7

Aunque él hubiera esperado lo contrario, era un personaje extraño en el pueblo, apático a pesar de sus evidentes esfuerzos por parecer sociable y cordial. Vivía entre la gente de Macondo, pero distanciado de ella por el recuerdo de un pasado contra el cual parecía inútil cualquier tentativa de rectificación. Se le miraba curiosidad, como a un sombrío animal que había permanecido durante mucho tiempo en la sombra y reaparecía observando una conducta que el pueblo no podía considerar sino como superpuesta y por lo mismo sospechosa.

Regresaba de la peluquería al anochecer y se encerraba en el cuarto. Desde hacía algún tiempo había suprimido la comida de la tarde y al principio se tuvo en la casa la impresión de que regresaba fatigado e iba directamente a la hamaca, a dormir hasta el día siguiente. Pero no transcurrió mucho tiempo antes de que yo cayera en la cuenta de que algo extraordinario le sucedía a sus noches. Se le oía moverse en el cuarto con una atormentada y enloquecedora insistencia, igual que si en esas noches lo recibiera en el cuarto el fantasma del hombre que había sido hasta entonces, y ambos, el hombre pasado y el hombre presente, se empeñaran en una sorda batalla en la cual el pasado defendía su rabiosa soledad, su invulnerable aplomo, sus personalismos intransigentes; y el presente, su terrible e inmodificable voluntad de liberarse de su propio hombre anterior. Yo lo oía dar vueltas en el cuarto hasta la madrugada, hasta cuando su propia fatiga agotaba la fuerza de su adversario invisible.

Sólo yo advertí la verdadera medida de su cambio, desde cuando dejó de usar las polainas y empezó a bañarse todos los días y a perfumar la ropa con agua de olor. Y pocos meses después su transformación había llegado al límite en que mi sentimiento hacia él dejó de ser una simple tolerancia comprensiva y se convirtió en compasión. No era su nuevo aspecto en la calle lo que me conmovía. Era el imaginarlo durante la noche encerrado en la habitación, raspando el barro de las botas, mojando el trapo en el aguamanil, untando el betún en los zapatos deteriorados por varios años de uso continuo. Me conmovía pensar en el cepillo y la cajita del betún guardados debajo de la estera, sustraídos a los ojos del mundo, como si fueran elementos de un vicio secreto y vergonzoso contraído a una edad en que la mayoría de los hombres se vuelven serenos y metódicos. Prácticamente estaba viviendo una tardía y estéril adolescencia y se esmeraba en el vestir como un adolescente, con la ropa alisada todas las noches con el canto de las manos, en frío, y sin ser lo suficientemente joven como para tener un amigo a quien comunicar sus ilusiones o sus desencantos.

También el pueblo debió de advertir su cambio pues poco tiempo después empezó a decir que estaba enamorado de la hija del peluquero. No sé si habría algún fundamento para decirlo, pero lo cierto es que ese chisme me hizo caer en la cuenta de su tremenda soledad sexual, de la furia biológica que debía atormentarlo en esos años de sordidez y abandono.

Todas las tardes se le veía pasar hacia la peluquería cada vez más esmerado en el vestir. La camisa de cuello postizo, los puños con gemelos dorados y el pantalón limpio y planchado, solo que todavía con el cinturón por fuera de las presillas. Parecía un novio aflictivamente arreglado, envuelto en el aura de las lociones baratas; el eterno novio frustrado, el amador crepuscular al que siempre haría falta el ramo de flores para la primera visita.

