

La conciencia es continua y autoconsciente durante la vigilia, continua durante el sueño. Y en la continuidad de la consciencia despierta hay pausas, que los relatos imitan mediante incisos. Estos incisos reproducen con mayor o menor fortuna, la situación de la conciencia cuando ésta se enfoca directamente a sí misma sin dejar por ello de enfocar, indirectamente también y a la vez, la situación concreta en que se encuentra. Así, Juan Campos ahora está abrazando a su nuera, a Angélica, quien, alternativamente, se asusta y tranquiliza según que el mercurial humor de Juan esta noche se incline a lo inquietante o a lo amable. Angélica se siente, en conjunto, muy asustada y, como es sabido, los asustados se asustan a su vez del propio susto, de tal suerte que el miedo se realimenta constantemente a sí mismo. Pero Angélica también consigue librarse a ratos esta noche del susto que la asusta, apoyándose física y mentalmente en Juan, su suegro. Este segundo momento de Angélica -que es tranquilizador- viene a confirmar, mediante una especie de paradoja cómica, la realzada posición de Angélica ante Juan Campos y, por lo tanto, en la familia Campos. Claro está que es un realzamiento precario puesto que Angélica ha entrado en la familia al casarse con Jacobo: esto significa que hay ciertos límites que Angélica por mucho que profundice su relación con Juan, no podrá traspasar, ni siquiera incestuosamente. Pero Angélica no ha llegado nunca tan lejos, ni siquiera en sus más secretas intenciones. En el fondo Angélica sólo quiere lo mismo que quiso desde un principio al casarse con Jacobo y que Matilda desde un principio le negó: ser alguien especial en la familia y no, como mucho, un apéndice del hijo mayor. Algo de esto ha ido logrando esta última temporada, durante la cual ha sido bien visible, a ojos de Angélica, que Juan se iba inclinando benévolamente hacia ella porque la necesitaba. Angélica ha contado a Juan en varios tonos, con distintas palabras, la situación que su matrimonio con Jacobo atraviesa: se trata de una situación crítica (hay entre ellos una conflictividad más que latente) pero también light. No llega ni llegará jamás la sangre al río -ha asegurado repetidamente Angélica-. Pero sin duda la situación, no por llevadera, resulta menos enojosa y, como se dice hoy día, estresante. Todo esto esta noche está presente en Angélica mientras su conciencia salta del susto al alivio y del alivio al susto, como un dolor pulsátil. Juan Campos, a su vez, es consciente ahora de toda esta tumultuosa bobería presente en su nuera, así como también de la halagadora inclinación amorosa que su nuera siente por él. Esta última inclinación es también, en opinión de Juan, una tontería pero es una tontería halagadora.

Angélica ha conseguido entretenerle bastante todos estos días. Y ahora Angélica forma parte estructural de la pausa que la despierta conciencia de Juan acaba de abrir en esta cueva esta noche. Nada más abrir la pausa, la conciencia de Juan se ha llenado hasta el borde con Matilda. Matilda llena con su ausencia la conciencia de Juan ahora, como una impedimenta en la espalda de un montañero. La conciencia del peso de Matilda es tan constante e ineludible como la sensación de vaciedad: Matilda no pesa ahora nada en absoluto. Y sin embargo oprime. Es un peso inmaterial. Uno de los efectos que este peso determina en la conciencia de Juan es la variabilidad de su humor: Juan se ha visto llevado en pocas horas durante la última parte de esta noche desde el despropósito, la venada, que le hizo de pronto bajar a esta playa a última hora de la tarde, pasando por la ocurrencia de que Matilda no se le aparece porque es un alma condenada, hasta el deseo de aterrorizar a Angélica, pasando por el deseo de sentirla cerca y de abrazarla para taponar su propio miedo, que es un miedo autoinfligido por la vía de sus propias palabras.

Juan Campos está seguro de que esta absurda noche en esta cueva transcurrirá sin incidentes: mañana temprano, con la primera claridad del alba, reemprenderán los dos el ascenso del sendero del acantilado y de ahí el camino de regreso al Asubio. Cuestión de resistir entre seis y siete horas, quizá menos tiempo. Y esto suponiendo que en el Asubio no se hayan alarmado y no hayan iniciado ya su búsqueda. En este segundo supuesto el tiempo de la sombría cueva podría reducirse a la mitad o menos. El único inconveniente de este segundo supuesto sería -decide Juan Campos- el sentimiento de ridículo que habría de embargarle. Suponiendo que Antonio Vega, acompañado quizá de Fernandito y Emeterio, decidiesen salir en su búsqueda provistos de cuerdas y que vocearan sus nombres según caminan por la cima del acantilado, y suponiendo que los de abajo respondieran y así, con la ayuda de las cuerdas y la luz de las linternas, fueran rescatados, ¿qué explicación podría dar Juan? ¿Qué cara pondría? La explicación más sencilla sería decir: bajamos aquí porque quería enseñarle a Angélica la cueva que tanto recuerda a un paisaje de Patinir, y se nos hizo tarde y no encontramos el camino de vuelta. Nada más sensato que esta explicación: sólo que no salva a Juan Campos del ridículo. ¿Cómo puede alguien distraerse tanto en una vulgar cueva al pie del acantilado como para no consultar el reloj, o darse cuenta simplemente de que en invierno la luz se va en seguida? La razón profunda de esa distracción fue Matilda: fue Matilda quien, con su negativa a aparecérsele provocó la decisión inusual de echarse acantilado abajo a última hora de la tarde. Juan decide que esta explicación es más profunda, pero no menos ridícula que la anterior. Es como si dijera: bajé a la cueva porque veo visiones. Pero Juan Campos no ve visiones: lo característico de su tempo biológico y mental es la repetición identificante de lo mismo con distintos nombres o en distintas versiones. Viene a ser como un chusco retorno de lo mismo sin emotividad ni tragedia: lo mismo que padece nombre, nombre, nombre -como dice César Vallejo-. La repetición chusca de lo mismo una y otra vez es, en cuanto teoría, la sabiduría filosófica que Juan Campos cultiva. Yen la práctica, su confortable vida de viudo rico ahora. Y antes su vida de profesor acomodado. Esta tarde, sin embargo, Juan se sintió convulso y puso automáticamente en relación su estado convulso, su agitación, con el recuerdo de su enamoramiento de Matilda con veinticinco años. Matilda, pues, reapareció esta tarde, aunque no en sí misma o por sí misma sino, como quien dice, por persona interpuesta, por mediación de una convulsión personificada. De la misma manera que uno no llega a percibir directamente los acontecimientos de la microfísica, sino que tiene noticia mediata de ellos, con ayuda de sensores y medidores instrumentales, así Matilda no puede ser percibida en sí misma, pero puede llegar a ser notada en la denotación que registra un convulso Juan Campos. Si así fuera podría decirse que, mediatamente al menos, Juan Campos se ha constituido en el lugar de las notaciones o apariciones denotativas de su amada. Sólo que Matilda no es su amada. ¿Fue alguna vez Matilda la amada de Juan? Lo cierto es que Juan fue el amado de Matilda, pero ¿y al revés?

La pausa de Juan se ve súbitamente sacudida ahora por la voz temblorosa de Angélica que le pregunta si, al ver que no vuelven, saldrán del Asubio a buscarles.

– No. No lo creo, Angélica -dice Juan.

Para un oyente imparcial la respuesta de Juan tiene un punto de excesiva firmeza. La firmeza -momentánea al menos- de quien se dispone a gastar una broma. A Juan, una vez más, se le pasa por la cabeza ahora tomar el pelo a Angélica asustarla algo más. Esto aparte, Juan Campos no cree que se haya producido en el Asubio la menor alarma hasta la fecha. Juan ha consultado su reloj hace rato e iban a ser las diez de la noche. Hace más de dos horas que es noche cerrada en el acantilado, pero no es tarde para la gente del Asubio. Antonio y Emilia habrán cenado en su apartamento Fernandito no habrá regresado todavía, y Boni y Balbanuz registran sobre todo las entradas y salidas de los automóviles. Así que Juan remacha lo que acaba de decir:

– Angélica más vale que tomemos esto con calma. Nadie va a echarnos en falta.

– ¡Pero hombre, si son las diez de la noche ya!

– Ya. Pero para quien está cómodamente instalado frente a un fuego no hay gran diferencia entre las ocho y las diez. Lo que dura una película más o menos es lo que llevamos tú y yo aquí. Y ya sabes que en el Asubio no nos reunimos nunca a cenar todos. Así que no se nos echará en falta. El único que hasta hace poco estaba pendiente de mis entradas y salidas era Antonio. Pero Antonio apenas se ocupa de mí ahora, sólo de su mujer. He detectado incluso una cierta hostilidad contra mí en Antonio. ¿No lo has notado tú, Angélica?

– No. Yo no. Al contrario: Antonio se ocupa de ti con devoción, con verdadera devoción.

– Hasta hace poco sí: así era. Pero desde que nos instalamos aquí y fue aumentando lo de Emilia, nos hemos ido distanciando. Ya hemos hablado de esto, Angélica ya te conté que llegó a pedirme el finiquito incluso…

– Ésa fue una idea que se le pasó por la cabeza. Lo mencionó este mediodía o el día anterior. Dijo que no le parecía ya una buena idea.

– No sé, no sé… Antonio me parece a mí que ya no es el de antes, no, ni primo…

La compañía de Angélica, tan asustada, le está sirviendo a Juan para no preocuparse él mismo. A pesar de que al hablar de Matilda se ha servido de expresiones de ultratumba, la sensatez, la incredulidad de Juan Campos con respecto a todas estas nociones medievales sobre la vida después de la muerte hacen que no sienta realmente ningún temor. Juan es un filósofo racionalista de tercera o cuarta fila poco dado a los devaneos poéticos e irracionales en que incurre a veces la filosofía contemporánea. Así que en la presente situación lo único que de verdad le está agobiando son las incomodidades físicas que se avecinan durante una larga noche al nivel del mar si nadie viene a rescatarlos. Y la incomodidad de las explicaciones que tendrá que dar si alguien, aunque sólo sea Antonio, viene a rescatarlos. La solución que Juan preferiría es que nadie viniera a buscarlos y con la luz del nuevo día salir Angélica y él por su propio pie. Y ya está todo dicho. Juan se da cuenta de que, exceptuado el temor supersticioso, irracional, que puede causar un lugar como éste, lo único que queda es abrigarse lo más posible en el interior de la cueva y dejar pasar las horas La incógnita es Angélica. Pero la incógnita es también -tiene que reconocer Juan- qué hará el propio Juan si Angélica llegara a perder los nervios por completo. Y Juan casi confía en que Angélica pierda los nervios. Esto daría un giro a la situación que de lo contrario podría ser muy aburrida.

– Puesto que no vamos a ser rescatados, Angélica, podemos entretenemos tú y yo contándonos cuentos de miedo, hay que reconocer que el lugar es óptimo. Cuentos de aparecidos.

– No sé si me divertirá eso -declara Angélica titubeante-. ¿No podíamos intentar otra vez la subida?

– Imposible, nos despeñaríamos.

– Estoy helada.

– Vamos a meternos dentro un poco.

Así lo hacen, caminan los dos hacia el resguardo del interior de la cueva. Esta cueva es, a todas luces, un resultado de la erosión marítima. Viene a ser un arco casi de medio punto con la parte de la entrada más ancha, y una salida más estrecha al fondo. Es una cueva bonita. O lo sería a la luz del día. De noche, sin embargo, resulta desapacible, atravesada de extremo a extremo por repentinas corrientes de aire. Y tiene como un eco. Da la impresión de que la marea creciente que retumba fuera de la cueva, retumba dentro también, ensordecida. La cueva es como un tránsito, el umbral de una puerta. Al fondo, al otro lado, destella el oleaje nocturno. Juan y Angélica se han situado todo lo atrás que pueden y ahora apoyan la espalda contra una roca plana y casi confortable. Es una situación tonta y va a durar cuatro o cinco horas más. Juan piensa: si fuéramos jóvenes haríamos el amor, esto nos calentaría. La mera idea de hacer el amor con Angélica le hace bostezar mentalmente. ¿Qué puede estar sintiendo Angélica?

– Si, Angélica contra lo que suponemos llegase la marea hasta nosotros, si se inundara completamente esta cueva, moriríamos ahogados. No veo yo que podamos subirnos a ninguna otra roca más alta. No hay repisas en esta cueva donde pudiéramos instalarnos. Si subiera la marea un metro, sólo un metro, no podríamos resistir el frío, moriríamos grotescamente sería una muerte absurda.

– Eso no va a pasar, se ve que esta cueva lleva mucho tiempo seca. Dime una cosa: ¿por qué has dicho antes que Matilda es un alma condenada? Eso es un pensamiento cruel. Cuando lo dijiste me pareció que de pronto no te reconocía, como si hablase a través tuyo otra persona una voz fría y cruel. El tono de tu voz no era el de alguien que siente dolor por lo que dice, sino la voz de quien informa acerca de un hecho. Me asustó tu voz. ¿Sabes, Juan?, mucho más que este desagradable lugar, que me da miedo, me asustó tu voz cuando dijiste aquello, porque no me pareció tu voz…

– Quizá no lo fuese. ¿Quién te dice que no hay en mí dos voces y también dos personas, dos almas? ¡No sería el primer hombre con dos almas! Tal vez a la luz del día sólo se ve una y emerge la otra por la noche: de noche emergen las pasiones, la concupiscencia de la carne, la irresponsabilidad, la lujuria de los tocamientos veloces. La luz del día nos cerca de vigilancias y de precauciones, pero en la noche, al no vernos con claridad, al estar tan juntos como tú y yo estamos ahora, Angélica, al tener los dos miedo a la vez, los dos frío a la vez, lo oculto sale a flote, la voz cambia, el cuerpo de los dos se retuerce en la penumbra, nos enroscamos uno en otro, como grandes serpientes. Así es la noche…

– Sí, seguro, pero tú tendrías que ser distinto de como eres, no te imagino agrediéndome, o violándome… -Angélica al decir esto emite una especie de risita tonta, es como un aleteo.

– Claro, eso es porque no me puedes imaginar más que de día, en la impersonación diurna de Juan Campos, pero de noche no me has visto nunca. ¿Cómo sabes que quien te habla ahora no es otro Juan desinhibido que ha dejado suelta una carnalidad distinta de la que corresponde a un hombre de mi edad y ahora sólo piensa en entretenerse poseyéndote? ¿Cómo sabes que yo no haré eso? ¿Cómo sabes quién soy yo en esta oscuridad?

– No sé cómo lo sé, pero tengo confianza en ti.

Juan de pronto se echa a un lado y se separa bruscamente de su nuera. Ahora Angélica está sola y no ve a Juan, sólo siente el movimiento del bulto de Juan como el de un animal del tamaño de un hombre. Juan jadea, o gruñe, es una sensación absurda.

– Deja de hacer eso, Juan, ¡deja esas tonterías!

– ¿Qué tonterías? Estoy aquí a tu lado. -Juan alarga la mano y agarra la de Angélica. Angélica pega un grito, el contacto de la mano de su suegro le ha parecido aterrador. Juan ha separado la mano y ha desaparecido una vez más en lo oscuro.

– ¿Qué hora es, Juan? -pregunta Angélica con la voz alterada-. No llevo reloj.

– Es la hora del alma en pena.

– Deberíamos salir fuera de la cueva y pedir socorro.

– Hazlo, Angélica, sal y grita socorro. Entonces verás donde estás metida, no hay socorro que valga. Sólo yo puedo socorrerte, pero yo no estoy en mis cabales, la noche me ha empapado de accidentalidad, de desconexión. Soy un accidente repentino esta noche, Angélica. Tampoco yo te reconozco a ti. Tú no eres mi nuera, ni Angélica, ni habrá mañana ninguno, ni luz del día. ¿Cómo sabes que mañana saldrá el sol?

En el Asubio hay un gran tumulto a esta misma hora. Jacobo se ha presentado en el todoterreno de un amigo. Los dos vienen a cazar. Van a quedarse todo el fin de semana y van a ir a un puesto de caza a unos cien kilómetros de Lobreña. Traen sus escopetas y sus indumentarias de cazadores, un poco demasiado nuevas quizá. Salieron de Madrid después de la oficina y han viajado durante cinco horas. Han tocado la bocina frente a la puerta del Asubio a las once. Bonifacio les ha abierto la puerta y ha avisado a Antonio diciéndole que suben. Antonio ha encendido las luces de la entrada y les espera con la puerta abierta. Al cruzar la casa, ha sorprendido a Antonio que las luces de la sala y del despacho de Juan estén apagadas. La verdad es que Antonio y Emilia han pasado la tarde encerrados en sus habitaciones y no han pensado en los demás ocupantes de la casa. Antonio creía que Juan y Angélica habían terminado su paseo y habrían cenado por su cuenta. Los recién llegados saludan a Antonio y Jacobo pregunta:

– ¿Dónde está todo el mundo?

– No sé. Aquí. ¿Dónde van a estar?

– ¡Pero si estáis a oscuras! ¿Dónde están todos?

La evidencia de que faltan Angélica y Juan es de pronto intensamente voluminosa. Están los coches en el garaje y ninguno de los dos aparece. ¿Dónde se han metido? Mientras se formulan estas preguntas sin respuesta aparente, Jacobo y su amigo, un chico de la edad de Jacobo que se llama Felipe Arnaiz, van metiendo en el vestíbulo sus maletas, y sus escopetas de caza en las fundas. No hay nadie.

– Habrán salido -explica Jacobo a Felipe Arnaiz-. Vamos a instalarnos nosotros.

Suben los dos escaleras arriba, encendiendo las luces. Retumba la escalera de madera. Antonio recorre la casa, sabiendo de antemano que no hay nadie. Desde el despacho de Juan llama por teléfono a Bonifacio. Bonifacio declara que sólo Fernandito salió en coche a mitad de la tarde y aún no ha vuelto. No se dio cuenta de la salida de Angélica Y Juan. En cualquier caso, Bonifacio se ofrece para echar una mano y al cabo de un rato aparece en el vestíbulo. También ha salido Emilia de su habitación y quiere saber si cenarán algo. Puede hacerles unas tortillas y algo de fiambre. La situación es a la vez perfectamente normal y extraordinaria. Dos visitantes, uno de ellos de la familia, que se presentan de improviso y a quienes se les prepara la cena. Y la extrañeza de una situación en la que ni el dueño de la casa ni la esposa de uno de los visitantes aparecen por ningún sitio. La normalidad, la naturalidad lo ocupa todo y, a la vez, velozmente, se va diluyendo en la voluminosa sensación de extrañeza que les embarga a todos. ¿Cómo es posible que dos personas salgan a dar un paseo a media tarde y no hayan vuelto a las doce de la noche? Resulta incomprensible. Jacobo quiere saber si han dejado alguna nota. No hay ninguna nota ni recado, no hay llamadas telefónicas. Esto de la falta de llamadas telefónicas es casi lo que más sorprende a Jacobo, quien sabe que Angélica es aficionada a llamar por el móvil a todas horas.

– Igual les ha pasado algo… -comenta Felipe Arnaiz por decir algo, por mencionar lo obvio que empieza a ocurrírseles a todos.

Entretanto, Emilia anuncia que pueden pasar al comedor. Ha preparado unas tortillas a la francesa y una ensalada, además de quesos y embutidos. Los recién llegados se sientan a cenar. Antonio abre una botella de Rioja. Durante un momento, mientras beben el Rioja y empiezan a cenar, retorna la sensación de normalidad que se separa de la sensación de extrañeza tan sólo por una delicada película invisible. Ambas sensaciones coexisten a la vez. Afortunadamente los recién llegados tienen hambre, así que devoran sus tortillas y los embutidos y el queso y el vino. Veinte minutos después, se encuentran todos en el comedor: Jacobo, Felipe Arnaiz, Antonio y Emilia, Bonifacio y Fernandito que acaba de llegar. Fernandito, ha hecho que se le explique la situación y se ha limitado a comentar:

– Estos dos se han largado, ¡es una fuga en toda regla!

Jacobo mira furioso a su hermano.

– ¡Cállate la puta boca!

– ¡Me callo, pero a la vista está que se han largado!

Antonio está sumamente sorprendido. No forma parte del Juan Campos, que él conoce de toda la vida, este desaparecer sin avisar. La maligna sugerencia de Fernandito tiene más de ingenuidad que de maldad. Juan no es el tipo de hombre que se escapa a pie, a media tarde, con una amante. Y Angélica no es tampoco una amante, en el sentido usual de la expresión. Lo más sensato es pensar que se han entretenido en Lobreña o que han tenido un accidente. Pero no hay nada que hacer en Lobreña -no hay nada abierto- a partir de las once de la noche. Así que lo lógico es que telefonearan si están allí para que Antonio bajara a recogerles. Antonio decide que no queda más posibilidad que el accidente. Una vez decidido esto, el campo de posibilidad a la vez se ajusta y se amplía desmesuradamente. No es probable que Juan haya elegido pasear campo a través. El único paseo desde el Asubio que no sigue el camino vecinal que baja a Lobreña es el sendero del acantilado. Éste es un camino, además, frecuentado por Angélica y en ocasiones también por Juan. Y éste es un paseo peligroso de noche. Antonio decide formar una expedición de socorro:

– Vamos a formar dos grupos, en uno vamos Fernando, Jacobo y yo, y en otro podéis ir Bonifacio, que conoce el camino, y Felipe. Vamos a recorrer el acantilado voceando los nombres de los dos.

Antonio va al garaje en busca de una cuerda y un par de linternas. Se ponen en marcha. A medida que caminan por la cima del acantilado, Antonio piensa que, incluso si les localizan, incluso si no están heridos, el rescate a estas horas de la noche será complicado. Hay unos tres kilómetros de acantilado, cortados por dos barrancos cuyo origen es el desplome de la roca por la erosión marítima. Al primero de ellos, el más profundo, lo llaman el Barranco del Diablo. Al siguiente, menos profundo, la Barranca del Gato. Y hay dos pequeñas playas al pie de los acantilados. Una de ellas, la más pequeña, queda cubierta con la marea alta. Otra, mayor, cuando los Campos eran niños, fue un lugar de excursiones diurnas. Ahí está la cueva de los Cámbaros que, en la imaginación de los jóvenes Campos, instigada por Antonio, fue durante años una cueva de contrabandistas. El plan de Antonio es que el pelotón de rescate se sitúe encima de esa cueva, que queda unos veinte metros más abajo, confiando que en ese punto, que es el más elevado de todo el acantilado, Juan y Angélica puedan verles u oírles. Antonio prefiere no considerar la posibilidad de que uno de los dos, o los dos, se hayan despeñado y caído al mar. Avanzan rápidamente por el sendero del acantilado. Antonio lleva al hombro una cuerda de escalar de unos 50 metros y una linterna grande. Detrás van Bonifacio y Felipe con la otra linterna. Antonio y Jacobo vocean los nombres de los dos desaparecidos de cuando en cuando. A pesar de las linternas la expedición avanza despacio. Antonio tiene una sensación angustiosa en la boca del estómago. Puede haber sucedido una desgracia irreparable. Alcanzan por fin el inicio del sendero que baja a la cueva de los Cámbaros. Vuelven a vocear ahora los cinco a la vez y giran en semicírculos sus linternas. ¿Por qué está de pronto Antonio Vega seguro de que Juan y Angélica andan por ahí abajo? Antonio acaba de acordarse de que años atrás, paseando con Juan un verano por el acantilado, bajaron los dos hasta la cueva. Y bajaron porque Antonio se acordaba de análogos descensos de toda la familia, incluidas Matilda y Emilia, cuando los niños eran aún pequeños. Y, a su vez, Juan recordó que siempre que veía esa cueva se acordaba del san Jerónimo de Patinir, instalado en una cueva parecida. ¿Y si Juan hubiera decidido bajar esta tarde a la cueva en busca, precisamente, de ese recuerdo que ahora asalta a Antonio? No lo piensa más, se ata la cuerda a la cintura y encarga a Jacobo y a Fernando que sujeten la cuerda del otro extremo. Desciende lentamente por el sendero. Es un descenso dificultoso y desagradable, por la proximidad de las zarzas que rodean el sendero, pero no es imposible. Cuando lleva más de la mitad, vuelve a vocear los nombres de Juan y de Angélica. Ahora distingue algo parecido a ¡estamos aquí! Continúa descendiendo. Cuando por fin alcanza la playa, la marea llega casi al pie del sendero. Dos sombras le esperan abajo.

Angélica da diente con diente y solloza. Juan comenta fríamente:

– ¡Ea, Antonio Vega, vuelves a tus tiempos de sherpa! ¡Estarás contento, espero!

La voz de Juan Campos no parece la voz de Juan Campos: de la misma manera que, en los accidentes, el rostro desencajado, empalidecido, de la víctima resulta a la vez familiar y no-familiar a un amigo. Antonio no hace comentarios y organiza de inmediato el ascenso. Teniendo en cuenta que Angélica está temblando y no parece muy capaz de subir por sí misma, Antonio ata a Angélica por la cintura y emprende la subida detrás de ella. Antes de bajar ha acordado con Jacobo y Fernando que tirará tres veces de la cuerda para que ellos la vayan recogiendo. Juan remata su fría intervención de esta noche diciendo:

– Una vez arriba, Antonio, decides si bajas a recogerme a mí o me dejas aquí toda la noche. Ahora sin Angélica esto está casi agradable.

Antonio se siente aturdido al oír esto, como si de una manera oscura Juan le agrediera. Se limita a decir:

– Bajaré a recogerte también a ti, claro. Es muy fácil subir y bajar con la cuerda.

La subida con Angélica es lenta pero continua. Una vez arriba Angélica se deja caer al suelo y se queda ahí sentada. Jacobo le pone su chaqueta sobre los hombros. Antonio baja de nuevo Juan está preparado, dice que no hace falta que le ate por la cintura, así que agarrado a la cuerda asciende lentamente con ayuda de los de arriba. Ninguno de los dos habla durante el ascenso. Una vez arriba, nadie habla.

