Primera parte

Luis XV es apodado el Bien Amado. Transcurren diez años. Las mismas gentes que le pusieron tan afectuoso calificativo están convencidas de que el Bien Amado se baña en sangre humana… Huye de París y se encierra en Versalles, pero le parece también allí que hay demasiada gente y demasiada luz. Anhela refugiarse en un lugar apartado…

En un año de escasez (tan frecuentes en aquella época) seguía yendo de caza, como de costumbre, a los bosques de Sénart. Un día se encontró a un campesino que transportaba un ataúd y le preguntó: «¿Adónde llevas ese ataúd?» El campesino respondió: «A tal lugar.» «¿Es para un hombre o para una mujer?» «Para un hombre.» «¿De qué ha muerto?» «De hambre.»

Jules Michelet



***

I. La vida como campo de batalla

(1763-1774)

Ahora que ya ha pasado un cierto tiempo, podemos contemplar lo sucedido con perspectiva. Ahora que han colocado la última teja roja en el tejado de la Nueva Casa, ahora que hace cuatro años que firmaron el contrato matrimonial. La ciudad huele a verano, que no es un olor muy agradable, pero es el mismo del año pasado, el mismo de todos los años. La Nueva Casa huele a resina y a cera; emana un penetrante olor a disputas familiares.

El estudio de maître Desmoulins está al otro lado del patio, en la Vieja Casa cuya fachada da a la calle. Desde la Place des Armes, si nos situamos frente a la estrecha y blanca fachada, podemos verlo detrás de las persianas del primer piso. Parece que observa la calle, pero en realidad se encuentra a muchos kilómetros de distancia. Mentalmente está en París.

En estos momentos se dispone a subir la escalera. Le sigue su hijo de tres años. Como el señor Desmoulins sabe que no podrá quitárselo de encima hasta dentro de veinte años, comprende que es inútil quejarse. El calor del mediodía invade las calles. Las niñas, Henriette y Elisabeth, duermen en sus cunas. Madeleine está insultando a la lavandera con una fluidez y una agresividad impropias de su estado de buena esperanza y su buena educación. Desmoulins cierra la puerta para no oírlas.

Tan pronto como se sienta ante su mesa de despacho, un pensamiento sobre París empieza a darle vueltas en la cabeza. Es algo que le sucede a menudo. Se ve a sí mismo en las escaleras del tribunal del Châtelet, tras haber conseguido una absolución, rodeado de un grupo de colegas que le felicitan calurosamente. Desmoulins mira a su alrededor. ¿Dónde está Perrin esta tarde? ¿Y Vinot? Ahora va dos veces al año, y Vinot -que solía comentar con él su plan de vida cuando eran estudiantes- había pasado junto a él, en la Place Dauphine, sin reconocerlo.

Eso sucedió el año pasado. Ahora estamos en 1763. Nos encontramos en Guise, Picardía; Desmoulins tiene treinta y tres años, está casado y es padre, abogado, concejal, miembro del alguacilazgo y tiene que pagar la factura del nuevo tejado.

Saca sus libros de cuentas. Hace sólo dos meses que la familia de Madeleine le entregó el último plazo de su dote. Fingieron -sabiendo que él no podía insultarlos- que había sido un descuido, que a un hombre de su posición, con un trabajo bien remunerado, no le haría falta ese dinero.

Era un truco típico de los Viefville, y Desmoulins no podía hacer nada para remediarlo. Lo habían clavado al mástil familiar mientras él, temblando de vergüenza, les entregaba los clavos. Había regresado de París, a petición de ellos, por Madeleine. No sabía que ésta cumpliría treinta años antes de que su familia considerara que él había alcanzado una situación medianamente satisfactoria.

Los Viefville dirigen y controlan pequeñas poblaciones y grandes bufetes de abogados. Tienen primos repartidos por toda la comarca de Laon, por toda Picardía. Son una familia de estafadores, fríos y arrogantes. Un De Viefville es el alcalde de Guise, otro es miembro del Parlamento de París, ese augusto organismo judicial. Los De Viefville suelen casarse con miembros de la familia Godard; Madeleine es una Godard, por parte de padre. El apellido de los Godard carece de la ansiada partícula de nobleza, pero los Godard saben desenvolverse en la vida. Cuando uno asiste, en Guise o en los alrededores, a una velada musical, a un funeral o a una cena de abogados, siempre hay un Godard presente ante el que doblar la rodilla.

Las damas de la familia creen en la producción anual, y aunque Madeleine ha empezado tarde se toma muy en serio su obligación. De ahí la Nueva Casa.

El hijo que seguía a Desmoulins era su primogénito, que ahora cruza la habitación y se encarama en el asiento de la ventana. Su primera reacción, cuando se lo enseñaron a los pocos minutos de nacer, fue afirmar que no era suyo. Durante el bautizo, los complacidos tíos y tías del niño no cesaban de repetir: «¡Es igualito a los Godard!» Tres deseos, pensó Jean-Nicolas amargamente: convertirte en concejal, casarte con tu prima y nadar en la abundancia.

Al niño le impusieron muchos nombres, porque los padrinos no conseguían ponerse de acuerdo. Jean-Nicolas expuso sus preferencias, ante lo cual la familia cerró filas: puedes llamarlo Lucien o como quieras, pero nosotros lo llamaremos Camille.

El nacimiento de su primogénito fue un acontecimiento muy serio en la vida de Jean-Nicolas. Tenía la sensación de hundirse en un pantano, sin esperanzas de salvación. No es que no estuviera dispuesto a asumir sus responsabilidades, sino que se sentía abrumado por las paradojas de la vida y aterrado ante la certeza de que no había nada constructivo que él pudiera hacer. El niño constituía un problema irresoluble. Parecía inaccesible al proceso de razonamiento legal. Jean-Nicolas le sonreía, y el niño le devolvía la sonrisa, pero no la simpática sonrisa desdentada que esbozan la mayoría de los bebés, sino una sonrisa decididamente irónica. Por otra parte, Jean-Nicolas siempre había creído que los bebés no veían con claridad, pero éste -sin duda se trataba de su imaginación- parecía observarlo con cierta frialdad, lo cual le incomodaba. En el fondo temía que el día menos pensado el bebé se incorporara, le mirara fijamente y exclamara: «¡Capullo!»

Asomado a la ventana, su hijo observa la plaza y comenta todo lo que ve: «Ahí va el cura, ahí está el señor Saulce. Mira, un ratón. Ahora aparece el perro del señor Saulce. ¡Pobre ratón!»

– Bájate de ahí, Camille -dice Jean-Nicolas-. Si te caes a la calle y te haces daño en la cabeza, nunca llegarás a ser un concejal. O puede que sí. ¿Quién lo iba a notar?

Mientras su padre suma las facturas de los proveedores, Camille sigue asomado a la ventana, buscando más carnaza. El cura atraviesa la plaza, el perro se tiende al sol. Un niño aparece con un collar y una cadena, se los coloca al perro y se lo lleva a casa. Al cabo de un rato, Jean-Nicolas levanta la vista y dice:

– Cuando haya terminado de pagar el tejado, estaré arruinado. ¿Me escuchas? Mientras tus tíos sigan impidiendo que me ocupe de casos de mayor envergadura, no podremos llegar a fin de mes sin echar mano de la dote de tu madre, la cual se reservaba para tus estudios. Las niñas no me preocupan, pueden aprender a bordar, o puede que alguien se case con ellas por sus encantos personales. Pero tú tendrás que espabilarte.

– El perro ha vuelto -dice su hijo.

– Bájate inmediatamente de ahí. Y no te portes como un niño mimado.

– ¿Por qué? -pregunta Camille-. ¿Es que no soy un niño?

Su padre cruza la habitación y le obliga a bajarse del asiento de la ventana. El niño lo mira asombrado. Todo le sorprende: las diatribas de su padre, las motas en la cáscara de los huevos, los sombreros de las mujeres y los patos del estanque.

Jean-Nicolas lo sienta ante su mesa. Cuando tengas treinta años, piensa, te sentarás en esta mesa, dejarás a un lado los libros de cuentas para ocuparte de asuntos insignificantes, redactarás, quizá por décima vez en tu carrera, una hipoteca sobre la mansión de Wiège. Cuando cumplas cuarenta y te empiecen a salir canas y estés preocupado por tu hijo mayor, yo tendré setenta años. Me sentaré al sol a contemplar el paisaje, y cuando pasen el señor Saulce y el cura me saludarán educadamente.

¿Qué piensan ustedes sobre los padres? ¿Son importantes, o no? He aquí lo que opina Rousseau al respecto:


La familia es la más antigua de las sociedades, y la única natural. Sin embargo, los hijos permanecen por naturaleza sujetos a su padre sólo en tanto en cuanto lo necesitan para sobrevivir… La familia constituye el primer modelo de sociedad política. El jefe de Estado evoca la imagen de un padre; el pueblo, la de sus hijos.


He aquí otras anécdotas familiares.


El señor Danton tenía cuatro hijas, y un hijo menor que sus hermanas. El señor Danton no sentía nada especial hacia su hijo, salvo quizá un cierto alivio de que fuera varón. A los cuarenta años, el señor Danton falleció. Su viuda estaba embarazada, pero sufrió un aborto.

Posteriormente, el niño, Georges-Jacques, creía recordar a su padre. En su familia se hablaba mucho de los muertos. Él procuraba empaparse de esas conversaciones y las transmutaba haciéndolas pasar por memoria. Los muertos no regresan para quejarse ni para regañarte.

El señor Danton había sido secretario de uno de los tribunales de la localidad. Dejó algo de dinero, unas casas y unas tierras. La señora Danton iba tirando sin grandes problemas. Era una mujer de carácter dominante que no temía enfrentarse a la vida. Los maridos de sus hermanas iban a visitarlos los domingos, para aconsejarla.

Los niños eran incorregibles. Destrozaban las verjas de los vecinos, perseguían a las ovejas y cometían otras tropelías rurales. Cuando su madre o uno de sus tíos les increpaban, contestaban con malos modos. En otras ocasiones se divertían arrojando a otros niños al río.

– ¡Es increíble que unas niñas se comporten de ese modo! -observó el señor Camus, hermano de la señora Danton.

– No son las niñas -replicó ella-. Es Georges-Jacques. Pero qué quieres, tienen que sobrevivir.

– Pero esto no es la selva -objetó el señor Camus-. Esto no es la Patagonia. Es Arcis-sur-Aube.

Arcis es verde; el terreno que lo rodea es llano y amarillo. La vida prosigue a un ritmo pausado. El señor Camus observa al niño, que está asomado a la ventana, tirando piedras al granero.

– Ese niño es un salvaje y está enorme -dice-. ¿Por qué lleva una venda en la cabeza?

– ¿Para qué quieres saberlo? ¿Para meterte con él?

Hace dos días, una de las niñas lo había traído a casa al anochecer. Estuvieron jugando a moros y cristianos en un campo donde había un toro. Ese fue el piadoso comentario que hizo Anne Madeleine. Naturalmente, era muy posible que no todos los mártires de la Iglesia dejaran que un toro los atacara, y que algunos, como Georges-Jacques, se pasearan armados con palos. Tenía la mitad del rostro destrozado por el cuerno del animal. Desesperada, su madre le aplicó una venda bien apretada, confiando en que la carne se juntaría, y otra alrededor de la cabeza para cubrir los chichones y los cortes que tenía en la frente. Durante dos días, Georges-Jacques permaneció encerrado en casa, exhibiendo un aire agresivo y quejándose de que le dolía la cabeza. Eso fue el tercer día.

Veinticuatro horas después de que el señor Camus se hubiera marchado, la señora Danton se acercó a la ventana y vio -como en trance, como si se tratara de una horrible pesadilla- a un labrador que atravesaba los campos transportando el cuerpo inerte de su hijo. Dos perros corrían tras él con el rabo entre las patas, seguidos de Anne Madeleine, la cual gritaba de rabia y desesperación.

La señora Danton corrió a su encuentro y vio que el labrador tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Hay que sacrificar a ese toro -dijo.

Luego entraron en la cocina. Todo estaba manchado de sangre, la camisa del labrador, los perros, el delantal de Madeleine e incluso su cabello. En el suelo había también un reguero de sangre. La señora Danton buscó algo -una manta, un mantel- sobre la que extender el cadáver de su único hijo. El labrador, agotado por el esfuerzo, se apoyó en la pared, dejando en ella una larga mancha rojiza.

– Colóquelo en el suelo -dijo la señora Danton.

Cuando su mejilla rozó las frías losas del suelo, el niño gimió suavemente y la señora Danton comprendió que no estaba muerto. Entretanto, Anne Madeleine repetía con voz monótona el De profundis:

– «Desde la vigilia matutina hasta el anochecer, Israel confía en el Señor.»

Su madre le propinó un bofetón para que se callara. En aquel momento entró un pollo volando y se posó en el pie de la señora Danton.

– No pegue a la niña -dijo el labrador-. Ella lo rescató de debajo de las patas del toro.

Georges-Jacques abrió los ojos y vomitó. Su madre le palpó los brazos y las piernas para comprobar si se había roto algo. Sólo se había partido la nariz. Al respirar, soltaba unas burbujas de sangre.

– No te suenes -le dijo el hombre-, que se te saldrán los sesos por la nariz.

– No te muevas, Georges-Jacques -dijo Anne Madeleine-. Le has dado un buen susto a ese toro. La próxima vez que te vea, saldrá corriendo.

– Ojalá tuviera un marido -se lamentó su madre.


Nadie le había examinado detenidamente la nariz antes del accidente, por lo que nadie podía asegurar que no la tuviera torcida antes de que se produjera el percance. Aparte de eso, el cuerno del toro le había dejado una cicatriz que le atravesaba la mejilla y que formaba una hendidura violácea en su labio superior.

Al año siguiente contrajo la viruela, lo mismo que sus hermanas, aunque afortunadamente todos se salvaron. Su madre no creía que las marcas de viruela influyeran en su aspecto. Georges era tan feo que la gente se volvía para mirarlo.

