HASSAN no respondió con una de esas sonrisas irónicas que tan bien dominaba. Quizá no estaba de humor. Bueno, ¿quién podría culparlo?
– ¿A quién ha llamado, Rose -preguntó con serenidad y admirable dominio de sí-. Más importante aún, ¿qué ha contado?
– A nadie -repuso, decidiendo que era un momento idóneo para ir al grano-. Y nada.
– ¿Espera que crea eso?
Rose pensó que sería agradable. Aunque no lo culpaba por dudar de su rectitud. De haber estado en su lugar, ella también habría dudado.
– No fue por no intentarlo -aseguró-. Anoche no pude hablar con mi madre. Daba comunicando en todo momento, lo cual no me extraña. Probablemente siga así. Y no quise poner a mi hermano en una situación en la que tuviera que ocultar la verdad. Lo haría si se lo pidiera, pero el pobre no podría engañar a nadie.
– ¿Y por qué tendría que ocultar la verdad?
– Bueno, no podría comunicarle dónde me encontraba, solo quién me había secuestrado, y eso no me pareció una buena idea.
– ¿Y su despacho? -la miró de forma rara-. ¿No llamó allí?
– Tendría que haberlo hecho. Gordon se pondrá furioso. Pero únicamente podría haberle contado que usted me había secuestrado…
– ¿Me quiere decir que no lo haría? ¿No se lo contaría a su editor? ¿Ni a su hermano? ¿Por qué?
Analizándolo desde la perspectiva de Hassan, pudo comprender el problema.
– Primero quería averiguar por qué lo había hecho… antes de que Abdullah enviara a sus tropas.
– Oh, claro -al final se rindió al sarcasmo.
– Devuélvame el teléfono.
– ¿Bromea?
– Démelo y le demostraré que no realicé ninguna llamada -él no pareció considerarlo una idea buena-. Ya he llamado a la caballería, Hassan, es demasiado tarde para hacer algo al respecto. Entrégueme el teléfono.
Se lo dio con un encogimiento de hombros y Rose tecleó el código de su buzón de voz. Había tres mensajes de Gordon. El último, en el que le proporcionaba un número que sería atendido las veinticuatro horas del día, figuraba que había sido grabado menos de una hora antes. Lo extendió para que Hassan escuchara mientras los mensajes se repetían.
– Bastante concluyente, ¿no le parece? -Hassan no respondió, sencillamente cerró el aparato, se lo guardó en el bolsillo y la contempló como si intentara decidir qué tramaba-. Bueno, no esperaré que se disculpe, pero quiero que mi cadena tenga la exclusiva de toda la historia. Creo que es justo. Y va a necesitar algo de ayuda para obtener en el momento idóneo la atención de los medios que tanto busca. Yo Podría organizarlo…
Era bastante razonable y si tenía en cuenta todo lo que le había hecho pasar, debería haberse puesto de rodillas para agradecérselo. Pero la miró con expresión seria.
– Sabe lo que es usted, ¿verdad? -afirmó sin rodeos-. Es una idiota.
«No anda muy descaminado», pensó Rose.
– No puedo creer que sea tan estúpida -continuó él-. Tan irresponsable. Tan… tan…
– ¿Tonta? -aportó. Fue un error. Consiguió que él casi estallara.
– Disponía de los medios para salir de aquí pero decidió, en la mejor tradición de las heroínas de cómics, que tenía que ir en pos de la historia. ¿Es así?
– Hassan…
– Rose Fenton, la Intrépida Reportera. Jamás pierde una noticia, jamás se le escapa una exclusiva. No me conoce -prosiguió, soslayando el intento de ella de interrumpirlo-. Puede que no tenga ni idea de lo que he planeado hacer con usted.
Ella abrió la boca para decirle que no parecía un tratante de esclavas blancas, pero su entrecejo la advirtió de que más le valía que la interrupción fuera por algo bueno.
– ¿En qué diablos pensaba, Rose? ¿Qué sucederá la próxima vez que alguien la atrape en la oscuridad? ¿Se dirá que no hay nada de qué preocuparse porque la última vez, todo salió bien? Pensará, «¡Qué diablos! Hassan era un verdadero caballero y obtuve un aumento de sueldo por la historia que conseguí»? -ella esperó en silencio-. Y bien?
