Capítulo 3

Abbie se quedó sentada durante un rato largo, pensando en la posibilidad de venganza. ¿Por qué no?

Ella podía arruinar la carrera de Grey, y también la de su hermano. Podía manchar el nombre de su familia. Una sola llamada a Steve y todo el engaño y las mentiras aparecerán en la primera página del periódico. No porque a la gente le importase la vida de Grey o la suya, sino porque le importaba la de Robert.

Y hacer daño a Robert sería hacerle daño a Grey. Y ella quería hacerle daño. Quería que supiera lo que era sentirse traicionada.

Ella sabía perfectamente a quién llamar para hacer el mayor daño posible. Y tenía todo el derecho del mundo a hacerlo.

El timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos. ¿Sería Grey? ¿Cómo se comportaría al hablar con él? ¿Civilizadamente?

Saltó el contestador automático. Al escuchar la grabación de Grey, con su cálida voz pidiendo que dejasen el mensaje, una lágrima se resbaló por su rostro.

Después del pitido se escuchó:

– ¿Grey? ¿Me escuchas? -era la voz petulante de Susan Lockwood-. ¡Más vale que me estés escuchando!-Susan suspiró profundamente para echar el veneno-. Será mejor que le digas a tu hermano que no puede evitarme por tiempo indefinido. Si no está en casa este fin de semana, llamaré a los periódicos. Les diré que…

Abbie se tapó los oídos para no escuchar las amenazas de su cuñada. Era horrible, una pesadilla. ¡Y pensar que hacía cinco minutos ella había sentido lo mismo que Susan! Había tenido ganas de herir a todos, porque a ella la habían herido.

Cuando Susan terminó con las protestas e insultos, Abbie hundió la cabeza entre sus brazos. Nunca jamás, se prometió, se transformaría en una mujer amargada, a quien no le importase arruinar su vida y la de todos los que la rodeaban con tal de conseguir que su marido permaneciera a su lado, aunque él no pudiera aguantar siquiera estar en la misma habitación con ella.

Ella amaba a Grey. Ser su esposa había sido lo más hermoso que le había ocurrido en su vida. La había engañado, pero los tres años que habían compartido estaban llenos de maravillosos recuerdos. Era lo único que le había quedado de él. Y los necesitaría para darse fuerzas en los tristes días que iba a vivir.

De haber sido una lucha directa entre ellos dos, habría sido más fácil. Habría luchado con todas sus fuerzas para no perder al hombre que amaba más que a nada en el mundo.

Pero la imagen de una mujer morena, la quintaesencia de la femineidad, inclinada tiernamente sobre su bebé, se cernía sobre ella.

Le dolía en el alma, pero ese niño necesitaba a su padre más de lo que ella necesitaba un marido. Y había más de una manera de amar a alguien. A veces amor significaba ser capaz de renunciar.

Abbie descolgó el teléfono y marcó un número.

– ¿Steve? Soy Abbie. En relación con aquel trabajo que me ofreciste en América. ¿Sigue en pie la oferta?


Grey llegó a casa con las rosas que ella lo había visto comprar en el puesto. Ella nunca se había imaginado que podía ser tan cruel. Pero tampoco se le había ocurrido que podía mentirle con tanto descaro. Y él no sabía que ella lo había visto tocando a su hijo, y luego cruzar la calle para comprarle flores a su esposa. En ese momento había estado a punto de dejar escapar las lágrimas.

– ¡No! -exclamó ella, apartándose cuando él fue a abrazarla.

Si él la tocaba sería incapaz de ocultar el dolor.

– Tengo las uñas recién pintadas.

– Puedes volver a pintártelas -le dijo él con una sonrisa que ella conocía bien. La que solía usar para invitarla al amor. Y en circunstancias normales las uñas pintadas no le habrían hecho rechazar su incitación.