Cuando Georges-Jacques cumplió diez años, su madre contrajo nuevas nupcias con Jean Recordain, un comerciante de la localidad. Era viudo, con un hijo (de carácter sosegado) al que debería criar. Aunque era un tanto excéntrico, la madre de Georges estaba segura de que sería muy feliz con él. Georges empezó a asistir a la escuela local. No tardó en descubrir que era capaz de aprenderlo todo con poco esfuerzo, lo cual le permitía disponer del suficiente tiempo libre para seguir cultivando sus aficiones. Un día le pasó por encima toda una piara de cerdos, ocasionándole varias contusiones y heridas, además de dejarle un par de cicatrices que quedaron ocultas bajo su espesa pelambrera.

– Es la última vez que permito que un animal me pisotee -dijo-. Tanto si tiene dos patas como cuatro.

– Roguemos a Dios para que así sea -respondió piadosamente su padrastro.


Pasó un año. Un día, Georges cayó enfermo. Tenía mucha fiebre y no cesaba de tiritar. Cuando tosía arrojaba unos esputos sanguinolentos, y en su pecho sonaba un ruido bronco y áspero.

– Es posible que tenga los pulmones dañados -dijo el médico-. Son ya muchas las veces que se ha roto las costillas. Lo siento. Les recomiendo que avisen al sacerdote.

El sacerdote acudió para administrarle la extremaunción. Pero Georges no murió aquella noche. Tres días más tarde seguía en estado de coma. Su hermana Marie-Cécile organizó unos turnos de oraciones, reservándose el más pesado: desde las dos de la mañana hasta el amanecer. El salón se llenó de parientes que intentaban consolar a su madre. De vez en cuando se producía un silencio, roto por el vocerío de todos los presentes tratando de hablar al mismo tiempo. Las noticias sobre el estado de Georges iban de una habitación a otra.

Al cuarto día, Georges se incorporó y reconoció a su familia. Al quinto, empezó a bromear y tenía tanta hambre que pidió abundantes raciones de comida.

El médico afirmó que ya estaba fuera de peligro.

Su madre había decidido abrir la tumba familiar y enterrarlo junto a su padre. El ataúd, que habían colocado en un cobertizo, fue devuelto. Por fortuna, sólo habían pagado un depósito por él.

Mientras Georges-Jacques permanecía convaleciente, su padrastro viajó a Troyes. A su regreso anunció que había decidido enviar al muchacho a un seminario.

– ¡Mentecato! -dijo su mujer-. Lo que pretendes es quitártelo de encima, confiésalo.

– No tengo tiempo para ocuparme de mis inventos -protestó Recordain-. Vivo en un campo de batalla. Cuando no le pisotean unos cerdos, pilla una pulmonía. ¿A quién se le ocurre bañarse en el río en noviembre? Los ciudadanos de Arcis no tienen por qué saber nadar. Es un chico muy difícil.

– Tienes razón, quizá podría ser sacerdote -dijo su mujer en tono conciliador.

– Ya lo imagino rodeado de sus feligreses -terció el tío Camus-. Quizá lo envíen a una cruzada.

– No sé de quién habrá heredado su inteligencia -dijo su mujer-. En mi familia no hay nadie inteligente.

– Gracias -protestó su hermano.

– Claro que el hecho de ingresar en un seminario no presupone que tenga que hacerse sacerdote. También podría ser abogado. Hay varios abogados en la familia.

– ¿Y si no está de acuerdo con el veredicto? No quiero ni pensarlo.

– De todos modos -dijo la mujer-, prefiero que se quede en casa uno o dos años más. Me gusta tenerlo junto a mí.

– Como quieras -respondió su marido. Jean Recordain era un hombre bonachón que satisfacía a su mujer obedeciéndola en todo. Buena parte del tiempo lo pasaba encerrado en un cobertizo, inventando una máquina para tejer algodón. Decía que aquella máquina cambiaría el mundo.

Su hijastro tenía catorce años cuando se trasladaron a Troyes, vieja ciudad catedralicia de gente pacífica. Allí los animales no pisoteaban a la gente, ni los sacerdotes permitían a los chicos bañarse en el río. Todo parecía indicar, por tanto, que Georges-Jacques lograría sobrevivir.

Más tarde, cuando recordaba su adolescencia, siempre decía que había sido muy feliz.


En estos momentos, bajo una luz más débil, más gris, más del norte, se celebran unos esponsales. Es el 2 de enero, y los escasos asistentes se felicitan el año nuevo.

La historia de amor de Jacqueline Carraut ocupó la primavera y el verano de 1757, y el día de san Miguel, el 29 de septiembre, se enteró de que estaba embarazada. Jacqueline jamás cometía un error. O, por lo menos, sólo cometía errores graves.

En vista de que su novio se mostraba más frío hacia ella, y dado que su padre era un hombre colérico, Jacqueline decidió ensanchar los corpiños de sus vestidos y no decir palabra. Cuando se sentaba a la mesa, jugueteaba un rato con la comida y luego se la daba al terrier que estaba sentado junto a sus faldas. Llegó adviento.

– Si me lo hubieras dicho antes -dijo su novio-, mi familia sólo habría protestado de que un Robespierre se casara con la hija de un cervecero. Ahora, con esta barriga, encima se armará un escándalo.

– Es el fruto de nuestro amor -dijo Jacqueline. No era una joven romántica, pero se sentía obligada a mantener el tipo. Así pues, una vez ante el altar, sostuvo la cabeza bien alta y miró a todos de frente. Es decir, a su familia, porque los Robespierre se quedaron en casa.

François tenía veintiséis años y un brillante porvenir como abogado; era uno de los mejores partidos de la localidad. Los Robespierre llevaban en la comarca de Arras desde hacía trescientos años. No tenían dinero, pero eran muy orgullosos. Jacqueline estaba impresionada por cómo vivían sus suegros. En casa de su padre, el cervecero, quien no dejaba de quejarse en todo el día ni de regañar a sus empleados, comían unos buenos bistecs. Los Robespierre, en cambio, se comportaban con exquisita educación y comían sopa.

Puesto que la consideraban una muchacha fuerte y robusta, como todas las de su procedencia social, le servían unos gigantescos platos de sopa. Incluso le ofrecían cerveza de la que fabricaba su padre. Pero Jacqueline no era ni fuerte ni robusta, sino frágil y delicada. Ha tenido suerte de casarse con un Robespierre, decía la gente con envidia. Así no tendrá que trabajar. Parecía una figurita de porcelana, un tanto deforme debido a su estado.

François había cumplido con su deber y se había casado con ella; pero cuando abrazó su cuerpo entre las sábanas, volvió a experimentar la misma pasión visceral que antes. Se sentía atraído por el nuevo corazón que latía en su pecho, por la primitiva curva de sus costillas. Le fascinaba su piel suave y diáfana. Le encandilaban sus grandes y miopes ojos verdes, cuya mirada ella sabía suavizar o endurecer, como un gato. Cuando hablaba, sus palabras eran como unas pequeñas garras que se le clavaban en la carne.

– Por sus venas sólo corre sopa -dijo Jacqueline-. Si les hicieras un corte, sangrarían buenos modales. Gracias a Dios que mañana nos instalamos en nuestra propia casa.

Fue un invierno crudo y tenso. Las dos hermanas de François iban a visitarlos a menudo, pero se sentían violentas. El hijo de Jacqueline nació el 6 de mayo, a las dos de la mañana. Más tarde, la familia se reunió alrededor de la pila bautismal. El padre de François fue el padrino e impusieron al niño su nombre, Maximilien. Era un nombre tradicional en la familia, según informó a la madre de Jacqueline, una familia sólida a la que ahora pertenecía su hija.

A lo largo de los cinco años siguientes nacieron otros tres niños de ese matrimonio. Jacqueline estaba siempre indispuesta y asustada. Tenía la impresión de hallarse continuamente en estado.


Aquel día la tía Eulalie les leyó un cuento. Se llamaba «La zorra y el gato». Leía precipitadamente, pasándose algunas hojas. Maximilien pensó que si eso lo hubiera hecho un niño, habría recibido un bofetón. Para colmo, era su libro favorito.

La tía Eulalie se parecía a la zorra del cuento, cuando alzaba la cabeza para escuchar atentamente, con aire preocupado. Aburrido, Maximilien se sentó en el suelo y se puso a jugar con el puño de encaje de su tía. Su madre sabía hacer labores de encaje.

Le extrañó que su tía Eulalie no le regañara por sentarse en el suelo, y lo interpretó como un signo de mal presagio.

De pronto su tía se detuvo bruscamente. Arriba, Jacqueline se estaba muriendo. Sus hijos todavía no lo sabían.

Habían despedido a la comadrona, pues era una inútil. En estos momentos se encontraba en la cocina, comiendo queso y atemorizando a la sirvienta con sus macabras historias. Habían avisado al médico, con el que François sostenía una acalorada disputa. La tía Eulalie se levantó de un salto y cerró la puerta, pero aun así se oían sus voces. Luego siguió leyendo con voz entrecortada, mientras con su blanca y delicada mano mecía la cuna del pequeño Augustin.

– No veo cómo sacar a la criatura si no es rajando a la madre -dijo el médico. No le gustaba emplear esa palabra, pero no había más remedio-. Quizá pueda salvar al niño.

– Quiero que la salve a ella -dijo François.

– Si no hago nada morirán los dos.

– No me importa que muera la criatura, pero salve a la madre.

Eulalie empezó a mecer la cuna apresuradamente, y Augustin rompió a llorar. Afortunadamente para él, ya había nacido.

Los dos hombres seguían peleándose.

– ¡Para eso podía haber avisado al carnicero! -gritó François.

La tía Eulalie se levantó de su asiento, y el libro se deslizó de sus manos y cayó al suelo.

– ¡Por Dios! -gritó mientras corría escaleras arriba-. Bajad la voz. Los niños están oyéndolo todo.

Maximilien cogió el libro y alisó las páginas que había doblado su tía mientras contemplaba las ilustraciones de la zorra y el gato, la tortuga y la liebre, el astuto cuervo y el oso. Luego colocó la rechoncha mano de su hermana sobre la cuna y dijo:

– Anda, mécelo un rato.

Su hermana le miró fijamente y preguntó:

– ¿Por qué?

La tía Eulalie pasó junto a Maximilien sin reparar en él, con la frente perlada de sudor. El niño subió la escalera y vio a su padre sentado en un sillón, llorando, con la cara oculta entre las manos. El médico abrió su maletín y dijo:

– Dónde habré puesto los fórceps… Al menos lo intentaré. A veces sale bien.

Maximilien abrió la puerta del dormitorio y entró. Las ventanas estaban cerradas, como para impedir que penetrara la brisa estival y la fragancia de los jardines y los campos. En la chimenea ardía un fuego, y junto a ella había una cesta con varios troncos. El calor era inmediato y visible. El cuerpo de su madre yacía envuelto en una sábana blanca, con la cabeza apoyada en unas almohadas y el cabello recogido con una cinta. Su madre le miró sin volver la cabeza, sonriendo débilmente. La piel alrededor de su boca tenía un tono grisáceo. Sus ojos parecían advertirle que dentro de poco se separaría de él.

Maximilien se encaminó hacia la puerta. Antes de salir se giró y alzó la mano en un gesto de solidaridad. En el pasillo se topó con el médico, que se había quitado la chaqueta y la llevaba colgando del brazo, como si esperara que alguien se la cogiera y la colgara en algún sitio.

– Si me hubieran avisado hace unas horas… -dijo el médico.

François había desaparecido.

En aquel momento llegó el sacerdote.

– Si el niño asoma la cabeza -dijo-, lo bautizaré.

– Si el niño asomara la cabeza, no tendríamos ningún problema -replicó el médico.

– O un brazo o una pierna. La Iglesia lo permite.

Eulalie entró de nuevo en la habitación.

– Aquí hace un calor sofocante -dijo-. No creo que le convenga a la parturienta.

– Tampoco le conviene pillar un resfriado -contestó el médico-. Aunque de todos modos…

– En tal caso le administraré la extremaunción -dijo el sacerdote-. Traigan una mesa.

Abrió su maletín y sacó un paño blanco y unas velas. La gracia de Dios en versión portátil.

– Saquen de aquí a ese niño -dijo el médico, indicando a Maximilien.

Eulalie lo cogió en brazos. Mientras bajaban la escalera, Maximilien sintió el áspero roce del vestido contra su mejilla.

Eulalie los condujo hacia la puerta principal.

– Poneos los guantes -dijo-. Y los sombreros.

– Hace calor -protestó Maximilien-. No queremos los guantes.

– Haced lo que os digo -insistió Eulalie.

Salieron seguidos de la nodriza, que llevaba al pequeño Augustin en brazos como si fuera un saco de patatas.

– Cinco niños en seis años -dijo ésta a Eulalie-. No me extraña que se esté muriendo.

Se dirigieron a casa del abuelo Carraut. Más tarde, la tía Eulalie les dijo que debían rezar por su hermanito. La abuela preguntó muy bajo, sin apenas mover los labios, si el bebé había sido bautizado. La tía Eulalie sacudió la cabeza y contestó en el mismo tono:

– Ha nacido muerto.

Maximilien se estremeció, y la tía Eulalie se inclinó para darle un beso.

– ¿Cuándo puedo volver a casa? -preguntó el niño.

– Pasarás unos días con tu abuela, hasta que tu madre se haya restablecido.

Pero Maximilien recordaba la piel grisácea en torno a su boca y comprendía lo que su madre había tratado de decirle: pronto me meterán en un ataúd y me enterrarán.

¿Por qué se empeñaban en mentirle?

Maximilien empezó a contar los días. Las tías Eulalie y Henriette iban y venían constantemente. Les extrañaba que el niño no preguntara por su madre.

– Maximilien no pregunta por su madre -dijo Henriette a la abuela Carraut.

– Es un niño muy frío -respondió su abuela.

Pero él siguió contando los días hasta que decidieron decirle la verdad. Al noveno día, mientras los niños desayunaban, entró su abuela y dijo:

– Debéis ser muy valientes. Vuestra madre se ha ido a vivir con Jesús.

Con el Niño Jesús, pensó Maximilien.

– Ya lo sé -dijo.

