La casa en el corazón de Nueva Orleans, en la zona donde vivían los créoles de ascendencia francesa y sangre antigua, fue un hallazgo de Sancho García del Solar. Cada familia era una sociedad patriarcal, numerosa y cerrada, que se mezclaba sólo con otros de su mismo nivel. El dinero no abría aquellas puertas, contrariamente a lo que Sancho sostenía, aunque debería haber estado mejor informado, porque tampoco las abría entre los españoles de similar casta social; pero cuando empezaron a llegar los refugiados de Saint-Domingue hubo un resquicio por donde colarse. Al principio, antes de que se convirtiera en una avalancha humana, algunas familias créoles acogían a los grands blancs que habían perdido sus plantaciones, compadecidos y espantados por las trágicas noticias que llegaban de la isla. No podían imaginar nada peor que un alzamiento de negros. Valmorain desempolvó el título de chevalier para presentarse en sociedad y su cuñado se encargó de mencionar el château de París, por desgracia abandonado desde que la madre de Valmorain se había radicado en Italia para huir del terror impuesto por el jacobino Robespierre. A Sancho la propensión a decapitar gente por sus ideas o sus títulos, como ocurría en Francia, le revolvía las tripas. No simpatizaba con la nobleza, pero tampoco con la chusma; la república francesa le parecía tan vulgar como la democracia americana. Cuando supo que habían decapitado a Robespierre unos meses más tarde en la misma guillotina en que perecieron centenares de sus víctimas, lo celebró con una borrachera de dos días. Fue la última vez, porque entre los créoles nadie era abstemio, pero la ebriedad no se toleraba; un hombre que perdía la compostura con la bebida no merecía ser aceptado en ninguna parte. Valmorain, que había ignorado por años las advertencias del doctor Parmentier sobre el alcohol, también debió medirse y entonces descubrió que no bebía por vicio, como en el fondo sospechaba, sino como paliativo para la soledad.
Tal como se habían propuesto, los cuñados no llegaron a Nueva Orleans confundidos con otros refugiados, sino como dueños de una plantación de azúcar, lo más prestigioso en el escalafón de castas. La visión de Sancho para adquirir tierra había resultado providencial. «No te olvides que el futuro está en el algodón, cuñado. El azúcar tiene mala fama», le advirtió a Valmorain. Circulaban relatos pavorosos sobre la esclavitud en las Antillas y los abolicionistas estaban empeñados en una campaña internacional para sabotear el azúcar contaminada de sangre. «Créeme, Sancho, aunque los terrones fueran colorados, el consumo seguirá aumentando. El oro dulce es más adictivo que el opio», lo tranquilizó Valmorain. Nadie hablaba de eso en el cerrado círculo de la buena sociedad. Los créoles aseguraban que las atrocidades de las islas no ocurrían en Luisiana. Entre esa gente, unida por un complicado encaje de relaciones familiares, donde no se podían mantener secretos -todo se sabía tarde o temprano- la crueldad era mal vista e inconveniente, ya que sólo un necio dañaba su propiedad. Además, el clero, encabezado por el religioso español fray Antonio de Sedella, conocido como Père Antoine, temible por su fama de santo, se encargaba de insistir en su responsabilidad ante Dios por los cuerpos y almas de sus esclavos.
Al iniciar las gestiones para adquirir mano de obra para la plantación, Valmorain se encontró con una realidad muy diferente a la de Saint-Domingue, porque el costo de los esclavos era alto. Eso significaba una inversión mayor de la calculada y debía ser prudente con los gastos, pero se sintió secretamente aliviado. Ahora existía una razón práctica para cuidar a los esclavos, no sólo escrúpulos humanitarios que podían ser interpretados como debilidad. Lo peor de los veintitrés años en Saint-Lazare, peor que la locura de su mujer, el clima que corroía la salud y desmigajaba los principios del hombre más decente, la soledad y el hambre de libros y conversación, había sido el poder absoluto que ejercía sobre otras vidas, con su carga de tentaciones y degradación. Tal como sostenía el doctor Parmentier, la revolución de Saint-Domingue era el desquite inevitable de los esclavos contra la brutalidad de los colonos. Luisiana le ofrecía a Valmorain la oportunidad de revivir sus ideales de juventud, dormidos en los rescoldos de la memoria. Empezó a soñar con una plantación modelo capaz de producir tanto azúcar como Saint-Lazare, pero donde los esclavos llevaran una existencia humana. Esta vez pondría mucho cuidado en la elección de los capataces y su jefe. No deseaba otro Prosper Cambray.
Sancho se dedicó a cultivar amistades entre los créoles, sin las cuales no podían prosperar, y en poco tiempo se convirtió en el alma de las tertulias, con su voz de seda para las canciones a la guitarra, su buen talante para perder en las mesas de juego, sus ojos lánguidos y su humor fino con las matriarcas, a quienes se desvivía en halagar, porque sin su aprobación nadie cruzaba el umbral de sus casas. Jugaba al billar, backgamon, dominó y naipes, bailaba con gracia, ningún tema lo apabullaba y tenía el arte de presentarse siempre en el lugar y el momento apropiados. Su paseo favorito era el camino arbolado del dique que protegía la ciudad de inundaciones, donde se mezclaba todo el mundo, desde las familias distinguidas hasta la plebe ruidosa de marineros, esclavos, gente libre de color y los infaltables kaintoch, con su reputación de ebrios, matones y mujeriegos. Esos hombres bajaban por el Mississippi desde Kentucky y otras regiones del norte a vender sus productos, tabaco, algodón, pieles, madera, enfrentándose por el camino con indios hostiles y mil otros peligros; por lo mismo, andaban bien armados. En Nueva Orleans vendían los botes como leña, se divertían un par de semanas y luego emprendían el arduo viaje de regreso.
Nada más que para ser visto, Sancho asistía a las funciones de teatro y ópera, tal como iba a misa los domingos. Su sencillo traje negro, su cabello recogido en una cola y el bigote engomado contrastaban con los atuendos de brocatos y encajes de los franceses, dándole un aire ligeramente peligroso que atraía a las mujeres. Sus modales eran impecables, requisito esencial en la clase alta, donde el uso debido del tenedor era más importante que las condiciones morales de un sujeto. Tan espléndidas virtudes de nada le habrían servido a ese español algo excéntrico sin el parentesco con Valmorain, francés de pura cepa y rico, pero una vez que se introducía en los salones, nadie pensaba en echarlo. Valmorain era viudo, de sólo cuarenta y cinco años, nada mal parecido, aunque le sobraban varios kilos, y naturalmente los patriarcas del Vieux Carré trataron de atraparlo para una hija o sobrina. También el cuñado de apellido impronunciable era un candidato, ya que un yerno español era preferible al bochorno de una hija soltera.
Hubo comentarios, pero nadie se opuso cuando ese par de extranjeros alquilaron una de las mansiones del barrio y cuando más tarde el propietario se la vendió. Tenía dos pisos y mansarda, pero carecía de sótano, porque Nueva Orleans estaba construida sobre agua y bastaba cavar un palmo para mojarse. Los mausoleos del cementerio estaban elevados para que los muertos no salieran navegando en cada temporal. Como muchas otras, la casa de Valmorain era de ladrillo y madera, de estilo español, con una entrada ancha para el coche, patio empedrado de adoquines, una fuente de azulejos y frescos balcones con rejas de hierro cubiertas de fragantes enredaderas. Valmorain la decoró evitando ostentación, señal de arribismo. No era capaz ni de silbar, pero invirtió en instrumentos musicales, porque en las veladas sociales las señoritas se lucían en el piano, arpa o clavicordio y los caballeros con la guitarra.
Maurice y Rosette tuvieron que aprender música y danza con tutores privados, como otros niños ricos. Un refugiado de Saint-Domingue les daba clases de música a varillazos y un gordito melindroso les enseñaba los bailes de moda también a varillazos. En el futuro eso le sería tan útil a Maurice como la esgrima para batirse en duelo y los juegos de salón, y a Rosette le serviría para entretener a las visitas, pero sin competir jamás con las niñas blancas. Tenía gracia y buena voz; en cambio Maurice había heredado el pésimo oído de su padre y asistía a las clases con la actitud resignada de un galeote. Prefería los libros, que de poco iban a servirle en Nueva Orleans, donde el intelecto resultaba sospechoso; mucho más apreciado era el talento de la conversación liviana, la galantería y el buen vivir.
A Valmorain, acostumbrado a una existencia de ermitaño en Saint-Lazare, las horas de charla banal en los cafés y bares donde lo arrastraba Sancho le parecían perdidas. Tenía que hacer un esfuerzo para participar en juegos y apuestas, detestaba las riñas de gallos, que dejaban a la concurrencia salpicada de sangre, y las carreras de caballos y galgos, en que siempre perdía. Cada día de la semana había tertulia en un salón diferente, presidida por una matrona que llevaba la cuenta de los asistentes y los chismes. Los hombres solteros iban de casa en casa, siempre con algún regalo, por lo general un postre monstruoso de azúcar y nueces, pesado como una cabeza de vaca. Según Sancho, las tertulias eran obligatorias en esa sociedad cerrada. Danzas, soirées, picnics, siempre las mismas caras y nada que decir. Valmorain prefería la plantación, pero entendió que en Luisiana su tendencia a recluirse sería interpretada como avaricia.
Los salones y el comedor de la casa de la ciudad estaban en el primer piso, los dormitorios en el segundo y la cocina y los alojamientos de los esclavos en el patio trasero, separados. Las ventanas daban acceso a un jardín pequeño, pero bien cuidado. La pieza más espaciosa era el comedor, como en todas las casas créoles, donde la vida giraba en torno a la mesa y el orgullo de la hospitalidad. Una familia respetable poseía vajilla para veinticuatro comensales por lo menos. Uno de los cuartos del primer piso contaba con entrada separada y se destinaba a los hijos solteros; así podían parrandear sin ofender a las damas de la familia. En las plantaciones, esas garçonnières eran pabellones octogonales cerca del camino. A Maurice le faltaban unos doce años para exigir ese privilegio, por el momento dormía solo por primera vez en una habitación entre la de su padre y su tío Sancho.
Tété y Rosette no se alojaban con los otros siete esclavos -cocinera, lavandera, cochero, costurera, dos criadas de mano y un muchacho para los mandados- y dormían juntas en la mansarda, entre los arcones de ropa de la familia. Como siempre, Tété llevaba la casa. Una campanilla con un cordón unía los cuartos y le servía a Valmorain para llamarla por las noches.
Sancho adivinó, apenas vio a Rosette, la relación de su cuñado con la esclava y anticipó el problema. «¿Qué vas a hacer con Tété cuando te cases?», le preguntó a bocajarro a Valmorain, quien jamás había mencionado el tema ante nadie y que, pillado de sorpresa, masculló que no pensaba casarse. «Si seguimos viviendo bajo el mismo techo, uno de los dos tendrá que hacerlo o van a pensar que somos invertidos», concluyó Sancho.
En la confusión de la huida de Le Cap aquella noche fatídica, Valmorain había perdido a su cocinero, que permaneció escondido cuando él huyó con Tété y los niños, pero no lo lamentó, porque en Nueva Orleans necesitaba alguien fogueado en la cuisine créole. Sus nuevas amistades le advirtieron que no era cosa de comprar a la primera cocinera que le ofrecieran en el Maspero Échange, por mucho que fuese el mejor mercado de esclavos de América, o en los establecimientos de la calle Chartres, donde los disfrazaban con ropa elegante para impresionar a los clientes, pero no había ninguna garantía de la calidad. Los mejores esclavos se transaban en privado entre familiares o amigos. Así adquirió a Célestine, de unos cuarenta años, con manos mágicas para guisos y pastelería, entrenada por uno de los eximios cocineros franceses del marqués de Marigny y vendida porque nadie aguantaba sus rabietas. Le había tirado un plato de gumbo de mariscos a los pies al imprudente marqués porque se atrevió a pedir más sal. A Valmorain esa anécdota no lo asustó, porque lidiar con ella sería tarea de Tété. Célestine era flaca, seca y celosa, no le permitía a nadie pisar su cocina y su despensa, ella misma escogía los vinos y licores y no admitía sugerencias sobre el menú. Tété le explicó que debía medirse con las especias porque el amo sufría de dolores de estómago. «Que se aguante. Si quiere caldo de enfermo, se lo preparas tú», le contestó, pero desde que ella reinaba entre las ollas Valmorain estaba sano. Célestine olía a canela y en secreto, para que nadie sospechara su debilidad, les preparaba a los niños beignets livianos como suspiros, tarte tatin con manzanas acarameladas, crêpes de mandarinas con crema, mousse au chocolat con galletitas de miel y otras delicias, que confirmaban la teoría de que la humanidad nunca se cansaría de consumir azúcar. Maurice y Rosette eran los únicos habitantes de la casa que no le temían a la cocinera.
La existencia de un caballero créole transcurría ociosa, el trabajo era un vicio de los protestantes en general y los americanos en particular. Valmorain y Sancho se veían en aprietos para ocultar los esfuerzos que requería echar a andar la plantación, abandonada hacía más de diez años, desde la muerte del dueño y la quiebra escalonada de los herederos.
Lo primero fue conseguir esclavos, unos ciento cincuenta para comenzar, bastante menos de los que había en Saint-Lazare. Valmorain se instaló en un rincón de la casa en ruinas, mientras construían otra con arreglo a los planos de un arquitecto francés. Las barracas de esclavos, carcomidas por el comején y la humedad, fueron demolidas y reemplazadas por cabañas de madera, con techos salientes para dar sombra y proteger de la lluvia, de tres piezas para albergar a dos familias cada una, alineadas en callejuelas paralelas y perpendiculares con una pequeña plaza central. Los cuñados visitaron otras plantaciones, como tanta gente que llegaba sin invitación los fines de semana aprovechando la tradición de hospitalidad. Valmorain concluyó que, comparados con los de Saint-Domingue, los esclavos de Luisiana no podían quejarse, pero Sancho averiguó que algunos amos mantenían a su gente casi desnuda, alimentada con una mazamorra que vertían en un abrevadero, como el pienso de los animales, de donde cada uno retiraba su porción con conchas de ostras, pedazos de tejas o a mano, porque no disponía ni de una cuchara.
Tardaron dos años en construir lo básico: plantar, instalar un molino y organizar el trabajo. Valmorain tenía planes grandiosos, pero debió concentrarse en lo inmediato, ya habría tiempo más adelante para hacer realidad su fantasía de un jardín, terrazas y glorietas, un puente decorativo sobre el río y otras amenidades. Vivía obsesionado con los detalles, que discutía con Sancho y comentaba con Maurice.
– Mira, hijo, todo esto será tuyo -decía, señalando los cañaverales desde su caballo-. El azúcar no cae del cielo, se requiere mucho trabajo para obtenerla.
– El trabajo lo hacen los negros -observaba Maurice.
– No te engañes. Ellos hacen la labor manual, porque no saben hacer otra cosa, pero el amo es el único responsable. El éxito de la plantación depende de mí y, en cierta medida, de tu tío Sancho. No se corta una sola caña sin mi conocimiento. Fíjate bien, porque un día te tocará tomar decisiones y mandar a tu gente.
– ¿Por qué no se mandan solos, papa?
– No pueden, Maurice. Hay que darles órdenes, son esclavos, hijo.
– No me gustaría ser como ellos.
– Nunca lo serás, Maurice -sonrió su padre-. Eres un Valmorain.
No habría podido mostrarle Saint-Lazare a su hijo con el mismo orgullo. Estaba decidido a corregir los errores, debilidades y omisiones del pasado y, secretamente, expiar los pecados atroces de Lacroix, cuyo capital había usado para comprar esa tierra. Por cada hombre torturado y cada niña mancillada por Lacroix, habría un esclavo sano y bien tratado en la plantación Valmorain. Eso justificaba haberse apropiado del dinero de su vecino, que no podía estar mejor invertido.
A Sancho, los planes de su cuñado no le interesaban demasiado, porque no cargaba con el mismo peso en la conciencia y sólo pensaba en entretenerse. El contenido de la sopa de los esclavos o el color de sus cabañas le daban lo mismo. Valmorain estaba embarcado en un cambio de vida, pero para el español esa aventura era sólo una más entre muchas emprendidas con entusiasmo y abandonadas sin arrepentimiento. Como nada podía perder, ya que su socio asumía los riesgos, se le ocurrían ideas audaces que solían dar sorprendentes resultados, como una refinería, que les permitió vender azúcar blanca, mucho más rentable que la melaza de otros plantadores.
Sancho consiguió al jefe de capataces, un irlandés que lo asesoró en la compra de la mano de obra. Se llamaba Owen Murphy y planteó desde un principio que los esclavos debían asistir a misa. Habría que construir una capilla y conseguir curas itinerantes, dijo, para fortalecer el catolicismo antes de que se metieran los americanos a predicar sus herejías y esa gente inocente se condenara al infierno. «La moral es lo más importante», anunció. Murphy estuvo plenamente de acuerdo con la idea de Valmorain de no abusar del látigo. Ese hombrón con aspecto de jenízaro, cubierto de vellos negros, con cabello y barba del mismo color, tenía un alma dulce. Se instaló con su numerosa familia en una tienda de campaña, mientras terminaban de construir su vivienda. Su mujer, Leanne, le llegaba a la cintura, parecía una adolescente desnutrida con cara de mosca, pero su fragilidad resultaba engañosa: había dado a luz a seis varones y estaba esperando al séptimo. Sabía que era de sexo masculino, porque Dios se había propuesto probar su paciencia. Nunca levantaba la voz: con una sola mirada suya obedecían los hijos y el marido. Valmorain pensó que Maurice tendría al fin con quien jugar y no viviría a la estela de Rosette; esa manada de irlandeses era de clase social muy inferior a la suya, pero eran blancos y libres. No imaginó que los seis Murphy también andarían embobados detrás de Rosette, que había cumplido cinco años y poseía la apabullante personalidad que su padre hubiese deseado para Maurice.
Owen Murphy había trabajado desde los diecisiete años dirigiendo esclavos y conocía de memoria los errores y aciertos de esa ingrata labor. «Hay que tratarlos como a los hijos. Autoridad y justicia, reglas claras, castigo, recompensa y algo de tiempo libre; si no se enferman», le dijo a su patrón y añadió que los esclavos tenían derecho a acudir al amo por una sentencia de más de quince azotes. «Confío en usted, señor Murphy, eso no será necesario», replicó Valmorain, poco dispuesto a adoptar el papel de juez. «Por mi propia tranquilidad, prefiero que sea así, señor. Demasiado poder destruye el alma de cualquier cristiano y la mía es débil», le explicó el irlandés.
En Luisiana la mano de obra de una plantación costaba un tercio del valor de la tierra, había que cuidarla. La producción estaba a merced de desgracias imprevisibles, huracanes, sequía, inundaciones, pestes, ratas, altibajos en el precio del azúcar, problemas con la maquinaria y los animales, préstamos de los bancos, y otras incertidumbres; no había que agregar mala salud o desánimo de los esclavos, dijo Murphy. Era tan distinto a Cambray que Valmorain se preguntó si no se habría equivocado con él, pero comprobó que trabajaba sin descanso y se imponía por presencia, sin brutalidad. Sus capataces, vigilados de cerca, seguían su ejemplo y el resultado era que los esclavos rendían más que bajo el régimen de terror de Prosper Cambray. Murphy los organizó con un sistema de turnos para darles descanso en la demoledora jornada de los campos. El patrón anterior lo había despedido porque le ordenó disciplinar a una esclava y mientras ella gritaba a todo pulmón para impresionar, el látigo de Murphy resonaba contra el suelo sin tocarla. La esclava estaba encinta y, como se hacía en esos casos, la habían tendido por tierra con la barriga en un hoyo. «Le he prometido a mi esposa que nunca azotaré a niños ni a mujeres preñadas», fue la explicación del irlandés cuando Valmorain se lo preguntó.
Dieron dos días de descanso semanal a la gente para cultivar sus huertos, cuidar sus animales y cumplir con sus tareas domésticas, pero el domingo había obligación de asistir a la misa impuesta por Murphy. Podían tocar música y bailar en sus horas libres, incluso asistir de vez en cuando -bajo supervisión del jefe de capataces- a las bambousses, modestas fiestas de esclavos con motivo de una boda, un funeral u otra celebración. En principio los esclavos no podían visitar otras propiedades, pero en Luisiana pocos amos hacían caso de ese reglamento. El desayuno en la plantación Valmorain consistía en una sopa con carne o tocino -nada del fétido pescado seco de Saint-Lazare-, el almuerzo era tarta de maíz, carne salada o fresca y budín, y la cena una sopa contundente. Habilitaron una cabaña para hospital y consiguieron un médico que acudía una vez al mes por prevención y cuando lo llamaban para una emergencia. A las mujeres encintas se les daba más comida y descanso. Valmorain no sabía, porque nunca había preguntado, que en Saint-Lazare las esclavas parían acuclilladas entre los cañaverales, había más abortos que nacimientos y la mayor parte de los niños morían antes de cumplir tres meses. En la nueva plantación, Leanne Murphy ejercía de comadrona y velaba por los niños.
Desde el barco Nueva Orleans apareció como una luna menguante flotando en el mar, blanca y luminosa. Al verla supe que no volvería a Saint-Domingue. A veces tengo esas premoniciones y no se me olvidan, así estoy preparada cuando se cumplen. El dolor de haber perdido a Gambo era como una lanza en el pecho. En el puerto nos esperaba don Sancho, el hermano de doña Eugenia, que había llegado unos días antes que nosotros y ya tenía la casa donde íbamos a vivir. La calle olía a jazmines, no a humo y sangre, como Le Cap cuando fue incendiado por los rebeldes, que después se retiraron a seguir su revolución en otras partes. La primera semana en Nueva Orleans hice el trabajo sola, ayudada a ratos por un esclavo que nos prestó una familia conocida de don Sancho, pero después el amo y su cuñado compraron criados. A Maurice le asignaron un tutor, Gaspard Sévérin, refugiado de Saint-Domingue como nosotros, pero pobre. Los refugiados iban llegando de a poco, primero los hombres a instalarse de alguna manera, y después las mujeres e hijos. Algunos traían sus familias de color y esclavos. Para entonces ya había miles y la gente de Luisiana los rechazaba. El tutor no aprobaba la esclavitud, creo que era uno de esos abolicionistas que monsieur Valmorain detestaba. Tenía veintisiete años, vivía en una pensión de negros, siempre usaba el mismo traje y le temblaban las manos por el miedo que pasó en Saint-Domingue. A veces, cuando el amo no estaba, yo le lavaba la camisa y le limpiaba las manchas de la casaca, pero nunca pude quitarle a su ropa el olor a susto. También le daba comida para que se llevara, con disimulo, para no ofenderlo. La recibía como si me hiciera un favor, pero estaba agradecido y por eso le permitía a Rosette asistir a sus clases. Le rogué al amo que la dejara estudiar y al final cedió, aunque está prohibido educar a los esclavos, porque tenía planes para ella: quería que lo cuidara en su vejez y le leyera cuando a él le fallara la vista. ¿Se le había olvidado que nos debía la libertad? Rosette no sabía que el amo era su padre, pero igual lo adoraba y supongo que a su manera él la quería también, porque nadie resistía el hechizo de mi hija. Desde chica, Rosette fue seductora. Le gustaba admirarse en el espejo, un hábito peligroso.
En esa época había mucha gente de color libre en Nueva Orleans, porque bajo el gobierno español no era difícil obtener o comprar la libertad; todavía los americanos no nos habían impuesto sus leyes. Yo pasaba la mayor parte del tiempo en la ciudad a cargo de la casa y de Maurice, que debía estudiar, mientras el amo se quedaba en la plantación. No me perdía las bambousses de los domingos en la plaza del Congo, tambores y baile, a pocas cuadras de la zona donde vivíamos. Las bambousses eran como las calendas de Saint-Domingue, pero sin servicios a los loas, porque entonces en Luisiana todos eran católicos. Ahora muchos son bautistas, porque pueden cantar y bailar en sus iglesias y así da gusto adorar a Jesús. El vudú recién estaba comenzando, lo trajeron los esclavos de Saint-Domingue, y se mezcló tanto con las creencias de los cristianos que me cuesta reconocerlo. En la plaza del Congo bailábamos desde el mediodía hasta la noche y los blancos venían a escandalizarse, porque para darles malos pensamientos, movíamos el trasero como un remolino, y para darles envidia, nos refregábamos como enamorados.
Por las mañanas, después de recibir el agua y la leña que reparten de casa en casa en un carretón, yo salía de compras. El Mercado Francés tenía un par de años de existencia, pero ya ocupaba varias cuadras y era el sitio preferido para la vida social, después del dique. Sigue siendo igual. Todavía se vende de todo, desde comida hasta joyas, y allí se instalan adivinos, magos y doctores de hojas. No faltan charlatanes, que curan con agua pintada de colores y un tónico de zarzaparrilla para esterilidad, dolores de parto, fiebres reumáticas, vómitos de sangre, fatiga del corazón, huesos quebradizos y casi todas las demás desgracias del cuerpo humano. No confío en ese tónico. Si fuera tan milagroso, Tante Rose lo habría usado, pero nunca se interesó por el arbusto de zarzaparrilla, aunque se daba en los alrededores de Saint-Lazare.
En el mercado hice amistad con otros esclavos y así aprendí las costumbres de Luisiana. Como en Saint-Domingue, muchas personas de color libres tienen educación, viven de sus oficios y profesiones, y algunos son dueños de plantaciones. Dicen que suelen ser más crueles que los blancos con sus esclavos, pero no me ha tocado verlo. Así me lo contaron. En el mercado se ven señoras blancas y de color con sus domésticos cargados de canastos. No llevan nada en las manos aparte de guantes y un bolsito bordado de mostacillas con el dinero. Por ley, las mulatas se visten con modestia para no provocar a las blancas, pero reservan sus sedas y sus joyas para la noche. Los caballeros usan corbatas de tres vueltas, pantalones de lana, botas altas, guantes de cabritilla y sombrero de pelo de conejo. Según don Sancho, las cuarteronas de Nueva Orleans son las mujeres más bellas del mundo. «Tú podrías ser como ellas, Tété. Fíjate cómo caminan, livianas, ondulando las caderas, la cabeza erguida, la grupa alzada, el pecho desafiante. Parecen potrancas finas. Ninguna mujer blanca puede andar así», me decía.
Yo nunca seré como esas mujeres, pero Rosette tal vez sí. ¿Qué iba a ser de mi hija? Eso mismo me preguntó el amo cuando volvía mencionarle mi libertad. «¿Quieres que tu hija viva en la miseria? No se puede emancipar a un esclavo antes de que cumpla treinta años. Te faltan seis, así es que no vuelvas a molestarme con esto.» ¡Seis años! Yo no conocía esa ley. Era una eternidad para mí, pero le daría tiempo a Rosette de crecer protegida por su padre.
Los festejos
En 1795 se inauguró la plantación Valmorain con una fiesta campestre de tres días, todo derroche, tal como quería Sancho y se usaba en Luisiana. La casa, de inspiración griega, era rectangular, de dos pisos, rodeada de columnas, con una galería en la planta baja y un balcón techado en la superior, que daba vuelta por los cuatro costados, con habitaciones luminosas y pisos de caoba, pintada en colores pastel, como preferían los créoles franceses y católicos, a diferencia de las casas de americanos protestantes, que siempre eran blancas. Según Sancho, parecía una réplica azucarada de la Acrópolis, pero la opinión general la catalogó como una de las mansiones más bellas del Mississippi. Todavía le faltaban adornos, pero no estaba desnuda, porque la llenaron de flores y encendieron tantas luces que las tres noches de festejo resultaron claras como días. La familia completa asistió, incluso el tutor, Gaspard Sévérin, con una casaca nueva, regalo de Sancho, y un aire menos patético, porque en el campo comía y tomaba sol. En los meses de verano, cuando lo llevaban a la plantación para que Maurice continuara sus clases, podía enviar el sueldo entero a sus hermanos en Saint-Domingue. Valmorain alquiló dos barcazas de doce remeros decoradas con toldos de colores para trasladar a sus invitados, que llegaron con sus baúles y esclavos personales, incluso sus peluqueros. Contrató orquestas de mulatos libres que se turnaban para que no faltara música y consiguió suficientes platos de porcelana y cubiertos de plata como para un regimiento. Hubo paseos, cabalgatas, cacerías, juegos de salón, danzas, y siempre el alma del holgorio fue el infatigable Sancho, mucho más hospitalario que Valmorain, capaz de sentirse a sus anchas por igual en parrandas de delincuentes en El Pantano y en fiestas de etiqueta. Las mujeres pasaban la mañana descansando, salían al aire libre después de la siesta, con velos tupidos y guantes, y por las noches se ataviaban con sus mejores galas. En la luz suave de las lámparas, todas parecían bellezas naturales de ojos oscuros, brillantes cabelleras y piel nacarada, nada de caras pintarrajeadas y lunares postizos como en Francia, pero en la intimidad del boudoir se oscurecían las cejas con carboncillo, se refregaban pétalos de rosas rojas en las mejillas, se retocaban los labios con carmín, se cubrían las canas, si las tenían, con borra de café y la mitad de los rizos que llevaban encima habían pertenecido a otra cabeza. Usaban colores claros y telas livianas; ni las viudas recientes se vestían de negro, un color lúgubre que no favorece ni consuela.
En los bailes de la noche las damas compitieron en elegancia, algunas seguidas por un negrito que les llevaba la cola. Maurice y Rosette, de ocho y cinco años, hicieron una demostración de vals, polca y cotillón, que justificó los varillazos del maestro y provocó exclamaciones de deleite en la concurrencia. Tété oyó el comentario de que la niña debía de ser española, hija del cuñado ¿cómo se llamaba? Sancho o algo por el estilo. Rosette, vestida de seda blanca, zapatillas negras y un lazo rosado en su cabello largo, bailaba con aplomo, mientras Maurice transpiraba de vergüenza en su traje de gala contando los pasos: dos saltitos a la izquierda, uno a la derecha, inclinación y media vuelta, atrás, adelante y reverencia. Repetir. Ella lo conducía, lista para disimular con una pirueta de inspiración propia los tropezones de su compañero. «Cuando yo sea grande, iré a bailes todas las noches, Maurice. Si quieres casarte conmigo, más vale que aprendas», le advertía en los ensayos.
Valmorain había adquirido un mayordomo para la plantación y Tété cumplía impecablemente la misma función en Nueva Orleans, gracias a las lecciones del hermoso Zacharie en Le Cap. Ambos respetaban los límites de la mutua autoridad y en la fiesta les tocó colaborar para que el servicio rodara aceitado. Destinaron tres esclavas sólo a acarrear agua y retirar bacinillas y un muchacho a limpiar la cagantina de dos perros motudos, pertenecientes a la señorita Hortense Guizot, que se enfermaron. Valmorain contrató dos cocineros, mulatos libres, y asignó varios ayudantes a Célestine, la cocinera de la casa. Entre todos apenas dieron abasto en la preparación de pescados y mariscos, aves domésticas y de caza, guisos créoles y postres. Sacrificaron un ternero y Owen Murphy dirigió los asados a la parrilla. Valmorain mostró a sus invitados la fábrica de azúcar, la destilería de ron y los establos, pero lo que exhibió con más orgullo fueron las instalaciones de los esclavos. Murphy les había dado tres días feriados, ropa y dulces, y después los puso a cantar en honor a la Virgen María. Varias señoras se conmovieron hasta las lágrimas con el fervor religioso de los negros. La concurrencia felicitó a Valmorain, aunque más de uno comentó a sus espaldas que con tanto idealismo iba a arruinarse.
Al principio Tété no distinguió a Hortense Guizot entre las otras damas, salvo por los fastidiosos perritos cagones; le falló el instinto para adivinar el papel que esa mujer tendría en su vida. Hortense había cumplido veintiocho años y todavía estaba soltera, no por fea ni pobre, sino porque el novio que tenía a los veinticuatro se cayó del caballo haciendo cabriolas para impresionarla y se partió el pescuezo. Había sido un raro noviazgo de amor y no de conveniencia, como era lo usual entre créoles de alcurnia. Denise, su esclava personal, le contó a Tété que Hortense fue la primera en acudir corriendo y verlo muerto. «No alcanzó a despedirse de él», añadió. Al término del duelo oficial, el padre de Hortense empezó a buscarle otro pretendiente. El nombre de la joven había andado de boca en boca debido a la muerte prematura del novio, pero tenía un pasado irreprochable. Era alta, rubia, rosada y robusta, como tantas mujeres de Luisiana, que comían con gusto y se movían poco. El corpiño le levantaba los senos como melones en el escote, para goce de las miradas masculinas. Hortense Guizot pasó esos días cambiándose de ropa cada dos o tres horas, alegre, porque el recuerdo del novio no la siguió a la fiesta. Se apoderó del piano, cantó con voz de soprano y bailó con bríos hasta el amanecer, agotando a todas sus parejas, menos a Sancho. No había nacido la mujer capaz de apabullarlo, como él decía, pero admitió que Hortense era una contendiente formidable.
Al tercer día, cuando las embarcaciones se habían ido con su carga de cansados visitantes, músicos, criados y perros falderos, y los esclavos estaban recogiendo el desparramo de basura, llegó Owen Murphy azorado con la noticia de que una banda de cimarrones venía por el río matando blancos e incitando a los negros a rebelarse. Se sabía de esclavos fugitivos amparados por tribus de indios americanos, pero otros sobrevivían en los pantanos transformados en seres de barro, agua y algas, inmunes a los mosquitos y el veneno de las serpientes, invisibles al ojo de sus perseguidores, armados de cuchillos y machetes oxidados, de piedras cortantes, locos de hambre y libertad. Primero se supo que los asaltantes eran alrededor de treinta, pero un par de horas después ya se hablaba de ciento cincuenta.
– ¿Llegarán hasta aquí, Murphy? ¿Cree que nuestros negros se pueden alzar? -le preguntó Valmorain.
– No lo sé, señor. Están cerca y pueden invadirnos. En cuanto a nuestra gente, nadie puede predecir cómo reaccionarán.
– ¿Cómo que no se puede predecir? Aquí reciben toda clase de consideraciones, en ninguna parte estarían mejor. ¡Vaya a hablar con ellos! -exclamó Valmorain paseándose muy alterado por la sala.
– Esto no se arregla hablando, señor -le explicó Murphy.
– ¡Esta pesadilla me persigue! ¡Es inútil tratarlos bien! ¡Estos negros son todos incorregibles!
– Calma, cuñado -le interrumpió Sancho-. Todavía no ha pasado nada. Estamos en Luisiana, no en Saint-Domingue, donde había medio millón de negros furiosos y un puñado de blancos despiadados.
– Debo poner a salvo a Maurice. Prepare un bote, Murphy, me voy a la ciudad de inmediato -le ordenó Valmorain.
– ¡Eso sí que no! -gritó Sancho-. De aquí nadie se mueve. No vamos a salir cascando como ratas. Además, el río no es seguro, los revoltosos tienen botes. Señor Murphy, vamos a proteger la propiedad. Traiga todas las armas de fuego disponibles.
Alinearon las armas sobre la mesa del comedor; los dos hijos mayores de Murphy, de trece y once años, las cargaron y luego las distribuyeron entre los cuatro blancos, incluso Gaspard Sévérin, quien nunca había apretado un gatillo y no podía apuntar con sus manos temblonas. Murphy dispuso de los esclavos, los hombres encerrados en los establos y los niños en la casa del amo; las mujeres no se moverían de las cabañas sin sus hijos. El mayordomo y Tété se hicieron cargo de los domésticos, alborotados por la noticia. Todos los esclavos de Luisiana habían escuchado a los blancos mencionar el peligro de una revuelta, pero creían que eso sólo sucedía en lugares exóticos y no podían imaginarla. Tété destinó a dos mujeres a cuidar a los niños, después ayudó al mayordomo a atrancar puertas y ventanas. Célestine reaccionó mejor de lo esperado, dado su carácter. Había trabajado a seis manos durante la fiesta, enfurruñada y despótica, compitiendo con los cocineros de afuera, unos flojos descarados que recibían paga por lo mismo que ella debía hacer gratis, como mascullaba. Estaba remojándose los pies cuando llegó Tété a informarle de lo que ocurría. «Nadie pasará hambre», anunció escuetamente y se puso en acción con sus ayudantes para alimentarlos a todos.
Esperaron ese día completo, Valmorain, Sancho y el espantado Gaspard Sévérin con las pistolas en las manos, mientras Murphy montaba guardia frente a los establos y sus hijos vigilaban el río para dar la voz de alarma en caso necesario. Leanne Murphy calmó a las mujeres con la promesa de que sus niños estaban seguros en la casa, donde les estaban repartiendo tazas de chocolate. A las diez de la noche, cuando ninguno podía tenerse en pie de fatiga, llegó Brandan, el mayor de los niños Murphy, a caballo con una antorcha en una mano y una pistola al cinto anunciando que se aproximaba un grupo de patrulleros. Diez minutos más tarde los hombres desmontaron frente a la casa. Valmorain, que en esas horas había revivido los horrores de Saint-Lazare y de Le Cap, los recibió con tales muestras de alivio que Sancho sintió vergüenza por él. Recibió el informe de los patrulleros y ordenó destapar botellas de su mejor licor para celebrar. La crisis había pasado: diecinueve negros rebeldes fueron detenidos, once estaban muertos y los demás serían ahorcados al amanecer. El resto se había dispersado y probablemente se dirigían a sus refugios en los pantanos. Uno de los milicianos, un pelirrojo de unos dieciocho años, excitado por la noche de aventura y el alcohol, le aseguró a Gaspard Sévérin que de tanto vivir en el lodo los ahorcados tenían patas de sapo, agallas de pez y dientes de caimán. Varios plantadores de la zona se habían sumado con entusiasmo a las patrullas para darles caza, un deporte que rara vez tenían ocasión de practicar en gran escala. Habían jurado aplastar a esos negros alzados hasta el último hombre. Las bajas de los blancos resultaron mínimas: un capataz asesinado, un plantador y tres patrulleros heridos y un caballo con una pata quebrada. La revuelta pudo ser sofocada rápidamente porque un esclavo doméstico había dado la voz de alarma. «Mañana, cuando los rebeldes cuelguen de sus horcas, ese hombre será libre», pensó Tété.
Sancho García del Solar iba y venía entre la plantación y la ciudad, pasaba más tiempo en bote o a caballo que en cualquiera de los destinos. Tété nunca sabía cuándo iba a aparecer en la casa de la ciudad, de día o de noche, con el caballo extenuado, siempre sonriente, bullicioso, glotón. Un lunes de madrugada se batió en duelo con otro español, un funcionario de la gobernación, en los jardines de Saint-Antoine, el sitio habitual de los caballeros para matarse o al menos herirse, única forma de limpiar el honor. Era un pasatiempo favorito y los jardines, con sus frondosos arbustos, ofrecía la privacidad necesaria. En la casa no se supo hasta la hora del desayuno, cuando Sancho llegó con la camisa ensangrentada pidiendo café y coñac. Le anunció a carcajadas a Tété que apenas había recibido un rasguño en las costillas; en cambio su rival quedó con la cara marcada. «¿Por qué se batieron?», le preguntó ella, mientras le limpiaba el corte de la estocada, tan cercano al corazón que si hubiera entrado un poco más tendría que haberlo vestido para el cementerio. «Porque me miró torcido», fue su explicación. Estaba feliz de no haberse echado un muerto a la espalda. Después Tété averiguó que el duelo había sido por Adi Soupir, una muchacha cuarterona de curvas turbadoras a quien ambos hombres pretendían.
Sancho despertaba a los niños en la mitad de la noche para enseñarles engañifas de naipes y si Tété se oponía la levantaba por la cintura, le daba dos vueltas en el aire y procedía a explicarle que no se puede sobrevivir en este mundo sin hacer trampas y más valía aprenderlas lo antes posible. De repente se le ocurría comer lechón asado a las seis de la mañana y había que volar al mercado en busca del animal, o anunciaba que iba al sastre, se perdía durante dos días y regresaba pasado de alcohol, acompañado por varios de sus compinches a quienes había ofrecido hospitalidad. Se vestía con esmero, aunque sobriamente, escrutando cada detalle de su apariencia en el espejo. Entrenó al esclavo de los mandados, un chico de catorce años, para que le engomara el bigote y le rasurara las mejillas con la navaja española con mango de oro que había estado en la familia García del Solar a lo largo de tres generaciones. «¿Te vas a casar conmigo cuando yo sea grande, tío Sancho?», le preguntaba Rosette. «Mañana mismo, si quieres, preciosa», y le plantaba un par de sonoros besos. A Tété la trataba como a una parienta venida a menos, con una mezcla de familiaridad y respeto, salpicada de bromas. A veces, cuando sospechaba que ella había alcanzado el límite de su paciencia, le traía un regalo y se lo ofrecía con un piropo y un beso en la mano, que ella recibía avergonzada. «Date prisa en crecer, Rosette, antes de que me case con tu madre», amenazaba, burlón.
Por las mañanas, Sancho acudía al Café des Émigrés, donde se juntaba con otros a jugar dominó. Sus divertidas fanfarronadas de hidalgo y su inalterable optimismo contrastaban con los emigrados franceses, achicados y empobrecidos por el exilio, que pasaban la vida lamentando la pérdida de sus bienes, reales o exagerados, y discutiendo de política. Las malas noticias eran que Saint-Domingue continuaba sumido en la violencia y los ingleses habían invadido varias ciudades de la costa, pero no habían logrado ocupar el centro del país y por lo tanto la posibilidad de independizar la colonia se había enfriado. Toussaint ¿cómo se llama ahora ese maldito? ¿Louverture? ¡Vaya nombre que inventó! Bueno, ese Toussaint, que estaba con los españoles, se cambió de bandera y ahora pelea junto a los franceses republicanos, que sin su ayuda estarían jodidos. Antes de cambiarse Toussaint aniquiló a las tropas españolas bajo su mando. ¡Juzguen ustedes si acaso se puede confiar en esa gentuza! El general Laveaux lo ascendió a general y comandante del Cordón Occidental y ahora ese mono anda de sombrero emplumado, para morirse de risa. ¡A lo que hemos llegado, compatriotas! ¡Francia aliada con los negros! ¡Qué humillación histórica!, exclamaban los refugiados entre dos partidas de dominó.
Pero también había algunas noticias optimistas para los emigrados, como que en Francia la influencia de los colonos monárquicos iba en aumento y el público no quería oír una palabra más de los derechos de los negros. Si los colonos obtenían los votos necesarios, la Asamblea estaría obligada a enviar suficientes tropas a Saint-Domingue y acabar con la revuelta. La isla era una mosca en el mapa, decían, jamás podría enfrentarse al poderío del ejército francés. Con la victoria, los emigrados podrían retornar y todo volvería a ser como antes. Entonces no habría misericordia para los negros, los matarían a todos y traerían carne fresca de África.
A su vez, Tété se enteraba de las noticias en los corrillos del Mercado Francés. Toussaint era brujo y adivino, podía echar una maldición de lejos y matar con el pensamiento. Toussaint ganaba una batalla tras otra y las balas no le penetraban. Toussaint gozaba de la protección de Jesús, que era muy poderoso. Tété le preguntó a Sancho, porque no se atrevía a tocar el tema con Valmorain, si regresarían a Saint-Lazare algún día y él le contestó que habría que estar demente para ir a meterse en aquella carnicería. Eso confirmó su presentimiento de que no volvería a ver a Gambo, aunque había escuchado a su amo hacer planes para recuperar su propiedad en la colonia.
Valmorain estaba concentrado en la plantación, que surgió de las ruinas de la anterior, donde pasaba buena parte del año. En la temporada de invierno se trasladaba de mala gana a la casa de la ciudad, porque Sancho insistía en la importancia de las relaciones sociales. Tété y los niños vivían en Nueva Orleans y sólo iban a la plantación en los meses de calor y epidemias, cuando todas las familias pudientes escapaban de la ciudad. Sancho hacía visitas apresuradas al campo, porque seguía con la idea de plantar algodón. Nunca había visto algodón en su estado primitivo, sólo en sus camisas almidonadas, y tenía una visión poética del proyecto que no incluía esfuerzo personal. Contrató a un agrónomo americano y antes de haber puesto la primera mata en la tierra ya planeaba comprar una desmontadora de algodón recién inventada que, según creía, iba a revolucionar el mercado. El americano y Murphy proponían alternar los cultivos; así cuando el suelo se cansaba con la caña, se plantaba algodón y a la inversa.
El único afecto constante en el caprichoso corazón de Sancho García del Solar era su sobrino. Al nacer, Maurice había sido pequeño y frágil, pero resultó más sano de lo que pronosticó el doctor Parmentier y las únicas fiebres que sufrió fueron de nervios. Lo que le sobraba en salud le faltaba en dureza. Era estudioso, sensible y llorón, prefería quedarse contemplando un hormiguero en el jardín o leyéndole cuentos a Rosette que participar en los juegos bruscos de los Murphy. Sancho, cuya personalidad no podía ser más diferente, lo defendía de las críticas de Valmorain. Para no defraudar a su padre, Maurice nadaba en agua helada, galopaba en caballos chúcaros, espiaba a las esclavas cuando se bañaban y se revolcaba a golpes en el polvo con los Murphy hasta sangrar por la nariz, pero era incapaz de matar liebres a balazos o destripar un sapo vivo para ver cómo era por dentro. Nada tenía de jactancioso, frívolo o matón, como otros niños criados con la misma indulgencia. Valmorain estaba preocupado porque su hijo era tan callado y de corazón tan blando, siempre dispuesto a proteger a los más vulnerables; le parecían signos de debilidad de carácter.
A Maurice la esclavitud le chocaba y ningún argumento había logrado hacerlo cambiar de opinión. «¿De dónde saca esas ideas si ha vivido siempre rodeado de esclavos?», se preguntaba su padre. El chico tenía una profunda e irremediable vocación de justicia, pero aprendió temprano a no hacer demasiadas preguntas al respecto, porque el tema caía pésimo y las respuestas lo dejaban insatisfecho. «¡No es justo!», repetía, dolorido ante cualquier forma de abuso. «¿Quién te dijo que la vida es justa, Maurice?», replicaba su tío Sancho. Era lo mismo que le decía Tété. Su padre le endilgaba complicados discursos sobre las categorías impuestas por la naturaleza, que separan a los seres humanos y son necesarias para el equilibrio de la sociedad, ya se daría cuenta de que mandar era muy difícil, que obedecer resultaba más sencillo.
El niño no tenía madurez ni vocabulario para rebatirlo. Tenía una vaga noción de que Rosette no era libre, como él, aunque en términos prácticos la diferencia era imperceptible. No asociaba a la niña o a Tété con los esclavos domésticos y mucho menos con los del campo. Tanto le refregaron jabón en la boca que dejó de llamarla hermana, pero no tanto por el mal rato que pasaba como por enamorado. La amaba con ese amor terrible, posesivo, absoluto con que aman los niños solitarios, y Rosette le correspondía con un cariño sin celos ni congoja. Maurice no imaginaba su existencia sin ella, sin su incesante parloteo, su curiosidad, sus caricias infantiles y la ciega admiración que ella le manifestaba. Con Rosette se sentía fuerte, protector y sabio, porque así lo veía ella. Todo le daba celos. Sufría si ella prestaba atención, aunque fuese un instante, a cualquiera de los chicos Murphy, si tomaba una iniciativa sin consultarlo, si guardaba algún secreto. Necesitaba compartir con ella hasta los más íntimos pensamientos, temores y deseos, dominarla y al mismo tiempo servirla con total abnegación. Los tres años que los separaban en edad no se notaban, porque ella parecía mayor y él parecía menor; ella era alta, fuerte, astuta, vivaz, atrevida y él era pequeño, ingenuo, concentrado, tímido; ella pretendía tragarse el mundo y él vivía abrumado por la realidad. Él lamentaba de antemano las desgracias que podían separarlos, pero ella era todavía demasiado niña para imaginar el futuro. Ambos comprendían por instinto que su complicidad estaba prohibida, era de cristal, traslúcida y quebradiza, y debían defenderla con permanente disimulo. Frente a los adultos mantenían una reserva que a Tété le parecía sospechosa, por eso los espiaba. Si los sorprendía arrinconados acariciándose, les tiraba de las orejas con una furia desproporcionada y después, arrepentida, se los comía a besos. No podía explicarles por qué esos juegos privados, tan comunes entre otros chiquillos, entre ellos eran pecado. En la época en que los tres compartían la habitación, los niños se buscaban a tientas en la oscuridad, y después, cuando Maurice dormía solo, Rosette lo visitaba en su cama. Tété despertaba a medianoche sin Rosette a su lado y tenía que ir de puntillas a buscarla a la pieza del chico. Los encontraba durmiendo abrazados, todavía en plena infancia, inocentes, pero no tanto como para ignorar lo que hacían. «Si te pillo otra vez en la cama de Maurice te voy a dar una tunda de varillazos que vas a recordar el resto de tus días. ¿Me has entendido?», amenazaba Tété a su hija, aterrada por las consecuencias que ese amor podía tener. «No sé cómo llegué aquí, mamá», lloraba Rosette con tal convicción que su madre llegó a creer que caminaba sonámbula.
Valmorain vigilaba de cerca la conducta de su hijo, temía que fuera débil o padeciera disturbios mentales, como su madre. A Sancho esas dudas de su cuñado le parecían absurdas. Le puso clases de esgrima al sobrino y se propuso enseñarle su versión de pugilismo, que consistía en puñetazos y patadas a mansalva. «El que pega primero, pega dos veces, Maurice. No esperes a que te provoquen, lanza la primera patada directo a las bolas», le explicaba, mientras el niño lloriqueaba tratando de eludir los golpes. Maurice era malo para los deportes y en cambio tenía el capricho de la lectura, heredado de su padre, el único plantador de Luisiana que había incluido una biblioteca en los planos de su casa Valmorain no se oponía a los libros en principio, él mismo los coleccionaba, pero temía que de tanto leer su hijo acabara convertido en un currutaco. «¡Espabílate, Maurice! ¡Tienes que hacerte hombre!», y procedía a informarle que las mujeres nacen mujeres, pero los hombres se hacen con valor y dureza. «Déjalo, Toulouse. Cuando llegue el momento yo me encargaré de iniciarlo en cosas de hombre», se burlaba Sancho, pero a Tété no le hacía gracia.
