3. LONDRES-BERLÍN-LONDRES… Y ALREDEDORES

Por las mañanas, el mercado de Spitalfields estaba abarrotado. Victoria no podía creer que aquel territorio más bien feo y en estado de abandono que había conocido años atrás hubiera podido convertirse en un hervidero de tiendas de moda y sofisticados puestos ambulantes donde se vendían desde sombreros dignos de Ascot hasta galletas ecológicas. Solange se había agarrado de su brazo -ella, que incluso de niña quería caminar sin que nadie la sujetase- y lo miraba todo, excitada y feliz.

– Ay, tía Vi… esto era, precisamente, lo que yo quería encontrar en Londres… Llevamos tres días viendo pedruscos del año catapún, y empezaba a aburrirme.

Ella y Solange habían salido solas aquella mañana. Shirley quería citarse con una amiga que acababa de mudarse a la ciudad e insistió para que Marga la acompañara: «¿Qué tiene de extraño que quiera presentar a mi única hija? Hace siglos que conozco a Tessa y nunca te ha visto el pelo… Mis amigas van a empezar a pensar que no existes, que soy una loca que se inventa que tiene una hija en Madrid…» Marga pensó, muy sabiamente, que era mejor no hacer pasar a Solange por aquel trance -tomar café con una sexagenaria inglesa amiga de Shirley podía no ser el plan más apetecible para una adolescente- y pidió a Victoria que se ocupase de ella. Para Vic fue una ocasión de purgar sus pecados, pues se sentía vagamente culpable por abandonar a diario los planes colectivos y, sobre todo, por ocultar a la familia de Jan la existencia de una figura patriarcal.

¿Qué dirían Solange y Marga si supiesen quién era en realidad el señor Faraday? Marga se echaría a llorar, por supuesto, y luego se sentiría confusa y empezaría a dar la tabarra otra vez con lo de la película. Querría devolvérsela a Faraday en un alarde de dignidad suprema, y eso provocaría más conflictos. No, definitivamente era preferible que siguiese en la inopia. ¿Y Solange? Probablemente, estaría encantada de tener un abuelo. Contaba diez años cuando Mischa murió. En cuanto a los padres de Chloe, estaban vivos y coleando, pero eran dignos antecesores de su hija, y como nieta lo único que Solange obtenía de ellos era un cheque por Navidad. Sí, para la niña sería estupendo poder desplegar todas sus dotes de conquistadora delante de Douglas Faraday. ¿Y Shirley? Bueno, a ella sí que habría que atarla corto. El anticuario era todavía un hombre atractivo. Shirley, que había confesado una vez que estaba más que harta de ser viuda, intentaría echarle el lazo. Faraday tenía una pinta estupenda y debía de ser más o menos rico. Claro que estaba casado… ¿No había dicho algo de «su segunda mujer»? Aunque eso no tenía por qué ser un obstáculo para Shirley Saunders. Victoria se la imaginó, rizándose las pestañas y afilando el lápiz para marcar bien la raya del ojo, buscando un suéter capaz de realzar sus curvas y cardándose el pelo para causar buena impresión a su posible víctima…

– ¿De qué te ríes?

– ¿Yo? De nada.

– Anda que no. Te estabas riendo. Estás muy rara desde que llegamos a Londres.

– No me digas…

– Sí, sí te digo. Te he estado observando, tía Vi, y no pareces la de siempre.

«Vaya por Dios. Ahora resulta que quiere ejercer de psicóloga. No te pases de lista, Solange.»

– Si tú lo dices…

– ¿Quién es tu amiga, la que te tiene tan ocupada?

– ¿Linda? Ya te lo dije. Una antigua compañera de la Universidad de Grace que ahora vive en la ciudad.

– ¿Por qué?

– Supongo que por lo mismo que otros once millones de personas. ¿Qué es esto, Solange? ¿Un interrogatorio?

Se habían detenido junto a un puesto de bizcochos caseros y otro de bufandas de seda. Olía a una mezcla de canela y vainilla.

– Tía Vi. -Solange respiró profundamente y adoptó esa expresión de ratasabia que le era tan habitual-. No estás viendo a una amiga… Y tampoco me creo ese rollo del seminario en no-sé-dónde.

– Ya. ¿Y qué es lo que piensas, entonces?

– Que… que te estás citando con un hombre.

Victoria tuvo que morderse la punta de la lengua para mantener una expresión de gravedad suprema. Era un método infalible que había aprendido en el colegio inglés, y gracias al cual había evitado algunos castigos por reírse a destiempo. Nunca pensó que tendría que volver a echar mano del truco para despistar a una adolescente que jugaba a querer saberlo todo. «Querida Solange, cuántas sorpresas vas a llevarte, cuántas cosas que no sospechas te están esperando… Cosas buenas y malas, Solange, cosas que ni siquiera te imaginas… Tú que, como me pasaba a mí a los quince años, estás convencida de saberlo todo… Voy a concederte un pequeño triunfo, un motivo para creerte mucho más lista de lo que eres.»

