PARTE II SARGENTO MANDELLA 2007–2024

1

¿Miedo? Oh, sí, claro que tenía miedo. ¿Quién no lo hubiera tenido? Sólo un tonto, un suicida o un robot. O un oficial con mando.

El mayor Stott se paseaba por el pequeño podio del recinto que servía corno sala de reuniones, comedor, cuarto de estar y gimnasio de la nave Aniversario. Habíamos realizado el último salto colapsar, entre Tet-38 y Yod-4; estábamos decelerando a 112 gravedades y nuestra velocidad relativa a ese colapsar era de unos respetables 90 c. Nos perseguían.

—Me gustaría que se relajaran un poco y confiaran en la computadora de la nave. De cualquier modo, el vehículo taurino aún tardará dos semanas en tenernos a tiro. Y si todo el mundo se amarga la vida durante estas dos semanas, cuando llegue el momento ni ustedes ni sus hombres estarán en condiciones de combatir. El temor es contagioso. ¡Mandella!

Frente a la compañía nunca dejaba de llamarme «sargento» Mandella, pero en esa reunión todos éramos cuando menos jefes de brigada; no había un solo recluta en la sala y, por lo tanto, podía prescindir de los tratamientos.

—Sí, señor.

—Mandella, usted es responsable de la eficacia tanto física como psicológica de los hombres y mujeres de su equipo. Supongamos que usted tiene plena conciencia del problema moral surgido en esta nave; supongamos que su brigada no es inmune al mismo. ¿Qué ha hecho para solucionarlo?

—¿En lo que respecta a mi equipo, señor?

Me miró por un instante; después respondió:

—Naturalmente.

—Lo hemos discutido entre todos, señor.

—¿Y han llegado a alguna conclusión dramática?

—Sin intenciones de faltar al respeto, señor, creo que el problema principal está a la vista. Mis hombres han estado encerrados en esta nave… ¡diablos, como todo el mundo…!, durante catorce…

—Ridículo. Cada uno de nosotros ha recibido el condicionamiento adecuado contra las presiones que involucra la vida en cuarteles cerrados. Además, los reclutas tienen el privilegio de la confraternidad…

Era un modo bastante delicado de expresarlo.

—… mientras que nosotros, los oficiales, debemos permanecer célibes. Y, sin embargo, no tenemos problemas morales.

Si pensaba que sus oficiales eran célibes debería haberse sentado a charlar un buen rato con la teniente Harmony. O quizá se refería sólo a los oficiales con mando, es decir, a Cortez y a sí mismo. Probablemente estaba en lo cierto hasta un cincuenta por ciento. Cortez se mostraba muy amistoso con la cabo Kamehameha.

—Los terapeutas —prosiguió— han reforzado el condicionamiento en este aspecto mientras borraban el condicionamiento de odio; todo el mundo conoce mi opinión sobre ese tema. Tal vez estén equivocados, pero al menos son eficientes. Cabo Potter.

Siempre la llamaba por su rango para recordar a todo el mundo el motivo por el cual no había sido ascendida con todos nosotros: demasiado blanda.

—¿Usted también ha conversado sobre esto con sus hombres?

—Lo hemos hablado, señor.

El mayor sabía mirar a la gente «con suave intensidad». Así miró a Marygay en tanto ella proseguía.

—No creo que el sargento Mandella se haya referido a fallos del condicio…

—El sargento Mandella sabe hablar por sí mismo. Quiero su propia opinión. Sus observaciones —replicó el mayor, en un tono que revelaba lo poco que le importaban.

—Bien, yo tampoco creo que sean fallos del condicionamiento, señor. No se trata de que la convivencia sea difícil. Todos están impacientes, cansados de repetir lo mismo semana tras semana.

—¿Eso significa que están deseosos de entrar en combate? —preguntó Stott, sin sarcasmo alguno.

—Quieren salir de la nave, señor; escapar a la rutina a la que han estado sometidos durante tanto tiempo.

—Pues saldrán de la nave —observó él, permitiéndose una pequeña sonrisa mecánica—. Y entonces es probable que sientan igual impaciencia por volver a ella.

Así prosiguieron las cosas por largo rato. Nadie quería decir directamente que nuestros soldados llevaban un año murmurando sobre la próxima batalla, tornándose más y más aprensivos. Y en ese momento, mientras el crucero taurino acortaba distancias, debíamos afrontar ese riesgo a sólo un mes del enfrentamiento en suelo firme.

La perspectiva de atacar el planeta portal y jugar a los soldados era ya bastante lamentable, pero al menos en tierra uno tenía la oportunidad de ayudar al destino. Eso de estar encerrado en una vaina, formando parte del blanco, mientras la Aniversario se divertía en competiciones matemáticas con la nave taurina…, estar vivo en un nanosegundo y muerto al siguiente porque alguien había cometido un error en el trigésimo decimal, todo eso era lo que me preocupaba. Pero ¿cómo decirlo ante Stott? Al fin tuve que admitir interiormente que no se trataba de una vulgar representación por su parte; en verdad no podía comprender la diferencia entre miedo y cobardía. O había recibido cierto condicionamiento a este respecto, lo cual me parecía dudoso, o estaba definitivamente loco; de cualquier modo no importaba.

Mientras él administraba un buen rapapolvo a Ching (la canción de siempre), hojeé el nuevo gráfico de organización que acababa de darnos. Era más o menos como el que incluyo en la página siguiente. Casi todos me eran conocidos desde la masacre de Aleph; los únicos nuevos en mi pelotón eran Demy, Luthuli y Heyrovsky. La compañía (perdón, la «fuerza de choque») contaba en total con veinte reemplazantes por los diecinueve soldados perdidos durante la incursión de Aleph: un amputado, cuatro fiambres y catorce psicópatas, víctimas estos últimos del excesivo condicionamiento al odio.

Lo que me resultaba incomprensible era ese 20 mar 2007 escrito al final del gráfico. Yo llevaba diez años en el ejército, aunque parecían apenas dos. Dilatación cronológica, por supuesto; aun por medio de los saltos colapsares, el viaje entre estrella y estrella devora el calendario. Tras la nueva incursión era posible que me concedieran la jubilación con paga completa… siempre que yo sobreviviera al ataque y no se cambiaran las normas vigentes. Era un veterano con veinte años de guerra y sólo veinticinco de edad.

Mientras Stott hacía un resumen de lo hablado oímos un golpe en la puerta, un solo golpe muy claro.

—Adelante —dijo él.

Un alférez al que conocíamos muy poco entró en el cuarto con expresión indiferente y entregó a Stott una hoja de papel sin decir una palabra. Allí permaneció mientras el mayor la leía, en una postura que indicaba el grado exacto de insolencia. Técnicamente Stott no tenía autoridad sobre él, pero en la marina le detestaban.



El mayor le devolvió el papel sin prestarle atención.

—Deben ustedes comunicar a sus grupos respectivos que las maniobras evasivas preliminares se iniciarán a las 2010, dentro de 58 minutos —dijo, sin siquiera echar un vistazo al reloj—. Todo el personal deberá estar en las cápsulas de aceleración a las 2000. ¡Ten-ción!

Todos nos levantamos para saludar, sin entusiasmo:

—Jódase, señor.

Completamente estúpido. Stott salió de la habitación a grandes pasos, seguido por el alférez, que sonreía satisfecho.

Puse mi anillo en posición 4, es decir, en el canal correspondiente a mi asistente como jefe de brigada, y arrimé los labios a él:

—Tate, aquí Mandella.

Todos los asistentes a la reunión estaban haciendo lo mismo. Del anillo surgió una débil voz.

—Aquí Tate, ¿qué pasa?

—Reúne a los hombres y diles que debemos estar en las cápsulas a las 2000. Maniobras evasivas.

—¡Mierda! Dijeron que faltaban varios días.

—Creo que ha ocurrido algo nuevo. Tal vez el comodoro ha tenido alguna idea brillante.

—Aja. Tráeme una taza cuando vengas, ¿quieres? Con un poco de azúcar, ¿ eh?

—Bueno. Bajaré dentro de media hora.

—Gracias. Yo empezaré a reunidos.

Hubo un movimiento general hacia la máquina de soja. Me puse en la fila con la cabo Potter.

—¿Qué te parece, Marygay?

—No soy más que un cabo, sargento. No se me paga para que…

—Claro, claro. Te hablo en serio.

—Bueno, a lo mejor no es nada complicado. Tal vez el comodoro quiere volver a probar las cápsulas.

—Una vez más, antes del gran acontecimiento.

—Aja, podría ser.

Tomó una taza y sopló para enfriar el contenido. Marygay parecía preocupada; una arruga le dividía el ceño cuando añadió:

—O quizá los taurinos tenían una nave allá fuera, esperándonos. Me pregunto por qué no hacen lo mismo que nosotros, allí en Puerta Estelar.

—Puerta Estelar es muy distinto —dije, encogiéndome de hombros—; hacen falta siete u ocho cruceros en constante movimiento para cubrir los ángulos de salida más probables. Nosotros no podemos cubrir más de un colapsar; ellos tampoco.

—No sé —respondió ella, y guardó unos instantes de silencio mientras llenaba su taza—. Tal vez hemos dado con alguna especie de Puerta Estelar taurina. O quizá tienen diez veces más naves que nosotros, o cien; ¿quién sabe?

Llené dos tazas, les eché azúcar y cerré herméticamente una de ellas.

—Nadie puede asegurarlo.

Los dos nos encaminamos hacia una mesa, sosteniendo con cuidado las tazas de soja, pues el líquido se agitaba mucho en aquella alta gravedad.

—Tal vez Singhe sepa algo —comentó ella.

—Tal vez, pero tendríamos que preguntarle por intermedio de Rogers y de Cortez; y éste me degollaría si tratara de molestarle precisamente ahora.

—¡Oh, pero yo puedo hablar directamente con Singhe! Somos…

Me miró muy seriamente, con un hoyuelo en la cara, y completó:

—Tenemos cierta relación.

Sorbí un poco de aquella soja hirviendo y traté de responder, en tono indiferente:

—¿Fue por eso que desapareciste el miércoles por la noche?

—Tenía que pasar lista —explicó ella, sonriendo—. Creo que la cosa ocurre los lunes, miércoles y viernes durante los meses que tienen r. ¿Por qué, te parece mal?

—¡Vaya, no, por supuesto que no! Pero ¡es oficial, oficial de la marina!

—Opera con nosotros y eso le hace formar parte del ejército.

Hizo girar su anillo y llamó al apartado «guía telefónica»; en seguida agregó, dirigiéndose a mí:

—¿Y qué pasa contigo y la pequeña señorita Harmony?

—No es lo mismo.

—Sí que lo es —replicó ella; en seguida susurró un código de guía junto al anillo—. Querías hacerlo con una oficial, pervertido.

El anillo soltó dos balidos; número ocupado. Marygay preguntó:

—¿Qué tal es ella?

—Pasable —respondí, algo más recobrado.

—Por otra parte el alférez Singhe es un perfecto caballero. Y nada celoso.

—Tampoco yo lo soy —dije—. Si alguna vez se porta mal contigo, dímelo y le romperé el alma.

Ella me sonrió por encima de la taza.

—Si la teniente Harmony se porta mal contigo, dímelo y yo me encargaré de romperle el alma a ella.

—Trato hecho.

Y ambos cerramos el acuerdo estrechándonos la mano.

2

Las cápsulas de aceleración, una innovación técnica instalada mientras descansábamos y reponíamos provisiones en Puerta Estelar, nos permitían utilizar la nave en casi toda su capacidad teórica, puesto que los propulsores taquiónicos proporcionaban una aceleración de veinticinco gravedades.

Tate me estaba esperando en la zona de cápsulas, mientras el resto de la brigada vagabundeaba por allí, charlando. Le alcancé su taza de soja.

—Gracias. ¿Has descubierto algo?

—Temo que no, salvo que los marineritos no parecen asustados, aunque la cosa corre por cuenta de ellos. A lo mejor es sólo otra maniobra de prácticas.

—¡Qué diablos! —exclamó, sorbiendo un poco de soja—. A nosotros también nos toca lo nuestro. Hay que sentarse allí a que nos expriman hasta dejarnos medio muertos. ¡Dios, cómo odio esas cápsulas!

—¡Oh, quién sabe! Tal vez con ellas la infantería se convierta en algo innecesario. Entonces nos dejarán volver a casa.

—Sí, seguro.

Pasó el médico y me aplicó la inyección. Cuando llegamos a 1950 ordené a la patrulla:

—Vamos. Átense y suban las cremalleras.

La cápsula es como un traje espacial flexible; la parte interior, al menos, es bastante similar. Pero en vez de unidad de mantenimiento vital tiene una manguera conectada en la parte superior del casco y dos que salen por los talones, así como dos tubos de salida por traje. Se instalan apretadas, hombro con hombro, en literas de aceleración poco pesadas; llegar a la propia es como caminar en un gigantesco plato de tallarines verdes.

Cuando las luces de mi casco indicaron que todo el mundo se había vestido, presioné el botón que inundaba el cuarto. No había modo de saber lo que ocurría, pero imaginé la solución de color azul claro (dihidroxietileno y algo más) que hacía espuma a nuestro alrededor, hasta cubrirnos. El material del traje, frío y seco, se aplastó contra mi piel. Adiviné que la presión interna de mi cuerpo aumentaba rápidamente para igualar la presión creciente del líquido exterior. Para eso era la inyección: evitaba que las células quedaran apretadas entre el infierno y el mar azul celeste. De cualquier modo eso se podía sentir. Cuando mi indicador marcó 2 (presión externa equivalente a una columna de agua de dos millas marinas de profundidad), me sentí al mismo tiempo oprimido e hinchado. A las 2005 indicaba 2,7 y seguía aumentando en forma regular. Cuando se iniciaron las maniobras, a las 2010, la diferencia no era perceptible; sin embargo, me pareció ver moverse la aguja, y me pregunté qué aceleración haría falta para provocarle ese brinco casi visible.

La mayor desventaja de ese sistema consiste en que, naturalmente, cualquier ser viviente que no esté en su cápsula, cuando la nave alcanza las veinticinco gravedades, se convertirá en mermelada de fresas. Por lo tanto, cualquier maniobra de rumbo o de combate queda a cargo de la computadora táctica de la nave; de cualquier modo es siempre ésta la que opera, pero resulta tranquilizador saber que hay un ser humano vigilándola.

Otro de los problemas es que si la nave sufre una avería y baja la presión, uno estalla como un melón arrojado contra el suelo. Si en cambio es la presión interna la que disminuye, el sujeto muere en un microsegundo.

Se tarda más o menos diez minutos en descompresionar y otros dos o tres en salir del traje y vestirse. Como se ve, no es cuestión de levantarse de un brinco y salir a combatir. Hay sólo cuatro personas capaces de alguna movilidad: la tripulación de mantenimiento; ellos llevan consigo toda la cámara de aceleración, arrastrando así un traje de veintidós toneladas. Aun así deben permanecer en un solo sitio mientras la nave maniobra.


Marygay y yo nos estábamos vistiendo fuera; los humos residuales del líquido compresor me causaban náuseas y desagradables mareos.

—¿Qué te ha pasado? —indiqué, señalando un gran verdugón purpúreo que le marcaba el cuerpo en diagonal desde el seno derecho hasta el muslo izquierdo.

Ella se frotó la piel con expresión de enojo.

—Es la segunda vez que me pasa esto —dijo—. La primera vez fue en el trasero. Creo que esa cápsula no ajusta bien; hace pliegues.

—Quizá hayas perdido peso.

—¡Qué inteligente!