Así lo sorprendieron los primeros meses de 1909, sin que todavía existiera otro fundamento para los chismes del pueblo que el hecho de verlo sentado todas las tardes en la peluquería, conversando con los forasteros, pero sin que nadie hubiera podido asegurar que había visto siquiera una vez a la hija del peluquero. Yo descubrí la crueldad de esos chismes. En el pueblo no ignoraba nadie que la hija del peluquero permanecería soltera después de haber sufrido durante un año entero la persecución de un espíritu, un amante invisible que echaba puñados de tierra en sus alimentos y enturbiaba el agua de la tinaja y nublaba los espejos de la peluquería y la golpeaba hasta ponerle el rostro verde y desfigurado. Fueron inútiles los esfuerzos de El Cachorro, los estolazos, la compleja terapéutica del agua bendita, las reliquias sagradas y los ensalmos administrados con dramática solicitud. Como recurso extremo, la mujer del peluquero encerró a la hija hechizada en el cuarto, regó puñados de arroz en la sala y la entregó al amador invisible en una luna de miel solitaria y muerta, después de la cual hasta los hombres de Macondo dijeron que la hija del peluquero había concebido.

No había transcurrido un año, cuando dejó de esperarse el monstruoso acontecimiento de su parto y la curiosidad popular se orientó en el sentido de que el doctor estaba enamorado de la hija del peluquero, a pesar de que todo el mundo tenía la convicción de que la hechizada se encerraría en el cuarto, a desmenuzarse en vida mucho antes de que sus posibles pretendientes se convirtieran en hombres casaderos.

Por eso sabía yo que más que una fundamentada suposición, aquél era un chisme cruel, malévolamente premeditado. A fines de 1909 él seguía asistiendo a la peluquería y la gente hablando, organizando la boda, sin que nadie hubiera podido decir que la muchacha salió alguna vez estando él presente, ni que tuvieron alguna oportunidad de dirigirse la palabra.

En un septiembre abrasante y muerto como éste, hace trece años, mi madrastra empezó a coser mi traje de novia. Todas las tardes, mientras mi padre hacía la siesta, nos sentábamos a coser junto a los tiestos de flores del pasamano, junto al ardiente fogoncillo del romero. Septiembre ha sido así toda la vida, desde hace trece años y mucho más. Como mis bodas habían de realizarse en ceremonia íntima (pues así lo había dispuesto mi padre), cosíamos con lentitud, con la cuidadosa minuciosidad de quien no tiene prisa y ha encontrado en su trabajo imperceptible la mejor medida para su tiempo. Entonces hablábamos. Yo seguía pensando en el cuartito de la calle, acumulando valor para decirle a mi madrastra que era el mejor sitio para acomodar a Martín. Y esa tarde lo dije.

Mi madrastra estaba cosiendo la larga cola de espumilla y parecía, a la luz cegadora de aquel septiembre intolerablemente claro y sonoro, como si estuviera sumergida hasta los hombros en una nube de ese mismo septiembre. «No», dijo mi madrastra. Y después, volviendo a su labor, sintiendo pasar por su frente ocho años de recuerdos amargos: «No permita Dios que alguien vuelva a entrar en ese aposento.»

Martín había vuelto en julio, pero no se había hospedado en la casa. Le gustaba recostarse contra los tiestos del pasamano y quedarse mirando hacia el otro lado. Le gustaba decir: «Me quedaría a vivir en Macondo para toda la vida.» En las tardes salíamos con mi madrastra a las plantaciones. Regresábamos a la hora de la comida, antes de que se encendieran las luces del pueblo. Entonces me decía: «Aunque no fuera por ti, me quedaría a vivir en Macondo de todos modos.» Y también eso, en la manera de decirlo, parecía verdad.

Para ese tiempo hacía cuatro años que el doctor había abandonado nuestra-casa. Y fue precisamente la tarde en que empezamos a coser el traje de novia -esa tarde sofocante en que le dije lo del cuartito para Martín- cuando mi madrastra me habló por primera vez de sus extrañas costumbres.

