El hijo de Kitiara

Al borde del mundo

deambula el malabarista,

ciego y sin rumbo,

confiando en la venerable

amplitud malabarista de sus manos.

Deambula al borde

de una antigua historia,

haciendo malabarismos con lunas,

haciendo desfilar a su paso

las anónimas estrellas fijas.

Algo parecido al instinto

y algo parecido al ágata

dura y transparente

en la profundidad de sus reflejos

insufla vida en el aire

a los objetos:

estiletes y botellas,

pinzas de madera y ornamentos

lo visto y lo no visto

—todo reagrupado de nuevo—

traducido en luz y destreza,

Nos guiamos por esta versión de luz:

constelaciones de recuerdos

y una química nacida

en el alambique de la sangre,

donde el motivo y la metáfora

y el impulso de la noche

con el temple de la mañana

cristalizan en nuestros semblantes,

en las líneas de las huellas

de nuestros dedos que se alzan.

Algo en cada uno de nosotros

anhela ese equilibrio,

esas químicas desaparecidas

que templaban el acero.

Lo mejor del malabarismo

radica en las treguas

que dan forma a nuestra intención

a través de cuchillos, de filamento

de botellas medio vacías

y espejos y químicas,

y del olvidado

filón de la noche.

1 La extraña petición de un jinete de dragón azul

Era otoño en Ansalon, en Solace. Las hojas de los vallenwoods, a decir de Caramon, estaban más hermosas que nunca, con las tonalidades rojas tan intensas como el fuego, las doradas brillando más que las monedas recién acuñadas que llegaban de Palanthas. Tika, la esposa de Caramon, coincidía con su opinión. Jamás se habían visto colores semejantes en Solace.

Cuando el hombretón salió de la posada para subir otro barril de la cerveza negra, Tika sacudió la cabeza y se echó a reír.

—Caramon dice lo mismo todos los años: las hojas tienen más color y están más hermosas que el año anterior. Nunca falla.

Los clientes rieron con ella, y unos cuantos le tomaron el pelo al hombretón cuando éste regresó a la posada con el pesado barril de cerveza negra cargado a la espalda.

—Las hojas están un poco marrones este año —comentó tristemente uno de ellos.

—Secándose, sí —añadió otro.

—Sí, se están desprendiendo muy pronto, antes de que tengan tiempo de cambiar completamente de color —abundó un tercero.

La expresión de Caramon se tornó sorprendida. Negó rotundamente que tal cosa fuera cierta e incluso arrastró a los incrédulos al porche y casi les metió la cara en una de las frondosas ramas para demostrar la veracidad de su afirmación.

Los clientes —vecinos de Solace de toda la vida— admitieron que tenía razón, que las hojas nunca habían estado tan bonitas, tras lo cual Caramon, tan satisfecho como si las hubiese pintado él personalmente, condujo a los clientes de vuelta al interior de la taberna y los invitó a una ronda gratis de cerveza. También eso se repetía todos los años.

La posada El Ultimo Hogar se encontraba especialmente concurrida aquel otoño. A Caramon le habría gustado atribuir a las hojas ese aumento en el negocio; eran muchos los que viajaban a Solace, en estos tiempos de relativa paz, para contemplar los maravillosos vallenwoods, que crecían exclusivamente allí y en ningún otro lugar de Krynn (a despecho de las afirmaciones contrarias, hechas por ciertas ciudades envidiosas, cuyos nombres no se mencionarán).

Pero incluso Caramon tuvo que dar la razón a Tika y a su mentalidad práctica. El inminente Cónclave de Hechiceros tenía mucho más que ver en el incremento de clientes que las hojas, por hermosas que éstas fueran.

Un Cónclave de Hechiceros se celebraba rara vez en Krynn, y sólo se llevaba a cabo cuando los magos de alto nivel de las tres Órdenes —Blanca, Roja y Negra— consideraban necesario que todos los que practicaban la magia a cualquier nivel, desde el aprendiz más reciente hasta el hechicero más diestro, se reunieran para discutir asuntos del arcano arte.

Magos de todo Ansalon viajaban a la Torre de Wayreth para asistir al Cónclave. También estaban invitadas algunas personas pertenecientes a las llamadas razas de la Gema Gris, que no usaban la magia pero sí tenían que ver con la creación de diversos objetos y artefactos mágicos. Varios miembros de la raza enana eran invitados distinguidos. Un grupo de gnomos llegó, cargado con planos, esperando persuadir a los hechiceros de que lo admitieran. Ni que decir tiene que también aparecieron numerosos kenders, pero fueron rechazados con delicadeza, aunque firmemente, en la frontera.

El Ultimo Hogar era la última posada cómoda antes de que un viajero llegara al mágico bosque de Wayreth, en el que se encontraba una de las Torres de la Alta Hechicería, las ancestrales sedes de magia en el continente. Muchos magos y sus invitados paraban en la posada de camino a la Torre.

—Han venido para admirar el color de las hojas —remarcaba Caramon a su esposa—. La mayoría de estos hechiceros habrían podido trasladarse mágicamente a la Torre sin molestarse en hacer paradas en el camino.

Tika se reía, se encogía de hombros y convenía con su marido que sí, que debía de ser por las hojas, de modo que Caramon se mostraba inusualmente satisfecho de sí mismo durante el resto del día.

Ninguno mencionaba el hecho de que todos los magos, hombres o mujeres, que llegaban para albergarse en la posada llevaban consigo un pequeño presente de estima y recuerdo hacia el gemelo de Caramon, Raistlin. Hechicero de gran poder y mayor ambición, Raistlin se había vuelto hacia el Mal y había estado a punto de destruir el mundo, pero al final se había redimido sacrificando su propia vida; de ello hacía ya veinte años. Una pequeña habitación de la posada se consideraba el «cuarto de Raistlin» y ahora estaba repleta de diferentes regalos (algunos de ellos mágicos) dejados allí para conmemorar la vida del hechicero. (¡A ningún kender se le permitía acercarse a aquel cuarto!).

Faltaban sólo tres días para el Cónclave de Hechiceros, y esa noche, por primera vez desde hacía una semana, la posada se hallaba vacía. Todos los magos habían reanudado el viaje, ya que el bosque de Wayreth era un lugar engañoso; uno no lo encontraba, sino al revés. Todos los hechiceros, incluso los de más alto rango, sabían que era posible que se pasaran un día entero deambulando de un lado para otro, esperando que el bosque apareciese.

Así pues se habían marchado, y ninguno de los clientes habituales había vuelto aún. Los vecinos, tanto de Solace como de las comunidades aledañas, que acudían a la posada a diario, ya fuera por la cerveza o por las patatas picantes de Tika o por ambas cosas, no se dejaban ver por allí cuando aparecían los magos. Los practicantes de la magia (a diferencia de los viejos tiempos en los que se los perseguía) eran tolerados en Ansalon, pero no se confiaba en ellos, ni siquiera en los que llevaban la Túnica Blanca y que servían al Bien.

La primera vez que se celebró el Cónclave —varios años después de la Guerra de la Lanza— Caramon había abierto su posada a los magos (en muchas rehusaban servirles), y había habido problemas. Los clientes habituales protestaron enérgica y duramente, y uno de ellos estaba lo bastante ebrio para intentar intimidar y molestar a un joven hechicero Túnica Roja.

Aquélla fue una de las contadas veces que la gente de Solace pudo recordar haber visto furioso a Caramon, y aún se seguía hablando de ello en la actualidad, bien que no en presencia del posadero. Al borracho lo sacaron de la posada con los pies por delante, después de que sus amigos le soltaran la cabeza de la horquilla de una rama que crecía dentro del establecimiento.

Tras el incidente, cada vez que se celebraba un Cónclave los clientes habituales se marchaban a otras tabernas, y Caramon servía a los magos. Cuando el Cónclave acababa, la clientela regresaba y las cosas volvían a la normalidad.

—Esta noche —dijo Caramon, que hizo una pausa en el trabajo para mirar a su esposa con admiración— nos acostaremos pronto.

Llevaban casados más de veintidós años, y Caramon seguía firmemente convencido de que se había desposado con la mujer más hermosa de Krynn. Tenían cinco hijos; tres varones —Tanin, de veinte años en el momento de esta historia; Sturm, de diecinueve; y Palin, de dieciséis—, y dos chicas —Laura y Dezra—, de cinco y cuatro años respectivamente. Los dos mayores soñaban con ser caballeros y siempre andaban buscando aventuras, que era donde se encontraban esa noche. El más joven, Palin, estudiaba magia. «Es un capricho pasajero —afirmaba Caramon—. Se le pasará pronto». En cuanto a las niñas… En fin, ésa era otra historia.

—Será estupendo irse pronto a la cama, para variar —repitió el hombretón.

Tika, que barría el suelo con movimientos enérgicos, frunció los labios para no descubrirse echándose a reír.

—Sí —contestó con un suspiro—, gracias a los dioses. Estoy tan cansada que probablemente me quede dormida antes de que haya apoyado la cabeza en la almohada.

La expresión de su marido se tornó inquieta. El hombretón soltó el paño con el que secaba las jarras recién lavadas y rodeó el mostrador.

—No estarás tan cansada, ¿verdad, querida? Palin se encuentra en la escuela, los dos mayores han ido a visitar a Goldmoon y Riverwind, y las niñas están acostadas. Sólo quedamos tú y yo, y pensé que… en fin… podíamos pasar un rato… ejem… charlando.

Tika se volvió para que no viera su sonrisa.

—Sí, sí, estoy cansada —repuso, a la par que soltaba otro suspiro—. He tenido que hacer un montón de camas, además de supervisar a la nueva cocinera y poner las cuentas al día.

Los hombros de Caramon se hundieron.

—Bueno, está bien —farfulló—. ¿Por qué no te vas a acostar y yo acabaré de…?

Tika soltó la escoba, se echó a reír y rodeó con los brazos —hasta donde podían llegar— a su marido, cuyo contorno había ensanchando de manera considerable a lo largo de los años.

—Grandísimo zoquete —musitó cariñosamente—. Sólo te tomaba el pelo. Pues claro que iremos a la cama y «pasaremos un rato charlando», ¡pero recuerda que como resultado de esas «charlas» tenemos a nuestros hijos! Vamos. —Tiró del delantal de su marido, juguetona—. Apaga las luces y atranca la puerta. Dejaremos lo que queda por hacer para mañana.

Caramon, sonriente, cerró la puerta de golpe, e iba a echar la pesada tranca de madera cuando alguien llamó desde fuera.

—¡Oh, maldita sea! —Tika frunció el ceño—. ¿Quién puede ser a estas horas de la noche? —De un soplido, apagó rápidamente la vela que llevaba en la mano—. Haremos como si no hubiésemos oído nada. Quizá se marche.

—No sé —empezó el buenazo de Caramon—. Esta noche va a helar…

—¡Oh, Caramon! —dijo exasperada Tika—. Hay otras posadas…

Se repitió la llamada, más fuerte en esta ocasión.

—¿Posadero? —dijo una voz—. Lamento llegar tan tarde, pero estoy sola y en un terrible apuro.

—Es una mujer —dijo Caramon, y Tika supo que había perdido. Sin embargo, por discutir un poco no pasaba nada.

—¿Y qué hace una mujer sola deambulando por ahí tan tarde? Apuesto que nada bueno.

—Oh, vamos, Tika —empezó Caramon en aquel tono engatusador que tan bien conocía ella—, no digas eso. Quizá va a visitar a un pariente enfermo y la oscuridad la sorprendió en el camino, o…

—Anda, abre. —Tika encendió la vela.

—¡Ya voy! —bramó el hombretón. Mientras se dirigía a la puerta hizo una pausa para mirar a su mujer—. Deberías echar lefia al hogar de la cocina. Quizá tenga hambre.

—Pues que coma carne fría y queso —espetó Tika al tiempo que soltaba la vela en la mesa con un seco golpe.

Tika era pelirroja, y aunque el cabello había encanecido, suavizando el tono con la edad, no ocurría lo mismo con su carácter. Caramon dejó a un lado el tema de la comida caliente.

—Probablemente está muy cansada —adujo, con la esperanza de tranquilizar a su mujer—. Sin duda se irá derecha a su habitación.

Tika resopló. Puesta en jarras, asestó una mirada iracunda a su marido.

—¿Vas a abrirle la puerta o la vas a dejar ahí fuera, helándose?

Caramon agachó la cabeza, abochornado, y se apresuró a abrir.

En el umbral había una mujer, pero no era como había esperado ninguno de los dos, e incluso el compasivo Caramon, al verla, pareció plantearse si dejarla entrar o no.

Iba abrigada con capa y botas, y llevaba el yelmo y los guantes de cuero propios de un jinete de dragón. Eso, por sí mismo, no era significativo; muchos jinetes de dragones pasaban por Solace en esos días. Pero el yelmo, la capa y los guantes eran de un color azul oscuro, ribeteados en negro. La luz brilló fugazmente en escamas azules y se reflejó en los pantalones de cuero y las botas negras.

Un jinete de Dragón Azul.

Alguien así no había vuelto a verse en Solace desde los tiempos de la guerra, y por una buena razón. Si la hubiesen sorprendido de día, la habrían apedreado. O, como poco, se la habría detenido y tomado como prisionera. Incluso en la actualidad, veinticinco años después del final de la guerra, los habitantes de Solace recordaban claramente a los Dragones del Mal que incendiaron y arrasaron su ciudad y mataron a muchos de los suyos. Y había veteranos que habían combatido en la Guerra de la Lanza —Caramon y Tika entre ellos— y que recordaban con odio a los Dragones y a sus jinetes, servidores de la Reina de la Oscuridad.

Los ojos, a la sombra del yelmo azul, sostuvieron la mirada de Caramon con firmeza.

—¿Tenéis habitación para pasar la noche, posadero? He viajado un largo trecho y estoy muy cansada…

La voz que salió de detrás de la máscara sonó melancólica, débil y… nerviosa. La mujer se mantuvo a la sombra del umbral, y mientras esperaba ia respuesta de Caramon, miró hacia atrás un par de veces, pero no hacia el suelo, sino al cielo.

Caramon se volvió hacia su mujer. Tika era sagaz juzgando a las personas, una habilidad sencilla de adquirir si a uno le gustaba la gente, cosa que le ocurría a ella. Hizo una inclinación de cabeza brusca y breve.

El hombretón se volvió y con un ademán indicó a la mujer que pasara. Ella echó una última ojeada por encima del hombro y luego entró rápidamente, evitando que le diese la luz directa. El propio Caramon echó un vistazo al exterior antes de cerrar.

El cielo estaba intensamente alumbrado, ya que la luna roja y la blanca se encontraban fuera y muy cerca la una de la otra, aunque no tanto como lo habían estado unos cuantos días antes. La luna negra también estaba allá arriba, en alguna parte, aunque sólo podían verla quienes servían a su Oscura Majestad. Aquellos cuerpos celestes ejercían dominio sobre tres fuerzas: el Bien, el Mal y el equilibrio entre ambos.

Caramon cerró de golpe y colocó la pesada tranca. La mujer dio un respingo cuando el grueso madero se asentó en su sitio con estruendo, ya que estaba embebida en la tarea de soltar el broche que sujetaba la capa; un broche hecho de madreperla que irradiaba un débil y fantasmagórico brillo en la penumbra de la posada apenas iluminada. Le tembló la mano, y el broche cayó al suelo. Caramon se agachó para recogerlo, pero la mujer se movió rápidamente para adelantarse e intentó ocultarlo.

El posadero se inclinó sobre ella, fruncido el ceño.

—Un extraño adorno —dijo mientras la obligaba a abrir el puño para que Tika viera el broche. El hombretón descubrió, ahora que podía observarlo bien, que detestaba tocarlo.

Su mujer escudriñó el broche y apretó los labios. Quizás estaba pensando que su infalibilidad para juzgar a las personas había fallado finalmente.

—Un lirio negro.

El lirio negro, una flor azabache, cerosa, con cuatro pétalos puntiagudos y el centro rojo como sangre, tenía fama, conforme a una leyenda elfa, de brotar en las tumbas de quienes habían muerto de forma violenta. Se decía que germinaba en el corazón de la víctima, y que si se arrancaba, el tallo roto sangraría.

La mujer retiró bruscamente la mano y guardó el broche entre la piel que bordeaba su capa.

—¿Dónde habéis dejado a vuestro dragón? —instó severamente Caramon.

—Escondido en un valle, cerca de aquí. No tenéis por qué preocuparos, posadero. La tengo controlada y me es totalmente leal. No hará daño a nadie. —La mujer se quitó el yelmo de cuero azul que llevaba para protegerse el rostro durante el vuelo—. Os doy mi palabra.

Una vez que estuvo destocada, la imagen del temible y formidable jinete de dragón desapareció, y en su lugar surgió una mujer de mediana edad; era difícil de calcular su edad juzgando por su aspecto. Tenía arrugas en la cara, pero eran más las huellas dejadas por el dolor que por los años. El cabello trenzado era canoso, (diríase que prematuramente. Tampoco sus ojos eran los crueles, duros, implacables de quienes servían a Takhisis, sino afables, tristes y… asustados.

—Os creemos, mi lady —manifestó Tika, con una mirada desafiante al silencioso Caramon; una mirada que, a decir verdad, el hombretón no merecía.

Caramon reaccionaba siempre con lentitud, no porque fuese lerdo (como hasta sus mejores amigos lo habían considerado antaño, de jóvenes), sino porque siempre examinaba los acontecimientos nuevos o extraños desde cualquier punto de vista concebible. Esas cavilaciones lo hacían parecer lento de entendederas, y frecuentemente sacaba de sus casillas a sus compañeros (incluida su esposa) de razonamiento más rápido. Pero Caramon se negaba a que le metieran prisa y, en consecuencia, a menudo llegaba a unas conclusiones sorprendentemente perspicaces.

—Estáis temblando, milady —añadió Tika, en tanto que su marido seguía sin reaccionar, con la mirada perdida en el vacío, de modo que lo dejó en paz. Conocía bien las señales de la mente de su esposo en pleno proceso de reflexión. Condujo a la otra mujer más cerca de la chimenea—. Sentaos aquí. Atizaré el fuego. ¿Os apetece comer algo? Sólo tardaré un minuto en encender la lumbre…

—No, gracias. No os molestéis con eso. Sólo es el frío lo que me hace temblar. —La mujer pronunció las últimas palabras en voz baja. Más que sentarse en el banco, se dejó caer en él.

Tika soltó el atizador que había estado utilizando para avivar el fuego en la chimenea.

—¿Qué ocurre, milady? Os habéis escapado de una terrible prisión, ¿verdad? Y os están persiguiendo.

La mujer alzó la cabeza y miró asombrada a Tika, tras lo cual esbozó una lánguida sonrisa.

—Casi habéis dado en el blanco. ¿Tanto trasluce mi cara? —Se llevó la mano a la mejilla ajada.

—Esposo, ¿dónde está tu espada? —Tika se enderezó con brío.

—¿Eh? —Sacado de sus reflexiones, Caramon levantó bruscamente la cabeza—. ¿Qué? ¿Espada?

—Despertaremos al alguacil. Que la milicia ciudadana entre en acción. No os preocupéis, milady. —Mientras hablaba, Tika desanudó su delantal—. No os llevarán de vuelta allí.

—¡No, esperad! —La mujer parecía más asustada de toda esa actividad desplegada por ella que de cualquiera que fuera el peligro que la amenazara.

—Espera un momento, Tika —dijo Caramon mientras ponía la mano en el hombro de su mujer. Y cuando Caramon utilizaba ese tono, su testaruda esposa siempre escuchaba—. Tranquilízate. —Se volvió hacia la otra mujer, que se había puesto de pie, alarmada—. No os preocupéis, milady. No le diremos a nadie que os encontráis aquí hasta que vos no queráis que lo hagamos.

La mujer soltó un suspiro de alivia y volvió a sentarse en el banco.

—Pero, querido… —empezó Tika.

—Ha venido aquí a propósito, querida —la interrumpió Caramon—. No paró en la posada sólo buscando habitación. Vino con la idea de encontrar a alguien que viviera en Solace. Y no creo que se escapara de un lugar horrible, sino que se marchó. —Su voz se tornó severa—. Y me parece que cuando se vaya, regresará allí… por su propia voluntad.

La mujer se estremeció. Hundió los hombros y agachó la cabeza.

—Tenéis razón. He venido para encontrar a alguien de Solace. Vos, un posadero, quizá sabríais dónde podría localizar a ese hombre. He de hablar con él esta noche. No me atrevo a quedarme más tiempo. Tiempo… —Se retorció las manos enfundadas en los guantes azules—. Se está acabando.

Caramon cogió su capa, colgada en una clavija, detrás del mostrador.

—¿Quién es? Decidme cómo se llama e iré corriendo a buscarlo. Conozco a todos los que viven en Solace…

—Espera un momento. —La prudente Tika lo detuvo—. ¿Qué queréis de ese hombre?

—Puedo deciros su nombre, pero no el motivo por el que quiero verlo, más por su propio bien que por el mío.

—¿Y esto atraerá sobre él también ese peligro que quiera que sea en el que estáis vos? —preguntó el posadero, fruncido el ceño.

—¡No lo sé! —La mujer eludió sus ojos—. Tal vez. Lo lamento, pero…

Caramon sacudió lentamente la cabeza.

—No puedo despertar a un hombre en mitad de la noche y conducirlo a lo que podría ser su perdición…

—Podría haberos mentido —adujo la mujer, que alzó sus angustiados ojos hacia él—. Podría haberos dicho que todo iría bien, pero eso no lo sé. ¡Sólo sé que soporto un secreto y he de compartirlo con la única persona viva que tiene derecho a saberlo! —Alargó la mano y cogió la de Caramon—. Hay una vida en juego. ¡No, es más que una vida! ¡Un alma!

—No nos corresponde a nosotros juzgarlo, cariño —intervino Tika—. Es ese hombre, sea quien sea, el que debe decidir por sí mismo.

—De acuerdo, iré a buscarlo. —El posadero se echó la capa sobre los hombros—. ¿Cómo se llama?

—Majere. Caramon Majere —dijo la mujer.

—¿Caramon? —exclamó él, estupefacto.

La desconocida confundió su estupor por reticencia.

—Sé que pido un imposible. Caramon Majere, un Héroe de la Lanza, uno de los guerreros más renombrados de Ansalon, ¿cómo querría tener nada que ver con alguien como yo? Pero si no viene, decidle… —Hizo una pausa para pensar qué podía revelar—. Decidle que he venido por algo relacionado con su hermana.

—¡Con su hermana! —Caramon se apoyó bruscamente en la pared. El golpe sacudió la posada.

—¡Paladine nos asista! —Tika entrelazó las manos con fuerza—. No será… Kitiara.

2 El hijo de Kitiara

Caramon se quitó la capa e intentó colgarla, pero no acertó a dar con la clavija y la prenda cayó al suelo. No se molestó en recogerla. La mujer observó aquello con creciente desconfianza.

—¿Por qué no vais a buscarlo?

—Porque ya lo habéis encontrado. Soy Caramon Majere.

La extraña se quedó sorprendida, y después su expresión se tornó dubitativa.

—Podéis preguntar a cualquiera —se limitó a decir Caramon mientras agitaba la mano señalando la posada y hacia fuera—. ¿Qué ganaría mintiendo? —Enrojeció, se palmeó el estómago y después se encogió de hombros—. Sé que no tengo aspecto de héroe…

La mujer sonrió de repente. El gesto la hizo parecer más joven.

—Esperaba encontrarme con un gran señor. Me alegro de que no lo seáis. Así resultará más… fácil. —Lo estudió atentamente—. Ahora que os miro, tendría que haberos reconocido. Ella os describió como «un hombretón, con más músculo que cerebro, pensando siempre de dónde vendrá la próxima comida». Perdonadme, señor. Son palabras de Kitiara, no mías.

—Supongo que sabéis, milady, que mi hermana está muerta. —La expresión de Caramon se había ensombrecido—. Mi hermanastra, debería decir. Y sabéis que Kitiara era una Señora del Dragón, aliada con la Reina de la Oscuridad. ¿Por qué iba a contaros nada sobre mí? Supongo que me tendría cariño en algún momento, pero eso lo olvidó como si nada.

—Sé cómo era Kitiara, quizá mejor que la mayoría —repuso la mujer con un suspiro—. Vivió conmigo durante varios meses, ¿comprendéis? Eso fue antes de la guerra, unos cinco años antes. ¿Escucharéis mi historia desde el principio? He viajado cientos de kilómetros para encontraros, y corriendo un gran peligro.

—Quizá deberíamos esperar a mañana…

—No —lo atajó, sacudiendo la cabeza—. No me atrevo. Es más seguro viajar antes de que amanezca. ¿Queréis escuchar lo que tengo que contaros? Si decidís no creerme… —Se encogió de hombros—. Entonces os dejaré en paz.