Desde que nos habían hecho los trajes en Puerta Estelar, nuestras calorías y nuestros ejercicios habían sido cuidadosamente vigilados. Nadie puede usar el traje de guerra a menos que el sensor de piel se ajuste al cuerpo como una película de aceite. Un altavoz instalado en la pared ahogó el resto de su comentario.

—Atención, personal, atención. Todo el personal del ejército, desde el grado seis hacia arriba, y todo el personal de la marina, desde el grado cuatro arriba, deberán presentarse en la sala de reuniones a las 2130. Atención…

El mensaje fue repetido dos veces más. Yo fui a acostarme algunos minutos mientras Marygay mostraba su verdugón (y todo el resto de su persona) al médico y al armero. Dejo constancia de que no me sentí celoso en absoluto.


El comodoro dio comienzo a la reunión.

—No hay mucho que decir; sólo algunas malas noticias. Hace seis días el vehículo taurino que nos persigue soltó un proyectil teledirigido. La aceleración inicial era de 80 gravedades.

Hizo una pausa antes de proseguir:

—Tras mantenerla durante un día entero, más o menos, la aumentó súbitamente a 148 gravedades.

Hubo una exclamación colectiva.

—Ayer volvió a subir: 203 gravedades. No necesito decirles que eso duplica la capacidad de aceleración de los vehículos enemigos de nuestro último encuentro. Lanzamos una salva de naves teledirigidas, en número de cuatro, para que interceptaran las cuatro trayectorias enemigas que la computadora indicaba como más probables. Una de ellas giró a sotavento a poca distancia, mientras efectuábamos las maniobras evasivas. Hicimos contacto con el arma taurina y la destruirnos a diez millones de kilómetros de aquí.

Eso estaba prácticamente a la vuelta de la esquina.

—El único detalle alentador que proporciona el encuentro es el análisis espectroscópico del estallido. No fue más poderoso que los anteriores; por lo tanto podemos deducir que no han progresado tanto en explosivos como en propulsión. O tal vez no creyeron que fuera necesario provocar una explosión mayor que ésa. Ésta es la primera manifestación de un efecto muy importante que hasta el momento ha interesado sólo a los teóricos.

En seguida señaló a Negulesco y le preguntó:

—Dígame, recluta, ¿cuánto hace que combatimos a los taurinos por primera vez, en Aleph?

—Depende del marco de referencia —respondió ella, obediente—. Para mí son ocho meses, comodoro.

—Exactamente. Sin embargo, ustedes han perdido unos nueve años, debido a la dilatación cronológica, mientras maniobrábamos entre saltos colapsares. Desde un punto de vista de la ingeniería y puesto que no hemos efectuado ninguna investigación importante durante ese período, ¡el vehículo enemigo viene del futuro!

Hizo otra pausa para permitir que asimiláramos la idea. Después prosiguió:

—A medida que se desarrolle la guerra, esto será más y más pronunciado. Los taurinos, empero, tampoco han encontrado remedio a la relatividad, lo que puede operar en nuestro beneficio. Sin embargo, hasta el presente jugamos en desventaja A medida que el vehículo taurino se aproxime, esta desventaja se acentuará. Es muy posible que nos aniquilen.

«Tendremos que hacer algunas maniobras extrañas. Cuando estemos a quinientos millones de kilómetros de la nave enemiga todo el mundo entrará en las cápsulas y confiaremos la situación a la computadora logística. Ella nos llevará a través de una rápida serie de cambios en dirección y velocidad. Les seré totalmente sincero: si ellos tienen una sola nave teledirigida más que nosotros, será nuestro fin. No han vuelto a lanzar ninguna desde la primera vez. Tal vez se están reservando o…

Y concluyó, mientras se enjugaba la frente con ademán nervioso.

—O tal vez no tenían más que una. En ese caso el triunfo será nuestro. De cualquier modo pido a todo el personal que esté listo para entrar en las cápsulas con sólo diez minutos de advertencia. Cuando estemos a mil millones de kilómetros del enemigo deberán ustedes estar de pie ante las cápsulas. Cuando se aproxime hasta los quinientos millones entrarán en ellas; entonces inundaremos y presurizaremos las salas de cápsulas. No habrá tiempo para esperar a nadie. Por mi parte, eso es todo. ¿Quiere agregar algo, mayor?

—Ya hablaré después con mis soldados, comodoro.

—Rompan filas.

No hubo nada de aquel estúpido saludo, «jódase, señor». La marina lo consideraba como algo impropio de su dignidad.

Todos, menos Stott, seguimos en posición de firmes hasta que él salió de la sala. Después algún otro marinerito repitió «rompan filas» y todos nos marchamos.

Yo me dirigí al comedor en busca de soja, compañía y, a ser posible, alguna información. Allí no había más que especulaciones ociosas, de modo que invité a Rogers y nos acostamos juntos. Marygay había vuelto a desaparecer; probablemente estaba tratando de sacarle algún dato a Singhe.

3

A la mañana siguiente se realizó la prometida charla con el mayor. Éste no hizo sino repetir aproximadamente lo que ya había dicho el comodoro, en términos de infantería y con su monótono staccato. Puso énfasis en el hecho de que sólo sabíamos una cosa de los taurinos: habían mejorado su capacidad en cuanto a navegación y era muy probable que ya no fueran tan poco eficaces como en el encuentro anterior.

Pero eso trae a cuento un aspecto interesante. Hacía ocho meses o nueve años habíamos tenido una enorme ventaja a nuestro favor, pues ellos parecían no comprender de qué se trataba. Puesto que eran tan belicosos en el espacio, habíamos supuesto que serían verdaderos salvajes en tierra firme. En cambio se pusieron prácticamente en fila para entrar en el matadero. Uno, el que había escapado, describió seguramente a sus congéneres aquella anticuada forma de combate.

Sin embargo, no era seguro que esa noticia hubiera llegado a conocimiento del grupo que custodiaba Yod-4; la única forma de comunicarse superando la velocidad de la luz consiste en llevar físicamente el mensaje a través de sucesivos saltos colapsares. Y no había manera de saber cuántos eran los saltos entre Yod-4 y el planeta natal de los taurinos. Tal vez el grupo en cuestión se mostrara tan pasivo como los otros; tal vez llevaban más de diez años practicando tácticas de infantería. Ya lo averiguaríamos al llegar allí.

Mientras el armero y yo ayudábamos a mi brigada con el mantenimiento de los trajes, pasamos el límite de los cien millones de kilómetros y tuvimos que acercarnos a las cápsulas. Nos quedaban cinco horas antes de meternos en ellas. Jugué una partida de ajedrez con Rabí y la perdí. Después Rogers ordenó al pelotón realizar unos vigorosos ejercicios gimnásticos, probablemente sólo para apartar los pensamientos de tan triste perspectiva: yacer medio aplastado en las cápsulas durante cuatro horas, como mínimo. Hasta entonces habíamos soportado sólo la mitad de ese tiempo. Cuando sólo faltaban diez minutos para llegar al límite de los quinientos millones de kilómetros, los jefes de patrulla supervisamos la entrada a las cápsulas. En ocho minutos estuvimos encerrados, cubiertos de fluido y a merced de la computadora, o a salvo en sus brazos.

Mientras yacía allí, exprimido, se me ocurrió una idea tonta que siguió dando vueltas en mi mente como la carga de un superconductor: según las formalidades militares, la conducción de la guerra se divide claramente en dos categorías: táctica y logística. La logística se relaciona con el movimiento de tropas, la provisión de alimentos y casi todos los demás aspectos, con excepción del combate en sí, que corresponde a la táctica. Y en aquellos momentos estábamos combatiendo sin computadora táctica que nos guiara para el ataque y la defensa; sólo contábamos con un pacífico supereficiente encargado cibernético de suministros, con una enorme computadora logística. Atención al término: logística.

La otra parte de mi cerebro, quizá menos estrujada, argüía que importaba muy poco el nombre de una computadora: es siempre un montón de microchips de memoria, bancos de datos, tornillos y tuercas… Si uno la programa como para que sea Gengis Khan, se convierte en una computadora táctica, aunque sus funciones habituales consistan en supervisar el mercado de acciones o manejar la purificación de las aguas residuales.

Pero la otra voz, obstinada, respondía que, según ese criterio, un hombre sería tan sólo una masa de pelo, un poco de hueso y algo de carne fibrosa; por lo tanto, sea el hombre que sea, se podría convertir a un monje budista en un sanguinario guerrero.

En ese caso (respondía el otro lado), ¿qué diablos eres tú, soy yo, somos los dos? Un físico amante de la paz, especializado en soldaduras en el vacío, secuestrado en una máquina de matar. Tú, yo, los dos hemos matado y disfrutado con ello.

Pero era hipnotismo, condicionamiento motivacional (me replicaba yo mismo). Eso ya no se hace.

Y la única razón por la cual no se hace (volví a responder) es porque así matarás mejor. Se trata de simple lógica.

Y hablando de lógica, la pregunta original era: ¿por qué hacen que una computadora logística se encargue del trabajo de un hombre? O algo por el estilo. En aquel momento nos desconectaron de nuevo.

Al encenderse la luz verde operé automáticamente la llave con la barbilla; la presión había bajado a 1,3 antes de que yo reaccionara del todo: eso significaba que estábamos vivos, que habíamos ganado la primera escaramuza.

Tenía razón, pero sólo en parte.

4

Cuando me estaba sujetando la túnica con el cinturón, mi anillo emitió un tintineo. Levanté la mano para escuchar. Era Rogers.

—Mandella, ve a inspeccionar el ala 3. Algo ha ido mal: Dalton tuvo que descompresionarla desde Control.

¡El ala 3 correspondía a la brigada de Marygay! Salí disparado por el corredor, descalzo, y llegué precisamente cuando abrían la puerta desde el interior de la cámara de presión. El primero en salir fue Bergman.

—¿Qué diablos ha pasado, Bergman? —pregunté, tomándole por el brazo.

—¿Eh?

Me miró de reojo, todavía aturdido, como ocurre siempre con quienes salen de la cámara. Al fin exclamó:

—¡Oh, eres tú, Mandella! No sé a qué te refieres. —Traté de espiar por la puerta, siempre sin soltarle.

—Os habéis retrasado, hombre. Habéis hecho más tarde la descompresión. ¿Qué ha pasado?

Sacudió la cabeza como si tratara de aclarar las ideas.

—¿Tarde? ¿Qué tarde? Digo, ¿cuánto nos hemos retrasado?

Miré el reloj por primera vez.

—No mucho —dije—. ¡Jesús! Entramos a las cápsulas a las 0520, ¿verdad?

—Sí, creo que sí.

Marygay seguía sin salir; no estaba entre las borrosas figuras que se tambaleaban entre las literas y los tubos enredados.

—Hum… creo que os habéis retrasado sólo un par de minutos, pero debíamos estar allí cuatro horas o menos, y ya son las 1050.

—¡Ah!

Volvió a agitar la cabeza. Le dejé ir y di un paso atrás para dejar paso a Stiller y a Demy.

En ese caso todo el mundo se ha retrasado. No hay problema.

Non sequitur.

—Claro, claro. ¡Oye, Stiller! ¿Has visto a…?

Desde adentro se oyó gritar:

—¡Un médico, un médico!

Alguien salía; no era Marygay. Empujé rudamente para abrirme paso y me lancé hacia la puerta; tras atrepellar a algún otro llegué hasta donde estaba Struve, el ayudante de Marygay. De pie junto a una cápsula, hablaba en voz alta y a toda velocidad por el anillo.

—… y sangre Dios sí necesitamos…

Era Marygay, aún acostada en su traje; estaba —… Dalton nos advirtió que… cubierta por completo por una capa uniforme y brillante de sangre y —… y corno no reaccionaba…

que se iniciaba como una fuente furiosa junto a la clavícula y descendía entre sus pechos hasta el esternón y más allá —… me acerqué y abrí el…

para abrirse en un tajo que se hacía más y más profundo a medida que bajaba por el vientre, y allí donde se interrumpía, —… sí, todavía está…

a pocos centímetros del pubis salía un membranoso fragmento de intestino.

—De acuerdo, el muslo izquierdo. Mandella…

Vivía aún, su corazón palpitaba, pero la cabeza surcada de sangre colgaba sin fuerzas y tenía los ojos en blanco; cada vez que exhalaba el aliento aparecían dos burbujas de saliva rojiza en las comisuras de la boca.

—… tatuado el muslo izquierdo. ¡Mandella! ¡Reacciona! Mira debajo del muslo y fíjate qué grupo sanguíneo…

—Tipo cero RH negativo. Maldi… ta… sea. Lo siento. Cero negativo.

¿Acaso no había visto yo diez mil veces ese tatuaje? Struve transmitió la información. Mientras tanto yo recordé súbitamente que llevaba un botiquín de primeros auxilios en el cinturón; lo abrí y comencé a revisar su contenido.

«Detener la hemorragia… proteger la herida… tratar el shock.» Eso decía el libro. Faltaba algo, faltaba algo… «Limpiar los conductos de aire.» Bueno, ella respiraba, si a eso se refería el texto. ¿Y cómo se puede detener una hemorragia o proteger la herida con un simple vendaje a presión cuando el tajo tiene casi un metro de largo? En cuanto al tratamiento contra el shock, eso estaba a mi alcance. Busqué la ampolla verde, se la puse contra el brazo y oprimí el botón. Después le puse la cara esterilizada del vendaje contra la parte expuesta del intestino y le pasé la banda elástica por el lado inferior de la espalda, la gradué a tensión cero y la sujeté.

—¿Puedes hacer algo más? —preguntó Struve.

—No lo sé —respondí, irguiéndome con la sensación de ser importante—. ¿Se te ocurre alguna otra cosa?

—No sé más que tú de medicina.

Struve miró hacia la puerta sacudiendo un puño, con los bíceps en tensión.

—¿Dónde diablos se habrán metido? —protestó—. ¿No tienes Morfplex en el botiquín?

—Sí, pero alguien me dijo que no debe usarse en caso de heridas Ínter…

—¿William?

Ella había abierto los ojos y estaba tratando de levantar la cabeza. Me apresuré a sostenérsela.

—No te aflijas, Marygay. El médico ya está en camino.

—¿Qué… afligirme? Tengo sed. Agua.

—No, tesoro, no puedes beber. Al menos durante un rato no podremos darte nada.

Imposible darle agua si tenían que operarla.

—¿Por qué tanta sangre? —preguntó con voz débil, mientras la cabeza se le caía hacia atrás—. Me porté mal…

—Debe haber sido el traje —me apresuré a decir—. ¿Recuerdas que hacía pliegues?

Ella meneó la cabeza.

—¿El traje?

De pronto se puso más pálida y eructó sin fuerzas.

—William… agua… por favor…

Una voz potente y autoritaria dijo a mis espaldas:

—Consigan una esponja o un trapo empapado en agua.

Allí estaba Doc Wilson con dos camilleros.

—Primero, medio litro de femoral —dijo, sin dirigirse a nadie en especial, en tanto espiaba cuidadosamente bajo el vendaje a presión—. Sigan ese tubo de salida un par de metros y córtenlo; averigüen si ha evacuado sangre.

Uno de los ayudantes introdujo una aguja de diez centímetros en el muslo de Marygay y comenzó a pasarle sangre de una bolsa plástica.

—Lamento haber tardado —dijo Doc Wilson, con tono de cansancio—, pero hay un trabajo loco. ¿Qué decían del traje?

—Ya había sufrido dos lastimaduras. El traje no ajusta bien. Hace pliegues bajo presión.

Él asintió distraído, mientras verificaba la presión sanguínea.

—A ver, usted, o cualquiera, necesito un…

Alguien le alcanzó una toalla de papel chorreando agua.