Hortense Guizot se convirtió en madrastra de Maurice un año después de la fiesta en la plantación. Llevaba meses planeando su estrategia, con la complicidad de una docena de hermanas, tías y primas determinadas a resolver el drama de su soltería y de su padre, encantado con la perspectiva de atraer a Valmorain a su gallinero. Los Guizot eran de apabullante respetabilidad, pero no tan ricos como trataban de parecer, y una unión con Valmorain tenía muchas ventajas para ellos. Al principio éste no se dio cuenta de la estrategia para cazarlo y creyó que las atenciones de la familia Guizot iban destinadas a Sancho, más joven y guapo que él. Cuando el mismo Sancho le hizo ver su error, quiso huir a otro continente; estaba muy cómodo con sus rutinas de solterón y algo tan irreversible como el matrimonio lo espantaba.
– Apenas conozco a esa señorita, la he visto muy poco -alegó.
– Tampoco conocías a mi hermana y lo más bien que te casaste con ella -le recordó Sancho.
– ¡Y mira lo mal que me fue!
– Los hombres solteros son sospechosos, Toulouse. Hortense es una mujer estupenda.
– Si tanto te gusta, cásate tú con ella -replicó Valmorain.
– Los Guizot ya me han olfateado, cuñado. Saben que soy un pobre diablo de costumbres disipadas.
– Menos disipadas que las de otros de por aquí, Sancho. En todo caso, no pienso casarme.
Pero la idea ya estaba plantada y en las semanas siguientes empezó a considerarla, primero como una tontería y luego como una posibilidad. Aún estaba a tiempo de tener más hijos, siempre quiso una familia numerosa, y la voluptuosidad de Hortense le parecía buen signo, la joven estaba lista para la maternidad. No sabía que se quitaba años: en realidad tenía treinta.
Hortense era una créole de impecable linaje y suficiente educación; las ursulinas le habían enseñado los fundamentos de lectura y escritura, geografía, historia, artes domésticas, bordado y catecismo, bailaba con gracia y tenía una voz agradable. Nadie dudaba de su virtud y contaba con la simpatía general, ya que por la ineptitud de aquel novio incapaz de sujetarse en un caballo quedó viuda antes de casarse. Los Guizot eran pilares de la tradición, el padre había heredado una plantación y los dos hermanos mayores de Hortense tenían un prestigioso bufete de abogados, única profesión aceptable en su clase. El linaje de Hortense compensaba su escasa dote y Valmorain deseaba ser aceptado en sociedad, no tanto por él como para allanarle el camino a Maurice.
Atrapado en la firme telaraña tejida por las mujeres, Valmorain aceptó que Sancho lo guiara en los vericuetos del cortejo, más sutiles que los de Saint-Domingue o Cuba, donde se enamoró de Eugenia. «Por el momento, nada de regalos ni mensajes para Hortense, concéntrate en la madre. Su aprobación es esencial», le advirtió Sancho. Las muchachas casaderas se presentaban muy poco en público, sólo un par de veces en la ópera acompañadas por la familia en masa, porque si eran muy vistas se «quemaban» y podían terminar solteras cuidando los críos de sus hermanas, pero Hortense contaba con algo más de libertad. Había dejado atrás la edad de merecer -entre dieciséis y veinticuatro años- y entrado en la categoría de «pasada».
Sancho y las arpías casamenteras se las arreglaron para invitar a Valmorain y Hortense a soirées, como se llamaban las cenas bailables de familiares y amigos en la intimidad de los hogares, donde pudieron cruzar algunas palabras, aunque jamás a solas. El protocolo obligaba a Valmorain a anunciar sus intenciones con prontitud. Sancho lo acompañó a hablar con el señor Guizot y en privado plantearon los términos económicos del enlace, cordialmente, pero con claridad. Poco después se celebró el compromiso con un déjeuner de fiançailles, un almuerzo en el que Valmorain entregó a su novia el anillo de moda, un rubí rodeado de diamantes engastado en oro.
Père Antoine, el clérigo más notable de Luisiana, los casó un martes por la tarde en la catedral, sin más testigos que la estricta familia Guizot, en total sólo noventa y dos personas. La novia prefería una boda privada. Entraron en la iglesia escoltados por la guardia del gobernador, y Hortense lució el vestido de seda bordado de perlas que antes habían usado su abuela, su madre y varias de sus hermanas. Le quedaba bastante estrecho, aunque le habían dado a las costuras. Después de la ceremonia, el bouquet de flores de naranjo y jazmines fue enviado a las monjas para colocar a los pies de la Virgen en la capilla. La recepción se llevó a cabo en casa de los Guizot, con despliegue de platos suntuosos preparados por los mismos banqueteros que había contratado Valmorain para la fiesta en su plantación: faisán relleno con castañas, patos en escabeche, cangrejos ardiendo en licor, ostras frescas, pescados de varias clases, sopa de tortuga y más de cuarenta postres, además de la torta de casamiento, un indestructible edificio de mazapán y frutos secos.
Después que los familiares se despidieron, Hortense esperó a su marido ataviada con una camisa de muselina y con su melena rubia suelta sobre los hombros, en su cuarto de soltera, donde sus padres habían reemplazado la cama por otra con baldaquín. En esos años hacían furor las camas de novia con dosel de seda celeste, imitando un cielo límpido de horizonte despejado, y profusión de cupidos regordetes con arcos y flechas, ramitos de flores artificiales y lazos de encaje.
Los recién casados pasaron tres días encerrados en esa pieza, como exigía la costumbre, atendidos por un par de esclavos que les llevaban la comida y les retiraban las bacinillas. Habría sido bochornoso que la novia se presentara en público, incluso delante de su familia, mientras se iniciaba en los secretos del amor. Sofocado de calor, aburrido por el encierro, con dolor de cabeza de tanto hacer cabriolas juveniles a sus años y consciente de que afuera había una docena de parientes con la oreja pegada a la pared, Valmorain comprendió que no se había casado sólo con Hortense, sino con la tribu Guizot. Por fin, al cuarto día, pudo salir de esa prisión y escapar con su mujer a la plantación, donde aprenderían a conocerse con más espacio y aire. Justamente esa semana se iniciaba la temporada de verano y todo el mundo huía de la ciudad.
Hortense nunca dudó que atraparía a Valmorain. Antes de que las implacables celestinas se pusieran en acción, ella había mandado bordar sábanas a las monjas con las iniciales de ambos entrelazadas. Las que guardaba desde hacía años en un baúl de la esperanza, perfumadas a lavanda, con las iniciales del novio anterior, no se perdieron; simplemente les hizo pegar una aplicación de flores encima de las letras y se destinaron a los cuartos de visitas. Como parte de su ajuar, llevó a Denise, la esclava que la había servido desde los quince años, la única que sabía peinarla y planchar sus vestidos a su gusto, y otro esclavo de la casa, que su padre le dio como regalo de boda cuando ella manifestó dudas sobre el mayordomo de la plantación Valmorain. Deseaba a alguien de su absoluta confianza.
Sancho volvió a preguntarle a Valmorain qué pensaba hacer con Tété y Rosette, ya que la situación no podía disimularse. Muchos blancos mantenían a mujeres de color, pero siempre separadas de la familia legal. El caso de una concubina esclava era diferente. Al casarse el amo, la relación terminaba y había que desprenderse de la mujer, que era vendida o enviada a los campos, donde la esposa no la viera, pero eso de tener a la amante y la hija en la misma casa, como pretendía Valmorain, era inaceptable. La familia Guizot y la misma Hortense entenderían que se hubiera consolado con una esclava en sus años de viudez, pero ahora debía resolver el problema.
Hortense había visto a Rosette bailando con Maurice en la fiesta y tal vez albergaba sospechas, aunque Valmorain creía que en el jolgorio y la confusión no se fijó demasiado. «No seas ingenuo, cuñado, las mujeres tienen instinto para estas cosas», replicó Sancho. El día en que Hortense fue a conocer la casa de la ciudad acompañada por su corte de hermanas, Valmorain le ordenó a Tété desaparecer con Rosette hasta el fin de la visita. No deseaba hacer nada apresurado, le explicó a Sancho. Fiel a su carácter, prefirió postergar la decisión esperando que las cosas se arreglaran solas. No mencionó el tema a Hortense.
Por un tiempo, el amo siguió acostándose con Tété cuando estaban bajo el mismo techo, pero no le pareció necesario decirle que pensaba casarse: ella se enteró por los chismes que circulaban como un ventarrón. En la fiesta de la plantación había conversado con Denise, mujer de lengua suelta, a quien volvió a ver en el Mercado Francés en más de una oportunidad, y por ella supo que su futura ama era de genio arrebatado y celosa. Sabía que cualquier cambio sería desfavorable y no podría proteger a Rosette. Una vez más comprobó, abrumada de ira y temor, cuán profunda era su impotencia. Si su amo le hubiera dado entrada, se habría postrado a sus pies, se habría sometido agradecida a todos sus caprichos, cualquier cosa con tal de mantener la situación como estaba, pero desde que se anunció el noviazgo con Hortense Guizot, éste no volvió a llamarla a su cama. «Erzuli, loa madre, ampara por lo menos a Rosette.» Presionado por Sancho, a Valmorain se le ocurrió la solución temporal de que Tété se quedara con la niña cuidando la casa de la ciudad de junio a noviembre, mientras él se iba con la familia a la plantación; así tendría tiempo para prepararle el ánimo a Hortense. Eso significaba seis meses más de incertidumbre para Tété.
Hortense se instaló en una habitación decorada en azul imperial, donde dormía sola, porque ni ella ni su marido tenían costumbre de hacerlo acompañados; y después de la sofocante luna de miel necesitaban su propio espacio. Sus juguetes de niña, espeluznantes muñecas con ojos de vidrio y pelo humano, adornaban su cuarto y sus perros motudos dormían sobre la cama, un mueble de dos metros de ancho, con pilares tallados, baldaquín, cojines, cortinas, flecos y pompones, más un cabezal de tela que ella misma había bordado con punto de cruz en el colegio de las ursulinas. De lo alto pendía el mismo cielo de seda con angelotes gordos que sus padres le habían regalado para la boda.
La recién casada se levantaba después del almuerzo y pasaba dos tercios de su vida en cama, desde donde manejaba los destinos ajenos. La primera noche de casados, cuando todavía estaba en la casa paterna, recibió a su marido en un déshabillé con plumitas de cisne en el escote, muy asentador, pero fatal para él, porque las plumas le produjeron un ataque incontrolable de estornudos. Tan mal comienzo no impidió que consumaran el matrimonio y Valmorain tuvo la agradable sorpresa de que su esposa respondía a sus deseos con más generosidad que la que Eugenia o Tété jamás demostraron.
Hortense era virgen, pero apenas. De alguna manera se las había arreglado para burlar la vigilancia familiar y enterarse de cosas que las solteras no sospechaban. El novio fallecido se fue a la tumba sin saber que ella se le había entregado ardorosamente en su imaginación y seguiría haciéndolo en los años siguientes en la privacidad de su cama, martirizada por el deseo insatisfecho y el amor frustrado. Sus hermanas casadas le habían facilitado información didáctica. No eran expertas, pero al menos sabían que cualquier hombre aprecia ciertas muestras de entusiasmo, aunque no demasiadas, para evitar sospechas. Hortense decidió por su cuenta que ni ella ni su marido estaban en edad de mojigatería. Sus hermanas le dijeron que la mejor manera de dominar al marido era hacerse la tonta y complacerlo en la cama. Lo primero habría de resultar mucho más difícil que lo segundo para ella, que de tonta no tenía un pelo.
Valmorain aceptó como un regalo la sensualidad de su mujer sin hacerle preguntas cuyas respuestas prefería no saber. El cuerpo contundente de Hortense, con sus curvas y hoyuelos, le recordaba el de Eugenia antes de la locura, cuando todavía rebosaba del vestido y desnuda parecía hecha de pasta de almendra: pálida, blanda, fragante, todo abundancia y dulzura. Después, la infeliz se redujo a un espantapájaros y sólo podía abrazarla si estaba embrutecido de alcohol y desesperado. En el resplandor dorado de las velas Hortense era un goce para la vista, una ninfa opulenta de las pinturas mitológicas. Sintió renacer su virilidad, que ya daba por irremisiblemente disminuida. Su esposa lo excitaba como alguna vez lo hicieron Violette Boisier en su piso de la plaza Clugny y Tété en su voluptuosa adolescencia. Le asombraba ese ardor renovado cada noche y a veces incluso al mediodía, cuando llegaba de sopetón, con las botas embarradas y la sorprendía bordando entre los almohadones de su cama, expulsaba a los perros a manotazos y se dejaba caer sobre ella con la alegría de volver a sentirse de dieciocho años. En uno de esos corcoveos se desprendió un cupido del cielo raso de la cama y le cayó en la nuca, aturdiéndolo por breves minutos. Despertó cubierto de sudor helado, porque en las brumas de la inconsciencia se le apareció su antiguo amigo Lacroix a reclamarle el tesoro que le había robado.
En la cama Hortense exhibía la mejor parte de su carácter: hacía bromas livianas, como tejer a crochet un primoroso capuchón con lacitos para el piripicho de su marido, y otras más pesadas, como asomarse en el culo una tripa de pollo y anunciar que se le estaban saliendo los intestinos. De tanto enredarse en las sábanas con iniciales de las monjas acabaron por quererse, tal como ella había previsto. Estaban hechos para la complicidad del matrimonio, porque eran esencialmente diferentes, él era temeroso, indeciso y fácil de manipular, y ella poseía la determinación implacable que a él le faltaba. Juntos moverían montañas.
Sancho, quien tanto abogó por el casorio de su cuñado, fue el primero en captar la personalidad de Hortense y arrepentirse. Fuera de su cuarto azul, Hortense era otra persona, mezquina, avara y fastidiosa. Sólo la música lograba elevarla brevemente por encima de su devastador sentido común, iluminándola con un fulgor angélico, mientras la casa se llenaba de trinos temblorosos que pasmaban a los esclavos y provocaban aullidos en los perros falderos. Había pasado varios años en el ingrato papel de solterona y estaba harta de ser tratada con disimulado desdén; deseaba ser envidiada y para eso su marido debía colocarse alto. Valmorain necesitaría mucho dinero para compensar su carencia de raíces entre las antiguas familias créoles y el hecho lamentable de que provenía de Saint-Domingue.
Sancho se propuso evitar que esa mujer destruyera la camaradería fraternal entre él y su cuñado y se dedicó a halagarla con sus triquiñuelas, pero Hortense resultó inmune a ese derroche de encanto que a sus ojos carecía de un fin práctico inmediato. No le gustaba Sancho y lo mantenía a la distancia, aunque lo trataba con cortesía para no herir a su marido, cuya debilidad por ese cuñado le resultaba incomprensible. ¿Para qué necesitaba a Sancho? La plantación y la casa de la ciudad eran suyas, podía desprenderse de ese socio que nada aportaba. «El plan de venir a Luisiana fue de Sancho, se le ocurrió antes de la revolución en Saint-Domingue y compró la tierra. Yo no estaría aquí si no fuera por él», le explicó Valmorain cuando se lo preguntó. Para ella esa lealtad masculina era de un sentimentalismo inútil y oneroso. La plantación comenzaba a despegar, faltaban por lo menos tres años antes de poder declararla un éxito, y mientras su marido invertía capital, trabajaba y ahorraba, el otro gastaba como un duque. «Sancho es como mi hermano», le dijo Valmorain con ánimo de zanjar el asunto. «Pero no lo es», replicó ella.
Hortense puso todo bajo llave, partiendo de la base de que los criados robaban, e impuso drásticas medidas de ahorro que paralizaron la casa. Los trocitos de azúcar, que se cortaban con cincel de un cono duro como piedra colgado de un gancho en el techo, se contaban antes de colocarlos en el azucarero y alguien llevaba la cuenta del consumo. La comida sobrante de la mesa ya no se repartía entre los esclavos, como siempre, sino que se transformaba en otros platos. Célestine montó en cólera. «Si quieren comer restos de restos y pocos de pocos, no me necesitan, cualquier negro de los cañaverales puede servirles de cocinero», anunció. Su ama no podía tragarla, pero se había corrido la voz de que sus ancas de rana al ajillo, pollos con naranja, gumbo de cerdo y canastillos de milhojas con langostinos eran incomparables, y cuando surgieron un par de interesados en comprar a Célestine por un precio exorbitante, decidió dejarla en paz y volvió su atención a los esclavos del campo. Calculó que podían reducir paulatinamente la comida en la misma medida en que aumentaba la disciplina, sin afectar demasiado a la productividad. Si daba resultado con las mulas, valía la pena intentarlo con los esclavos. Valmorain se opuso en principio a esas medidas, porque no calzaba con su proyecto original, pero su esposa argumentó que así se hacía en Luisiana. El plan duró una semana, hasta que Owen Murphy estalló en una rabieta que remeció los árboles y el ama debió aceptar a regañadientes que los campos, como la cocina de su casa, tampoco eran de su incumbencia. Murphy se impuso, pero el clima de la plantación cambió. Los esclavos de la casa andaban de puntillas y los del campo temían que el ama despidiera a Murphy.
Hortense reemplazaba y eliminaba a los criados como un interminable juego de ajedrez, nunca se sabía a quién pedirle algo y nadie tenía claras sus obligaciones. Eso la irritaba y acababa golpeándolos con una fusta de caballo, que llevaba en la mano como otras señoras llevaban el abanico. Convenció a Valmorain de vender al mayordomo y lo reemplazó por el esclavo que trajo de la casa de sus padres. Ese hombre corría con los manojos de llaves, espiaba al resto del personal y la tenía informada. El proceso de cambio demoró poco, porque ella contaba con el beneplácito incondicional de su marido, a quien le notificaba sus decisiones entre dos brincos de trapecista en la cama, «ven aquí mi amor, para que me muestres cómo se desahogan los seminaristas». Entonces, cuando la casa marchaba a su gusto, Hortense se preparó para abordar los tres problemas pendientes: Maurice, Tété y Rosette.
El amo se casó, se fue con su esposa y Maurice a la plantación y me quedé varios meses sola con Rosette en la casa de la ciudad. A los niños les dio una pataleta cuando los separaron y después anduvieron enfurruñados durante semanas, culpando a madame Hortense. Mi hija no la conocía, pero Maurice se la había descrito, burlándose de sus cantos, sus perritos, sus vestidos y sus modales; era la bruja, la intrusa, la madrastra, la gorda. Se negó a llamarla maman y, como su padre no le permitía dirigirse a ella en otra forma, dejó de hablarle. Le impusieron que la saludara con un beso y él se las arreglaba para dejarle siempre restos de saliva o comida en la cara, hasta que la misma madame Hortense lo liberó de esa obligación. Maurice le escribía notas y le enviaba regalitos a Rosette, que le llegaban a través de don Sancho, y ella le contestaba con dibujos y las palabras que sabía escribir.
Fue un tiempo de incertidumbre, pero también de libertad, porque nadie me controlaba. Don Sancho pasaba buena parte de su tiempo en Nueva Orleans, pero no se fijaba en los detalles; le bastaba ser atendido en lo poco que pedía. Se había prendado de la cuarterona por quien se batió a duelo, una tal Adi Soupir, y estaba más con ella que con nosotros. Hice averiguaciones sobre la mujer y no me gustó nada lo que oí. A los dieciocho años ya tenía fama de frívola, codiciosa y de haberle quitado la fortuna a varios pretendientes. Así me lo contaron. No me atreví a prevenir a don Sancho, porque se habría enfurecido. Por las mañanas salía con Rosette al Mercado Francés, donde me juntaba con otras esclavas y nos sentábamos a la sombra a conversar. Algunas hacían trampa con el vuelto de sus amos y se compraban un vaso de refresco o una docena de ostras frescas aliñadas con limón, pero a mí nadie me pedía cuentas y no necesitaba robar. Eso fue antes de que madame Hortense viniera a la casa de la ciudad. Muchas personas se fijaban en Rosette, que parecía una niña de buena familia, con su vestido de tafetán y sus botines de charol. Siempre me ha gustado el mercado, con los puestos de frutas y verduras, las fritangas de comida picante, el ruidoso gentío de compradores, predicadores y charlatanes, indios inmundos vendiendo canastos, mendigos mutilados, piratas tatuados, frailes y monjas, músicos callejeros.
Un miércoles llegué al mercado con los ojos hinchados, porque había llorado mucho la noche anterior pensando en el futuro de Rosette. Tanto preguntaron mis amigas, que acabé admitiendo los temores que no me dejaban dormir. Las esclavas me aconsejaron conseguir un gris-gris para protección, pero yo ya tenía uno de esos amuletos, un saquito de hierbas, huesos, uñas mías y de mi hija, preparado por una oficiante de vudú. No me había servido de nada. Alguien me habló del Père Antoine, un religioso español con el corazón inmenso, que servía por igual a señores y esclavos. La gente lo adoraba. «Anda a confesarte con él, tiene magia», me dijeron. Nunca me había confesado, porque en Saint-Domingue los esclavos que lo hacían terminaban pagando sus pecados en este mundo y no en el otro, pero no tenía a quien acudir y por eso fui a verlo con Rosette. Esperé un buen rato, fui la última de la cola de suplicantes, cada uno con sus culpas y peticiones. Cuando llegó mi turno no supe qué hacer, nunca había estado tan cerca de un hungan católico. El padre Antonio era todavía joven, pero con cara de viejo, de nariz larga, ojos oscuros y bondadosos, barba como crines de caballo y patas de tortuga en sandalias muy gastadas. Nos llamó con un gesto, levantó a Rosette y la sentó en sus rodillas. Mi hija no se resistió, aunque él olía a ajo y su hábito marrón estaba roñoso.
– ¡Mira maman! Tiene pelos en la nariz y migas en la barba -comentó Rosette, ante mi horror.
– Soy muy feo -respondió él, riéndose.
– Yo soy bonita -dijo ella.
– Eso es verdad, niña, y en tu caso Dios perdona el pecado de vanidad.
Su francés sonaba como español con catarro. Después de bromear con Rosette por unos minutos, me preguntó en qué podía ayudarme. Mandé a mi hija a jugar afuera, para que no oyera. Erzuli loa, amiga, perdóname, no pensaba acercarme al Jesús de los blancos, pero la voz cariñosa del Père Antoine me desarmó y empecé a llorar de nuevo, aunque había gastado mucho llanto en la noche. Las lágrimas nunca se acaban. Le conté que nuestra suerte pendía de un hilo, la nueva ama era dura de sentimiento y en cuanto sospechara que Rosette era hija de su marido iba a vengarse no de él, sino de nosotras.
– ¿Cómo sabes eso, hija mía? -me preguntó.
– Todo se sabe, mon père.
– Nadie sabe el futuro, sólo Dios. A veces lo que más tememos resulta ser una bendición. Las puertas de esta iglesia están siempre abiertas, puedes venir cuando quieras. Tal vez Dios me permita ayudarte, cuando llegue el momento.
– Me da miedo el dios de los blancos, Père Antoine. Es más cruel que Prosper Cambray.
– ¿Quién?
– El jefe de capataces de la plantación en Saint-Domingue. No soy servidora de Jesús, mon père. Lo mío son los loas que acompañaron a mi madre desde Guinea. Pertenezco a Erzuli
– Sí, hija, conozco a tu Erzuli -sonrió el sacerdote-. Mi Dios es el mismo Papa Bondye tuyo, pero con otro nombre. Tus loas son como mis santos. En el corazón humano hay espacio para todas las divinidades.
– El vudú estaba prohibido en Saint-Domingue, mon père.
– Aquí puedes seguir con tu vudú, hija mía, porque a nadie le importa, siempre que no haya escándalo. El domingo es el día de Dios, ven a misa por la mañana y por la tarde vas a la plaza del Congo a bailar con tus loas. ¿Cuál es el problema?
Me pasó un trapo inmundo, su pañuelo, para que me secara las lágrimas, pero preferí usar el ruedo de mi falda. Cuando ya nos íbamos me habló de las monjas ursulinas. Esa misma noche habló con don Sancho. Así fue.
Hortense Guizot fue un viento de renovación en la vida de Valmorain que lo llenó de optimismo, al contrario de lo que sintieron el resto de la familia y la gente de la plantación. Algunos fines de semana la pareja recibía huéspedes en el campo, según la hospitalidad créole, pero las visitas disminuyeron y pronto terminaron cuando fue evidente el disgusto de Hortense si alguien se dejaba caer sin ser invitado. Los Valmorain pasaban sus días solos. Oficialmente, Sancho vivía con ellos, como tantos otros solteros allegados a una familia, pero se veían poco. Sancho buscaba pretextos para evitarlos y Valmorain echaba de menos la camaradería que siempre habían compartido. Ahora sus horas transcurrían jugando a los naipes con su mujer, escuchándola trinar en el piano o leyendo mientras ella pintaba un cuadrito tras otro de doncellas en columpios y gatitos con bolas de lana. Hortense volaba con la aguja de crochet haciendo mantelitos para cubrir todas las superficies disponibles. Tenía manos albas y delicadas, regordetas, de uñas impecables, manos hacendosas para labores de tejido y bordado, ágiles en el teclado, audaces en el amor. Hablaban poco, pero se entendían con miradas afectuosas y besitos soplados de una silla a otra en el inmenso comedor, donde cenaban solos, porque Sancho rara vez aparecía por la casa y ella había sugerido que Maurice, cuando estaba con ellos, comiera con su tutor en la glorieta del jardín, si el tiempo lo permitía, o en el comedor de diario, pues así aprovechaba ese rato para continuar con las lecciones. Maurice tenía nueve años, pero actuaba como un crío, según Hortense, quien contaba con una docena de sobrinos y se consideraba experta en crianza de niños. Le hacía falta foguearse con otros chicos de su clase social, no sólo con esos Murphy, tan ordinarios. Estaba muy mimado, parecía una niña, había que exponerlo a los rigores de la vida, decía.
Valmorain rejuveneció, se quitó las patillas y bajó un poco de peso con las maromas nocturnas y las porciones raquíticas que ahora servían en su mesa. Había encontrado la dicha conyugal que no tuvo con Eugenia. Hasta el temor de una rebelión de esclavos, que lo perseguía desde Saint-Domingue, pasó a segundo plano. La plantación no le quitaba el sueño, porque Owen Murphy era de una eficiencia encomiable y lo que no alcanzaba a hacer, se lo encargaba a su hijo Brandan, un adolescente fornido como su padre y práctico como su madre, que había trabajado desde los seis años a lomo de caballo.
Leanne Murphy había dado a luz al séptimo crío, idéntico a sus hermanos, robusto y de pelo negro, pero sacaba tiempo para atender el hospital de esclavos, donde acudía a diario con su bebé en una carretilla. No podía ver a su patrona ni en pintura. La primera vez que Hortense intentó inmiscuirse en su territorio, se plantó frente a ella, con los brazos cruzados y una expresión de helada calma. Así había dominado a la pandilla de los Murphy por más de quince años y también le resultó con Hortense. Si el jefe de capataces no hubiera sido tan buen empleado, Hortense Guizot se habría desprendido de todos ellos sólo para aplastar a ese insecto de irlandesa, pero le interesaba más la producción. Su padre, un plantador de ideas anticuadas, decía que el azúcar había mantenido a los Guizot por generaciones y no había necesidad de experimentos, pero ella había averiguado las ventajas del algodón con el agrónomo americano y, como Sancho, estaba considerando las ventajas de ese cultivo. No podía prescindir de Owen Murphy.
Un fuerte huracán de agosto inundó buena parte de Nueva Orleans; nada grave, ocurría a menudo y a nadie le inquietaban demasiado las calles convertidas en canales y el agua sucia paseándose por sus patios. La vida continuaba como siempre, sólo que mojados. Ese año los damnificados fueron escasos, sólo los muertos pobres emergieron de sus fosas flotando en una sopa de barro, pero los muertos ricos continuaron descansando en paz en sus mausoleos, sin verse expuestos a la indignidad de perder los huesos en las fauces de perros vagabundos. En algunas calles el agua llegó a las rodillas y varios hombres se emplearon transportando gente en la espalda de un punto a otro, mientras los niños gozaban revolcándose en los charcos entre desperdicios y bosta de caballo.
Los médicos, siempre alarmistas, advirtieron que habría una pavorosa epidemia, pero el Père Antoine organizó una procesión con el Santísimo a la cabeza y nadie se atrevió a burlarse de ese método para dominar al clima, porque siempre daba resultado. Para entonces el sacerdote ya tenía fama de santo, aunque hacía sólo tres años que estaba instalado en la ciudad. Había vivido allí muy brevemente en 1790, cuando la Inquisición lo envió a Nueva Orleans con la misión de expulsar a los judíos, castigar a los herejes y propagar la fe a sangre y fuego, pero nada tenía de fanático y se alegró cuando los indignados ciudadanos de Luisiana, poco dispuestos a tolerar a un inquisidor, lo deportaron a España sin miramientos. Regresó en 1795 como rector de la catedral de Saint-Louis, recién construida después del incendio de la anterior. Llegó dispuesto a tolerar a los judíos, hacer la vista gorda a los herejes y propagar la fe con compasión y caridad. Atendía a todos por igual, sin distinguir entre libres y esclavos, criminales y ciudadanos ejemplares, damas virtuosas y de vida alegre, ladrones, bucaneros, abogados, verdugos, usureros y excomulgados. Todos cabían, codo con codo, en su iglesia. Los obispos lo detestaban por insubordinado, pero el rebaño de sus fieles lo defendía con lealtad, Père Antoine, con su hábito de capuchino y su barba de apóstol, era la antorcha espiritual de aquella pecaminosa ciudad. Al día siguiente de su procesión el agua retrocedió de las calles y ese año no hubo epidemia.
La casa de los Valmorain fue la única de la ciudad afectada por la inundación. El agua no llegó de la calle, sino que surgió del suelo borboteando como un sudor espeso. Los cimientos habían resistido heroicamente la perniciosa humedad durante años, pero ese ataque insidioso los venció. Sancho consiguió un maestro de obras y un equipo de albañiles y carpinteros que invadieron el primer piso con andamios, palancas y poleas. Transportaron el mobiliario al segundo piso, donde se acumularon cajones y muebles cubiertos con sábanas. Debieron levantar los adoquines del patio, poner drenajes y demoler los alojamientos de los esclavos domésticos, hundidos en el lodazal.
A pesar de los inconvenientes y el gasto, Valmorain estaba satisfecho, porque aquel estropicio le daba más tiempo para abordar el problema de Tété. En las visitas que hacía con su mujer a Nueva Orleans, él por negocios y ella para hacer vida social, se quedaban en la casa de los Guizot, un poco estrecha, pero mejor que un hotel. Hortense no demostró ninguna curiosidad por ver las obras, pero exigió que la casa estuviera lista en octubre; así la familia podría pasar la temporada en la ciudad. Muy sano eso de vivir en el campo, pero era necesario establecer su presencia entre la gente bien, es decir, los de su clase. Habían estado ausentes demasiado tiempo.
Sancho llegó a la plantación cuando las reparaciones de la casa habían concluido, bullanguero como siempre, pero con la impaciencia contenida de quien debe resolver un asunto desagradable. Hortense lo notó y supo por instinto que se trataba de la esclava cuyo nombre estaba en el aire, la concubina. Cada vez que Maurice preguntaba por ella o por Rosette, Valmorain se ponía morado. Hortense prolongó la cena y el juego de dominó para no darles a los hombres ocasión de hablar a solas. Temía la influencia de Sancho, a quien consideraba nefasto, y necesitaba prepararle el ánimo a su marido en la cama para cualquier eventualidad. A las once de la noche Valmorain se estiró bostezando y anunció que había llegado la hora de ir a dormir.
– Debo hablar contigo en privado, Toulouse -le anunció Sancho, poniéndose de pie.
– ¿En privado? No tengo secretos con Hortense -contestó el otro, de buen humor.
– Claro que no, pero esto es cosa de hombres. Vamos a la biblioteca. Perdóneme, Hortense -dijo Sancho, desafiando a la mujer con la mirada.
En la biblioteca los esperaba el mayordomo de guantes blancos con la excusa de servir coñac, pero Sancho le dio orden de retirarse y cerrar la puerta, luego se volvió a su cuñado y lo conminó a decidir la suerte de Tété. Faltaban sólo once días para octubre y la casa estaba lista para recibir a la familia.
– No pienso hacer cambios. Esa esclava seguirá sirviendo como siempre y más vale que lo haga de buen talante -le explicó Valmorain, arrinconado.
– Le prometiste su libertad, Toulouse, incluso le firmaste un documento.
– Sí, pero no quiero que me presione. Lo haré a su debido tiempo. Si llega el caso, le contaré todo a Hortense. Estoy seguro de que entenderá. ¿Por qué te interesa esto, Sancho?
– Porque sería lamentable que afectara tu matrimonio.
– Eso no ocurrirá. ¡Cualquiera diría que soy el primero en haberse acostado con una esclava, Sancho, por Dios!
– ¿Y Rosette? Su presencia será humillante para Hortense -insistió Sancho-. Es obvio que es tu hija. Pero se me ocurre una forma de quitarla del medio. Las ursulinas reciben niñas de color y las educan tan bien como a las blancas, pero separadas, por supuesto. Rosette podría pasar los próximos años interna en las monjas.
– No me parece necesario, Sancho.
– El documento que Tété me mostró incluye a Rosette. Cuando sea libre tendrá que ganarse la vida y para eso se requiere cierta educación, Toulouse. ¿O pretendes seguir manteniéndola para siempre?
En esos días decretaron en Saint-Domingue que los colonos residentes fuera de la isla, en cualquier parte menos Francia, se consideraban traidores y sus propiedades serían confiscadas. Algunos emigrados estuvieron dispuestos a volver para reclamar sus tierras, pero Valmorain dudaba: no había razón para suponer que el odio racial hubiese disminuido. Decidió aceptar el consejo de su antiguo agente en Le Cap, quien le propuso por carta que registrara temporalmente la habitation Saint-Lazare a su nombre, para evitar que se la quitaran. A Hortense eso le pareció grotesco; era obvio que el hombre se apoderaría de la plantación, pero Valmorain confiaba en el anciano, que había servido a su familia durante más de treinta años, y como ella no pudo ofrecer una alternativa, así se hizo.
Toussaint Louverture se había convertido en comandante en jefe de las fuerzas armadas; se entendía directamente con el gobierno de Francia y había anunciado que daría de baja a la mitad de sus tropas para que regresaran a las plantaciones como mano de obra libre. Eso de libre resultaba relativo: debían cumplir por lo menos tres años de trabajo forzado bajo control militar y a los ojos de muchos negros eso era una vuelta disimulada a la esclavitud. Valmorain pensó hacer un rápido viaje a Saint-Domingue para evaluar la situación por sí mismo, pero Hortense puso un grito de espanto en el cielo. Estaba embarazada de cinco meses; su marido no podía abandonarla en ese estado y exponer su vida en esa isla desgraciada, más aún navegando por alta mar en plena temporada de huracanes. Valmorain postergó el viaje y le prometió que si recuperaba su propiedad en Saint-Domingue la pondría en manos de un administrador y ellos se quedarían en Luisiana. Eso tranquilizó a la mujer por un par de meses, pero luego se le puso entre ceja y ceja que no debían tener inversiones en Saint-Domingue. Por una vez, Sancho estuvo de acuerdo con ella. Tenía la peor opinión de la isla, donde había estado un par de veces para visitar a su hermana Eugenia. Propuso vender Saint-Lazare al primer postor, y con ayuda de Hortense le torció el brazo a Valmorain, quien acabó por ceder después de semanas de indecisión. Esa tierra estaba ligada a su padre, al nombre de la familia, a su juventud, dijo, pero sus argumentos se estrellaron contra la realidad irrefutable de que la colonia era un reñidero de gente de todos colores matándose mutuamente.
El humilde Gaspard Sévérin se volvió a Saint-Domingue sin hacer caso de las advertencias de otros refugiados, que seguían llegando a Luisiana en un triste goteo. Las noticias que traían eran deprimentes, pero Sévérin no había logrado adaptarse y prefirió volver a reunirse con su familia, aunque seguía con sus pesadillas de sangre y sus manos temblonas. Habría regresado tan miserable como salió si Sancho García del Solar no le hubiera entregado una suma discreta a modo de préstamo, como dijo, aunque los dos sabían que nunca sería devuelta. Sévérin llevó al agente la autorización de Valmorain para vender la tierra. Lo encontró en la misma dirección que siempre tuvo, aunque el edificio era nuevo, porque el anterior había sido reducido a ceniza en el incendio de Le Cap. Entre los artículos almacenados para exportación que se quemaron en las bodegas estaba el féretro de nogal y plata de Eugenia García del Solar. El anciano seguía con sus negocios, vendiendo lo poco que producía la colonia e importando casas de madera de ciprés de Estados Unidos, que le llegaban en pedazos, listas para ser ensambladas como juguetes. La demanda era insaciable, porque toda escaramuza entre enemigos terminaba en incendio. Ya no había compradores para los objetos que tanta ganancia le dieron en el pasado: telas, sombreros, herramientas, muebles, monturas, grillos, calderos para hervir melaza…
Dos meses después de la partida del tutor, Valmorain recibió la respuesta del agente: había conseguido un comprador para Saint-Lazare: un mulato, oficial del ejército de Toussaint. Podía pagar muy poco, pero fue el único interesado y el agente le recomendó a Valmorain que aceptara la oferta, porque desde la emancipación de los esclavos y la guerra civil, nadie daba nada por la tierra. Hortense debió admitir que se había equivocado de medio a medio con el agente, que resultó más honrado de lo que se podía esperar en esos tiempos tormentosos en que la brújula moral andaba desquiciada. El agente vendió la propiedad, cobró su comisión y le mandó el resto del pago a Valmorain.
Con la partida de Sévérin terminaron las lecciones privadas de Maurice y comenzó su calvario en una escuela para niños de clase alta en Nueva Orleans, donde no aprendía nada pero debía defenderse de los matones que se ensañaron con él, lo cual no lo hizo más atrevido, como esperaban su padre y su madrastra, sino más prudente, como temía su tío Sancho. Volvió a sufrir sus pesadillas de los condenados de Le Cap y en un par de ocasiones se orinó en la cama, pero nadie lo supo porque Tété se encargó de lavar las sábanas a hurtadillas. Ni siquiera contaba con el consuelo de Rosette, porque su padre no lo dejó visitarla en las ursulinas y le prohibió mencionarla delante de Hortense.
Toulouse Valmorain había esperado con exagerada aprensión el encuentro de Hortense con Tété, porque no sabía que en Luisiana algo tan banal no merecía una escena. Entre los Guizot, como en toda familia créole, nadie se atrevía a cuestionar al patriarca; las mujeres soportaban los caprichos del marido mientras fueran discretos, y siempre lo eran. Sólo la esposa y los hijos legítimos contaban en este mundo y en el próximo; sería indigno gastar celos en una esclava; mejor reservarlos para las célebres cuarteronas libres de Nueva Orleans, capaces de apoderarse de la voluntad de un hombre hasta su último resuello. Pero aun en el caso de aquellas cortesanas, una dama bien nacida fingía ignorancia y se quedaba muda; así habían criado a Hortense. Su mayordomo, quien se quedó en la plantación a cargo del numeroso personal doméstico, le había confirmado sus sospechas sobre Tété.
– Monsieur Valmorain la compró cuando ella tenía alrededor de nueve años y se la trajo de Saint-Domingue. Es la única concubina que se le conoce, ama -le dijo.
– ¿Y la mocosa?
– Antes de casarse, monsieur la trataba como a una hija y el joven Maurice la quiere como a una hermana.
– Mi hijastro tiene mucho que aprender -masculló Hortense.
Le pareció mal signo que su marido hubiese recurrido a complicadas estrategias para mantener a esa mujer alejada durante meses; tal vez todavía lo perturbaba, pero el día en que entraron en la casa de la ciudad se tranquilizó. Los recibieron los criados en hilera y de punta en blanco, con Tété a la cabeza. Valmorain hizo las presentaciones con nerviosa cordialidad, mientras su mujer medía a la esclava de arriba abajo y de adentro hacia fuera, para decidir finalmente que no representaba una tentación para nadie y menos para el marido que ella tenía comiendo de su mano. Esa mulata era tres años menor que ella, pero estaba gastada por el trabajo y la falta de cuidado, tenía los pies callosos, los senos flojos y una expresión sombría. Admitió que era esbelta y digna para ser esclava y que tenía un rostro interesante. Lamentó que su marido fuera tan blando; a esa mujer se le habían subido los humos a la cabeza. En los días siguientes Valmorain abrumó de atenciones a Hortense, que ella interpretó como un deseo expreso de humillar a la antigua concubina. «No es necesario que te molestes -pensó-, yo me encargaré de ponerla en su lugar», pero Tété no le dio motivo de queja. La casa los esperaba impecable, no quedaba ni el recuerdo del estrépito de martillos, el barrizal del patio, las nubes de polvo y el sudor de los albañiles. Cada cosa estaba en su sitio, las chimeneas limpias, las cortinas lavadas, los balcones con flores y las habitaciones aireadas.
Al principio Tété servía asustada y muda, pero al cabo de una semana empezó a relajarse, porque aprendió las rutinas y manías de su nueva ama y se esmeró en no provocarla. Hortense era exigente e inflexible: una vez que daba una orden, por irracional que fuera, debía cumplirse. Se fijó en las manos de Tété, largas y elegantes, y la puso a lavar ropa, mientras la lavandera pasaba el día ociosa en el patio, porque Célestine no la quiso de ayudanta; la mujer era de una torpeza monumental y olía a lejía. Después decidió que Tété no podía retirarse a descansar antes que ella: tenía que esperar vestida hasta que ellos regresaran de la calle, aunque se levantara al amanecer y tuviera que trabajar el día entero tropezando por el sueño atrasado. Valmorain argumentó débilmente que eso no era necesario, ya que el muchacho de los mandados se encargaba de apagar las lámparas y cerrar la casa y a Denise le correspondía desvestirla, pero Hortense insistió. Era déspota con los criados, que debían soportar sus gritos y golpes, pero le faltaba agilidad y tiempo para imponerse a golpes de fusta, como en la plantación, porque estaba hinchada por el embarazo y muy ocupada con su vida social, soirées y espectáculos, además de sus cuidados de belleza y salud.
Después de almorzar, Hortense ocupaba unas horas en sus ejercicios de voz, en vestirse y peinarse. No emergía hasta las cuatro o cinco de la tarde, cuando estaba ataviada para salir y lista para dedicar su atención completa a Valmorain. La moda impuesta por Francia le sentaba bien: vestidos de telas livianas en colores claros, orillados con grecas, la cintura alta, la falda redonda y amplia con pliegues y el imprescindible chal de encaje sobre los hombros. Los sombreros eran sólidas construcciones de plumas de avestruz, cintas y tules que ella misma transformaba. Tal como había pretendido usar las sobras de comida, reciclaba los sombreros, sacaba pompones de uno para ponerlos en otro y le quitaba flores al segundo para agregárselas al primero, incluso teñía las plumas sin que perdieran la forma, de modo que cada día lucía uno diferente.
Un sábado a medianoche, cuando llevaban un par de semanas en la ciudad y regresaban del teatro en coche, Hortense le preguntó a su marido por la hija de Tété.
– ¿Dónde está esa mulatita, querido? No la he visto desde que llegamos y Maurice no se cansa de preguntar por ella -dijo en tono inocente.
– ¿Te refieres a Rosette? -tartamudeó Valmorain desatándose el lazo del cuello.
– ¿Así se llama? Debe de tener la edad de Maurice, ¿verdad?
– Va a cumplir siete. Es bastante alta. No pensé que te acordarías de ella, la viste una sola vez -replicó Valmorain.
– Se veía graciosa bailando con Maurice. Ya tiene edad de trabajar. Podemos obtener un buen precio por ella -comentó Hortense, acariciando a su marido en la nuca.
– No tengo planes de venderla, Hortense.
– ¡Pero ya tengo compradora! Mi hermana Olivie se prendó de ella en la fiesta y quiere regalársela a su hija cuando cumpla quince años, dentro de un par de meses. ¿Cómo vamos a negársela?
– Rosette no está en venta -repitió él.
– Espero que no tengas ocasión de arrepentirte, Toulouse. Esa mocosa no nos sirve para nada y puede darnos problemas.
– ¡No quiero hablar más de esto! -exclamó su marido.
– Por favor, no me grites… -murmuró Hortense a punto de llorar, sujetándose el vientre redondo con sus manos enguantadas.
– Perdóname, Hortense. ¡Qué calor hace en este coche! Más adelante tomaremos una decisión, querida, no hay prisa.
Ella comprendió que había cometido una torpeza. Debía actuar como su madre y sus hermanas, que movían sus hilos en la sombra, con astucia, sin enfrentarse a los maridos y haciéndoles creer que ellos tomaban las decisiones. El matrimonio es como pisar huevos: había que andar con mucho cuidado.
Cuando su barriga fue evidente y debió recluirse -ninguna dama se presentaba en público con la prueba de haber copulado-, Hortense permanecía recostada tejiendo como una tarántula Sin moverse, sabía exactamente lo que ocurría en su feudo, los chismes de sociedad, las noticias locales, los secretos de sus amigas y cada paso del infeliz Maurice. Sólo Sancho escapaba a su vigilancia, porque era tan desordenado e impredecible que resultaba difícil seguirle la pista. Hortense dio a luz en Navidad, atendida por el médico de mejor reputación en Nueva Orleans, en la casa invadida por las mujeres Guizot. A Tété y el resto de los domésticos les faltaron manos para servir a las visitas. A pesar del invierno, el ambiente era sofocante y destinaron dos esclavos a mover los ventiladores del salón y de la habitación de la señora.
Hortense ya no estaba en la primera juventud y el médico advirtió que podían presentarse complicaciones, pero en menos de cuatro horas nació una niña tan rubicunda como todos los Guizot. Toulouse Valmorain, de rodillas junto a la cama de su esposa, anunció que la pequeña se llamaría Marie-Hortense, como correspondía a la primogénita, y todos aplaudieron emocionados, menos Hortense que se puso a llorar de rabia porque esperaba un varón que compitiera con Maurice por la herencia.
Pusieron a la nodriza en la mansarda y relegaron a Tété a una celda del patio, que compartía con otras dos esclavas. Según Hortense, esa medida debió tomarse mucho antes para quitarle a Maurice la mala costumbre de pasarse a la cama de la esclava.
La pequeña Marie-Hortense rechazaba el pezón con tal determinación, que el médico aconsejó reemplazar a la nodriza antes de que la criatura muriera de inanición. Coincidió con su bautizo, que se celebró con lo mejor del repertorio de Célestine: lechón con cerezas, patos escabechados, mariscos picantes, diversas clases de gumbo, concha de tortuga rellena con ostras, pastelería de inspiración francesa y una torta de varios pisos coronada por una cunita de porcelana. Por costumbre la madrina pertenecía a la familia de la madre, en este caso una de sus hermanas, y el padrino a la del padre, pero Hortense no quiso que un hombre tan disipado como Sancho, único pariente de su marido, fuese el guardián moral de su hija y el honor cayó en uno de los hermanos de ella. Ese día hubo regalos para cada invitado -cajas de plata con el nombre de la niña rellenas de almendras acarameladas- y unas monedas para los esclavos. Mientras los comensales comían a dos carrillos, la bautizada bramaba de hambre, porque también había rechazado a la segunda nodriza. La tercera no alcanzó a durar dos días.
Tété trató de ignorar ese llanto desesperado, pero le flaqueó la voluntad y se presentó ante Valmorain para explicarle que Tante Rose había tratado un caso semejante en Saint-Lazare con leche de cabra. Mientras conseguían una cabra, puso a hervir arroz hasta que se deshizo, le agregó una pizca de sal y una cucharadita de azúcar, lo coló y se lo dio a la niña. Cuatro horas más tarde preparó otro cocimiento similar, esta vez de avena, y así, de papilla en papilla y con la cabra que ordeñaba en el patio, la salvó. «A veces estas negras saben más que uno», comentó el médico, asombrado. Entonces Hortense decidió que Tété regresara a la mansarda para cuidar a su hija a tiempo completo. Como su ama todavía estaba recluida, Tété no tenía que aguardar el canto del gallo para acostarse, y como la niña no molestaba de noche, por fin pudo descansar.
El ama pasó casi tres meses en cama, con los perros encima, la chimenea encendida y las cortinas abiertas para dar paso al sol invernal, consolándose del aburrimiento con visitas femeninas y comiendo dulces. Nunca había apreciado más a Célestine. Cuando por fin puso término a su reposo, a instancia de su madre y sus hermanas, preocupadas por esa pereza de odalisca, ningún vestido le cruzaba y siguió usando los mismos del embarazo, con los arreglos necesarios para que parecieran otros. Emergió de su postración con nuevas ínfulas, dispuesta a aprovechar los placeres de la ciudad antes de que terminara la temporada y tuvieran que irse a la plantación. Salía en compañía de su marido o de sus amigas a dar unas vueltas en el ancho dique, bien llamado el camino más largo del mundo, con sus arboledas y rincones encantadores, donde siempre había coches de paseo, muchachas con sus chaperonas y jóvenes a caballo espiándolas de reojo, además de la chusma invisible para ella. A veces mandaba a un par de esclavos delante con la merienda y los perros, mientras ella tomaba aire seguida por Tété con Marie-Hortense en brazos.
En esos días el marqués de Marigny ofreció su espléndida hospitalidad a Luis Philippe, príncipe de Francia exiliado desde 1793, durante su prolongada visita a Luisiana. Marigny había heredado una fortuna descomunal cuando apenas tenía quince años y se decía que era el hombre más rico de América. Si no lo era, hacía lo posible por parecerlo: encendía sus puros con billetes. Cómo serían su derroche y extravagancia, que hasta la decadente clase alta de Nueva Orleans estaba estupefacta. El Père Antoine denunciaba aquellos alardes de opulencia desde su púlpito, recordándole a los feligreses que antes pasaría un camello por el ojo de una aguja que un rico por la puerta del cielo, pero su mensaje de moderación le entraba a la congregación por una oreja y le salía por la otra. Las familias más soberbias se arrastraban para conseguir una invitación de Marigny; ningún camello, por bíblico que fuese, los haría renunciar a esas fiestas.