En aquella época tenía seis años. El viento agitaba las cortinas blancas del balcón, y un gorrión se posó en la barandilla. Dios, rodeado de vaporosas nubes, les observaba desde un cuadro colgado en la pared.


Dos días más tarde, su hermana Charlotte se detuvo ante el ataúd, señalándolo con el dedo, mientras su hermana pequeña, Henriette, permanecía sentada en un rincón, malhumorada porque nadie le hacía caso.

– Si quieres te leeré un cuento -dijo Maximilien a Charlotte-. Pero no ese libro de animales. Es demasiado infantil.

Más tarde, su tía Henriette lo alzó para que pudiera contemplar el cuerpo de su madre antes de que cerraran el ataúd.

– Yo no quería que la viera -dijo su tía, girando la cabeza-. Pero la abuela Carraut insistió.

Maximilien sabía perfectamente que aquel cadáver con la nariz aguileña y las manos blancas como la cera era su madre.

De pronto, la tía Eulalie salió corriendo de la casa y exclamó:

– ¡François, te lo ruego!

Maximilien corrió tras ella y vio a su padre alejarse sin volver la cabeza ni siquiera una vez. La tía Eulalie cogió al niño de la mano y lo llevó hacia la casa.

– Tiene que firmar el certificado de defunción -dijo-. Pero se niega en redondo. ¿Qué vamos a hacer?

Al día siguiente regresó François. Apestaba a coñac, y el abuelo Carraut dijo que era evidente que había estado con una mujer.

Durante los meses siguientes, François se dio a la bebida. No atendía a sus clientes, y éstos se buscaron otro abogado. Un día hizo la maleta y dijo que se marchaba para siempre.

El abuelo y la abuela Carraut confesaron que nunca les había caído bien. Dijeron que no tenían nada contra los Robespierre pues eran gente decente, pero que François era un canalla. Al principio hicieron ver que estaba ocupado con un complicado caso en otra ciudad. De vez en cuando regresaba, generalmente para pedir dinero. Los abuelos Robespierre -«a nuestros años»- no se sentían capaces de ofrecer a sus nietos un hogar. El abuelo Carraut se hizo cargo de los dos chicos, Maximilien y Augustin, y las tías Eulalie y Henriette, que estaban solteras, de las niñas.

Cierto día, Maximilien descubrió, o le dijeron, que había sido concebido antes del matrimonio. A partir de entonces es posible que achacara las desgracias de su familia a esa circunstancia, pero lo cierto es que durante el resto de su vida no volvió a mencionar a sus padres.


En 1768 François de Robespierre regresó a Arras tras una ausencia de dos años. Dijo que había estado en el extranjero pero no especificó en qué lugar, ni cómo se había ganado la vida. Fue a casa del abuelo Carraut para ver a su hijo. Maximilien les oyó discutir a través de la puerta.

– Dices que nunca has conseguido superarlo -dijo el abuelo Carraut-. ¿Te has parado a pensar en si tu pobre hijo lo ha superado? Es su viva imagen. No es un niño fuerte, como tampoco lo era su madre. Tú lo sabías cuando le obligaste a tener un hijo tras otro. Yo me ocupo de alimentar a tus hijos, de vestirlos y de educarlos como buenos cristianos.

Su padre lo encontró muy delgado para su edad. Conversó con él durante unos minutos, pero era evidente que se sentía tenso e incómodo. Al despedirse, le dio un beso en la frente. Su aliento apestaba a alcohol. El niño se apartó bruscamente. François parecía decepcionado. Quizá esperaba que se arrojara en sus brazos.

Más tarde, el niño, que había aprendido a dosificar sus emociones, sintió ciertos remordimientos.

– ¿Ha venido papá a verme? -le preguntó a su abuelo.

– No seas ingenuo -contestó el anciano-. Ha venido a pedir dinero.

Maximilien no causaba ningún problema a sus abuelos. Era un chico dócil y obediente. Sentía afición por la lectura y tenía unas palomas en el jardín. Sus hermanas iban a verlo los domingos, y él dejaba que acariciaran -suavemente, con un dedo- a las palomas.

Las niñas le suplicaron que les regalara una paloma. Ya os conozco, dijo Maximilien, os cansaréis de ella a los dos días. No es una muñeca, tenéis que darle de comer y limpiar la jaula. Pero sus hermanas insistieron e insistieron, hasta que al fin cedió. La tía Eulalie compró una bonita jaula dorada.

Al cabo de unas semanas, la paloma murió. Se dejaron la jaula en el jardín, y se desencadenó una tormenta. Maximilien imaginaba al pobre pájaro arrojándose contra los barrotes, con las alas rotas. Charlotte le dio la noticia sollozando amargamente, pero Maximilien sabía que a los cinco minutos ya no se acordaría de la paloma.

– Dejamos la jaula fuera para que se sintiera libre -dijo gimoteando.

– Pero no era libre. Teníais que cuidarla. Ya os lo advertí.

Pero ello no le sirvió de consuelo, sino que le dejó un sabor amargo en la boca.

Su abuelo le dijo que cuando fuera mayor se ocuparía del negocio. Solía llevar al chico a la fábrica, para que fuera conociendo las diversas operaciones que requería la elaboración de la cerveza y para que charlara con los operarios. Pero al chico no le interesaba el negocio de la cerveza. Su abuelo dijo que, dado que era más intelectual que práctico, podría hacerse sacerdote.

– Augustin se encargará del negocio -dijo-. O puede que lo venda. Yo no soy un sentimental. Existen otras profesiones aparte de la de cervecero.

Cuando Maximilien cumplió diez años, sus abuelos pidieron al abate de Saint-Waast que hablara con él y le orientara respecto a su futuro. Al abate no le cayó simpático Maximilien. Pese a sus excelentes modales, no parecía tener en cuenta sus opiniones, como si estuviera distraído pensando en otras cosas. Sin embargo, parecía un chico muy inteligente. El abate pensó que no era culpable de sus desgracias y decidió ayudarle. Había asistido tres años a la escuela de Arras, y sus maestros aseguraban que era muy aplicado y estudioso.

El abate logró que le concedieran una beca nada menos que en el Louis-le-Grand, el mejor colegio del país, donde estudiaban los hijos de la aristocracia y en el que un chico sin fortuna podía llegar a ser alguien. El abate le recomendó que estudiara con ahínco, que obedeciera a sus superiores y que se mostrara agradecido.

– Espero que me escribas con frecuencia -dijo Maximilien a su tía Henriette.

– Por supuesto.

– Y mis hermanas también.

– Desde luego.

– En París tendré muchos amigos.

– Eso espero.

– Y cuando sea mayor, me haré cargo de mis hermanas y de mi hermano. No tendrán que depender de nadie más.

– ¿Has olvidado a tus viejas tías?

– También me ocuparé de vosotras. Viviremos en una gran casa, y no nos pelearemos nunca.

Henriette no estaba convencida de que el chico debiera ir a París. Aunque había cumplido doce años, era un niño un tanto enclenque y tímido; temía que cuando abandonara la casa de su abuelo, nadie le hiciera caso.

Pero no, por supuesto que debía ir. No podía desaprovechar una oportunidad como ésa ni permanecer toda la vida pegado a las faldas de sus tías. Le recordaba a la pobre Jacqueline; tenía los mismos ojos que su madre, de un color verde mar, que parecían atrapar la luz. Nunca me cayó mal, pensó Henriette. Tuvo la desgracia de estar delicada del corazón.

Durante el verano de 1769, Maximilien se esforzó en perfeccionar el latín y el griego. Pidió a la hija de una vecina, una niña mayor que él, que cuidara de sus palomas durante su ausencia. En octubre, partió hacia París.


En Guise, bajo la atenta mirada de Viefville, la carrera de maître Desmoulins avanzaba a buen ritmo. Le habían ascendido a magistrado. Por las noches, después de cenar, él y Madeleine conversaban un rato, mirándose tiernamente a los ojos. El dinero escaseaba.

En 1767, cuando Armand empezaba a dar sus primeros pasos y Anne Clothilde era todavía un bebé, Jean-Nicolas dijo a su esposa:

– Creo que debemos enviar a Camille a la escuela.

Camille había cumplido los siete años y seguía a su padre por toda la casa, parloteando sin cesar, como todos los Viefville.

– Debería ir a Cateau-Cambrésis -dijo Jean-Nicolas-, con sus primos. Al fin y al cabo no está lejos de aquí.

Madeleine andaba siempre muy atareada. Su hija mayor estaba continuamente enferma, las criadas se aprovechaban y el exiguo presupuesto familiar requería grandes economías. Aparte de sus ocupaciones como ama de casa, Jean-Nicolas le exigía que tuviera en cuenta sus sentimientos.

– ¿No es un poco joven para esforzarse en conseguir las ambiciones que tú nunca conseguiste alcanzar? -preguntó a su marido.

Lo cierto es que Jean-Nicolas era un hombre amargado. Había renunciado a sus sueños.

Dentro de unos años, otros jóvenes abogados le preguntarían por qué se había conformado con permanecer en Guise pudiendo aprovechar su talento para abrirse camino en otro lugar. Y él respondería secamente que su provincia le bastaba y sobraba, y que no se metieran en sus asuntos.


En octubre enviaron a Camille a Cateau-Cambrésis. Poco antes de Navidad, recibieron una efusiva carta del rector relatándoles los asombrosos progresos de Camille. Jean-Nicolas la agitó ante las narices de su mujer y exclamó:

– ¿No te lo dije? Yo estaba en lo cierto.

Pero a Madeleine le preocupaba el tono de la carta.

– Es como si te dijeran que tu hijo es muy atractivo e inteligente aunque sólo tenga una pierna -dijo.

Jean-Nicolas lo interpretó como una broma de su mujer. Hacía pocos días, ésta le había acusado de no tener imaginación ni sentido del humor.

Al cabo de unas semanas Camille regresó a casa. Sus padres se quedaron estupefactos al comprobar que tartamudeaba. Madeleine se encerró en su habitación y pidió que le sirvieran las comidas allí. Camille dijo que los reverendos habían sido muy amables con él y afirmó que él tenía la culpa de su defecto. Su padre, para animarlo, dijo que no era un defecto sino más bien un inconveniente. Camille insistió en que era el único culpable y preguntó fríamente cuándo podía regresar a la escuela, ya que allí nadie reparaba en su defecto ni le criticaban. Jean-Nicolas se puso en contacto con Cateau-Cambrésis y exigió al rector que le explicara por qué su hijo tartamudeaba ahora. El sacerdote contestó que cuando llegó a la escuela ya presentaba ese defecto, pero Jean-Nicolas le aseguró que cuando se marchó de casa no lo hacía.

Al fin, ambos llegaron a la conclusión de que Camille debió perder su fluidez de palabra en el viaje, como si se tratara de una maleta o de unos guantes. Nadie tenía la culpa; son cosas que pasan.

En 1770, cuando Camille cumplió diez años, los sacerdotes aconsejaron a su padre que lo sacara de la escuela porque no podían prestarle la atención que su progreso merecía.

– Quizá deberíamos ponerle un tutor. Un hombre culto y educado -dijo Madeleine.

– ¿Estás loca? -le espetó su marido-. ¿Acaso me has tomado por un duque? ¿Por un magnate del algodón inglés? ¿Crees que poseo una mina de carbón? ¿Que estoy rodeado de siervos?

– No -contestó su esposa-. Sé perfectamente quién eres. No me hago ilusiones.

Fue un De Viefville quien les brindó la solución.

– Sería una lástima dejar que vuestro hijo desperdiciara su inteligencia por falta de dinero. Al fin y al cabo -dijo groseramente-, tú, Jean-Nicolas, nunca llegarás a nada, pero el niño es encantador y espero que cuando sea mayor deje de tartamudear. Debemos pensar en una beca. Si pudiéramos enviarlo al Louis-le-Grand, no nos costaría mucho dinero.

– ¿Crees que lo admitirían?

– Según me han dicho, es un chico extraordinariamente inteligente. Cuando sea abogado, será el orgullo de la familia. La próxima vez que mi hermano vaya a París, le pediré que os haga ese favor. ¿Qué más puedo decir?

La esperanza de vida en Francia ha aumentado hasta casi los veintinueve años.


El colegio Louis-le-Grand era una institución muy antigua. Había sido dirigido por jesuitas, pero cuando fueron expulsados de Francia los sustituyeron los oratorianos, una orden más ilustrada. Entre sus alumnos se contaban varios personajes célebres como Voltaire, que por entonces estaba exiliado, y el marqués de Sade, que permanecía encerrado en uno de sus castillos mientras su esposa trataba de conseguir que le conmutaran la sentencia por envenenamiento y sodomía.

El colegio estaba ubicado en la rue Saint-Jacques, separado de la ciudad por unos sólidos muros y una enorme verja de hierro. En el edificio reinaba un frío polar pues sólo encendían las chimeneas cuando se formaba una capa de hielo sobre el agua bendita de la capilla. En invierno los alumnos salían temprano, cogían unos témpanos de hielo y los metían en las pilas del agua bendita, confiando en que el rector se diera por enterado. Por las habitaciones corría un aire gélido, junto con algunas ráfagas de frases pronunciadas en lenguas muertas.

Maximilien de Robespierre llevaba un año en el colegio.

Al llegar, le recomendaron que estudiara con ahínco para agradecerle así al abate el gran favor que le había hecho. Le dijeron que no se preocupara si los primeros días añoraba a su familia, pues le pasaría pronto. En cuanto llegó, Maximilien se apresuró a anotar todo lo que había visto durante el viaje, para no olvidarlo. Los verbos se conjugaban en París del mismo modo que en Artois. Si uno prestaba atención a los verbos, todo iba bien. Era un estudiante aplicado y sus profesores estaban muy satisfechos de él. Pero no tenía amigos.

Un día se le acercó un alumno mayor que él, llevando de la mano a un niño de corta edad.

– Oye, tú -dijo el chico mayor (sus compañeros solían fingir que no recordaban su nombre).

– ¿Es a mí? -preguntó Maximilien, sin girarse, en un tono entre amable y ofensivo que dominaba a la perfección.