Los Cinco expedicionarios, más Angélica y Juan, reemprenden el camino de regreso al Asubio. La noche es débil por sí sola. El oxígeno escatimaba candorosamente el tiempo dedicado a la muerte.

XXXV

Juan Campos instalado de nuevo en su despacho al día siguiente. Ha caído ya la tarde, ya es de noche, llueve tenazmente: el sirimiri que vela todos los contornos. Se agradece el fuego de leños del despacho, el whisky con hielo y soda, las dos lámparas encendidas que dejan en penumbra todo el resto de la confortable habitación de Juan. Se respira un aire de seguridad y equilibrio invernizo. El chalet entero, el Asubio entero, aísla a Juan del grávido caos de la intemperie norteña, de la lluvia incesantemente irrazonable. Y su cuarto de estar, a su vez, le aísla del caos medio-cómico del Asubio y de sus ocupantes, que ahora, con la llegada de Jacobo y Felipe Arnaiz y sus botas de caza y sus escopetas, ha cobrado una fisonomía de cacería franquista (mutatis mutandis, que añadiría, quizá, Angélica). Angélica ha guardado cama desde la noche anterior y todo este día siguiente. Emilia y Balbanuz le han subido tazas de caldo y de té y alimentos ligeros a su dormitorio, que no comparte con su marido: Jacobo y Felipe han ocupado uno de los antiguos dormitorios de los chicos, que hacía las veces de cuarto de huéspedes cuando traían amigos del colegio. Este arreglo ha divertido a Fernandito, que ha guiñado maliciosamente un ojo a Antonio Vega, cuando se enteró al desayuno. Ha intrigado esto a Juan, que no ha preguntado nada, pero que sospecha que la tirantez existente entre su hijo y su nuera se ha atirantado aún más tras la aventura de la cueva de los Cámbaros. Juan está disfrutando esta ausencia de Angélica, su retirada. No es una retirada táctica del todo (como lo hubiera sido de haber proseguido la relación suegro-nuera en los términos que precedieron al descenso a la cueva): ha sido más bien un receso murriático punteado por lesiones periféricas causadas por las zarzas y alguna que otra lesión psíquica causada por lo ocurrido entre ellos dos. Juan sonríe: ¡que no haya sucedido nada en absoluto es la lesión psíquica más dolorosa que Juan ha sido capaz de causar la pasada noche! Imagina a Angélica lamiéndose, febril, sus no-heridas. Angélica no sabrá a estas alturas qué pensar. Y Juan sonríe. Toma un sorbo de whisky. Y retorna un muy desgastado ejemplar de El ser y la nada: Para no ser algo dado, es menester que el para-sí se constituya perpetuamente como un retroceso con respecto a si, es decir, se deje siempre a la zaga de sí mismo como un datum que él ya no es. Esta característica del para-sí implica que es el ser que no encuentra ningún auxilio, ningún punto de apoyo en lo que él era. Al contrario, el para-sí es libre y puede hacer que haya un mundo porque es el ser que ha de ser lo que era a la luz de lo que será. Juan ha leído esto mismo varias veces esta tarde. Estos textos de Sartre, tantas veces releídos, no siempre estimulan intelectualmente a Juan. Pero esta tarde lluviosa la idea de que el para-sí, la conciencia, no encuentre ningún auxilio, ningún apoyo en lo que era, le ha parecido un retrato-robot de sí mismo. Y a la vez, un retrato-robot de Emilia y, por extensión, también de Antonio Vega. Ninguno de los tres son ya lo que eran, entre otros motivos (estos psicológicos, además de metafísicos) porque ellos eran a la vez que Matilda era: al dejar de ser Matilda, dejaron ellos de ser lo que con ella eran. Ahora son libres y tienen que ser lo que eran (y ya no son) a la luz de lo que serán (y aún no son). En su caso particular -Juan reflexiona, no hay inconveniente, es libre a la luz de lo que será, sea lo que sea. Mejor dicho, a la luz de las futuras elecciones que Juan haga de sí mismo. Emilia, en cambio, no parece capaz de reelegirse libremente de nuevo: la luz de lo que será no brilla para Emilia. Por consiguiente lo que era se desluce progresivamente, se le deshace sin lo que será. Emilia está condenada al fracaso, incluso a la desaparición, a la muerte. Y por extensión, también Antonio Vega. Juan Campos deja El ser y la nada sobre el brazo de su sillón y toma un largo trago de whisky con soda. Apura todo el vaso. Se detiene meditativo con el vaso aún en la mano, mirando el fuego, y por fin se levanta y se encamina hacia el carro de las bebidas. Y se sirve otro whisky con hielo y soda. Regresa a su butaca frente al fuego. Tintinea el hielo en el vaso de cristal como una llamarada de ámbar helado. El whisky es un placer mayor que el cual nada puede pensarse.

Juan ha almorzado solo este mediodía, es decir, con la única compañía de Antonio y la fugaz presencia de Emilia, que no se ha sentado a la mesa. Ha sido una comida silenciosa. Ha sido también un almuerzo incómodo. La verdad es que Juan contaba con que Antonio le interrogara discretamente acerca de la ocurrencia de bajar a la cueva. Juan tenía sus respuestas preparadas: el recuerdo de Matilda, el recuerdo de Patinir, el recuerdo de los días felices del Asubio cuando los hijos eran niños. Juan estaba seguro de que la mención integrada de esas memorias emocionaría a Antonio. Servirían para recuperar la cordialidad o, al menos, la apariencia de cordialidad. Juan no está ensimismado ahora: está alerta. Los sobresaltos le entretienen ahora, siempre y cuando aparezcan y desaparezcan con una periodicidad razonable. Ha hecho incluso un listado de sobresaltos posibles: el sobresalto de qué acabará haciendo Fernandito con su vida, con Emeterio. ¿Acabará quedándose a vivir en Lobreña? El sobresalto supremo de qué hará Antonio con Emilia, y de qué hará la propia Emilia, con o sin Antonio. Y hay el subsidiario sobresalto matrimonial de su hijo y su nuera. ¿Pedirá Angélica el divorcio a Jacobo para pedir, acto seguido, la viuda mano del padre de Jacobo? Aquí lo chusco se desparramaría por el mundo como un barril de melaza viscosa. Un sobresalto accidental éste, sin duda, pero tan aparatoso, de producirse, que obligaría casi a emigrar a Juan Campos, irse a pasar unos días al hotel Real a contemplar en paz la bahía de Letona, mientras se diluye la melaza. El hecho de que Antonio haya dejado transcurrir el almuerzo casi en silencio ha sido, a su manera, también un sobresalto, como el inesperado aguijonazo de una abeja. Juan, sin embargo, estaba decidido a dejar que fuese Antonio quien sacara a relucir el tema…, cualquier tema, pero, ¿qué duda cabe que el tema del momento es lo ocurrido esta pasada noche? Terminado el almuerzo, mientras Antonio recogía rápidamente los platos, al levantarse Juan de la mesa, no pudo evitar hacer una, al menos, de las preguntas que tenía en la cabeza:

– ¿Cómo supiste, Antonio, que estábamos allí? Era noche ciega y hubiéramos podido estar en cualquier parte. De hecho fue pura casualidad el que bajáramos. Me dio por bajar en el último momento…

– Ya supongo, sí.

– ¿Y no te extrañó?

– Me preocupó que os hubierais despeñado.

– Si no llegáis a venir, no sé qué hubiera sido de Angélica.

– Hubierais sobrevivido, el sitio sólo es peligroso de noche. De día hubierais atinado con el sendero.

– Ya, pero hacía mucho frío. Angélica estaba asustadísima.

– Es natural.

– No pareces muy interesado en esto, Antonio.

– ¿Interesado?, no sé, ya se acabó. Una vez que os encontramos, respiramos por fin. Permíteme, voy a llevar estos platos a la cocina.

Antonio sale del comedor empujando con el pie, como suele hacer, la puerta abatible. Juan tiene la impresión de que Antonio ha empujado esa puerta de dos hojas con más energía de la necesaria porque ahora ambas hojas baten a la vez un par de veces, como si subrayaran la sensación de perplejidad de Juan. La amable frialdad de Antonio le ha desconcertado. En otro tiempo, un incidente así hubiera dado lugar a una larga conversación. Ha sido una aventura, al fin y al cabo. La neutralidad de Antonio resulta casi ofensiva. ¿Qué esconde la neutralidad de Antonio? ¿Ha dejado Antonio de interesarse ya por cuanto sucede en la casa, porque se prepara ya para pedir el finiquito? (Juan, que ha regresado a su despacho, reconoce que esto del finiquito -una invención de Juan a beneficio de Angélica- ha acabado por parecerle verosímil al propio Juan. Aunque se da cuenta, a fuer de sincero, que Antonio jamás llegó a plantear así las cosas.) Una vez instalado en el despacho, mientras hubo en el jardín luz diurna, Juan ha paseado monótonamente de un extremo a otro de la habitación, incómodo. Antonio con su frialdad cortés le ha descolocado. Es la hora de Jean-Paul Sartre. Por eso ha sacado el ejemplar de El ser y la nada de entre sus libros, y se ha paseado con él en la mano, aún sin abrirlo, hasta que se ha ido yendo la luz, ha empezado el sirimiri, ha corrido las cortinas, se ha sentado frente al fuego, se ha servido el primer whisky. Después del segundo whisky, ha comenzado a hojear la obra del escritor francés. Sartre le tranquiliza, Sartre le blinda esta tarde de lluvia. Ha dado con el pasaje citado más arriba al releer entero el capítulo donde ese pasaje aparece: Ser y hacer: la libertad. Una de las características menos claras, y sin embargo más punzantes, de la presente situación de Juan Campos es que desearía recobrar un pretérito Juan Campos más tierno y más joven (un Juan, pues, que aún viviera el duelo por la muerte de Matilda con intensidad suficiente para hacerla reaparecer en la memoria dotada de una cierta luz consoladora) y que a la vez desea no ser ese Juan Campos y vivir el duelo como algo ya acabado y ser dejado en paz: esta segunda situación implica la figura de un Juan mucho mayor, el Juan de los años viajeros de Manda, los brotes iniciales de resentimiento y de rencor, y el Juan, por último, estupefacto, que se sintió agredido, cuando le agredió Matilda moribunda y le arrojó de su presencia. Ambos lados, disposiciones de ánimo, se entrecruzan inesperadamente, y algunos días con tanta frecuencia que una de las ocupaciones más definidas de Juan Campos en la actualidad es concentrarse en el presente de sus lecturas de filosofía neohegeliana (por eso, paradójicamente, le entretuvo Angélica) o en cualquier cosa que sea presente, y que sea absorbente, y que, al no tener futuro, disuelva de paso todo su pasado. Lo malo es que este presente presentificado de continuo es laborioso de obtener: Juan Campos añora en ocasiones la inocente compañía del Antonio Vega de otro tiempo.

XXXVI

Y, sin embargo, no hubiera sido necesaria la añoranza de Juan Campos: hubiera bastado con la simple voluntad amistosa que antaño Juan tomó prestada de Matilda para que la inocente compañía de Antonio se reactivase. Hubiera bastado con que, después del almuerzo, una de estas tardes que han seguido al incidente de la cueva de los Cámbaros, Juan se hubiese llevado aparte a Antonio y le hubiese preguntado por Emilia: bastaba con que hubiera dicho: Antonio, ¿por qué no vamos a dar una vuelta los tres, Emilia, tú y yo? Bajamos a Lobreña y compramos unas Coca-Colas, un litro de helado Häagen Dazs en el híper, hablamos de todo un poco o de nada, da lo mismo…

Pero ése es otro Juan Campos, uno anterior, que Emilia y Antonio aún recuerdan pero que el propio interesado sólo es capaz, como mucho, de añorar en vano, como quienes añoran los tranvías de su juventud o la mili, sin precisar nada en concreto: añoran en el vacío de un antes sin después. Un gesto así de Juan conmovería a Antonio incluso ahora: aunque es ahora ya muy difícil, si no imposible. Por una de esas casualidades de la vida, Antonio Vega ha, involuntariamente, hace unos días, oído a Juan decir a Angélica: Así es como yo los veo a esos dos, Angélica: enemigos pagados. Los empleados domésticos siempre acaban siendo eso. También Emilia y Antonio, sí. No pongas esa cara, ya te lo he explicado todo antes.

Antonio estaba en su cobertizo del garaje con las luces apagadas se había sentado frente al fuego sin encenderlo, llevaba ahí un buen rato despatarrado en su sillón sin saber por qué. Había dejado la puerta abierta. En esto oyó el coche de Angélica colándose rápidamente en el garaje. Antonio se quedó donde estaba. Se apagaron los faros y bajaron Angélica y Juan. Daban la impresión de haber venido hablando de este asunto, porque en la frase que Antonio oyó, Angélica se hacía constantemente de nuevas. Era la primera vez en su vida que Antonio oía una frase así. Era nítida e impronunciable como esas frases de los anuncios luminosos en una lengua extranjera cuyo significado comprendemos al verlos, pero que no nos atreveríamos a pronunciar en voz alta. Antonio Vega deletreó aquella tarde, derrumbado en su sillón, la expresión enemigos pagados, y le pareció inverosímil que él mismo y Emilia fuesen los referentes de esa frase. Y le pareció aún más inverosímil que su emisor fuese Juan y, a la vez -y en eso último residía la violencia impronunciable de esa imagen-, la idea casaba con el distanciamiento progresivo de Juan, su despego, su ensimismamiento primero y, últimamente, a partir de su relación con Angélica, su modo irónico de estar con los demás y de decirlo todo. La pareja se fue. Al irse, corrieron la puerta del garaje. Antonio se quedó aún un rato largo, ahora escondido, descompuesto y mudo, como se había sentido en Londres en un viaje antes de conocer a Emilia, un mes de vacaciones, después de unas pesadas sesiones de conversación inglesa, incapaz de pronunciar palabra. No comunicó a Emilia este descubrimiento odioso. Días más tarde ocurrió lo de la cueva de los Cámbaros. Antonio se dijo a sí mismo: he olvidado aquello. Y esta frase significaba justo lo contrario. El resultado fue una sensación de desconsuelo que hizo aún más dolorosa, si cabe, la visión diaria del imparable desgaste de Emilia. Por entonces comenzó Antonio a rumiar la imagen de la terminación de su existencia: Emilia era su responsabilidad hasta la muerte, incluida la propia muerte.

Tras esta escena en el garaje, y pocos días después del rescate de los Cámbaros, reaparece Fernandito Campos. Antonio y Fernando no han vuelto a hablar desde la noche que Fernandito regresó descompuesto, bebido, sin haber encontrado a Emilia. Ahora Fernando da la impresión de haberse recompuesto. Se le ve muy joven, más de lo que es en realidad, y elegante con su jersey y sus vaqueros. Parece, sin embargo, abatido. No es una sorpresa esta dualidad para Antonio: hay un Fernandito decaído, biliar, y otro posterior, exaltado y maligno. Ambos se equilibran y desequilibran de continuo. Así ha sido desde la adolescencia del chico. Antonio apenas ha prestado atención a Fernando esta temporada. Recuerda que acudió a hablar con él hace tiempo, cuando era el propio Antonio el que se sentía deprimido, y recuerda que en aquella ocasión animó a Fernandito a que hablara con su padre, y recuerda que Fernandito, despectivo, dio entonces por perdido a su padre y sorprendió a Antonio con ello. Ahora es Antonio quien comienza a dar a Juan por perdido. Lo curioso es que esta experiencia es trágica para Antonio y sólo dramática para el hijo menor de Juan Campos. Antonio sabe que, de un modo u otro, Fernandito escapará a la influencia paterna. Al final se olvidará de su, en el fondo, ingenuo deseo de venganza, e incluso el rencor se aguará con la distancia geográfica y el paso de los años. Antonio no disfrutará -por supuesto que no- de ninguna de esas ventajas: no se abrirá entre Antonio y Juan ninguna benéfica distancia. Al contrario: se cerrará y concentrará aún más la cercanía entre ambos. Y no pasarán los años. Lo que entre estos dos ha de suceder, sucederá bien pronto. A buen paso se encamina ya Antonio hacia la muerte. A Fernando Campos, en cambio, le queda toda la vida por delante.

El caso es que Fernandito reaparece ahora en el garaje, en el cobertizo, juvenil y abatido, para hablar de sus cosas con Antonio. Entre estos asuntos de Fernando ahora su padre no ocupa lugar ninguno. Emeterio es el único problema que Fernandito tiene. Antonio ve, de inmediato, que Fernando se dispone a hablarle de sí mismo y que tiene un problema. Antonio es ahora el viejo sherpa de la adolescencia, un papel que Antonio Vega aceptó desde un principio y que ahora, en silencio, acepta representar de nuevo. Todos los expedicionarios de la expedición que trabajosamente asciende monte arriba o que desciende a las barrancas y cuevas del litoral cantábrico, todos los niños, todos los adolescentes, la expedición entera, es responsabilidad de Antonio Vega: han pasado los años y sigue siendo así. Antonio hace un indefinido gesto amable y Fernando se sienta junto a él en el otro sillón, los dos miran el fuego de la estufa.

– ¿Qué hago con Emeterio, Antonio? -Fernando tiene la seguridad de que no necesita decir más. Y, sin embargo, ésta es la primera vez que va a hablar de Emeterio con Antonio.

Es media tarde. Llueve una vez más este invierno lluvioso del Asubio. La lluvia tranquiliza el mar. Las balsas de maganos suben a la superficie estos días. Se está bien frente a la estufa del cobertizo, se está bien con Antonio. En esto se parecían y todavía se parecen Matilda y Antonio -piensa Fernandito: en que estaban siempre al tanto, incluso de historias que les contabas por primera vez. Siempre tuvo la sensación de que sabían de antemano lo que ibas a contarles, porque nunca se sorprendían. Es muy posible que Fernandito tomara en ambos casos por sabiduría lo que no era más que un estado de alerta continuado, una versión casera de la cura heideggeriana Antonio ahora no ha preguntado -como lo hubiera hecho casi cualquier otro-: ¿qué pasa con Emeterio? Tampoco se ha apresurado a comentar qué gran chico es Emeterio, qué buenos amigos habéis sido siempre Emeterio y tú… Ha cruzado los dedos y sus manos reposan ahora sobre su pierna derecha, a su vez cruzada sobre la izquierda. Fernandito, que a veces fuma y a veces no fuma, ahora enciende un pitillo. Antonio sonríe al verle encender el pitillo y aspirar el humo. Le recuerda los tiempos en que estaba prohibido fumar en casa y Jacobito fumaba a escondidas.

– Emeterio tiene novia -dice Fernandito-. ¿Qué te parece?

– Me parece muy bien.

– ¡No seas gilipollas!

– ¡Pero hombre, Fernando, ¿qué dices? ¿No te parece bien a ti, o qué?!

– Con ella no será feliz… la pechugona esa.

– A lo mejor sí, ¿tú qué sabes?

– ¿Tú de qué parte estás?

– Yo de tu parte, Fernandito, cenizo.

Antonio se echa a reír.

– ¿De qué te ríes?

– ¡Yo qué sé de qué me río! ¡De ti! -Antonio dice esto aún riéndose, ¡con tanta benevolencia!

– Emeterio es amigo mío. ¿A qué tiene ésa que meterse?

– ¡A ver, Fernando! Lo que me quieres contar, cuéntamelo bien.

– Ya sabes tú lo que te quiero contar. Emeterio es amigo mío y estoy enamorado de él, y soy maricón.

– ¡Pero chico!

– ¿Te parece mal, o qué?

– No. No me parece mal. La cosa es si Emeterio te corresponde.

– Sí me corresponde.

– ¿Entonces qué pinta la novia?

– No pinta nada. Una calientapollas es lo que es.

– Tú no has venido, Fernando, esta tarde, a sentarte aquí conmigo para insultar a la novia de Emeterio. A eso no has venido.

– Eso es cierto. No he venido a eso.

– ¿Ves como no?

– ¿Entonces a qué he venido? -pregunta Fernandito. Ha aplastado el cigarrillo con el pie en el suelo, se ha levantado, ha dado una vuelta por el cobertizo, se ha vuelto a sentar y ha preguntado a qué ha venido.

– Has venido a que hablemos de Emeterio y de ti, y de su novia. Y yo me alegro que hayas venido aquí como siempre, lo mismo que antes, a hablar en serio de una cosa seria que te saca de quicio.

– Eso, que me saca de quicio.

– ¿Qué es lo que ha pasado? Cuéntalo todo. ¡Ea!, ¿por qué no?

– ¿Por dónde empiezo?

– Da igual. Empieza por donde quieras.

– La noche que salí a buscar a Emilia, ¿te acuerdas?

– Claro.

– Pues esa noche les encontré a ellos y no a Emilia. Así empezó. ¿Empiezo por aquí?

– Vale. Empieza por ahí.

– Me porté como un cerdo. Tenía que haber subido a decirte que no encontraba a Emilia…

– Eso da lo mismo, Fernando. Ahora no estamos hablando de Emilia, estamos hablando de ti, de vosotros.

– Pues les vi en el híper. Ahí empezó todo.

Contar, tranquiliza. Ahora, en el cobertizo destartalado y confortable, Fernando es otra vez su pasado con un pequeño futuro por delante, el futuro de Emeterio y su novia y el del propio Fernando, que Fernando tiene ahora en sus manos. No puede obligarles a hacer nada que ellos no quieran hacer, y él mismo no es un héroe moral, pero está con Antonio Vega, el viejo sherpa, que estuvo siempre en su vida y que ahora vuelve a estar presente también en la vida de Fernandito, sin tener nada especial que decirle, ningún consejo moralizante o idea preconcebida: sólo abierto para que Fernandito elija libremente el futuro que desea elegir y, de ese modo, elija también su pasado. Antonio piensa ahora también en Emilia, que estará ahora echada en su cuarto, frente a la tele apagada. Emilia sabe dónde Antonio está y puede comunicarse con él por el móvil en cualquier momento. Había hablado con ella hace un momento, antes de la conversación con Fernando, Emilia aseguró que estaba bien, somnolienta, volverán a verse en una hora. Fernandito ha encendido otro cigarrillo, ha dado otro par de caladas y lo ha apagado, y ahora está tranquilo y cuenta lo que pasó esa noche.

– Aquella noche bajé a Lobreña y fui derecho al híper pensando que Emilia se habría entretenido allí. En seguida vi que no estaba su coche en el aparcamiento, entré en el híper por si acaso, di toda la vuelta, no estaba Emilia, subí al piso de la cafetería y allí estaban ellos dos, hablando bastante. A lo primero ellos no me vieron. Yo les vi a los dos y no vi más. Lo de la novia yo ya lo sabía, creí que no era nada. Emeterio no es de mucho hablar, ya sabes. Creí que era una de Lobreña con quien ir al baile y tal. Entonces les vi a los dos y no era eso. Da vergüenza decirlo, Antonio, contigo da menos vergüenza, tú eres tú. Da vergüenza por lo que sentí, que fueron celos: envidia y celos y odio. Se me empapó la espalda entera, la camisa, de sudor y no hacía calor. Empapado. Me acerqué y les pregunté por Emilia. Ella está bien, es… monilla, como son las de aquí. Ahora las chicas de aquí no son de pueblo ya. Las montañesas siempre fueron altas, siempre lo decía mi madre, y trigueñas, morenas lavadas, pues así era ésta, delgadita y simpática.

Pero antes de ver eso, todo esto que te digo, lo vi todo a la vez: vi que hacían buena pareja. Me cago en Dios, Antonio. La hostia puta. Estaban bien, se les veía contentos, Emeterio se cortó mucho al yerme, ella no. Se llama Carmen, Mari Carmen, me parece. Se vio que no sospecha nada, peor todavía: en aquel momento, Antonio, yo vi que no tenía nada que sospechar porque Emeterio no tiene nada que ocultar, porque Emeterio la quiere, se lleva bien con ella, no es un ligue, es una novieta. Los celos me hinchaban la cabeza, me sudaban las palmas de las manos, la espalda, tenía la cabeza hinchada…

– Seguro que dabas la impresión de estar frío, pálido, tan elegante como siempre. Yo te conozco.

– Seguro que sí. Pero tenía la sensación que te digo. Ella dijo, Carmen, que teníamos que quedar los tres. Y yo hice como que no la oía y le dije a Emeterio que habíamos quedado a almorzar el día siguiente. Le veía muy cortado. Luego me fui, me senté en el coche. Luego dejé pasar el tiempo. Luego salieron. Ella tiene un coche pequeño. Iba a seguir les. Arranqué y me paré. Les dejé irse. Luego me metí en un bar uno que hay a la salida según se viene para acá y me metí unos whiskies, bastantes. Se me acercó una y la mandé a la mierda. Estaba muy mareado cuando salí. Resbalé y me caí. Por fin arranqué el coche y vine aquí, me dio pena verte, me di cuenta de lo mal que estabas tú. Me fui arriba.

– ¡Vamos a ver, que yo me entere! ¿Qué es lo que viste en el híper?

– Les vi bien, estaban bien, contentos de estar juntos. Como conmigo cuando estábamos Emeterio y yo…

– ¿Cuál es la diferencia?

– Vi la diferencia. Entre Emeterio y yo y Emeterio y ella, Mari Carmen. Emeterio estaba contento con los dos, también conmigo, también con ella, pero mejor con ella.

