– Me hubiese jugado la cabeza -dice Tomatis.

– ¡Tomatis! -exclama Pichón, llamándolo por su apellido con el fin de adoptar un tono paródico de reproche. Y después-: No estamos en ningún garito.

– De todas maneras, hasta la cabeza la tiene hipotecada -dice Soldi-. Aunque quisiese, no podría jugársela.

Tomatis levanta las manos a la altura del pecho, las palmas, más claras que el dorso tostado, hacia el exterior, para defenderse de ataques, críticas y objeciones, y, sacudiendo la cabeza sobre la que según Soldi pesaría una supuesta hipoteca, profiere con aire apodíctico y doctoral:

– Quiero decir que la solución me parecía evidente desde el principio.

– Lo que pasa -dice Pichón- es que a esta altura del relato no hemos llegado a la solución, sino al comienzo del problema.

– Suspenso barato -dice Tomatis, dirigiéndose no a Pichón, sino a Soldi, pero señalando a Pichón con un movimiento de cabeza significativo que, traducido a palabras, podría querer decir: Te hago notar los métodos poco recomendables que emplea este individuo para embaucarnos con su historia.

– Ya se verá -dice Pichón-. Por ahora comamos algo.

Las palabras que acaba de pronunciar han coincidido con la llegada del mozo, al que ha estado viendo venir en dirección a la mesa por el sendero de ladrillo molido. Los tres primeros vasos de cerveza ya están vacíos desde hace rato, de modo que, conciente de su tardanza, el mozo comienza por depositar sobre la mesa tres otras cervezas doradas, coronadas por un buen cuello de espuma blanca, para seguir en seguida con los platos, a saber un salamín ya pelado y cortado en rodajas, un potecito chato de aceitunas verdes en aceite, un par de porciones de pizza a la napolitana (tomate, mozzarella y orégano) que, sacadas sin duda de un círculo entero de pizza, han debido tener durante unos instantes una forma triangular, pero que ahora se presentan divididas en muchas subporciones de formas geométricas irregulares y, por último, después de la canastita metálica llena de rebanadas ovales de pan, el plato principal, o sea las milanesas picadas todavía calientes, decoradas de pickles y de cuartos amarillos y jugosos de limón. Escarbadientes, cubiertos, sal, savora, más los ingredientes reglamentarios que acompañan la cerveza, completan la descarga del contenido de la bandeja en la que, cuando ya no queda más nada en ella, el mozo comienza a cargar los vasos y los platitos de ingredientes vacíos.

– Que no tarden tanto las próximas -dice Tomatis, con un tono lastimero de súplica que, en el fondo, es una advertencia o un reproche.

– No -dice el mozo-. Es que estaban cambiando el barril.

– Me di cuenta por el cuello -dice Tomatis.

El mozo simula no oír y únicamente Tomatis se ríe de su propia réplica, que ha sido supuestamente chispeante y sin intención de herir, pero que ha dado la impresión de ofender al mozo, el cual, sin hacer ningún comentario, se aleja en dirección al bar. Pichón espera que esté suficientemente lejos de la mesa para reconvenir a Tomatis:

– Ignoraba tu insobornable purismo.

– Toda cocha debe cher perfechta en chu hénero – dice Tomatis, a quien la masticación de un trapecio irregular de pizza caliente dificulta la pronunciación, obligándolo a modificar las eses y a transformar la ge de género en una hache excesivamente aspirada. Pichón se vuelve hacia Soldi.

– Admito que él está en conformidad con su propio credo -dice.

Llevándose un pedazo de pan a la boca, Soldi asiente en silencio y después, mientras mastica, fija la vista, más allá de la parecita blanca de balaustres y de la calle oscura, en el edificio achatado de la Terminal de Ómnibus a la que, como ha podido observarlo varias veces, aunque fue construida hace ya veinte años, Pichón le dice todavía la Terminal Nueva, por la única razón de que fue inaugurada después de su partida. Más que nunca, mientras oye dialogar a Pichón y a Tomatis, tiene la impresión de estar asistiendo a una comedia de la que él es el único espectador, y vuelve a preguntarse si, cuando están solos, los dos amigos hablan de las mismas cosas y de la misma manera. Parecen tan bien instalados en el presente, tan dueños de sus palabras y de sus actos, tan bien recortados como caracteres diferentes y complementarios, que son como esos actores en plena actuación que, por lo que dura la obra, gozan del privilegio de vivir para lo exterior, o de ser ellos mismos puramente exteriores, al abrigo de las hilachas de pensamiento, de los sentimientos contradictorios, de las sensaciones extrañas y de las imágenes fragmentarias, incomprensibles y voraces, independientes de toda lógica y de toda voluntad, que forman el tejido íntimo de la vida. Dan la impresión de estar a salvo de la cenestesia, de la indecisión, de la angustia. Durante unos segundos, Soldi los considera con severidad, pero casi de inmediato, y en forma inesperada, se pregunta si no son realmente así, exteriores, y tan en orden consigo mismos, y tan resignados al fluir monótono y riesgoso, sin sentido y sin solución de la vida, que, a fuerza de no esperar más nada de ella, han adquirido una especie de serenidad.

Es obvio que se equivoca. Por ejemplo, del día transcurrido, cada uno trae, además de vivencias comunes, imágenes, sensaciones, recuerdos propios que son inaccesibles al lenguaje e incomunicables, por decirlo de algún modo, hasta el confín de la eternidad, pero también la irritación de viejas llagas que los dos creían cicatrizadas y que, de un modo levísimo por supuesto, han empezado otra vez a sangrar. En la época de la desaparición del Gato y Elisa, Héctor y Tomatis se ocuparon de hacer lo necesario para tratar de ubicarlos, sin ningún resultado por otra parte, pero Pichón se negó a venir, argumentando que de todos modos no reaparecerían, y que él tenía ahora otra familia en Europa que dependía de él, y de la que él dependía, y que no estaba dispuesto a separarse de ella. Héctor lo informaba regularmente de las búsquedas hasta que por fin, sin obtener ningún resultado, las abandonaron, pero durante casi dos años, Tomatis y Pichón dejaron de escribirse. A decir verdad, Tomatis dejó de contestar las cartas de Pichón, que demoró unos meses antes de comprender la razón del silencio y abstenerse de seguir escribiéndole. Y, al cabo de dos años, cuando Pichón menos se lo esperaba, fue Tomatis el que recomenzó la correspondencia con una carta larguísima, donde le decía que, después de meses y meses de reflexiones amargas y contradictorias, había terminado por comprender que esa prudencia excesiva de parte de Pichón era en realidad miedo, pero no miedo de correr, como se dice, la misma suerte que su hermano, sino, por el contrario, miedo de afrontar la comprobación directa de que el inconcebible ente repetido, tan diferente en muchos aspectos, y sin embargo tan íntimamente ligado a él desde el vientre mismo de su madre que le era imposible percibir y concebir el universo de otra manera que a través de sensaciones y de pensamientos que parecían provenir de los mismos sentidos y de la misma inteligencia, se hubiese evaporado sin dejar rastro en el aire de este mundo, o peor todavía, que en su lugar le presentaran un montoncito anónimo de huesos sacados de una tierra ignorada.

Esta tarde, de vuelta de lo de Washington, cuando le ha mostrado desde la lancha a su hijo la casa de Rincón en el recodo del Ubajay, a Pichón le ha parecido que la expresión de Tomatis se ensombrecía un poco. A pesar del desplazamiento tranquilo de la lancha, del aire benévolo que corría, del sol del atardecer que atenuaba un poco la fiebre del día caluroso, Pichón tiene una reminiscencia amarga de ese momento, y no solamente a causa de Tomatis, sino también de su propio hijo, en quien la apatía deliberada de su reacción no alcanzó a disimular del todo una emoción violenta, que Pichón atribuye a las imágenes penosas que conserva el adolescente de los tiempos terribles de la desaparición del Gato y de Elisa. Sus dos hijos lo habían visto llorar por primera vez, y andar por la casa con los ojos enrojecidos, insensible a lo exterior, durante semanas enteras. De modo que Soldi se equivoca si cree que Pichón y Tomatis, compactos y al parecer a sus anchas en el presente, escapan al tironeo constante o al chisporroteo que, igual que en el cielo estrellado, estalla a cada momento en la negrura interna. Lo que pasa es que, por una especie de complicidad estilística, adquirida después de años de conocerse, cristalizados en una convención tácita, han aprendido a no mostrarlo demasiado.

También la sensación de estar ante un Pichón ligeramente diferente perturba a Tomatis. Cuando lo ha visto inclinarse ante el dactilograma, en el cuarto de trabajo de Washington, le ha parecido que manifestaba un interés simulado, condescendiente y, a causa de eso, Tomatis ha sentido una leve humillación, pensando que tal vez a Pichón los conflictos locales lo dejan indiferentes y, un poco más tarde se le ha ocurrido que ha sido más por cortesía que por verdadero interés que, durante el regreso en lancha, Pichón le ha pedido a Soldi un resumen oral de la novela. Aunque ha mantenido con él, a propósito del dactilograma, una correspondencia frecuente y vivaz, Tomatis cree que, como sucede con tantas otras cosas, lugares, objetos, amores, como la anticipación imaginaria de la experiencia es siempre más intensa que la experiencia misma, al llegar a la ciudad Pichón ha sido súbitamente invadido por la indiferencia, el hastío o el desgano. En todo caso, la apatía efectiva de Pichón, que en el Gato llegaba hasta la impasibilidad y a veces hasta la apariencia de crueldad, que la vivacidad de sus cartas le ha hecho olvidar, tiene por momentos para Tomatis, y Tomatis no se abstiene de mantenerlo en la zona clara de su mente para analizarlo con frialdad, algo de inaceptable y de hiriente.

Pero todo eso no influye para nada en sus relaciones. Cada uno se atribuye a sí mismo la falta, y así como Tomatis piensa que la causa de esa sensación de humillación debe buscarla en sí mismo y no en el modo de ser de Pichón, Pichón hace ya varios años que viene reprochándose secretamente el no haber venido cuando la desaparición del Gato y de Elisa y, desde que está de vuelta en la ciudad, considera que es una prolongación de esa actitud el no haber querido ni siquiera visitar la casa de Rincón y el departamento de su madre antes de la venta. En su fuero interno, autoriza y acepta la interpretación que los otros pueden hacer de su comportamiento, y los otros son en la actualidad dos personas, Héctor y Tomatis. Pero Héctor está por el momento en Europa -Pichón lo ha alojado con frecuencia en París en los últimos años-, de modo que Tomatis es su único juez, y aunque sabe que Tomatis nunca lo expresará con palabras, con miradas o con actitudes significativas, Pichón ha decidido considerar de antemano como justo, sea cual fuere, su veredicto.

– Quiero decir -dice Tomatis, inclinándose con decisión hacia la fuente de milanesas, y retomando la conversación interrumpida por la llegada del mozo- que el galgo y su presa, para usar tus propias palabras, razonan siempre de la misma manera.

– Estamos de acuerdo -dice Pichón-. Pero quiero contarles esta historia hasta el final. Salió en todos los diarios.

– ¿Esa sería la prueba de su veracidad? -objeta Soldi, abriendo la boca oculta por la barba negra como una gruta por una maraña de vegetación carbonizada, e introduciendo en la boca abierta una aceituna verde oscuro y, casi inmediatamente después, sin siquiera haber devuelto el carozo, una rodaja rojiza de salamín. Y mientras mastica, piensa que ese argumento, blandido tantas veces por Tomatis, ha debido parecerle a Pichón una prueba de la influencia excesiva, y tal vez corruptora, que Tomatis ejerce sobre su persona. Está por avergonzarse de haberlo proferido, pero su instinto de conservación lo induce a pensar que, después de todo, él es joven, inteligente, rico, culto, y que tiene toda la vida por delante, de modo que le importa poco que el aprecio real que siente por Tomatis pueda ser interpretado por los otros como un signo de servilismo.

– No me refiero a la veracidad de la historia, sino a la mía -dice Pichón-. Si no me creen, les mando los diarios.

Indeciso, Soldi escupe el carozo de la aceituna en la palma de su mano, y después lo deja en un cenicero. Tomatis advierte su vacilación.

– No le hagas caso -dice-. Es un lugar común de la crítica francesa. Pichón se echa a reír.

– No, de veras -dice-. Salió en todos los diarios. Y, además, pasó a la vuelta de mi casa.

– Argumento irrefutable -dice Soldi con desdén, recuperando su aplomo y entrando nuevamente en el tono de la discusión, que consiste en definitiva en formular, de manera irónica, objeciones o aprobaciones, sin estar nunca demasiado seguro de que han sido aceptadas o siquiera comprendidas por los otros-. Desgraciadamente, el autor de En las tiendas griegas ya se ha abocado a ese problema.

De manera un poco ostentosa y convencional, Pichón enarca las cejas y asume una expresión interrogativa, destinada a significar más o menos: por lo que me transmitieron de ese texto, no me parece haber entendido que tratara de esa cuestión.

Los dos soldados -dice Soldi-. Los dos soldados de guardia en la tienda de Menelao.