– Quiero que te ocupes de este niño que nos han mandado. Creo que es de tu pueblo, de Guise.

Esos ignorantes parisienses no saben distinguir un lugar de otro, pensó Maximilien.

– Guise está en Picardía -respondió-. Yo soy de Arras. Arras está en Artois.

– ¿Y qué más da? Aunque sé que estás muy ocupado con tus estudios superiores, espero que tengas tiempo de enseñarle la escuela.

– De acuerdo -contestó Maximilien, girándose para contemplar al niño. Era muy guapo y tenía el cabello muy oscuro.

– ¿Adónde te apetece ir? -le preguntó.

En aquel momento apareció el padre Herivaux, tiritando de frío. Al verlos, se detuvo y dijo:

– Me alegro de verlo, Camille Desmoulins.

El padre Herivaux era un eminente clasicista, y procuraba estar al tanto de todo. Una beca no impedía que penetrara el frío viento otoñal; y las cosas seguramente empeorarían.

– Tengo entendido que tiene diez años -dijo el reverendo.

El niño asintió.

– Y que es muy espabilado para su edad.

– Sí -respondió el niño.

El padre Herivaux se mordió el labio y se alejó apresuradamente. Maximilien se quitó las gafas y se frotó los ojos.

– Procura decir «sí, padre» -dijo-. Es lo habitual. No contestes con la cabeza, no les gusta. Y cuando te pregunten si eres inteligente, convendría que fueras un poco más modesto. Debes responder «hago lo que puedo, padre», o algo por el estilo.

– O sea que hay que lamerles las botas -dijo el niño.

– Sólo pretendía aconsejarte, basándome en mi experiencia -contestó Maximilien.

Se puso de nuevo las gafas y observó al niño fijamente. De pronto se acordó de la paloma, atrapada en la jaula. Le parecía tocar sus plumas, suaves y muertas, y los huesecillos de su cuerpo. Sintió un estremecimiento y se limpió la mano en la chaqueta.

El niño tartamudeaba, lo cual le hacía sentirse incómodo. Aquella situación le enojaba profundamente. Temía que las cosas se complicasen y que pudiera perder el modus vivendi que había logrado.


Cuando regresó a Arras para pasar las vacaciones de verano, Charlotte observó:

– Apenas has crecido.

Todos los años hacía el mismo comentario.

Sus profesores lo tenían en gran estima. Es tosco y carece de estilo, decían, pero siempre dice la verdad.

Maximilien no sabía qué opinaban sus compañeros de él. Si le hubieran preguntado qué tipo de persona creía ser, hubiera contestado que era un chico inteligente, sensible, paciente y desprovisto de encanto. Pero, lógicamente, ignoraba si los demás opinaban lo mismo.

No recibía muchas cartas de casa. Charlotte le escribía con frecuencia, contándole pequeñas aventuras y anécdotas. Maximilien guardaba sus cartas un par de días, y luego las tiraba a la basura.

Camille Desmoulins recibía carta de su familia dos veces a la semana. Eran unas cartas larguísimas, que solía leer en voz alta para entretenimiento de sus compañeros. Les explicó que puesto que le habían enviado a la escuela cuando tenía siete años, sabía más cosas sobre su familia por las cartas que le escribían que por haber convivido con ellos. Los episodios eran como los capítulos de una novela, y a medida que los leía, sus amigos empezaron a creer que sus parientes eran como unos «personajes» de fábula. En ocasiones, sus amigos se echaban a reír como locos cuando les leía frases parecidas a «Tu padre confía en que te hayas confesado», que no cesaban de repetir durante varios días. Camille les explicó que su padre estaba escribiendo una Enciclopedia de Derecho, probablemente para no tener que conversar con su madre por las noches. Quizá su padre se encerraba en su cuarto con la Enciclopedia, y se ponía a leer lo que el padre Proyart denominaba «libros peligrosos». Camille contestaba puntualmente a las cartas, llenando numerosos folios con su curiosa caligrafía. Guardaba todas las cartas para publicarlas más adelante.

– Tenga presente, Maximilien -le dijo un día el padre Herivaux-, que la gente le tomará por lo que aparente. Por tanto, procure dar la impresión de ser un hombre de valía.

Eso nunca había supuesto un problema para Camille. Tenía la habilidad de trabar amistad con alumnos mayores que él y muy bien relacionados. Uno de ellos se llamaba Stanislas Fréron, un chico que tenía cinco años más que él y al que habían puesto el nombre de su padrino, el rey de Polonia. Los Fréron eran muy ricos y cultos, y un tío suyo era un conocido enemigo de Voltaire. A los seis años le habían llevado a Versalles, donde recitó una poesía para las señoras Adelaide, Sophie y Victoire, hijas del anciano rey, que jugaron con él y le dieron unos caramelos.

– Cuando seas mayor -dijo Fréron a Camille-, te presentaré a mis amigos y te ayudaré a hacer carrera.

¿Se sentía agradecido Camille con Fréron? En absoluto. Por el contrario, lo despreciaba y lo llamaba «Conejo». En Fréron empezó a desarrollarse una desmedida sensibilidad. Se ponía ante el espejo, y examinaba su rostro con detenimiento para comprobar si, efectivamente, tenía dientes de conejo o aspecto tímido.

Otro de sus amigos era Louis Suleau, un chico un tanto irónico, que sonreía cuando los jóvenes aristócratas criticaban a la nobleza. Es increíble, decía Suleau, ver cómo algunas personas se dedican a socavar la tierra que pisan. No tardará en estallar una guerra -dijo a Camille-, y tú y yo nos encontraremos en bandos distintos. Así que más vale que ahora procuremos llevarnos bien.

– No quiero volver a confesarme -anunció un día Camille al padre Herivaux-. Si me obliga a ello, fingiré que soy otra persona y me inventaré los pecados.

– Sea razonable -respondió el padre Herivaux-. Cuando cumpla dieciséis años, podrá renegar de su fe. Es la edad en que se suele hacer.

Cuando cumplió dieciséis, años Camille ya tenía nuevas aficiones e intereses. Maximilien de Robespierre le preguntó un día:

– ¿Cómo consigues salir de aquí?

– No es la Bastilla. A veces salgo tranquilamente por la puerta; otras trepo por el muro. ¿Quieres que te enseñe cómo lo hago, o prefieres no saberlo?

Dentro de los muros hay una nutrida comunidad intelectual. Fuera, las bestias se pasean frente a la verja de hierro. Parece como si unos seres humanos hubieran sido enjaulados, mientras que afuera los animales salvajes campan a sus anchas y realizan actividades humanas. La ciudad apesta a riqueza y corrupción; los mendigos piden limosna en la calle, el verdugo tortura a los reos en público, se cometen robos y asesinatos a plena luz del día. Lo que Camille halla fuera de los muros le excita y escandaliza al mismo tiempo. Es una ciudad maldita, dice, dejada de la mano de Dios; un lugar de insidiosa depravación espiritual al que aguarda un futuro apocalíptico. La sociedad en la que Fréron se propone introducirlo es como un gigantesco y venenoso organismo a punto de sucumbir; las personas como tú, dice a Maximilien, sois las únicas capaces de gobernar el país.

– Ya verás lo que es bueno cuando el padre Proyart sea nombrado rector -comentó Camille, excitado ante semejante perspectiva-. Acabará con nosotros.

Curiosamente, pensó Maximilien, Camille creía que cuanto peor se pusieran las cosas, mejor para todos.


Pero el padre Proyart no fue nombrado rector, sino el padre Poignard d’Enthienloye, un hombre de temperamento sosegado, liberal e inteligente. Le alarmaba el espíritu de rebeldía que se había apoderado de los alumnos.

– El padre Proyart dice que forma usted parte de una «pandilla» -dijo a Maximilien-. Que son unos anarquistas y unos puritanos.

– El padre Proyart me tiene manía -contestó Maximilien-. Creo que le da excesiva importancia al asunto.

– El asunto la tiene. Pero no nos andemos con rodeos. Debo leer mi discurso de aceptación del cargo dentro de media hora.

– ¿Dice que somos puritanos? Pues debería alegrarse.

– Si hablaran ustedes todo el tiempo sobre mujeres lo comprendería, pero dice que sólo hablan de política.

– Es cierto -respondió Maximilien. Estaba dispuesto a tener en cuenta los problemas de sus superiores-. Teme que estos altos muros no puedan impedir que se filtren las ideas de los norteamericanos. Y tiene razón.

– Cada generación tiene sus pasiones. Es natural. A veces creo que nuestro sistema educativo es erróneo. Les arrebatamos su niñez, forzamos sus ideas en este ambiente de invernadero y les instruimos en un clima de despotismo. -Dicho esto, el sacerdote suspiró; las metáforas le deprimían.

Maximilien consideró unos instantes la posibilidad de encargarse de la fábrica de cerveza; al menos no necesitaría estudios clásicos.

– ¿Cree usted que es preferible no dar esperanzas a la gente? -preguntó al nuevo rector.

– Creo que es una lástima azuzar su inteligencia y luego advertirles de que no pueden pasar de aquí -contestó el sacerdote, alzando una mano-. No podemos ofrecer a un joven como usted los privilegios de que gozan los que nacen ricos y nobles.

– Ya lo sé -contestó Maximilien sonriendo.

El rector no alcanzaba a comprender por qué el padre Proyart la tenía tomada con este chico. No era agresivo ni descarado.

– ¿Qué piensa hacer, Maximilien? ¿A qué quiere dedicarse? -El rector sabía que de acuerdo con las condiciones de la beca, el muchacho debía licenciarse en medicina, teología o jurisprudencia-. Tengo entendido que desea ser sacerdote.

– Eso es lo que quiere mi familia -respondió Maximilien.

El chico es respetuoso, pensó el rector, y tiene en cuenta las opiniones de los demás, aunque al fin hará lo que a él le dé la gana.

– Mi padre era abogado, quizá siga sus pasos -prosiguió Maximilien-. Tengo que regresar a casa. Soy el mayor de los hermanos, ¿comprende?

El rector sabía que la familia de Maximilien había desembolsado una pequeña cantidad para cubrir los gastos que no alcanzara su beca de estudios, y era lógico que el chico se sintiera acomplejado por su situación social. El año pasado, el tesorero le había entregado el dinero para que se comprara un sobretodo nuevo.

– ¿Se conformaría con ejercer su carrera en su provincia? -preguntó el rector.

– A fin de cuentas, me moveré en mi ambiente -contestó Maximilien no sin cierta ironía-. Pero decía usted que le preocupaba el tono moral del colegio. Creo que debería hablarlo con Camille. Está más enterado del asunto que yo.

– Detesto esa costumbre de utilizar el nombre de pila -dijo el sacerdote-. Como si fuera un personaje célebre. ¿Acaso no tiene apellido? Francamente, no tengo una buena opinión de su amigo. Y no me diga que no es amigo suyo.

– Lo reconozco -respondió Maximilien-. Pero no creo que tenga usted una mala opinión de él.

El sacerdote se echó a reír.

– El padre Proyart dice que no sólo son ustedes unos puritanos y unos anarquistas, sino unos engreídos, incluyendo a ese tal Suleau. Pero veo que usted no es así.

– ¿Cree que debería mostrarme tal como soy?

– Sin duda.

– Confieso que me resulta difícil.

Más tarde, mientras guardaba su breviario, el sacerdote meditó sobre la entrevista que había mantenido con Maximilien. Ese chico será un desgraciado, pensó. Regresará a su provincia y no hará nada de provecho.


Corre el año 1774. Ha llegado el momento de que los estudiantes se hagan adultos, de que irrumpan en el mundo, en los actos públicos. A partir de ahora todo sucederá a la luz de la historia, la cual no ilumina el intelecto como el astro solar, sino más bien como la vela de un funeral. Como mucho, es un resplandor lunar de segunda mano, débil y miope, que induce al error.

Camille Desmoulins, 1793:

– Creen que alcanzar la libertad es como hacerse adulto, que tienes que sufrir.

Maximilien Robespierre, 1793:

– La historia es pura ficción.

II. La vela de un funeral

(1774-1780)

Poco después de Pascua, el rey Luis XV contrajo la viruela. Desde que nació, su vida había estado dominada por los cortesanos; el mero hecho de levantarse por la mañana constituía una ceremonia sujeta a una complicada y rígida etiqueta, y cuando comía lo hacía en público, mientras centenares de personas desfilaban ante él observando cada cucharada que se llevaba a la boca. Todos sus actos -cada vez que iba al baño, cada vez que hacía el amor, incluso cada vez que respiraba- eran comentados públicamente. De pronto, le sobrevino la muerte.

Un día tuvo que suspender la cacería y fue trasladado a palacio, postrado y con una fiebre muy alta. Tenía sesenta y cuatro años, y todos sospecharon lo peor. Cuando aparecieron en su cuerpo unas manchas rojas, el propio Rey temió que moriría e iría al infierno.

El delfín y su esposa permanecieron en sus habitaciones, por temor a contagiarse. Cuando las ampollas empezaron a supurar, abrieron todas las puertas y ventanas, pero aun así el hedor era insoportable. En sus últimas horas, el Rey estuvo atendido únicamente por médicos y sacerdotes. El carruaje de la condesa du Barry, su última amante, partió para siempre de Versalles. Una vez que ésta se hubo marchado y el Rey se quedó solo, los sacerdotes accedieron a administrarle la absolución. Cuando el Rey envió a por la Du Barry y le dijeron que se había marchado, respondió: «¿Tan pronto?»

La corte estaba reunida en la gigantesca antesala conocida como «ojo de buey», para aguardar la muerte del Rey. El 10 de mayo, a las tres y cuarto de la tarde, apagaron una vela que estaba encendida junto a la ventana.

De pronto sonó un ruido parecido al estallido de un trueno y todos los cortesanos salieron del «ojo de buey», atravesaron la gran galería y se dirigieron a las habitaciones del nuevo Rey.