—Prepararé un poco de té —dijo Tika, que se marchó a la cocina después de posar la mano en el fornido hombro de su marido, un gesto con el que le encarecía que escuchara.

—De acuerdo. —Caramon tomó asiento pesadamente—. ¿Cómo os llamáis, milady? Si me permitís preguntarlo.

—Sara Dunstan. Resido, o residía, en Solamnia. Y fue allí, en un pueblo no muy distante de Palanthas, donde comienza mi historia.

»Por entonces tenía veinte años. Vivía sola, en una cabaña que perteneció a mis padres. La peste había acabado con los dos unos años antes. Yo también la padecí, pero fui uno de los afortunados que sobrevivió. Me ganaba la vida como tejedora, oficio que me había enseñado mi madre. Era una solterona. Oh, no me faltaron ocasiones de casarme, de joven, pero rechacé las propuestas. Los vecinos decían que era demasiado quisquillosa, pero en realidad lo que pasó es que no encontré a nadie que despertara mi amor, y no me conformaba con menos.

»No era especialmente feliz, pero pocos lo eran en aquellos duros tiempos previos a la guerra. Ignorábamos lo que nos aguardaba. En caso contrario, nos habríamos considerado dichosos.

Aceptó el vaso de té caliente que le ofreció Tika, la cual tomó asiento al lado de su marido mientras le tendía una jarra con té. El hombretón la cogió, pero la dejó en la mesa y no tardó en olvidarse de ella. Su gesto era sombrío.

—Continuad, milady.

—No deberíais llamarme así. No soy y nunca fui una dama noble. Como he dicho, era tejedora. Trabajaba un día en el telar, en mi casa, cuando alguien llamó a la puerta. Miré fuera. Al principio creí que era un hombre quien se encontraba de pie en el umbral de mi casa, pero de repente me di cuenta de que era una joven, vestida con armadura de cuero. Portaba espada, y el pelo, negro, tenía un corte varonil.

Tika echó una ojeada a Caramon para ver su reacción. La descripción encajaba perfectamente con Kitiara, pero el rostro del posadero se mantuvo inexpresivo.

—Empezó a pedirme algo, agua, creo, pero antes de que pudiera decir nada se desplomó inconsciente a mis pies.

»La metí en casa. Estaba muy enferma, eso saltaba a la vista. Corrí a buscar a una anciana, una druida, que era la curandera del pueblo. Esto ocurrió antes de que los clérigos de Mishakal reaparecieran, pero la druida era diestra a su manera y había salvado muchas vidas. Quizá se debió a eso por lo que nunca caímos en las mentiras de aquellos falsos clérigos y sus trucos.

»Para cuando regresé con la druida, la mujer, Kitiara, dijo que se llamaba, había vuelto en sí e intentaba levantarse de la cama, pero se encontraba demasiado débil. La anciana la examinó y le dijo que se tumbara y no se moviera.

»Kitiara se opuso. «Sólo es un poco de fiebre», dijo. «Dadme algo para bajarla y me pondré en camino».

»«No es fiebre y lo sabes bien», repuso la druida. «Estás preñada y si no te tumbas y descansas perderás ese niño».

El rostro de Caramon se había quedado blanco de repente. Tika, que también había empalidecido, tuvo que soltar su taza de té por miedo a derramar el líquido. Alargó la mano para agarrar la de su marido. El fortísimo apretón de él fue agradecido.

»«¡Quiero perder al mocoso!» Kitiara empezó a maldecir ferozmente. Jamás había oído utilizar un lenguaje tan grosero a una mujer. —Sara se estremeció—. Era horrible escucharla, pero la druida ni se inmutó. «Sí, perderás al bebé, y a ti con él. Morirás si no tienes cuidado».

»Kitiara rezongó algo sobre no creer a una necia vieja desdentada, pero me di cuenta de que estaba asustada, quizá por encontrarse tan débil y enferma. La druida quería llevarla a su casa, pero yo dije que no, que me encargaría de cuidarla. Tal vez os parezca extraño, pero estaba sola y… había algo que admiraba en vuestra hermana.

Caramon sacudió la cabeza, sombrío el gesto. Sara sonrió y se encogió de hombros.

—Era fuerte e independiente —continuó—. Era lo que yo habría sido si hubiese tenido el coraje suficiente. Así pues, se quedó conmigo. Estaba muy enferma. Tenía las fiebres, de las que se cogen en los pantanos, y estaba fuera de sí por lo del bebé. Obviamente no lo quería, y la ira por estar embarazada no la ayudaba en absoluto.

»La cuidé hasta que las fiebres remitieron. Estuvo enferma un mes o más. Por fin mejoró, y no perdió el bebé, pero las fiebres la dejaron muy debilitada… ya sabéis cómo es eso. Apenas podía levantar la cabeza de la almohada. —Sara suspiró—. Cuando estuvo bien, lo primero que pidió a la druida fue que le diera algo para poner fin al embarazo.

»La anciana le dijo que, para entonces, ya era demasiado tarde. Que perdería la vida. A Kitiara eso no le gustó, pero estaba demasiado débil para discutir o para cualquier otra cosa. A partir de ese momento, empezó a contar los días que faltaban para el nacimiento del bebé. «Ese día me libraré del pequeño bastardo», repetía, «y podré reanudar la marcha».

Caramon tragó saliva sonoramente, tosió, y su gesto se tornó aún más sombrío. Tika le apretó la mano.

—Llegó la hora del parto —prosiguió Sara—. Para entonces, Kitiara había recobrado las fuerzas, por suerte, ya que fue un parto largo y difícil. Tras dos días con contracciones, por fin nació el bebé. Era un niño, un niño sano y fuerte. Por desgracia, no podía decirse lo mismo de Kitiara. La druida, a la que no le caía nada bien, le dijo sin rodeos que probablemente iba a morir y que debería decirle a alguien quién era el padre, para que así ese hombre pudiera reclamar a su vástago.

»Esa noche, cuando estuvo al borde de la muerte, Kitiara me dijo el nombre del padre del bebé y todas las circunstancias que rodearon su concepción. Mas, debido a esas circunstancias y a quién era el padre, me obligó a jurar que no se lo diría a él.

»Fue muy vehemente respecto a eso. Me hizo prestar un juramento terrible por la memoria de mi madre. «Lleva al chico a mis hermanos Caramon y Raistlin Majere. Criarán a mi hijo para que sea un gran guerrero, en especial Caramon. Es un buen luchador. Lo sé, porque le enseñé yo».

»Se lo prometí. Le habría prometido cualquier cosa. Sentía mucha lástima por ella. Estaba tan abatida y tan débil que no me cupo duda de que iba a morir. «¿Hay alguna cosa que pueda llevar a tus hermanos para convencerles de que el niño es tuyo?», le pregunté. «Si no, ¿por qué iban a creerme? Alguna joya que puedan reconocer, por ejemplo».

»«No tengo joyas. Sólo mi espada. Lleva mi espada a Caramon. La reconocerá. Y dile… dile…». Kitiara miró débilmente en derredor y sus ojos se detuvieron en el bebé, que plañía desconsoladamente en una cuna junto a la chimenea.

»«Mi hermano pequeño solía llorar así», susurró. «Raistlin siempre estaba enfermo. Y cuando lloraba, Caramon intentaba entretenerlo para que se calmara. Hacía figuras de sombras, así». Levantó las manos, pobrecilla, apenas tenía fuerzas para ello, y puso los dedos de manera que formó la cabeza de un conejo, así.

»«Y Caramon le decía: Mira, Raist, conejitos».

Caramon emitió un profundo gemido y reclinó la cara en las manos. Tika lo rodeó con el brazo y le susurró algo.

—Lo siento —dijo, preocupada, Sara—. Olvidé lo terrible que esto sería para vos. No tenía intención de disgustaros, sólo quería demostrar…

—No pasa nada, milady. —Caramon alzó la cabeza. Su semblante estaba demacrado pero sereno—. Los recuerdos son duros a veces, sobre todo cuando surgen… así. Pero ahora os creo, Sara Dunstan, y siento no haberlo hecho antes. Sólo Kit o… o Raist habrían sabido ese detalle.

—No tenéis que disculparos. —Sara bebió un sorbo de té y rodeó la taza con las manos para calentárselas—. Por supuesto, Kitiara no murió. La vieja druida no podía creérselo. Decía que Kitiara debía de haber hecho un pacto con Takhisis. Posteriormente pensé en eso, cuando me enteré de que Kitiara era responsable de la muerte de tantas personas. ¿Prometería almas a la Reina Oscura a cambio de la suya? ¿Fue por eso por lo que Takhisis la soltó?

—¡Qué idea tan espantosa! —Tika se estremeció.

—No es ninguna fantasía —contestó Sara con aire apagado—. He visto, hacerlo.

Guardó silencio durante unos largos segundos mientras Caramon y Tika la contemplaban con horror. Ahora la veían como la vieron en el primero momento, llevando el yelmo del Mal y el lirio de la muerte como ornamento.

—Decís que el niño vivió —manifestó bruscamente el posadero, ceñudo—. Presumo que Kit lo dejó atrás.

—Sí. —Sara reanudó su relato—. Kitiara no tardó en encontrarse lo bastante fuerte para proseguir su viaje, pero durante su recuperación le cogió cierta simpatía al pequeño. Era un niño excelente, despierto y bien formado. «No puedo quedarme con él», me dijo. «Están a punto de ocurrir cosas trascendentales. Se están creando ejércitos en el norte, y me propongo hacer fortuna con mi espada. Encuéntrale un buen hogar. Enviaré dinero para su crianza, y cuando tenga edad suficiente para ir a la guerra conmigo, volveré a buscarlo».

»«¿Y tus hermanos?», me aventuré a sugerirle.

»Se volvió hacia mí furiosa. «¡Olvida que dije que tenía familia! ¡Olvida todo lo que te conté! ¡Y sobre todo olvida lo que dije sobre su padre!».

»Accedí, y entonces le pregunté si podía ser yo quien se quedara con el niño. —Sara tenía la vista prendida en el fuego de la chimenea; su tez se sonrojó—. Veréis, me sentía muy sola, y siempre había querido tener un hijo. Me pareció que los dioses; si es que existían, habían respondido a mis plegarias.

»A Kitiara lele encantó la idea. Había acabado confiando en mí, e incluso creo que hasta me apreciaba un poco, tanto como ella podía apreciar a otra mujer. Me prometió que enviaría dinero cuando dispusiera de él. Le dije que eso no me importaba, que podía mantenerme a mí misma y a un niño. Y le prometí que le escribiría cartas contándole cosas del pequeño. Luego, cuando se marchó, le dio un beso y me lo puso en los brazos.

»«¿Qué nombre quieres ponerle?», pregunté.

»«Llámalo Steel», respondió. Y se rió cuando lo dijo, una especie de broma, considerando el apellido de la criatura.

—Que sería Semielfo —le susurró Caramon a Tika en un aparte—. No le veo la gracia, a no ser una broma de mal gusto para el pobre Tanis. Todos estos años sin saberlo. —Sacudió la cabeza, sombrío.

—¡Chist! —instó en un susurro Tika—. Eso no lo sabes con certeza.

—¿Qué? —preguntó Sara, que había oído el intercambio—. ¿Qué decís?

—Lo siento, pero no pillo la chanza —repuso Caramon—. Por lo del apellido del bebé. «Semielfo», ¿entendéis?

—¿Semielfo? —Sara estaba perpleja.

Sonrojado, extremadamente azorado, el posadero tosió.

—Mirad, todos sabemos lo de Tanis y Kit, así que ya no tenéis que ocultarlo…

—Ah, creéis que el padre del bebé era Tanis Semielfo —dijo Sara, entendiendo de repente—. No, os equivocáis.

—¿Estáis segura? —Caramon se quedó desconcertado—. Podría haber habido alguien más, por supuesto…

—Cualquiera con pantalones —masculló Tika entre dientes.

—Pero dijisteis que el bebé nació cuatro años antes de la guerra. Kit y Tanis eran amantes, y eso tuvo que ocurrir después de que se marchara de Solace con… —El hombretón enmudeció de golpe y miró a Sara de hito en hito—. ¡Eso es imposible! —gruñó—. Kit mintió. No me lo creo.

—¿A qué te refieres? —demandó Tika—. ¡No entiendo nada! ¿De qué habláis?

—¿No recuerdas que por aquel entonces…?

—Caramon, era una cría cuando tú, Raistlin y los demás os marchasteis de Solace —lo interrumpió—. Y ninguno de vosotros mencionó nunca lo que ocurrió durante esos cinco años.

—Cierto, nunca hablamos de nuestros viajes —convino lentamente Caramon, dando voz a sus pensamientos—. Fuimos en busca de los verdaderos dioses, ésa era nuestra meta, pero, mirándolo desde la perspectiva actual, me doy cuenta de que en realidad salimos a buscarnos a nosotros mismos. ¿Cómo puede un hombre o una mujer describir ese periplo? Y así, guardamos silencio, guardamos las historias en nuestros corazones, y dejamos que los tejedores de leyendas, que sólo buscan sacar una moneda de acero, se inventaran las historias absurdas que quisieran.

Observó larga y seriamente a Sara; la mujer bajó la vista a la taza de té, que se enfriaba entre sus manos.

—Admito que no tengo pruebas. Es decir —rectificó—, tengo pruebas, pero nada que pueda presentar en este momento. —Levantó la cabeza con gesto desafiante—. Hasta ahora me habéis creído.

—Ya no sé qué creer —contestó el posadero. Se puso de pie y se acercó a la chimenea.

—¿Quiere alguien explicarme qué pasa? ¿Cuál era el nombre del bebé? —demandó, exasperada, Tika.

—Brightblade. Steel Brightblade —respondió Sara.

3 Rosa blanca, lirio negro

—¡Los dioses nos protejan! —exclamó Tika—. Pero eso significaría… ¡Qué extraño linaje! ¡Bendito sea Paladine! —Se levantó del banco y miró fijamente, horrorizada, a su marido—. ¡Ella lo mató! ¡Kitiara mató al padre de su hijo!

—No me lo creo —repitió Caramon con voz enronquecida. Tenía metidas las manos en los bolsillos del pantalón; taciturno, dio un golpe con el pie a un tronco que amenazaba con caerse de la rejilla, provocando que un montón de chispas ascendieran por el tiro de la chimenea—. Sturm Brightblade era un caballero, en espíritu, ya que no según las reglas de la Orden. Él jamás… —Caramon hizo una pausa y su rostro enrojeció—. Bueno, nunca haría algo así.

—También era un hombre. Un hombre joven —adujo suavemente Sara.

—¡Vos no lo conocíais! —Caramon se volvió hacia ella, enfadado.

—Pero lo conocí después, en cierto sentido. ¿Vais a escuchar el resto de mi historia?

Tika posó la mano en el fornido hombro de su marido.

—«Cerrar los oídos no cierra la boca a la verdad» —dijo, citando un antiguo proverbio elfo.

—No, pero acalla los chismorreos de las lenguas largas —masculló el hombretón—. Decidme: ¿ese niño aún vive?

—Sí, vuestro sobrino vive —contestó seriamente Sara, cuya expresión era triste y preocupada—. Tiene veinticuatro años, y él es la razón de que me encuentre aquí.

Caramon soltó un profundo suspiro nacido de su acongojado corazón.

—De acuerdo, continuad —accedió.

—Como vos dijisteis, Kitiara y el joven caballero partieron de Solace, encaminándose hacia el norte. Buscaban noticias de sus respectivos padres, que habían sido Caballeros de Solamnia, de modo que parecía lógico que realizasen juntos el viaje. Sin embargo, por lo que deduje, formaban una pareja muy dispar.

»Las cosas fueron mal entre ellos desde el principio. La propia naturaleza de sus búsquedas era distinta. La de Sturm, sagrada, buscando a un padre que había sido parangón de la caballería. Todo lo contrario que el de Kit. Ella sabía, o al menos sospechaba, que su padre había sido expulsado de la Orden, desacreditado. Puede que incluso hubiese estado en contacto con él. Ciertamente, algo la atraía hacia los ejércitos de la Reina Oscura que se estaban formando en secreto en el norte.

»Al principio, Kit pensó que el joven Brightblade, con su dedicación estricta y su fervor religioso, resultaba divertido. Pero eso no duró mucho. Enseguida la aburrió. Y después empezó a molestarla profundamente. Se negaba a quedarse en las tabernas, afirmando que eran lugares de perversión. Se pasaba las noches entonando su rezos rituales, y de día la sermoneaba severamente por sus pecados. Eso podría haberlo tolerado, pero entonces el joven caballero cometió un terrible error. Intentó ponerse al mando, tomar las riendas.

»Kitiara no podía permitir tal cosa. Ya la conocíais. Tenía que tener bajo su control cualquier situación. —Sara sonrió tristemente—. Esos pocos meses que pasó en mi casa hicimos las cosas a su modo. Comíamos lo que ella quería comer. Hablábamos de lo quería hablar.

»«Sturm era exasperante», me contó, y sus negros ojos chispeaban cuando hablaba de él, meses más tarde. «Era la mayor, y la que más experiencia tenía en la lucha. ¡Pero si ayudé a entrenarlo a él! ¡Y tuvo la desfachatez de empezar a darme órdenes!».

»Cualquier otra persona se habría limitado a decirle: «Mira, amigo mío, no congeniamos. Esto no funciona. Separemos nuestros caminos».

»Pero Kitiara, no. Quería destrozarlo, darle una lección, demostrarle quién era más fuerte. AI principio, dijo, se planteó provocarlo para tener un duelo y derrotarlo en combate. Pero después decidió que eso no sería lo bastante humillante. Y concibió una venganza adecuada. Demostraría al joven caballero que la coraza de su pretendida superioridad moral se abollaría al primer golpe. Lo seduciría.

Caramon tenía prietas las mandíbulas y el rostro rígido. Su corpachón rebulló con desasosiego, apoyando el peso ora en un pie ora en otro. Por mucho que quisiera dudar, era obvio —conociendo como los conocía a los dos— que veía claramente lo que había ocurrido.

—La seducción de Brightblade se convirtió en un juego para Kit, un incentivo que daba sabor a un viaje que se había vuelto monótono y aburrido. Sabéis lo encantadora que podía ser vuestra hermana cuando se lo proponía. Dejó de discutir con Sturm. Fingió tomarse en serio todo lo que él decía y hacía. Lo admiraba, lo alababa. Sturm era honrado, idealista, quizás un tanto pomposo, después de todo, era joven, y empezó a pensar que había domado a aquella salvaje mujer, que la había conducido al camino del Bien. Y, no me cabe duda, había empezado a enamorarse de ella. Fue entonces cuando Kit comenzó a tentarlo.

»EL pobre caballero debió de luchar dura y largamente contra sus pasiones. Había prestado juramento de castidad hasta el matrimonio, pero era humano, con la sangre ardiente de un hombre joven. A esa edad, a veces el cuerpo parece actuar con voluntad propia, arrastrando consigo al reacio espíritu. Kitiara tenía experiencia en ese campo, todo lo contrario que el joven e ingenuo caballero. Dudo que Sturm supiera lo que estaba pasando hasta que fue demasiado tarde, cuando su deseo era demasiado intenso para poder soportarlo. —Sara bajó la voz.

»Una noche, él recitaba sus plegarias. Era el momento elegido por Kit. Su venganza sería completa si podía seducirlo apartándole de su dios. Y lo consiguió.

Sara se quedó callada. Los tres permanecieron en silencio. Caramon miraba fijamente las moribundas brasas, y Tika retorcía el delantal entre sus manos.

—A la mañana siguiente —continuó Sara—, el joven caballero fue plenamente consciente de lo ocurrido. Para él, lo que habían hecho era pecaminoso. Intentó enmendarlo del único modo que creía que podía hacerlo. Le pidió que se casara con él. Kitiara se echó a reír. Lo ridiculizó, burlándose de él, de sus votos, de su fe. Le dijo que todo había sido un juego, que no lo amaba, que, de hecho, lo despreciaba.

»Alcanzó su objetivo. Lo vio desmoronado, avergonzado, como había esperado. Lo zahirió, lo atormentó. Y después lo abandonó.

»Me explicó su aspecto —dijo Sara—. «Como si le hubiese atravesado el corazón con una lanza. ¡La próxima vez que se quede tan blanco, lo enterrarán!».

—Maldita Kit —masculló Caramon en voz baja. Descargó el puño contra los ladrillos de la chimenea—. Maldita.

—¡Calla, Caramon! —intervino rápidamente su mujer—. Está muerta. ¿Quién sabe a qué espantoso castigo se enfrenta ahora?

—Me pregunto si su sufrimiento será suficiente —intervino Sara con voz queda—. Por entonces yo misma era joven e idealista, y podía imaginar cómo debió de sentirse el pobre hombre. Intenté decírselo a Kitiara, pero se enfureció. «Lo merecía», afirmó. Y, después de todo, él tuvo su venganza. Así es como Kit veía su embarazo, como una venganza de Sturm. Y fue por eso por lo que me hizo prometer no contarle a nadie quién era el padre.

Caramon rebulló.

—Entonces ¿por qué me lo contáis a mí? ¿Qué importancia tiene ahora? Si es verdad, lo mejor es dejarlo en el olvido. Sturm Brightblade fue un buen hombre. Vivió y murió por sus ideales y los de la caballería. Uno de mis hijos lleva su nombre. No quiero que ese nombre quede deshonrado. —Se le ensombreció el gesto—. ¿Qué es lo que queréis? ¿Dinero? No tenemos mucho, pero…

Sara se puso de pie. Tenía lívido el rostro; era como si la hubiese golpeado.

—¡No quiero vuestro dinero! ¡Si fuera eso lo que buscara, habría venido hace años! Vine buscando vuestra ayuda, porque oí que erais un buen hombre. Obviamente no es así.

Echó a andar hacia la puerta.

—¡Caramon, eres un zopenco! —Tika corrió en pos de Sara y la agarró cuando se ponía la capa—. Perdonadlo, por favor, milady. No habló en serio. Está dolido y angustiado, eso es todo. Esto ha sido un golpe para los dos. Vos habéis vivido durante años sabiendo ese secreto, pero para nosotros ha sido como un mazazo entre los ojos. Volved y sentaos.

Tika tiró de Sara hacia el banco. Caramon estaba tan colorado como las brasas de la chimenea.

—Lo siento, Sara Dunstan. Tika tiene razón. Me siento como un buey derribado de un hachazo. No sé ni lo que me digo. ¿Cómo podemos ayudaros?

—Tenéis que escuchar el resto de mi historia —dijo Sara. Se tambaleó cuando iba a sentarse, y se habría desplomado si Tika no la hubiera sostenido—. Perdonadme. Estoy muy cansada.

—¿No deberíais descansar primero? —sugirió Tika—. Ya habrá tiempo mañana de…

—¡No! —Sara se sentó muy derecha—. Tiempo es lo que nos falta. Y esta debilidad no es física, sino anímica.

»EL hijo de Kitiara tenía seis semanas cuando ella se marchó. Ni él ni yo volvimos a verla. Tampoco diré que lo sentí. Amaba al pequeño tanto como si fuera mi propio hijo. Quizá más, porque, como ya he dicho, parecía que hubiera sido un regalo de los dioses para aliviar mi soledad. Kitiara cumplió su promesa. Me enviaba dinero a mí y regalos para Steel. Pude seguir su progreso con el paso de los años porque las sumas de dinero aumentaban y los regalos eran más costosos. Estos eran todos de naturaleza bélica; espadas y escudos pequeños, una navaja pequeña con el puño de plata labrado en forma de dragón para su cumpleaños. Steel adoraba esas armas. Como Kit había previsto, era un guerrero nato.

»Cuando tenía cuatro años, estalló la guerra. El dinero y los regalos dejaron de llegar. Kitiara tenía asuntos más importantes en su cabeza. Oí historias sobre la Dama Oscura, de cómo había ascendido en el favor del Señor del Dragón Ariakas, el general de los ejércitos del Mal. Recordé lo que me había dicho sobre que cuando el niño fuera lo bastante mayor para entrar en combate regresaría a buscarlo. Miraba a Steel, y aunque sólo tenía cuatro años era más fuerte, más alto y más inteligente que la mayoría de niños de su edad.

»Si alguna vez lo echaba en falta, estaba segura de que lo encontraría en la taberna, escuchando relatos sobre batallas con la boca abierta y una expresión anhelante en los ojos. Los soldados eran mercenarios… mala gente. Se mofaban de los Caballeros de Solamnia, los llamaban flojos por esconderse detrás de sus armaduras. No me gustaba lo que Steel estaba aprendiendo. Nuestra ciudad era pequeña, sin más protección que aquella chusma, y yo temía que estuviesen aliados con las fuerzas de la Reina de la Oscuridad. En consecuencia, me fui.