– Está bien. Me has cogido.

Solange le dio un abrazo alborozado. A los dieciséis años, es maravilloso creer que se tiene razón. «Disfruta del éxito, querida.»

– Lo sabía, tía Vi. Lo sabía desde el primer momento. No te preocupes, no le diré nada a Marga… ni a Shirley, claro… Tu secreto está a salvo conmigo. Qué emocionante… tienes un ligue inglés.

– Lo que tengo es un marido americano, Solange.

– Bueno, ya lo sé… Pero estas cosas pasan, ¿no? Además, Herder no me gusta demasiado. Y a ti tampoco…

Esta vez sólo Victoria se paró en seco. Estaban delante de la tienda de Dr. Martens, pero ni siquiera se fijó en las botas por las que había suspirado cuando era joven.

– ¿Qué quieres decir?

– Que pasas de tu marido, tía Vi. Apenas le has llamado desde que estás con nosotras, y cuando hablas con él es como si lo hicieses con el director del banco. A mí no me la das…

«Por supuesto que no. ¿Quién lo intentaría con una mujer experta como tú? Claro que esta vez, Solange, has dado en el clavo. Como bien dices, mi marido no me gusta lo más mínimo.»

– Mira, Sol, Herder y yo tenemos algunos problemas… La… la convivencia no es fácil.

– Oh, no, no te estoy pidiendo explicaciones…

«Cuánta consideración por tu parte. Estoy conmovida.»

– … pero, en cualquier caso, entiendo que te hayas buscado una distracción. Yo, en tu lugar, haría lo mismo. Tranquila. Seré muuuy discreta…

Victoria no sabía si reírse o abroncar a Solange por sus intenciones disolutas. Así que eso era lo que estaba enseñando a aquella mocosa, que el antídoto contra un matrimonio poco interesante es tener una aventura… Lo peor de todo es que era la conclusión a la que ella misma había llegado, sólo que treinta años más tarde que la joven hija de Jan. Los chicos de ahora aprenden muy deprisa, pensó. Bueno, al menos se había buscado la mejor coartada con Solange, que dejaría de hacer preguntas y de protestar por su ausencia. Miró, distraída, hacia el interior de la tienda de botas. Cuando era joven hubiese dado cualquier cosa por unas Doc M de color rojo, pero entonces no se las podía permitir. Y ahora… «Demasiado tarde, chica… ya no tienes edad».

– Solange… ¿te gustan esas botas?

– ¿Cuáles?

– Las color burdeos… las de caña alta y cordones negros.

– ¿Estás de broma? Claro que me gustan. Pero son carísimas…

– Yo te las regalo. Puedes tomarlo como un soborno, si quieres. Por tener la boca cerrada.

Quizá ése era el destino de los deseos contrariados, pensó Victoria. Ver cómo se cumplen en otros. Y mientras Solange se probaba, radiante, las mismas botas que no había podido hacer suyas en su momento, deseó para aquella niña un matrimonio feliz y duradero, del que no hiciese falta escapar por medio de la traición, el fingimiento y el engaño.

A pesar de la insistencia del señor Faraday, Victoria no había querido pedir nada para almorzar. Ella y Solange habían comido unos sándwiches en uno de los puestos de Spitalfields -pollo al curry en un gomoso pan de semillas de amapola que crujía al masticarlo- y no tenía hambre. Douglas había pedido unos huevos con tostadas: cuando se quedaba en la tienda al mediodía, un pub cercano le llevaba alguna cosa para picar -un poco de sopa, una ensalada- y malcomía en el despacho antes de volver al trabajo.

– Ya sé que a mi edad debería vigilar la alimentación…

– ¿Nunca come en casa?

– No… ¿Para qué? De hecho, intento estar allí lo menos posible. Cuando tengo tiempo almuerzo en el Wolseley, y de noche voy al club o a algún restaurante.

A Victoria se le vino a la cabeza la imagen de Douglas Faraday solo, frente a una enorme mesa perfectamente dispuesta, sorbiendo sin ganas una sopa de tomate y bebiendo imperceptibles sorbos de vino de una copa de cristal tallado.

«Pero qué tonta eres, chica.»

– A Jan también le gustaba salir a cenar y a comer fuera -le pareció haber encontrado una buena salida-. La cosa cambió cuando se casó con Marga… Es una gran cocinera, y empezaron a quedarse en casa.

– Pues en eso fue más afortunado que yo. La pobre Jenny no sabía ni freír un huevo. Y Deirdre… en fin. Si un juez hubiese probado aquellas empanadas de perdiz que se empeñaba en preparar los domingos y que tenía que comerme para que no se ofendiera, tal vez el divorcio no me hubiese salido tan condenadamente caro.