El nuevo Rey tiene diecinueve años; y su consorte, la princesa austriaca María Antonieta, un año menos que él. El Rey es un muchacho corpulento, piadoso, meticuloso y flemático, amante de la caza y de los placeres de la mesa; se dice que, debido a un defecto del prepucio, es incapaz de gozar de los placeres de la carne. La Reina, egoísta, testaruda, caprichosa y maleducada, es rubia, de tez pálida y bonita como casi todas las jóvenes de dieciocho años; pero su arrogancia, típica de los Habsburgo, empieza a plantear un serio problema.

El pueblo tiene depositadas todas sus esperanzas en el nuevo reinado. En la estatua del gran Enrique IV, una mano anónima ha escrito: «Resurrexit».


Cuando el teniente de la policía acude a su despacho -hoy, el año pasado, todos los años-, lo primero que hace es preguntar el precio de una hogaza de pan en las panaderías de París. Si la harina abunda en Les Halles, los panaderos de la ciudad y de los alrededores podrán satisfacer a sus clientes, y los mil panaderos llevarán su pan a los mercados de Marais, Saint-Paul, el Palais-Royal y Les Halles.

En las épocas de abundancia, una hogaza de pan cuesta ocho o nueve sous. [1] El sueldo diario de un trabajador puede llegar a veinte sous; un albañil puede ganar unos cuarenta sous; un cerrajero, cincuenta. El presupuesto doméstico comprende el alquiler, las velas, el tocino, las verduras y el vino. La carne se reserva para ocasiones especiales. Lo que más preocupa a la gente es el pan.

Los sistemas de distribución son precisos y están muy controlados. El pan que les sobra a los panaderos al final del día tienen que venderlo más barato; los pobres no comen hasta que anochece en los mercados.

Todo va bien, pero cuando la cosecha se pierde -como en 1770, en 1772 o en 1774-, los precios se disparan inexorablemente; en el otoño de 1774, una barra de pan de cuatro libras cuesta en París once sous, y en la primavera siguiente catorce. Los sueldos, sin embargo, no aumentan. Los obreros de la construcción se amotinan, al igual que los tejedores, los encuadernadores y los sombrereros, pero no para obligar al Gobierno a aumentar los sueldos sino para impedir que los reduzca. Los motines populares debido a la carestía de alimentos constituyen el recurso habitual del asalariado urbano, por lo que el clima y las lluvias que caen sobre los campos de trigo repercuten directamente en las jaquecas del teniente de policía.

Cuando el trigo escasea, la gente exclama: «¡Un pacto de hambre!» Culpan a los especuladores y a los que se dedican a hacer acaparamiento de existencias. Los molineros, dicen, forman parte del complot para matar de hambre a los cerrajeros, a los sombrereros, a los encuadernadores y a sus hijos. Ahora, en la década de los setenta, los que propugnaban una reforma económica introducirán el libre comercio en el grano, obligando a las regiones más pobres del país a competir en el mercado libre. Pero basta con un par de revueltas para que se establezcan de nuevo unos controles. En 1770, el abate Terray, ministro de Finanzas, intervino rápidamente para controlar de nuevo los precios, las tasas y las restricciones sobre el comercio del trigo. No consultó su decisión con nadie sino que actuó por real decreto. «¡Despotismo!», exclamaron los que habían comido aquel día.

El pan es lo principal: un producto sujeto a la especulación y que alimenta todas las teorías sobre lo que sucederá en el futuro. Dentro de quince años, el día en que caiga la Bastilla, el precio del pan en París habrá alcanzado sus más elevadas cotas en sesenta años. Dentro de veinte años (cuando todo haya terminado), una mujer de la capital dirá: «Bajo Robespierre corría la sangre, pero la gente comía pan. Quizá sea necesario que corra un poco de sangre para que la gente coma.»


El Rey convocó en el ministerio a un hombre llamado Turgot, para nombrarlo ministro de Finanzas. Turgot tenía cuarenta y ocho años y era un racionalista, un discípulo del laissez-faire. Era un hombre vital, enérgico, lleno de ideas sobre las reformas que debían imponerse para salvar al país. El Rey opinaba que era el hombre del momento. Lo primero que hizo fue exigir que se redujeran los gastos en Versalles. La corte se escandalizó. Malesherbes, miembro de la casa del rey, aconsejó al ministro que se andara con cuidado, pues se estaba creando muchos enemigos.

– Las necesidades del pueblo son enormes -replicó Turgot secamente-, y en mi familia fallecemos a los cincuenta años.

En la primavera de 1775 estallaron violentas revueltas en varios centros comarcales, especialmente en Picardía. En Versalles, ocho mil personas se congregaron frente al palacio, confiando en que la intervención personal del Rey resolviera todos sus problemas. El gobernador de Versalles prometió que bajaría el precio del trigo en París. El nuevo Rey salió al balcón para dirigirse a la multitud, la cual, tras escuchar sus palabras, se dispersó pacíficamente.

En París, la muchedumbre saquea las panaderías de la orilla izquierda del Sena. La policía detiene a unas cuantas personas, aunque procura no exacerbar los ánimos de la gente para evitar enfrentamientos. Ciento sesenta y dos personas son procesadas. Dos de los saqueadores, uno de ellos un muchacho de dieciséis años, son colgados en la Place de Grève el 11 de mayo, a las 3 de la tarde, a modo de ejemplo.


En julio de 1775, el joven Rey y su hermosa Reina visitaron el colegio Louis-le-Grand. Era una visita tradicional después de la coronación; pero no se detuvieron mucho tiempo pues tenían otras cosas más interesantes que hacer. Estaba previsto que los Soberanos, junto con su séquito, fueran recibidos a la puerta del colegio, y que cuando descendieran del carruaje el alumno más aventajado leyera el discurso de bienvenida. El día de la visita real, amaneció nublado.

Una hora y media antes de que llegaran los ilustres invitados, alumnos y profesores se reunieron frente a la puerta de la rue Saint-Jacques. De pronto apareció un grupo de oficiales montados a caballo, y con brusquedad les obligaron a retroceder. Estaba chispeando, pero pronto las escasas gotas de lluvia se convirtieron en una pertinaz llovizna. Al cabo de unos momentos aparecieron los ayudantes, la guardia personal y el séquito. Cuando hubieron ocupado sus posiciones, todo el mundo estaba calado hasta los huesos. Como nadie recordaba la última coronación, no sabían que la visita real estuviera rodeada de tanto aparato. Los estudiantes temblaban de frío. Si uno de ellos avanzaba un paso, los oficiales se le echaban encima y le obligaban a retroceder.

Al fin apareció el carruaje real. Los alumnos se pusieron de puntillas para ver a los Soberanos, y los más jóvenes se quejaron de que después de haber aguardado tanto rato bajo la lluvia no veían nada. El padre Poignard, el rector, se acercó a los Reyes y los saludó con una profunda reverencia.

El distinguido alumno que debía pronunciar las palabras de bienvenida tenía la garganta seca y le temblaban las manos. Pero como el discurso era en latín, nadie notaría su acento provinciano.

La Reina asomó su hermosa cabeza por la ventanilla del carruaje y volvió a meterla apresuradamente. El Rey agitó la mano y murmuró unas palabras a un ayudante vestido de librea, el cual transmitió las palabras del Monarca a los oficiales montados a caballo, quienes a su vez las transmitieron al resto de los asistentes.

El padre Poignard estaba consternado. Hubiera debido ordenar que colocaran unas alfombras y un pabellón decorado con unas hojas, al estilo rústico, y el escudo real, o los monogramas de los Soberanos, realizados con flores. Su expresión denotaba nerviosismo, turbación. Por fortuna, el padre Herivaux hizo una señal al distinguido alumno para que iniciara su discurso.

Tras las primeras frases, un tanto vacilantes, el chico consiguió dominar sus nervios. El padre Herivaux sonrió satisfecho; él mismo había escrito el discurso y le había enseñado a pronunciarlo.

Súbitamente, la Reina se estremeció de frío. «¡La Reina se ha estremecido!», exclamaron los presentes. Al cabo de unos segundos, la Reina bostezó. El Rey se giró hacia ella, preocupado. De pronto el cochero azuzó a los caballos y la comitiva real partió precipitadamente, sin dar tiempo al distinguido alumno a concluir su discurso de bienvenida.

Pero éste, pálido y serio, siguió como si nada hubiera sucedido.

Los profesores y alumnos se sentían decepcionados. Habían organizado la visita real minuciosamente, hasta el último detalle. La lluvia empezó a arreciar. Les parecía un tanto grosero romper filas y echar a correr, pero más groseros habían sido los Reyes, que se habían largado dejando a Maximilien con la palabra en la boca…

– No es por nada personal -dijo el padre Poignard-. No es porque hayamos cometido una torpeza. Su Majestad estaba fatigada…

– Hubiera dado lo mismo que pronunciara el discurso en japonés -observó un alumno.

– Por una vez, Camille, coincido contigo -respondió el padre Poignard.

Maximilien terminó su discurso. Sin una sonrisa se despidió afectuosamente de los Reyes, cuyo carruaje ya había doblado un recodo del camino, reiterándoles su lealtad y expresando su deseo de que en el futuro visitaran de nuevo la escuela…

El padre Poignard apoyó una mano en su hombro y dijo:

– No se preocupe, Robespierre, podría haberle sucedido a cualquiera.

Al escuchar esas tranquilizadoras palabras, el distinguido alumno sonrió.


Esto sucedía en París, en julio de 1775. En Troyes, Georges-Jacques Danton había cubierto ya la primera parte de su vida. Su familia lo ignoraba, por supuesto. Era un buen estudiante, aunque todavía no había decidido qué deseaba hacer. Su futuro era tema de debate familiar.


Un día, en Troyes, junto a la catedral, había un hombre que intentaba dibujar a la gente que pasaba, mientras miraba de vez en cuando el cielo y tarareaba una canción popular.

Pero los viandantes no querían que les hiciera un retrato y pasaban de largo. El pintor, sin embargo, no parecía disgustado sino que se contentaba con gozar de la soleada tarde. Era un extranjero, con aire de dandi parisién. Georges-Jacques Danton se detuvo para mirar sus obras y conversar con él. Danton hablaba con todo el mundo, sobre todo con extraños. Le gustaba que la gente le contara su vida.

– ¿Quiere que le haga un retrato? -le preguntó el pintor sin levantar la vista, colocando una nueva hoja de papel en el caballete.

El muchacho vaciló.

– Ya lo sé, es usted estudiante y no tiene dinero -prosiguió el pintor-. Pero tiene un rostro muy interesante. Jamás había visto tantas cicatrices. Le haré un par de bocetos al carbón y le regalaré uno.

Georges-Jacques Danton permaneció inmóvil, observando al extraño de reojo.

– No hable ni se mueva -le advirtió el pintor-. Limítese a arrugar el ceño, así, y yo le hablaré mientras dibujo. Me llamo Fabre, Fabre d’Églantine. ¿Le choca mi nombre? ¿Que de dónde procede el apellido D’Églantine? En el concurso literario de 1771, la Academia de Toulouse me obsequió con una guirnalda de rosas silvestres. Un gran honor, ¿no le parece? Por supuesto, yo habría preferido un pequeño lingote de oro, pero qué le vamos a hacer. Para conmemorar tan importante evento, mis amigos añadieron el sufijo D’Églantine a mi vulgar apellido. Gire un poco la cabeza. No, hacia el otro lado. Quizá se pregunte qué hace un tipo como yo, que ha sido galardonado por su obra literaria, retratando a la gente que pasa por la calle…

– Imagino que será un artista muy versátil -respondió Georges-Jacques.

– Algunos de los dignatarios locales me invitaron a que les leyera mi obra -dijo Fabre-. Pero no dio resultado. Al final, me peleé con mis mecenas.

Georges-Jacques le observó sin volver la cabeza. Fabre era un hombre de unos veintitantos años, no muy alto, con el pelo negro y corto. Llevaba una casaca limpia, con los puños raídos, y una camisa vieja. Todo cuanto decía era al mismo tiempo serio y no serio. En su rostro se dibujaban diversas expresiones experimentales.

– Vuélvase un poco hacia la izquierda -dijo Fabre, cogiendo otro lápiz-. Es cierto, soy un artista muy versátil. Soy al mismo tiempo dramaturgo, director de orquesta, retratista y paisajista; compositor, músico, poeta y coreógrafo. Escribo ensayos sobre todo tipo de temas de interés público, y hablo varios idiomas. También me gustaría dedicarme a diseñar jardines, pero nadie me contrata. El mundo no está preparado para un hombre de mi talento. Hasta la semana pasada era un actor itinerante, pero he perdido a la compañía con la que viajaba.

Cuando terminó, dejó el carboncillo y examinó detenidamente los bocetos.

– Tenga -dijo, entregando uno a Danton-. Sin duda éste es el mejor.

Danton miró asombrado el dibujo. Era exacto a él, la misma cicatriz que le surcaba la mejilla, la nariz aplastada, el pelo fuerte y encrespado…

– Cuando sea usted famoso -dijo-, esto valdrá una fortuna. ¿Qué fue de los otros actores? ¿Acaso iban a representar una obra?

Le habría gustado asistir al teatro; la vida era muy tranquila y aburrida.

Inopinadamente, Fabre se levantó y, girándose hacia Bar-sur-Seine, le dedicó un gesto obsceno.

– Dos de nuestros actores más aclamados se pudren en una cárcel de pueblo por haberse emborrachado y haber organizado un escándalo. Nuestra primera actriz quedó preñada hace unos meses por un campesino, y en la actualidad se dispone a representar el más vulgar de los papeles cómicos. La compañía se ha deshecho. Temporalmente, claro. -Fabre miró a Danton con curiosidad y añadió-: ¿Le gustaría huir de casa para convertirse en actor?

– Creo que no. Mi familia quiere que sea sacerdote.

– Ni se le ocurra -dijo Fabre-. ¿Sabe cómo eligen a los obispos? Por su pedigrí. ¿Tiene usted pedigrí? No, por supuesto que no. Es usted un campesino. ¿De qué sirve dedicarse a una profesión si no se puede alcanzar la cima?

– ¿Alcanzaría la cima si trabajara como actor? -preguntó Danton cortésmente, como si estuviera dispuesto a considerar dicha posibilidad.

Fabre soltó una carcajada.

