El álgebra de los muertos

El viaje por Estados Unidos duró dos semanas durante las cuales recorrí el país de costa a costa, dominado al principio por un estado de ánimo al menos contradictorio: por una parte estaba expectante, deseoso no sólo de volver a Urbana, de volver a ver a Rodney, sino también -lo que quizá equivalía a lo mismo- de emerger por un tiempo de la suciedad del subsuelo y aligerarme del peso de un pasado que no existía o podía fingir que no existía en el lugar de arribada; pero, por otra parte, también sentía una aprensión acuciante porque por vez primera en casi un año iba a salir del estado de hibernación con el que había tratado de preservarme de la realidad e ignoraba cuál iba a ser mi reacción cuando volviera a exponerme a ella en carne viva. Así que, aunque pronto advertí que no me había desacostumbrado del todo a la intemperie, durante los primeros días tuve la sensación de andar un poco a ciegas, como quien después de un largo encierro a oscuras tarda un tiempo en habituarse a la luz. Salí de España un sábado y sólo al cabo de siete días llegué a Urbana, pero apenas pisé Estados Unidos empecé a tener noticias de la gente de Urbana. La primera escala del viaje fue la Universidad de Virginia, con sede en Charlottesviíle. Mi anfitrión, el profesor Victor T. Davies, un renombrado especialista en la literatura de la Ilustración, fue a buscarme al aeropuerto de Dulles, en Washington, y durante las dos horas de trayecto hasta la universidad hablamos de algunos conocidos comunes; entre ellos apareció Laura Burns. Hacía años que yo no tenía noticias de Laura, como no las tenía de ninguno de los amigos de Urbana, pero Davies mantenía frecuentes contactos con ella desde que había publicado una edición crítica (excelente, precisó) de Los eruditos a la viólela, la obra de Cadalso; según me contó Davies, Laura se había divorciado hacía varios años de su segundo marido y ahora impartía clases en la Universidad de Saint Louis, a menos de tres horas en coche de Urbana.

– Si hubiera sabido que erais amigos le hubiera dicho que ibas a venir -se lamentó Davies.

Al llegar a Charlottesviíle le pedí el número de teléfono de Laura y esa misma noche la llamé desde mi habitación en el Colonnade Club, un suntuoso pabellón dieciochesco destinado al alojamiento de los visitantes oficiales de la universidad. A Laura la llamada la llenó de un júbilo exagerado y casi contagioso y, superado el primer momento de estupor y tras un rápido intercambio de informaciones, acordamos que ella se pondría en contacto con John Borgheson, que ahora era el jefe del departamento y había organizado mi estancia en Urbana, y que en cualquier caso nos veríamos allí el sábado siguiente.

La segunda ciudad que visité fue Nueva York, donde debía pronunciar una conferencia en el Barnard College, una institución adscrita a la Universidad de Columbia. La misma noche de mi llegada, después de la conferencia, mí anfitriona, una profesora española llamada Mercedes Esteban, me invitó a cenar en compañía de otros dos colegas a un restaurante mexicano de la calle 43; allí, sentado a una mesa, nos aguardaba Felipe Vieri. Al parecer, Esteban y él se habían conocido cuando ambos enseñaban en la Universidad de Nueva York y desde entonces mantenían una buena amistad; había sido ella quien le había hecho saber de mi visita, y entre los dos habían organizado aquel reencuentro inesperado. Hacía muchos años que Vieri y yo habíamos dejado de escribirnos y que, aparte de alguna noticia dispersa cazada aquí y allá (desde luego a Vieri también le habían llegado los ecos del éxito de mi novela), lo ignorábamos todo el uno del otro, pero durante la cena mi amigo hizo cuanto pudo para rellenar ese hueco. Supe así que Vieri seguía enseñando en la Universidad de Nueva York, que seguía viviendo en Greenwich Village, que había publicado alguna novela y varios libros de ensayo, uno de los cuales versaba sobre el cine de Almodóvar; por mi parte le mentí igual que había hecho en la carta inútil que le había mandado a Rodney, igual que les había mentido a Davies y a Laura: le hablé de Gabriel y de Paula como si estuvieran vivos y de mi vida feliz de exitoso escritor provinciano. Pero de lo que más hablamos fue de Urbana. Vieri había traído consigo varios ejemplares de Línea Plural («una joya inencontrable», se burló, afeminando el gesto y la voz y dirigiéndose a los demás comensales) y un montón de fotos entre las que reconocí una de la reunión de colaboradores de la revista en la que Rodrigo Ginés refirió su encuentro dada con Rodney mientras éste pegaba pasquines trotskis-tas contra la General Electric. Señalando a un muchacho de sonrisa radiante que miraba a la cámara desde aquella foto, emparedado entre Rodrigo y yo, Vien preguntó:

– ¿Te acuerdas de Frank Solaún?

– Claro -contesté-. ¿Qué ha sido de él?

– Murió hace siete años -dijo Vien sin apartar la vista de la foto-. De sida.

Asentí, pero nadie añadió ningún comentario y continuamos hablando: de Borgheson, de Laura, de Rodrigo Gmés, de amigos y conocidos; Vien tenía noticias bastante precisas de muchos de ellos, pero durante la cena no me atreví a preguntarle por Rodney. Lo hice más tarde, en un bar situado en la esquina de Broadway y la calle 121, cerca del Union Theological Semínary -el dormitorio de la universidad en el que me alojaba-, donde estuvimos conversando a solas hasta la madrugada. Previsiblemente, Vieri se acordaba muy bien de Rodney; previsiblemente, no había vuelto a saber de él; también previsiblemente, se extrañó de que fuera yo, que había sido su único amigo en Urbana, quien le preguntara por Rodney.

– Seguro que en Urbana alguien sabe de él -aventuró.

Con esa esperanza llegué por fin a Urbana al mediodía del sábado, procedente de Chicago. Recuerdo que al despegar del aeropuerto de O'Hare y empezar a sobrevolar los suburbios de la ciudad -con la línea dentada de los rascacielos recortándose contra el azul inflamado del cielo y el azul intenso del lago Michigan- no pude evitar acordarme de mi primer viaje desde Chicago hasta Urbana, diecisiete años atrás, en un autobús de la Greyhound asediado por la canícula de agosto, mientras a mi alrededor desfilaba una extensión inacabable de tierra parda y deshabitada idéntica a la que ahora parecía casi detenida bajo mi avión, salpicada aquí y allá de manchas verdes y ranchos dispersos; me acordé de aquel primer viaje y me pareció asombroso estar a punto de llegar de nuevo a Urbana, un lugar que en aquel momento, justo cuando iba a poner los pies en él después de tanto tiempo, de repente me pareció tan ilusorio como una invención del deseo o la nostalgia. Pero Urbana no era una invención. En el aeropuerto me esperaba John Borgheson, tal vez más calvo pero no más decrépito que la última vez que lo había visto años atrás, en Barcelona, en todo caso igual de afable y acogedor y más británico que nunca y, mientras me llevaba al Chancellor Hotel y yo contemplaba sin reconocerlas las calles de Urbana, me detalló el plan que había diseñado para mi estancia en la ciudad, me contó que la fiesta de bienvenida estaba prevista para aquella misma tarde a las seis y me propuso pasar a buscarme por el hotel diez minutos antes de esa hora. En el Chancellor me duché y me cambié de ropa; luego bajé al hall y maté el tiempo paseando arriba y abajo a la espera de Borgheson, hasta que en algún momento me pareció reconocer fugazmente a alguien; sorprendido, retrocedí, pero lo único que vi fue mi rostro reflejado en un gran espejo de pared. Preguntándome cuánto tiempo hacía que no me miraba en un espejo, miré mi rostro en el espejo igual que si mirara el de un desconocido, y mientras lo hacía imaginé que estaba cambiando de piel, pensé que aquél era el lugar de arribada, pensé en el peso del pasado y en la suciedad del subsuelo y en la prometida claridad de la intemperie, y pensé también que, aunque el objetivo de aquel viaje fuera quimérico o absurdo, el hecho de haberlo emprendido no lo era.

Borghesen llegó a la hora fijada y me llevó a la casa de una profesora de literatura que había insistido en organizar la fiesta. Se llamaba Elizabeth Bell y había llegado a Urbana casi al mismo tiempo que yo me marchaba de allí, así que sólo la recordaba vagamente; en cuanto a los demás invitados, en su mayoría profesores y ayudantes de español, no conocía a ninguno. Hasta que apareció Laura Burns, rubia, guapa y urgente, que me abrazó y me besó con estrépito, besó y abrazó con estrépito a Borgheson, con estrépito saludó a los demás invitados y de inmediato se adueñó de la conversación, al parecer dispuesta a cobrarnos con su protagonismo absoluto las dos horas y medía de coche que había empleado en venir desde Saint Louis. No era la primera vez que hacía ese viaje: durante la conversación telefónica que había mantenido con ella desde Charlottesville, Laura me contó que de vez en cuando iba a visitar a Borgheson, quien, según comprobé aquella noche, había dejado de tratarla como a una discípula sobresaliente para tratarla como a una hijastra díscola cuyas calaveradas se avergonzaba de considerar irresistiblemente graciosas. Durante la cena Laura no dejó ni un instante de hablar, aunque, pese a que estábamos sentados uno al lado del otro, no cruzó una palabra conmigo a solas o en un aparte; lo que hizo fue hablarles a los otros de mí, como si fuera una de esas esposas o madres que, igual que criaturas simbióticas, sólo parecen vivir en función de los logros de sus esposos o hijos. Primero habló del éxito de mi novela, sobre la que había escrito un artículo encomiástico en World Literature Today, y más tarde discutió con Borgheson, Elizabeth Bell y el mando de ésta -un lingüista español llamado Andrés Viñas- sobre los personajes reales que se ocultaban tras los personajes ficticios de El inquilíno, la novela que yo había escrito y ambientado en Urbana, y en algún momento contó que el jefe del departamento de aquella época se había sentido retratado en el jefe del departamento que aparecía en el libro y se las había arreglado para que desaparecieran todos los ejemplares que guardaba la biblioteca, pero me extrañó que ni Laura ni Borgheson ni Elizabeth Bell ni Viñas mencionaran a Olalde, el ficticio profesor español cuyo físico extravagante -y quizá no sólo su físico- estaba transparentemente inspirado en el físico de Rodney. Luego Laura pareció cansarse de hablar de mí y empezó a contar anécdotas y a burlarse a carcajadas de sus dos antiguos mandos y sobre todo de sí misma como mujer de sus dos antiguos maridos. Sólo después de la cena Laura cedió el monopolio de la conversación, que inevitablemente derivó entonces hacia un catálogo razonado de las diferencias que separaban la Urbana de quince años atrás y la Urbana actual, y luego hacia el recuento deshilacliado de las vidas tan dispares como azarosas que habían llevado en aquel tiempo los profesores y ayudantes con quienes yo había coincidido allí. Todo el mundo conocía alguna historia o algún retazo de historia, pero quien parecía mejor informado era Borgheson, al fin y al cabo el profesor más antiguo del departamento, así que cuando salimos a fumarnos un cigarrillo al jardín en compañía de Laura, de Viñas y de un ayudante le pregunté si sabía algo de Rodney.

– Carajo -dijo Laura-. Es verdad: el chiflado de Rodney.

Borgheson no se acordaba de él, pero Laura y yo le ayudamos a hacer memoria.

– Claro -recordó por fin-. Falk. Rodney Falk. El grandullón que había estado en Vietnam. Se me había olvidado por completo. Era de por aquí cerca, de Decatur o de un sitio así, ¿no? -No dije nada, y Borgheson prosiguió-: Claro que me acuerdo. Pero lo traté muy poco. ¿No me digas que erais amigos?

– Compartimos despacho durante un semestre -contesté, evasivo-. Luego él desapareció.

– Vamos, vamos -terció Laura, colgándoseme de un hombro-. Pero sí estaban ustedes todo el día conspirando en Treno's igual que si fueran de la CÍA. Siem pre me pregunté de qué hablaban tanto.

– De nada -dije yo-. De libros.

– ¿De libros? -dijo Laura.

– Era un tipo curioso -intervino Borgheson, dirigiéndose a Viñas y al ayudante, que seguían la conversación con aire de estar de veras interesados en ella-. Parecía un redneck, un palurdo, y desde luego nunca daba la impresión de tener la cabeza del todo en su sitio. Pero resulta que era un tipo cultísimo, leidísimo. O por lo menos eso era lo que decía de él Dan Bley-lock, que sí fue su amigo. ¿Te acuerdas de Bleylock?

– Pero ¿cómo quieres que no se acuerde? -contestó por mí Laura-, No sé tú, pero yo nunca me he encontrado con un tipo que sea capaz de hablar diecisiete lenguas amerindias. ¿Sabes, John? Siempre pensé que, si los marcianos llegan a la tierra, por lo menos tenemos una forma de asegurarnos de que son marcianos: les enviamos a Bleylock y, si él no los entiende, es que son marcianos.

Borgheson, Vmas y el ayudante se rieron.

– Se jubiló hace dos años -prosiguió Borgheson-. Ahora vive en Florida, de vez en cuando recibo un correo electrónico suyo… En cuanto a Falk, la verdad es que no he vuelto a oír ni una sola palabra de él.

La fiesta terminó hacia las nueve, pero Laura y yo fuimos a tomarnos una copa a solas antes de que ella emprendiera el camino de regreso a Saint Louis. Me llevó a The Embassy, un bar de forma alargada, pequeño y penumbroso, con las paredes y el suelo revestídos de madera, que se hallaba junto a Lincoln Square, y apenas nos sentamos a la barra, frente a un espejo que repetía la atmósfera sosegada del local, recordé que en aquel bar transcurría una escena de mí novela ambientada en Urbana. Mientras pedíamos las copas se lo dije a Laura.

– Claro -sonrió-. ¿Por qué crees que te he traído aquí?

Estuvimos charlando en The Embassy hasta muy tarde. Hablamos un poco de todo; también, como si estuviesen vivos, de mi mujer y de mi hijo muertos. Pero lo que sobre todo recuerdo de aquella conversación fue el final, quizá porque en aquel momento tuve por vez primera la intuición falaz de que el pasado no es un lugar estable sino cambiante, permanentemente alterado por el futuro, y de que por tanto nada de lo ya acontecido es irreversible. Ya habíamos pedido la cuenta cuando, no como quien hace balance de la noche sino como quien profiere un comentario al desgaire, Laura dijo que el éxito me había sentado bien.

– ¿Por qué iba a sentarme mal? -pregunté, y acto seguido dije de forma automática lo que desde hacía dos años decía cada vez que alguien incurría en el mismo error-: Los escritores de éxito dicen que la condición ideal de un escritor es el fracaso. Créeme: no les creas. No hay nada mejor que el éxito.