– No tengo tiempo -dijo ella, moviéndose para evitarlo. Abbie le hizo señas con la cabeza hacia su bolso preparado en la entrada-. Steve me llamó hace una hora. Viajo a Houston en un vuelo esta noche. Ha habido un incendio causado por un pozo de petróleo en Venezuela. Voy a cubrir la noticia con todo el equipo.

Grey tensó el rostro y dejó las flores encima de la mesa de la entrada.

– ¿Me has avisado con poco tiempo, no crees? Y llevas más equipaje de lo habitual -dijo él al ver la maleta preparada al lado de su bolso de viaje.

Ella no había pensado que su viaje suscitaría una discusión. Pensaba que él se alegraría de que ella se fuera.

– No me van a esperar para que yo me ocupe de mi vida privada -dijo ella, mirándose en el espejo, y acomodándose un mechón de pelo que se le había soltado. Luego se arregló el cuello de la camisa. Se estaba dando tiempo para recomponerse internamente-. Y el trabajo encaja justamente con la oferta de Estados Unidos. Me quedaré allí, y haré el otro trabajo a continuación.

Él no dijo nada.

– Así que necesitaré más ropa de la que llevo normalmente…-añadió Abbie.

– Vas a estar fuera seis semanas. O más… -Grey frunció el ceño-. Pensé que nos iríamos un par de semanas juntos en agosto.

– ¿Irnos? Me has dicho que la cabaña estaba ocupada -no podía mirarlo.

– No es el único lugar del mundo. Olvídate de los hombres del petróleo, y vayamos nuevamente a las Maldivas.

Cuando él le tocó los hombros ella casi saltó. Grey la miró a los ojos por el espejo.

– Aquello te encantó.

El lugar no le había importado. A ella le había encantado porque había estado con el. Porque él la había amado allí.

– Yo… No puedo -dijo ella.

– ¿No puedes? ¿O no quieres? -protestó el.

Ella se volvió hacia el y le dijo:

– ¿Vas a hacer de marido pesado, Grey? -tenía un nudo en la garganta, pero lo disimulaba-. Tú has sido quien ha dicho que si no estaba dispuesta no me convertirían en una estrella del periodismo -él le quitó las manos-. No pareció importarte en ese momento.

– Estaba cansado. No podía pensar claramente -dijo Grey, poco convencido.

Ella tendría que insistir.

– Venga, Grey. Un año mas, y podré elegir yo los trabajos. He trabajado mucho para llegar donde estoy. No ha sido fácil y no voy a tirar todo por la borda ahora.

– Lo sé mejor que nadie. Pero no quiero que te vayas de este modo, corriendo. Puedes alcanzar a tus hombres más tarde. Pienso que necesitamos compartir un poco de tiempo juntos antes de que te vayas. Tenemos que hablar.

¿Cómo se atrevía a ponérselo tan difícil cuando ella estaba intentando hacérselo fácil?

– ¿Tienes idea de lo que me estás pidiendo? Si no estoy allí con ellos… Si llego tarde, no habrá reportaje.

– ¿Y eso es tan importante?

– ¿Qué estás diciendo? -Abbie se rio forzadamente.

¿Por qué no aprovechaba él la oportunidad que le estaba brindando?

Después de todo lo que había vivido su hermano, no le resultaba extraño que temiera que ella pudiera causarle problemas, que intentara contentarla, incluso que le hiciera el amor aunque no lo sintiera verdaderamente. La llamada de Susan la había ayudado a comprender. Bueno, así Grey sabría que era libre, pero él lo estaba haciendo muy difícil.

Ella podría haberse ido sin decirle nada, y al regresar del trabajo él no la habría encontrado. Y no volverlo a ver. O podría haber discutido con él, y haberlo enfrentado con la realidad descubierta por ella. Pero él era un hombre que no dejaba las cosas a medias. Y la hubiera perseguido hasta el fin del mundo para aclarar las cosas probablemente.

– Por supuesto que es importante. No me volverían a dar otro trabajo. ¿Y entonces qué haría yo? -dijo ella.