– ¿Está divorciado?

– Sí, gracias a Dios. Hace cinco años. Mi ex mujer se las arregló para quitarme hasta la camisa, pero doy cada penique por bien empleado si sirvió para librarme de ella. Hubiese estado dispuesto a vivir bajo el Puente de Londres… o en una casa abandonada de Whitechapel… cualquier cosa con tal de tenerla bien lejos. Que Dios me asista, pero no creo que haya en todo el mundo una persona con peor carácter. Tardé mucho en darme cuenta, pero uno suele necesitar tiempo para aprender determinadas cosas. En cuestiones de matrimonio, alguien debería inventar un sistema de votos renovables. Sería muy útil. Los reticentes no tardarían tanto en decidirse si pudiesen dar marcha atrás, y los incautos como yo encontrarían una vía de escape cuando se equivocaran. Bah, no me haga caso, hablar de Deirdre me pone de muy mal humor. Venga por aquí, voy a enseñarle algunas cosas.

La tienda de Faraday era mucho más que un almacén de antigüedades. En ella no había sólo objetos ennoblecidos por el paso del tiempo, sino caprichos de coleccionista y curiosidades para los amantes de los fetiches. Junto a un cuadro de la escuela de Murillo, un tapiz del siglo XVIII milagrosamente conservado y un samovar de la época de los zares, Douglas le mostró un abrecartas que había pertenecido a Winston Churchill y un abanico negro y delicado, como las alas de una libélula siniestra.

– ¿Le gusta?

– Es extraño… nunca había visto uno de este color.

– Es un abanico de luto. Data de 1930 y se hizo confeccionar especialmente para la duquesa de Hershey, que quedó viuda muy joven. Pero no llegó a usarlo nunca…

– ¿Por qué?

– Volvió a casarse enseguida. Lo compré a buen precio en un taller de Bath y me gustó tanto que decidí no ponerlo a la venta.

Faraday le tendió el abanico. Victoria lo abrió y lo cerró dos veces. Las varillas, delgadísimas, apenas sostenían una tela tan fina como el papel.

– Es una historia muy bonita, pero ¿cómo puede estar seguro de que es cierta?

– Oh, es que no lo estoy… Pero a veces hace falta un poco de fe. Y eso me recuerda que usted no ha venido aquí a ver cosas raras. Le interesa la película y cómo llegó a mi poder. Venga al despacho, estaremos más cómodos. ¿Quiere una taza de té?

El despacho del anticuario era una pieza acogedora, y espaciosa, dividida en dos partes con el aspecto de pequeños salones. Había una pesada mesa de trabajo con una escribanía de plata, un sillón de cuero y dos butacas frente a una mesita. Faraday invitó a Victoria a sentarse, y luego él mismo preparó el té. Por fortuna, no había ni rastro de la señorita Starck. A Victoria no le hubiese hecho mucha gracia tenerla rondando por allí, con su mirada de halcón y aquel gesto que parecía anunciar la inminencia de un reproche.

– Muy bien. Vamos allá… Espero resultar un buen narrador. Al menos, el material merece la pena…

Según la historia que contó Douglas Faraday, el propietario legítimo de la película que Jan había comprado se llamaba Arvid Soderman. Era hijo de un hombre de negocios sueco que poseía una pequeña compañía naviera y se había casado con una mujer muy rica de origen alemán. La familia vivía en Estocolmo, en una casa llena de objetos exquisitos, cada uno de los cuales había sido un regalo de bodas hecho a la pareja por los amigos de los padres de ella. Vanda Soderman tenía un gusto extraordinario, y fue quien se encargó de convertir su hogar en el más lujoso y confortable de Estocolmo. Muchos aseguraban que los salones de la Casa Soderman podían competir en esplendor con muchas de las estancias del Palacio Real. Vanda y su esposo, Fredrik, decían que la comparación era exagerada, pero estaban secretamente convencidos de que el ambiente en que vivían podía medirse al que rodeaba a los propios reyes de Suecia.

Su hijo, Arvid, nació después de seis embarazos fallidos y cuando ya los Soderman empezaban a asumir que no tendrían descendencia. Aquel bebé escuálido y de piel transparente fue recibido como un milagro, y Vanda se encargó de convertir su habitación en los aposentos de un príncipe: hizo que un artesano confeccionase la cuna que cubrió con encaje de Brujas, se trajo de Holanda las sábanas bordadas, encargó a un pintor que decorase el techo de la estancia con un fresco de nubes y amorcillos, y colocó en el suelo una alfombra tan mullida que el niño hubiese podido caer de cabeza en ella como quien aterriza en un colchón.