– Sería un excelente villano -contestó-. Causaría sensación. Tiene una buena voz, pero debe aprender a respirar -dijo Fabre, golpeándose en el pecho justo debajo del diafragma-. Piense que su respiración es un río, y deje que fluya. El truco consiste en respirar correctamente. Relájese, está demasiado tenso. Respire profundamente y podrá seguir declamando durante horas.

– No veo por qué debería hacerlo -contestó Danton.

– Usted cree que los actores somos una mierda, ¿no es cierto? Unos gusanos. Como los protestantes. Como los judíos. ¿Y qué le hace creer que es diferente? Todos somos unos gusanos. ¿No comprende que basta con que el Rey firme un papel que ni siquiera ha leído para que le encierren mañana en la cárcel para el resto de su vida?

– No veo por qué el Rey haría semejante cosa. No he hecho nada para que me encierren en la cárcel. No soy más que un estudiante.

– Exactamente -contestó Fabre-. Le aconsejo que trate de vivir los próximos cuarenta años sin llamar la atención. No es necesario que el Rey lo conozca a usted personalmente. ¿Pero qué le han enseñado en la escuela? Cualquiera que sea alguien y quiera quitárselo de en medio puede acudir al Rey y pedirle que firme un documento para que lo encierren en la Bastilla, a quince metros por debajo de la rue Saint-Antoine, junto a un montón de huesos. No, no estará solo en una celda, porque ni siquiera se molestan en retirar a los viejos esqueletos. Supongo que sabrá que existe una raza especial de ratas que devoran vivos a los presos…

– ¿En serio?

– Y tan en serio -contestó Fabre-. Primero se comen el pulgar, luego el dedo pequeño del pie, etcétera.

Al ver la cara de asombro de Danton, Fabre se echó a reír.

– Es inútil tratar de instruir a los provincianos. No sé por qué pierdo el tiempo aquí en lugar de ir a París y hacerme rico.

– Yo también deseo ir a París -dijo Georges-Jacques impulsivamente-. Quizá volvamos a encontrarnos un día.

– Téngalo por seguro. No olvidaré su rostro -contestó Fabre, señalando el otro dibujo que le había hecho-. Le buscaré.

El muchacho extendió su enorme manaza y dijo:

– Me llamo Georges-Jacques Danton.

Fabre se quedó mirándolo y contestó:

– Adiós. Estudie leyes, Georges-Jacques. La ley es un arma contundente.


Durante toda la semana, Georges-Jacques no hizo más que pensar en París. Quizá fuera un gusano, pero al menos habría ido a la capital. Respira profundamente, se repetía. Fabre tenía razón. Cuando respiraba correctamente, tenía la sensación de poder seguir hablando durante días.


Cuando el señor De Viefville des Essarts viajaba a París, solía ir al colegio Louis-le-Grand para visitar a su sobrino, aunque lo cierto es que tenía serias reservas sobre el futuro del muchacho. Su tartamudeo no había mejorado, sino más bien al contrario. Cuando hablaba con el chico, sonreía nerviosamente. Cuando el muchacho se quedaba atascado en medio de una frase, el señor De Viefville se sentía turbado, desolado. Era inútil tratar de ayudarlo porque Camille era imprevisible. Empezaba una frase con normalidad y de pronto se salía por la tangente.

El muchacho no estaba capacitado para afrontar la vida que habían planeado para él. Era tan nervioso que casi se podían oír los latidos de su corazón. Era menudo, con la tez pálida y dotado de una abundante cabellera negra. Miraba a su tío tímidamente y no cesaba de moverse, como si deseara escapar de la habitación. En aquellos momentos, su tío se compadecía de él.

Pero en cuanto salía a la calle, su compasión se evaporaba. Se sentía como si le hubieran ofendido de palabra. Resultaba absurdo. Era como si un cojo le hubiera hecho tropezar. Sentía deseos de protestar ante tamaña injusticia, pero dadas las circunstancias, no podía hacerlo.

El señor De Viefville viajaba a la capital para asistir al Parlamento de París. Los parlamentos del reino no eran unos organismos elegidos por votación popular. El señor De Viefville había comprado su título de parlamentario, título que pasaría a sus herederos. A Camille, quizá, si se portaba mejor. En los parlamentos se celebraban juicios, se sancionaban los edictos del Rey. En una palabra, demostraban que eran la ley.

De vez en cuando, los parlamentos se volvían incómodos. Protestaban sobre el estado de la nación, sobre todo para defender sus intereses o cuando temían verlos amenazados. El señor De Viefville pertenecía a una clase media que no deseaba aniquilar a la nobleza sino mezclarse con ella. Los cargos, los destinos, los monopolios, tenían un precio, y muchos de ellos conllevaban un título.

Los parlamentarios se inquietaron cuando la Corona empezó a afirmar su poder, emitiendo unos decretos que jamás había dictado y sugiriendo la forma en que el país debería ser gobernado. De vez en cuando, el Monarca se enojaba con ellos; y dado que resistirse a la autoridad era una novedad peligrosa, los parlamentarios consiguieron la difícil proeza de defender una postura archiconservadora y convertirse al mismo tiempo en héroes populares.

En enero de 1776, el ministro Turgot propuso la abolición de un derecho feudal denominado corvée, una labor comunal obligatoria para la construcción de carreteras y puentes. Sostenía que las carreteras serían más seguras si las construían unas entidades privadas en lugar de ignorantes campesinos. Pero eso sería muy costoso, por lo que se impondría un impuesto sobre la propiedad, que pagarían todos, no sólo los plebeyos sino también los nobles.

El Parlamento rechazó la propuesta. Tras otro violento altercado, el Rey obligó a los parlamentarios a abolir el llamado corvée. Turgot tenía innumerables enemigos. La Reina y su círculo intensificaron su campaña contra él. Al Rey le disgustaba imponer su voluntad, y era vulnerable a las presiones del momento. En mayo destituyó a Turgot, y el trabajo forzado fue impuesto de nuevo.

– Al menos ahora tendremos dinero -dijo el conde d’Artois a espaldas del vilipendiado economista.

Cuando el Rey no iba de caza, se encerraba en su taller para reparar cerraduras y otros objetos de metal. Confiaba en que si no tomaba decisiones, no cometería errores; estaba convencido de que, si no intervenía, las cosas seguirían con la normalidad de costumbre.

Tras la destitución de Turgot, Malesherbes presentó su dimisión al Rey.

– Tienes suerte -dijo Luis con tristeza-. Ojalá yo también pudiera dimitir.


1776: Declaración del Parlamento de París


El primer imperativo de la justicia es defender lo que pertenece a cada individuo. Se trata de una norma fundamental de las leyes naturales, de los derechos humanos y del gobierno civil; una norma que consiste no sólo en defender los derechos de la propiedad, sino los derechos connaturales en cada individuo y los que derivan de las prerrogativas de nacimiento y posición social.


Cuando el señor De Viefville regresaba de París, se dirigía a regañadientes, a través de la maraña de estrechas callejuelas, a casa de Jean-Nicolas, un edificio alto y blanco repleto de libros, situado en la Place des Armes. Maître Desmoulins tenía una obsesión, y De Viefville temía enfrentarse a su mirada y verse obligado a responder a una pregunta a la que nadie podía contestar: ¿qué había sido del bondadoso muchacho que enviara a Cateau-Cambrésis nueve años atrás?

El día del decimosexto cumpleaños de Camille, su padre dijo:

– A veces creo que mi hijo es un pequeño monstruo sin un ápice de cordura ni de sentimientos.

Había escrito a los sacerdotes en París para preguntarles qué era lo que enseñaban a su hijo; para preguntarles por qué era tan desordenado y por qué, durante su última visita a casa, había seducido a la hija de un concejal, «un hombre con el que me tropiezo cada día».

En realidad, Jean-Nicolas no esperaba que los sacerdotes respondieran a sus preguntas. Lo que más le irritaba de su hijo eran otras cosas. Le hubiera gustado preguntarles por qué era tan emocional. ¿De dónde sacaba la habilidad de contagiar a los otros sus emociones, haciendo que se sintieran incómodos y violentos? En la conversación más natural, Camille solía salirse por la tangente, o bien hacía que degenerara en una enconada disputa. Hasta los gestos más inocentes cobraban un aire peligroso. No se le puede dejar a solas con nadie, pensó Desmoulins.

Nadie decía ya que su hijo era un Godard de pies a cabeza. Tampoco los De Viefville se apresuraban a declararlo. Sus hermanos y hermanas eran cada día más guapos e inteligentes, pero cuando Camille entraba en la Vieja Casa parecía portador de un recado de la inclusa.

Todo parecía indicar que de mayor se convertiría en uno de esos jóvenes a quienes sus padres pagan para mantenerlos alejados de casa.


En Francia, algunos nobles han descubierto que sus mejores amigos son abogados. Ahora, mientras las rentas de las tierras disminuyen constantemente y los precios suben, los pobres son más pobres y los ricos son también más pobres. Fue preciso reivindicar ciertos privilegios que se habían ido perdiendo a lo largo de los años. Era frecuente que el pago de las rentas se retrasara hasta en una generación; este Gobierno débil y caritativo debe cesar. Nuestros antepasados han permitido que una parte de sus propiedades se convierta en «tierra comunal», expresión para la que no existe una base legal.

Ésa era la época dorada de Jean-Nicolas; si tenía problemas personales, profesionalmente, al menos, estaba prosperando. Maître Desmoulins no era de los que se agachan ante nadie; tenía un profundo sentido de la dignidad y era un hombre de ideas liberales, partidario de la reforma, prácticamente en todos los ámbitos de la vida nacional. Leía a Diderot después de cenar y estaba suscrito a una reimpresión, hecha en Ginebra, de la Enciclopedia, que recibía en fascículos. No obstante, se hallaba muy atareado con registros de derechos y comprobando la genealogía de ilustres aristócratas. Un día le enviaron dos cajas fuertes a su despacho. Al abrirlas, salió de ellas un penetrante olor a rancio.

– Así es como huele la tiranía -observó Camille.

Su padre dejó lo que tenía entre manos y se puso a hurgar en las cajas. Sacó con cuidado unos viejos y amarillentos pergaminos y los examinó detenidamente. Clément, su hijo menor, pensó que estaba buscando un tesoro escondido.

El príncipe de Condé, el noble más importante de la comarca, visitó personalmente a maître Desmoulins en su modesta casa, pintada de blanco y llena de libros, situada en la Place des Armes. Lo lógico hubiera sido que enviara a su administrador, pero tenía ganas de conocer al hombre que estaba realizando tan excelente trabajo para él. Por otra parte, era muy probable que si le honraba con su visita no le enviara la factura. Era una tarde de otoño. El príncipe se hallaba sentado a la luz de las velas, calentando una copa de vino tinto en la mano, consciente de su superioridad respecto al abogado, mientras las sombras se iban haciendo más densas.

– ¿Qué es lo que quiere la gente? -preguntó.

– Bien… -Maître Desmoulins reflexionó unos instantes antes de responder a tan grave pregunta-. La gente como yo, los profesionales, queremos intervenir más en las cuestiones públicas, es decir, tener la oportunidad de servir a nuestro país. -Es justo, piensa; bajo el viejo Rey, los nobles nunca eran designados ministros, pero cada vez hay más ministros que son nobles-. Una igualdad civil, una igualdad fiscal.

Condé lo miró perplejo y preguntó:

– ¿Acaso pretende que la nobleza pague los impuestos que le corresponden a usted?

– No, monseñor, estamos dispuestos a pagar los impuestos que nos correspondan.

– Yo pago religiosamente mis impuestos -dijo Condé-. Eso del impuesto de la propiedad es una majadería. ¿Qué más desean?

Desmoulins hizo un gesto que confiaba que resultara elocuente.

– Una igualdad de oportunidades, eso es todo -respondió maître Desmoulins, tratando de explicarle con la mayor sencillez las aspiraciones básicas del pueblo-. Una igualdad de oportunidades para prosperar en el Ejército o en la Iglesia…

– ¿Igualdad de oportunidades? Eso parece ir contra la naturaleza.

– Otras naciones se comportan de forma distinta. Tomemos el ejemplo de Inglaterra. La opresión no es natural.

– ¿La opresión? ¿Acaso se siente usted oprimido?

– Sí, y los pobres mucho más.

– Los pobres no sienten nada -contestó el príncipe-. No sea usted sentimental. No les interesa el arte de gobernar. Lo único que les interesa es llenarse la barriga.

– Aun así…

– Y a usted -prosiguió Condé-, sólo le interesan los pobres, como argumento de sus peticiones. Y ustedes los abogados, sólo desean concesiones que les resulten beneficiosas.

– No se trata de concesiones. Se trata de los derechos naturales del ser humano.

– Una hermosa frase. Veo que la emplea con frecuencia.

– Libertad de pensamiento y libertad de palabra. ¿Acaso es pedir demasiado?

– Es pedir mucho, y usted lo sabe -replicó Condé bruscamente-. Lo peor es que oigo esas mismas frases en boca de mis iguales. Unas ideas elegantes para un nuevo orden social. Unos minuciosos planes para una «comunidad de razón». Luis es débil. A poco que ceda, aparecerá un Cromwell. Terminará en una revolución, que no será precisamente una gira campestre.

– Pero ¿cómo es posible? -exclamó de pronto Jean-Nicolas, mirando hacia una esquina de la habitación-. ¿Qué haces aquí?

– Os estaba escuchando -contestó Camille-. No trataba de ocultarme.

Maître Desmoulins se puso rojo.

– Le presento a mi hijo -dijo.

El príncipe de Condé hizo un leve gesto con la cabeza. Camille avanzó unos pasos.

– ¿Has aprendido algo de provecho? -le preguntó el príncipe. Por su tono, era evidente que creía que Camille era más joven de lo que era-. ¿Cómo has conseguido permanecer quieto durante tanto rato?

– Porque al oírle a usted se me heló la sangre -contestó Camille mirando al príncipe de arriba abajo, como un verdugo tomando medidas-. Naturalmente que estallará una revolución. Están ustedes creando una nación de Cromwells. Pero confío en que logremos más que Cromwell. Dentro de quince años ustedes, los tiranos y los parásitos, habrán desaparecido. Fundaremos una república basada en el más puro modelo romano.