Hortense y Toulouse no fueron invitados por sus apellidos, como ellos esperaban, sino gracias a Sancho, que se había convertido en compinche de parrandas de Marigny y entre dos tragos le sopló que sus cuñados deseaban conocer al príncipe. Sancho tenía mucho en común con el joven marqués, el mismo valor heroico para arriesgar el pellejo en duelos por ofensas imaginarias, la energía inagotable para divertirse, el gusto desmedido por el juego, los caballos, las mujeres, la buena cocina y el licor, el mismo desprecio divino por el dinero. Sancho García del Solar merecía ser un créole de pura cepa, proclamaba Marigny, quien se jactaba de reconocer a ojos cerrados a un verdadero caballero.
El día del baile, la casa Valmorain se puso en estado de emergencia. Los criados trotaron desde el amanecer cumpliendo las órdenes perentorias de Hortense, escaleras arriba y escaleras abajo con baldes de agua caliente para el baño, cremas de masajes, infusiones diuréticas para deshacer en tres horas los rollos de varios años, pasta para aclarar el cutis, zapatos, vestidos, chales, cintas, joyas, maquillaje. La costurera no daba abasto y el peluquero francés sufrió un soponcio y debió ser resucitado con friegas de vinagre. Valmorain, arrinconado por la frenética agitación colectiva, se fue con Sancho a matar las horas en el Café des Émigrés, donde nunca faltaban amigos para apostar a los naipes. Por fin, después de que el peluquero y Denise terminaron de apuntalar la torre de rizos de Hortense, adornada de plumas de faisán y un broche de oro y diamante idénticos al collar y los pendientes, llegó el instante solemne de colocarle el vestido de París. Denise y la costurera se lo pusieron por abajo, para no tocar el peinado. Era un portento de velos blancos y pliegues profundos que le daban a Hortense el aspecto turbador de una enorme estatua grecorromana. Cuando intentaron cerrarlo en la espalda mediante treinta y ocho minúsculos botones de nácar, comprobaron que por mucho tironeo y esfuerzo no le cruzaba, porque a pesar de los diuréticos, esa semana había aumentado otro par de kilos por los nervios. Hortense lanzó un alarido que por poco hizo añicos las lámparas y atrajo a todos los habitantes de la casa.
Denise y la costurera retrocedieron a un rincón y se acurrucaron en el suelo a esperar la muerte, pero Tété, que conocía menos al ama, tuvo la mala idea de proponer que prendieran el vestido con alfileres disimulados mediante el lazo del cinturón. Hortense respondió con otro chillido destemplado, cogió la fusta, que siempre tenía a mano, y se le abalanzó encima escupiendo insultos de marinero y golpeándola con el resentimiento acumulado contra ella, la concubina, y con la irritación que sentía contra sí misma por haber engordado.
Tété cayó de rodillas, encogida, cubriéndose la cabeza con los brazos. ¡Chas!, ¡chas!, sonaba la fusta y cada gemido de la esclava inflamaba más la hoguera del ama. Ocho, nueve, diez azotes cayeron resonando como fogonazos ardientes sin que Hortense, roja y sudando, con la torre del peinado desmoronándose en mechones patéticos, diera muestras de saciarse.
En ese instante Maurice irrumpió en la habitación como un toro, apartando a quienes presenciaban la escena paralizados, y de un tremendo empujón, totalmente inesperado en un muchacho que había pasado los once años de su vida tratando de eludir la violencia, lanzó a su madrastra al suelo. Le arrebató la fusta y le propinó un golpe destinado a marcarle la cara, pero le dio en el cuello, cortándole el aire y el grito en el pecho. Levantó el brazo para seguir pegándole, tan fuera de sí como un segundo antes había estado ella, pero Tété se arrastró como pudo, lo cogió por las piernas y lo tiró hacia atrás. El segundo azote de la fusta cayó sobre los pliegues del vestido de muselina de Hortense.
A Maurice lo mandaron interno a un colegio en Boston, donde los estrictos maestros americanos lo harían hombre, como tantas veces había amenazado su padre, mediante métodos didácticos y disciplinarios de inspiración militar. Maurice partió con sus pocas pertenencias en un baúl, acompañado por un chaperón contratado para ese fin, que lo dejó en las puertas del establecimiento con una palmadita de consuelo en el hombro. El niño no alcanzó a despedirse de Tété, porque a la mañana siguiente de la paliza la enviaron sin miramientos a la plantación con instrucciones para Owen Murphy de ponerla de inmediato a cortar caña. El jefe de capataces la vio llegar cubierta de verdugones, cada uno del grueso de una soga para tirar bueyes, pero afortunadamente ninguno en la cara, y la mandó al hospital de su mujer. Leanne, ocupada con un nacimiento complicado, le indicó que se aplicara una pomada de aloe, mientras ella se concentraba en una joven que gritaba, aterrada por la tormenta que sacudía su cuerpo desde hacía muchas horas.
Leanne, quien había parido siete hijos deprisa y sin muchos aspavientos, escupidos por su esqueleto de pollo entre dos padrenuestros, se dio cuenta de que tenía una desgracia entre manos. Se llevó a Tété aparte y le explicó en voz baja, para que la otra no oyera, que el niño estaba atravesado y así no había forma de que saliera. «Nunca se me ha muerto una mujer en un parto, ésta será la primera», dijo en un susurro. «Déjeme ver, señora», replicó Tété. Convenció a la madre de que le permitiera examinarla, se aceitó una mano y con sus dedos finos y expertos comprobó que estaba lista y el diagnóstico de Leanne era acertado. A través de la tensa piel adivinaba la forma del niño como si lo viera. La hizo ponerse de rodillas con la cabeza apoyada en el suelo y el trasero elevado, para aliviar la presión en la pelvis, mientras le masajeaba el vientre, presionando a dos manos para girarlo desde afuera. Nunca había realizado esa maniobra, pero había visto proceder a Tante Rose y no lo había olvidado. En ese instante a Leanne se le salió un grito: una manito empuñada había asomado por el canal de nacimiento. Tété la empujó hacia adentro delicadamente para no descoyuntar el brazo, hasta que desapareció dentro de la madre, y continuó su tarea con paciencia. Al cabo de un tiempo que pareció muy largo, sintió el movimiento de la criatura, que se volteaba lentamente y por fin encajó la cabeza. No pudo evitar un sollozo de agradecimiento, y le pareció ver a Tante Rose sonriendo a su lado.
Leanne y ella sostuvieron a la madre, que había comprendido lo que estaba pasando y colaboraba, en vez de debatirse enloquecida de miedo, y la hicieron caminar en círculos, hablándole, acariciándola. Afuera se había puesto el sol y se dieron cuenta de que estaban a oscuras. Leanne encendió una lámpara de sebo y continuaron paseando hasta que llegó el momento de recibir al crío. «Erzuli, loa madre, ayúdalo a nacer», rogó Tété en alta voz. «San Ramón Nonato, presta atención, no vas a permitir que una santa africana se te adelante», respondió Leanne en el mismo tono y las dos se echaron a reír. Pusieron a la madre en cuclillas sobre un paño limpio, sujetándola por los brazos, y diez minutos después Tété tenía en las manos un bebé amoratado, a quien obligó a respirar con una palmada en el trasero, mientras Leanne cortaba el cordón.
Una vez que la madre estuvo limpia y con su hijo al pecho, recogieron los trapos ensangrentados y los restos del parto y se sentaron en un banquito en la puerta, para descansar bajo un negro cielo estrellado. Así las encontró Owen Murphy, que llegó balanceando un farol en una mano y un jarro de café caliente en la otra.
– ¿Cómo va ese asunto? -preguntó el hombrón pasándoles el café sin acercarse demasiado, porque los misterios femeninos lo intimidaban.
– Tu patrón ya tiene otro esclavo y yo tengo una ayudanta -le contestó su mujer señalando a Tété.
– No me compliques la vida, Leanne. Tengo orden de ponerla en una cuadrilla en los cañaverales -masculló Murphy.
– ¿Desde cuándo obedeces las órdenes de otro antes que las mías? -sonrió ella, alzándose de puntillas para besarlo en el cuello, donde terminaba su barba negra.
Así se hizo y nadie preguntó, porque Valmorain no quería saber y Hortense había dado por concluido el fastidioso asunto de la concubina y se la había quitado de la mente.
En la plantación, Tété compartía una cabaña con tres mujeres y dos niños. Se levantaba como todos los demás con los campanazos del amanecer y pasaba el día ocupada en el hospital, la cocina, los animales domésticos y los mil menesteres que le encargaban el jefe de capataces y Leanne. El trabajo le parecía liviano comparado con los caprichos de Hortense. Siempre había servido en la casa y cuando la mandaron al campo se creyó condenada a una muerte lenta, como había visto en Saint-Domingue. No imaginó que encontraría algo parecido a la felicidad.
Había casi doscientos esclavos, algunos provenientes de África o las Antillas, pero la mayoría nacidos en Luisiana, unidos por la necesidad de apoyarse y la desgracia de pertenecer a otro. Después de la campana de la tarde, cuando las cuadrillas regresaban de los campos, comenzaba la verdadera vida en comunidad. Las familias se reunían y mientras hubiera luz se quedaban afuera, porque en las cabañas no había espacio ni aire. De la cocina de la plantación mandaban la sopa, que se repartía desde una carretilla, y la gente aportaba vegetales, huevos y, si había algo que celebrar, gallinas o liebres. Siempre tenían labores pendientes: cocinar, coser, regar el huerto, reparar un techo. A menos que lloviera o hiciera mucho frío, las mujeres se daban tiempo para conversar y los hombres para jugar con piedrecillas en un tablero dibujado en el suelo o tocar el banjo. Las muchachas se peinaban unas a otras, los niños correteaban, se formaban corrillos para oír una historia. Los cuentos favoritos eran de Bras Coupé, que aterrorizaba por igual a niños y adultos, un negro manco y gigantesco que rondaba los pantanos y se había librado de la muerte más de cien veces.
Era una sociedad jerárquica. Los más apreciados eran los buenos cazadores, que Murphy mandaba en busca de carne, venados, pájaros y puercos salvajes, para la sopa. En el tope del escalafón estaban los que poseían un oficio, como herreros o carpinteros, y los menos cotizados eran los recién llegados. Las abuelas mandaban, pero el de más autoridad era el predicador, de unos cincuenta años y piel tan oscura que parecía azul, encargado de mulas, bueyes y caballos de tiro. Dirigía los cantos religiosos con una irresistible voz de barítono, citaba parábolas de santos de su invención y servía de árbitro en las disputas, porque nadie quería ventilar sus problemas fuera de la comunidad. Los capataces, aunque eran esclavos y vivían con los demás, tenían pocos amigos. Los domésticos solían visitar los alojamientos, pero nadie los quería, porque se daban aires, se vestían y comían mejor y podían ser espías de los amos. A Tété la recibieron con cauteloso respeto, porque se supo que había girado al niño dentro de su madre. Ella dijo que había sido un milagro combinado de Erzuli y san Ramón Nonato y su explicación satisfizo a todos, incluso a Owen Murphy, quien no había oído de Erzuli y la confundió con una santa católica.
En las horas de descanso los capataces dejaban en paz a los esclavos, nada de hombres armados patrullando, ladridos exacerbados de perros bravos, ni Prosper Cambray en las sombras con su látigo enroscado reclamando a una virgen de once años para su hamaca. Después de la cena pasaba Owen Murphy con su hijo Brandan a echar una última mirada y verificar el orden antes de retirarse a su casa, donde lo esperaba su familia para comer y rezar. No se daba por aludido cuando a medianoche el olor a carne asada indicaba que alguien había salido a cazar rabopelados en la oscuridad. Mientras el hombre se presentara al trabajo puntualmente al amanecer, no tomaba medidas.
Como en todas partes, los esclavos descontentos rompían herramientas, provocaban incendios y maltrataban a los animales, pero eran casos aislados. Otros se embriagaban y nunca faltaba alguien que iba al hospital con una enfermedad fingida para descansar un rato. Los enfermos de verdad confiaban en remedios tradicionales: rodajas de papa aplicadas donde doliera, grasa de caimán para los huesos artríticos, espinas hervidas para soltar los gusanos intestinales y raíces indias para los cólicos. Fue inútil que Tété tratara de introducir algunas fórmulas de Tante Rose. Nadie quería experimentar con la propia salud.
Tété comprobó que muy pocos de sus compañeros padecían la obsesión de escaparse, como en Saint-Domingue, y si lo hacían, por lo general regresaban solos al cabo de dos o tres días, cansados de vagar en los pantanos, o capturados por los vigilantes de caminos. Recibían una azotaina y se reincorporaban a la comunidad humillados, porque no encontraban mucha simpatía, nadie querían problemas. Los frailes itinerantes y Owen Murphy les machacaban la virtud de la resignación, cuya recompensa estaba en el cielo, donde todas las almas gozaban de igual felicidad. A Tété eso le parecía más conveniente para los blancos que para los negros; mejor sería que la felicidad estuviese bien distribuida en este mundo, pero no se atrevió a planteárselo a Leanne por la misma razón que atendía las misas con buena cara, para no ofenderla. No confiaba en la religión de los amos. El vudú que ella practicaba a su manera también era fatalista, pero al menos podía experimentar el poder divino al ser montada por los loas.
Antes de convivir con la gente del campo, la esclava no sabía cuán solitaria había sido su existencia, sin más cariño que el de Maurice y Rosette, sin nadie con quien compartir recuerdos y aspiraciones. Se acostumbró rápidamente a esa comunidad, sólo echaba de menos a los dos niños. Los imaginaba solos de noche, asustados, y se le partía el alma de pena.
– La próxima vez que Owen vaya a Nueva Orleans te traerá noticias de tu hija -le prometió Leanne.
– ¿Cuándo será eso, señora?
– Tendrá que ser cuando lo mande su patrón, Tété. Es muy caro ir a la ciudad y estamos ahorrando cada centavo.
Los Murphy soñaban con comprar tierra y trabajarla codo con codo con sus hijos, como tantos otros inmigrantes, como algunos mulatos y negros libres. Existían pocas plantaciones tan grandes como la de Valmorain; la mayoría eran campos medianos o pequeños cultivados por familias modestas, que si poseían algunos esclavos, éstos llevaban la misma existencia que sus amos. Leanne le contó a Tété que llegó a América en brazos de sus padres, que se habían contratado en una plantación como siervos por diez años para pagar el costo del pasaje en barco desde Irlanda, lo cual en la práctica no era diferente a la esclavitud.
– ¿Sabes que también hay esclavos blancos, Tété? Valen menos que los negros, porque no son tan fuertes. Por las mujeres blancas pagan más. Ya sabes para qué las usan.
– Nunca he visto esclavos blancos, señora.
– En Barbados hay muchos, y también aquí.
Los padres de Leanne no calcularon que sus patrones les cobrarían cada pedazo de pan que se echaban a la boca y les descontarían cada día que no trabajaban, aunque fuera por culpa del clima, de modo que la deuda, en vez de disminuir, fue aumentando.
– Mi padre murió después de doce años de trabajo forzado, y mi madre y yo seguimos sirviendo varios años más, hasta que Dios nos envió a Owen, que se enamoró de mí y gastó todos sus ahorros en cancelar nuestra deuda. Así recuperamos la libertad mi madre y yo.
– Nunca me imaginé que usted hubiera sido esclava -dijo Tété, conmovida.
– Mi madre estaba enferma y murió poco después, pero alcanzó a verme libre. Sé lo que significa la esclavitud. Se pierde todo, la esperanza, la dignidad y la fe -agregó Leanne.
– El señor Murphy… -balbuceó Tété, sin saber cómo plantear su pregunta.
– Mi marido es un buen hombre, Tété, trata de aliviar las vidas de su gente. No le gusta la esclavitud. Cuando tengamos nuestra tierra, la cultivaremos sólo con nuestros hijos. Nos iremos al norte, allá será más fácil.
– Les deseo suerte, señora Murphy, pero aquí todos quedaremos desolados si ustedes se van.
El doctor Parmentier llegó a Nueva Orleans a comienzos del año 1800, tres meses después de que Napoleón Bonaparte se proclamara Primer Cónsul de Francia. El médico había salido de Saint-Domingue en 1794, después de la matanza de más de mil civiles blancos a manos de los rebeldes. Entre ellos había varios conocidos suyos, y eso, más la certeza de que no podía vivir sin Adèle y sus hijos, lo decidió a irse. Después de mandar a su familia a Cuba continuó trabajando en el hospital de Le Cap con la esperanza irracional de que la tormenta de la revolución amainara y los suyos pudieran volver. Se salvó de redadas, conspiraciones, ataques y matanzas por ser uno de los pocos médicos que iban quedando y Toussaint Louverture, que respetaba esa profesión como ninguna otra, le otorgó su protección personal. Más que protección, era una orden disimulada de arresto, que Parmentier logró violar con la complicidad secreta de uno de los más cercanos oficiales de Toussaint, su hombre de confianza, el capitán La Liberté. A pesar de su juventud -acababa de cumplir veinte años- el capitán había dado pruebas de lealtad absoluta, había estado junto a su general de noche y de día desde hacía varios años y éste lo señalaba como ejemplo de verdadero guerrero, valiente y cauteloso. No serían los héroes imprudentes que desafiaban a la muerte quienes ganarían esa larga guerra, decía Toussaint, sino hombres como La Liberté, que deseaban vivir. Le encargaba las misiones más delicadas, por su discreción, y las más audaces, por su sangre fría. El capitán era un adolescente cuando se puso bajos sus órdenes, llegó casi desnudo y sin más capital que piernas veloces, un cuchillo de cortar caña afilado como navaja y el nombre que le había dado su padre en África. Toussaint lo elevó al rango de capitán después de que el joven le salvó la vida por tercera vez, cuando otro jefe rebelde le tendió una emboscada cerca de Limbé, donde mataron a su hermano Jean Pierre. La venganza de Toussaint fue instantánea y definitiva: arrasó el campamento del traidor. En una conversación distendida al amanecer, mientras los sobrevivientes cavaban fosas y las mujeres amontonaban los cadáveres antes de que se los quitaran los buitres, Toussaint le preguntó al joven por qué luchaba.
– Por lo que luchamos todos, mi general, por la libertad -respondió éste.
– Ya la tenemos, la esclavitud fue abolida. Pero podemos perderla en cualquier momento.
– Sólo si nos traicionamos unos a otros, general. Unidos somos fuertes.
– El camino de la libertad es tortuoso, hijo. A veces parecerá que retrocedemos, pactamos, perdemos de vista los principios de la revolución… -murmuró el general, observándolo con su mirada de puñal.
– Yo estaba allí cuando los jefes les ofrecieron a los blancos devolver a los negros a la esclavitud a cambio de libertad para ellos, sus familias y algunos de sus oficiales -replicó el joven, consciente de que sus palabras podían interpretarse como un reproche o una provocación.
– En la estrategia de la guerra muy pocas cosas son claras, nos movemos entre sombras -explicó Toussaint, sin alterarse-, A veces es necesario negociar.
– Sí, mi general, pero no a ese precio. Ninguno de sus soldados volverá a ser esclavo, todos preferimos la muerte.
– Yo también, hijo -dijo Toussaint.
– Lamento la muerte de su hermano Jean-Pierre, general.
– Jean-Pierre y yo nos queríamos mucho, pero las vidas personales deben sacrificarse por la causa común. Eres muy buen soldado, muchacho. Te ascenderé a capitán. ¿Te gustaría tener un apellido? ¿Cuál, por ejemplo?
– La Liberté, mi general -respondió el otro sin vacilar, cuadrándose con la disciplina militar que las tropas de Toussaint copiaban de los franceses.
– Bien. Desde ahora serás Gambo La Liberté -dijo Toussaint.
El capitán La Liberté decidió ayudar al doctor Parmentier a salir calladamente de la isla, porque puso en la balanza el estricto cumplimiento del deber, que le había enseñado Toussaint, y la deuda de gratitud que tenía con el médico. Pesó más la gratitud. Los blancos se iban apenas conseguían un pasaporte y acomodaban sus finanzas. La mayoría de las mujeres y niños se fueron a otras islas o a Estados Unidos, pero para los hombres era muy difícil obtener pasaporte, porque Toussaint los necesitaba para engrosar sus tropas y dirigir las plantaciones. La colonia estaba casi paralizada, faltaban artesanos, agricultores, comerciantes, funcionarios y profesionales de todas las ramas, sólo sobraban bandidos y cortesanas, que sobrevivían en cualquier circunstancia. Gambo La Liberté le debía al discreto doctor una mano del general Toussaint y su propia vida. Después de que las monjas emigraron de la isla, Parmentier manejaba el hospital militar con un equipo de enfermeras entrenadas por él. Era el único médico y el único blanco del hospital.
En el ataque al fuerte Belair una bala de cañón le destrozó los dedos a Toussaint, una herida complicada y sucia, cuya solución evidente habría sido amputar, pero el general consideraba que eso debía ser un último recurso. En su experiencia como «doctor de hojas», Toussaint prefería mantener a sus pacientes enteros, mientras fuese posible. Se envolvió la mano en una cataplasma de hierbas, montó en su noble caballo, el famoso Bel Argent, y Gambo La Liberté lo condujo a todo galope al hospital de Le Cap. Parmentier examinó la herida asombrado de que sin tratamiento y expuesta al polvo del camino, no se hubiese infectado. Pidió medio litro de ron para aturdir al paciente y dos ordenanzas para que lo sujetaran, pero Toussaint rechazó la ayuda. Era abstemio y no permitía que nadie lo tocara fuera de su familia. Parmentier realizó la dolorosa tarea de limpiar las heridas y colocar los huesos uno a uno en su sitio, bajo el ojo atento del general, quien por todo consuelo apretaba entre los dientes un grueso trozo de cuero. Cuando terminó de vendarlo y ponerle el brazo en cabestrillo, Toussaint escupió el cuero masticado, le agradeció cortésmente y le indicó que atendiera a su capitán. Entonces Parmentier se volvió por primera vez hacia el hombre que había llevado al general hasta el hospital y lo vio apoyado contra la pared, con los ojos vidriosos, sobre un charco de sangre.
Gambo estuvo con un pie en la fosa un par de veces durante las cinco semanas en que Parmentier lo retuvo en el hospital y cada vez volvió a la vida sonriente y con el recuerdo intacto de lo que había visto en el paraíso de Guinea, donde lo esperaba su padre y siempre había música, donde los árboles se doblaban de fruta, los vegetales crecían solos y los peces saltaban del agua y se podían coger sin esfuerzo, donde todos eran libres: la isla bajo el mar. Había perdido mucha sangre por los tres agujeros de bala que le perforaban el cuerpo, dos en un muslo y el tercero en el pecho. Parmentier pasó días y noches enteros a su lado, peleándoselo a brazo partido a la muerte, sin darse nunca por vencido, porque el capitán le cayó bien. Era de un valor excepcional, como a él mismo le hubiese gustado ser.
– Me parece que lo he visto antes en alguna parte, capitán -le dijo durante una de las terribles curaciones.
– ¡Ah! Veo que usted no es de esos blancos incapaces de distinguir un negro de otro -se burló Gambo.
– En este trabajo el color de la piel es lo de menos, todos sangran igual, pero le confieso que a veces me cuesta distinguir a un blanco de otro -replicó Parmentier.
– Tiene buena memoria, doctor. Me debe haber visto en la plantación Saint-Lazare. Yo era el ayudante de la cocinera.
– No lo recuerdo, pero su cara me resulta familiar -dijo el médico-. En esa época yo visitaba a mi amigo Valmorain y a Tante Rose, la curandera. Creo que se escapó antes de que los rebeldes atacaran la plantación. No he vuelto a verla, pero siempre pienso en ella. Antes de conocerla, yo hubiera empezado por cortarle a usted la pierna, capitán, y luego trataría de curarlo con sangrías. Lo habría matado en el acto y con la mejor intención. Si sigue vivo, es por los métodos que ella me enseñó. ¿Tiene noticias suyas?
– Es «doctora de hojas» y mambo. La he visto varias veces, porque hasta mi general Toussaint la consulta. Va de un campamento a otro curando y aconsejando. Y usted, doctor, ¿sabe algo de Zarité?
– ¿De quién?
– Una esclava del blanco Valmorain. Tété, le decían.
– Sí, la conocí. Se fue con su amo después del incendio de Le Cap, creo que a Cuba -dijo Parmentier.
– Ya no es esclava, doctor. Tiene su libertad en un papel firmado y sellado.
– Tété me mostró ese papel, pero cuando salieron de aquí todavía no habían legalizado su emancipación -le aclaró el doctor.
Durante esas cinco semanas, Toussaint Louverture solía preguntar por el capitán y en cada ocasión la respuesta de Parmentier era la misma, «si quiere que se lo devuelva, no me apure, general». Las enfermeras estaban enamoradas de La Liberté y, apenas pudo sentarse, más de una se deslizaba de noche en su cama, se le subía encima sin aplastarlo y le administraba en dosis medidas el mejor remedio contra la anemia, mientras él murmuraba el nombre de Zarité. Parmentier no lo ignoraba, pero concluyó que si así el herido iba sanando, pues que lo siguieran amando. Finalmente Gambo se recuperó lo suficiente como para subir a su corcel, echarse un mosquete al hombro y partir a reunirse con su general.
– Gracias, doctor. No pensé que llegaría a conocer a un blanco decente -le dijo al despedirse.
– Yo no pensé que llegaría a conocer a un negro agradecido -replicó el doctor, sonriendo.
– Nunca olvido un favor ni una ofensa. Espero poder pagarle lo que ha hecho por mí. Cuente conmigo.
– Puede retribuir ahora mismo, capitán, si lo desea. Necesito juntarme con mi familia en Cuba y ya sabe usted que salir de aquí es casi imposible.
Once días más tarde el bote de un pescador se llevó al doctor Parmentier a golpes de remo en una noche sin luna hasta una fragata anclada a cierta distancia del puerto. El capitán Gambo La Liberté le había conseguido salvoconducto y pasaje, una de las pocas gestiones que hizo a espaldas de Toussaint Louverture en su refulgente carrera militar. Le puso como condición al médico que si volvía a ver a Tété le diera un recado: «Dígale que lo mío es la guerra y no el amor; que no me espere, porque ya la he olvidado». Parmentier sonrió ante la contradicción del mensaje.
Vientos adversos empujaron a Jamaica la fragata en que viajaba Parmentier con otros refugiados franceses, pero allí no les permitieron desembarcar y después de muchas vueltas en las corrientes traicioneras del Caribe, eludiendo tifones y bucaneros, llegaron a Santiago de Cuba. El doctor se fue por tierra a La Habana en busca de Adèle. En el tiempo que estuvieron separados no había podido enviarle dinero y no sabía en qué estado de miseria iba a encontrar a su familia. Tenía en su poder una dirección, que ella le había indicado por carta varios meses antes, y así llegó a un barrio de viviendas modestas, pero bien mantenidas, en una calle de adoquines, donde las casas eran talleres de diversos oficios: talabarteros, fabricantes de pelucas, zapateros, mueblistas, pintores y cocineras que preparaban comida en sus patios para vender en la calle. Negras grandes y majestuosas, con sus vestidos de algodón almidonado y sus tignos de colores brillantes, impregnadas de la fragancia de especias y azúcar, salían de sus casas balanceando canastos y bandejas con sus deliciosos guisos y pasteles, rodeadas de niños desnudos y perros. Las casas no tenían número, pero Parmentier llevaba la descripción y no le costó dar con la de Adèle, pintada de azul cobalto con techo de tejas rojas, una puerta y dos ventanas adornadas con maceteros de begonias. Un cartel colgado en la fachada anunciaba con letras gruesas en español: «Madame Adèle, moda de París». Golpeó con el corazón galopando, oyó un ladrido, unos pasos de carrera, se abrió la puerta y se encontró con su hija menor, un palmo más alta de lo que recordaba. La niña dio un grito y se le lanzó al cuello, loca de gusto, y en pocos segundos el resto de la familia lo rodeaba, mientras a él se le doblaban las rodillas de fatiga y amor. Había imaginado muchas veces que no volvería a verlos nunca más.
Adèle había cambiado tan poco que llevaba el mismo vestido con que se fue año y medio antes de Saint-Domingue. Se ganaba la vida cosiendo, como siempre había hecho, y sus modestos ingresos le alcanzaban a duras penas para pagar el alquiler y alimentar a su prole, pero no estaba en su carácter quejarse por lo que le faltaba sino agradecer lo que tenía. Se adaptó con sus niños entre los numerosos negros libres de la ciudad y pronto había adquirido una clientela fiel. Conocía muy bien el oficio del hilo y la aguja, pero no entendía de moda. De los diseños se encargaba Violette Boisier. Las dos compartían esa intimidad que suele unir en el exilio a quienes no se habrían echado una segunda mirada en su lugar de origen.
Violette se había instalado con Loula en una casa modesta en un barrio de blancos y mulatos, varios escalones más elevado en la jerarquía de clases que el de Adèle, gracias a su prestancia y el dinero ahorrado en Saint-Domingue. Había emancipado a Loula contra su voluntad y colocado a Jean-Martin interno en una escuela de curas para darle la mejor educación posible. Tenía planes ambiciosos para él. A los ocho años el chico, un mulato color bronce, era de facciones y gestos tan armoniosos, que si no llevara el cabello muy corto, habría pasado por niña. Nadie -y menos él mismo- sabía que era adoptado; eso era un secreto sellado de Violette y Loula.
Una vez que su hijo estuvo seguro en manos de los frailes, Violette echó sus redes para conectarse con la gente de buena posición que podía facilitarle la existencia en La Habana. Se movía entre franceses, porque los españoles y los cubanos despreciaban a los refugiados que habían invadido la isla en los años recientes. Los grands blancs que llegaban con dinero terminaban por irse a las provincias, donde sobraba tierra y podían plantar café o caña de azúcar, pero el resto sobrevivía en las ciudades, algunos de sus rentas o del alquiler de sus esclavos, otros trabajaban o hacían negocios, no siempre legítimos, mientras el periódico denunciaba la competencia desleal de los extranjeros, que amenazaba la estabilidad de Cuba.
Violette no necesitaba hacer labores mal pagadas, como tantos compatriotas, pero la vida era cara y debía ser cuidadosa con sus ahorros. No tenía edad ni deseo de volver a su antigua profesión. Loula pretendía que atrapara un marido con dinero, pero ella seguía amando a Étienne Relais y no quería darle un padrastro a Jean-Martin. Había pasado la existencia cultivando el arte de caer bien y pronto contaba con un grupo de amistades femeninas entre quienes vendía las lociones de belleza preparadas por Loula y los vestidos de Adèle; así se ganaba la vida. Esas dos mujeres llegaron a ser sus íntimas amigas, las hermanas que no tuvo. Con ellas tomaba su cafecito de los domingos en chancletas, bajo un toldo en el patio, haciendo planes y sacando cuentas.
– Tendré que contarle a madame Relais que su marido murió -le dijo Parmentier a Adèle cuando oyó la historia.
– No es necesario, ella ya lo sabe.
– ¿Cómo puede saberlo?
– Porque se le quebró el ópalo del anillo -le explicó Adèle, sirviéndole una segunda porción de arroz con plátano frito y carne mechada.
El doctor Parmentier, quien se había propuesto en sus noches solitarias compensar a Adèle por el amor sin condiciones y siempre a la sombra que le había dado por años, repitió en La Habana la doble vida que llevaba en Le Cap y se instaló en una casa separada, ocultando su familia ante los ojos de los demás. Se convirtió en uno de los médicos más solicitados entre los refugiados, aunque no logró tener acceso a la alta sociedad criolla. Era el único capaz de curar el cólera con agua, sopa y té, el único con la suficiente honradez para admitir que no hay remedio contra la sífilis ni el vómito negro, el único que podía detener la infección en una herida e impedir que una picadura de alacrán acabara en funeral. Tenía el inconveniente de que atendía por igual a gente de todos colores. Su clientela blanca lo soportaba porque en el exilio las diferencias naturales tienden a borrarse y no estaban en condiciones de exigir exclusividad, pero no le hubieran perdonado una esposa e hijos de sangre mezclada. Así se lo dijo a Adèle, aunque ella nunca le pidió explicaciones.
Parmentier alquiló una casa de dos pisos en un barrio de blancos y destinó la planta baja a consultorio y la segunda a su habitación. Nadie supo que pasaba las noches a varias cuadras de distancia en una casita azul cobalto. Veía a Violette Boisier los domingos en casa de Adèle. La mujer tenía treinta y seis años muy bien llevados y gozaba de la buena reputación de una viuda virtuosa en la comunidad de emigrados. Si alguien creía reconocer en ella a una célebre cocotte de Le Cap, de inmediato descartaba la duda como una imposibilidad. Violette seguía usando el anillo con el ópalo quebrado y no pasaba un solo día sin que pensara en Étienne Relais.
Ninguno de ellos pudo adaptarse en Cuba y varios años más tarde seguían siendo tan extranjeros como el primer día, con el agravante de que el resentimiento de los cubanos contra los refugiados se había exacerbado, porque su número seguía aumentando y ya no eran grands blancs adinerados, sino gente arruinada que se aglomeraba en barriadas, donde fermentaban crímenes y enfermedades. Nadie los quería. Las autoridades españolas los hostigaban y les sembraban el camino de obstáculos legales, con la esperanza de que se mandaran a cambiar de una vez para siempre.
Un decreto del gobierno anuló las licencias profesionales que no habían sido obtenidas en España y Parmentier se encontró ejerciendo medicina de forma ilegal. De nada le servía el sello real de Francia en su pergamino, y en esas condiciones sólo podía atender a esclavos y pobres que rara vez podían pagarle. Otro inconveniente era que no había aprendido ni una sola palabra de español, a diferencia de Adèle y sus hijos, que lo hablaban a toda velocidad con acento cubano.
Por su parte, Violette Boisier terminó por ceder a la presión de Loula y había estado a punto de casarse con el dueño de un hotel, un gallego sesentón, rico y de mala salud, perfecto según Loula, porque iba a despacharse pronto de muerte natural o con un poco de ayuda de su parte y dejarlas aseguradas. El hotelero, deschavetado por ese amor tardío, no quiso aclarar los rumores de que Violette no era blanca, porque le daba lo mismo. Nunca había deseado a nadie como a esa voluptuosa mujer y cuando la tuvo por fin en sus brazos descubrió que le provocaba una insensata ternura de abuelo, que a ella le quedaba cómoda, porque no competía con el recuerdo de Étienne Relais. El gallego le abrió su bolsa para que gastara como una sultana, si se le antojaba, pero se le olvidó mencionarle que estaba casado. Su esposa se había quedado en España con el único hijo de ambos, sacerdote dominico, y ninguno de los dos tenía interés en ese hombre a quien no habían visto en veintisiete años. Madre e hijo suponían que vivía en pecado mortal, refocilándose con mujeres culonas en las depravadas colonias del Caribe, pero mientras les mandara dinero regularmente no les importaba el estado de su alma. El hotelero creyó que si desposaba a la viuda Relais su familia jamás se enteraría, y así habría sido sin la intervención de un codicioso abogado, que averiguó su pasado y se propuso esquilmarlo. Comprendió que no podía comprar el silencio del leguleyo, porque el chantaje se repetiría mil veces. Se armó un lío epistolar y unos meses más tarde apareció de improviso el hijo fraile dispuesto a salvar a su padre de las garras de Satanás y la herencia de las garras de aquella meretriz. Violette, aconsejada por Parmentier, renunció al matrimonio, aunque siguió visitando de vez en cuando a su enamorado para que no se muriera de pena.
Ese año Jean-Martin cumplía trece años y llevaba cinco diciendo que iba a seguir la carrera militar en Francia, como su padre. Orgulloso y testarudo, como siempre había sido, se negó a oír las razones de Violette, que no quería separarse de él y le tenía horror al ejército, donde un muchacho tan apuesto podía acabar sodomizado por un sargento. La insistencia de Jean-Martin fue tan inquebrantable, que al final su madre debió ceder. Violette aprovechó su amistad con un capitán de barco, a quien había conocido en Le Cap, para enviarlo a Francia. Allí lo recibió un hermano de Étienne Relais, también militar, que lo llevó a la escuela de cadetes de París, donde se habían formado todos los hombres de su familia. Sabía que su hermano se había casado con una antillana y no le llamó la atención el color del chico; no sería el único de sangre mezclada en la Academia.
En vista de que la situación en Cuba se ponía cada vez más difícil para los refugiados, el doctor Parmentier decidió probar fortuna en Nueva Orleans y, si las cosas se le daban bien, llevarse después a la familia. Entonces Adèle se impuso por primera vez en los dieciocho años que estaban juntos y planteó que no volverían a separarse: se iban todos juntos o no se iba nadie. Estaba dispuesta a seguir viviendo oculta, como un pecado del hombre que amaba, pero no permitiría que su familia se desintegrara. Le propuso que viajaran en el mismo barco, pero ella y los niños en tercera clase, y desembarcaran separados, de modo que no los vieran juntos. Ella misma consiguió pasaportes después de sobornar a las autoridades correspondientes, como era habitual, y de probar que era libre y mantenía a sus hijos con su trabajo. No iba a Nueva Orleans a pedir limosna, le dijo al cónsul con su característica suavidad, sino a coser vestidos.
Cuando Violette Boisier se enteró de que sus amigos pensaban emigrar por segunda vez, tuvo una de aquellas fulminantes pataletas de rabia y llanto que solían darle en la juventud y no había vuelto a sufrir en años. Se sintió traicionada por Adèle.
– ¿Cómo puedes seguir a ese hombre que no te reconoce como la madre de sus hijos? -sollozó.
– Me quiere como puede -respondió Adèle sin alterarse.
– ¡Les ha enseñado a los niños a fingir en público que no lo conocen! -exclamó Violette.
– Pero los mantiene, los educa y los quiere mucho. Es un buen padre. Mi vida está unida a la de él, Violette, y no vamos a separarnos más.
– ¿Y yo? ¿Qué será de mí sola aquí? -preguntó Violette desconsolada.
– Podrías venir con nosotros… -sugirió su amiga.
La idea le pareció espléndida a Violette. Había oído que en Nueva Orleans existía una floreciente sociedad de gente de color libre donde todos podrían prosperar. Sin perder tiempo lo consultó con Loula y ambas decidieron que nada las retenía en Cuba. Nueva Orleans sería la última oportunidad de echar raíces y planear para la vejez.
Toulouse Valmorain, que había permanecido en contacto con Parmentier durante esos siete años mediante cartas esporádicas, le ofreció su ayuda y hospitalidad, pero le advirtió que en Nueva Orleans había más médicos que panaderos y la competencia sería fuerte. Por suerte la licencia real de Francia le servía en Luisiana. «Y aquí no le hará falta hablar español, mi estimado doctor, porque la lengua es el francés», agregó en su carta. Parmentier descendió del barco y cayó en el abrazo de su amigo, que lo esperaba en el muelle. No se veían desde 1793. Valmorain no lo recordaba tan pequeño y frágil, y a su vez Parmentier no lo recordaba tan rotundo. Valmorain tenía un nuevo aire de satisfacción, nada quedaba del hombre atormentado con quien sostenía interminables discusiones filosóficas y políticas en Saint-Domingue.
Mientras el resto de los pasajeros desembarcaba, ellos esperaron el equipaje. Valmorain no se fijó para nada en Adèle, una mulata oscura con dos muchachos y una niña, que procuraba conseguir un carretón de alquiler para transportar sus bultos, pero distinguió en la muchedumbre a una mujer con un fino traje de viaje color bermellón, sombrero, bolso y guantes del mismo color, tan hermosa que habría sido imposible no fijarse en ella. La reconoció al punto, aunque ése era el último lugar donde esperaba volver a verla. Se le escapó su nombre en un grito y corrió a saludarla con el entusiasmo de un chico. «Monsieur Valmorain, ¡qué sorpresa!», exclamó Violette Boisier tendiéndole una mano enguantada, pero él la tomó por los hombros y le plantó tres besos en la cara, al estilo francés. Comprobó, encantado, que Violette había cambiado muy poco y la edad la había vuelto aún más deseable. Ella le contó en pocas palabras que había enviudado y que Jean-Martin estaba estudiando en Francia. Valmorain no recordaba quién era ese Jean-Martin, pero al enterarse de que había llegado sola lo acosaron los deseos de su juventud. «Espero que me concedas el honor de visitarte», se despidió en el tono de intimidad que no había usado con ella desde hacía una década. En ese instante los interrumpió Loula, que se batía a palabrotas con un par de cargadores para que transportaran sus baúles. «Las reglas no han cambiado, tendrá que ponerse en la cola si pretende ser recibido por madame», le dijo, apartándolo de un codazo.
Adèle alquiló un chalet en la calle Rampart, donde vivían mujeres libres de color, la mayoría mantenidas por un protector blanco, según el tradicional sistema de plaçage o «colocación», que había comenzado en los primeros tiempos de la colonia, cuando no resultaba fácil convencer a una joven europea de seguir a los hombres a esas tierras salvajes. Había cerca de dos mil arreglos de este tipo en la ciudad. La vivienda de Adèle era similar a las demás de la misma calle, pequeña, cómoda, bien ventilada y provista de un patio trasero con los muros cubiertos de buganvillas. El doctor Parmentier tenía un piso a pocas cuadras de distancia, donde también había instalado su clínica, pero pasaba las horas libres con su familia en forma mucho más abierta que en Le Cap o La Habana. Lo único raro de esa situación resultaba la edad de los participantes, porque el plaçage era un arreglo entre blancos y mulatas de quince años; el doctor Parmentier iba a cumplir sesenta y Adèle parecía la abuela de cualquiera de sus vecinas.
Violette y Loula consiguieron una casa más grande en la calle Chartres. Les bastaron unas vueltas por la plaza de Armas, el dique a la hora de los paseos y la iglesia del Père Antoine el domingo a mediodía, para darse cuenta de la vanidad de las mujeres. Las blancas habían logrado pasar una ley que prohibía a las de color usar sombrero, joyas o vestidos ostentosos en público bajo pena de azotes. El resultado fue que las mulatas se ataban el tignon con tal gracia, que superaba al más fino sombrero de París, lucían un escote tan tentador, que cualquier joya habría sido una distracción y caminaban con tal garbo, que por comparación las blancas parecían lavanderas. Violette y Loula calcularon de inmediato los beneficios que podían obtener con sus lociones de belleza, en especial la crema de baba de caracol y perlas disueltas en jugo de limón para aclarar la piel.
El golpe con la fusta que recibió de Maurice no le impidió a Hortense Guizot asistir al célebre baile de Marigny, porque lo disimuló con un delgado velo que le caía por atrás hasta el suelo y cubría los alfileres que cerraban el vestido en la espalda, pero le dejó una fea marca morada durante varias semanas. Con ese moretón convenció a Valmorain de mandar a su hijo a Boston. También tenía otro argumento: había menstruado una sola vez desde el nacimiento de Marie-Hortense, estaba encinta de nuevo y debía cuidarse de los nervios, así que sería mejor alejar al chico por un tiempo. Su fertilidad no era un prodigio, como pretendió difundir entre sus amigas, porque a las dos semanas de dar a luz ya estaba retozando con su marido con la misma determinación de la luna de miel. Esta vez se trataba de un niño, estaba segura, destinado a prolongar el apellido y la dinastía de la familia. Nadie se atrevió a recordarle que ya existía Maurice Valmorain.
Maurice detestó el colegio desde el momento en que cruzó el umbral y se cerró a sus espaldas la doble puerta de pesada madera. El disgusto le duró intacto hasta el tercer año, cuando tuvo un maestro excepcional. Llegó a Boston en invierno, bajo una llovizna helada y se encontró en un mundo enteramente gris, el cielo encapotado, plazas cubiertas de escarcha y árboles esqueléticos con unos cuantos pajarracos entumecidos en las ramas desnudas. No conocía el frío verdadero. El invierno se eternizó, andaba con los huesos doloridos, las orejas azules y las manos rojas de sabañones, no se quitaba el abrigo ni para dormir y vivía oteando el cielo a la espera de un misericordioso rayo de sol. El dormitorio contaba con una estufa a carbón en un extremo, que sólo encendían dos horas por la tarde para que los muchachos secaran los calcetines. Las sábanas estaban siempre gélidas, las paredes manchadas de una flora verdosa y había que romper una costra de hielo en las jofainas para lavarse por las mañanas.
Los muchachos, bulliciosos y pendencieros, con uniformes tan grises como el paisaje, hablaban un idioma que Maurice apenas lograba descifrar gracias a su tutor Gaspard Sévérin, quien conocía unas pocas palabras de inglés y el resto lo había improvisado en sus clases mediante un diccionario. Pasaron meses antes de que pudiera contestar las preguntas de los maestros y un año antes de compartir las bromas de sus compañeros americanos, que lo llamaban «el franchute» y lo martirizaban con ingeniosos suplicios. Las peculiares nociones de pugilismo de su tío Sancho resultaron útiles, porque le permitían defenderse lanzando patadas a los testículos de sus enemigos, y las prácticas de esgrima le sirvieron para salir victorioso en los torneos impuestos por el director del colegio, quien hacía apuestas con los maestros y después castigaba al perdedor.
La comida cumplía el fin puramente didáctico de templar el carácter. Quien fuera capaz de tragar hígado hervido o cogotes de pollo con restos de plumas, acompañados de coliflor y arroz quemado, podía enfrentar los azares de la existencia, incluso la guerra, para la cual los americanos siempre se estaban preparando. Maurice, acostumbrado a la refinada cocina de Célestine, pasó trece días ayunando como un faquir sin que a nadie le importara un bledo y por último, cuando se desmayó de hambre, no le quedó otra alternativa que comer lo que le ponían en el plato.
La disciplina era tan férrea como absurda. Los infelices muchachos debían saltar de la cama al amanecer, desperezarse con agua helada, correr tres vueltas por el patio resbalando en los charcos para entrar en calor -si calor podía llamarse el hormigueo en las manos-, estudiar latín durante dos horas antes de un desayuno de cacao, pan seco y avena con grumos, aguantar varias horas de clases y hacer deporte, para lo cual Maurice era negado. Al final del día, cuando las víctimas desfallecían de fatiga, les daban una charla moralizante de una o dos horas, según la inspiración del director. El calvario terminaba recitando en coro la Declaración de Independencia.
Maurice, que se había criado consentido por Tété, se sometió a ese régimen carcelario sin quejarse. El esfuerzo de seguir el paso de los otros muchachos y defenderse de los matones lo tenía tan ocupado, que se le acabaron las pesadillas y no volvió a pensar en los patíbulos de Le Cap. Le gustaba aprender. Al principio disimuló su avidez por los libros para no pecar de arrogante, pero pronto empezó a ayudar a otros en las tareas y así se hizo respetar. No le confesó a nadie que sabía tocar el piano, bailar cuadrillas y rimar versos, porque lo habrían destrozado. Sus camaradas lo veían escribir cartas con dedicación de monje medieval, pero no se burlaban abiertamente porque les dijo que iban destinadas a su madre inválida. La madre, como la patria, no se prestaba para bromas: era sagrada.
Maurice pasó el invierno tosiendo, pero con la primavera se espabiló. Durante meses había permanecido acurrucado dentro de su abrigo, con la cabeza sumida entre los hombros, agachado, invisible. Cuando el sol le entibió los huesos y pudo quitarse los dos chalecos, los calzones de lana, la bufanda, los guantes, el abrigo y caminar erguido, se dio cuenta de que la ropa le quedaba estrecha y corta. Había dado uno de los clásicos estirones de la pubertad y de ser el más esmirriado de su curso pasó a convertirse en uno de los más altos y fuertes. Observar el mundo desde arriba con varios centímetros de ventaja le dio seguridad.
El verano con su caliente humedad no afectó a Maurice, acostumbrado al clima hirviente del Caribe. El colegio se desocupó, los alumnos y la mayoría de los maestros partieron de vacaciones y Maurice quedó prácticamente solo esperando instrucciones para regresar con su familia. Las instrucciones nunca llegaron; en cambio su padre mandó a Jules Peluche, el mismo chaperón que lo había acompañado en el largo y deprimente viaje en barco desde su hogar en Nueva Orleans, por las aguas del golfo de México, bordeando la península de Florida, capeando el mar de los Sargazos y enfrentándose a las olas del océano Atlántico, hasta el colegio en Boston. El chaperón, un pariente remoto y venido a menos de la familia Guizot, era un hombre de mediana edad, que le tomó lástima al chiquillo y procuró hacerle la travesía lo más agradable posible, pero en el recuerdo de Maurice siempre estaría asociado con su exilio del hogar paterno.
Peluche se presentó en el colegio con una carta de Valmorain explicándole a su hijo las razones por las cuales ese año no iría a casa y con suficiente dinero para comprarle ropa, libros y cualquier capricho que se le antojara a modo de consuelo. Sus órdenes consistían en guiar a Maurice en un viaje cultural a la histórica ciudad de Filadelfia, que todo joven de su posición debía conocer, porque allí había germinado la semilla de la nación americana, como anunciaba pomposamente la carta de Valmorain. Maurice partió con Beluche y durante esas semanas de turismo obligado permaneció silencioso e indiferente, procurando disimular el interés que el viaje le suscitaba y combatir la simpatía que empezaba a sentir por ese pobre diablo de Beluche.
El verano siguiente nuevamente el muchacho se quedó esperando dos semanas en el colegio con su baúl preparado, hasta que se apersonó el mismo chaperón para conducirlo a Washington y otras ciudades que no deseaba visitar.
Harrison Cobb, uno de los pocos profesores que permanecían en el colegio durante la semana de Navidad, se fijó en Maurice Valmorain, porque era el único alumno que no recibía visitas ni regalos y pasaba esas fiestas leyendo solo en el edificio casi vacío. Cobb pertenecía a una de las más antiguas familias de Boston, establecida en la ciudad desde mediados del siglo XVII y de origen noble, como todos sabían, aunque él lo negaba. Era defensor fanático de la república americana y abominaba de la nobleza. Fue el primer abolicionista que conoció Maurice e iba a marcarlo profundamente. En Luisiana el abolicionismo era peor visto que la sífilis, pero en el estado de Massachusetts la cuestión de la esclavitud se discutía constantemente, porque su Constitución, redactada veinte años antes, contenía una cláusula que la prohibía.