Fernandito tiene los ojos muy abiertos mientras dice estas cosas, habla despacio, como si tuviera la boca seca. Ahora no se recuesta en el respaldo del sillón, está sentado justo en el borde con las manos en las rodillas y mira fijamente a Antonio. Antonio sabe que dice la verdad y sobre todo que la quiere decir: que quiere sacarse la verdad y ponerla ante sí: eso es lo que quiere ahora Fernando Campos. Y Antonio reconoce esta intención, e incluso el gesto que acompaña esta intención, en este caso. Sabe que no necesita presionar a Fernando, basta con darle pie, con una mirada amable, para que continúe. Y Fernandito prosigue:

– Todos estos años atrás y hasta el otro día creía que Emeterio era como yo, que tenía bastante conmigo. Estaba tan seguro que no le quería. Emeterio era mi propiedad, no hacía falta quererle, era una cosa mía: ¿te fijas, Antonio, lo que quiero decir?: antes éramos iguales, indiscernibles el uno del otro. En cambio en el híper, Emeterio ya no se parecía a mí, era más comprensible incluso, más fácil de entender, hasta más vulgar, más como cualquier chico de su edad que ha llevado la novia a tomar una hamburguesa al híper. Estaba disfrutando con Carmen de pertenecer al común de los mortales, en cambio, conmigo… conmigo sólo se puede disfrutar conmigo, no hay comunidad, hay mortalidad, pero estamos solos él y yo, solos y mortales, aburridos de vernos…

– Hombre, yo que tú, Fernando, volvería a pensar todo esto otra vez, le daría unas cuantas vueltas, lo hablaría, muy importante, con Emeterio! Si después de dar vueltas a todo ello sigues pensando lo que creo que estás pensando ahora: que Emeterio está mejor con Carmen que contigo, entonces sí, entonces, a partir de ahí, empezaría todo: tendrías que decir dejo a Emeterio, o mejor todavía, quiero que Emeterio se arregle con Carmen, lo quiero para siempre, y yo me echo a un lado, algo así. Hacer eso sería muy duro. Si lo haces no esperes ningún premio. Es posible que ni siquiera Emeterio se dé cuenta de lo que haces, es muy posible que ni siquiera Emeterio valore tu generosidad, así es como yo lo veo…

– ¡Pero es que me jode! ¡Me jode, no sabes cuánto me jode!

– Ya me figuro. Ahí está la gracia.

– ¡La puta gracia!

– Sí, eso, justo eso. Pero es que además hay otra cosa: que ni siquiera cuando estés seguro y estés convencido y hayas dado el paso adelante y se lo hayas dicho a Emeterio y hayas dejado a Emeterio y lo hayas dejado de tal manera que no puedas dar ya marcha atrás, incluso entonces estarás inseguro y no estarás seguro, habrás tomado una decisión irrevocable, habrás hecho lo que crees que es mejor para Emeterio y lo habrás hecho bien, generosamente, de una vez por todas. Y entonces dirás: ahora, por fin, se ha acabado, he hecho lo que tenía que hacer, estoy seguro: en ese mismo momento ya no estarás seguro, por eso es tan jodido…

– Te entiendo y no te entiendo. ¿Por qué dices que una vez que esté seguro volveré a no estar seguro?

– A lo mejor me equivoco, ojalá me equivoque. Lo que quiero decir es que suponte que, seducido como te hallas ahora mismo por la idea de hacer lo mejor para Emeterio (idea que a su vez te ha venido sugerida por la visión de Emeterio y Carmen en el híper tan felices juntos, haciendo tan buena pareja, tan normales chico y chica), te dejas arrastrar por la seductora imagen de tu sacrificio, quieres sacrificarte por Emeterio y Carmen, quieres hacer lo que te parece mejor, y este deseo te arrastra ahora con violencia, como le pasaba también a Matilda cuando se le ocurría una buena idea: también tu madre era así, me la has recordado muchísimo mientras te oía hablar, vehemente, absoluta, valerosa. Tu madre era una mujer valiente, enérgica y valiente, como tú. El poder de una ocurrencia la arrastraba a ella, a veces, como te arrastra a ti ahora esta ocurrencia de dejar a Emeterio. Pero ¿y si te equivocas, Fernando? Al fin y al cabo, fíjate bien, todo lo que tienes es una instantánea visión el otro día en el híper de que lo bueno para Emeterio es lo normal, la vida con Carmen separado de ti: la fuerza atávica de la normalidad como virtud te ha explotado en el pecho, estás hecho trizas todavía por la explosión que aún rebota y revienta dentro de ti y te hace trizas. La intensidad de la evidencia es tan grande que ahora mismo no puedes ver ninguna otra cosa. Yo sólo te pregunto: ¿seguirás viendo esto igual cuando pase el tiempo? Al fin y al cabo Emeterio y tú lleváis toda la vida juntos, desde niños, habéis hecho cientos de veces el amor y os ha gustado, os ha gustado mucho, esas emociones eróticas, orgánicas, son muy profundas, no desaparecen porque queramos que desaparezcan, no somos del todo dueños de nuestros deseos, podemos controlarlos, pero no somos dueños por completo de nuestros deseos. ¿Y si más adelante tú, o el propio Emeterio, que, un suponer, se harta de Carmen, o incluso sin hartarse, se acuerda de ti y te desea y quiere volver a empezar y tú también quieres volver a empezar, entonces qué, Fernando? Estarás entonces a la vez seguro de que obraste bien e inseguro del resultado de tu buena obra, ¿estás preparado para eso?

– Sabes, Antonio, acabas de decir que yo te recordaba a mi madre, hace un momento, ¿sabes a quién me recordabas tú ahora mismo? A mi puto padre. Así hablaba antiguamente ese hijo de puta a quien yo amaba y a quien por desgracia quizá amo todavía, así hablaba hace años, como tú ahora…

– Estoy de acuerdo, lo que acabo de decirte lo aprendí con tu padre, es una desgracia que tu padre no haya vuelto a hablarnos así. No está en mí juzgarle, aunque cada vez me resulta más difícil no juzgarle, no condenarle, pero sí, así hablaba Juan Campos cuando yo le conocí, y todo lo mejor que sé, lo más valiente y claro que yo sé, lo aprendí con él y todavía lo recuerdo, por eso lo que está pasando entre nosotros, lo que va a pasar en esta casa, es trágico…

– No va a pasar nada, Antonio, no te preocupes, Emilia mejorará, deja que pase un poco más de tiempo y el duelo por mi madre irá cediendo, Emilia mejorará, estoy seguro de que mejorará, mi padre no, pero mi padre es un mindundi, ése da igual…

– ¡Ojalá tengas razón con Emilia, Fernandito querido!

XXXVII

A Jacobo se le ha quitado la gana de cazar. Lleva unos cuantos días dando vueltas por el Asubio y llevándose a Felipe Arnaiz a tomar cervezas a Lobreña o a Letona. El fin de semana largo que tenían se está acabando. Tan liado está y tan complicado ve todo en el Asubio, que ha llamado a su hermana por teléfono y le ha dicho que no venga: no está el horno para bollos ni la casa para niños, Andrea. Estáis mejor en Madrid. Angélica y yo estamos como estamos, o sea: mal.

Angélica ha prolongado la convalecencia todo lo posible para no tener que verse con su marido por un lado o con su suegro por otro. Pensar en Jacobo le da jaqueca, pensar en Juan la hace sentirse taquicárdica. Pensar en hablar con Juan, teniendo a Jacobo dando vueltas por la casa, es impensable luego: mejor estarse en la cama convaleciente. Hoy, o mañana, o pasado se volverá Jacobo con Felipe Arnaiz de regreso a Madrid. ¿Y Angélica qué hará? Angélica está convaleciente y no está en condiciones de viajar. No, aún no.

Jacobo por fin se ha presentado en el dormitorio de Angélica y ha dicho:

– Angélica tenemos que hablar. -A Jacobo no se le da bien esto de tener que hablar entendido como una actividad distinta del hablar de negocios en la oficina o ir charlando en casa de unas cosas y de otras al paso de la vida. Jacobo no es muy hablador. Durante la primera fase de su matrimonio estuvo satisfecho con representar esa figura básicamente monosilábica del joven marido. Angélica hacía el gasto por los dos. Angélica tenía muchísimo que decir acerca de lo divino y todo y de lo humano. Y Angélica tenía, sobre todo, el gran tema de su suegra: Matilda fue una constante conversacional, o quizá sólo monologal, durante el noviazgo de Angélica y Jacobo, los primeros años de matrimonio, la enfermedad de Matilda, la muerte de Matilda. Con el proceso del duelo, Matilda siguió siendo un tema de obligado cumplimiento en esa línea, funeraria ahora, de los must de Cartier. De la misma manera que hay encendedores o relojes o pañuelos de seda de Cartier que, en ciertos círculos, no tenerlos viene a ser lo imperdonable, le parecía a Angélica que lo más imperdonable de todo en una situación tan post mortem como la de los Campos tras Matilda sería no sacar el duelo a relucir, la pena. Dado que hoy en día no se guarda luto indumentario y ni siquiera ese elegante alivio del luto de otros tiempos, le parecía a Angélica que, sacar a relucir el duelo en las conversaciones conyugales, era lo debido y lo apropiado. ¿Qué menos que un remusgo subcutáneo bien cronometrado, que dejara ver la pena sin permitir las lágrimas o un dolor descomunal? Escandalizó a Angélica descubrir que el proceso del duelo entre los Campos, empezando por su propio esposo, tenía unas características anglosajonas, distinguidas sí, pero a la vez angloaburridas. Bien estaba no gemir y no llorar a cada triquitraque, pero lo de Jacobo, por ejemplo, era, como dice ahora la juventud, una pasada: una auténtica omisión y ¡por Dios, pensaba Angélica, pero si es que se trata de su propia madre! Una pena tan discreta como aquélla tenía que acabar pareciendo -y siendo-, en opinión de Angélica, apenas pena. Y esto -en cuanto ausencia de pena al menos- hubiese debido dar que hablar a punta pala. Y sin embargo, entre Angélica y Jacobo sólo dio lugar a un conyugal distanciamiento entreverado -como se indicó al principio- con una cierta preocupación por el estado mental de Juan Campos y la situación, tan dramáticamente solitaria, de la retirada de Juan Campos al Asubio. Cuando Angélica se quedó en el Asubio por acompañar a Andrea, Jacobo se sintió muy satisfecho y a sus anchas: venía a ser como una vacación. Pero está claro que la sensación vacacional procedía de un sordo y soso malestar precedente que llevaba acompañando al matrimonio, casi sin enfrentamientos, pero también sin pausa, desde antes de la enfermedad de Matilda, durante la enfermedad y después. El proceso del duelo, en este caso, fue un proceso de separación. Y de esto, por cierto, habló largo y tendido con su suegro Angélica los felices días que precedieron al incidente de la cueva de los Cámbaros y a la llegada de Jacobo. Angélica no llegó a ninguna conclusión -excepción hecha de la convicción de que su suegro era un hombre adorable que Matilda había malentendido-. Juan Campos a su vez llegó a la conclusión de que Angélica era toda lo tonta y semiculta que siempre había sospechado, pero, a la vez, a ciertas horas, una agradable compañía femenina, superficialmente erotizante.

Cuando Andrea regresó a Madrid y Angélica comunicó por teléfono (incluso varias veces al día al principio de su estancia) que, si Jacobo no tenía inconveniente, ella se quedaba en el Asubio porque consideraba que su suegro la necesitaba, Jacobo se mosqueó. (Todos los hijos de Juan Campos estaban persuadidos de que su padre no necesitaba a nadie en absoluto, salvo un buen cuerpo de casa, y para eso estaban ya Antonio y Emilia en el Asubio.) Se mosqueó, pues, para desmosquearse acto seguido. Angélica era su legítima esposa en toda la extensión de la palabra. Era un asunto de por vida, tan de por vida que convenía espaciarla cuanto más mejor. A la vez algo le decía que la situación de Angélica cuidando de su padre, sin que a su padre le pasara nada en absoluto, era una situación irregular. Y Jacobo Campos, con los años y el banco, se había vuelto un sí-es-no-es convencional. Había, pues, una situación entre los dos a la vez tensa y destensada: una especie de separación vacacional de largo recorrido. El matrimonio seguía en pie y sus inconvenientes se amainaban. Tenía Jacobo, sin embargo, intención de llevarse a Angélica a Madrid tras estos días de cacería. La presencia de Felipe Arnaiz al volante durante el viaje de regreso serviría para iniciar la distensión o destensar la tensión que hubiera habido o que aún hubiere. Pero el incidente de los Cámbaros con su repentina cerrazón (puesto que ni su padre ni su esposa dieron la menor explicación a Jacobo) aumentó la tensión, que en su caso nunca era excesiva pero que ahora de pronto llegó a ser lo suficientemente intensa como para que, tras varios días de no salir de cacería y tener que entretener a aquel gran pelma que era Felipe Arnaiz, Jacobo decidiese subir al dormitorio de su convaleciente esposa y declarar:

– Angélica, tenemos que hablar.

Es mediodía. Van a dar las doce. Ha llovido y llueve y lloverá. Y el Asubio entero, con el acantilado velado ahora por la niebla-lluvia, una hermosa grisalla todo el mar hasta Inglaterra. Y el jardín y los árboles del jardín. Junto a la puerta de entrada la casita de Bonifacio y Balbanuz y Emeterio. Y arriba la casa misma, el Asubio mismo, la mansión, tan poco solemne, que mandó construir sir Kenneth Turpin, con la expresa orden de que fuese estival e invisible desde todas partes, y, al mismo tiempo, que desde todos los lados de la casa se viera siempre el mar, el gran Cantábrico, el Atlántico, y el jardín y los árboles y la lluvia y las estaciones una tras otra, floridas o sombrías, eternas e inconsistentes como la vida humana. Así que está presente todo el paisaje entero en el fuego de la chimenea del dormitorio de Angélica y en el papel pintado de las paredes y en los cuadritos de caza. Y, una vez más, visto todo desde arriba, desde afuera, el Asubio entero es una litografía blanca y negra y gris decimonónica, el Asubio entero es un cuadrito, una litografía de dos niños en un camino de la Montaña, al Asubio, una mañana de lluvia, debajo de una marquesina de madera abierta a todo el viento y al relente, con las medias caídas sobre las botas viejas y una cestita de manzanas reinetas a los pies.

Angélica, que se hallaba sentada frente al fuego y que leía un libro, se ha sentido muy feliz de pronto. Una como novedad ontológica, ese imposible novum, por virtud del cual el pensar salta fuera de sí mismo y se piensa a sí mismo desde fuera del pensar. Una cosa fascinante esto de que un mediodía de lluvia se siente Jacobo frente a ella y diga: Angélica, tenemos que hablar. Ha vuelto a decirlo ahora por tercera vez. Angélica tiene ahora la sensación de que no haría falta decir ya nada más, sino repetir esto mismo una y otra vez, para que se produjera aquella emoción tan medieval del monje medieval que se sentó en un bosque y, cuando quiso recordar, de golpe había transcurrido ya toda la eternidad entera.

La alegría de Angélica es, pobre Angélica, mixta. Para que fuese pura -para que la presencia de su marido en el dormitorio conyugal, ante el fuego de la chimenea, en este elegante Asubio enhechizado aún por el fantasma de Matilda Turpin- tendría que no tener Angélica segundas intenciones. Está claro que Jacobo no las tiene: Jacobo es un hombre de una pieza a quien la intentio obliqua jamás ha perturbado. Pero la situación presente es tal, que la imagen de su legítimo esposo y la ilegítima imagen del padre de su esposo, Juan Campos, el ladino suegro, se entrecruzan sin cesar con mayor rapidez e intensidad ahora que nunca. Y es que, claro, padre e hijo se parecen mucho. Angélica de pronto ha decidido que se parecen tanto que se les podría prácticamente confundir a media luz. Pero he aquí que este mediodía en el Asubio es todo media luz, y casi la esencia de la media luz. La vigencia del principio de la identidad de los indiscernibles es tan fuerte ahora que Angélica tiene la impresión de acabar de meterse entre pecho y espalda dos tequilas reposados, uno tras otro. Es un poco el don de la ebriedad, piensa confusamente Angélica, mirándose las uñas de los pies. ¿Qué irá a decirle Jacobo? Porque claro está que es Jacobo quien se ha presentado en el dormitorio de improviso con intención de hablar. Hay que dejarle que hable, que se explaye. Pero a la vez -reflexiona Angélica- no es Jacobo el tipo de hombre a quien decirle o dejarle que se explaye proporciona una gratificante sensación de libertad. Antes al contrario: cuanto más libre de explayarse se le deja, con menos libertad se explaya Jacobo: más se atraganta o atiranta. Más se calla. Así que Angélica decide hablar ella:

– Esto es, Jacobo, un diálogo de sordos, yo diría, si no hablamos ninguno de los dos.

– Querrás decir, Angélica, de mudos.

– ¡Pero, Jacobo, acabas de hacer súbitamente un chiste! ¡Jajajajá! ¡Me río muchísimo!

– Vale, me alegro que te alegres.

– Es que no me alegro, Jacobo, me río, que es distinto.

– ¡Para ti la perra gorda, mujer, alégrate o ríete, lo que te dé la gana! -Ahora Jacobo Campos se siente confundido, irritado y burlado. En el fondo de su corazón, siente que menos mal que así se siente, porque así sintiéndose está en mejores condiciones de decir lo que ha venido a decir, ¿que es qué?

– ¿De qué es de lo que, Jacobo, querrías que hablásemos? Disculpa la incorrección gramatical pero es que tienes una manera tan ceniza de empezar a hablar callándote, que me pone de los nervios.

– Tú sabes de qué quiero yo hablarte, Angélica.

– Pues no sé, Jacobo, no lo sé. ¿De qué querías hablarme?

– Pues de que vamos a ver qué planes tienes, o sea: ¿te vienes, o te quedase o qué haces?

– Pues mira, no lo sé. Tal y como tú y yo estamos, pues no sé.

– Es que eso mismo ya, Angélica empezando ya por eso mismo, no te entiendo. ¿Estamos mal, estamos bien o cómo estamos…?

– Pues estamos, Jacobo guardando las distancias… al objeto de que al final seamos capaces de salvarlas. Esto, por cierto, es una frase de tu padre.

– ¡Vaya por Dios! ¡A ver, dila otra vez, que yo entienda la frase de papá!

– Dice tu padre y tiene toda la razón, que sólo se salvan las distancias S se guardan

– Y eso en nuestro caso va perfecto.

Esta conversación -decide Angélica- no está teniendo la menor sustancia. Está siendo una sosez. Ahora la alegría se ha esfumado y Angélica contempla a su marido de hito en hito y piensa: es que es un pelma. Jacobo Campos, a su vez, contempla a su esposa y piensa lo que ha pensado siempre: qué guapa es y qué redicha es. Es tan redicha que, tan pronto como habla tres palabras o cita una cita citable, bien sea de mi padre o bien de otra persona pega mi alma un gatillazo tal que desearía estar de nuevo, y ahora mismo, en el despacho de mi oficina de Madrid, en el banco, consultando el índice de precios al consumo o recorriendo imaginariamente las subidas y bajadas del Dow Jones. Eso sí que es vida y no esta leche de la salvación de las distancias con la autorizada opinión de mi buen padre. ¡A la puta mierda mi buen padre y mi mujer de paso! Esto Jacobo no lo dice, jamás lo dirá, jamás -incluso- llegará a pensarlo en estos crudos términos, tan literarios y artificiosos en el fondo. Jacobo es un buen chico, un buen marido prim and proper, que jamás faltará el respeto a una mujer y menos que a ninguna a su propia mujer. No pensará mal de ella, no dirá ni pensará nada en absoluto. Lo que ocurre es que esto es en parte un imposible: algo tiene que pensar. No es que Jacobo sea un imbécil, no lo es. Es que está acostumbrado a pensar lo que se piensa y a decir lo que se dice, y Angélica está tan rara, y el Asubio está tan raro, que Jacobo no acierta a pensar acerca de ello nada que no se asemeje a un no-pensar. Lo más parecido a no-pensar es volver a repetir lo de: a ver qué planes tienes, Angélica, para estas próximas semanas. Y Angélica, en ese instante, piensa: o ahora, o nunca. Y dice:

– El plan que tengo, pues es éste: yo de aquí no me voy, a menos que tu padre coja y me eche. Y si me echa, me voy. Pero me voy a casa de mi madre, ahí me voy.

– O sea, que me dejas.

– No, no te dejo, Jacobo. Si te fijas, no te dejo. Me separo de ti por incompatibilidad de caracteres, porque el torro que me das es tan continuo y tan constante y tan horrendo, que es que me breas viva, me comes la moral, eso me comes. Y aquí por lo menos, con tu padre, la moral no me la come: me la eleva. Yo me doy cuenta, Jacobo, de que no estoy contigo siendo justa, no lo estoy siendo. Y siento, como es lógico que sienta, un sentimiento de culpabilidad muy fuerte, Jacobo, muy fuerte. Pero es que me veo que volvemos a Madrid, tal que mañana mismo volvemos a Madrid, y volvemos a lo mismo, venga y dale, otra vez lo mismo.

– Pero vamos a ver, Angélica, en Madrid qué es lo que te pasaba a ti en Madrid, yo me doy cuenta que te pasaba alguna cosa porque estabas como murria, y desde que estás aquí te veo mejor.

– Lo ves, estoy mejor.

– Me alegro, pero eso no es motivo para mandarlo todo así a la mierda.

– Sí es motivo. O mejor dicho: no lo es. Pero déjame pensarlo, por favor. Una mujer tiene que tener su propio tiempo para pensar lo que tenga que pensar. No todo es ser como tu madre, una mujer de acción, una impulsiva y venga y dale. Yo tengo que tener un tiempo mío para pensarlo todo bien pensado porque es que tengo que pensar, Jacobo, yo tengo que pensar. Yo sin pensar no viviría.

– Pues piensa lo que tengas que pensar. Pero yo me voy mañana.

– Bueno, vete.

– ¿Y después?

– Pues después ya se verá, Jacobo. Hasta que la vida no da toda la vuelta, no se ve ni siquiera un poquitín, ni eso. Eso tu padre te lo explicará bien bien. La significación intrínseca de cada cosa, cosa por cosa, hasta que la vida no da toda la vuelta, no se ve ni todo ni por partes. Porque todo es perspectiva, tu padre dice. Un perspectivismo radical. Yo soy yo y mis circunstancias, tu padre dice, que es lo mismo que Ortega decía siempre. Que los árboles no te dejan ver el bosque…

– Bueno, Angélica, mira. Lo que vamos a hacer entonces, Angélica, es que tú te quedes aquí y lo hables todo con mi padre, pero no conmigo y con mi padre a la vez, eso imposible. Me mareo sólo de pensarlo. Y cuando lo tengas todo bien hablado y la vida dé la vuelta esa que dices, pues me llamas y lo hablamos.

– ¡Eres increíble, Jacobo, increíble! ¡Sabía que al final lo entenderías!

Esta vez es -piensa Jacobo- la primera vez que entro en este despacho de mi padre, y me siento frente al fuego de mi padre para hablar de mi matrimonio con mi padre. Esta elaborada cadeneta de ocurrencias mentales acentúa la natural tendencia de Jacobo Campos a hablar poco. El hecho de que se trate de una única ocurrencia (a saber, que el hijo mayor de Juan Campos apenas se ha sentado nunca a hablar de nada con su padre) hace que contenga en su sencilla verdad un como resorte sorpresivo: la verdad es que es verdad que Jacobo y Juan apenas se han hablado nunca de nada, que no sea lo corriente. A ojos de Juan Campos, la aparición de su hijo en su despacho con una visible intención de hablar de algo y sin saber bien cómo empezar le parece fascinante y cómico. El sentido del humor hace las veces del afecto en este caso: no le quiere pero le hace gracia, por lo menos durante un rato corto. Decide Juan sacar él mismo el tema que su hijo acabará sacando con el tiempo.

– Tengo entendido, Jacobo, que te vuelves a Madrid. Sin disparar ni un tiro además. Lo siento, créeme que lo siento. Comprendo que en vuestra situación no estéis para andar de cacería…

– Pues no, no mucho.

– Sé lo que os pasa, Angélica un poco me ha explicado la cosa de qué va, es lo más normal. Con tu trabajo, y ella mano sobre mano todo el santo día en la casa sin saber en qué dar, se agrian las convivencias, hasta las más íntimas y profundas se ajan y deterioran, más aún, estoy persuadido de que cuanto más profundas las convivencias son, como es la vuestra, más se ajan cuando los proyectos de ambos cónyuges van cada uno por su lado. ¿Estás de acuerdo?

– Estoy… Supongo, sí… de acuerdo. Lo que yo quería saber, papá, es lo que te parece, o sea, si te parece, que Angélica se quede aquí unos días más contigo, por lo menos hasta navidades, o no sé…

– A mí, Jacobo, me parece bien, si a ti, Jacobo, te parece bien. Si a vosotros dos os parece bien, a mí, Jacobo, me parece bien. Esta casa es vuestra casa, como es lógico, y Angélica viene a ser para mí como una hija. Más casi te diría que una hija, porque a Andrea casi no la veo. Desde que se casó con este chico, este Ángel Luis…

– José Luis.

– ¿Cómo dices?

– Que se llama José Luis, papá, no Ángel Luis, José Luis.

– ¡Eso, José Luis!, ¡qué tonto estoy!

– Conmigo se lleva Angélica a matar, papá, bastante mal. Porque no tenemos de qué hablar. Reconozco que una vez que vuelvo a casa después de todo el día en el banco, lo que me apetece menos, lo que menos, es hablar. Esto lo reconozco.

– Te comprendo. Tu madre, que en paz descanse, siempre lo decía de los bancos, de las oficinas bancarias, vaya, porque a ella los bancos mismos la encantaban. Decía: un banco aburre a un buey de madera. Se refería, yo supongo, más bien a sucursales. Y claro, aunque tú no estás en sucursales, sino mucho más arriba, completamente otro nivel, lo cierto es que a la postre, a la fin y a la postre, incluso a tu nivel, también un banco te aburre que te mata. Llegas a casa, y qué se puede hacer, dejar de ser, dejar de hablar, dejarte de aburrir siquiera un rato. Desde las veintidós horas post meridiem, un poner, hasta que acaba «Tómbola» a las dos ¡qué inmensa paz! Lejos del duro banco y sin hablar ni una palabra. Ya habla Angélica por ti…

– Solemos ver más bien películas lo de «Tómbola» a mí no me hace gracia, a Angélica tampoco.

– Te comprendo, a mí tampoco. «Tómbola» es muy vil.

– No sé, a mí no me divierte.

– En cualquier caso, dan la una, dan las dos, es hora de acostarse y de dormirse, de levantarse e irse al banco refrescados.

– Así es, pongo el despertador a las siete.