– Puedes quedarte en casa. La semana pasada estabas desesperada por tener un bebé.

– Tú no estabas muy entusiasmado con la idea, por lo que recuerdo -dijo ella amargamente.

Darle la libertad era el último regalo de su amor hacia él. No estaba envuelto en papel de regalo, sino en palabras hirientes, para que tirasen abajo el castillo de naipes que había sido su matrimonio. Ella le estaba dando la libertad de irse sin culpa. La culpa no sería un buen comienzo para una nueva vida, una vida que él habría iniciado en un momento de pasión, o de amor, daba igual. Ella había puesto su profesión per delante de su matrimonio y en cierto modo, tenía parte de responsabilidad en lo que había pasado.

– Tenías razón. Siempre tienes razón. Fue una subida de hormonas simplemente -miró su reloj-. Supongo que no sirvo para ser madre, después de todo.

– No te creo -le dijo Grey, y le sujetó el brazo cuando ella pasó a su lado-. ¿Que ocurre, Abbie? -le preguntó enfadado.

– ¿Que qué está pasando? -Abbie fingió una risa despreocupada, pero no le salió bien-. ¡Grey! ¡Me estás haciendo daño! -protestó ella.

– Algo pasa. ¡Dímelo!

– ¡No! -gritó ella-. No -repitió-. Simplemente tengo prisa. Me temo que no tengo tiempo…

– ¡Para ya! ¡Por el amor de Dios, mírate al espejo!

– Grey le dio la vuelta de modo que los dos quedaron frente al espejo.

Tenía los ojos húmedos de ganas de llorar.

– Dime, Abbie -él la sacudió suavemente-. No te iras hasta que me digas lo que ocurre.

– ¿Y co… cómo vas a detenerme? -preguntó ella desafiante. Pero sus palabras sonaron huecas.

Él se rio.

– No te hace falta preguntar, Abbie. Lo sabes bien -Grey levantó la mano y le acarició la mejilla con el dorso.

Ella se estremeció.

– Toma un vuelo más tarde, Abbie. No sería la primera vez que lo haces, ¿no? -murmuró él, y le empezó a desabrochar la camisa-. ¿Te acuerdas?

¿Cómo se iba a olvidar?

Hacía diez días que se habían conocido. Él había llegado a su piso cuando ella se estaba preparando para viajar a París. Y ella lo habría hecho aún si él no se hubiera decidido a ayudarla a arreglarse. Apartó los turbadores recuerdos de su mente.

– Grey, no -le rogo ella, desesperada por pararlo cuando todavía ejercía control sobre sí misma-. Por favor, el taxi llegara en cualquier momento.

– El taxi puede esperar -le dijo él, deslizando una mano debajo del tirante del sujetador, acariciándole el pecho, y jugando con su pezón erecto.

La mente de Abbie, segura de lo que quería hacer, protestó en silencio. Pero su cuerpo rechazaba escuchar sus palabras, y se aferraba al cuerpo de Grey con naturalidad, mientras la insistente boca de él la hacía su esclava. Ella no podía responder de sus actos cuando estaba en sus brazos. Nunca había podido.

El timbre de la puerta los devolvió a la realidad.

– No quiero que te vayas, Abbie -le dijo él mirándola a los ojos.

Y le podría haber creído, de no ser porque de pronto vio una pequeña mancha de carmín en la solapa de su traje y recordó que unas horas antes otra cabeza se había apoyado allí, cuando el había abrazado brevemente a la madre de su hijo.

– Si alguna vez me has amado, Grey, déjame marchar. ¡Por favor!

– Si alguna vez… -él la miró como si ella le hubiera pegado.

Y la soltó tan repentinamente, que ella tuvo que apoyarse en la mesa de la entrada, tocando el ramo de rosas que había dejado anteriormente allí. Se lastimó con una espina. Luego manoteó los botones de su camisa para abrocharla, dejando una mancha mínima de sangre en la tela blanca.