– Camille asiste a la escuela en París -terció Jean-Nicolas, visiblemente nervioso-. Allí les infunden unas ideas muy peregrinas.

– Y supongo que piensa que es demasiado joven para que alguien le haga arrepentirse de ellas -dijo Condé. Luego se giró hacia el chico y preguntó-: ¿A qué viene todo esto?

– Es el punto culminante de su visita, monseñor. Le gusta ir a ver cómo viven sus educados siervos y pasarlo bien charlando con ellos -dijo Camille, temblando de rabia-. Le detesto.

– No permitiré que ese mocoso me ofenda -dijo Condé-. Desmoulins, mantenga alejado de mí a ese hijo suyo.

Tras buscar un lugar donde depositar la copa de vino, acabó entregándosela a su anfitrión. Maître Desmoulins le siguió hasta la escalera.

– Monseñor…

– He hecho mal en mostrarme condescendiente viniendo aquí. Debí haber enviado a mi administrador…

– Lo lamento.

– No consentiré que nadie me insulte. Me lo impide mi dignidad.

– ¿Me permite continuar el trabajo que estaba haciendo para usted?

– Sí.

– Espero que no se sienta ofendido.

– Sería ridículo que me ofendiera por algo sin importancia.

Tras reunirse con su pequeño séquito, que le aguardaba a la puerta, Condé se giró hacia Jean-Nicolas y repitió:

– Mantenga a su hijo alejado de mí.

Cuando el príncipe se marchó, Jean-Nicolas subió la escalera y entró de nuevo en su despacho.

– ¿Y bien, Camille? -preguntó con calma, respirando profundamente.

El silencio se prolongó. Había anochecido y el resplandor de la luna iluminaba la plaza. Camille volvió a ocultarse en las sombras, donde se sentía más seguro.

– Lo que decías era estúpido y fatuo -contestó al cabo de unos minutos-. Todo el mundo lo sabe. El príncipe no es un retrasado mental. No todos los nobles son imbéciles.

– Lo sé de sobras. Vivo de ellos.

– Me ha hecho gracia la frase de «ese hijo suyo», como si fuera una excentricidad por tu parte tener un hijo.

– Puede que lo sea -respondió Jean-Nicolas-. De haber sido un ciudadano del mundo antiguo, te habría abandonado en la cima de una colina para que te las arreglaras como pudieras.

– A lo mejor una loba se enamoraba de mí -dijo Camille.

– Cuando hablabas con el príncipe, observé que no tartamudeabas.

– No te preocupes. Ya vuelvo a tartamudear.

– Temí que fuera a pegarte.

– Yo también.

– Me hubiera gustado que lo hiciera. Si sigues así -dijo Jean-Nicolas-, harás que me muera de un ataque cardíaco.

– No temas, eres muy fuerte -contestó Camille-. El médico ha dicho que sólo tienes unos cálculos biliares.

Jean-Nicolas sintió deseos de abrazar a su hijo. Era un impulso absurdo, que enseguida reprimió.

– Has ofendido al príncipe -dijo- y puedes arruinar nuestro futuro. Lo peor fue la forma en que lo miraste de arriba a abajo, sin decir palabra.

– Sí -respondió Camille-. Soy insolente. Cultivo la insolencia silenciosa, por razones obvias.

Luego se sentó en la silla de su padre y se apartó un mechón de la frente, dispuesto a continuar la conversación.

Jean-Nicolas es un hombre digno, serio, de una rigidez y rectitud casi insalvables. En esos momentos sentía deseos de gritar y romper el cristal de la ventana, o tirarse por ella y morir aplastado en la calle.


El príncipe tiene prisa por regresar a Versalles y ya ha olvidado el incidente.

Actualmente está de moda el juego del faraón. El Rey lo ha prohibido por las cuantiosas pérdidas que ocasiona. Pero el Rey es un hombre de costumbres rutinarias, que se retira temprano, y en cuanto se marcha aumentan las apuestas en la mesa de la Reina.

– Pobre hombre -dice ésta, refiriéndose a su marido.

La Reina es quien impone la moda en Francia. Sus vestidos -encarga unos ciento cincuenta al año- se los confecciona Rose Bertin, una modista cara pero imprescindible, que tiene taller en la rue Saint-Honoré. Los trajes de ceremonia son como una prisión, con sus ballenas, sus miriñaques, sus colas, sus rígidos brocados y sus incómodos adornos. Los peinados y los sombreros se complementan y siempre están al último grito; las tropas de George Washington, en formación de combate, avanzan torpemente bajo unas enhiestas torres, y los jardines ingleses, de estilo informal, parecen una rígida composición geométrica. Lo cierto es que la Reina desea liberarse de ese aparato, instituir una época de libertad, donde predominen las gasas más finas, las muselinas más suaves, los lazos sencillos y las túnicas vaporosas. Es asombroso comprobar que la sencillez, cuando va acompañada de buen gusto, luce lo mismo que los terciopelos y los rasos. La Reina asegura que le gusta la naturalidad en la forma de vestir, en la etiqueta. Lo que más adora son sus brillantes, y sus tratos con la firma parisiense de Böhmer y Bassenge son motivo de escándalo. Con frecuencia, después de reformar sus habitaciones privadas de arriba abajo, desembarazándose de los muebles viejos y cambiando las cortinas, se cansa de la nueva decoración y se traslada a otras habitaciones.

– Temo aburrirme -confiesa.

No tiene hijos. Los panfletos que se distribuyen por todo París la acusan de mantener relaciones promiscuas con sus cortesanos e incluso con sus favoritas. En 1776, cuando aparece en su palco de la Opéra, el público acoge su presencia con un silencio hostil. La Reina no lo comprende. Dicen que cuando se encierra en sus habitaciones, llora amargamente.

– ¿Pero qué les he hecho? -se lamenta-. ¿Por qué se meten con una pobre mujer que sólo pretende divertirse?

Su hermano el Emperador le escribe desde Viena: «Las cosas no pueden continuar así… Será una revolución sangrienta y cruel, y tú la habrás provocado.»


En 1778 Voltaire regresó a París, a los ochenta y cuatro años de edad, cadavérico y vomitando sangre. Recorrió la ciudad en un carruaje azul cubierto de estrellas doradas. Las calles estaban atestadas de histéricas multitudes que gritaban: «¡Viva Voltaire!» El anciano comentó:

– Otros quisieran verme ejecutado.

La Academia salió a recibirle: acudió Franklin y Diderot. Durante la representación de su tragedia, Irene, los actores colocaron una corona de laurel sobre su estatua, y el público se puso en pie para manifestarle su entusiasmo y veneración.

En mayo, falleció. París le negó un funeral cristiano. Muchos temían que sus enemigos profanaran su tumba, de modo que el cadáver fue sacado de la ciudad de noche, sentado en un carruaje, a la luz de la luna, como si estuviera vivo.


Un hombre llamado Necker, un protestante, un banquero suizo millonario, fue designado ministro de Finanzas y maestro de los Milagros en la corte. Sólo Necker podía mantener a flote el barco del Estado. El secreto, según decía, era pedir dinero prestado. Los elevados impuestos y los recortes en el gasto público mostraban a Europa que Francia estaba hundida. Pero si uno pedía dinero prestado mostraba un talante progresista, dinámico y ambicioso; al mostrar confianza en uno mismo, la creaba. Cuanto más dinero se pidiera prestado, mejor. El señor Necker era un optimista.

Por extraño que parezca, el sistema funcionaba. Cuando en mayo de 1781 las habituales intrigas antiprotestantes provocaron la caída del ministro, el país lamentó profundamente su pérdida. Pero el Rey dio un suspiro de alivio y compró a Antonieta unos brillantes para celebrarlo.

Georges-Jacques Danton había decidido ir a París.

Fue una decisión difícil; según dijo Anne-Madeleine, era como si se fuera a América, o a la luna. Se celebraron varios cónclaves familiares durante los cuales todos sus tíos expusieron, con cierta ceremonia, su opinión. Lo de hacerse sacerdote pasó al olvido. Durante un par de años había trabajado en los bufetes de sus tíos y de los amigos de éstos. Era una modesta tradición familiar. Pero si estaba seguro de que eso era lo que deseaba…

Seguro que su madre le echaría de menos; pero lo cierto es que se habían distanciado. Era una mujer sin estudios y con unas ideas muy convencionales. La única industria en Arcis-sur-Aube era la confección de gorros de dormir. ¿Cómo podía explicar Georges-Jacques a su madre que tal cosa casi le parecía una ofensa personal?

En París percibiría un modesto estipendio como secretario del abogado en cuyo bufete se prepararía; más tarde necesitaría dinero para montar su propio bufete. Los inventos de su padrastro se habían comido el patrimonio familiar; su nuevo telar era un verdadero desastre. A Georges-Jacques y a sus hermanas les divertía contemplar el pequeño aparato, cuyas lanzaderas crujían de forma alarmante, esperando que el hilo se rompiera de nuevo. El señor Danton, fallecido dieciocho años atrás, había dejado un poco de dinero, que fue reservado para cuando su hijo fuera mayor.

– Lo necesitarás para tus inventos -dijo Georges-Jacques a su padrastro-. Y la verdad es que prefiero partir de cero.

Aquel verano visitó a todos sus parientes. Un chico seguro de sí mismo y ambicioso que se marcha a París sólo regresa para visitar a su familia, y convertido ya en un hombre distante y de éxito. De modo que fue a despedirse de todos sus parientes, incluyendo a unos primos lejanos y a las viudas de unos tíos abuelos. En sus frías casas rústicas, muy parecidas a la suya, estiraba las piernas y les contaba sus planes. Pasaba mucho rato en el cuarto de estar de aquellas viudas y tías solteronas, en compañía de unas damas que asentían con la cabeza a la tenue luz del atardecer, mientras el polvo formaba un halo púrpura alrededor de sus cabezas. Georges-Jacques conversaba amablemente con ellas, como si presintiera que no volvería a verlas.

Sólo le faltaba visitar a su hermana Marie-Cécile en el convento. Siguió a la maestra de las novicias por un largo y silencioso pasillo, sintiéndose ridículamente alto y corpulento, demasiado hombre. Las monjas pasaban junto a él vestidas con sus negros hábitos, con los ojos clavados en el suelo y las manos metidas en las mangas. Georges-Jacques no quería que su hermana se encerrara allí. Preferiría estar muerto, pensó, que ser una mujer.

La reverenda se detuvo frente a una puerta y dijo:

– Es una lástima que la sala de visitas se encuentre tan alejada. Hemos decidido construir otra cerca de la entrada, cuando consigamos los fondos.

– Yo creía que era una orden rica.

– Se equivoca usted -respondió la monja secamente-. Algunas novicias aportan unas dotes que apenas si bastan para comprar la tela para sus hábitos.

Marie-Cécile estaba sentada detrás de una celosía. Georges-Jacques no podía tocarla ni besarla. Estaba pálida, o puede que el velo blanco de novicia no le sentara bien. Tenía los ojos pequeños y azules, de mirada franca, como su hermano.

Conversaron tímidamente, como si se sintieran incómodos. Georges-Jacques refirió a su hermana las noticias de la familia y le explicó sus planes.

– ¿Vendrás a la ceremonia cuando tome los hábitos, cuando pronuncie los votos definitivos? -le preguntó su hermana.

– Sí -mintió Georges-Jacques-. Procuraré venir.

– París es una ciudad muy grande. ¿No te sentirás solo?

– Lo dudo.

Marie-Cécile lo miró fijamente e inquirió:

– ¿Qué aspiras conseguir de la vida?

– Deseo abrirme camino.

– ¿Qué significa eso?

– Que quiero alcanzar una posición, tener dinero, hacer que la gente me respete. Lo siento, no veo la necesidad de ser modesto. Quiero llegar a ser alguien importante.

– Todo el mundo es importante. A los ojos dé Dios.

– Esta vida te ha vuelto muy piadosa.

Ambos se echaron a reír.

– ¿Has pensado en la salvación de tu alma? -preguntó Marie-Cécile a su hermano.

– ¿Por qué voy a pensar en mi alma, teniendo como tengo una hermana monja que no tiene otra cosa que hacer que rezar por mí? ¿Y tú? ¿Eres feliz?

Marie-Cécile suspiró.

– Piensa en el dinero que se han ahorrado nuestros padres, Georges-Jacques. Cuesta mucho casar a una hija. Hay muchas chicas en nuestra familia. Supongo que fueron otros quienes me indujeron a dar este paso. Pero ahora que estoy aquí, me siento feliz. Tiene sus compensaciones, aunque no lo creas. Pero pienso que tú no has nacido para llevar una vida tranquila y sosegada.

Georges-Jacques sabía que muchos campesinos se habrían casado con ella por la exigua dote que había entregado al convento, satisfechos de tener una esposa sana y alegre. No le habría costado hallar un hombre trabajador que la tratara decentemente y que le diera unos hijos. Georges-Jacques opinaba que todas las mujeres debían tener hijos.

– ¿Puedes salir de aquí si lo deseas? -preguntó a su hermana-. Si gano mucho dinero podría ocuparme de ti. Te buscaríamos un marido, o podrías quedarte a vivir conmigo.

Marie-Cécile alzó una mano y respondió:

– Ya te he dicho que… me siento feliz. Estoy satisfecha.

– Me entristece ver que el color ha desaparecido de tus mejillas -dijo Georges-Jacques.

Su hermana giró la cabeza.

– Es mejor que te vayas, antes de que yo también me ponga triste. A veces recuerdo los tiempos en que íbamos a jugar a los campos. Pero ya no volverán. Que Dios te bendiga.

– Que Dios te bendiga -contestó Georges-Jacques, aunque no confiaba en esas cosas.

III. En el despacho de maître Vinot

(1780)

Sir Francis Burdett, el embajador francés, afirma respecto a París: «Es la ciudad más horrorosa, sucia y pestilente que he visto en mi vida; en cuanto a sus habitantes, son diez veces peores que los de Edimburgo.»