Arvid tenía mala salud, así que lo educaron en casa. Creció rodeado de mimos y de cosas hermosas, tanto que se habituó a la belleza y llegó a desarrollar un cierto rechazo por todo lo mínimamente feo. Su mundo estaba lleno de equilibrio, de armonía. Al parecer, hasta los criados de la casa Soderman eran seleccionados en función de su aspecto físico. Las doncellas, el mayordomo, el chófer de uniforme, incluso el jardinero, que no salía del pequeño parque que rodeaba la mansión, y la cocinera, que veía reducido su universo al mundo aparte de los fogones, eran mucho más atractivos que los sirvientes de otras familias.

Hasta cumplir los dieciséis años, Arvid tuvo un contacto escaso con el mundo real. No iba a la escuela más que para rendir los exámenes oficiales de fin de curso, y cuando lo hacía se sorprendía de la sobriedad del liceo donde se efectuaban las pruebas, de las paredes desnudas y grises, de los muebles oscuros y simples, de la rudeza de sus compañeros y de la pobre vestimenta de los profesores. Él, que se sentaba en butacas tapizadas en seda, miraba con una mezcla de compasión y asombro los recios bancos de madera, las puertas sin lacar y las feas botas de cordones de los otros chicos.

Por otra parte, los alumnos que acudían para examinarse veían a Arvid como a un bicho de una extraña especie, y de año en año aguardaban su aparición en el aula, pálido y ojeroso por la falta de aire fresco, vestido como un viejo, con chaleco y levita y zapatos de tafilete brillando al sol de junio. Todos estaban convencidos de que el joven Soderman venía de otro planeta, y en cierto modo así era: de un planeta clausurado a la fealdad, preservado a la fuerza de cualquier maligna influencia del exterior.

Es imposible saber qué habría sido de Arvid de no haberse vuelto la suerte en contra de los suyos. Tenía dieciocho años cuando uno de los barcos de la naviera de su padre naufragó cerca de las Hébridas. La carga se perdió, por supuesto, y toda la tripulación murió ahogada o víctima de la congelación. El escándalo estalló cuando se supo que ninguna aseguradora había cubierto el viaje del mercante. Ni la carga, ni mucho menos los hombres, viajaban protegidos por póliza alguna. Fredrik Soderman se apresuró a decir que cubriría con su patrimonio personal las indemnizaciones a las familias de los sesenta marineros muertos.

– A pesar de la buena voluntad de Soderman, su naviera pasaba por un mal momento así que tuvo que recurrir a los bancos. Pero, como ocurre a todos los hombres afortunados, Fredrik tenía muchos enemigos, que vieron la ocasión de ponerle contra las cuerdas. Consiguieron bloquear los préstamos que había solicitado, y cuando llegó el momento de hacer frente a las compensaciones a las viudas y los huérfanos, no contaba con suficiente liquidez. Y, a la desesperada, acudió a un antiguo socio, que traspasó a su cuenta el dinero que necesitaba… a un interés escandaloso.

– ¿Y no pudo pedir ayuda a su mujer? Dijo que era rica…

– Así hubiese actuado alguien más sensato. Pero Soderman intentó arreglar las cosas por sí solo. Una vez que cumplió con las familias de sus hombres, se encontró con una deuda monstruosa que no podía asumir. Cuando su esposa se enteró de lo que había ocurrido, echó mano de su herencia, pero ni siquiera la jugosa renta de Vanda Soderman era capaz de tapar el agujero de las finanzas familiares. Fredrik malvendió su naviera, liquidó sus acciones e hipotecó su casa. De la noche a la mañana, la familia se arruinó.

Se quedaron sin nada, siguió explicando Faraday. La mansión, con todo lo que tenía dentro, pasó a manos de un grosero comerciante de tejidos, cuya esposa, tan vulgar como él, no tardó en renovar de arriba abajo aquella vivienda de ensueño para convertirla en un monumento al mal gusto. Los criados -aquel ejército de hermosas criaturas- fueron despedidos entre lágrimas. Los Soderman se trasladaron a vivir a una casita que formaba parte de las posesiones de Vanda, donde ella trató de reproducir el ambiente de exquisitez que había rodeado hasta entonces las vidas de todos. Se pasaba horas intentando recolocar los muebles, volviendo del revés las cortinas, tratando de dar a las paredes una nobleza que no tenían cubriéndolas con tapices sin valor y cuadros de dudosa factura. Recorría casi a diario los locales de anticuarios y decoradores para encontrar gangas que no existían, y se enredaba en bochornosas sesiones de regateo intentando convencer a los vendedores de que le dejaran llevarse por la mitad de su precio este o aquel objeto del que se había encaprichado, sin pararse a pensar que tampoco así podría pagarlo: su bolsillo estaba completamente vacío. Su hijo, Arvid, había decidido acompañar a la madre en aquellas excursiones delirantes. Con ella visitaba las tiendas de tejidos, las fábricas de loza, los comercios de cristal, donde Vanda intentaba recuperar la mujer que había sido una vez, aquella que pagaba sin discutir jamás el precio que le pedían, aquella que era recibida con reverencias y finuras que habían pasado a la historia. Ahora, cuando los tenderos veían llegar a la señora Soderman, no podían sino reprimir la risa ante sus ofertas desquiciadas, sin recordar jamás a su antigua clienta, que había sido durante años el paradigma de la elegancia y el buen gusto.