—Ehh, ¿le han dado alguna medicación?

—Una ampolla de anti-shock.

Él estrujó un poco la toalla y la puso en la mano de la muchacha.

—¿Cómo se llama?

Se lo dije.

—Marygay, no podemos darle agua, pero puede succionar esto. Ahora voy a ponerle una luz brillante en los ojos.

Mientras observaba las pupilas con un tubo metálico volvió a preguntar:

—¿Temperatura?

Uno de los ayudantes le leyó el dato de un indicador digital y sacó una sonda.

—¿Ha evacuado sangre?

—Sí, un poco.

Doc Wilson apoyó suavemente la mano sobre el vendaje a presión.

—Marygay, ¿puede volverse sobre un costado? Un poquito, por favor.

—Sí —dijo ella, lentamente, mientras bajaba un codo para apoyarse.

En seguida se echó a llorar, diciendo:

—No.

—Bueno, bueno… —la consoló Wilson, distraído, mientras le alzaba la cadera lo suficiente como para verle la espalda—. Hay una sola herida. ¡Qué barbaridad de sangre!

Había bajado la voz al hacer los últimos comentarios. En seguida apretó dos veces el costado de su anillo y lo sacudió ante el oído.

—¿Hay alguien allá?

—Harrison, a menos que haya ido a atender una llamada.

Una mujer se acercó caminando. En el primer instante no la reconocí: estaba pálida y despeinada; tenía la túnica manchada de sangre. Era Estelle Harmony.

—¿Más pacientes, doctora Harmony? —preguntó Doc Wilson, levantando la vista.

—No —respondió ella, fatigada—. El hombre de mantenimiento tuvo doble amputación traumática. Vivió sólo unos minutos. Lo estamos manteniendo para transplantes.

—¿Y los otros?

—Descompresión explosiva—respondió Estelle, con una especie de sollozo—. ¿Hay algo que pueda hacer aquí?

—Sí. Espere un minuto.

Doc Wilson volvió a probar el anillo.

—Caramba —protestó—. ¿No sabe dónde está Harrison?

—No. Bueno, tal vez esté en Cirugía B, si hubo problemas con la conservación del cadáver. Sin embargo, creo que lo dejé bien preparado.

—Sí, bueno, vaya a saber cómo…

—¡Marca! —observó el ayudante que sostenía el saco de sangre.

—Otro medio litro de femoral —indicó el médico—. Estelle, ¿podría tomar el lugar de un ayudante y preparar a esta muchacha para cirugía?

—Claro. Prefiero mantenerme ocupada.

—Bien. Hopkins, vaya al local y traiga una camilla y un litro… no, mejor dos litros de fluorocar-boisotónico de espectro primario. Si son de la marca Merck en el rótulo dice «espectro abdominal».

Buscó una parte de la manga que no estuviera manchada de sangre y se enjugó la frente en ella. Después agregó:

—Si encuentra a Harrison envíelo a Cirugía A. Que prepare la secuencia anestésica para abdominal.

—¿Y que la lleve a A?

—Exacto. Si no encuentra a Harrison, consiga a alguien para que…

Me señaló con el dedo, concluyendo:

—Este hombre, que lleve a la paciente hasta A. Usted adelántese corriendo y comience la secuencia.

Recogió el maletín con la mirada perdida, musitando:

—Podríamos iniciar la secuencia aquí. Pero no, diablos, con esa parametadona… ¿Marygay? ¿Cómo se encuentra?

Ella seguía llorando.

—Estoy… herida…

—Ya lo sé —respondió él, con suavidad.

Tras cavilar por un instante indicó a Estelle:

—En realidad no hay modo de saber cuánta sangre ha perdido. Tal vez haya estado evacuándola bajo presión. Además, tiene acumulada una pequeña cantidad en la cavidad abdominal. Puesto que sigue con vida no parece probable que haya sangrado bajo presión por mucho tiempo. Ojalá no haya aún lesiones cerebrales.

En seguida tocó el indicador digital sujeto al brazo de Marygay.

—Vigile la presión sanguínea. Si le parece conveniente dele cinco centímetros cúbicos de vasoconstrictor. Tengo que ir a lavarme. ¿ Tiene algún vasoconstrictor aparte del de la ampolla neumática?

Estelle revisó su propio maletín mientras el doctor cerraba el suyo.

—No, sólo la ampolla neumática de emerg… Ah, sí, tengo una dosis de control del dilator.

—Bien. Si se ve obligada a usar el vasoconstrictor y la presión sube demasiado rápido…

—Le doy vasodilatador en dosis de a dos centímetros por vez.

—Exacto. No es modo de hacer las cosas, pero… Bien. Si no está muy cansada me gustaría que me ayudara allá arriba.

—Sin duda.

Doc Wilson saludó con la cabeza y se marchó, mientras Estelle comenzaba a limpiar el vientre de Marygay con alcohol isopropílico. Aquello tenía un olor frío y limpio.

—¿Alguien le dio anti-shock? —preguntó.

—Sí—respondí—, hace unos diez minutos.

—Ah, por eso estaba preocupado el doctor. No te preocupes, hiciste lo indicado, pero el anti-shock tiene un poco de vasoconstrictor. Si le damos cinco centímetros más, la dosis puede resultar excesiva.

Prosiguió en silencio con su tarea, levantando los ojos cada pocos segundos para verificar la presión sanguínea.

—William…

Era la primera vez que daba muestras de conocerme.

—Esta muj… ejem, Marygay, ¿es tu amante? ¿Tu amante regular?

—En efecto.

—Es muy bonita.

Notable comentario, considerando que el cuerpo de Marygay estaba desgarrado y lleno de sangre seca y que tenía el rostro manchado allí donde yo había tratado de secarle las lágrimas. Tal vez un médico, una mujer o un amante fueran capaces de descubrir la belleza bajo esos detalles.

—Lo es.

Ella había dejado de llorar; con los ojos muy apretados sorbía los últimos restos de agua contenidos en el papel.

—¿Podemos darle más agua?

—Sí, pero con moderación; igual que antes.

Me dirigí hacia el casillero de la sala para buscar otra toalla de papel. Disipados ya los vapores del líquido compresor, percibí en el aire un olor extraño. Era como aceite ligero de máquina y metal caliente; el olor de las fundiciones. Me pregunté si habrían sobrecargado el acondicionador de aire.

Ya había ocurrido en otra ocasión, al usar por primera vez las cámaras de aceleración.

Marygay tomó la toalla empapada sin abrir los ojos.

—¿Pensáis vivir juntos cuando volváis a la Tierra?

—Probablemente —respondí—. Siempre que volvamos. Aún nos queda otra batalla.

—No habrá más batallas —observó ella, sin cambiar de tono—. ¿No te has enterado?

—¿Deque?

—¿No sabes que la nave fue alcanzada?

—¡Alcanzada!

¿Cómo era posible que alguien hubiese sobrevivido?

—Así es —respondió Estelle, volviendo a la desinfección—. Cuatro alas de brigada y la armería. No queda un solo traje de guerra… y no es posible combatir en ropa interior.

—Alas de brigada… ¿qué pasó con los ocupantes?

—No hay supervivientes.

Treinta personas.

—¿Dónde fue?

—Todo el tercer pelotón y la primera brigada del segundo pelotón.

Al-Sadat, Busia, Maxwell, Negulesco…

—¡Dios mío!

—Treinta cadáveres, y no tenemos idea de lo que pudo causarlo. Sólo sabemos que puede repetirse en cualquier momento.

—¿No fue una nave teledirigida?

—No, ésas cayeron todas. También el vehículo enemigo. Y cuando los sensores no indicaban nada… ¡blam! y la tercera parte de la nave se fue al demonio. Al menos fue una suerte que no afectara el sistema de mantenimiento vital.

Yo apenas la escuchaba. Penworth, LaBatt, Smithers, Christine y Frida. Todos muertos. Me sentí aturdido. Estelle sacó del maletín una navaja y un tubo de gelatina.

—Pórtate como un caballero y mira hacia otro lado —dijo.

En seguida lo pensó mejor y empapó en alcohol un cuadrado de gasa.

—Toma, sé útil —me ordenó—. Límpiale la cara.

Me dediqué a ello. Marygay, sin abrir los ojos, murmuró:

—¡Qué bonito! ¿Qué haces?

—Me porto como un caballero y además soy útil.

—Atención, personal, atención.

Aunque no había altavoces en la cámara de presión se oía claramente el mensaje por la puerta abierta.

—Todo el personal de grado seis o superior, a menos que esté ocupado en casos de emergencia médica o de mantenimiento, debe dirigirse inmediatamente a la sala de reuniones.

—Tengo que irme, Marygay.

Ella no respondió. Tal vez no había oído la llamada. Abandoné toda pretensión de caballero y me volví directamente hacia Estelle.

—Oye, ¿me dirás…?

—Sí, en seguida que podamos hacer un pronóstico te informaré.

—Bueno.

—Todo saldrá bien —me consoló, aunque su expresión era sombría y afligida—. Ahora vete.

Cuando hallé el camino para salir al corredor, el altavoz repetía el mensaje por cuarta vez. El aire olía a algo distinto, pero preferí no investigar.

5

A medio camino hacia la sala de reunión me di cuenta de mi deplorable aspecto y entré en el cuarto de baño contiguo a la sala de oficiales sin mando. Allí estaba la cabo Kamehameha, cepillándose apresuradamente el pelo.

—¡William! ¿Qué te ha pasado?

—Nada.

Abrí un grifo mientras me miraba en el espejo. Tenía el rostro y la túnica manchados de sangre seca.

—Fue Marygay, la cabo Potter. El traje… Bueno, por lo visto hizo un pliegue y…

—¿Ha muerto?

—No, pero está mal. La llevan a cirugía.

—No uses agua caliente. Fijarás la mancha.

—¡Oh, gracias!

Empleé el agua caliente para lavarme las manos y la cara; después froté la túnica con agua fría.

—Tu brigada está dos alas más allá de la Al, ¿verdad?

—Sí.

—¿No viste lo que pasó?

—No. Es decir, no cuando ocurrió.

En ese momento noté que estaba llorando; grandes lagrimones le corrían por las mejillas y la garganta.

Mientras tironeaba salvajemente de su pelo siguió hablando con su voz dominada y normal:

—Es un desastre.

Di un paso hacia ella y alargué la mano para posársela en el hombro, pero ella me la golpeó con el cepillo, chillando:

—¡No me toques! Disculpa. Vamos ya.

Al llegar a la puerta del baño me tocó ligeramente el brazo.

—William… —dijo, con una mirada desafiante—, me alegro de no haber sido yo. ¿Comprendes? Es la única forma de considerar todo esto.

La comprendí, pero no me di cuenta de que además lo creía.

—Puedo resumirlo en pocas palabras —dijo el comodoro con voz tensa—, aunque sólo sea porque sabemos muy poco. Unos diez segundos después de acabar con el vehículo enemigo, dos objetos, dos objetos muy pequeños, chocaron contra la Aniversario, hacia el centro de la nave. Puesto que no fueron detectados y conocemos los límites de nuestros aparatos detectores, sabemos que avanzaban a más de nueve décimos de la velocidad de la luz. Es decir, para mayor precisión: el vector de velocidad normal al eje de la Aniversario superaba los nueve décimos de la velocidad de la luz. Por eso atravesaron los campos de fuerza.

Cuando la Aniversario avanzaba a una velocidad relativa, generaba automáticamente dos poderosos campos electromagnéticos; uno de ellos, centrado a cinco mil kilómetros de la nave; el otro, a diez mil klims, ambos en línea con la dirección de avance. Esos campos se mantenían por un efecto de estatorreactor, recogiendo la energía del gas interestelar a medida que avanzábamos. Cualquier objeto lo bastante grande como para causar problemas si chocaba contra nosotros (es decir, lo bastante grande como para ser visto sin necesidad de lentes de aumento) pasaba por el primero de los campos y cuando llegaba al segundo tenía una fuerte carga negativa en toda la superficie. En cuanto entraba en el segundo campo se veía rechazado del rumbo que llevaba la nave. Si el objeto era demasiado grande como para ser rechazado, podíamos percibirlo a gran distancia y apartarnos de ese rumbo.

—No será necesario explicar que esto constituye un arma formidable. Cuando la Aniversario recibió el golpe, nuestra velocidad relativa con respecto al enemigo era tal que recorríamos nuestra propia longitud cada diez milésimos de segundo. Además, estábamos cambiando constantemente de dirección y la aceleración lateral sólo seguía las leyes del azar. Por lo tanto, los objetos que nos golpearon no habían sido apuntados hacia nosotros, sino guiados. Y el sistema de conducción era independiente, pues en el momento del choque ya no había taurinos con vida. Todo esto contenido en un objeto no mayor que un pequeño guijarro.

»Casi todos ustedes son muy jóvenes para recordar el término “impacto del futuro”. En la década de los sesenta algunos pensaban que el progreso tecnológico, a fuerza de ser rápido, no permitía que la gente normal se ajustara a él. Es decir, la gente no acabaría de habituarse al presente antes de que el futuro la alcanzara. Un hombre llamado Toffler acuñó el término “impacto del futuro” para denominar esta situación.

El comodoro se mostraba muy académico, por cierto.

—Estamos atrapados en una situación física que me recuerda ese concepto erudito. El resultado ha sido el desastre, la tragedia. Y tal como lo analizamos en nuestra última reunión, no hay modo de contrarrestarlo. La relatividad nos atrapa en el pasado del enemigo y los trae de nuestro futuro. Sólo podemos confiar en que la próxima vez, la situación sea inversa. Y para que eso ocurra no podemos hacer otra cosa que regresar a Puerta Estelar y después a la Tierra, donde quizá los especialistas logren deducir algo, crear alguna especie de arma defensiva, basándose en la naturaleza del daño que hemos sufrido.

»Ahora podríamos atacar el planeta portal de los taurinos desde el espacio; tal vez lograríamos destruir la base sin necesidad de emplear la infantería, pero creo que eso involucraría un grave riesgo. Podríamos… ser derribados por lo mismo que nos golpeó hoy, y resultaría imposible retornar a Puerta Estelar con una información que considero vital. Existe la posibilidad de enviar una nave teledirigida con un mensaje en el que se detallaran nuestras deducciones sobre esta nueva arma enemiga… pero eso puede ser inconveniente. Y la Fuerza habría perdido la oportunidad de avanzar un gran trecho tecnológicamente.

»Por lo tanto, hemos fijado un curso que nos llevará en torno a Yod-4, haciendo que el colapsar quede situado en lo posible como escudo entre nosotros y la base taurina. Evitaremos todo contacto con el enemigo para regresar a Puerta Estelar lo antes posible.

Cosa increíble: el comodoro tomó asiento y apoyó los nudillos contra las sienes, para continuar:

—Todos ustedes son cuando menos jefes de brigada o de sección. Casi todos tienen buenos antecedentes en combate. Confío en que algunos vuelvan a enrolarse en la Fuerza cuando acaben los dos años de servicio. Quienes lo hagan recibirían probablemente el grado de teniente y se enfrentarán a la posibilidad de mandar. Es a esas personas a las que quiero dirigirme por algunos momentos. No hablaré como uno de los comandantes, sino como oficial superior y consejero.

»No es posible tomar decisiones mediante la simple apreciación de la situación táctica, para lanzarse después a la acción que provoque al enemigo el máximo perjuicio con mínimo daño propio. La guerra moderna se ha convertido en algo muy complejo, sobre todo durante el último siglo. Una guerra ya no se gana venciendo en una serie de batallas, sino gracias a una complicada interrelación entre victorias militares, presiones económicas, maniobras logísticas, acceso a la información enemiga, posiciones políticas… Cientos de factores.