Volvió a sonar el timbre. Abbie se alegró de la interrupción. Fue hacia la puerta.

– ¿Puede ayudarme con esta maleta? -le preguntó al taxista-. Yo llevaré la otra -recogió el bolso de lona y se dio la vuelta hacia Grey. Pero él no estaba en la entrada en ese momento. Ella sintió ganas de gritar desesperadamente la agonía que estaba viviendo, pero enseguida apareció Grey. Le tomó la mano y le puso una pequeña tirita en el pulgar herido. Y eso fue peor aún.

Grey se llevó la mano a la boca, y le dio un beso en la punta del pulgar.

– Cuídate, Abbie -le dijo-. Llámame para que sepa que has llegado bien.

Se inclinó para besarla, pero ella se apartó antes de que pudiera tocarla, así que decidió bajar las escaleras corriendo sin decir una palabra, para poder disimular el desgarro que sufría por dentro.


Abbie tenía calor. Había llegado a Atlanta con la esperanza de que sus sentidos se vieran asaltados por el perfume de las magnolias y por las hermosas mansiones del sur. Pero se había encontrado con los típicos rascacielos de una ciudad moderna, lo mismo que si hubiera ido a Nueva York.

Hacía mucho calor. Estaba escribiendo sus últimas impresiones acerca de la ciudad, y había decidido que no se permitiría una ducha fría hasta no haber terminado el trabajo.

Un golpe en la puerta distrajo su atención.

– ¿Quién es?

– Soy yo -dijo una voz profunda.

Sobresaltada, ella acudió a abrir.

– ¡Steve! ¿Qué estás haciendo aquí?

– El director de reportajes quiere demostrar que aún es capaz de jugar cinco sets al tenis -sonrió-. Alguien tiene que hacer su trabajo -se encogió de hombros Steve.

– ¡Qué noble eres! Además del sentido del deber, te ofreces voluntariamente. -dijo ella cínicamente-. ¿Y quién está en tu puesto?

– Estamos en una época de poco trabajo, Abbie. Me iba a ir de vacaciones.

– ¡Qué justo!

– Estoy aquí para trabajar -protestó Steve-. Pensé que te alegrarías de verme. ¿No vas a invitarme a pasar?

Consciente de que no llevaba más que una bata de seda, Abbie se encogió de hombros un poco incómoda, pero lo hizo pasar.

– ¿Quieres beber algo frío? -le ofreció.

– No, gracias. Pero no me importaría darme una ducha. Mi habitación no está lista hasta dentro de una hora y estoy a punto de derretirme.

Abbie miró el reloj.

– Tienes diez minutos -le dijo, indicándole dónde estaba el baño-. Después tendrás que buscar a otra persona para perder el tiempo. Tengo una cita.

– De acuerdo. Iré a buscar las cosas al coche -Steve no pareció desanimarse con la actitud poco entusiasta de Abbie.

Unos minutos mas tarde, mientras Steve se duchaba, Abbie terminó de hacer sus últimas anotaciones.

Entonces golpearon nuevamente a la puerta. Y volvieron a golpear con insistencia.

– ¡Un momento!

Pero cuando fue a abrir el cerrojo, la puerta se abrió y Abbie encontró la alta figura de Grey detrás de ella.

– ¡Grey! -dijo ella-. Yo… No esperaba que… ¿Cómo me has encontrado?

– ¿Te estabas escondiendo, Abbie? Me daba esa impresión.

– Yo… um…

No se estaba escondiendo exactamente. Le había dado la libertad a Grey y pensaba que él la iba a abrazar. Pero en cambio, estaba allí, en la habitación del motel, con una mirada tan excitante como terrorífica. Sus pechos se irguieron debajo de la seda fina de la bata. Tenía las mejillas encendidas. Le hubiera gustado apretarse la bata contra su cuerpo para protegerse, pero hubiera sido peor.

– No me llamaste por teléfono.