Y entonces, también como hacía siempre, cité la frase de un escritor francés, tal vez Jules Renard, con la que veinte años atrás Marcos Luna le había cerrado la boca a un compañero en la Facultad de Bellas Artes: «Sí, lo sé. Todos los grandes hombres fueron ignorados; pero yo no soy un gran hombre, así que preferiría tener éxito inmediatamente». Laura se rió.

– No hay duda -dijo-. Te ha sentado bien. Digas lo que digas, es raro. Ahí tienes a mi segundo marido. El jodido gringo se ha forrado haciendo lo que le gusta, pero no para de quejarse de la esclavitud del éxito, de que si esto y de que si lo otro y de que si lo de más allá. Bullshit. Por lo menos los que fracasamos no nos dedicamos a joderles la paciencia a los demás con nuestro fracaso.

Con deliberada ingenuidad pregunté:

– ¿Tú has fracasado?

Una sonrisa mordaz curvó sus labios.

– Claro que no -dijo en un tono equívoco, entre agresivo y tranquilizador-. Era sólo una forma de hablar, hombre. Ya todos sabemos que sólo fracasan los idiotas. Pero ahora dime una cosa: ¿cómo le llamas tú a haber tirado por la borda dos matrimonios, estar más sola que una perra, tener cuarenta años y ni siquiera haber hecho una carrera académica decente? -Hizo un silencio y, a la vista de que yo no contestaba, prosiguió sin acritud, como apaciguada por su propio sarcasmo-: En fin, vamos a dejarlo… ¿Qué vas a hacer mañana?

El camarero vino con la cuenta.

– Nada -mentí mientras pagaba, encogiéndome de hombros-. Darme una vuelta por aquí. Ver la ciudad.

– Es una buena idea -dijo Laura-. ¿Sabes? Tengo la impresión de que en los dos años que pasaste en Urbana no viste nada, no te enteraste de nada. La verdad, chico: parecía que llevases puestas unas orejeras de burro.

Laura se quedó un momento mirándome como si no hubiese acabado de hablar, como si dudara o como si fuera a disculparse por sus palabras, pero a continuación dejó su vaso en la barra, me pasó una mano por la mejilla, me besó en los labios, saliendo del beso sonrió suavemente, en voz baja repitió:

– De nada.

Quedé en silencio, perplejo. Laura recuperó el vaso y apuró su contenido de un trago.

– Tranquilo, chico -dijo entonces, volviendo a su tono de siempre-. No te voy a pedir que te acuestes conmigo, que ya estoy muy mayorcita para que un pendejo como tú me dé calabazas, pero por lo menos hazme el favor de quitarte esa cara de comemierda que se te ha puesto… Bueno, ¿nos vamos?

Laura me llevó en su coche hasta el Chancellor, y cuando paró a la puerta le propuse que tomáramos la última copa en el bar del hotel; apenas pronuncié esas palabras me acordé de Patricia, la mujer de Marcos, y me arrepentí de la propuesta: más que una insinuación parecía un patético intento de desagravio, una palmadita de consuelo en la espalda. Laura negó con la cabeza.

– Es mejor que no -dijo sonriendo apenas-. Es muy tarde y yo todavía tengo más de dos horas de viaje por delante.

Nos dimos un abrazo y, mientras lo hacíamos, por un instante sentí un alfilerazo de nostalgia anticipada, porque intuí que aquélla era la última vez que iba a ver a Laura, e intuí que ella también lo intuía.

– Me alegro mucho de haberte visto -dijo mi amiga cuando yo abría la puerta del coche-. Me alegro de que estés bien. Quién sabe: a lo mejor voy alguna vez por Barcelona, me gustaría conocer a tu mujer y a tu hijo.

Sin acabar de salir del coche la miré en los ojos y pensé en decirle: «Los dos están muertos, Laura. Los maté yo».

– Claro, Laura -fue lo que le dije, sin embargo-. Ven cuando quieras. Les encantará conocerte.

Luego cerré la puerta y entré en el hotel sin volverme para verla alejarse.

Al día siguiente desperté sin saber dónde estaba, pero esa sensación duró sólo unos segundos y, tras reconciliarme con el hecho asombroso de que me encontraba de vuelta en Urbana, mientras me duchaba decidí convertir en verdad la mentira que le había dicho a Laura en The Embassy y posponer hasta el mediodía mi visita a Rodney en Ratoul. Así que después de desayunar en el Chanceílor eché a andar en dirección al centro. Era domingo, las calles estaban casi desiertas y al principio todo me resultaba vagamente familiar, pero al cabo de unos minutos ya estaba perdido y no pude por menos de pensar que tal vez Laura tenía razón y yo había vivido durante dos años en Urbana con unas orejeras puestas, como un fantasma o un zombi deambulando por entre aquella población de fantasmas o zombis. Tuve que parar a un tipo que hacía footing con unos auriculares puestos para que me indicara el modo de llegar hasta el campus; obedeciendo sus indicaciones, al desembocar finalmente en Green Street me orienté. Fue así como, igual que si persiguiese la sombra del alegre y temible y arrogante kamikaze que yo había sido en Urbana, vi de nuevo el césped verdísimo del Quad, el Foreígn Languages Building, mi antigua casa del 703 de West Oregon, Treno's. Todo estaba más o menos como yo lo recordaba, excepto Treno's, convertido ahora en uno de esos cafés intercambiables que los esnobs americanos consideran muy europeos (de Roma) y los esnobs europeos consideran muy americanos (de Nueva York), pero que es imposible ver ni en Nueva York ni en Roma. Entré, pedí una cocacola en la barra y, mirando la mañana soleada a través de los ventanales que daban a Goodwin, me la bebí de un par de tragos. Luego pagué y salí.

En la conserjería del Chancellor me indicaron una tienda de alquiler de coches que estaba abierta en domingo. Allí alquilé un Chrysler, me aseguré consultando con un empleado de que recordaba el camino y media hora más tarde, después de hacer la misma ruta que quince años atrás había hecho para ver al padre de Rodney (por Broadway y Cunningham Avenue y luego por la autopista del norte), llegaba a Rantoul. En cuanto entré en la ciudad reconocí el cruce entre Liberty Avenue y Century Boulevard, y también la gasolinera, que ahora se llamaba Casey's General Store y había sido remozada con modernos surtidores y ampliada con un supermercado-cafetería. Como no estaba seguro de acertar a localizar la casa de Rodney, detuve allí el coche, entré en la cafetería y le pregunté por Belle Avenue a una camarera gorda, de uniforme y cofia blancos, que me dio a gritos unas indicaciones confusas sin dejar de atender a sus clientes. Volví al coche, traté de seguir las indicaciones de la camarera y, justo cuando ya creía haberme perdido otra vez, vi las vías del tren y de golpe supe dónde estaba. Di marcha atrás, torcí a la derecha, pasé junto a la puerta cerrada del Bud's Bar y enseguida aparqué frente a la casa de Rodney. Su aspecto no era muy distinto del de hacía quince años, aunque su tamaño y su prestancia un poco caduca de vieja mansión de campo todavía contrastaba más que en mi recuerdo con la funcionalidad anodina de los edificios aledaños. Sin duda Rodney la había acondicionado para su familia, porque la fachada y el porche parecían recién blanqueados, y por eso me extrañó que, entre la pareja de arces que se erguía en el jardín delantero, ondeasen aún las barras y estrellas de la bandera americana en un pequeño mástil clavado en el césped. Me quedé un momento en el coche, con el corazón latiéndome en la garganta, tratando de asimilar el hecho de estar por fin allí, al final del viaje, a punto de volver a encontrarme con Rodney, y al cabo de unos segundos subí las escaleras del porche y llamé al timbre. Nadie contestó. Luego volví a llamar, con idéntico resultado. A pocos metros de la puerta, a la derecha, había una ventana que, según recordaba, daba al salón donde yo había estado conversando con el padre de Rodney, pero no pude atisbar el interior de la casa a través de ella, porque unas cortinas blancas lo impedían. Me di la vuelta: un todoterreno conducido por un anciano dobló la esquina, pasó lentamente frente a mí y se alejó hacia el centro de la ciudad. Bajé las escaleras del porche y, mientras encendía un cigarrillo en el jardín, pensé en llamar a la casa de algún vecino para preguntar por Rodney, pero descarté la idea cuando advertí que una mujer en bata me escudriñaba desde una ventana, al otro lado de la calle. Decidí dar un paseo. Caminé hacia las vías, más allá de las cuales la ciudad parecía desintegrarse en un desorden de baldíos, bosques minúsculos y campos cultivados, y luego en paralelo a ellas, desandando el camino que acababa de hacer en cochea y al llegar a la altura del Bud's Bar vi que acababan de abrirlo: la puerta continuaba cerrada, pero había una camioneta aparcada frente a ella y, pese al sol vertical de la mañana, anuncios luminosos de Miller Lite, de Budweiser, de Icehouse y de Ice Brewer brillaban tenuemente en las ventanas; encima de ellos había un gran letrero de apoyo a los soldados norteamericanos que combatían en el extranjero: «Pray for peace. Support our troops».

Entré. El local estaba vacío. Me senté en un taburete, frente a la barra, y esperé a que vinieran a atenderme. El Bud's Bar seguía siendo la desangelada cantina de pueblo que yo recordaba, con su leve olor de establo y sus billares y sus juke-box y sus pantallas de televisión por todas partes, y cuando vi aparecer por una puerta batiente a un tipo cachazudo, tocado con una gorra de los Red Socks, quise pensar que era el mismo camarero que quince años atrás me había indicado dónde se hallaba la casa de Rodney. El hombre hizo un comentario, que no entendí del todo (algo como que no hay que fiarse de la gente que empieza a beber antes de desayunar), y ya detrás de la barra, un poco deslumbrado por el resol que entraba a mi espalda por los ventanales, me preguntó qué quería tomar. Me fijé en su cara rocosa, sus ojos achinados, su nariz de boxeador y su pelo escaso y entreverado de ceniza sobresaliendo de la gorra sudada; no sin cierta sorpresa me dije que en efecto era el mismo hombre, dieciséis años más viejo. Le pedí una cerveza, me la sirvió, apoyó sus manos de matarife sobre la barra y antes de que yo pudiera interrogarle acerca de Rodney preguntó:

– No es usted de por aquí, ¿verdad?

– No -contesté.

– ¿Puedo preguntarle de dónde?

Se lo dije.

– Mierda -exclamó-. Eso está lejos, ¿eh? -Se corrigió-: Bueno, no tanto. Ahora ya nada está tan lejos. Además, ustedes también están en guerra, ¿no?

– ¿En guerra?

– Dios santo, pero ¿dónde se ha metido en el último año, amigo? Irak, Madrid, ¿no ha oído hablar de todo eso?

– Sí -dije después de encender un cigarrillo-. Algo he oído. Pero no estoy seguro de que nosotros estemos tan en guerra como ustedes.

El hombre parpadeó.

– No le entiendo -dijo.

Por fortuna en aquel momento entró de golpe en e! bar una muchacha apresurada y ojerosa, con un arete plateado brillándole en el ombligo. Sin saludarla siquiera, el hombre empezó a recriminarle algo, pero la muchacha lo mandó al diablo y se perdió por la puerta batiente. Deduje que el hombre era el propietario del bar; me pregunté si la muchacha era su hija.

– Mierda -dijo de nuevo el patrón, como riéndose de su propio enfado-. Estos chicos ya no respetan a nadie. En nuestra época era distinto, ¿no le parece? -Y, como si paradójicamente la irrupción de la muchacha hubiese mejorado el cariz de la mañana, el hombre añadió-: Oiga, ¿le molesta que le acompañe con la cerveza?

No hizo falta que le contestara. Mientras el patrón se servía la cerveza pensé que debía de tener cincuenta y cinco o sesenta años, más o menos la edad de Rodney; mentalmente me repetí: «¿Nuestra época?». El patrón dio un trago de cerveza y dejó la botella sobre la barra; acomodándose el pelo bajo la gorra de los Red Socks preguntó:

– ¿De qué estábamos hablando?

– De nada importante -me apresuré a decir-. Pero quería hacerle una pregunta.

– Usted dirá.

– He venido a Rantoul a ver a un amigo -empecé-. Rodney Falk. Acabo de llamar a su casa pero no me han contestado. Hace tiempo que le perdí la pista, así que ni siquiera sé si todavía…

Me callé: el patrón había levantado una mano con parsimonia y, haciendo pantalla con ella para defenderse de la luz, me examinaba con interés.

– Oiga, yo le conozco, ¿verdad? -dijo por fin.

– Me conoce, pero no se acuerda de mí -contesté-. Estuve aquí hace mucho tiempo.

El hombre asintió y bajó la mano: en unos segundos la alegría había desertado de su rostro, sustituida por una expresión que no era de burla, pero lo parecía.

– Me temo que ha hecho el viaje en vano -dijo.

– ¿Rodney ya no vive aquí?

– Rodney murió hace cuatro meses -contestó-. Se colgó de una viga del cobertizo, en su casa.

Me quedé sin habla; por un segundo me faltó el aire. Aturdido, aparté la vista del patrón y, tratando de fijarla en algún lugar detrás de la barra, vi las fotos de estrellas de béisbol y el gran retrato de John Wayne que pendían de las paredes; en aquellos tres lustros las estrellas de béisbol habían cambiado, pero John Wayne no: allí seguía, legendario, imperturbable y vestido de cowboy, con un pañuelo granate anudado al cuello y una sonrisa invencible en los ojos, como un icono perdurable del triunfo de la virtud. Apagué el cigarrillo, di un sorbo de cerveza y de repente tuve una helada sensación de mareo, de irrealidad, como si ya hubiera vivido ese instante o como si lo estuviera soñando: un bar solitario y perdido de una ciudad solitaria y perdida del Medio Oeste, la luz entrando a chorros por los ventanales y un barman perezoso y charlatán que, como si me susurrara al oído un mensaje sin un sentido preciso pero que en aquel momento tenía todo el sentido del mundo para mí, me daba la noticia de la muerte de un amigo a quien en realidad apenas conocía y que quizá más que un amigo era un símbolo cuyo alcance ni siquiera yo mismo podía precisar del todo, un símbolo oscuro o radiante como el que acaso Hemingway había representado para Rodney. Y mientras pensaba sin pensar en Rodney y en Hemingway -en el suicidio de Rodney cuatro meses antes en el cobertizo de su casa de Rantoul, Illinois, y en el suicidio de Hemingway en su casa de Ketchum, Idaho, cuando Rodney sólo era un adolescente-, pensé en Gabriel y en Paula, o más bien lo que ocurrió fue que se me aparecieron, alegres, luminosos y muertos, y entonces sentí un deseo irrefrenable de rezar, de rezar por Gabriel y por Paula y por Rodney, también por Hemingway, y en aquel preciso momento, como si acabase de entrar una mariposa por la abierta ventana del Bud's Bar, bruscamente recordé una oración que aparece en «Un lugar limpio y bien iluminado», un relato desolado de Hemingway que yo había leído muchas veces desde que lo leí por vez primera la noche remota en que el padre de Rodney me llamó a Urbana para contarme la historia de su hijo, una oración que supe al instante que era la única oración adecuada para Rodney porque Hemingway la había escrito sin saberlo para él muchos años antes de que muriese, una oración desolada que Rodney sin duda había leído tantas veces como yo y que, imaginé por un instante, tal vez Rodney y Hemingway rezaron antes de quitarse la vida y que Paula y Gabriel ni siquiera hubieran tenido tiempo de rezar: «Nada nuestro que estás en la nada, nada es tu nombre, tu reino nada, tú serás nada en la nada como en la nada». Mentalmente recé esta oración mientras miraba acercarse al patrón desde el fondo de la barra, gordo y grave o más bien indiferente, secándose las manos con un trapo, como si se hubiera retirado un momento por la pura necesidad de ocuparse en algo o como si él también hubiera estado rezando. Por un momento pensé en marcharme; después pensé que no podía marcharme; estúpidamente pregunté:

– ¿Lo conocía?