– Admirable -declara Juan Campos, quien para ocultar la risa se acaba de levantar y se dispone a servirse un whisky doble-. ¿Te apetece un whisky, Jacobo?

– No, gracias. -Hace ya rato que Jacobo ha superado su inicial sensación de extrañeza ante la presencia de su padre. A estas alturas, su inhibición y su aprendido (y quizá mal entendido) sentimiento jerárquico, tan bancario, del respeto por las figuras de la autoridad se ha disuelto casi por completo y percibe con toda nitidez la mala leche paterna, el tono guasón, la gana de reírse a costa de su hijo, a costa de cualquiera. Es la primera vez que Jacobo habla con su padre de su matrimonio. Ahora que la inhibición se ha reducido, y ha sido sustituida por la idea de que su padre está dispuesto a tomarle el pelo, Jacobo pone en marcha una estrategia aprendida allá en su niñez (y en broma, con Antonio Vega), y confirmada después amargamente en el banco, que dice, el que da primero, da dos veces. Así que dice:

– Que yo sea un aburrido no es ninguna novedad, ¡no hace falta que me lo recuerdes, ya lo sé!, pero que Angélica se aburra tanto en Madrid que tenga que quedarse aquí a vivir para aburrirse algo menos es ridículo. Todas las mujeres de mis amigos hacen una vida parecida a la de Angélica: organizan a la ecuatoriana, llevan los niños al colegio, van a la peluquería y acaban las tardes, días alternos, jugando a la canasta en casas unas de otras.

– ¡Bien dicho, chico!, pero claro, hay un pero, hay un pero, ¡hay un pero, Jacobo!

– ¡Qué pero ni qué hostias! -exclama Jacobo, que está furioso ahora.

– Hay el siguiente crudo pero, Jacobo, que paso a detallarte: la pobre Angélica no tiene niños que llevar a ningún sitio, porque no tiene niños, no los tiene, no tenéis hijos ni queréis tenerlos, no queréis.

– ¡Por favor!

– ¿Tú quieres tener hijos?

– A mí me da igual, supongo. Ella es la que no quiere, nunca quiso, nos casamos con esa condición, el no tenerlos.

– Vale. Dejemos esto. Dejemos todo. El caso es que tú mismo reconoces que lo vuestro no va bien, va mal, y de hecho has venido a preguntarme si me puedo quedar yo con Angélica. Yo puedo, ya te lo he dicho, yo sí puedo. No hay más que hablar.

– No, no hay más que hablar. Sólo que es una rareza. ¿Hasta cuándo piensa Angélica quedarse aquí contigo?, supongo que no lo sabes tú, no lo sabe ella, y no hay manera de saberlo. Yo estoy, sabes, papá, un poco cansado. Quizá Angélica debiera quedarse aquí contigo a estudiar filosofía, eso la encanta, y podríais de paso discutir toda mi madre entera. Eso también la encanta a mi mujer. Mi madre fue desde que nos casamos su obsesión favorita, ahora tiene la oportunidad de hablarlo contigo de pe a pa, todo otra vez. Mamá también fue tu obsesión, ¿no, papá?

– Admirablemente zumbón, Jacobo, me encantas. En este nuevo mood de agresor y de cínico y de amargo. Así me encantas mucho más que en ese rol tuyo pavisoso, que de ordinario exhibes, el de alto empleado ejemplar de un gran banco.

– Estoy cansado y me largo ahora, nos vamos Felipe y yo de vuelta a Madrid. ¡Ahí os quedáis! ¡Ojalá Angélica saque partido de tu inmensa sabiduría, padre! Yo ciertamente jamás aprendí nada contigo. Por mi culpa, que conste, porque desde que nací fui un alto ejecutivo ejemplar que aburre a un buey de madera…

Jacobo y Felipe Arnaiz sacan sus maletas y escopetas, montan en el todoterreno de Arnaiz, salen de viaje a Madrid media hora más tarde. Angélica les ve irse desde su cuarto: el cielo es liso, líquido, suave y precursor como la lluvia, como el tiempo. Angélica está sumida devotamente en este instante, en este tiempo suyo del Asubio, tiempo del tertio excluso, cualquier cosa puede ocurrir, o nada, o todo. Lo que ocurre es que, al volverse, Angélica se da de bruces con Juan Campos, que entra en su dormitorio, cierra tras sí la puerta, se dirige a Angélica a buen paso, son en total tres largos pasos desde la puerta hasta Angélica, y comenta:

– Jacobo acaba de irse hecho una furia. ¿Qué le has hecho, Angélica, a mi hijo?

Angélica no responde nada. No hace falta. La voz de Juan Campos es espléndida, baja, clara, doctoral, matrimonial, genial, la voz de la conciencia libre de prejuicios y de tiempos pasados. Por fin, en un Asubio sin Matilda, Juan besa tiernamente a su nuera en sus absortos labios. Era un jazmín el sí, los labios de ella.

XXXVIII

Era como un jazmín el sí, los labios de él. Un jazmín revenido, revenant, ha sido un salto cualitativo este acto de Juan Campos de aparecer en la puerta del dormitorio de Angélica, abrirla silenciosamente, cerrarla silenciosamente tras sí, avanzar con tres enérgicos pasos hasta su nuera y besarla en la boca. Es también una gamberrada. Un acto gratuito de violencia pensada como quien elabora mentalmente una gracieta que soltará después en una reunión donde sabe que la ocurrencia tendrá una recepción ambigua. En parte gozosa, porque Angélica ha sentido como un gozo al ser besada sin previo aviso por su suegro, y en parte se ha asustado y escandalizado como cualquier nuera ordinaria con quien de pronto su suegro se propasa. Aún podía este estúpido beso quedarse ahí y no pasar a más: bastaba con que Juan se echara a reír, y pronunciara cualquier cumplido afectuoso donde quedara nítidamente expresa la intrascendencia de la acción: al fin y al cabo, entre los dos hay una considerable diferencia de edades y Juan no desea sexualmente a su nuera. Lo que Juan desea, sin embargo, está por ver. En líneas generales, Juan Campos cree, con Freud, que hay algo en la naturaleza misma de la sexualidad que determina una eterna ausencia mental de satisfacción. Esta insatisfacción constitutiva permite el incesante juego amatorio si -como en el caso de Juan, ya viudo- ningún compromiso ya le ata. Pero no es Juan Campos, nunca lo fue, un picha brava. Fue fiel a Matilda y no puede decirse que ahora sea infiel a la memoria de Matilda o desleal con su hijo Jacobo. Nada les quita, a ninguno de los dos, que aún tuvieran: ni a Matilda ni a Jacobo. En un mundo moral, donde las proposiciones éticas se justificaran sólo si son universalizables y válidas intersubjetivamente, cabe pedirle a Juan Campos responsabilidades por su descarado incesto. Pero el descaro es la nueva posición moral que está cada vez con más consistencia adoptando Juan Campos: cada vez se siente menos atado por responsabilidades o, como él mismo preferiría decir: por costumbres. Matilda ha muerto y se han liquidado todas las costumbres. El Asubio, en este momento, representa esa absoluta liquidación, la absoluta almoneda, el descaro superficial e irresponsable.

Y ahora, ya en franquía, ahora sí que está libre Juan Campos, ahora incluso podría Matilda aparecérsele como se aparece un condenado a otro condenado en pleno infierno.

Está Juan Campos muy interesado -siempre lo estuvo, y ahora cada vez más- en lo que pasa inmediatamente después de que pase algo gordo. ¿Qué pasó inmediatamente después de que se estrellara el primer avión contra una de las torres gemelas? ¿Qué pasó inmediatamente después de que Matilda, moribunda, echara a Juan de su habitación de moribunda? ¿Qué pasa después de haber besado, como ahora, a quien no debe? No está interesado Juan en una ordinaria presentación de segmentos que siguieron a la secuencia en cuestión: está interesado en el intervalo, con seguridad mílimétrica, entre un acontecimiento dado y el instante siguiente. Lo que a Juan le interesa se advierte mejor en microprocesos que en macroprocesos: lo que ocurrió de hecho en las torres gemelas un instante después de la primera explosión es, dada la magnitud del edificio y del acontecimiento, infinitamente complejo, no se adapta bien a los análisis de gabinete que a Juan le gustan. Cada vez que Juan trata de analizar estos mínimos espacio- tiempos de lo inmediatamente posterior a un punto cualquiera, dado ya, se siente husserliano, es decir, se siente en posesión de sus facultades descriptivas narrativas, intelectivas, tanto más cuanto más concentra el rayo de atención de su conciencia en un punto mínimo presente ante la acción cognoscitiva del yo. Lo importante para Juan Campos es que el objeto en cuestión, el cogitatum, sea tan pequeño como sea posible: así, por ejemplo, le encanta a Juan describir con todo detalle, concentrando toda su atención en el instante siguiente al instante en que besó a su nuera en los labios. ¿Qué sucedió en ese instante? Por un momento, mientras piensa en estas cosas, sentado ante la mesa de su despacho y provisto de una pluma y abundantes folios, se divierte Juan Campos imaginando deliberadamente en broma, alguna de las muchas cómicas gansadas que pudieron suceder, y que no sucedieron: Angélica pudo haberle dado un bofetón. Juan pudo no atinar del todo bien en los labios de Angélica por falta, digamos de costumbre, haber resbalado un poco hacia la derecha o a la izquierda, con lo cual, el beso, en vez de apasionado hubiera resultado un paternal beso en la mejilla. Angélica pudo haber gritado. Pudo Juan, para evitar que Angélica gritara, taparle la boca con la mano libre (dado que, para poder besarla, tuvo que sujetarle un poco el talle, como en las fotografías de los antiguos estudios fotográficos). Pudo Angélica haberle preguntado: ¿Y esto a qué viene, Juan? Juan pudo haber declarado: Angélica, te amo. O, como continuación a esta frase, pudo decirle: lo nuestro es imposible, pero te amo desde el primer momento en que te vi. O esto mismo pudo haberlo dicho Angélica… Acaba de acordarse Juan ahora que, en el instante que siguió al beso, Angélica murmuró algo que sonó a: amor imposible, o quizá: un amor de pecado. En ambos casos, algo de esto debió de decir Angélica porque Juan recuerda haber, tras besar a su nuera, dado un pequeño paso atrás y haberse brevemente echado a reír de buena gana: los besos dan risa, los besos en la boca dan risa. Al anotar a vuelapluma esto en sus folios, descubre Juan que ya no hay más, que no hubo más, que no da para más su capacidad analítica y que no es capaz de sacar gran cosa de este análisis descriptivo del intervalo entre un instante de estrepitoso contenido y el instante siguiente que, por comparación, está vacío. El esfuerzo analítico le ha servido, sin embargo, para recordar que, en resumidas cuentas, aquel robado beso le hizo reír a él mismo y confirmó que Angélica estaba más bien por la labor, al no atizarle de inmediato un rodillazo en la entrepierna.

Ella quería. Juan acaba de pronunciar esta frase en voz alta y se ha echado a reír. El melodramatismo de la expresión y esta nueva facultad de reírse solo le encantan: jamás se había reído solo: nadie se ríe solo, aunque lo diga, la risa es social, nos reímos con los demás. Pero no es imposible reírse solo, y no es inverosímil: sólo que las condiciones psíquicas que han de cumplirse para que un hombre de la edad de Juan, un intelectual, instalado en su despacho y reflexionando acerca de un acontecimiento que no tiene, bien mirado, la más mínima gracia, tienen que ser muy únicas. No se reiría Juan, ni ahora, ni tampoco como se rió tras el beso, si se hubiera sentido físicamente atraído por su nuera: la atracción física intensa presenta, antes de consumarse, un aire flácido, una como fijeza flácida y sudada o sobada. Juan se rió porque no deseaba a su nuera, se rió justo porque estaba logrando fingir con éxito que la deseaba sin desearla. Se rió porque su nuera cayó en la trampa. Y también se ríe ahora con la satisfacción de quien logra un logro. Viene a ser un ¡está en el bote!, expresado por un intelectual. Se ríe porque se siente contento de haber comprobado una vez más que su nuera está en el bote, la tonta del bote. Y se sonríe, además de reírse a solas, porque, como de reojo, está asistiendo a la emergencia de un inédito Juan Campos: el Juan Campos que Juan Campos conocía, el buen Juan Campos, el profesor de Filosofía moderna, el marido de Matilda, el mentor de Antonio Vega, el hombre que era de fiar, el más fiable en opinión de Antonio Vega, el intelectual más benevolente y paciente, que se ocupó de que Antonio Vega entendiera el mito de la caverna y leyera fragmentos seleccionados de las Confesiones de san Agustín, y comprendiera la sucesión de fenómenos histórico-culturales-sociales y económicos que dieron lugar a la modernidad, a la aparición del cogito cartesiano… El hombre que explicó a Antonio por qué se denomina copernicano el giro copernicano de Kant… ese personaje a quien todos tenían por bueno, y a quien él mismo, Juan Campos, tenía por bueno, y que observaba complacido en el espejo de su propia bondad, se contempla, no menos complacido ahora, emergente en el espejo de su propia maldad. Hay que hacer el mal porque el bien ya está hecho -recuerda repentinamente Juan Campos-. Y esta idea de Sartre le viene como anillo al dedo, retrato con anillo al dedo. Es el mismo Juan Campos de siempre, sólo que realzado por este su inédito Juan Campos, levitado por este giro de una conciencia que llevaba tiempo hirviendo al fuego lento del congelado rencor, y que ahora, gracias al falso beso incestuoso que ha robado a su nuera (quien por cierto lo recibió como agua de mayo), es un hombre nuevo. Edifica, Señor, en nosotros, un corazón nuevo. He aquí que Juan tiene ahora un corazón nuevo. Y no lo ha edificado Dios, porque no hay Dios. ¿Quién lo ha edificado, si no hay nada exterior a la conciencia? Lo ha edificado la conciencia de Juan Campos. Con ayuda eso sí, de una exterioridad controlable: Angélica es el otro controlable: una conciencia independiente de la conciencia de Juan, que se está dejando seducir por Juan y que Juan está cada vez más seriamente asimilando con un reptante y fascinante movimiento asimilativo de ameba.

Antonio Vega se ha encontrado con Angélica esta misma tarde en el jardín. Angélica tenía gana de hablar. Antonio no. La ha dejado hablar, Angélica ha contado que se va a quedar por el momento a vivir en el Asubio, y que va a ayudar a Juan a escribir sus memorias (esto de las memorias es una ocurrencia de último minuto que Angélica ha tenido en presencia de Antonio, porque, al contar lo que estaba contando, se dio cuenta de que su presencia indefinida en el Asubio requería, ahora sí, una justificación precisa).

Antonio Vega mira fijamente al suelo. Angélica habla y habla. Antonio mira fijamente al suelo. Están de pie los dos, delante de la entrada del Asubio. Es una tarde fría. Veloz atardecida, fría, de niebla. ¿Por qué hay ente y no más bien nada? Misterium iniquitatis. Antonio mira fijamente al suelo, Angélica habla y habla.

Están los dos de pie delante de la entrada del Asubio. Sí, esto es el infierno: así es el infierno, el lugar de la falta de semejanza, el lugar de la eterna desemejanza, que no es, sin embargo, pura y simple nada, limpio y puro vacío, sino un lleno repleto de insignificancias y torpezas y mini maldades, y celos y rencores. Antonio desearía poder llorar ahora, pero sólo piensa en Emilia, que, apenas sale ya de su cuarto, que se pasa el día acurrucada, frente a la televisión apagada. Que sólo reacciona, y sonríe, cuando Antonio, acabadas las tareas del día, se sienta junto a ella y le cuenta qué ha hecho durante el día, cómo ha llovido toda la mañana y luego ha escampado, y lo que Balbanuz guisó para almorzar, y cómo Bonifacio y Balbanuz preguntaron por ella, y Antonio les prometió que bajarían los dos una tarde de éstas, a pasar con ellos la tarde y ver los cuatro la televisión.

XXXIX

– Lo oí todo, yo lo vi todo. Iba a irme. Estaba sentada junto a la cama, frente a Matilda, sostenía su mano izquierda como la patita de un pájaro. Entonces entró, no me di cuenta, Matilda se había quedado dormida, daba muchas veces cabezadas durante el día. No dormía, ni de día ni de noche, no dormía, daba, eso, cabezadas. Y él entró una de esas veces, no le oímos. Debió de abrir la puerta y cerrarla muy despacio. Me di cuenta que estaba porque puso detrás de mi silla las dos manos en el respaldo. Entonces yo levanté la cabeza y le vi muy pálido. Entonces me levanté de la silla para que se sentara él. Me alegré que por fin se hubiese decidido a entrar. ¿Te acuerdas, Antonio, cómo fue? Te tienes que acordar. Tan pronto como la enfermedad se agravó muy deprisa, Matilda no dejaba entrar a nadie, sólo a mí, algunas veces Fernandito. No quería que la viese enferma, no le quería ver ella misma, había dicho que no entrara, y a la vez yo contaba con que no la hiciera caso y entrara, y con eso contaba, yo creo, que también Matilda, con que entrara, se presentara allí, aunque sea a la fuerza, contrariándola. ¿Te acuerdas que lo hablamos, Antonio?

– Me acuerdo de todo, Emilia, claro. Hablábamos de que era muy triste que Juan y Matilda se hubiesen distanciado tanto en estos años…

– ¡Pero no estaban distanciados! Eso creía yo también, yo creía que estaban distanciados, como nosotros, que nos veíamos tan poco aquellos años de tanta actividad con Matilda…

– ¡Nosotros desde luego no estábamos distanciados! -Antonio separa con ambas manos el flequillo de la frente de Emilia, el pelo lacio de Emilia. Retiene el rostro de Emilia entre sus dos manos contemplándola desde muy cerca. ¡Hasta qué punto está borrándose la carita de Emilia, como si se hundiera en el agua al pasar los días!

– Ellos no estaban distanciados, o no sé. Al entrar Juan, yo me levanté para que se sentara en mi sitio, y al hacer eso tuve, claro, que dejar la mano de Matilda sobre la colcha. Entonces abrió los ojos y me agarró la mano con sus dos manos y preguntó que adónde iba. Yo dije que ahora venía, que salía un momento, que se quedaba Juan con ella. Entonces abrió los ojos más todavía, me apretó la mano fuerte con sus dos manos, que apenas tenían fuerza, como las patitas de los vencejos, igual Matilda. Entonces Matilda dijo: Juan. No fue que le llamara, sólo dijo su nombre. Y entonces Juan dijo: Mejor vengo otro rato, cuando estés más tranquila. Entonces Matilda dijo: Estoy tranquila, no vuelvas a venir con esta vez ya cumples, estoy tranquila ahora. Y entonces Juan dijo: Mejor me voy si quieres. Y Matilda dijo: Mejor vete, sí. Y yo dije: Mejor que se quede Juan contigo un rato, así no te quedas sola, que yo en seguida vengo. Y Matilda dijo: Mejor vete, Juan. Y entonces Juan se movió detrás de mí: yo estaba de pie. Y pensé que se iba hacia la puerta, pero dio la vuelta a la cama y se sentó al otro lado, en el borde de la cama. Y dijo Juan: Esto no puede ser Matilda, ¿qué te pasa? Matilda había hecho un esfuerzo para sentarse en la cama, apoyada en las almohadas, y sin soltarme se volvió a Juan: ¿Es que no lo ves?, cualquiera ve lo que me pasa, hasta tú, estoy muriéndome. Estaba consumida, tenía la cara consumida, los brazos, era un esqueleto. Todavía es un esqueleto cuando la veo ahora, y la ayudo a ir de la cama al baño, y volver, o dar unos pasos por la habitación, sujetándola todos los días la veo así. Aquella vez también. Abrió la boca, como una boqueada tenía la boca seca y la saliva pegada a los labios, suspiró y cerró la boca y cerró los ojos. Juan, mirándome a mí, repitió otra vez lo de antes: Mejor, Emilia, vengo mañana cuando esté más tranquila. Y Matilda dijo: Emilia no tiene que ver nada, mejor ahora que mañana. Entonces yo volví a decir: Me voy un rato fuera. Yo lo volví a decir, y además, de verdad quería irme, porque se veía que tenían que hablar, mejor estaban solos. Cuando todo iba bien, si Matilda quería que no estuviera yo, me lo decía sin más. Tú te acuerdas de todo igual que yo, Antonio, lo fácil que era todo con Matilda, y también con Juan, ¿verdad?

– Sí. También con Juan, claro.

Al hacer esta pregunta, Emilia se ha parado en seco. Ha cambiado el tono bajísimo de voz, el susurro con que hasta ahora había contado a Juan todo lo anterior. Y ha recobrado de pronto, por un instante, el tono inquisitivo y firme de la antigua Emilia, el tono de una persona práctica que quiere saber un detalle importante de un asunto, y que lo pregunta claramente. Esto de que Emilia, de pronto, quiera saber con seguridad si las cosas eran fáciles también con Juan, en el pasado, le parece a Antonio una indicación de que Emilia no está segura de que las cosas sean fáciles con Juan ahora. Pero dado que Emilia lleva meses cumpliendo con las actividades de la vida cotidiana casi como una autómata, y como ausente, sorprende a Antonio que ahora quiera confirmar este particular detalle. Emilia ha cerrado los ojos y ha dejado caer la cabeza sobre el hombro de Antonio, como hacen los niños, que se despiertan en mitad de la noche y piden agua o pis, y casi al tiempo que mean o beben, se quedan dormidos en los brazos de sus padres. Vuelve Emilia a abrir los ojos, endereza la cabeza, vuelve a cerrar los ojos. Vuelve a abrir los ojos. Ahora, una vez más, tiene Antonio la impresión de que regresa la Emilia precisa y enérgica que siempre fue, y dice, entrecerrando los ojos:

– Más vale que te quedes, Juan, dijo Matilda, y te digo lo que hay. A ti te queda el usufructo de la tercera parte de todo lo que hay, más la libre disposición entera, que es bastante. Lo único que quedaba por hablar es eso, y ya está hablado.

Y entonces Juan dijo: Matilda, yo no quiero nada tuyo, ya lo sabes que no. Y Matilda dijo: ¿Ah, sí? No lo sabía. Entonces Juan se levantó de la cama y se inclinó sobre Matilda, y extendió la mano derecha sobre Matilda: creí que iba a pegarla.

Antonio se siente muy reanimado ahora. Después de tantos meses oscuros, de duelo obturado, ahora parece cambiada Emilia: parece otra vez la Emilia de antes. El cambio físico es muy notable: ahora ya no da la impresión de estar dormida, como si un dolor sordo y continuo que sufriera se le hubiera pasado, como si de pronto, por sí sola, se viera Emilia bajo el efecto tranquilizador, inteligibilizador, de un opiáceo. Quizá -piensa Antonio- hemos dado sin querer con un remedio. La referencia, al parecer, a la terminología testamentaria ha disipado la melancolía de Emilia. Así que Antonio decide explorar cautelosamente esta vía misericordiosa de estos recuerdos de su mujer.

– Entonces lo que me estás diciendo es que al ver a Juan, después de tantos días, de tantas semanas de no querer verle, y hablar con él de cosas corrientes, por tristes que sean, son corrientes, las disposiciones testamentarias, Matilda se reanimó, se sintió mejor, ¿ésa fue la impresión que tuviste, no?

– Por un momento sí. Así fue. Matilda se soltó de mi mano y dejó de mirarme, eso casi me chocó lo que más: porque lo que más me chocaba es que durante casi todo el tiempo que hablaba con Juan me miraba a mí, o a los dos, yendo del uno al otro, pero deteniéndose en mí casi más. Ahora miraba a Juan. Y yo también miraba a Juan, ayer qué haría…

– ¿Y qué hizo Juan?

– Pues lo que hizo ya no me gustó. No entendí por qué lo hacía, se separó de la cama y dio una vuelta alrededor de la cama con las manos a la espalda, un paseíto. Y luego volvió al lado de la cama opuesto al mío, con las manos en la espalda y luego con las manos en los bolsillos y no se sentó en la cama, se quedó de pie. Y dijo: ¿Cómo puedes ser tan cruel? Y lo volvió a repetir: ¿Cómo puedes ser tan cruel? Ahora resulta que lo único que queda por hablar es el puto tercio de libre disposición. Te has vuelto una mujer vulgar con tantos negocios, Matilda. Por lo que dices veo que siempre creíste que yo estaba contigo por la pasta. Acabas de decirlo. Te digo que no quiero tu dinero y saltas con que es la primera noticia que tienes. Se llama mala baba. Y entonces Matilda dijo, y le temblaba la voz cuando lo dijo: Has dicho que no quieres nada mío, y eso me ha dolido, ¿por qué no vas a quererlo?, ¿cuándo empezaste a no quererlo? ¿Se te acaba de ocurrir ahora o llevabas pensándolo ya tiempo? Nosotros nunca hicimos esa distinción, Juan, acuérdate, lo tuyo y lo mío, no lo distinguíamos. Yo tenía más que tú, siempre lo tuve, luego gané mucho dinero, y dio igual, siempre creí que daba igual quién tuviera qué, porque yo te amaba. Si me querías a mí, Juan, también querías el dinero que ganaba yo, porque lo que ganaba daba igual, lo bueno era el ganarlo, los negocios. Fuiste tú quien primero dijiste que la gracia estaba en eso, tú me animaste a meterme en los negocios cuando se murió mi padre. Ahora no queda tiempo de nada porque me estoy muriendo, por eso he dicho que lo único que queda por hablar es esta tontería de la testamentaría, que está hecha hace tiempo y tú lo sabes, en las condiciones que tú sabes, correspondientes al contrato matrimonial que hicimos, al casarnos enamorados… Y luego hay otra cosa…

– Emilia, yo no sé si estamos hablando demasiado esta noche, te estás cansando a lo mejor, sin darte cuenta…

– No, no. Quiero contarte todo esto, lo que yo vi aquel día, lo que dijeron. Matilda dijo: Y luego también hay otra cosa, además, Juan. De esto tengo yo toda la culpa y te pido perdón. Me encontraba tan mal, tan rabiosa por morirme, que no te quería ver me pareció que no te interesaba, que te distraía muriéndome, o algo así. Cuando ya se vio que no había arreglo, tuve la impresión de que te daba igual, te resignabas… Y entonces Juan se volvió a separar de la cama y volvió a darse el paseíto ese, con las manos a la espalda y volvió al lado de la cama, y dijo secamente: Bueno, y ¿qué querías que hiciera? Tú no eres una persona fácil, Matilda, y estabas muy furiosa, muy agresiva, pensé que era mejor dejarte en paz.