Y ante el interés de Pichón y de Tomatis, que lo estimula y lo embriaga levemente, y que transparenta mucho -tal vez un poco demasiado- en sus expresiones, Soldi explica que del Soldado Viejo y el Soldado Joven -los dos personajes principales de la novela-, el Soldado Joven, que acaba de llegar de Esparta hace apenas unos días, es el que más sabe de la guerra. El Soldado Viejo, que está desde hace diez años en la llanura de Escamandro -la mayor parte de la novela transcurre la noche que precede la introducción del Caballo y por lo tanto la destrucción de la ciudad- no ha visto nunca un solo troyano, en todo caso de cerca, debido quizás a que forma parte del personal de Menelao, que se ocupa de los problemas de intendencia y de seguridad en retaguardia, y para él esa palabra, troyano, evoca únicamente unas figuras humanas diminutas, debatiéndose contra los griegos en un punto de la llanura, y después en otro, y más tarde en un tercero, y así sucesivamente. Cuando Menelao, al comienzo del sitio, encabezando una embajada, había entrado en la ciudad para ir a reclamar a Helena (a la que él nunca había visto), le había tocado quedarse de guardia en el campamento. Y si venía alguna embajada troyana a parlamentar, era siempre en la tienda de Agamenón que la recibían. Para él, Troya era una muralla gris que se elevaba a lo lejos y en la cual, de tanto en tanto, veía pasearse una silueta vagamente humana. En cuanto a las hazañas del héroe cuyo sueño estaban protegiendo en ese mismo momento, el Soldado Viejo no sabía casi nada, tal vez porque en todos los años que había estado a su servicio, su jefe apenas si le había dirigido dos o tres veces la palabra. El Soldado Joven, en cambio, estaba al tanto de todos los acontecimientos, hasta el más insignificante, que habían tenido lugar desde el comienzo del sitio. Y no únicamente él, sino toda Grecia, lo que equivalía a decir el universo entero. Todos los hechos relativos a la guerra les eran familiares hasta al más oscuro de los griegos. Incluso las criaturas que habían nacido cuatro o cinco años después del comienzo de las hostilidades, remedaban los hechos más salientes en sus juegos: todos querían ser Aquiles, Agamenón, Ulises, y únicamente contra su voluntad aceptaban el papel de Paris, de Héctor, de Antenor. Hasta los que todavía gateaban querían ir a recoger el cadáver de Patroclo, lo mismo que los hombres hechos y derechos que, erguidos sobre sus miembros vigorosos, adoptaban en la plaza pública actitudes que creían imitar de Filoctetes o de Ayante, o los viejos que, ayudándose con un bastón, que solían revolear en la fiebre de sus relatos, andaban por los caminos repitiendo las hazañas que todo el mundo conocía de memoria y que sin embargo nadie se cansaba de escuchar. En las noches de invierno, cuando caía la nieve en las montañas solitarias, familias enteras, señores y criados, amos y esclavos, hombres y mujeres, adultos y criaturas, se apretujaban alrededor del fuego para escuchar, por milésima vez, los relatos. Si un viajero atravesaba algún lugar desierto, y se cruzaba con un algún desconocido, o con algún pastor que cuidaba su rebaño desde hacía meses en algún valle perdido, apenas habían intercambiado un saludo convencional, el tema de la guerra se instalaba en la conversación. De vuelta de una de esas temporadas, un pastor pretendió que una mañana sus cabras, inexplicablemente, se habían puesto a gemir desconsoladas, y que él se había enterado un poco más tarde por un viajero de que había sido el día de la muerte de Patroclo. Al Soldado Viejo, todos esos nombres de héroes se le mezclaban en la cabeza, porque tenía muy poco contacto con ellos e ignoraba la mayor parte de las hazañas que al Soldado Joven le parecían tan gloriosas. Los pocos efectos palpables de la guerra para el Soldado Viejo, se resumían en dos o tres hechos concretos: un día, por ejemplo, después de una batalla de la que todo el mundo comentaba que había sido muy violenta, pero de la que él no había visto más que una nube de polvo en un punto lejano de la llanura, su jefe había vuelto ligeramente herido, y varias veces también había podido deducir del humor de Menelao, si el curso de los acontecimientos era favorable o adverso a los griegos. Una cosa parecía segura: había una guerra, porque alguno de sus viejos camaradas que habían sido seleccionados para la acción nunca volvieron al campamento, y porque a veces faltaban el pan y el aceite -nunca en la mesa de los jefes desde luego- y otras cosas similares, lo que era signo de tiempos difíciles. Si se hubiese topado con Ulises o Agamenón, el Soldado Viejo no los hubiese reconocido. Cuando los otros jefes venían a la tienda de Menelao, siempre lo hacían en grupo, y cuando venían solos, al Soldado Viejo le costaba igualmente distinguirlos. De todas maneras, a su edad -en realidad apenas si tenía cuarenta años- ya había aprendido desde hacía tiempo que al soldado raso le conviene ser ciego, sordo y mudo y tratar de pasar completamente desapercibido. Para el Soldado Joven era exactamente lo contrario: tampoco él había visto nunca a Helena, pero conocía todas las historias, anécdotas y leyendas que circulaban sobre ella. Sabía de ella probablemente más que su marido y que el amante troyano -el nombre de Paris al Soldado Viejo no le decía nada- que, infringiendo las leyes de la hospitalidad, la había seducido y secuestrado en ausencia de Menelao. Más aún: afirmaba que Helena era la mujer más hermosa del mundo, y la consideraba también como la más casta, porque un rey de Egipto que había dado alojamiento a la pareja durante un alto en su viaje hacia Troya, cuando descubrió el secuestro, expulsó a Paris y, gracias a manipulaciones mágicas, fabricó un simulacro de Helena tan semejante al original que Paris se la había llevado consigo a Troya creyendo que era la verdadera, la cual, según el Soldado Joven había oído decir, seguía todavía en Egipto, donde había envejecido considerablemente, esperando la vuelta de su marido. A lo cual el Soldado Viejo contestó (según Soldi memorablemente, y en la novela con mejores palabras que las que él estaba transmitiéndoles en forma sucinta) que, si todo eso era cierto, la causa de esa guerra era un simulacro, lo cual en cierto modo no cambiaba nada para él, porque teniendo en cuenta lo poco que sabía de ella, no únicamente su causa, sino también la guerra misma era un simulacro y que, si algún día volvía a Esparta y alguien le pedía que contase la guerra, se encontraría en una situación delicada, pero si le quedaba algún ocio en su vejez, lo dedicaría a informarse de todos esos acontecimientos tan conocidos en el mundo entero y que el Soldado Joven acababa de referirle.

Satisfecho de la larga explicación de Soldi, Tomatis deja de mirarlo y ausculta con cierta expectativa la cara de Pichón, para ver si las palabras de Soldi han producido el efecto que él desearía, a saber que Pichón esté tan interesado en la novela como en la personalidad del albacea literario -designado por la hija gracias a las maniobras del propio Tomatis- de Washington. Y como considera que de ese efecto depende también un poco su propia reputación, la sonrisa pensativa de Pichón lo tranquiliza. Él conoce bien, desde hace más de treinta y cinco años, esa sonrisa, en la que hay al mismo tiempo reconocimiento, simpatía y reflexión, y que anuncia siempre una réplica, precedida de un corto silencio. Y la réplica llega:

– El Soldado Viejo posee la verdad de la experiencia y el Soldado Joven la verdad de la ficción. Nunca son idénticas pero, aunque sean de orden diferente, a veces pueden no ser contradictorias -dice Pichón.

– Cierto -dice Soldi-. Pero la primera pretende ser más verdad que la segunda.

Pichón se inclina para atravesar con su escarbadientes un pedacito de milanesa y, elevándolo al mismo tiempo que endereza su cuerpo, lo mantiene suspendido en mitad de camino hacia la boca.

– No lo niego -dice-. Pero a la segunda, ¿por qué le gusta tanto venderse en las casas públicas?

– ¡Qué nivel de ideas! -dice Tomatis, ironizando en forma demostrativa, pero realmente contento del diálogo que acaba de escuchar, aunque también levemente amoscado porque hubiese querido intervenir con alguna observación inteligente, y a pesar de sus muchos esfuerzos no se le ha ocurrido ninguna. De modo que, después de tomar un trago de cerveza, decide sondear a Pichón para asegurarse de su interés genuino por el dactilograma. ¿Esta tarde, cuando estaban en el cuarto de trabajo de Washington, Pichón, mientras observaba el dactilograma, no ha pensado ciertas cosas que ha preferido no expresar en voz alta o acaso él, Tomatis, se equivoca? Y al oírlo, Pichón se echa a reír, como el bromista que acaba de ser descubierto durante la preparación de su broma y con esa risa subraya no solamente el carácter inocente de sus manipulaciones, sino también la perspicacia del que las ha descubierto. Pichón dice que, en efecto, lo primero que ha comprendido, al fijar la vista en la copia de En las tiendas griegas, es que Washington de ninguna manera podría ser el autor, pero que su instinto de conservación lo disuadió de proferir esa opinión en presencia de la hija. Tomatis aprueba las palabras de Pichón en forma decidida, con fuertes sacudimientos de cabeza y golpes repetidos de escarbadientes sobre una aceituna verde que no logra atrapar, hasta que decide servirse de los dedos, pero Soldi, sin estar enteramente en desacuerdo con la actitud de Pichón, piensa que debe mostrarse circunspecto para no traicionar de modo tan abierto la confianza que Julia ha depositado en su persona. La irracionalidad de Julia, que irrita tanto a Tomatis, despierta en él cierta compasión, y en su devoción tardía a la memoria de Washington, le parece adivinar menos hipocresía o interés que la búsqueda, después de haberlo perdido casi todo en la vida, de una razón para darle algún sentido a su fin.

– No tiene por qué ser un autor local -dice Tomatis.

– Si es un autor local, tal vez existan otras copias en la ciudad -dice Pichón.

– He estado haciendo averiguaciones -dice Soldi-. Ni rastro de otras copias.

– No tiene por qué ser un autor local -repite Tomatis, que, a veces, si no recibe una aprobación explícita de sus interlocutores, tiene la convicción, que lo saca un poco de la realidad, de no haber sido oído-. Tal vez la escribió alguno de los amigos anarquistas de Washington, de cuando estuvo en Buenos Aires o en el Paraguay, y le mandó una copia en los años treinta o cuarenta.

Un tumulto brusco lo interrumpe. Pichón alza la cabeza y apunta con el dedo hacia la altura, en dirección de las luces y de las copas de los árboles.

– Las bailarinas -dice-. Tormenta.

Soldi y Tomatis alzan a su vez la cabeza: salidas quién sabe de dónde, de la noche, de la nada, miles y miles de maripositas blancas se arremolinan alrededor de las luces que cuelgan de los árboles y de las paredes blancas que limitan el patio. Girando rápidas sobre sí mismas, entrechocándose, precipitándose contra las lámparas encendidas, producen un estridor múltiple y una agitación inesperada y blanquecina en la altura, atrayendo la atención de los clientes del restaurante, que las observan y las señalan y las hacen entrar, con la misma imprevisibilidad repentina con la que aparecieron en el patio, en la zona clara de sus conciencias y en sus conversaciones. El mismo tumulto intempestivo que se agita en el patio, se representa Tomatis, debe estar formando el mismo rumor alrededor de todas las luces de la ciudad, y probablemente de toda la región, la misma larva alada, temblorosa y ciega, repetida porque sí, con simultaneidad vertiginosa, en millones y millones de ejemplares salidos bruscos de los pantanos nocturnos, para estremecerse un momento en las inmediaciones de la luz, y después caer girando febrilmente sobre sí mismas en la tierra oscura, hasta inmovilizarse por completo. Mañana serán como un tendal de florcitas secas, quebradizas y deshechas, ya sin dar el menor signo de haber sido alguna vez materia viva, substancia vegetativa y vibratoria, forma obsecada y maniática, escrupulosamente idéntica a sí misma en la que todo ha sido previsto menos la finalidad, y salida, como tantas otras, del chorro único que, bajo la apariencia engañosa de eternidad, no es menos insensato y efímero.

– Sí -dice Tomatis-. Las bailarinas. Fijo que acaban con el verano.

Y, echándose contra el respaldo de su silla, deja caer hacia atrás la cabeza, tratando de auscultar, más allá de las copas enormes de las acacias y de los penachos de las palmeras, aparentemente sin resultado, el cielo oscuro. Gotas de sudor, que le han brotado en la frente, le corren rápidas por las sienes hasta las orejas, y cuando llegan al borde de la mandíbula, cerca de los lóbulos, caen al vacío empapando el cuello de la camisa azul. La piel tostada de la cara, de los brazos, del cuello, parece tan gruesa como el cuero, y fuerte, casi impenetrable, y como el cuero también, en ciertas porciones de su superficie, en la frente, alrededor de los ojos y de la boca, está un poco ajada y arrugada. Observándolo, Pichón se alegra interiormente de encontrarle un aspecto tan saludable, ilusión que se acentúa porque Tomatis, casi en la orilla de los cincuenta años, conserva todavía bastante cabello revuelto y oscuro. Una impresión instantánea y fugaz, pero muy intensa, de continuidad o tal vez de permanencia lo transporta mientras lo observa, como si a través de la invariabilidad física de Tomatis, que cuando tenía veinte años parecía más viejo de lo que era y ahora que tiene casi cincuenta más joven de lo que es, pudiese verificarse no tanto la mansedumbre del tiempo como su inexistencia. Únicamente el presente le parece real, y tan inseparable del espesor de las cosas, tan confundido con la extensión palpable del mundo, que su dimensión temporal está como abolida. El tiempo y sus amenazas se le presentan ahora como una leyenda, colorida y terrible a la vez, a la que, refugiado en la rudeza rugosa y clara del presente, ya no considera necesario seguir dándole crédito. La camisa verde claro, casi fluorescente de Soldi, vibra en el aire nocturno del patio y el rumor de las bailarinas en la altura, alrededor de las luces, después de su aparición súbita, más los clientes sentados en sus sillas blancas de hierro forjado, más el gusto del trago de cerveza que acaba de tomar, más la sensación de frescura que, después de depositar el vaso vacío en la mesa, le ha quedado en la yema de los dedos, más el fondo móvil del restaurante, con la pared blanca, el techo de paja y el personal que trabaja cerca del bar y de la cocina y se dispersa después por los senderos rojos de ladrillo molido, más las copas inmóviles de los árboles, las guirnaldas de lamparitas de colores, los platos y los vasos sobre la mesa, todas esas presencias familiares y al mismo tiempo enigmáticas, como si acabaran de florecer, compactas y nítidas, de un grumo de nada, parecen haber bloqueado el fluir del cambio, dejándolo en un exterior improbable y distante, como si el presente crudo transcurriera en una bola de vidrio sobre la que las gotas de tiempo, sin poder adherir a la cápsula lisa y transparente, resbalan hacia un abismo de eternidad desmantelada y negra.