– ¿A Rodney? -preguntó estúpidamente el patrón, acodándose otra vez a la barra.

Asentí.

– Claro -sonrió-. ¿Cómo quiere que no lo conociera? Éste es un sitio pequeño: aquí nos conocemos todos. -Acabó de beberse la cerveza y, recobrando de golpe la locuacidad, prosiguió-: ¿Cómo no lo iba a conocer? Los dos éramos de aquí, vivíamos muy cerca, crecimos juntos, íbamos juntos al colegio. Yo tenía la misma edad que él, un año más que su hermano Bob. Ahora los dos están muertos… En fin. ¿Sabe una cosa? Rodney valía mucho, todos estábamos seguros de que haría algo grande, de que ¡legaría lejos. Luego vino la guerra, la de Vietnam, quiero decir. ¿Sabía usted que Rodney estuvo en Vietnam? -Volví a asentir-. Yo también quise alistarme. Pero no me dejaron: un soplo en el corazón, me dijeron, o algo así. Supongo que tuve suerte, porque luego resultó que todo era mentira, los políticos nos engañaron a todos, igual que ahora: todos esos chicos muriendo como conejos allí en Irak. Ya me contará usted qué se nos ha perdido en ese país de mierda. Y qué se nos había perdido en Vietnam. Una vez le oí decir a alguien, quizá fuera el propio Rodney, ya no me acuerdo bien, le oí decir que cuando uno se mete en una guerra lo menos que puede hacer es ganaría, porque si la pierde lo pierde todo, incluida la dignidad. No sé qué opinará usted, pero a mí me parece que tenía razón. Rodney perdió allí a Bob, lo reventó una mina. Y, bueno, supongo que en cierto modo él también murió allí. Cuando regresó ya no era el mismo. Ahora es fácil decirlo, pero quizá en el fondo siempre supimos que terminaría,así. O quizá no, no lo sé. ¿Usted de qué lo conocía?

– Trabajamos juntos en Urbana -dije-. Fue hace tiempo, en la universidad.

– Claro -dijo el patrón-. No sabía que hubiese hecho amigos allí, pero ésa fue una buena época para él. Se le veía contento. Luego se marchó y en muchos años casi no volvió por aquí. Cuando lo hizo venía casado y con un hijo. Daba clase en la escuela. La verdad: yo nunca le había visto mejor, parecía otra persona, parecía…, no sé, casi parecía el que siempre creímos que iba a ser. Hasta que pasó lo del reportaje y todo se jodio.

En aquel momento entraron en el bar dos parejas de mediana edad, alegres y endomingadas. El patrón dejó de hablar, las saludó con un gesto, se volvió hacia la puerta batiente y llamó a la chica, pero, como ésta no acudía, al hombre no le quedó más remedio que ir a atender a sus clientes. Mientras lo hacía reapareció la chica, que se hizo cargo del pedido no sin que ella y el patrón intercambiaran de nuevo un par de puyazos de pasada. Luego el patrón volvió pesadamente hasta donde yo estaba.

– ¿Quiere otra? -preguntó, señalando mí botella de cerveza vacía-. Invita la casa.

Negué con la cabeza.

– Me estaba hablando de Rodney y de un reportaje.

El patrón hizo un mohín de asco, como si su olfato acabara de detectar en el aire una bolsa de aire fétido.

– Era un reportaje de televisión, un reportaje sobre la guerra de Vietnam -explicó con desgana-. Al parecer contaba cosas horribles. Digo al parecer porque yo no lo he visto, ni falta que me hace, pero de todas maneras esas cosas salieron luego en todas partes. En los periódicos, en las televisiones, en todas partes. Si hubiera vivido aquí lo sabría, mucha gente hablaba del asunto.

– ¿Y qué tenía que ver Rodney con el reportaje?

– Dicen que aparecía en él.

– ¿Dicen?

– La gente lo dice. Ya le he dicho que yo no vi el reportaje. Lo que dicen es que el hombre que aparecía contando todas esas cosas horribles era Rodney. Por lo visto no se le reconocía, los de la tele habían hecho algo para que no se le reconociese, hablaba de espaldas a la cámara o algo así, pero la gente empezó a atar cabos y enseguida llegó a la conclusión de que era él. Yo no lo sé, ya le digo. Lo que sí sé es que antes de que pusieran el reportaje en la tele y todo se liase Rodney ya llevaba varías semanas sin salir de casa, y luego tampoco se supo nada de él hasta que, bueno, hasta que se quitó de en medio. En fin, no me haga hablar de esto, es una historia muy jodida y yo no la conozco bien. A quien debería ver es a su mujer. A la mujer de Rodney, quiero decir. Ya que se ha molestado en hacer el viaje…

– ¿Su mujer todavía vive en Rantoul?

– Claro. Aquí al lado, en casa de Rodney.

– Acabo de estar allí y no he encontrado a nadie. Ya se lo he dicho.

– Habrán salido a algún sitio. Pero apuesto a que vuelven a comer. No estoy seguro de que a Jenny le apetezca mucho hablar de estas cosas después de todo lo que tuvo que aguantar, pero bueno, al menos podrá saludarla.

Le di las gracias al patrón y fui a pagarle la cerveza, pero no me lo permitió.

– Dígame una cosa -dijo mientras nos estrechábamos la mano y él retenía la mía un segundo más de lo habitual-. ¿Piensa quedarse mucho tiempo en Rantoul?

– No -contesté-. ¿Por qué lo pregunta?

– Por nada -me soltó la mano y se acomodó su pelo escaso bajo la gorra-. Pero ya sabe usted cómo son estos sitios pequeños: si se queda, hágame caso y no se crea todo lo que le cuenten de Rodney. La gente dice muchas tonterías.

Una explosión de luz me cegó al salir a la calle: era el mediodía. Más confuso que abatido, de forma automática eché a andar hacia Belle Avenue. Tenía la mente en blanco, y lo único que recuerdo haber pensado, equivocándome, es que aquél sí era el final del viaje, y también, sin equivocarme o equivocándome menos, que era verdad que Rodney había encontrado la salida del túnel, sólo que era una salida distinta de la que yo había imaginado. Al llegar frente a la casa de Rodney estaba empapado en sudor y ya había decidido que lo mejor era volver inmediatamente a Urbana, entre otras cosas porque mi presencia allí sólo podía importunar a la familia de Rodney. Entré en el Chrysler, lo arranqué, y a punto estaba de girar en Belle Avenue para tomar el camino de vuelta a Urbana cuando me dije que no podía marcharme de aquella manera, con todos los interrogantes abiertos ante mí como una cerca de alambre de espino y sin siquiera haber visto a la mujer y al hijo de Rodney. Aún no había terminado de pensar lo anterior cuando los vi. Acababan de doblar la esquina y caminaban bajo la sombra verde de los arces, cogidos de la mano por el sendero de cemento que discurría entre la calzada y los jardines delanteros de las casas, y mientras avanzaban hacia mí, huérfanos y sin prisa por la calle vacía, de repente v¡ a Gabriel y a Paula caminando por otras calles vacías, y luego a Gabriel soltando la mano de su madre y echando a correr con su paso oscilante, riendo y ansioso de echarme los brazos al cuello. Sentí que los ojos estaban a punto de llenárseme de lágrimas. Conteniéndolas, paré el motor, aspiré hondo, salí otra vez a la calle y los esperé apoyado en el coche, fumando; el cigarrillo me temblaba un poco en la mano. No tardaron en pararse frente a mí. Mirándome con una mezcla de ansiedad y recelo, la mujer me preguntó si era periodista, pero no me dejó contestar.

– Si es periodista ya puede darse la vuelta y volver por donde ha venido -me conminó, pálida y tensa-. No tengo nada que hablar con usted y…

– No soy periodista -la interrumpí.

Se quedó mirándome. Le expliqué que era amigo de Rodney, le dije mi nombre. La mujer parpadeó y me pidió que se lo repitiera; se lo repetí. Entonces, sin dejar de mirarme, soltó la mano del niño, lo tomó del hombro, lo apretó contra su cadera y, después de apartar la vista por un segundo, como si algo la hubiera distraído, sentí que todo su cuerpo se distendía. Antes de que hablara comprendí que sabía quién era yo, que Rodney le había hablado de mí. Dijo:

– Llegas tarde.

– Ya lo sé -dije, y quise añadir algo, pero no supe qué añadir.

– Me llamo Jenny -dijo al cabo de un momento, y sin bajar la vista hacia su hijo añadió-: Él es Dan.

Le alargué la mano al niño, y tras un instante de vacilación me la estrechó: un suave manojo de huesitos envuelto en carne sonrosada; al soltársela él también me miró: escuálido y muy serio, sólo sus grandes ojos marrones recordaban los grandes ojos marrones de su padre. Tenía el pelo claro y vestía unos pantalones de pana fina y una camiseta azul.

– ¿Cuántos años tienes? -le pregunté.

– Seis -contestó.

– Acaba de cumplirlos -dijo Jenny.

Aprobando con la cabeza comenté:

– Ya eres un hombre.

Dan no sonrió, no dijo nada, y hubo un silencio durante el cual se oyó el estruendo de un tren de mercancías circulando a mi espalda, rumbo a Chicago, mientras un soplo de brisa aliviaba el calor del mediodía, agitando la bandera americana en el mástil del jardín y enfriándome el sudor contra la piel. Una vez hubo pasado el tren, Dan preguntó:

– ¿Fuiste amigo de mi padre?

– Sí -dije.

– ¿Muy amigo?

– Bastante -dije, y añadí-: ¿Por qué lo preguntas?

Dan se encogió de hombros en un gesto adulto, casi desafiante.

– Por nada -dijo.

Quedamos de nuevo en silencio, un silencio menos largo que embarazoso, durante el cual pensé que la cerca de alambre de espino iba a quedar intacta. Pisé el cigarrillo en la acera.

– Bueno -dije-. Tengo que marcharme. Me alegro de haberos conocido.

Di media vuelta para abrir el coche, pero entonces oí la voz de Jenny a mi espalda:

– ¿Has comido ya?

Al volverme repitió la pregunta. Contesté la verdad.

– Iba a preparar algo para Dan y para mí -dijo Jenny-. ¿Por qué no nos acompañas?

Entramos en la casa, fuimos a la cocina y Jenny se puso a preparar la comida. Intenté ayudarla, pero no me dejó y, mientras observaba a Dan observándome, apoyado en el dintel de la puerta, me senté en una silla, junto a una mesa cubierta con un mantel a cuadros azules y rojos, frente a una ventana que daba a un jardín trasero en el que crecían macizos de hortensias y crisantemos; supuse que en ese jardín estaría el cobertizo en el que se había colgado Rodney. Sin dejar su trabajo Jenny me preguntó si quería tomar algo. Le dije que no, y le pregunté si podía fumar.

– Mejor que no, si no te importa -dijo-. Es por el niño.

– No me importa.

– Yo antes fumaba mucho -explicó-. Pero lo dejé con el embarazo. Desde entonces sólo echo un cigarrillo de vez en cuando.

Mientras Dan se perdía en el interior de la casa, como si ya se hubiese cerciorado de que todo marchaba bien entre su madre y yo, Jenny empezó a hablarme del modo en que se había liberado de la dependencia del tabaco. La tenía de perfil, y me dediqué a observarla. Apenas guardaba algún parecido con la mujer que mi imaginación había construido a partir de las descripciones curiosamente discrepantes que contenían las cartas de Rodney. Menuda y delgadísima, poseía una de esas discretas bellezas cuyo destino o cuya vocación es pasar inadvertidas; de hecho, sus facciones no sobrepasaban el límite de lo correcto: los pómulos un poco salientes, la nariz exigua, los labios afilados y sin carne, los ojos de un gris mate; dos sencillos pendientes dorados brillaban en los lóbulos de sus orejas y hacían resaltar el color castaño oscuro del pelo, lacio y mal recogido en un moño. Vestía unos vaqueros desteñidos y un jersey de lana azul que apenas disimulaba la pujanza de sus pechos. Por lo demás, y pese a su fragilidad física, toda ella irradiaba una suerte de enérgica serenidad, y mientras la escuchaba hablar casi sin quererlo traté de imaginármela junto a Rodney, pero no pude y, casi sin quererlo también, me pregunté cómo aquella mujer de apariencia fría e insignificante habría conseguido quebrantar el solipsismo afectivo de mi amigo.

Dan apareció otra vez en la puerta de la cocina; interrumpiendo a su madre me preguntó si quería ver sus juguetes.

– Claro -se me adelantó Jenny-. Enséñaselos mientras yo acabo de preparar la comida.

Me levanté y lo acompañé hasta el mismo salón de paredes forradas de libros, ventana al porche, sofá y sillones de cuero donde quince años atrás el abuelo de Dan me había contado, a lo largo de una tarde interminable de primavera, la historia inacabada de Rodney. La estancia apenas había cambiado, pero ahora el suelo cubierto de alfombras de colores vinosos estaba a su vez cubierto de un desorden campamental de juguetes que de forma inevitable me recordó el desorden que reinaba en el salón de mi casa cuando Gabriel tenía la edad de Dan. Éste, sin más explicaciones, empezó a mostrarme sus juguetes, uno a uno, ilustrándome acerca de sus características y su funcionamiento con la reconcentrada seriedad de la que los niños son capaces en cualquier momento y los hombres sólo en el trance de jugarse la vida y, cuando al cabo de un rato Jenny anunció que la comida estaba lista, ya nos unía a los dos una de esas corrientes subterráneas de complicidad que a los adultos nos cuesta a menudo meses o años establecer.