Se encogió ante el súbito latigazo de su voz. Parecía que al fin se había desahogado y estaba impaciente por recibir una explicación de su comportamiento aberrante.
Por desgracia, Rose no podía explicar por qué había seguido su instinto en vez de lo que dictaba la discreción.
– ¿Sabe?, no estoy tan convencida de eso último del caballero -informó ella-. Anoche fue… -no, mejor olvidar lo de la noche anterior-. Y en cuanto a la subida de sueldo -se encogió de hombros-. ¿Quién sabe? No llamé a mi editor cuando podía y tendría que haberlo hecho, y usted aún no me ha prometido la exclusiva. Si no la consigo, puede olvidarse de ese aumento; probablemente tenga que buscarme otro trabajo.
Un sonido parecido a un siseo indignado escapó de labios de él, y mientras la aferraba por los brazos y la ponía de pie, hasta dejar su cara a meros centímetros de la suya, Rose llegó a la conclusión de que había abusado de su suerte hasta el límite.
Quizá un poco más.
– De acuerdo, de acuerdo -concedió rápidamente-. Soy estúpida. Muy estúpida. De hecho, soy famosa por ello. Pregúnteselo a cualquiera. Si me suelta y me devuelve el teléfono, llamaré un taxi y lo dejaré en paz.
Durante un instante él siguió sosteniéndola pegada a su cuerpo, de tal modo que la punta de los pies apenas lograba tocar el suelo. A la tenue luz del sol que se filtraba en la tienda, la atmósfera se alteró sutilmente.
La ira que lo dominaba amainó. Rose sintió que la invadía una oleada de calor. Se quedó sin aire y la boca se le ablandó, separó los labios, deseando más que nada que él la besara. La abrazara. La amara.
Si tanto le importaba su bienestar, no debería ser imposible. Si pudiera tocarlo, acariciarle la cara, tomarle la mano, quizá lo convenciera.
Pero tenía los brazos inmovilizados al costado, y pasado un momento Hassan la bajó con cuidado y le soltó los brazos. Solo entonces retrocedió un paso.
– Taxis… -tenía la voz trémula.
Bueno, también ella temblaba toda, y si lo que Hassan buscaba en esa ocasión era el control, iba a cerciorarse de ponerle difícil resistir ese tirón primitivo de necesidad que los dominaba a ambos.
Se equivocaba en que él no era un caballero. Había tenido un desliz una vez pero no lo repetiría. No sin una provocación insoportable. Al ver la intención de Rose en sus ojos, dio otro paso atrás.
– ¿Taxis? -instó ella, siguiéndolo con la esperanza de que olvidara las consecuencias y poder ver cómo sus ojos de granito se derretían como la lava.
– No estamos en Chelsea, Rose. Aquí no hay taxis.
– Oh, bueno, solo era una idea -y cuando él salió de la tienda y la atmósfera dejó de vibrar con amenazas y deseos silenciosos, añadió-: Imagino que eso significa que debo parar.
Entonces se sentó en la cama. Había perdido el teléfono pero no le importaba. La situación ya no tenía nada que ver con la historia. Además, se suponía que estaba de vacaciones.
¿Qué había dicho cuando la tomó cautiva? ¿Un poco de placer, un poco de romance? Bueno, en ese momento era exactamente lo que quería.
Era una pena que por una vez en la vida su príncipe playboy hubiera decidido comportarse bien. En teoría, aplaudía su decisión de reformarse. En la práctica, no le agradaba demasiado el momento elegido, aunque comprendiera el motivo.
Se apoyó en las almohadas y sonrió. Era responsable de ella y dependía de Rose cerciorarse de que se tomara bien en serio sus responsabilidades.
– No puedes besarme y huir, Hassan -musitó en el silencio del calor del mediodía-. No te lo permitiré.
Hassan no perdió el tiempo en enfriarse. Recogió un cubo de agua del abrevadero de los caballos y se lo echó por la cabeza.
Una acción semejante por lo general habría provocado bromas de los hombres con los que había crecido, a los que conocía de toda la vida. Fue revelador que ninguno de ellos siquiera sonriera.