Durante un par de minutos, siguen comiendo en silencio, pinchando sin orden ni método, casi como si obedecieran, de un modo mecánico, a caprichos musculares sucesivos, los pedacitos de alimentos, rodajas circulares y rojas de salamín, aceitunas de un verde sombrío, ovoides y lustrosas, que reposan sobre un fondo de aceite, segmentos irregulares de triángulo de las subporciones de pizza cubiertos de una capa marfilina de mozzarella fundida bajo la que emergen manchitas rojo vivo de tomate, copos blancos de pororó, cuya forma en gran parte aleatoria, que tal vez únicamente podría analizar la teoría de las catástrofes, resulta de la explosión de los granos de maíz blanco cuando la sartén alcanza determinada temperatura.

– Hay un detalle importante que he omitido hasta ahora -dice de pronto Pichón, cruzando fugaz y sucesivamente la mirada con sus dos interlocutores para asegurarse de que ya se han dispuesto a seguir prestándole atención-. Después de la separación, Lautret empezó a tener una relación íntima con Caroline, la mujer de Morvan. Morvan, si bien el hecho le parecía obvio y hasta indiferente, lo sospechaba. Ignoraba de qué clase eran exactamente esas relaciones, pero sabía que Lautret y su ex mujer se veían a menudo y que ninguno de los dos le había hablado con franqueza de esos encuentros. Como había sido él mismo el que había suscitado la separación con Caroline, Morvan sabía que no tenía ningún derecho sobre ella. Hubiese preferido que actuasen de manera menos encubierta, aunque se daba cuenta de que era Caroline la que debía haber impuesto esa discreción: a pesar de haber aceptado con serenidad razonable la separación, puesto que habían dejado de entenderse en muchos planos a la vez, Caroline hubiese preferido continuar su vida común con Morvan, a quien respetaba y a quien había realmente querido durante muchos años. En algún sentido, si era cierto que mantenía una relación con Lautret, se trataba de una especie de prolongación de sus relaciones con Morvan. No debemos olvidar que Lautret era el mejor amigo de Morvan, y que en las épocas más felices de su existencia, los tres se habían visto a menudo y habían constituido una especie de familia. Para Caroline -Morvan estaba seguro- una relación con Lautret en el plano sexual era, aparte de ese intento de permanecer en el círculo habitual de su vida afectiva, también de un modo paradójico e incluso contradictorio, una manera de escaparse de ese círculo con lo que tenía más a mano.

El caso de Lautret era diferente. De su vida afectiva inmadura y caleidoscópica, había quedado el rastro ya antiguo de un par de divorcios y de muchas tormentas conyugales. En ciertos períodos, cuando iba a visitar a los Morvan, venía todos los meses con una mujer diferente. De su paso por la Brigade Mondaine había conservado algunas relaciones en el ambiente de las prostitutas de lujo y, aunque algunos lo habían acusado en voz baja de proxenetismo, Morvan sabía que no era cierto y que Lautret utilizaba a esas mujeres en el marco de su trabajo de policía, aunque a veces se dejara vencer como se dice por la tentación. Lautret había reconocido los hechos ante Morvan, alegando que acostarse de tanto en tanto con una de esas mujeres formaba en cierto sentido parte de sus obligaciones profesionales. Morvan había estado siempre convencido de que a pesar de sus métodos y de su estilo de vida, que él desde luego nunca hubiese querido para sí mismo, Lautret era un policía más bien honesto y sin ninguna duda eficaz. Únicamente su relación con Caroline le venía produciendo desde un tiempo atrás cierto malestar, porque le parecía adivinar que Lautret, tal vez por haberlo idealizado demasiado, trataba de sustituirlo tanto en el plano afectivo como en el plano profesional. De alguna manera, la incomodidad que esa tendencia producía en Morvan se debía, no al hecho de que se sintiese traicionado o amenazado, sino al de revelar en Lautret cierta inconsecuencia que lo volvía distinto y vulnerable. Era como si Lautret fuese un poco dependiente de él y como si, a pesar de sus diferencias de temperamento, tan inmediatamente perceptibles desde el exterior, tratara de identificarse por todos los medios posibles, y sin ninguna deliberación aparente, con la personalidad de Morvan. Probablemente, Caroline lo había presentido también, desde mucho tiempo atrás: si siempre había tomado el partido de Lautret, no era porque lo considerara inocente, sino más bien no totalmente dueño de sus actos. No sé si dan cuenta de lo que estoy tratando de decir.

– Creo que -dice Tomatis.

– ¡Shhtt! -Pichón acompaña su chistido exagerado con un movimiento de la mano no menos imperativo, consistente en elevarla y dirigir la palma hacia Tomatis, como si fuera un agente de tránsito ordenando detenerse a un camión que llega a una bocacalle a toda velocidad-. Ya te va a tocar el turno. Pero por ahora silencio: aquí el que cuenta soy yo.

El mozo -mientras hablaba, Pichón lo ha estado viendo venir- llega con tres cervezas que deposita sin decir palabra en la mesa, una ante cada uno de los comensales y después, retirando los tres vasos vacíos de la cerveza anterior, se aleja de nuevo en dirección al bar por el sendero rojizo de ladrillo molido que chasquea bajo la suela de sus zapatos.

– Lo ofendiste para siempre -dice Soldi.

– Es posible -dice Tomatis-. Pero gracias a mí, ahora por lo menos la espuma tiene la altura que corresponde. Y está bien fría.

– No nos vas a recitar otra vez tu credo rigorista -dice Pichón.

– Sin falsa modestia -dice Tomatis- creo que este mundo pide a gritos que yo trate de mejorarlo.

– A mi juicio, empeoró con tu llegada -dice Pichón.

Ya empiezan otra vez con el espectáculo, piensa Soldi, a quien, al fin de cuentas, vaya a saber por qué razón, la historia que está contando Pichón, después de haberse desentendido del problema de que pueda ser ficticia o verdadera, ha empezado a interesarle, y las interrupciones de Tomatis, obstinado en dar a conocer su opinión a cada rato, lo irritan ligeramente. Pero debe reconocer que Tomatis, o en todo caso así parece indicarlo la expresión de su cara, escucha con profundo interés el relato de Pichón, y que incluso por momentos su concentración es tan grande que durante unos segundos se queda con la boca entreabierta, deteniendo totalmente la masticación. Cuando Pichón lo advierte, una sonrisa tenue y satisfecha se insinúa en sus labios.

– Ya llegará el momento de tu intervención -dice Pichón, valiéndose de una prosodia enigmática.

Una bailarina, cayendo desde la altura, choca contra su hombro, se desliza por la tela amarilla de su camisa y, sin dejar de aletear a tal velocidad que las alitas blancas parecen múltiples y transparentes, desaparece en el fondo del bolsillo. Con el pulgar y el índice de la mano izquierda Pichón tira hacia afuera el borde del bolsillo y mira en su interior, riéndose. Después mete dos dedos de la mano derecha, hurga un poco y saca la mariposa que sigue aleteando, excitada y veloz, la conserva un momento en la palma de la mano, y después la deja caer al suelo. En la punta de los dedos le quedan restos de un polvillo pegajoso y vagamente tornasolado.

– Esa complicación representaba un problema para Morvan -dice por fin-. No sólo lo inducía a desconfiar de sus propios razonamientos, que podían haber sido obnubilados por esa situación poco clara, sino también que, como debía haber algunos colegas que estaban al tanto, la sospecha de parcialidad y la falta de pruebas podían invalidar sus acusaciones. Morvan había comprendido que, si su hipótesis era justa, no podía confiársela a nadie antes de haber logrado probarla. Tenía que trabajar solo. Con la mirada fija en la carta reconstituida encima del escritorio, meditaba en la extraña tranquilidad con que consideraba la evidencia atroz que estaba analizando: su mejor amigo, al que desde hacía años lo unían el afecto, el respeto y la confianza, era el animal salvaje, la sombra inhumana y destructora que venía persiguiendo desde hacía nueve meses, y esa revelación repentina no había producido en su interior la más mínima vibración, aparte de cierto orgullo atenuado y un poco desdeñoso, como si hubiese resuelto un problema de lógica frente al que muchos otros antes que él hubiesen fracasado. La solución del problema lo había librado de inmediato de la impresión angustiosa de proximidad, e incluso de familiaridad, que los actos del hombre, o lo que fuese, le habían venido produciendo en los últimos tiempos. Y su falta de emociones, aparte tal vez de una piedad inexplicable y sorda, la aplicaba al hecho de que tal vez no era Lautret el autor de esos crímenes, sino una fuerza ignorada, parasitaria, desconocida incluso para el propio Lautret, y alojada en los pliegues íntimos de su ser desde los orígenes de su existencia, una presencia oscura semejante a un ídolo arcaico y sanguinario cuyo descubrimiento aportaría a su amigo la calma y la emancipación. Brusca, la chicharra del teléfono empezó a sonar, y los pedacitos de papel de la carta reconstituida se agitaron un poco, a causa tal vez de las ondas sonoras, de las vibraciones internas del aparato que se transmitieron al escritorio, o del sobresalto de Morvan, que a decir verdad fue más mental que físico. El agente de guardia le anunció a una tal Madame Mouton que estaba buscando al comisario Lautret, pero como el comisario no estaba en el despacho especial esa mañana, la mujer le había pedido que la comunicara con Morvan. Intrigado, Morvan esperó unos segundos, hasta que la voz todavía firme de una anciana empezó a resonar en su oído a través del aparato, una de esas voces desconocidas que llegan por teléfono y que, a causa de sus inflexiones, nos inducen a atribuirle a su emisor casi de inmediato una fisonomía imaginaria: Morvan vio a una mujer más que madura, todavía cuidadosa de su persona, viviendo sola en un departamento más bien confortable, y titular de una jubilación importante y de rentas jugosas como se dice, o sea con demasiada libertad económica como para resignarse a depender de nadie, aun cuando se tratase de la policía, pero también demasiado vieja como para que su insistencia, mal disimulada por una entonación mundana, no dejase transparentar una buena porción de ansiedad, y a todo eso Morvan agregó la observación suplementaria de que la protección policial que reclamaba encubría quizás fantasmas de algún otro tipo. De la marea de palabras, Morvan sacó en claro lo siguiente: ella había conocido al comisario Lautret una vez que había ido al despacho especial para informarse sobre la situación alarmante que creaban, para las personas de edad, todos esos crímenes espantosos que se estaban cometiendo en el barrio. El comisario había sido muy amable con ella y había prometido ir a visitarla una noche después del servicio para ver si el edificio en el que vivía y también su departamento observaban las normas de seguridad que había recomendado la policía. La víspera se lo había cruzado a la salida del supermercado, y el comisario le había prometido que iría a verla al día siguiente a las ocho de la noche -Es decir hoy, había repetido Madame Mouton en forma cada vez más perentoria- y ella llamaba por lo tanto para recordarle la cita. El comisario Lautret le había dicho que su visita sería de pura rutina, un simple pretexto para tomar un aperitivo y estrechar los vínculos entre la policía y el vecindario, pero ella acababa de escuchar por la radio la noticia sobre el crimen de la Folie Regnault, que quedaba cerca de su casa, y a decir verdad estaba bastante inquieta. Si se atrevía a molestarlo a Morvan, era porque el comisario Lautret le había dado también su nombre para el caso de que necesitase ayuda urgente y él, Lautret, estuviese ausente en ese momento. Morvan trató de tranquilizarla y, después de anotar su dirección y su número de teléfono, le prometió transmitir el mensaje a Lautret. Después colgó.

Un furor inesperado lo ofuscó durante un momento, como si el espectáculo y las consecuencias de veintiocho crímenes atroces le hubieran parecido menos graves que el cálculo paciente y cínico con que Lautret tejía su red mortal. Le parecía poder seguir por una especie de proyección mimética, cada uno de los pasos que iba dando la inteligencia de Lautret, dura, helada y cortante como una lámina de acero, para armar pieza por pieza la trampa que preparaba. Podía entender e incluso aceptar la violencia repentina de los accesos criminales, pero el álgebra obscena de lo que se preparaba le había hecho perder la calma durante unos minutos. Impaciente, se levantó desplazando con torpeza su sillón, y se dirigió a la ventana: en contradicción con la promesa de los dioses de que nunca perderían las hojas, porque debajo de uno de ellos, en Creta, después de haberla raptado en una playa de Tiro o Sidón, el toro intolerablemente blanco, con las astas en forma de medialuna violó a la ninfa aterrada, los plátanos del bulevar alzaban las ramas lustrosas, cargadas de nieve y de estalactitas afiladas, recortando en fragmentos irregulares el aire oscuro en la mañana de diciembre. Durante un buen rato, Morvan se quedó parado cerca de la ventana, inmóvil, con la vista clavada en la nieve revuelta y sucia, a causa de los rastros que los primeros peatones matinales habían dejado en la vereda de enfrente, entre dos bandas intactas de nieve inmaculada. La penumbra grisácea y brumosa era sin duda la claridad máxima que alcanzaría el día de invierno, y unas horas más tarde, un poco después del almuerzo, la oscuridad empezaría otra vez a cerrarse sobre él, Morvan, y sobre ese lugar llamado París, adherido sin razón aparente a ese punto de la costra terrestre, igual que un molusco de caparazón rugosa al pliegue no menos rugoso, duro y casual de una roca vagamente esférica. Durante unos segundos tuvo la convicción extraña y pasajera, pero que le dejó un atisbo de asombro y de intranquilidad, de que, en medio de esa acumulación de casualidades que urdían la textura del mundo, únicamente el hombre o lo que fuese que salía a repetir, casi cada noche, el rito invariable del que él mismo había establecido las leyes, había sido capaz de rebelarse y de crear, aunque más no fuese para sí mismo, un sistema inteligible y organizado. Algo hervía en el interior de Morvan, contrastando con la penumbra helada de la calle, más allá de los vidrios de las ventanas, que al tacto y a la vista parecían láminas de hielo. Con una precipitación que lo asombraba levemente de sí mismo, llamó al agente que atendía la centralita para decirle que no valía la pena buscar a Lautret por el llamado que acababa de recibir, que no era para nada urgente, y que él mismo se encargaría de transmitírselo cuando lo viera, pero pensando, mientras colgaba otra vez el tubo del teléfono, que de todos modos ni él ni nadie vería al comisario Lautret hasta el día siguiente, y que la única posibilidad de encontrarlo antes sería estar esa noche a las ocho en el departamento de Madame Mouton.