Comimos una ensalada, unos espaguetis con salsa de tomate y un pastel de frambuesa. Dan acaparó por entero la conversación, de modo que apenas hablamos de otra cosa que no fuera su colegio, sus juguetes, sus aficiones y sus amigos, y ni una sola vez aludimos a Rodney. Jenny estuvo todo el tiempo pendiente de su hijo, aunque en un par de ocasiones me pareció sorprenderla espiándome. En cuanto a mí, a ratos no podía evitar que me asaltara la sospecha insidiosa de estar en un sueño: todavía conmocionado por la noticia de la muerte de Rodney, me costaba librarme de la extrañeza de estar comiendo en su casa, con su viuda y su hijo, pero al mismo tiempo me sentía apaciguado por un sosiego casi doméstico, como si no fuera la primera vez que compartía la mesa con ellos. El final de la comida, sin embargo, no fue tranquilo, porque Dan se negó en redondo a dormir su siesta preceptiva, y lo único que después de muchas negociaciones consiguió su madre fue que accediera a tumbarse en el sofá del salón, a la espera de que ella y yo nos tomáramos allí el café. Así que, mientras Jenny preparaba el café, fui al salón y me senté junto a Dan, quien, después de teclear furtivamente la Gameboy a la que su madre acababa de prohibirle jugar y de quedarse un rato mirando el cielo raso, se durmió en una postura extraña, con un brazo un poco retorcido a su espalda. Me quedé mirándole sin atreverme a mover su brazo por temor a despertarle, sumido como estaba en esas profundidades insondables donde duermen los niños, y recordé a Gabriel dormido junto a mí, respirando a un ritmo silencioso, regular, infinitamente apacible, transfigurado por el sueño y gozando de la seguridad perfecta que le procuraba el hecho de que su padre estuviera vejándolo, y por un momento sentí el deseo de abrazar a Dan como tantas veces había abrazado a Gabriel, sabiendo que no le abrazaba para protegerlo, sino para que él me protegiese a mí.

– Ahí tienes -dijo en voz baja Jenny, irrumpiendo en el salón cargada con la bandeja del café-. Siempre la misma historia. No hay manera de que quiera dormir la siesta, y luego cuesta Dios y ayuda despertarle.

Depositó la bandeja en una mesita que había entre los dos sillones y, después de mover ligeramente el brazo retorcido de Dan hasta que éste descansó con naturalidad sobre el pecho del niño, fue al otro extremo del salón y descornó la cortina de la ventana que daba al porche, para permitir que el sol dorado de la tarde iluminara la estancia. Luego sirvió los cafés, se sentó frente a mí removiendo el suyo, casi se lo tomó de un sorbo, dejó pasar un tiempo en silencio y, tal vez porque yo no hallaba una forma de iniciar la conversación, preguntó:

– ¿Piensas quedarte mucho tiempo por aquí?

– Sólo hasta el martes.

– ¿En Rantoul?

– En Urbana.

Jenny asintió; luego dijo:

– Lamento que hayas hecho un viaje tan largo para nada.

– Lo hubiera hecho de todos modos -mentí.

Di un sorbo de café y a continuación hablé de mi viaje por Estados Unidos, aclaré que Urbana era sólo una etapa más del viaje, sabiendo que probablemente Jenny ya lo sabía expliqué que había vivido allí dos años durante los cuales me había hecho amigo de Rodney, y que había querido volver.

– Pensé que podría volver a ver a Rodney -continué-. Aunque no estaba seguro. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de él y hace unos meses le mandé una carta, pero para entonces supongo que…

– Sí -me ayudó Jenny-. La carta llegó poco después de su muerte. Debe de andar por ahí.

Acabó de tomarse el café y lo dejó sobre la mesita. Yo la imité. Por decir algo dije:

– Siento mucho lo que ha pasado.

– Ya lo sé -dijo Jenny-. Rodney me habló mucho de ti.

– ¿De veras? -pregunté fingiendo sorpresa, pero sólo en parte.

– Claro -dijo Jenny, y por primera vez la vi sonreír: una sonrisa al mismo tiempo limpia y maliciosa, casi astuta, que excavó una ínfima red de arrugas en la comisura de su boca-. Me sé toda la historia, Rodney me la contó muchas veces. Contaba cosas muy graciosas. Siempre decía que hasta que se hizo tu amigo nunca había conocido a nadie tan raro que parecía normal.

– Es curioso -dije, ruborizándome mientras trataba de imaginar qué cosas le habría contado Rodney-. En cambio yo siempre pensé que el raro era él.

– Rodney no era raro -me corrigió Jenny-. Sólo tenía mala suerte. Fue la mala suerte la que no le dejó vivir en paz. Ni siquiera le dejó morir en paz.

Indagando el modo de preguntarle por las circunstancias que habían rodeado la muerte de Rodney, por un momento me distraje, y cuando volví a escucharla la ironía había contaminado por completo su voz, y yo ya había perdido el hilo de lo que estaba diciendo.

– Pero ¿sabes lo que creo? -la oí decir; disimulando la distracción, con un gesto interrogativo la animé a continuar-. Lo que creo es que en realidad fue sobre todo para verte a ti.

Tardé un segundo en comprender que estaba hablando del viaje de Rodney a España. Ahora mi sorpresa fue genuina: no pensé que yo acababa de hacer el viaje inverso al que había hecho Rodney sólo para verle, pero sí que en España le había perseguido de hotel en hotel y que al final había tenido que viajar a Madrid sólo para que conversáramos un rato. Jenny debió de leerme la sorpresa en la cara, porque matizó:

– Bueno, quizá no sólo para eso, pero también para eso. -Arreglándose un poco el moño mientras lanzaba una mirada de soslayo a Dan, se retrepó en el sillón y dejó que sus manos reposaran sobre sus muslos: eran largas, huesudas, sin anillos-. No sé -rectificó luego-. Puede que esté equivocada. Lo que es seguro es que volvió muy contento del viaje. Me dijo que había estado contigo en Madrid, que había conocido a tu mujer y a tu hijo, que ahora eras un escritor de éxito.

Jenny pareció dudar un segundo, como si quisiera continuar hablando de Rodney y de mí pero fuera consciente de que la conversación había tomado un rumbo equivocado y de que debía enmendarlo. Quedamos callados un momento, al cabo del cual Jenny empezó a hablarme de su vida en Rantoul. Me contó que después de la muerte de Rodney su primer pensamiento había sido vender la casa y volver a Burlington. Sin embargo, pronto había comprendido que huir de Rantoul y volver a Burlington en busca de la protección de su familia equivalía a la admisión de una derrota. Al fin y al cabo, dijo, Dan y ella ya tenían su vida hecha allí; tenían su casa, tenían sus amigos, no tenían problemas económicos: además del dinero del seguro de vida de Rodney y de la pensión de viudedad, ella cobraba un buen sueldo por su trabajo como administrativa en una cooperativa agrícola. Así que decidió quedarse en Rantoul. No se arrepentía.

– Dan y yo nos apañamos muy bien solos -dijo-. Además, en Burlington nunca hubiera podido permitirme una casa como la que tenemos aquí. En fin. -Me buscó los ojos, casi como si se avergonzara preguntó-: ¿Salimos fuera a fumarnos un cigarrillo?

Nos sentamos en las escaleras del porche. En Belle Avenue el aire olía intensamente a primavera; la luz de la tarde aún no había empezado a oxidarse y la brisa soplaba con más fuerza, removiendo las hojas de los arces y haciendo ondear la bandera americana en el jardín. Antes de que yo pudiera prender mi cigarrillo Jenny me dio fuego con el Zippo de Rodney. Me quedé mirándolo. Ella siguió mi mirada. Dijo:

– Era de Rodney.

– Ya lo sé -dije.

Encendió mi cigarrillo y luego el suyo, cerró el Zippo, lo sopesó un momento en su mano huesuda y luego me lo alargó.

– Quédatelo -dijo-. Yo ya no lo necesito.

Vacilé un instante, sin mirarla a los ojos.

– No, gracias -contesté.

Jenny se guardó el Zippo y fumamos un rato sin hablar, mirando las fachadas de enfrente, los coches que de vez en cuando circulaban ante nosotros, y mientras lo hacíamos busqué la ventana en la que había visto a una mujer vigilándome horas atrás; ahora no había nadie. Estábamos en silencio, como esos viejos amigos que ya no necesitan hablar para estar a gusto juntos. Pensé que hacía más de un año que no estaba tanto tiempo en compañía de alguien, y por un segundo pensé que Rantoul era un buen lugar para vivir. Apenas lo había pensado cuando, como si retomara una conversación interrumpida, Jenny dijo:

– ¿No quieres saber lo que pasó?

Esta vez tampoco la miré. Por un momento, mientras aspiraba el humo del cigarrillo, me cruzó la cabeza la idea de que tal vez era mejor no saber nada. Pero dije que sí, y fue entonces cuando, con desconcertante naturalidad, como si estuviera contando una historia remota y ajena, que en nada podía afectarla, me contó la historia de los últimos meses de Rodney. La historia empezaba en la primavera anterior, por aquella época hacía más o menos un año. Una noche, mientras cenaban, un desconocido llamó por teléfono a su casa pregunta«do por Rodney; cuando Jenny le preguntó quién era dijo que era periodista y que trabajaba para una televisión de Ohio. El hecho les extrañó, pero Rodney no vio ningún motivo para negarse a hablar con el hombre. La conversación, que Jenny no alcanzó a escuchar, duró varios minutos, y al volver a la mesa Rodney estaba demudado, con la mirada perdida. Jenny le preguntó qué había ocurrido, pero Rodney no le contestó (según Jenny es probable que ni siquiera oyese la pregunta), continuó cenando y al cabo de unos minutos, cuando aún le quedaba comida en el plato, se levantó y le dijo a Jenny que salía a dar un paseo. No volvió hasta después de las doce. Jenny le esperaba despierta, le exigió que le contase la conversación que había tenido con el periodista y Rodney acabó accediendo. En realidad hizo mucho más que eso. Por supuesto, Jenny no ignoraba que Rodney había pasado casi dos años en Vietnam y que esa experiencia le había marcado de forma indeleble, pero hasta entonces su mando nunca le había contado nada y ella nunca le había pedido que lo hiciese; aquella noche, sin embargo, Rodney se desahogó: durante horas habló de Vietnam; más exactamente: habló, se enfureció, gritó, rió, lloró, y al final el amanecer los sorprendió a los dos en la cama, vestidos, despiertos y extenuados, mirándose como si no se reconocieran.

– Desde el principio tuve la sensación de que se estaba confesando conmigo -me dijo Jenny-. También de que no le conocía, y de que nunca hasta entonces le había querido de verdad.

Antes de explicarle lo que había hablado con el periodista de Ohio, Rodney le contó que hacia el final de su estancia en Vietnam había sido asignado a un efímero escuadrón de élite conocido como Tiger Forcé, con el cual entró numerosas veces en combate. El escuadrón cometió barbaridades sin cuento, que Rodney no detalló o no quiso detallar, y al ser finalmente disuelto todos sus miembros juraron guardar silencio acerca de ellas. Sin embargo, cuando a principios de los años setenta el Pentágono creó una comisión cuya labor consistía en investigar los crímenes de guerra de la Tiger Forcé, Rodney decidió romper el pacto de silencio y colaborar con ella. Fue el único miembro del escuadrón que lo hizo, pero no sirvió para nada: declaró varias veces ante la comisión, y lo único que sacó en limpio fue la hostilidad abierta de sus mandos y compañeros de armas (que lo consideraron un delator) y la hostilidad velada del resto del ejército (que asimismo lo consideró un delator), porque cuando el informe llegó por fin a la Casa Blanca alguien decidió que lo mejor que podía hacerse con él era archivarlo. «Todo fue una pantomima», le dijo Rodney a Jenny. «En el fondo a nadie le interesaba la verdad.» A raíz de su comparecencia ante la comisión Rodney recibió varias amenazas de muerte; luego dejó de recibirlas y durante años confió en que todo se hubiese olvidado. De vez en cuando le llegaban noticias de sus compañeros de escuadrón: unos mendigaban por las calles, otros languidecían en la cárcel, otros pasaban largas temporadas en hospitales psiquiátricos; sólo unos pocos habían salido adelante y llevaban una, vida normal, al menos aparentemente normal. Rodney no quiso volver a saber nada de ellos, y de hecho hizo todo cuanto estuvo en su mano para que no pudieran localizarlo. Pero un día, cuando Rodney ya pensaba que esa historia estaba enterrada, uno de ellos dio con él. Era el mejor amigo que había tenido en el escuadrón, tal vez el único amigo de verdad; mentalmente desquiciado, roto por unos remordimientos que rebrotaban cíclicamente y no le concedían tregua, el amigo trató de convencerle de que la única forma que tenían de conseguir un poco de paz era acudir a las autoridades y exhumar el caso, confesando les hechos y pagando por ellos. Rodney trató de calmarlo, trató de razonar con él (le dijo que había pasado demasiado tiempo y que a aquellas alturas las autoridades ya ni siquiera estarían dispuestas a montar pantomimas y no les prestarían la menor atención), pero todo fue inútil; incapaz de soportar la presión suplicante y obsesiva de su compañero, Rodney optó por la solución radical que había empleado otras veces: desapareció de Rantoul.

– ¿Cómo se llamaba el amigo? -interrumpí en este punto el relato de Jenny.

– Tommy Birban -contestó-. ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada -dije, y la urgí a que continuara-: ¿Qué es lo que quería el periodista de Ohio?

– Que Rodney le contara todo lo que sabía de la Tiger Forcé -contestó Jenny.

Rodney le explicó ajenny que el periodista estaba elaborando un reportaje sobre el asunto. Al parecer Tommy Birban se había puesto en contacto con él y le había contado la historia; luego él había tenido acceso al informe archivado del Pentágono y allí había verificado que el único testimonio era el de Rodney, y que a grandes rasgos éste coincidía con lo que Tommy Birban le había contado. Por eso el periodista le pedía a Rodney que contase ahora ante las cámaras lo que años atrás había contado ante la comisión; luego él se pondría en contacto con todos los miembros del escuadrón que consiguiera localizar para pedirles lo mismo. Cuando el periodista terminó de explicarle su proyecto Rodney le dijo que había pasado demasiado tiempo desde la guerra y que ya no deseaba hablar más de ella. El periodista insistió una y otra vez, tratando de chantajearle moralmente, pero Rodney se mostró inflexible. «Ni hablar», le dijo aquella noche a Jenny, vociferando y desencajado y como si en realidad no estuviera hablando con Jenny. «Bastante trabajo me ha costado aprender a vivir con eso como para joderlo todo ahora.» Jenny trató de apaciguarlo: aquello se había acabado, le había dejado bien claro al periodista que no quería aparecer en el reportaje, no volvería a molestarlos. «Te equivocas», le dijo Rodney. «Volverá. Esto no se acaba nunca. Esto no ha hecho más que empezar.»