Todo aquello la trastornó. Bastaron unos meses para que Arvid y su padre se diesen cuenta de que Vanda se había vuelto loca. Aun así, uno y otro continuaron siguiéndole la corriente cuando hablaba de cambiar colgaduras o de comprar una nueva alfombra persa para el vestíbulo. Arvid intensificó su papel de cancerbero en las visitas de su madre a las tiendas de Estocolmo, oficialmente para evitar que se metiese en líos o que las burlas de los comerciantes fueran a más. En realidad, Arvid entraba y salía de los comercios de lujo con la sensación de haber hecho pequeñas inmersiones en el universo de cosas bellas del que había sido expulsado. Porque eso eran para él aquellas visitas: mínimas zambullidas en un elemento en el que se había acostumbrado a vivir y que le habían arrebatado bruscamente. Por eso, cuando lograba abstraerse por unos segundos de los delirios de la madre, cuando conseguía no escuchar su salmodia de quejas sobre el alza de los precios y la escasa caballerosidad de los vendedores que se negaban a dar crédito a una dama como ella, Arvid perdía la mirada y la conciencia en las lámparas de Bohemia, los jarrones de porcelana legítima, las figuras pintadas con azul de Delft y los muebles que llegaban desde algún rincón del Lejano Oriente. Y aquello servía para calmar, siquiera por unos momentos, la añoranza de aquel mundo en el que había vivido sin pararse a pensar en que podía haber otro.

Como Arvid y su padre se temían, Vanda acabó por enloquecer del todo. Fue necesario internarla en un sanatorio. Cuando se vio allí, rodeada de dementes, asediada por la fealdad de la que había estado escapando durante cuarenta y cinco años de vida, no pudo soportarlo y en un descuido de sus carceleros saltó por una ventana. Todos dijeron que había querido suicidarse, pero su marido y su hijo sabían que no era cierto: la desdichada Vanda sólo pretendía escapar de un mundo de pesadilla en el que no había sitio para ella. Carcomido por los remordimientos, considerándose culpable primero y último de cada desgracia que se había abatido sobre su familia, Fredrik Soderman se fue apagando poco a poco y murió en el invierno de 1919. El médico dijo que había sido una neumonía, pero Arvid estaba convencido de que había muerto de pena.

Arvid se quedó solo. Acababa de cumplir dieciocho años y no tenía gran cosa: la casita de Estocolmo y una pequeña cantidad de dinero que su madre había dejado al morir. Vanda tenía parientes en Berlín, pero lo único que Arvid recibió de ellos fue un escueto telegrama de pésame sin una señal que indicase el menor interés por ponerse a su disposición. Tendría que salir adelante solo.

No estaba mal armado para la vida. Había conseguido acabar los estudios en el instituto, hablaba inglés y alemán con bastante corrección, estaba sano y era joven, así que debió de decirse que no necesitaba mucho más para abrirse camino. Consiguió trabajo en Bergstróm, unos grandes almacenes de Estocolmo, donde pensaron que aquel muchacho refinado podía resultar perfecto para llevar a domicilio los pedidos de las mejores clientas. Arvid conservaba el buen gusto en el vestir que le había inculcado su madre -aunque condicionado ahora por su escasez de recursos- y el aura de otra época que tanto llamaba la atención a sus contemporáneos del liceo. A las damas les encantaba aquel chiquillo menudo de modales perfectos que les seguía llevando las compras y que, al llegar a sus casas, alababa con criterio el buen gusto en la decoración, los damascos de la tapicería o la calidad de los muebles. Nadie pensó que el chico de los recados de los almacenes pudiera ser en realidad el hijo de Fredrik y Vanda Soderman, aunque muchas de aquellas mujeres habían estado más de una vez en la mansión familiar.

En unos meses, Arvid se hizo indispensable. El jefe de personal se dio cuenta de que estaba malgastando su potencial en tareas subordinadas, y decidió dedicarlo a la venta de telas en la sección de señoras. Pronto se convirtió en el mejor dependiente de Bergstróm, hasta el punto de que muchas dientas preferían volver en otra ocasión si Arvid no estaba para aconsejarlas sobre la elección de una seda o el corte para un abrigo.