Cobb encontró en Maurice un intelecto ávido y un corazón ferviente, en el que sus argumentos humanitarios echaron raíces de inmediato. Entre otros libros, le dio a leer La interesante narrativa de la vida de Olaudah Equiano, publicado con enorme éxito en Londres en 1789. Esa dramática historia de un esclavo africano, escrita en primera persona, había causado conmoción en el público europeo y americano, pero pocos se enteraron en Luisiana y el chico no la había oído mencionar. El profesor y su alumno pasaban las tardes estudiando, analizando y discutiendo; Maurice pudo al fin articular la desazón que siempre le había producido la esclavitud.
– Mi padre posee más de doscientos esclavos, que un día serán míos -le confesó Maurice a Cobb.
– ¿Es eso lo que quieres, hijo?
– Sí, porque podré emanciparlos.
– Entonces habrá doscientos y pico negros abandonados a su suerte y un muchacho imprudente en la pobreza. ¿Qué se gana con eso? -le rebatió el profesor-. La lucha contra la esclavitud no se hace plantación por plantación, Maurice, hay que cambiar la forma de pensar de la gente y las leyes en este país y en el mundo. Debes estudiar, prepararte y participar en política.
– ¡Yo no sirvo para eso, señor!
– ¿Cómo lo sabes? Todos tenemos adentro una insospechada reserva de fortaleza que emerge cuando la vida nos pone a prueba.
Alcancé a estar en la plantación casi dos años, según mis cálculos, antes de que los amos me pusieran de nuevo a servir entre los domésticos. En todo ese tiempo no vi a Maurice ni una sola vez, porque durante las vacaciones su padre no le permitía volver a casa; siempre se las arreglaba para enviarlo de viaje a otras partes y al fin, cuando terminó de estudiar, se lo llevó a Francia a conocer a su abuela. Pero eso fue más tarde. El amo quería mantenerlo alejado de madame Hortense. Tampoco pude ver a Rosette, pero el señor Murphy me traía noticias de ella cada vez que iba a Nueva Orleans. «¿Qué vas a hacer con esa niña tan bonita, Tété? Deberás mantenerla encerrada para que no provoque tumultos en la calle», me decía en broma.
Madame Hortense dio a luz a su segunda hija, Marie-Luise, que nació con el pecho cerrado. El clima no le convenía, pero como nadie puede cambiar el clima, salvo el Père Antoine en casos extremos, no era mucho lo que se podía hacer para aliviarla. Por ella me llevaron de vuelta a la casa de la ciudad. Ese año llegó el doctor Parmentier, que había estado mucho tiempo en Cuba, y reemplazó al médico de la familia Guizot. Lo primero que hizo fue eliminar las sanguijuelas y fricciones de mostaza, que estaban matando a la niña, y enseguida preguntó por mí. No sé cómo se acordaba de mí, después de tantos años. Convenció al amo de que yo era la más indicada para cuidar a Marie-Luise, porque había aprendido mucho de Tante Rose. Entonces le ordenaron al jefe de capataces enviarme a la ciudad. Me despedí de mis amigos y de los Murphy con mucha pena y por primera vez viajé sola, con un permiso para que no me arrestaran.
Muchas cosas habían cambiado en Nueva Orleans durante mi ausencia: había más basura, coches y gente y una fiebre de construir casas y alargar las calles. Hasta el mercado se había extendido. Don Sancho ya no vivía en la casa de Valmorain; se había mudado a un piso en el mismo barrio. Según Célestine, había olvidado a Adi Soupir y andaba enamorado de una cubana, a quien nadie en la casa había tenido ocasión de ver. Me instalé en la mansarda con Marie-Luise, una chiquita pálida y tan débil que no lloraba. Se me ocurrió amarrármela al cuerpo, porque me había dado buen resultado con Maurice, que también nació enfermizo, pero madame Hortense dijo que eso estaba bueno para los negros, no para su hija. No quise ponerla en una cuna, porque se habría muerto, y opté por llevarla siempre en brazos.
Apenas pude hablé con el amo para recordarle que ese año yo cumplía treinta años y me correspondía mi libertad.
– ¿Quién va a cuidar a mis hijas? -me preguntó.
– Yo, si le parece, monsieur.
– Es decir que todo seguiría igual.
– No igual, monsieur, porque si soy libre puedo irme si quiero, ustedes no me pueden golpear y tendrían que pagarme un poco para que pueda vivir.
– ¿Pagarte! -exclamó sorprendido.
– Así trabajan cocheros, cocineras, enfermeras, costureras y otras personas libres, monsieur.
– Veo que estás muy bien informada. Entonces sabes que nadie emplea una niñera, siempre es alguien que forma parte de la familia, como una segunda madre y después como una abuela, Tété.
– No soy de su familia, monsieur. Soy su propiedad.
– ¡Siempre te he tratado como si fueras de la familia! En fin, si eso es lo que pretendes, necesitaré tiempo para convencer a madame Hortense, aunque es un pésimo precedente y dará mucho que hablar. Haré lo que pueda.
Me dio permiso para ir a ver a Rosette. Mi hija siempre fue alta y a los once años parecía de quince. El señor Murphy no me había mentido, era muy bonita. Las monjas lograron domarle la impetuosidad, pero no le borraron su sonrisa de hoyuelos y su mirada seductora. Me saludó con una reverencia formal y cuando la abracé se puso rígida, creo que estaba avergonzada de su madre, una esclava café con leche. Mi hija era lo que más me importaba en el mundo. Habíamos vivido pegadas como un solo cuerpo, una sola alma, hasta que el miedo de que la vendieran o de que su propio padre la violara en la pubertad, como había hecho conmigo, me obligó a separarme de ella. Más de una vez había visto al amo palpándola como los hombres tocan a las niñas para saber si ya están maduras. Eso fue antes de que se casara con madame Hortense, cuando mi Rosette era una criatura sin malicia y se le sentaba en la falda por cariño. La frialdad de mi hija me dolió: por protegerla, tal vez la había perdido.
De sus raíces africanas, a Rosette no le quedaba nada. Sabía de mis loas y de Guinea, pero en el colegio se olvidó de todo eso y se volvió católica; las monjas le tenían casi tanto horror al vudú como a los protestantes, a los judíos y a los kaintocks. ¿Cómo podía reprocharle que ambicionara una vida mejor que la mía? Ella quería ser como los Valmorain y no como yo. Me hablaba con falsa cortesía, en un tono que no reconocí, como si yo fuese una extraña. Así lo recuerdo. Me comentó que le gustaba el colegio, que las monjas eran bondadosas y le estaban enseñando música, religión y a escribir con buena letra, pero nada de danza, porque eso tentaba al demonio. Le pregunté por Maurice y me dijo que estaba bien, pero se sentía solo y quería regresar. Ella sabía de él porque se escribían, como siempre habían hecho desde que se separaron. Las cartas demoraban bastante, pero ellos las mandaban seguido, sin esperar respuesta, como una conversación de tontos. Rosette me contó que a veces llegaba media docena el mismo día, pero después pasaban varias semanas sin noticias. Ahora, cinco años después, sé que en esa correspondencia se llamaban hermanos para despistar a las monjas, que abrían la correspondencia de las pupilas. Tenían una clave religiosa para referirse a sus sentimientos: el Espíritu Santo significaba amor, besos eran rezos, Rosette posaba de ángel de la guarda, él podía ser cualquier santo o mártir del calendario católico y, lógicamente, las ursulinas eran demonios. Una típica misiva de Maurice podía ser que el Espíritu Santo lo visitaba de noche, cuando él soñaba con el ángel de la guarda, y que despertaba con deseos de rezar y rezar. Ella le contestaba que ella rezaba por él y debía tener cuidado con las huestes de demonios que siempre amenazaban a los mortales. Ahora yo guardo esas cartas en una caja y aunque no puedo leerlas, sé lo que contienen, porque Maurice me leyó algunas partes, las que no son demasiado atrevidas.
Rosette me agradeció los regalos de dulces, cintas y libros que le llegaban, pero yo no se los había enviado. ¿Cómo podía hacerlo sin dinero? Supuse que se los llevaba el amo Valmorain, pero ella me dijo que nunca la había visitado. Era don Sancho quien le daba regalos en mi nombre. ¡Que Bondye me lo bendiga al bueno de don Sancho! Erzuli, loa madre, no tengo nada que ofrecerle a mi hija. Así era.
En la primera ocasión disponible Tété fue a hablar con el Père Antoine. Debió esperarlo un par de horas, porque andaba en la cárcel visitando a los presos. Les llevaba comida y les limpiaba las heridas sin que los guardias se atrevieran a impedírselo, porque se había corrido la voz de su santidad y existían testimonios de que había sido visto en varias partes al mismo tiempo y a veces andaba con un plato luminoso flotando sobre su cabeza. Por fin el capuchino llegó a la casita de piedra, que le servía de vivienda y oficina, con su canasto vacío y unas ganas enormes de echarse a descansar, pero lo aguardaban otros necesitados y todavía faltaba para la puesta del sol, hora de la oración en la que sus huesos reposaban, mientras su alma subía al cielo. «Mucho lamento, hermana Lucie, que no me alcance el ánimo para rezar más y mejor», solía decirle a la monja que lo atendía. «¿Y para qué va a rezar más, mon père, si ya es santo?», le contestaba ella invariablemente. Recibió a Tété con los brazos abiertos, como a todo el mundo. No había cambiado, tenía la misma dulce mirada de perro grande y olor a ajo, llevaba la misma sotana inmunda, su cruz de madera y su barba de profeta.
– ¡Qué te habías hecho, Tété! -exclamó.
– Usted tiene miles de feligreses, mon père, y se acuerda de mi nombre -notó ella, conmovida.
Le explicó que había estado en la plantación, le mostró por segunda vez el documento de su libertad, amarillo y quebradizo, que guardaba desde hacía años y no le había servido de nada, porque su amo siempre encontraba una razón para postergar lo prometido. El Père Antoine se caló unas gruesas gafas de astrónomo, acercó el papel a la única vela del cuarto y lo leyó lentamente.
– ¿Quién más sabe de esto, Tété? Me refiero a alguien que viva en Nueva Orleans.
– El doctor Parmentier lo vio cuando estábamos en Saint-Domingue, pero ahora vive aquí. También se lo mostré a don Sancho, el cuñado de mi amo.
El fraile se sentó a una mesita de patas temblorosas y escribió con dificultad, porque las cosas de este mundo las veía envueltas en una ligera niebla, aunque las del otro las percibía con claridad. Le entregó dos mensajes salpicados de manchas de tinta, con instrucciones de dárselos en mano a esos caballeros.
– ¿Qué dicen estas cartas, mon père? -quiso saber Tété.
– Que vengan a hablar conmigo. Y tú también debes venir aquí el próximo domingo después de la misa. Entretanto yo guardaré este documento -dijo el fraile.
– Perdóneme, mon père, pero nunca me he separado de ese papel… -replicó Tété con aprensión.
– Entonces ésta será la primera vez -sonrió el capuchino poniéndolo en un cajón de la mesita-. No te preocupes, hija, aquí está seguro.
Esa mesa destartalada no parecía el mejor lugar para su más valiosa posesión, pero Tété no se atrevió a manifestar dudas.
El domingo se juntaba media ciudad en la catedral, entre ellos las familias Guizot y Valmorain con varios de sus domésticos. Era el único sitio en Nueva Orleans, aparte del mercado, donde gente blanca y de color, libres y esclavos, se mezclaba, aunque las mujeres se colocaban a un lado y los hombres en el otro. Un pastor protestante de visita en la ciudad había escrito en un periódico que la iglesia del Père Antoine era el lugar más tolerante de la cristiandad. Tété no siempre podía asistir a la misa; dependía del asma de Marie-Luise, pero ese día la pequeña amaneció bien y pudieron sacarla de la casa. Después de la ceremonia le entregó las niñas a Denise y le anunció a su ama que iba a demorarse un poco porque debía hablar con el santo.
Hortense no se opuso, pensando que por fin esa mujer iba a confesarse. Tété había traído de Saint-Domingue sus satánicas supersticiones y nadie poseía más autoridad que el Père Antoine para salvar su alma del vudú. Sus hermanas y ella comentaban a menudo que los esclavos de las Antillas estaban introduciendo ese temible culto africano en Luisiana, así lo habían comprobado cuando iban con sus maridos y amigos a la plaza del Congo a presenciar, por sana curiosidad, las orgías de los negros. Antes era puro menearse y ruido, ahora había una bruja que danzaba como posesa con una culebra larga y gorda enroscada en el cuerpo y la mitad de los participantes caía en trance. Sanité Dédé, se llamaba y había llegado de Saint-Domingue con otros negros y con el diablo en el cuerpo. Había que ver el grotesco espectáculo de hombres y mujeres echando espumarajos por la boca y con los ojos en blanco, los mismos que después reptaban detrás de los arbustos a revolcarse como animales. Esa gente adoraba a una mezcolanza de dioses africanos, santos católicos, Moisés, los planetas y un lugar llamado Guinea. Sólo el Père Antoine entendía ese revoltijo y por desgracia lo permitía. Si no fuese santo, ella misma iniciaría una campaña pública para que lo apartaran de la catedral, aseguraba Hortense Guizot. Le habían contado de ceremonias vudú en que bebían sangre de animales sacrificados y se aparecía el demonio en persona para copular con las mujeres por delante y con los hombres por detrás. No le extrañaría que la esclava a quien ella le confiaba nada menos que sus inocentes hijas, participara en esas bacanales.
En la casita de piedra ya estaban el capuchino, Parmentier, Sancho y Valmorain en sus sillas, intrigados, porque no sabían por qué habían sido convocados. El santo conocía el valor estratégico del ataque por sorpresa. La anciana hermana Lucie, que llegó arrastrando las chancletas y equilibrando con dificultad una bandeja, les sirvió un vino ordinario en desconchadas tacitas de barro y se retiró. Ésa era la señal que esperaba Tété para entrar, como le había ordenado el fraile.
– Los he llamado a esta casa de Dios para rectificar un malentendido, hijos míos -dijo el Père Antoine, sacando el papel de la gaveta-. Esta buena mujer, Tété, debió haber sido emancipada hace siete años, según este documento. ¿No es así, monsieur Valmorain?
– ¿Siete años? ¡Pero si Tété acaba de cumplir treinta! ¡No podía liberarla antes! -exclamó el aludido.
– Según el Código Negro, un esclavo que le salva la vida a un miembro de la familia del amo tiene derecho a su libertad inmediata, cualquiera que sea su edad. Tété le salvó la vida a usted y a su hijo Maurice.
– Eso no se puede probar, mon père -replicó Valmorain con una mueca desdeñosa.
– Su plantación de Saint-Domingue fue quemada, sus capataces fueron asesinados, todos sus esclavos escaparon para unirse a los rebeldes. Dígame, hijo mío, ¿usted cree que habría sobrevivido sin la ayuda de esta mujer?
Valmorain tomó el papel y le dio una mirada por encima, resoplando.
– Esto no tiene fecha, mon père.
– Cierto, parece que usted olvidó ponerla en la prisa y la angustia de la huida. Es muy comprensible. Por suerte el doctor Parmentier vio este papel en 1793 en Le Cap, así es que podemos suponer que data de ese tiempo. Pero eso es lo de menos. Estamos entre caballeros cristianos, hombres de fe y con buenas intenciones. Le pido, monsieur Valmorain, en nombre de Dios, que cumpla su palabra -y los ojos hundidos del santo le desnudaron el alma.
Valmorain se volvió hacia Parmentier, quien tenía los ojos fijos en su tacita de vino, paralizado entre la lealtad a su amigo, a quien tanto debía, y su propia nobleza, a la cual el Père Antoine acababa de recurrir magistralmente. Sancho, en cambio, apenas podía ocultar una sonrisa bajo sus atrevidos bigotes. El asunto le hacía una inmensa gracia, porque llevaba años recordándole a su cuñado la necesidad de resolver el problema de la concubina, pero se había requerido nada menos que intervención divina para que le hiciera caso. No entendía por qué retenía a Tété si ya no la deseaba y era un incordio evidente para Hortense. Los Valmorain podían escoger otra niñera para sus hijas entre sus numerosas esclavas.
– No se preocupe, mon père, mi cuñado hará lo que es justo -intervino, después de un breve silencio-. El doctor Parmentier y yo seremos sus testigos. Mañana iremos al juez para legalizar la emancipación de Tété.
– De acuerdo, hijos míos. Enhorabuena, Tété, desde mañana serás libre -anunció el Père Antoine levantando su copita para brindar.
Los hombres hicieron ademán de vaciar las suyas, pero ninguno podía tragar ese brebaje, y se pusieron de pie para salir. Tété los detuvo.
– Un momento, por favor. ¿Y Rosette? También ella tiene derecho a la libertad. Eso dice el documento.
A Valmorain le subió la sangre a la cabeza y el aire se le hizo escaso entre las costillas. Apretó la empuñadura de su bastón con los nudillos blancos, controlándose a duras penas para no levantarlo contra aquella esclava insolente, pero antes de que alcanzara a actuar intervino el santo.
– Por supuesto, Tété. Monsieur Valmorain sabe que Rosette está incluida. Mañana ella también será libre. El doctor Parmentier y don Sancho verán que todo se haga de acuerdo a la ley. Que Dios los bendiga, hijos míos…
Los tres hombres salieron y el fraile invitó a Tété a tomar una taza de chocolate para celebrar. Una hora más tarde, cuando ella volvió a la casa, sus amos la esperaban en el salón, como dos severos magistrados sentados lado a lado en sillas de respaldo alto, Hortense rabiosa y Valmorain ofendido, porque no le cabía en la mente que esa mujer, con quien había contado durante veinte años, lo hubiese humillado delante del sacerdote y sus más cercanos amigos. Hortense anunció que llevaría el asunto ante los tribunales, ese documento había sido escrito bajo presión y no era válido, pero Valmorain no le permitió continuar por ese camino: no deseaba un escándalo.
Los amos se arrebataban la palabra para cubrir a la esclava de recriminaciones que ella no escuchaba, porque tenía una alegre sonajera de cascabeles en la cabeza. «¡Mal agradecida! Si lo único que quieres es irte, pues te irás de inmediato. Hasta tu ropa nos pertenece, pero puedes llevártela para que no salgas desnuda. Te doy media hora para dejar esta casa y te prohíbo volver a pisarla. ¡A ver qué será de ti cuando estés en la calle! ¡Ofrecerte a los marineros como una bellaca, es lo único que podrás hacer!», rugió Hortense golpeando las patas de su silla con la fusta.
Tété se retiró, cerró la puerta con cuidado y fue a la cocina, donde el resto de los criados ya sabía lo ocurrido. A riesgo de echarse encima la ira de su ama, Denise le ofreció que durmiera con ella y se fuera al amanecer, así no estaría en la calle sin salvoconducto durante la noche. Todavía no era libre y si la cogía la guardia iría a dar a la cárcel, pero ella no veía las horas de marcharse. Abrazó a cada uno con la promesa de verlos en misa, en la plaza del Congo o en el mercado; no pensaba irse lejos, Nueva Orleans era la ciudad perfecta para ella, dijo. «No tendrás un amo que te proteja, Tété, puede pasarte cualquier cosa, hay mucho peligro allá afuera. ¿De qué vas a vivir?», le preguntó Célestine.
– De lo que he vivido siempre, de mi trabajo.
No se detuvo en su cuarto a recoger sus ínfimas posesiones, se llevó sólo su papel de la libertad y la cesta de comida que le preparó Célestine, cruzó la plaza ligera sobre los pies, dio la vuelta a la catedral y golpeó la puerta de la casita del santo. Le abrió la hermana Lucie con una vela en la mano y sin hacer preguntas la condujo por el corredor que unía la vivienda con la iglesia, hacia una sala mal iluminada, donde había una docena de indigentes sentados a la mesa, con platos de sopa y pan. El Père Antoine estaba comiendo con ellos. «Siéntate, hija, te estábamos esperando. Por el momento la hermana Lucie te facilitará un rincón donde dormir», le dijo.
Al día siguiente el santo la acompañó al juzgado. A la hora exacta se presentaron Valmorain, Parmentier y Sancho a legalizar la emancipación de «la moza Zarité, a quien llaman Tété, mulata, treinta años, de buena conducta, por leales servicios. Mediante este documento su hija Rosette, cuarterona, de once años, pertenece como esclava a la dicha Zarité». El juez hizo colocar una notificación pública para que «las personas que tengan objeción legal se presenten en esta Corte en el plazo máximo de cuarenta días a partir de esta fecha». Terminado el trámite, que demoró apenas nueve minutos, todos se retiraron de buen ánimo, incluso Valmorain, porque durante la noche, una vez que Hortense se durmió cansada de rabiar y lamentarse, se dio tiempo de pensar a fondo y comprendió que Sancho tenía razón, y que debía desprenderse de Tété. En la puerta del edificio la detuvo por un brazo.
– Aunque me has hecho un grave perjuicio, no te guardo rencor, mujer -le dijo en tono paternal, satisfecho de su propia generosidad-. Supongo que vas a terminar mendigando, pero al menos salvaré a Rosette. Seguirá en las ursulinas hasta completar su educación.
– Su hija se lo agradecerá, monsieur -replicó ella y se fue por la calle bailando.
Las dos primeras semanas Tété se ganó la comida y un jergón de paja para dormir ayudando al Père Antoine en sus múltiples tareas de caridad. Se levantaba antes del amanecer, cuando él ya llevaba un buen rato rezando, y lo acompañaba a la cárcel, el hospital, el asilo de locos, el orfanato y algunas casas particulares para dar la comunión a ancianos y enfermos postrados. El día entero, bajo sol o lluvia, la figura esmirriada del fraile con su túnica marrón y su barba enmarañada circulaba por la ciudad; lo veían en las mansiones de los ricos y en las chabolas miserables, en los conventos y los burdeles, pidiendo limosna en el mercado y en los cafés, ofreciendo pan a los mendigos mutilados y agua a los esclavos de los remates en el Maspero Échange, siempre seguido por una leva de perros famélicos. Nunca olvidaba consolar a los castigados en los cepos instalados en la calle, detrás del Cabildo, las ovejas más desgraciadas de su rebaño, a quienes les limpiaba las heridas con tal torpeza, porque era corto de vista, que Tété debía intervenir.
– ¡Qué manos de ángel tienes, Tété! El Señor te ha señalado para que seas enfermera. Tendrás que quedarte a trabajar conmigo -le propuso el santo.
– No soy monja, mon père, no puedo trabajar gratis para siempre, debo mantener a mi hija.
– No sucumbas a la codicia, hija, el servicio al prójimo tiene su pago en el cielo, como prometió Jesús.
– Dígale que mejor me paga aquí mismo, aunque sea poca cosa.
– Se lo diré, hija, pero Jesús tiene muchos gastos -respondió el fraile con una risa socarrona.
Al atardecer volvían a la casita de piedra, donde los esperaba la hermana Lucie con agua y jabón para lavarse antes de comer con los indigentes. Tété se iba a remojar los pies en un balde con agua y cortar tiras para hacer vendajes, mientras él oía confesiones, actuaba de árbitro, resolvía entuertos y disipaba animosidades. No daba consejos, porque según su experiencia era una pérdida de tiempo, cada uno comete sus propios errores y aprende de ellos.
Por la noche el santo se cubría con una manta apolillada y salía con Tété a codearse con la chusma más peligrosa, provisto de una lámpara, ya que ninguno de los ochenta faroles de la ciudad estaba colocado donde a él podía servirle. Los delincuentes lo toleraban, porque respondía a las palabrotas con bendiciones sarcásticas y nadie lograba intimidarlo. No llegaba con ínfulas de condenación ni propósito de salvar almas, sino a vendar acuchillados, separar violentos, impedir suicidios, socorrer mujeres, recoger cadáveres y arrear niños al orfanato de las monjas. Si por ignorancia alguno de los kaintocks se atrevía a tocarlo, cien puños se alzaban para enseñarle al forastero quién era el Père Antoine. Entraba al barrio de El Pantano, el peor antro de depravación del Mississippi, protegido por su inalterable inocencia y su incierta aureola. Allí se aglomeraban en garitos de juego y lupanares los remeros de los botes, piratas, chulos, putas, desertores del ejército, marineros de juerga, ladrones y asesinos. Tété, aterrada, avanzaba entre barro, vómito, mierda y ratas, cogida del hábito del capuchino, invocando a Erzuli en alta voz, mientras él saboreaba el placer del peligro. «Jesús vela por nosotros, Tété», le aseguraba, feliz. «¿Y si se distrae, mon père?»
Al término de la segunda semana Tété tenía los pies llagados, la espalda partida, el corazón oprimido por las miserias humanas y la sospecha de que era mucho más aliviado cortar caña que repartir caridad entre los mal agradecidos. Un martes se encontró en la plaza de Armas con Sancho García del Solar, vestido de negro y tan perfumado que ni las moscas se le acercaban, muy contento, porque acababa de ganarle un juego de écarte a un americano demasiado confiado. La saludó con una florida reverencia y un beso en la mano, ante varios mirones asombrados y luego la invitó a tomar un café.
– Tendrá que ser rápido, don Sancho, porque estoy esperando a mon père, que anda curando las pústulas de un pecador y no creo que demore mucho.
– ¿No lo ayudas, Tété?
– Sí, pero este pecador tiene el mal español y mon père no me deja verle las partes privadas. ¡Como si fuera novedad para mí!
– El santo tiene toda la razón, Tété. Si me atacara esa enfermedad, ¡ni Dios lo permita!, no quisiera que una bella mujer ofendiera mi pudor.
– No se burle, don Sancho, mire que esa desgracia le puede pasar a cualquiera. Menos al Père Antoine, por supuesto.
Se sentaron en una mesita frente a la plaza. El propietario de la cafetería, un mulato libre conocido de Sancho, no ocultó su sorpresa ante el contraste que presentaban el español y su acompañante, él con aire de realeza y ella como una mendiga. También Sancho notó el aspecto patético de Tété y cuando ella le contó lo que había sido su vida en esas dos semanas, soltó una sonora carcajada.
– Ciertamente la santidad es un agobio, Tété. Tienes que escapar del Père Antoine o vas a terminar tan decrépita como la hermana Lucie -dijo.
– No puedo abusar de la gentileza del Père Antoine por mucho tiempo más, don Sancho. Me iré cuando se cumplan los cuarenta días de la notificación del juez y tenga mi libertad. Entonces veré qué hago, tengo que conseguir trabajo.
~¿Y Rosette?
– Sigue en las ursulinas. Sé que usted la visita y le lleva regalos en mi nombre. ¿Cómo puedo pagarle lo bueno que usted ha sido con nosotras, don Sancho?
– No me debes nada, Tété.
– Necesito ahorrar algo para recibir a Rosette cuando salga del colegio.
– ¿Qué dice el Père Antoine de eso? -le preguntó Sancho, echándole cinco cucharadas de azúcar y un chorro de coñac a su taza de café.
– Que Dios proveerá.
– Espero que así sea, pero por si acaso sería bueno que tuvieras un plan alternativo. Necesito un ama de llaves, mi casa es un desastre, pero si te empleo los Valmorain no me lo perdonarían.
– Entiendo, señor. Alguien me empleará, estoy segura.
– El trabajo pesado lo hacen esclavos, desde el cultivo de los campos hasta criar niños. ¿Sabías que hay tres mil esclavos en Nueva Orleans?
– ¿Y cuántas personas libres, señor?
– Unos cinco mil blancos y dos mil de color, según dicen.
– O sea, hay más del doble de personas libres que esclavos -calculó ella-. ¡Cómo no voy a encontrar a alguien que me necesite! Un abolicionista, por ejemplo.
– ¿Abolicionista en Luisiana? Si los hay, están bien escondidos -se rió Sancho.
– No sé leer, escribir ni cocinar, señor, pero sé hacer los trabajos de la casa, traer bebés al mundo, coser heridas y curar enfermos -insistió ella.
– No será fácil, mujer, pero voy a tratar de ayudarte -le dijo Sancho-, Una amiga mía sostiene que los esclavos salen más caros que los empleados. Se necesitan varios esclavos para hacer de mala gana el trabajo que una persona libre hace de buen grado. ¿Entiendes?
– Más o menos -admitió ella, memorizando cada palabra para repetírsela al Père Antoine.
– El esclavo carece de incentivos, le conviene trabajar lento y mal, ya que su esfuerzo sólo beneficia al amo, pero la gente libre trabaja para ahorrar y progresar, ése es su incentivo.
– El incentivo en Saint-Lazare era el látigo del señor Cambray -comentó ella.
– Y ya ves cómo terminó esa colonia, Tété. No se puede imponer el terror indefinidamente.
– Usted debe ser un abolicionista disimulado, don Sancho, porque habla como el tutor Gaspard Sévérin y monsieur Zacharie en Le Cap.
– No repitas eso en público porque me vas a traer problemas. Mañana quiero verte aquí mismo, limpia y bien vestida. Iremos a visitar a mi amiga.
Al otro día el Père Antoine partió solo a sus quehaceres, mientras Tété, con su único vestido recién lavado y su tignon almidonado, iba con Sancho a buscar empleo por primera vez. No anduvieron lejos, sólo unas pocas cuadras por la abigarrada calle Chartres, con sus tiendas de sombreros, encajes, botines, telas y cuanto existe para alimentar la coquetería femenina, y se detuvieron ante una casa de dos pisos pintada de amarillo con rejas de hierro verde en los balcones.
Sancho golpeó la puerta con un pequeño aldabón en forma de sapo y les abrió una negra gorda, que al reconocer a Sancho cambió el gesto de mal humor por una sonrisa enorme. Tété creyó que había recorrido veinte años en círculos para terminar en el mismo lugar donde estaba cuando dejó la casa de madame Delphine. Era Loula. La mujer no la reconoció, eso habría sido imposible, pero como venía con Sancho, le dio la bienvenida y los condujo a la sala. «Madame vendrá pronto, don Sancho. Lo está esperando», dijo y desapareció haciendo retumbar las tablas del suelo con sus pasos de elefanta.
Minutos más tarde Tété, con el corazón saltando, vio entrar a la misma Violette Boisier de Le Cap, tan hermosa como entonces y con la seguridad que otorgan los años y los recuerdos. Sancho se transformó en un instante. Desapareció su fanfarronería de varón español y se redujo a un muchacho tímido que se inclinaba a besar la mano de la bella, mientras la punta de su espadín derribaba una mesita. Tété alcanzó a coger en el aire a un trovador medieval de porcelana y lo sostuvo contra el pecho, observando pasmada a Violette. «Supongo que ésta es la mujer de quien me hablaste, Sancho», dijo ella. Tété notó la familiaridad en el trato y la turbación de Sancho, recordó los chismes y comprendió que Violette era la cubana que, según Célestine, había reemplazado a Adi Soupir en el enamoradizo corazón del español.
– Madame… Nos conocimos hace mucho. Usted me compró de madame Delphine cuando yo era niña -logró articular Tété.
– ¿Sí? No lo recuerdo -titubeó Violette.
– En Le Cap. Usted me compró para monsieur Valmorain. Soy Zarité.
– ¡Por supuesto! Acércate a la ventana para verte bien. ¿Cómo iba a reconocerte? Entonces eras una chica flaca con la obsesión de escaparte.
– Ahora soy libre. Bueno, casi libre.
– Dios mío, ésta es una coincidencia demasiado extraña. ¡Loula! ¡Ven a ver quién está aquí! -gritó Violette.
Loula entró arrastrando su corpachón y cuando entendió de quién se trataba la estrujó en un abrazo de gorila. Un par de lágrimas sentimentales asomaron en los ojos de la mujer al recordar a Honoré, asociado en su memoria con la chiquilla que Tété había sido. Le contó que antes de volver a Francia, madame Delphine trató de venderlo, pero no valía nada, era un viejo enfermo, y tuvo que soltarlo para que se las arreglara solo pidiendo limosna.
– Se fue con los rebeldes antes de la revolución. Vino a despedirse de mí, éramos amigos. Un verdadero caballero ese Honoré. No sé si alcanzó a llegar a las montañas, porque el camino era empinado y él tenía los huesos chuecos. Si llegó, quién sabe si lo aceptaron, porque no estaba en condiciones de pelear en ninguna guerra -suspiró Loula.
– Seguro que lo aceptaron, porque sabía tocar tambores y cocinar. Eso es más importante que empuñar un arma -la consoló Tété.
Se despidió del sacerdote y la anciana hermana Lucie con la promesa de ayudarlos con los enfermos cuando pudiera, y se trasladó a vivir con Violette y Loula, como tanto había deseado a los diez años. Para satisfacer una curiosidad pendiente desde hacía dos décadas, averiguó cuánto había pagado Violette por ella a madame Delphine y se enteró de que fue el costo de un par de cabras, aunque después su precio aumentó un quince por ciento cuando fue traspasada a Valmorain. «Es más de lo que valías, Tété. Eras una chiquilla fea y mal criada», le aseguró Loula seriamente.
Le asignaron el único cuarto de esclavos de la casa, una celda sin ventilación, pero limpia, y Violette hurgó entre sus cosas y encontró algo adecuado para vestirla. Sus tareas eran tantas que no se podían enumerar, pero básicamente consistían en cumplir las órdenes de Loula, quien ya no tenía edad ni aliento para labores domésticas y pasaba el día en la cocina preparando ungüentos para la hermosura y jarabes para la sensualidad. Ningún cartel en la calle pregonaba lo que se ofrecía dentro de esas paredes; bastaba el rumor de boca en boca, que atraía a una fila interminable de mujeres de todas las edades, la mayoría de color, aunque también llegaban algunas blancas disimuladas bajo tupidos velos.
Violette atendía sólo por las tardes, no había perdido la costumbre de dedicar las horas de la mañana a sus cuidados personales y el ocio. Su cutis, rara vez tocado por la luz directa del sol, seguía tan delicado como la crême caramel y las finas arrugas de los ojos le daban carácter; sus manos, que jamás habían lavado ropa ni cocinado, lucían juveniles, y sus formas se habían acentuado con varios kilos que la suavizaban sin darle aspecto de matrona. Las lociones misteriosas habían preservado el color azabache de su cabello, que peinaba como antes en un moño complicado, con algunos rizos sueltos para deleite de la imaginación. Todavía provocaba deseo en los hombres y celos en las mujeres, y esa certeza agregaba vaivén a su andar y ronroneo a su risa. Sus clientas le confiaban sus cuitas, le pedían consejo en susurros y adquirían sus pociones sin regatear, en la más absoluta reserva. Tété la acompañaba a comprar los ingredientes; desde perlas para aclarar la piel, que conseguía de los piratas, hasta frascos de vidrio pintado, que un capitán le traía de Italia. «El envase vale más que el contenido. Lo que importa es la apariencia», le comentó Violette a Tété. «El Père Antoine sostiene lo contrario», se rió la otra.
Una vez por semana iban donde un escribano y Violette le dictaba a grandes rasgos una carta para su hijo en Francia. El escribano se encargaba de poner sus pensamientos en frases floridas y hermosa caligrafía. Las cartas demoraban sólo dos meses en llegar a manos del joven cadete, quien respondía puntualmente con cuatro frases en jerga militar para decir que su estado era positivo y estaba estudiando la lengua del enemigo, sin especificar de qué enemigo en particular, dado que Francia contaba con varios. «Jean-Martin es igual que su padre», suspiraba Violette cuando leía esas misivas escritas en clave. Tété se atrevió a preguntarle cómo había logrado que la maternidad no le aflojara las carnes y Violette lo atribuyó a la herencia de su abuela senegalesa. No le confesó que Jean-Martin era adoptado, tal como nunca le mencionó sus amoríos con Valmorain. Sin embargo, le habló de su larga relación con Étienne Relais, amante y marido, a cuya memoria fue fiel hasta que apareció Sancho García del Solar, porque ninguno de los pretendientes anteriores en Cuba, incluso aquel gallego que estuvo a punto de casarse con ella, logró enamorarla.
– He tenido siempre compañía en mi cama de viuda para mantenerme en forma. Por eso tengo buen cutis y buen humor.
Tété calculó que pronto ella misma estaría arrugada y melancólica, porque llevaba años consolándose sola, sin más incentivo que el recuerdo de Gambo.
– Don Sancho es un señor muy bueno, madame. Si lo quiere ¿por qué no se casan?
– ¿En qué mundo vives, Tété? Los blancos no se casan con mujeres de color, es ilegal. Además, a mi edad no hay que casarse y menos con un parrandero incurable como Sancho.
– Podrían vivir juntos.
– No quiero mantenerlo. Sancho morirá pobre, mientras que yo pienso morirme rica y que me entierren en un mausoleo coronado con un arcángel de mármol.
Un par de días antes de que se cumpliera el plazo para la emancipación de Tété, Sancho y Violette la acompañaron al colegio de las ursulinas a contarle la noticia a Rosette. Se reunieron en la sala de visitas, amplia y casi desnuda, con cuatro sillas de madera tosca y un gran crucifijo colgado del techo. Sobre una mesita había tazas de chocolate tibio, con una costra de nata coagulada flotando encima, y una urna para las limosnas que ayudaban a mantener a los mendigos allegados al convento. Una monja asistía a la entrevista y vigilaba de reojo, porque las alumnas no podían estar sin chaperona en presencia masculina, aunque fuese el obispo y con mayor razón un tipo tan seductor como ese español.
Tété rara vez había tocado el tema de la esclavitud con su hija. Rosette sabía vagamente que ella y su madre pertenecían a Valmorain y lo comparaba con la situación de Maurice, quien dependía por completo de su padre y no podía decidir nada por sí mismo. No le parecía raro. Todas las mujeres y niñas que conocía, libres o no, pertenecían a un hombre: padre, marido o Jesús. Sin embargo, ése era el tema constante de las cartas de Maurice, que siendo libre, vivía mucho más angustiado que ella por la absoluta inmoralidad de la esclavitud, como la llamaba. En la infancia, cuando las diferencias entre ambos eran mucho menos aparentes, Maurice solía sumirse en estados de ánimo trágicos causados por los dos temas que lo obsesionaban: la justicia y la esclavitud. «Cuando seamos grandes, tú serás mi amo, yo seré tu esclava, y viviremos contentos», le dijo Rosette en una ocasión. Maurice la sacudió, atorado de llanto: «¡Yo nunca tendré esclavos! ¡Nunca! ¡Nunca!».
Rosette era una de las chicas de piel más clara entre las estudiantes de color y nadie dudaba de que fuera hija de padres libres; sólo la monja superiora conocía su verdadera condición y la había aceptado por la donación que hizo Valmorain al colegio y la promesa de que sería emancipada en un futuro cercano. Esa visita resultó más distendida que las anteriores, en las cuales Tété había estado a solas con su hija sin nada que decirse, ambas incómodas. Rosette y Violette simpatizaron de inmediato. Al verlas juntas, Tété pensó que en cierta forma se parecían, no tanto por los rasgos como por el colorido y la actitud. Pasaron la hora de visita conversando animadamente, mientras ella y Sancho las observaban mudos.
– ¡Qué niña tan lista y tan bonita es tu Rosette, Tété! ¡Es la hija que desearía tener! -exclamó Violette cuando salieron.
– ¿Qué será de ella cuando salga del colegio, madame? Está acostumbrada a vivir como rica, no ha trabajado nunca y se cree blanca -suspiró Tété.
– Falta para eso, mujer. Ya veremos -replicó Violette.
El día señalado me aposté en la puerta del tribunal a esperar al juez. La notificación todavía estaba pegada en la pared, como la había visto cada tarde durante esos cuarenta días, cuando iba, con el alma en un hilo y un gris-gris de buena suerte en la mano, a averiguar si alguien se oponía a mi emancipación. Madame Hortense podía impedirlo, era muy fácil para ella; le bastaría acusarme de costumbres disipadas o mala índole, pero parece que no se atrevió a desafiar a su marido. Monsieur Valmorain le tenía horror a los chismes. En esos días tuve tiempo para pensar y tuve muchas dudas. Me sonaban en la cabeza las advertencias de Célestine y las amenazas de los Valmorain; la libertad significaba que no podía contar con ayuda, no tendría protección ni seguridad. Si no encontraba trabajo o me enfermaba, terminaría en la cola de mendigos que alimentaban las ursulinas. ¿Y Rosette? «Calma, Tété. Confía en Dios, que nunca nos abandona», me consolaba el Père Antoine. Nadie se presentó en el tribunal para oponerse y el 30 de noviembre de 1800 el juez firmó mi libertad y me entregó a Rosette. Sólo el Père Antoine estaba allí, porque don Sancho y el doctor Parmentier, que me habían prometido asistir, se olvidaron. El juez me preguntó con qué apellido quería inscribirme y el santo me autorizó para usar el suyo. Zarité Sedella, treinta años, mulata, libre. Rosette, once años, cuarterona, esclava, propiedad de Zarité Sedella. Eso decía el papel que el Père Antoine me leyó palabra a palabra antes de darme su bendición y un apretado abrazo. Así fue.
El santo partió enseguida a atender a sus necesitados y yo me senté en un banquito de la plaza de Armas a llorar de alivio. No sé cuánto rato estuve así, pero fue un llanto largo, porque el sol se desplazó en el cielo y la cara se me secó en la sombra. Entonces sentí que me tocaban el hombro y una voz que reconocí al instante me saludó: «¡Por fin se calma, mademoiselle Zarité! Creí que se iba a disolver en lágrimas». Era Zacharie, que había estado sentado en otro banco observándome sin apuro. Era el hombre más guapo del mundo, pero yo no lo había notado antes porque estaba ciega de amor por Gambo. En la intendencia de Le Cap, con su librea de gala, era una figura imponente y allí en la plaza, con chaleco bordado de seda color musgo, camisa de batista, botas con hebillas labradas y varios anillos de oro, se veía todavía mejor. «¡Zacharie! ¿Es usted realmente?» Parecía una visión, muy distinguido, con algunas canas en las sienes y un bastón delgado con mango de marfil
Se sentó a mi lado y me pidió que dejáramos el trato formal, tú mejor que de usted, en vista de nuestra antigua amistad. Me contó que había salido a toda prisa de Saint-Domingue apenas se anunció el fin de la esclavitud y se había embarcado en una goleta americana que lo dejó en Nueva York, donde no conocía un alma, tiritaba de frío y no entendía una palabra de la jerigonza que hablaba esa gente, como dijo. Sabía que la mayoría de los refugiados de Saint-Domingue estaban instalados en Nueva Orleans y se las arregló para llegar hasta aquí. Le iba muy bien. Un par de días antes había visto por casualidad la notificación de mi libertad en el tribunal, hizo unas averiguaciones y cuando estuvo seguro de que se trataba de la misma Zarité que él conocía, esclava de monsieur Toulouse Valmorain, decidió aparecer en la fecha indicada, ya que de todos modos su bote estaría anclado en Nueva Orleans. Me vio entrar con el Père Antoine en el tribunal, me esperó en la plaza de Armas y después tuvo la delicadeza de dejarme llorar a gusto antes de saludarme.
– Esperé treinta años este momento y cuando llega, en vez de bailar de alegría, me pongo a llorar -le dije, avergonzada.
– Ya tendrás tiempo de bailar, Zarité. Saldremos a celebrar esta misma tarde -me ofreció.
– ¡No tengo nada que ponerme!
– Tendré que comprarte un vestido; es lo menos que mereces en este día, el más importante de tu vida.
– ¿Eres rico, Zacharie?
– Soy pobre pero vivo como rico. Eso es más sabio que ser rico y vivir como pobre -y se echó a reír-. Cuando me muera, mis amigos tendrán que hacer una colecta para enterrarme, pero mi epitafio dirá con letras de oro: aquí yace Zacharie, el negro más rico del Mississippi. Ya mandé inscribir la lápida y la guardo debajo de mi cama.
– Eso mismo desea madame Violette Boisier: una tumba impresionante.
– Es lo único que queda, Zarité. Dentro de cien años los visitantes del cementerio podrán admirar las tumbas de Violette y Zacharie e imaginar que tuvimos una buena vida.
Me acompañó a la casa. A medio camino nos cruzamos con dos hombres blancos, casi tan bien vestidos como Zacharie, que lo miraron de arriba abajo con expresión burlona. Uno de ellos lanzó un escupitajo muy cerca de los pies de Zacharie, pero él no se dio cuenta o prefirió desdeñarlo.
No fue necesario que me comprara un vestido, porque madame Violette quiso arreglarme para la primera cita de mi vida. Con Loula me bañaron, me masajearon con crema de almendras, pulieron mis uñas y me arreglaron los pies lo mejor posible, pero no pudieron disimular los callos de tantos años andando descalza. Madame me maquilló, pero en el espejo no apareció mi cara pintarrajeada, sino una Zarité Sedella casi bonita. Me puso un vestido suyo de corte imperio de muselina con una capa del mismo color durazno y me anudó a su manera un tignon de seda. Me prestó sus zapatillas de tafetán y sus grandes aros de oro, su única joya, aparte del anillo de ópalo roto, que nunca se quitaba del dedo. No tuve que ir con chancletas y llevar las zapatillas en una bolsa para no ensuciarlas en la calle, como siempre se hace, porque Zacharie llegó en un coche de alquiler. Supongo que Violette, Loula y varias vecinas que acudieron a curiosear, se preguntaban por qué un caballero como él perdía su tiempo con alguien tan insignificante como yo.
Zacharie me trajo dos gardenias, que Loula me prendió en el escote, y nos fuimos al Teatro de la Ópera. Esa noche presentaban una obra del compositor Saint-Georges, hijo de un plantador de Guadalupe y su esclava africana. El rey Luis XVI lo nombró director de la Ópera de París, pero no duró mucho, porque divas y tenores se negaban a cantar bajo su batuta. Así me contó Zacharie. Tal vez ninguno de los blancos del público, que tanto aplaudieron, sabía que la música era de un mulato. Teníamos los mejores asientos en la parte reservada a la gente de color, segundo piso al centro. El denso aire del teatro olía a alcohol, sudor y tabaco, pero yo sólo olía mis gardenias. En las galerías había varios kaintocks que interrumpían con burlas gritonas, hasta que por fin los sacaron a empellones y la música pudo continuar. Después fuimos al Salón Orleans, donde tocaban valses, cuadrillas y polca, los mismos bailes que Maurice y Rosette aprendieron a varillazos. Zacharie me guió sin pisarme los pies ni atropellar a otras parejas, teníamos que hacer figuras en la pista sin aletear ni sacudir el rabo. Había algunos hombres blancos, pero ninguna mujer blanca y Zacharie era el más negro, aparte de los músicos y meseros, y también el más bello. Pasaba a todo el mundo en altura, bailaba como si fuera flotando y sonreía con sus dientes perfectos.
Nos quedamos en el baile una media hora, pero Zacharie se dio cuenta de que yo no calzaba allí para nada y nos fuimos. Lo primero que hice al subir al coche fue quitarme los zapatos.
Terminamos cerca del río, en una callecita discreta lejos del centro. Me llamó la atención que, frente a ella, hubiera varios coches con lacayos adormecidos en los pescantes, como si llevaran un buen rato esperando. Nos detuvimos frente a un muro cubierto de hiedra y una puerta angosta, mal alumbrada por un farol y vigilada por un blanco armado con dos pistolas que saludó a Zacharie con respeto. Entramos en un patio donde había una docena de caballos ensillados y oímos los acordes de una orquesta. La casa, que no era visible desde la calle, era de buen tamaño pero sin pretensiones, con el interior oculto por gruesos cortinajes en las ventanas.
– Bienvenido a Chez Fleur, la casa de juego más famosa de Nueva Orleans -me anunció Zacharie con un gesto que abarcó la fachada.
Pronto nos encontramos en un amplio salón. Entre la humareda de los cigarros vi hombres blancos y de color, unos junto a las mesas de juego, otros bebiendo y algunos bailando con mujeres escotadas. Alguien nos puso copas de champán en las manos. No podíamos avanzar, porque a Zacharie lo detenían a cada paso para saludarlo.
Bruscamente estalló una riña entre varios jugadores y Zacharie hizo ademán de intervenir, pero se le adelantó una persona enorme con una mata de cabello duro como paja seca, un cigarro entre los dientes y botas de leñador, que repartió unos bofetones sonoros y la pelea se disolvió. Dos minutos más tarde los hombres estaban sentados con los naipes en la mano, bromeando, como si no acabaran de ser cacheteados. Zacharie me presentó a quien había impuesto orden. Pensé que era un hombre con senos, pero resultó ser una mujer con pelos en la cara. Tenía un delicado nombre de flor y pájaro que no correspondía a su aspecto: Fleur Hirondelle.
Zacharie me explicó que con el dinero que había ahorrado durante años para comprar su libertad, que se llevó cuando se fue de Saint-Domingue, más un préstamo del banco, conseguido por su socia Fleur Hirondelle, pudieron comprar la casa, que estaba en malas condiciones, pero la arreglaron con todas las comodidades y hasta cierto lujo. No tenían problemas con las autoridades, porque una parte del presupuesto se destinaba a sobornos. Vendían licor y comida, había música alegre de dos orquestas y ofrecían las damas de la noche más vistosas de Luisiana. No eran empleadas de la casa, sino artistas independientes, porque Chez Fleur no era un lupanar: de ésos había muchos en la ciudad y no se necesitaba uno más. En las mesas se perdían y a veces se ganaban fortunas, pero el grueso quedaba en la casa de juego. Chez Fleur era buen negocio, aunque todavía estaban pagando el préstamo y tenían muchos gastos.
– Mi sueño es tener varias casas de juego, Zarité. Claro que necesitaría socios blancos, como Fleur Hirondelle, para conseguir el dinero.
– ¿Ella es blanca? Parece un indio.
– Francesa de pura cepa, pero quemada por el sol.
– Tuviste suerte con ella, Zacharie. Los socios no son convenientes, es mejor pagarle a alguien para que preste el nombre. Así hace madame Violette para dar esquinazo a la ley. Don Sancho da la cara, pero ella no lo deja husmear en sus negocios.