Por mucha atención que yo prestara sólo sacaba una cosa en limpio: que una tercera parte de nuestros amigos había muerto hacía menos de una hora y él se había sentado allí para darnos una conferencia sobre teoría militar.

—A veces es necesario perder una batalla para ganar una guerra. Eso es, precisamente, lo que vamos a hacer. No ha sido una decisión sencilla. En realidad, la considero la más dura de toda mi carrera militar, pues al menos superficialmente se la puede confundir con la cobardía.

»La computadora logística estima que contamos con un sesenta y dos por ciento de posibilidades a favor si tratamos de destruir la base enemiga. Lamentablemente, sólo tenemos un treinta por ciento de posibilidades de supervivencia, pues algunas formas de ganar la batalla consisten, por ejemplo, en lanzar la Aniversario contra el planeta portal a la velocidad de la luz.

¡Cristo!

—Ojalá ninguno de ustedes se vea jamás obligado a tomar semejante decisión. Cuando lleguemos a Puerta Estelar, es muy posible que se me someta a una corte marcial, bajo el cargo de cobardía ante el ataque enemigo. Pero creo honestamente que el análisis de los daños sufridos por esta nave puede proporcionar informaciones cuya importancia supera a la destrucción de esta base taurina. Y concluyó, irguiéndose en el asiento: —Será más importante que la carrera de un soldado.

Me costó dominar la risa. Indudablemente la «cobardía» no había influido en absoluto sobre su decisión. Sin duda no existiría en él nada tan primitivo y poco marcial como la voluntad de vivir.


La tripulación de mantenimiento logró tapar con algunos parches el enorme agujero abierto en el costado de la Aniversario y recompensar ese sector. Pasamos el resto del día limpiando aquella parte, sin alterar, por supuesto, las preciosas pruebas por las cuales el comodoro estaba dispuesto a sacrificar su carrera.

Lo peor fue deshacerse de los cuerpos. No resultó tan horrible, salvo en el caso en que los trajes habían estallado.


Al día siguiente, en cuanto Estelle acabó con sus tareas, fui a verla a su cabina.

—No tendría sentido que la vieras ahora —dijo ella, mientras sorbía una bebida compuesta por alcohol etílico, ácido cítrico y agua, con una gota de alguna especie de éster que le daba, más o menos, aroma a cáscara de naranja.

—¿Está fuera de peligro?

—No lo estará hasta dentro de dos semanas. Deja que te explique.

Dejó el vaso y apoyó la barbilla sobre los dedos entrelazados.

—Este tipo de heridas —dijo— serían rutinarias en condiciones normales. Una vez repuesta la sangre perdida se rocía la cavidad abdominal con un polvo mágico y se cierra. En dos o tres días el paciente queda como nuevo. Pero en este caso hay complicaciones. Hasta ahora nadie había recibido heridas en el interior de un traje presurizado. Por el momento no se presenta nada anormal, pero debemos observar sus órganos con mucha atención durante los próximos días. Además nos preocupa mucho la posibilidad de una peritonitis. ¿Sabes qué es eso?

—Sí —dije, pues tenía una vaga idea.

—Porque una parte de su intestino se abrió bajo presión. No quisimos emplear la profilaxis normal debido a la… contaminación que afectó al peritoneo bajo presión. Para mayor seguridad esterilizamos completamente la cavidad abdominal y el sistema digestivo, desde el duodeno hacia abajo. Después, por supuesto, hubo que reemplazar toda la flora intestinal, ya muerta, con un cultivo preparado. Todo eso sigue siendo un procedimiento normal, pero no se utiliza sino en heridas mucho más graves.

—Comprendo.

Todo eso me inquietaba un poco. Los médicos no comprenden que, en general, uno rechaza la idea de verse como un saco de piel lleno de bultos obscenos.

—Con todo esto bastaba para pedirte que no la veas por un par de días. El cambio de la flora intestinal tiene un efecto bastante violento sobre el sistema digestivo; aunque no es peligroso, puesto que está bajo observación constante, resulta cansado, embarazoso, ¿comprendes? Con este tratamiento estaría completamente fuera de peligro si se tratara de una situación clínica normal, pero estamos desacelerando a una gravedad y media, y sus órganos internos ya han sufrido demasiado manoseo. Más vale que lo sepas: en caso de que aceleremos a más de dos gravedades no habrá esperanza para ella.

—Pero ¡para la aproximación final tenemos que llegar a más de dos! ¿Qué…?

—Lo sé, lo sé. Pero aún faltan dos semanas para eso. Es de esperar que para entonces ya haya cicatrizado. William, debes mirar las cosas de frente. Ya es un milagro que haya vivido lo bastante como para ir a cirugía; son pocas las probabilidades de que llegue a la Tierra. Es triste, lo sé: ella es una persona especial, al menos para ti. Pero hemos visto morir a tantos que ya deberías estar acostumbrado a eso.

Tomé un trago de mi bebida, idéntica a la de ella, con excepción del ácido cítrico.

—Te has endurecido bastante —observé.

—Tal vez no. Soy realista, eso es todo. Tengo el presentimiento de que nos esperan otras muertes y más pena.

—A mí no. En cuanto lleguemos a Puerta Estelar vuelvo al estado civil.

—Yo no estaría tan segura —replicó ella, con el viejo argumento de siempre—. Estos payasos que nos enrolaron hace dos años bien podrían prolongar el plazo a cuatro o…

—O a seis, a veinte, hasta la eternidad. Pero no lo harán. Se verían frente a un motín.

—No sé. Si pudieron condicionarnos para que fuéramos asesinos al oír una simple clave, pueden hacer cualquier cosa con nosotros. Obligarnos a un nuevo enrolamiento.

La idea me produjo escalofríos.

Más tarde intentamos hacer el amor, pero los dos teníamos la cabeza ocupada en demasiadas cosas.


Una semana más tarde pude ver a Marygay por primera vez. Estaba macilenta, había perdido mucho peso y parecía confusa. El doctor Wilson me aseguró que era sólo efecto de la medicación, pues no habían detectado señales de lesión cerebral.

Aún estaba en cama; la alimentaban por medio de un tubo. El calendario comenzó a ponerme muy nervioso, pues aunque Marygay mejorara un poco de día en día, no tendría la menor oportunidad si aún estaba en cama cuando recibiéramos el impulso del colapsar. Ni Doc Wilson ni Estelle alentaban mis esperanzas; seguían diciendo que todo dependía de su resistencia.

En la víspera del impulso la trasladaron de la cama a la litera de aceleración de Estelle, situada en la enfermería. Estaba lúcida y había empezado a alimentarse normalmente, pero aún no podía caminar por su cuenta, ni siquiera bajo una gravedad y media. Ese día fui a verla.

—¿Sabes lo del cambio de curso? Tenemos que pasar por Aleph-9 para volver a Tet-38. Cuatro meses más en esta maldita cáscara. Pero cuando lleguemos a la Tierra nos esperarán otros seis años de sueldo.

—¡Qué bien!

—¡Ah, piensa en las cosas que haremos con…!

—William…

Se me cortó la voz. Me era imposible mentir.

—No trates de levantarme el ánimo. Habíame de soldaduras en el vacío, de tu niñez, de cualquier cosa, pero no me vengas con eso de volver a la Tierra.

Y agregó, volviendo la cara hacia la pared:

—Una mañana los médicos hablaron en el pasillo, creyéndome dormida. Lo que dijeron no hizo más que confirmar lo que yo ya sabía por el modo en que me trataban. Y ahora cuéntame: naciste en Nuevo México en 1975. ¿Qué pasó después? ¿Te quedaste allí? ¿Cómo te fue en la escuela? ¿Tenías amigos, o eras demasiado inteligente, como me pasaba a mí? ¿Cuántos años tenías cuando hiciste el amor por primera vez?

Así charlamos durante un rato, ambos incómodos. Pero durante la conversación se me ocurrió una idea. En cuanto me despedí de Marygay fui directamente a ver al doctor Wilson.


—Le estimamos una probabilidad del cincuenta por ciento, pero es bastante arbitraria. Ninguno de los antecedentes que hemos estudiado sirve para este caso.

—Pero se puede decir que sus probabilidades serán mayores cuanto menor sea la aceleración a soportar.

—Indudablemente, pero con saberlo no ganamos nada. El comodoro prometió hacer la maniobra con tanta suavidad como pueda, pero de cualquier modo no bajará de cuatro o cinco gravedades. Y hasta tres podrían ser demasiado; no lo sabremos hasta ver los resultados.

Hice un gesto de impaciencia y observé:

—Sí, pero creo que hay un medio para exponerla a una aceleración menor.

—Si has inventado un escudo contra la aceleración —respondió, sonriendo—, apresúrate a patentarlo. Podrías venderlo por una considerable…

—No, Doc, no tendría mucha utilidad en condiciones normales; nuestras cápsulas funcionan mejor, aunque operan según el mismo principio.

—Explícate.

—Ponemos a Marygay en una cápsula e inundamos…

—Un momento, un momento. Imposible desde todo punto de vista. Ella quedó en ese estado debido a una cápsula que no ajustaba bien. En este caso tendría que usar la de otra persona y sería peor.

—Lo sé, déjeme explicarle. No hace falta que se ajuste exactamente a sus medidas mientras funcionen bien las conexiones de mantenimiento vital. La cápsula no recibirá presión desde el interior; no será necesario, pues Marygay no estará sujeta a la presión de miles de kilos por centímetro cuadrado que impone el fluido exterior.

—Me parece que no entiendo.

—Es una simple adaptación de… Usted estudió física, ¿verdad?

—Un poco, en medicina. Después del latín fueron mis peores notas.

—¿Recuerda el principio de equivalencia?

—Recuerdo que había algo así. Estaba medio relacionado con la relatividad, ¿no?

—Aja. Significa que… no hay diferencia entre estar en un campo gravitatorio y un marco de aceleración equivalente; significa que cuando la Aniversario avanza a cinco gravedades, el efecto sobre nosotros es el mismo que si estuviéramos sentados en un planeta grande con una gravedad de cinco en la superficie.

—Parece obvio.

—Tal vez. Significa que es imposible determinar, por los resultados de distintos experimentos, si estamos acelerando o bajo la gravedad de un planeta grande.

—Claro que sí. Bastaría con apagar los motores y…

—O mirar hacia afuera, por supuesto. Me refería a experimentos de laboratorio.

—De acuerdo. Aceptado. ¿A qué nos lleva todo eso?

—¿Conoce la ley de Arquímedes?

—Claro, la falsa corona. Eso es lo que siempre me llamó la atención en la física; se trabaja mucho sobre cosas obvias y cuando se llega a los puntos arduos…

—La ley de Arquímedes dice que, cuando se sumerge algo en un fluido, el objeto recibe de abajo hacia arriba una fuerza equivalente al peso del liquido que desplaza.

—Es lógico.

—Y válido en cualquier tipo de aceleración o gravitación.

—Si una nave avanza a cinco gravedades, el agua desplazada pesa cinco veces más que el agua común a una gravedad.

—Por supuesto, si suspendemos a una persona en el centro de un tanque de agua, de modo tal que no tenga peso alguno, seguirá sin peso cuando la nave avance a cinco gravedades.

—Un momento, hijo. Hasta allí íbamos bien, pero eso no sirve.

—¿Porqué?

Estuve a punto de decirle que se ocupara de sus píldoras y de sus estetoscopios mientras yo me las entendía con la física, pero en seguida me alegré de no haberlo hecho.

—¿Qué pasa cuando dejas caer una herramienta dentro de un submarino?

—¿Qué tienen que ver los submarinos?

—Funcionan según la ley de Arquím…

—¡Cierto! Tiene razón. ¡Jesús! No se me había ocurrido.

—La herramienta cae al suelo como si el submarino no estuviera privado de peso —observó él, mientras tamborileaba con un lápiz—. Lo que describes es similar al procedimiento que empleamos en la Tierra con pacientes que han sufrido daños severos en la piel; quemaduras, por ejemplo. Pero eso no proporciona sostén alguno a los órganos internos, como lo hace la cápsula de aceleración, y no le serviría de nada a Marygay.

—Lamento haberle hecho perder el tiempo —dije, levantándome para retirarme.

—Espera un momento. Tal vez podamos utilizar en parte tu idea.

—¿Cómo?

—Yo tampoco lo había pensado bien. En el caso de Marygay no hay modo de emplear una cápsula, por supuesto.

No me gustaba siquiera considerar la idea. Hacía falta mucho condicionamiento por hipnosis para acostarse allí y dejar que lo llenasen a uno con fluocarbono oxigenado por todos los orificios naturales y uno artificial. Mientras lo pensaba rocé con el dedo la válvula injertada en mi cuerpo sobre el hueso de la cadera.

—Sí, es obvio; quedaría hecha pedazos… ¿Se refiere usted a la baja presión?

—Eso es. No hace falta suministrar varios miles de atmósferas para protegerla contra una aceleración en línea recta de cinco gravedades; eso es necesario en los casos de maniobras y cambios de dirección. Voy a llamar a Mantenimiento. Ve al ala de tu brigada; emplearemos ésa. Dile a Dalton que te busque allí.

Cinco minutos antes de que entráramos en el campo colapsar di comienzo a la secuencia de inundación. Marygay y yo éramos los únicos que ya estábamos en las cápsulas; mi presencia no era indispensable, puesto que la inundación y el vaciado podían efectuarse desde Control.

De cualquier modo prefería estar presente para mayor seguridad.

La sensación no era tan desagradable como la de costumbre; no me sentí, como en los casos normales, aplastado e hinchado al mismo tiempo. En un momento dado me encontré lleno de aquella sustancia que olía a plástico (nunca se percibía durante los primeros segundos, cuando entraba a raudales para reemplazar al aire en los pulmones); después hubo una ligera aceleración. En seguida me encontré nuevamente respirando aire y aguardé a que la cápsula se abriera para desconectarme y salir de allí.

La cápsula de Marygay estaba vacía. En su interior había sangre.

—Ha tenido una hemorragia —dijo la voz del doctor Wilson, con un eco sepulcral.

Me volví, con los ojos irritados. Allí estaba él, apoyado en la puerta del casillero. Cosa horrible e inexplicable: estaba sonriendo.

—Eso entraba en nuestros cálculos. La doctora Harmony se está ocupando de ella. Todo saldrá bien.

6

Marygay estuvo en pie una semana después, A los quince días empezó a «confraternizar». Seis semanas después la declararon completamente restablecida.

Llevábamos diez largos meses en el espacio; todo era ejército, ejército, ejército. Gimnasia, tareas sin importancia, conferencias obligatorias. En cierto momento corrió el rumor de que se volvería a imponer la asignación de literas por listas; no llegaron a hacerlo, probablemente por miedo a provocar un motín. Aquellos que ya habíamos formado parejas más o menos estables no habríamos recibido con agrado la orden de recibir un compañero al azar, distinto cada noche.

Todas esas porquerías, esa repetida insistencia sobre la disciplina militar, me tenían preocupado; empezaba a sospechar que no nos darían la baja. Marygay decía que estaba paranoico. Según ella, todo eso se debía sólo a que no había otro modo de mantener el orden durante diez meses.

Nuestras charlas se reducían fundamentalmente a maldecir al ejército y a especular sobre los cambios que habría sufrido la Tierra, sobre lo que haríamos cuando volviéramos a la vida civil. Entonces contaríamos con una pequeña fortuna: veintiséis años de sueldo acumulado a nuestra disposición, con el agregado del interés compuesto. Los quinientos dólares que nos habían pagado como primer sueldo se habrían convertido en mil quinientos.