Llevaba razón. Al cabo de unos días el periodista volvió a llamar por teléfono para tratar de convencerle y él volvió a negarse a colaborar; lo intentó un par de veces más, con nuevos argumentos (entre ellos que, salvo Tommy Birban, todos los miembros del escuadrón que había conseguido localizar se negaban a hablar, y que su testimonio era esencial, porque constituía!a fuente fundamental del informe del Pentágono), pero Rodney se mantuvo firme. Una mañana, no mucho después de la última llamada telefónica, el periodista se presentó de improviso en su casa acompañado de otro hombre y de una mujer. Jenny los hizo esperar en el porche y fue a buscar a Rodney, que estaba desayunando con Dan y que al llegar al porche y sin mediar saludo les pidió a los dos hombres y a la mujer que se marcharan. «Lo haremos en cuanto me deje decirle una cosa», dijo el periodista. «Qué cosa», preguntó Rodney. «Tommy Birban ha muerto», dijo el periodista. «Tenemos razones para pensar que lo han matado.» Hubo un silencio, durante el cual el periodista pareció aguardar a que la noticia hiciera su efecto en Rodney, y a continuación explicó que, después de que él se pusiera en contacto con otros miembros del escuadrón para pedirles que colaboraran en el reportaje, Birban había empezado a recibir anónimos que trataban de disuadirle con amenazas de hablar ante las cámaras; muy asustado, llamó varias veces al periodista por teléfono, lleno de dudas, pero finalmente decidió no dejarse intimidar por el chantaje y seguir adelante con el proyecto, y una semana atrás, apenas dos días antes de que fueran a grabarle, al salir de su casa un coche lo atropello y luego se dio a la fuga. «La policía está investigando», dijo el periodista. «No es probable que den con los responsables, pero usted y yo sabemos quiénes son. También sabemos que, si usted sigue sin querer hablar, su amigo habrá muerto para nada.» Rodney permaneció callado, inmóvil como una estatua. «Eso es todo lo que le quería contar», concluyó el periodista, alargando una tarjeta de visita que Rodney no cogió: lo hizo Jenny, de forma instintiva, sabiendo que iba a romperla en cuanto el hombre se marchara. «Ahora la decisión es suya. Llámeme si me necesita.» El periodista y sus dos acompañantes se dieron la vuelta y Jenny vio con un inicio de alegría cómo se alejaban hacia el coche que habían aparcado frente a la casa, pero antes de que su alegría fuera completa oyó a su lado una voz que parecía la de Rodney sin serlo del todo, y supo que aquellas palabras inofensivas iban a cambiarles la vida: «Esperen un momento».

Rodney y los tres visitantes permanecieron toda la mañana y gran parte de la tarde encerrados en el salón. Al principio Jenny tuvo que vencer el impulso de escuchar a través de la puerta cerrada, pero, cuando al cabo de media hora de conciliábulo vio salir a la calle y regresar con un equipo de grabación a los dos acompañantes del periodista, ni siquiera trató de persuadir a Rodney de que no cometiera el error que estaba a punto de cometer. Pasó el resto del día fuera de casa, con Dan, y volvió cuando ya era de noche y los periodistas se habían ido. Rodney estaba sentado en el salón, mudo y a oscuras, y aunque, después de dar de cenar y acostar apresuradamente a Dan, Jenny trató de averiguar lo ocurrido durante su ausencia deliberada, no consiguió arrancarle ni una sola palabra, y ella tuvo la impresión de que estaba ido o completamente drogado o borracho, y de que ya no comprendía su lengua. Fue la primera señal de alarma. La segunda llegó poco después. Esa noche Rodney no durmió; tampoco las que la siguieron: desvelada en la cama, Jenny le oía deambular por el piso de abajo, le oía hablar solo o quizá por teléfono; en alguna ocasión le pareció oír risas, unas risas sofocadas, como las que se ahogan en un entierro. Así se inició un proceso de deterioro imparable: Rodney pidió la baja en el colegio y dejó de dar clases, no salía a la calle, se pasaba los días durmiendo o tumbado en la cama y acabó desentendiéndose por completo de Dan y de ella. Era como si alguien le hubiese arrancado una conexión mínima pero indispensable para su funcionamiento y todo su organismo hubiese sufrido un colapso, convirtiéndolo en un despojo de sí mismo. Jenny trató de hablar con él, trató de obligarle a aceptar la ayuda de un psiquiatra; fue inútil: aparentaba escucharla (tal vez la escuchaba realmente), le sonreía, la acariciaba, le pedía que no se preocupase, una y otra vez le aseguraba que se encontraba bien, pero ella sentía que Rodney vivía tan ajeno a cuanto le rodeaba como un planeta girando en su órbita ensimismada. Dejó pasar el tiempo, con la esperanza de que las cosas cambiaran. No cambiaron. La emisión del reportaje televisivo no hizo más que empeorarlo todo. En principio no debía tener mucha repercusión, porque lo había realizado una cadena local, pero muy pronto los principales periódicos del país se hicieron eco de sus revelaciones y una televisión nacional compró sus derechos y lo emitió en horario de máxima audiencia. Aunque el autor del reportaje les envió una copia, Rodney no quiso verlo; aunque en la nota que acompañaba a la copia el periodista aseguraba haber cumplido con la promesa de preservar el anonimato de Rodney, la realidad lo desmintió: la realidad es que no era difícil identificar a Rodney en el reportaje, y el resultado de este desliz o infidencia fue que el acoso de los periodistas y las preguntas y murmuraciones sobre la reclusión de su marido volvieron asfixiante la vida de Jenny. En cuanto a su relación con Rodney, en poco tiempo se degradó hasta volverse insostenible. Un día tomó una decisión drástica: le dijo a Rodney que lo mejor era que se separaran; ella se marcharía con Dan a Burlington y é podría quedarse solo en Rantoul. El ultimátum era una treta última con la que Jenny buscaba hacer reaccionar a Rodney, enfrentándole sin contemplaciones a la evidencia de que, si no frenaba su caída libre, iba a acabar por arruinar su vida y por perder a su familia. Pero la artimaña no dio resultado: Rodney aceptó sumisamente su propuesta, y lo único que le preguntó a Jenny fue cuándo tenía previsto marcharse. En aquel momento Jenny comprendió que todo estaba perdido, y fue también entonces cuando tuvo la primera conversación con Rodney en mucho tiempo. No fue una conversación esclarecedora. En realidad, Rodney apenas habló: se limitó a contestar con un laconismo exasperante las preguntas que ella formulaba, y a Jenny nunca le abandonó la sensación de que estaba hablando con un niño sin futuro o un anciano sin pasado, porque Rodney la miraba exactamente igual que si estuviera mirando un cielo invertido. En un determinado momento Jenny le preguntó si tenía miedo. Con una brizna de alivio, como si acabaran de rozar con la yema de un dedo el corazón escondido de su angustia, Rodney dijo que sí. «¿De qué?», le preguntó Jenny. «No lo sé», dijo Rodney. «De la gente. De vosotros. A veces tengo miedo de mí.» «¿De nosotros?», le preguntó Jenny. «¿Quiénes somos nosotros?» «Tú y Dan», contestó Rodney. «Nosotros no vamos a hacerte daño», sonrió Jenny. «Ya lo sé», dijo Rodney. «Pero eso es lo que más miedo me da.» Jenny recordaba que al oír esas palabras fue ella la que tuvo por vez primera miedo de Rodney, y también que fue entonces cuando comprendió que debía marcharse con su hijo de Rantoul cuanto antes. Pero no lo hizo; decidió quedarse: quería a Rodney y sintió que, pasara lo que pasara, debía ayudarlo. No pudo ayudarlo. Las dos últimas semanas fueron de pesadilla. De día Jenny trataba de conversar con él, pero casi siempre era inútil, porque, pese a que entendía sus palabras, era incapaz de dotar a las frases que pronunciaba de un significado inteligible, más cerca como estaban del delirio hermético y rigurosamente coherente de un orate que de cualquier discurso articulado. En cuanto a las noches, Rodney seguía pasándolas en blanco, pero ahora dedicaba gran parte de ellas a escribir: Jenny se dormía acunada por el teclear sin pausa del ordenador, pero cuando algunos días después de la muerte de Rodney se atrevió a abrir sus archivos los encontró vacíos, como si en el último momento su marido hubiese decidido ahorrarle los efluvios venenosos del infierno en el que se consumía. Jenny aseguraba que en los días que precedieron a su muerte Rodney había perdido por completo la cabeza; también que lo que ocurrió era lo mejor que podía haber ocurrido. Y lo que ocurrió fue que una mañana, poco después de las navidades, Jenny se levantó más temprano que de costumbre y, al pasar frente al cuarto donde desde hacía tiempo dormía Rodney, lo vio vacío y con la cama sin deshacer. Inquieta, buscó a Rodney en el comedor, en la cocina, por toda la casa, y al final lo encontró colgando de una soga en el cobertizo.

– Eso fue todo -concluyó Jenny, abandonando unos segundos la naturalidad distante que había conseguido imprimir hasta entonces a su relato-. Lo demás puedes imaginártelo. La muerte mejora mucho a los muertos, así que resultó que todo el mundo quería mucho a Rodney. Incluso los periodistas vinieron a verme… Basura.

Por un momento creí que Jenny iba a echarse a llorar, pero no se echó a llorar: aplastó su segundo cigarrillo en la escalera del porche y, como había hecho con el primero, se lo guardó en la mano; después de un largo silencio se volvió hacia mí buscándome los ojos.

– ¿No te lo advertí? -dijo, sonriendo apenas-. El problema no es dormir a Dan. El problema es despertarle.

Dan, en efecto, despertó de un humor de perros, pero se le fue pasando mientras se tomaba un tazón de leche con cereales y su madre y yo lo acompañábamos con un café. Cuando terminamos Jenny propuso dar un paseo antes de que oscureciera.

– Dan y yo te vamos a llevar a un sitio -me dijo.

– ¿A qué sitio? -preguntó Dan.

Jenny se agachó junto a él y, haciendo pantalla con su mano, le habló al oído.

– ¿De acuerdo? -preguntó incorporándose de nuevo.

Dan se limitó a encogerse de hombros.

Al salir de la casa tomamos a la izquierda, cruzamos la vía del tren y caminamos por Ohio, una calle bien asfaltada, sin apenas casas ni comercios, que se alejaba hacia las afueras de la ciudad. Quinientos metros más allá se erguía frente a un bosque populoso de abedules un edificio de paredes blancas, una suerte de enorme granero rodeado de césped en cuya fachada se leía en grandes letras rojas: «Veteran of Foreign Wars Post 6759»; al lado de éste había otro letrero más pequeño, similar al que lucía la fachada del Bud's Bar, sólo que ornado con una bandera norteamericana; el letrero rezaba: «Support our troops». El edificio parecía vacío, pero no debía de estarlo, porque había varios coches aparcados frente a la puerta; al pasar junto a él Jenny comentó:

– El club de los veteranos de guerra. Los hay por todas partes. Organizan fiestas, reuniones y cosas así. Yo sólo he estado dentro una vez, pero sé que antes de que nos conociésemos Rodney lo frecuentó bastante, o eso es lo que me dijo. ¿Quieres que entremos?

Dije que no hacía falta y nos alejamos del club por un sendero de tierra que discurría junto a la carretera, charlando, Dan en el centro y Jenny y yo a los lados, Jenny cogida de su mano izquierda y yo de la derecha. Al cabo de un rato abandonamos la carretera, tomamos un camino que ascendía suavemente hacia la izquierda, entre campos de maíz joven, y al llegar a la cima de una pequeña loma nos apartamos del camino, adentrándonos en un cuadrilátero irregular de césped sembrado de un puñado de tumbas en desorden, donde se levantaban un par de fresnos alimentados con la tierra de los muertos y un mástil de hierro oxidado y desprovisto de bandera. Dan se soltó de nuestras manos y echó a correr por el césped del cementerio, hasta que se detuvo frente a una lápida de piedra sin pulimentar.

– Aquí está -dijo Dan cuando llegamos a su lado, señalando la tumba con un dedo.

Miré la lápida, en cuya cara delantera habían esculpido el dibujo de un muchacho leyendo bajo un árbol y una inscripción: «Rodney Faik. Apr. 6 1948/Jan. 4 2004»; junto a la inscripción había un ramo de flores frescas. «Un lugar limpio y bien iluminado», pensé. Los tres nos quedamos de pie frente a la tumba, callados.

– Bueno, en realidad no está -dijo por fin Dan. Tras cavilar un instante preguntó-: ¿Dónde estás cuando estás muerto?

La pregunta no estaba dirigida a nadie en concreto, pero esperé a que Jenny la contestara; no la contestó. Transcurridos unos segundos me sentí en la obligación de decir:

– En ninguna parte.

– ¿En ninguna parte? -preguntó Dan, exagerando el tono de interrogación.

– En ninguna parte -repetí.

Dan quedó pensativo.

– ¿Entonces eres igual que un fantasma? -preguntó.

– Exacto -contesté, y luego mentí sin saberlo-: Sólo que los fantasmas no existen, y los muertos sí.

Dan apartó por fin la vista de la lápida y, mirándome fugazmente, amagó una sonrisa, como si estuviera tan seguro de no haber comprendido como de no querer demostrar que no había comprendido. Después se apartó de nosotros y caminó hasta un extremo del cementerio, más allá del cual se divisaba a lo lejos un racimo de casas de paredes leprosas, tal vez abandonadas, y allí empezó a recoger guijarros del suelo y a arrojarlos sin fuerza contra los campos limítrofes: una sucesión de tierras sin cultivar apenas pobladas de hierbajos. Jenny y yo permanecimos uno junto al otro, sin decir nada, contemplando alternativamente a Dan y la tumba de Rodney. Estaba oscureciendo y empezaba a hacer frío; el cielo era de un azul oscuro, casi negro, pero una franja irregular de luz anaranjada iluminaba todavía el horizonte, y sólo el chirrido precoz de los grillos y un tumulto atenuado y remoto de tráfico perturbaban el silencio irreprochable de la loma.

– Bueno -dijo Jenny al cabo de un rato, durante el cual no pensé nada, no sentí nada, ni siquiera ganas de rezar-. Se está haciendo tarde. ¿Volvemos?