En el local bailé a mi modo y la noche pasó volando. Cuando Zacharie me llevó de regreso a casa estaba amaneciendo. Tuvo que sostenerme por un brazo, porque me daba vueltas la cabeza de contento y champán, que nunca antes había tomado. «Erzuli, loa el amor, no permitas que me enamore de este hombre, porque voy a sufrir», rogué esa noche, pensando en cómo lo miraban las mujeres en el Salón Orleans y se le ofrecían en el Chez Fleur.
Desde la ventanilla del carruaje vimos al Père Antoine que regresaba a la iglesia arrastrando sus sandalias después de una noche de buenas obras. Iba agotado y nos detuvimos para llevarlo, aunque me dio vergüenza mi aliento de alcohol y mi vestido escotado. «Veo que has celebrado en grande tu primer día de libertad, hija mía. Nada más merecido en tu caso que un poco de disipación», fue todo lo que dijo antes de darme su bendición.
Tal como Zacharie me había prometido, ése fue un día feliz. Así lo recuerdo.
En Saint-Domingue, Pierre-François Toussaint, llamado Louverture por su habilidad para negociar, mantenía un precario control bajo su dictadura militar, pero los siete años de violencia habían devastado la colonia y empobrecido a Francia. Napoleón no iba a permitir que ese patizambo, como lo llamaba, le impusiera condiciones. Toussaint se había proclamado gobernador vitalicio inspirado en el título napoleónico de primer cónsul vitalicio, y trataba a éste de igual a igual. Bonaparte pensaba aplastarlo como a una cucaracha, poner a los negros a trabajar en las plantaciones y recuperar la colonia bajo dominio de los blancos. En el Café des Émigrés en Nueva Orleans, los parroquianos seguían con vehemente atención los confusos acontecimientos de los meses siguientes, porque no perdían la esperanza de regresar a la isla. Napoleón envió una numerosa expedición bajo el mando de su cuñado, el general Leclerc, quien llevaba consigo a su bella esposa Pauline Bonaparte. La hermana de Napoleón viajaba con cortesanos, músicos, acróbatas, artistas, muebles, adornos y todo lo deseable para instalar en la colonia una corte tan espléndida como la que había dejado en París.
Salieron de Brest a fines de 1801 y dos meses más tarde Le Cap fue bombardeado por los buques de Leclerc y reducido a cenizas por segunda vez en diez años. A Toussaint Louverture no se le movió una ceja. Impasible, aguardaba en cada instancia el momento preciso de atacar o de replegarse y cuando eso sucedía sus tropas dejaban la tierra arrasada, sin un árbol de pie. Los blancos que no alcanzaban a ponerse bajo la protección de Leclerc, eran aniquilados. En abril la fiebre amarilla cayó como otra maldición sobre las tropas francesas, poco acostumbradas al clima y sin defensa contra la epidemia. De los diecisiete mil hombres que llevaba Leclerc al comenzar la expedición, le quedaron siete mil en lamentables condiciones; del resto había cinco mil agonizantes y otros cinco mil bajo tierra. Nuevamente Toussaint agradeció la oportuna ayuda de los ejércitos alados de Macandal.
Napoleón mandó refuerzos y en junio otros tres mil soldados y oficiales murieron de la misma fiebre; no alcanzaba la cal viva para cubrir los cuerpos en las fosas comunes, donde buitres y perros les arrancaban pedazos. Sin embargo, ese mismo mes la z'etoile de Toussaint se apagó en el firmamento. El general cayó en una trampa tendida por los franceses con el pretexto de parlamentar, fue arrestado y deportado a Francia con su familia. Napoleón había vencido al «general negro más grande de la historia», como lo calificaban. Leclerc anunció que la única forma de restaurar la paz sería matar a todos los negros de las montañas y la mitad de los de las llanuras, hombres y mujeres, y dejar vivos sólo a los niños menores de doce años, pero no alcanzó a ejecutar su plan, porque se enfermó.
Los emigrados blancos de Nueva Orleans, incluso los monárquicos, brindaron por Napoleón, el invencible, mientras Toussaint Louverture se moría lentamente en una celda helada en un fuerte de los Alpes, a dos mil novecientos metros de altura, cerca de la frontera con Suiza. La guerra continuó implacable durante todo el año 1802 y muy pocos hicieron la cuenta de que en esa breve campaña Leclerc había perdido casi treinta mil hombres antes de perecer él mismo del mal de Siam en noviembre. El primer cónsul prometió enviar a Saint-Domingue otros treinta mil soldados.
Una tarde de invierno de 1802, el doctor Parmentier y Tété conversaban en el patio de Adèle, donde se encontraban con frecuencia. Tres años antes, cuando el doctor vio a Tété en casa de los Valmorain poco después de haber llegado de Cuba, cumplió con darle el mensaje de Gambo. Le habló de las circunstancias en que lo había conocido, sus horrendas heridas y la larga convalecencia, que les permitió conocerse. También le contó la ayuda que el bravo capitán le había prestado para salir de Saint-Domingue cuando eso era casi imposible. «Dijo que no lo esperaras, Tété, porque ya te había olvidado, pero si te envió ese recado, es que no te había olvidado», le comentó el médico en esa ocasión. Suponía que Tété se había librado del fantasma de ese amor. Conocía a Zacharie y cualquiera podía adivinar sus sentimientos por Tété, aunque el doctor nunca había sorprendido entre ellos esos gestos posesivos que delatan intimidad. Tal vez el hábito de cautela y disimulo, que les había servido en la esclavitud, tenía raíces demasiado profundas. La casa de juego mantenía ocupado a Zacharie que, además, viajaba de vez en cuando a Cuba y otras islas a abastecerse de licores, cigarros y otras mercancías para su negocio. Tété nunca estaba preparada cuando Zacharie aparecía en la casa de la calle Chartres. Parmentier se había encontrado con él varias veces cuando Violette lo invitaba a cenar. Era amable y formal, y siempre llegaba con el clásico pastel de almendras para coronar la mesa. Con él, Zacharie hablaba de política, su tema predilecto; con Sancho de apuestas, caballos y negocios de fantasía, y con las mujeres de todo lo que las halagaba. De vez en cuando lo acompañaba su socia, Fleur Hirondelle, quien parecía tener una curiosa afinidad con Violette. Depositaba sus armas en la entrada, se sentaba a tomar té en la salita y luego desaparecía en el interior de la casa tras los pasos de Violette. El doctor podía jurar que regresaba sin vellos en la cara y una vez la había visto guardar un frasquito en su faltriquera de pólvora, seguramente un perfume, porque le había oído decir a Violette que todas las mujeres tienen un rescoldo de coquetería en el alma y bastan unas gotas fragantes para encenderlo. Zacharie fingía no darse cuenta de esas debilidades de su socia, mientras esperaba que Tété se engalanara para salir con él.
Una vez llevaron al doctor a Chez Fleur y allí pudo ver a Zacharie y Fleur Hirondelle en su ambiente y apreciar la dicha de Tété bailando descalza. Tal como Parmentier había imaginado al conocerla en la habitation Saint-Lazare, cuando ella era muy joven, Tété poseía una gran reserva de sensualidad, que en esa época ocultaba bajo su expresión severa. Viéndola bailar, el médico concluyó que al ser emancipada no sólo había cambiado su condición legal, sino que se había liberado ese aspecto de su carácter.
En Nueva Orleans la relación de Parmentier con Adèle era normal, pues varios de sus amigos y pacientes mantenían familias de color. Por primera vez el doctor no necesitaba recurrir a estrategias indignas para visitar a su mujer, nada de andar de madrugada con precauciones de bandido para no ser visto. Cenaba casi todas las noches con ella, dormía en su cama y al otro día se iba a paso tranquilo a las diez de la mañana a su consultorio, sordo a los comentarios que pudiese suscitar. Había reconocido a sus hijos, que ahora llevaban su apellido, y ya los dos varones estaban estudiando en Francia, mientras la niña lo hacía en las ursulinas. Adèle trabajaba en su costura y ahorraba, como siempre lo había hecho. Dos mujeres la ayudaban con los corsés de Violette Boisier, unas armaduras reforzadas con barbas de ballena, que le daban curvas a la mujer más plana y no se notaban, de modo que los vestidos parecían flotar sobre el cuerpo desnudo. Las blancas se preguntaban cómo una moda inspirada en la Grecia antigua podía lucir mejor en las africanas que en ellas. Tété iba y venía entre ambas casas con dibujos, medidas, telas, corsés y vestidos terminados, que después Violette se encargaba de vender entre sus clientas. En una de esas oportunidades Parmentier se encontró conversando con Tété y Adèle en el patio de las buganvillas, que en esa época del año eran unos palos secos sin flores ni hojas.
– Hace siete meses que murió Toussaint Louverture. Otro crimen de Napoleón. Lo mataron de hambre, frío y soledad en la prisión, pero no será olvidado: el general entró en la historia -dijo el doctor.
Estaban bebiendo jerez después de una cena de bagre con vegetales, ya que entre sus muchas virtudes, Adèle era buena cocinera. El patio era el lugar más agradable de la casa, incluso en noches frías como aquélla. La tenue luz provenía de un brasero, que Adèle había encendido para obtener los carbones de la plancha y de paso calentar al pequeño círculo de amigos.
– La muerte de Toussaint no significa el fin de la revolución. Ahora el general Dessalines está al mando. Dicen que es un hombre implacable -continuó el médico.
– ¿Qué habrá sido de Gambo? No confiaba en nadie, tampoco en Toussaint -comentó Tété.
– Después cambió de opinión respecto a Toussaint Louverture. En más de una ocasión arriesgó su vida por salvarlo, era el hombre de confianza del general.
– Entonces estaba con él cuando lo arrestaron -dijo Tété.
– Toussaint acudió a una cita con los franceses para negociar una salida política a la guerra, pero lo traicionaron. Mientras él aguardaba dentro de una casa, afuera asesinaron a mansalva a sus guardias y los soldados que lo acompañaban. Me temo que el capitán La Liberté cayó ese día defendiendo a su general -le explicó tristemente Parmentier.
– Antes Gambo me rondaba, doctor.
– ¿Cómo?
– En sueños -dijo Tété vagamente.
No aclaró que antes lo llamaba cada noche con el pensamiento, como una oración, y a veces lograba invocarlo tan certeramente, que despertaba con el cuerpo pesado, caliente, lánguido, con la dicha de haber dormido abrazada a su amante. Sentía el calor y el olor de Gambo en su propia piel y en esas ocasiones no se lavaba, para prolongar la ilusión de haber estado con él. Esos encuentros en el territorio de los sueños eran el único consuelo en la soledad de su cama, pero de eso hacía mucho tiempo y ya había aceptado la muerte de Gambo, porque si estuviera vivo se habría comunicado con ella de alguna manera. Ahora tenía a Zacharie. En las noches que compartían, cuando él estaba disponible, ella descansaba satisfecha y agradecida después de haber hecho el amor, con la mano grande de Zacharie encima. Desde que él estaba en su vida, no había vuelto al hábito secreto de acariciarse llamando a Gambo, porque desear los besos de otro, aunque fuese un fantasma, habría sido una traición que él no merecía. El cariño seguro y tranquilo que compartían llenaba su vida; no necesitaba nada más.
– Nadie salió con vida de la encerrona que le dieron a Toussaint. No hubo prisioneros, fuera del general y después su familia, que también fue arrestada -agregó Parmentier.
– Sé que no cogieron vivo a Gambo, doctor, porque jamás se habría rendido. ¡Tanto sacrificio y tanta guerra para que al final ganen los blancos!
– Todavía no han ganado. La revolución continúa. El general Dessalines acaba de vencer a las tropas de Napoleón y los franceses han empezado a evacuar la isla. Pronto tendremos aquí otra ola de refugiados y esta vez serán bonapartistas. Dessalines ha llamado a los colonos blancos para que recuperen sus plantaciones, porque los necesita para producir la riqueza que antes tenía la colonia.
– Ese cuento ya lo hemos oído varias veces, doctor, lo mismo hizo Toussaint. ¿Volvería usted a Saint-Domingue? -le preguntó Tété.
– Mi familia está mejor aquí. Nos quedaremos. ¿Y tú?
– Yo también. Aquí soy libre y Rosette lo será muy pronto.
– ¿No es muy joven para ser emancipada?
– El Père Antoine me está ayudando. Conoce a medio mundo a lo largo y ancho del Mississippi y ningún juez se atrevería a negarle un favor.
Esa noche Parmentier le preguntó a Tété sobre su relación con Tante Rose. Sabía que además de asistirla en partos y curaciones, solía ayudarla en la preparación de medicamentos y estaba interesado en las recetas. Ella recordaba la mayoría y le aseguró que no eran complicadas y se podían conseguir los ingredientes a través de los «doctores de hojas» en el Mercado Francés. Hablaron de la forma de cortar hemorragias, bajar la fiebre y evitar infecciones, de las infusiones para limpiar el hígado y aliviar los cálculos de vesícula y riñón, de las sales contra la migraña, las hierbas para abortar y curar el flujo, los diuréticos, laxantes y fórmulas para fortalecer la sangre, que Tété sabía de memoria. Se rieron a dos voces del tónico de zarzaparrilla, que los créoles usaban para todos sus males, y estuvieron de acuerdo en que hacían mucha falta los conocimientos de Tante Rose. Al día siguiente Parmentier se presentó ante Violette Boisier a proponerle que ampliara su negocio de lociones de belleza con una lista de productos curativos de la farmacopea de Tante Rose, que Tété podía preparar en la cocina y él se comprometía a comprar en su totalidad. Violette no tuvo que pensarlo, el negocio le pareció redondo para todos los interesados: el doctor obtendría los remedios, Tété cobraría lo suyo y ella se quedaría con el resto sin hacer el menor esfuerzo.
Entonces Nueva Orleans fue sacudida por el rumor más inverosímil. En cafés y tabernas, en calles y plazas, la gente se reunió con ánimo exacerbado a comentar la noticia, todavía incierta, de que Napoleón Bonaparte le había vendido Luisiana a los americanos. Con el correr de los días prevaleció la idea de que se trataba sólo de una calumnia, pero siguieron hablando del corso maldito, porque recuerden, señores, que Napoleón es de Córcega, no se puede decir que sea francés, nos ha vendido a los kaintocks. Era la transacción de terreno más formidable y barata de la historia: más de dos millones de kilómetros cuadrados por la suma de quince millones de dólares, es decir, unos cuantos centavos por hectárea. La mayor parte de ese territorio, ocupado por desperdigadas tribus indígenas, no había sido explorado debidamente por blancos y nadie lograba imaginarlo, pero cuando Sancho García del Solar hizo circular un mapa del continente hasta el más lerdo pudo calcular que los americanos habían aumentado el doble el tamaño de su país. «Y ahora ¿qué será de nosotros? ¿Cómo metió el guante Napoleón en semejante negocio? ¿No somos colonia española?» Tres años antes España le había entregado Luisiana a Francia mediante el tratado secreto de San Ildefonso, pero la mayoría no se había enterado aún porque la vida continuó como siempre. El cambio de gobierno no se notó, las autoridades españolas permanecieron en sus puestos, mientras Napoleón guerreaba contra turcos, austríacos, italianos y cualquiera que se le pusiera por delante, además de los rebeldes en Saint-Domingue. Debía luchar en demasiados frentes, incluso contra Inglaterra, su enemigo ancestral, y necesitaba tiempo, tropas y dinero; no podía ocupar ni defender Luisiana, temía que cayera en manos de los británicos y prefirió vendérsela al único interesado, el presidente Jefferson.
En Nueva Orleans todos, menos los ociosos del Café des Émigrés que ya estaban con un pie en el barco para volver a Saint-Domingue, recibieron la noticia con espanto. Creían que los americanos eran unos bárbaros cubiertos de pieles de búfalo que comían con las botas sobre la mesa y carecían por completo de decencia, mesura y honor. ¡Y ni hablemos de clase! Sólo les interesaba apostar, beber y darse tiros o puñetazos, eran de un desorden diabólico y para colmo, protestantes. Además, no hablaban francés. Bueno, tendrían que aprenderlo, si no ¿cómo pensaban vivir en Nueva Orleans? La ciudad entera estuvo de acuerdo en que pertenecer a Estados Unidos equivalía al fin de la familia, la cultura y la única religión verdadera. Valmorain y Sancho, que mantenían tratos con americanos por sus negocios, aportaron una nota conciliadora en aquel bochinche, explicando que los kaintocks eran hombres de frontera, más o menos como bucaneros, y no se podía juzgar a todos los americanos por ellos. De hecho, dijo Valmorain, en sus viajes había conocido a muchos americanos, la gente más bien educada y tranquila; si acaso, se les podía reprochar que fuesen demasiado moralistas y espartanos en sus costumbres, lo opuesto de los kaintocks. Su defecto más notable era considerar el trabajo como una virtud, incluso el trabajo manual. Eran materialistas, triunfadores y los animaba un entusiasmo mesiánico por reformar a quienes no pensaban como ellos, pero no representaban un peligro inmediato para la civilización. Nadie quiso oírlos, salvo un par de locos como Bernard de Marigny, quien olió las enormes posibilidades comerciales de congraciarse con los americanos, y el Père Antoine, quien vivía en las nubes.
Primero se hizo el traspaso oficial, con tres años de retraso, de la colonia española a las autoridades francesas. Según el exagerado discurso del prefecto ante la multitud que acudió a la ceremonia, los habitantes de Luisiana tenían «las almas inundadas con el delirio de extrema felicidad». Celebraron con bailes, concierto, banquetes y espectáculos teatrales, en la mejor tradición créole, una verdadera competencia de cortesía, nobleza y despilfarro entre el depuesto gobierno español y el flamante gobierno francés, pero duró poco, porque justamente cuando estaban enarbolando la bandera de Francia atracó un barco proveniente de Burdeos con la confirmación de la venta del territorio a los americanos. ¡Vendidos como vacas! Humillación y furia reemplazaron el ánimo festivo del día anterior. El segundo traspaso, esta vez de los franceses a los americanos, que estaban acampados a dos millas de la ciudad, listos para ocuparla, tuvo lugar diecisiete días más tarde, el 20 de diciembre de 1803, y no fue ningún «delirio de extrema felicidad», sino duelo colectivo.
Ese mismo mes Dessalines proclamó la independencia de Saint-Domingue con el nombre de República Negra de Haití, bajo una nueva bandera azul y roja. Haití, «tierra de montañas», era el nombre que los desaparecidos indígenas arahuacos le daban a su isla. Con la intención de borrar el racismo, que había sido la maldición de la colonia, todos los ciudadanos, sin importar el color de su piel, se denominaban nègs y todos los que no eran ciudadanos se llamaban blancs.
– Creo que Europa y hasta Estados Unidos tratarán de hundir a esa pobre isla, porque su ejemplo puede incitar a otras colonias a independizarse. Tampoco permitirán que se propague la abolición de la esclavitud -le comentó Parmentier a su amigo Valmorain.
– A nosotros, en Luisiana, nos conviene el desastre de Haití, porque vendemos más azúcar y a mejor precio -concluyó Valmorain, a quien la suerte de la isla ya no le incumbía, porque todas sus inversiones estaban afuera.
Los emigrados de Saint-Domingue en Nueva Orleans no alcanzaron a pasmarse ante esa primera república negra, porque los acontecimientos en la ciudad requerían toda su atención. En un brillante día de sol se juntó en la plaza de Armas una multitud variopinta de créoles, franceses, españoles, indios y negros para ver a las autoridades americanas que entraban a caballo, seguidas por un destacamento de dragones, dos compañías de infantería y una de carabineros. Nadie sentía simpatía por esos hombres que se pavoneaban como si cada uno de ellos hubiera puesto de su bolsillo los quince millones de dólares para comprar Luisiana.
En una breve ceremonia oficial en el Cabildo le entregaron las llaves de la ciudad al nuevo gobernador y luego se efectuó el cambio de banderas en la plaza, bajaron lentamente el pabellón tricolor de Francia y elevaron la bandera estrellada de Estados Unidos. Al cruzarse ambas al medio, se detuvieron por un momento y un cañonazo dio la señal, que fue respondida de inmediato por un coro de fogonazos de los barcos en el mar. Una banda de músicos tocó una canción popular americana y la gente escuchó en silencio; muchos lloraban a mares y más de una dama desfalleció de pena. Los recién llegados se dispusieron a ocupar la ciudad en la forma menos agresiva posible, mientras los nativos se dispusieron a hacerles la vida muy difícil. Los Guizot ya habían hecho circular cartas instruyendo a sus relaciones de mantenerlos marginados, nadie debía colaborar con ellos ni recibirlos en sus casas. Hasta el más lamentable mendigo de Nueva Orleans se sentía superior a los americanos.
Una de las primeras medidas tomadas por el gobernador Claiborne fue declarar el inglés idioma oficial, lo cual fue recibido con burlona incredulidad por los créoles. ¿Inglés? Habían vivido décadas como colonia española hablando francés; los americanos debían estar definitivamente dementes si esperaban que su jerga gutural reemplazara a la lengua más melódica del mundo.
Las monjas ursulinas, aterrorizadas con la certeza de que los bonapartistas primero y los kaintocks después iban a arrasar la ciudad, profanar su iglesia y violarlas, se aprontaron para embarcarse en masa hacia Cuba, a pesar de las súplicas de sus pupilas, sus huérfanos y los cientos de indigentes que ayudaban. Sólo nueve de las veinticinco monjas se quedaron, las otras dieciséis desfilaron cabizbajas hacia el puerto, envueltas en sus velos y llorando, rodeadas por un séquito de amigos, conocidos y esclavos que las acompañaron hasta el barco.
Valmorain recibió un mensaje escrito deprisa conminándolo a retirar a su protegida del colegio en el plazo de veinticuatro horas. Hortense, quien esperaba otro hijo con la esperanza de que esta vez fuese el tan deseado varón, le dio a entender sin lugar a dudas a su marido que esa muchacha negra no pisaría su casa y tampoco quería que nadie la viera con él. La gente era mal pensada y seguramente echarían a correr rumores -falsos, por supuesto- de que Rosette era su hija.
Con la derrota de las tropas napoleónicas en Haití llegó una segunda avalancha de refugiados a Nueva Orleans, tal como predijo el doctor Parmentier; primero cientos y luego miles. Eran bonapartistas, radicales y ateos, muy diferentes de los monárquicos católicos que habían llegado antes. El choque entre emigrados fue inevitable y coincidió con la entrada de los americanos a la ciudad. El gobernador Claiborne, un militar joven, de ojos azules y corta melena amarilla, no hablaba palabra de francés y no entendía la mentalidad de los créoles, que consideraba perezosos y decadentes.
De Saint-Domingue llegaba un barco tras otro cargado de civiles y soldados enfermos de fiebre, que representaban un peligro político por sus ideas revolucionarias, y de salud pública por la posibilidad de una epidemia. Claiborne procuró aislarlos en campamentos alejados, pero la medida fue muy criticada y no impidió el chorreo de refugiados, que de algún modo se las arreglaban para llegar a la ciudad. Puso en la cárcel a los esclavos que traían los blancos, temiendo que incitaran a los locales con el germen de la rebelión; pronto no hubo espacio en las celdas y lo desbordó el clamor de los amos, indignados porque su propiedad había sido confiscada. Alegaban que sus negros eran leales y de probado buen carácter, que de otro modo no los hubieran traído. Además, hacían mucha falta. Aunque en Luisiana nadie respetaba la prohibición de importar esclavos y los piratas abastecían el mercado, de todos modos había mucha demanda. Claiborne, que no era partidario de la esclavitud, cedió a la presión del público y se dispuso a considerar cada caso individualmente, lo cual podía llevar meses, mientras Nueva Orleans estaba en ascuas.
Violette Boisier se aprontó para acomodarse al impacto de los americanos. Adivinó que los amables créoles, con su cultura del ocio, no resistirían la pujanza de esos hombres emprendedores y prácticos. «Fíjate en lo que te digo, Sancho, en poco tiempo estos parvenus nos van a borrar de la faz de la tierra», le advirtió a su amante. Había oído hablar del espíritu igualitario de los americanos, inseparable de la democracia, y pensó que si antes había espacio para la gente de color libre en Nueva Orleans, con mayor razón lo habría en el futuro. «No te engañes, son más racistas que ingleses, franceses y españoles juntos», le explicó Sancho, pero ella no le creyó.
Mientras otros se negaban a mezclarse con los americanos, Violette se dedicó a estudiarlos de cerca, a ver qué aprendía de ellos y cómo podía mantenerse a flote en los cambios inevitables que traerían a Nueva Orleans. Estaba satisfecha con su vida, tenía independencia y comodidad. Hablaba en serio cuando decía que iba a morir rica. Con las ganancias de sus cremas y consejos de moda y belleza había comprado en menos de tres años la casa de la calle Chartres y planeaba adquirir otra. «Hay que invertir en propiedades, es lo único que queda, lo demás se lo lleva el viento», le repetía a Sancho, quien nada propio poseía, ya que la plantación era de Valmorain. El proyecto de comprar tierra y hacerla producir, le había parecido fascinante a Sancho el primer año, soportable el segundo y de ahí en adelante un tormento. El entusiasmo por el algodón se le esfumó apenas Hortense demostró interés, pues prefería no tener tratos con esa mujer. Sabía que Hortense estaba conspirando para sacárselo del medio y reconocía que no le faltaban razones: él era una carga que Valmorain llevaba al hombro por amistad. Violette le aconsejaba que resolviera sus problemas con una esposa rica. «¿Es que no me quieres?», replicaba Sancho, ofendido. «Te quiero, pero no tanto como para mantenerte. Cásate y seguimos siendo amantes.»
Loula no compartía el entusiasmo de Violette por las propiedades. Sostenía que en esa ciudad de catástrofes estaban sujetas a los caprichos del clima y los incendios, había que invertir en oro y dedicarse a prestar dinero, como habían hecho antes con tan buenos resultados, pero a Violette no le convenía echarse enemigos encima con maniobras de usurera. Había alcanzado la edad de la prudencia y estaba labrando su posición social. Sólo le preocupaba Jean-Martin, que según sus crípticas misivas seguía inamovible en su propósito de seguir los pasos de su padre, cuya memoria veneraba. Ella pretendía algo mejor para su hijo, conocía de sobra la dureza de la vida militar, no había más que ver las condiciones desastrosas en que llegaban los soldados derrotados de Haití. No podría disuadirlo mediante cartas dictadas a un escribano; tendría que ir a Francia y convencerlo de que estudiara una profesión rentable, como abogado. Por incompetente que fuese, ningún abogado acababa pobre. El hecho de que Jean-Martin no hubiese demostrado interés por la justicia no era importante, muy pocos abogados lo tenían. Después lo casaría en Nueva Orleans con una chica lo más blanca posible, alguien como Rosette, pero con fortuna y de buena familia. Según su experiencia, la piel clara y el dinero facilitaban casi todo. Quería que sus nietos vinieran al mundo con ventaja.
Valmorain había visto a Tété en la calle, era imposible no toparse en esa ciudad, y había hecho como si no la conociera, pero sabía que trabajaba para Violette Boisier. Tenía muy poco contacto con la bella de sus antiguos amores, porque antes de que alcanzaran a reanudar la amistad, como planeaba cuando la vio llegar a Nueva Orleans, Sancho se había cruzado con su galantería, su buena pinta y la ventaja de ser soltero. Valmorain aún no entendía cómo pudo ganarle la partida su cuñado. Su relación con Hortense había perdido lustre desde que ella, absorta en la maternidad, había descuidado las acrobacias en la gran cama matrimonial con angelotes. Estaba siempre preñada, no alcanzaba a reponerse de una niña y ya estaba esperando a la siguiente, cada vez más cansada, gorda y tiránica.
A Valmorain se le hacían tediosos los meses en Nueva Orleans, se sofocaba en el ambiente femenino de su hogar y con la compañía constante de los Guizot; por eso escapaba a la plantación, dejando a Hortense con las niñas en la casa de la ciudad. En el fondo ella también lo prefería así: su marido ocupaba demasiado espacio. En la plantación se notaba menos, pero en la ciudad los cuartos se les hacían estrechos y las horas muy largas. Él tenía su propia vida puertas afuera, pero a diferencia de otros hombres de su condición, no mantenía a una querida que le endulzara algunas tardes de la semana. Cuando vio a Violette Boisier en el muelle, pensó que sería la amante ideal, hermosa, discreta e infértil. La mujer ya no estaba tan joven, pero él no deseaba una muchacha de quien pronto se cansaría. Violette siempre fue un desafío y con la madurez sin duda lo era aún más, con ella nunca podría aburrirse. Sin embargo, por una norma entre caballeros, no intentó verla después de que Sancho se enamoró de ella. Ese día fue a la casa amarilla con la esperanza de verla y la nota de las ursulinas en la chaqueta. Tété, con quien no había cruzado palabra en tres años, le abrió la puerta.
– Madame Violette no está en este momento -le anunció en el umbral.
– No importa, vine a hablar contigo.
Ella lo guió a la sala y le ofreció un café, que él aceptó para recuperar el aliento, aunque el café le producía ardor de estómago. Se sentó en un sillón redondo donde apenas pudo acomodar el trasero, con el bastón entre las piernas, acezando. No hacía calor, pero en los últimos tiempos le faltaba el aire con frecuencia. «Debo adelgazar un poco», se decía cada mañana cuando luchaba con el cinturón y el corbatín de tres vueltas; hasta el calzado le apretaba. Tété regresó con una bandeja, le sirvió café como a él le gustaba, retinto y amargo, luego se sirvió otra taza para ella con mucho azúcar. Valmorain notó, entre divertido e irritado, un dejo de altanería en su antigua esclava. Aunque no lo miraba a los ojos y no cometió la insolencia de sentarse, se atrevía a beber café en su presencia sin pedirle permiso y en su voz no encontró la sumisión de antes. Admitió que se veía mejor que nunca; seguramente había aprendido algunos trucos de Violette, cuyo recuerdo le agitó el corazón: su piel de gardenia, su melena negra, sus ojos sombreados por largas pestañas. Tété no podía compararse, pero ahora que no era suya le parecía deseable.
– ¿A qué debo su visita, monsieur? -preguntó ella.
– Se trata de Rosette. No te alarmes. Tu hija está bien, pero mañana saldrá del colegio porque las monjas se irán a Cuba por el asunto de los americanos. Es una reacción exagerada y sin duda volverán, pero ahora tienes que hacerte cargo de Rosette.
– ¿Cómo puedo hacer eso, monsieur? -dijo Tété, azorada-. No sé si madame Violette aceptará que la traiga aquí.
– Eso no me incumbe. Mañana a primera hora debes ir a buscarla. Tú verás qué haces con ella.
– Rosette también es su responsabilidad, monsieur.
– Esa chiquilla ha vivido como señorita y recibido la mejor educación gracias a mí. Llegó la hora de que se enfrente con su realidad. Tendrá que trabajar, a menos que consiga un marido.
– ¡Tiene catorce años!
– Edad sobrada para casarse. Las negras maduran temprano -y se puso trabajosamente de pie para marcharse.
La indignación abrasó a Tété como una llamarada, pero treinta años de obedecer a ese hombre y el temor que siempre le había inspirado le impidió decirle lo que tenía en la punta de los labios. No había olvidado la primera violación del amo, cuando era una niña, el odio, el dolor, la vergüenza, ni los abusos posteriores que soportó por años. Callada, temblorosa, le entregó su sombrero y lo condujo a la puerta. En el umbral él se detuvo.
– ¿Te ha servido de algo la libertad? Vives más pobre que antes, ni siquiera cuentas con un techo para tu hija. En mi casa Rosette siempre tuvo su lugar.
– El lugar de una esclava, monsieur. Prefiero que viva en la miseria y sea libre -replicó Tété, conteniendo las lágrimas.
– El orgullo será tu condenación, mujer. No perteneces a ninguna parte, no tienes un oficio y ya no eres joven. ¿Qué vas a hacer? Me das lástima, por eso voy ayudar a tu hija. Esto es para Rosette.
Le entregó una bolsa con dinero, descendió los cinco escalones que conducían a la calle y se fue caminando, satisfecho, en dirección a su casa. Diez pasos más adelante ya había olvidado el asunto, tenía otras cosas en que pensar.
Esa temporada Violette Boisier andaba con una idea fija que había empezado a darle vueltas en la cabeza un año antes y se concretó cuando las ursulinas dejaron a Rosette en la calle. Nadie conocía mejor que ella las flaquezas de los hombres y las necesidades de las mujeres, pensaba aprovechar su experiencia para hacer dinero y de paso ofrecer un servicio que hacía mucha falta en Nueva Orleans. Con ese fin ofreció hospitalidad a Rosette. La chica llegó con su ropa escolar, seria y altiva, seguida a dos pasos de distancia por su madre, que cargaba los bultos y no se cansaba de bendecir a Violette por haberlas acogido bajo su techo.
Rosette tenía los huesos nobles y los ojos con rayos dorados de su madre, la piel de almendra de las mujeres en las pinturas españolas, los labios color ciruela, el cabello ondulado y largo hasta la mitad de la espalda y las curvas suaves de la adolescencia. A los catorce años conocía plenamente el poder temible de su hermosura y, a diferencia de Tété, que había trabajado desde la infancia, parecía hecha para ser servida. «Está fregada, nació esclava y se da aires de reina. Yo la pondré en su lugar», opinó Loula con un resoplido desdeñoso, pero Violette le hizo ver el potencial de su idea: inversión y ganancia, conceptos de los americanos que Loula había adoptado como propios, y la convenció de que le cediera su pieza a Rosette y se fuera a dormir con Tété en la celda de servicio. La niña necesitaría mucho descanso, dijo.
– Una vez me preguntaste qué ibas a hacer con tu hija cuando saliera del colegio. Se me ha ocurrido una solución -le anunció Violette a Tété.
Le recordó que para Rosette las alternativas eran muy escasas. Casarla sin una buena dote equivalía a una condena de trabajo forzado junto a un marido pobretón. Debían descartar de plano a un negro, sólo podía ser un mulato y ésos procuraban casarse para mejorar su situación social o financiera, lo que Rosette no ofrecía. Tampoco tenía pasta de costurera, peluquera, enfermera u otro de los oficios propios de su condición. Por el momento su único capital era la belleza, pero había muchas chicas hermosas en Nueva Orleans.
– Vamos a arreglar las cosas para que Rosette viva bien sin tener que trabajar -anunció Violette.
– ¿Cómo haremos eso, madame? -sonrió Tété, incrédula.
– Plaçage. Rosette necesita un hombre blanco que la mantenga.
Violette había estudiado la mentalidad de las clientas que compraban sus lociones de belleza, sus armaduras de barbas de ballena y los vestidos vaporosos que cosía Adèle. Eran tan ambiciosas como ella y todas deseaban que su descendencia prosperara. Les daban un oficio o una profesión a los hijos, pero temblaban por el futuro de las hijas. Colocarlas con un blanco solía ser más conveniente que casarlas con un hombre de color, pero había diez muchachas disponibles por cada blanco soltero y sin tener buenas conexiones era muy difícil hacerlo. El hombre escogía a la niña y después la trataba a su antojo, un arreglo muy cómodo para él y arriesgado para ella. Habitualmente la unión duraba hasta que a él le llegaba la hora de casarse con alguien de su clase, alrededor de los treinta años, pero también existían casos en que la relación continuaba por el resto de la vida y otras en que por amor a una mujer de color, el blanco permanecía soltero. De todas maneras la suerte de ella dependía de su protector. El plan de Violette consistía en imponer cierta justicia: la muchacha placée debía exigir seguridad para ella y sus hijos, ya que ofrecía total dedicación y fidelidad. Si el joven no podía dar garantías, su padre debía hacerlo, tal como la madre de la chica garantizaba la virtud y la conducta de su hija.
– ¿Qué va a opinar Rosette de esto, madame…? -balbuceó Tété, asustada.
– Su opinión no cuenta para nada. Piénsalo, mujer. Esto está muy lejos de ser prostitución, como dicen algunos. Puedo asegurarte, por experiencia propia, que la protección de un blanco es indispensable. Mi vida habría sido muy diferente sin Étienne Relais.
– Pero usted se casó con él… -alegó Tété.
– Aquí eso es imposible. Dime, Tété, ¿qué diferencia hay entre una blanca casada y una chica de color placée? Las dos son mantenidas, sometidas, destinadas a servir a un hombre y darle hijos.
– El matrimonio significa seguridad y respeto -alegó Tété.
– El plaçage debería ser lo mismo -dijo Violette, enfática-. Tiene que ser ventajoso para ambas partes, no un coto de caza para los blancos. Voy a comenzar con tu hija, que no tiene dinero ni buena familia, pero es bonita y ya es libre, gracias al Père Antoine. Será la niña mejor placée de Nueva Orleans. Dentro de un año la presentaremos en sociedad, dispongo del tiempo justo para prepararla.
– No sé… -Y Tété se calló, porque no tenía nada más conveniente para su hija y confiaba en Violette Boisier.
No lo consultaron con Rosette, pero la niña resultó más lista de lo esperado, lo adivinó y no se opuso porque ella también tenía un plan.
En las semanas siguientes Violette visitó una por una a las madres de adolescentes de color de la clase alta, las matriarcas de la Société du Cordon Bleu, y les expuso su idea. Esas mujeres mandaban en su medio, muchas poseían negocios, tierras y esclavos, que en algunos casos eran sus propios parientes. Sus abuelas habían sido esclavas emancipadas que tuvieron hijos con sus amos, de quienes recibieron ayuda para prosperar. Las relaciones de familia, aunque fuesen de diferentes razas, eran el andamiaje que sostenía el complejo edificio de la sociedad créole. La idea de compartir a un hombre con una o varias mujeres no era extraña para esas cuarteronas cuyas bisabuelas provenían de familias polígamas de África. Su obligación era darles bienestar a sus hijas y nietos, aunque ese bienestar proviniera del marido de otra mujer.
Aquellas formidables madrazas, cinco veces más numerosas que los hombres de su misma clase, rara vez conseguían un yerno apropiado; sabían que la mejor forma de velar por sus hijas era colocarlas con alguien que pudiera protegerlas; de otro modo estaban a merced de cualquier predador. El rapto, la violencia física y la violación no eran crímenes si la víctima era una mujer de color, aunque fuese libre.
Violette les explicó a las madres que su idea era ofrecer un baile lujoso en el mejor salón disponible, financiado por cuotas entre ellas. Los invitados serían jóvenes blancos con fortuna interesados seriamente en el plaçage, acompañados por sus padres en caso necesario, nada de galanes sueltos en busca de una incauta para divertirse sin compromiso. Más de alguna madre sugirió que los hombres pagaran su entrada, pero según Violette eso abría la puerta a indeseables, como sucedía en los bailes de carnaval o los del Salón Orleans y el Teatro Francés, donde por un precio módico entraba cualquiera, siempre que no fuera negro. Éste sería un baile tan selectivo como los de debutantes blancas. Habría tiempo de averiguar los antecedentes de los invitados, ya que nadie deseaba entregar su hija a alguien de malas costumbres o con deudas. «Por una vez, los blancos tendrán que aceptar nuestras condiciones», dijo Violette.
Para no inquietarlas, omitió decirles que en el futuro pensaba agregar americanos a la lista de invitados, a pesar de que Sancho le había advertido que ningún protestante entendería las ventajas del plaçage. En fin, ya habría tiempo para eso; por el momento debía concentrarse en el primer baile.
El blanco podría bailar con la elegida un par de veces y si le gustaba, él o su padre debían comenzar las negociaciones de inmediato con la madre de la niña, nada de perder tiempo en galanteo inútil. El protector debía aportar una casa, una pensión anual y educar a los hijos de la pareja. Una vez acordados esos puntos, la muchacha placée se trasladaría a su nueva casa y comenzaba la convivencia. Ella ofrecía discreción durante el tiempo que estuvieran juntos y la certeza de que no habría drama cuando terminara la relación, lo cual dependía por entero de él. «El plaçage debe ser un contrato de honor, a todos les conviene respetar las reglas», dijo Violette. Los blancos no podían abandonar en la inopia a sus jóvenes amantes, porque peligraba el delicado equilibrio del concubinato aceptado. No había contrato escrito, pero si un hombre violaba la palabra empeñada, las mujeres se encargarían de arruinar su reputación. El baile se llamaría Cordon Bleu y Violette se comprometió a convertirlo en el evento más esperado del año para los jóvenes de todos los colores.
Terminé por aceptar el plaçage, que las madres de otras chicas asumían con naturalidad, pero a mí me chocaba. No me gustaba para mi hija, pero ¿qué otra cosa le podía ofrecer? Rosette lo comprendió de inmediato cuando me atreví a decírselo. Tenía más sentido común que yo.
Madame Violette organizó el baile con ayuda de unos franceses que montaban espectáculos. También creó una Academia de Etiqueta y Belleza, como pasó a llamarse la casa amarilla, donde preparaba a las chicas que tomaron sus clases. Dijo que ésas serían las más solicitadas y podrían regodearse en la elección del protector, así convenció a las madres y nadie se quejó del costo. Por primera vez en sus cuarenta y cinco años madame Violette salía temprano de la cama. Yo la despertaba con un café retinto y salía escapando antes de que me lo lanzara por la cabeza. El mal humor le duraba media mañana. Madame aceptó sólo una docena de alumnas, no tenía capacidad para más, pero planeaba conseguir un local apropiado al año siguiente. Contrató maestros de canto y danza; las niñas andaban con una taza de agua en la cabeza para mejorar la postura, les enseñó a peinarse y maquillarse y en las horas libres yo les explicaba cómo se lleva una casa, porque de eso sé bastante. También les diseñó un vestuario a cada una según su figura y colorido, que después madame Adèle y sus ayudantas cosían. El doctor Parmentier propuso que las niñas también tuvieran temas de conversación, pero según madame Violette a ningún hombre le interesa lo que dice una mujer y don Sancho estuvo de acuerdo. El doctor, en cambio, siempre escucha las opiniones de Adèle y sigue sus consejos, porque él no tiene cabeza más que para curar. Ella toma las decisiones de la familia. Compraron la casa de la calle Rampart y están educando a los hijos con su trabajo y sus inversiones, porque el dinero del doctor se hace humo.
A mitad del año las alumnas habían progresado tanto que don Sancho apostó a sus compinches del Café des Émigrés que todas serían bien colocadas. Yo observaba las clases con disimulo, a ver si algo podía servirme para complacer a Zacharie. A su lado parezco una criada, no tengo el encanto de madame Violette ni la inteligencia de Adèle; no soy coqueta, como me aconsejaba don Sancho, ni entretenida como desearía el doctor Parmentier.
En el día mi hija andaba presa en un corsé y de noche dormía embetunada con crema blanqueadora, con un cintillo para aplastarle las orejas y una cincha de caballo estrujándole la cintura. La belleza es ilusión, decía madame, a los quince años todas son lindas, pero para seguir siéndolo se requiere disciplina. Rosette debía leer en voz alta los listados de la carga de los barcos en el puerto, así se entrenaba para soportar con buena cara a un hombre aburrido, apenas comía, se alisaba el pelo con hierros calientes, se depilaba con caramelo, se daba friegas de avena y limón, pasaba horas ensayando reverencias, danzas y juegos de salón. ¿De qué le servía ser libre si debía portarse así? Ningún hombre merece tanto, decía yo, pero madame Violette me convenció de que era la única forma de asegurar su futuro. Mi hija, que nunca había sido dócil, se sometía sin quejarse. Algo había cambiado en ella, ya no se esmeraba en complacer a nadie, se había vuelto callada. Antes vivía contemplándose, ahora sólo usaba el espejo en las clases, cuando madame lo exigía.
Madame enseñaba la forma de halagar sin servilismo, de callar los reproches, ocultar los celos y vencer la tentación de probar otros besos. Lo más importante, según ella, era aprovechar el fuego que las mujeres tenemos en el vientre. Eso es lo que más temen y desean los hombres. Aconsejaba a las niñas conocer su cuerpo y darse gusto con los dedos, porque sin placer no hay salud ni belleza. Eso mismo trató de enseñarme Tante Rose en la época en que comenzaron las violaciones del amo Valmorain, pero no le hice caso, yo era una mocosa y andaba demasiado asustada. Tante Rose me daba baños de hierbas y me ponía una masa de arcilla en la barriga y los muslos, que al principio se sentía fría y pesada, pero luego se calentaba y parecía hervir, como si estuviera viva. Así me sanaba. La tierra y el agua curan el cuerpo y el alma. Supongo que con Gambo sentí por primera vez eso que madame mencionaba, pero nos separamos demasiado pronto. Después no sentí nada por años, hasta que vino Zacharie a despertarme el cuerpo. Me quiere y tiene paciencia. Aparte de Tante Rose, él es el único que ha contado mis cicatrices en los sitios secretos donde algunas veces el amo apagó su cigarro. Madame Violette es la única mujer a quien le he oído esa palabra: placer. «¿Cómo vais a dárselo a un hombre si vosotras no lo conocéis?», les decía. Placer del amor, de amamantar a un niño, de bailar. Placer es también esperar a Zacharie sabiendo que vendrá.
Ese año estuve muy ocupada con mi trabajo en la casa, además de atender a las alumnas, correr con recados donde madame Adèle y preparar los remedios para el doctor Parmentier. En diciembre, poco antes del baile del Cordon Bleu, saqué la cuenta de que llevaba tres meses sin sangrar. Lo único sorprendente fue que no hubiera quedado encinta antes, porque hacía tiempo que estaba con Zacharie sin tomar las precauciones que me había enseñado Tante Rose. Él quiso que nos casáramos apenas se lo anuncié, pero primero yo debía colocar a mi Rosette.
Durante las vacaciones del cuarto año de colegio, Maurice esperó como siempre a Jules Beluche. Para entonces ya no deseaba encontrarse con su familia y la única razón para volver a Nueva Orleans era Rosette, aunque la posibilidad de verla sería remota. Las ursulinas no permitían visitas espontáneas de nadie y menos de un muchacho incapaz de probar un parentesco cercano. Sabía que su padre jamás le daría autorización, pero no perdía la esperanza de acompañar a su tío Sancho, a quien las monjas conocían, porque nunca había dejado de visitar a Rosette.
Por las cartas se enteró de que Tété fue relegada a la plantación después del incidente con Hortense y no podía por menos que culparse; la imaginaba cortando caña de sol a sol y sentía un puño cerrado en la boca del estómago. No sólo él y Tété habían pagado caro ese golpe de fusta, por lo visto también Rosette había caído en desgracia. La chica le había escrito varias veces a Valmorain rogándole que la fuera a ver, pero nunca recibió respuesta. «¿Qué he hecho para perder la estima de tu padre? Antes era como su hija, ¿por qué me ha olvidado?», clamaba reiteradamente en sus cartas a Maurice, pero él no podía darle una respuesta honrada. «No te ha olvidado, Rosette, papa te quiere como siempre y está pendiente de tu bienestar, pero la plantación y sus negocios lo mantienen ocupado. Yo tampoco lo he visto desde hace más de tres años.» ¿Para qué decirle que Valmorain nunca la consideró una hija? Antes de ser exiliado a Boston, le pidió a su padre que lo llevara a visitar a su hermana al colegio y éste replicó encolerizado que su única hermana era Marie-Hortense.
Ese verano Jules Beluche no se presentó en Boston; en cambio llegó Sancho García del Solar con un sombrero de ala ancha, a galope tendido y con otro caballo a remolque. Desmontó de un salto y se sacudió el polvo de la ropa a sombrerazos antes de abrazar a su sobrino. Jules Beluche había recibido una cuchillada por deudas de juego y los Guizot intervinieron para evitar habladurías porque, por muy lejano que fuese el parentesco que los unía, las malas lenguas se encargarían de asociar a Beluche con la rama honorable de la familia. Hicieron lo que cualquier créole de su clase hacía en similares circunstancias: pagaron sus deudas, lo albergaron hasta que sanó de la herida y pudo valerse solo, le dieron dinero de bolsillo y lo pusieron en un barco con instrucciones de no bajarse hasta Texas y no regresar jamás a Nueva Orleans. Todo esto le contó Sancho a Maurice, doblado de risa.
– Ése podría haber sido yo, Maurice. Hasta ahora he tenido suerte, pero cualquier día te traen la noticia de que a tu tío favorito lo han cosido a puñaladas en un garito de mala muerte -agregó.
– Ni Dios lo quiera, tío. ¿Viene a llevarme a casa? -le preguntó Maurice con una voz que pasaba de barítono a soprano en la misma frase.
– ¡Cómo se te ocurre, muchacho! ¿Quieres ir a enterrarte todo el verano en la plantación? Tú y yo nos iremos de viaje -le anunció Sancho.
– O sea, lo mismo que hice antes con Beluche.
– No me compares, Maurice. No pienso contribuir a tu formación cívica mostrándote monumentos, pienso pervertirte ¿qué te parece?
– ¿Cómo, tío?
– En Cuba, sobrino. No hay mejor lugar para un par de truhanes como nosotros. ¿Cuántos años tienes?
– Quince.
– ¿Y aún no terminas de cambiar la voz?
– Ya la cambié, tío, pero tengo catarro -tartamudeó el muchacho.
– A tu edad yo era un rajadiablo. Estás atrasado, Maurice. Prepara tus cosas, porque partimos mañana mismo -le ordenó Sancho.