Y Matilda dijo: Lo siento mucho, Juan. Y Juan dijo: No vale la pena que lo sientas, ya está hecho. Y entonces Matilda pegó un grito horrible y se echó fuera de la cama, aunque no pudo por el peso de la colcha y de la manta, se cayó encima de mí y yo la agarré para que no cayera al suelo. Agarrada a mí, de rodillas en el suelo, gritó: ¡Qué está hecho, hijoputa, qué está hecho, todavía no estoy muerta! Y Juan, entonces, bajó la cabeza y sin mirarla salió de la habitación, cerró la puerta de un portazo.

– A ver si lo entiendo, explícame otra vez esto, Emilia, que no lo entiendo bien… Antonio se siente exaltado: siente que está a punto de lograr el giro indispensable en el duelo de Emilia: tras este giro, si por fin se produce, seguirá la pena y el recuerdo, pero se verá libre, Emilia, de la repetición obsesiva, del dolor enquistado ¡y ésta es la fórmula, hablar de todo lo que pasó esa tarde, palabra por palabra!, -exclama entre sí Antonio Vega, desmesuradamente alegre como un hombre enamorado-. ¿Tú qué crees que quiso decir Matilda, por qué se enfadó porque Juan dijera: ya está hecho? ¿Qué crees tú que quería decir Juan con eso? Igual Matilda no entendió lo que Juan quería decir…

– Sí lo entendió, yo lo entendí, Matilda lo entendió, Juan lo entendió, ¿cómo no íbamos a entenderlo, Antonio? Le acababa de pedir perdón. Matilda no pedía perdones muchos, algunas veces sí, pero no muchas, ni yo tampoco, pero algunas veces sí. ¿Verdad que sí, Antonio?

– ¡Claro que sí, tú sí pides perdón! ¡Hay que pedir perdón en serio, algunas veces!

– Pues esa tarde lo pidió Matilda, dijo que sentía lo que había pasado se refería, creo yo, sobre todo, a lo de no dejarle entrar a verla y eso, pero también a todo lo anterior, a lo que hubiera pasado entre ellos, en todos los pasados, presentes y futuros de los dos, yo la conocía, Juan tenía que conocerla. A veces tenía dudas de lo que pasó, de lo que hizo, se arrepentía. Y esta vez se arrepintió, ahora que ya no quedaba tiempo, apenas queda tiempo, y entonces pide perdón a su marido, porque Matilda creía firmemente, y yo también, y tú también, nosotros creemos firmemente que una última acción bien hecha, aunque sea la última vez, un sentimiento serio, aunque sólo sea una vez, y el último de todos, cambia todo, rebota hacia atrás y cambia todo. Por eso Matilda dijo: Lo siento mucho, Juan. Y Juan dijo: No vale la pena que lo sientas, ya está hecho. Y eso fue lo que Matilda no pudo aguantar. La ira le volvió sólo por eso, porque nada hay más mentira que eso, que no puedas al final cambiar, puedes cambiar, puedes pedir perdón, y eso significa que lo que está hecho, a la vez no está hecho, que el pasado a la vez es el futuro, y que sólo hay futuro en nuestra vida… -Ahora le tiembla la voz a Emilia y Antonio no sabe qué hacer, la emoción de Emilia le embarga a él mismo también: la identificación de Emilia con la voluntad de Matilda en el último instante de su vida, y su sensación de fracaso, su frustración, al creer que Juan se ha resignado ya con la muerte, porque ya está todo hecho-. No debió insultarle, eso igual no. Matilda era agresiva a veces, tenía Juan que haberse estado ahí, haberse quedado hasta el final, haberse liado a bofetadas con Matilda si hiciera falta, y conmigo.

¡No nos podemos ir, aunque sólo falte un segundo hay que estar ahí, Antonio! ¿Tú también piensas eso, Antonio?

– Sí, yo también.

– Lo sé. He vuelto a verlo todo. Lo malo es que ahora sí que está ya hecho. Ya se acabó, ahora sí que sí.

Finalmente, agotada, Emilia se ha quedado dormida. Antonio da vueltas a las últimas frases de Emilia: sólo hay futuro. Tiene razón Emilia. Sólo hay futuro. ¿Cómo es que no es capaz Emilia de aplicarse a sí misma, a su vida con Antonio esta idea? Antonio estuvo a punto hace un rato de agarrarla por los pelos y gritárselo a la cara: ¡tienes razón, Emilia, claro que tienes razón, tú misma acabas de decirlo, futuro es todo lo que hay, lo único que hay! Pero Emilia al final ha dado muestras de apagarse de nuevo y Antonio no se ha atrevido a forzar la discusión, si es que se trata de una discusión. Antonio comienza ahora a dar vueltas a que tal vez un psiquiatra pudiera ayudar a Emilia ahora, quizá se trata, después de todo, de una obsesión, de una depresión grande, que pudiera aliviarse químicamente. De las depresiones se sale. ¿Está siendo Antonio un loco no llevando a su mujer a un médico? Siempre ha oído decir que un considerable número de suicidios se hubieran podido posponer o evitar del todo con la medicación adecuada. Antonio esta noche vuelve a dar vueltas a esto mismo, y también vuelve a dar vueltas a su convicción de que Emilia no está loca. ¿Se está dejando morir a ojos vistas y no está loca? ¿No será Antonio Vega el que está loco?

XL

Ella quiere -repite mentalmente Juan Campos- ella quiere. La gracia, para Juan está en decir esta frase: hacerlo resultará un efecto colateral de decirlo. Juan Campos sonríe y repite mentalmente: ella quiere. Ella, Angélica está encendida, ah hit up, que hubiera dicho sir Kenneth, queriendo decir que estaba pasada de copas. No está pasada de copas esta tarde, sin embargo, Angélica. Sólo han tomado un whisky cada uno, el de Angélica con mucho hielo y agua. Sólo está completamente equivocada errada. Y esto es consecuencia -como Juan sabe de sobra- más del ayer y el anteayer que del hoy. Desde el beso siente, Angélica que se transforma en Matilda. El beso fue la orden de partida. Desde muchísimo antes, desde recién casada, desde un principio, trató siempre de imaginar cómo harían el amor Juan y Matilda. En el imaginario de Angélica no hubo nunca -ni tampoco ahora- ni una brizna de esa sexualidad deshumanizada que denominamos pornografía. Angélica no se imaginaba el amor de sus suegros para estimularse eróticamente o por curiosidad, sino para elevar la calidad de su propio amor por Jacobo. Había en los primeros años de matrimonio una voluntad ingenua -un poco pedante, es cierto, muy esnob- de asemejarse a su suegra en todo. En esto de hacer el amor (Jacobo Campos era un buen amante, cariñoso, en una línea deportiva no muy imaginativa, pero satisfactoria), al pensar en sus suegros, Angélica imaginaba un poco un plus, el plus ultra. Imaginaba que hablarían de amor y que no hablarían de amor al mismo tiempo. Les imaginaba amantes poéticos, una conyugalidad poética y cotidiana que contradijera esa obviedad lógica que humorísticamente menciona Bryan Magee, según la cual what is permanently the case cannot be exceptional. Vino después la época de sentirse rechazada por Matilda, un poco desilusionada por Jacobo, otro poco desilusionada consigo misma por no decidirse a tener hijos (esto implicaba una encendida defensa de que no tenerlos era preferible a tenerlos), después el gran despegue financiero de Matilda, después la enfermedad, después la muerte, después el duelo. Y después Juan Campos y el Asubio. Fue como el argumento lineal de una película francesa. Una vez en el Asubio, a raíz del episodio de la bella ciclista y las indudables atenciones de su suegro -que traspasaban, como en imagen, los límites de lo apropiado, sin llegar en realidad a traspasarlos nunca- se enamoriscó de Juan en la misma proporción en que rencorosamente se había comparado con Matilda. Aquí los tiempos sentimentales de Matilda sustituyen la linealidad por la simultaneidad. Todo lo que siente Angélica se representa en presente, anticipándose un poco y retrasándose un poco a la vez. Luego creyó que Juan la necesitaba. Luego -y esto también venía de atrás, pero se incrementó con la estancia en el Asubio- reconoció que era ya imposible regresar al piso de Madrid y al Jacobo de antes. La informal separación que tuvo lugar tras la última visita de Jacobo la dejó tranquila. Lo de la cueva de los Cámbaros fue un sobresalto aunque no pasó nada: casi lo más sobresaltante de todo fue que no pasara nada, y que Juan se limitara solamente a asustarla cambiando de voz y hundiéndose en las sombras y agarrándole repentinamente la mano con la mano. Desde hace unas horas, desde después de almorzar, no es de noche y no es de día: ahora es una hora sin afueras. El cuarto de estar de Juan Campos produce en Angélica la impresión de un amplio espacio interior blindado. Es reconfortante la sensación de que no hay salida y de que han llegado los dos, por fin, a un final inequívoco e irremediable. Esto es reconfortante porque no hay ninguna necesidad de tomar ninguna decisión. No tienen que hablar ninguno de los dos: todo es implícito, intensamente implícito. Angélica es Matilda: están los tres: Juan, Angélica y Matilda. Angélica piensa que ahora por ósmosis inhala y exhala una gran cantidad de irrealidad e idealidad vital, erótica también, con la ayuda de Juan y -esto es lo fascinante- con el consentimiento fantasmal de Matilda Turpin. Ella quiere. Matilda quiere. Juan quiere. Y yo quiero.

– Te amo, Juan -declara Angélica.

– Lo sé, y yo más -murmura Juan que se ha arrodillado delante de su nuera, una rodilla en tierra y ambas manos apoyadas, de momento, en el brazo del sillón. (Cualquier observador independiente de esta escena tendría la impresión de que Juan está tomando el pelo a su nuera. Esa rodilla en tierra, esas manos cruzadas sobre el brazo del sillón, ese rostro alzado al rostro de Angélica, es pura ópera bufa, pura parodia de una alta comedia.)

– ¡No seas infantil! -comenta Angélica y suelta una risita: está encantada, está un poco nerviosa, está tranquila, está a la expectativa. ¿Y si después de todo no fuese por fin a pasar nada?

– ¡Todo amor es infantil, Angélica! -Se le hace a Juan la boca agua: la parodia está alcanzando una gran perfección con la mínima cantidad posible de recursos dramáticos, una auténtica ópera bufa. Un dueto bufo.

– ¡Qué bonito eso que dices, Juan, tú tienes las palabras, siempre tienes las palabras, ésas, las que llegan al corazón, Juan!

Juan, todavía en la posición inicial de rodilla en tierra, separa la mano derecha del brazo del sillón y la posa sobre la rodilla de su nuera: al hacerlo abre un poco, en ángulo, las piernas de Angélica.

– ¡Lee el corazón, Angélica, tú lee el corazón! ¡Ahí hace delicioso hasta diciembre, ahí en Baden-Baden!

– ¿Qué quieres decir?

– ¡Oh, nada, no quiero decir nada!, ¡es una no-cita tonta, una no-tonta no-cita, una bagatela, mera mera bagatela, para dar color local!

Angélica suavemente, irresistiblemente se incorpora, con un curioso aire de gimnasta que hace abdominales, las dos manos acompañan el movimiento del torso hasta posarse en la cabeza cana de Juan, cuyo brazo ha ascendido pierna de Angélica arriba. Angélica besa el pelo cano de su suegro.

Juan ha detenido la mano poco antes de llegar al pubis, ha sentido la tela de la braga de Angélica y el estremecimiento de Angélica. Ha retirado un poco la mano. Angélica ha hundido su cara en el pelo de Juan y le abraza la cabeza. Y Juan piensa: ¡ea, he aquí mi primera infidelidad! Amé a Matilda, deseé el cuerpo de Matilda, guardé rencor a Matilda, la guardé buenas ausencias también. Ahora soy viudo, un viudo infiel a la memoria del fantasma de mi legítima esposa. ¡He aquí un buen batiburrillo! The nonsensical, que diría Matilda. Angélica cree que la deseo, pero no la deseo. Y ni siquiera deseo el deseo. ¿Qué deseo entonces? Deseo cortar la retirada de Angélica. Si me paro aquí, Angélica interpretará este parón en términos de mi rectitud de intención: creerá que no sigo adelante porque la amo demasiado porque la respeto, porque es la mujer de mi hijo, y porque respeto a mi hijo. Entonces Angélica imitará esta presunta buena intención mía y se retirará, dirá: es un amor imposible, Juan, o cualquier otra idiotez. Y si se retira dejará de ser manipulable. Tiene que no poderse retirar, en el fondo es también lo que ella quiere, no tener oportunidad de retirarse, quedar atrapada. Pues bien, que así sea:

– Ahora, Angélica, estamos los dos solos, la tarde es la soledad, esta habitación es la soledad de los dos juntos. No vamos a dejarlo ahora aquí, a medias, porque sería acobardarnos, sigamos adelante.

Lo curioso es que Angélica tan enhechizada como está, oye una canción de amor, un lamento amoroso, un aria de amor. Juan levanta con ambas manos un poco la falda. Ahora está excitado. Es una excitación mecánica, la erección es automática. Juan sospecha que no durará mucho, no hace falta que dure mucho. Lo único esencial es que Angélica sienta el pene de su suegro firme y erecto dentro de su vagina. Eso es lo indispensable. Tiene que no tener la menor duda de que esa noche consintió amorosamente en que su suegro la penetrara en su despacho tiene que sentir y recordar que deseó que esto sucediera, y que sucedió. Juan penetra a su nuera y se corre dentro. Ya está. Juan se retira, se cierra la bragueta, se ajusta los pantalones. Angélica se baja la falda. Se besan.

– Te amo, Juan -murmura Angélica.

– Lo sé, Angélica y yo más. Y ahora, además, no tiene vuelta de hoja. ¿Vas a contárselo a Jacobo?

– ¡Por Dios, no!

– La verdad es que no tienes por qué contarle nada.

– ¡Es que además no podría!

– Poder, podrías. E incluso deberías, si no estuvieseis separados. Pero estando como estáis, prácticamente separados, y yo viudo, esto no llega ni siquiera a incesto. Tú y yo sólo somos afines, no consanguíneos, se trata de una mera infidelidad puntual.

– ¡Me siento horrible, Juan!

– Eso es un efecto poscoital clásico, Angélica, a todas os pasa.

– Es la primera vez que me pasa.

– A mí también, Angélica, también a mí.

– No lo hemos podido evitar porque nos queremos, Juan, era imposible.

– Así es, Angélica, así es.

– Ya ninguno de los dos podremos nunca olvidar esto… porque nos queremos.

– Por eso y porque mediante este acto de amor hemos fundado, como quien dice, un nuevo mundo, que nos pertenece exclusivamente a ti y a mí. Esta noche nuestro mundo queda inaugurado, Angélica. No hay vuelta atrás.

– Y ¿qué vamos a hacer? -pregunta temblorosa Angélica. Ahora está asustada. El tono frío de Juan le ha recordado de pronto el tono guasón de la cueva de los Cámbaros, el ruido calcáreo del mar, la humedad de la cueva, lo que entonces no ocurrió y casi lamentó que no ocurriera, acaba de ocurrir ahora, y Angélica no lo lamenta. Pero tampoco se siente cómoda del todo. Ahora ya no es Matilda. Ahora es Angélica, la esposa de Jacobo, la nuera de Juan, la querida de Juan, la concubina un poco también… Por todo esto pregunta otra vez-: ¿Qué hacemos ahora?

– Ahora, creo yo, Angélica, acostarnos. O bien los dos juntos en mi cama. O bien, por separado, cada cual en su cama y en su cuarto. Esta segunda opción sería cobarde puesto que significaría que en el fondo nos avergonzamos de haber hecho el amor. ¿Te avergüenzas tú de haber hecho el amor hace un momento?

– Yo no, Juan, porque te amo.

– Exacto, ama y haz lo que quieras, el viejo Lutero siempre al tanto, ¿o fue san Agustín? Como acabas de decir tú misma, Angélica, mi amor es mi peso. Y no nos avergonzamos del pesado peso del amor, que es un yugo suave y una carga ligera. Y como no nos avergonzamos pues nos acostamos juntos ya desde hoy, desde esta misma noche, ¿no es así?

– Me da como cosa, un poco de yuyu. Aquí en presencia de Matilda, quiero decir, en casa de Matilda.

– Querrás decir en mi casa.

– No sé lo que quiero decir, Juan. La verdad, no sé qué siento…

– Yo te diré lo que sientes, Angélica, ahora mismo: sientes una sensación de pertenencia de consumación y de regreso. Te sientes en paz, sientes una inmensa paz, como una calcomanía de la paz, blanca y muda. Como Matilda. Para siempre ausente, escurrida por el desagüe de la muerte hacia la nada limpia y pura, hacia el no-ser donde nadie es nadie y se descansa en paz. Más o menos es esto lo que sientes, ¿a que sí?

– No, no, eso no es lo que siento, Juan, no siento nada de eso. Más bien me siento avergonzada.

– ¡Acabáramos!

– No puedo remediar sentirme un poco avergonzada más que nada por Jacobo. Aunque como te quiero y nos queremos pues compensa, y no me siento tan avergonzada. O sea, me siento y no me siento: más no me siento que me siento: pero un poco sí me siento avergonzada…

– Deberías sentirte, Angélica, mi vida, avergonzada un mucho, o bien nada en absoluto, como me siento yo, que estoy encantado de la vida con esta nueva situación. Lo que es completamente imbécil, Angélica, es sentirse avergonzada un poquitín. Eso es petit bourgeois. Por otra parte esto es irreversible, es un dato irreversible, un punto de no-retorno, no te puedes ya volver atrás, no debes sentirte avergonzada ni culpables en mi opinión. Debes, al contrario, sentirte muy contenta, sentirte muy feliz porque me amas, y porque yo te ofrezco, con mi sincero amor, también un empleíto…

– ¿Un empleíto?, ¡qué cosas dices!

– Me refiero, Angélica, a lo que hemos hablado otras veces, lo tenemos muy hablado, que ahora que ni Jacobo ni Madrid son ya una opción, yo soy tu opción, el Asubio es tu opción ahora. Y yo te necesito, porque, Angélica, ahora mi vida tiene que seguir, lo mismo que la tuya, tengo que escribir, tengo mucho que escribir. Matilda siempre quiso que escribiera y aún lo quiere, aún me mira, nos mira, desde ese su vacío íncubo, casi vegetal, donde no existe, desde ahí nos mira y quiere que publique yo por fin esas memorias mías de toda una vida dedicada a la filosofía y educación de la juventud. Lo teníamos medio hablado tú y yo, que me ayudaras con mis escritos días alternos. Una especia de pan time y más ahora, que ya veo que me quedo solo y esta casa necesita una persona responsable al cargo… ésa eres tú.

– Es muy consolador, Juan, no sé, es como humano, muy humano lo que me pides. Y me gusta, y te ayudaré si no hay inconveniente, si nadie pone objeción ninguna y…

– Y ¿quién se atrevería a ponerme a mí objeciones? No Jacobo, desde luego. Y sin Jacobo ya no queda nadie. Sólo quedamos tú y yo. Y, por supuesto, Matilda, como siempre…

XLI

Ahora, piensa Antonio, Juan no está ya ensimismado ni dormido. Ha despertado como quien despierta de un mal sueño. Como alguien de mal vino que tras la farra aún cabecea su agresividad en la barra del bar. Ha despertado de un mal sueño. ¿Estuvo alguna vez, Juan, dormido? Ahora Antonio Vega ya no sabe qué pensar. Empieza a no estar en condiciones de pensar las cosas una a una. Antonio se da cuenta de que su conciencia ya no pasa de unas cosas a otras como antes. Una aceleración insensata empuja sus pensamientos uno encima de otro, como en un tobogán. Tiene la impresión Antonio, de que ahora su vida consciente -que, por cierto, se ha ido lentificando cada vez más, hay muy poca actividad externa en el Asubio ahora- es una deslizadera donde las emociones, las imágenes, las ideas, se enciman unas en otras muy deprisa no dejan pensarse o verse, o sentirse bien, con claridad. Ahora la falta de claridad lo alumbra todo. Sí, es un despertar al traslúcido ahora, inmovilizado y sin futuro: una repetición atropellada de todo su pasado. ¡Ojalá Antonio pudiera detenerse a sí mismo, detener por un momento el atropellado venírsele encima todo a la vez! Tendría entonces la claridad de siempre, tomaría decisiones o se mantendría voluntariamente a la espera sin tomar todavía ninguna decisión, se mantendría alerta, estaría en condiciones de prestar ayuda a los demás y a sí mismo. Pero el acelerado ahora traslúcido, el despertar informe, no deja tiempo libre, ni espacio libre para pensar las cosas una a una. Y sí, Juan Campos ya no está ensimismado ni dormido ni entristecido ni pensativo: está contento consigo mismo, es libre.

Antonio recuerda una y otra vez ahora la imagen de la cruda y gozosa sensación de libertad de Mr. Hyde cuando ya el buen Dr. Jeckill no está en condiciones de controlar sus transformaciones. Como Hyde, el monigote desarticulado dotado, sin embargo, de una gran cantidad de energía vital, propioceptiva, Juan deambula por el Asubio -no mucho más que antes, bien es cierto- en compañía de Angélica, a quien a ratos lleva del brazo o de la mano o quien a ratos se coge del brazo de Juan, como una esposa convaleciente. Antonio les ha visto pasear así por el jardín, un desenfadado Juan Campos acompañado de una convaleciente Angélica. Bonifacio y Balbanuz también lo han advertido.

– ¿Sabes, Antonio, el señor qué va a hacer? -ha preguntado Balbanuz a Antonio el otro día en la cocina. Y viendo que Antonio no contesta nada, y con una cierta timidez como si preguntara algo inapropiado o hiciera una observación irreverente, ha añadido Balbanuz-: ¿La señorita Angélica va a quedarse entonces con nosotros?

– Por el momento sí, Balbi, todo sigue igual -ha respondido Antonio.