Casi era de noche cuando llegamos a casa. Yo tenía una cita para cenar en Urbana, con Borgheson y un grupo de profesores, y si quería llegar al Chancellor a la hora acordada debía partir de inmediato, así que les dije a Dan y a Jenny que tenía que marcharme. Los dos se quedaron mirándome, un poco atónitos, como si, más que una sorpresa, mis palabras fueran el preludio de una deserción; tras un silencio indeciso Jenny preguntó:

– ¿Es importante la cena?

No lo era. No lo era en absoluto. Se lo dije.

– ¿Entonces por qué no la suspendes? -preguntó Jenny-. Puedes quedarte a dormir aquí: hay habitaciones de sobra.

No tuvo que repetírmelo: telefoneé a Borgheson y le dije que me sentía cansado y con fiebre y que, con el fin de estar en forma para la charla del día siguiente, lo mejor era que no asistiera a la cena y me quedara a descansar en el hotel. Borgheson aceptó la mentira sin rechistar, aunque tuve que emplearme a fondo para convencerle de que no era necesario que acudiera al Chancellor en mi auxilio. Solventado el problema, invité a Dan y a Jenny a cenar en un restaurante que se hallaba a unos kilómetros de la ciudad en dirección a Urbana, Kennedy's, y durante la sobremesa, mientras Dan jugaba al Gameboy con un amigo del colegio cuya familia también cenaba allí, Jenny me contó cómo había conocido a Rodney, me habló de su trabajo, de su familia, de la vida que llevaba en Rantoul. Cuando salimos del restaurante eran casi las diez. En el camino de vuelta Dan se quedó dormido, y al llegar a casa lo cogí en brazos, lo subí hasta su habitación y, mientras Jenny lo acostaba, yo la esperé en el salón, curioseando entre los CD que se alineaban en una pirámide de aluminio junto al equipo de música. La mayoría eran de rock and roll, vanos de Bob Dylan. Entre ellos figuraba Bnnging it all back home, un disco que contenía una canción que yo conocía bien: It's alright, ma (I'm only bleeding). Con el disco en las manos empecé a escuchar en mi cabeza aquella canción sin consuelo que sin embargo nunca dejaba de devolverle a Rodney el júbilo intacto de su juventud, y de repente, mientras aguardando a Jenny recordaba con igual precisión su letra que su música, tuve la certeza de que en el fondo esa canción no hablaba más que de Rodney, de la vida cancelada de Rodney, porque hablaba de palabras desilusionadas que ladran como balas y de cementerios abarrotados de dioses falsos y de gente solitaria que llora y tiene miedo y vive en un pozo sabiendo que todo es mentira y que ha comprendido demasiado pronto que no merece la pena tratar de entender, porque hablaba de todo eso y sobre todo de que quien no está ocupado en morir está ocupado en vivir. «Rodney ya sólo está ocupado en morir», pensé. Y pensé: «Yo todavía no».

– ¿Te apetece escuchar música? -dijo Jenny al entrar en el salón.

Le dije que sí, y ella conectó el aparato y fue a la cocina. Evité la tentación de Dylan y puse Astral weeks, de Van Morrison, y cuando Jenny volvió, cargada con una botella de vino y dos copas, nos sentamos uno frente a otro y dejamos que sonara el disco, conversando con una fluidez propiciada por el alcohol y por la voz rugosa de Van Morrison. No recuerdo de qué hablamos al principio, pero lo que sí recuerdo muy bien es que, cuando ya llevábamos un rato sentados, no sé a ciencia cierta por qué (tal vez por algo que yo mismo dije, más probablemente por algo que dijo Jenny) recordé de pronto una carta que Rodney le había enviado a su padre desde un hospital de Vietnam, después del incidente de My Khe, una carta en la que hablaba de la belleza de la guerra, de la velocidad arrasadora de la guerra, y entonces pensé que desde que estaba en Rantoul tenía la impresión de que todo se había acelerado, de que todo había empezado a correr más deprisa de lo usual, cada vez más deprisa, más deprisa, más deprisa, en algún momento había habido una fulguración, un vértigo y una pérdida, pensé que había viajado sin saberlo más deprisa que la luz y que lo que ahora estaba viendo era el futuro. Y también fue entonces cuando, mezclado con la música de Van Morrison y la voz de Jenny, por vez primera sentí algo al mismo tiempo insólito y familiar, algo que tal vez ya había intuido sin palabras apenas vi a Dan y a Jenny avanzando hacia mí aquella tarde por Belle Avenue, y era que allí, en aquella casa que no era mí casa, ante aquella mujer que no era mi mujer, con aquel niño dormido que no era mi hijo pero que dormía en el piso de arriba como si yo fuera su padre, allí yo era invulnerable, y también me pregunté, con un inicio centelleante de alborozo, si yo no estaba obligado a dotar de algún sentido al suicidio de Rodney, si la casa en que estaba no era un reflejo de mi casa y Dan y Jenny un reflejo de la familia que perdí, me pregunté si aquello era lo que se veía al emerger desde la suciedad del subsuelo a la claridad de la intemperie, si el pasado no era un lugar permanentemente alterado por el futuro y nada de lo ya acontecido era irreversible y lo que había al final del túnel copiaba lo que había antes de entrar en él, me pregunté si no era aquél el final verdadero de todo, el final del viaje, el final del túnel, el boquete en la puerta de piedra. Ahora sí, me dije, poseído por una extraña euforia. Se acabó. Finito. Kaputt.

Apenas acabé de pensar lo anterior interrumpí a Jenny.

– Hay una cosa que no te he contado -dije.

Me miró, un poco sorprendida por mi brusquedad, y de repente no supe cómo iba a contarle lo que le tenía que contar. Lo averigüé un segundo después. Entonces saqué de mi billetera la fotografía de Gabriel, Paula y Rodney en el puente de Les Peixetenes Velles y se la alargué. Jenny la cogió y durante unos instantes la examinó con atención. Luego preguntó:

– ¿Son tu mujer y tu hijo?

– Sí -contesté y, como si fuera otra persona la que hablaba por mí, continué mientras un hilo de frío igual que una culebra me recorría el espinazo-: Murieron hace un año, en un accidente de tráfico. Es la única foto que conservo de ellos.

Jenny levantó la vista de la fotografía, y en aquel momento noté que el disco de Van Morrison había dejado de sonar; la realidad parecía haberse ralentizado, recuperando su velocidad de costumbre.

– ¿Para qué has venido? -preguntó Jenny.

– No lo sé -dije, aunque sí lo sabia-. Estaba en un pozo y quería ver a Rodney. Creo que pensé que Rodney también había estado en un pozo y que había salido de él. Creo que pensé que podía ayudarme. O mejor dicho: creo que pensé que era la única persona que podía ayudarme… En fin, me doy cuenta de que todo esto suena un poco ridículo, y no sé si tiene mucho sentido para ti, pero creo que es lo que pensé.

Jenny apenas tardó en contestar.

– Tiene sentido -dijo.

Ahora fui yo quien la miré.

– ¿De veras?

– Claro -insistió, sonriendo levemente, de nuevo una ínfima red de arrugas excavada en las comisuras de su boca. Por un segundo supe o sospeché que, porque había vivido con Rodney, sus palabras no eran fruto de la compasión, sino que era verdad que entendía, que sólo ella podía entender; por un segundo sentí la suave irradiación de su atractivo, y de golpe creí comprender el atractivo que había ejercido sobre Rodney. Casi como si diese por zanjado el asunto, o como si considerase que apenas merecía que le dedicásemos más tiempo, continuó-: La culpa. No es tan difícil entender eso. Yo también podría sentirme culpable de la muerte de Rodney,¿sabes? Encontrar culpables es muy fácil; lo difícil es aceptar que no los hay.

No estaba seguro de lo que había querido decir con estas palabras, pero por algún motivo recordé otras que Rodney le había escrito a su padre: «Las cosas que tienen sentido no son verdad», había escrito Rodney. «Son sólo verdades recortadas, espejismos: la verdad es siempre absurda.» Jenny apuró su copa de vino.

– Tengo una copia de] reportaje -dijo como si no hubiera cambiado de conversación y acto seguido fuera a darme su respuesta verdadera a la duda que yo acababa de formular-, ¿Quieres verla?

Porque no la esperaba, la pregunta me desconcertó. Primero pensé que no quería ver el reportaje; luego pensé que sí quería verlo; luego pensé que quería verlo pero que no debía verlo; luego pensé que quería verlo y que debía verlo. Pregunté:

– ¿Lo has visto tú?

– Claro que no -dijo Jenny-. ¿Para qué?

Igual que si mi pregunta hubiera sido una respuesta afirmativa Jenny subió al piso de arriba, al rato regresó con la cinta de vídeo y me pidió que la acompañara hasta un cuarto que se hallaba entre la cocina y el salón, junto al arranque de las escaleras; en el cuarto había un televisor, un sofá, dos sillas, una mesita. Me senté en el sofá mientras Jenny encendía el televisor, introducía la cinta en el vídeo y me entregaba el mando a distancia.

– Te espero arriba -dijo.

Me recosté en el sofá y apreté play en el mando a distancia; a continuación empezó el reportaje. Se titulaba Secretos sepultados, verdades brutales, y duraba unos cuarenta minutos. Combinaba imágenes de archivo, en blanco y negro, pertenecientes a documentales sobre la guerra, e imágenes actuales, en color, de pueblos y campos de las regiones de Quang Ngai y Quang Nam, junto con algunas declaraciones de campesinos de la zona. Dos hilos cosían ambos bloques de imágenes: uno era una aséptica voz en off; el otro, el testimonio de un veterano de Vietnam. Lo que en síntesis narraba la voz en off era la historia externa de las atrocidades cometidas treinta y cinco años atrás por un sanguinario escuadrón de la División Aerotranspor tada 101 del Ejército Norteamericano que operó en Quang Ngai y Quang Nam, convirtiéndolas en un dilatado campo de exterminio. El escuadrón, conocido como la Tíger Forcé, era una unidad compuesta por cuarenta y cinco voluntarios que actuaban coordinados con otras unidades, pero que funcionaban con una gran autonomía y sin apenas supervisión, y a quienes se distinguía por su uniforme de camuflaje a rayas, a imitación de la piel del tigre; el catálogo de espantos que documentaba el reportaje carecía de límites: los soldados de la Tíger Forcé asesinaron, mutilaron, torturaron y violaron a cientos de personas entre enero y julio de 1969, y adquirieron celebridad entre la aterrorizada población de la zona por llevar colgados al cuello, como collares de guerra que conmemoraban brutalmente a sus víctimas, ristras de orejas humanas unidas por condones de zapatos. Al final del reportaje la voz en off mencionaba el informe del Pentágono al que en 1974 la Casa Blanca dio carpetazo con la excusa de no reabrir las llagas del conflicto recién concluido. En cuanto al veterano, aparecía sentado en un sillón, inmóvil al contraluz de una ventana, de forma que una mancha de oscuridad emborronaba su rostro; su voz, en cambio -ronca, helada, abstraída-, no había sido distorsionada: era la voz evidente de Rodney. La voz contaba anécdotas; también hacía comentarios. «Ahora todo aquello es difícil de entender», decía por ejemplo la voz. «Pero llegó un momento en que para nosotros era la cosa más natural del mundo. Al principio costaba un poco, pero enseguida te acostumbrabas y era como un trabajo cualquiera.» «Nos sentíamos dioses», decía la voz. «Y en cierto modo lo éramos. Teníamos el poder de disponer de la vida de quien quisiéramos y ejercíamos ese poder.» «Durante años no pude olvidar a todas y cada una de las personas a las que vi morir», decía la voz. «Se me aparecían constantemente, igual que si estuvieran vivas y no quisieran morir, igual que si fueran fantasmas. Luego conseguí olvidarlas, 0 eso es lo que creí, aunque en el fondo sabía que no se habían marchado. Ahora han vuelto. No me piden cuentas, ni yo se las doy. No hay cuentas pendientes. Es sólo que no quieren morir, que quieren vivir en mí. No me quejo, porque sé que es justo.» La voz cerraba el reportaje con estas palabras: «Ustedes pueden creer que éramos monstruos, pero no lo éramos. Éramos como todo el mundo. Éramos como ustedes». Cuando finalizó el reportaje me quedé un rato en el sofá, sin poder moverme, la vista clavada en la tormenta de granizo que ocupaba la pantalla del televisor. Luego saqué la cinta del vídeo, apagué el televisor y salí al porche. La ciudad estaba en silencio y el cielo lleno de estrellas; hacía un poco de frío. Encendí un cigarrillo y me puse a filmármelo mientras contemplaba la noche silenciosa de Rantouí. No sentía horror, no sentía náuseas, ni siquiera tristeza, por primera vez en mucho tiempo tampoco sentía angustia; lo que sentía era algo extrañamente placentero que no había sentido nunca, algo como un infinito agotamiento o una calma infinita y blanca, o como un sucedáneo del agotamiento o la calma que sólo dejaba ganas de seguir mirando la noche y de llorar. «Nada nuestro que estás en la nada», recé. «Nada es tu nombre, tu reino nada, tú serás nada en la nada como en la nada.» Al terminar de fumarme el cigarrillo volví a entrar en la casa y subí al piso de arriba. Jenny se había quedado dormida con un libro en el regazo y la luz encendida; Dan estaba acurrucado junto a ella. La habitación de al lado también tenía la luz encendida y la cama hecha, y deduje que Jenny la había preparado para mí. Apagué la luz de la habitación de Jenny y Dan, apagué la de la mía y me metí en la cama.

Aquella noche tardé mucho tiempo en dormirme, y al día siguiente me desperté muy temprano. Cuando Dan y Jenny se levantaron ya casi tenía listo el desayuno. Mientras desayunábamos, un poco precipitadamente porque era lunes y Dan tenía que ir al colegio y Jenny al trabajo, esquivé un par de veces la mirada de Jenny, y al terminar me ofrecí a llevarlos en coche. El colegio de Dan era, según comentó Jenny cuando aparcamos frente a él, el mismo en el que había trabajado Rodney: un edificio de ladrillo visto, de tres plantas, con un gran portón de hierro por el que se entraba al patio, rodeado de una verja metálica. Frente a la entrada ya se había congregado un grupo de padres e hijos. Nos sumamos al grupo y, cuando por fin se abrió el portón, Dan dio un beso a su madre; luego se volvió hacia mí y, escrutándome con los grandes ojos marrones de Rodney, me preguntó si iba a volver. Le dije que sí. Me preguntó que cuándo. Le dije que pronto. Me preguntó si le estaba mintiendo. Le dije que no. Asintió. Entonces, porque creí que iba a darme un beso, inicié el gesto de agacharme, pero me frenó alargándome la mano; se la estreché. Luego le vimos perderse con su mochila de párvulo por el patio de cemento, entre el guirigay de sus compañeros.