A pesar del frío, la víspera de Navidad obligaba a la gente a salir a la calle, y alrededor de la una, mientras se dirigía caminando despacio al restaurante -iba regularmente a un bar de vinos de la rue León Frot o a un restaurante chino de la avenida Parmentier- pudo comprobar que el Burguer King de la plaza estaba repleto. Familias enteras, cargadas de criaturas y de paquetes, hacían cola frente a las cajas o, instalados alrededor de una mesa en bancos inamovibles atornillados al piso, comían menúes idénticos en platos y vasos de cartón, aprovechando el respiro de corta duración en medio de su fatigosa carrera entre la reproducción y el consumo. Previstos rigurosamente de antemano por cuatro o cinco instituciones petrificadas que se complementan mutuamente – la Banca, la Escuela, la Religión, la Justicia, la Televisión – como un autómata por el perfeccionismo obsesivo de su constructor, el más insignificante de sus actos y el más recóndito de sus pensamientos, a través de los que están convencidos de expresar su individualismo orgulloso, se repiten también, idénticos y previsibles, en cada uno de los desconocidos que cruzan por la calle y que, como ellos, se han endeudado en una semana por todo el año que está por comenzar, para comprar los mismos regalos en los mismos grandes almacenes o en las mismas cadenas demarcas registradas, que depositarán al pie de los mismos árboles adornados de lamparitas, de nieve artificial y de serpentina dorada, para sentarse después a comer en mesas semejantes los mismos alimentos supuestamente excepcionales que podrían encontrarse en el mismo momento en todas las mesas de Occidente, de las que después de medianoche se levantarán, creyéndose reconciliados con el mundo opaco que los moldeó, y trayendo consigo hasta la muerte -idéntica en todos-, las mismas experiencias concedidas por lo exterior que ellos creen intransferibles y únicas, después de haber vivido las mismas emociones y haber almacenado en la memoria los mismos recuerdos.

Con motivo de las fiestas, el dueño del restaurante chino de la avenida Parmentier lo convidó con un aguardiente de arroz cuando le trajo la cuenta: en el fondo de la tacita de porcelana una muchacha oriental, desnuda, le sonreía en una pose provocativa. Levantando la tacita, Morvan observó a la muchacha y tuvo la impresión de que sus miradas se encontraban -el aguardiente servía de lente de aumento-, pero cuando volvió a mirar el fondo de la tacita después de haberla vaciado de un trago, la imagen diminuta, indefensa y obscena a la vez, había desaparecido. Al salir del restaurante, dio un paseo indeciso y prolongado antes de volver al despacho. Por todas partes la gente iba y venía cargada de paquetes, entrando y saliendo de los negocios, de los bancos, de los bares, de las peluquerías; no solamente en las avenidas y en los bulevares, sino también en las callecitas laterales que los cruzaban, las hileras de automóviles avanzaban a paso de hombre, arremolinándose en las bocacalles, haciendo ronronear impacientes los motores y sonar las bocinas cuando no lograban avanzar. En los supermercados, los carritos cargados de mercaderías se embotellaban también en los pasillos abiertos entre los estantes multicolores, y se entrechocaban en la proximidad de las cajas. En los negocios más chicos, la gente se probaba ropa, estudiaba los productos que se disponía a comprar o salía a la calle, satisfecha, con sus paquetes envueltos en papeles llamativos y adornados con citas satinadas que formaban penachos espiralados de muchos colores. Como la víspera, el cielo estaba más claro que el aire, y como hacía menos frío que a la mañana, o le parecía a él a causa de la comida, del aguardiente y de la caminata, Morvan predijo que volvería a nevar. Cuando entró en el despacho especial, y aunque apenas si eran un poco más de las cuatro, ya estaba empezando a anochecer.

Lautret no había dado señales como se dice de vida en todo el día, pero a Morvan el hecho no le produjo ninguna sorpresa y tampoco al agente de guardia, que estaba habituado a las ausencias imprevistas y frecuentes de sus jefes. Dos o tres periodistas lo esperaban en la cocina que servía de oficina de prensa, donde había también un teléfono, tres o cuatro sillas, una cafetera eléctrica y una pila de vasos encastrados unos en otros, más un cesto lleno de vasos usados, retorcidos y empapados de manchas marrón claro de café. Morvan tomó un café con ellos tratando de calmarlos con promesas vagas y con generalidades, y después fue a encerrarse en su oficina. Durante su ausencia había recibido una lista interminable de llamados, del ministerio, del departamento de policía, del laboratorio, de dos canales de televisión, del sindicato de comisarios. Respondió a dos o tres y después de mirar la hora en su reloj pulsera comprobando que ya eran las seis, llamó a Madame Mouton y le dijo que, como el comisario Lautret estaba ausente todo el día, él mismo pasaría a verla a las siete y media. Le pareció percibir una ligera decepción en la voz de la mujer cuando le dijo que lo recibiría con alivio y también con placer, y después de colgar se quedó un momento reflexionando sobre un fenómeno que siempre le había llamado la atención desde que era policía, o sea el instinto casi infalible que induce a menudo a las víctimas a asumir con facilidad, por no decir con diligencia, su papel. Y a las siete y media en punto, estaba tocando el timbre en el departamento más que confortable de Madame Mouton, en la rue Saint-Maur, a unos trescientos metros del despacho especial de la brigada. Mientras esperaba que le abrieran, se sacudió de los hombros, sobre el felpudo, un poco de la nieve que empezó a caer otra vez apenas había salido a la calle. Aunque sabía que algo horrible se avecinaba, no experimentaba, como tantas otras veces, ninguna emoción. Estaba alerta, tranquilo, con la mente clara, y se sentía en perfecta armonía física y -estoy empleando su propio vocabulario- moral.

Cuando Madame Mouton abrió la puerta, Morvan pensó que si había demorado un rato en hacerlo era probablemente porque antes se había ido a echar una última mirada en el espejo. Aunque no era el que esperaba, pareció agradablemente sorprendida por el aspecto de su comisario. Tenía sin duda más de setenta años y si a pesar de todos sus esfuerzos no conseguía disimularlo ante los demás, por el modo en que se vestía y en que actuaba, daba la impresión de haber obtenido en ese sentido algún resultado consigo misma. Morvan pensó que debía haber sido hermosa en su juventud, pero que no eran los años sino los esfuerzos excesivos que hacía para seguir pareciéndolo los que la afeaban. Le hubiese parecido mejor con el cabello blanco, despintada y en pantuflas, leyendo cerca de la chimenea, que tan bien vestida, llena de joyas, el pelo teñido de un color rojizo y los labios y las mejillas reavivados, con discreción por supuesto, de lápiz labial y de colorete. Por el modo en que parpadeó al abrir la puerta, Morvan comprendió que habitualmente debía usar anteojos, pero que los había dejado a propósito en el interior para causar mejor impresión en su visitante. Morvan se plegó a esa atmósfera de simulación, y antes de entrar en el departamento propiamente dicho inspeccionó un buen rato la cerradura, que era de lo más común, y para tranquilizar a la dueña de casa, le mintió asegurándole que la encontraba apropiada, diciéndose al mismo tiempo en su fuero interno que ni una, ni tres, ni mil cerraduras serían suficientes para impedirle entrar al vendaval que esa presencia oscura acurrucada en el hombre o lo que fuese, al ponerse en movimiento, arrasadora, levantaba. En la sala había una chimenea donde ardía un fuego vivaz y, sobre una mesita baja, instalada entre tres sillones confortables de cuero, dos copas de champaña todavía sin usar y unos platitos cargados de ingredientes para el aperitivo. Para darle la certidumbre de que vendría al día siguiente, le dijo a Morvan Madame Mouton, al cruzarse con ella en el supermercado el día anterior, el comisario Lautret había comprado una botella de champaña para el aperitivo y se la había dado, diciéndole que la pusiera al fresco para celebrar el encuentro, verificar las medidas de seguridad, y al mismo tiempo despedir el año que terminaba. Morvan debe haber pensado, tal vez con ironía e incluso con saña que, para Madame Mouton, esa botella estaba destinada a despedir, no únicamente el año que llegaba a su fin, sino también el tiempo entero, el fluido sin substancia ni forma precisa, ni dirección definida que desgasta, sin compasión pero también sin crueldad, los seres y las cosas. Morvan le entregó el sombrero que tenía en la mano y después el sobretodo del que se extrajo laboriosamente. Madame Mouton los dejó sobre el sillón que seguiría desocupado durante la entrevista y lo invitó a sentarse en uno de los dos que quedaban libres. Apenas estuvo instalada frente a él, del otro lado de la mesita baja preparada para el aperitivo, la dueña de casa empezó a interrogar a Morvan sobre el crimen de la Folie Regnault, del que conocía los detalles por las informaciones de la radio y de la televisión, con un interés, o al menos así se le ocurrió a Morvan, excesivo por los aspectos macabros que parecían despertar en ella menos compasión que una especie de euforia inexplicable. Morvan se descubrió pensando con cierta severidad que para la anciana que tenía enfrente, y que no parecía todavía haberse resignado a ser una anciana, la ola como se dice de crímenes podía muy bien no ser más que un pretexto para vaciar en su departamento que ya no debían visitar muchos hombres vigorosos, una botella de champaña en compañía de algún oficial de policía treinta años más joven que ella. Como mientras la escuchaba, Morvan, pensando en la llegada posible de Lautret, miró su reloj pulsera para ver si ya eran las ocho, ella interpretó su gesto como una muestra de impaciencia y murmurando algunas formalidades, se levantó y dijo que iba a buscar el champaña y otras cositas a la cocina, desapareciendo por alguna puerta que quedaba detrás del sillón en el que Morvan estaba sentado.

Durante un momento, únicamente el fuego de la chimenea, incesante y vivaz, interrumpió el silencio total de la sala, con sus crepitaciones y su chisporroteo intermitente, hasta que Morvan dejó de escucharlo y, después de haber estado mirando fijamente las llamas, dejó deslizar su mirada atenta y tranquila por la habitación. Cuando llegó al sombrero y al sobretodo que yacían en el sillón de cuero, un detalle imprevisto le llamó la atención: Madame Mouton había plegado más bien hacia afuera el sobretodo, de manera que una buena parte del forro sedoso estaba a la vista, la parte donde se abría el bolsillo izquierdo, que Morvan, que ni siquiera fumaba, no usaba nunca por no decir, y casi ninguna exageración, que hasta desconocía su existencia. Del bolsillo emergía, ocupando todo el ancho de la abertura, el borde de un envase de plástico transparente, y tan delgado que apenas si era visible, pero el abultamiento leve del bolsillo permitía adivinar que era más delgado que lo que contenía, uno de esos sobres herméticos de plástico cerrados por una máquina que aplasta todo el perímetro de los bordes comprimiendo al máximo el ya había adivinado lo que contenía, o sea un par de guantes de látex plegados y achatados en el interior del sobre transparente, un par de esos guantes que por razones de higiene usan los empleados de las fiambrerías para manipular las tajadas de fiambre, despegándolas unas de otras sin deteriorarlas, como hubiese ocurrido con un cuchillo y un tenedor y despachárselas a los clientes. Examinándolos con curiosidad y extrañeza, comprendió de inmediato que el hombre, o lo que fuese, los utilizaba con la naturalidad exacta de un matarife para realizar con mayor eficacia su trabajo sin dejar huellas digitales. Con ellos podía manejar mejor el cuchillo y, después de dejar el cuchillo a un lado, abrir, separar, escarbar, desgarrar, arrancar, directamente con los dedos. Esas manos blancas de látex tenían algo en común con sus víctimas, porque a las dos el hombre o lo que fuese podía usarlas en su ritual despreciable hasta volverlas casi irreconocibles y después tirarlas. Morvan nunca había visto esos guantes en su vida, y dedujo que algún otro, alguien que estaba tendiéndole una trampa para abolir en él toda esperanza, los había puesto en su bolsillo. Se le ocurrió la idea increíble de que, al recibir el sobretodo de sus manos, Madame Mouton había deslizado, con rapidez y discreción, los guantes en el bolsillo, con un designio tan abominable que una confusión de asco y furor lo encegueció durante un momento. Pero casi de inmediato su mente se volvió clara y alerta otra vez, y como oyó la puerta de la cocina que se abría a sus espaldas, dejó caer el sobretodo en el sofá, y se guardó rápidamente los guantes en el bolsillo del saco.

Madame Mouton traía la botella de champaña y unos canapés triangulares de salmón ahumado cuidadosamente dispuestos sobre un platito. Morvan la estudió con disimulo sin extraer ninguna conclusión; su mirada rebotaba contra la cara al mismo tiempo común e impenetrable, y sin embargo las frases banales que la anciana profería le parecían tener todas más de un sentido, una intención implícita que, por mucho que se concentrara en ellas, no lograba develar. Se preguntó si, cada vez que el hombre o lo que fuese se había encontrado frente a frente con su víctima, el mismo doble malentendido se había instalado entre ellos, porque así como él no lograba interpretar las frases en apariencia banales de la anciana, le parecía que también ella cometía un error cuando juzgaba al hombre que tenía enfrente y de ese modo era como si hubiese más de dos personas en la pieza, las presencias palpables de carne y hueso, y la estilización insensata que cada uno hacía del otro. A decir verdad, cuando el cuchillo caía, ya hacía rato, probablemente desde el comienzo del mundo, que la aniquilación había tenido lugar. Morvan miraba a la mujer tratando de imaginarle una biografía: ahora estaba inclinada hacia la mesita baja, haciéndole lugar al plato que contenía los canapés triangulares de salmón y él, que se había quedado parado cuando ella entró desde la cocina, veía la cabeza frágil y expuesta, los hombros estrechos, la piel arrugada y llena de vetas marrones de la mano encogida que sostenía el plato, y los dedos finos y cargados de anillos que aferraban el cuello de la botella. El pelo rojizo, y ya un poco ralo, estaba dividido en dos masas simétricas por una raya tortuosa y blanca de cuero cabelludo. Después de dejar el plato sobre la mesita, Madame Mouton se incorporó tratando de reprimir un jadeo que traicionaba su edad, y le extendió la botella de champaña para que Morvan la abriese. Una ligera incomodidad flotaba en la habitación: brusca e inexplicablemente desconectada, la máquina de producir ensoñaciones que los dos llevaban adentro había dejado de funcionar, volviendo irreales por un momento, no el desfile de invenciones irrazonables que maquillaban lo exterior hasta darle la forma pueril del propio deseo, sino por paradójico que parezca la substancia rugosa del presente en la que estaban incrustados, formando indisolublemente parte de ella, igual que las vetas en la piedra o los nudos en la madera. Ella pareció de pronto exhausta, transformándose en la viejecita que se resistía a ser, y los años muertos, que había estado tratando de ignorar, vertiginosos, se acumularon de golpe en su mirada. Morvan observó el cambio, pensando que tal vez ya era demasiado tarde para ella y, simulando no haber percibido nada, empezó a abrir la botella.