Rose Fenton lo agitaba con solo respirar. Deseó no haber oído hablar jamás de ella, que nunca hubiera ido a Ras al Hajar. Deseó, deseó, deseó…
Sus hombres aguardaban órdenes. Las dio y le habría gustado poder eliminar sus problemas con tanta facilidad…
Entonces se dio cuenta de que sí podía. O al menos uno. Si llamaba a Nadim y aceptaba su oferta de ocultar a Rose durante unos días, la perdería de vista. Sacó el teléfono móvil del bolsillo y lo activó. Lo haría en ese mismo instante.
Su hermana se puso al teléfono, no muy contenta de que la interrumpiera en el trabajo que realizaba en la clínica de uno de los barrios más pobres de la ciudad.
– ¿De qué se trata, Hassan? Estoy ocupada.
– Lo sé y lo siento pero quiero que… necesito que… -maldita sea., no podía.
– ¿Qué sucede, hermano? ¿Tu dama periodista empieza a ser demasiado ardiente para poder controlarla? -la risa exhibió un toque de simpatía que lo desequilibró momentáneamente.
Pero aunque Rose Fenton lo quemaba hasta la médula, no iba a reconocérselo a su hermana menor.
– No. Lo que pasa es que creo que tienes razón.
– Bueno, siempre hay una primera vez para todo. ¿Razón en qué?
– Acerca del matrimonio. Creo que es hora de que tenga una esposa.
– ¡Hassan! -no intentó ocultar el asombro ni la felicidad que le provocaba la noticia.
– Deberé quedarme aquí en cuanto Faisal vuelva. Necesitará a alguien en quien confiar.
– Y tú necesitarás a alguien que te dé calor en esa fría fortaleza que llamas hogar.
– Arréglalo, ¿quieres?
– ¿Tienes a alguien en especial en mente? ¿O quizá la señorita Fenton desea reclamar el premio?
– Por favor, sé seria, Nadim.
– Lo soy. Tiene poder sobre ti. No podré hablar con nadie más hasta que aclares eso.
– Lo aclararé, pero, mientras tanto, ¿querrás buscar a una chica tranquila que no sea respondona?
– Nadim guardó silencio tanto rato que tuvo miedo de haberse traicionado-. Una chica que sea una madre apropiada para mis hijos -anunció con brusquedad-. Estoy seguro de que sabrás encontrar una lista adecuada de vírgenes.
– Déjamelo a mí, Hassan -manifestó con suavidad-. Veré si puedo encontrar a alguien que te guste.
– Me has insistido mucho tiempo. Ahora no me hagas esperar -cortó la comunicación.
Un hombre debía casarse tarde o temprano, y si no podía tener a la mujer que deseaba, entonces aprendería a desear a la mujer que tenía. Pero no quiso meditar demasiado en la diferencia.
Con un suspiro, activó otra vez el teléfono. Buscó en la memoria y marcó el número de Pam Fenton.
Rose se quitó el polvo del paseo a caballo, buscó en el baúl algo holgado y fresco que ponerse para el calor de la tarde mientras más allá de las cortinas oía cómo preparaban la mesa para el almuerzo. Pero Hassan no regresó, aunque no había esperado que lo hiciera.
Pasado un rato se oyó una tos discreta detrás de la cortina.
– ¿Desea comer, sitti?
¿Sitti? ¿Sería milady?
Sobresaltada por semejante cortesía y honor, se levantó, se pasó un pañuelo largo de seda alrededor de la cabeza y salió. La mesa, tal como había sospechado, estaba preparada para una persona. Había carne. Pan árabe recién horneado. Tabule y rodajas de tomate.
– Sukran -dijo, empleando una de las pocas palabras que conocía del idioma-. Gracias. Parece delicioso -el hombre hizo una reverencia-: Pero me gustaría comer allí, junto al arroyo -no esperó a que protestara, sino que pasó a su lado como si no tuviera duda de que la seguiría.
– Sitti… -la persiguió al salir de la tienda. Ella fingió no oírlo-. Sitti -imploró-. La comida está aquí -ella no frenó-. Mañana -ofreció él-. Mañana, insh’Allah, llevaré la comida para usted al arroyo.
Rose se volvió para mirarlo y el rostro del hombre se relajó. Luego ella miró otra vez hacia el agua.
– Justo ahí -señaló el lugar que había escogido para el picnic. Y continuó andando.
A su espalda oyó un gemido de consternación y sonrió satisfecha. No podían detenerla. Era una sitti, una milady, su señora y, por eliminación, la señora de Hassan. No podían dejar que marchara sola. Podría lastimarse. Podría intentar escapar.