Mientras regresábamos al coche Jenny me propuso tomar un último café: aún tenía un rato antes de empezar a trabajar, dijo. Fuimos a Casey's General Store y nos sentamos junto a un ventanal que daba a los surtidores de gasolina y, más allá, al cruce de entrada a la ciudad; por los altavoces sonaba en sordina una melodía country. Reconocí a la camarera que nos atendió: era la misma que el domingo me había indicado de cualquier manera el camino hasta la casa de Rodney. Jenny cruzó unas palabras con ella y luego le pedimos dos cafés.

– Cuando Rodney volvió de España me dijo que querías escribir un libro sobre él -dijo Jenny en cuanto la camarera se hubo marchado-. ¿Es verdad?

Yo me había preparado para que Jenny me preguntara por el reportaje, pero no por lo que me preguntó. La miré: sus ojos grises habían adquirido una irisación violácea y revelaban una curiosidad que iba más allá de mi respuesta, o eso me pareció. Mi respuesta fue:

– Sí.

– ¿Lo has escrito?

Dije que no.

– ¿Por qué?

– No lo sé -dije, y recordé la conversación que sobre el mismo asunto habíamos mantenido Rodney y yo en Madrid-, Lo intenté varias veces, pero no pude.

O no supe. Creo que sentía que su historia no estaba acabada, o que no la entendía del todo.

– ¿Y ahora? -preguntó Jenny.

– ¿Ahora qué?

– ¿Ahora está acabada? -volvió a preguntar-. ¿Ahora la entiendes?

Como en una súbita iluminación, en aquel momento me pareció comprender el comportamiento de Jenny desde mi llegada a Rantoul. Creí comprender por qué me había contado los últimos días de Rodney, por qué había querido mostrarme su tumba, por qué había querido que aquella noche me quedara a dormir en su casa, por qué había querido que viese el reportaje sobre la Tiger Forcé: igual que si las palabras tuvieran el poder de dotar de sentido o de una ilusión de sentido a lo que carece de él, Jenny quería que yo contara la historia de Rodney. Pensé en Rodney, pensé en el padre de Rodney, pensé en Tommy Birban, pero sobre todo pensé en Gabriel y en Paula, y por vez primera intuí que todas aquellas historias eran en realidad la misma historia, y que sólo yo podía contarla.

– No sé si está acabada -contesté-. Tampoco sé si la entiendo, o si la entiendo del todo. -Volví a pensar en Rodney y dije-: Claro que a lo mejor no hace falta entender del todo una historia para poder contarla.

La camarera nos sirvió los cafés. Cuando se hubo marchado, Jenny preguntó removiendo el suyo:

– ¿Qué es lo que no entiendes? ¿Por qué lo hizo?

No contesté enseguida: probé el café y encendí un cigarrillo mientras con un escalofrío recordaba el reportaje.

– No -dije-. En realidad creo que eso es lo único que entiendo. -Igual que si pensara en voz alta añadí-: Si acaso lo que no entiendo es por qué no lo hice yo.

La taza de Jenny quedó en el aire, a medio camino entre la mesa y sus labios, mientras ella me miraba de forma dubitativa, como si mi observación fuera obviamente absurda o como si acabara de concebir la sospecha de que yo estaba loco. Luego desvió los ojos hacía el ventanal (el sol le dio de lleno en la cara, incendiando el pendiente dorado que quedaba a mi vista) y pareció reflexionar hasta que volvió a mirarme con una media sonrisa y la taza concluyó su viaje interrumpido, mojó sus labios y acabó posándose en la mesa.

– Bueno, ayer intenté explicártelo: tú no has matado a nadie. -«Me ha mentido», pensé en un segundo, en una fracción de segundo. «Ha visto el reportaje.» En cuanto volvió a hablar descarté esa idea-. Ni siquiera accidentalmente -dijo, y luego añadió-: Además, después de todo eres escritor, ¿no?

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Todo.

– ¿Todo?

– Claro} ¿no lo entiendes?

No dije nada y nos quedamos mirándonos un momento, hasta que Jenny aspiró hondo, espiró mientras desviaba otra vez la vista hacia el ventanal y quedaba un momento absorta contemplando al hombre que en aquel momento llenaba el depósito de su camioneta en la gasolinera, y cuando se volvió de nuevo hacia mí me inundó una especie de alegría, como si hubiera entendido de veras a Jenny y entenderla me permitiera también entender todo lo que hasta entonces no había entendido. Acabé de tomarme el café; Jenny hizo lo mismo.

– Se está haciendo tarde -dijo-. ¿Nos vamos?

Pagamos y salimos. Jenny me acompañó hasta el coche, y al llegar a él le pregunté si quería que la llevara a su trabajo.

– No hace falta -dijo-. Está muy cerca. -Sacó una libreta de su bolso, garabateó algo en una hoja, la arrancó y me la entregó-. Mi correo electrónico. Si te decides a escribir el libro, mantenme informada. Y otra cosa: no le hagas caso a Dan.

– ¿A qué te refieres?

– A lo que te ha dicho a la puerta del colegio -aclaró.

– Ah -dije.

Hizo una mueca de contrariedad o de disculpa.

– Supongo que está buscando un padre -aventuró.

– No te preocupes. -Aventuré-: Supongo que yo estoy buscando un hijo.

Jenny asintió, sonriendo apenas; pensé que iba a decir algo, pero no dijo nada. Se metió una mano en el bolsillo del pantalón, en un gesto que me pareció tímido o embarazado, como si no acabara de decidir cómo debíamos despedirnos, y luego me la alargó; cuando se la estreché, noté algo frío y metálico en ella: era el Zippo de Rodney. Jenny no me dejó reaccionar.

– Adiós -dijo.

Y se dio la vuelta y empezó a alejarse. Tras un momento de indecisión me guardé el Zippo, monté en el coche, arranqué y, aguardando a incorporarme a la avenida que salía de Rantoul, miré a la izquierda y la vi todavía a lo lejos, caminando por la acera en sombra, sola y resuelta y frágil y sin embargo animada por algo como una inflexible determinación de orgullo, empequeñeciéndose a medida que se adentraba en la ciudad, y no sé por qué pensé en un pájaro, un colibrí o una garza o más bien una golondrina, pensé en e¡ vuelo nervioso y sin miedo de una golondrina y luego pensé en el póster de John Wayne que pendía de una pared del Bud's Bar y que tantas veces habría visto Rodney y sin duda Jenny también, absurdamente pensé en esas dos cosas mientras seguía mirándola y esperando que en algún momento notase mí mirada y se diese la vuelta y ella también me mirase a mí, como si ese gesto último pudiera ser también una señal inconfundible de asentimiento. Pero Jenny no se dio la vuelta, no me miró, así que me incorporé a la avenida y salí de Rantoul.

Cuando aquella mañana llegué a Urbana yo ya había elaborado un plan bastante preciso de lo que iba a hacer en los próximos meses, o más bien en los próximos años; como es lógico, ese plan contemplaba el riesgo de que la realidad acabara por desvirtuarlo, pero no hasta volverlo irreconocible. Eso, para bien o para mal -nunca sabré si más para bien que para mal-, es lo que sin embargo ha ocurrido.

Regresé a España después de cumplir con impaciencia con los compromisos que tenía pendientes en Urbana y en Los Ángeles, y lo primero que hice al aterrizar en Barcelona fue ponerme a buscar un nuevo piso, porque apenas entré en el apartamento de Sagrada Familia comprendí que aquello era un muladar sin redención. Lo encontré enseguida -un apartamento pequeño y con mucha luz situado en la calle Florida-blanca, no lejos de la piaza de España- y en cuanto acabé de instalarme en él me puse a escribir este libro. Desde entonces apenas he hecho otra cosa. Desde entonces -y va ya para seis meses- siento que llevo una vida que no es de verdad, sino falsa, una vida clandestina y escondida y apócrifa pero más verdadera que si fuera de verdad. El cambio de piso me permitió borrar con facilidad mis huellas, de manera que hasta hace poco nadie sabía dónde vivo. No veía a nadie, no hablaba con nadie, no leía periódicos, no veía la televisión, no oía la radio. Estaba más vivo que nunca, pero era como si estuviera muerto y la escritura fuese el único modo de evocar la vida, el cordón último que me unía a ella. La escritura y, hasta hace poco, Jenny. Porque a mi vuelta de Urbana, Jenny y yo empezamos a escribirnos casi a diario. Al principio nuestros correos electrónicos trataban en exclusiva del libro sobre Rodney que yo estaba escribiendo: le hacía preguntas, le pedía detalles y aclaraciones, y ella me contestaba con diligencia y aplicación; luego, poco a poco y de forma casi insensible, los correos empezaron a tratar de otras cosas -de Dan, de Rantoul, de su vida y la de Dan en Rantoul, de mí y de mí vida invisible en Barcelona, alguna vez de Paula y de Gabriel- y al cabo de algunas semanas yo ya había comprobado con satisfacción que aquella forma de comunicarnos toleraba o propiciaba una mayor intimidad que cualquier otra. Fue así como empezó un largo, lento, complejo, sinuoso y delicado proceso de seducción. Quizá la palabra no sea exacta: quizá la palabra exacta sea persuasión. O tal vez demostración. No sé qué palabra elegiría Jenny. No importa; lo que importa no son las palabras: son los hechos. Y el hecho es que, mientras me empleaba tan a fondo en ese proceso como en el libro que estaba escribiendo, yo no dejaba de imaginar mi vida cuando ambos hubiesen concluido y yo viviese con Dan y con Jenny en Rantoul. Imaginaba una vida plácida y provinciana como la que alguna vez temí y luego tuve y más tarde destruí, una vida también apócrifa y verdadera en medio de ninguna parte. Me imaginaba levantándome cada día muy temprano, desayunando con Dan y con Jenny y llevándolos luego al colegio y al trabajo y luego encerrándome a escribir hasta que llegaba la hora de ir a buscarlos, primero a Dan y después a Jenny, los iba a buscar y volvíamos a casa y preparábamos la cena y cenábamos y después de cenar jugábamos o leíamos o veíamos la televisión o charlábamos hasta que el sueño nos iba derrotando uno a uno sin que ninguno de los tres quisiera admitir, ni siquiera ante sí mismo, que aquella rutina cotidiana era en realidad una suerte de sortilegio, un pase de magia con el que queríamos volver reversible el pasado y resucitar a los muertos. Otras veces me imaginaba tumbado en una hamaca, en el jardín trasero, junto al cobertizo en el que en un tiempo tan remoto que ya no parecería real se colgó Rodney, en una tarde de sábado o de domingo de finales de primavera o principios del verano ardiente de Rantoul, con Dan y sus amigos gritando y jugando a mi alrededor mientras yo leía azarosamente a Hemmgway y a Thoreau y a Emerson, alguna vez incluso a Mercé Rodoreda, mientras escuchaba a Bob Dylan y compartía sorbitos de whisky y caladas de marihuana con Jenny, que iría y vendría entre la casa y el jardín: desde allí la muerte de Gabriel y de Paula quedaría…muy lejos, Vietnam quedaría muy lejos, el éxito y la fama quedarían tan lejos como las nubes minúsculas que de vez en cuando cegarían el sol, y entonces me vería a mí mismo como el hippy que hace más de treinta años debió de ser Rodney y nunca quiso dejar de ser. Me vería así, me imaginaba así, feliz y un poco ebrio, convertido de algún modo en Rodney o en el instrumento de Rodney, mirando a Dan como si en realidad estuviera mirando a Gabriel, mirando a Jenny como si en realidad estuviera mirando a Paula. Y mientras en estos meses de Barcelona imaginaba mi vida futura y feliz en Rantoul y continuaba la larga y lenta y sinuosa seducción o persuasión de Jenny en la intimidad del correo electrónico, ní un solo día dejé de sentarme a este escritorio y de dedicarme de lleno a cumplir el encargo tanto tiempo postergado de escribir esta historia que tal vez Rodney me adiestró desde siempre para que contara, esta historia que no entiendo ni entenderé nunca y que sin embargo, según imaginé a medida que la escribía, estaba obligado a contar porque sólo puede entenderse si la cuenta alguien que, como yo, nunca acabará de entenderla, y sobre todo porque es también mi historia y también la de Gabriel y la de Paula. Así que durante mucho tiempo escribí y seduje y persuadí y demostré e imaginé, hasta que un día, cuando sentí que el proceso de seducción estaba maduro y que, aunque aún ignoraba cuál era el final exacto de este libro, ya estaba sin duda avistándolo, decidí exponerle abiertamente mis planes a Jenny. Lo hice sin temor y sin rodeos, igual que si estuviera recordándole un compromiso contraído por los dos tiempo atrás como quien acepta una fatalidad dichosa, porque a aquellas alturas, después de meses de escribirla casi a diario y de insinuarle de forma cada vez menos críptica mis intenciones, yo estaba seguro de que mis palabras no podían sorprenderla, y también de que ella iba a acogerlas con alegría.

No fue así. Increíblemente -al menos increíblemente para mí-, ambas seguridades eran falsas. Jenny tardó en contestar mi correo electrónico, y cuando por fin lo hizo fue para agradecer mi propuesta y para rechazarla a continuación de forma afectuosa pero taxativa. «No funcionaría», me escribió Jenny. «No basta con prever que las cosas vayan a ocurrir para que ocurran, ni basta con desearlo. Esto no es álgebra ni geometría: cuando se trata de personas dos más dos nunca suman cuatro. Quiero decir que nadie puede sustituir a nadie: Dan no puede sustituir a Gabriel, yo no puedo sustituir a Paula; tú, por más que quieras, no puedes sustituir a Rodney.» «Termina el libro», concluía Jenny. «Se lo debes a Rodney. Se lo debes a Gabriel y a Paula. Nos lo debes a Dan y a mí. Sobre todo te lo debes a ti. Termínalo y luego, si te apetece, ven a pasar con nosotros unos días. Te estaremos esperando.» La respuesta de Jenny me dejó anonadado, sin capacidad de reacción, como si acabaran de abofetearme y no supiera quién m cómo ni por qué me había abofeteado. La releí, volví a releería; entendía todas sus palabras, pero me resultaba imposible asimilarla. Yo estaba tan convencido de que mi futuro estaba en Rantoul, con Dan y con ella, que ni siquiera había imaginado un futuro alternativo por si ése era ilusorio o fracasaba. Por lo demás, la negativa de Jenny era tan inequívoca y sus argumentos tan invulnerables que no me sentí con fuerzas para tratar de rebatirlos e insistir en mi propuesta.