Cuando las copas estuvieron llenas, brindaron de pie, y después de tomar el primer sorbo, volvieron a instalarse en los sillones de cuero. Debido quizás a los primeros sorbos de champaña, la conversación se animó un poco, y antes de que se dieran cuenta, ya se habían tomado media botella. La simulación mutua del principio y el malestar que siguió más tarde, cuando ella había vuelto de la cocina con la botella de champaña, se disiparon gradualmente y, un clima de confianza e incluso de confidencia se instaló entre ellos. Morvan comprendió que la anciana estaba realmente preocupada con todos esos crímenes que habían sido cometidos en el barrio, y se dijo que no debía ser fácil para ella debatirse en ese inmensa ciudad gris en la que cada uno tenía que sobrevivir por sus propios medios, y en la que, a causa del aislamiento forzado en que sumía a sus habitantes, y que se había vuelto una especie de norma, la noción misma de sociedad, banalizada por el uso, parecía haber perdido todo sentido. Sentía también que Madame Mouton había depuesto su actitud seductora, grotesca en una mujer de su edad, y que se había resignado a aceptar los años que la agobiaban, admitiendo el carácter estrictamente profesional de su visita. Para probarle que él se ocuparía en forma personal de su seguridad, Morvan metió la mano en el bolsillo interior del saco y, abriendo su billetera, sacó una tarjeta de visita en la que figuraban no sólo los teléfonos del despacho especial, sino también el número de su casa. Pero cuando levantó la cabeza disponiéndose a extenderle la tarjeta, notó que Madame Mouton se había quedado inmóvil, pensativa, con los ojos entrecerrados y la nuca apoyada en el respaldar de cuero del sillón. Durante unos segundos, Morvan se quedó también inmóvil, con el brazo a medio extender, el rectángulo blanco de la tarjeta aferrado por el pulgar y el índice, oyendo en una curiosa lejanía la crepitación del fuego y la respiración regular de la anciana, y después, con la misma concentración lenta y laboriosa, semejante a la de un borracho, con la que la había sacado, volvió a colocar la tarjeta en uno de los compartimentos de la billetera. Ya se disponía a plegar otra vez la billetera y a metérsela en el bolsillo, cuando un detalle en uno de los billetes que sobresalía le llamó la atención: un segmento de una de esas abominables guirnaldas ovales que adornaban los billetes de sus sueños era visible cerca del ángulo superior del billete real. El hecho le parecía imposible, en contradicción violenta con toda lógica y enemigo también de toda esperanza, y para que los últimos vestigios de pensamiento claro no lo abandonaran, juntó fuerza y coraje y sacando los billetes los desplegó en la palma de la mano, para comprobar que las efigies de Escila, Caribdis, Gorgona, Quimera, estaban impresas en ellos y, amenazadoras y distantes a la vez, parecían aceptar desdeñosas el homenaje pueril de las guirnaldas grises con que las decoraba la devoción tosca de sus adoradores. La perplejidad llegó primero que el espanto, y antes de que una muchedumbre de presentimientos oscuros se confirmaran y la certeza de su perdición se hiciese enteramente presente, se encontró vagando por la penumbra crepuscular, acerada por la reverberación de la nieve, de la ciudad levemente transformada por la alquimia ruinosa de su sueño. Los templos achatados en los que había que entrar casi en cuatro patas revelaban la esencia verdadera de sus dioses, y los monumentos públicos, borroneados por la indecisión de sus ideales o por la erosión, erigían formas confusas, efigies ecuestres o centauros, pulpos gigantes o esfinges, ángeles o águilas carniceras, héroes o mamuts. Las caras alargadas de los habitantes, grises y poco diferenciadas unas de otras, volvían remota la posibilidad de encontrar una que despertase simpatía, compasión, amistad o incluso odio, o que simplemente llamase la atención. En esa penumbra amarga en la que pasaban las horas, los días, las semanas, todo parecía igualado, monótono, resignado, y sobre todo inútil. Por primera vez desde que tenía ese sueño, Morvan comprendió que esa ciudad se erigía en lo más hondo de sí mismo, y que desde el primer instante en que había aparecido en el aire de este mundo, nunca había transpuesto sus murallas para salir a un improbable exterior.

De tanto recorrer la ciudad apesadumbrado y perplejo, Morvan empezaba a sentirse más y más sofocado, hasta despertarse, sudoroso, pero calmo -su sueño, a pesar de los detalles sombríos y deprimentes, no era una verdadera pesadilla. En sus primeras impresiones de la vigilia predominaba la extrañeza, no la angustia. Después, el día entero seguía impregnado de los estados de ánimo del sueño, que iban disipándose poco a poco. Esa noche, la misma sensación de calor sofocante y unos golpes lejanos lo devolvieron a la vigilia. Cuando abrió los ojos, un vapor blanquecino flotaba en un cuarto de baño iluminado. Un chorro de agua caliente salía de la canilla de la bañadera y Morvan, arrodillándose, comprobó que el agua, a medida que iba saliendo de la canilla, desaparecía por el desaguadero. Se incorporó en dos tiempos, apoyándose de rodillas primero en el borde de la bañadera y poniéndose después de pie. Estaba completamente desnudo y cubierto de sangre. El vapor del agua caliente empapaba la superficie del espejo y Morvan, vacilando un poco, mientras trataba de mantener el equilibrio, fue viendo despuntar en su interior, una idea absurda y terrible a la vez, pero tan perentoria y creciente que, a pesar de la angustia por primera vez intensa que lo embargaba, ya no tenía la menor duda de que iba a ponerla en práctica: le parecía que si limpiaba el vapor que lo cubría, el espejo le mostraría la imagen del hombre o lo que fuese que venía buscando desde hacía nueve meses. Pero cuando con movimientos inhábiles y lentos cerró la canilla y limpió el espejo con la palma de la mano, a pesar de que el espejo reflejaba su propia imagen, no la reconoció como suya. Él sabía que él era él, Morvan, y sabía que estaba mirando la imagen de un hombre en el espejo, pero esa imagen era la de un desconocido con el que se encontraba por primera vez en su vida. Entre lo interno y lo exterior, los puentes laboriosamente tendidos día tras día, desde el alba vacilante y lívida hasta el centro mismo de la noche, estaban derrumbados. Voces precipitadas y familiares que resonaban en alguna parte de la casa lo sacaron de su estupor, y cuando se dio vuelta decidido a encararlas y vio reflejado el movimiento que hacía para dirigirse a la puerta, la imagen del hombre desnudo que miraba desde el espejo su propio movimiento le resultó otra vez familiar, y la fusión aparente del ser y de su imagen inalcanzable se encontró una vez más restituida.

Lo que sigue apareció en todos los diarios, fue difundido por todas las radios, comentado en la televisión, desmenuzado en dos o tres éxitos de librería precipitados, archivado en un legajo voluminoso de la Brigada Criminal. Lautret, Combes y Juin, seguidos de varios agentes armados, entraron en el departamento de Madame Mouton en el mismo momento en que Morvan, viniendo desde el cuarto de baño, desnudo y cubierto de sangre, penetraba en la sala. Los pies desnudos de Morvan tropezaron con un objeto que por la fuerza del golpe rodó un trecho sobre la alfombra y se detuvo junto a los zapatos humedecidos de nieve de los policías: la cabeza de Madame Mouton. El cuerpo yacía, desnudo y mutilado, en el mismo sillón de cuero en el que Morvan la había visto por última vez, inmóvil y pensativa. Un desorden sangriento reinaba como se dice en la habitación. También la botella de champaña había rodado por el suelo, y los ingredientes para el aperitivo, deshechos y pisoteados, estaban dispersos como si alguien, de un modo deliberado, los hubiese tirado al voleo por la habitación. Los guantes de látex blanco y un enorme cuchillo de cocina descansaban ensangrentados en la mesita baja, junto a la copa intacta de Madame Mouton, llena todavía hasta la mitad de champaña tibio. En la chimenea no quedaba más que un montoncito de brasas cubiertas por una capa de ceniza blanca. Morvan comprendió que para el universo entero la caza había llegado a su fin, porque era demasiado buen policía como para ignorar que resultaría imposible probarle a las redes férreas de lo exterior que quizás estaban equivocándose de presa. Incluso para él mismo, su posible inocencia era tan incomunicable y remota como un recuerdo o como un sueño. Fragmentos vastos de su vida se le escapaban, y la verdad íntima de su propio ser era para él más inasible y oscura que el reverso negro de las estrellas. La certidumbre intensa de esa imposibilidad aventó los últimos vestigios de esperanza. Dos o tres policías habían querido arrojársele encima, pero Lautret los obligó a detenerse con un ademán perentorio. Quedaron todos inmóviles en la habitación, como muñecos que, a causa de la ausencia definitiva del artesano que los construyó y los dotó de movimiento, permanecían rígidos y estáticos en acciones interrumpidas a mitad de camino, simulacros huecos de cartón pintado, el grupo de policías con ropa gruesa de invierno todavía espolvoreada de nieve, amontonados detrás de la reproducción en tamaño natural del comisario Lautret, enfrente, con un brazo extendido hacia ellos, el hombre o lo que fuese desnudo y ensangrentado, y en el fondo, repantigado sobre el sillón de cuero, el maniquí hecho trizas y sin cabeza del que, por unos tajos exageradamente abiertos, se entreveían, rojos, verdosos y azulados, los falsos órganos de plástico, muñecos más exteriores, casuales y carentes de vida que el elemento negro y gélido de cuyo seno, inesperados, emergieron, y que, tarde o temprano, porque sí, los reabsorberá. Fue Morvan el que hizo el primer movimiento: alzando la cabeza, buscó los ojos de Lautret para tratar de descubrir en ellos el triunfo, pero, decepcionado y confuso, únicamente atisbo la compasión.

En veinticuatro horas, la célula de crisis presidida por el prefecto, pero dirigida en realidad por Lautret, y compuesta de magistrados, de médicos forenses, de policías y de psiquiatras, armó el rompecabezas y preparó un primer comunicado de prensa. En las semanas que siguieron, cada uno de los detalles fue desmenuzado: desde hacía un par de meses, un informe confidencial sobre Morvan circulaba entre los altos jefes de la policía. Por supuesto que a nadie se le ocurrió que podía ser el autor de la interminable serie de crímenes, pero existían serias sospechas sobre su salud mental. Su existencia solitaria y su temperamento taciturno se habían acentuado después de su separación, y sobre todo después del suicidio de su padre, y era evidente que sus tendencias depresivas se habían agravado en los últimos meses. Además, y eso era lo más preocupante, varios policías lo habían cruzado durante sus vagabundeos nocturnos, y habían notado su aire ausente, semejante al de un sonámbulo, hasta tal punto que había pasado junto a ellos sin reconocerlos. Dos o tres madrugadas había entrado al despacho especial sin mirar a nadie, como si caminase dormido, y había ido a encerrarse en su habitación hasta la mañana siguiente. En realidad, la carta del ministerio trataba en forma velada de Morvan y como Lautret, que lo defendía ante sus jefes, se había dado cuenta de lo que se preparaba, la había roto con ostentación ante sus colegas para mostrar públicamente, pero no de modo explícito, su lealtad para su amigo. Lautret estaba por otra parte convencido de que Morvan -tanto confiaba en su perspicacia- sospechaba lo que se estaba tramando contra él.

La noche del asesinato de Madame Mouton, Lautret, que se había olvidado de la cita, volvió al despacho especial a eso de las diez y media y se enteró por el agente de servicio del llamado de la anciana. Decidió llamarla para disculparse y, como no contestaba, se empezó a preocupar, de modo que reunió a sus hombres y fueron a toda velocidad a la rue Saint-Maur. Como nadie salía a abrirles, forzaron la puerta. Así fue como sorprendieron a Morvan saliendo del cuarto de baño, desnudo y ensangrentado, junto al cadáver mutilado de Madame Mouton. Había impresiones digitales de Morvan por toda la casa, incluso en la copa de Madame Mouton, y descubrieron que, para operar con mayor comodidad, le había puesto un somnífero en el champaña. Habían encontrado en la copa de Madame Mouton, pero en el resto que había quedado en la botella volcada no había rastros del somnífero. El cuchillo venía de la cocina. Como no había habido ni violación ni rastros de eyaculación sobre el cuerpo de la víctima, como en todos los otros casos, y como por primera vez se había utilizado un somnífero para adormecerla, Lautret sostuvo en las primeras horas de la investigación que quizás Morvan había cometido ese único crimen en un rapto de demencia, pero Combes y Juin, que mandó a registrar el departamento de Morvan, volvieron con un manojo de veintiocho llaves -todas correspondían a las cerraduras de los departamentos donde habían sido cometidos los crímenes- y un paquete de cien pares de guantes de látex, del que faltaban exactamente veintinueve. Para la policía y la justicia, el caso estaba cerrado. Cuando llegó el momento de enfrentar a la opinión pública, Lautret pidió que lo relevaran, pero su pedido fue rechazado, de modo que durante una semana apareció en todos los noticieros de la televisión y de la radio, explicándole al público los pormenores del caso. Apenas se liberaba, iba a encerrarse en el departamento de Caroline.