– Los pozos petroleros de Venezuela no tenían muchas comodidades como para hacer llamadas personales -empezó a decir ella, pero al parecer él no estaba interesado en las excusas.

– Al principio pensé que querías hacerme sufrir porque te había presionado para que te quedases conmigo. Quiero decir, ¿qué otra razón podía haber para que hicieras eso? Y pensé que si pasaba algo, el periódico se pondría en contacto con vosotros rápidamente. El amable Steve seguramente me hubiese llamado personalmente.

Steve. Ella intentó no mirar hacia el cuarto de baño. La ducha había dejado de sonar. Si oía la voz de Grey, ¿se quedaría en el baño Steve?

– Pero después de una semana, pensé que tu reacción era desmedida, así que llamé al periódico y le pregunté a la querida, y amable secretaria de Steve el número de teléfono para ponerme en contacto contigo. Me dijo que andabas de aquí para allá, que si quería te pasaría el mensaje. Entonces decidí que ya que habíamos cancelado nuestras vacaciones podríamos pasar quizás unos días juntos en el sur. Quería saber cual era el mejor momento para venir. Me dijo que te diría que me llamases.

Abbie abrió la boca asombrada. Grey estaba enfadado. Se le notaba que estaba furioso, aunque lo disimulase.

– Pensé que ella te habría dado el mensaje, pero tú no me llamaste. En lugar de una llamada de mi esposa, recibí esto -sacó una carta del bolsillo de su chaqueta y la dejó sobre la mesa al lado de ellos-. Creí que después de tres años de matrimonio, por lo menos merecía una explicación. No la carta de una extraña que me informaba que mi mujer había pedido el divorcio por haberse roto nuestro matrimonio. ¿Me quieres decir cuándo se ha roto nuestro matrimonio? Porque yo no me he enterado.

Ella negó con la cabeza, incapaz de hablar.

– ¡Háblame, Abbie! -le dijo con voz cortante-. ¡Por el amor de Dios! No voy a… Háblame, Abbie, simplemente. Yo no soy tan irracional, ¿no? Nosotros jamás hemos escapado de nuestros problemas -él dio un paso hacia Abbie. Al ver que ella también se iba alejando, se detuvo, y se paso la mano por el pelo.

– Si se trata del tema de tener un hijo… -se interrumpió al ver en la expresión de Abbie que había tocado un punto especialmente sensible-. O sea que se trata de eso -Grey pareció aliviado momentáneamente-. Lo siento, Abbie. De verdad. No tuve la sensibilidad necesaria para escucharte. Pero si es importante para ti, podemos solucionarlo.

– ¿Solucionar algo? -preguntó ella como pensando en voz alta.

¿Quería que ella volviera con él? ¿Estaba dispuesto a seguir con su doble vida y animarla a tener un hijo?

– Los últimos meses han sido muy difíciles -continuó Grey-. Has estado fuera mucho tiempo, y he tenido muchos problemas…

Grey se acercó a ella y le rodeó la cintura, luego le acarició la mejilla.

– Dímelo, Abbie -murmuró-. No me dejes así.

Era insoportable. Porque aunque habían estado separados más tiempo, siempre había estado la promesa de volver a estar juntos. Y ahora verlo así, con esos ojos, y esas manos sobre su piel.

Ella había pensado que una vez que se hubiera marchado al otro lado del Atlántico, él empezaría una nueva vida con Emma, pero no había sospechado que podría ir a pedirle explicaciones.

Abbie se puso rígida.

– No debí irme de ese modo. Lo siento, Grey. Pero tienes razón. He estado fuera mucho tiempo. La última vez que volví de viaje las cosas no funcionaron muy bien entre nosotros. Supongo que nos hemos ido distanciando. Y pensé que sería más fácil así…

– ¿Más fácil? -repitió Grey. ¿Salir huyendo?

Él le sujetó los hombros, como si fuera a sacudirla. Pero se reprimió.