Había dejado numerosos amigos y no pocas amantes en Cuba, que se propusieron agasajarlo durante las vacaciones y tolerar a su acompañante, ese chico extraño que se lo pasaba escribiendo cartas y proponía temas absurdos de conversación, como esclavitud y democracia, de los cuales ninguno de ellos tenía una opinión formada. Les divertía ver a Sancho en el papel de niñera, que cumplía con insospechada dedicación. Se abstenía de las mejores juergas por no dejar solo al sobrino y dejó de asistir a las peleas de animales -toros con osos, serpientes con comadrejas, gallos con gallos, perros con perros- porque a Maurice lo descomponían. Sancho se propuso enseñar a beber al chico y noche por medio terminaba limpiándole los vómitos. Le reveló todos sus trucos de naipes, pero Maurice carecía de malicia y a él le tocaba saldar las deudas después de que otros más vivos lo esquilmaban. Pronto debió abandonar también la idea de iniciarlo en las lides del amor, porque cuando lo intentó casi lo mata de susto. Había arreglado los detalles con una amiga suya, nada joven pero todavía atractiva y de buen corazón, que se dispuso a servirle de maestra al sobrino por el puro gusto de hacerle un favor al tío. «Este mocoso está muy verde todavía…», masculló Sancho, abochornado, cuando Maurice salió escapando al ver a la mujer en un provocativo vestido de talle alto reclinada en un diván. «Nadie me había hecho un desaire semejante, Sancho. Cierra la puerta y ven a consolarme», se rió ella. A pesar de esos tropiezos, Maurice tuvo un verano inolvidable y regresó al colegio más alto, fuerte, bronceado y con definitiva voz de tenor. «No estudies demasiado, porque malogra la vista y el carácter, y prepárate para el próximo verano. Te voy a llevar a Nueva España», se despidió Sancho. Cumplió su palabra y desde entonces Maurice esperaba ansioso el verano.
En 1805, último año de colegio, no llegó Sancho a buscarlo, como en ocasiones anteriores, sino su padre. Maurice dedujo que venía a anunciarle alguna desgracia y temió por Tété o Rosette, pero no se trataba de nada parecido. Valmorain había organizado un viaje a Francia para visitar a una abuela del joven y dos tías hipotéticas que su hijo nunca había oído mencionar. «¿Y después iremos a casa, monsieur?», le preguntó Maurice, pensando en Rosette, cuyas cartas tapizaban el fondo de su baúl. A su vez le había escrito ciento noventa y tres cartas sin pensar en los cambios inevitables que ella había experimentado en esos siete años de separación, la recordaba como la niña vestida de cintas y encajes que viera por última vez poco antes de la boda de su padre con Hortense Guizot. No podía imaginarla de quince, tal como ella no lo imaginaba a él de dieciocho. «Claro que iremos a casa, hijo; tu madre y tus hermanas te aguardan», mintió Valmorain.
La travesía, primero en un barco que debió sortear tormentas de verano y escapar a duras penas de un ataque de los ingleses, y luego en coche hasta París, no logró acercar al padre y al hijo. Valmorain había ideado el viaje para evitarle por unos meses más a su mujer el desagrado de reencontrarse con Maurice, pero no podía postergarlo indefinidamente; pronto debería enfrentar una situación que los años no habían suavizado. Hortense no perdía oportunidad de destilar veneno contra ese hijastro, a quien cada año procuraba en vano reemplazar con un hijo propio, mientras seguía procreando niñas. Por ella, Valmorain había excluido a Maurice de la familia y ahora se arrepentía. Llevaba una década sin ocuparse en serio de su hijo, siempre absorto en sus asuntos, primero en Saint-Domingue, luego en Luisiana, y finalmente con Hortense y el nacimiento de las niñas. El muchacho era un desconocido que contestaba sus escasas cartas con un par de frases formales sobre el progreso de sus estudios y nunca había preguntado por algún miembro de la familia, como si quisiera dejar sentado que ya no pertenecía a ella. Ni siquiera se dio por aludido cuando él le contó en una sola línea que Tété y Rosette habían sido emancipadas y ya no tenía contacto con ellas.
Valmorain temió haber perdido a su hijo en algún momento de esos agitados años. Ese joven introvertido, alto y guapo, con los mismos rasgos de su madre, no se parecía en nada al chiquillo de mejillas coloradas que él había acunado en brazos rogando al cielo que lo protegiera de todo mal. Lo quería igual que siempre o tal vez más, porque el sentimiento estaba teñido de culpa. Trataba de convencerse de que su cariño de padre era retribuido por Maurice, aunque estuviesen temporalmente alejados, pero le cabían dudas. Había trazado ambiciosos planes para él, aunque todavía no le había preguntado qué deseaba hacer con su vida. En realidad nada sabía de sus intereses o experiencias, hacía siglos que no conversaban. Deseaba recuperarlo e imaginó que esos meses juntos y solos en Francia servirían para establecer una relación de adultos. Tenía que probarle su afecto y aclararle que Hortense y sus hijas no modificaban su condición de único heredero, pero cada vez que quiso tocar el tema no hubo respuesta. «La tradición del mayorazgo es muy sabia, Maurice: no se deben repartir los bienes entre los hijos, porque con cada división se debilita la fortuna de la familia. Por ser el primogénito, recibirás mi herencia completa y tendrás que velar por tus hermanas. Cuando yo no esté, tú serás la cabeza de los Valmorain. Es tiempo de empezar a prepararte, aprenderás a invertir dinero, manejar la plantación y relacionarte en sociedad», le dijo. Silencio. Las conversaciones morían antes de empezar. Valmorain navegaba de un monólogo a otro.
Maurice observó sin comentarios la Francia napoleónica, siempre en guerra, los museos, palacios, parques y avenidas que su padre quiso mostrarle. Visitaron el château en ruinas donde la abuela vivía sus últimos años cuidando a dos hijas solteronas más deterioradas por el tiempo y la soledad que ella. Era una anciana orgullosa, vestida a la moda de Luis XVI, decidida a desdeñar los cambios del mundo. Estaba firmemente plantada en la época anterior a la Revolución francesa y había borrado de su memoria el Terror, la guillotina, el exilio en Italia y el regreso a una patria irreconocible. Al ver a Toulouse Valmorain, ese hijo ausente desde hacía más de treinta años, le ofreció su mano huesuda con anillos anticuados en cada dedo para que se la besara y enseguida dio orden a sus hijas de servir el chocolate. Valmorain le presentó al nieto y trató de resumirle su propia historia desde que se embarcó hacía las Antillas a los veinte años hasta ese momento. Ella lo escuchó sin hacer comentarios, mientras las hermanas ofrecían tacitas humeantes y platos de pasteles añejos, ojeando a Valmorain con cautela. Recordaban al joven frívolo que se despidió de ellas con un beso distraído para irse con su valet y varios baúles a pasar unas semanas con el padre en Saint-Domingue y nunca más volvió. No reconocían a ese hermano de escaso cabello, con papada y barriga, que hablaba con un acento extraño. Algo sabían de la insurrección de esclavos en la colonia, habían escuchado algunas frases sueltas por aquí y por allá sobre las atrocidades cometidas en esa isla decadente, pero no lograban relacionarlas con un miembro de su familia. Jamás habían demostrado curiosidad por averiguar de dónde provenían los medios de que vivían. Azúcar ensangrentada, esclavos rebeldes, plantaciones incendiadas, exilio y lo demás que mencionaba el hermano les resultaba tan incomprensible como una conversación en chino.
La madre, en cambio, sabía con exactitud a qué se refería Valmorain, pero ya nada le interesaba demasiado en este mundo; tenía el corazón seco para los afectos y las novedades. Lo escuchó en un silencio indiferente y al final la única pregunta que le hizo fue si podía contar con más dinero, porque la suma que le enviaba regularmente apenas les alcanzaba. Era indispensable reparar ese caserón marchito por los años y las vicisitudes, dijo; no podía morirse dejando a sus hijas en la intemperie. Valmorain y Maurice se quedaron dos días entre esas paredes lúgubres, que les parecieron tan largos como dos semanas. «Ya no volveremos a vernos. Mejor así», fueron las palabras de la vieja dama al despedirse de su hijo y de su nieto.
Maurice acompañó dócilmente a su padre a todas partes, menos a un burdel de lujo donde Valmorain planeaba festejarlo con las profesionales más caras de París.
– ¿Qué te pasa, hijo? Esto es normal y necesario. Hay que descargar los humores del cuerpo y despejar la mente, así uno puede concentrarse en otras cosas.
– No tengo dificultad en concentrarme, monsieur.
– Te he dicho que me llames papa, Maurice. Supongo que en los viajes con tu tío Sancho… Bueno, no te habrán faltado oportunidades…
– Eso es un asunto privado -lo interrumpió Maurice.
– Espero que el colegio americano no te haya hecho religioso ni afeminado -comentó su padre en tono de broma, pero le salió como un gruñido.
El muchacho no dio explicaciones. Gracias a su tío no era virgen, porque en las últimas vacaciones Sancho había conseguido iniciarlo mediante un ingenioso recurso dictado por la necesidad. Sospechaba que su sobrino padecía los deseos y fantasías propios de su edad, pero era un romántico y le repugnaba el amor disminuido a una transacción comercial. A él le correspondía ayudarlo, decidió. Estaban en el próspero puerto de Savannah, en Georgia, que Sancho deseaba conocer por las incontables diversiones que ofrecía, y Maurice también, porque el profesor Harrison Cobb lo citaba como ejemplo de moral negociable.
Georgia, fundada en 1733, fue la decimotercera y última colonia británica en América del Norte y Savannah era su primera ciudad. Los recién llegados mantuvieron relaciones amistosas con las tribus indígenas, evitando así la violencia que azotaba a otras colonias. En sus orígenes, no sólo la esclavitud estaba prohibida en Georgia, también el licor y los abogados, pero pronto se dieron cuenta de que el clima y la calidad del suelo eran ideales para el cultivo de arroz y algodón y legalizaron la esclavitud. Después de la independencia, Georgia se convirtió en estado de la Unión y Savannah floreció como puerto de entrada del tráfico de africanos para abastecer las plantaciones de la región. «Esto te demuestra, Maurice, que la decencia sucumbe rápidamente ante la codicia. Si de enriquecerse se trata, la mayoría de los hombres sacrifican el alma. No puedes imaginarte cómo viven los plantadores de Georgia gracias al trabajo de sus esclavos», peroraba Harrison Cobb. El joven no necesitaba imaginarlo, lo había vivido en Saint-Domingue y Nueva Orleans, pero aceptó la propuesta de su tío Sancho de pasar las vacaciones en Savannah para no defraudar al maestro. «No basta el amor a la justicia para derrotar la esclavitud, Maurice, hay que ver la realidad y conocer a fondo las leyes y los engranajes de la política», sostenía Cobb, quien lo estaba preparando para que triunfara donde él había fallado. El hombre conocía sus propias limitaciones, no tenía temperamento ni salud para pelear en el Congreso, como deseaba en su juventud, pero era buen maestro: sabía reconocer el talento de un alumno y modelar su carácter.
Mientras Sancho García del Solar disfrutaba a sus anchas del refinamiento y la hospitalidad de Savannah, Maurice sufría la culpa de pasarlo bien. ¿Qué iba a decirle a su profesor cuando volviera al colegio? Que había estado en un hotel encantador, atendido por un ejército de criados solícitos y no le habían alcanzado las horas para divertirse como un irresponsable.
Llevaban apenas un día en Savannah cuando ya Sancho había hecho amistad con una viuda escocesa que residía a dos cuadras del hotel. La dama se ofreció para mostrarles la ciudad, con sus mansiones, monumentos, iglesias y parques, que había sido reconstruida bellamente después de un incendio devastador. Fiel a su palabra, la viuda apareció con su hija, la delicada Giselle y los cuatro salieron de paseo, iniciando así una amistad muy conveniente para el tío y el sobrino. Pasaron muchas horas juntos.
Mientras la madre y Sancho jugaban interminables partidas de naipes y de vez en cuando desaparecían del hotel sin dar explicaciones, Giselle se encargó de mostrarle a Maurice los alrededores. Hacían excursiones a caballo solos, lejos de la vigilancia de la viuda escocesa, lo cual sorprendía a Maurice, que nunca había visto tanta libertad en una chica. En varias ocasiones Giselle lo condujo a una playa solitaria, donde compartían una ligera merienda y una botella de vino. Ella hablaba poco y lo que decía era de una banalidad tan categórica, que Maurice no se sentía intimidado y le brotaban a raudales las palabras que normalmente se le atoraban en el pecho. Por fin tenía una interlocutora que no bostezaba ante sus temas filosóficos, sino que lo escuchaba con evidente admiración. De vez en cuando los dedos femeninos lo rozaban como al descuido y de esos roces a caricias más atrevidas fue cuestión de tres puestas de sol. Esos asaltos al aire libre, picoteados de insectos, enredados en la ropa y temerosos de ser descubiertos dejaban a Maurice en la gloria y a ella más bien aburrida.
El resto de las vacaciones pasó demasiado pronto y, naturalmente, Maurice terminó enamorado como el adolescente que era. El amor exacerbó el remordimiento de haber manchado la honra de Giselle. Existía sólo una forma caballerosa de enmendar su falta, como le explicó a Sancho apenas juntó suficiente valor.
– Voy a pedir la mano de Giselle -le anunció.
– ¿Has perdido el seso, Maurice? ¡Cómo te vas a casar si no sabes soplarte los mocos!
– No me falte el respeto, tío. Ya soy un hombre hecho y derecho.
– ¿Porque te acostaste con la moza? -Y Sancho lanzó una estruendosa risotada.
El tío alcanzó apenas a esquivar el puñetazo que le mandó Maurice a la cara. El entuerto se resolvió poco después cuando la dama escocesa aclaró que la muchacha no pensaba ser su hija y Giselle confesó que ése era su nombre de teatro, que no tenía dieciséis años sino veinticuatro y que Sancho García del Solar le había pagado para entretener a su sobrino. El tío admitió que había cometido una tontería descomunal y trató de tomarlo a broma, pero se le había ido la mano y Maurice, destrozado, le juró que no volvería a hablarle en su vida. Sin embargo, cuando llegaron a Boston había dos cartas de Rosette esperándolo y la pasión por la bella de Savannah se diluyó; entonces pudo perdonar a su tío. Al despedirse se abrazaron con la camaradería de siempre y la promesa de volver a verse pronto.
En el viaje a Francia Maurice no le contó a su padre nada de lo sucedido en Savannah. Valmorain insistió un par de veces más en divertirse con damas del amanecer, después de ablandar a su hijo con licor, pero no logró hacerlo cambiar de opinión y al fin decidió no volver a mencionar el tema hasta que llegaran a Nueva Orleans, donde pondría a su disposición un piso de soltero, como tenían los jóvenes créoles de su condición social. Por el momento no permitiría que la sospechosa castidad de su hijo rompiera el precario equilibrio de su relación.
Jean-Martin Relais apareció en Nueva Orleans cuando faltaban tres semanas para el primer baile del Cordon Bleu organizado por su madre. Venía sin el uniforme de la academia militar, que había usado desde los trece años, en calidad de secretario de Isidore Morisset, un científico que viajaba para evaluar las condiciones del terreno en las Antillas y Florida con la idea de establecer nuevas plantaciones de azúcar, dadas las pérdidas de la colonia de Saint-Domingue, que parecían definitivas. En la nueva República Negra de Haití el general Dessalines estaba aniquilando de forma sistemática a todos los blancos, los mismos a quienes había invitado a regresar. Si Napoleón pretendía llegar a un acuerdo comercial con Haití, ya que no había logrado ocuparlo con sus tropas, desistió después de aquellas pavorosas matanzas en que hasta los infantes acababan en fosas comunes.
Isidore Morisset era un hombre de mirada impenetrable, nariz quebrada y espaldas de luchador que reventaban las costuras de su chaqueta, rojo como un ladrillo por el sol inmisericorde de la travesía marítima y provisto de un vocabulario monosilábico que lo hacía antipático apenas abría la boca. Sus frases -siempre demasiado breves- sonaban como estornudos. Contestaba a las preguntas con resoplidos elementales y la expresión desconfiada de quien espera lo peor del prójimo. Fue recibido de inmediato por el gobernador Claiborne con las atenciones debidas a un extranjero de tanto respeto, como atestiguaban las cartas de recomendación de varias sociedades científicas que entregó el secretario en una carpeta de cuero verde repujado.
A Claiborne, vestido de duelo por la muerte de su esposa y su hija, víctimas de la reciente epidemia de fiebre amarilla, le llamó la atención el color oscuro del secretario. Por la forma en que Morisset se lo había presentado, supuso que ese mulato era libre y lo saludó como tal. Nunca se sabe cuál es la etiqueta debida con esos pueblos mediterráneos, pensó el gobernador. No era hombre capaz de apreciar fácilmente la belleza viril, pero no pudo menos que fijarse en las facciones delicadas del joven -las pestañas tupidas, la boca femenina, el mentón redondo con un hoyuelo- que contrastaban con su cuerpo delgado y elástico, de proporciones sin duda masculinas. El joven, culto y de impecables modales, sirvió de intérprete, porque Morisset sólo hablaba francés. El dominio del idioma inglés del secretario dejaba bastante que desear, pero fue suficiente, dado que Morisset era de muy pocas palabras.
El olfato le advirtió al gobernador de que los visitantes ocultaban algo. La misión azucarera le pareció tan sospechosa como el físico de matón de aquel hombre, que no calzaba con su idea de un científico, pero esas dudas no lo excusaban de prodigarle la hospitalidad de rigor en Nueva Orleans. Después del frugal almuerzo, servido por negros libres, ya que él no poseía esclavos, les ofreció alojamiento. El secretario tradujo que no sería necesario, venían por pocos días y se quedarían en un hotel a la espera del barco para regresar a Francia.
Apenas se fueron, Claiborne los hizo seguir discretamente y así se enteró de que por la tarde los dos hombres salieron del hotel, el joven de color a pie rumbo a la calle Chartres y el musculoso Morisset en un caballo alquilado hacia un modesto taller de herrería al final de la calle Saint Philippe.
El gobernador había acertado con sus sospechas: de científico, Morisset nada tenía, era un espía bonapartista. En diciembre de 1804 Napoleón se había convertido en emperador de Francia, plantándose él mismo la corona sobre la cabeza, porque ni el Papa, invitado especialmente para la ocasión, le pareció digno de hacerlo. Napoleón ya había conquistado media Europa, pero tenía entre ceja y ceja a Gran Bretaña, esa pequeña nación de horrendo clima y gente fea que lo desafiaba desde el otro lado del estrecho llamado Canal de la Mancha. El 21 de octubre de 1805 ambas naciones se enfrentaron en el suroeste de España, en Trafalgar, por un lado la flota franco-española con treinta y tres barcos y por el otro los ingleses con veintisiete, al mando del célebre almirante Horatio Nelson, genio de la guerra en el mar. Nelson murió en la contienda, después de una victoria espectacular en la que destrozó la flota enemiga y acabó con el sueño napoleónico de invadir Inglaterra. Justamente en esos días, Pauline Bonaparte visitó a su hermano para darle el pésame por el chasco de Trafalgar. Pauline se había cortado el cabello para colocarlo en el ataúd de su marido, el cornudo general Leclerc, muerto de fiebre en Saint-Domingue y enterrado en París. Ese gesto dramático de viuda inconsolable sacudió de risa a Europa. Sin su larga melena color caoba, que antes llevaba al estilo de las diosas griegas, Pauline se veía irresistible y muy pronto su peinado se puso de moda. Ese día llegó adornada con una tiara de los célebres diamantes Borghese y acompañada por Morisset.
Napoleón sospechó que el visitante era otro de los amantes de su hermana y lo recibió de mal talante, pero se interesó de inmediato cuando Pauline le contó que el barco en que viajaba Morisset por el Caribe había sido atacado por piratas y él permaneció prisionero de un tal Jean Laffitte durante varios meses, hasta que pudo pagar su rescate y volver a Francia. En su cautiverio había desarrollado cierta amistad con Laffitte basada en torneos de ajedrez. Napoleón interrogó al hombre sobre la notable organización de Laffitte, que controlaba el Caribe con su flota; ningún barco estaba a salvo excepto los de Estados Unidos, que por una caprichosa lealtad del pirata hacia los americanos nunca eran atacados.
El emperador condujo a Morisset a una salita, donde pasaron dos horas en privado. Tal vez Laffitte era la solución a un dilema que lo atormentaba desde el desastre de Trafalgar: cómo impedir que los ingleses se adueñaran del comercio marítimo. Como no tenía capacidad naval para detenerlos, había pensado aliarse con los americanos, que estaban en disputa con Gran Bretaña desde la guerra de Independencia en 1775, pero el presidente Jefferson deseaba consolidar su territorio y no pensaba intervenir en los conflictos europeos. En un chispazo de inspiración, como tantos que lo condujeron de las modestas filas del ejército a la cumbre del poder, Napoleón le encargó a Isidore Morisset reclutar piratas para hostigar a los barcos ingleses en el Atlántico. Morisset entendió que se trataba de una misión delicada, porque el emperador no podía aparecer aliado con facinerosos, y supuso que con su cobertura de científico podría viajar sin llamar demasiado la atención. Los hermanos Jean y Pierre Laffitte se habían enriquecido impunemente durante años con el botín de sus asaltos y toda suerte de contrabando, pero las autoridades americanas no toleraban evasión de impuestos y, a pesar de la manifiesta simpatía de los Laffitte por la democracia de Estados Unidos, los declararon fuera de la ley.
Jean-Martin Relais no conocía al hombre a quien iba a acompañar a través del Atlántico. Un lunes por la mañana lo citó el director de la academia militar en su despacho, le entregó dinero y le ordenó comprarse ropa de civil y un baúl, porque se embarcaría al cabo de dos días. «No comente ni una palabra de esto, Relais, es una misión confidencial», aclaró el director. Fiel a su educación militar, el joven obedeció sin hacer preguntas. Más tarde supo que lo habían seleccionado por ser el alumno más avispado del curso de inglés y porque el director supuso que como provenía de las colonias no caería fulminado a la primera picadura de un mosquito tropical.
El joven viajó a mata caballo hasta Marsella, donde lo esperaba Isidore Morisset con los pasajes en la mano. Agradeció calladamente que el hombre apenas lo mirara, porque estaba nervioso pensando que ambos compartirían un estrecho camarote durante el viaje. Nada hería tanto su inmenso orgullo como las insinuaciones que solía recibir de otros hombres.
– ¿No desea saber adónde vamos? -le preguntó Morisset cuando ya llevaban varios días en alta mar sin cruzar más que unas cuantas palabras de cortesía.
– Yo voy donde Francia me mande -replicó Relais cuadrándose, a la defensiva.
– Nada de saludos militares, joven. Somos civiles ¿entiende?
– Positivo.
– ¡Hable como la gente, hombre, por Dios!
– A sus órdenes, señor.
Muy pronto Jean-Martin descubrió que Morisset, tan parco y desagradable en sociedad, podía ser fascinante en privado. El alcohol le soltaba la lengua y lo relajaba hasta el punto de que parecía otro hombre, amable, irónico, sonriente. Jugaba bien a los naipes y tenía mil historias, que relataba sin adorno, en pocas frases. Entre copa y copa de coñac fueron conociéndose y nació entre ellos una natural intimidad de buenos camaradas.
– Una vez Pauline Bonaparte me invitó a su boudoir -le contó Morisset-. Un negro antillano, apenas cubierto por un taparrabos, la trajo en brazos y la bañó delante de mí. La Bonaparte se jacta de poder seducir a cualquiera, pero conmigo no le resultó.
– ¿Por qué?
– Me molesta la estupidez femenina.
– ¿Prefiere la estupidez masculina? -se burló el joven, con un dejo de coquetería; también se había tomado unas copas y se sentía en confianza.
– Prefiero a los caballos.
Pero a Jean-Martín le interesaban más los piratas que las virtudes equinas o el aseo de la bella Pauline y se las arregló, una vez más, para volver al tema de la aventura que su nuevo amigo vivió entre ellos cuando permaneció secuestrado en la isla Barataria. Como Morisset sabía que ni los barcos europeos de guerra se atrevían a acercarse a la isla de los hermanos Laffitte, había descartado de plano la idea de presentarse allí sin invitación: serían degollados antes de pisar la playa, sin darles oportunidad de exponer el propósito de semejante osadía. Además, no estaba seguro de que el nombre de Napoleón le abriera las puertas de los Laffitte; podía ser todo lo contrario, por eso había decidido abordarlos en Nueva Orleans, un terreno más neutral.
– Los Laffitte están fuera de la ley. No sé cómo vamos a encontrarlos -le comentó Morisset a Jean-Martín.
– Será muy fácil, porque no se esconden -lo tranquilizó el joven.
– ¿Cómo lo sabe?
– Por las cartas de mi madre.
Hasta ese instante a Relais no se le había ocurrido mencionar que su madre vivía en aquella ciudad, porque le parecía un detalle insignificante en la magnitud de la misión encargada por el emperador.
– ¿Su madre conoce a los Laffitte?
– Todo el mundo los conoce, son los reyes del Mississippi -replicó Jean-Martin.
A las seis de la tarde Violette Boisier todavía descansaba desnuda y mojada de placer en la cama de Sancho García del Solar. Desde que Rosette y Tété vivían con ella y su casa estaba invadida por las alumnas del plaçage, prefería el piso de su amante para hacer el amor o sólo para dormir la siesta, si el ánimo no les alcanzaba para más. Al principio Violette pretendió limpiar y embellecer el ambiente, pero carecía de vocación de criada y era absurdo perder horas preciosas de intimidad tratando de enmendar el desorden monumental de Sancho. El único doméstico de Sancho sólo servía para preparar café. Se lo había prestado Valmorain, porque era imposible venderlo: nadie lo habría comprado. Se había caído de un techo, había quedado mal de la cabeza y andaba riéndose solo. Con razón Hortense Guizot no podía soportarlo. Sancho lo toleraba y hasta le tenía simpatía, por la calidad de su café y porque no le robaba el vuelto cuando iba de compras al Mercado Francés. A Violette el hombre la inquietaba: creía que los espiaba cuando hacían el amor. «Ideas tuyas, mujer. Es tan lerdo que no le da el cerebro ni para eso», la tranquilizaba su amante.
A esa misma hora, Loula y Tété estaban instaladas en sillas de mimbre en la calle, frente a la puerta de la casa amarilla, como hacían las vecinas al atardecer. Las notas de un ejercicio de piano martilleaban la paz de la tarde otoñal. Loula fumaba su cigarro negro con los ojos entrecerrados, saboreando el descanso que sus huesos reclamaban, y Tété cosía una camisita de bebé. Todavía no se le notaba la barriga, pero ya había notificado su preñez al reducido círculo de sus amistades y la única sorprendida fue Rosette, porque andaba tan ensimismada que no se había percatado de los amores de su madre con Zacharie. Allí las encontró Jean-Martin Relais. No había escrito para anunciar su viaje porque sus órdenes eran de mantenerlo secreto y además la carta hubiera llegado después que él.
Loula no lo esperaba y como hacía varios años que no lo veía, no lo reconoció. Cuando él se le puso por delante, se limitó a darle otra chupada al cigarro. «¡Soy yo, Jean-Martin!», exclamó el joven, emocionado. A la mujerona le tomó varios segundos distinguirlo a través del humo y comprender que en verdad era su niño, su príncipe, la luz de sus viejos ojos. Sus chillidos de gusto sacudieron la calle. Lo abrazó por la cintura, lo levantó del suelo y lo cubrió de besos y lágrimas, mientras él procuraba defender su dignidad en la punta de los pies. «¿Dónde está maman?», preguntó apenas pudo librarse y recuperar su sombrero pisoteado. «En la iglesia, hijo, rezando por el alma de tu difunto padre. Entremos a la casa, voy a hacerte un café, mientras mi amiga Tété va a buscarla», replicó Loula sin un instante de vacilación. Tété partió corriendo en dirección al piso de Sancho.
En la sala de la casa, Jean-Martin vio a una niña vestida de celeste tocando el piano con una taza sobre la cabeza. «¡Rosette! ¡Mira quién está aquí! ¡Mi niño, mi Jean-Martin!», chilló Loula a modo de presentación. Ella interrumpió los ejercicios musicales y se volvió lentamente. Se saludaron, él con una rígida inclinación de cabeza y un chocar de talones, como si aún llevara puesto el uniforme, y ella con un parpadeo de sus pestañas de jirafa. «Bienvenido, monsieur. No pasa un día sin que madame y Loula hablen de usted», dijo Rosette con la forzada cortesía aprendida en las ursulinas. Nada podía ser más cierto. El recuerdo del muchacho flotaba en la casa como un fantasma y de tanto oírlo mencionar, Rosette ya lo conocía.
Loula se hizo cargo de la taza de Rosette y se fue a colar café; desde el patio se oían sus exclamaciones de júbilo. Rosette y Jean-Martin, sentados en silencio al borde de sus sillas, se lanzaban miradas furtivas con la sensación de que se habían conocido antes. Veinte minutos más tarde, cuando Jean-Martin iba por el tercer trozo de pastel, llegó Violette acezando, con Tété a la siga. A Jean-Martin su madre le pareció más hermosa de lo que recordaba y no se preguntó por qué venía de misa desgreñada y con el vestido mal abotonado.
Desde el umbral, Tété observaba divertida a ese joven incómodo porque su madre le daba besitos sin soltarle la mano y Loula le pellizcaba las mejillas. Los vientos salados de la travesía marítima habían oscurecido varios tonos a Jean-Martin y los años de formación militar habían reforzado su rigidez, inspirada en el hombre que creía ser su padre. Recordaba a Étienne Relais fuerte, estoico y severo; por lo mismo atesoraba la ternura que le había prodigado en la estricta intimidad del hogar. Su madre y Loula, en cambio, siempre lo habían tratado como un crío y por lo visto seguirían haciéndolo. Para compensar su cara bonita, mantenía siempre una exagerada distancia, una postura helada y esa expresión pétrea que suelen tener los militares. En la infancia había soportado que lo confundieran con una niña y en la adolescencia que sus compañeros se burlaran o se enamoraran de él. Esas caricias domésticas delante de Rosette y la mulata, cuyo nombre no había captado, lo abochornaban, pero no se atrevía a rechazarlas. A Tété no le llamó la atención que Jean-Martin tuviera los mismos rasgos de Rosette, porque siempre había pensado que su hija se parecía a Violette Boisier y ese parecido se había acentuado en los meses de entrenamiento para el plaçage en que la chica emulaba los gestos de su maestra.
Entretanto Morisset había acudido a la herrería de la calle Saint Philippe, porque averiguó que era una pantalla para encubrir actividades piratas, pero no encontró a quien buscaba. Estuvo tentado de dejarle una nota a Jean Laffitte pidiéndole cita y recordándole la relación que establecieron frente al tablero de ajedrez, pero comprendió que sería un error garrafal. Llevaba casi tres meses de espionaje disfrazado de científico y aún no se acostumbraba a la cautela que su misión demandaba, cada dos por tres se sorprendía a punto de cometer una imprudencia. Más tarde ese mismo día, cuando Jean-Martin le presentó a su madre, sus precauciones le parecieron ridículas, porque ella le ofreció con toda naturalidad llevarlo donde los piratas. Estaban en la sala de la casa amarilla, que se hacía estrecha para la familia y quienes habían acudido a conocer a Jean-Martin: el doctor Parmentier, Adèle, Sancho y un par de vecinas.
– Entiendo que han puesto precio a la cabeza de los Laffitte -dijo el espía.
– ¡Ésas son cosas de los americanos, monsieur Moriste! -se rió Violette.
– Morisset. Isidore Morisset, madame.
– Los Laffitte son muy estimados porque venden barato. A nadie se le ocurriría delatarlos por los quinientos dólares que ofrecen por sus cabezas -intervino Sancho García del Solar.
Agregó que Pierre tenía reputación de tosco, pero Jean era un caballero de pies a cabeza, galante con las mujeres y cortés con los hombres, hablaba cinco idiomas, escribía con impecable estilo y hacía gala de la más generosa hospitalidad. Era de un valor a toda prueba y sus hombres, que sumaban cerca de tres mil, se dejaban matar por él.
– Mañana es sábado y habrá remate. ¿Le gustaría ir a El Templo? -le preguntó Violette.
– ¿El Templo, dijo?
– Allí tienen sus remates -aclaró Parmentier.
– Si todo el mundo sabe dónde se encuentran ¿por qué no los han arrestado? -intervino Jean-Martin.
– Nadie se atreve. Claiborne ha pedido refuerzos, porque esos hombres son de temer, su ley es la violencia y están mejor armados que el ejército.
Al día siguiente Violette, Morisset y Jean-Martin salieron de excursión provistos de una merienda y dos botellas de vino en una cesta. Violette se las arregló para dejar atrás a Rosette con el pretexto de los ejercicios de piano, porque se había dado cuenta de que Jean-Martin la miraba demasiado y su deber de madre consistía en impedir cualquier fantasía inconveniente. Rosette era su mejor alumna, perfecta para el plaçage, pero completamente inadecuada para su hijo, que necesitaba entrar en la Société du Cordon Bleu mediante un buen matrimonio. Pensaba elegir a su nuera con implacable sentido de la realidad, sin darle oportunidad a Jean-Martin de cometer errores sentimentales. A la partida se sumó Tété, quien se subió al bote a última hora y con algunos reparos, porque sufría las náuseas habituales en los primeros meses de su estado y temía a los caimanes, las culebras que infestaban el agua y otras que solían dejarse caer de los manglares. La frágil embarcación iba conducida por un remero capaz de orientarse con los ojos cerrados en ese laberinto de canales, islas y pantanos, eternamente sumido en un vaho pestilente y una nube de mosquitos, ideal para tráficos ilegales y felonías imaginativas.
El Templo resultó ser un islote entre los pantanos del delta, un cerro compacto de conchas molidas por el tiempo con un bosque de robles, que antiguamente era un sitio sagrado de los indios y todavía quedaban los restos de uno de sus altares; de allí provenía el nombre. Los hermanos Laffitte se habían instalado desde temprano, como todos los sábados del año, salvo si caía en Navidad o el día de la Asunción de la Virgen. En la orilla se alineaban embarcaciones de poca profundidad, botes de pescadores, chalupas, canoas, barquitos privados con toldos para las damas y las toscas barcazas para el transporte de los productos.
Los piratas habían montado varias tiendas de lona donde exhibían sus tesoros y repartían gratis limonada para las damas, ron de Jamaica para los hombres y dulces para los niños. El aire olía a agua estancada y a las fritangas de langostinos picantes que se repartían sobre hojas de maíz. Había un ambiente de carnaval, con músicos, juglares y un domador de perros. En un entarimado tenían para la venta cuatro esclavos adultos y un niño desnudo, de unos dos o tres años. Los interesados les examinaban los dientes para calcularles la edad, el blanco de los ojos para verificar su salud, y el ano para asegurarse de que no estuviera taponado con estopa, el truco más corriente para disimular el flujo. Una señora madura, con una sombrilla de encaje, estaba sopesando con su mano enguantada los genitales de uno de los hombres.
Pierre Laffitte ya había iniciado el remate de la mercadería, que a primera vista carecía de lógica, como si hubiese sido seleccionada con el único propósito de confundir a la clientela; un batiburrillo de lámparas de cristal, sacos de café, ropa de mujer, armas, botas, estatuas de bronce, jabón, pipas y navajas de afeitar, teteras de plata, bolsas de pimienta y canela, muebles, cuadros, vainilla, copones y candelabros de iglesia, cajones de vino, un mono amaestrado y dos papagayos. Nadie se iba sin comprar, porque los Laffitte también hacían de banqueros y prestamistas. Cada objeto era exclusivo, como pregonaba Pierre a pulmón partido, y debía de serlo, ya que provenía de atracos en alta mar a barcos mercantes. «¡Miren, damas y caballeros, este jarrón de porcelana digno de un palacio real!» «¿Y cuánto dan por esta capa de brocato orillada de armiño?» «¡No volverá a presentarse una ocasión como ésta!» El público replicaba con chirigotas y silbidos, pero las ofertas iban subiendo en una divertida rivalidad que Pierre sabía explotar.
Entretanto Jean, vestido de negro, con albos puños y cuello de encaje y pistolas al cinto, se paseaba entre la multitud seduciendo incautos con su sonrisa fácil y su oscura mirada de encantador de serpientes. Saludó a Violette Boisier con una reverencia teatral y ella le respondió con besos en las mejillas, como los viejos amigos que habían llegado a ser después de varios años de transacciones y mutuos favores.
– ¿En qué puedo interesar a la única dama capaz de robarme el corazón? -le preguntó Jean.
– No gaste sus galanterías en mí, mon cher ami, porque esta vez no vengo a comprar -se rió Violette señalando a Morisset, quien se mantenía cuatro pasos detrás de ella.
Jean Laffitte tardó un instante en identificarlo, engañado por el atuendo de explorador, el rostro rasurado y los lentes de gruesos cristales, ya que lo había conocido con bigote y patillas.
– ¿Morisset? C'est vraiment vous! -exclamó al fin, palmoteándolo en la espalda.
El espía, incómodo, miró alrededor calándose el sombrero hasta las cejas. No le convenía que esas efusivas muestras de amistad llegaran a oídos del gobernador Claiborne, pero nadie le prestaba atención, porque en ese instante Pierre remataba un caballo árabe que todos los hombres codiciaban. Jean Laffitte lo guió a una de las tiendas, donde pudieron hablar en privado y refrescarse con vino blanco. El espía le comunicó la oferta de Napoleón: una patente de corso, lettre de marque, que equivalía a una autorización oficial para atacar a otros barcos, a cambio de que se ensañara con los ingleses. Laffitte respondió amablemente que en realidad no necesitaba permiso para continuar haciendo lo que siempre había hecho y la lettre de marque era una limitación, ya que significaba abstenerse de atacar barcos franceses, con las pérdidas consecuentes.
– Sus actividades tendrían legalidad. No serían piratas sino corsarios, más aceptables para los americanos -argumentó Morisset.
– Lo único que cambiaría nuestra situación con los americanos sería pagar impuestos y, francamente, todavía no hemos considerado esa posibilidad.
– Una patente de corso es valiosa…
– Sólo si podemos navegar con bandera francesa.
El parco Morisset le explicó que eso no estaba incluido en la oferta del emperador, tendrían que seguir usando la bandera de Cartagena, pero contarían con impunidad y refugio en los territorios franceses. Eran más palabras de un tirón de las que había pronunciado en mucho tiempo. Laffitte aceptó consultarlo, porque esos asuntos se decidían por votación entre sus hombres.
– Pero al fin sólo cuentan los votos de usted y su hermano -apuntó Morisset.
– Se equivoca. Somos más democráticos que los americanos y ciertamente mucho más que los franceses. Tendrá su respuesta en dos días.
Afuera, Pierre Laffitte había dado inicio al remate de esclavos, lo más esperado de la feria, y el clamor de las ofertas iba subiendo de tono. La única mujer del lote apretaba al niño contra su cuerpo y le imploraba a una pareja de compradores que no los separaran, que su hijo era listo y obediente, decía, mientras Pierre Laffitte la describía como buena reproductora: había tenido varios críos y seguía siendo muy fértil. Tété observaba con las tripas anudadas y un grito atascado en la boca, pensando en los hijos que esa desdichada mujer había perdido y la indignidad de ser rematada. Al menos ella no había pasado por eso y su Rosette estaba a salvo. Alguien comentó que los esclavos provenían de Haití, entregados directamente a los Laffitte por agentes de Dessalines, quien así financiaba sus armas y de paso se enriquecía vendiendo a la misma gente que había luchado con él por la libertad. Si Gambo viera esto, reventaría de rabia, pensó Tété.
Cuando la venta estaba a punto de consumarse, se oyó el vozarrón inconfundible de Owen Murphy ofreciendo cincuenta dólares más por la madre y otros cien por el chico. Pierre esperó el minuto reglamentario y como nadie subió el precio, gritó que los dos pertenecían al cliente de la barba negra. En la plataforma la mujer cayó medio desfallecida de alivio, sin soltar a su hijo, que lloraba aterrado. Uno de los ayudantes de Pierre Laffite la cogió por un brazo y se la entregó a Owen Murphy.
El irlandés se alejaba hacia los botes, seguido por la esclava y el niño, cuando Tété salió de su estupor y corrió detrás de ellos, llamándolo. El la saludó sin excesivas muestras de afecto, pero su expresión delató el placer que sentía al verla. Le contó que Brandan, su hijo mayor, se había casado de la noche a la mañana y pronto los haría abuelos. También le mencionó la tierra que estaba comprando en Canadá, donde pensaba llevarse muy pronto a toda la familia, incluso a Brandan y su mujer, para empezar una nueva vida.
– Me imagino que monsieur Valmorain no aprueba que ustedes se vayan -comentó Tété.
– Hace tiempo que madame Hortense desea reemplazarme. No tenemos las mismas ideas -respondió Murphy-. Va a molestarse porque compré a este niño, pero me he atenido al Código. No tiene edad para ser separado de su madre.
– Aquí no hay ley que valga, señor Murphy. Los piratas hacen lo que les da la gana.
– Por eso prefiero no tratar con ellos, pero no soy quien decide, Tété -le informó el irlandés, señalando a la distancia a Toulouse Valmorain.
Estaba apartado de la multitud, conversando con Violette Boisier bajo un roble, ella protegida del sol por un quitasol japonés, y él apoyado en un bastón y secándose el sudor con un pañuelo. Tété retrocedió, pero era tarde: él la había visto y se sintió obligada a acercarse. La siguió Jean-Martin, que aguardaba a Morisset cerca de la tienda de Laffitte, y un momento después se reunieron todos en la escasa sombra del roble. Tété saludó a su antiguo amo sin mirarlo de frente, pero alcanzó a notar que estaba aún más gordo y colorado. Lamentó que el doctor Parmentier dispusiera de los remedios que ella misma preparaba para enfriar la sangre. Ese hombre podía demoler de un solo bastonazo la precaria existencia de ella y Rosette. Sería mejor que estuviera en el cementerio.
Valmorain estaba atento a la presentación que hacía Violette Boisier de su hijo. Observó a Jean-Martin de arriba abajo, apreciando su porte esbelto, la elegancia con que llevaba su traje de modesta factura, la simetría perfecta de su rostro. El joven lo saludó con una inclinación, respetuoso de la diferencia de clase y de edad, pero el otro le tendió una mano regordeta, salpicada de manchas amarillas, que debió estrechar. Valmorain le retuvo la mano entre las suyas mucho más tiempo de lo aceptable, sonriendo con una indescifrable expresión. Jean-Martin sintió el rubor caliente en las mejillas y se apartó bruscamente. No era la primera vez que un hombre se le insinuaba y sabía manejar ese tipo de bochorno sin alharaca, pero el descaro de este invertí le resultaba particularmente ofensivo y le avergonzaba que su madre fuese testigo de la escena. Tan evidente fue su rechazo, que Valmorain se dio cuenta de que había sido mal interpretado y, lejos de molestarse, soltó una risotada.
– ¡Veo que este hijo de esclava ha salido quisquilloso! -exclamó divertido.
Un silencio pesado cayó entre ellos mientras esas palabras hincaban sus garras de buitre en los presentes. El aire se hizo más caliente, la luz más cegadora, el olor de la feria más nauseabundo, el ruido de la muchedumbre más intenso, pero Valmorain no se percató del efecto que había provocado.
– ¿Cómo dijo? -logró articular Jean-Martin, lívido, cuando recuperó la voz.
Violette lo cogió de un brazo y trató de arrastrarlo de allí, pero él se desprendió para enfrentarse a Valmorain. Por hábito, se llevó la mano a la cadera, donde debía estar la empuñadura de su espada si anduviera de uniforme.
– ¡Ha insultado a mi madre! -exclamó roncamente.
– No me digas, Violette, que este muchacho ignora su origen -comentó Valmorain, todavía burlón.
Ella no respondió. Había soltado el quitasol, que rodó en el suelo de conchas, y se tapaba la boca a dos manos, con los ojos desorbitados.
– Me debe una reparación, monsieur. Lo veré en los jardines de Saint-Antoine con sus padrinos en un plazo máximo de dos días, porque al tercero partiré de regreso a Francia -le anunció Jean-Martin, masticando cada sílaba.
– No seas ridículo, hijo. No voy a batirme en duelo con alguien de tu clase. He dicho la verdad. Pregúntale a tu madre -agregó Valmorain señalando con el bastón a las mujeres antes de darle la espalda y alejarse sin apuro hacia los botes, bamboleándose sobre sus rodillas hinchadas, para reunirse con Owen Murphy.
Jean-Martin intentó seguirlo con la intención de reventarle la cara a puñetazos, pero Violette y Tété se le colgaron de la ropa. En eso llegó Isidore Morisset, quien al ver a su secretario luchando con las mujeres, rojo de furia, lo inmovilizó abrazándolo por detrás. Tété alcanzó a inventar que habían tenido un altercado con un pirata y debían irse pronto. El espía estuvo de acuerdo -no deseaba poner en peligro sus negociaciones con Laffitte- y sujetando al joven con sus manos de leñador lo condujo, seguido por las mujeres, al bote, donde los esperaba el remero con la cesta de la merienda intacta.
Preocupado, Morisset le puso un brazo en los hombros a Jean-Martin en un gesto paternal y trató de averiguar lo que había pasado, pero éste se desprendió y le dio la espalda, con la vista fija en el agua. Nadie habló más en la hora y media que estuvieron navegando por aquel dédalo de pantanos hasta llegar a Nueva Orleans. Morisset enfiló solo hacia a su hotel. Su secretario no obedeció la orden de acompañarlo y siguió a Violette y Tété a la calle Chartres. Violette se fue a su cuarto, cerró la puerta y se echó en la cama a llorar hasta la última lágrima, mientras Jean-Martin paseaba como un león en el patio, esperando que se calmara para interrogarla. «¿Qué sabes del pasado de mi madre, Loula? ¡Tienes la obligación de decírmelo!», le exigió a su antigua nana. Loula, que no sospechaba lo que había ocurrido en El Templo, creyó que se refería a la época gloriosa en que Violette había sido la poule más divina de Le Cap y su nombre andaba en boca de capitanes por mares remotos, cosa que no pensaba contarle a su niño, su príncipe, por mucho que le gritara. Violette se había esmerado en borrar toda traza de su pasado en Saint-Domingue y no sería ella, la fiel Loula, quien traicionara su secreto.
Al anochecer, cuando ya no se oía el llanto, Tété le llevó a Violette una tisana para el dolor de cabeza, la ayudó a quitarse la ropa, le cepilló el nido de gallina en que había convertido su peinado, la roció con agua de rosas, le puso una camisa delgada y se sentó a su lado en la cama. En la penumbra de las persianas cerradas se atrevió a hablarle con la confianza cultivada día a día durante los años que vivían y trabajaban juntas.
– No es tan grave, madame. Haga cuenta que esas palabras nunca fueron dichas. Nadie las repetirá y usted y su hijo podrán seguir viviendo como siempre -la consoló.
Suponía que Violette Boisier no había nacido libre, como le contó una vez, sino que en su juventud había sido esclava. No podía culparla por haberlo callado. Tal vez tuvo a Jean-Martin antes de que Relais la emancipara y la hiciera su esposa.
– ¡Pero Jean-Martin ya lo sabe! Jamás me perdonará por haberlo engañado -replicó Violette.
– No es fácil admitir que una ha sido esclava, madame. Lo importante es que ahora los dos son libres.
– Nunca he sido esclava, Tété. Lo que pasa es que no soy su madre. Jean-Martin nació esclavo y mi marido lo compró. La única que lo sabe es Loula.
– ¿Y cómo lo supo monsieur Valmorain?
Entonces Violette Boisier le contó las circunstancias en que había recibido al niño, cómo Valmorain llegó con el recién nacido envuelto en una manta a pedirle que lo cuidara por un tiempo y cómo ella y su marido terminaron por adoptarlo. No averiguaron su procedencia, pero imaginaron que era hijo de Valmorain con una de sus esclavas. Tété ya no la escuchaba, porque el resto lo sabía. Se había preparado en miles de noches insomnes para el momento de esa revelación, cuando por fin sabría del hijo que le habían quitado; pero ahora que lo tenía al alcance de la mano no sentía ningún relámpago de dicha, ni un sollozo atascado en el pecho, ni una oleada irresistible de cariño, ni un impulso de correr a abrazarlo, sólo un ruido sordo en los oídos, como ruedas de carreta en el polvo de un sendero. Cerró los ojos y evocó la imagen del joven con curiosidad, sorprendida de no haber tenido ni el menor indicio de la verdad; su instinto nada le advirtió, ni siquiera cuando notó su parecido con Rosette. Escarbó en sus sentimientos en busca del insondable amor maternal que conocía muy bien, porque se lo había prodigado a Maurice y Rosette, pero sólo encontró alivio. Su hijo había nacido con buena estrella, con una refulgente z'etoile, por eso había caído en manos de los Relais y de Loula, que lo mimaron y educaron, por eso el militar le había legado la leyenda de su vida y Violette trabajaba sin descanso para asegurarle un buen futuro. Se alegró sin asomo de celos, porque nada de eso le habría podido dar ella.
El rencor contra Valmorain, ese peñasco negro y duro que Tété llevaba siempre incrustado en el pecho, pareció achicarse y el empeño de vengarse del amo se disolvió en el agradecimiento hacia quienes habían cuidado tan bien a su hijo. No tuvo que pensar demasiado en lo que haría con la información que acababa de recibir, porque se lo dictó la gratitud. ¿Qué ganaba con anunciar a los cuatro vientos que era la madre de Jean-Martin y reclamar un afecto que en justicia le pertenecía a otra mujer? Optó por confesarle la verdad a Violette Boisier, sin explayarse en el sufrimiento que tanto la había agobiado en el pasado, porque en los últimos años éste se había mitigado. El joven que en ese momento se paseaba en el patio era un desconocido para ella.
Las dos mujeres lloraron un buen rato tomadas de la mano, unidas por una delicada corriente de mutua compasión. Por último se les acabó el llanto y concluyeron que lo dicho por Valmorain era imborrable, pero ellas intentarían suavizar su impacto en Jean-Martin. ¿Para qué decirle al joven que Violette no era su madre, que nació esclavo, bastardo de un blanco y que fue vendido? Era mejor que siguiera creyendo lo que le oyó a Valmorain, porque en esencia era verdad: que su madre había sido esclava. Tampoco necesitaba saber que Violette fue una cocotte o que Relais tuvo reputación de cruel. Jean-Martin creería que Violette le ocultó el estigma de la esclavitud para protegerlo, pero seguiría orgulloso de ser hijo de los Relais. Dentro de un par de días regresaría a Francia y a su carrera en el ejército, donde el prejuicio contra su origen era menos dañino que en América o las colonias, y donde las palabras de Valmorain podrían ser relegadas a un rincón perdido de la memoria.