– Hace cinco años -dijo-, todavía estaba allí, encerrado como un animal. Porque no sólo era eso: un animal, sino algo más: un animal herbívoro, un rumiante como cualquier buey de yunta. Si se hubiera casado con la hija del peluquero, con la mosquita muerta que le hizo creer al pueblo esa gran mentira de que había concebido después de una turbia luna de miel con los espíritus, es posible que nada de esto hubiera sucedido. Pero' dejó de ir a la peluquería intempestivamente y hasta mostró una transformación de última hora que no era sino un nuevo capítulo en la realización metódica de su plan espantoso. Sólo a tu papá pudo ocurrírsele que después de eso, siendo un hombre de tan bajas costumbres, debía permanecer en nuestra casa, viviendo como un animal, escandalizando el pueblo, dando motivos para que se hablara de nosotros como de quien está practicando un permanente desafío a la moral y las buenas costumbres. Lo que él estaba planeando, había de culminar con la mudanza de Meme. Pero ni siquiera reconoció tu padre las alarmantes proporciones de su error.

– No he oído nada de eso -dije. Las cigarras habían instalado un aserradero en el patio. Mi madrastra hablaba, sin dejar de coser, sin levantar la vista del tambor sobre el cual estaba grabando símbolos, bordando laberintos blancos. Decía: «Esa noche estábamos sentados a la mesa (todos menos él, porque desde la tarde en que regresó por última vez de la peluquería no hacía la comida de la tarde) cuando Meme vino a servirnos. Estaba demudada. "¿Qué te pasa, Meme?", le dije. "Nada, señora. ¿Por qué?" Pero nosotros sabíamos que no estaba bien, porque vacilaba junto a la lámpara y toda ella tenía un aspecto enfermizo. "Por Dios, Meme, que tú no estás bien", dije. Y ella se sostenía a medias, como le era posible, hasta cuando se dio vuelta hacia la cocina con la bandeja. Entonces tu padre, que la observaba durante todo el tiempo, le dijo: "Si no se siente bien, que se acueste." Y ella no dijo nada. Siguió con la bandeja, de espaldas a nosotros, hasta cuando sentimos el estrépito de la loza haciéndose añicos. Meme estaba en el corredor, sosteniéndose en la pared con las uñas. Entonces fue cuando tu padre fue a buscarlo a ese aposento para que atendiera a Meme.»

En ocho años que llevaba de estar en nuestra casa -decía mi madrastra- nunca habíamos solicitado sus servicios para nada grave. Las mujeres fuimos al cuarto de Meme, la friccionamos con alcohol, y aguardamos a que volviera tu padre. Pero no vinieron, Isabel. No vino a ver a Meme a pesar de que el hombre que lo alimentó durante ocho años, le dio habitación y lavado de ropa, había ido a buscarlo personalmente. Cada vez que lo recuerdo pienso que su venida fue un castigo de Dios. Pienso que toda esa hierba que le dimos durante ocho años, todos esos cuidados, toda esa solicitud, fueron una prueba de Dios para darnos una lección de prudencia y desconfianza del mundo. Era como si hubiéramos cogido ocho años de hospedaje, de alimentos, de ropa limpia, y se lo hubiéramos echado a los cerdos. Meme se estaba muriendo (por lo menos eso creíamos nosotras) y él, allí mismo, seguía encerrado, negándose a cumplir con lo que ya no era una obra de caridad, sino de decencia, de agradecimiento, de simple consideración hacia sus protectores.

Sólo a la medianoche llegó tu padre, decía. Dijo flojamente: «Que le den fricciones de alcohol, pero que no la purguen.» Y yo sentí como si me hubiera abofeteado. Meme había reaccionado con nuestras fricciones. Enfurecida, grité: «Sí. Alcohol, eso es. Ya la friccionamos y está mejor. Pero para hacer eso no hemos tenido necesidad de vivir ocho años de gorra.» Y tu padre, todavía condescendiente, todavía con esa tontería conciliatoria: «No es nada serio. Algún día te darás cuenta de eso.» Como si el otro fuera adivino.

Esa tarde, por la vehemencia de su voz, por la exaltación de sus palabras, parecía como si mi madrastra estuviera viviendo de nuevo los episodios de aquella noche remota en que el doctor rehusó atender a Meme. El romero parecía sofocado por la cegadora claridad de septiembre, por el sopor de las cigarras, por el jadeo de los hombres que trataban de desmontar una puerta en el vecindario.