– No te creo, Abbie. Tú no eres así de cobarde. Si has pensado que sería más fácil para mí, te diré que te has equivocado.

Había sido tan duro levantarse después del golpe, empezar a trabajar cuando lo único que había tenido ganas de hacer era morirse. Pero no estaba hecha de esa naturaleza. Él la había acusado de quererlo todo. Bien, había descubierto de una forma muy dura que no se podía tener todo.

Pero todos los días se había levantado. Todos los días se había puesto maquillaje, y las mejores ropas, y había hecho frente a la vida. El trabajo era su vida. Y esa historia le valdría para resguardase.

– Quería una separación limpia, Grey. Estoy en América. Tenías razón. No puedo tener una profesión, esta profesión, y tener un matrimonio. Tú necesitas más de lo que yo puedo ofrecerte.

– ¿Has decidido eso? ¿Tú sola? Tal vez tenga que recordarte los años que hemos pasado juntos -le dijo él con sus ojos marrones llenos de rabia.

Al moverse Grey, rozó el cinturón de la bata de seda, y ésta se abrió traicioneramente, dejándola indefensa delante de los ojos de Grey. El extendió sus manos hacia ella, y la rodeó por la cintura estrechándola.

La miró a los ojos y le dijo:

– ¿Qué dices, Abbie?

– ¡Oh, venga, Grey! Nos lo hemos pasado bien, pero cada vez pasaba más tiempo fuera de casa. Necesitas más que eso. Te mereces más…

Terminó de hablar con un hilo de voz. Y supo que estaba a punto de traicionarse a sí misma. No quería que él se sintiera culpable. Quería que se fuera de su lado sin cargo de conciencia. Era el último regalo que le haría. Un regalo de amor.

– Yo… Lo siento, Grey. Simplemente no te amo ya.

– Mientes, Abbie -la miró fríamente.

– ¿Que miento? ¿Por qué? ¿Es que tu ego no puede soportarlo? Quería que las cosas fueran lo mas suaves posibles, pero si quieres que te diga la verdad…

No le salía la mentira.

– La verdad es que los periodistas somos como un clan. Usamos los mismos hoteles. Te encuentras con viejos amigos, tomas una copa con alguien… Bueno y a veces algo más que una copa. Y… simplemente, ocurren cosas.

– ¿Sí? ¿Y luego vas corriendo a casa y le dices a tu marido que quieres tener un niño, no?

Grey no le creía. Le había insinuado que a veces tenía aventuras en hoteles con cualquiera que andaba por allí. Pero no le había creído. Él estaba furioso con ella. Tenía ganas de matarla. Pero no le creía. Ella se alegraba por un lado, pero necesitaba que creyese sus mentiras.

– Pensé que si tenía un niño, si no tenía que irme fuera nuevamente, las cosas se arreglarían.

Hubo un silencio cortante.

Ella se atrevió entonces a mirarlo. En el rostro de Grey había una expresión de horror. Pero no había vuelta atrás.

– Luego cuando volví a la oficina…

Él la miró de una forma extraña y se apartó. Y ella comprendió que estaba a punto de lograr su objetivo. A punto de que él la odiase. Sería fácil a partir de ese momento.

Se acercó a él. Y le rodeó el cuello con sus brazos, y se apretó contra él.

– Pero el sexo contigo ha sido estupendo, Grey -murmuró, sintiendo pena en su interior-. Si quieres una última oportunidad, por los viejos tiempos…

Grey la apartó. En ese momento se oyó el clic del cerrojo de la puerta del cuarto de baño. Grey alzó la cabeza con curiosidad.

Ella se dio la vuelta y descubrió a Steve, que salía del baño con el pelo rubio mojado por la ducha, envuelto sólo en una toalla.

Grey la miró.

– Ya veo. Por lo visto he sido un estúpido -Grey le cerró la bata, y le ajustó el cinturón antes de apartarse de ella. Luego se acercó al hombre que acababa de salir del cuarto de baño.