– Vamos a enterrar esto para siempre -dijo Tété.
– ¿Y qué haremos con Toulouse Valmorain? -preguntó Violette.
– Vaya a verlo, madame. Explíquele que no le conviene divulgar ciertos secretos, porque usted misma se encargará de que su esposa y toda la ciudad sepan que es el padre de Jean-Martin y Rosette.
– Y también que sus hijos pueden reclamar el apellido Valmorain y una parte de su herencia -agregó Violette con un guiño de picardía.
– ¿Eso es cierto?
– No, Tété, pero el escándalo sería mortal para los Valmorain.
Violette Boisier sabía que el primer baile del Cordon Bleu daría la pauta para los bailes futuros y tenía que establecer desde un comienzo la diferencia con las otras fiestas que animaban la ciudad desde octubre hasta fines de abril. El amplio local fue decorado sin reparar en gastos. Acondicionaron palcos para los músicos, colocaron mesitas con manteles de lino bordado y sillones de felpa para las madres y chaperonas, en torno a la pista de danza. Construyeron una pasarela alfombrada para la entrada triunfal de las niñas en el salón. El día del baile limpiaron las acequias de la calle y las cubrieron con tablas, encendieron faroles de colores y animaron el barrio con músicos y bailarines negros, como en el carnaval. El ambiente dentro del salón, sin embargo, era muy sobrio.
En la casa de los Valmorain, en el centro, se oía el rumor lejano de la música callejera, pero Hortense Guizot, como todas las mujeres blancas de la ciudad, fingía no oírlo. Sabía de qué se trataba, porque no se hablaba de otra cosa desde hacía varias semanas. Acababa de cenar y estaba bordando en la sala, rodeada de sus hijas, todas tan rubias y rosadas como era ella antes, que jugaban a las muñecas, mientras la menor dormía en su cuna. Ahora, gastada por la maternidad, usaba carmín en las mejillas y lucía un artístico moño postizo de pelo amarillo, que su esclava Denise mezclaba con el suyo color paja. La cena había consistido en sopa, dos platos principales, ensalada, quesos y tres postres, nada demasiado complicado, porque estaba sola. Las niñas no se sentaban todavía en el comedor y su marido tampoco, porque seguía una dieta rigurosa y prefería no tentarse. A él le habían llevado arroz y pollo cocido sin sal a la biblioteca, donde cumplía las órdenes estrictas del doctor Parmentier. Además de pasar hambre, debía hacer caminatas y privarse de alcohol, cigarros y café. Se habría muerto de aburrimiento sin su cuñado Sancho, quien lo visitaba a diario para ponerlo al día de noticias y chismes, alegrarlo con su buen humor y ganarle a las cartas y el dominó.
Parmentier, que tanto se quejaba de los achaques de su propio corazón, no seguía el régimen monacal que le imponía a su paciente, porque Sanité Dédé, la sacerdotisa vudú de la plaza del Congo, le había leído el futuro en las conchas de cauri y según su profecía iba a vivir hasta los ochenta y nueve años. «Tú, blanco, vas a cerrarle los ojos al santo Père Antoine cuando se muera en 1829.» Eso lo tranquilizó respecto a su salud, pero le creó la angustia de perder en esa larga vida a los seres más queridos, como Adèle y tal vez alguno de sus hijos.
La primera alarma de que algo le fallaba a Valmorain ocurrió en el viaje a Francia. Terminada la lúgubre visita a su madre nonagenaria y sus hermanas solteronas, dejó a Maurice en París y se embarcó hacia Nueva Orleans. En el barco sufrió varias fatigas, que atribuyó al vapuleo de las olas, el exceso de vino y la mala calidad de la comida. Al llegar, su amigo Parmentier le diagnosticó presión alta, sobresaltos del pulso, pésima digestión, abundancia de bilis, flatulencia, humores pútridos y palpitaciones del corazón. Le anunció sin ambages que debía bajar de peso y cambiar de vida o acabaría en su mausoleo del cementerio de Saint-Louis antes de un año. Aterrado, Valmorain se sometió a las exigencias del médico y al despotismo de su mujer, convertida en carcelera con el pretexto de cuidarlo. Por si acaso, recurrió a «doctores de hojas» y magos, de quienes siempre se había burlado hasta que el susto lo hizo cambiar de opinión. No perdía nada con probar, pensó. Había conseguido un gris-gris, tenía un altar pagano en su habitación, bebía pociones imposibles de identificar que Célestine le traía del mercado y había hecho dos excursiones nocturnas a un islote en los pantanos para que Sanité Dédé lo limpiara con el humo de su tabaco y sus encantamientos. A Parmentier no le contrariaba la competencia de la sacerdotisa, fiel a su idea de que la mente tiene el poder de curar y si el paciente confiaba en la magia, no había razón para negársela.
Maurice, que estaba en Francia trabajando en una agencia de importación de azúcar, donde lo colocó Valmorain para que aprendiera ese aspecto del negocio familiar, se embarcó en el primer barco disponible al saber de la enfermedad de su padre y llegó a Nueva Orleans a fines de octubre. Encontró a Valmorain convertido en un voluminoso lobo marino en una poltrona junto a la chimenea, con un gorro tejido en la cabeza, un chal en las piernas, una cruz de madera y un gris-gris de trapo colgado al cuello, muy deteriorado en comparación con el hombre altanero y gastador que quiso mostrarle la vida disipada de París. Se hincó junto a su padre y éste lo apretó en un tembloroso abrazo. «Hijo mío, por fin llegas, ahora puedo morirme tranquilo», murmuró. «¡No digas tonterías, Toulouse!», lo interrumpió Hortense Guizot, que los observaba disgustada. Y estuvo a punto de agregar que no iba a morirse todavía, desgraciadamente, pero se contuvo a tiempo. Llevaba tres meses cuidando a su marido y se le había terminado la paciencia. Valmorain la jorobaba todo el día y la despertaba de noche con pesadillas recurrentes de un tal Lacroix, que se le aparecía en carne viva, arrastrando su pellejo por el suelo como una sangrienta camisa.
La madrastra recibió a Maurice secamente y sus hermanas lo saludaron con educadas reverencias, manteniéndose a la distancia, porque no tenían idea de quién era ese hermano, que se mencionaba muy rara vez en la familia. La mayor de las cinco niñas, la única que Maurice había conocido cuando ella todavía no caminaba, tenía ocho años, y la menor estaba en brazos de una nodriza. Como la casa se hacía muy pequeña para la familia y los criados, Maurice se alojó en el piso de su tío Sancho, solución ideal para todos menos para Toulouse Valmorain, quien pretendía mantenerlo a su lado para prodigarle consejos y traspasarle el manejo de sus bienes. Era lo último que deseaba Maurice, pero no era el momento de contradecir a su padre.
La noche del baile, Sancho y Maurice no cenaron en la casa de los Valmorain, como hacían casi a diario, más por obligación que por gusto. Ninguno de los dos se sentía cómodo con Hortense Guizot, quien nunca había querido al hijastro y toleraba de mala gana a Sancho, con su bigote atrevido, su acento español y su desvergüenza, porque había que ser descarado para pasearse por la ciudad con esa cubana, una zorra sang-mêlée, culpable directa del tan mentado baile del Cordon Bleu. Sólo su impecable educación le impedía a Hortense estallar en improperios al pensar en eso; ninguna dama se daba por aludida de la fascinación que esas hetairas de color ejercían sobre los hombres blancos o de la práctica inmoral de ofrecerles a sus hijas. Sabía que el tío y el sobrino se estaban acicalando para asistir al baile, pero ni en trance de muerte les habría hecho un comentario. Tampoco podía hablarlo con su marido, porque sería admitir que espiaba sus conversaciones privadas, tal como le revisaba la correspondencia y se metía en los compartimientos secretos de su escritorio, donde guardaba el dinero. Así se enteró de que Sancho había obtenido dos invitaciones de Violette Boisier, porque Maurice deseaba asistir al baile. Sancho había tenido que consultarlo con Valmorain, porque el intempestivo interés de su sobrino por el plaçage requería apoyo financiero.
Hortense, quien escuchaba con la oreja pegada a un agujero que ella misma había hecho perforar en la pared, oyó a su marido aprobar la idea de inmediato y supuso que eso despejaba sus dudas sobre la virilidad de Maurice. Ella misma había contribuido a esas dudas soltando la palabra afeminado en más de una conversación sobre su hijastro. A Valmorain el plaçage le pareció apropiado, en vista de que Maurice nunca había manifestado inclinación por burdeles o por las esclavas de la familia. Al joven le faltaban por lo menos diez años para pensar en casarse y entretanto necesitaba desahogar sus ímpetus masculinos, como los llamaba Sancho. Una chica de color, limpia, virtuosa y fiel, ofrecía muchas ventajas. Sancho le explicó a Valmorain las condiciones económicas, que antes se dejaban a la buena voluntad del protector y ahora, desde que Violette Boisier había tomado cartas en el asunto, se estipulaban en un contrato de palabra, que si bien carecía de valor legal, de todos modos era inviolable. Valmorain no objetó el costo: Maurice lo merecía. Al otro lado de la pared Hortense Guizot estuvo a punto de gritar.
Jean-Martin le confesó a Isidore Morisset, con lágrimas de vergüenza, lo que le había dicho Valmorain y que su madre no lo había desmentido; simplemente, se había negado a hablar del asunto. Morisset recibió sus palabras con una carcajada burlona -«¡qué diablos importa eso, hijo!»- pero enseguida se conmovió y lo atrajo para que se desahogara sobre su ancho pecho. No era sentimental y él mismo se sorprendió ante la emoción que el joven le provocaba: deseos de protegerlo y de besarlo. Lo apartó con gentileza, cogió su sombrero y se fue a caminar al dique con pasos largos hasta que se le despejó la mente. Dos días después partieron hacia Francia. Jean-Martin se despidió de su pequeña familia con la rigidez habitual que mantenía en público, pero en el último momento abrazó a Violette y le susurró que le escribiría.
El baile del Cordon Bleu resultó tan magnífico como Violette Boisier lo había imaginado y los demás lo habían esperado. Los hombres llegaron de gala, puntuales y correctos, y se distribuyeron en grupos bajo las lámparas de cristal alumbradas por centenares de velas, mientras tocaba la orquesta y los criados ofrecían bebidas ligeras y champán, nada de licores fuertes. Las mesas del banquete estaban preparadas en una sala adjunta, pero habría sido una grosería abalanzarse sobre las bandejas antes de tiempo. Violette Boisier, vestida con sobriedad, les dio la bienvenida; muy pronto entraron las madres y chaperonas y se instalaron en los sillones. La orquesta atacó una fanfarria, se abrió una cortina teatral en un extremo de la sala y las muchachas hicieron su aparición en la pasarela, avanzando lentamente en fila india. Había unas pocas mulatas oscuras, varias sang-mêlée que pasaban por europeas, incluso dos o tres de ojos azules, y una vasta gama de cuarteronas en diversos tonos, todas atractivas, recatadas, suaves, elegantes y educadas en la fe católica. Algunas eran tan tímidas que no levantaban la vista de la alfombra, pero otras, más atrevidas, lanzaban miradas de soslayo a los galanes alineados contra las paredes. Una sola venía tiesa, seria, con una expresión desafiante, casi hostil. Era Rosette. Los vestidos vaporosos de colores claros habían sido encargados a Francia o copiados a la perfección por Adèle, los sencillos peinados ponían de manifiesto las lustrosas melenas, los brazos y cuellos iban desnudos y los rostros parecían limpios de maquillaje. Sólo las mujeres sabían cuánto esfuerzo y arte costaba ese aspecto inocente.
Un silencio respetuoso recibió a las primeras niñas, pero a los pocos minutos estalló un aplauso espontáneo. Nunca se había visto una colección tan notable de sirenas, comentarían al día siguiente en cafés y tabernas los afortunados que estuvieron presentes. Las candidatas al plaçage se deslizaron como cisnes por el salón, la orquesta abandonó las trompetas para tocar música bailable y los blancos comenzaron sus avances con inusitada etiqueta, nada de la atrevida familiaridad con que solían irrumpir en las fiestas de cuarteronas. Después de intercambiar unas cuantas frases de cortesía para tantear el terreno, solicitaban una danza. Podían bailar con todas las niñas, pero habían sido instruidos de que al segundo o tercer baile con la misma debían decidirse. Las chaperonas custodiaban con ojos de águila. Ninguno de esos jóvenes arrogantes, acostumbrados a hacer lo que les daba la gana, se atrevió a violar las reglas. Estaban intimidados por primera vez en sus vidas.
Maurice no miró a nadie. La sola idea de que esas chicas estaban en oferta para beneficio de los blancos lo ponía enfermo. Estaba sudando y sentía golpes de martillo en las sienes. Sólo le interesaba Rosette. Desde que desembarcó en Nueva Orleans, varios días antes, esperaba el baile sólo para encontrarse con ella, tal como habían acordado en su correspondencia secreta, pero como no habían podido verse antes, temía que no se reconocieran. El instinto y la nostalgia alimentada entre los muros de piedra del colegio en Boston le permitieron a Maurice adivinar a la primera mirada que la altiva muchacha vestida de blanco, la más bonita de todas, era su Rosette. Cuando logró despegar los pies del suelo, ella ya estaba rodeada por tres o cuatro pretendientes a quienes escudriñaba tratando de descubrir al único que deseaba ver. También ella había esperado ansiosamente ese momento. Desde la infancia había protegido su amor por Maurice con duplicidad, disfrazándolo de cariño fraternal, pero ya no pensaba seguir haciéndolo. Esa era la noche de la verdad.
Maurice se aproximó, abriéndose paso, rígido, y se puso frente a Rosette con los ojos encandilados. Se miraron buscando a quien recordaban: ella al chico delgado de ojos verdes y llorón que la seguía como una sombra en la infancia, y él a la niña mandona que se le introducía en la cama. Se encontraron en el rescoldo de la memoria y en un instante volvieron a ser los mismos de antes: Maurice sin palabras, tembloroso, esperando, y Rosette saltándose las normas para tomarlo de la mano y conducirlo a la pista.
A través de los guantes blancos, la muchacha percibió el calor inusitado de la piel de Maurice, que la recorrió desde la nuca hasta los pies, como si se hubiera asomado a un fogón. Sintió que le flaqueaban las piernas, perdió el paso y debió sujetarse de él para no caer de rodillas. El primer vals se les fue sin darse cuenta, no alcanzaron a decirse nada, sólo a tocarse y medirse, ajenos por completo al resto de las parejas. Concluyó la música y ellos continuaron ensimismados moviéndose con torpeza de ciegos hasta que recomenzó la orquesta y volvieron a coger el ritmo. Para entonces varias personas los miraban burlonas y Violette Boisier se había dado cuenta de que algo amenazaba la estricta etiqueta de la fiesta.
Con el último acorde, un joven más atrevido que los demás se interpuso para sacar a bailar a Rosette. Ella ni siquiera notó la interrupción, estaba aferrada al brazo de Maurice, con los ojos prendidos a los suyos, pero el hombre insistió. Entonces Maurice pareció despertar de un trance sonámbulo, se volvió súbitamente y apartó al intruso de un empujón tan inesperado, que su rival tropezó y cayó al suelo. Una exclamación colectiva paralizó a los músicos. Maurice balbuceó una disculpa y tendió la mano al caído para ayudarlo a ponerse de pie, pero el insulto había sido demasiado evidente. Dos amigos del joven ya se habían precipitado a la pista y se enfrentaban a Maurice. Antes de que nadie alcanzara a desafiar en duelo, como ocurría con demasiada frecuencia, Violette Boisier intervino tratando de disipar la tensión con bromas y golpecitos de su abanico, y Sancho García del Solar tomó con firmeza a su sobrino de un brazo y se lo llevó al comedor, donde los hombres mayores ya estaban saboreando los deliciosos platos de la mejor cuisine créole.
– ¡Qué haces, Maurice! ¿Acaso no sabes quién es esa niña? -le preguntó Sancho.
– Rosette, ¿quién otra iba a ser? He esperado siete años para verla.
– ¡No puedes bailar con ella! Baila con otras chicas, hay varias muy lindas, y una vez que elijas yo me encargo de lo demás.
– Vine sólo por Rosette, tío -aclaró Maurice.
Sancho aspiró a fondo, llenándose el pecho con una bocanada de aire enrarecido por los cigarros y la fragancia dulzona de las flores. No estaba preparado para esa contingencia, nunca imaginó que le tocaría abrirle los ojos a Maurice y menos que tan melodramática revelación ocurriría en ese lugar y a toda prisa. Había adivinado esa pasión desde que lo vio con Rosette por primera vez en Cuba en 1793, cuando llegaron escapando de Le Cap, con la ropa rota y ceniza del incendio en el pelo. Entonces eran unos mocosos que andaban de la mano, asustados por el horror que habían presenciado, y ya era evidente que estaban unidos por un amor celoso y tenaz. Sancho no se explicaba cómo otros no lo habían notado.
– Olvídate de Rosette. Es hija de tu padre. Rosette es tu hermana, Maurice -suspiró Sancho con la vista fija en la punta de sus botas.
– Lo sé, tío -replicó el joven serenamente-. Siempre lo hemos sabido, pero eso no impide que vayamos a casarnos.
– Debes estar demente, hijo. Eso es imposible.
– Ya lo veremos, tío.
Hortense Guizot nunca se atrevió a esperar que el cielo la librara de Maurice sin intervención directa de su parte. Satisfacía su rencor concibiendo formas de eliminar a su hijastro, la única ensoñación que esa mujer práctica se permitía, nada de lo que debiera confesarse, porque esos crímenes hipotéticos eran sólo sueños y soñar no es pecado. Tanto había tratado de alejarlo de su padre y reemplazarlo por el hijo propio que no logró concebir, que cuando Maurice se hundió solo, dejándole el terreno libre para disponer a su manera de los bienes de su marido, se sintió vagamente defraudada. Había pasado la noche del baile en su cama de reina, bajo el toldo con angelotes, que transportaban entre la casa y la plantación cada temporada, dándose vueltas entre las sábanas, sin poder dormir, pensando que en ese mismo momento Maurice estaba eligiendo una concubina, la señal definitiva de que dejaba atrás la adolescencia y entraba de lleno en la edad adulta. Su hijastro ya era un hombre y naturalmente empezaría a hacerse cargo de los negocios de la familia, con lo cual su propio poder se vería mermado, porque ella no tenía sobre él la influencia que ejercía sobre su marido. Lo último que deseaba era verlo hurgando en la contabilidad o poniendo límites a sus gastos.
Hortense no logró descansar hasta el amanecer, cuando por fin se tomó unas gotas de láudano y pudo abandonarse a un sueño inquieto, poblado de visiones angustiosas. Despertó cerca del mediodía, descompuesta por la mala noche y los malos presagios, tiró del cordón para llamar a Denise y pedirle una bacinilla limpia y su taza de chocolate. Le pareció escuchar una conversación en sordina y calculó que provenía de la biblioteca, un piso más abajo. El conducto del cordón para llamar a los esclavos, que atravesaba los dos pisos y la mansarda, le había servido a menudo para oír lo que pasaba en el resto de la casa. Acercó la oreja y oyó voces airadas, pero como no pudo distinguir las palabras, salió sigilosamente de su pieza. En la escalera se topó con su esclava, quien al verla en camisa y descalza deslizándose como un ladrón, se aplastó contra la pared, invisible y muda.
Sancho se había adelantado para explicarle a Toulouse Valmorain lo ocurrido en el baile del Cordon Bleu y prepararle el ánimo, pero no encontró la manera de anunciarle con tacto la descabellada pretensión de Maurice de casarse con Rosette y le descargó la noticia en una sola frase. «¿Casarse?», repitió Valmorain, incrédulo. Le pareció francamente cómico y se echó a reír a carcajadas, pero a medida que Sancho le fue dando una idea de la determinación de su hijo, la risa se le trocó en violenta indignación. Se sirvió un chorro largo de coñac, el tercero de la mañana, a pesar de la prohibición de Parmentier, y lo vació de un solo trago que lo dejó tosiendo.
Poco después llegó Maurice. Valmorain lo afrontó de pie, gesticulando y golpeando la mesa, con la misma cantaleta de siempre, pero esta vez a gritos: que era su único heredero, destinado a llevar con orgullo el título de chevalier y acrecentar el poder y la fortuna de la familia, ganados con mucho esfuerzo; era el último varón que podía perpetuar la dinastía, para eso lo había formado, le había imbuido sus principios y su sentido del honor, le había ofrecido todo lo que se le puede dar a un hijo; no le permitiría mancillar por un impulso juvenil el apellido ilustre de los Valmorain. No, no era un impulso, se corrigió, sino un vicio, una perversión, era nada menos que incesto. Se desmoronó en su poltrona, sin aliento. Al otro lado de la pared, pegada al agujero de espionaje, Hortense Guizot ahogó una exclamación. No esperaba que su marido le admitiera a su hijo la paternidad de Rosette, que tan cuidadosamente le había ocultado a ella.
– ¿Incesto, monsieur? Usted me obligaba a tragar jabón cuando le decía hermana a Rosette -arguyo Maurice.
– ¡Sabes muy bien a qué me refiero!
– Me casaré con Rosette aunque usted sea su padre -dijo Maurice, procurando mantener un tono respetuoso.
– ¡Pero cómo vas a casarte con una cuarterona! -rugió Valmorain.
– Por lo visto, monsieur, a usted le molesta más el color de Rosette que nuestro parentesco. Pero si usted engendró una hija con una mujer de color, no debería sorprenderle que yo ame a otra.
– ¡Insolente!
Sancho trató de apaciguarlos con gestos conciliatorios. Valmorain comprendió que por ese camino no iban a llegar a ninguna parte y se esforzó por aparecer calmado y razonable.
– Eres un buen muchacho, Maurice, pero demasiado sensible y soñador -dijo-. Enviarte a ese colegio americano fue un error. No sé qué ideas te han puesto en la mente, pero parece que ignoras quién eres, cuál es tu posición y las responsabilidades que tienes con tu familia y la sociedad.
– El colegio me ha dado una visión más amplia del mundo, monsieur, pero eso no tiene nada que ver con Rosette. Mis sentimientos por ella son los mismos ahora que hace quince años.
– Estos impulsos son normales a tu edad, hijo. No hay nada original en tu caso -le aseguró Valmorain-. Nadie se casa a los dieciocho años, Maurice. Escogerás una amante, como cualquier joven de tu condición. Eso te va a tranquilizar. Si hay algo que sobra en esta ciudad son mulatas hermosas…
– ¡No! Rosette es la única mujer para mí -lo interrumpió su hijo.
– El incesto es muy grave, Maurice.
– Mucho más grave es la esclavitud.
– ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?
– Mucho, monsieur. Sin la esclavitud, que le permitió a usted abusar de su esclava, Rosette no sería mi hermana -le explicó Maurice.
– ¿Cómo te atreves a hablarle así a tu padre?
– Perdóneme, monsieur -respondió Maurice con ironía-. En realidad, los errores que usted ha cometido no pueden servir de excusa para los míos.
– Lo que tienes es calentura, hijo -dijo Valmorain con un teatral suspiro-. Nada más comprensible. Debes hacer lo que hacemos todos en estos casos.
– ¿Qué, monsieur?
– Supongo que no necesito explicártelo, Maurice. Acuéstate con la moza de una vez por todas y después olvídala. Así se hace. ¿Qué otra cabe con una negra?
– ¿Eso es lo que desea para su hija? -preguntó Maurice, pálido, con los dientes apretados. Le corrían gotas de sudor por la cara y tenía la camisa mojada.
– ¡Es hija de una esclava! ¡Mis hijos son blancos! -exclamó Valmorain.
Un silencio de hielo cayó en la biblioteca. Sancho retrocedió, sobándose la nuca, con la sensación de que todo estaba perdido. La torpeza de su cuñado le pareció irreparable.
– Me casaré con ella -repitió al fin Maurice y salió con largos pasos, sin hacer caso de la retahíla de amenazas de su padre.
A Tété no se le había pasado por la mente ir al baile y tampoco la habían invitado, porque se entendía que no era para gente de su condición: las otras madres se habrían ofendido y su hija habría pasado un bochorno. Se puso de acuerdo con Violette para que ésta actuara como chaperona de Rosette. Los preparativos para esa noche, que habían requerido meses de paciencia y trabajo, dieron los resultados esperados: Rosette parecía un ángel en su vestido etéreo y jazmines prendidos en el cabello. Antes de subir al coche alquilado, en presencia de los vecinos que habían salido a la calle a aplaudirlas, Violette les repitió a Tété y Loula que iba a conseguirle el mejor pretendiente a Rosette. Nadie imaginó que volvería arrastrando a la muchacha una hora más tarde, cuando todavía algunos vecinos estaban en la calle comentando.
Rosette entró en la casa como una tromba, con el gesto de mula porfiada que ese año había reemplazado su coquetería, se arrancó el vestido a tirones y se encerró en su pieza sin una palabra. Violette venía histérica, chillando que esa pindonga se las iba a pagar, que había estado a punto de arruinar la fiesta, los había engañado a todos, le había hecho perder tiempo, esfuerzo y dinero, porque nunca tuvo la intención de ser placée, el baile había sido un pretexto para encontrarse con ese desgraciado de Maurice. La mujer estaba en lo cierto. Rosette y Maurice se habían puesto de acuerdo de forma inexplicable, porque la niña no salía sola a ninguna parte. Cómo enviaba y recibía mensajes era un misterio que ella se negó a revelar, a pesar del cachetazo que recibió de Violette. Eso confirmó la sospecha que Tété siempre había tenido: las z'etoiles de esos dos niños estaban juntas en el cielo; algunas noches eran claramente visibles a la derecha de la luna.
Después de la escena en la biblioteca de la casa de su padre, cuando se enfrentó con él, Maurice se retiró decidido a cortar para siempre los vínculos con su familia. Sancho logró tranquilizar un poco a Valmorain y después siguió a su sobrino al piso que compartían, donde lo encontró descompuesto y rojo de fiebre. Con ayuda de su criado, Sancho le quitó la ropa y lo llevó a la cama, después lo obligó a tragar una taza de ron caliente con azúcar y limón, remedio improvisado que se le ocurrió como paliativo para las penas de amor y que tumbó a Maurice en un sueño largo. Le ordenó a su doméstico que lo refrescara con paños mojados para bajarle la temperatura, pero eso no impidió que Maurice pasara delirando el resto de la tarde y buena parte de la noche.
A la mañana siguiente el joven despertó con menos fiebre. La pieza estaba oscura, porque habían corrido las cortinas, pero no quiso llamar al criado, aunque necesitaba agua y una taza de café. Al tratar de levantarse para usar la bacinilla sintió todos los músculos doloridos, como si hubiera galopado una semana, y prefirió volver a recostarse. Poco después llegó Sancho con Parmentier. El doctor, que lo conocía desde niño, no pudo menos que repetir la trillada observación de que el tiempo es más escurridizo que el dinero. ¿Dónde se fueron los años? Maurice había salido por una puerta en pantalones cortos y regresó por otra convertido en un hombre. Lo examinó meticulosamente sin llegar a un diagnóstico, el cuadro todavía no era claro, dijo, había que esperar. Le ordenó mantenerse en reposo para ver cómo reaccionaba. En esos días le había tocado atender a dos marineros con tifus en el hospital de las monjas. No se trataba de una epidemia, aseguró, eran casos aislados, pero debían tener en cuenta esa posibilidad. Las ratas de los barcos solían contagiar la enfermedad y tal vez Maurice se había infectado en el viaje.
– Estoy seguro de que no es tifus, doctor -masculló Maurice, avergonzado.
– ¿Qué es entonces? -sonrió Parmentier.
– Nervios.
– ¿Nervios? -repitió Sancho, muy divertido-. ¿Eso que sufren las solteronas?
– Esto no me daba desde que era un crío, doctor, pero no se me ha olvidado y supongo que a usted tampoco. ¿No se acuerda de Le Cap?
Entonces Parmentier volvió a ver al chiquillo de cortos años que era Maurice en aquella época, volado de fiebre por el acoso de los fantasmas de los torturados, que se paseaban por su casa.
– Espero que tengas razón -dijo Parmentier-. Tu tío Sancho me contó lo sucedido en el baile y la pelea que tuviste con tu padre.
– ¡Insultó a Rosette! La trató como a una golfa -dijo Maurice.
– Mi cuñado estaba muy alterado, como es lógico -interrumpió Sancho-. A Maurice se le ha puesto casarse con Rosette. No sólo pretende desafiar a su padre, sino al mundo entero.
– Sólo pedimos que nos dejen en paz, tío -dijo Maurice.
– Nadie os dejará en paz, porque si os salís con la vuestra peligra la sociedad. ¡Imagínate el ejemplo que daríais! Sería como un agujero en el dique. Primero un chorrito y después un aluvión que destrozaría todo a su paso.
– Nos iríamos lejos, donde nadie nos conozca -insistió Maurice.
– ¿Adónde? ¿A vivir con los indios, tapados con pieles hediondas y comiendo maíz? ¡A ver cuánto os dura el amor en esas condiciones!
– Eres muy joven, Maurice, tienes la vida por delante -argumentó débilmente el médico.
– ¡Mi vida! ¡Por lo visto es lo único que cuenta! ¿Y Rosette? ¿Acaso su vida no cuenta también? ¡La amo, doctor!
– Te entiendo mejor que nadie, hijo. Mi compañera de toda la vida, la madre de mis tres hijos, es mulata -le confesó Parmentier.
– ¡Sí, pero no es su hermana! -exclamó Sancho.
– Eso no importa -replicó Maurice.
– Explíquele, doctor, que de esas uniones nacen chiquillos tarados -insistió Sancho.
– No siempre -murmuró el médico, pensativo.
Maurice tenía la boca seca y de nuevo sentía el cuerpo ardiendo. Cerró los ojos, indignado consigo mismo por no poder controlar esos tiritones, sin duda causados por su maldita imaginación. No escuchaba a su tío: tenía ruido de oleaje en los oídos.
Parmentier interrumpió la lista de argumentos de Sancho. «Creo que hay una manera satisfactoria para todos de que Maurice y Rosette puedan estar juntos.» Explicó que muy poca gente sabía que eran medio hermanos y además no sería la primera vez que algo así ocurría. La promiscuidad de los amos con sus esclavas se prestaba para toda suerte de relaciones confusas, añadió. Nadie sabía a ciencia cierta qué sucedía en la intimidad de las casas y menos en las plantaciones. Los créoles no daban demasiada importancia a los amoríos entre parientes de diferente raza -no sólo entre hermanos, también entre padres e hijas- mientras no se ventilaran en público. Blancos con blancos, en cambio, era intolerable.
– ¿Adónde quiere llegar, doctor? -preguntó Maurice.
– Plaçage. Piénsalo, hijo. Le darías a Rosette el mismo trato que a una esposa y aunque no convivieras con ella abiertamente, podrías visitarla cuando quisieras. Rosette sería respetada en su ambiente. Tú mantendrías tu situación, con lo cual podrías protegerla mucho mejor que si fueras un paria de la sociedad y además pobre, como sería si te empeñaras en casarte con ella.
– ¡Brillante, doctor! -exclamó Sancho, antes de que Maurice alcanzara a abrir la boca-. Sólo falta que Toulouse Valmorain lo acepte.
En los días siguientes, mientras Maurice se debatía en lo que resultó ser definitivamente tifus, Sancho trató de convencer a su cuñado de las ventajas del plaçage para Maurice y Rosette. Si antes Valmorain estaba dispuesto a financiar los gastos de una chica desconocida, no había razón para negárselo a la única que Maurice deseaba. Hasta ese punto, Valmorain lo escuchaba cabizbajo, pero atento.
– Además, fue criada en el seno de tu familia y te consta que es decente, fina y bien educada -agregó Sancho, pero apenas lo hubo soltado comprendió el error de recordarle que Rosette era su hija; fue como si hubiera pinchado a Valmorain.
– ¡Prefiero ver a Maurice muerto antes que amancebado con esa pelandusca! -exclamó.
El español se persignó automáticamente: eso era tentar al diablo.
– No me hagas caso, Sancho, me salió sin pensar -masculló el otro, también estremecido por una aprensión supersticiosa.
– Cálmate, cuñado. Los hijos siempre se rebelan, es normal, pero tarde o temprano entran en razón -dijo Sancho, sirviéndose un vaso de coñac-. Tu oposición sólo fortalece la porfía de Maurice. No conseguirás más que alejarlo de ti.
– ¡El que sale perdiendo es él!
– Piénsalo. También sales perdiendo tú. Ya no eres joven y te falla la salud. ¿Quién será tu sostén en la vejez? ¿Quién manejará la plantación y tus negocios cuando ya no puedas hacerlo? ¿Quién cuidará de Hortense y las niñas?
– Tú.
– ¿Yo? -Sancho soltó una alegre carcajada-. ¡Yo soy un pícaro, Toulouse! ¿Me ves convertido en pilar de la familia? ¡Ni Dios lo quiera!
– Si Maurice me traiciona, tú tendrás que ayudarme, Sancho. Eres mi socio y mi único amigo.
– Por favor, no me asustes.
– Creo que tienes razón: no debo dar la pelea con Maurice de frente, sino actuar con astucia. El muchacho necesita enfriarse, pensar en su futuro, divertirse como corresponde a su edad y conocer otras mujeres. Esa bribona debe desaparecer.
– ¿Cómo? -preguntó Sancho.
– Hay varias formas.
– ¿Cuáles?
– Por ejemplo, ofrecerle una buena suma para que se vaya lejos y deje en paz a mi hijo. El dinero compra todo, Sancho, pero si eso no resultara… bueno, tomaríamos otras medidas.
– ¡No cuentes conmigo para nada de eso! -exclamó Sancho, alarmado-. Maurice jamás te lo perdonaría.
– No tendría que saberlo.
– Yo se lo diría. Justamente porque te quiero como hermano, Toulouse, no voy a permitir que cometas una maldad semejante. Te arrepentirías toda tu vida -replicó Sancho.
– ¡No te pongas así, hombre! Estaba bromeando. Sabes que no soy capaz de matar una mosca.
La risa de Valmorain sonó como un ladrido. Sancho se retiró, preocupado, y él se quedó meditando sobre el plaçage. Parecía la alternativa más lógica, pero apadrinar el amancebamiento entre hermanos era muy peligroso. Si llegaba a saberse, su honor quedaría manchado en forma irreparable y todo el mundo les daría la espalda a los Valmorain, ¿Con qué cara iban a presentarse en público? Debía pensar en el futuro de sus cinco hijas, sus negocios y su posición social, tal como le había hecho ver Hortense con claridad. No sospechaba que la misma Hortense ya había hecho circular la noticia. Puesta a elegir entre cuidar la reputación de su familia, primera prioridad para toda dama créole, o arruinar la de su hijastro, Hortense cedió a la tentación de lo segundo. Si hubiera estado en sus manos, ella misma habría casado a Maurice con Rosette, nada más que para destruirlo. A ella no le convenía el plaçage que proponía Sancho, porque una vez que se calmaran los ánimos, como siempre ocurría al cabo de un tiempo, Maurice podría ejercer sus derechos de primogénito sin que nadie se acordara de su desliz. La gente tenía mala memoria. La única solución práctica era que su hijastro fuera repudiado por su padre. «¿Pretende casarse con una cuarterona? Perfecto. Que lo haga y que viva entre negros, como corresponde», les había comentado a sus hermanas y amigas, que a su vez se encargaron de repetirlo.
Tété y Rosette habían dejado la casa amarilla de la calle Chartres al día siguiente del bochorno en el baile del Cordon Bleu. A Violette Boisier se le pasó pronto la pataleta de ira y perdonó a Rosette, porque los amores contrariados siempre la conmovían, pero de todos modos se sintió aliviada cuando Tété le anunció que no deseaba seguir abusando de su hospitalidad. Era preferible poner cierta distancia entre ellas, pensó. Tété se llevó a su hija a la pensión donde años antes vivía el tutor Gaspard Sévérin, mientras terminaban los arreglos de la pequeña vivienda que había comprado Zacharie a dos cuadras de la de Adèle. Siguió trabajando con Violette, como siempre, y puso a Rosette a coser con Adèle; era tiempo de que la chica se ganara la vida. Era impotente ante el huracán que se había desencadenado. Sentía inevitable compasión por su hija, pero no podía acercarse para tratar de ayudarla, porque se había cerrado como un molusco. Rosette no hablaba con nadie, cosía en hosco silencio, esperando a Maurice con una dureza de granito, ciega a la curiosidad ajena y sorda a los consejos de las mujeres que la rodeaban: su madre, Violette, Loula, Adèle y una docena de vecinas entrometidas.
Tété se enteró del enfrentamiento de Maurice y Toulouse Valmorain a través de Adèle, a quien se lo había contado Parmentier, y de Sancho, que le hizo una breve visita a la pensión para llevarle noticias de Maurice. Le dijo que el joven estaba debilitado por el tifus, pero fuera de peligro, y deseaba ver a Rosette lo antes posible. «Me pidió que interceda para que lo recibas, Tété», agregó. «Maurice es mi hijo, don Sancho, no necesita enviarme recados. Lo estoy esperando», le respondió ella. Pudieron hablar con franqueza, aprovechando que Rosette había salido a dejar unas costuras. Hacía varias semanas que no tenían ocasión de verse, porque Sancho había desaparecido del barrio. No se atrevía a asomarse cerca de Violette Boisier desde que ella lo sorprendió con Adi Soupir, la misma joven ligera de cascos de quien ya había estado prendado antes. Nada sacó Sancho con jurarle que sólo se habían encontrado por casualidad en la plaza de Armas y él la había invitado a tomar una inocente copita de jerez, nada más. ¿Qué malo había en eso? Pero Violette no tenía interés en competir con ninguna rival por el corazón de alcachofa de ese español, y menos con una a quien doblaba en edad.
Según Sancho, Toulouse Valmorain había exigido que su hijo fuera a hablar con él apenas pudiera ponerse de pie. Maurice sacó fuerzas para vestirse y acudió a la casa de su padre, porque no podía seguir postergando una resolución. Mientras no aclarara las cosas con él, no estaba en libertad de presentarse ante Rosette. Al ver a su hijo amarillo y con la ropa colgando, porque había bajado varios kilos durante su breve enfermedad, Valmorain se asustó. El antiguo temor de que la muerte se lo arrebatara, que tantas veces lo había asaltado cuando Maurice era chico, volvió a cerrarle el pecho. Azuzado por Hortense Guizot se había preparado para imponerle su autoridad, pero comprendió que lo quería demasiado: cualquier cosa era preferible a pelearse con él. En un impulso optó por el plaçage, al que antes se había opuesto por orgullo y por consejo de su mujer. Vio con lucidez que era la única salida posible. «Te ayudaré como corresponde, hijo. Tendrás lo suficiente para comprarle una casa a esa moza y mantenerla como es debido. Rezaré para que no haya escándalo y Dios os perdone. Sólo te pido que nunca la nombres en mi presencia y tampoco a su madre», le anunció Valmorain.
La reacción de Maurice no fue la que esperaban su padre ni Sancho, quien también estaba presente en la biblioteca. Respondió que agradecía la ayuda ofrecida, pero no era ése el destino que deseaba. No pensaba seguir sometiéndose a la hipocresía de la sociedad ni someter a Rosette a la injusticia del plaçage, en el que ella estaría atrapada, mientras él gozaba de plena libertad. Además, eso sería un estigma para la carrera política que iba a seguir. Dijo que regresaría a Boston, a vivir entre gente más civilizada, estudiaría abogacía y luego, desde el Congreso y los periódicos, intentaría cambiar la Constitución, las leyes y finalmente las costumbres, no sólo en Estados Unidos, sino en el mundo.
– ¿De qué estás hablando, Maurice? -lo interrumpió su padre, convencido de que le había vuelto el delirio del tifus.
– Abolicionismo, monsieur. Voy a dedicar mi vida a luchar contra la esclavitud -replicó Maurice con firmeza.
Eso fue un golpe mil veces más grave para Valmorain que el asunto de Rosette: era un atentado directo contra los intereses de su familia. Su hijo estaba más desquiciado de lo que había imaginado, pretendía nada menos que demoler el fundamento de la civilización y de la fortuna de los Valmorain. A los abolicionistas los emplumaban y los ahorcaban, como merecían. Eran unos locos fanáticos que se atrevían a desafiar a la sociedad, a la historia, incluso a la palabra divina, porque la esclavitud aparecía en la Biblia. ¿Un abolicionista en su propia familia? ¡Ni pensarlo! Le lanzó su arenga a gritos, sin tomar aliento, y terminó amenazándolo con desheredarlo.
– Hágalo, monsieur, porque si yo heredara sus bienes, lo primero que haría sería emancipar a los esclavos y vender la plantación -respondió Maurice sin alterarse.
El joven se levantó apoyándose en el respaldo de la silla, porque estaba un poco mareado, se despidió con una ligera inclinación y salió de la biblioteca procurando disimular el temblor de las piernas. Los insultos de su padre lo persiguieron hasta la calle.
Valmorain perdió el control, la ira lo convirtió en un torbellino: maldijo a su hijo, le chilló que había muerto para él y que no recibiría ni un centavo de su fortuna. «¡Te prohíbo volver a pisar esta casa y usar el apellido Valmorain! ¡Ya no perteneces a esta familia!» No alcanzó a continuar, porque cayó desplomado, arrastrando una lámpara de opalina, que se hizo añicos contra la pared. A sus gritos habían acudido Hortense y varios domésticos, que lo encontraron con los ojos en blanco y amoratado, mientras Sancho, de rodillas a su lado, procuraba soltarle la corbata, enterrada en los pliegues de la doble papada.
Una hora más tarde Maurice se presentó sin avisar en la pensión de Tété. Hacía siete años que ella no lo veía, pero ese joven alto y serio, con una melena desordenada y lentes redondos, le pareció igual al niño que ella había criado. Maurice tenía la misma intensidad y ternura de la infancia. Se abrazaron largamente, ella repitiendo su nombre y él susurrando maman, maman, la palabra prohibida. Estaban en la polvorienta salita de la pensión, que se mantenía en eterna penumbra. La poca luz filtrada entre las persianas ponía en evidencia los muebles destartalados, la alfombra en hilachas y el papel amarillento de las paredes.
Rosette, que tanto había aguardado a Maurice, no lo saludó, aturdida de felicidad y desconcertada al verlo demacrado, tan distinto al joven apuesto con quien había bailado dos semanas antes. Muda, observaba la escena como si la visita intempestiva de su enamorado no tuviera nada que ver con ella.
– Rosette y yo nos hemos querido siempre, maman, usted lo sabe. Desde que éramos chicos hablábamos de casarnos ¿se acuerda? -dijo Maurice.
– Sí, hijo, me acuerdo. Pero es pecado.
– Nunca le había oído decir esa palabra. ¿Se ha vuelto católica, acaso?
– Siempre me acompañan mis loas, Maurice, pero también voy a la misa del Père Antoine.
– ¿Cómo puede ser pecado el amor? Dios lo puso en nosotros. Antes que naciéramos ya nos queríamos. No somos culpables de tener el mismo padre. El pecado no es nuestro, sino de él.
– Hay consecuencias… -murmuró Tété.
– Ya lo sé. Todo el mundo se empeña en recordarme que podemos tener hijos anormales. Estamos dispuestos a correr ese riesgo, ¿verdad, Rosette?
La chica no contestó. Maurice se acercó y le puso un brazo sobre los hombros en un gesto de protección.
– ¿Qué va a ser de vosotros? -preguntó Tété, angustiada.
– Somos libres y jóvenes. Nos iremos a Boston y si allá nos va mal, buscaremos otro lugar. América es grande.
– ¿Y el color? En ninguna parte os aceptarán. Dicen que en los estados libres el odio es peor, porque blancos y negros no conviven ni se mezclan.
– Cierto, pero eso va a cambiar, se lo prometo. Hay muchas personas trabajando para abolir la esclavitud: filósofos, políticos, religiosos, toda la gente con algo de decencia…
– No viviré para verlo, Maurice. Pero sé que aunque emanciparan a los esclavos, no habría igualdad.
– A la larga tendrá que haberla, maman. Es como una bola de nieve, que empieza a rodar, va creciendo, toma velocidad y entonces nada puede detenerla. Así suceden los grandes cambios en la historia.
– ¿Quién te dijo eso, hijo? -le preguntó Tété, quien no tenía claro lo que era la nieve.
– Mi profesor, Harrison Cobb.
Tété comprendió que razonar con él era inútil, porque las cartas estaban echadas desde hacía quince años, cuando él se inclinó por primera vez a besar la cara de la niña recién nacida que era Rosette.
– No se preocupe, nos arreglaremos -agregó Maurice-. Pero necesitamos su bendición, maman. No queremos escapar como bandidos.
– Tenéis mi bendición, hijos, pero no basta. Vamos a pedirle consejo al Père Antoine, que sabe de las cosas de este mundo y del otro -concluyó Tété.
Se fueron caminando en la brisa de febrero a la casita del capuchino, quien acababa de terminar su primera ronda de caridad y estaba descansando un rato. Los recibió sin muestras de sorpresa, porque los estaba esperando desde que empezaron a llegarle los chismes de que el heredero de la fortuna Valmorain pretendía casarse con una cuarterona. Como siempre estaba enterado de todo lo que sucedía en la ciudad, sus fieles suponían que el Espíritu Santo le soplaba la información. Les ofreció su vino de misa, áspero como barniz,
– Queremos casarnos, mon père- anunció Maurice.
– Pero existe el pequeño detalle de la raza ¿no es así? -sonrió el fraile.
– Sabemos que la ley… -continuó Maurice.
– ¿Han cometido el pecado de la carne? -lo interrumpió el Père Antoine.
– ¡Cómo puede creer eso, mon père! Le doy mi palabra de caballero que la virtud de Rosette y mi honor están intactos -proclamó Maurice, azorado.
– ¡Qué lástima, hijos! Si Rosette hubiera perdido su virginidad y tú desearas reparar el daño perpetrado, yo estaría obligado a casaros para salvaros el alma -les explicó el santo.
Entonces Rosette habló por primera vez desde el baile del Cordon Bleu.
– Eso se arregla esta misma noche, mon père. Haga cuenta que ya ha sucedido. Y ahora por favor sálvenos el alma -dijo, con la cara roja y el tono decidido.
El santo poseía una admirable flexibilidad para sortear las reglas que consideraba inconvenientes. Con la misma imprudencia infantil con que desafiaba a la Iglesia, solía quitarle el cuerpo a la ley, y hasta ese momento ninguna autoridad religiosa o civil se había atrevido a llamarle la atención. Sacó una navaja de barbero de una caja, remojó la hoja en su vaso de vino y les ordenó a los enamorados alzarse las mangas y presentarle un brazo. Sin vacilar le hizo un tajito en la muñeca a Maurice con la destreza de quien ha realizado esa operación varias veces. Maurice lanzó una exclamación y se chupó el corte, mientras Rosette apretaba los labios y cerraba los ojos con la mano estirada. Después el fraile les juntó los brazos, frotando la sangre de Rosette en la pequeña herida de Maurice.
– La sangre siempre es roja, como veis, pero si alguien pregunta, ahora puedes decir que tienes sangre negra, Maurice. Así la boda será legal -aclaró el fraile, limpiando la navaja en su manga, mientras Tété desgarraba su pañuelo para vendarles las muñecas.
– Vamos a la iglesia. Le pediremos a la hermana Lucie que haga de testigo en este casorio -dijo el Père Antoine.
– Un momento, mon père -lo detuvo Tété-. No hemos resuelto el que estos muchachos son medio hermanos.
– ¡Pero qué dices, hija! -exclamó el santo.
– Usted conoce la historia de Rosette, mon père. Le conté que monsieur Toulouse Valmorain era su padre y usted sabe que también es el padre de Maurice.
– No me acordaba. Me falla la memoria. -El Père Antoine se dejó caer en una silla, derrotado-. No puedo casar a estos chicos, Tété. Una cosa es burlar la ley humana, que suele ser absurda, pero otra es burlar la ley de Dios…
Salieron cabizbajos de la casita del Père Antoine. Rosette trataba de contener el llanto y Maurice, descompuesto, la sostenía por la cintura. «¡Cómo quisiera ayudaros, muchachos! Pero no está en mi poder hacerlo. Nadie puede casaros en esta tierra», fue la triste despedida del santo. Mientras los enamorados arrastraban los pies, desconsolados, Tété caminaba dos pasos más atrás, pensando en el hincapié que el Père Antoine había puesto en la última palabra. Tal vez no hubo énfasis, sino que ella se confundió con el acento golpeado con que el santo español hablaba el francés, pero la frase le pareció rebuscada y volvía a oírla como un eco de sus pies desnudos golpeando los adoquines de la plaza, hasta que de tanto repetirla en silencio creyó entender un significado en clave. Cambió de dirección para encaminarse a Chez Fleur.
Anduvieron casi una hora y cuando llegaron a la discreta puerta de la casa de juego vieron una fila de cargadores con fardos de provisiones, vigilados por Fleur Hirondelle, quien anotaba cada bulto en su libro de contabilidad. La mujer los recibió cariñosa, como siempre, pero no podía atenderlos y les indicó que fueran al salón. Maurice se dio cuenta de que era un sitio de dudosa reputación y le pareció pintoresco que su maman, siempre tan preocupada por la decencia, se hallara allí como en su propia casa. A esa hora, en la luz cruel del día, con las mesas vacías, sin clientes, cocottes ni músicos. sin el humo, el ruido y el olor de perfume y licor, el salón parecía un teatro pobre.
– ¿Qué estamos haciendo aquí? -preguntó Maurice en tono de funeral.
– Esperando que nos cambie la suerte, hijo -dijo Tété.
Momentos más tarde apareció Zacharie en ropa de trabajo y con las manos sucias, sorprendido por la visita. Ya no era el hombre guapo de antes, tenía la cara como una máscara de carnaval. Así le había quedado después del asalto. Era de noche y lo golpearon a mansalva, no alcanzó a ver a los hombres que se le fueron encima con garrotes, pero como no le robaron el dinero ni el bastón con mango de marfil, supo que no eran bandidos de El Pantano. Tété le había advertido más de una vez que su figura demasiado elegante y su largueza con el dinero ofendían a algunos blancos. Lo encontraron a tiempo, tirado en una acequia, molido a golpes y con la cara destrozada. El doctor Parmentier lo compuso con tanto cuidado que logró ponerle los huesos en su sitio y salvarle un ojo y Tété lo alimentó con un tubito hasta que pudo mascar. Esa desgracia no cambió su actitud triunfadora, pero lo hizo más prudente y ahora siempre andaba armado.