Pero tampoco podían refrenarla. Solo Hassan tenía poder para ello.
Era problema de ellos, no suyo. Ya se les ocurriría algo.
Mientras tanto, se sentó en una roca plan que había sobre una de las corrientes que alimentaba el oasis, se quitó las sandalias y metió los pies en el agua.
Era de un frescor agradable. Se apoyó sobre las manos y alzó la cara a la brisa que soplaba desde las montañas. Luego se daría un baño.
Un hombre armado con un rifle apareció y se apostó a corta distancia, cuidando de no mirar en ningún momento directamente en su dirección. Rose se preguntó para qué sería el arma. ¿Habría serpientes?
Al rato aparecieron otros dos hombres en el campo de su visión. Llevaban una alfombra grande que extendieron sobre el suelo. Mantuvieron los ojos apartados. Ella fingió no darse cuenta, convencida de que los avergonzaría con su atención.
Llevaron unos cojines.
Movió los pies en el agua. Se sentía como una princesa de cuento de hadas.
Cuando llegó la comida el corazón se le aceleró un poco. ¿Se presentaría él? O había dejado el campamento, para adentrarse en el desierto, donde no podría atormentarlo?
¿O no sería más que una ilusión? Quizá Hassan ya había recibido noticias de Faisal…
El sol titilaba sobre la seda azul de su vestido. Hassan luchó por recuperar el aliento al observarla desde cierta distancia y trató de no sentir nada.
Imposible.
Con los pies en el agua, parecía una princesa exótica salida de las Mil y Una Noches. Scheherazade no podría haber sido más hermosa al contar sus historias. Tenían eso en común. Y la inteligencia.
Su firme educación feminista chocaría en su sociedad dominada por los hombres, pero ella sabría aprovechar a su favor esos convencionalismos.
La vida jamás sería aburrida con ella cerca para atormentarlo. Y habría innumerables días como ese, con Rose esperándolo.
Dejó que el sueño se desvaneciera. Nada de días innumerables. ¿Cuánto pasaría antes de que ella anhelara recuperar la vida que conocía, su libertad?
Quizá disfrutaran de algunas semanas, pero no sería capaz de retenerla. Y no podría dejarla ir. Los dos estarían atrapados.
Una sombra cayó sobre ella y Rose alzó la vista. Hassan había despedido al guardia y sostenía el rifle con expresión tan distante que bien podrían haber estado en mundos distintos. Apartó la vista sin reconocer su presencia.
– ¿Es eso lo que querías? -inquirió él al final.
No del todo, pero al menos era un comienzo. Le ofreció la mano y él no tuvo más elección que tomarla para ayudarla a incorporarse. Pero en cuanto se levantó, la soltó.
Galaxias distintas.
– Estás mojado -comentó ella.
– Tenía calor.
– Calor -repitió.
– Y estaba polvoriento. Te hallabas en posesión de mi cuarto de baño, de modo que empleé un cubo.
– ¿Totalmente vestido? Pensé que ese tipo de recato quedaba reservado para las mujeres -maldición. Esa no era manera de seducir a un príncipe. Tenía que concentrarse. Recogió las sandalias y, con el bajo húmedo de la túnica arrastrando sobre la arena, abrió el camino al picnic que los esperaba, donde con algo de timidez se acomodó en los cojines.
Sin embargo, de momento todo iba bien. Había conseguido el picnic y también a Hassan. Salvo que él se había sentado en una roca próxima y miraba hacia las montañas, esperando que ella comiera y se aburriera con ese juego.
– ¿Para qué es el arma? -preguntó mientras abría los recipientes de la comida.
– Leopardos, panteras.
Había oído decir que había felinos en las montañas, aunque le pareció improbable que se acercaran tanto a la gente.
– ¿Los matas?
– Si atacan a los animales. A veces lo hacen -añadió al percibir la duda de ella-. Y si la elección fuera entre tú y uno de ellos, entonces sí dispararía a matar. A pesar de la tentación que experimentaría de dejarte librada a tu destino -ella chasqueó la lengua-. Probablemente bastaría con un disparo de advertencia -concedió él.
– El sonido era por tu hospitalidad, no por tu política con la fauna salvaje.
– ¿Pasa algo con la comida? -preguntó, mostrándose obtuso adrede.
– No. Está deliciosa, pero es demasiada para una persona.