No contesté el correo de Jenny: no iba a haber ningún pase de magia, no iba a haber ningún sortilegio, no iba a recuperar lo que había perdido. De repente me vi volviendo a mi vieja vida de subsuelo; de repente me pareció comprender que era absurdo continuar escribiendo este libro. Y ya estaba a punto de abandonarlo definitivamente cuando descubrí cuál era su final exacto y por qué tenía que terminarlo. Ocurrió poco después de que una tarde, al salir de mi casa para comer, descubriera un paquete de tabaco lleno de porros de marihuana sobresaliendo por la ranura de mi buzón. No pude evitar sonreír. A la mañana siguiente telefoneé a Marcos, y dos días después quedamos a tomar una cerveza en El Yate.

Fue Marcos quien eligió el bar. Cuando llegué, mucho antes de la hora convenida, mi amigo ya estaba allí, sentado en un taburete, de espaldas a la puerta y acodado a la barra. Sin decir nada me senté junto a él y pedí una cerveza; Marcos tampoco dijo nada, ni siquiera apartó la vista de su copa. Era un jueves de mediados de octubre, y la última luz de la tarde estaba a punto de apagarse contra los ventanales que se abrían sobre la esquina de Muntaner y Arimon. Mientras esperaba a que me sirvieran pregunté:

– ¿Cómo me has localizado?

Marcos suspiró antes de contestar.

– Por casualidad -dijo-. El otro día te vi por la calle y te seguí. Ya sabía que habías cambiado de piso, pero por lo menos podías haber avisado antes. No están las cosas como para andar tirando marihuana.

– No la has tirado -dije-. Seguro que el que alquiló el piso después de que yo me marchara te lo ha agradecido.

– Muy gracioso. -Se volvió para mirarme. Luego dijo-: ¿Cómo estás?

Con alguna aprensión yo también me volví. A primera vista no me recordó al cuarentón envejecido de nuestro último encuentro, en el MACBA o el Palau Robert, la misma noche desastrosa en que traté de seducir a Patricia; sólo parecía fatigado, tal vez aburrido: de hecho, los vaqueros desteñidos, el jersey azul muy holgado y la camisa de un azul más claro, con los faldones por fuera, le conferían un aspecto de desaliño vagamente juvenil, que no desmentían del todo ni el pelo escaso y gris ni las gafas de concha, gruesas y un poco anticuadas; una barba de dos días le sombreaba las mejillas. Mientras lo examinaba me sentí examinado por él, y antes de contestar a su pregunta me pregunté si yo le estaría recordando a un fantasma o un zombi.

– Bien -mentí-. ¿Y tú?

– Yo también.

Cabeceé aprobadoramente. El camarero me sirvió la cerveza, di un sorbo, me encendí un cigarrillo y luego se lo encendí a Marcos, que se quedó mirando el Zippo de Rodney; yo también lo miré; por un momento me pareció un objeto remoto y extraño, un aerolito minúsculo o un fósil o un superviviente de una glaciación; por un segundo me pareció que el perro que había grabado en él no sonreía, sino que se estaba burlando de mí. Dejé el mechero sobre la barra, encima del paquete de tabaco; pregunté:

– ¿Cómo está Patricia?

Marcos volvió a suspirar.

– Nos separamos hace más de un año -dijo-. Creí que lo sabías.

– No lo sabía.

– Bueno, da lo mismo -dijo como si de veras diera lo mismo, palpándose con una mano la barba crecida; observé que una mancha de pintura oscurecía un poco su dedo anular-. Supongo que llevábamos demasiados años juntos y, en fin… Desde hace unos meses está viviendo en Madrid, así que ya no la veo.

No dije nada. Continuamos bebiendo y fumando en silencio, y en un determinado momento me acordé inevitablemente de la última vez que había estado en El Yate, diecisiete años atrás, con Marcos y con Marcelo Cuartero, cuando éste me propuso marcharme a Urbana y todo empezó. Paseé la mirada por el bar. Yo recordaba un lujoso local de la parte alta, inaccesible a nuestra economía de indigentes, frecuentado por ejecutivos y reluciente de espejos y maderas bruñidas, pero el lugar donde ahora me hallaba parecía más bien (o por lo menos me lo parecía a mí) una oscura taberna de pueblo: ciertos detalles de la decoración se esforzaban patéticamente en remedar el interior imaginario de un yate -marinas desmayadas, lámparas en forma de ancla, apliques coronados por globos de luz en forma de escualo, un reloj de péndulo en forma de raqueta de tenis-, pero las horribles cortinas de color rosa recogidas contra los marcos de los ventanales pintados de un verde horrible, las bandejas de tapas rancias alineadas en la barra sin brillo, las máquinas tragaperras parpadeando su promesa apremiante de riqueza, los camareros de uniformes manchados de caspa y la parroquia de bebedoras solitarias de Marie Brizard y de bebedores solitarios de ginebra que de cuando en cuando intercambiaban comentarios de viejos conocidos avezados al alcohol y al cinismo acercaban El Yate al Bud's Bar antes que a mi recuerdo de El Yate. De repente me sentí a gusto allí, con mi cigarrillo y mi cerveza en la mano, como si nunca hubiera debido salir de aquel bar de Barcelona con su atmósfera de bar de pueblo; de repente me pregunté por qué Marcos me había citado precisamente allí.

– ¿Por qué me has citado aquí? -pregunté.

– Hace tiempo que no venía -dijo. Y añadió-: No ha cambiado nada.

Perplejo, le pregunté si se refería al bar.

– Me refiero al bar, a la calle Pujol, al barrio, a todo -contestó-. Seguro que hasta nuestro piso está idéntico. Me jode.

Sonreí.

– ¿No irás a ponerte nostálgico?

– ¿Nostálgico? -La interrogación no contenía sorpresa, sino fastidio, un fastidio que lindaba con la irritación-, ¿Por qué nostálgico? Aquello no fue lo mejor que nos ha pasado en la vida. A veces lo parece, pero no lo fue.

– ¿No?

– No. -Frunció los labios en una mueca despectiva-. Lo mejor es lo que nos está pasando ahora.

Hubo un silencio, al cabo del cual oí que Marcos se estaba riendo; contagiado, yo también empecé a reír, y durante un rato una risa floja, rara e incontrolada nos impidió hablar. Luego Marcos propuso tomar otra cerveza y, mientras nos la servían, por preguntarle algo le pregunté por su trabajo. Marcos dio un trago de cerveza que dejó una pincelada de espuma en torno a su boca.

– Hace cosa de un año, justo después de que Patricia y yo nos separáramos, dejé de pintar -explicó-. No hacía más que sufrir. No vendía un puñetero cuadro desde hacía meses y m siquiera podía salvar los muebles echándole la culpa al mercado, ese señor tan socorrido, porque sentía que lo que pintaba era una porquería. Así que dejé de pintar. No sabes lo bien que me sentí. De repente me di cuenta de que todo era un malentendido absurdo: alguien o algo me había convencido de que yo era un artista cuando en realidad no lo era, y por eso sufría tanto y todo era una mierda. Veinte años tirando en una dirección cuando en realidad quería ir hacia otra, veinte años al basurero… Un maldito malentendido. Pero, en vez de deprimirme, en cuanto comprendí eso me sentí bien, fue como si me hubiera quitado un peso enorme de encima. Así que decidí cambiar de vida. -Dio una calada al cigarrillo y otra vez empezó a reírse, pero se atragantó con el humo y la tos le cortó la risa-. Cambiar de vida -continuó después de un trago de cerveza que le aclaró la garganta-. Menudo camelo. Hay que ser gilipollas para creer que se puede cambiar de vida, como si con cuarenta años todavía no supiéramos que no somos nosotros los que cambiamos la vida, sino la vida la que nos cambia a nosotros. En fin… El caso es que alquilé una casa en el campo, en un pueblo de la Cerdanya, y lo mandé todo al diablo. El primer mes fue estupendo: paseaba, cuidaba el huerto, charlaba con los vecinos, no hacía nada; incluso conocí a una chica, una enfermera que trabaja en Puigcerdá. Aquello parecía el paraíso, y empecé a hacer planes para quedarme allí. Hasta que se jodio. Primero fueron los problemas con los vecinos, luego la chica se aburrió de mí, luego yo empecé a aburrirme. De repente los días se me hacían eternos, me preguntaba qué demonios hacía allí. -Calló un momento y preguntó-: ¿Sabes lo que hice entonces? -Lo imaginaba, casi lo sabía, pero dejé que fuera Marcos quien respondiera a su propia pregunta-. Me puse a pintar. Tiene huevos. Me puse a pintar por aburrimiento, para entretener el tiempo, porque no tenía nada mejor que hacer.

Pensé en mi libro interrumpido y en los dos alegres y arrogantes kamikazes que Marcos y yo habíamos imaginado ser diecisiete años atrás y en las obras maestras con las que piteábamos vengarnos del mundo. Dije:

– Me parece una razón tan buena como cualquier otra.

– Te equivocas -discrepó Marcos-. Es la mejor razón. O por lo menos la mejor que se me ocurre a mí. La prueba es que nunca me he divertido tanto pintando como desde entonces. No sé si lo que he pintado es bueno o es malo. Puede que sea malo. O puede que sea lo mejor que he pintado en mi vida. No lo sé, y la verdad es que me da igual. Lo único que sé es que, bueno… -Dudó un momento, me miró y pensé que iba a escapársele la risa de nuevo-. Lo único que sé es que si no lo hubiese pintado aún estaría viviendo en aquel pueblo de mierda.

Aunque las manecillas del reloj de péndulo en forma de raqueta estaban congeladas marcando las cinco, sin duda ya eran más de las nueve, porque los bebedores solitarios de ginebra y de Marie Brizard habían desaparecido de El Yate y los camareros llevaban un rato sirviendo la cena en las mesas que se alineaban a lo largo del ventanal; más allá de éste ya era noche cerrada, y las luces de los coches y los semáforos y las farolas infundían a la calle una temblorosa sugestión de acuario. Cuando Marcos se cansó de monologar acerca de los cuadros que había pintado o imaginado o esbozado en la Cerdanya, preguntó:

– ¿Y tú?

– ¿Yo qué?

– ¿Estás escribiendo?

Le dije que no. Luego le dije que sí. Luego le pregunté si quería tomar otra cerveza. Aceptó. Mientras nos la tomábamos le conté que había dedicado los últimos meses a escribir un libro, que hacía dos semanas que lo había abandonado y que ya no estaba seguro de que mereciera la pena terminarlo, ni siquiera de querer terminarlo. Marcos me preguntó de qué iba el libro.

– De muchas cosas -dije.

– ¿Por ejemplo? -insistió.

Fue entonces cuando, al principio con desgana, casi por corresponder a las confidencias de Marcos, más tarde con interés y al final transportado por mis propias palabras, empecé a hablarle de nuestro piso compartido en la calle Pujol, del encuentro con Marcelo Cuartera en El Yate, de mi viaje a Urbana y mi trabajo en Urbana y mi amistad con Rodney, del padre de Rodney, de los años de Rodney en Vietnam, de mi retorno a Barcelona y luego a Gerona, de Paula y de Gabriel y de mi encuentro con Rodney en el hotel San Antonio de la Florida, en Madrid, de las dos tragedias que hay en la vida y de la alegría del éxito y de su euforia y su humillación y su catástrofe, de la muerte de Gabriel y de Paula, de mi purgatorio en el piso de Sagrada Familia, de túneles y subsuelos y puertas de piedra, de boquetes en las puertas de piedra, de mi viaje por Estados Unidos y mi regreso a Rantoul, de Dan y de Jenny, de los crímenes de la Tiger Forcé y de la muerte de Tommy Birban y del suicidio de Rodney, de mi retorno a Barcelona, de mi retorno frustrado a Rantoul, de los espejismos del álgebra y la geometría. Le hablé de todas estas cosas y de otras, y a medida que lo hacía supe que Jenny tenía razón, que Marcos tenía razón: debía terminar el libro. Lo terminaría porque se lo debía a Gabriel y a Paula y a Rodney, también a Dan y a Jenny, pero sobre todo porque me lo debía a mí, lo terminaría porque era un escritor y no podía ser otra cosa, porque escribir era lo único que podía permitirme mirar a la realidad sin destruirme o sin que cayera sobre mí como una casa ardiendo, lo único que podía dotarla de un sentido o de una ilusión de sentido, lo único que, como había ocurrido durante aquellos meses de encierro y trabajo y vana espera y seducción o persuasión o demostración, me había permitido vislumbrar de veras y sin saberlo el final del viaje, el final del túnel, el boquete en la puerta de piedra, lo único que me había sacado del subsuelo a la intemperie y me había permitido viajar más deprisa que la luz y recuperar parte de lo que había perdido entre el estrépito del derribo, terminaría el libro por eso y porque terminarlo era también la única forma de que, aunque fuera encerrados en estas páginas, Gabriel y Paula permaneciesen de algún modo vivos, y de que yo dejase de ser quien había sido hasta entonces, quien fui con Rodney -mi semejante, mi hermano-, para convertirme en otro, para ser de alguna manera y en parte y para siempre Rodney. Y en algún momento, mientras seguía contándole a Marcos mi libro sabiendo ya que iba a terminarlo, me asaltó la sospecha de que quizá no lo había abandonado dos semanas atrás porque no quisiera terminarlo o no estuviera seguro de que mereciera la pena terminarlo, sino porque no quería terminarlo: porque, cuando ya estaba vislumbrando su final -cuando casi sabía lo que quería decir esta historia, porque ya casi lo había dicho; cuando casi había llegado a donde quería llegar, precisamente porque nunca había sabido adonde iba-, me pudo el vértigo de ignorar lo que habría al otro lado, qué abismo o espejo me aguardaba más allá de estas páginas, cuando tuviera de nuevo todos los caminos por delante. Y fue entonces cuando no sólo supe el final exacto de mi libro, sino también cuando hallé la solución que estaba buscando. Eufórico, con la última cerveza se la expliqué a Marcos. Le expliqué que iba a publicar el libro con un nombre distinto del mío, con un seudónimo. Le expliqué que antes de publicarlo lo reescribiría por completo. Cambiaré los nombres, los lugares, las fechas, le expliqué. Mentiré en todo, le expliqué, pero sólo para mejor decir la verdad. Le expliqué: será una novela apócrifa, como mi vida clandestina e invisible, una novela falsa pero más verdadera que si fuera de verdad. Cuando terminé de explicárselo todo, Marcos permaneció unos segundos en silencio, fumando con expresión ausente; luego se tomó de un trago el resto de cerveza.

– ¿Y cómo acaba? -preguntó.

Abarqué de una mirada el bar casi vacío y, sintiéndome casi feliz, contesté:

– Acaba así.

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