Fuese por su carácter, o por toda su colección de rarezas -su peculiar forma de vestir, sus modales algo anticuados, su gusto extremo por las cosas bonitas-, Arvid se convirtió en un personaje muy popular entre sus compañeros. Era sociable en extremo -lo cual, teniendo en cuenta que había vivido aislado durante dieciocho años, podía considerarse un milagro-, y según decían todos resultaba un tipo simpático y divertido en sus excentricidades, amable con todo el mundo y dueño de un singular sentido del humor. Tenía amigos en cada uno de los departamentos, y, paradójicamente, contaba con las mismas adhesiones entre los jefes que entre los empleados más humildes. Seis meses después de entrar a trabajar en Bergstróm, todo el mundo sabía quién era Arvid Soderman. «Es una suerte que sea un chico pacífico -dijo una vez uno de los directores del establecimiento-. Si quisiese encabezar una rebelión, todos le seguirían como las ratas al flautista de Hamelin.» Pero Arvid no pensaba en motines: a sus diecinueve años, y después de haber pasado toda una vida al margen del mundo por su mala salud y su frágil condición de hijo único, estaba disfrutando de su aterrizaje en la vida social. Se dio cuenta de que le gustaba tener una rutina, un trabajo, almorzar con sus compañeros en el comedor de empleados, fumar cigarrillos a escondidas de los jefes de sección, hablar con las clientas, curiosear entre las mercancías, participar de los cotilleos y los rumores que zumbaban entre los miembros del personal, compartir una cerveza en la taberna al acabar la jornada. Por primera vez en su vida, y aunque le dolía reconocerlo, Arvid se sentía un chico normal y no el ejemplar de una especie en vías de extinción. Acababa de descubrir a la gente, y, lo mejor de todo, la gente parecía haberle descubierto a él. A este respecto, empezaba a considerar perdidos los años pasados entre las cuatro paredes de la mansión familiar, por mucho que hubiesen servido para refinarle el gusto.

Fue en Bergstróm donde conoció a Greta. Ella tenía quince años y, como Arvid, había llegado a los grandes almacenes perseguida por la necesidad: su padre había muerto, su familia pasaba apuros y había tenido que buscar un empleo. Como el resto de los hombres, Arvid quedó fascinado en cuanto la vio por primera vez, con aquel privilegiado esqueleto y el rostro perfecto en el que apenas se insinuaba una sonrisa. Arvid, que había crecido entre objetos y personas hermosas, se dijo que nunca en su vida había visto nada tan bello como la señorita Greta Lovisa Gustafsson.

De la misma forma que el resto de los trabajadores de Bergstróm, Arvid buscó la amistad de Greta. Fue el único que tuvo éxito en su empresa, pues, como bien adivinó la joven Gustafsson, el dependiente de la sección de señoras tenía intenciones distintas a las de sus contendientes. A diferencia de los otros, que querían ofrecerle una aventura, un largo noviazgo o incluso un matrimonio para toda la vida, lo único que a Arvid le interesaba era tenerla cerca para poder verla bien desde todos los lados, aunque siempre a una distancia prudencial. Quizá fue Greta la primera persona que se dio cuenta de que al chico Soderman no le interesaban las mujeres.

La amistad incipiente entre Arvid y Greta causó sensación entre el personal de la tienda. Cuando veían a aquella beldad dejándose acompañar por un chiquillo imberbe de piel pálida y ojos apagados, todos los que habían fallado en la conquista sólo podían preguntarse qué era lo que había visto en él. Ninguno adivinó que la señorita Gustafsson no necesitaba un amante, ni un marido, ni un novio: necesitaba un amigo. Y eso era, precisamente, lo que Arvid quería brindarle, una sana y abundante dosis de afecto. Por su parte, no precisaba nada más que poder admirarla como quien contempla un cuadro. Calibrar los ángulos precisos de su rostro, la total simetría de su nariz, la perfección de su dentadura y los reflejos rojizos de su pelo oscuro. A menudo, Arvid Soderman pensaba que si su madre hubiese conocido a aquella chica la hubiese encerrado eternamente en la mansión familiar para estudiar hasta el último milímetro de su cara y cada una de las aristas de su cuerpo elástico.

Fue Arvid quien convenció a Greta de que aceptase la oferta de un publicitario de Bergstróm para convertirse en modelo de una campaña de promoción de los almacenes. Tímida como era, a aquella adolescente recelosa le daba verdadero pavor la sola idea de ponerse delante de una cámara, pero Arvid desbarató sus argumentos señalando aquellas fotos como una posibilidad de prosperar en la empresa.

– ¿De verdad quieres pasar el resto de tu vida doblando camisas?

Greta enarcó sus cejas perfectas, contrajo la boca en un amago de sonrisa y cedió a la propuesta. Un mes más tarde, el rostro labrado a cincel de la adorable señorita Gustafsson cautivaba a todos los hombres de Estocolmo desde una valla publicitaria. Entre ellos estaba el señor Erich A. Petschler, que iniciaba su carrera como productor de cine y pensó que aquella chica tan guapa bien podría dar el tipo como actriz de reparto en una película que iba a empezar a rodarse en breve. Se enteró de que trabajaba en Bergstróm, y le dejó su tarjeta: si tenía interés en el cine, podía hacerle una visita en las oficinas de la compañía.