Menos gloriosa, la fama de Morvan superó la del comisario. Su fotografía borrosa adornó, a varias columnas, la primera plana de los diarios. A un periodista se le ocurrió llamarlo El monstruo de la Bastilla, y casi de inmediato todos los otros adoptaron el sobrenombre, llenando páginas y páginas sobre Morvan, del que en realidad no sabían casi nada, convirtiéndolo, por lo menos durante un mes, en uno de los personajes más célebres del país, por no decir del continente, y si queremos aproximarnos a la verdad, del mundo entero. La prensa sensacionalista lo acusó de canibalismo y llegó a atribuirle, por medio de especulaciones tortuosas, varios crímenes que habían quedado sin resolver. No hubo manifestaciones para lincharlo, porque allá no se estila, pero, entre cuatro paredes, en la soledad de sus juegos de dormitorio comprados a crédito y de sus recuerdos de vacaciones traídos de las Baleares, de Turquía o de la Costa Azul, cada uno de los telespectadores y de los lectores de revistas que cuentan la vida privada de los políticos, de los jugadores de fútbol, de las putas de lujo y de la familia real inglesa, en el tumulto de sus emociones toscas y fugaces como fuegos fatuos, ya había puesto su cabeza en el cepo y había dejado caer mil veces la hoja de la guillotina. Pero la infamia en letras de molde, si es por supuesto intolerable, tiene como característica principal la inestabilidad, fruto de una ausencia de deseo propio, lo que le da a sus víctimas la promesa de un olvido pronto y seguro. A Morvan ese renombre espectacular ni siquiera lo rozaba, porque a partir del momento en el que salió desnudo y ensangrentado del cuarto de baño cayó en un ensimismamiento profundo. Cuando el comisario Lautret se le acercó y lo incitó con suavidad a vestirse y a acompañarlo al despacho especial, Morvan sacudió varias veces la cabeza y emitió una risita sarcástica, que Lautret le conocía, y que en general expresaba en él una sensación de evidencia ante un razonamiento o un hecho curioso pero incontrovertible. Aunque Lautret y los demás policías, que lo contemplaban estupefactos, lo ignoraban, el hecho ineluctable sobre el que Morvan reflexionaba cuando empezó a vestirse, era la convicción que tenía de que si bien le resultaría imposible demostrar su inocencia en el mundo exterior, le sería todavía mucho más difícil probársela a sí mismo, y aunque no le quedara en la memoria ningún residuo empírico de sus actos, nunca podría estar seguro de no haberlos cometido, así como inversamente de muchos otros de los que tenía recuerdos en apariencia verídicos, una vez que se habían diluido en el mar del acontecer, nadie, y mucho menos él, podría estar seguro de que habían efectivamente sucedido. Ahora que todo parecía indicar que era él el que había cometido esa serie de crímenes atroces, la sensación angustiosa de proximidad de esa sombra destructora había desaparecido y, en vez de agobiarlo, la abolición de toda esperanza, contradictoria y benévola, lo aliviaba. Cuando terminó de vestirse, acompañado de Lautret y de un par de agentes -los otros se quedaron a repertoriar meros hechos y pruebas- se dejó conducir, dócil, al despacho especial, con los ojos fijos en la nieve de medianoche cuyos copos venían a estrellarse contra el parabrisas del auto.

A partir de ese momento, y durante semanas, dejó de hablar, por haber comprendido que, en la red material en la que había caído, ya no servían las palabras. A los interrogatorios interminables respondía a veces con un movimiento de cabeza, o con alguna expresión excesiva y lenta, como por ejemplo abriendo desmesuradamente los ojos y la boca, y sin que ese movimiento de cabeza o esa expresión tuviesen ninguna relación con la pregunta; a veces, a una misma pregunta respondía con un movimiento de cabeza que empezaba siendo afirmativo y terminaba por una negación, e incluso con un movimiento que era al mismo tiempo afirmativo y negativo, y que a causa de ese sentido combinado terminaba volviéndose vagamente circular. De vez en cuando, la risita sarcástica y pensativa reaparecía, lo cual, en vez de hacer progresar los interrogatorios, los empantanaba, porque esa convicción secreta y satisfecha que la risita parecía revelar, era como una pared lisa de acero que se interponía entre él y el universo, de modo que al cabo de unos días los policías y los magistrados, exhaustos y obedeciendo a la presión insistente del comisario Lautret, lo abandonaron a los psiquiatras.

Por deformación profesional, los policías tienden tal vez a creer demasiado en la simulación, y los psiquiatras demasiado en la demencia. Una tercera explicación, como todo lo que no tiene nombre, les parece inaceptable. De modo que al poco tiempo se estableció con certeza que El monstruo de la Bastilla como lo llamaban era como se dice un esquizofrénico. Con la ayuda de Caroline e incluso de Lautret, puesto que al propio Morvan, que sin embargo se prestaba con docilidad a todas clases de test escritos, no lograron sacarle una palabra, los psiquiatras pudieron reconstituir su historia clínica y explicar las razones de su comportamiento. Caroline contó en detalle la vida en común que habían llevado durante años. Según ella, Morvan era un hombre generoso y solícito, pero taciturno y distante. Ese tipo de ataque sonambúlico lo había tenido en forma espaciada en los últimos años y, poco antes de la separación los trances se habían vuelto más frecuentes. Pero como en general le daban durante el sueño, ella había pensado que se trataba de sonambulismo ordinario. Una sola vez lo había visto levantarse, vestirse, y salir a la calle en ese estado. Como había oído decir que para un sonámbulo puede resultar peligroso ser despertado brutalmente, lo había seguido por la calle durante una buena media hora. Morvan caminaba un poco más rígido que de costumbre, pero se comportaba como una persona normal. Después había vuelto a la casa, había abierto la puerta cerrada con llave, se había desvestido, y se había vuelto a meter en la cama. Según Caroline, al día siguiente no se acordaba de nada, pero le había contado un sueño extraño, hablándole de un paseo por una ciudad desconocida y al mismo tiempo familiar. Los psiquiatras le dijeron que, en ciertos tipos de esquizofrenia, se produce un desdoblamiento total de la personalidad, y los actos que el sujeto realiza durante el período de desdoblamiento no llegan nunca a su conciencia, enteramente ocupada por una ensoñación delirante que oculta las representaciones de origen empírico. Según los psiquiatras, era muy posible que, debido a una fuerte presión de sus sentimientos de culpabilidad, desde el momento mismo en que el impulso de matar le venía, la ensoñación delirante, semejante a la falta de conciencia de un sonámbulo que mientras duerme actúa simultáneamente y sin cometer errores en el campo empírico, se instalaba en su conciencia por el tiempo que duraban sus actos, de modo que ni antes, ni durante, ni después Morvan estaba al tanto de los crímenes que cometía. Gracias a su historia familiar, a los psiquiatras les fue relativamente fácil explicar la causa de esos crímenes. Abandonado por su madre después del parto, Morvan fue una criatura más bien triste, y por grande que fuese, el apoyo afectivo de su padre no resultó suficiente para consolidar su equilibrio: adquirió una personalidad ligeramente disociada, con un gran sentido de la responsabilidad, debido tal vez a un complejo de culpa por la desaparición de la madre que, según la primera versión del padre, que Morvan escuchaba con frecuencia durante la infancia, había muerto durante el parto, es decir a causa de su nacimiento. Morvan debía haber desconfiado instintivamente de la versión del padre, y su inclinación a resolver enigmas criminales podía provenir de la certeza inconsciente de que había elementos misteriosos en su propia infancia. Como prueba de su personalidad disociada, los psiquiatras dieron la confidencia de Caroline, según la cual la vida sexual de Morvan era más bien pobre y convencional. A medida que pasaban los años, las investigaciones criminales fueron ocupando exclusivamente su interés, y como no ignoraba sus propias carencias, él mismo había decidido separarse para devolverle la libertad a Caroline.

Esa separación desencadenó, según los psiquiatras, la catástrofe. Al enterarse, el padre de Morvan, que había guardado el secreto durante más de cuarenta años, pensó que era el peso de ese secreto lo que estaba destruyendo la vida de su hijo, respecto del cual se había sentido una carga, no sólo en los últimos años, sino desde siempre, por no haber sido capaz de retener a su mujer. También él se sentía culpable, y la historia se repetía, de modo que decidió, antes de suicidarse, decirle la verdad. De vuelta del asilo, Morvan le había contado la historia a Caroline diciéndole que, después de los cuarenta años transcurridos, la actitud de su madre le resultaba indiferente. Según los psiquiatras, esa indiferencia aparente era un modo de luchar contra los instintos agresivos que siempre habían estado latentes en él, como lo probaban su conducta sexual y su separación, pero que ahora empezaban a reactivarse. El suicidio del padre desencadenó su odio hacia todo lo femenino.

Veintinueve ancianas inocentes, según el término empleado por los psiquiatras, quienes, una vez que han probado su capacidad de emplear el vocabulario de la profesión, al que ellos llaman científico, se autorizan siempre algunas licencias oratorias, veintinueve ancianas inocentes fueron sus víctimas sustitutivas. En cada una de ellas, Morvan veía a la madre que lo había abandonado. Con mucha perspicacia, los psiquiatras hicieron notar en su informe que todas las viejecitas tenían alrededor de setenta y cinco años, que hubiese sido la edad aproximada de la madre de Morvan si todavía viviese. Un ceremonial riguroso y desde luego simbólico presidía como se dice los asesinatos. Morvan debía presentarse a las viejecitas creyendo sinceramente que, en tanto que jefe del despacho especial, su única preocupación era protegerlas. Una etapa de seducción mutua se establecía, según los psiquiatras, entre él y las viejecitas. Siempre según los psiquiatras, había un aspecto erótico evidente en esas relaciones, aunque ni Morvan ni las viejecitas se diesen la mayor parte del tiempo realmente cuenta. Morvan las convencía de mantener en secreto sus relaciones para no alertar al asesino, dándoles la ilusión de colaborar con la investigación policial. Y si las viejecitas caían con tanta facilidad en la trampa, era gracias a la autoridad oficial de Morvan, que las hacía sentirse protegidas, y al hecho de que se trataba de un hombre en la plenitud de su vigor físico, lo que despertaba en ellas, a través de esa intimidad protectora, sensaciones olvidadas desde hacía mucho tiempo. En algunos casos, habían incluso cedido voluntariamente, en un brusco rejuvenecimiento, al comercio sexual, antes de que la ceremonia propiamente dicha, y de la que se sentían al abrigo por estar justamente en compañía de Morvan, tuviese lugar. Esa ceremonia en apariencia tan cruel tenía su lógica, según los psiquiatras, y vista con los ojos de la ciencia, según ellos, presentaba mucho más sentido de lo que parecía: ellos interpretan todo en su informe como resultado de una relación amor-odio con la imagen de la madre. Las torturas por ejemplo no eran practicadas por puro sadismo, sino con el fin de verificar si ese cuerpo exterior al suyo, del cual él había sido expulsado, era sensible al dolor igual que su propio cuerpo, y las diferentes mutilaciones, decapitación, descuartizamiento, aberturas toráxicas o abdominales, así como también la costumbre de hurgar, separar las vísceras, los ojos, la lengua, las orejas, etc., un intento por desentrañar -ignoro si la palabra fue elegida a propósito por los que redactaron el informe- el supuesto misterio del cuerpo materno, y también quizás las razones por las que ese cuerpo, desaparecido sin dejar rastro en el instante mismo en que él había entrado en la luz de este mundo, según los psiquiatras, se había dejado fecundar para engendrarlo, alimentarlo, mantenerlo tibio y protegido durante nueve meses, y después dejarlo caer, inacabado y sangriento, abandonándolo definitivamente. Las violaciones pre y post mortem eran también, según los psiquiatras, un síntoma de ambivalencia, que demostraba el deseo sexual hacia su madre, y en una nota al pie de página, en un tono extracientífico, de tipo aforístico-filosófico más bien, el informe hacía notar que ese amor instintivo y demencial por la madre que lo había abandonado, de igual modo que la confianza y la atracción erótica de las viejecitas por su verdugo demostrarían que, más allá de lo que decía Oscar Wilde, que el informe cita con nombre y apellido, los seres humanos no solamente destruyen lo que aman, sino que sobre todo aman lo que los destruye. De no haberlo sorprendido el comisario Lautret y los otros policías del despacho especial, Morvan hubiese podido proseguir al infinito su serie de crímenes, con la misma regularidad e incluso de un modo más acelerado, hasta varias veces por día, según la urgencia de sus pulsiones, y los psiquiatras en el informe comparaban la demencia de Morvan a un artefacto mecánico construido para efectuar un solo movimiento y condenado a repetirlo una y otra vez hasta que el desgaste del material y la avería definitiva del mecanismo se lo impidiese, sin la más remota posibilidad de salirse de ese esquema. Puesto que no había conciencia del acto, no podía haber ni modificación ni abandono ni arrepentimiento. Mientras su brazo tuviese la fuerza de elevarse y caer blandiendo el cuchillo, según los psiquiatras, lo haría indefinidamente en presencia de una viejecita, sin vacilación y sin remordimientos. Por eso, aunque dictaminaron en forma unánime la irresponsabilidad penal, recomendaron con vehemencia a la justicia la internación de Morvan en un manicomio, en una celda individual pero, y a pesar de su mansedumbre aparente, en el pabellón de locos furiosos. Los psiquiatras parecían considerar a Morvan como uno de esos objetos a los que, por ignorar su contenido, su mecanismo y su uso, se considera peligrosos, y por las dudas, se prefiere mantener aislados.