Llegamos a Puerta Estelar a fines de 2023.


La base había crecido en forma sorprendente durante los diecisiete años de la campaña de Yod-4. El edificio tenía el tamaño de una pequeña ciudad y albergaba a casi diez mil personas. Setenta y ocho cruceros, iguales o mayores que la Aniversario, efectuaban incursiones en los planetas portales de los taurinos. Otros diez custodiaban Puerta Estelar; por último, otros dos permanecían en órbita, esperando a la tripulación y a la infantería, listos para partir. Una nave llamada Esperanza de la Tierra II acababa de regresar del combate y aguardaba en Puerta Estelar a que llegara otro crucero. Había perdido las dos terceras partes de la tripulación y no resultaba conveniente que volviera a la Tierra con sólo treinta y nueve personas. Treinta y nueve civiles confirmados.

Bajamos al planeta en dos naves exploradoras.


El general Bostford (al que habíamos conocido como mayor en nuestro primer encuentro, cuando Charon era sólo dos cabañas y veinticuatro tumbas) nos recibió en una elegante sala de conferencias, paseándose frente a un enorme cubo de operaciones holográficas. A duras penas pude entender lo que decían las etiquetas; quedé atónito al comprender la enorme distancia que separaba a Yod-4 de aquel lugar, aunque al tratarse de saltos colapsa-res el espacio no tiene importancia. Nos habría llevado diez veces el mismo tiempo llegar a Alfa Centauro, que estaba a la vuelta de la esquina, pero sin colapsar que llevara hacia ella.

—Como ustedes saben…

Había comenzado en un tono demasiado alto y se interrumpió para bajarlo a un volumen más coloquial.

—Como ustedes saben, podríamos repartirlos en otras fuerzas de choque y enviarlos nuevamente a combate, pues la Ley de Reclutamiento Escogido ha sido modificada y el período de servicio es de cinco años subjetivos en vez de dos. No haremos semejante cosa, pero ¡caray!, me parece muy probable que algunos de ustedes quieran permanecer en el ejército. Con dos años más de sueldos retenidos a interés compuesto se encontrarían ricos de por vida. Es cierto que han sufrido graves pérdidas, pero eso era inevitable: ustedes fueron los primeros. Desde ahora las cosas serán más sencillas. Los trajes de combate han sido mejorados, conocemos mejor las tácticas taurinas y nuestras armas son más efectivas. No hay por qué temer.

Tomó asiento a la cabecera de nuestra mesa y observó el largo eje que ésta formaba, sin ver a nadie.

—Mis propios recuerdos de guerra datan ya de medio siglo. Para mí se trató de algo vigorizante, lleno de estímulos. Tal vez ustedes sean diferentes.

«O no tenemos una memoria tan selectiva», pensé.

—Pero eso no viene al caso. Puedo ofrecerles una posibilidad que no involucra el combate directo. Andamos muy escasos de buenos instructores. Podría decirse que no tenemos ninguno, puesto que lo ideal sería emplear como instructores a veteranos de guerra. Ustedes fueron adiestrados por veteranos de Vietnam y Sinaí; los más jóvenes tenían ya más de cuarenta años cuando ustedes se marcharon de la Tierra. De eso hace ya veintiséis años. Por eso les necesitamos y estamos dispuestos a pagarles bien.

»La Fuerza ofrece el cargo de teniente a quienes acepten el puesto de instructor. Pueden escoger entre quedarse en la Tierra, en la Luna con paga doble, en Charon con paga triple, o aquí, en Puerta Estelar, donde el sueldo es cuádruple. No hay necesidad de que lo decidan de inmediato. Cada uno de ustedes tiene derecho a viajar gratuitamente a la Tierra. Les envidio; hace veinte años que no voy y creo que no regresaré jamás. Allá tendrán la oportunidad de probar la vida civil. Si no les gusta, no tienen más que entrar en cualquier oficina de la FENU; saldrán de ella con un título de oficial y podrán elegir el destino. Algunos de ustedes sonríen; creo que no deberían juzgar tan precipitadamente. La Tierra no es ya el mismo lugar que ustedes conocieron.

Extrajo una pequeña tarjeta de su túnica y la miró con una semisonrisa.

—La mayoría de ustedes dispondrá de cuatrocientos mil dólares, entre sueldos acumulados e intereses. Pero la Tierra está en pie de guerra y, por supuesto, son los ciudadanos los que la costean con lo que pagan en concepto de impuestos. Sus propios ingresos les colocan en la categoría de quienes pagan el noventa y dos por ciento del impuesto sobre la renta. Con treinta y dos mil dólares podrían vivir unos tres años, cuidando mucho los gastos. Tarde o temprano tendrán que buscar trabajo, y éste es precisamente el empleo para el cual están mejor preparados. No hay muchos otros disponibles; la población de la Tierra supera los nueve billones, de los cuales cinco o seis carecen de empleo. Por otra parte, ustedes están retrasados veintiséis años en sus respectivas profesiones.

»Deben tener en cuenta, además, que los amigos y las novias que hayan dejado hace dos años tendrán ahora veintiséis años más; muchos parientes habrán muerto. Creo que el mundo les parecerá muy solitario. De cualquier modo, para que estén mejor informados sobre el tema, les dejaré con el sargento Siri, que acaba de llegar de la Tierra. Adelante, sargento.

—Gracias, general.

Algo en el rostro, en la piel de ese hombre me llamó la atención; al fin comprendí que usaba lápiz de labios y polvo facial; sus uñas eran suaves almendras blancas.

—No sé por dónde comenzar—dijo, mordiéndose el labio superior y mirándonos con el ceño fruncido—. Las cosas han cambiado mucho desde que yo era niño. Tengo veintitrés años, de modo que ni siquiera había nacido cuando ustedes partieron con rumbo a Aleph… Bueno, para empezar: ¿ cuántos de ustedes son homosexuales?

Nadie respondió.

—No me sorprende. Por mi parte, lo soy…

¡Y no bromeaba!

—… y creo que una tercera parte de la población de Europa y Norteamérica lo es también. En la India y en el Oriente Medio la proporción es mayor, pero decrece en Sudamérica y en la China. Casi todos los gobiernos propician la homosexualidad, sobre todo porque es un método infalible para el control de la natalidad. Las Naciones Unidas se mantienen oficialmente al margen del tema.

Aquello me sonó a sofisma. En el ejército conservaban una muestra de esperma congelado y sometían a los soldados a una vasectomía; eso sí era a prueba de balas. Pero ya en mi época de estudiante muchos homosexuales de la universidad empleaban ese argumento. Tal vez diera resultado, a su modo; yo habría creído que la Tierra tenía mucho más de nueve billones de habitantes.

—Cuando allá en la Tierra me dijeron que debería hablar con ustedes efectué algunas investigaciones, principalmente entre viejos telefaxes y revistas. Muchas de las cosas que se temían entonces no se produjeron. El hambre, por ejemplo. Aun sin emplear toda la tierra y el mar disponibles logramos alimentar a todo el mundo, con posibilidades para el doble de población, mediante la aplicación de calorías. Cuando ustedes partieron, millones de personas morían lentamente de hambre. Ahora no existe tal cosa.

»También estaban preocupados por la criminalidad. Leí que no se podía circular por las calles de Nueva York o de Hong Kong sin un guardaespaldas. Sin embargo, cuando todos estuvieron mejor cuidados y educados, cuando la psicometría avanzó lo bastante como para permitir la detección de un criminal en potencia a la edad de seis años y pudimos aplicar una terapia correctiva eficaz, los crímenes más peligrosos empezaron a declinar; de eso hace ya veinte años. Probablemente hay menos crímenes serios en el mundo entero de los que había por entonces en una gran…

—Todo eso está muy bien —interrumpió el general, con un gruñido que decía a las claras todo lo contrario—, pero no coincide por completo con lo que me han dicho. ¿A qué llama usted «crímenes serios»? ¿Y qué pasa con los otros?

—Oh, crímenes serios son el asesinato, el asalto, la violación; todos los delitos graves contra el ser humano en sí han desaparecido por completo. Todavía hay delitos contra la propiedad: pequeños robos, vandalismo, residencias ilegales…

—¿Qué diablos es eso de «residencia ilegal»?

El sargento Siri vaciló antes de responder, con gazmoñería:

—No se debe privar a otros de espacio vital adquiriendo ilegalmente propiedades.

Alexandrov levantó la mano.

—¿Eso significa que ya no hay propiedad privada?

—Claro que la hay. Yo, por ejemplo, era dueño de mis propias habitaciones antes de que me reclutaran. Pero hay ciertos límites.

Por alguna razón el tema parecía resultarle embarazoso. Tal vez habían surgido nuevos tabúes. Luthuli preguntó:

—¿Qué hacen con los criminales? Con los peligrosos, claro. ¿Siguen lavándoles el cerebro?

Fue evidente que Siri se sentía aliviado al cambiar de tema.

—¡Oh, no! Ese método se considera como primitivo y bárbaro. Ahora inculcamos en ellos una personalidad nueva y saludable; después se les rehabilita y la sociedad les recibe nuevamente sin prejuicios. Da muy buenos resultados.

—¿Hay cárceles, prisiones? —preguntó Yukawa.

—Supongo que un centro de corrección puede considerarse como cárcel, puesto que mientras los internos reciben terapia se les retiene contra su voluntad; pero también podemos argüir que fue el mal funcionamiento de la voluntad lo que les condujo hasta allí.

Como yo no pensaba convertirme en criminal, había cosas que me interesaban más.

—El general dijo que media población está parada y que tampoco podremos conseguir buenos empleos. ¿Qué opina usted?

—No sé qué significa «estar parado». ¡Ah, se refiere usted a las personas sin empleo que reciben subsidio del gobierno!.Es cierto, el gobierno se encarga de mantener a la mitad de la población. Yo nunca tuve trabajo antes de que me reclutaran. Era compositor. Pero este asunto del desempleo crónico tiene dos caras, ¿no se dan cuenta? El mundo y la guerra pueden funcionar perfectamente con sólo uno o dos billones de personas, pero eso no significa que los demás nos quedemos cruzados de brazos. Todos los ciudadanos tienen derecho a dieciocho años de educación gratuita, de los cuales catorce son obligatorios. Esto, sumado a la falta de necesidad de trabajar, ha producido un florecimiento de los estudios y de la actividad creativa, en una proporción inigualada en toda la historia de la humanidad. ¡Hoy hay más artistas y escritores que durante los dos mil años de la era cristiana! Además, sus obras llegan a un público tan amplio e instruido como no lo hubo nunca.

Era algo en lo que había que pensar. Rabí alzó la mano.

—¿Tienen algún Shakespeare, un Miguel Ángel? La cantidad no quiere decir nada.

Siri se apartó el pelo de los ojos con un gesto auténticamente femenino.

—Esa pregunta no es justa. Esas cosas debe juzgarlas la posteridad.

—Sargento Siri —dijo el general—, cuando hablábamos usted y yo, ¿ no dijo acaso que vivía en un edificio similar a una enorme colmena, que ya nadie podía ahora vivir en el campo?

—Bueno, es cierto que nadie puede vivir en tierras aptas para el cultivo, señor. Y donde yo vivo, es decir, donde vivía, el Complejo Atlanta, tengo siete millones de vecinos en lo que técnicamente puede considerarse un solo edificio. Eso no quiere decir que estemos apretados. Cualquiera puede bajar en el ascensor cuando le plazca e ir a caminar por el campo y llegar hasta el mar, si así lo desea. Será mejor que se hagan a una idea: muchas de las ciudades actuales no tienen la menor semejanza con las antiguas aglomeraciones de edificios realizados según el capricho de cada propietario. La mayor parte de las metrópolis fueron reducidas a cenizas durante los motines del hambre, en 2004, precisamente antes de que las Naciones Unidas se encargaran de la producción y distribución de alimentos. Por lo general, los planificadores de las nuevas ciudades las edificaron siguiendo criterios más modernos y funcionales. París y Londres, por ejemplo, debieron ser reconstruidas por completo. Lo mismo ocurrió con casi todas las capitales del mundo, aunque Washington sobrevivió; sin embargo, ahora es sólo un grupo de monumentos y edificios, pues casi todo el mundo vive en los complejos circundantes: Reston, Frederick, Columbia…

Después Siri mencionó pueblos y ciudades determinados, pues todos querían noticias de su tierra natal, y las cosas empezaron a parecemos, en general, mucho mejores que al principio.

En respuesta a una pregunta bastante poco discreta, Siri afirmó que no usaba cosméticos sólo por ser homosexual; todo el mundo se maquillaba en la Tierra. Por mi parte decidí comportarme como un inconformista y mantener la cara limpia.


Nos unimos a los sobrevivientes de la Esperanza de la Tierra II para regresar con ellos a la Tierra, en tanto los especialistas estudiaban los daños sufridos por la Aniversario. El comodoro debía presentarse a interrogatorio, pero hasta donde pudimos saberlo no habría corte marcial para él.

En el viaje de retorno la disciplina fue bastante laxa. En aquellos siete meses leí treinta libros, aprendí a jugar algo, di clases elementales (y pasadas de moda) sobre temas de física y fortalecí aún más mi relación con Marygay.

7

No se me había ocurrido, pero en la Tierra éramos verdaderas celebridades. Al llegar a Móndale, el Sec-Gen saludó personalmente a cada uno de nosotros; era un hombrecito negro, muy anciano, llamado Yakiby Ojukwu. La pista de aterrizaje estaba rodeada por miles, tal vez millones de espectadores, que trataban de acercarse todo lo posible. El Sec-Gen pronunció un discurso para la multitud y los periodistas; después los oficiales superiores de la Esperanza farfullaron las tonterías de costumbre, mientras los demás esperábamos, más o menos pacientemente, en el calor tropical.

Un gran helicóptero nos llevó hasta Jacksonville, donde estaba el aeropuerto internacional más próximo. La ciudad en sí había sido reconstruida según las descripciones de Siri. Era algo impresionante.

Al principio nos pareció una solitaria montaña gris, un cono ligeramente irregular; surgió lentamente en el horizonte y fue creciendo poco a poco. Estaba situada en el centro de una extensión cultivada aparentemente infinita; rutas y carreteras convergían hacia ella por decenas. Aunque uno podía ver aquellas autopistas como finas hebras blancas sobre las que se arrastraban microscópicos insectos, la mente se negaba a integrar esa información en un cálculo de tamaño. Aquella mole no podía ser tan grande.

Nos acercamos más y más, a medida que el helicóptero ascendía, hasta que el edificio se convirtió en una pared de color gris claro que ocupaba todo el campo visual a un lado. Al aproximamos otro poco pudimos ver algunos puntitos humanos; una de aquellas motas, asomada a un balcón, parecía estar agitando la mano.

—Es lo más cerca que podemos llegar—dijo el piloto por el intercomunicador— sin entrar en el sistema de conducción automática de la ciudad, que nos llevaría a aterrizar en la cima. El aeropuerto está hacia el norte.

Y nos alejarnos un poco a través de la sombra arrojada por la ciudad.

El aeropuerto no era ninguna maravilla, aunque era más grande que cuantos yo había visto hasta entonces, era también más convencional en cuanto a su diseño: una terminal central, que parecía el cubo de una rueda, desde donde partían pequeños monorrieles que, tras recorrer más o menos un kilómetro, acababan en estaciones terminales menores por completo para aterrizar cerca de un avión estratosférico de Swissair; del helicóptero pasamos al otro aparato. El trayecto que debíamos recorrer estaba cerrado por cordones y circundado por una multitud que nos lanzaba vítores. Con seis billones de desocupados no costana mucho reunir una multitud con cualquier excusa.