»Mi hijo —Sara lanzó una fiera mirada a Caramon, como retándole a que osara objetar contra eso— y yo nos trasladamos a Palanthas. Creí que allí estaríamos a salvo, y quería que el chico creciese entre los Caballeros de Solamnia para que descubriera la verdad sobre el honor y el Código y la Medida. Pensé que eso podría… podría… —Sara hizo una pausa e inspiró temblorosamente antes de proseguir—. Confiaba en que eso podría contrarrestar la oscuridad que veía en él.

—¿En un niño? —El tono de Tika sonó incrédulo.

—Incluso siendo un niño. Quizá penséis que me influía conocer las dos sangres tan dispares que corrían por sus venas, pero os juro por los dioses del Bien, cuyos nombres ya no puedo pronunciar con inocencia, que veía literalmente la batalla que se libraba para conquistar su alma. Todas sus buenas cualidades estaban enfangadas por el Mal, y todas sus características malignas, recubiertas por el Bien. ¡Lo veía ya entonces! Y ahora es aún más evidente.

Agachó la cabeza; dos lágrimas se deslizaron por sus pálidas mejillas. Tika la rodeó con el brazo, y Caramon se apartó de la chimenea y se situó protectoramente cerca de ella.

—Estaba en Palanthas cuando oí hablar de Sturm Brightblade por primera vez —continuó Sara—. A otros caballeros, y no de un modo particularmente aprobador. Se lo criticaba por estar asociado con gente extraña, una doncella elfa, un kender y un enano, y se comentaba que desafiaba la autoridad. Pero la gente corriente de la ciudad confiaba en Sturm y lo apreciaba, mientras que no se fiaba de muchos de los otros caballeros ni le caían bien. Hablé de Sturm con Steel, aproveché todas las oportunidades que se me presentaron para hacerle ver la nobleza y el honor de su padre…

—¿Sabía Steel la verdad? —la interrumpió Caramon.

—No. —Sara sacudió la cabeza—. ¿Cómo iba a decírselo? Podría haberlo confundido. Es extraño, pero nunca me preguntó quiénes eran sus padres, a pesar de que jamás oculté que no era su verdadera madre. Había demasiada gente en mi pequeña ciudad que sabía lo ocurrido. Pero he vivido, y sigo viviendo, con el miedo a la pregunta: ¿quiénes son mis verdaderos padres?

—¿Queréis decir que lo ignora? —Caramon no salía de su asombro—. ¿Al día de hoy?

—Sabe quién es su madre. Ya se encargó la gente de decírselo. Pero no ha preguntado el nombre de su padre una sola vez. Quizá cree que no lo sé.

—O quizá no quiere saberlo —sugirió Tika.

—Sigo opinando que debería estar informado —argüyó Caramon.

—¿Eso creéis? —Sara le agestó una mirada agria—. Planteaos esto. Recordad la batalla de la Torre del Sumo Sacerdote. Como sabéis, los caballeros ganaron. La Señora del Dragón, Kitiara, fue derrotada, pero ¿a qué terrible precio? Como dijisteis, mató a Sturm Brightblade, cuando él se encontraba solo en las almenas.

»Me quedé horrorizada cuando me enteré de lo ocurrido. ¿Podéis imaginar lo que sentí? Miraba a Steel y sabía que su madre había matado al hombre que fue su padre. ¿Cómo podía explicar algo semejante a un chico cuando ni yo misma era capaz de entenderlo?

—No sé. —Caramon suspiró, taciturno—. No sé.

—Vivíamos en Palanthas cuando la guerra acabó —prosiguió Sara—. Y entonces sí que me asusté de verdad. Me aterrorizaba la idea de que Kitiara empezase a buscar a su hijo. Tal vez lo hizo. En cualquier caso, no dio con nosotros. Al cabo de un tiempo, me enceré de que había iniciado una relación con el hechicero Dalamar, un elfo oscuro, un aprendiz de su hermano que en ese momento era el Señor de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.

El semblante de Caramon asumió una expresión plácida, seria y nostálgica, como ocurría siempre que se mencionaba a Raistlin.

—Perdonadme, Caramon —dijo en voz queda Sara—, pero cuando oí las historias sobre vuestro hermano, lo único que se me ocurrió pensar fue: más sangre oscura corriendo por las venas de mi niño. Y me daba la impresión de que Steel se hundía más y más en las sombras cada día. No era como otros niños de su edad. Todos jugaban a la guerra, pero para Steel no era un juego. A no tardar, los otros chiquillos se negaron a jugar con él. Les hacía daño, ¿comprendéis?

—¿Daño? —Tika abrió mucho los ojos.

—No era intencionadamente —se apresuró a aclarar Sara—. Después siempre lo lamentaba. No disfrutaba infligiendo dolor, gracias a los dioses. Pero, como ya he dicho, los juegos no eran tal para él. Luchaba con una fogosidad que ardía en sus ojos. Los enemigos imaginarios eran reales para él. Y así, los otros niños le rehuían. Se sentía solo, lo sé, pero era orgulloso y nunca lo habría admitido.

»Y entonces estalló la guerra en Palanthas, cuando lord Soth y Kitiara atacaron la ciudad. Mucha gente perdió la vida. Nuestra casa quedó destruida en los incendios que hubo por toda la ciudad, pero lloré de alivio cuando supe que Kitiara había muerto. Por fin, pensé, Steel estaba a salvo. Recé para que se disipara la nube oscura que lo envolvía, para que empezara a crecer en el camino de la Luz. Mis esperanzas se truncaron.

»Una noche, cuando Steel tenía doce años, me despertó una fuerte llamada a la puerta. Miré por la ventana y vi tres figuras envueltas en capas negras, montadas a caballo. Todos mis temores volvieron de golpe. De hecho me asusté tanto que desperté a Steel y le dije que debíamos huir, escapar por la puerta trasera. Se negó a marcharse. Creo… creo que una oscura voz lo llamaba. Me dijo que huyera yo si quería, pero que él no lo haría. No tenía miedo.

»Los hombres golpearon de nuevo en la puerta. Su cabecilla era… ¿Recordáis que mencioné a Ariakas?

—El Señor del Dragón del Ala Roja del ejército de los Dragones. Murió en el templo, durante el asalto final. ¿Qué tiene él que ver con todo esto?

—Algunos comentan que era amante de Kit —medió Tika.

—No habría sido la primera —comentó Sara al tiempo que se encogía de hombros—, y probablemente tampoco la última. Pero, por lo que me «contaron, Zeboim, hija de Takhisis, estaba enamorada de Ariakas, se convirtió en su amante y le dio un hijo, llamado Arikan. Éste combatió en las tropas, a las órdenes de su padre, durante la Guerra de la Lanza. Era un guerrero avezado que» luchó valientemente. Cuando los Caballeros de Solamnia lo capturaron, más muerto que vivo, se quedaron tan impresionados por su valentía que, a pesar de ser su prisionero, lo trataron con todo respeto.

»Ariakan estuvo preso muchos años, hasta que finalmente lo soltaron pensando, erróneamente, que en esos tiempos de paz no podría cansar ningún daño. Ariakan había aprendido mucho durante su forzada permanencia con los caballeros. Llegó a admirarlos pesar de que los despreciaba por lo que consideraba su debilidad.

»Poco después de que Ariakan fuese puesto en libertad, Takhisis se le apareció en su forma del Guerrero Oscuro. Le ordenó que fundase una orden de caballeros dedicados a ella, del mismo modo que los Caballeros de Solamnia estaban dedicados a Paladine. «Los que ahora son niños crecerán a mi servicio —le dijo—. Los educarás para que me veneren. Me pertenecerán en cuerpo y alma. Cuando se hayan hecho hombres, estarán preparados para dar la vida por mi causa».

»Casi de forma inmediata, Ariakan empezó a «reclutar» muchachos para su abominable ejército. —La voz de Sara se convirtió en un susurro—. Ariakan era el hombre plantado en la puerta.

—¡Bendito Paladine! —exclamó Tika, acongojada.

—Había descubierto lo del hijo de Kitiara. —Sara sacudió la cabeza—. No sé muy bien cómo. Según él, Kit le había dicho lo del niño a su padre, pero no di crédito a eso. Creo… Creo que fue el hechicero Dalamar, el maligno Señor de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas, quien encaminó a Ariakan hacia nosotros…

—Pero Dalamar me lo habría contado —protestó Caramon—. Él y yo somos… bueno… —El hombretón vaciló mientras Sara lo observaba de hito en hito, muy abiertos los ojos—. No amigos, pero nos tenemos un mutuo respeto. Y el chico es mi sobrino, después de todo. Sí, Dalamar me lo habría dicho…

—¡Ni hablar! —Sara resopló—. Y al fin y a la postre es un hechicero Túnica Negra. Dalamar sirve a la Reina de la Oscuridad y a sí mismo, y no necesariamente en ese orden. Si vio que Steel podría resultar valioso… —Se encogió de hombros.

»Quizá Dalamar sólo seguía órdenes —musitó Sara mientas echaba una ojeada temerosa hacia la ventana, a la noche—. Takhisis quiere a Steel. Eso lo creo de todo corazón. Ha hecho cuanto ha estado en su poder para conseguirlo. ¡Y está a punto de tener éxito!

—¿Qué queréis decir? —demandó Caramon.

—Es la razón de que me encuentre aquí. Esa noche, Ariakan le hizo una oferta a Steel: convertirlo en un paladín oscuro. —Sara alargó la mano hacia su capa y asió el broche del lirio negro con mano temblorosa—. Un Caballero de Takhisis.

—No existe semejante orden perversa —protestó el posadero, horrorizado.

—Existe —lo contradijo Sara en voz baja—, aunque muy pocos lo saben. Pero se sabrá. Oh, sí, se sabrá. —Se quedó en silencio, temblando, y al cabo volvió a arrebujarse en la capa.

—Continuad —pidió, sombrío, Caramon—. Creo que sé hacia dónde se encamina esto.

—El hijo de Kitiara se encontraba entre los primeros que Ariakan buscó. He de admitir que es astuto. Sabía exactamente cómo manejar a Steel. Habló al chico de hombre a hombre, le dijo que le enseñaría a ser un poderoso guerrero, un líder de legiones. Le prometió gloria, riquezas, poder. Steel estaba fascinado. Esa noche accedió a irse con Ariakan.

»Nada de cuanto dije o hice, ni siquiera mi llanto, sirvió para que Steel cambiara de idea. Sólo conseguí una concesión; podía acompañarlo. Ariakan accedió a ello sólo porque supuso que yo podría serle útil. Necesitaría a alguien que cocinara para los chicos, arreglara sus ropas y se ocupara de la limpieza. Eso y… que se encaprichó de mí —concluyó Sara en voz queda.

»Sí —añadió, en parte avergonzada y en parte desafiante—, me convertí en su amante. Lo fui durante muchos años, hasta que fui demasiado mayor para interesarle.

El semblante de Caramon se ensombreció.

—Entiendo. —Tika palmeó suavemente la mano de la otra mujer—. Os sacrificasteis por vuestro hijo. Para estar cerca de él.

—¡Fue la única razón! ¡Lo juro! —gritó vehementemente Sara—. ¡Los odiaba a ellos y lo que representaban! Detestaba a Ariakan. ¡No imagináis lo que tuve que soportar! Muchas veces deseé acabar con mi vida. La muerte habría sido mucho más fácil. Pero no podía abandonar a Steel. Todavía alienta la bondad en él, aunque ellos hicieron todo lo posible para pisotear y apagar esa chispa. Me quiere y me respeta, para empezar. Ariakan se habría librado de mí hace mucho tiempo de no ser por Steel. Mi hijo me ha protegido y defendido, en detrimento propio, aunque nunca habla de ello. Ha visto a otros ascender a caballeros antes que él. Ariakan ha frenado la promoción de Steel por culpa mía.

»Mi hijo es leal. Y honorable, como su padre. Ambas cosas en extremo, quizá, porque al igual que es leal conmigo también lo es con ellos. Ha vinculado su vida con esa orden perversa y está plenamente volcado en ella. Finalmente, se le ha ofrecido la oportunidad de convertirse en uno de ellos. Dentro de tres noches, Steel Brightblade prestará el juramento, tomará los votos y entregará su alma a la Reina de la Oscuridad. Ésa es la razón de que haya acudido a vos, de que haya arriesgado la vida, porque si Ariakan descubre lo que he hecho, me matará. Ni siquiera mi hijo podrá impedírselo.

—Calmaos, milady —dijo Caramon, preocupado—. ¿Qué deseáis que haga? ¿Daros refugio? Eso puede arreglarse fácilmente…

—No —lo interrumpió Sara, que posó tímidamente su mano en la del hombretón—. Quiero que impidáis que mi hijo, vuestro sobrino, tome tales votos. Es el alma del honor, aunque esa alma sea oscura. Debéis convencerlo de que está cometiendo un terrible error.

Caramon la miraba de hito en hito, estupefacto.

—Si vos, su madre, una mujer a la que ama, no ha podido hacerlo cambiar durante todos estos años, ¿qué puedo hacer yo?

—Vos no —convino Sara—. Pero quizá sí haga caso a su padre.

—Su padre está muerto, milady.

—Me he enterado de que el cadáver de Sturm Brightblade reposa en la Torre del Sumo Sacerdote. Se cuenta que el cuerpo posee poderes milagrosos. ¡Sin duda el padre intervendría para ayudar a su hijo!

—Bueno… tal vez. —Caramon no parecía muy convencido—. He visto cosas extrañas a lo largo de mi vida, pero sigo sin entender qué queréis que haga yo.

—Quiero que llevéis a Steel a la Torre del Sumo Sacerdote.

El hombretón se quedó boquiabierto.

—¡Así, sin más ni más! —exclamó cuando salió de su sorpresa—. ¿Y si resulta que él no quiere ir?

—Oh, no querrá —comentó Sara sin vacilar—. Tendréis que hacer uso de la fuerza. Probablemente llevarlo a punta de espada. Y eso no será fácil. Es fuerte y diestro con las armas, pero podréis hacerlo. Sois un Héroe de la Lanza.

Perplejo, totalmente confundido, Caramon miró a la mujer sumido en un silencio incómodo.

—Tenéis que hacerlo —imploró Sara, uniendo las manos en un gesto de súplica. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, incontenibles, cuando el cansancio, el miedo y la pena la superaron finalmente—. ¡O el hijo del Sturm se perderá!

4 Caramon intenta recordar dónde guardó su armadura

—Bien —dijo Tika mientras se ponía de pie con actitud enérgica—, si tenéis que marcharos antes del amanecer, más vale que empieces a prepararte.

—¿Qué? —Caramon miró fijamente a su esposa—. No hablarás en serio.

—Por supuesto que sí.

—Pero…

—El chico es tu sobrino —instó Tika, puesta en jarras.

—Sí, pero…

—Y Sturm era tu amigo.

—Eso ya lo sé, pero…

—Es tu deber, y no se hable más —concluyó Tika—. Veamos, ¿dónde guardamos tu armadura? —Lo miró con actitud crítica—. El peto no servirá, pero la cota de malla podría…

—¿Esperas que vaya montado en un Dragón Azul a un… una…? —Caramon miró a Sara.

—Una fortaleza —dijo ésta—. En una isla, muy al norte, en el mar de Sirrion.

—Una fortaleza en una isla. Una plaza fuerte secreta. ¡Repleta de legiones de paladines oscuros dedicados al servicio de Takhisis! Y, una vez allí, se supone que habré de raptar a un caballero adiestrado, en la flor de la vida, y llevarlo a rastras a hacer una visita a la Torre del Sumo Sacerdote. E incluso si llego vivo allí, cosa que dudo, ¿esperas entonces que los Caballeros de Solamnia nos dejen entrar por las buenas? ¿A mí y a un caballero del Mal?

Caramon no tuvo más remedio que gritar eso último, ya que Tika había ido a la cocina dejándolo con la palabra en la boca.

—¡Si un grupo no me mata, lo hará el otro! —bramó.

—No chilles, querido, o despertarás a los chicos —advirtió su mujer, que regresaba cargada con una bolsa que olía a carne asada y un odre—. Tendrás hambre por la mañana. Iré a coger una camisa limpia. Tendrás que buscar la armadura. Ahora recuerdo que está en el arcón que hay debajo de la cama. Y no te preocupes, querido —añadió mientras se paraba para darle un beso apresurado—. Estoy segura de que Sara tiene pensado el modo de introducirte en la fortaleza. En cuanto a la Torre del Sumo Sacerdote, a Tanis ya se le ocurrirá un plan.

—¡Tanis! —Caramon la miró sin entender nada.

—Bueno, lógicamente recogerás a Tanis de camino. No puedes ir solo. No estás en la mejor forma. Además… —Echó una rápida ojeada a Sara, que se había puesto la capa y esperaba junto a la puerta con aire impaciente. Tika agarró a su marido por una oreja y tiró hacia abajo hasta que tuvieron las cabezas a la misma altura—. Kitiara podría haber mentido —susurró—. Cabe la posibilidad de que Tanis sea el verdadero padre. Debería ver al chico.

»Además —añadió en voz alta, en tanto que Caramon se frotaba la oreja—, Tanis es el único que puede conseguir introducirte en la Torre del Sumo Sacerdote. Los caballeros tendrán que dejarlo pasar. No se atreverían a ofenderlo a él o a Laurana. —Tika se volvió hacia Sara para explicárselo.

»Laurana es la esposa de Tanis. Fue cabecilla de los Caballeros de Solamnia durante la Guerra de la Lanza, y la tienen en alta estima. Actualmente ella y Tanis actúan como enlace entre los caballeros y las naciones élficas. Su hermano, Porthios, es el Orador. Ofender a Tanis o a Laurana equivaldría a ofender a los elfos, y los caballeros jamás harían algo así, ¿verdad, Caramon?

—Supongo. —El hombretón parecía aturdido. Las cosas estaban pasando muy deprisa.

Tika lo sabía; sabía cómo manejar a su marido. Tenía que lograr mantener ese ritmo frenético. Si le daba ocasión de pararse a pensar, no habría quien le hiciera cambiar de opinión. A decir verdad, se dio cuenta de que ya empezaba a rumiarlo.

—Quizá deberíamos esperar hasta que los chicos vuelvan de las llanuras —sugirió, intentando escabullirse.

—No hay tiempo, querido —repuso Tika, que había visto venir algo así—. Sabes que siempre pasan un mes con Riverwind y Goldmoon, que salen de caza y a aprender conocimientos prácticos para moverse por bosques, y ese tipo de cosas. Además, una vez que hayan puesto los ojos en las hermosas hijas de Goldmoon, nuestros chicos tendrán menos ganas aún de marcharse. Vamos, muévete. —Empujó a Caramon, que parpadeaba y se rascaba la cabeza, hacia la puerta que conducía a sus habitaciones privadas—. ¿Recuerdas cómo llegar al castillo de Tanis?

—¡Sí, claro que lo recuerdo! —espetó prontamente el hombretón.

Con demasiada prontitud. Y, en consecuencia, Tika comprendió que no se acordaba; tendría que pensar en eso, lo que era estupendo, ya que significaba que tendría la mente ocupada en pensar cómo llegar a casa de Tanis durante el tiempo que tardaría en prepararse para partir. Lo que quería decir que ya llevaría un buen rato de viaje antes de que empezara a rumiar sobre cualquier otra cosa.

Como el peligro, por ejemplo.

Una vez que Caramon se hubo perdido de vista, la actitud briosa de Tika desapareció y sus hombros se hundieron.

Sara, que vigilaba a través de la ventana, se volvió al notar el repentino silencio. Al reparar en la desdichada expresión plasmada en el rostro de Tika, la otra mujer se acercó a ella.

—Gracias por lo que has hecho. Sé que no debe de ser fácil para ti dejarlo marchar. No diré que no hay peligro, porque sería mentira. Pero tienes razón, he pensado en una forma de introducirlo en la fortaleza. Y la idea de que Tanis nos acompañe es excelente.

—Debería estar acostumbrada —dijo Tika, que estrujaba la bolsa de la carne entre las manos—. Me despedí de mis dos hijos mayores ayer. Son más jóvenes que el tuyo, y quieren ser caballeros. Sonrío cuando me despido de ellos, y les grito mientras se marchan que volveré a verlos dentro de una semana o de un mes o cuando sea. Y no me permito pensar que no será así, que quizá no vuelva a verlos nunca. Pero la idea de que puede ocurrir está ahí, en mi corazón.

—Lo comprendo —manifestó Sara—. He hecho lo mismo. Pero tú al menos sabes que tus chicos caminan bajo el sol, que no los envuelve la oscuridad… —Se cubrió la boca con la mano y sofocó un sollozo.

Tika la rodeó con un brazo.

—¿Y si llego demasiado tarde? —gimió Sara—. Debí haber actuado antes, pero… Jamás creí que realmente siguiera adelante con eso. ¡Siempre esperé que renunciara a ello!

Caramon salió de la habitación. Iba enfundado en una cota de malla que encajaba bien sobre sus hombros, pero no cumplía del todo con su función a la altura del estómago. El hombretón exhibía una expresión agresiva.

—¿Sabes, Tika? —empezó solemnemente mientras miraba ceñudo la cota tintineante—. No recordaba que este trasto pesara tanto.

5 Tanis Semielfo recibe una desagradable sorpresa

Caramon recordó finalmente cómo llegar al castillo de Tanis, situado en Solamnia, pero conocía el camino sólo por tierra, no volando a lomos de un dragón. Sara, sin embargo, estaba familiarizada con todo el continente de Ansalon, un detalle que al hombretón le resultó inquietante.

—Ariakan dispone de mapas excelentes —aclaró ella, un tanto desconcertada.

Caramon se preguntó por qué los Caballeros de Takhisis tenían mapas excelentes ael continente. Lamentablemente, no era difícil imaginar la razón.

El viaje apenas duró. Poquísimo, en lo que concernía a Caramon, que iba encorvado en la parte trasera de la silla del dragón, con frío y hambre (se había comido la carne hacía ya mucho rato), y el sueño ahuyentado por la conmoción de lo ocurrido. Intentaba discurrir cómo explicar aquella extraña historia a su amigo Tanis.

¿Y si el semielfo era el padre? Caramon rumió el asunto todo el viaje. «¿Voy a hacerle un favor sacando a relucir de repente un hijo suyo? ¿Qué dirá Laurana? Nunca le cayó bien Kit, de eso estoy condenadamente seguro. ¿Y qué pasa con el hijo de ellos dos? ¿Cómo se sentirá con una noticia así?».

Cuando más pensaba en ello, más lamentaba Caramon haber decidido acompañar a Sara. Finalmente, ordenó a la mujer que diese media vuelta, que lo llevara a su posada, pero o no lo oyó por el silbido del viento o hizo caso omiso a propósito. Podía saltar de la silla; sin embargo, teniendo en cuenta a la altura que volaban eso quedaba totalmente descartado.

Se le pasó por la cabeza la idea de que iba armado y de que quizá podría reducir a Sara. No obstante, tras meditarlo seriamente, comprendió que aunque lograra superarla nunca sería capaz de controlar a su Dragón Azul, el cual, de hecho, le dirigía miradas desconfiadas de vez en cuando. Y, para cuando Caramon hubo llegado a esa conclusión, ya aterrizaban en la cresta de una colina desde la que se divisaba el castillo de Tanis.

El hombretón desmontó del dragón. Todavía no había amanecido, pero faltaba poco para que saliese el sol. Sara tranquilizó al animal, le dio la orden de que se quedara allí —o eso supuso Caramon, ya que no entendió lo que la mujer decía— y acto seguido echó a andar en dirección a la casa palaciega. Al darse cuenta de que Caramon no la seguía, se volvió hacia él.

—¿Qué ocurre? —preguntó con un tono de ansiedad.

—Tengo ciertas dudas —contestó, pensativo, el hombretón.

La expresión de Sara se tornó de nuevo asustada, como si fuera a empezar a llorar otra vez. Caramon suspiró.

—De acuerdo —capituló finalmente—. Voy.

—¡Caramon Majere! El gran botarate nada menos… ¿Queréis disculparnos un momento, señora? —pidió cortésmente Tanis a Sara.

Agarró a Caramon por un brazo y lo condujo al otro extremo del amplio cuarto, alumbrado por el fuego de la chimenea.

—Podría ser todo una trampa —susurró el semielfo—. ¿Te lo has planteado?

—Sí.

—¿Y? —demandó Tanis.

—No creo que lo sea —respondió Caramon tras pensarlo un momento.

—Obviamente, no has… —empezó Tanis, tras soltar un suspiro.

—Lo que quiero decir es —continuó su amigo—, ¿a cuento de qué iban a tener la intención de tender una emboscada esos paladines oscuros a alguien como yo, un posadero de mediana edad?