Esta conversación, insignificante en sí misma, le ha perturbado mucho. No había en el tono de voz de Balbi mala intención, ni siquiera quizá una intención especial. Superpuso Antonio la intención por un instante a las preguntas de Balbanuz como quien redibuja o repinta velozmente el ingenuo dibujo de un crío, un profesor de dibujo que por encima del hombro del crío repinta o retraza la melena del león, la cabecita del pato, las caras de papá y mamá. Era parte de la antigua vocación -qué desgarradoramente rechina este término ahora!-, era parte de la vocación tutorial, de maestrillo, que Juan inculcó a Antonio muy al principio, para que se ocupara de sus hijos: educarles, acompañarles estar con ellos, es en gran medida -explica la voz del Juan de otro tiempo- corregirles: sobre lo que hay, sobre sus ocurrencias, sus invenciones, sus errores, se reescribe, se repinta, se traza de nuevo, incluido el error mismo, incluso la línea desacertada, la expresión mema, la torpeza de los aprendizajes infantiles puede ser corregida en sí misma sin deshacerse, rehaciéndose, conteniendo la torpeza en la corrección, fecundando la corrección la torpeza reviviéndose, repensándose resucitándose, volviéndose a suscitar de nuevo, a partir de la expresión torpe, la ocurrencia inicial, la luz inicial. Y ese hábito de retrazar las ocurrencias insignificantes funcionó también ahora, hace un momento, al interpretar lo que preguntaba Balbanuz. Lo preguntado era, por supuesto trivial, parte del orden del día y de la costumbre casera de hacer saber en la cocina quién se va y quién se queda, cuántos se quedarán a almorzar. Balbanuz, por cierto, y Bonifacio no apearon nunca el tratamiento a Matilda o a Juan. Angélica fue siempre la señorita Angélica. José Luis, el marido de Andrea, fue siempre el señorito José Luis. Nunca consideraron Boni y Balbi que el vigoroso tuteo instaurado por Matilda tenía que cumplirse al pie de la letra en su caso. Pensar en este matrimonio humedece los ojos de Antonio Vega ahora. ¡Era tan fácil con Matilda! -tiene razón Emilia-. Matilda contenía el mundo, hacía sitio al futuro, era el futuro, era la significación del mundo. Fue, sobre todo, la significación de Juan Campos sin que este hecho menoscabara en nada la dignidad o la significación propia de Juan mismo. ¿De dónde surgió el rencor? ¿Por qué se guardó el rencor? Después de su relato de la otra noche, Emilia ha recaído en un abandono creciente. ¿Por qué no la arrastra Antonio a un médico ahora mismo? En Letona hay, con seguridad, facultativos capaces de interrumpir la depresión, el abandono, la dejación del deseo de vivir de Emilia. Ésta es una de las ideas recurrentes que se atropellan en el tobogán de la conciencia de Antonio ahora. ¿Desea el propio Antonio una continuación de la vida? Sólo si Emilia quiere la existencia continuada, Antonio querrá seguir existiendo. Antonio rehúsa firmemente -como quien rechaza una tentación envilecedora- pensar que Emilia se está dejando morir porque está enferma. Emilia no está enferma, la pena no es una enfermedad, la desgana de vivir no es en este caso una cobardía. ¡Ojalá pudiera Antonio pensar ahora las cosas una a una! Como las algas en las mareas de septiembre se arremolinan alrededor de las piernas de los bañistas, como el vaivén de las mareas vivas impide al nadador aferrarse a la roca cuando ya está casi a salvo, así, desgarrándole la carne como las aristadas rocas del acantilado en las rompientes, las dolorosas imágenes del destruido Asubio y de sus habitantes trenzan y destrenzan ahora la conciencia de Antonio Vega, hundiéndole lentamente en el misericordioso fondo del mar de la muerte. Pero, de momento, Antonio comprende el porqué de las preguntas de Balbanuz, tanto más claramente cuanto menos malicia hay en ellas: es pertinente preguntarse en el Asubio ahora qué va a hacer Juan, y si va a quedarse a vivir con él toda la vida su nuera, la mujer de su hijo, la señorita Angélica. Balbanuz o cualquiera de las asistentas que suben de Lobreña todas las mañanas tienen que hacer la cama de Juan Campos, donde evidentemente han dormido dos personas, y no tienen que hacer la de Angélica, que lleva sin dormir en su cama muchas noches. Esta vulgar observación está a la vista de todos, así como también es muy visible -a ojos de Antonio al menos- el sumiso aire de Angélica, punteado a ratos por un como desparpajo explicativo, una como labia irreprimible, que, en conversación con Antonio, parece obligarla a dar explicaciones que Antonio no ha pedido. El otro día Angélica explicó con todo lujo de detalles que Juan se propone escribir -y ya se lo está dictando a Angélica- unas memorias que serán como una versión actualizada del Diario metafísico de Gabriel Marcel. Y que tiene intención de plantearse ahí varias cuestiones centrales acerca de la supervivencia del yo, consideradas desde la perspectiva neohegeliana de la metafísica del yo en Bradley (el self ha precisado Angélica) (esto ha hecho sonreír a Antonio Vega: le ha hecho recordar cómo él mismo, de joven, hace tantos años, imitaba sin querer los frascos eruditos y brillantes de Juan Campos. Hubo un tiempo en que la elocuencia de Juan fue contagiosa). Es deprimente pensar lo que hay abajo, lo que hay detrás, lo que, a todas luces, se ve en la superficie de la acción de Juan Campos. Es el cierre -decide Antonio-. Y para colmo, a este atropellado ir y venir de las ocurrencias deslizantes de la conciencia de Antonio se añade un detalle chusco: Antonio estuvo presente al irse Fenandito. Brevemente, Fernandito, indicó que había, por fin, tenido con Emeterio la conversación proyectada y que lo dejaban. Fernando contó esto instalado ya ante el volante, con el motor en marcha, lo refirió con frialdad, con amabilidad. Sin amargura. Se despidió de Antonio con el cariño de siempre. Hablaron un poco de Emilia. Estaba a punto de irse ya: miraba al frente y dijo: Creo que es lo mejor para Emeterio. Y entonces paró el motor y se volvió hacia Antonio, que tenía las dos manos apoyadas en la portezuela del coche:

– Sabes lo último de mi padre? Había pensado irme sin contártelo, para qué darle vueltas, pensaba. Y ahora al despedirnos no puedo evitar querer contártelo. El otro día mi padre, al acabar de almorzar, se me acercó y me invitó a dar un paseíto con él por el jardín. Era de pronto el de antes otra vez: estas transformaciones instantáneas que hace ahora. De pronto es el de antes, de pronto ya no. Creí que quería contarme lo suyo con Angélica. Pensaba darle un palo fuerte. Resultó que era otra cosa: sé lo de Emeterio y tú, que lo dejáis, nadie me lo ha contado, os vi hablando el otro día, yo en seguida veo las crisis, las huelo, y ahora tú te vas a Madrid, según has dicho, ¿es cierto que lo dejáis? Le dije que sí, que qué hostias le importaba a él. Estuvo encantador: se mostró encantador: me conmovió. El hijoputa sabe que me conmueve con facilidad, cada vez menos, pero todavía me conmueve. Y lo de Emeterio me costó trabajo. Lo que mi padre debió de percibir fue el dolor, él percibe esas cosas en los demás, las huele, como sangre. No creo que debieras, dijo, dejar a Emeterio así, de golpe. La homosexualidad está hoy de moda, no hay por qué sufrir. Disfruta de Emeterio. Gozar es un deber que tienes contigo mismo, con Emeterio. Me cogió cansado, ésa es la verdad, me sorprendió el repentino interés por este asunto, perdí pie por un momento y mencioné lo que tú y yo hablamos, y que dejar a Emeterio no era un capricho, sino una decisión pensada, y le conté lo que dijiste tú, que no fue, por cierto, que lo dejara, sino que lo pensara. Entonces, mi buen padre, abrió la inmensa cola de su brillantísima ironía, como un pavo real. Dio por lo bajo ese alarido que dan los pavos reales machos repentinamente y que en su caso fue la exclamación: ¡craso error, oh, craso error! Tienes derecho a disfrutar tu juventud, tu cuerpo, tu Emeterio, que es tuyo, no renuncies, no le dejes, que se joda la puta novia, eso dijo. Y yo le dije: ¿sabes qué, papá? Jódete tú. Y me largué.

La marcha de Fernandito deja una estela invisible en el sepia del jardín. El húmedo atardecer es un perro abandonado. Ronda alrededor de Antonio, le observa temeroso, le sigue dentro de la casa. Todas las luces del Asubio están apagadas. Antonio imagina el Porsche Boxster de Fernandito acelerando hacia Castilla. El acongojado corazón del chico acongoja a Antonio también. Todas las penas de todos los dolientes del mundo unificadas en este atardecer sepia como el pelaje húmedo de un perro, un bonito perro de caza que por un momento hizo gracia a un dueño caprichoso, el pelaje húmedo de la tarde con el rabo entre piernas. La muerte es igual para todos, ése es el privilegio de la muerte. La pena, en cambio, que conduce a la muerte es distinta en cada caso. No se oye nada dentro del Asubio, es como una tarde de un día de fiesta, todos han salido. O el último día de vacaciones, los niños han vuelto a los colegios, Emilia y Matilda están de viaje, Antonio se ha quedado a recoger, están apagadas todas las chimeneas. En ocasiones así, Antonio bajaba a casa de Boni y Balbi a echar una parrafada y ver la tele. Al día siguiente dejándolo todo recogido ya, regresaría a Madrid. Hoy también, la casa está cerrada, las luces apagadas, el jardín es un perro mojado que da vueltas alrededor de Antonio. Se encamina Antonio hacia su lado de la casa, más que nunca esta tarde se divide el Asubio en dos lados: el lado de los Campos y el lado de Emilia y de Antonio. En la cocina está terminando de recoger Balbanuz, Antonio invita a Balbanuz a tomar un café con Emilia y con él. No puede obturar, Antonio, ahora una intensa tristeza ante esta diminuta ceremonia del café con leche y del bollo suizo o, con frecuencia, el fruit cake que Matilda enseñó a hacer a Balbi. Emilia se alegra de ver a Balbi. Antonio hace el café con leche, no hay bollos suizos, hay galletas María. Ni la niñez ni el futuro menguan, recuerda Antonio. Pero esta tarde no brota existir innumerable en el corazón de Antonio, sólo melancolía, la enfermedad prohibida la melancolía es maldad. Nunca hubo melancolía en casa de Matilda, en vida de Matilda. Ahora la melancolía es una tarde sepia y húmeda, el perro abandonado que da vueltas alrededor del corazón agobiado de Antonio Vega. Antonio cuenta que Fernandito acaba de irse. Mientras da esta información, la imagen de Fernando desdeñando el estúpido consejo paterno -estúpido por superficial y por maligno- se le viene a la cabeza. Y como si Balbi adivinara que está pensando en eso dice:

– Qué pena que se vaya Fernandito.

– Ya, sí que es una pena, pero tiene que volver a su trabajo -dice Antonio, que desea mantener la conversación a su nivel más cotidiano.

– Ya ninguno son niños ya -comenta Balbi y sonríe-. Yo soy una vieja chocha.

– ¡Qué vas a ser, Balbi! -exclama Emilia divertida.

Antonio teme que ingenuamente Balbi traiga a cuento ahora la sensación de soledad que obviamente les embarga a los tres, y que está relacionada con la muerte de Matilda. Para evitar ese tema -aunque Balbi es siempre discreta- Antonio dice:

– ¡Creo que Emeterio se nos casa!

– No sé si tanto, pero sí, sale con esta chica, Carmen. Estaría bien que se casaran, sí.

– Muy convencida no es que suenes, Balbi -comenta Emilia, que ha encendido un cigarrillo.

Antonio tiene la impresión de que tal vez, si él fuera ahora capaz de empujar, como un levantador de pesas, todo el peso a la vez hacia arriba, con pectorales, brazos y hombros, todo hacia arriba, se iría la melancolía de golpe.

– No es que no esté convencida, es una buena chica de Lobreña. Y bueno, está bien que se casen. Los padres de ella van a pagar la entrada del piso y nosotros vamos a ayudar con el alquiler del local del taller. Eso es lo que hemos hablado. Es una chica seria y buena, una chica de aquí.

Antonio recuerda intensamente a Fernandito ahora. Y su valiente decisión de proteger esta posible felicidad casera de Emeterio con Mari Carmen: el taller mecánico, las mensualidades de la hipoteca, la graciosa y engorrosa prole futura. Mentalmente le abraza.

Así transcurre la pacífica tarde. La única otra nota compleja la percibe Antonio a través de Balbanuz, una vez más.

– Que digo yo, Antonio, que el señor parece haberse reanimado mucho, ahora que la señorita Angélica se ha instalado en la casa. Es, claro que sí, natural, y a la vez no es natural del todo. Seguramente Jacobo está de acuerdo, quizá se estaban distanciando, la gente joven hoy en día no son como nosotros, la convivencia es más difícil, cada cual por su lado. Mejor está aquí la señorita Angélica que en Madrid sola en su piso, o en casa de sus padres…

– Seguro que sí, Balbi, seguro que sí.

En la elaborada elocución de Balbi hay lo informulado como un punto mínimo que vuelve pensativo al radiólogo que examina la placa del pulmón una sombra fuera de lugar. Antonio cree que eso es lo único que Balbanuz percibe con respecto a Juan y su nuera. Más vale que Bonifacio y Balbanuz no sepan los detalles. Está claro, sin embargo, en este instante, que por una vez en su vida Balbanuz no está siendo del todo directa o sincera: está siendo pasiega, casi sin querer. Se da cuenta, sin duda, Balbanuz, de lo que está ocurriendo en la casa. Pero no hay nada que Balbanuz se autorice a sí misma a decir o a pensar que implique una censura ni tan siquiera implícita de Juan Campos. Está seguro Antonio de que Boni y Balbi no censurarán lo que para ellos es una situación incomprensible y anómala incluso cuando están solos. En esto los guardeses del Asubio son poco de pueblo: son como antiguos fareros, acostumbrados a entretenerse solos, a vivir aislados, a no juzgar. Así era todo antes, los juicios sumarísimos se atropellan ahora en el tobogán de la conciencia de Antonio, como víboras. En esto, el teléfono interior, el teléfono de Juan, irrumpe en la habitación sobresaltando a los tres. Antonio toma el auricular, escucha en silencio. Cuelga el auricular.

– Quédate un rato con Emilia, Balbi, voy a ver qué quiere Juan, quédate un rato.

– Claro, aquí me quedo, no te preocupes.

Al salir Antonio se vuelve y ve a las dos mujeres en torno a la mesita baja, la cafetera, las tazas del café, la jarrita de la leche, el plato de galletas María, un aire cordial que viene muy de atrás y que podría, en otras circunstancias, continuar mucho tiempo aún. Antonio sale de la habitación cerrando tras sí, despacio, la puerta.

– Te he llamado, Antonio, interrumpiendo tu descanso vespertino, porque de repente te eché de menos. Angélica tenía un poco de migraña y se ha subido al cuarto a reposar. Y he corrido las cortinas, y he mirado fuera, al exterior, y el jardín oscuro (ha vuelto a llover) me dio en cara, como si fuera yo el deudor del jardín. El Asubio y el jardín mis acreedores de pronto y yo el deudor, el hipotecado, el arruinado Juan Campos: así me vi, así me sentí y te eché de menos. Rara vez me echas de menos tú hoy en día, Antonio.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– ¡Hombre, Antonio…! Vaya, ya que lo preguntas voy a serte sincero. Estás virando mucho, pero mucho, quizá sin darte cuenta, hacia una posición satírica y censoria, en lo que a mí respecta al menos. ¿Sí o no?

– Si tú lo dices, Juan. Suena tan estúpido, sin embargo, oírte decir eso.

– ¡Lo ves!

– Me has llamado tú, ¿qué querías de mí?

– Quería verte, Antonio, acabo de decírtelo. Corrí las cortinas para ver el jardín y me vi a mí mismo reflejado en el cristal, insepulto, reabsorbido por la nocturnidad y por la lluvia, disuelto en la negrura del cristal de la ventana, alarmado por el reflejo desasosegado, imitado por el azogue de la noche lluviosa. Y te eché de menos. Por eso te llamé. A sabiendas de que has cambiado mucho…

– No soy yo quien ha cambiado más, Juan, de sobra lo sabes. Sí, esta casa ha cambiado en un abrir y cerrar de ojos, pero no soy yo quien ha cambiado más, o Emilia, o tus guardeses, o tus hijos. Tú has cambiado.

– ¡Ajá! ¿Sabes quién ha también cambiado mucho, Antonio? Angélica: Angélica ha también cambiado mucho. Y para bien.

– Ahora es tu concubina.

– ¡Por favor! Tu tono de voz está cobrando un tono benaventino, como un drama rural de don Jacinto Benavente, una cosa bronca, costumbrista y refinada al mismo tiempo. ¡Don Jacinto Benavente, qué gran premio Nobel ése fue!

Antonio está irritado esta tarde: éste es para Antonio un sentimiento nuevo, no está familiarizado con esa sensación egotista de la irritación, la irritabilidad de los delicados le ha sido siempre ajena. Esta tarde, sin embargo, se siente él mismo delicado y agobiado. ¡Qué poco le interesa ya Juan Campos y sus líos! Hubo un tiempo en que la ironía de Juan tenía su gracia, era casi todo sentido del humor, ahora no hay sentido del humor en las cosas que Juan dice. Y Antonio está cansado e irritable esta tarde. Así que declara abruptamente:

– Veo que no me necesitas, Juan. Estábamos tomando café con Balbi cuando llamaste…

– ¡Ah, pero sí te necesito! Te necesito y te codicio incluso. Ahora que veo que te quieres ir y que estás malagusto aquí conmigo…

– No estoy malagusto, Juan, estamos en otra honda yo creo…

– Verás, hay un asunto que quería no sé cómo decir, hablarte, comentar contigo, como antaño. No es un asunto delicado, no es ni siquiera muy difícil, pero es privado o semipúblico. La situación, me refiero, de mi nuera aquí conmigo. En fin, está a la vista lo que está a la vista…

– Así es.

– Y quisiera, Antonio, contar con tu opinión en este asunto.

– No necesitas mi opinión, ni te importa lo más mínimo. No sé qué te pasa, Juan, he perdido el hilo contigo…

– Te diré yo por qué has perdido el hilo o crees que lo has perdido: porque ya no me respetas ni me amas, ahora me juzgas. Te parece que no estoy llevando bien el largo duelo por Matilda. Te parece que liarme con mi nuera, aunque mi nuera y mi hijo estén prácticamente separados ya, es prematuro, escandaloso incluso. He dejado de gustarte, en una palabra. Todo tú, de pies a cabeza, frente a mí, eres la imagen misma de la reprobación. Y yo, el réprobo…

– Mira, Juan, la verdad es que me da lo mismo. No tengo nada que decir de Angélica o de ti. No tengo nada que decir de nadie, ni de nada ya…

– Pero reconocerás que, como second best, en una situación espiritual tan de liquidación por derribo como la nuestra, Angélica está bien, me viene bien. Es muy aplicada, muy tierna, acuérdate del tiempo en que tú mismo eras muy tierno, tú y Emilia. Echo de menos aquel tiempo…

– Mientes. Es desagradable oírte hablar así, Juan. Allá tú con Angélica, allá tú con Jacobo…

– Ya veo, ya veo. Así que te quieres ir, ¿os queréis ir, eh…?

– Esta conversación es desagradable. Si no hay nada más prefiero irme.

– ¡Ah, pero hay mucho más, hay absolutamente mucho más, todo lo que falta por decir, falta todo por decir aún!

– ¿Qué falta por decir? -La voz de Antonio suena muy cansada al hacer esta pregunta, apenas suena a pregunta esta pregunta.

Hace un rato ya que la irritabilidad de Antonio ha cedido el sitio a la melancolía: sentimiento de estarse enzarzando en una discusión absurda, ahora que Antonio es incapaz ya de percibir el menor sentido en la vida del Asubio, y por extensión en su propia vida. Han sido tantos años de ingenua fe en la voluntad ilustrada de Juan Campos y de Matilda Turpin, de los dos a la vez, que ahora Antonio no es capaz de recomponer por sí solo la significación que tiempo atrás creyó inconfundible. Es curioso que esta noche, a medida que transcurría esta conversación y la irritabilidad se apagaba, Antonio Vega haya dejado de juzgar a Juan. La actitud de Juan le parece agresiva le parece cínica, pero ya no le concierne, seguramente es el final, un final cualquiera como todos los finales que se precipitan sobre nosotros un buen día, sin previo aviso. Como la muerte. Sólo hay melancolía, agujereada ahora por un temor juvenil a estar de más, a sobrar, a no tener sitio en este mundo. Un temor que no puede aliviarse con una recta humildad, ni tampoco con un razonable orgullo: con un sensato saber quién se es y cuánto vale uno. Un temor juvenil a desaparecer. Y es juvenil: es una emoción que sobrecoge a Antonio Vega ahora, cargada de esta nota específica de lo juvenil. No se trata de inmadurez o de lo que está en preparación o en marcha -esas situaciones de marcha fatigosa que experimentábamos de jóvenes cuyo fruto no acaba de verse nunca claramente-, no se trata de eso. Es una sensación juvenil de desamparo, es el desamparo que Antonio siente ahora cuando abraza a Emilia y la ve abandonada a la dejadez irreprimible: como si Emilia no pudiera por sí misma -en esa su quebradiza juventud de ahora- incorporarse un poco, alzar la voz un poco, detener un poco el curso de los acontecimientos que se les echan encima. Como un repentino accidente de automóvil en una circulación estable, como una bomba en el metro, o como un aviso de bomba en unos grandes almacenes, de pronto todo el mundo pierde pie por un instante, y nadie es capaz de entender por qué ocurre aquello, y de pronto el caos. La única diferencia entre esas situaciones y la situación de Antonio y Emilia ahora es que el absurdo que les embarga es casi invisible desde fuera. Y es silencioso. Como una metástasis cancerosa. De pronto es ya tarde para operar, para cambiar el régimen de vida, para reanudar la vida, una silenciosa falta de sentido, la metástasis se adueña de todo. Tan fuertes son estas impresiones que Antonio ha declarado que quiere irse porque conversar le resulta insoportable. A eso se agarra Juan Campos ahora.

– Por cierto, Antonio. ¿Qué planes tenéis? Me refiero Emilia y tú, porque es evidente que no estáis ya, ni mucho menos, como estabais hace tan sólo unos meses. ¿Os vais a ir, o qué? Recordarás que me dijiste que te ibas, que estabas pensando en marcharte. Nada puedo hacer por reteneros, no depende de mi voluntad, ya no. Pero en fin, si os vais a ir, me encantaría saberlo con una cierta anticipación. Lo razonable es aún lo razonable. Saberlo con un mes de anticipación como mínimo. Podemos empezar a contar desde hoy mismo si quieres. ¿Pero qué menos que un mes para dar con alguien que os sustituya? Si me permites la expresión, esta expresión absurda, nadie puede sustituiros, ni a Emilia ni a ti. No será fácil dar con alguien que quiera quedarse aquí conmigo para siempre. En este Asubio asolado por la lluvia y la incertidumbre. Tú tienes la palabra, Antonio…

– Puedes empezar a buscar ya si quieres, Juan. Un mes aproximadamente, y nos iremos, incluso antes si encuentras a alguien antes…

– Así sea -replica Juan con una vocecita meliflua.

Antonio sale de la habitación. Al salir de la habitación se vuelve y da la espalda a Juan, recorre con decisión los pasos que le separan de la puerta de la sala. Abre la puerta de la sala. Va a salir. Entonces lo insólito sucede: Juan Campos pega un grito. Es la primera vez que Juan levanta la voz. Antonio no recuerda que Juan pegara una voz nunca, no le recuerda iracundo. Este grito parece la voz de otra persona, como si de pronto hubiese aparecido una tercera persona en la habitación que le gritara al irse. Tan violento es el grito que Antonio permanece de espaldas enmarcado por el marco de la puerta sin volverse. Esto es lo que oye, que ya no es el grito mismo, sino como una verbalización posterior al grito, que conserva del grito la violencia, la extrañeza, como si esa tercera persona recién llegada, que Antonio no viera porque sigue de espaldas, explicara, destemplada aún, lo que el grito gritó sin concepto:

– ¡Tú no sabes nada! ¡No sabes esto de qué va! ¡Crees que me conoces, y no me conoces! ¡Ella os engañó! ¡Ella mintió! ¡ La Turpin mintió! ¡Por eso liquidé sus negocios de cualquier manera, perdiendo dinero, y en especial aquel famoso Narcisa Investments, pensado para herirme…!

Antonio da un paso al frente, y cierra tras de sí la puerta. No hay ninguna luz encendida en la casa. En el vestíbulo, un resplandor subacuático, verdinegro, recuerda la lluvia, el acantilado, el fracaso. No ha tardado mucho. Cuando Antonio entra en su cuarto de estar, aún charlan tranquilas Emilia y Balbi. Desea decir: ojalá te quedaras con nosotros, Balbi. Pero no dice nada. Balbi se va al poco rato.

XLII

Antonio acompaña a Balbi hasta la puerta de la calle. Cruza casi todo el jardín con ella. Al irse Balbi se borra el sentido de la continuidad del tiempo. Al regresar lentamente al cuarto de estar con Emilia, Antonio siente que no hay continuidad. Como si al irse Balbi, al entrar en su casa, al cerrar la puerta, se hubiese cerrado la noche sobre sí misma. Hay en Antonio ahora un sentido de acabamiento, de cierre completo. Así es la muerte ajena. Cuando alguien que queremos fallece, y regresamos a los lugares donde vivíamos con el fallecido, todo son tareas inacabadas, todo nos habla del mañana que ya no se cumplirá. Y cualquier cosa que veamos, que perteneció al difunto, es desgarradora porque designa el incumplimiento final, designa nuestro final también. Pero la idea de nuestro final no es desgarradora de la misma manera, no sabemos cuándo tendrá lugar y vivimos, de hecho, como si no fuera a tener lugar, porque no será en ningún caso una experiencia para nosotros, no experimentaremos nuestra muerte. Mientras yo existo no existe la muerte es el tópico que más profundamente expresa nuestra vivencia de nuestra muerte propia. La muerte ajena, en cambio, lo irrecuperable de la persona fallecida, eso es desgarrador. Antonio entra en casa dando vueltas a estas ideas, tan comunes a todos nosotros. Desde que murió Matilda, Emilia ha vivido la experiencia desgarradora de la muerte de Matilda. No ha logrado desactivar esa experiencia, no ha logrado desactivar el desgarro. Antonio se siente esta noche responsable del decaimiento de Emilia, culpable por no haber hecho más. ¿Y qué más es ese que pudimos hacer y que no hicimos? ¿Pudimos ser más cariñosos? ¿Debió Antonio Vega llevar a su mujer al médico? Por más que recorra la vida con Emilia de este último año y pico, Antonio no encuentra ninguna culpa grave que atribuirse. Quizá no ha sido especialmente cariñoso, pero es que Antonio Vega siempre es muy cariñoso con Emilia, es constantemente cariñoso con ella, han tenido una comunicación muy continua. Es cierto que Antonio no ha logrado entrar en ese reducto que todos los seres humanos finalmente tenemos y que nos hace únicos y misteriosos incluso para quienes mejor nos conocen. Cuando queremos a una persona mucho, es decir, cuando la singularizamos y la individualizamos con tal precisión en el espacio y en el tiempo, y en los sentimientos, y en el comportamiento que no puede confundirse con ninguna otra nunca, entonces es cuando aparece el temor de que a pesar de toda esa profundidad de conocimiento queden todavía huecos por llenar, lados por conocer. Cuanto mejor conocemos a una persona durante más años, nos sobrecoge a veces el temor de que de pronto ya no lleguemos a alcanzarla por completo. Basta con que la persona en cuestión nos asegure que nos quiere, o que se siente querida y comprendida para que se disipe el temor, que en ciertas personalidades sin embargo pueden reaparecer una y otra vez. No es ciertamente temor a la infidelidad, no es miedo a ser traicionado -ese temor no aparece ya en personas seriamente comprometidas entre sí, de la misma manera que no aparecen ya los celos, o por lo menos no cuajan, aunque quizá rocen, casi humorísticamente, la conciencia de quienes se aman-: Antonio piensa que es miedo a la muerte de la persona amada, miedo a la finitud, y este miedo es invencible porque responde a un hecho que todos, por jóvenes que seamos, por bien que nos sintamos, tenemos siempre presente, el hecho de que hemos de morir y que las personas que amamos, aunque no dejen de amarnos, dejarán de existir (uno confía en que morirán después de haber muerto nosotros, pero eso no puede calcularse). Antonio Vega asocia esta noche, al sentarse junto a Emilia, estas ideas a la sensación de que a pesar de quererla y conocerla muy profundamente, algo de Emilia se le escapa, y es un misterio, junto con la idea de que por más que haga, no podrá librarla por fin de la muerte. A la vista está que no está pudiendo librarla de la muerte. ¿Cómo es que Antonio Vega no piensa lo que está pensando cualquier lector de este relato? ¿No es inverosímil que Antonio Vega no se plantee su presente situación en términos vulgares y corrientes? Al fin y al cabo todo lo que ocurre es que, una vez fallecida Matilda, Juan ha dejado de vivir el proyecto matrimonial que inauguró con Matilda, y que incluía la convivencia familiar con Emilia y Antonio: ahora Juan se ha desentendido de este proyecto, ha dejado de ver a Emilia y Antonio como amigos, y los ve como empleados: con los empleados se mantienen relaciones contractuales que no son indefinidas en el tiempo: así ahora han dejado de funcionar. Emilia y Antonio pueden irse de la casa y vivir por su cuenta. Y es obvio que Emilia debe ser puesta en manos de alguna clase de psicólogo o psiquiatra. Es muy posible que un tratamiento farmacológico adecuado estabilice a Emilia: los dos son, ciertamente, una pareja aún joven, tienen toda la vida por delante, tienen incluso una razonablemente buena posición económica. ¿Qué más se puede pedir? ¿Por qué el sentimiento de fracaso y de muerte embarga a Antonio Vega esta noche?