Temí que nos esperaran más discursos, pero entramos directamente en el avión. Los camareros (hombres y mujeres) nos trajeron emparedados y bebidas mientras la multitud se dispersaba. No hay palabras para describir el sabor de un emparedado de pollo y una cerveza fresca, tras dos años de ingerir mierda reaprovechada.

El señor Ojukwu nos explicó que nos llevarían a Ginebra, al edificio de las Naciones Unidas, donde esa misma noche recibiríamos los honores de la Asamblea General. «Donde nos van a exhibir», pensé al escucharle. Él comentó que casi todos teníamos parientes esperándonos allí.

Al cruzar el Atlántico notamos que el agua parecía extrañamente verdosa. Aquello despertó mi curiosidad y lo anoté mentalmente para interrogar a la camarera, pero los motivos no tardaron en hacerse evidentes. Se trataba de una granja. Cuatro enormes balsas (debían ser gigantescas, aunque yo no tenía modo de calcularlo, pues no sabía a qué altura volábamos), avanzaban en lenta procesión sobre la superficie verde; cada una dejaba una estela de color azul oscuro que se desvanecía lentamente. Antes de que aterrizáramos descubrí que se trataba de un alga tropical cultivada para la alimentación.

Ginebra era un solo edificio, al estilo de Jacksonville, aunque parecía de menor tamaño, tal vez porque la empequeñecían las montañas naturales entre las que estaba enclavada. La nieve que la cubría le daba un aspecto suave y bello.

Caminamos un minuto por entre la nieve arremolinada (¡qué placer no estar siempre «a temperatura de interior»!) hasta llegar a un helicóptero que nos llevó a la cima del edificio. Desde allí tomamos un ascensor, después una acera móvil, después otro ascensor y otra acera móvil, hasta un ancho corredor que llevaba a Thantstrasse 281B, recinto 45, según la dirección que me habían dado. Me sentía casi asustado cuando puse el dedo sobre el timbre. Ya me había hecho a la idea de que mi padre había muerto (el ejército nos esperaba en Puerta Estelar con esa clase de noticias), pero eso no me preocupaba tanto como la idea de que mi madre se hubiera convertido súbitamente en una anciana de ochenta y cuatro años. Estuve a punto de lanzarme en busca de un bar para dejar en él un poco de sensibilidad, pero me sobrepuse y oprimí el botón.

La puerta se abrió con prontitud. Había envejecido, pero no estaba demasiado cambiada; tenía algunas arrugas más y el pelo gris se había puesto blanco. Nos miramos fijamente por un instante; en seguida, al abrazarnos, noté con sorpresa y alivio que me sentía feliz de estar con ella.

Me quitó la gorra y me hizo pasar a la sala de estar. Allí me esperaba una verdadera sorpresa. Allí estaba mi padre, de pie, serio y sonriente al mismo tiempo, con la inevitable pipa en la mano. Tuve un arranque de cólera contra el ejército, que se había equivocado en tal forma. En seguida comprendí que no podía ser mi padre, con aquel aspecto, tal corno yo lo recordaba desde la infancia.

—¿Michael? ¿Mike?

Él se echó a reír.

—¿Quién, si no? ¿Willy?

Mi hermano menor, ya maduro. No lo veía desde 1993, el año en que comencé la carrera universitaria. Por entonces tenía dieciséis años. Veinticuatro meses después estaba en la Luna por cuenta de la FENU.

—¿Ya te has cansado de la Luna? —le pregunté mientras cambiábamos un apretón de manos.

—¿Eh? ¡Oh, no, Willy! Todos los años paso uno o dos meses en tierra firme. Las cosas han cambiado mucho.

Cuando comenzaron a reclutar gente para ir a la Luna se sabía que sólo había un viaje de regreso, pues el combustible costaba demasiado como para permitir licencias.

Los tres nos sentamos en torno a una mesita baja de mármol; mamá nos ofreció cigarrillos de marihuana.

—¡Hay tantos cambios! —observé, antes de que comenzaran a hacerme preguntas—. Habladme de todo esto.

Mi hermano agitó las manos, riendo.

—¡Será una historia muy larga! ¿Dispones de un par de semanas?

Era obvio que no sabía cómo dirigirse a mí. Indudablemente ya no era el hermano mayor. ¿Qué era entonces? ¿Su sobrino?

—De cualquier modo Michael no es el más indicado para informarte —dijo mamá—. Los lunícolas hablan de la Tierra como las vírgenes del sexo.

—Vamos, mamá…

—Con entusiasmo e ignorancia.

Encendí uno de los cigarrillos e inhalé profundamente. Tenía un sabor dulce y extraño.

—Los lunícolas viven unas pocas semanas por año en la Tierra y pasan la mitad de ese período tratando de enseñarnos cómo se hacen las cosas.

—Posiblemente. Pero también pasamos la otra mitad observando. Objetivamente.

—Bueno, ya apareció el «objetivismo» de mi querido Michael —comentó mamá, recostándose hacia atrás con una sonrisa.

—Mamá, ya sabes que… ¡Oh, diablos, cambiemos de tema! Willy dispone de toda la vida para averiguar quién tiene razón.

Echó una calada a su cigarrillo, pero entonces noté que no inhalaba el humo.

—Háblanos de la guerra, hombre —me dijo—. Se dice que estuviste en la fuerza de choque que luchó frente a frente contra los taurinos.

—Sí. No fue gran cosa.

—Es cierto —observó Mike—. Dicen que se portaron como cobardes.

—Bueno, no tanto como eso —repliqué, mientras sacudía la cabeza para aclararla; aquella marihuana me estaba aturdiendo un poco—. Yo diría que no entendían muy bien de qué se trataba. Fue como una galería de tiro al blanco. Se pusieron en fila para que disparásemos.

—¿Cómo es posible? —dijo mamá—. Las noticias decían que habíais perdido a diecinueve compañeros.

—¿Dijeron que nos habían matado a diecinueve? Eso no es verdad.

—No lo recuerdo con exactitud.

—Bueno, en realidad perdimos a diecinueve compañeros, pero sólo cuatro cayeron ante el enemigo. Eso fue en la primera parte de la batalla, antes de que descubriéramos el modo de burlar sus defensas.

Decidí no explicarles cómo había muerto Chu; era demasiado complicado.

—De los otros quince —proseguí—, uno cayó bajo nuestros propios rayos láser. Perdió un brazo, pero sobrevivió. En cuanto a los otros… perdieron la razón.

—¿Por qué? ¿Algún arma de los taurinos? —preguntó Mike.

—Los taurinos no tuvieron nada que ver. Fue el ejército. Nos condicionaron para que tiráramos a matar sobre cualquier cosa viviente una vez que el sargento activara el condicionamiento con unas palabras clave. Cuando salimos de ese estado muchos no pudieron soportar el recuerdo. Se sentían carniceros.

Tuve que volver a sacudir la cabeza un par de veces. La droga me estaba haciendo mucho efecto. Me levanté con cierto esfuerzo y murmuré:

—Vais a tener que perdonarme. Llevo muchas horas en pie.

—Por supuesto, William.

Mamá me tomó por el codo para conducirme hasta un dormitorio y prometió despertarme a tiempo para las festividades de la noche. La cama era cómoda hasta la indecencia, pero yo habría podido dormir apoyado contra un árbol nudoso.

La fatiga, la droga, las excitaciones del día me habían agotado. Mamá tuvo que rociarme la cara con agua fría para despertarme. Después me condujo hasta un armario del que me indicó dos vestimentas como adecuadas para la ocasión. Escogí la de color rojo ladrillo, pues el tono azul pólvora me pareció muy afectado. Tomé una ducha y me afeité. Después de rechazar los cosméticos (Mike, que estaba hecho una muñeca, se ofreció para ayudarme), armado con la media página de instrucciones para llegar hasta la sede de la Asamblea General, salí de aquellas habitaciones.

Me perdí dos veces en el trayecto, pero en cada intersección de corredores había una pequeña computadora que proporcionaba instrucciones para llegar a cualquier parte, en catorce idiomas distintos.

En mi opinión las ropas masculinas habían dado un paso atrás. Desde la cintura hacia arriba la cosa podía pasar; se usaba una blusa apretada de cuello alto con una capa corta. Pero también un cinturón ancho y brillante, completamente inútil, del que colgaba una pequeña daga con incrustaciones de piedras preciosas, que quizá sirviera para abrir correspondencia. Los pantalones se fruncían en grandes pliegues, sujetos a algo más abajo de la rodilla por botas de tacón alto, de un material sintético brillante. Con un sombrero de plumas habría parecido un personaje de Shakespeare.

Las mujeres estaban mucho mejor. Me encontré con Marygay ante la sala de la Asamblea General.

—Tengo la impresión de estar completamente desnuda, William.

—Pero te queda muy bien. De cualquier modo es lo que se estila.

Casi todas las mujeres jóvenes con quienes me había cruzado llevaban un atuendo similar: era una simple camisa con grandes aberturas rectangulares a ambos lados, desde la sisa hasta el ruedo. Y el ruedo terminaba allí donde comienza la imaginación. El pudor exigía movimientos muy moderados y una gran fe en la electricidad estática.

—¿Has visitado este lugar? —preguntó, tomándose de mi brazo—. Entremos, conquistador[1].

Cuando hubimos traspuesto las puertas automáticas me detuve en seco: la sala era tan amplia que me pareció haber salido al exterior. El suelo tenía forma circular y medía más de cien metros de diámetro. Los muros se elevaban unos buenos sesenta o setenta metros hasta acabar en una cúpula transparente (recordé entonces haberla visto cuando aterrizábamos) sobre la cual danzaban y giraban grises copos de nieve. Las paredes eran de mosaico cerámico, con miles de figuras que representaban cronológicamente los progresos de la humanidad. No sé cuánto tiempo pasé contemplándolos.

Una vez cruzada la sala nos reunimos con los otros veteranos para tomar café. Era sintético, pero siempre mejor que la soja. Supe entonces con fastidio que ya no se cultivaba el tabaco en la Tierra, salvo en pequeñas cantidades. Algunas zonas habían prohibido su siembra a fin de dedicar más tierras a la producción de alimentos. El poco tabaco disponible era muy caro y por lo general de pésima calidad, pues había sido cultivado por aficionados en pequeños patios o en canteros de balcón. El único tabaco bueno provenía de la Luna; su precio resultaba… bueno, astronómico.

La marihuana, en cambio, era abundante y barata. En algunos países, como en Norteamérica, por ejemplo, el gobierno la producía y distribuía gratuitamente. Ofrecí un cigarrillo a Marygay, pero ella lo rechazó.

—Tendré que acostumbrarme poco a poco —dijo—. Hoy fumé uno y estuve a punto de quedar inconsciente.

—A mí me pasó lo mismo.

Un anciano de uniforme entró en el vestíbulo; su pecho era una vistosa ensalada de frutas formada por cintas, y los hombros se le vencían bajo el peso de las cinco estrellas. Sonrió cuando la mitad de los asistentes se levantó de un salto.

—Buenas noches, buenas noches —saludó, indicando con las manos que todo el mundo podía sentarse—. Me alegro de verles aquí y de que sean tantos.

¿Tantos? Éramos apenas la mitad del grupo inicial.

—Soy el general Gary Manker, jefe de personal de la FENU. Dentro de unos minutos pasaremos a la sala. Después de una breve ceremonia les dejaremos en libertad para descansar. Bien lo merecen. Pueden haraganear durante unos cuantos meses, recorrer el mundo, hacer lo que les plazca, mientras logren esquivar a los periodistas. Sin embargo, quisiera decirles antes unas pocas palabras sobre lo que ustedes tendrán deseos de hacer, cuando se cansen de las vacaciones y comiencen a quedarse sin dinero.

Era de esperar: lo mismo que el general Botsford nos había dicho en Puerta Estelar. «Necesitarán un empleo y pueden contar con éste.» Terminó diciendo que al cabo de pocos minutos vendría un ayudante para llevarnos al escenario y se marchó. Nos resultó muy divertido discutir, mientras tanto, los méritos de volver al ejército.

El ayudante resultó ser una joven muy bonita que no parecía tener mejor opinión de los militares. Supo manejarnos de modo que nos ordenáramos alfabéticamente y nos condujo hacia la sala. Los delegados que ocupaban las dos primeras hileras nos habían cedido los asientos. Yo ocupé el de «Cambia», desde donde escuché, sintiéndome muy incómodo, leyendas de heroísmo y sacrificios. El general Manker narraba hechos verídicos, pero sus palabras no eran precisamente las más adecuadas.

Después nos llamaron uno por uno; el doctor Ojukwu nos fue entregando una medalla de oro que pesaría más o menos un kilo. Después pronunció un pequeño discurso acerca de la humanidad unida en una causa común, mientras discretas cámaras holográficas nos enfocaban sucesivamente. Había que animar a los compatriotas. Finalmente desfilamos bajo oleadas de aplausos que nos parecieron de algún modo opresivas.

Como Mary gay no tenía parientes vivos la invité a que me acompañara y se acostara conmigo. Una verdadera multitud pululaba en torno a la entrada, por lo que optamos por emplear la otra, tomamos el primer ascensor que se presentó a la vista y nos perdimos por completo en una maraña de aceras móviles y ascensores. Al fin llegamos a casa, gracias a las pequeñas computadoras de las esquinas.

Ya había hablado con mamá sobre Marygay, diciéndole que probablemente la traería conmigo a mi regreso. Se saludaron con mutuo entusiasmo y después mamá nos dejó en la salita con un par de copas y fue a preparar la cena. Mike se reunió con nosotros.

—La Tierra va a pareceres terriblemente aburrida —dijo, después de un poco de conversación intranscendente.

—¿Te parece? —repliqué—. La vida militar no es precisamente estimulante. Cualquier cambio me parecerá…

—No conseguirás trabajo.

—En física no, ya lo sé. Un atraso de veintiséis años es como…

—No conseguirás ningún trabajo.

—Bueno, yo había pensado seguir el doctorado cuando volviera. Tal vez…

Mike meneó la cabeza.

—Deja terminar, William —dijo Marygay, agitándose inquieta—. Ha de saber algo que nosotros ignoramos.

Él acabó su bebida e hizo girar el pedazo de hielo en el fondo del vaso, mirándolo fijamente.

—Así es —dijo—. Veréis: la Luna está completamente copada por la FENU y su gente, tanto civiles como militares. Nuestro mayor entretenimiento consiste en recoger y transmitir rumores.

—Un antiguo pasatiempo militar.

—Aja. Bueno, me llegó un rumor sobre vosotros, los veteranos, y me tomé el trabajo de verificarlo. Era cierto.

—Me alegra saberlo.

—Ya te alegrarás.

Dejó el vaso y tomó un cigarrillo de marihuana, pero después de mirarlo volvió a guardarlo en su caja.

—La FENU hará cualquier cosa para conseguir que volváis al ejército. Ellos dominan el Banco de Empleos; podéis estar seguros que os considerarán demasiado instruidos o muy poco adiestrados para cualquier vacante que se produzca, con excepción de la de soldado.

—¿Estás seguro? —preguntó Marygay.

Ambos conocíamos demasiado bien a aquella gente como para afirmar que no podían hacernos algo así.

—Pondría las manos en el fuego por lo que digo. Tengo un amigo en la división lunar del Banco de Empleos. Él me enseñó la orden; está redactada con mucha diplomacia, pero dice «absolutamente sin excepciones».