Greta suplicó a Arvid que la acompañase a su encuentro con el productor: estaba completamente aterrada ante la perspectiva de someterse al examen de un completo desconocido, y, además, se escuchaban toda clase de historias espantosas sobre jovencitas incautas que caían en las redes de falsos tiburones de una industria que empezaba a dar sus primeros pasos. Así que Arvid aprovechó la hora de la comida para servir de escudero a su amiga. El encuentro fue muy distinto de lo que los dos habían imaginado: Greta tuvo que rellenar una ficha con sus datos personales, una mujer antipática la midió, y luego le dijeron que iban a tomarle una foto. Antes de que la cámara pudiese hacer su trabajo y sin consultar a nadie, Arvid sacó un peine de su bolsillo y repasó la melena de Greta, le aconsejó que se quitase el abrigo, le desabotonó la chaqueta y le untó los labios con vaselina. A Petschler, que andaba por allí, le hizo gracia aquel chico tan poco convencional, y le ofreció un trabajo en la producción de la película. Necesitaban a una especie de ayudante para todo, y él parecía espabilado y bien dispuesto. Arvid no necesitó pensárselo mucho: tampoco él quería pasarse la vida vendiendo abrigos a las señoras. El negocio del cine parecía tener futuro, así que aceptó el empleo y se despidió de su trabajo en Bergstróm.

Arvid y Greta llegaron juntos el primer día de rodaje. Les habían convocado a las cinco y media de la mañana. Atendiendo instrucciones, se dirigieron a un encargado de producción, que envió a Greta a vestirse y a Arvid a preparar café para cincuenta personas como preludio de una interminable lista de tareas que le hicieron perder incluso la noción del tiempo. Cuando se dio cuenta era la hora de almorzar y se reencontró con Greta en el comedor improvisado donde descansaban, en feliz desorden, actores y miembros del equipo técnico.

– ¿Qué tal te ha ido?

Ella respondió encogiéndose de hombros: no había hecho nada en toda la mañana, le dijo. La habían vestido, le habían cubierto la cara de una sustancia dudosa que pretendía ser maquillaje y le habían dicho que ya la llamarían. Desde entonces nadie le había hecho el menor caso. Estaba cansada. Llevaba puesto un traje de chaqueta mal cortado que la hacía parecer mayor, un sombrero gris y unos feos zapatos de tacón ancho.

– No te preocupes -le dijo, para consolarla-. Por la tarde te irá mejor.

Pero en aquella jornada de rodaje, Greta no hizo otra cosa que esperar sentada en un banco, con la piel en carne viva bajo la espesa capa de maquillaje y los pies hinchados dentro de sus zapatos de solterona. Al día siguiente la vistieron de doncella con delantal y cofia y se puso por primera vez bajo los focos, pero el director no estaba conforme con la escena y, después de filmar durante dos horas, gritó: «¡No vale!» Al tercer día volvió a ponerse el traje oscuro de la primera vez, y la hicieron pasear arriba y abajo por una calle de cartón piedra enlazada a otras dos chicas con la instrucción de que fingiesen estar divirtiéndose mucho. Así que Greta rió, y rió, y rió sin ganas ni motivo hasta que oyó la palabra «corten». Esa tarde le dijeron que lo había hecho muy bien, le pagaron su salario y le comunicaron que no hacía falta que volviera más.

Su disgusto fue mayúsculo. Le habían advertido de que el suyo era un papel de figurante, pero no podía imaginar que iba a reducirse a tan poca cosa. Arvid intentó animarla, pero su amiga estaba hecha un mar de lágrimas: se había permitido fantasear con ser actriz, y todo lo que había obtenido del invento del cine eran tres días usando zapatos incómodos y una estúpida escena de paseo.

– No te lo tomes así. Ya tendrás otra oportunidad.

Pero ella no lo creía. Por fortuna, habían vuelto a llamarla para hacer un anuncio. De lo contrario tendría que regresar a Bergstróm con el rabo entre las piernas para suplicar que le devolviesen su antiguo empleo en la sección de moda.

Si Greta no había tenido mucho éxito en su primer contacto en el cine, Arvid había caído con mucho mejor pie. Los jefes parecían encantados con su diligencia en las tareas que le encargaban, y su don de gentes le había ayudado a meterse en el bolsillo a buena parte de los miembros del equipo de rodaje. La peluquera se ofreció a cortarle el pelo, el encargado de cocina le guardaba las mejores raciones, el responsable del vestuario distrajo para él un abrigo de paño negro que le quedaba pequeño al protagonista… El joven Soderman era el personaje más popular de aquella familia que se mantendría unida en tanto no acabara la filmación de la película.