– Seguro que es el modo que tiene mi cocinero de indicar que se te ve demasiado delgada.
– Pensaba que no tendría que haberlo notado.
– Tienes la tendencia a llamar la atención. Ella se tendió de espaldas y contempló el azul perfecto del cielo a través de las ramas de los granados.
– ¿Has recibido alguna noticia de Faisal? -inquirió Rose.
– Todavía no.
– ¿Es posible que ya se encuentre de camino?
– Ojalá fuera así, pero Partridge aún lo busca.
– ¿Y cuando lo encuentre? Entonces, ¿qué? ¿Darás una conferencia de prensa?
– ¿No querrás presentar tú al nuevo emir ante el mundo?
– Sería una historia magnífica.
– Imagino que la aparición de la periodista perdida con el joven emir merecerá todos los titulares.
– Probablemente -pero ya estaba cansada de la historia. Deseaba a Hassan.
– Termina tu almuerzo, Rose.
Contrariada, ella cerró los ojos.
– Hace demasiado calor para comer. Creo que me daré un baño.
– ¿Un baño? -repitió él.
¿Era su imaginación o detectó una nota de preocupación en la voz?
– Dijiste que bañarse en la corriente era una de las atracciones de este lugar. Montar a caballo, bañarse y yacer al sol. Bueno, pues ya he cabalgado, me he tumbado al sol y ahora quiero nadar. Luego comeré. Si tú no tienes hambre, puedes cantarme algo.
– No es una buena idea.
– Deja que yo juzgue eso. Después de todo, la belleza está en los oídos del oyente.
Se levantó y el caftán sencillo colgó de sus hombros. E1 escote era recatado y se abrochaba con diminutos botones de seda desde el cuello hasta el bajo. Comenzó a desabrocharlos desde el primero, tomándose su tiempo. Uno. Dos.
– ¿Qué demonios crees que estás haciendo? -exigió él. Se había puesto de pie y acercado. Podía detenerla o quedarse quieto y observar cómo se quedaba con un sexy traje de baño. Se hallaban en tierras salvajes y alguien tenía que protegerla.
Rose se soltó otro botón. Tres.
– Voy a meterme en el arroyo -casi sintió pena por él. Cuatro.
– Puede que haya serpientes en el agua.
– ¿Qué probabilidades hay de que me muerda una?
– Hassan no respondió. Más botones. Cinco. Seis. El vestido comenzaba a separarse en su pecho y el sol empezaba a morderle la piel-. Y si una lo hace, ¿moriré?
– Sería doloroso.
No era diestra en desvestirse de forma seductora, pero la cara de él le indicó que lo hacía bien. Hassan quería apartar la vista. De verdad. Pero no fue capaz, no más de lo que sería capaz de mentirle. Ni siquiera para ahorrarse ese aprieto. Los dedos de Rose temblaron en el siguiente botón y bajó los ojos.
Él se había acercado. Sin mirarlo, supo que estaba cerca. Sintió unas gotas de sudor en el labio.
Las secó con la lengua y siguió afanándose con el botón. Los dedos de él se cerraron en torno a sus muñecas y la detuvieron.
– ¿Qué quieres, Rose?
Lo quería a él. En cuerpo, corazón y alma.
Quería alzar la mano hacia su cara, apoyar la palma en su mejilla, descansar la cabeza contra su pecho y captar el ritmo tranquilizador de sus latidos. Lo deseaba tanto que el calor le lamía los muslos y anhelaba tenderse sobre los cojines con él a su lado, a la sombra de los árboles durante la larga tarde mientras averiguaban todo lo que había que descubrir del otro.
El momento era perfecto para ello, aunque Hassan parecía decidido a negarse a aceptar ese don. Sin embargo, la distancia que intentaba mantener entre ellos sugería que no encontraba demasiado fácil el sacrificio del deseo ante la necesidad honorable.
Avergonzada, y con un esfuerzo de voluntad que le provocó un escalofrío, sonrió.
– Solo quería tu atención, Hassan.
– La tienes -garantizó-. Abróchate esos botones y la mantendrás -Rose tuvo ganas de sugerir que dejarlos de esa manera conseguía su objetivo. Agitó la mano libre, pero él no había terminado-. Y cuando lo hayas hecho, tal vez me digas qué es lo que quieres de verdad, Rose.