—No, pero… —Tanis parecía incómodo—. Tal vez la trampa no está preparada para ti…

—Lo sé —asintió Caramon con aire enterado—. Tú eres mucho más importante. Pero fue Tika la que sugirió que hablase contigo, no Sara. Y —agregó seriamente tras otro instante de profunda reflexión—, dudo que Tika te haya tendido una trampa, Tanis.

—Por supuesto que no —espetó el semielfo—. Es sólo que… Vale, de acuerdo, quizá no sea una trampa. Quizá me… No quiero… —Sacudió la cabeza y volvió a empezar—. Recuerdo aquel terrible día en que murió Kitiara. Intentó acabar con Dalamar, ¿recuerdas? Él frustró su intento… —Tanis hizo una pausa y tragó saliva.

»Murió en mis brazos. Y entonces el Caballero de la Muerte apareció para reclamarla. La oí, suplicándome que la salvara de aquel horrible destino. «Incluso ahora te tiende sus tentáculos desde el más allá…», me dijo Dalamar entonces. Y aún lo hace, Caramon.

—No, no es cierto. Éste es su hijo…

—Si das crédito a lo que dice esa mujer, Sara.

—¿No la crees? —preguntó el hombretón, inquieto.

—Ya no sé qué creer. Pero tienes razón. Debemos descubrir la verdad, y hacer lo que esté en nuestras manos para ayudar a ese joven, sea hijo de quien sea. Además, esto me dará la oportunidad de ver qué se trae entre manos Ariakan. No es la primera vez que nos llegan informes sobre esos paladines oscuros, pero no había ningún modo de comprobar si era verdad o se trataba de meros rumores. —Lanzó una mirada sombría a Sara, que resultaba una imagen escalofriante con el yelmo azul y la capa bordeada en negro—. Al parecer era cierto.

»Sin embargo, ahora —añadió el semielfo con una sonrisa desganada mientras sacudía la cabeza—, he de enfrentarme a una tarea realmente difícil. Tengo que contarle lo que ocurre a mi mujer.

Tanis estuvo solo con Laurana durante una hora. Caramon, que paseaba por el vestíbulo de la mansión del semielfo, se imaginaba muy bien la naturaleza de la conversación. La esposa elfa de Tanis, Laurana, sabía todo respecto a la relación entre Kitiara y su marido. Había sido comprensiva, sobre todo habida cuenta de que ese asunto había acabado hacía mucho tiempo. Pero ¿qué pasaría ahora, existiendo la posibilidad de que hubiera un hijo? Una posibilidad muy factible, a entender de Caramon. Lo cierto es que no podía creer que el padre fuera realmente Sturm.

«Mas, ¿por qué iba a mentir Kit?», se preguntó.

La respuesta escapaba a su comprensión. Claro que nunca había sido capaz de entender el porqué de la mitad de las cosas que su hermanastra había hecho.

Tanis salió de la estancia rodeando a su esposa con el brazo. Laurana sonreía, y Caramon respiró más tranquilo. La elfa hizo un alto incluso para dirigir unas palabras quedas a Sara, que se sentó, completamente exhausta, en un rincón próximo a la chimenea. Caramon reparó entonces en lo joven que parecía Laurana en comparación con su marido; era la tragedia de las relaciones entre humanos y elfos. Aunque Tanis tenía ascendencia elfa, la sangre humana iba encaneciendo, como rezaba el dicho. Cuando contrajeron matrimonio, unos veinte años atrás, parecían más o menos de la misma edad. Ahora podrían pasar por padre e hija.

«Pero cuando se casaron ambos sabían que eso ocurriría —se dijo para sus adentros Caramon—. Están sacando todo el partido posible del tiempo del que disponen, y eso es lo que cuenta».

Tanis estuvo preparado para partir casi de inmediato. Como embajador oficial y enlace entre los Caballeros de Solamnia y las naciones élficas, pasaba mucho tiempo viajando, al igual que su esposa. Se había puesto una armadura de cuero —la preferida por los elfos— y una capa verde. Verlo de tal guisa, le trajo a la memoria de manera intensa y casi dolorosa los viejos tiempos de aventuras.

Quizá Laurana pensaba lo mismo, ya que le alborotó la barba que sólo un elfo con sangre humana podía dejarse crecer, e hizo un comentario burlón en la lengua elfa que hizo sonreír a Tanis. Éste se despidió de su mujer, y ella lo besó con dulzura mientras el semielfo la abrazaba cariñosamente.

Después se despidió de su hijo, un joven de aspecto frágil y débil, adorado por sus padres, y que miró a Tanis con una expresión de amor teñida de ansiedad. El muchacho era elfo de los pies a la cabeza, sin rastros visibles de los rasgos de su progenitor. Su tez tenía la palidez enfermiza de quien rara vez sale al exterior.

«No es de sorprender que tanto Tanis como Laurana lo mantengan en una jaula como a un pajarillo, habida cuenta de las muchas veces que han estado a punto de perderlo. Si fuese elfo al cien por cien, se conformaría con pasar el tiempo con la nariz metida en algún libro, pero también es humano. Fíjate en esos ojos, Tanis. Mírale cuando te ve partir a la aventura, a ver cosas maravillosas de las que él sólo ha leído».

—Algún día, Tanis —dijo entre dientes el hombretón—, volverás a casa y te encontrarás con la jaula vacía.

Subieron la colina hasta donde el Dragón Azul dormitaba, con las alas plegadas a los costados.

—¿Qué murmuras? —preguntó el semielfo, malhumorado.

Tanis observaba al Dragón Azul con gesto severo, sin quitarle ojo de encima. Aparentemente, a la bestia no le gustó el efluvio a elfo que percibió, ya que se despertó al instante, agitando los ollares. Sacudió la testa con desagrado, enarcó el cuello y enseñó las fauces.

Sara Dunstan era una experta amazona de dragones, sin embargo. Emitió una corta palabra de reprimenda y tuvo bajo control a su montura en un visto y no visto. Caramon subió el primero, en el asiento trasero de la silla para dos jinetes, y luego se inclinó para izar a su amigo, levantándolo sin esfuerzo con un movimiento de su fornido brazo.

—Sólo pensaba para mis adentros que a tu chico se le ve buen aspecto —mintió.

Tanis rebulló en la silla para encontrar una postura más cómoda, cosa prácticamente imposible de conseguir. Tendría que agarrarse al borrén trasero del asiento de Caramon; o eso, o sentarse en las piernas del hombretón.

—Gracias —dijo. Su gesto se tornó satisfecho, y miró con orgullo a su hijo, que se encontraba en el jardín, con los grandes y almendrados ojos prendidos fijamente en ellos—. Creemos que está mejorando. ¡Si supiéramos lo que le pasa! Pero ni siquiera la Hija Venerable Crysania puede decírnoslo.

—Quizá sólo necesita pasar más tiempo al aire libre. Deberías dejarle que viniera a visitarnos —sugirió Caramon—. Mis chicos le llevarían a pasear en caballo, a cazar…

—Ya veremos —respondió cortésmente el semielfo, aunque con ese tono de «ni muerto»—. ¿Alguna señal de que os persigan, señora?

Caramon recorrió el cielo con la mirada. Apuntaba el alba cuando habían llegado, y ahora la mañana estaba avanzada, con el sol otoñal disipando el frío dejado por la noche. No se veía señal alguna de otros dragones.

—Con suerte no me habrán echado de menos —contestó Sara, aunque parecía preocupada—. Ahora soy entrenadora de dragones, y a menudo me ausento para ejercitar a las monturas. Me hice cargo de esa tarea en previsión de esto.

Le dijo una palabra al dragón, y el Azul saltó hacia arriba, impulsado por sus poderosas patas traseras al tiempo que batía las fuertes alas para elevarse en el aire. Sobrevolaron en círculo el castillo una vez a fin de que el animal se orientara, y después enfilaron hacia el norte.

—Llegaremos a la fortaleza después de oscurecer —les dijo Sara—. Lamento perder todo el día, pero no puede evitarse, y con suerte recuperaremos el tiempo que perdamos. ¿Habrá problemas con los Caballeros de Solamnia? —preguntó a Tanis con aire de ansiedad.

—Siempre hay problemas con los Caballeros de Solamnia —gruñó Tanis. Estaba de mal humor, y Caramon no lo culpaba por ello. Después de todo, el semielfo podía estar dirigiéndose al encuentro de un hijo del que nunca había tenido noticia de su existencia—. Pero, con ayuda de Paladine, los superaremos.

El Dragón Azul echó una mirada feroz hacia atrás. Sara pronunció una palabra en tono seco y enérgico, y la bestia giró la cabeza con actitud sombría.

—Sería mejor no pronunciar el nombre de ese dios otra vez —sugirió la mujer en voz baja.

Después de aquello, a ninguno de los tres se le ocurrió de qué otra cosa hablar. En cualquier caso, mantener una conversación era difícil; tenían que gritar para hacerse oír con el ruido del aire que levantaban las poderosas alas del dragón. De modo que viajaron en silencio; dejaron atrás Ansalon, las tierras conocidas y civilizadas, y se sumergieron en la oscuridad.

Quedaban dos días.

Dos días para salvar un alma.

6 El alcázar de las Tormentas

—¡Dios mío! —exclamó, sombrío, Tanis, cuidando de no mencionar a qué deidad invocaba en su estupefacción—. ¡Es enorme!

—¿Cómo se llama la fortaleza? —le preguntó Caramon a Sara.

—El alcázar de las Tormentas —respondió la mujer. El ventarrón arrastró hacia atrás sus palabras, de manera que Caramon tuvo la impresión de que era el viento el que hablaba—. El nombre se lo puso Ariakan. Decía que cuando esas puertas se abrieran, se desataría una tormenta sobre Ansalon que destruiría todo a su paso.

La fortaleza estaba ubicada muy al norte del continente. Inmenso e imponente, el alcázar de las Tormentas estaba construido sobre una gran isla rocosa, cuyos peñascos mostraban formas irregulares y afiladas. Las negras y relucientes paredes de la fortaleza recibían las constantes rociadas de las rompientes olas del mar de Sirrion. En lo alto de las grandes torres ardían fuegos, y su luz servía para orientar el vuelo de los dragones, cuyas alas se recortaban negras contra las estrellas mientras las bestias realizaban sus vuelos en el cielo nocturno.

—¿A qué se debe tanta actividad? —inquirió, nervioso, Caramon—. No será por vos, ¿verdad?

—No —lo tranquilizó Sara—. Sólo son los soldados, que practican ataques nocturnos. Ariakan dice que un error que cometieron los Señores de los Dragones durante la última guerra fue combatir de día. Los caballeros y sus monturas están bien entrenados para luchar de noche, utilizando en su provecho la oscuridad.

—Ningún barco podría acercarse a este lugar —masculló Tanis, que contemplaba las blancas rociadas de espuma al romper las olas contra los acantilados abruptos de la costa.

—Aquí las aguas son demasiado turbulentas para la navegación. Ni siquiera los minotauros se aventuran tan al norte, una de las razones por las que Ariakan eligió esta isla. Sólo es accesible con dragones y mediante la magia.

—Al menos no llamaremos la atención entre tanta actividad —comentó Caramon.

—Cierto —convino Sara—. Es lo que había pensado.

Nadie reparó en ellos, o al menos no Ies prestó mucha atención. Un gigantesco Dragón Rojo les lanzó un bramido irritado cuando el Azul, más pequeño, descendió entre el Rojo y la torre que estaba «bajo ataque». Las dos bestias intercambiaron maldiciones y gruñidos en su propio lenguaje; el soldado que montaba el Rojo se sumó con sus propios insultos, a los que Sara replicó igualmente. La mujer mantuvo el curso, ya a la vista su punto de destino, atravesando la falsa batalla.

Caramon, estupefacto y apabullado, miraba en derredor con espanto, pasmado por el alto número de efectivos y la osada destreza de los oscuros paladines, que estaban derrotando de forma aplastante a los «defensores» de las torres. Y los dragones ni siquiera utilizaban su arma más poderosa, su aliento, que podía expulsar fuego o ácido o lanzar rayos. El gesto de Tanis era severo y sombrío mientras procuraba tomar nota mental de cuanto veía y de memorizar cada detalle.

Sara ordenó al dragón que aterrizara en una zona despejada, lejos del cuerpo principal de la fortaleza. En esa parte de la construcción reinaba una relativa calma, en marcado contraste con el alboroto que había en la zona de la batalla.

—Esos son los establos —informó a Caramon y a Tanis en voz baja, mientras desmontaban—. Guardad silencio y dejad que hable yo.

Los dos hombres asintieron con la cabeza, y cerraron bien las capas azules bordeadas en negro que llevaban sobre sus propias armaduras. Sara había llevado una consigo, pensando que sólo tendría que disfrazar a Caramon, pero le entregó la suya a Tanis, cuidando antes de quitar el broche del lirio negro.

—No debéis tocarlo —le advirtió—. Ha sido bendecido por los clérigos oscuros. Podría dañaros.

—Pero vos lo tocáis —dijo él.

—Estoy acostumbrada —respondió quedamente.

El Dragón Azul se acomodó en el amplio patio abierto, un enorme punto de aterrizaje situado fuera de los muros de la fortaleza. Más allá, una larga hilera de cuadras retumbaba con los relinchos ansiosos y frustrados de caballos. Excitados por el sonido de la batalla, querían tomar parte.

—A los caballeros se les enseña también a combatir a caballo, al igual que montados en dragones —les explicó Sara.

—Ariakan piensa en todo, ¿verdad? ¿Dónde guardáis los dragones? Aquí no, obviamente —inquirió el semielfo.

—No, la isla no es lo bastante grande. Los dragones tienen un territorio propio. Nadie sabe con certeza dónde. Acuden cuando se les llama.

—¡Chist! —Caramon tiró de la manga a Sara—. Tenemos compañía.

Un goblin se acercó a la carrera y los miró de hito en hito.

—¿Quién va? —demandó con desconfianza mientras levantaba la antorcha que chisporroteaba con la lluvia—. ¡Ningún Azul salió esta noche! ¿Qué…? ¡La mujer de Ariakan!

Sara se quitó el yelmo y sacudió el cabello.

—Lord Ariakan para ti, gusano. Y no soy mujer de nadie, sino mi propia dueña. Recuerdas mi nombre, ¿verdad, Glob? ¿O tu diminuta mente lo ha olvidado?

El goblin hizo una mueca burlona.

—¿Qué haces fuera esta noche, S… S… Sara? —siseó el nombre con sorna—. ¿Y quiénes son estos dos? —Los pequeños ojos porcinos repararon en Caramon y Tanis, aunque los dos hombres habían tenido cuidado de mantenerse apartados de la luz de la antorcha.

—Yo que tú no haría demasiadas preguntas, Glob —replicó fríamente Sara—. A lord Ariakan no le gusta que los subordinados metan la nariz en sus asuntos. Ocúpate de que mi dragón tenga lo que necesite. Vosotros dos, seguidme —añadió sin mirar hacia atrás, pero hizo un ademán a Caramon y a Tanis.

Los dos pasaron por delante del goblin, que parecía un tanto intimidado por la mención de los asuntos de Ariakan, y retrocedió un paso. Sin embargo sus ojillos se estrecharon, observándolos atentamente, cuando ambos pasaron frente a él, arrebujados en las capas. Y en ese momento, quiso la mala fortuna —o la Reina Oscura—, que un golpe de viento soplara en el patio de los establos y retirara el largo y canoso cabello de Tanis, dejando a la vista la oreja puntiaguda.

El goblin ahogó una exclamación. Se acercó de un salto al semielfo, le agarró el brazo y acercó la antorcha a su cara, tan próxima que casi le prendió la barba.

—¡Elfo! —chilló, añadiendo una maldición.

Caramon se llevó la mano a la espada, pero Sara se interpuso entre el hombretón y el goblin.

—¡Glob, grandísimo idiota! ¡Ya la has hecho! ¡Lord Ariakan te arrancará las orejas por esto!

Arrebató la antorcha de la mano del goblin y la arrojó al barro. La llama chisporroteó y se apagó.

—¿Qué quieres decir? —demandó Glob—. ¿Qué he hecho? ¡Es un maldito elfo! ¡Un espía!

—Pues claro que es un espía —gruñó Sara—. ¡Acabas de desenmascarar a uno de los dobles agentes de mi señor! ¡Has puesto en peligro toda la misión! ¡Si Ariakan se entera de esto, hará que te corten la lengua!

—Yo no hablo —repuso Glob con gesto hosco—. El gran señor lo sabe.

—Ya lo creo que hablarás si algún Túnica Blanca te pone la mano encima —predijo sombríamente Sara.

Caramon había apartado los dedos de la espada, pero su corpachón resultaba imponente y amenazador. Tanis se cubrió la cabeza con la capucha y lo miró con expresión siniestra. El goblin adoptó un gesto ceñudo y contempló con odio al semielfo.

—No me importa lo que digas. Voy a informar de esto.

—Es tu lengua la que está en peligro —replicó Sara, que se encogió de hombros—. Recuerda lo que le pasó a Blosh. Y si no te acuerdas, ve a preguntarle. Pero no contengas el aliento esperando a que te responda.

El goblin se encogió. La lengua antes mencionada, entró y salió con nerviosismo entre los amarillentos dientes. Luego, tras echar otra mirada feroz a Tanis, el goblin se alejó a buen paso.

—Venid —dijo Sara.

Caramon y Tanis fueron tras ella, pero echaron ojeadas disimuladas hacia el goblin y vieron que la criatura abordaba a un hombre alto, vestido con armadura negra. El goblin les señaló mientras hablaba con voz chillona. Les llegó una palabra: «elfo».

—Seguid caminando —dijo Sara—. Fingid que no os habéis dado cuenta.

—Debí haberle roto el cuello —rezongó Caramon, que llevaba la mano sobre la empuñadura de la espada.

—No hay donde esconder el cadáver —explicó ella con voz fría—. Alguien habría encontrado al desgraciado y se armaría una buena. Aquí la disciplina es muy estricta.

—La zorra de Ariakan… —llegó clara la voz del goblin.

Sara apretó los labios, pero se las ingenió para sonreír.

—No creo que tengamos que preocuparnos gran cosa. Ah, tenía razón, ¿veis?

—¡Habla con respeto de la señora Sara, cara de sapo!

El caballero asestó tal bofetón al goblin que éste cayó despatarrado en el barro del patio. Luego el caballero reanudó su camino, centrado de nuevo en asuntos más importantes.

Sara siguió andando.

—Lo de que somos espías. Eso ha sido pensar con rapidez —comentó Tanis. Caramon cerraba la marcha y miraba en derredor, alerta.

—En realidad no. —Sara se encogió de hombros—. Ya tenía pensado qué decir si nos veían. Ariakan ha estado trayendo a sus agentes aquí, principalmente para impresionarlos, creo. Un goblin cometió el error de comentar que había reconocido a uno. Ariakan hizo que le cortasen la lengua. Eso me dio la idea.

—¿Y el dragón no dirá nada?

—Le he contado la misma historia. De todos modos, Llamarada me es leal. Los Azules lo son. No les gustan los Rojos.

—Ese caballero parecía respetaros… —empezó el semielfo.

—Inusitado, tratándose de una zorra, ¿no? —se le anticipó Sara.

—No iba a decir eso.

—No, pero era lo que pensabais. —La mujer siguió caminando sumida en un silencio agrio, parpadeando para protegerse de la lluvia y las rociadas de espuma que azotaban su cara.

—Lo lamento, Sara —se disculpó Tanis mientras ponía la mano sobre su brazo—. Sinceramente.

—No, soy yo quien debería disculparse. —Sara suspiró—. Sólo habríais dicho la verdad. —Alzó la cabeza con orgullo y la giró para mirarlo—. Soy lo que soy. No me avergüenzo. Volvería a hacer lo mismo. ¿Qué sacrificaríais por vuestro hijo? ¿Vuestra salud? ¿Vuestro honor? ¿Vuestra propia vida?

El viento arrastró las nubes en el cielo nocturno, y de repente, durante un instante, Solinari, la luna plateada, quedó libre del oscuro manto. Su intensa luz brilló sobre el alcázar de las Tormentas y, durante un extraño instante, Tanis vio el futuro iluminado para él, como si las palabras de Sara hubiesen abierto una puerta a una estancia alumbrada por la luna. Sólo tuvo un atisbo fugaz de peligro y amenaza agitándose alrededor de su frágil hijo como la tormentosa lluvia, y entonces las nubes cubrieron Solinari, ocultándola, impidiendo el paso de su luz plateada. La puerta se cerró, dejando a Tanis turbado y asustado.

—Ariakan no me ha tratado mal —decía Sara, un tanto a la defensiva, equivocando el angustiado silencio del semielfo por desaprobación—. Todo estuvo muy claro entre nosotros desde el principio, que sólo me tendría para su placer, nada más. No tomará esposa. Ya no. Tiene más de cuarenta años, y está casado con la guerra.

»«Los verdaderos caballeros deberían tener un único amor», dice. «Y ese amor es la batalla». Se considera un padre para los jóvenes paladines. Les enseña disciplina y a tener respeto a sus superiores y a sus enemigos. Les enseña a tener honor y abnegación. Considera que tales cosas son el secreto de la victoria de los Caballeros de Solamnia.

»«Los solámnicos no nos derrotaron», les dice a los jóvenes. «Nos derrotamos nosotros mismos, persiguiendo egoístamente nuestras insignificantes ambiciones y conquistas en lugar de unirnos para servir a nuestra gran soberana».

—«El Mal se vuelve contra sí mismo» —citó Tanis, intentando borrar el miedo que lo acosaba, la imagen plasmada en su memoria de la inesperada visión de su hijo.

—Antaño sí —dijo Sara—, pero ya no. Estos caballeros se han criado juntos desde pequeños. Son una familia muy unida. Todos los paladines jóvenes que hay aquí sacrificarían gustosamente la vida para salvar a su hermano, o para satisfacer la ambición de la Reina de la Oscuridad.

—Me cuesta creer eso —comentó Tanis, sacudiendo la cabeza—. El egoísmo está en la naturaleza del Mal, el anteponerse a uno mismo en detrimento de otros. Si no fuera así… —Vaciló y no acabó la frase.

—¿Sí? —instó Sara, para que continuara—. ¿Qué pasaría si no fuese así?

—Si los hombres perversos actuaran movidos por lo que consideran una causa noble y un fin, si estuvieran dispuestos a sacrificarse por eso… —Tanis estaba muy serio—. Entonces, sí, creo que el mundo podría estar en peligro. —El aire húmedo y frío lo hizo tiritar, y se arrebujó más en la capa—. Pero las cosas no funcionan así, gracias a los dioses.

—Reservaos vuestra opinión y vuestras preces —dijo Sara con voz temblorosa—. Todavía no conocéis al hijo de Sturm.

7 ¿Por qué no preguntaste nunca?

La vivienda de Sara era una casa de dos piezas, otra más entre las muchas apiñadas contra los muros exteriores de la fortaleza, como si el propio edificio se asustara con las rompientes olas golpeando en las rocas y buscara la protección de las imperturbables paredes. Tanis alcanzaba a oír el estampido de las olas con monótona regularidad a menos de un kilómetro de donde se encontraban. Las rociadas de espuma traídas por el viento azotaban sus mejillas y les dejaban salitre en los labios.

—Apresuraos —instó Sara mientras abría la puerta—. Steel acabará su servicio pronto.

Los hizo entrar casi a empujones. Era una casa pequeña pero bien construida, cálida y seca. Apenas tenía muebles. Una olla de hierro colgaba sobre el amplio hogar de piedra. Cerca de la chimenea había una mesa y dos sillas. Detrás de una cortina, en otro cuarto, se atisbaba una cama y un baúl grande de madera.

—Steel vive en los barracones con los otros caballeros —explicó Sara mientras iba de aquí para allí, echando en la olla carne y unas pocas verduras, en tanto que Caramon se ocupaba de encender el fuego—. Pero le permiten comer conmigo.

Tanis, perdido en sus propias reflexiones, todavía acosado por aquella visión de su hijo, no dijo nada.

Sara vertió agua en la olla. Para entonces, Caramon ya tenía un buen fuego chisporroteando debajo del recipiente.

—Escondeos los dos ahí, detrás de la cortina —instruyó Sara, empujándolos hacia la habitación—. No hace falta que os diga que guardéis silencio. Por suerte, el viento y las olas hacen bastante ruido como para que en ocasiones nos cueste oír algo más que lo que hablamos entre nosotros.

—¿Cuál es vuestro plan? —preguntó Tanis.

Como respuesta, la mujer sacó un frasquito del bolsillo y lo sostuvo en alto para que lo viera.

—Un narcótico —susurró.