Georges-Jacques se apeó del coche en la Cour des Messageries. El viaje había resultado más interesante de lo esperado. En el coche había una pasajera llamada Françoise-Julie; Françoise-Julie Duhauttoir, de Troyes. Georges-Jacques no la conocía -se habría acordado de ella-, pero sabía que era el tipo de muchacha que hacía que sus hermanas fruncieran el ceño. Naturalmente, era muy bonita, llena de vitalidad, tenía dinero, era huérfana y pasaba seis meses del año en París. Durante el viaje entretuvo a Georges-Jacques imitando a sus tías: «Uno no vive eternamente», «una buena reputación es como tener dinero en el banco», «¿no crees que va siendo hora de que te establezcas en Troyes, donde viven todos tus parientes, y te cases antes de que estés hecha un vejestorio?» Sus tías, según decía, se expresaban como si de pronto fueran a escasear los hombres.

Georges-Jacques pensó que una chica como ella jamás tendría problemas para enamorar a un hombre. Coqueteaba con él con toda naturalidad, como si no le importara su cicatriz. Hablaba sin parar, como si llevara meses amordazada, como si acabara de salir de la cárcel. Las palabras salían de su boca a borbotones, mientras le hablaba de su ciudad, de su vida y sus amigos. Cuando el coche se detuvo, bajó de un salto en lugar de esperar a que él la ayudara a apearse.

Súbitamente, dos hombres que habían acudido para ocuparse de los caballos empezaron a pelearse. Eso fue lo primero que Georges-Jacques oyó, una sarta de palabrotas pronunciadas con el acento seco y cortante de la capital.

Rodeada de sus maletas, Françoise-Julie se agarró al brazo de Georges-Jacques y dijo sonriendo:

– Lo que más me gusta de París es que cambia continuamente. Siempre están demoliendo algún edificio para levantar otro en su lugar.

Había escrito sus señas en un papel, que le metió en el bolsillo.

– ¿Puedo ayudarte? -le preguntó éste-. ¿Quieres que te acompañe a tu casa?

– No es necesario -respondió ella-. Vivo aquí. Conozco bien la ciudad. -Luego se giró, dio instrucciones a un mozo respecto a su equipaje y le entregó unas monedas-. No te perderás, ¿verdad? Espero verte dentro de una semana. Si no apareces, iré a buscarte.

Tras esas palabras cogió la bolsa más pequeña, se abalanzó sobre él, le plantó un beso en la mejilla y desapareció entre la muchedumbre.

Georges-Jacques portaba sólo una maleta, repleta de libros. Antes de cogerla, sacó del bolsillo un papel en el que su tío había escrito:


El Caballo Negro

rue Geoffroy l’Asnier

parroquia de Saint-Gervais


De repente empezaron a sonar unas campanas, y Georges soltó una palabrota. ¿Cuántas campanas había en esta ciudad, y cómo diablos iba a distinguir la campana de Saint-Gervais y su parroquia? Enojado, arrugó el papel y lo arrojó al suelo.

Parecía como si muchos de los viandantes anduvieran perdidos. Danton recorrió numerosos callejones, calles sin nombre y solares que semejaban estercoleros. Los viejos tosían y escupían, las mujeres se arremangaban las faldas para no manchárselas de barro, los niños correteaban desnudos como si fueran hijos de campesinos. Era como Troyes, pero al mismo tiempo totalmente distinto. Georges-Jacques llevaba en el bolsillo una carta de presentación para un abogado de l’île de Saint-Louis, llamado Vinot. Al día siguiente se presentaría en su despacho, pero antes debía hallar un lugar donde pasar la noche.

Una muchedumbre se había congregado en torno a un buhonero que vendía remedios contra el dolor de muelas y le estaba gritando e insultando.

– ¡Embustero! -gritó una mujer-. ¡El dolor de muelas sólo se quita arrancándote la muela!

Antes de alejarse, Georges-Jacques observó su mirada enloquecida, urbana.


Maître Vinot era un hombre grueso, de manos regordetas y temperamento belicoso. Parecía un estudiante entrado en años.

– Bien -dijo-, podemos intentarlo.

Sí, puedo intentarlo, pensó Georges-Jacques.

– Su caligrafía es atroz, desde luego. ¿Qué es lo que les enseñan en la escuela? Confío en que domine el latín.

– He trabajado de escribiente durante dos años -contestó Danton-. ¿Acaso cree que he venido aquí para copiar cartas?

Maître Vinot lo contempló fijamente.

– Sí, domino el latín -prosiguió Danton-. Lo mismo que el griego. Hablo inglés con fluidez y chapurreo el italiano.

– ¿Quién le enseñó esos idiomas?

– Los aprendí por mi cuenta.

– Muy interesante. De todos modos, cuando necesitamos comunicarnos con los extranjeros solemos llamar a un intérprete -dijo Vinot-. ¿Le gusta viajar?

– Sí. Me gustaría ir a Inglaterra.

– ¿Admira a los ingleses? ¿Admira sus instituciones?

– Necesitamos urgentemente un parlamento. Me refiero a una institución auténticamente representativa, no minada por la corrupción como el inglés. Y la separación de las ramas ejecutiva y legislativa. Ahí es donde fallan los ingleses.

– Escúcheme bien -dijo maître Vinot-. Le diré una cosa, y espero no tener que repetirla. No pretendo rebatir sus opiniones, las cuales imagino que considera muy originales, ¿no? Pues bien, son de los más vulgares, hasta mi cochero opina como usted. No me interesa la moralidad de mis empleados ni los obligo a ir a misa; pero esta ciudad es muy peligrosa. Circulan todo tipo de libros sin el sello del censor, y en algunos cafés -los más elegantes, por cierto- se dicen cosas que rayan en la traición. No le pido ningún imposible, ni que se encierre en su casa, sólo le pido que sea prudente a la hora de elegir a sus amigos. No permitiré que se organicen revueltas en mi bufete. No confíe en nadie, pueden tirarle de la lengua y luego denunciarlo a las autoridades. Oh, sí -continuó Vinot, asintiendo enérgicamente para demostrar que conocía el tema-, uno aprende muchas cosas en este negocio. Le recomiendo que mantenga la boca cerrada.

– Muy bien -contestó Georges-Jacques.

En aquel momento apareció un individuo y dijo:

– Maître Perrin desea saber si va usted a contratar al hijo de Jean-Nicolas.

– ¡Dios mío! -exclamó maître Vinot-. ¿Ha visto usted al hijo de Jean-Nicolas? ¿Ha tenido el placer de conversar con él?

– Pues no -contestó el individuo-. Sólo sé que es hijo de un viejo amigo suyo. Dicen que es muy inteligente.

– ¿De veras? También dicen otras cosas de él. No, he decidido emplear a este joven de Troyes. Es insolente y rebelde, pero eso no es nada comparado con los riesgos de emplear al joven Desmoulins.

– No se preocupe. Perrin desea contratarlo.

– No me extraña. ¿Pero es que Jean-Nicolas no se ha enterado de lo que dicen? No, siempre fue un poco obtuso. En todo caso, allá él. Mi lema es vive y deja vivir. -Maître Vinot se giró hacia Danton y dijo-: Maître Perrin es un viejo colega, experto en leyes tributarias. Dicen que es sodomita, pero eso no me concierne.

– Un vicio privado -dijo Danton.

– Efectivamente. ¿Ha quedado claro lo que pretendo de usted?

– Sí, maître Vinot, perfectamente claro.

– Bien. Es inútil que trabaje en el despacho porque nadie conseguirá entender su letra, de modo que es mejor que se dedique a «cubrir los tribunales», como decimos nosotros. Quiero que cada día compruebe cómo van los casos de los que nos ocupamos y que se dé una vuelta por los tribunales de justicia. ¿Le interesan los asuntos eclesiásticos? Nosotros no nos ocupamos de ellos, pero le presentaré a unos abogados especializados en ese tipo de asuntos. Le aconsejo que no pretenda abarcar demasiado. Construya lentamente; todo el que trabaja con ahínco puede obtener un modesto éxito. Por supuesto, necesita contar con contactos influyentes, y eso es lo que mi bufete le proporcionará. Trate de organizarse un plan de vida. En Troyes le sobrará trabajo. Dentro de cinco años tendrá una buena clientela.

– Me gustaría hacer carrera en París.

Maître Vinot sonrió.

– Eso es lo que dicen todos los jóvenes. En fin, mañana dése una vuelta por la ciudad.

Se despidieron con un apretón de manos, un tanto formalmente, como los ingleses. Georges-Jacques bajó apresuradamente la escalera y salió a la calle. No dejaba de pensar en Françoise-Julie. Recordaba perfectamente sus rasgos. Tenía sus señas, vivía en la rue de la Tixanderie, en la tercera planta. No es un piso elegante, le había dicho Françoise-Julie, pero es mío. Georges-Jacques se preguntó si estaría dispuesta a acostarse con él. Era muy posible. Las cosas que en Troyes resultaban imposibles aquí eran perfectamente posibles.


Durante todo el día, y buena parte de la noche, el tráfico circulaba sin cesar por las estrechas calles. Los carruajes le obligaban a pegarse a la pared. Los blasones y proezas de sus dueños estaban pintados en chillones colores heráldicos; los caballos de morro aterciopelado hundían sus cascos en la porquería de la ciudad. En el interior de los carruajes, sus propietarios se repantingaban en el asiento y miraban como con descuido por la ventanilla. En los puentes y en los cruces, los elegantes carruajes se topaban con humildes carretas. Los lacayos de librea, asidos a la parte posterior de los carruajes, intercambiaban insultos con los carboneros y los panaderos. Los problemas ocasionados por los accidentes de tráfico se resolvían allí mismo, en metálico, según la tarifa de un brazo, una pierna o la cabeza, bajo la indiferente mirada de los guardias.

Los escritores de cartas públicos tenían instaladas sus casetas en el Pont-Neuf, y los vendedores disponían su género en el suelo. Georges-Jacques vio unas cestas llenas de libros de segunda mano entre los que había una novela sentimental, unas obras de Ariosto y un tomo que ni siquiera había sido abierto, publicado en Edimburgo y titulado Las cadenas de la esclavitud, de Jean-Paul Marat. Tras examinarlos, adquirió media docena a dos sous cada uno. Los perros iban en manadas, devorando lo que encontraban a su paso.

De cada dos personas con las que se tropezaba, una era un albañil, sudoroso y cubierto de yeso. Toda la ciudad estaba en obras. En algunos barrios habían demolido todos los edificios para construir otros. La gente se detenía para contemplar las operaciones más complicadas y espectaculares. Los operarios eran temporeros y pobres. Si terminaban las obras antes de lo previsto recibían una bonificación, lo cual les obligaba a trabajar a un ritmo peligroso mientras blasfemaban, empapados de sudor. ¿Qué hubiera dicho maître Vinot? «Es preciso construir lentamente.»

En una esquina había un hombre tuerto, con la cara llena de lívidas cicatrices, que sostenía una pancarta que decía: «Héroe de la liberación americana.» Tenía una hermosa voz de barítono y cantaba canciones sobre la corte, describiendo a la Reina como una mujer entregada a unos vicios de los que ni siquiera habían oído hablar en Arcis-sur-Aube. En los jardines de Luxemburgo, una hermosa rubia lo miró de arriba a abajo, dio media vuelta y se alejó.

Georges-Jacques se dirigió a Saint-Antoine. Se detuvo junto a la Bastilla y contempló sus ocho torres. Había imaginado que sus muros serían altos e imponentes como riscos. El más alto debía medir unos veintitrés o veinticuatro metros.

– Los muros miden dos metros y medio de espesor -dijo un hombre que se había detenido junto a él.

– Creía que sería más grande.

– Es lo suficientemente grande para encerrar en ella a mucha gente -replicó el hombre-. Algunos de los que han entrado allí no han vuelto a ver la luz del día.

– ¿Es usted de aquí?

– Sí -contestó el hombre-. Hay unas celdas subterráneas, llenas de agua y de ratas.

– He oído hablar de las ratas.

– Y las celdas que hay debajo del tejado son aún peores. En verano te asas y en invierno te hielas. Pero sólo los desgraciados van a parar allí. Algunos presos duermen en lechos con colchones y pueden llevar a sus gatos para impedir que les ataquen las ratas.

– ¿Qué suelen comer?

– Depende de quién sea el preso. De vez en cuando les dan carne. Un vecino mío, que estuvo encerrado una temporada, jura que un día vio que instalaban una mesa de billar. Es como todo -dijo el hombre-, unos ganan y otros pierden.

Georges-Jacques alza la vista y observa los inexpugnables muros de la prisión. Esas gentes -en su mayoría cerveceros y tapiceros- viven y trabajan a los pies de estos muros, pensó, contemplándolos todos los días hasta que al final dejan de verlos, como si hubieran desaparecido. Lo importante no es la altura de las torres sino las imágenes que bullen en su cabeza de víctimas enloquecidas por la soledad, de suelos cubiertos de sangre, de niños que nacen sobre un montón de paja. Uno no puede dejar que un extraño, un tipo al que conoces en la calle, te reorganice tu mundo interior. ¿Acaso no hay nada sagrado? Las aguas del río, contaminadas por la fábrica de colorantes, aparecen teñidas de azul y amarillo.

Al anochecer, los funcionarios regresan apresuradamente a sus casas; los joyeros de la Place Dauphine guardan los brillantes en la caja fuerte. Georges-Jacques piensa durante unos instantes con nostalgia en su casa, en los campos de Arcis-sur-Aube, pero enseguida desecha esos pensamientos. En la rue Saint-Jacques, unos zapateros se disponen a emborracharse. En un piso de la tercera planta, en la rue de la Tixanderie, una joven abre la puerta a su nuevo amante y se desnuda. En la isla de Saint-Louis, en un despacho vacío, el hijo de maître Desmoulins se enfrenta, con la boca seca, a su nuevo patrono. Los sombrereros, que trabajan quince horas bajo una débil luz, se frotan los ojos y rezan por sus parientes que viven en el campo. Las puertas se cierran a cal y canto; las farolas se encienden. Los actores se pintan la cara, dispuestos a salir a escena.

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