Para sorpresa suya, que contaba con que Emilia se hubiese adormecido frente a la tele, incluso ante la tele apagada, Emilia le recibe animosa y sonriente. Se ha servido un whisky, ha encendido un pitillo. Antonio se sirve él mismo un whisky. Piensa Antonio que la compañía de Balbi ha venido bien a Emilia. Hablar de Emeterio y de su próximo matrimonio, incluso no hablar de nada pero sentirse en la sensata compañía de Balbanuz ha tranquilizado a Emilia. Tiene gana de hablar:

– Algunos días te veo como un gato. Te miro y digo: es un gato. Haces cosas de gato…

– ¿Qué hago, maúllo? -pregunta Antonio.

– Ronroneas. Te enroscas en el sillón junto a mí, pones la cabecita encima de mi pierna. Si cierro los ojos y te acaricio el pelo y la espalda noto el pelaje de gato que tienes. Eres un gato atigrado gris que ocupa demasiado sitio en el sillón, todo el sitio ocupa, menos el poco que me deja a mí que soy la almohada.

– Si soy un gato, me estás dejando sin cenar, te has olvidado de comprar los Friskies.

– Seguro que no, seguro que queda medio paquete de Friskies en la cocina, lo que es que no has mirado bien. ¿Sabes, Antonio? Estos días me acuerdo de los gatos que yo veía en Madrid los veranos. Antes de conocerte, antes de conocer a Matilda, cuando trabajaba en el Burger, entre contrato y contrato temporal del banco, me fijaba en los gatos de Madrid, los veranos. Los había de dos clases, gatos. Había los gatos del Canal, los veranos me refiero. Y los gatos de debajo de los coches en las calles. ¡Ah, los gatos del Canal!, ésos eran los felices, había de todos los tamaños y de todos los pelajes, y esos gatos jamás nunca se pasaban ni un pelo de la raya. No salían nunca verja afuera, se quedaban siempre verja adentro. Y había una señora, anciana ya, que llevaba incluso en pleno agosto un vestido muy bonito, pero impropio, color verde de punto, un gusto francés. Era de punto verde, años cincuenta diríamos. Y creo recordar que el escote, un cuello en pico con un pequeño escote, se cerraba con un broche de bisuta, un rosetón de cristales verde oscuro. Esta señora tenía este traje que se ponía, por lo que yo sé, este traje, inviernos y veranos, quizá encima se echara, los inviernos, un chal, quizá un chal negro con grandes flecos en los dos extremos. Los veranos, claro, no llevaba el chal. Este traje de punto le llegaba por debajo de las rodillas. Entonces a una cierta hora, no sé si también por las mañanas, por las mañanas yo no estaba, pero por las tardes, todas las tardes sin dejar ninguna, después del té, sobre las siete, aún hacía muchísimo calor. ¿Tú te acuerdas del Canal, Antonio? Seguro que te acuerdas del Canal de Isabel II de Madrid. Todas las personas que hemos en Madrid vivido de pensión, los veranos, trabajado en Burgers por las noches, o de temporeras en los bancos, sabemos que al atardecer, si te allegas a los jardines del Canal, está más fresco que el resto de Madrid. Puede hacer el calor que haga, como debajo de los prados del Canal, es un aljibe, sale hacia arriba el frescor del agua misma, azul y negra del Canal, la inmaculada agua negra que colectaron los ingenieros de Isabel II. Todo esto lo sé de aquellos tiempos del Burger entre contrato y contrato temporal del banco. Pues esta señora, Antonio, del vestido de punto verde, tan francés, tenía un cinturón, también de punto, que se ataba a la cintura y sobre las siete llegaba lentamente, aunque no sin cierto garbo de mujer que ha tenido buena facha y ahora es vieja pero aún todavía tiene un cierto garbo, un aire elegante de París. Solían ser entre siete y media y ocho, más o menos, y llegaba con un bolso de ante. Abría el bolso y sacaba un paquete hecho de papeles de periódicos y ya la habían guipado los gatos del Canal de lejos; nada más verla aparecer, un gato cualquiera daba el queso. Cuando ella llegaba ante la puerta, una puerta que jamás se abría, una buena puerta isabelina por donde entraba doña Isabel II con su gran miriñaque y cintura encorsetada. Esa puerta, una vez muerta doña Isabel II, se cerró y nunca volvió a abrirse, nunca más. Pero los gatos iban a la olisma de lo que traía la señora del vestido verde envuelto el paquete de papel de periódico, que eran desperdicios de sus propias comidas quizá, o de otras comidas, eran bastantes desperdicios, así que yo supongo que recogía un poco el desperdicio ajeno de los cubos. Y entonces venían todos los gatos del Canal de todos los tamaños a cenar. Nunca, Antonio, he visto juntos tantos gatos tan distintos como entonces. Daba gusto verlos, y de todos los tamaños, y que conste que no eran nada monos esos gatos, o agradables, eran gatos de calle, no todos ellos guapos, muchos con mataduras y ojituertos de peleas entre sí a la luz de la luna del Canal. Mas unidos todos ellos por las hambres y la codicia de lo que traía la señora del vestido verde envuelto en papeles de periódicos. Y por supuesto, Antonio, sobre todo los más jóvenes, algunos de estos gatos se colaban verja afuera al objeto de camelar a la persona e inclusive a mí, que a una distancia prudencial contemplaba aquella escena de gran felicidad y plenitud. Todas las tardes de todos los veranos del Canal, que yo recuerde. Pero además de estos gatos, había otros más parecidos a nosotros, Antonio, a ti y a mí: los gatos de debajo de los coches. Estos gatos, los veranos, la gente los echaba de los pisos, se iban de vacaciones, los dejaban en la calle. Y éstos somos tú y yo, que no sabemos dónde ir. Y parecemos malos, agresivos, gatos que de pronto aparecemos debajo de los coches sin maullar, cerrados y malditos, echados a la calle, porque estamos de más. Y sólo Matilda nos quería y Matilda se acaba de morir y aunque dejó dicho que a nosotros nos cuidaran, porque fuimos al fin y al cabo gatos suyos y nos quiso, no nos cuida nadie ni nos quiere nadie, y contagiamos además enfermedades: sarna, por ejemplo, somos gatos sarnosos, se nos nota en lo despellejado del pelaje y al hablar en la voz, que no hablamos ya de nada que se entienda, sino sólo de lo que nadie entiende, y nosotros tampoco. ¿Y qué diferencia hay entre nosotros dos y aquellos gatos, o los vencejos que se caían a la terraza o al pie del muro de la iglesia a consecuencia del calor por no atinar, por jóvenes, a volar justo al echarse a volar fuera del nido, recién jóvenes? Así también nosotros, Antonio, igual nosotros…

Antonio piensa que ahora, si pudiese llorar, él lloraría. Abraza a Emilia, que es como un vencejo entre sus brazos, como un gato de debajo de los coches. Si ahora pudiese abrazar más todavía, Antonio abrazaría más aún a Emilia si pudiese. Pero ni abrazar ni llorar es ya posible, en esta leve hora de la hermana muerte. Loado seas, mi Señor por nuestra hermana muerte corporal ¿Por qué añadió Francisco de Asís este adjetivo inútil, él que era un gran poeta y que por lo tanto jamás puso un adjetivo en vano? Loado seas, mi Señor por nuestra hermana muerte…

(El adjetivo corporal que usa el gran Francisco de Asís es inapropiado porque es redundante: no hay más que una muerte, la hermana muerte, igual para todas las criaturas. Univocidad de la muerte. Y sí, esa muerte es corporal: pero no hace falta decirlo: es la única que hay.)

XLIII

– Verás, de pronto, Angélica, me vi puesto en una falsa posición. Por todos a la vez, pero sobre todo por Antonio. Figúrate, Angélica, haz por un instante abstracción de nuestro particular o, mejor dicho, de tu particular adulterio, y digo esto porque aún no te has liberado de un cierto sentimiento de culpabilidad y esto te frena un poco, Angélica. Al hormiguearte la culpabilidad, por lo menos a ratos, dejas de oír, no oyes bien. No me prestas atención porque te cosquillea la culpabilidad. Y es una lástima porque… ¡Qué rico té, por cierto, te ha salido esta vez! Hace un rato, cuando entraste en el despacho, tan Matilda, creí que eras Matilda. A veces Matilda entraba, bueno, todas las tardes durante muchos años, dieciocho años fueron, Matilda entraba en mi despacho, que era el cuarto de estar del piso de Madrid, más o menos, recordarás que allí, en aquel piso, la sala de estar y mi despacho, que eran aproximadamente del mismo tamaño, estaban separadas por una puerta de cristal que casi nunca cerrábamos, una puerta de hoja doble, y nos movíamos de un lado a otro durante todas las largas tardes de Madrid durante el invierno. Recuerdo el invierno de Madrid, con los niños, yendo y viniendo a los colegios, Emilia y Antonio. Pasadas las seis entraba Matilda, como tú acabas de entrar hace un momento, con el té y unas pastas, a veces unos sándwiches. A mí me gustaba pararme un rato, como ahora contigo. Este lugar es más poético que el piso de Madrid. Físicamente es casi igual, quiero decir el mobiliario, los libros, la decoración, los cuadros. Pero aquí, en cambio, tenemos siempre esta chimenea encendida, y esta tarde también el viento huracanado que zumba en la chimenea recordándonos lo lejos que esta casa queda de Lobreña y del mundo. Lo lejos que nosotros dos quedamos de los que aún quedan en el mundo: mis tres hijos, uno de los cuales, Jacobo, es tu marido. Y de los que no están ya en el mundo: Matilda, Emilia, Antonio. Nosotros dos estamos, tú y yo, en el límite entre dos mundos, el más acá y el más allá. Yo sé que esta sensación es en ti tan viva como en mí. Saber que estamos solos en la frontera que separa este mundo del otro mundo, el pasado del presente, la familia de la soledad, la vida de la muerte. Este tipo de frontera, Angélica, es el lugar natural de los fantasmas, de las voces, del miedo, o los miedos. Para sentirse bien aquí, ahora, protegidos por las paredes de esta casa, separados del oscuro mar y la galerna, y el otro mundo tenemos que tener una gran fuerza mental, gran presencia de ánimo. Si nos abandonamos, por poco que sea, si nos dejamos inclinar, por poco que sea, hacia uno de los lados que llamaremos el oscuro, la culpabilidad, el más allá, el pasado, las voces del pasado, los fantasmas, nos perderemos para siempre. Tendríamos que huir, y ¿te imaginas, Angélica, qué espectáculo, suegro y nuera montados en el Opel Senator que conducía Antonio, dejando atrás el Asubio, y Lobreña, y toda la provincia, yendo a dónde? Te imaginas llegando hasta Bilbao, o hasta Gijón, o volviendo a Madrid, cruzando esta provincia entera, y luego toda la provincia de Palencia y de Valladolid hasta llegar a Madrid, e irnos a vivir de hotel, a un buen hotel, al Palace, supongamos, no es demasiado caro para mí ahora, y una vez ahí qué. Te imaginas bajando a La Rotonda, pidiendo unos Martinis secos, y luego qué. No nos podemos ir de aquí. Porque no hay ningún sitio, no hay más sitios, se acabaron los sitios, Angélica. Éste es el último de todos, éste es el final. Claro está que me siento traicionado, muy especialmente traicionado por Antonio, porque yo contaba con Antonio hasta el final. Te veo un poco pálida, Angélica. Y has vuelto ya dos veces repentinamente la cabeza a mirar detrás de ti, como si hubiese entrado alguien: no puede entrar nadie porque ya no queda nadie, salvo los difuntos que no entran ni salen. Y la sensación de frío no corresponde a la temperatura ambiente que es espléndida, tendremos veinticinco grados aquí dentro. Antonio al final me traicionó. Llamemos a las cosas por su nombre, después de todos estos años le da el punto y se suicida, porque fue un suicidio. Pero fue también teatral, tuvo un punto de despecho, de ahí te quedas, apáñatelas, jódete. De sobra sabe Antonio que una casa de este porte no se lleva sola, es muy incómoda si no se tiene gente que haga las cosas, las tareas, en fin, te tengo a ti, a Dios gracias. Cuando te di la noticia de que los dos, con coche y todo, se tiraron de cabeza a la bahía, donde la grúa de piedra, te pusiste terrible. Creí que te daba algo, no era para menos, pero a la vez tampoco para tanto, porque lo que ocurrió fue que al ponerte tú de aquellos nervios, de aquellas trazas, aquella palidez que parecías tú la muerta, ¿qué me quedaba por hacer a mí? Tú sabes, Angélica, que en esto de la expresión sentimental ad extra hay un momento raro, casi sucio, que llamaría yo competitivo: sin querer, naturalmente, los apenados, los dolientes, los parientes, allegados y demás, compiten a dolor, a ver quién muestra sufrimiento más. No es que compitan, entiéndeme, la palabra competición es muy inadecuada, más bien se trata un poco de un políptico, una situación pictórica mural, estática en cuyo interior lo luctuoso ha sucedido, sucede o sucederá. Entre sí los asistentes, los dolientes no se comunican salvo en lo luctuoso mismo, en lo terrible que contemplan todos, pero claro está, no pueden menos de saberse juntos, de sentirse de reojo unos con otros en presencia del horror. Al no poder no saberse juntos, tampoco pueden dejar de sentirse observados: se saben observados, es más, se observan a sí mismos, cada cual por su parte en busca de un dolor cada vez más profundo y más genuino que haya en sí. O que debiese haber. Todos sentimos que debemos sentir profundamente lo profundo. Ahí empieza la competición, lo intrauterino, Angélica, ahí empieza. Sería horrible que lo lamentable, lo infinitamente lamentable, lo injusto sucediese y que cada uno de nosotros, cada cual, se contemplase de reojo a sí mismo en el interior de su sí mismo, como en el interior de un negro pozo, y lo que viese fuese la más perfecta indiferencia y frialdad emocional. Esto aterra al más feroz. El más insensible de los hombres, Angélica, o mujeres, enfrentado con semejante situación se odia y se aborrece y se espanta de sí mismo, se siente satánico e insignificante a la vez: he aquí que ante mí tengo lo trágico, lo absolutamente trágico y terrible, lo que dama al cielo, y a mí me deja indiferente. Esto lo habrás, Angélica, tú misma, experimentado con frecuencia por televisión. Si te fijas, esto que te estoy contando ahora de este modo un poco misterioso, es en el fondo una experiencia muy vulgar. Puede hacerse por televisión todos los días, día tras día. Sale por ejemplo un hospital en Beirut, y hay un niño desventrado de dos años, aún vivo, y le ves la cara y el vientre en canal, y lo siguiente es un anuncio de L’Oréal y lo siguiente es que tú descubres que tu emoción ante ambas cosas es prácticamente nula, no hay emoción. La babosa que anuncia salva, slips y el niño desventrado se identifican en tu falta de atención y de interés, y entonces tú te dices a ti misma, Angélica, a que sí, esto es lo que yo soy, esta fría humana indiferencia ante lo humano, todo lo humano me es ajeno, y lo inhumano también. Y después viene la serie que estás viendo, la que sea, «Friends». Cualquier serie neoyorquina estúpida. Pero entiéndeme, Angélica, esto no es una crítica de la televisión, Dios me libre. Pasaba lo mismo en las matanzas a cuchillo del asalto de Jerusalén, de los cruzados de la primera cruzada al mando de Godofredo de Bouillon: no sentían nada en absoluto, sólo el pringue de la sangre, la pestilencia de la sangre humana derramada. Una sensación olfativa muy desagradable según tengo entendido. Así también nosotros, cuando algo tan terrible como en esta casa acaba de pasar: el inesperado suicidio de dos buenos amigos. Nos miramos unos a otros, y sobre todo tú, Angélica, te miras a ti misma, o yo me miro a mí mismo, y nos decimos: ¡esto tengo que sentirlo, Dios, esto me tiene que matar, qué clase de bestia soy, sería, si no sintiera nada o casi nada! Ésta es la situación. Puedes tú estar tranquila, Angélica, créeme porque cuando yo te di el otro día la noticia te pusiste pálida, te vi. Te desencajaste por completo sentí cuánto lo sentías tú, y dije: vaya, menos mal, por lo menos Angélica es humana. Y naturalmente esto, indirectamente, me dolió, figúrate, qué cosa tan compleja: a la vez que yo aprobaba y admiraba que tu sentimiento de dolor fuese tan intenso y tan sincero, justo a la vez, sentí que un poco, un poco sólo, me echabas como a un lado, me expulsabas me excluías, me impedías a mí mismo expresar un gran dolor puesto que todo el dolor de aquel momento lo succionabas tú, tú lo sentías por los dos. ¿Me explico? Esto no es profundo Angélica, es maligno nada más. ¡Es lo contrario de profundo, de hecho, es periférico, son padecimientos de la epidermis del corazón humano que no tienen la menor profundidad! Tomaría otra taza de té, si me haces el favor. Estás temblando. Voy a echar un leño a la chimenea, un leño más. Uno sólo, porque la sensación de frío es eminentemente subjetiva, como la sensación de calor, y si cedemos a la impresión de que hace frío, no haciéndolo, porque no hace frío en esta habitación esta noche, esto se convierte en una sauna. Hay que abrir entonces las ventanas de par en par para aireamos, refrescarnos. Y es entonces cuando las cosas, Angélica, ya cambian: al abrir, me refiero, las ventanas para airear la habitación. Porque entonces descubrimos que entre este interior y ese exterior, entre este acogedor Asubio, y ese oscuro reino ondulante que hay afuera, media sólo un débil cristal, un armazón de madera y un cortinaje de terciopelo granate. ¿Oyes el viento? Si te asomaras oirías entrechocar las crudas varas de los plátanos silvestres. Si nos asomáramos a la vez los dos y miráramos de frente la oscuridad de la noche, una bocanada fresca e inhumana de realidad incomprensible establecería de pronto una inmensa distancia entre los dos. A ti misma tú te oirías gritar, Angélica. Y yo trataría de tranquilizarte pasándote la mano por el hombro, pero una vez entrados ya en la noche, una vez entrada ya la noche dentro de esta estancia, aún abrigada ahora, ya no hay vuelta atrás. Lo hecho, hecho está. Lo que no sentimos cuando debimos sentirlo no puede ahora sentirse de nuevo sólo que hacia atrás. No hay vuelta atrás. De la misma manera que tú y yo, por la misericordia de Dios, nos acostamos juntos y somos ya indisolubles, así también los sentimientos que no sentimos son ya eternamente imposibles de sentir. El dolor que no sentiste tú por la muerte de Matilda, el dolor que no sentimos ni tú ni yo por la muerte de Antonio y Emilia (aunque tú fingiste o creíste sentirlo porque te asustaste mucho), eso no tiene ya remedio. No se puede desandar ni remediar ni arreglar ni olvidar… Pero, Angélica, el objeto de esta tarde, ¿cuál crees tú que es el objeto de esta tarde, la significación? ¿Tú cuál crees que es?

– No lo sé, Juan. Estoy helada.

– ¿Sabes lo que te pasa, Angélica? No es que estés helada, es que te aterra el más allá. Ante eso estás. Por eso estás helada. Pero no hay más allá, hay sólo este más acá ahuecado por nuestros sentimientos de culpabilidad o por nuestros deseos de felicidad o por nuestro miedo a la muerte. Ni hay, más allá de esta habitación, en plena noche, en el jardín del Asubio, nada que dos adultos razonables como tú y yo no podamos controlar provistos de una gabardina y de un paraguas, como mucho un par de buenas botas camperas. Está oscuro, eso sí, y la oscuridad nos hacer retroceder a todos, incluso a los más razonables de todos, hacia primitivas zonas infantiles, zonas de desamparo que rozan el desamparo de los animales, de los primeros habitantes de la tierra. Zonas de nuestra niñez. La oscuridad evoca el desamor también, el que no haya de pronto presencia, calidez, acogimiento donde creímos que la había: amábamos a alguien, vivíamos convencidos de que este alguien a su vez nos amaba. Y de pronto un día descubrimos que no nos ama ya, y que quizá nunca nos amó. Nuestro sentimiento amoroso, el nuestro, no se interrumpe a la vez que desaparece su objeto correspondiente: lo amado, el amado, sigue siendo amable, seguimos amándolo, pero ahora ya no hay feedback: eso es también el significado de la oscuridad y de la noche. La noche, como el amado que ha dejado de amarnos, nos expulsa de sí misma. De ahí esa imagen bíblica tan eficaz que tantos terrores ha producido a millones de creyentes, la de ser arrojados a las tinieblas exteriores. Tú eres razonable, tan razonable como yo, Angélica, pero estás más cerca que yo, mucho más cerca, del instinto. Por eso tienes frío, porque temes que entre tantas vueltas como estamos dando aquí esta tarde, con tantas entrecruzadas referencias a sentimientos de vivos y difuntos, de pronto no podamos distinguir con claridad entre unos y otros. Por ejemplo: cuando murió Matilda hablar de ella con mis hijos, o con Antonio, o con Emilia, no se diferenciaba gran cosa de hablar de ella cuando se había sencillamente ido de viaje. En un caso para siempre, en otro, para un tiempo. En ambos casos, si se detenía uno en el punto cero, en la falta de Matilda, en su ausencia, resultaba conmovedor en exceso hablar de ella y evocarla porque no había modo de hacerla presentarse con sólo desear verla, o pensar en ella, o hablar de ella. Así también ahora Antonio sigue aquí. Emilia nunca tuvo para mí la presencia de Antonio. Emilia fue una presencia constante de Matilda y Antonio fue una constante presencia mía. Yo no contaba con que Antonio se suicidase o se fuese de la casa. ¡Me siento profundamente herido, Angélica, por eso…!

– ¡Pero, Juan, si tú mismo dijiste que querías que se fueran, que habías acabado por pensar en ellos como empleados, mucho más como empleados que como amigos, hablamos mucho rato de eso, sobre todo tú!

– ¡Era sólo un hablar, sólo un hablar!

– ¡Ahora echas de menos a Matilda! -dice Angélica de pronto.

– Verás, Angélica, pues no. Pero la asociación de ideas está bien, está muy bien. Yo no puedo decir que sea del todo verdad que eche ahora, o haya echado de menos nunca, a Matilda, mi mujer. Era a mí a quien echaba ella de menos más bien, era yo su ausente un poco. Era yo su amado, ella era la amante, y yo el amado. Y el amado no echa de menos al amante, nunca, o casi nunca, rara vez. Es más, casi preferiría que le echara de menos algo menos al objeto de poderse rebullir. Tú sabes la historia toda entera. Sé que el duelo por Matilda no fue algo que sintiera yo directamente. Atravesé el duelo, lo pasé por persona interpuesta, casi entero. Matilda se les había muerto a todos y de paso, como quien dice, a mí también. En cambio ahora, Angélica, Antonio se me ha ido sólo a mí. ¿Ves la relación, la contraposición?

– Lo que estás diciéndome es rarito un poco. No querrás decir que ahora de repente Antonio y tú…

– ¡No, no Angélica, no es eso! O, no es eso en esa cruda forma de ser eso, que eso tiene cuando los que lo piensan no saben qué pensar…

– Quieres decir que no estabais liados.

– Eso es, eso quiero decir exactamente. Pero si sólo quisiera decir eso, decirlo o callarlo daría igual. Porque no tendría la más mínima importancia. Nadie echa de menos a sus amantes o a sus ligues, son sustituibles. Sus fisonomías se diluyen instantáneamente una vez que se separan de nosotros. Antonio y yo no éramos amantes, Angélica, ni siquiera se nos ocurrió semejante cosa nunca. Sólo pensarlo nos hubiera parecido ya asqueroso, tedioso. Lo que yo sí era para Antonio, eso sí fui, era su fundamento. Antonio se fiaba de mí, confiaba en mí, yo era lo más fiable que Antonio conocía, lo mismo que Matilda para Emilia. Lo que ocurrió fue que, a diferencia de Matilda, a quien la muerte atacó a traición, y gracias a eso cobró a ojos de Emilia un renovado lumen gloriae, yo me quedé a verlas venir. Lo que tenía de fundamento yo, la fianza que yo proporcionaba a la confianza que Antonio me proporcionaba se escurrió, se aguó, se echó a perder en poco tiempo. Pero ese deterioro tan veloz (que Antonio Vega sólo al final comenzó a percibir con claridad) yo lo percibí desde un principio: nada podía hacerse. Yo contaba con poder jugar aún con Antonio Vega un largo juego entre fundado y fundamento. Yo contaba con que me necesitaba aún todavía cuando ya el deterioro fue visible, e incluso entonces más que nunca. E hice entonces varias pruebas para comprobar la solidez ontológica, tú me entiendes, Angélica, de esta relación. Le hice sentir que ya no le necesitaba yo a él, incluso le empujé a irse de esta casa. Y lo que te conté a ti del finiquito famoso fue en esta misma línea de pruebas y repruebas contrapruebas. ¿Qué le pasó a Antonio? ¿Por qué no me entendió?

– Vio que Emilia se dejaba morir y no quería vivir, y se dio cuenta de que él tampoco. ¿Esto, Juan, no te parece razonable?

– Fueron razonables los detalles, sí. La improvisada precisión de ese suicidio fue muy razonable, estoy de acuerdo. Desde el punto de vista de la razón instrumental, de la relación computacional entre medios y fines, la ejecución del acto fue perfecta: fue, como tú dices, perfectamente razonable. El absurdo fue que se matase así, de pronto. Lo irrazonable fue la muerte aunque la precisa búsqueda de la muerte, e incluso el intento de presentarla como un simple accidente, todo eso fue muy razonable. Matarse no. ¡Yo era su fundamento! Y Antonio mismo era él mismo, por sí mismo, también un fundamento (quizá mi fundamento), era el hombre más fiable que jamás he conocido. Lo absurdo, lo irrazonable fue su abismo. Esto es lo que no puedo comprender, no entiendo por qué se suicidó.