Tanis asintió, captando la idea. Iba a añadir algo, pero Sara sacudió la cabeza en un gesto admonitorio y corrió las cortinas con un movimiento brusco. Los dos hombres, en la penumbra, retrocedieron hasta situarse contra la pared, uno frente a otro. En caso de que al joven se le ocurriera correr la cortina, de momento sólo vería una habitación vacía.

Caramon descubrió un desgarrón en la tela que le permitió atisbar lo que ocurría al otro lado. Tanis también dio con un agujero por el que escudriñar. Los dos observaron y escucharon sumidos en un tenso silencio.

Sara se encontraba cerca de la olla; sostenía el frasquito en la mano, destapado.

Pero no lo vaciaba en la comida.

Tenía la tez pálida. Se mordió el labio, la mano le tembló.

Tanis lanzó una mirada alarmada a Caramon.

«¡No va a seguir adelante!», advirtieron los ojos del semielfo.

Los dedos de Caramon se cerraron sobre la empuñadura de la espada. Ambos se prepararon, aunque ninguno de los dos tenía muy claro qué hacer si la mujer se echaba atrás.

De repente, mascullando unas palabras que podrían ser una plegaria, Sara vertió el contenido del frasquito en el guiso de la olla.

Una estruendosa llamada sonó en la puerta. Sara tiró el frasquito vacío en el fuego y se pasó la mano por los ojos.

—Adelante —respondió.

Cogió la escoba y se puso a quitar el barro que habían dejado por el cuarto. La puerta se abrió y entró un joven. Caramon casi se cayó a través de la cortina en su afán de ver algo, y Tanis hizo una seña, instándolo a que se apartara, pero el propio semielfo tenía el ojo pegado al agujero de la cortina.

El joven, que estaba de espaldas a ellos, se quitó la capa mojada y desabrochó el cinturón de la espada. Apoyó el arma —enfundada en una vaina decorada con un hacha, una calavera y un lirio negro— contra la pared. Se despojó del peto y a continuación se quitó el yelmo con un gesto rápido e impaciente que hizo que el corazón de Tanis se encogiera con recuerdos dolorosos. Había visto a Kitiara quitarse el yelmo con aquel mismo gesto. El joven se inclinó para besar a Sara en la mejilla y puso una mano en su hombro.

—¿Cómo estás, madre? No tienes buen aspecto. ¿Has estado enferma?

Sara tenía problemas para responder, y sacudió la cabeza.

—No, sólo muy ocupada. Ya te contaré después. Estás calado hasta los huesos, Steel, ve a calentarte o cogerás una pulmonía.

Steel desanudó el cordón de cuero que sujetaba su pelo y sacudió la espesa melena. Los dos observadores reconocieron aquellos oscuros rizos. Kitiara había llevado corto el pelo, al contrario que su hijo, a quien le caía hasta los anchos hombros. Al acercarse a la chimenea y extender las manos hacia el fuego, la luz de las llamas alumbró su semblante…

Caramon soltó un silbante respingo.

—¿Qué ha sido eso? —Steel miró atentamente a su alrededor.

Caramon se llevó la mano a la boca y se apartó de la cortina. Tanis, que apenas se atrevía a respirar, se mantuvo totalmente inmóvil.

—El viento, que cimbrea esa ventana rota —respondió Sara.

—La arreglé la última vez que vine —se extrañó Steel, fruncido el entrecejo. Dio un paso hacia la cortina.

—Bueno, el pestillo ha vuelto a aflojarse —dijo Sara—. Anda, cena antes de que se enfríe. Mientras dure esta tormenta no puedes arreglar el pestillo.

Steel lanzó una última mirada hacia el cuarto de la cortina, y después regresó junto a la chimenea. Tanis cambió ligeramente la postura para no perderse nada de lo que ocurría.

El joven cogió un cuenco y lo llenó de carne estofada. Una expresión de desconcierto asomó a su semblante; olisqueó la comida.

Tanis sacudió la cabeza e hizo un gesto a Caramon, señalando la sala de estar, advirtiéndole que se preparara. Siendo dos y pillando por sorpresa al joven, tenían una oportunidad.

Steel alzó la cuchara, probó el caldo, torció el gesto y volvió a echar el contenido del cuenco en la olla.

—¿Qué… qué pasa? —inquirió Sara, anhelante.

—«Cena antes de que se enfríe» —repitió Steel, imitando su voz con cariñosa guasa—. Madre, tendría que haber sacado el guiso fuera para que estuviese más frío. ¡Ni siquiera se ha hecho aún!

—Lo… lo lamento, querido.

La sensación de alivio fue tan intensa que Sara se quedó desmadejada; y a Tanis le ocurrió otro tanto, pero le preocupaba la mujer, que temblaba y tenía el semblante ceniciento. Lógicamente, Steel no pudo menos que notarlo.

—¿Qué ocurre, madre? —preguntó, serio de nuevo—. ¿Qué te pasa? Me enteré que habías salido esta noche. ¿Qué tenías que hacer?

—Yo… Tuve que transportar a un par de espías… Desde el continente…

—¡El continente! —Las oscuras cejas del joven se fruncieron en un ceño preocupado—. ¡Espías! Eso es peligroso, madre. Corres demasiados riesgos. Hablaré con lord Ariakan y…

—No tiene importancia, Steel —lo atajó Sara, que recobró la compostura—. No fue él quien me envió. Yo misma elegí ocuparme de la misión. O lo hacía personalmente, o tenía que dejar que un desconocido montase a Llamarada, y no podía permitir tal cosa. Ya sabes que es muy temperamental.

Dio la espalda al joven, cogió el atizador y avivó el fuego. Steel la observó con un gesto serio y pensativo.

—Me resulta extraño eso de transportar espías, madre. No creía que estuvieses tan comprometida con nuestra causa.

—No es por la causa, Steel. —Sara hizo una pausa en su tarea. Habló en voz baja, con los ojos fijos en las llamas—. Eso lo sabes muy bien. Lo hago por ti.

Los labios de Steel se curvaron, adoptando de repente una expresión dura y fría. Tanis, que no lo perdía de vista, reconocía aquel gesto. Y también Caramon, que se puso tenso, dispuesto a actuar.

—¿Transportas espías por mí, madre? —El tono del joven sonaba burlón, desconfiado.

Sara soltó el atizador, se incorporó y se volvió hacia su hijo.

—Algún día, Steel, cabalgarás hacia la guerra. Lo apruebe o no, haré cuanto esté en mi mano para velar por tu seguridad. —Entrelazó las manos—. ¡Oh, hijo mío! ¡Reconsidéralo! ¡No tomes esos votos! No entregues tu alma a…

—Ya hemos hablado de esto antes, madre —la interrumpió el joven, exasperado.

—¡No quieres hacerlo realmente! ¡Sé que no! —La mujer se acercó a él y lo agarró—. No puedes entregar tu alma a su Oscura Majestad…

—No sé qué quieres decir, madre —replicó Steel, que se soltó de un tirón de las manos de Sara.

—Por supuesto que lo sabes. Tienes dudas. —Bajó el tono de voz y echó una ojeada nerviosa hacia la ventana y al patio azotado por la lluvia, donde se anunciaba ya el amanecer—. Sé que las tienes. Por eso has esperado tanto a tomar los votos. No dejes que Ariakan te presione…

—¡La decisión es mía, madre! —En la voz de Steel había un timbre cortante como el filo de un cuchillo—. Se avecina la guerra, como has dicho. ¿Crees que quiero entrar en batalla a pie, dirigiendo a un grupo de goblins mientras otros hombres, con la mitad de mi habilidad en combate a lomos de un dragón, alcanzan el honor y la gloria? Tomaré los votos, y serviré a la Reina de la Oscuridad con toda mi pericia. En cuanto a mi alma, es mía. Y seguirá siéndolo. No le pertenece a ningún hombre ni a ninguna deidad.

—Todavía no —argüyó Sara.

Steel no contestó. La apartó a un lado y cruzó la estancia para ir a detenerse frente a la chimenea, mirando fijamente la olla.

—¿Está eso listo para comer? Me muero de hambre.

—Sí, ya está caliente —dijo Sara con un suspiro—. Siéntate.

Al percibir el tono pesaroso de la mujer, Steel miró hacia atrás, arrepentido, aunque a regañadientes.

—Siéntate tú, madre. Pareces exhausta.

Respetuoso, atento, condujo a Sara hasta una silla y la apartó para que se acomodara en ella. La mujer se dejó caer en el asiento y después alzó los ojos hacia su hijo con expresión añorante. Obviamente, al joven le incomodó su silenciosa súplica, de modo que le dio la espalda bruscamente. Sirvió dos cuencos con el guiso y los puso en la mesa, delante de cada uno de ellos.

Sara miró de hito en hito el suyo mientras que Steel empezaba a comer con buen apetito. Tanis soltó un suspiro de alivio y sintió que Caramon hacía lo mismo. ¿Cuánto tardaría la poción en hacer efecto?

—No estás comiendo, madre —observó Steel.

Sara lo estudiaba con atención. Tenía apretados los puños debajo de la mesa, sobre el regazo.

—Steel —empezó con voz estrangulada—, ¿por qué no me has preguntado nunca por tu padre?

—Quizá —contestó, encogiéndose de hombros—, porque dudaba que pudieras responder a esa pregunta.

—Tu madre me dijo quién era.

Steel sonrió; fue una sonrisa sesgada que despertó en Tanis unos recuerdos tan vividos, tan dolorosos, que tuvo que apretar los ojos.

—Kitiara te dijo lo que creía que deseabas oír, madre. No pasa nada. Ariakan me contó sobre ella. También me habló de mi padre —añadió Steel, en tono despreocupado.

—¿Lo hizo? —Sara no salía de su asombro. Dejó de mover las manos sobre el regazo.

—Bueno, su nombre no. —Steel comió otra cucharada de estofado—. Pero sí todo lo demás sobre él.

«¡Maldición, qué lenta es esa poción!», pensó el semielfo.

—Ariakan me dijo que mi padre fue un valiente guerrero —siguió el joven—, un hombre noble que murió bizarramente, dando la vida por la causa en la que creía. Pero Ariakan me advirtió que nunca debería saber la identidad de mi padre. «Ese conocimiento conlleva una maldición que caerá sobre ti si llegas a descubrir la verdad». Un extraño comentario, pero ya sabes lo melodramático que es Ariakan… —La cuchara resbaló de los dedos laxos del joven.

»¿Pero qué…? —Parpadeó y se llevó la mano a la frente—. Me siento muy raro… —De repente sus ojos se enfocaron. Inhaló aire e intentó ponerse de pie, pero se tambaleó—. ¿Qué… has hecho? ¡Traidora…! ¡No, no permitiré que…!

Se lanzó hacia Sara, extendida la temblorosa mano, y entonces cayó sobre la mesa, tirando por el aire los cuencos de la comida. Hizo un último y débil intento de incorporarse antes de desplomarse sobre el tablero, inconsciente.

—¡Steel! —Sara se inclinó sobre él y apartó el oscuro y rizoso cabello del rostro atractivo y severo—. Oh, hijo mío…

Tanis salió rápidamente de detrás de la cortina, con Caramon pisándole los talones.

—Ha perdido el conocimiento y seguirá así durante un tiempo, a juzgar por las apariencias. Bien, Caramon, ¿qué opinas? —Tanis examinaba los rasgos del joven.

—Es hijo de Kit, de eso no cabe duda.

—Sí, en eso tienes razón —repuso el semielfo en voz queda—. ¿Y el padre?

—No lo sé. —El hombretón tenía el entrecejo fruncido por la intensa concentración—. Podría ser Sturm. La primera vez que lo vi, casi pensé que era él. Me… ¡Me quedé de una pieza! Claro que, después, lo único que vi en él era a Kit. —Caramon sacudió la cabeza—. Al menos no tiene ascendencia elfa, Tanis.

El semielfo no había esperado eso en ningún momento, a fuer de ser sincero, de modo que se sorprendió al notar una sensación de alivio… y también cierta desilusión.

—No, no es hijo mío, eso seguro —contestó en voz alta—. En fin, no me parece probable. Ariakan quizás habría cogido al chico aunque tuviese sangre elfa, ya que, después de todo, hay elfos oscuros, pero lo dudo. ¿Creéis que Ariakan sabe la verdad? —inquirió Tanis mirando a Sara con gesto interrogante.

—Es posible. Podría ser la razón de que jamás le revelase a Steel el nombre de su padre, de que le advirtiera en contra de indagarlo y añadiese ese cuento de viejas sobre la supuesta maldición.

—Por lo general las viejas saben lo que se dicen —comentó Tanis—. Las maldiciones pueden adoptar muchas formas. Como mínimo, a este joven le espera una desagradable sorpresa que lo conmocionará.

—Y se pondrá furioso cuando despierte —señaló Caramon—. Dudo que quiera escucharnos, cuanto menos creer cualquier cosa que le digamos. Esto es inútil, Sara. Vuestro plan no…

—¡Funcionará! ¡Tiene que funcionar! ¡No lo perderé! —Los miró ferozmente—. Lo habéis visto. ¡Lo habéis oído! No está totalmente entregado al Mal. Aún puede cambiar de opinión. ¡Por favor, ayudadme! ¡Ayudadle! Cuando lo hayamos sacado de aquí, lejos de esta oscura influencia… Una vez que vea la Torre del Sumo Sacerdote y recuerde…

—De acuerdo. Lo intentaremos —accedió Tanis—. Después de todo, ya hemos llegado muy lejos. Yo lo cogeré por un brazo y…

—Deja, Tanis, ya me encargo yo. —Caramon lo apartó a un lado.

Acostumbrado a cargar barriles de cerveza sobre su ancha espalda, Caramon cogió al joven y se lo echó al hombro sin esfuerzo. La cabeza y los fláccidos brazos de Steel quedaron colgando, con el largo cabello casi rozando el suelo. Con un gruñido, el hombretón acomodó mejor el peso del joven y luego asintió.

—Vamos.

Sara echó una capa sobre Steel; después recogió la suya y el yelmo de jinete de dragón. Abrió la puerta una rendija y atisbó el exterior. Había dejado de llover y las estrellas brillaban. La constelación de la Reina Oscura, muy próxima, resplandecía con una intensidad ominosa. Los nubarrones de tormenta volvían a acumularse en el horizonte.

La mujer hizo una seña y el grupo salió a la calle sin perder tiempo. No se toparon con nadie hasta encontrarse cerca de los establos, y entonces casi se dieron de bruces con un caballero de negra armadura, que miró a Steel y sonrió fríamente.

—¿Otra baja? Los muchachos echaron el resto en el entrenamiento de esta noche. Los clérigos se ganarán su paga hoy. —Saludó y después reanudo el camino, ocupándose de sus cosas.

El silencio envolvía la fortaleza; los hombres descansaban después del duro esfuerzo de la noche o, como había apuntado el caballero, se recuperaban de las heridas. Varios dragones montaban guardia desde lo alto de las torres. Por las atalayas paseaban centinelas, seguramente más por mor del entrenamiento y la disciplina que porque se esperara realmente un ataque. Ariakan no tenía nada que temer. Por ahora, no. Todavía no. Muy pocos sabían que estuviese allí o lo que tramaba.

«Pero ahora yo lo sé —comprendió, incómodo, Tanis—. Puedo dar la alerta, sólo que quizá sea ya demasiado tarde. Steel llamó traidora a Sara. ¿Lo es? ¿Realmente ha causado tanto daño a su causa?». Pensó en lo que la mujer había dicho por la noche, que su principal meta era mantener a salvo a Steel. Para alcanzar esa meta, había servido al Mal en silencio durante diez años. Al final había roto su mutismo, pero sólo llevada por la desesperación, para salvar al joven de un compromiso último e irrevocable.

Llegaron a la zona despejada; Sara se llevó la mano hacia el broche que llevaba prendido en el pecho. En el cielo apareció un Dragón Azul, planeando sobre ellos.

—Si podéis invocar a los dragones, podríais haber huido de este sitio hace mucho —dijo Tanis, siguiendo el curso de sus pensamientos.

—Tenéis razón. —Sara se acercó a Steel, que colgaba desmadejado sobre el hombro de Caramon—. Pero habría tenido que marcharme sola. Él se habría negado a acompañarme. Tendría que haberlo dejado solo aquí. Mi influencia es lo único que lo mantiene en el camino de la Luz.

—Pero podríais haber puesto sobre aviso a alguien. Los Caballeros de Solamnia quizás hubiesen podido detener a Ariakan. —Tanis gesticuló, señalando la imponente fortaleza—. Ahora es demasiado fuerte.

—¿Y qué habrían hecho los caballeros? —demandó Sara—. ¿Venir con sus dragones? ¿Con sus lanzas? ¿Y qué habría conseguido con eso? Ariakan y los caballeros habrían combatido hasta la muerte, hasta que no quedara ninguno de nosotros vivo. No, no podía correr ese riesgo. Por entonces todavía albergaba esperanzas de que, algún día, Steel llegase a ver la maldad que representan. Que habría accedido a acompañarme… Pero ahora… —Sacudió la cabeza, sombría.

La hembra de Dragón Azul se posó en el suelo, cerca de ellos. Llamarada se mostró agitada al reparar en la figura, aparentemente sin vida, de Steel, pero Sara la tranquilizó con unas suaves palabras de explicación. Llamarada seguía indecisa, al parecer, pero era obvio que confiaba en Sara y que era solícita en extremo con Steel. No apartó un solo instante la mirada del joven mientras Caramon lo colocaba en la silla y después montaba él detrás, en una postura incómoda.

Sara hizo intención de dirigirse a la hembra de dragón para montar, pero Tanis la detuvo poniendo la mano en la de ella.

—Haremos lo que nos pedís, Sara Dunstan, pero la decisión final es de Steel. A menos que planeéis encerrarlo en un sótano y arrojar la llave al mar —añadió secamente.

—Todo saldrá bien. Funcionará —insistió ella.

—Sara —continuó Tanis, sin soltarle la mano—, si no funciona, le habréis perdido. Nunca os perdonará esto, por traicionarle, por traicionar a la caballería. Lo sabéis, ¿verdad?

La mujer miró el cuerpo desmadejado de su hijo con el semblante tan frío y lúgubre como su negro broche del lirio de la muerte. Fue entonces cuando Tanis vio la gran fortaleza de aquella mujer que había habitado en esa oscura prisión durante tantos años sombríos.

—Lo sé —musitó ella. Y acto seguido montó en el dragón.

8 La Torre del Sumo Sacerdote

—¿Qué has hecho, madre? —demandó, furioso, el joven paladín.

Había recobrado el conocimiento en las montañas, en un promontorio azotado por el viento desde el que se divisaba la Torre del Sumo Sacerdote. Al principio estaba desorientado y aturdido, pero la comprensión y la ira disiparon de golpe la bruma producto de la poción.

—Deseo darte la oportunidad de reconsiderar lo que vas a hacer —le contestó Sara.

No suplicó ni gimió; no ofrecía una imagen patética, sino sosegada y digna, mientras afrontaba la ira de su hijo, y Tanis vio un parecido entre ellos que no era producto de la sangre, sino que tenía sus raíces en largos años de mutuo respeto y afecto.

Fuese cual fuese la arcilla que los padres hubiesen traído a este mundo, era Sara quien la había trabajado y dado forma.

Steel se tragó las amargas recriminaciones o las palabras duras. En cambio, volvió los oscuros ojos hacia Tanis y Caramon.

—¿Quiénes son estos hombres?

—Amigos de tu padre —repuso Sara.

—Así que se trata de eso —dijo Steel a la par que dedicaba una mirada fría y altanera a Tanis y a Caramon.

Magnífico en su juventud y su fuerza, manteniendo el orgullo y la compostura cuando la cabeza tenía que estar dándole vueltas y la mente ofuscada por la bruma de la poción, Steel se ganó la admiración, aunque a regañadientes, de los dos.

El Dragón Azul olisqueó el aire, sacudió la cabeza y gruñó. Los Dragones Plateados, preferidos por los Caballeros de Solamnia, patrullaban de vez en cuando el cielo por encima de la Torre. A esa hora temprana no se divisaba ninguno, pero obviamente la hembra Azul percibía un efluvio que no le gustaba nada.

Sara tranquilizó a Llamarada y luego la condujo a una amplia oquedad en las rocas, donde el animal podría ocultarse, parcialmente al menos; ésa era la razón de que hubiesen aterrizado precisamente allí. Los tres hombres permanecieron plantados en el saliente, mirándose en un incómodo silencio.

Steel parecía enfermo, no se sostenía firmemente de pie, pero antes moriría que admitir su debilidad, de modo que ni Tanis ni Caramon se ofrecieron para ayudarlo. Caramon dio un suave codazo al semielfo.

—¿Recuerdas el otoño que empezó la guerra, justo después de que abandonáramos Solace con Goldmoon y Riverwind? Habíamos tenido un choque con los draconianos y Sturm estaba herido. La sangre le cubría la cara. Apenas podía sostenerse en pie, cuanto menos andar, pero aun así no pronunció una sola palabra de queja, se negó a pararse…

—Sí —contestó Tanis en voz baja mientras miraba al joven—. Lo recuerdo. —Era una evocación muy vivida en ese momento.

Steel, consciente de que estaba bajo su escrutinio, si es que no discutían sobre él, se dio media vuelta con actitud orgullosa.

Tanis observó la armadura negra del paladín, adornada con espantosos símbolos de muerte, y se preguntó, sombrío, cómo iban a entrar en la Torre del Sumo Sacerdote. Y como si eso no fuera problema suficiente, cuando Sara salió de la cueva Tanis comprendió que había algo más.

—¿Qué ocurre, Sara? ¿Pasa algo?

—No será una patrulla —empezó Caramon mientras lanzaba una mirada nerviosa al cielo.

Llamarada afirma que nos han seguido —informó la mujer en voz baja, sin mirar a Steel—. Aquel caballero… tuvo que sospechar algo.

—¡Fantástico, lo que nos faltaba! —rezongó el semielfo—. ¿Cuántos?

—Un Azul con un solo jinete. —Sara sacudió la cabeza—. Ya no está aquí. Regresó a la fortaleza una vez que descubrió nuestro punto de destino…

—Pero los Caballeros de Takhisis vendrán a buscarnos —manifestó Steel con una sonría fría y triunfante. Se volvió hacia Sara—. Podemos marcharnos ahora, madre, antes de que ocurra algo irremediable. Deja a estos dos fósiles con sus recuerdos enmohecidos. —Suspiró y acarició suavemente su mejilla—. Sé lo que quieres hacer, madre, pero no funcionará. Nada me hará cambiar de opinión. Regresemos a casa. Me ocuparé de que lord Ariakan no te culpe por esto. Le diré a milord que esta absurda idea fue mía. Una apuesta, hecha bajo los efectos del vino, de escupir a la Torre del Sumo Sacerdote…

Caramon emitió un sonido profundo y retumbante.

—Cuidado con lo que dices, chico —gruñó—. La sangre de tu padre tiñe esas piedras, y su cadáver reposa dentro.

La estupefacción de Steel resultó evidente. Enseguida recobró la compostura y se encogió de hombros.

—De modo que mi padre sucumbió en el asalto…

—Murió defendiendo la Torre —le interrumpió Tanis, que observaba atentamente las reacciones del joven—, y la caballería.

—Es venerado en todo Ansalon —añadió Caramon—. Su nombre, como el de Huma, se pronuncia con respeto.

—Ese nombre es Sturm. Sturm Brightblade —intervino quedamente Sara—. Y ése es el apellido que llevas.

El joven se había quedado pálido. Los miraba a todos con una incredulidad que enseguida dio paso a la desconfianza.

—No os creo.

—Para ser sinceros —repuso el semielfo, que pisó a Caramon para advertirle que guardara silencio—, tampoco nosotros lo creemos. Esta mujer —gesticuló, señalando a Sara—, vino con una absurda historia de una relación entre tu madre y un hombre que era nuestro amigo, una relación de la que tú fuiste el involuntario resultado. Nos negamos a creerla, de modo que le dijimos que te trajese aquí para demostrarlo.

—¿Por qué? —demandó Steel, burlón—. ¿Qué probará eso?

—Buena pregunta, Tanis —susurró entre dientes Caramon—. ¿Qué probará?

Tanis miró a Sara esperando una respuesta.

«Llevad a mi hijo a la Torre —suplicaron sus ojos—. Que vea a los caballeros. Recordará cómo los respetaba en la infancia. Sé que lo recordará. Las historias que yo le contaba volverán a su memoria».

—Quisiera Paladine que yo tuviera vuestra fe, señora —masculló entre dientes el semielfo. Se rascó la barba, intentando discurrir alguna excusa. Todo aquel asunto tenía cada vez menos sentido y se iba volviendo más y más peligroso.