Ese aislamiento no parecía perturbar demasiado a Morvan. Al cabo de unos meses, empezó a hablar otra vez. Es verdad que no decía gran cosa pero, por lo menos, cuando se le formulaba una pregunta, contestaba de un modo preciso, en lo posible con algún monosílabo, y si necesitaba algo, lo pedía de manera directa, amable y natural. Desde un punto de vista físico, el encierro también parecía haberle hecho bien: comía con buen apetito, y aunque se negaba a recibir visitas, aceptaba de buena gana los paquetes de ropa y alimentos que Caroline le mandaba regularmente. Parecía más impasible que sereno y muy cuidadoso de su aseo y de su aspecto personal, de modo que entre los locos del manicomio, siempre llamaba la atención a los visitantes, porque estaba limpio, bien afeitado, y vestido de manera impecable, hasta tal punto que muchos de esos visitantes lo tomaban por algún miembro del personal, y a veces llegaban hasta pedirle algún informe que Morvan; de un modo cortés y expeditivo, les suministraba sin equivocarse. Aunque parezca increíble el estado, gracias a la intervención de algunos colegas, le otorgó una pensión por invalidez, de modo que hasta tenía una cuenta en el banco que, como no gastaba en casi nada, le daba muy buenos intereses. Todos los días, acompañado de dos enfermeros, dos hombres de aspecto ni más ni menos vigoroso que él, salía a correr varios kilómetros por el campo de deportes del establecimiento. Cuando iba al dispensario a pasar los exámenes clínicos de rutina, el médico de guardia, mientras lo auscultaba o le tomaba la presión, sacudía la cabeza riéndose, y diciendo que, con la salud que parecía tener, Morvan enterraría probablemente a todos sus conocidos. Irguiendo el torso desnudo y musculoso que el médico recorría apoyando la oreja contra la piel o dándole aquí y allá un golpecito con los nudillos, Morvan dejaba transparentar, sin que el médico que lo creía casi catatónico lo advirtiera, en los ojos más que en los labios, una sonrisa levísima, que revelaba un orgullo enigmático.

Un día llamó por teléfono a Caroline y le pidió que le mandara su viejo libro ilustrado de mitología, que conservaba desde la infancia, y que su padre le había traído a la casa de la abuela, de vuelta de uno de sus viajes, y también la copia de todos los documentos relativos a los veintisiete primeros crímenes, que había tomado la precaución de guardar en su casa, y que fuera a pedirle a Combes, no a Lautret, una fotocopia de los dos últimos. Caroline le trajo personalmente el paquete, pero Morvan se negó a recibirla, limitándose a hacerle entregar por uno de los guardias una esquela amable aunque impersonal. Cuando tuvo el paquete, bastante voluminoso, en sus manos, lo miró con satisfacción pero, sin abrirlo, lo dejó descansar varios días sobre la mesa. Por fin una noche desató con paciencia y habilidad el triple o cuádruple nudo bien apretado y sin siquiera echarle una mirada a los legajos policiales, sacó con placer evidente el libro de mitología, ajado en el lomo y con las hojas que ya estaban un poco amarillentas y carcomidas en los bordes. Sentándose en la cama lo empezó a hojear, sin leer el texto impreso en letras grandes, destinadas a un lector infantil, pero deteniéndose con profundo interés en las viejas estampas de colores que representaban la caída de Troya, Oreste de regreso a su casa, Tántalo sirviéndole a los dioses sus propios hijos como alimento, Ulises atado al mástil de su embarcación con los oídos tapados para no escuchar, por miedo de sucumbir a su fascinación, el canto de las sirenas, y también Escila y Caribdis, Gorgona, Quimera, y sobre todo el toro intolerablemente blanco, con las astas en forma de medialuna, violando eternamente en Creta, bajo un plátano, después de haberla raptado en una playa de Tiro o de Sidón, a la ninfa aterrada. La pila de documentos policiales parecía olvidada sobre la mesa. Alzando fugazmente la cabeza, Morvan le echó una mirada como para asegurarse de que seguía ahí pero, desinteresándose de inmediato, volvió a absorberse en la contemplación de las estampas de colores. De todos modos ya sabía que el tiempo adverso, a partir de esa noche tranquila empezaba a estar por fin de su lado.

A pesar de que ha estado escuchándolo con atención profunda, cuando Pichón deja de hablar y clava en él una mirada satisfecha y expectante, Tomatis se remueve un poco en su silla de hierro blanco y, evitando la mirada de Pichón, deja errar la suya durante unos segundos y después, al mismo tiempo que sus ojos se quedan tranquilos, su cuerpo entero se inmoviliza cuando su espalda, en la que la tela de la camisa azul empapada en sudor se pega a la piel, se apoya contra el respaldo de la silla. Una expresión casi cómica a fuerza de connotar desconfianza y esfuerzo mental aparece en su cara, y Soldi, equidistante de los dos, observa que cuando los ojos de Pichón advierten la expresión de Tomatis, se iluminan, discretos, con un brillo malicioso.

– Es posible -dice Tomatis, con malhumor pensativo, y después, con un movimiento distraído, se lleva la mano hacia el bolsillo izquierdo de la camisa, y saca un estuche para cigarros, de cuero oscuro y rígido, cuya forma acanalada, constituida de tres largos cilindros compartimentados y paralelos, revela su capacidad. Con el mismo aire impaciente y distraído, Tomatis abre el estuche, hace sobresalir de él un cigarro de tamaño mediano envuelto en celofán y, sabiendo de antemano que ninguno de los dos aceptará, se lo ofrece primero a Soldi y después a Pichón. Sin siquiera esperar que los otros lo rechacen de manera explícita, lo saca del estuche y, después de cerrar el estuche y de volver a guardarlo en el bolsillo de la camisa, recostándose otra vez contra el respaldar de hierro blanco, empieza a hacer girar entre sus dedos en apariencia distraídos el cigarro, y después, empezándolo a sacar de su envoltura de celofán, repite, mirando esta vez a Pichón directamente a los ojos:

– Es posible.

El brillo malicioso en los ojos de Pichón -al advertirlo Tomatis sonríe a su vez, lo mismo que Soldi, como tres lucecitas que se hubiesen encendido en la noche, a la distancia, pero no simultáneas y fuertes, sino en forma discreta y sucesiva- desciende hasta sus labios que, apenas entreabiertos, ondulan levemente.

– Es posible -dice Tomatis por tercera vez-. ¿Pero por qué volver todo tan complicado? En física o en matemáticas, la solución más simple es siempre la mejor y encima, como dicen ellos, y si vieran cómo se visten, la más elegante.

Conciente de haber captado la atención de su auditorio, Tomatis deja de hablar y se dedica, sin ningún apuro, a encender su cigarro. Pichón, que lo ha visto fumarlos desde la adolescencia, sabe que la tarea le lleva siempre mucho tiempo, pero que esta vez la demorará todavía más que de costumbre. Por otra parte, ese cigarro que Tomatis ha sacado del estuche, es un dominicano, de la marca Romeo y Julieta, de grosor medio, a sesenta y ocho dólares la caja de veinticinco, y si Pichón está tan al tanto es porque es él mismo el que la ha comprado en el free shop del aeropuerto de París, unos minutos antes de embarcarse en el avión. Casi en el instante preciso en que el viaje fue decidido, la imagen de sí mismo comprando la caja de cigarros para Tomatis, y la imagen de Tomatis recibiéndola de sus manos han sido una especie de recuerdo anticipado y placentero, una experiencia vivida con intensidad antes de que las garras mortales de lo que efectivamente ocurre la atrapen, la banalicen y la arrojen después, sin culpa ni saña, al basural del olvido. Tomatis hurga en el bolsillo del pantalón en busca de una caja de fósforos de madera, y cuando por fin la encuentra, la saca con lentitud ceremoniosa y la deja sobre la mesa. Ya que está, y para estirar un poco más la expectativa, eleva el cigarro hasta la oreja derecha y lo oprime varias veces con la yema de los dedos para verificar si conserva la humedad requerida, operación completamente superflua puesto que Pichón le ha oído siempre repetir, hasta la náusea podría decirse, que los cigarros que se compran en los aeropuertos, por estar mal conservados, son casi sin excepción demasiado secos, y después, abriendo la caja de fósforos, saca uno y, con el extremo opuesto a la cabecita roja inflamable, perfora la punta comba del cigarro que se lleva inmediatamente a la boca y, sin soltarlo, se pone a chupar y a hacer girar entre sus labios para humedecerlo como se debe. Pichón observa que aunque las yemas y la palma de la mano de Tomatis son un poco más claras, el dorso de sus dedos y la piel del cuello y de la cara tienen casi el mismo color que el cigarro. Tomatis deja por fin de chupetearlo, examina con atención exagerada la punta humedecida, y parece decidido a encenderlo, aunque con tanta lentitud que el fósforo que le ha servido para perforarlo y que conserva todavía en la mano izquierda, y la caja que, después de volver a ponerse el cigarro entre los labios, ha recogido de la mesa con la derecha, van al encuentro uno de la otra por el aire con impulsos zigzagueantes y discontinuos, tan poco funcionales en su desplazamiento que evocan alguna anomalía de coordinación, captando a tal punto la atención de Soldi y de Pichón que, habiéndose olvidado hasta de la finalidad de esa demora, siguen impacientes y concentrados el laberinto imaginario que trazan en el aire esos movimientos. Y sin embargo, cuando el fósforo encuentra por fin la arenilla marrón de la caja, una sola fricción enérgica basta para que de la cabecita roja brote la llama, y ahuecando la palma de la mano para protegerla, Tomatis la aplica concienzudo a la punta del cigarro, sin dejar de aspirar hasta haber encendido toda la superficie circular. Tomatis se saca el cigarro de la boca, examina la punta encendida, y recién después de haber verificado el resultado de la operación, encontrándolo satisfactorio, deja caer al suelo, sin siquiera sacudirlo para que se apague, el cabito de fósforo que sigue todavía ardiendo cuando desaparece debajo de la mesa. Varias chupadas profundas, con los párpados entornados a causa de la mirada que vigila la punta encendida, van devolviendo al aire de la noche chorros espesos de humo que salen rectos y densos de entre los labios y se vuelven tenues y arborescentes cuando empiezan a disiparse. Aunque ha realizado todos sus movimientos morosos con expresión seria, casi solemne, cuando los da por terminados, desde antes incluso de desentornar los párpados para cruzar la mirada de sus dos interlocutores, Tomatis lanza una carcajada rápida, una especie de risa privada con la que se burla de su propia morosidad, revelando al mismo tiempo su carácter puramente teatral.

– El otro -dice, recuperando su seriedad, sacándose el cigarro de la boca y apuntando al pecho de Pichón con la brasa circular-; el viejo amigo. Y únicamente por placer, porque le gustaba vejarlas, violarlas, torturarlas y matarlas a las viejecitas. Por puro placer. Les gustaba hacerles creer que había venido a protegerlas, sacando un goce suplementario del terror, cuando ellas se daban cuenta de la trampa en la que habían caído. De todos modos, gracias a que todo el mundo lo conocía porque aparecía siempre por televisión, era el único que tenía la posibilidad de seguir haciéndolo. Cuando ellas lo reconocían, le creían inmediatamente y le abrían sin la menor sospecha la puerta de sus departamentos. Seguro que lo excitaba estimular en ellas la ilusión, reavivar las últimas chispas débiles de esperanza, y después, de un gesto inopinado y brutal, aniquilarlas. Y todo esto sin ningún desdoblamiento ni nada parecido: perfectamente lúcido y satisfecho, reivindicando orgulloso para su persona, por la sola legitimidad de sus pulsiones, el derecho de engañar, de violar, de atormentar, de dar muerte. Contaba con dos cartas altas para poder hacerlo, la vocación y la facilidad, y a medida que se acumulaban los cadáveres, con una tercera, la voluptuosidad del riesgo.

El círculo, sin embargo, se iba estrechando. Le gustaba hacer equilibrio en el alambre tenso, pero no ignoraba el abismo que se abría abajo. Como era íntimo amigo del hombre que dirigía la búsqueda, sabía que, si bien oficialmente ningún hecho nuevo la hacía progresar, los presentimientos de Morvan tenían en cuenta la proximidad, la familiaridad incluso de la bestia. Y la bestia sabía que el día en que sería atrapada, el cazador no podría ser otro que Morvan. Morvan, al que realmente admiraba y al que le debía todo, dos razones más que suficientes para sentir también por él un poco de odio. Por otra parte, la mujer de su amigo no le era indiferente. Si mezclaba los naipes con exactitud, saldría ganando en varias mesas a la vez.

Desde mucho antes de que empezaran los crímenes, por la mujer estaba al tanto de los trances de Morvan. Y después de la separación y del suicidio del padre, cuando empezó a cortejarla abiertamente, ella le contó la historia de la madre que lo había abandonado el día de su nacimiento, para irse con un miembro de la Gestapo. Mucho antes de querer cargarle los crímenes, para hacerle retirar la dirección del despacho especial y ocupar de esa manera su lugar, no solamente por ambición, sino también porque si él mismo dirigía las investigaciones nunca sería descubierto, empezó a difundir, de manera discreta, valiéndose de terceros, rumores sobre la salud mental de Morvan. Morvan ignoraba que la carta del ministerio se refería de manera velada a esos rumores. El otro había preparado el terreno para suplantarlo únicamente en el despacho y en la cama matrimonial, y recién más tarde, y poco a poco, se le fue ocurriendo que también podría, en la misma jugada, cargarle todos sus crímenes.

Aunque había mezclado los naipes varias semanas atrás, e iniciado sus movimientos un poco antes, la primera jugada que obligaría a Morvan a entrar en la partida, tuvo lugar en su propia oficina, cuando hizo pedazos la carta del ministerio. En ese momento, ya había premeditado y comenzado a preparar los que serían, al menos por un buen tiempo, sus dos últimos crímenes. Como otros tienen varias cuentas bancarias, de las que se sirven únicamente en caso de necesidad, él tenía varias ancianas de reserva. Esa misma mañana esperó que Madame Mouton saliera a hacer las compras, la siguió, y simuló encontrarla de casualidad en el supermercado. Sabiendo que no estaría en el despacho, le dijo que lo llamara a la mañana siguiente para confirmar la cita de la noche, y que en el caso de no encontrarlo, pidiera hablar con el comisario Morvan. Para que tuviese la certeza de que él o Morvan no faltarían a la cita, y como si la idea se le hubiese ocurrido en el momento, sacó otra botella de champaña del estante y le dijo que, a la salida, después de haberla pagado, se la daría para ponerla en la heladera, de modo que pudiesen tomarla juntos durante el encuentro del día siguiente. Para su plan, necesitaba dos botellas, pero la primera la había introducido él mismo en el supermercado, después de abrirla en su casa la noche anterior, ponerle un somnífero, y volver a cerrarla cuidadosamente. Pagó las dos, le dio a Madame Mouton la botella con el somnífero, y se guardó la otra hasta la noche siguiente.