– ¿Qué puedo ofreceros? ¿Ron? ¿Jugo de fruta para la niña? -sonrió Zacharie con su nueva sonrisa de mandíbula torcida.
– Un capitán es como un rey, puede hacer lo que quiere en su barco, incluso ahorcar a alguien. ¿No es cierto? -le preguntó
– Sólo cuando está navegando -aclaró Zacharie, limpiándose con un trapo.
– ¿Conoces a alguno?
– A varios. Sin ir más lejos, Fleur Hirondelle y yo estamos asociados con Romeiro Toledano, un portugués que tiene una goleta.
– ¿Asociados para qué, Zacharie?
– Digamos que para importación y transporte.
– Nunca me mencionaste a ese tal Toledano. ¿Es de confianza?
– Depende. Para unas cosas, sí; para otras, no.
– ¿Dónde puedo hablar con él?
– En este momento la goleta está en el puerto. Seguramente vendrá esta noche para tomar unos tragos y jugar unas manos. ¿Qué es lo que quieres, mujer?
– Necesito un capitán que case a Maurice y Rosette -le ordenó Tété, ante el asombro de los dos interesados.
– ¿Cómo me pides eso, Zarité?
– Porque nadie más lo haría, Zacharie. Y tiene que ser ahora mismo, porque Maurice se irá a Boston en un barco que sale pasado mañana.
– La goleta está en el puerto, donde mandan las autoridades de tierra.
– ¿Puedes pedirle a Toledano que suelte las amarras, dirija su barco unas millas mar adentro y case a estos niños?
De ese modo, cuatro horas más tarde, a bordo de una baqueteada goleta con bandera española, el capitán Romeiro Toledano, un hombrecillo que medía menos de siete palmos, pero que compensaba la indignidad de su menguada talla con una barba negra que apenas dejaba los ojos a la vista, casó a Rosette Sedella y Maurice. Fueron testigos Zacharie, con traje de gala pero todavía con las uñas sucias, y Fleur Hirondelle, que para la ocasión se puso una casaca de seda y un collar de dientes de oso. Mientras Zarité se secaba las lágrimas, Maurice se quitó la medalla de oro de su madre, que siempre usaba, y se la puso al cuello a Rosette. Fleur Hirondelle distribuyó copas de champán y Zacharie hizo un brindis por «esta pareja que simboliza el futuro, cuando las razas estarán mezcladas y todos los seres humanos serán libres e iguales ante la ley». Maurice, que le había oído a menudo las mismas palabras al profesor Cobb y se había puesto muy sentimental con el tifus, soltó un largo y profundo sollozo.
A falta de otro lugar, los recién casados pasaron el único día y las dos noches de amor que tuvieron en el estrecho camarote de la goleta de Romeiro Toledano, sin sospechar que en un compartimiento secreto debajo del piso había un esclavo agazapado, que podía oírlos. La embarcación era la primera etapa del peligroso viaje a la libertad de muchos fugitivos. Zacharie y Fleur Hirondelle creían que la esclavitud iba a terminar pronto y entretanto ayudaban a los más desesperados que no podían esperar hasta entonces.
Esa noche Maurice y Rosette se amaron en una angosta litera de tablas, mecidos por las corrientes del delta, en la luz tamizada por una raída cortina de felpa roja, que cubría el ventanuco. Al principio se tocaban inseguros, con timidez, aunque habían crecido explorándose y no existía un solo rincón de sus almas cerrado para el otro. Habían cambiado y ahora tenían que aprender a conocerse de nuevo. Ante la maravilla de tener a Rosette en sus brazos, a Maurice se le olvidó lo poco que había aprendido en los corcoveos con Giselle, la embustera de Savannah. Temblaba. «Es por el tifus», dijo a modo de disculpa. Conmovida por esa dulce torpeza, Rosette tomó la iniciativa de empezar a desvestirse sin apuro, como le había enseñado Violette Boisier en privado. Al pensar en eso le dio tal ataque de risa, que Maurice creyó que se estaba burlando de él.
– No seas tonto, Maurice, cómo me voy a estar burlando de ti -replicó ella, secándose las lágrimas de risa-. Me estoy acordando de las clases de hacer el amor, que se le ocurrieron a madame Violette para las alumnas del plaçage.
~¡No me digas que les daba clases!
– Por supuesto, ¿o tú crees que la seducción se improvisa?
– ¿Maman sabe de esto?
– Los detalles, no.
– ¿Qué les enseñaba esa mujer?
– Poco, porque al final madame tuvo que desistir de las clases prácticas. Loula la convenció de que las madres no lo tolerarían y el baile se iría al diablo. Pero alcanzó a ensayar su método conmigo. Usaba bananas y pepinos para explicarme.
– Explicarte ¿qué? -exclamó Maurice, que empezaba a divertirse.
– Cómo sois los hombres y lo fácil que es manipularos, porque tenéis todo afuera. De alguna manera tenía que enseñarme ¿no te parece? Yo nunca he visto un hombre desnudo, Maurice. Bueno, sólo a ti, pero entonces eras un mocoso.
– Supongamos que algo ha cambiado desde entonces -sonrió él-. Pero no esperes bananas o pepinos. Pecarías de optimista.
– ¿No? Déjame ver.
En su escondite, el esclavo lamentó que no hubiera un hueco entre las tablas del piso para pegar el ojo. A las risas siguió un silencio que le pareció demasiado largo. ¿Qué estaban haciendo esos dos tan callados? No podía imaginarlo, porque en su experiencia el amor era más bien ruidoso. Cuando el barbudo capitán abrió la trampilla para que saliera a comer y estirar los huesos, aprovechando la oscuridad de la noche, el fugitivo estuvo a punto de decirle que no se molestara, que él podía esperar.
Romeiro Toledano previó que los recién casados, de acuerdo con la costumbre imperante, no saldrían de su aposento y, obedeciendo las órdenes de Zacharie, les llevó café y rosquillas, que dejó discretamente en la puerta del camarote. En circunstancias normales, Rosette y Maurice habrían pasado por lo menos tres días encerrados, pero ellos no contaban con tanto tiempo. Más tarde el buen capitán les dejó una bandeja con delicias del Mercado Francés que le había hecho llegar Tété: mariscos, queso, pan tibio, fruta, dulces y una botella de vino, que pronto unas manos arrastraron al interior.
En las horas demasiado cortas de ese único día y las dos noches que Rosette y Maurice pasaron juntos, se amaron con la ternura que habían compartido en la infancia y la pasión que ahora los encendía, improvisando una cosa y otra para darse mutuo contento. Eran muy jóvenes, estaban enamorados desde siempre y existía el incentivo terrible de que iban a separarse: no necesitaron para nada las instrucciones de Violette Boisier. En algunas pausas se dieron tiempo para hablar, siempre abrazados, de algunas cosas pendientes y planear su futuro inmediato. Lo único que les permitía soportar la separación era la certeza de que iban a reunirse pronto, apenas Maurice tuviera trabajo y un lugar donde recibir a Rosette.
Amaneció el segundo día y tuvieron que vestirse, besarse por última vez y salir recatadamente a enfrentar al mundo. La goleta había atracado de nuevo; en el puerto los esperaban Zacharie, Tété y Sancho, quien había llevado el baúl con las pertenencias de Maurice. El tío también le entregó cuatrocientos dólares, que se jactó de haber ganado en una sola noche jugando a las cartas. El joven había adquirido el pasaje con su nuevo nombre, Maurice Solar, el apellido de su madre abreviado y pronunciado a la inglesa. Eso ofendió un poco a Sancho, que estaba orgulloso del sonoro García del Solar, pronunciado como se debe.
Rosette quedó en tierra deshecha de pena, pero fingiendo la serena actitud de quien tiene todo lo que se puede desear en este mundo, mientras Maurice le hacía señas desde la cubierta del clíper que lo conduciría a Boston.
Valmorain perdió a su hijo y perdió la salud de un solo golpe. En el mismo momento en que Maurice salió de la casa paterna para no regresar más, algo estalló en su interior. Cuando Sancho y los demás lograron levantarlo, comprobaron que tenía un lado del cuerpo muerto. El doctor Parmentier determinó que no le había fallado el corazón, como tanto se temía, sino que había sufrido un ataque cerebral. Estaba casi paralizado, babeaba y carecía de control de esfínteres. «Con tiempo y un poco de suerte podrá mejorar bastante, mon ami, aunque no volverá a ser el mismo», le dijo Parmentier. Agregó que conocía pacientes que habían vivido muchos años después de un ataque semejante. Por señas, Valmorain le indicó que deseaba hablar a solas con él y Hortense Guizot, que lo vigilaba como un buitre, debió salir de la pieza y cerrar la puerta. Sus balbuceos resultaban casi incomprensibles, pero Parmentier logró entender que más miedo le daba su mujer que su enfermedad. Hortense podía tentarse de precipitarle la muerte, porque sin duda prefería quedar viuda antes que cuidar a un inválido que se meaba. «No se preocupe, esto lo arreglo con tres frases», lo tranquilizó Parmentier.
El médico le dio a Hortense Guizot los remedios y las instrucciones necesarias para el enfermo y le aconsejó que consiguiera una buena enfermera, porque la recuperación de su marido dependía mucho de los cuidados que recibiera. No debían contradecirlo ni darle preocupaciones: el descanso era fundamental. Al despedirse retuvo la mano de la mujer entre las suyas en un gesto de paternal consuelo. «Le deseo que su marido salga bien de este trance, madame, porque no creo que Maurice esté preparado para reemplazarlo», dijo. Y le recordó que Valmorain no había alcanzado a realizar los trámites para cambiar su testamento y legalmente Maurice era todavía el único heredero de la familia.
Días más tarde, un mensajero le entregó a Tété una nota de Valmorain. Ella no esperó a Rosette para que se la leyera, sino que fue directamente donde el Père Antoine. Todo lo proveniente de su antiguo amo tenía el poder de encogerle el estómago de aprensión. Supuso que para entonces Valmorain estaba enterado de la precipitada boda y la partida de su hijo -toda la ciudad lo sabía- y su ira no estaría dirigida sólo contra Maurice, a quien los chismosos ya habían absuelto como la víctima de una negra hechicera, sino contra Rosette. Ella era culpable de que la dinastía de los Valmorain quedara sin continuidad y acabara sin gloria. Después de la muerte del patriarca, la fortuna pasaría a manos de los Guizot y el apellido Valmorain sólo figuraría en la lápida del mausoleo, porque sus hijas no podían pasárselo a su descendencia. Había muchas razones para temer la venganza de Valmorain, pero la idea no se le había ocurrido a Tété, hasta que Sancho le sugirió que vigilara a Rosette y no le permitiera salir sola a la calle. ¿Qué quiso advertirle? Su hija pasaba el día donde Adèle cosiendo su modesto ajuar de recién casada y escribiéndole a Maurice. Allí estaba segura y ella siempre la iba a buscar en la noche, pero de todos modos andaba en ascuas, siempre alerta: el largo brazo de su antiguo amo podía llegar muy lejos.
La nota que recibió consistía en dos líneas de Hortense Guizot notificándole que su marido necesitaba hablar con ella.
– Mucho le debe haber costado llamarte a esa orgullosa señora -comentó el fraile.
– Prefiero no ir a esa casa, mon père.
– Nada se pierde con oír. ¿Qué es lo más generoso que puedes hacer en este caso, Tété?
– Usted siempre dice lo mismo -suspiró ella, resignada.
El Père Antoine sabía que el enfermo estaba espantado ante el abismal silencio y la inconsolable soledad del sepulcro. Valmorain había dejado de creer en Dios a los trece años y desde entonces se jactaba de un racionalismo práctico en el cual no cabían fantasías sobre el Más Allá, pero al verse con un pie en la tumba recurrió a la religión de su infancia. Atendiendo a su llamado, el capuchino le llevó la extremaunción. En su confesión, mascullada entre hipos con la boca torcida, Valmorain admitió que se había apoderado del dinero de Lacroix, único pecado que le parecía relevante. «Hábleme de sus esclavos», lo conminó el religioso. «Me acuso de debilidad, mon père, porque en Saint-Domingue a veces no pude evitar que mi jefe de capataces se excediera en los castigos, pero no me acuso de crueldad. Siempre he sido un amo bondadoso.» El Père Antoine le dio la absolución y le prometió rezar por su salud, a cambio de suculentas donaciones para sus mendigos y huérfanos, porque sólo la caridad ablanda la mirada de Dios, como le explicó. Después de esa primera visita, Valmorain pretendía confesarse a cada rato, para que la muerte no fuera a sorprenderlo mal preparado, pero el santo no tenía tiempo ni paciencia para escrúpulos tardíos y sólo accedió a enviarle la comunión con otro religioso dos veces por semana.
La casa de los Valmorain adquirió el olor inconfundible de la enfermedad. Tété entró por la puerta de servicio y Denise la condujo a la sala, donde esperaba Hortense Guizot de pie, con ojeras moradas y el cabello sucio, más furiosa que cansada. Tenía treinta y ocho años y se veía de cincuenta. Tété alcanzó a vislumbrar a cuatro de las niñas, todas tan parecidas que no pudo distinguir a las que conocía. En muy pocas palabras, escupidas entre dientes, Hortense le indicó que subiera a la habitación de su marido. Ella se quedó rumiando la frustración de ver a esa desgraciada en su casa, esa maldita que había logrado salirse con la suya y desafiar nada menos que a los Valmorain, a los Guizot, a la sociedad entera. ¡Una esclava! No entendía cómo la situación se le escapó de las manos. Si su marido le hubiera hecho caso, habrían vendido a esa zorra de Rosette a los siete años y esto jamás habría sucedido. Todo era culpa del porfiado de Toulouse, que no supo formar a su hijo y no trataba a los esclavos como es debido. ¡Emigrante tenía que ser! Llegan aquí y creen que pueden abanicarse con nuestras costumbres. ¡Miren que emancipar a esa negra y además a la hija! Algo así jamás sucedería entre los Guizot, eso ella podía jurarlo.
Tété encontró al enfermo sumido entre almohadas, con la cara irreconocible, las mechas disparadas, la piel gris, los ojos lacrimosos y una mano agarrotada en el pecho. A Valmorain el ataque le había provocado una intuición tan portentosa que era una forma de clarividencia. Supuso que se había despertado una parte adormecida de su mente, mientras otra parte, la que antes calculaba las ganancias del azúcar en pocos segundos o movía las piezas del dominó, ahora no funcionaba. Con esa nueva lucidez adivinaba los motivos e intenciones de los demás, en especial de su mujer, quien ya no podía manipularlo con la misma facilidad de antes. Las emociones propias y ajenas adquirieron una transparencia de cristal y en algunos instantes sublimes le parecía que atravesaba la densa neblina del presente y se adelantaba, aterrado, al futuro. Ese futuro era un purgatorio donde pagaría eternamente por faltas que había olvidado o que tal vez no había cometido. «Rece, rece, hijo mío, y haga caridad», le había aconsejado el Père Antoine y le repetía el otro fraile que le traía la comunión martes y sábados.
El enfermo despachó con un gruñido a la esclava que lo acompañaba. Se le caía la saliva por la comisura de los labios, pero podía imponer su voluntad. Cuando Tété se acercó para oírlo, porque no le entendía, la cogió con fuerza del brazo, empleando su mano sana, y la obligó a sentarse a su lado en la cama. No era un anciano desamparado, todavía resultaba temible. «Vas a quedarte aquí a cuidarme», le exigió. Era lo último que Tété esperaba oír y él tuvo que repetírselo. Asombrada, comprendió que su antiguo amo no tenía la menor sospecha de cuánto ella lo detestaba, nada sabía de la piedra negra que llevaba en el corazón desde que la violó a los once años, no conocía la culpa o el remordimiento, tal vez la mente de los blancos ni siquiera registraba el sufrimiento que causaban a otros. El rencor sólo la había agobiado a ella, a él no lo había rozado. Valmorain, cuya nueva clarividencia no le alcanzó para adivinar el sentimiento que provocaba en Tété, agregó que ella había cuidado por muchos años a Eugenia, había aprendido de Tante Rose y según Parmentier no había mejor enfermera. Un silencio tan largo acogió esas palabras, que Valmorain terminó por darse cuenta de que ya no podía darle órdenes a esa mujer y cambió de tono. «Te pagaré lo justo. No. Lo que me pidas. Hazlo en nombre de todo lo que hemos pasado juntos y de nuestros hijos», le dijo entre mocos y baba.
Ella recordó el consejo habitual del Père Antoine y hurgó muy hondo en su alma, pero no pudo hallar ni una chispa de generosidad. Quiso explicarle a Valmorain que por esas mismas razones no podía ayudarlo: por lo que habían pasado juntos, por lo que sufrió cuando era su esclava y por sus hijos. Al primero se lo arrebató al nacer y a la segunda la destruiría ahora mismo, si ella se descuidara. Pero no logró articular nada de eso. «No puedo, perdóneme, monsieur» fue lo único que le dijo. Se puso de pie vacilante, estremecida por los golpes de su propio corazón, y antes de salir dejó sobre la cama de Valmorain la carga inútil de su odio, que ya no deseaba seguir arrastrando. Se retiró calladamente de esa casa por la puerta de servicio.
Rosette no pudo reunirse con Maurice con la prontitud que ambos habían planeado, porque ese invierno fue muy crudo en el norte y el viaje resultaba imposible. La primavera se quedó rezagada en otras latitudes y en Boston el hielo duró hasta finales de abril. Para entonces ella ya no podía embarcarse. Todavía no se le notaba la barriga, pero las mujeres a su alrededor habían adivinado su estado, porque su belleza parecía sobrenatural. Estaba sonrosada, con el cabello brillante como vidrio, tenía los ojos más profundos y dulces, irradiaba calor y luz. Según Loula, era normal: las mujeres preñadas tienen más sangre en el cuerpo. «¿De dónde creen que saca su sangre el crío?», decía Loula. A Tété esa explicación le resultaba irrefutable, porque había visto varios partos y siempre se asombraba de la largueza con que las madres daban su sangre. Pero ella misma no exhibía los mismos síntomas de Rosette. El vientre y los senos le pesaban como piedras, tenía manchas oscuras en la cara, se le habían salido las venas de las piernas y no podía andar más de dos cuadras por los pies hinchados. No recordaba haberse sentido tan débil y fea en sus dos embarazos anteriores. Le daba vergüenza encontrarse en el mismo estado que Rosette; iba a ser madre y abuela al mismo tiempo.
Una mañana en el Mercado Francés vio a un mendigo golpeando con su única mano un par de tambores de lata. También le faltaba un pie. Pensó que tal vez su amo lo había soltado para que se ganara el pan como pudiera, ya que había quedado inútil. Era todavía joven, tenía una sonrisa de dentadura completa y una expresión traviesa, que contrastaba con su miserable condición. Llevaba el ritmo en el alma, en la piel, en la sangre. Tocaba y cantaba con tal alegría y desbocado entusiasmo, que se había juntado un grupo a su alrededor. Las caderas de las mujeres se movían solas al compás de aquellos irresistibles tambores y los niños de color coreaban la letra, que por lo visto habían escuchado muchas veces, mientras se batían con espadas de palo. Al principio las palabras le resultaron incomprensibles a Tété, pero pronto se dio cuenta de que estaban en el créole cerrado de las plantaciones de Saint-Domingue y pudo traducir mentalmente el estribillo al francés: Capitaine La Liberté / protegé de Macandal / c'est batu avec son sable / por sauver son general. Le fallaron las rodillas y tuvo que sentarse sobre un cajón de fruta, equilibrando a duras penas su enorme barriga, donde esperó a que el músico terminara y recogiera la limosna del público. Hacía mucho que no usaba el créole aprendido en Saint Lazare, pero logró comunicarse con él. El hombre venía de Haití, que él todavía llamaba Saint-Domingue, y le contó que había perdido la mano en una trituradora de caña y el pie bajo el hacha del verdugo, porque intentó fugarse. Ella le pidió que repitiera la letra de la canción lentamente, para entenderla bien, y así supo que Gambo ya era legendario. Según la canción, había defendido a Toussaint Louverture como un león, luchando contra los soldados de Napoleón hasta caer finalmente con tantas heridas de bala y de acero que no podían contarse. Pero el capitán, como Macandal, no murió: se levantó convertido en lobo dispuesto a seguir peleando para siempre por la libertad.
– Muchos lo han visto, madame. Dicen que ese lobo ronda a Dessalines y a otros generales, porque han traicionado a la revolución y están vendiendo a la gente como esclavos.
Hacía mucho tiempo que Tété había aceptado la posibilidad de que Gambo hubiera muerto y la canción del pordiosero se lo confirmó. Esa noche se fue a la casa de Adèle a ver al doctor Parmentier, la única persona con quien podía compartir su pena, y le contó lo que había oído en el mercado.
– Conozco esa canción, Tété, la cantan los bonapartistas cuando se emborrachan en el Café des Émigrés, pero le agregan una estrofa.
– ¿Cuál?
– Algo sobre una fosa común, donde se pudren los negros y la libertad, y que viva Francia y viva Napoleón.
– ¡Eso es horrible, doctor!
– Gambo fue un héroe en vida y sigue siéndolo en la muerte, Tété. Mientras circule esa canción, dará un ejemplo de valor.
Zacharie no se enteró del duelo que vivía su mujer, porque ella se encargó de disimularlo. Tété defendía como un secreto ese primer amor, el más poderoso de su vida. Rara vez lo mencionaba, porque no podía ofrecerle a Zacharie una pasión de la misma intensidad, la relación que compartían era apacible y sin urgencia. Ajeno a estas limitaciones, Zacharie pregonaba a los cuatro vientos su futura paternidad. Estaba acostumbrado a lucirse y mandar, incluso en Le Cap, donde fue esclavo, y la golpiza que casi lo mata y le dejó la cara en trozos mal pegados, no pudo escarmentarlo: seguía siendo dispendioso y expansivo. Repartía licor gratuito entre los clientes del Chez Fleurs para que brindaran por el niño que esperaba su Tété. Su socia, Fleur Hirondelle, debió frenarlo, porque no estaban los tiempos para despilfarro ni para provocar envidias. Nada irritaba tanto a los americanos como un negro fanfarrón.
Rosette los mantenía al día con las noticias de Maurice, que llegaban con un atraso de dos o tres meses. El profesor Harrison Cobb, después de escuchar los pormenores de la historia, le ofreció a Maurice hospitalidad en su casa, donde vivía con una hermana viuda y su madre, una anciana chiflada que comía flores. Más tarde, cuando supo que Rosette estaba encinta y daría a luz en noviembre, le rogó que no buscara otro alojamiento, sino que trajera a su familia a convivir con ellos. Agatha, su hermana, era la más entusiasmada con esa idea, porque Rosette la ayudaría a cuidar a su madre y la presencia de la criatura los alegraría a todos. Esa casa enorme, atravesada por corrientes de aire, con habitaciones vacías, donde nadie había puesto un pie en muchos años, y antepasados vigilando desde sus retratos en las paredes, necesitaba una pareja enamorada y un niño, anunció.
Maurice comprendió que Rosette tampoco podría viajar en el verano y se resignó a una separación que se prolongaría más de un año, hasta que pasara el próximo invierno, ella se hubiera recuperado del parto y el niño pudiera soportar la travesía. Entretanto alimentaba el amor con un río de cartas, como había hecho siempre, y se concentró en estudiar en cada minuto libre. Harrison Cobb lo empleó como secretario, pagándole mucho más de lo que correspondía por clasificar sus papeles y ayudarlo a preparar sus clases, un trabajo liviano que le dejaba tiempo a Maurice para estudiar leyes y para lo único que a Cobb le parecía importante: el movimiento abolicionista. Asistían juntos a manifestaciones públicas, redactaban panfletos, recorrían periódicos, comercios y oficinas, hablaban en iglesias, clubes, teatros y universidades. Harrison Cobb encontró en él al hijo que nunca tuvo y al compañero de lucha que había soñado. Con ese joven a su lado, el triunfo de sus ideales le parecía al alcance de la mano. Su hermana Agatha, también abolicionista como todos los Cobb, incluso la dama que comía flores, contaba los días que faltaban para ir al puerto a recibir a Rosette y el bebé. Una familia de sangre mezclada era lo mejor que podía ocurrirles, era la encarnación de la igualdad que predicaban, la prueba más contundente de que las razas pueden y deben mezclarse y convivir en paz. ¡Qué impacto tendría Maurice cuando se presentara en público con su esposa de color y su hijo a defender la emancipación! Eso sería más elocuente que un millón de panfletos. A Maurice los encendidos discursos de sus benefactores le resultaban un poco absurdos, porque en realidad nunca había considerado a Rosette distinta a él.
El verano de 1806 se hizo muy largo y trajo a Nueva Orleans una epidemia de cólera y varios incendios. A Toulouse Valmorain, acompañado por la monja que lo cuidaba, lo trasladaron a la plantación, donde se instaló la familia a pasar los peores calores de la temporada. Parmentier diagnosticó que la salud del paciente era estable y el campo seguramente lo aliviaría. Los remedios, que Hortense le diluía en la sopa, porque se negaba a tomarlos, no le habían mejorado el carácter. Se había puesto rabioso, tanto que él mismo no se soportaba. Todo le producía irritación, desde el escozor de los pañales hasta la risa inocente de sus hijas en el jardín, pero más que nada Maurice. Tenía fresca en la memoria cada etapa de la vida de su hijo. Recordaba cada palabra que se dijeron al final y las repasaba mil veces buscando una explicación para esa ruptura tan dolorosa y definitiva. Pensaba que Maurice había heredado la locura de su familia materna. Por sus venas corría la sangre debilitada de Eugenia García del Solar y no la sangre fuerte de los Valmorain. No reconocía nada propio en ese hijo. Maurice era igual a su madre, con iguales ojos verdes, su enfermiza propensión a la fantasía e impulso de destruirse a sí mismo.
Contrariamente a lo que suponía el doctor Parmentier, su paciente no encontró descanso sino más preocupaciones en la plantación, donde pudo comprobar el deterioro que Sancho le había anticipado. Owen Murphy se había marchado al norte con toda su familia, a ocupar la tierra que había adquirido penosamente, después de trabajar treinta años como animal de carga. En su lugar había un capataz joven recomendado por el padre de Hortense. Al día siguiente de llegar, Valmorain decidió buscar otro, porque el hombre carecía de experiencia para manejar una plantación de ese tamaño. La producción había disminuido de forma notoria y los esclavos parecían desafiantes. Lo lógico habría sido que Sancho se hiciera cargo de esos problemas, pero resultó obvio para Valmorain que su socio sólo cumplía un papel decorativo. Eso lo obligó a apoyarse en Hortense, aun sabiendo que mientras más poder tuviera ella, más se hundía él en su poltrona de hemipléjico.
Discretamente, Sancho se había propuesto reconciliar a Valmorain con Maurice. Debía hacerlo sin levantar las sospechas de Hortense Guizot, a quien las cosas le estaban saliendo mejor de lo planeado y ahora tenía control sobre su marido y todos sus bienes. Se mantenía en contacto con su sobrino mediante cartas muy breves, porque no escribía bien en francés; en español lo hacía mejor que Góngora, aseguraba, aunque nadie a su alrededor sabía quién era ese señor. Maurice le contestaba con los detalles de su vida en Boston y profusos agradecimientos por la ayuda que daba a su mujer. Rosette le había contado que recibía dinero a menudo del tío, quien jamás lo mencionaba. Maurice también le comentaba los pasos de hormiga con que avanzaba el movimiento antiesclavista y otro tema que lo tenía obsesionado: la expedición de Lewis y Clark, enviada por el presidente Jefferson a explorar el río Missouri. La misión consistía en estudiar a las tribus indígenas, la flora y fauna de esa región casi desconocida por los blancos y alcanzar, si fuera posible, la costa del Pacífico. A Sancho la ambición americana de ocupar más y más tierra lo dejaba frío, «quien mucho abarca, poco aprieta», pensaba, pero a Maurice le inflamaba la imaginación y si no hubiera sido por Rosette, el bebé y el abolicionismo, habría partido a la siga de los exploradores.
Tété tuvo a su hija en el bochornoso mes de junio ayudada por Adèle y Rosette, quien quería ver de cerca lo que le esperaba a ella al cabo de unos meses, mientras Loula y Violette se paseaban por la calle tan nerviosas como Zacharie. Cuando tomó a la niña en brazos, Tété se echó a llorar de felicidad: podía amarla sin miedo a que se la quitaran. Era suya. Debería defenderla de enfermedades, accidentes y otras desgracias naturales, como a todos los niños, pero no de un amo con derecho a disponer de ella como le diera la gana.
La dicha del padre fue exagerada y los festejos que organizó fueron tan generosos que Tété se asustó: podían atraer mala suerte. Por precaución, le llevó la recién nacida a la sacerdotisa Sanité Dédé, quien cobró quince dólares por protegerla con un ritual de salivazos propios y sangre de gallo. Después se fueron todos a la iglesia para que el Père Antoine la bautizara con el nombre de su madrina: Violette.
El resto de ese verano húmedo y caliente se le hizo eterno a Rosette. A medida que su vientre crecía, más falta le hacía Maurice. Vivía con su madre en la casita que había comprado Zacharie y estaba rodeada de mujeres que no la dejaban nunca sola, pero se sentía vulnerable. Siempre había sido fuerte -se creía muy afortunada- pero ahora se había puesto temerosa, sufría pesadillas y la asaltaban nefastos presentimientos. «¿Por qué no me fui con Maurice en febrero? ¿Y si algo le pasa? ¿Si no volvemos a vernos? ¡Nunca debimos separarnos!», lloraba. «No pienses cosas malas, Rosette, porque el pensamiento hace que sucedan», le decía Tété.
En septiembre, algunas familias que escapaban al campo ya estaban de vuelta y entre ellos Hortense Guizot con sus hijas. Valmorain se quedó en la plantación, porque todavía no conseguía reemplazar al capataz y porque estaba harto de su mujer y ella de él. No sólo le fallaba el capataz, tampoco podía contar con Sancho para que lo acompañara, porque se había ido a España. Le habían informado que podía recuperar unas tierras de cierto valor, aunque abandonadas, pertenecientes a los García del Solar. Esa insospechada herencia era sólo un dolor de cabeza para Sancho, pero tenía deseos de volver a ver su país, donde no había estado desde hacía treinta y dos años.
Valmorain se iba recuperando de a poco del ataque gracias a los cuidados de la monja, una alemana severa y completamente inmune a las rabietas de su paciente, que lo obligaba a dar unos pasos y ejercitarse apretando una pelota de lana con la mano enferma. Además, le estaba curando la incontinencia a punta de humillarlo por el asunto de los pañales. Entretanto Hortense se instaló con su séquito de niñeras y otros esclavos en la casa de la ciudad y se dispuso a disfrutar de la temporada social, libre de ese marido que le pesaba como un caballo muerto. Tal vez podría organizarse para mantenerlo vivo, como era lo conveniente, pero siempre lejos.
Había transcurrido apenas una semana desde que la familia había vuelto a Nueva Orleans, cuando en la calle Chartres, donde había ido con su hermana Olivie a comprar cintas y plumas, pues conservaba la costumbre de transformar sus sombreros, Hortense Guizot se topó con Rosette. En los últimos años había visto a la joven de lejos en un par de ocasiones y no tuvo dificultad en reconocerla. Rosette vestía de lanilla oscura, con un chal tejido en los hombros y el pelo recogido en un moño, pero la modestia de su atuendo nada restaba a la altivez de su porte. A Hortense la hermosura de esa joven siempre le había parecido una provocación y más que nunca ahora, que ella misma se ahogaba en su gordura. Sabía que Rosette no se había ido con Maurice a Boston, pero nadie le había dicho que estuviera encinta. Inmediatamente sintió un campanazo de alerta: ese niño, sobre todo si era varón, podía amenazar el equilibrio de su vida. Su marido, tan débil de carácter, aprovecharía ese pretexto para reconciliarse con Maurice y perdonarle todo.
Rosette no se fijó en las dos señoras hasta que las tuvo muy cerca. Dio un paso al lado, para dejarlas pasar, y las saludó con un buenos días cortés, pero sin nada de la humildad que los blancos esperaban de la gente de color. Hortense se le plantó por delante, desafiándola. «Fíjate, Olivie, qué atrevida es ésta», le dijo a su hermana, que se sobresaltó tanto como la misma Rosette. «Y fíjate lo que lleva puesto, ¡es de oro! Las negras no pueden usar joyas en público. Merece unos azotes, ¿no te parece?», agregó. Su hermana, sin entender qué le pasaba, la tomó del brazo para llevársela, pero ella se desprendió y de un tirón le arrancó a Rosette la medalla que Maurice le había dado. La joven se echó hacia atrás, protegiéndose el cuello y entonces Hortense le cruzó la cara de una bofetada.
Rosette había vivido con los privilegios de una niña libre, primero en casa de Valmorain y después en el colegio de las ursulinas. Nunca se había sentido esclava y su hermosura le daba una gran seguridad. Hasta ese momento no había sufrido abuso de los blancos y no sospechaba el poder que tenían sobre ella. Instintivamente, sin darse cuenta de lo que hacía ni imaginar las consecuencias, le devolvió el golpe a esa desconocida que la había atacado. Hortense Guizot, pillada de sorpresa, se tambaleó, se le dobló un tacón y estuvo a punto de caerse. Se puso a gritar como endemoniada y en un instante se formó un corrillo de curiosos. Rosette se vio rodeada de gente y quiso escabullirse, pero la sujetaron por atrás y momentos más tarde los guardias se la llevaron arrestada.
Tété se enteró media hora después, porque muchas personas habían presenciado el incidente, la noticia voló de boca en boca y llegó a oídos de Loula y Violette, que vivían en la misma calle, pero no pudo ver a su hija hasta la noche, cuando el Père Antoine la acompañó. El santo, que conocía la cárcel como su casa, apartó al guardia y condujo a Tété por un angosto pasillo alumbrado por un par de antorchas. A través de las rejas se vislumbraban las celdas de los hombres y al final estaba la celda común donde se hacinaban las mujeres. Eran todas de color, menos una muchacha de cabello amarillento, posiblemente una sierva, y había dos niños negros, en harapos, durmiendo pegados a una de las presas. Otra tenía un infante en brazos. El suelo estaba cubierto por una delgada capa de paja, había unas cuantas mantas inmundas, un balde para aliviar el cuerpo y un jarro con agua sucia para beber; a la fetidez del ambiente contribuía el olor inconfundible de carne en descomposición. En la pálida luz que se filtraba del pasillo, Tété vio a Rosette sentada en un rincón entre dos mujeres, envuelta en su chal, con las manos en el vientre y el rostro hinchado de llorar. Corrió a abrazarla, aterrada, y tropezó con los pesados grillos que le habían puesto a su hija en los tobillos.
El Père Antoine venía preparado, porque conocía de sobra las condiciones en que estaban los presos. En su canasto traía pan y trozos de azúcar para repartir entre las mujeres y una manta para Rosette. «Mañana mismo te sacaremos de aquí, Rosette, ¿verdad mon père?», dijo Tété, llorando. El capuchino guardó silencio.
La única explicación que pudo imaginar Tété para lo ocurrido fue que Hortense Guizot quiso vengarse por la ofensa que ella le había hecho a su familia al negarse a cuidar a Valmorain. No sabía que la sola existencia de ella y Rosette era una injuria para esa mujer. Derrotada, fue a la casa de Valmorain, donde había jurado no volver a poner los pies, y se tiró al suelo ante su antigua ama para suplicarle que liberara a Rosette y a cambio ella cuidaría a su marido, haría lo que le pidiera, cualquier cosa, tenga piedad, señora. La otra mujer, envenenada de rencor, se dio el gusto de decirle todo lo que se le ocurrió y después hacerla echar a empujones de su casa.
Tété hizo lo posible por aliviar a Rosette, con sus limitados recursos. Dejaba a su pequeña Violette con Adèle o con Loula y llevaba comida a diario a la cárcel para todas las mujeres, porque estaba segura de que Rosette compartiría lo que recibiera y no podía soportar la idea de que pasara hambre. Debía dejar las provisiones con los guardias, porque rara vez la dejaban entrar, y no sabía cuánto esos hombres le entregaban a las presas y cuánto se apropiaban. Violette y Zacharie se hacían cargo del gasto y ella pasaba la mitad de la noche cocinando. Como además trabajaba y cuidaba a su niñita, vivía extenuada. Se acordó de que Tante Rose prevenía enfermedades contagiosas con agua hervida y les rogó a las mujeres que no probaran el agua del jarro, aunque se murieran de sed, sólo el té que ella les llevaba. En los meses anteriores varias habían muerto de cólera. Como ya hacía frío en las noches, consiguió ropa gruesa y más mantas para todas, porque su hija no podía ser la única abrigada, pero la paja húmeda del suelo y el agua que exudaban las paredes le produjo a Rosette dolor al pecho y una tos persistente. No era la única enferma, otra estaba peor, con una llaga gangrenada producida por los grillos. Ante la insistencia de Tété, el Père Antoine logró que le permitieran llevar a la mujer al hospital de las monjas. Las otras ya no volvieron a verla, pero una semana más tarde supieron que le habían cortado la pierna.
Rosette no quiso que avisaran a Maurice de lo que había ocurrido, porque estaba segura de que iba a salir en libertad antes de que él alcanzara a recibir la carta, pero la justicia se retrasaba. Transcurrieron seis semanas antes de que el juez revisara su caso y actuó con relativa prisa solamente porque se trataba de una mujer libre y por presión del Père Antoine. Las otras presas podían esperar años nada más que para saber por qué fueron arrestadas. Los hermanos de Hortense Guizot, abogados, habían presentado los cargos contra ella «por haber atacado a golpes a una señora blanca». La pena consistía en azotes y dos años de cárcel, pero el juez cedió ante el santo y suprimió los azotes, en vista de que Rosette estaba encinta y que la misma Olivie Guizot describió los hechos tal como fueron y se negó darle la razón a su hermana. Al juez también lo conmovió la dignidad de la acusada, que se presentó con un vestido limpio y contestó a los cargos sin mostrarse altanera, pero sin flaquear, a pesar de que le costaba hablar por la tos y que las piernas apenas la sostenían.
Al oír la sentencia, un huracán se despertó en Tété. Rosette no sobreviviría dos años en una celda inmunda y menos su bebé. «Erzuli, loa madre, dame fuerzas». Iba a liberar a su hija como fuese, aunque tuviera que demoler los muros de la cárcel con sus propias manos. Enloquecida, le anunció a quien se le puso por delante que iba a matar a Hortense Guizot y toda esa maldita familia; entonces el Père Antoine decidió intervenir antes de que ella también cayera en la cárcel. Sin decirle a nadie se fue a la plantación a hablar con Valmorain. La decisión le costó bastante, primero porque no podía abandonar por varios días al gentío que ayudaba, y enseguida porque no sabía andar a caballo y viajar en bote por el río contra la corriente era caro y pesado, pero se las arregló para llegar.
El santo encontró a Valmorain mejor de lo que esperaba, aunque todavía inválido y hablando enredado. Antes que alcanzara a amenazarlo con el infierno, se dio cuenta de que el hombre no tenía la menor idea de lo que había hecho su mujer en Nueva Orleans. Al oír lo sucedido, Valmorain se indignó más porque Hortense se las había arreglado para ocultárselo, tal como le ocultaba tantas otras cosas, que por la suerte de Rosette, a quien llamaba «la golfa». Sin embargo, su actitud cambió cuando el sacerdote le aclaró que la joven estaba encinta. Se dio cuenta de que no tendría esperanza de reconciliarse con Maurice si algo malo le pasaba a Rosette o al crío. Con la mano buena hizo sonar el cencerro de vaca para llamar a la monja y le ordenó que hiciera preparar el bote para ir a la ciudad de inmediato. Dos días más tarde los abogados Guizot retiraron todos los cargos contra Rosette Sedella.
Han pasado cuatro años y estamos en 1810. Le he perdido el miedo a la libertad, aunque nunca le perderé el miedo a los blancos. Ya no lloro por Rosette, casi siempre estoy contenta.
Rosette salió de la cárcel infestada de piojos, demacrada, enferma y con úlceras en las piernas por la inmovilidad y los grillos. La mantuve en cama cuidándola día y noche, la fortalecí con sopas de médula de buey y los guisos contundentes que nos traían las vecinas, pero nada de eso evitó que diera a luz antes de su tiempo. El niño todavía no estaba listo para nacer, era diminuto y tenía la piel traslúcida como papel mojado. El nacimiento fue rápido, pero Rosette estaba débil y perdió mucha sangre. Al segundo día empezó la fiebre y al tercero deliraba llamando a Maurice, entonces comprendí, desesperada, que se me iba. Recurrí a todos los conocimientos que me legó Tante Rose, a la sabiduría del doctor Parmentier, a los rezos del Père Antoine y las invocaciones a mis loas. Le puse el recién nacido al pecho para que su obligación de madre la hiciera luchar por su propia vida, pero creo que no lo sintió. Me aferré a mi hija, tratando de sujetarla, rogándole que tomara un sorbo de agua, que abriera los ojos, que me respondiera, Rosette, Rosette. A las tres de la madrugada, mientras la sostenía arrullándola con baladas africanas, noté que murmuraba y me incliné sobre sus labios resecos. «Te quiero, maman», me dijo, y enseguida se apagó con un suspiro. Sentí su cuerpo liviano en mis brazos y vi su espíritu desprenderse suavemente, como un hilo de niebla, y deslizarse hacia afuera por la ventana abierta.
El desgarro atroz que sentí no se puede contar, pero no necesito hacerla: las madres lo conocen, porque sólo unas pocas, las más afortunadas, tienen a todos sus hijos vivos. En la madrugada llegó Adèle a traernos sopa y a ella le tocó desprender a Rosette de mis brazos agarrotados y tenderla en su cama. Por un rato me dejó gemir doblada de dolor en el suelo y después me puso un tazón de sopa en las manos y me recordó a los niños. Mi pobre nieto estaba acurrucado al lado de mi hija Violette en la misma cuna, tan pequeño y desamparado que en cualquier momento podía irse detrás de Rosette. Entonces le quité la ropa, lo coloqué sobre el trapo largo de mi tignon y lo amarré cruzado sobre mi pecho desnudo, pegado a mi corazón, piel contra piel, para que creyera que todavía estaba dentro de su madre. Así lo llevé durante varias semanas. Mi leche, como mi cariño, alcanzaba para mi hija y mi nieto. Cuando saqué a Justin de su envoltorio, estaba listo para vivir en este mundo.
Un día monsieur Valmorain vino a mi casa. Lo bajaron entre dos esclavos de su coche y lo trajeron en vilo hasta la puerta. Estaba muy envejecido. «Por favor, Tété, quiero ver al niño», me pidió con la voz cascada. Y yo no tuve corazón para dejarlo afuera.
– Lamento mucho lo de Rosette… Te prometo que no tuve nada que ver con eso.
– Lo sé, monsieur.
Se quedó mirando a nuestro nieto por mucho rato y después me preguntó su nombre.
– Justin Solar. Sus padres escogieron ese nombre, porque quiere decir justicia. Si hubiera sido una niña, se habría llamado Justina -le expliqué.
– ¡Ay! Espero que me alcance la vida para enmendar algunos de mis errores -dijo, y me pareció que iba a llorar.
– Todos nos equivocamos, monsieur.
– Este niño es un Valmorain por padre y madre. Tiene ojos claros y puede pasar por blanco. No debería criarse entre negros. Quiero ayudarlo, que tenga una buena educación y lleve mi apellido, como corresponde.
– Eso debe hablarlo con Maurice, monsieur, no conmigo.
Maurice recibió en la misma carta la noticia de que había nacido su hijo y Rosette había muerto. Se embarcó de inmediato, aunque estábamos en pleno invierno. Cuando llegó, el pequeño había cumplido tres meses y era un chico tranquilo, de facciones delicadas y ojos verdes, parecido a su padre y a su abuela, la pobre doña Eugenia. Lo apretó en un abrazo largo, pero Maurice estaba como ausente, seco por dentro, sin luz en la mirada. «A usted le tocará cuidarlo por un tiempo, maman», me dijo. Se quedó menos de un mes y no quiso hablar con monsieur Valmorain, a pesar de lo mucho que se lo pidió su tío Sancho, quien ya había vuelto de España. El Père Antoine, en cambio, que siempre anda enmendando entuertos, se negó a servir de intermediario entre padre e hijo. Maurice decidió que el abuelo podía ver a Justin de vez en cuando, pero sólo en mi presencia, y me prohibió aceptar nada de él: ni dinero, ni ayuda de ninguna clase y mucho menos su apellido para el niño. Dijo que le hablara a Justin de Rosette, para que siempre estuviera orgulloso de ella y de su sangre mezclada. Creía que su hijo, fruto de un amor inmenso, tenía el destino marcado y haría grandes cosas en su vida, las mismas que él quería hacer antes de que la muerte de Rosette le quebrara la voluntad. Por último me ordenó que lo mantuviera alejado de Hortense Guizot. No tenía necesidad de advertírmelo.
Pronto mi Maurice se fue, pero no volvió donde sus amigos de Boston, sino que abandonó sus estudios y se convirtió en un viajero incansable: ha recorrido más tierra que el viento. Suele escribir unas líneas y así sabemos que está vivo, pero en estos cuatro años ha venido una sola vez a ver a su hijo. Llegó vestido con pieles, barbudo y oscuro de sol, parecía un kaintock. A su edad, nadie se muere de un corazón roto. Maurice sólo necesita tiempo para cansarse. Caminando y caminando por el mundo se irá consolando de a poco y un día, cuando ya no pueda dar un paso más de fatiga, se dará cuenta de que no se puede escapar del dolor; hay que domesticarlo, para que no moleste. Entonces podrá sentir a Rosette a su lado, acompañándolo, como la siento yo, y tal vez recupere a su hijo y vuelva a interesarse por el fin de la esclavitud.
Zacharie y yo tenemos otro niño, Honoré, que ya comienza a dar sus primeros pasos de la mano de Justin, su mejor amigo y también su tío. Queremos más hijos, aunque esta casa nos queda estrecha y no estamos jóvenes, mi marido tiene cincuenta y seis y yo cuarenta, porque nos gustaría envejecer entre muchos hijos, nietos y bisnietos, todos libres.
Mi marido y Fleur Hirondelle todavía tienen la casa de juego y siguen asociados con el capitán Romeiro Toledano, que navega por el Caribe transportando contrabando y esclavos fugitivos. Zacharie no ha conseguido crédito, porque las leyes se han puesto muy duras para la gente de color, así que la ambición de poseer varias casas de juego no le ha resultado. En cuanto a mí, vivo muy ocupada con los niños, la casa y los remedios para el doctor Parmentier, que ahora preparo en mi propia cocina, pero por las tardes me doy tiempo para un café con leche en el patio de las buganvillas de Adèle, donde acuden las vecinas a conversar. A madame Violette la vemos menos, porque ahora se junta principalmente con las damas de la Société du Cordon Bleu, todas muy interesadas en cultivar su amistad, ya que ella preside los bailes y puede determinar la suerte de sus hijas en el plaçage. Se demoró más de un año en reconciliarse con don Sancho, porque deseaba castigarlo por sus devaneos con Adi Soupir. Conoce la naturaleza de los hombres y no espera que sean fieles, pero exige que al menos su amante no la humille paseándose en el dique con su rival. Madame no ha podido casar a Jean-Martin con una cuarterona rica, como planeaba, porque el muchacho se quedó en Europa y no piensa regresar. Loula, que apenas puede caminar por la edad -debe de tener más de ochenta años-, me contó que su príncipe dejó la carrera militar y vive con Isidore Morisset, ese pervertido, quien no era un científico, sino un agente de Napoleón o de los Laffitte, un pirata de salón, como ella asegura entre suspiros. Madame Violette y yo nunca hemos vuelto a hablar del pasado, y de tanto guardar el secreto hemos acabado convencidas de que ella es la madre de Jean-Martin. Muy rara vez pienso en eso, pero me gustaría que un día se juntaran todos mis descendientes: Jean-Martin, Maurice, Violette, Justin y Honoré y los otros hijos y nietos que tendré. Ese día voy a invitar a los amigos, cocinaré el mejor gumbo créole de Nueva Orleans y habrá música hasta el amanecer.
Zacharie y yo ya tenemos historia, podemos mirar hacia el pasado y contar los días que hemos estado juntos, sumar penas y alegrías; así se va haciendo el amor, sin apuro, día a día. Lo quiero como siempre, pero me siento más cómoda con él que antes. Cuando era hermoso, todos lo admiraban, en especial las mujeres, que se le ofrecían con descaro, y yo luchaba contra el temor de que la vanidad y las tentaciones lo alejaran de mí, aunque él nunca me dio motivos de celos. Ahora hay que conocerlo por dentro, como lo conozco yo, para saber lo que vale. No me acuerdo cómo era; me gusta su extraño rostro quebrado, el parche en el ojo muerto, sus cicatrices. Hemos aprendido a no discutir por pequeñeces, sólo por lo importante, que no es poco. Para evitarle inquietudes y molestias, aprovecho sus ausencias para divertirme a mi manera, ésa es la ventaja de tener un marido muy ocupado. No le gusta que yo ande descalza por la calle, porque ya no soy esclava, que acompañe al Père Antoine a socorrer pecadores en El Pantano, porque es peligroso, ni que asista a las bambousses de la plaza del Congo, que son muy ordinarias. Nada de eso se lo cuento y él no me pregunta. Ayer mismo estuve bailando en la plaza con los tambores mágicos de Sanité Dédé. Bailar y bailar. De vez en cuando viene Erzuli, loa madre, loa del amor, y monta a Zarité. Entonces nos vamos juntas galopando a visitar a mis muertos en la isla bajo el mar. Así es.