– Abbie estaba intentando protegerte desesperadamente, ocultándose entre un montón de supuestos amantes, y haciendo lo imposible por librarse de mí. Si hubieras tardado dos segundos más, lo habría logrado.

Ella se horrorizó ante la idea, pero no dijo nada.

Steve no se movió.

– Venga, pégame -lo invitó Steve-. Ya me imagino los titulares: El hermano del ministro en el Motel Brown.

En ese momento Steve recibió un puñetazo en la barbilla que lo mandó nuevamente al cuarto de baño.

Entonces Grey le dijo:

– Que tengas un buen día.

Y se fue sin mirar a Abbie.

Ella se quedó inmóvil un momento, incapaz de decir o hacer nada.

El dolor de la pérdida era insoportable. Aunque ella hubiera hecho lo posible para que Grey se fuera. Pero el desgarro en su corazón era más terrible que cualquier dolor físico.

Sintió un zumbido, el latido de su sangre en los oídos, cada vez más fuerte, galopando cada vez más deprisa.

Entonces se desmayó.


Cuando abrió los ojos estaba mirando el techo. No sabía dónde estaba. Sintió un paño húmedo y frío en la frente, y entonces descubrió a Steve a su lado, mirándola.

– Te has desmayado, Abbie. Quédate quieta un momento.

De pronto comprendió.

– Por favor, no publiques esto en el periódico.

Steve no contestó.

– ¿Steve, lo harás por mí?

– ¿Por qué no? -luego dijo más calmado-. Después de lo que te ha hecho pensé que te darías el gusto de verlo…

– ¡Por favor! No podría soportarlo.

– Cualquier mujer en tu lugar habría aprovechado la más mínima posibilidad de vengarse del hombre que la traicionó. Y como guinda del pastel, metería al gobierno entero en un brete.

Ella negó con la cabeza.

– ¿No? ¿Por qué eres tan noble?

– Yo… No espero que me comprendas.

Steve se encogió de hombros.

– Tal vez comprenda más de lo que crees -se rascó la barbilla. Y luego se sentó al borde de la cama-. Debe haber sido una buena sorpresa encontrarme en tu habitación después de haber hecho semejante viaje para estar contigo. Es un poco raro, ¿no? Si tiene una esposa suplente…

Steve no iba a tranquilizarla. Ella podía imaginarse los motivos que habían llevado a Grey. Grey se estaría cubriendo. Era un modo de decir ante el juez, a la hora del divorcio, que había hecho todo lo posible para salvar su matrimonio. O tal vez realmente quisiera seguir como estaba antes, con dos mujeres. Pero no era posible.

– Será mejor que te cure esa herida -le dijo Abbie a Steve, poniéndose de pie abruptamente-. Siento haberte mezclado en esto -ella se sentó a su lado y le puso hielo en la herida.

– Sí. Bueno. Me está bien empleado por meterme en el cuarto de baño de otros, supongo. Los nudillos de Grey deben dolerle como a mí el mentón. Pero al menos te tengo a ti para los primeros auxilios. Puedes contar conmigo -Steve le puso el brazo alrededor de los hombros-. ¿Lo sabes, Abbie, no?

Abbie se quedó sorprendida. Luego se dio cuenta de que el tono de Steve parecía ofrecerle algo más que un hombro sobre el que llorar. Y no podía culparlo.

Era un hombre atractivo, y la mayoría de las mujeres habrían aceptado gustosamente el consuelo de sus brazos. Pero había habido un solo hombre en su vida.

Abbie se apartó del abrazo de Steve y se quedó de pie a una distancia segura de él. Luego lo miró.

– Lo siento, Steve. Pero me temo que es hora de que te vayas a tu habitación.

Steve se puso de pie y se encogió de hombros.

– Por supuesto. Tú has dicho que tenías una cita. Si no te encuentras bien, puedo reemplazarte si quieres.

– No, gracias. Será mejor que te quedes en tu habitación, con el hielo en la barbilla.

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