—Tal vez cuando termine los estudios…

—Ni siquiera podrás ingresar en la facultad. No podrás satisfacer todas las normas y requisitos. Si tratas de insistir dirán que eres demasiado viejo. ¡Diablos, si yo, con mi edad, no pude entrar en un programa de doctorado…!

—Comprendo. Yo soy dos años mayor.

—Efectivamente. Puedes elegir: o te pasas la vida de permiso o vuelves a ser soldado.

—Ni pensarlo —replicó Marygay—. Permiso perpetuo.

—Si hay cinco o seis billones de parados que viven decentemente sin profesión —concordé—, también yo puedo hacerlo.

—Pero ellos siempre han vivido así —observó Mike—. Y quizá no vivan tan decentemente como crees. La mayoría no hace sino doparse con la hierba y mirar holo todo el día. Comen lo estrictamente necesario para reponer las calorías gastadas. Carne, una vez por semana. Incluso para los que están en Clase 1.

—Eso no será ninguna novedad —afirmé—. Me refiero a la comida. Así nos alimentaban en el ejército. En cuanto a lo demás, tal como has dicho, Marygay y yo no estamos habituados a eso; no creo que nos quedemos todo el día mirando un aparato y aturdiéndonos.

—Yo pinto —comentó Marygay—. Siempre quise tener tiempo para dedicarme a eso hasta convertirme en una buena pintora.

—Y yo puedo seguir estudiando física, aunque no sea para obtener un título. Y dedicarme a la música, a la literatura o…

Y concluí, volviéndome hacia Marygay:

—… o cualquiera de las cosas que comentó el sargento, allá en Puerta Estelar.

—Únase al Nuevo Renacimiento —dijo mi hermano, sin inflexiones de voz, mientras encendía su pipa.

Era tabaco. Olía deliciosamente. Seguramente reparó en mi gula, pues exclamó:

—¡Oh, disculpa! ¡Qué modo de atender a las visitas!

Sacó algunos papeles de una bolsa y preparó un cigarrillo perfecto.

—Toma. ¿Quieres tú, Marygay?

—No, gracias. Si es tan difícil de conseguir como dicen, prefiero no habituarme de nuevo.

Él, asintiendo, volvió a encender la pipa.

—Esto nunca le hizo bien a nadie. Es mejor adiestrar la mente y saber relajarse sin su ayuda.

Y preguntó, volviéndose hacia mí:

—¿El ejército os ha mantenido inmunizados contra el cáncer?

—Por supuesto. No pueden permitir que muramos de un modo tan poco militar.

Encendí el largo y esbelto cigarrillo y lo probé:

—Buen material.

—Mucho mejor que el terrestre. La marihuana selenita también es mejor. No marea tanto.

En ese momento entró mamá y se sentó con nosotros.

—La cena estará lista dentro de unos minutos. Ya oí que Michael está haciendo otra vez comparaciones injustas.

—¿Qué es lo injusto? Con un par de cigarrillos terráqueos uno queda hecho un zombie.

—Permíteme corregir: tú quedas así, porque no estás habituado.

—De acuerdo, de acuerdo. Y los niños no deben discutir con mamá.

—Cuando tiene razón, no —replicó ella, aunque sin muestras de jocosidad—. ¡Bueno! ¿Os gusta el pescado, niños?

Hablamos del hambre que teníamos y el tema pareció bastante inofensivo. Pocos minutos después nos reunimos en torno a un enorme pez mexicano a la parrilla, servido sobre un colchón de arroz. Era la primera comida de verdad que Marygay y yo probábamos en veintiséis años.

8

El día siguiente, como todos los demás, me hicieron una entrevista por cubo. Fue una experiencia desilusionante.


Comentarista: Sargento Mandella, usted es uno de los soldados más condecorados por la FENU (cierto: todos habíamos recibido un puñado de cintas en Puerta Estelar). Usted participó en la famosa campaña de Aleph, el primer contacto con los taurinos, y acaba de regresar de un ataque a Yod-4.

Yo: Bueno, no se le puede llamar…

Comentarista: Antes de hablar de Yod-4, podría darnos su opinión personal sobre el enemigo, pues al público le resultará muy interesante conocer las impresiones de quien lo ha visto cara a cara. Son horripilantes, ¿verdad?

Yo: Bueno, sí; creo que todos han visto las fotografías. Lo único que no se ve en ellas es la textura de la piel. Es rugosa como la de una lagartija, pero de color anaranjado.

Comentarista: ¿Tienen algún olor especial los taurinos?

Yo: ¿Olor? No tengo la menor idea. Cuando uno está dentro de un traje espacial no siente otro olor que el propio.

Comentarista: ¡Ja, ja! Comprendo. Lo que quiero saber, sargento, es cómo se sintió usted la primera vez que vio al enemigo. ¿Miedo, asco, cólera, qué?

Yo: Bueno, la primera vez sí, sentí miedo, y asco también. Miedo, sobre todo. Pero eso fue antes de la batalla, cuando vimos pasar a un taurino solitario en un artefacto volador. Durante la batalla estábamos bajo la influencia del condicionamiento de odio, pues en la Tierra nos habían sometido a un tratamiento hipnótico cuyos efectos se manifestaban al oír cierta frase. Entonces no sentimos gran cosa, con excepción de esa furia artificial.

Comentarista: Les despreciaban, ¿verdad?, y no tuvieron piedad alguna.

Yo: Exacto. Los asesinamos a todos, aunque no trataron siquiera de defenderse. Pero cuando cesó el efecto del condicionamiento… Bueno, nos parecía imposible haber sido capaces de cometer semejante carnicería. Catorce de nosotros quedaron dementes y los demás pasamos varias semanas con drogas tranquilizantes.

Comentarista: ¡Ah! —(echó una mirada de soslayo hacia un lado): ¿A cuántos mató usted personalmente?

Yo: A quince o veinte; no lo sé. Como ya le he dicho no teníamos dominio sobre nuestras acciones. Fue una masacre.


Durante toda la entrevista el locutor parecía algo insistente y me obligaba a repetir muchas cosas. Aquella noche descubrí por qué.

Marygay y yo estábamos mirando el cubo con Mike; mamá había salido para hacerse colocar unos dientes postizos, pues los dentistas de Ginebra tenían fama de ser mejores que los norteamericanos. Mi entrevista figuraba en un programa llamado Potpourri, entre una película documental sobre los hidropónicos lunares y un concierto, dado por un ejecutante que afirmaba ser capaz de tocar la Doble Fantasía en Do Mayor de Telemann con la armónica. Dudo que alguien más estuviera contemplando aquello, en Ginebra o en cualquier lugar del mundo.

Debo confesar que la película sobre los hidropónicos era muy interesante y que el de la armónica resultó un verdadero virtuoso, pero lo que pusieron en medio fue una mera sarta de tonterías.


Comentarista: ¿Qué olor tienen?

Yo (fuera de cámara): Un olor horrible, mezcla de verduras podridas con sulfuro hirviendo. Se filtra por los ventiletes de salida del traje espacial.


Me había hecho hablar todo lo posible para obtener un amplio espectro de sonidos, con los cuales fraguar después cualquier tontería en respuesta a sus preguntas.

—¿Cómo diablos pueden hacer algo así? —le pregunté a Mike, al terminar el espectáculo.

—No les juzgues con demasiada severidad —observó Mike, mientras contemplaba las cuatro imágenes del músico, que tocaba cuatro armónicas distintas—. Todos los medios de comunicación están bajo la censura de la FENU. Hace diez o doce años que en la Tierra no se reciben informaciones objetivas con respecto a la guerra. Puedes considerarte afortunado por que no te hayan sustituido directamente por un actor para hacerle representar un libreto dado.

—¿En la Luna pasa lo mismo?

—Con respecto a las comunicaciones públicas, sí. Pero como todo el mundo está vinculado a la FENU resulta muy fácil descubrir cuándo nos mienten.

—Eliminó por completo lo que dije sobre el condicionamiento.

—Es comprensible —respondió Mike, encogiéndose de hombros—. Necesitan héroes, no autómatas.

La entrevista de Marygay salió al aire una hora después; a ella le habían hecho lo mismo. Todas sus frases contra la guerra o contra el ejército fueron eliminadas; en esas ocasiones el cubo mostraba un primer plano de la periodista, que asentía sabiamente mientras una notable imitación de la voz de Marygay respondía falsedades inventadas.


La FENU nos había otorgado cinco días de alojamiento y comida pagados en Ginebra. Como aquella ciudad parecía un punto adecuado para iniciar la exploración de la nueva Tierra, a la mañana siguiente conseguimos un mapa (era un libro de un centímetro de grosor) y bajamos en el ascensor hasta la planta baja, decididos a recorrerla desde allí hasta el techo sin perdernos nada.

La planta baja era una extraña mezcla de historia e industria pesada. La base del edificio cubría una gran parte de lo que antiguamente había sido la ciudad de Ginebra; muchos edificios estaban aún allí. Sin embargo todo era ajetreo y ruido. Grandes transportes venían rugiendo desde el exterior, entre nubes de nieve; las barcazas se balanceaban contra los muelles (el Ródano pasaba por el medio de aquella enorme construcción) y hasta algunos pequeños helicópteros volaban de un lado a otro, coordinándolo todo, esquivando los montones y los contrafuertes que sostenían el cielo gris del piso siguiente, a cuarenta metros de altura.

Aquello era extraordinario, maravilloso; habríamos podido pasar horas enteras contemplándolo, pero sólo llevábamos capas ligeras contra el viento frío. Decidimos volver cualquier otro día con ropas de más abrigo.

La planta siguiente, en desafío a toda lógica, se llamaba «primer piso». Marygay me explicó que los europeos habían numerado siempre de ese modo los edificios (cosa extraña; yo, que había estado a mil años-luz de Nuevo México, visitaba por primera vez la otra orilla del Atlántico). Allí estaba el cerebro del organismo: los burócratas, los analistas del sistema y los obreros criogénicos. Nos detuvimos en una gran sala silenciosa que olía a vidrio. Una de las paredes estaba formada por un enorme holocubo en el que se veía el gráfico de organización de Ginebra; era una pirámide de líneas anaranjadas en forma de red, con miles de nombres en las intersecciones, desde el mayor que la encabezaba hasta la gente del «corredor de seguridad», que constituía la base. A medida que esas personas morían o recibían un ascenso, los nombres se iban apagando para ser reemplazados por otros. Aquella forma reluciente y siempre alterada parecía el sistema nervioso de alguna fantástica criatura. Y en cierto sentido lo era.

En la pared opuesta se abría una ventana que daba a una gran habitación llamada Kontrollezimmer, según la placa identificadora. Detrás del vidrio trabajaban cientos de técnicos, instalados en columnas e hileras, cada uno con un pupitre dotado de un holocubo semiplano rodeado por llaves e indicadores. La atmósfera reinante parecía atareada, casi eléctrica; muchos tenían micrófonos y auriculares puestos y hablaban con algún otro técnico mientras tomaban notas en ciertas libretas u operaban las llaves circundantes. Otros repiqueteaban sobre los tableros con los auriculares colgados del cuello. Unos pocos asientos estaban vacíos; sus ocupantes caminaban por entre las hileras con aire de importancia. Una bandeja automática con servicio de café pasaba lentamente por una fila y bajaba por la siguiente. A través del vidrio nos llegaba apenas un leve susurro de lo que allí dentro debía ser una verdadera conmoción.

Había otras dos personas en el vestíbulo, y como les oímos decir que irían a ver el «cerebro», las seguimos por un largo corredor que desembocaba en otra zona de observación, bastante pequeña comparada con la anterior, desde donde se veían las computadoras que mantenían a Ginebra en marcha. La única iluminación de aquel vestíbulo era la débil luz, fría y azulada, que provenía del cuarto inferior.

También el recinto de computación era pequeño en comparación con el otro: su tamaño era aproximadamente el de un campo de béisbol. Las máquinas eran cajas grises de diversos tamaños, sin rasgos distintivos, conectadas entre sí por un laberinto de túneles de vidrio en los que cabría un hombre, provistos de esclusas de aire a intervalos regulares. Era obvio que ese sistema permitía el acceso a un elemento por vez, en caso de reparaciones, mientras el resto del recinto permanecía a una temperatura cercana al cero absoluto para facilitar la superconductividad.

Aunque allí no existían la actividad nerviosa del cuarto de control ni el bullicio de la planta baja, el recinto de computación era aún más impresionante, a pesar de su inmovilidad: allí se percibía la presencia de vastos, desconocidos poderes bajo dominio; era un templo consagrado al orden, a la inteligencia. La otra pareja nos dijo que en ese piso no había otra cosa de interés, salvo salas de reuniones, oficinas y funcionarios atareados. Volvimos al ascensor para subir al segundo piso, donde estaba el centro comercial.

Allí nos fue muy útil el libro de mapas. Aquella zona contenía cientos de negocios y «mercados al aire libre», dispuestos en una formación rectangular; las aceras móviles comunicantes los separaban en bloques según su función. Marygay y yo nos dirigimos al paseo central, que resultó ser una caprichosa reconstrucción de cierta aldea medieval. Había en ella una iglesia barroca cuya cúpula, por ilusión holográfica, se extendía hasta los pisos tercero y cuarto; los murales de mosaico mostraban escenas religiosas primitivas y los adoquines formaban esquemas intrincados. Una fuente lanzaba agua por las bocas de unas monstruosas cabezas. Compramos un racimo de uvas en una verdulería al aire libre (la ilusión se quebró cuando tomó una tarjeta de calorías y selló mi libreta de raciones) y recorrimos las angostas aceras de ladrillo, que nos parecieron encantadoras. Me alegré de que la Tierra tuviera aún tiempo, recursos y energía para esa clase de cosas.

Allí se podía comprar una asombrosa variedad de objetos y servicios, pero, aunque disponíamos de dinero en abundancia, habíamos perdido ya el hábito de comprar cosas; por otra parte no sabíamos cuánto tiempo debía durarnos lo ganado. (En realidad la suma era grande, a pesar de lo dicho por el general Botsford. El padre de Rogers era, al parecer, un excelente abogado especialista en impuestos, y ella había hecho correr la voz de que sólo debíamos pagar por nuestro ingreso anual de promedio. Por mi parte, liquidé todo el asunto con 280.000 dólares.)

Nos saltamos el tercer piso, ocupado en su mayor parte por comunicaciones, porque ya lo habíamos recorrido el día anterior mientras nos dirigíamos a nuestras respectivas entrevistas. Sentí deseos de hablar con la persona que había recompuesto mis frases, pero Marygay me convenció de que sería totalmente inútil hacer eso.

La montaña artificial de Ginebra está escalonada como un pastel de bodas; la planta baja y los tres primeros pisos miden alrededor de un kilómetro de diámetro y unos trescientos metros de altura; los pisos siguientes, desde el cuarto hasta el trigésimo segundo, tienen la misma altura, pero la mitad de ese diámetro. Desde allí hasta el piso setenta y dos se eleva un cilindro de trescientos metros de diámetro por ciento veinte de altura.

El cuarto piso, al igual que el trigésimo tercero, está constituido por un parque con árboles, arroyos y animales pequeños. Las paredes son transparentes y permanecen abiertas cuando el tiempo es bueno; la «plataforma», es decir, el techo del tercer piso, está cultivada en la forma de un bosque espeso. Descansamos un rato junto a un estanque, mirando a los que nadaban y arrojando trocitos de uva a los pececillos.

Algo me estaba preocupando a nivel subliminal desde nuestra llegada a Ginebra. De pronto, al verme rodeado por tanta gente agradable, comprendí de qué se trataba.

—Marygay —observé—, aquí nadie es infeliz.