»Hay una joya que cuelga al cuello de tu padre —manifestó en voz alta lo primero que le vino a la cabeza—. Lo enterraron con ella. La Joya Estrella es mágica. Se la regaló una princesa elfa, Alhana Starbreeze. Esa joya…

—Esa joya ¿qué? —se mofó Steel—. ¿Se disolverá cuando yo entre en la sagrada cámara?

—Nos revelará la verdad —espetó Tanis, irritado por la arrogancia del joven—. Créeme, esto me gusta tan poco como a ti. ¿Qué? ¿Decías algo, Caramon?

—La joya elfa es un presente de amor. No…

—Tienes razón, amigo —le interrumpió el semielfo—. Es un objeto maravilloso. Con mucha magia.

—Esto es un truco —opinó Steel, que llevó la mano hacia la espada, olvidando que no la llevaba, que la había dejado en casa de su madre. Enrojeció y apretó los puños—. Lo que intentáis es cogerme prisionero. Una vez entremos en la Torre, me entregaréis a los caballeros. Ése es tu plan, ¿verdad, madre?

—¡No, Steel! —gritó Sara—. Ésa nunca fue mi intención, te lo aseguro. Ni la de estos hombres. Si después decides regresar al alcázar de las Tormentas, no haremos nada para impedírtelo. La decisión será tuya, hijo.

—Por mi honor y mi vida, te juro que esto no es una añagaza. Te protegeré como si fueras mi propio hijo —manifestó Tanis en voz queda.

—Y yo también, sobrino. —Caramon asintió enérgicamente y luego posó la mano en la empuñadura de la espada—. Eres mi sangre. Tienes mi palabra. Lo juro por mis hijos, tus primos.

—Lucharéis en mi defensa. —Steel rió—. Gracias, pero dudo que llegue el día en que necesite la ayuda de dos hombres maduros y blandos que… —Hizo una pausa, repentinamente consciente de lo que había oído: Sobrino. Primos. Sus oscuros ojos se entrecerraron—. ¿Quién eres?

—Tu tío, Caramon Majere —repuso el hombretón con dignidad—. Y él es Tanis Semielfo.

Steel observó a Caramon con aire especulativo y curiosidad.

—El hermanastro de mi madre. —Los oscuros iris se volvieron hacia Tanis—. Y uno de sus amantes, según lord Ariakan. —Los labios del joven se curvaron.

Tanis enrojeció. «Aquello quedó en el pasado y está olvidado —se recordó—. Kitiara lleva muerta muchos años. Amo a Laurana. La amo, con toda mi alma y mi corazón. No he pensado en Kit en todos estos años, y ahora, con un parpadeo, un giro de cabeza, esa sonrisa sesgada, y todo vuelve de golpe a mi cabeza. Mi vergüenza, mi indiscreción. Nuestra juventud, nuestro gozo…».

—Así que los dos habéis venido a salvarme de mí mismo —dijo Steel con amargo sarcasmo.

—Sólo queremos darte otra opinión —repuso el semielfo, encogidos los hombros para protegerse del frío viento y contra unas emociones igualmente heladoras—. Como Sara ha dicho, la decisión será tuya.

—Para eso luchamos en la guerra, sobrino —añadió Caramon—. Para que la gente tuviese opciones.

—Sobrino. —Steel sonrió, y el gesto quería ser cínico y arrogante, pero sus labios temblaron antes de que pudiera apretarlos, y durante un fugaz instante hubo un atisbo de un niño solitario y triste.

Fue entonces, en ese momento, cuando Tanis llegó a creer realmente que el joven era hijo de Sturm. En aquella expresión de sombrío orgullo y angustia el semielfo volvió a ver al joven caballero que creció durante un tiempo en el que los propios Caballeros de Solamnia eran odiados y vilipendiados, cuando se sintió despreciado, cuando lo hicieron avergonzarse de su derecho de nacimiento.

Sturm había sabido lo que era ser distinto a los demás. Había utilizado su orgullo como un escudo contra el odio y los prejuicios. Aquel escudo de orgullo fue difícil de llevar al principio, pero Sturm aprendió a aliviar su peso con estoicismo y altruismo. Este oscuro paladín llevaba el peso del escudo con anhelo, de buen grado, y le había dejado marcas crueles.

Tanis abrió la boca, a punto de manifestar en voz alta sus pensamientos, pero lo pensó mejor. «Nada de lo que diga atravesará ese escudo, esa negra y cruel armadura. Es el hijo de Sturm, sí, pero también lo es de Kitiara. Es una criatura de perversa oscuridad y de luz sagrada».

—Les debes a estos caballero una disculpa, Steel —reprendió severamente Sara al joven—. Han demostrado lo que valen en la batalla, algo que tú aún tienes pendiente. No tienes derecho a faltarles al respeto.

La regañina de su madre hizo que las mejillas de Steel se pusieran rojas, pero el joven había sido criado en una escuela estricta.

—Os presento mis disculpas, señores —dijo con fría formalidad—. Conozco vuestras hazañas durante la guerra. Puede que os cueste creerlo —añadió con una severa sonrisa—, pero a los que servimos a Takhisis se nos ha enseñado a teneros respeto.

En verdad a Tanis le costaba creerse esto, no le gustaba considerar las implicaciones que tenía tal idea.

—Entonces os habrán enseñado a respetar las hazañas de tu padre…

—Si es que Sturm Brightblade fue mi padre —repuso Steel—. Me enseñaron a admirar su muerte heroica, la de alguien que se enfrenta solo a muchos enemigos. También me han enseñado a honrar la memoria de mi madre, Kitiara, la Señora del Dragón que lo mató.

Aquel comentario acalló a todos. Caramon rebulló apoyando el peso en uno y en otro pie, tosió, y clavó la vista en el suelo. Tanis soltó un suspiro exasperado y se pasó la mano por el cabello. Una maldición si Steel descubría quién fue su padre, según le había dicho Ariakan al joven. Tanis estaba empezando a creer que era verdad. Por mucho que lo intentaba, era incapaz de ver qué de bueno podía salir de toda aquella desdichada situación.

Steel les dio la espalda a todos. Caminó hacia el borde del saliente y contempló desde allí arriba, con interés, la Torre del Sumo Sacerdote.

—Lo siento Sara —dijo el semielfo en voz baja—. Diré esto por última vez. Vuestro plan no va a funcionar. Por mucho que digamos o hagamos, no le haremos cambiar de idea. Steel tiene razón. Deberíais marcharos los dos ahora, regresar a casa.

Los hombros de la mujer se hundieron. Sara cerró los ojos y se llevó una temblorosa mano a la boca. Las lágrimas corrieron por su semblante agobiado. Era incapaz de hablar, pero asintió con la cabeza.

—Vamos, Caramon —dijo Tanis—. Tenemos que salir de estas montañas antes de que anochezca.

—Un momento —instó de repente Steel, que se dio media vuelta y caminó hasta situarse junto a Sara. Le rozó la mejilla con los dedos y le hizo girar la cara hacia el sol—. Estás llorando —musitó, y en su voz había asombro—. En todos estos años jamás te había visto llorar.

Sabía cómo defenderse contra un batallón de caballeros, pero las lágrimas de su madre lo desarmaron por completo.

—¿De verdad quieres que pase por esta… necedad? —inquirió, frustrado, impotente y perplejo.

La expresión de Sara se tornó radiante, y se aferró a él con ansiedad.

—Oh, sí, Steel. ¡Por favor! Hazlo por mí.

Tanis y Caramon aguardaron en silencio. Steel miró a su madre; en su semblante se reflejaba la batalla que se libraba en su interior. Entonces, tras lanzar una mirada sombría a los dos hombres, manifestó fríamente:

—Os acompañaré, señores… por el bien de ella.

Giró sobre sus talones y se encaminó al borde del saliente, desde donde saltó a otra cornisa que había debajo, y empezó a bajar la ladera entre la maraña de rocas con la agilidad y fuerza propias de la juventud.

Cogido completamente por sorpresa, Tanis se apresuró a ir en pos de él, pero sus elegantes y caras botas —destinadas a caminar por su palacete, no para trepar por montañas— resbalaron en un montón de grava. Perdió el equilibrio y habría rodado ladera debajo de no ser porque una mano fuerte le agarró por el cuello de la túnica y lo sostuvo firmemente.

—Tómatelo con calma, amigo —dijo Caramon—. Tenemos un largo recorrido por delante, y no va a ser nada fácil ni para nuestras botas ni para nuestros huesos. —Señaló con un gesto de la cabeza a Steel, cuyos oscuros rizos apenas se veían entre los peñascos—. Deja que nuestro joven amigo camine solo durante un rato. Necesita tiempo para pensar. Su mente debe de ser como esa corriente de ahí.

Un arroyo, espumoso y burbujeante, corría en remolinos entre las piedras y de vez en cuando se detenía en oscuros estanques para después liberarse y seguir su marcha imparable hasta su destino final, el eterno mar.

—Estará más tranquilo cuando llegue abajo, tendrá más fría la cabeza —finalizó Caramon.

—Nosotros no —rezongó Tanis. El sol caía a plomo en la cara de la vertiente, y el semielfo ya sudaba bajo la armadura de cuero. Posó la mano en el brazo del hombretón y le sonrió—. Eres un hombre sabio, amigo mío.

Caramon, que parecía azorado, se encogió de hombros.

—Bah, no sé. Tengo tres chicos, eso es todo.

Tanis percibió en el comentario del posadero unas palabras sobrentendidas.

—Sigamos —instó bruscamente. Miró hacia atrás, a Sara.

—Os esperaré aquí —dijo ella, de pie frente a la cueva—. Llamarada está inquieta. No sería conveniente dejarla sola. Podría seguir a Steel.

Tanis asintió con la cabeza y empezó a bajar nuevamente por la ladera, en esta ocasión más despacio y con mayor cuidado.

—Que los dioses os bendigan por esto —añadió fervientemente Sara.

—Sí, bueno, uno de ellos seguramente nos bendecirá —rezongó el semielfo.

Prefería no pensar cuál.

9 Lirio negro, rosa blanca

—La fortaleza conocida como la Torre del Sumo Sacerdote la mandó construir Vinas Solamnus, fundador de los Caballeros de Solamnia, durante la Era del Poder. Guarda el paso Westgate, que conduce a la calzada por la que se entra o sale a una de las mayores ciudades de Ansalon: Palanthas.

»Después del Cataclismo, del que muchos culparon erróneamente a los Caballeros de Solamnia, la Torre del Sumo Sacerdote quedó prácticamente desierta, abandonada por los caballeros, que tuvieron que esconderse para salvar la vida. Durante la Guerra de la Lanza, la Torre volvió a ocuparse y resultó crucial para la defensa de Palanthas y el territorio colindante. Astinus registró las heroicas gestas de aquellos que combatieron y conservaron la Torre. Podéis encontrar esa crónica en la Biblioteca de Palanthas, bajo del título La tumba de Huma.

»En ese libro leeréis que Sturm Brightblade murió enfrentándose solo al terror de los dragones. Dice así:

»EL caballero estaba de cara a levante, tan cegado por el brillo del sol que sólo vislumbraba a su rival como un inmenso punto de negrura. El animal descendió a increíble velocidad hasta situarse por debajo del parapeto, y entonces Sturm comprendió que pretendía aproximarse desde abajo para que fuera el jinete quien lo atacase. Los otros dos dragones se rezagaron, dispuestos a entrar en acción si su jefe precisaba su ayuda llegado el momento de aniquilar a tan insolente caballero”.

»El cielo quedó vacío durante un momento de criaturas siniestras hasta que el dragón surgió repentinamente por el borde del parapeto, lanzando estruendosos rugidos que hicieron estallar los tímpanos de Sturm. Le produjo náuseas el aliento del reptil, y la cabeza le dio vueltas. Aunque se tambaleó un instante, logró mantener el equilibrio y arremeter con su espada. La vetusta hoja abrió un surco en el hocico del animal, del que brotó un chorro de sangre negra. El dragón bramó enfurecido”.

»EL golpe fue certero, pero le costó caro a Sturm, que no tuvo tiempo de recobrarse.

»EL Señor del Dragón empuñó la lanza, cuya punta brilló bajo los nacientes rayos solares. Se inclinó entonces hacia delante y embistió. El acero traspasó armadura, carne y hueso».

Steel lanzó una mirada petulante a los dos hombres que lo acompañaban. Observó el efecto que causó su recitación de aquel pasaje en cada uno de ellos.

—Buen dios. —Su tío estaba boquiabierto. La cara redonda y un tanto estúpida (como calificó burlonamente Steel para sus adentros) del hombretón manifestaba una profunda estupefacción.

—Tienes buena memoria —comentó Tanis, que observaba al oscuro paladín con gesto severo.

—Es esencial que un guerrero, como nos enseña milord Ariakan, conozca a su enemigo —repuso Steel. No mencionó que había sido su madre, Sara, la que le relató esa historia por primera vez, hacía mucho tiempo, cuando era un niño.

Los ojos de Tanis se desviaron hacia uno de los altos parapetos, próximo a la torre central.

—En esa almena murió tu padre. Si subes allí todavía podrás ver la sangre en las piedras.

Steel alzó la vista, aunque sólo fuera llevado por la curiosidad. En la actualidad la muralla no estaba vacía. Los caballeros la recorrían manteniendo una vigilancia constante ya que, aunque la Guerra de la Lanza había acabado hacía mucho tiempo, en Solamnia no reinaba la paz. Sin embargo, mientras Steel observaba, los caballeros desaparecieron de repente, salvo uno que aguantó firme, solo, sabiendo que estaba condenado a morir, aceptando su muerte con resignación, convencido de que era necesaria y esperando que sirviera para unir a los desorganizados y desmoralizados caballeros y así proseguir con la lucha.

Vio llamas y el sol radiante; vio sangre negra, y otra roja fluyendo sobre la armadura plateada. El corazón le latió más deprisa, con secreto orgullo. Siempre le había encantado esa historia, razón por la que podía recitarla con tanta precisión. ¿Sería porque poseía algún significado profundo que sólo su alma conocía?

De repente el joven fue consciente de los dos hombres que aguardaban en silencio junto a él.

«Por supuesto que no. No seas necio, Steel —se reprendió para sus adentros—. Les estás haciendo el juego. Sólo es una historia, nada más».

—Veo una muralla —dijo en voz alta, tras encogerse en hombros—. Pongámonos manos a la obra y dejemos de hablar.

Habían bajado hasta el pie de las estribaciones del lado oeste de la Torre del Sumo Sacerdote. A corta distancia del lugar donde se encontraban agazapados, escondidos entre los arbustos, un amplio camino en rampa conducía a la entrada de la torre principal. Debajo de aquella entrada se encontraba la Cámara de Paladine, donde Sturm Brightblade y los otros caballeros que había caído durante la defensa de la Torre yacían enterrados.

Todos los Caballeros de Takhisis y los aspirantes a serlo habían dedicado muchas horas estudiando la distribución y el diseño de la Torre del Sumo Sacerdote con el plano que les había proporcionado Ariakan, que había estado prisionero allí.

Pero una cosa era mirar un dibujo y otra muy distinta contemplar la propia construcción. Steel estaba impresionado. No se había imaginado la fortaleza tan grande, tan imponente. Sin embargo, se apresuró a desechar la sensación de temor reverencial y empezó a contar el número de hombres que caminaban por los parapetos, así como el número de guardias situados en la puerta principal. Esa información le sería útil a su señor.

El camino estaba siempre muy transitado, y esa mañana no era diferente de cualquier otra. Un caballero con su esposa y varias bonitas hijas pasaron lentamente a caballo por delante de ellos. Unos cuantos comerciantes conducían carretas cargadas de comida y barriles de cerveza y vino hacia el interior. Un regimiento de caballeros montados, acompañados por escuderos y pajes, salió a medio galope quizá de camino a combatir bandas de hobgoblins o draconianos merodeadores, o tal vez simplemente para desfilar por las calles de Palanthas en una impresionante exhibición de fuerza. Steel observó las armas que llevaban, y el tamaño de la caravana de abastecimientos y pertechos.

Ciudadanos corrientes llegaban o se marchaban, algunos por asuntos de negocios, otros acudiendo en busca de caridad, y otros para protestar porque los dragones habían atacado sus pueblos.

Un grupo de sonrientes kenders —encadenados juntos, de manos y pies— salió de la Torre conducido por caballeros de rostros severos, que aligeraron a los hombrecillos de todas sus posesiones, en medio de sus indignadas protestas afirmando que las habían «tomado prestadas», antes de dejarles libres mera de las murallas de la fortaleza.

—No ves a Tas, ¿verdad? —preguntó Caramon, que escudriñaba atentamente a los kenders que pasaban, corriendo y riendo, delante de su posición.

—¡Paladine no lo quiera! —deseó fervientemente Tanis—. Bastantes problemas tenemos ya.

—¿Qué plan tenéis exactamente para entrar? —inquirió fríamente Steel, que había observado, al igual que los otros dos hombres, que los caballeros que guardaban las puertas hacían parar a todos los que querían entrar y los interrogaban.

—Dejaron pasar a los kenders —hizo notar Caramon.

—No, no les dejaron —repuso el semielfo—. Ya sabes el viejo dicho: «Si una rata puede entrar, también puede hacerlo un kender». De todas formas tú no cabrías por un agujero utilizado por kenders, Caramon.

—Eso es cierto —convino el hombretón, sin inmutarse.

—Tengo una idea. —Tanis le tendió la capa azul a Steel—. Ponte esto sobre la armadura, y quédate detrás de Caramon. Yo entretendré a los caballeros de la puerta conversando con ellos y mientras los dos os metéis…

—No —se negó rotundamente el joven.

—¿Cómo que no? —instó Tanis, exasperado.

—No me ocultaré ni ocultaré a quién debo lealtad. No me colaré como… como un kender. —La voz de Steel rebosaba desdén—. O los caballeros me admiten como soy o no entraré.

La expresión de Tanis se endureció. Iba a iniciar una discusión cuando Caramon se le adelantó al soltar una sonora carcajada.

—A mí no me parece nada divertido —espetó el semielfo.

Caramon se atragantó y se aclaró la garganta antes de hablar.

—Lo siento, Tanis, pero… ¡Por los dioses! Steel me ha recordado a Sturm y no pude evitarlo. ¿Te acuerdas aquella vez, en la posada, cuando encontramos la Vara de Cristal Azul y los goblins y los guardias del Buscador subían la escalera, dispuestos a quemarnos en la hoguera? Y todos corrimos como alma que lleva el diablo, esperando escapar por la cocina, excepto Sturm.

»Se quedó sentado a la mesa, bebiendo tranquilamente su cerveza. «¿Salir corriendo? ¿Huir de esta gentuza?», contestó cuando le dijiste que teníamos que escapar. La cara de mi sobrino, al manifestar eso de que los caballeros le dejaran pasar, me trajo a la memoria a Sturm aquella noche.

—La cara de tu sobrino me trae a la memoria muchas cosas —repuso sombríamente Tanis—. Como por ejemplo el modo en que Sturm, con su obstinación y su sentido del honor, casi consiguió que nos mataran en más de una ocasión.

—Y lo queríamos por ser como era —argüyó suavemente Caramon.

—Sí. —Tanis suspiró—. Sí, lo queríamos, aunque hubo ocasiones, como ahora, en que le habría retorcido su caballeroso cuello.

—Enfócalo de este modo, semielfo —intervino Steel con timbre burlón—. Puedes tomarlo como una señal de tu dios, el gran Paladine. Si quiere que entre, se encargará de que lo consigamos.

—Muy bien, joven, acepto tu reto. Confiaré en Paladine. Quizá, como dices tú, esto sea una señal. Pero —Tanis levantó un dedo con gesto de advertencia—, no abras la boca, diga lo que diga yo. Y no hagas nada que pueda provocar problemas.

—No lo haré —repuso Steel con un aire de gélida dignidad y desdén—. Mi madre se encuentra en esas montañas con un Dragón Azul, ¿recuerdas? Si algo me ocurre, lord Ariakan descargará su ira en ella.

Tanis no dejaba de observar fijamente al joven.

—Sí, y lo queríamos por ser así —masculló entre dientes al cabo.

Steel simuló no haberlo oído. Volvió el rostro hacia la Torre del Sumo Sacerdote, abandonó la cobertura de los arbustos y salió al camino en pendiente. Dio por sentado que su tío y el semielfo lo seguirían.

Tanis y Caramon flanqueaban al paladín oscuro mientras avanzaban por el amplio camino que conducía a la puerta de la torre principal. El hombretón llevaba la mano apoyada en la empuñadura de la espada, y su semblante mostraba un gesto sombrío y amenazador. Tanis observaba atentamente a quienes pasaban junto a ellos, esperando, tenso, alguna exclamación de conmocionado horror y desprecio, el grito de alarma que echaría sobre ellos a un escuadrón de caballeros.

Steel caminaba con porte erguido y orgulloso, impasible el atractivo y frío semblante. Si estaba nervioso, no daba señales de ello.

Sin embargo, fueron contados los que les dedicaron una mirada. La mayoría de quienes viajaban por esa calzada iban absortos en sus propios asuntos y preocupaciones. Además, ¿quién iba a fijarse en tres hombres armados a las puertas de un bastión de hombres de armas? Los únicos ojos que reparaban en ellos eran los de las bonitas jóvenes que acompañaban a sus padres caballeros a la Torre. Sonreían al apuesto joven con admiración y hacían de todo salvo caerse de los carruajes para atraer la atención de Steel.

Tanis no salía de su asombro. ¿Es que los símbolos de terror y muerte que el oscuro paladín lucía ostensiblemente en su persona ya no causaban efecto en la gente? ¿Acaso los solámnicos habían olvidado el terrible poder de la Reina de la Oscuridad? ¿O simplemente habían caído en una insensata apatía, durmiéndose en los laureles?

Al mirar a Steel, Tanis lo vio curvar la boca con sorna. La situación la resultaba divertida. El semielfo apretó el paso. Todavía faltaba cruzar la puerta principal.

El semielfo había pensado y descartado varias explicaciones para que se permitiera el acceso de un Caballero de Takhisis al bastión de Paladine. Al final no le quedó más remedio que admitir que no existía ningún argumento lógico. Como último recurso, haría valer su posición como renombrado héroe y respetado funcionario del gobierno para entrar, recurriendo a la intimidación si era preciso.

Deseando haber ido vestido con toda la pompa de sus ropajes ceremoniales, en lugar de llevar el atuendo de viaje, mucho más cómodo pero ya algo ajado, Tanis adoptó la expresión de «harás lo que yo diga y se me antoje», y se encaminó hacia los caballeros que guardaban la puerta principal.

Caramon y Steel se pararon a un paso de distancia. El gesto del joven era duro, la mirada impenetrable, y alzaba la cabeza con actitud desafiante.

Uno de los caballeros que montaban guardia se adelantó para salir a su encuentro. Su mirada pasó de uno a otro con amistosa curiosidad.

—¿Vuestros nombres, amables señores? —preguntó cortésmente—. Y el asunto que os trae aquí, por favor.

—Soy Tanis Semielfo. —Tanis estaba tan tenso que las palabras le salieron con un estallido seco, casi un grito. Se obligó a calmarse y añadió en un tono más suave—. Él es Caramon Majere…

—¡Tanis Semielfo y el famoso Caramon Majere! —El joven caballero estaba impresionado—. Es un honor conoceros, señores. —Después, bajando el tono de voz, le dijo a un compañero—. Es Tanis Semielfo. Corre a buscar a sir Wilhelm.

Probablemente era el oficial al cargo de la vigilancia de la puerta.

—Por favor, no es menester dar tanta importancia a nuestra presencia —se apresuró a pedir Tanis en un tono que esperaba sonase apropiadamente modesto—. Mis amigos y yo hemos venido en peregrinaje a la Cámara de Paladine. Sólo queremos presentar nuestros respetos, simplemente.

El semblante del joven caballero asumió de inmediato una expresión de seria compasión.

—Sí, por supuesto, milord. —Desvió los ojos hacia Caramon, que le dirigió una mirada fulminante y pareció dispuesto a enfrentarse a toda la fortaleza sin ayuda de nadie cuando el caballero miró a Steel.

Tanis se puso tenso. Podía imaginar lo que se avecinaba: la estupefacción del joven guardia dando paso a la ira, el vibrante toque de trompeta dando la alarma, el puente levadizo bajando, las espadas rodeándolos…

—Veo que sois un Caballero de la Corona, señor, al igual que yo —oyó decir al guardia… ¡dirigiéndose a Steel! El solámnico se tocó el peto, sobre el que aparecía el símbolo del rango más bajo de los Caballeros de Solamnia. Dedicó a Steel el saludo adecuado al reconocer a un compañero, alzando la mano enguantada hacia el yelmo—. Soy sir Reginald. No os recuerdo, señor caballero. ¿Dónde realizasteis el entrenamiento?