– Pero un domingo de ésos Meme fue a misa emperifollada como una señora de lo mejor -dijo. «Recuerdo como ahora que tenía una sombrilla de colores cambiantes.»

– Meme. Meme. Eso también fue un castigo de Dios. En eso de que la sacáramos de donde sus padres la estaban matando de hambre, la atendiéramos, le diéramos techo, alimentación y nombre, también intervino la mano de la Pro videncia. Cuando la vi en la puerta el día siguiente, esperando a que uno de los guajiros le llevara el baúl, ni yo misma sabía adonde iba. Estaba transformada y seria, allí mismo (me parece que la estuviera viendo), parada junto al baúl, hablando con tu padre. Todo se hizo sin consultarlo conmigo, Chabela; como si yo fuera un monicongo pintado en la pared. Antes de que yo pudiera preguntar qué estaba pasando, por qué estaban sucediendo cosas extrañas en mi propia casa sin que yo lo supiera, tu padre había venido a decirme: «No tienes nada que preguntarle a Meme. Ella se va pero tal vez vuelva dentro de algún tiempo.» Yo le pregunté para dónde iba y él no me respondió. Se fue arrastrando los zuecos, como si yo no fuera su esposa, sino cualquier monicongo pintado en la pared.

– Sólo dos días después -decía-, supe que el otro se. había ido en la madrugada y ni siquiera había tenido la decencia de despedirse. Había entrado como Pedro en su casa y ocho años después salía como Pedro de la suya, sin despedirse, sin decir nada. Ni más ni menos que como lo habría hecho un ladrón. Yo pensé que tu padre lo había despedido por haberse negado a atender a Meme. Pero cuando le hice la pregunta, ese mismo día, se limitó a responder: «Tú y yo tenemos que hablar largo de eso.» Y han transcurrido cinco años sin que haya vuelto a tocarme el punto.

– Sólo con tu padre y en una casa desordenada como ésta, en la que cada cual hace las cosas por su cuenta, podía suceder una cosa así. En Macondo no se hablaba de nada distinto, cuando yo ignoraba todavía que Meme se había presentado a la iglesia, adornada como una cualquiera elevada a la categoría de señora, y que j tu padre había tenido el descaro de sacarla de brazo por la plaza. Entonces fue cuando supe que no estaba tan lejos como yo creía, sino que vivía en la casa de la esquina con el doctor. Se habían ido a vivir juntos, como dos cerdos, sin pasar siquiera por la puerta de la iglesia, a pesar de que ella era mujer bautizada. Un día le dije a tu padre: «También esta herejía la castigará Dios.» Y él no dijo nada. Seguía siendo el mismo hombre tranquilo de siempre, después de haber patrocinado el concubinato público y el escándalo.

Sin embargo, ahora estoy complacida de que las cosas hubieran sucedido de ese modo, a cambio de que el doctor abandonara nuestra casa. Si aquello no hubiera ocurrido, todavía estaría en el cuartito. Pero cuando supe que lo había abandonado y que se llevaba a la esquina sus porquerías y ese baúl que no cabía por la puerta de la calle, me sentí más tranquila. Ése era mi triunfo, aplazado ocho años.

Dos semanas después Meme había abierto la tienda y hasta tenía máquina de coser. Había comprado una Domestic nueva con el dinero que él acumuló en esta casa. Yo consideraba eso como una afrenta y así se lo dije a tu padre. Pero aunque él no respondía a mis protestas, se observaba que más que arrepentido estaba satisfecho de su obra, 'como si hubiera salvado su alma oponiendo a las conveniencias y la honra de esta casa su proverbial tolerancia, su comprensión, su liberalidad. Y hasta un poco de insensatez. Le dije: «Has echado a los cerdos lo mejor de tus creencias.» Y él, como siempre:

– También de eso te darás cuenta algún día.

Загрузка...