Para que el plan pudiese llevarse a cabo, Morvan tenía que tener la certeza de que el otro era el hombre que buscaba. Por eso el otro rompió la carta y arrojó al aire los pedacitos, sabiendo que Morvan, por meticulosidad, los juntaría, ya que se trataba de un documento oficial del que no había copia, pero tomó la precaución de guardarse un pedacito de papel. Un poco más tarde, después de haber abierto con el cuchillo, desde la garganta hasta el pubis, a la vieja de la Folie Regnault, se dio como de costumbre una ducha, se vistió con cuidado y, antes de salir llevándose la llave número veintiocho, dejó el pedacito de papel en la moquette, bien a la vista, para que ningún policía, y mucho menos Morvan, pudiese no advertir su presencia. Aunque Morvan no hubiese abierto personalmente la puerta, de todas maneras el pedacito de papel hubiese llegado a sus manos. Pero hasta en esto tuvo suerte, porque fue el propio Morvan el que lo encontró. Ese trozo minúsculo de papel, neutro para el resto del mundo, que no significaba nada, no valía nada, no simbolizaba nada, sería para Morvan la raíz, el tronco, y las ramas brillantes de la evidencia. El otro sabía que descartaría a Combes y a Juin, y que sacaría la conclusión inevitable, pero como ese pedacito de papel no representaba una evidencia más que para Morvan, no hablaría con nadie hasta no poder probar de un modo irrefutable su certeza. El otro ya se había introducido en la oficina de Morvan y había deslizado los guantes de látex en el bolsillo de su sobretodo. Quería que Morvan los encontrara en algún momento, porque no solamente tenía planeado fabricar las pruebas materiales, sino también que, a causa de sus trances sonambúlicos, Morvan comenzase a tener dudas acerca de su propia culpabilidad.

Sabía que la llamada de Madame Mouton sería un nuevo elemento que vendría a confirmar las sospechas de Morvan, y que Morvan iría en persona a esperarlo al departamento antes de las ocho, aunque más no fuese, si no podía probarle nada, para impedirle cometer un nuevo crimen. La dosis que había puesto en el champaña estaba calculada para que el efecto del somnífero durase entre dos y tres horas. Cuando Morvan vio que los billetes que tenía en la cartera eran idénticos a los de su sueño, ya estaba empezando a dormirse, y la expresión pensativa de Madame Mouton, inmóvil en su sillón con los ojos entornados, era también consecuencia del somnífero. El otro entró a las ocho y media y los encontró dormidos. Desnudó a Morvan, decapitó a Madame Mouton sobre el cuerpo de Morvan para que la sangre chorreara sobre él, y también le puso y le sacó los guantes de látex para imprimir sus huellas digitales, y por la misma razón puso los dedos de Morvan en contacto con el manojo de llaves y con el paquete de guantes del que faltaban veintinueve pares. Después cambió la botella de champaña por la que no tenía somnífero, la hizo rodar por el suelo cuidándose de que quedara en la botella un poco que pudiese ser comparado con el de la copa de Madame Mouton, lavó la copa de Morvan y la rompió, y por último llevó a Morvan desnudo y lo dejó en el piso del cuarto de baño. Después se lavó, se vistió, guardó la botella con el somnífero y sus propios guantes de látex en una bolsa de plástico, envolvió cuidadosamente el paquete de guantes y el manojo de llaves, abrió la canilla de agua caliente para que Morvan tuviese la impresión de despertarse en medio de una acción comenzada en estado de sonambulismo, y salió del departamento. De ahí fue directamente al departamento de Morvan, donde dejó el paquete de guantes y el manojo de llaves, salió a la calle, hizo desaparecer la bolsa de plástico con la botella y sus propios guantes, y se encaminó al despacho especial. Había calculado el tiempo que duraría el efecto del somnífero, y si, era posible, quería llegar al departamento con los otros policías en el momento en que Morvan empezara a despertarse. Llamó un par de veces sabiendo que, aún despierto, Morvan no contestaría, y después, haciéndose acompañar por un grupo numeroso de policías que servirían de testigos irrefutables, se dirigió al departamento de Madame Mouton. Importaba poco que Morvan estuviese despierto o dormido, porque todos los jefes estaban al tanto de sus trances sonambúlicos, y Caroline estaría obligada a declarar lo que le había contado a él, pero también en eso las cartas le fueron favorables, porque justo en el momento en que forzaron la puerta, Morvan, que a causa del somnífero y medio dormido todavía durante unos segundos en que creía estar ya despierto no reconoció su propia imagen en el espejo, salió del cuarto de baño, desnudo y ensangrentado, tropezando con la cabeza de Madame Mouton y haciéndola rodar por la alfombra hacia los zapatos humedecidos de nieve de los policías. Los policías se dispusieron a arrojarse sobre él, pero el otro se los impidió: quería que Morvan tuviese tiempo de razonar, de analizar la situación, las pruebas materiales, el número y la calidad de los testigos, y concluyera por sí solo que estaba perdido. Más: quería que, después de la certidumbre, la duda también recogiese su parte de ganancia, y que el propio Morvan, aunque no tuviese ningún recuerdo, y el haberlo tenido quizás tampoco hubiese probado nada, admitiera la posibilidad de ser él mismo la sombra mortal que venía persiguiendo desde hacía nueve meses. El otro ya sabía que, habiendo analizado los hechos, Morvan no podría acusarlo, porque esa acusación sería para los testigos y para los jueces una prueba suplementaria de perversidad y de demencia. Cuando Morvan empezó a buscar sus ojos, el otro comprendió que la partida estaba terminada, y recién entonces, sabiendo que hasta de eso podría sacar provecho, condescendió a la compasión.

A causa del esfuerzo que le han exigido sus palabras, y quizás también de los efectos del cigarro, que ha venido chupando con energía en los momentos más intensos de su monólogo, cuando Tomatis hace silencio, el sudor sigue brotando todavía de su frente, y se desliza por los pliegues movedizos y rugosos de su cara socarrada por el sol. Cuando se echa un poco hacia adelante en la silla y, recogiendo su vaso, toma un trago de cerveza ya tibia, a causa de la temperatura de la bebida su aire satisfecho se enturbia fugazmente con una expresión de desagrado. También los otros, que sin embargo lo han escuchado sin moverse, sudan bastante y, como él, sienten la camisa pegoteada a la piel de la espalda. Cuando han bajado de la lancha en el Yacht Club, después de despedirse del tripulante, han decidido venir a comer al patio en el que están ahora -un patio cervecero, lo llaman en la ciudad-, pero antes Soldi los ha depositado en el auto a cada uno en su casa, para descansar un poco y darse una ducha, y se han vuelto a encontrar alrededor de las nueve y media. Alicia y el Francesito, que no abrieron la boca durante el trayecto en auto, pero que al separase frente al taller de Héctor, donde se aloja Pichón, convinieron algo en voz baja como si hubiesen sido conspiradores, y como si hubiesen querido mantenerse a toda costa al margen del mundo desalentador de los adultos, ni siquiera se dignaron contestar a la invitación de Tomatis y Pichón de unirse a ellos para la cena, de modo que después de las nueve, habiendo llegado cada uno por sus propios medios, provenientes de diferentes puntos de la ciudad que ya había entrado en la noche, recién bañados y cambiados, hambrientos y sedientos, y sobre todo con ganas de seguir conversando, se encontraron en el patio iluminado por las hileras de luces que cuelgan de las paredes blancas, de las ramas de las acacias gigantes y de las palmeras. Para estar más tranquilos, eligieron a propósito la mesa más alejada de la entrada y se sentaron, cuando todavía no había empezado a llegar demasiada gente, Tomatis de espaldas a la entrada, donde están instalados el bar, las parrillas y la cocina, adosados a una pared de ladrillos pintada de blanco y protegidos por un techo común de paja, Pichón enfrente de Tomatis, de modo que ha estado todo el tiempo observando al barman y a los cocineros, y el ir y venir de los mozos por los senderos rojos de ladrillo molido para servir las mesas dispersas entre los árboles, y Soldi equidistante de los dos, en la cabecera, viendo todo el tiempo, más allá de las ruedas de carro de distinto tamaño pintadas de blanco, de la parecita de balaustres blancos y de la calle oscura, el edificio achatado de la Terminal de Ómnibus que, aunque ha sido inaugurado hace ya veinte años, Pichón sigue llamando todavía la Terminal Nueva. Los tres tienen residuos de las sensaciones que han experimentado a lo largo del día caliente y luminoso, y el paseo por el río, la visita a Rincón Norte, los vericuetos de islas desteñidas y de agua, les dejarán seguramente a los tres recuerdos propios, salidos de una experiencia común, pero intraducibles a los idiomas privados de los otros, y que los acompañarán hasta la muerte. Han llegado de vuelta a la ciudad en el rumor del anochecer, y la ducha rápida que se han dado no les ha procurado más que una frescura pasajera, un alivio momentáneo y superficial. Únicamente la conversación los ha hecho olvidarse durante un par de horas del calor embrutecedor, del tiempo inquietante y oscuro que los atraviesa, continuo y sin cesuras, como un fondo constante y monocorde. Alertas y volubles, graves y juguetones, reconcentrados y al mismo tiempo disponibles, durante un par de horas han obligado a las fuerzas que tiran hacia lo oscuro a quedar fuera de sus vidas, sin dejar de saber ni un solo instante que, en las inmediaciones, dispuestas como siempre a arrebatarlos, esas fuerzas palpitan todavía.

Ahora que Tomatis ha dejado de hablar, Soldi piensa que el aire satisfecho que adopta es más simulado que genuino, y durante por lo menos un minuto, los tres se quedan en silencio. Es un silencio reflexivo pero un poco incómodo, como si un sentimiento de vergüenza se hubiese apoderado de ellos y que a Soldi, que sin embargo lo empieza a experimentar también él, le resulta inexplicable. Las tres camisas -la azul, la amarilla y la verde claro casi fluorescente- que hace dos horas estaban limpias, rígidas y bien planchadas, pero que ahora están deshechas por el sudor, quedan inmóviles, igual que las caras tostadas y los brazos tostados que emergen de sus cuellos y de sus mangas. Una bailarina, extraviada en el aire de la noche, lejos de las luces colgadas entre los árboles, alrededor de las cuales giran y se entrechocan miles y miles de sus semejantes, aletea en el vacío sobre la mesa, por encima de los vasos y de los platos sucios, entre restos de comida, carozos de aceitunas, cuartos de limón exangües y retorcidos, migas despedazadas, aceite, grasa, queso endurecido y filamentos de tomates. La mariposa evoluciona haciendo vibrar sus alas blancuzcas que se vuelven como transparentes, volando cada vez más bajo por encima de los restos de comida, como si le costara remontar, y como si el peso de lo que tira hacia abajo, despechado por no haber podido atrapar todavía a los tres hombres que permanecen en silencio alrededor de la mesa, estuviera ensañándose con ella. Los tres se ponen a mirarla con interés y con cierta sorpresa, la ven girar vertiginosa en torno de sí misma, elevarse, descender, en círculos cada vez más reducidos, hasta que, exhausta, cae en picada, como una piedrita blanca, en el plato de las aceitunas. Pichón se inclina hacia ella, y sacudiendo un índice amenazador sobre el plato, le dice con tono de reprobación:

– Ya te advertí cuando tuve que sacarte del bolsillo que no queríamos volver a verte por aquí.

– No es la misma -dice Tomatis, inclinándose sobre el platito de aceitunas.

– No se sabe -dice Pichón-. Y aún así, ¿cuál es la diferencia?

El cuerpito blanco aletea cada vez más lento, medio sumergido en los restos de aceite. Las pocas aceitunas que quedan en el plato, formas ovoides de un verde lustroso y sombrío, parecen, junto a la manchita blancuzca que agoniza, más misteriosas y pétreas que las pirámides, y más mudas, distantes y desdeñosas que las estrellas. Cuando la mariposa se inmoviliza por completo, un trueno inesperado y violento que se demora en la noche haciéndola vibrar, da la impresión de sacudir las ramas de los árboles y todo el aire alrededor, porque un viento brusco empieza a soplar. Tomatis señala con lo que queda de su cigarro la mariposa inmóvil en el charco de aceite, y después dirige la punta encendida hacia el cielo.

– Su hora sexta -dice.

– Ni siquiera -dice Pichón-. Es una coincidencia.

Un relámpago azul que arrastrará consigo otro trueno ilumina el patio. En la altura, los penachos de las palmeras y las ramas de las acacias se sacuden con violencia, arrastrando en sus movimientos las lámparas que cuelgan de ellas y produciendo un vaivén agitado de luces y de sombras, y aunque los manteles de papel de las mesas desocupadas empiezan a volarse y el polvo de ladrillo a formar unos remolinos rojizos en el aire de los senderos que los mozos y clientes atraviesan ya con euforia precipitada, Tomatis y Pichón siguen inmóviles, inclinados hacia el plato de aceitunas. Soldi los observa, curioso y sorprendido: más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, no parecen ignorar lo que se aproxima, y sin embargo dan la impresión de estar instalados en el presente como en un trono indestructible. Parecen no esperar nada, no desear nada. Indiferentes a la agitación que los rodea, observan inmóviles el plato de aceitunas, sin que ninguna expresión particular denote en sus caras oscurecidas por el sol alguna emoción o algún pensamiento. Olvidados de sí mismos, parecen haber decidido, en algún momento que Soldi no podría precisar, zambullirse en el río de lo exterior y dejarse flotar, tranquilos, en la corriente. Casi al mismo tiempo, Pichón y Tomatis se incorporan, despacio, ignorando todavía el tumulto que crece a su alrededor. A Soldi le parece notar que sus miradas se encuentran, fugaces, y casi en seguida, por alguna razón que se le escapa, se rehuyen. El segundo trueno, más violento y más prolongado todavía que el primero, retumba en el patio, y son sus vibraciones las que parecen sacudir las copas de los árboles, y no el viento que, en las porciones del cielo que la tormenta no ha cubierto todavía, hace parpadear las estrellas. Pichón recupera su sonrisa, y mete la mano en el bolsillo del pantalón, disponiéndose a pagar.

– Va haber que irse -dice- porque ahora sí que está llegando el otoño.

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