Tanis parpadeó, mirándolo de hito en hito. ¿Acaso permitían el ingreso de caballeros cortos de vista en la actualidad? Volvió la vista hacia Steel y contempló la negra armadura con los símbolos de la Reina de la Oscuridad: el lirio, el hacha y la calavera. A pesar de ello, el solámnico sonreía al caballero de Takhisis y lo trataba como si fuesen compañeros de barracón.

¿Habría lanzado Steel algún tipo de conjuro sobre el caballero? ¿Era tal cosa posible? Tanis lo observó intensamente, y enseguida se relajó. No, saltaba a la vista que Steel se sentía tan desconcertado como él por lo que estaba ocurriendo. El gesto desafiante se había borrado de su rostro, y ahora parecía aturdido, casi con cara de bobo.

Caramon tenía la boca tan abierta que se le podría haber metido un gorrión para anidar en ella y ni se habría dado cuenta.

—¿Dónde realizasteis el entrenamiento, señor? —pregunto de nuevo el caballero en actitud amistosa.

—En K… Kendermore —dijo Tanis. Fue lo primero que le vino a la cabeza.

El joven caballero adoptó una expresión compasiva de inmediato.

—Ah, un destino difícil, según tengo entendido. Antes preferiría patrullar por Flotsam. ¿Es vuestra primera visita a la Torre? Tengo una idea. —El caballero se volvió hacia Tanis—. Después de que hayáis presentado vuestros respetos en la Cámara de Paladine, ¿por qué no dejáis a vuestro amigo conmigo? Dentro de media hora acabo mi servicio, y lo acompañaré a conocer toda la Torre, nuestras defensas, las fortificaciones…

—¡No me parece una buena idea! —exclamó Tanis, que temblaba y a la par sudaba bajo la armadura de cuero—. Nos… nos esperan en Palanthas. Nuestras esposas, ¿verdad, Caramon?

El hombretón pilló la insinuación, cerró la boca de golpe y luego se las arregló para mascullar algo incomprensible sobre Tika.

—Quizás en otro momento —añadió el semielfo, pesaroso. Miró de soslayo a Steel, creyendo que la absurda situación le estaría resultando muy divertida al joven.

Steel estaba pálido, conmocionado, con los ojos muy abiertos. Parecía que le costaba trabajo respirar.

«Bueno —pensó Tanis—, eso es lo que pasa cuando uno le echa un pulso a un dios».

Sir Wilhelm llegó y se hizo cargo de ellos al instante. Tanis advirtió, con pesar, que era un caballero al viejo estilo, pomposo e inflexible, de los que dejaban que el Código y la Medida pensaran por él. La clase de caballeros que Sturm Brightblade siempre había detestado. Por fortuna, actualmente había muchos menos caballeros de ese tipo que antaño. Lástima que algún dios —o diosa— lo hubiera puesto en su camino.

Y, por supuesto, sir Wilhelm insistió en acompañarlos personalmente a la tumba.

—Gracias, milord, pero éste es un momento muy doloroso para nosotros como podéis imaginar —argüyó Tanis en un intento de librarse de él—. Preferiríamos estar a solas…

¡Imposible! (Carraspeo). Sir Wilhelm no permitiría nunca tal cosa. (Carraspeo). El famoso Tanis Semielfo y el famoso Caramon Majere y su joven amigo, el Caballero de la Corona, en su primera visita a la Cámara de Paladine. No, no. (Carraspeo, carraspeo). ¡Tal situación requería toda una escolta de caballeros!

Sir Wilhelm reunió a su escolta de seis caballeros, todos armados. Los hizo formar en fila y él encabezó la marcha hacia la Cámara de Paladine caminando con paso lento y solemne, como si dirigiera un cortejo fúnebre.

—Y quizá lo sea —masculló entre dientes Tanis—. El nuestro.

Echó una ojeada a Caramon. El hombretón se encogió tristemente de hombros. Por decoro, no tuvieron más remedio que seguirlo.

Los caballeros se encaminaron hacia dos puertas de hierro cerradas, con el símbolo de Paladine grabado en ellas. Detrás de aquellas puertas una estrecha escalera descendía al sepulcro. Steel se situó al lado de Tanis.

—¿Qué hiciste ahí fuera? —demandó en voz baja mientras echaba miradas desconfiadas ora al semielfo ora a los caballeros que marchaban delante.

—¿Yo? Nada —repuso Tanis.

—No serás una especie de hechicero, ¿verdad? —instó el joven, que obviamente no le creyó.

—No, no lo soy —fue la respuesta malhumorada de Tanis. Todavía no habían salido de esto, ni con mucho—. Ignoro qué pasó. ¡Lo único que se me ocurre es que tuviste la señal que pedías!

Steel se puso pálido. En su semblante se reflejaba un temor reverencial. Tanis se ablandó. Por extraño que pudiera parecer, resultaba que el joven le caía bien.

—Sé cómo te sientes —le dijo en tono quedo. Los caballeros habían llegado a las puertas de hierro y cogían antorchas para alumbrar el oscuro hueco de la escalera—. Una vez me encontré ante su Oscura Majestad. ¿Sabes lo que tenía ganas de hacer? Quería caer de hinojos y rendirle pleitesía. —Tanis tembló al evocar aquel momento, a pesar de que habían transcurrido años.

»¿Entiendes lo que digo? La reina Takhisis no es mi diosa, pero es una deidad, y yo un pobre e insignificante mortal. ¿Cómo no iba a reverenciarla?

Steel no respondió. Estaba pensativo, serio, sumergido en algún rincón profundo de sí mismo. Paladine había dado al joven caballero la señal que había pedido en son de mofa. ¿Qué significado guardaría eso para él… si es que guardaba alguno?

Las puertas de hierro se abrieron, y los caballeros, caminando con paso solemne, empezaron a bajar la escalera.

10 Mi honor es mi vida

La explicación del semielfo tenía sentido para Steel. Paladine era un dios. Un dios débil y apocado, comparado con su oponente, la Reina de la Oscuridad, pero un dios al fin y a la postre. Era lógico y correcto que él sintiese temor reverencial en presencia de Paladine… si es que era eso lo que había ocurrido en la puerta.

Steel intentó incluso reírse del incidente; resultaba divertido en extremo que esos pomposos caballeros estuvieran conduciendo de la mano a uno de sus más temidos enemigos por su bastión.

La risa murió en sus labios.

Habían empezado a bajar los escalones que conducían al sepulcro, un lugar de aterradora majestuosidad, un lugar sagrado. Allí yacían los cuerpos de muchos hombres valientes, entre ellos Sturm Brightblade.

Est Sularis oth Mithas. Mi honor es mi vida.

Steel oyó una voz, profunda y resonante, repetir esas palabras. Miró rápidamente a su alrededor para ver quién había hablado.

Nadie lo había hecho. Todos caminaban en silencio escaleras abajo, sumidos en un silencio respetuoso y reverencial.

El joven supo quién había pronunciado la frase. Supo que estaba en presencia de un dios, y esa certeza lo amilanaba.

El reto de Steel a Tanis había sido pura bravuconería, lanzado con el fin de ahogar el repentino y doloroso anhelo que abrasaba el alma del joven, el anhelo de conocerse a sí mismo. Una parte de Steel necesitaba creer desesperadamente que Sturm Brightblade —el caballero noble, heroico, trágico— era su verdadero padre. Otra parte de sí mismo estaba consternada.

«Una maldición si lo descubres», le había advertido Ariakan.

Sí, y así debería ser, pero… ¡oh, saber la verdad!

Y, en consecuencia, Steel había desafiado al dios, lo había retado a que se la revelara.

Al parecer el dios había aceptado el reto del joven.

Domeñado el corazón, el alma de Steel se inclinó con reverencia.

La Cámara de Paladine era una gran estancia de planta rectangular, en la que se alineaban féretros de piedra que guardaban héroes de un remoto pasado y los más recientes de la Guerra de la Lanza.

Inmediatamente después de dar sepultura a los cuerpos de Sturm Brightblade y los otros caballeros que habían muerto defendiendo la Torre, las puertas de hierro de la cámara se habían cerrado y sellado. Si la Torre caía en manos enemigas, los cuerpos de los muertos no serían profanados.

Un año después de que acabara la guerra, los caballeros rompieron los sellos, abrieron la cámara e hicieron de ella un lugar de peregrinaje, al igual que había ocurrido con la Tumba de Huma. La Cámara de Paladine se había vuelto a consagrar. Se hizo un héroe nacional de Sturm Brightblade. Aquel día Tanis había estado presente, con su esposa, Laurana; Caramon y Tika; Porthios y Alhana, dirigentes de Silvanesti y Qualinesti, las naciones élficas; y el kender, Tasslehoff Burrfoot. Raistlin Majere, tomado ya el camino de las tinieblas y Amo de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas, no había asistido, pero envió un mensaje de respeto por su viejo compañero y amigo.

Los cuerpos de los muertos habían quedado tendidos en el suelo sin ceremonia durante los oscuros días de la guerra. En aquel acto solemne, se Ies dio sepultura de manera adecuada y correcta. Se había construido un catafalco especial para el cadáver de Sturm Brightblade. Hecho de mármol con imágenes cinceladas representando gestas heroicas del caballero, ocupaba el centro de la cámara. Pero el cadáver de Sturm reposaba encima del catafalco, no en su interior.

Algún tipo de magia había mantenido el cuerpo incorrupto durante los veintitantos años transcurridos. Nadie lo sabía con certeza, pero la mayoría creía que la magia emanaba de la joya elfa que le había entregado Alhana Starbreeze en prenda de amor. Ese tipo de joya era un presente que se intercambiaba entre los enamorados, y no se suponía que tuviera tales propiedades arcanas. Claro que el amor teje su propia magia.

Tanis no había vuelto a visitar la cámara desde aquel día. La solemne ceremonia había sido demasiado dolorosa y sagrada para repetir la visita. Ahora había vuelto, pero no sentía nada de solemne y sagrado. Al recorrer con la mirada la cámara, los sepulcros antiguos cubiertos de polvo, el catafalco situado en el centro, se sintió atrapado. Si algo iba mal, era un largo camino escaleras arriba y a través de las puertas de hierro hacia la huida.

«Nada va a ir mal —se dijo para sus adentros—. Steel contemplará el cadáver de su padre y hacerlo le traerá consecuencias o no. Personalmente, no espero que tenga efecto en él. Por lo que puedo juzgar, ese joven ya va de camino al Abismo. Claro que, ¿quién soy yo para opinar? Jamás imaginé que llegaríamos tan lejos».

Sir Wilhelm, entristecido como si estuviesen enterrando a alguien de su propia familia, encabezó la marcha hacia el catafalco. Los seis caballeros se situaron alrededor del mismo, tres a cada lado, mientras que sir Wilhelm tomaba posición a la cabecera, firme.

Tanis se acercó al catafalco. Miró el rostro de su amigo, un rostro que parecía parte del mármol cincelado y que, sin embargo, poseía una semblanza de vida, algo que la fría piedra jamás podría emular. Tanis olvidó a Steel y sintió que la paz lo rodeaba. Ya no lloraba por su amigo; Sturm había muerto como había vivido: con honor y coraje.

Le hizo bien contemplar el sueño imperturbable del caballero. La ansiedad y preocupación por su propio hijo, por la frenética situación política, por la creciente amenaza de guerra, desaparecieron por completo. La vida era bella y dulce; y todavía guardaba muchas cosas.

Sturm Brightblade yacía en su sepulcro de mármol, con las manos cruzadas sobre la empuñadura de una antigua espada, la de su padre. Llevaba puesta la armadura, también de su padre. La Joya Estrella, resplandeciendo con la luz del amor, brillaba sobre su pecho. A su lado descansaba una Dragonlance, y junto a ésta había una rosa de madera, tallada por las manos de un doliente y viejo enano que ahora también dormía el sueño eterno. Al lado de la rosa, en una urna de cristal, se veía una pluma blanca, el último regalo de un kender que lo quería.

Tanis se postró sobre una rodilla al lado del cadáver, de manera que su cabeza quedó a la altura de la del caballero, y pronunció unas quedas palabras en elfo:

—Sturm, corazón honorable, afectuoso, noble. Sé que has perdonado a Kitiara por lo que te hizo, por su traición, su engaño, más doloroso para ti que la lanza que utilizó finalmente para acabar contigo. Este joven es su hijo, y tiene mucho de ella, me temo.

»Sin embargo también tiene, creo, algo de ti, amigo mío. Ahora que estoy aquí creo que eres realmente su padre. Veo el parecido de los rasgos, pero, más fuerte que la evidencia física, es que te veo a ti en el espíritu de este joven, en su valor a toda prueba, en la nobleza de su carácter, en la compasión por otros a los que cuenta como un símbolo en su contra.

»Tu hijo está en peligro, Sturm. La Reina Oscura lo atrae más y más, susurrándole sus palabras seductoras, prometiéndole gloria que sin duda acabará en la derrota final. Necesita tu ayuda, amigo mío, si es posible que puedas prestar tal ayuda. Lamento alterar tu tranquilo sueño, pero te pido, Sturm, que hagas lo que puedas para apartar a tu hijo del oscuro camino que recorre ahora.

Tanis se puso de pie. Se limpió los ojos con la mano y volvió la vista hacia Caramon.

El hombretón estaba arrodillado al otro lado del catafalco.

—Daría la vida por mis hijos —musitó—, si pensara que eso los salvaría del peligro. Sé que tú… Bueno, harás lo que es correcto, Sturm. Como siempre.

Tras aquella petición un tanto extraña, Caramon se incorporó, se dio media vuelta y empezó a llorar sin rebozo, tras lo cual se limpió los ojos y la nariz con la manga.

Tanis miró a Steel. El joven se había quedado rezagado y se encontraba solo, lejos de los caballeros, del catafalco, aunque sus oscuros y ardientes ojos estaban clavados en el cuerpo. Siguió plantado allí, sin moverse. Su rostro, pálido, frío y duro, era la copia exacta del caballero dormido. Ambos podrían haber sido estatuas talladas en mármol.

«No ha servido de nada —se dijo Tanis—. Pobre Sara. En fin, lo intentó».

El semielfo suspiró y adelantó un paso. Era hora de marcharse.

De repente, Steel salió lanzado hacia el catafalco de mármol.

—¡Padre! —gritó con la voz rota, y no fue la voz del hombre la que habló, sino la del niño solitario, con carencias.

Las manos de Steel se cerraron sobre las frías del cadáver.

Se produjo un destello de luz blanca, pura y radiante, un destello frío y atroz que paralizó y medio cegó a todos los presentes.

Tanis se frotó los ojos en un intento de librarse de la imagen impresa en la retina, procurando frenéticamente ver a través de los puntos rojos y amarillos. La vista de los elfos es muy aguda, y los ojos elfos se ajustan mejor a la oscuridad y a la luz que los humanos. O quizás, en este caso, fueron los ojos del corazón los que vieron con más claridad que los de la cara.

Sturm Brightblade se encontraba de pie en la cámara.

Tan real era la visión —si es que era una visión— que Tanis casi pronunció el nombre de su amigo, casi tendió la mano para estrechar de nuevo la suya. Algo hizo que el semielfo siguiera callado. La mirada de Sturm estaba prendida en su hijo, y en ella se percibía tristeza, comprensión, amor.

Sturm no pronunció una sola palabra. Se llevó la mano al pecho y cerró los dedos sobre la Joya Estrella. La cegadora luz blanca perdió algo de intensidad durante un breve instante. Sturm alargó la mano hacia su hijo.

Steel contemplaba fijamente a su padre; el joven tenía la tez más blanca que el cadáver.

La mano de Sturm tocó el pecho de Steel, y la luz de la joya irradió con fuerza.

El joven se tocó el pecho a su vez, tanteó algo y su mano se cerró sobre ello. La luz blanca osciló rítmicamente, como el latido de un corazón, y fluyó entre sus dedos un instante antes de desaparecer. Volvió la oscuridad. Steel guardó debajo de la armadura lo que quiera que tuviera en la mano.

—¡Sacrilegio! —exclamó sir Wilhelm con un grito de indignación y rabia, tras lo cual desenvainó su espada.

Desvanecido finalmente el cegador halo, Tanis pudo ver con claridad, y lo que vio lo dejó estupefacto.

Sturm Brightblade no estaba. Su cuerpo había desaparecido. Lo único que quedaba sobre el catafalco eran el yelmo y la armadura y espada antiguas.

—¡Hemos sido embaucados! —bramó sir Wilhelm—. ¡Este hombre no es uno de nosotros! No es un Caballero de Solamnia. ¡Es un servidor de la Reina Oscura! ¡Un esbirro del Mal! ¡Prendedlo! ¡Acabad con él!

—¡La joya mágica! —gritó otro caballero—. ¡No está! ¡La ha robado! ¡Debe de llevarla encima!

—¡Cogedlo! ¡Registradlo! —aulló sir Wilhelm que, enarbolando la espada, se abalanzó sobre Steel.

Desarmado, el joven alargó la mano buscando instintivamente la espada que tenía más cerca, sobre el catafalco, y la asió. Era la espada de su padre. Alzó el arma y detuvo fácilmente la violenta cuchillada que sir Wilhelm descargaba de arriba abajo. Steel empujó al caballero, que cayó en medio de un fuerte sonido metálico cuando la armadura chocó contra los antiguos sepulcros cubiertos de polvo.

Los otros caballeros se adelantaron, cercándolo. Por fuerte y diestro que fuera, Steel no tenía ninguna oportunidad contra siete oponentes.

Tanis desenfundó su espada, se impulsó por encima del catafalco y saltó para situarse al lado del joven.

—¡Caramon, cúbrelo por la espalda! —gritó el semielfo.

—¡Tanis! —El hombretón estaba boquiabierto—. Me pareció ver…

—¡Lo sé, lo sé! —bramó Tanis—. ¡Yo también lo vi! —Tenía que hacer algo para sacar a Caramon de su estupefacción—. ¡Hiciste un juramento! ¡Juraste proteger a Steel como si fuese tu propio hijo!

—Cierto, lo juré —respondió Caramon con digna seriedad. Agarró al caballero que tenía más cerca y que se interponía en su camino, y lo apartó lanzándolo por el aire. Desenvainó la espada y se situó detrás de Steel, espalda contra espalda.

—No tenéis que hacer esto por mí —jadeó el joven, que tenía lívidos los labios—. ¡No os necesito para librar mis batallas!

—No hago esto por ti —repuso Tanis—, sino por tu padre. —Steel lo miró de hito en hito, incrédulo, con desconfianza—. Vi lo que pasó. Sé la verdad.

Señaló el peto del paladín oscuro, la armadura decorada con la horrenda insignia de Takhisis. Debajo de la misma había un destello de luz blanca.

El alivio se plasmó en el semblante de Steel. El joven debía de estar pensando si aquello había ocurrido realmente o si se estaría volviendo loco. De inmediato recobró el dominio de sí mismo y su gesto se endureció. De nuevo era un Caballero de Takhisis. Se volvió para enfrentarse a sus enemigos, adusto el gesto.

Los Caballeros de Solamnia tenían desenvainadas las espadas, pero no atacaron de inmediato. Tanis Semielfo era un personaje con mucho peso político en el país, y Caramon Majere un héroe respetado y popular. Miraron con inquietud a su comandante, esperando órdenes.

Sir Wilhelm se esforzaba por ponerse de pie. Para él, la respuesta era obvia.

—¡El Mal ha corrompido a los otros dos! ¡Son todos servidores de la Reina Oscura! ¡Prendedlos a los tres!

Los caballeros se lanzaron al ataque. Steel luchaba bien; era joven, diestro, y había estado esperando toda su vida que se le presentara un desafío así. Los ojos le brillaban y la hoja de su espada centelleaba con la luz de las antorchas. Pero los jóvenes Caballeros de Solamnia estaban a su altura. Ahora que veían al Mal entre ellos, sus pupilas relucían con una luz sagrada; estaban defendiendo su honor, vengando un sacrilegio. Cuatro rodearon a Steel, intentando capturarlo vivo, resueltos a herirlo, no a matarlo.

Las espadas entrechocaron con estruendo. Los cuerpos empujaban y rechazaban embestidas. A no tardar, la sangre resbalaba de una cuchillada en la frente de Steel. Dos de los caballeros también sangraban, pero seguían luchando con renovada fuerza y fervor. Hicieron retroceder a Steel contra el catafalco.

Tanis hacía todo lo posible por ayudar, pero hacía muchos años que no había manejado una espada en un combate real. Caramon resoplaba y jadeaba mientras el sudor resbalaba de su cabeza. Por cada seis golpes de su adversario, él daba uno, aunque —con su tamaño y su fuerza— siempre se las arreglaba para que ese golpe contara. Su espada resonaba como un martillo descargándose sobre un yunque.

Los tres intentaban abrirse paso hacia la escalera, pero los caballeros ponían el mismo empeño en cortar esa ruta de escape. Por suerte, a sir Wilhelm no se le había ocurrido enviar a uno de los caballeros en busca de refuerzos. Seguramente quería para sí la gloria de capturar al paladín de la Reina Oscura. O era eso, o no se atrevía a correr el riesgo de reducir el número de su pequeña fuerza.

—Si logramos subir la escalera —le dijo Tanis a Caramon mientras luchaban hombro contra hombro—, podremos correr hacia la puerta y abrirnos paso. Sólo había dos guardias. Y después…

—¡Primero… lleguemos allí! —Caramon estaba apoyado contra un lateral del catafalco, todavía luchando animosamente, aunque empezaba a faltarle el resuello—. ¡Condenada cota… de malla…! ¡Cuánto pesa!

Tanis ya no veía a Steel, que estaba rodeado por un muro de armaduras plateadas. Sin embargo, sí oía el sonido de su espada, y era obvio, por las numerosas heridas recientes de los Caballeros de Solamnia, que el joven seguía batallando.

Y seguiría haciéndolo hasta que lo mataran. No se dejaría capturar con vida.

No deshonraría la memoria de su padre.

A Tanis le dolían todos los músculos. Afortunadamente, su adversario, un joven caballero, estaba tan impresionado por el gran héroe que combatía sin poner entusiasmo. Sir Wilhelm parecía exasperado. El combate tendría que haber terminado para entonces. Echó una ojeada a la escalera. Sin duda iba a dar la alarma y a gritar pidiendo refuerzos.

Si tal cosa ocurría, estaban perdidos.

—Sturm Brightblade —musitó el semielfo—, tú nos metiste en este aprieto. ¡Lo menos que puedes hacer es ayudarnos a salir de él!

Las puertas de hierro, decoradas con el símbolo de Paladine, se habían abierto al final de la escalera. Podría deberse a un imprevisible capricho de la naturaleza, o quizás había sido el soplo del dios. De repente, una fuerte ráfaga de viento apagó las antorchas como si fuesen velas, y sumió la cámara en la oscuridad. El viento levantó el polvo de siglos y lo arrojó a los rostros de los Caballeros de Solamnia.

A sir Wilhelm, con la boca abierta para lanzar un grito pidiendo ayuda, se le metió un montón de polvo, se atragantó y empezó a toser. Los caballeros se tambaleaban de aquí para allá, cegados y masticando polvo.

Curiosamente, a Tanis no le afectaba el polvo. Localizó a Steel en la oscuridad por el tenue brillo de la luz blanca que irradiaba debajo de su peto. Agarró al joven paladín, que alzaba la espada para descargarla sobre el adversario, repentinamente en desventaja.

—¡Salgamos de aquí! —gritó al oído del joven.

El semielfo pensó por un momento que Steel iba a discutirle —Sturm lo habría hecho—, pero le respondió la sonrisa de Steel, una sonrisa sesgada, la sonrisa de Kit. Tanis encontró a Caramon por el sonido de su agitada respiración.

—La escalera es nuestra única oportunidad —le dijo mientras posaba la mano en su hombro—. ¿Puedes conseguirlo?

Caramon asintió con la cabeza, demasiado agotado para hablar, y echó a andar a trompicones detrás de Steel. Al pasar junto al catafalco, Tanis rozó suavemente la anticuada armadura.

—Gracias, amigo mío —susurró afectuosamente.

Subieron la escalera con gran ruido. Steel salió disparado por las puertas de hierro y se dirigió a la entrada principal. El fuego de la batalla brillaba en sus ojos oscuros. Tanis lo agarró con fuerza y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio. El joven le lanzó una mirada enfurecida y se debatió para soltarse, pero Tanis lo retuvo, apretando los dedos.

—¡Caramon, las puertas!

El hombretón empujó las hojas de hierro y las cerró, tras lo cual echó una rápida ojeada en derredor buscando algo con lo que atrancarlas. Cerca había unos cuantos bloques de mármol que se estaban usando para reparaciones. En medio de resuellos y gruñidos, Caramon empujó uno contra las puertas, justo en el momento en que empezaban a oírse pisadas que subían la escalera. Algo embistió contra las puertas, pero éstas no cedieron.