—¿Quién podría sentirse melancólico en un lugar como éste? —respondió ella, sonriendo—. Tantas flores y…

—No, no me refería a toda Ginebra. ¿Has visto a alguien que pareciera disconforme con el sistema de vida? ¿Quién…?

—Tu hermano.

—Sí, pero él también es forastero. Fíjate, en cambio, en los comerciantes, los trabajadores y la gente que nos rodea.

Ella pareció pensativa.

—No me había fijado —dijo—. Tal vez tengas razón.

—¿Y no te parece extraño?

—No es común, pero…

Arrojó un grano de uva entero al agua y los pececillos se dispersaron de inmediato.

—¿Recuerdas lo que dijo aquel sargento homosexual? —prosiguió—. Detectan y corrigen las tendencias antisociales a edad muy temprana. ¿Y qué persona racional no se sentiría feliz aquí?

—La mitad de estas personas carece de trabajo —bufé— y casi todos los demás realizan tareas artificiales de las que se podría prescindir o que podrían estar a cargo de máquinas.

—Pero no les faltan alimentos ni cosas en las que ocupar la mente. Hace veintiséis años no era así.

—Tal vez —repliqué, sin ganas de discutir—. Supongo que tienes razón.

De cualquier modo aquello me seguía preocupando.

9

Pasamos el resto de la jornada y el día siguiente en la sede de las Naciones Unidas (verdadera capital de mundo), que ocupaba todo el cilindro superior de Ginebra. Habríamos tardado semanas enteras en recorrerla por completo. ¡Diablos!, hacían falta siete u ocho días para visitar tan sólo el Museo de la Familia del Hombre. Cada país tenía un local propio donde se vendían artículos regionales y a veces también un restaurante donde se servían platos típicos. Aquello me alegró, pues temía que se hubiera perdido la identidad de cada país, dando origen a un mundo muy ordenado pero de escasa variedad.

Marygay y yo estudiamos un itinerario de viaje mientras recorríamos las Naciones Unidas. Decidimos volver a Estados Unidos y buscar una residencia para salir después en un viaje de dos semanas. Cuando pedí consejo a mamá sobre el modo de conseguir un apartamento, la noté extrañamente turbada, tal como había ocurrido con el sargento Siri. Pero dijo que se encargaría de ver lo que hubiera disponible en Washington, ya que emprendía el regreso al día siguiente; mi padre había tenido trabajo allí, y tras su muerte mamá no halló razones para mudarse.

Cuando interrogué a Mike sobre esa reticencia en cuestiones de alojamiento, me explicó que se trataba de resabios dejados por los años caóticos transcurridos entre los motines del hambre y la Reconstrucción. La falta de techo hizo que, aun en países anteriormente prósperos, una habitación debiera ser compartida por dos familias. Al fin intervinieron las Naciones Unidas; al principio lanzaron una campaña publicitaria; después implantaron un condicionamiento masivo, para reforzar la idea de que la virtud exigía vivir en un lugar tan reducido como fuera posible, afirmando que era pecado hasta el deseo de vivir solo o en un apartamento de muchas habitaciones. Además, no se hablaba de esos temas.

Mucha gente mantenía aún resabios de ese condicionamiento, aunque lo habían borrado hacía más de una década. En varios niveles sociales se consideraba todavía descortés, imperdonable o al menos bastante atrevido hablar de eso.

Mamá volvió a Washington; Mike, a la Luna. Marygay y yo pasamos en Ginebra un par de días más.


Bajamos del avión en Dulles y desde allí tomamos un monorriel hasta Rifton, la ciudad satélite donde vivía mamá. Su pequeñez resulta refrescante por comparación con la vasta Ginebra, aunque se hallaba extendida en un área mayor. Era una mezcla agradablemente diversa de distintos edificios; sólo un par de ellos contaban con muchos pisos. Todos estaban agrupados en torno a un lago y rodeados de árboles. Una acera móvil los conectaba con la mayor parte de las construcciones, una especie de cúpula donde estaban los comercios, escuelas y oficinas. Allí encontramos una guía que nos indicó la manera de llegar al domicilio de mamá: un doble piso sobre el lago.

En vez de emplear la acera móvil cubierta caminamos junto a ella, aspirando el aire frío que olía a hojas caídas. La gente que pasaba al otro lado del plástico ponía mucho cuidado en no mirar con fijeza.

Mamá no acudió a nuestra llamada, pero la puerta no estaba cerrada. Era un apartamento muy cómodo y espacioso, al menos para nosotros, que estábamos acostumbrados a las limitaciones de las naves espaciales; el abundante moblaje databa del siglo xx. Al descubrir que mamá estaba dormida en su cuarto, Marygay y yo nos instalamos en la sala para leer un rato. De pronto nos sobresaltó un fuerte ataque de tos proveniente del dormitorio. Corrí hacia allí y llamé a la puerta.

—¿William? No sabía que…

Más toses.

—… Entra; no sabía que estabas…

La encontré incorporada en el lecho, con la luz encendida, rodeada de panaceas diversas. Estaba pálida, ojerosa y envejecida. Encendió un cigarrillo de marihuana que pareció calmarle la tos.

—¿Cuándo habéis llegado? No sabía que…

—Hace unos minutos. ¿Cuánto hace que tienes… que estás así?

—Oh, es sólo algún microbio que atrapé en Ginebra. Pasará en dos o tres días.

Cuando le volvió la tos vi que tomaba un liquido rojo y espeso de una botella que mostraba la etiqueta de los medicamentos patentados de venta libre.

—¿Te has hecho examinar por un médico?

—¿Médico? Cielos, no, Willy. No hay… No es serio, note…

—¿Que no es serio?

¡A los ochenta y cuatro años!

—¡Por el amor de Dios, mamá! —protesté mientras iba hacia la cocina para buscar el teléfono.

Con alguna dificultad logré comunicarme con el hospital. En el cubo se formó la imagen de una muchacha fea, de unos veinte años.

—Enfermera Donalson, servicios generales.

Exhibía una sonrisa inmutable de simpatía profesional, pero allí todo el mundo se pasaba el día sonriendo.

—Mi madre necesita atención médica. Tiene…

—Nombre y número, por favor.

—Bette Mandella.

Tras deletreárselo pregunté:

—¿De qué número se trata?

—Número de servicios médicos, naturalmente —respondió ella, sin dejar de sonreír.

Fui al dormitorio para preguntarle el número a mamá, pero dijo que no lo recordaba.

—No importa, señor; sin duda hallaré su registro.

Volvió la sonrisa hacia un tablero que tenía ante sí y marcó un código.

—Bette Mandella —repitió, mientras el gesto se le tornaba burlón—. ¿Y usted es hijo suyo? Ella debe de tener más de ochenta años.

—Por favor, se trata de un asunto complicado. Pero ella necesita un médico.

—¿Está bromeando?

—¿Cómo «bromeando»?

La tos proveniente del otro cuarto iba de mal en peor.

—Oiga —insistí—, esto puede ser grave, tiene que…

—Pero señor, la señora Mandella ingresó en la categoría de prioridad cero en 2010.

—¿Y eso qué diablos significa?

—¡Seeñor! —exclamó ella, ya endurecida la sonrisa.

—Oiga, supongamos que vengo de otro planeta. ¿Qué es esa categoría de prioridad cero?

—Otro… ¡Oh, ya lo reconozco!

Miró hacia la izquierda y llamó:

—Sonia, Sonia, ven un segundo. No te imaginas quién…

Otra cara acabó de llenar el cubo; era una rubia cuya sonrisa duplicaba exactamente la de la otra enfermera.

—¿Recuerdas que le vimos esta mañana en el estático?

—¡Oh, sí! —exclamó ella—. Es uno de los soldados. ¡Vaya, esto es maravilloso, realmente maravilloso!

La cabeza se retiró.

—¡Oh, señor Mandella! —dijo la primera muchacha, efusivamente—. Ahora me explico por qué estaba tan confundido. En realidad es muy simple.

—¿De qué se trata?

—Es parte del Sistema de Servicio Médico Universal. Todo el mundo entra en esa categoría al cumplir los setenta años; el registro se hace automáticamente en Ginebra.

—¿Y qué significa eso?

Pero la fea verdad estaba a la vista.

—Bueno, indica la importancia de una persona y qué tipo de tratamiento le corresponde. Quienes están en la categoría tres tienen los mismos derechos que todo el mundo; la clase dos merece además cierta prolongación de la vida…

—Y la clase cero no recibe ninguna clase de tratamiento.

—Exacto, señor Mandella.

En su sonrisa no había siquiera un destello de comprensión o de pena.

—Gracias.

Corté la comunicación. Marygay, de pie detrás de mí, lloraba silenciosamente con la boca abierta.


En un negocio de artículos para deportes adquirí oxígeno para alpinista; también conseguí algunos antibióticos en el mercado negro, por medio de cierto personaje al que conocí en un bar de Washington. Pero el estado de mamá ya no respondía a un tratamiento de aficionados. Vivió cuatro días más. Los del crematorio exhibían la misma sonrisa estereotipada.

Traté de comunicarme telefónicamente con Mike, pero la compañía no me permitió efectuar la llamada mientras no hube firmado un contrato y enviado un giro por veinticinco mil dólares. Tuve que conseguir una transferencia de fondos desde Ginebra y los trámites me ocuparon todo un día. Cuando al fin pude hablar con él le dije, sin más preámbulos:

—Mamá ha muerto.

Las ondas de radio tardaron una fracción de segundo en llegar a la Luna y otra fracción en volver. Mi hermano hizo un gesto de sorpresa, pero en seguida asintió lentamente:

—No me extraña. Hace diez años que me pregunto si la encontraré con vida cada vez que bajo a la Tierra. Ninguno de los dos tenía dinero suficiente como para que pudiéramos ponernos en contacto con frecuencia.

Ya en Ginebra nos había dicho que el franqueo de una carta, de la Luna a la Tierra, costaba cien dólares… más cinco mil de impuestos. Eso favorecía muy poco las comunicaciones con quienes las Naciones Unidas consideraban un grupo de anarquistas, por desgracia indispensables.

Nos lamentamos juntos durante un rato. Al final Mike dijo:

—Willy, la Tierra no es lugar adecuado para ti y Marygay; a esta altura ya os habréis dado cuenta.

Venid a la Luna, donde todavía nos consideramos individuos. Aquí no arrojamos a la gente por la ventana en cuanto cumplen los setenta años.

—Tendríamos que volver a enrolarnos en la FENU.

—Es cierto, pero sin necesidad de combatir. Dicen que os necesitan. Sobre todo para adiestramiento. Podrías estudiar en el tiempo libre y ponerte al día con la física. ¡Quién sabe! Tal vez algún día puedas dedicarte a la investigación.

Hablamos tres minutos en total. Me devolvieron mil dólares.

Marygay y yo discutimos el asunto durante la noche. Tal vez habríamos llegado a una solución distinta si no hubiéramos estado allí, rodeados por la vida y la muerte de mi madre. Pero cuando llegó la aurora, aquella ambiciosa, cauta y orgullosa ciudad de Rifton se nos antojó siniestra y llena de malos presagios.

Empaquetamos nuestras pertenencias, hicimos transferir nuestros fondos a la Unión de Crédito Tycho y tomamos un monorriel hasta El Cabo.

10

—Por si esto les interesa, no son ustedes los únicos veteranos de guerra que han decidido regresar. El oficial de reclutamiento era una teniente musculosa de género indeterminado. Lancé mentalmente una moneda al aire y salió cruz.

—Mi única información —dijo la teniente, con su áspera voz de tenor— es que hay otros nueve. Todos han escogido la Luna… Tal vez se encuentren allí con algunos viejos amigos.

Nos extendió dos formularios simples por encima del escritorio e indicó:

—Firmen esto y volverán a estar enrolados con el grado de teniente segundo.

El formulario era una simple solicitud de reincorporación a las tareas activas; en realidad nunca habíamos salido de la FENU, puesto que la Ley de Reclutamiento Escogido había sido prorrogada, pero estábamos en condición pasiva. Revisé el papel con atención.

—Aquí no se mencionan las garantías que se nos prometieron en Puerta Estelar.

—¿Qué garantías? —preguntó la mujer, con la sonrisa blanda y mecánica de los terráqueos.

—Se nos garantizó que podríamos escoger libremente el destino. Aquí no dice nada sobre eso.

—No es necesario. La Fuerza va a…

—Por mi parte lo creo necesario, teniente —indiqué, devolviéndole el formulario sin vacilar.

Marygay me imitó.

—Permítanme hacer algunas averiguaciones.

Se levantó del escritorio y desapareció en el interior de una oficina. Pasó un rato hablando por teléfono y después oímos el tableteo de una máquina de escribir, regresó con las dos hojas, en las que había escrito, debajo de nuestros nombres:


SE GARANTIZA ELECCIÓN DE BASE (LUNA) Y DE PUESTO (ESPECIALISTA EN ADIESTRAMIENTO PARA EL COMBATE.


Tras un examen físico completo nos tomaron las medidas para hacernos nuevos trajes de batalla. A la mañana siguiente tomamos el primer vehículo lanzadera hacia órbita y disfrutamos de algunas horas de caída libre mientras trasladaban la carga a un extraño vehículo taquiónico, parecido a una araña; finalmente salimos rumbo a la Luna y nos instalarnos en la base Grimaldi.

En la puerta de la sala para oficiales en tránsito, algún bromista había escrito: «Abandonad toda esperanza los que aquí entráis.» Buscarnos el cubículo doble que nos habían asignado y empezamos a cambiarnos para comer. En ese momento sonaron dos golpes a la puerta.

Abrí; me quedé mirando fijamente al sargento que me saludaba, antes de recordar que era ya oficial y devolverle el saludo. Me entregó dos faxes idénticos, de los cuales di uno a Marygay. Creo que nuestros corazones se detuvieron simultáneamente:


**ÓRDENES ** ÓRDENES ** ÓRDENES ** ÓRDENES**

EL PERSONAL NOMBRADO A CONTINUACIÓN:

Mandella William Tte. 2.° (11 575 278) COCOMM D Co. GRITRABN y

Potter Marygay Tte. 2.° (17 386 907) COCOMM B Co. GRITRABN

SON POR LA PRESENTE REASIGNADOS A:

Tte. 2.° Mandella: PLCOMM 2.° PL Fuerza choque THETA PUERTA ESTELAR.

Tte. 2.° Potter: PLCOMM 3.° PL Fuerza choque THETA PUERTA ESTELAR.

DESCRIPCIÓN DE PUESTO:

comandar pelotón de infantería en campaña Tet-2


EL PERSONAL ARRIBA NOMBRADO SE PRESENTARÁ INMEDIATAMENTE AL BATALLÓN DE TRANSPORTE GRIMALDI PARA SER TRASLADADO A NUEVO PUESTO.

DADO EN PUERTA ESTELAR TACBD -1298-8684-1450/4 diciembre 2024 PE

POR AUT Mando Fuerza Choque Comandante


**ÓRDENES ** ÓRDENES ** ÓRDENES ** ÓRDENES**


—No han perdido tiempo, ¿verdad? —observó amargamente Marygay.

—Deben ser órdenes previas. El comando de la Fuerza de Choque no sabe siquiera que nos hemos reenganchado; están a semanas-luz de distancia.

—¿Y qué ha pasado con…?

Marygay dejó perderse el resto de la frase. La garantía.

—Bueno, nos han dado el destino que queríamos. Nadie nos garantizó que lo conserváramos durante más de una hora.

—¡Es tan sucio!

—¡Es tan del ejército! —repliqué, encogiéndome de hombros.

Pero tenía dos sensaciones perturbadoras: que desde el principio esperábamos algo así, y que volvíamos al hogar.

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