– ¡Igual fue un accidente! ¿Por qué estás tan seguro de que no lo fue?

– Qué te parece, Angélica, si ahora nos tomáramos un whisky fuerte, sólo con el hielo, un lingotazo bueno con esa cálida nocturnidad del whisky en la garganta, esa consoladora fijación de atizarnos un buen whisky a estas horas de la noche. Hagamos eso, Angélica: sírveme un whisky doble y triple, con unos hielos, y sírvete tú misma otro igual, ten la bondad.

Angélica se levanta con el aire de quien sigue las instrucciones de un apuntador o de un director de escena, se encorva al andar y tiene un aspecto desarreglado, aunque va vestida con gran sencillez con un traje de punto verde oscuro, muy francés. Pero parece otra. Y al moverse, al servir el whisky, al regresar a su asiento, parece una mujer enferma y de más años. Sitúa su vaso de whisky sobre el brazo del sillón, tras haber situado el vaso de Juan sobre una mesita auxiliar al otro lado del sillón frente al fuego. Por un instante se abre el silencio entre los dos, se oye el tintineo del hielo en los vasos, se oyen las bocanadas de la vieja galerna afuera. Contra los cristales, de pronto, la lluvia. La sensación de comodidad de este cuarto de estar es intensa ahora: al callarse Juan, al regresar Angélica a su sitio, al tomar en silencio sus whiskies, una sensación de bienestar, que no casa del todo con la tensión interna de los frascos de Juan Campos, invade la habitación como una presencia momentáneamente benévola, que ni Angélica ni Juan habían convocado y que, reanimados por la copa, aturdidos aún por la melopea verbosa de Juan Campos, ambos aún ignoran. Es obvio que Juan, al dejar de hablar y enfrascarse en silencio en el paladeo de su whisky -que es como un paladeo del fuego de encina de la chimenea y de la unificada atmósfera estudiosa y lujosa de su despacho-y ha perdido gas. Angélica, por su parte -a consecuencia quizá de sus breves intervenciones que la han reanimado-, se siente mejor ahora, menos congelada aunque no más segura de sí misma. Desde que comenzó su relación con Juan no ha vuelto a comunicarse con Jacobo. Ni con nadie. Y la ocasión de comunicarse por lo menos con Andrea con motivo de la terrible muerte de Antonio y de Emilia se le fue de las manos porque, en opinión de Angélica, Juan no la abandonó ni un instante para evitar que en un momento de debilidad telefoneara. Es más: Angélica tiene la impresión (aunque las impresiones de Angélica estos días fluctúan tanto que resulta difícil, incluso para la propia interesada, servirse de ellas como punto de referencia) de que Juan llegó a decir: ahora o nunca, si telefoneas ahora, Angélica, nunca regresarás a mí, yo te repudiaré. No obstante lo cual nunca tampoco regresarás a Jacobo, que ya te ha repudiado por adúltera, ni a la amistad con mis otros dos hijos, Fernandito y Andrea, porque lo que hicimos no tiene vuelta de hoja, o paso atrás. Si ahora llamas te repudio yo y nunca te perdonarán ellos. Sólo si no les llamas seremos tú y yo una sola carne ahora y siempre. Esto es, por supuesto, demasiado largo y conceptual para constituir una impresión, se trata más bien del análisis de una impresión que reproduce desde fuera el interior de Angélica, que no es articulado. Pero que no es tampoco completamente ciego. Angélica en este instante tiene esa reducida capacidad perceptiva de ciertos animales subterráneos, quizá el topo o algún otro animal subterráneo de pequeño tamaño que siente la presencia enemiga de los reptiles o de los perros sin saber lo que son. Sólo peligros, que de pronto se volverán devoraciones. Entrecerrados los ojos, incapaz de librarse de la sensación de frío y de peligro, ha escuchado a Juan todo este rato sin entenderlo todo todo el tiempo, sólo reanimada ahora brevemente por el whisky y el silencio, y el crepitar de los leños en la chimenea. Ahora Angélica quisiera ser la Angélica anterior a la Angélica de ahora, una chica segura de sí misma que opinaba que Matilda, su suegra, equivocó su vocación de medio a medio. Pero Angélica sabe que lo que ahora es ya no es aquello, y lo que Angélica es ahora depende de lo que será Angélica mañana, que a su vez depende por completo de lo que Juan tenga intención de hacer con su nuera: de momento lo único evidente es que Juan se siente solo, y en parte incómodo, en una casa sin Antonio y Emilia y necesita que Angélica cumpla con eficacia e impersonalidad de buen servicio doméstico, las funciones que aquellos dos desempeñaron. Angélica confía en que este silencio confortable, el tintineo del hielo, el crepitar del fuego, la velada luz de las lámparas del despacho de Juan, cierren la noche, esta noche, felizmente por fin, y lo siguiente sea ya sólo irse a dormir y quedarse dormida a la primera hasta el día siguiente. Lo malo es que ese irse a dormir no es ya un simple irse a dormir sola en su cama, sino un ir a compartir la enrarecida cama de Juan Campos, que, visto ahora de cerca, no da la impresión de dormir nunca, y que una vez dentro de la cama se limita a cerrar engañosamente los párpados, y a permanecer completamente inmóvil con las manos cruzadas sobre el pecho justo hasta el instante en que Angélica que ha ido quedándose traspuesta se sumerge de un saltito en la primera oleada grande de su primer buen sueño. Entonces Juan Campos se despierta y pregunta: ¿Angélica, estás despierta? Aún no es hora de subir al dormitorio de Juan a no dormir, en realidad es muy temprano, sólo un poco pasadas las doce, pendiente de un hilo queda por deletrear toda esta noche.

– Creo recordar, Angélica, que querías saber cómo supe yo desde un principio que lo de Antonio fue un suicidio. ¿Quieres aún saberlo?

– Sí, supongo. ¿Cómo lo supiste?

– Lo supe porque la noche de autos les oí que bajaban al garaje y que arrancaban el monovolumen. Te habías quedado tú traspuesta, Angélica. Y yo dije: ¡mira por dónde, ahora se van! Oí las cubiertas en el grijo del jardín, miré el reloj. Nadie sale a las tres de la madrugada, entre tres y cuatro de la madrugada, para irse, simplemente de paseo. Era una huida en toda regla, pero ¿a dónde iban a huir estos dos?, no tenían escapatoria. ¡Se van a matar!, pensé. Y así fue. Al día siguiente lo supimos.

– Tengo la impresión Juan, perdona de que no estás, no sé cómo decirlo, diciendo la verdad… -dice Angélica, súbitamente repuesta.

Da la impresión de que algo, quizá el whisky, le ha despejado. Es posible también que Angélica esté ahora mismo persuadida de que Juan tiene razón y de que no hay para ella vuelta atrás. Y esta imposibilidad de modificar lo ya hecho -esta consagración a Juan Campos que ya es irreversible, y que en su momento le pareció deliciosa- le cause ahora desesperación: si así fuera el repentino deseo de hablar y de contradecir a Juan se debería a la pura desesperación de una Angélica acorralada en lo inexorable de su tragicómico destino.

– ¿Y cómo así, Angélica? Es casi imposible que no esté diciendo la verdad porque en lo relativo a Emilia y Antonio me he limitado a contarte que oí salir el coche y que me sorprendió lo absurdo de la hora y que me puse en lo peor. ¿Cómo no voy a estar diciendo la verdad? Sólo te estoy diciendo lo que hay, lo que pensé…

– Ya, pero estás ocultando, con estudiada frialdad, tus verdaderos sentimientos, que no son… que no pueden ser tan terriblemente fríos como suenan… Yo creo que también a ti te ha trastornado mucho esta desgracia y lo ocultas, me lo ocultas a mí por orgullo, o no sé…

– Está bien, Angélica, así está bien, así estás muy bien. Esta línea dubitativa te mejora el cutis, te favorece mucho. Porque tú, sí, Angélica, a diferencia de Matilda, puedes resultar un poquito, como diría, simple. Matilda era demasiado compuesta, y activa y complicada. Estaba en estado de metástasis, antes incluso de enfermar. Transformista, transformismo. Tú, en cambio, como mucho, estás traspuesta. Y eso produce un efecto dormitivo dulce, sí, pero monótono. Y claro, la verdad es que tu función aquí conmigo, aparte la gestión administrativa de esta casa, y aparte el erotismo antañón que me proporciona tu presencia en mi cama, tu función aquí es ser mi ayudante, pen-sar-con-migo. Lo nuestro es una cosa a dúo, Angélica. Y estas memorias, o este relato autobiográfico que hemos iniciado, sí requeriría una cierta metástasis por tu parte. Una cierta capacidad de metamorfosearte de vez en cuando en agitación y en duda: como ahora, que acabas de llamarme frío. El concepto de lo frío, Angélica, es melodramático. El malo es frío. La venganza se consume en frío. Los resentidos somos fríos. La inteligencia es fría. Los buenos en cambio son siempre acogedores, cálidos, calientes. Yo no sé bien lo que soy, ésa es la verdad. Y, ciertamente, con frecuencia no sé qué siento exactamente. Se me ocurren unas cosas y otras, pero no se me ocurren sentimientos apropiados: los sentimientos no son acontecimientos claros y distintos de mi vida mental. Otra manera de decir lo mismo es denominar- me pasivo. Y eso es verdad, soy muy pasivo. Como habrás descubierto ya, también en el amor soy pasivo. Prefiero ser acariciado, estimulado, que al contrario. Son cosas que no se pueden evitar. ¿Crees tú, Angélica, que esta frialdad que tú detectas, y de la que en cierto modo me haces responsable, constituirá de ahora en adelante un impedimento en nuestra relación? Lo sentiría por ti si ése llegase a ser el caso, porque todo lo que yo tendría que hacer, llegado el caso, sería quedarme donde estoy, tal como estoy, pasivo. En cambio tú, ¿qué harías tú, Angélica? Sería horrible para ti. Te verías arrojada una vez más al exterior, a las consecuencias sociales de tu adulterio conmigo, y eso sería lo que más tú temes, la desaparición social. Perderías toda significación. Ahora al menos eres mi secretaria y mi ayudante personal y mi querida. Pero sin mí, ¿qué sería de ti, Angélica, sin mí?

Angélica se echa a llorar. Hipar y llorar. Un efecto de desconsuelo irracional de niña muy pequeña, que llora y llora por la noche sin ningún motivo comprensible. Juan Campos no entiende por qué Angélica rompe a llorar ahora. Es un espectáculo desagradable. Es muy incómodo que lloren las personas sin motivo. Ahora es Juan quien no sabe qué hacer. Está desconcertado. Y, para calmar a la llorosa Angélica, dice todo lo fríamente que puede:

– Voy a acostarme, Angélica, y tú también, pero en tu cama. Esta noche, camas separadas. Mañana será, como sabes, ya otro día. Ya la luz del nuevo día parecerá todo razonable. Y tu llanto de ahora una reacción nerviosa, que no entiendo yo ni entiendes tú, una nadería… eso parecerá.

XLIV

Ninguno de los tres subió al Asubio. Los tres omitieron a Juan y a Angélica sin esforzarse apenas. Más difícil resultó, sin embargo, omitir la casa. El único que tuvo que hacerlo expresamente fue Fernando, que se quedó a vivir con Boni, Balbi y Emeterio. Andrea y Jacobo se quedaron en Letona, acompañaron el coche fúnebre desde Letona y una vez enterrados regresaron directamente a Madrid. Fernando se quedó esa mañana todavía con Emeterio. Por un instante pensó subir al Asubio y encararse con su padre. Luego decidió que no valía la pena. A diferencia de Jacobo y Andrea, que acudieron a Letona cuando los cuerpos estaban aún en el depósito de cadáveres, y que no quisieron conocer los detalles de cómo llegó la noticia al Asubio por primera vez, Fernando Campos insistió en conocer todos los detalles que fuera capaz de proporcionarle Bonifacio: Fernandito quiso saber con detalle cómo llegó la noticia al Asubio. Lo sospechaba, pero quería los detalles. Quería saber quién recibió el primero la noticia. Y Bonifacio contó que Juan fue el primero. Al sacar el coche de la bahía, la policía encontró en la guantera la dirección y el teléfono del Asubio, y telefoneó directamente al Asubio. Esa llamada tuvo lugar a mediodía, inmediatamente después del almuerzo. La policía habló con Juan, Y Juan habló inmediatamente después con Bonifacio y le encargó que se presentase en Letona -Emeterio le llevaría hasta Letona- para efectuar el reconocimiento de los cadáveres en el depósito de cadáveres. Bonifacio contó esto con toda claridad y sin ganas. La sequedad y brevedad del relato de Boni volvió a ojos de Fernandito más patente e incomprensible que nunca la actitud de su padre: se había inhibido por completo. El señor no dio ninguna explicación -declaró Boni-, sólo dijo que me llevara a Emeterio en el Opel. Y así se hizo. Llegamos a Letona a última hora de la tarde y reconocimos los cadáveres de los dos. Sólo las caras destaparon. Los cuerpos cubiertos con dos sábanas. Fernando no quiso preguntar nada relativo a esa visión de los dos amados rostros, familiares de toda una vida, congelados en ese instante que precede a la desfiguración esas veinticuatro horas de residencia de la figura del rostro de los difuntos en los cuerpos inertes. Y sin embargo no había podido dormir pensando en los dos, que eran en la memoria de Fernandito las fronteras de su niñez. El relato de Boni con la inhibición paterna tan nítida en medio le sirvió esa noche, si no para embotar el filo del dolor, sí al menos para hablar con Emeterio de Antonio y Emilia, que también para Emeterio fueron sus hermanos. Emeterio y Fernando hablaron toda esa noche, sentados en la cama de Emeterio como siempre. La presencia de Emeterio fue astringente. Fernando tuvo que consolar a Emeterio, que lloraba desconsolado, que rehusaba aceptar que Antonio Vega hubiera apretado el acelerador donde la grúa de piedra para echarse a la bahía sin más. Esa noche amó Fernando a Emeterio por su sencillez conmovedora y le recordó la franqueza, la aperturas, la alegría que siempre les acompañó con Antonio. A causa de la sencillez bienintencionada de Emeterio y para no escandalizarle, omitió Fernandito toda referencia agresiva a Juan Campos. En ningún momento se comentó la absurda situación del Asubio, con Angélica convertida en barragana y en criada de Juan. Así que, una vez más, el instinto de Matilda Turpin de confiar la educación de sus hijos a Antonio y también en un segundo plano a la familia de los guardeses, incluido Emeterio, fue certero. Tampoco se podía del todo aquella noche hablar de lo que Matilda hubiera dicho de haber estado viva en esta ocasión. Porque lo terrible, de hecho, era que si Matilda viviese todavía, la muerte de Antonio y Emilia no hubiera tenido lugar. Hablaron, sin embargo, sin reticencia, de Carmen y de los proyectos matrimoniales de Emeterio. Fernando encontró en esta conversación el alivio que en momentos difíciles nos proporciona la convicción de que hemos hecho lo que debíamos hacer. Y al hablar con franqueza de esto con Emeterio, a quien amaba tiernamente, incluso más ahora que nunca, descubrió Fernando que había dejado de sentir celos y que deseaba la felicidad de su amigo y de Carmen con una intensidad muy superior a la que nunca había deseado la propia felicidad, cuando creía que Emeterio y él acabarían viviendo juntos.

A la mañana siguiente Emeterio y Fernando viajan a Letona, se encuentran en el hotel con Jacobo y Andrea. Hablan poco. A Fernando le impresiona la cara desencajada de Jacobo: siempre ha tenido a Jacobo por un chaval activo y extrovertido, ahora de pronto parece ausente, no habla nada. Da la impresión de no entender lo que se le dice a la primera, como si estuviera distraído. Andrea ha venido conduciendo desde Madrid.

De la familia de Emilia nadie sabe nada. De la familia de Antonio, supieron siempre Fernandito y sus hermanos muchas cosas. Lo único que no ha sabido Fernando ahora es cómo ponerse en contacto con ellos. Ya no hay tiempo de ponerse en contacto con ellos, ni siquiera telefónicamente. Fernando decide encargar a Balbanuz que, una vez pasado el entierro, rebusque entre las propiedades de Antonio y Emilia una dirección postal y un teléfono o teléfonos. La idea es que Balbanuz llame a Fernando a Madrid, y Fernando se encargará de ir a verles para darles la noticia. La verdad es que no sabe si la madre de Antonio aún vive, ni dónde andan los hermanos. Pero quiere ser él mismo quien les dé en persona la terrible noticia.

Los cuatro -Emeterio, Fernando, Jacobo y Andrea- acuden al depósito de cadáveres. Les hacen pasar a una sala. Fernando arregla por teléfono con una funeraria los detalles de la ceremonia. Tiene que ir en persona a la funeraria para elegir los ataúdes. ¿Enterramiento o incineración? Fernando lo tiene claro: incineración sin duda. Jacobo y Andrea, en cambio, se inclinan al enterramiento. No es un asunto que pueda echarse a suertes. La funeraria se encargará, una vez que se decida este extremo, de apalabrar el nicho para los restos mortales. ¿Habrá una ceremonia religiosa? En la funeraria quieren saber si un funeral cristiano al uso. Fernando dice que no. Jacobo y Andrea quieren una ceremonia religiosa católica. Emeterio, en un aparte con Fernando, sugiere que acepte la ceremonia católica, pero que en cambio insista en la incineración. A Emeterio le parece que el ritual cristiano de los responsos finales puede resultar, al menos superficialmente, consolador. Nada hace por los difuntos que ya no existen, pero suaviza la conciencia de los vivos, O, por lo menos, las conciencias convencionales de Andrea y Jacobo. Emeterio, en cambio, apoya la incineración, porque también a él, como a Fernando, le horroriza la imagen del lento agusanamiento, la pudrición de las figuras amadas en el interior de sus cajas tapizadas de pseudos satén blanco. Incinerar es transfigurar casi instantáneamente el cuerpo amado en fuego y en ceniza. Y puede luego la ceniza aventarse al aire del acantilado. Claro está que no necesitarán entonces un nicho en el cementerio de Lobreña. La idea de aventar las cenizas de Antonio y de Emilia interesa por un momento a Fernando. Pero Emeterio advierte que hay un punto teatral en esto, que quizá no cuadre con la deliberada discreción, la voluntad de discreción, con que siempre vivieron Antonio y Emilia. Incineración y depositar luego las cenizas en un nicho común, se decide por fin.

Tiempo lluvioso de mediados de diciembre. Se echa encima la Navidad. Fernando Campos no tiene planes, se ha reintegrado sin dificultad en la oficina. El pequeño cementerio de Lobreña se ha ampliado un poco estos últimos años. En la parte del fondo, donde antes había una tapia vieja cubierta de musgo, hay ahora una tapia nueva, pintada de blanco, como un reciclado columbario. La pulcritud de este lado nuevo del viejo cementerio evoca un anexo de El Corte Inglés. Todo el proceso de incineración en Letona, la entrega final de las dos urnas con su vago aire de ánforas grecorromanas, la instalación ahora de las urnas en un mismo nicho del palomar, recuerda la sección de Complementos. Ya se ha comprado lo esencial para este otoño-invierno y sólo quedan por disponer, de una vez por todas, de los restos mortales, los complementos incinerados de Emilia y Antonio. Hubiera sido preferible echar las cenizas al cubo de basura, hubiera sido preferible echarlas al Cantábrico. Jacobo y Andrea insistieron, sin embargo, en que hubiese un lugar con su placa, sus nombres, las fechas de sus nacimientos y sus muertes. Y quizá tengan razón al fin y al cabo, piensa Fernandito, quizá yo mismo, si alguna vez vuelvo por aquí, desee volver a leer sus nombres, en este palomar del cementerio de Lobreña. Y quizá -piensa también, con un nudo en la garganta- Emeterio suba el día de difuntos con Carmen a dejar unas flores. Hay, de hecho, una repisita y un florerito tubular por nicho para colocar las flores, prender unas candelas. Y es seguro que Boni y Balbi vendrán y rezarán un padrenuestro por las almas de sus dos amigos. A la vez que piensa estas cosas, Fernando se imagina una vez más el cobertizo del garaje sin Antonio. Emeterio está de pie junto a él. Haber renunciado de antemano a luchar por Emeterio le ha tranquilizado. ¿Una tranquilidad efímera? ¿Fue, o hubiera acabado siendo, una pasión efímera? Estas interrogaciones interrogan, más allá de su contenido, como flechas atroces. La pasada noche recorrieron los dos toda la niñez común de bicis y bocadillos, de coles y aguadillas de caricias y trompazos. Antonio les enseñó un poco de boxeo -fue estupendo boxear los dos en un ring hecho en el garaje con cuerdas y con mantas-. Los dos, que este mediodía lluvioso de mediados de diciembre miran al frente, piensan en Antonio y Emilia, recuerdan desolados su niñez de canicas. ¡Oh niñez de canicas!

Están agrupados todos alrededor del nicho donde ya están instaladas las dos urnas de Antonio y Emilia. Espontáneamente se han organizado por parejas: Boni y Balbi, Emeterio y Fernando, Jacobo y Andrea. De pronto suena un móvil. Este familiar sonido evoca una vez más El Corte Inglés en la conciencia de Fernandito.

– Perdón, es mi móvil -dice Jacobo y se echa un poco atrás. Resulta ser Angélica.

– Soy yo, soy Angélica, Jacobo…

– ¿Qué quieres?

– ¿Cómo que qué quiero, dónde estás? -dice Angélica.

– En el cementerio, ¿no te has enterado? Enterramos hoy a Emilia y Antonio.

– Por favor, Jacobo, ¡claro que me he enterado!

– Entonces, ¿por qué no estás aquí?

– ¡Pero, cómo voy a estar ahí!

– Pues estando. Y mi padre también, se lo dices de mi parte.

– ¡Hubiera sido violentísimo! ¡Comprende que hubiera sido violentísimo!

– No, no lo comprendo. No te entiendo, Angélica.

– Te llamo desde mi cuarto, ¿sabes? He subido un momento y aprovecho para hacer esta llamada. Juan ha ido al baño. ¿No vas a venir a verme?

– ¿Quieres tú que vaya a verte?

– Jacobo, por Dios, ¡qué problemas me planteas! ¡No puedo ya con nada más, ni una cosa más!

– Bueno, ¿qué querías?

– ¿Cómo que qué quería? Quería esto, hablar contigo.

– Ahora no es momento.

– ¡Es que no tengo un momento, estoy tan ocupada! Está tu padre redactando sus memorias, ¿sabes?

– ¡Qué le den mucho por el culo! Esto también se lo dices de mi parte.

– Jacobo, no sé qué crees tú que está pasando. No tengo, como te digo, ni un momento libre. Tu padre está conmigo todo el tiempo, está pendiente todo el tiempo. No tengo ni un momento libre. Sólo este minuto que he tenido te he llamado. Siento coincidir con el entierro.

– ¿Qué tienes pensado hacer? Te lo pregunto ya que llamas. El divorcio o qué.

– Pero por Dios no, eso no. ¿Cómo el divorcio, tú estás loco? Sería un escándalo horrible, innecesario además. Esto queda entre nosotros, queda en casa, todo queda en casa.

– ¿Es eso lo que mi padre dice, que todo queda en casa? La verdad es que le pega decir eso. Es la clase de frase cínica que a mi padre le encanta.

Hay una pausa que coincide con la casi inmóvil dispersión del pequeño grupo que rodeaba los nichos. Se dispersan como si de pronto cada cual fuera por un lado, pero a la vez a pasitos, de tal suerte que vistos desde donde está Jacobo dan la impresión de moverse como a tientas lentísimamente centrifugados por el aire lluvioso, la grisalla verdinegra del mar. En esta pausa telefónica, Jacobo tiene la impresión de que su mujer estornuda o solloza. O quizá ha bajado la voz. O ha alejado el móvil de la cara y no se oye claramente lo que dice.

– ¿Qué dices? No te oigo, vamos a dejarlo, Angélica.

– Espera, por favor, es que yo tampoco soy feliz. Tú crees que estoy aquí tan confortable. También llevo lo mío…

– ¡Eso ya se sabe, chica, no hay rosa sin espina!

– ¡No te pega nada ser Jacobo así, tan cruel! -solloza ahora Angélica-. ¡Estoy agobiada aquí, estoy tan dividida, no sé, Dios mío, lo que hacer…!

– Y qué más da, da igual. El Asubio te prueba, te remonta, te pone. ¡Quédate con mi padre! Mi intención, Angélica, ya que, a juzgar por tu llamada, aún te interesa saberlo, mi intención es divorciarnos. Estoy de ti hasta las narices, quiero otra persona en quien pensar, otros asuntos. En el fondo me alegro de que seas tú quien tira la toalla. La única curiosidad que aún siento con respecto a ti es saber si, una vez divorciados, te aceptará mi padre con tanta facilidad como te acepta ahora. ¿Querrá mi padre que el papel que ahora desempeñas, secretaria, estricta gobernanta, o lo que seas, querrá mi padre que aún los sigas siendo cuando sepa que por fin eres toda suya, y vas a serlo? Yo no soy muy listo, Angélica. Sólo tengo el sentido común que me hace falta tener para lo mío. Y el sentido común es malicioso. Al final yo mismo me he vuelto malicioso también. Y me malicio, que tu papel como divorciada en casa de mi padre, va a perder muchos enteros. ¡Vas a bajar en bolsa, divorciada, en picado, Angélica, mi vida!

Angélica solloza nuevamente y dice ¡Jacobo, por favor…! o cosa parecida. Jacobo cuelga su móvil y lo desconecta por si acaso. Se une lentamente a los demás, que ahora de nuevo parecen un grupo unificado que atraviesa las puertas del cementerio de Lobreña en silencio.

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