Del interior de la Cámara de Paladine llegaron golpes y gritos apagados. Sólo era cuestión de tiempo que alguien los oyera.

—Bien, ahora nos iremos —le dijo Tanis al joven—. Trata de actuar como si no hubiese ocurrido nada y… Oh, vale, olvídalo.

Caramon tenía la cara congestionada y resoplaba como un toro enfurecido. Las mangas ae la chaqueta y la camisa de Tanis colgaban en jirones de su brazo izquierdo; sangraba de una herida que ni siquiera había notado que tenía. Steel sangraba por la cabeza, y tenía la armadura abollada y con arañazos.

«Y además —pensó el semielfo—, tengo la impresión que ya nadie va a tomar a un Caballero de Takhisis por un Caballero de Solamnia».

Tenía razón. No bien los tres acababan de llegar a la puerta principal cuando sonó el toque de una trompeta a sus espaldas. Era el toque de alarma, llamando a las armas. Los caballeros que guardaban la puerta se pusieron en acción, tomando de inmediato medidas defensivas.

En cuestión de segundos, la salida quedaría cerrada a cal y canto.

—¡Corred! —ordenó Tanis—. ¡Y no pares! —le dijo a Steel.

Se lanzaron a una carrera desesperada en dirección a la puerta que se cerraba. Los caballeros que estaban de servicio vieron a Steel, desenvainaron las espadas y corrieron a detenerlo.

Un ardiente rayo chisporroteó al otro lado de la puerta. Se vio la punta de una gigantesca ala azul surcando el aire. Los civiles sorprendidos en el exterior gritaban algo sobre dragones. Presa del pánico, la aterrada gente se precipitó hacia la entrada y obstaculizó no sólo el ataque de los caballeros, sino la maniobra para cerrar la puerta.

Tanis y Caramon se unieron al tumulto. Fue necesaria la intervención de los dos hombres para apartar casi a rastras a Steel, que se había vuelto para descargar una cuchillada sobre un caballero.

Fuera de la Torre, Llamarada, la hembra de Dragón Azul, volaba bajo por encima de la aterrada multitud, provocando que la gente se zambullera en las cunetas del camino. De vez en cuando, el reptil azuzaba el pánico abriendo agujeros en el suelo y en las murallas expulsando rayos por las fauces.

—¡Sara! —gritó Tanis al tiempo que agitaba los brazos.

La mujer condujo al dragón hacia el suelo. Tendió una mano y subió a Tanis a la silla. Éste, a su vez, agarró a Steel, que seguía luchando, y con ayuda de Caramon que lo empujaba desde atrás, logró subir al joven a lomos del reptil. Caramon fue el último en encaramarse a la silla de un salto. Sara gritó una orden y Llamarada alzó el vuelo.

Los caballeros salieron corriendo de la fortaleza, gritando y maldiciendo, en nombre de Paladine, a quienes habían cometido el acto atroz de profanar la sagrada tumba. Las flechas surcaron el aire, disparadas por los arqueros apostados en las murallas. A Tanis le preocupaban más los Dragones Plateados que protegían la Torre y que habían levantado el vuelo al sonar la trompeta.

Pero o los reptiles plateados no querían combatir contra un Azul y romper la precaria tregua que existía en esos momentos entre los dragones, o también los estaba frenando una mano inmortal. Contemplaron torvamente a Llamarada, pero dejaron que la hembra se alejara sin impedírselo.

Encaramado a lomos del Azul, Tanis observó las flechas que ahora surcaban el aire, silbantes, inofensivas por debajo de ellos.

«¿Cómo voy a poder explicar todo esto?», se preguntó para sus adentros, sombrío.

11 La espada de su padre

A instancias de Tanis, Llamarada voló hacia las estribaciones de las montañas Khalkist, que aún eran tierra de nadie, y donde podrían descansar fuera de peligro y pensar qué hacer a continuación.

Ninguno de ellos habló durante el viaje. Sara lanzaba miradas preocupadas a Steel cada dos por tres. Tanis le había explicado, en cuatro palabras, parte de lo que había ocurrido en la cámara. Era Steel quien debía decidir si contarle o no todo lo que le había sucedido allí.

Sara le preguntó al joven varias veces, pero Steel no respondió. Ni siquiera pareció escucharla. Iba sentado con la mirada fija en el cielo azul, absorto, los ojos insondables y sus pensamientos indescifrables.

Finalmente Sara se dio por vencida y se concentró en el vuelo. Eligió un lugar de aterrizaje adecuado, un amplio claro rodeado de una densa pinada.

—Acamparemos aquí para pasar la noche —manifestó Tanis—. A todos nos vendrá bien dormir. Luego, por la mañana, decidiremos qué hacer y adonde ir.

Sara se mostró de acuerdo.

Steel no dijo nada. No había pronunciado palabra desde que huyeron de la Torre del Sumo Sacerdote. Nada más aterrizar, bajó ágilmente de un salto de la espalda del dragón y se internó en el bosque. Sara hizo intención de seguirlo, pero Caramon se lo impidió.

—Dejadlo solo —dijo afablemente—. Necesita tiempo para pensar. A ese joven le han ocurrido un montón de cosas. La persona que entró en la cámara no es la misma que salió de ella.

—Sí, supongo que tenéis razón —aceptó Sara con un suspiro. La mujer contemplaba fijamente el bosque y se retorcía las manos con nerviosismo—. ¿Steel se…? ¿Creéis que ha cambiado de idea?

—Sólo él sabe la respuesta a eso —contestó Tanis.

Sara volvió a suspirar y luego miró al semielfo con ansiedad.

—¿Tenéis alguna duda de que Steel sea hijo de Sturm Brightblade?

—Ni la más mínima duda —manifestó firmemente el semielfo.

Sara sonrió. Parecía más esperanzada, y fue a acomodar al dragón para pasar la noche.

—¿Qué es lo que pasó exactamente en la cámara, Tanis? —inquirió Caramon en voz baja mientras preparaban una pequeña lumbre—. ¿Vi realmente lo que creo que vi?

Tanis reflexionó unos segundos.

—No lo sé con certeza, Caramon. Tampoco yo estoy seguro. Hubo un destello intenso que me cegó, pero juraría que vi a Sturm Brightblade de pie allí. Alargó una mano y, a saber cómo, un momento después la joya elfa colgaba al cuello de Steel.

—Sí, eso es lo que yo vi también. —Caramon se quedó pensativo—. No obstante, podría tratarse de un truco. Quizá la robó…

—Lo dudo. Vi la expresión de su cara. Steel era el más sorprendido de los que estábamos en la cámara. Miró la joya, estupefacto, y después la cogió y la guardó bajo la armadura. Fíate de lo que te dice el corazón, Caramon. Sturm entregó a Steel tanto la joya como su espada. Se las dio ambas a su hijo.

—¿Y qué hará con ellas, una prenda de amor elfa y una espada de un Caballero de Solamnia? Ahora ya no regresará a ese lugar horrible, ¿verdad?

—Eso depende únicamente de él —respondió quedamente el semielfo.

—Y si decide quedarse, ¿qué haremos con él? Y con su madre. No creo factible llevarlos conmigo. Tendré suerte si el magistrado y sus hombres no me están esperando en la escalera de la posada cuando vuelva. Por no mencionar el hecho de que Ariakan saldrá en busca de su paladín perdido. Quizá tú…

—Voy a tener que dar muchas explicaciones y deprisa si quiero evitar que me arresten —comentó Tanis con una sonrisa desganada. Se rascó la barba mientras le daba vueltas al asunto—. Podríamos llevarlos a Qualinesti —decidió finalmente—. Allí estarían a salvo. Ni siquiera lord Ariakan se atrevería a ir tras ellos en el reino elfo. Alhana dejaría quedarse a Steel una vez que viera la joya y escuchara la historia.

—No será una vida muy agradable para ese joven, ¿verdad? —Caramon sacudió la cabeza—. Me refiero a vivir entre elfos. No lo digo con ánimo de ofender, Tanis, pero tú y yo sabemos cómo lo tratarán. Supongo que los Caballeros de Solamnia no le permitirían entrar en la Orden.

—Lo dudo mucho —repuso secamente Tanis.

—Entonces, ¿qué hará? ¿Convertirse en mercenario? ¿Poner su espada al servicio del que pague mejor? ¿Ir dando tumbos por la vida sin norte?

—¿Y qué hicimos nosotros, amigo mío? —le preguntó Tanis.

—Nosotros éramos trotamundos —respondió el hombretón tras un momento de profunda reflexión—. Pero Sturm Brightblade no lo era.

Steel estuvo ausente toda la tarde. Tanis se quedó dormido. Caramon —siempre pensando de dónde sacar la siguiente comida— se marchó a pescar y atrapó unas truchas en un arroyo cercano. Añadió piñones y cebollas silvestres que encontró en el bosque a las truchas y lo envolvió todo en hojas húmedas para cocinarlo sobre unas piedras calentadas en el fuego.

Al anochecer, Sara estaba tremendamente nerviosa. Iba a enviar a Llamarada a buscar al joven cuando éste apareció, saliendo de las sombras del bosque. Sin decir nada, Steel se puso en cuclillas junto al fuego y dejó la espada, enfundada en la antigua vaina, sobre la hierba, a su lado. Después empezó a comer el pescado.

Tanis esperaba que Sara le planteara a su hijo la pregunta que había deseado hacerle desde que el joven escapó de la Torre, pero o ahora le daba miedo oír la respuesta, o es que esperaba a que Steel sacara el tema, ya que guardó silencio. Sin embargo, su cariñosa mirada no se apartó un momento de él.

Steel estaba concentrado en la comida, como si evitara los ojos de su madre. Tanis tuvo la sensación de que el joven había tomado una decisión. Quizás estaba pensando cómo decírselo.

Siguieron cenando en silencio hasta que Caramon, que miraba hacia lo alto, tocó el brazo de Tanis.

—Tenemos compañía —dijo.

El semielfo se incorporó raudo. Hacia el oeste, como viniendo de Palanthas, cuatro dragones volaban en círculo una y otra vez contra los rayos rojos y anaranjados del sol poniente.

—¡Maldición! ¡Y nosotros aquí, tan cómodos junto a un fuego! ¡Cómo si hubiésemos salido a una merienda campestre! Llevo apartado de estas cosas demasiado tiempo, amigo mío.

—Apaga eso —ordenó Caramon.

Steel ya estaba haciéndolo, cubriendo la lumbre con tierra para evitar que echara humo.

—¿Qué tipo de dragones son? ¿Alcanzas a verlos? —Caramon tenía los ojos entrecerrados, escudriñando el cielo. Intentó que su voz sonara confiada—. Quizá son caballeros que han salido de patrulla.

—Caballeros, sí, pero no solámnicos —dijo el semielfo, sombrío.

—Son Dragones Azules —corroboró Sara con certidumbre.

Su propia montura se mostraba impaciente, pateando el suelo y agitando la cola. Disciplinada, la bestia guardaba silencio, sin llamar a sus compañeros, como habría hecho en caso contrario, pero saltaba a la vista que la hembra de dragón los había reconocido y no entendía por qué no le permitían unirse a ellos. Steel observó a los reptiles en vuelo.

—Semielfo, tú conoces esta zona. ¿Hay alguna ciudad cerca, a la que se pueda llegar caminando?

Sara entrelazó las manos y sus ojos brillaron de alegría. Tanis reflexionó un momento.

—Hay un pueblo de enanos de las colinas al pie de la montaña. Calculo que está a un día de distancia a pie. Los enanos comercian con Palanthas, y las caravanas van y vienen constantemente.

—Excelente —dijo Steel sin apartar la vista de los Azules en lontananza—. No quería dejaros tirados. Me llevo a Llamarada.

La alegría desapareció de los ojos de Sara, y su tez se tornó pálida.

—Me están buscando, por supuesto —continuó el joven con tono enérgico—. Volaré a su encuentro, y vosotros estaréis a salvo aquí. Mi regreso satisfará a lord Ariakan, que ordenará interrumpir la persecución.

Sara soltó un grito ahogado, de angustia.

Steel la miró y se puso pálido, pero la firme resolución plasmada en su semblante no flaqueó. Su mirada se desvió hacia los dos hombres.

—He decidido quedarme la espada —manifestó, desafiante, como si esperara oposición—. Es antigua, lo admito, pero jamás había visto una tan bien hecha.

Tanis asintió en silencio y esbozó una débil sonrisa.

—El arma es tuya por derecho. Tu padre te la entregó. Cuídala bien, Steel Brightblade. Esa espada está acostumbrada a que se la trate con respeto. Su linaje es largo y orgulloso.

—Según tu padre —añadió Caramon solemnemente—, la hoja se romperá únicamente si flaquea el espíritu de quien la empuña.

—La hoja nunca se rompió cuando Sturm la llevó —abundó Tanis—. Ni siquiera al final.

Steel estaba obviamente abrumado. Los oscuros ojos brillaron con las lágrimas contenidas, y sus manos tomaron suave, reverentemente, la empuñadura, decorada con la rosa y la corona.

—Es un arma excelente —dijo en voz baja, enronquecida—. Le daré los cuidados y el honor que merece, podéis estar seguros de ello.

«Conservará la espada —pensó Tanis—, pero ¿y la joya que lleva ai cuello? ¿La sigue teniendo? ¿O se ha librado de ella en el bosque? ¿Qué dirá respecto a eso?».

Al parecer, nada.

—Quiero darte las gracias, Tanis Semielfo —continuó el joven—, y a ti, Caramon Majere, por combatir a mi lado. Sé que os encontráis en un serio problema, quizás incluso en peligro, por mi causa. No lo olvidaré. —Desenvainó la espada y la sostuvo ante sí—. Con el arma de mi padre, os honro.

Les hizo un saludo a cada uno al estilo de los caballeros, y por último, enfundando cuidadosamente el arma en la desgastada vaina, se volvió hacia Sara. La mujer tendió desesperadamente los brazos hacia él.

—Steel…

El joven la estrechó contra sí.

—Prometiste que la decisión sería mía, madre.

—¡Steel, no! ¿Cómo puedes hacer esto? ¡Después de lo que has visto, de todo lo que ha pasado antes! —Sara empezó a sollozar.

Suave pero firmemente, Steel se soltó de los amorosos brazos de la mujer.

—Cuida de ella, ¿quieres, tío? —pidió quedamente a Caramon—. Que no le ocurra nada malo.

—Lo haré, sobrino. —Caramon agarró a Sara y la apartó del joven.

Steel giró sobre sus talones y corrió hacia el dragón. Llamarada esperaba, ansiosa por emprender el vuelo. El joven saltó a lomos del reptil, y éste extendió las alas.

Sara se soltó de un tirón de las manos de Caramon y corrió hacia su hijo.

—¡Haces esto por mí! ¡No, por favor, no!

El apuesto rostro mostraba una expresión fría y dura, severa e implacable. Apartó los ojos de ella y miró al sol poniente.

—Una maldición, dijo lord Ariakan. Una maldición si descubría la verdad. —Suspiró, y luego, bajando de nuevo la vista a Sara, añadió fríamente—. Apártate, madre. No querría que acabaras herida.

Caramon agarró de nuevo a Sara, que sollozaba desconsoladamente, y la alejó de las enormes alas del dragón.

Steel pronunció una palabra y Llamarada levantó el vuelo. El dragón giró en círculo sobre ellos una vez. Los tres divisaron la cara del joven, blanca contra el azul de las alas.

Y quizá fue imaginación de Tanis o tal vez un efecto engañoso de la luz crepuscular del sol, pero le pareció ver un destello argénteo, como si lo irradiara la joya elfa, en la mano del joven.

El Dragón Azul desapareció en el cielo progresivamente oscuro, volando hacia el norte.

12 La sangre de su madre

El viento soplaba ferozmente sobre el alcázar de las Tormentas. Las olas azotaban las rocas, rompían entre ellas en rociadas de espuma. Los relámpagos relumbraban en las oscuras nubes, los truenos retumbaban, sacudiendo los cimientos de la fortaleza. Era medianoche.

Las claras notas de una trompeta atravesaron la oscuridad. Lord Ariakan se encontraba en el centro del patio del alcázar, rodeado por un círculo de caballeros. Las antorchas chisporroteaban y titilaban bajo la lluvia. Las negras armaduras de los caballeros brillaban. El lirio negro de una muerte violenta adornaba los petos, el tallo cortado de la flor entrelazado con el hacha ensangrentada. Las capas negras, bordeadas en azul, blanco o rojo —dependiendo de la Orden de cada caballero— se sacudían contra los cuerpos cubiertos por armaduras, pero no los protegían de la lluvia torrencial.

Los Caballeros de Takhisis se deleitaban con el aguacero, con la tormenta. Era una señal del favor de su diosa. A no tardar, el joven que sería investido caballero saldría —si la suma sacerdotisa le consideraba digno de ello— del templo, donde había pasado el día en vigilia y oración.

Uniendo las profundas voces, los caballeros empezaron a entonar preces a su Oscura Majestad.

Dentro del templo, en medio de un mortal silencio, Steel Brightblade yacía postrado en el suelo, con armadura completa, delante del oscuro altar. Había estando tendido todo el día sobre las frías y húmedas piedras, postrado humildemente ante su diosa. El templo se hallaba vacío a excepción de él; no se permitía entrar a nadie para no interrumpir la vigilia del caballero.

Al sonido de un toque de trompeta, una mujer salió de entre las gruesas cortinas que había detrás del altar de obsidiana. Era una mujer vieja y encorvada, con el largo y canoso cabello extendido sobre sus hombros hundidos. Caminaba despacio, arrastrando los pies sobre las losas de piedra. Un cerco rojo bordeaba sus ojos, que eran sagaces y astutos. Vestía los ropajes negros y el collar de dragón de una suma sacerdotisa de Takhisis.

Favorita de la Reina de la Oscuridad, la sacerdotisa tenía un inmenso poder. Se rumoreaba que, años atrás, había participado en las horribles ceremonias que produjeron a los draconianos de los huevos robados a los Dragones del Bien. No había un solo caballero en el alcázar de las Tormentas, Ariakan incluido, que no temblara bajo la mirada o el roce de la vieja mujer.

Se acercó hasta detenerse delante del joven caballero, que yacía con la cara contra las piedras, y el oscuro cabello, que brillaba con una tonalidad negro azulada a la luz de las velas del altar, desparramado. En el altar, esperando la bendición de la Reina Oscura, se encontraba su yelmo, diseñado a semejanza de una horrenda y sonriente calavera, y su peto, con el lirio y el hacha. Pero no la espada, como era costumbre.

—Levántate —dijo la sacerdotisa.

Débil por el ayuno y por estar tendido, embutido en la cota de malla, sobre el frío suelo, Steel se incorporó con movimientos rígidos y torpes hasta ponerse de rodillas. Mantuvo la cabeza inclinada; sin atreverse a alzar los ojos hacia la sagrada sacerdotisa, juntó las manos ante sí.

Ella lo observó atentamente y luego, alargando una mano que parecía una garra, puso los dedos debajo de la barbilla del joven. Las uñas se hundieron en la carne, y el joven se encogió al sentir el tacto de la mujer, más frío que el de las propias piedras. Lo obligó a alzar la cara hacia la luz para escrutarlo.

—¿Sabes el nombre de tu padre?

—Sí, santidad —contestó rotundamente Steel—. Sé el nombre de mi padre.

—Dilo. Pronúncialo ante el altar de tu reina.

Steel tragó saliva al sentir que se le cerraba la garganta. No había pensado que sería tan difícil.

—Brightblade —susurró.

—Otra vez.

—Brightblade. —Su voz retumbó, desafiante y orgullosa.

Al parecer, ello no desagradó a la sacerdotisa.

—Ahora, el nombre de tu madre.

—Kitiara Uth Matar. —De nuevo lo dijo con fiereza, con orgullo.

La sacerdotisa asintió con la cabeza.

—Un linaje digno. Steel Uth Matar Brightblade, ¿te consagras en cuerpo, corazón y alma a su Oscura Majestad, Takhisis, Reina de la Oscuridad, Guerrero Oscuro, Reina de los Dragones, la de las Mil Caras?

—Sí —respondió sosegadamente Steel.

La sacerdotisa esbozó una sonrisa enigmática.

—¿En cuerpo, corazón y alma, Steel Uth Matar Brightblade? —repitió.

—Sí, por supuesto —respondió, molesto. Aquello no formaba parte del ritual, como le habían enseñado—. ¿Por qué lo ponéis en duda?

Como respuesta, la sacerdotisa agarró una fina cadena de acero que rodeaba el cuello del caballero y tiró mostrando lo que colgaba de ella.

Era una joya elfa, tallada en forma de estrella, pálida y brillante.

—¿Qué es esto? —siseó la sacerdotisa.

Steel se encogió de hombros y soltó una risa.

—Lo robé del cuerpo de mi padre, al tiempo que robé su espada. Los caballeros estaban furiosos. ¡Les metí el miedo en el cuerpo!

Sus palabras eran osadas, pero resonaron demasiado altas, huecas y discordantes, en el silencio del templo.

La sacerdotisa rozó la joya con la yema de un dedo, cautelosamente.

Se produjo un destello de luz blanca y un sonido siseante. La mujer retiró la mano bruscamente y soltó un penetrante grito de dolor.

—¡Es un artefacto del Bien! —Escupió la última palabra—. No puedo tocarlo. Nadie que sea un verdadero servidor de su Oscura Majestad puede tocar esa maldita joya. Y, sin embargo, tú puedes, Steel Brightblade, la llevas con impunidad.

Steel, mortalmente pálido, la miró consternado.

—¡Renunciaré a ella! Me la quitaré —gritó. Su mano se cerró sobre la joya, que irradiaba una brillante luz en medio de la oscuridad—. Sólo es una baratija. ¡No significa nada para mí!

Iba a propinar un tirón para romper la cadena, pero la sacerdotisa se lo impidió.

—Lleva la joya maldita. Es deseo de la Reina Oscura y un placer para ella que sea así. Ojalá te sirva como recordatorio de esta advertencia. Piensa en mis palabras cada vez que mires esa joya, Steel Brightblade. La de las Mil Caras tiene muchos ojos. Lo ve todo. No puedes ocultarle nada.

»Tu corazón le pertenece, tu cuerpo le pertenece. Pero no tu alma. Aún no… Pero le pertenecerá. —La sacerdotisa acercó tanto el rostro arrugado al del joven que éste sintió el fétido aliento en la mejilla—. Y, entre tanto, Steel Uth Matar Brightblade, serás de inestimable valor para nuestra soberana.

Los secos y consumidos labios besaron la frente de Steel.

Tembloroso, empapado en sudor, el joven se obligó a no retroceder ante el horrible tacto de aquella boca.

—Tu yelmo y tu peto están en el altar. Ambos han sido bendecidos por la Reina Oscura. En pie, señor caballero. Póntelos.

Steel miró a la sacerdotisa de hito en hito, sin salir de su asombro. Luego, su expresión se tornó en otra de gozo. La sacerdotisa, de nuevo con aquella sonrisa enigmática, dio media vuelta y se alejó. Apartó las negras cortinas y desapareció en la zona interna del templo.

Dos muchachos, adolescentes, entraron por las puertas delanteras del templo. A partir de ese momento, el más joven sería su paje, y el mayor su escudero. Permanecieron en silencio, respetuosamente, esperando para ayudar al caballero a ponerse la armadura. Los dos chicos contemplaban a Steel con admiración y envidia, sin duda soñando con su propia investidura, viéndola personificada en él.

Tembloroso, apenas capaz de sostenerse de pie, Steel se acercó reverentemente al altar. Una mano, la derecha, descansó sobre el peto negro, adornado con el lirio de la muerte. La otra, la izquierda, se cerró sobre la joya colgada de su cuello. Cerró los ojos. El ardor de las lágrimas escoció en sus párpados. Furioso, empezó, una vez más, a tirar de la cadena para quitarse la joya.

Su mano se deslizó sobre ella, y cayó fláccida sobre el altar.

La trompeta sonó dos veces más.

En el patio del alcázar de las Tormentas, lord Ariakan aguardaba para armar caballero al oscuro paladín con la espada de su padre.

Steel Uth Matar Brightblade, Caballero del Lirio, hijo de Sturm Brightblade, Caballero de la Corona, hijo de la Señora del Dragón, Kitiara Uth Matar.

Steel tomó el yelmo, semejante a una sonriente calavera, y se lo puso en la cabeza. Después, arrodillado delante del altar, ofreció una oración de gracias a su reina, Takhisis.

Se incorporó con aire orgulloso, extendió los brazos e hizo un gesto a su escudero para que le abrochara el negro y reluciente peto.

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