A pesar de estar reducido a tareas subordinadas, Arvid estaba encantado con su incursión en el mundo del séptimo arte. Le fascinaba el jaleo que reinaba en el plato, y cómo el caos se tornaba en orden cuando el director daba uno de sus gritos, el silencio sepulcral que se adueñaba de todo mientras duraba una toma, el haz de luz que parecía envolver a los actores, el olor levemente quemado de la película, el ruido inconfundible de la cámara cuando se estaba rodando. En su afán de curiosear, Arvid consiguió que algunos técnicos le enseñaran los rudimentos de su trabajo. André, un operador de origen francés que había conocido a los hermanos Lumiére, le explicó el funcionamiento de las cámaras. El jefe de iluminadores -Olof, un vejete simpático que renqueaba al andar sin que nadie supiese si era culpa de un defecto físico o de su afición al alcohol- le enseñó algunos trucos del manejo de los focos y cómo un correcto empleo de la luz era capaz de multiplicar el atractivo de una persona. El encargado de la escenografía le explicó que moviendo los muebles podía uno cambiar el aspecto de una estancia, y Arvid recordó a su pobre madre, que pensaba lo mismo. Su afán de observación, una rara inteligencia natural y la intuición hicieron el resto: quince días después de empezar el rodaje, Arvid Soderman estaba convencido de conocer al dedillo buena parte de los secretos del oficio de cineasta.

De vez en cuando, Arvid se citaba con Greta y le hablaba de la marcha de la película. Ella le escuchaba con una rara mezcla de melancolía y envidia: en tres días como simple figurante había caído víctima del veneno del cine, pero tenía que resignarse a anunciar sombreros, jabones de olor o galletas para perros.

– Habrá más películas -la consolaba Arvid.

– Ya. Y volverán a ponerme un vestido horrible y a hacer que pasee riéndome como una loca. No, muchas gracias. Ya me han humillado bastante.

El joven Soderman no podía compartir el pesimismo de su amiga, pues consideraba a Greta la más perfecta de cuantas criaturas habitaban la faz de la tierra, y era cuestión de tiempo que un director decidiese convertirla en primera actriz. Desde luego, la protagonista de la película no era tan guapa como Greta, se movía con mucha menos distinción y su mirada no era ni la mitad de profunda que la de la señorita Gustafsson. Y la cabeza de Arvid Soderman empezó a dar vueltas para encontrar la forma de dar un leve empujón al destino.

Una mañana, el director informó al equipo de que las jornadas de rodaje se trasladaban a un palacete del centro de Estocolmo. Aquella casa -una construcción decimonónica con un bonito jardín en la parte trasera, invernadero y grandes ventanales- le recordó a Arvid la que había sido su hogar unos años atrás. Se sorprendió de lo lejano que se le antojaba ya todo aquello, pero en cuanto pisó las alfombras mullidas, en cuanto se vio reflejado en un gran espejo veneciano y oyó el tintineo de cristal de las lámparas que iluminaban las habitaciones, sintió algo parecido a la nostalgia. Aquél era su mundo perdido, y se sintió dichoso por volver a rodearse, siquiera durante unos días, de algunas de las cosas bellas con las que había convivido durante la infancia.

Pero aquella casa hizo algo más: estimular su imaginación para urdir un plan perfecto que serviría de ayuda a Greta. Rodaría otra película aprovechando el decorado y el material de producción. Una película distinta, en la que Greta fuese la verdadera estrella. Luego mostrarían la cinta terminada a un director, o a un productor, para que pudiesen comprobar que el talento de Greta merecía algo más que un triste papel de extra. Y si en Suecia no había nadie capaz de entender su potencial, enviarían la cinta a América… Allí habría alguien sensible a la belleza, al encanto y al talento de una muchacha como ella.

En cuanto lo hubo madurado, Arvid explicó su proyecto a su grupo de incondicionales: no necesitaban gran cosa, les dijo. Filmarían por las noches, cuando ya todos se hubiesen marchado a casa. Gustav, el encargado de los decorados, les abriría la puerta del palacio. André, el camerógrafo, se ocuparía de rodar. Una de las maquilladoras, que estaba secretamente enamorada del francés, se avino a peinar y componer a los actores postizos y a representar un pequeño papel. Otros dos extras accedieron, entusiasmados, a encarar su primera aventura como protagonistas. Olof no vio ningún problema en accionar los focos… En cuanto a Greta, estaba tan asustada por la propuesta como emocionada ante la posibilidad de trabajar como una auténtica actriz. Y así comenzó un rodaje delirante que se iniciaba cada día a las doce de la noche. El equipo entraba en el palacio como una estrafalaria banda de ladrones, y filmaban durante un par de horas utilizando material que se suponía a buen recaudo y que habían sustraído gracias a la buena disposición del encargado del almacén. Arvid, que había ideado una historia cursilona de amores entre un rico heredero y una muchacha pobre, hacía de director. Cada noche de trabajo era una fiesta: lejos de los gritos del realizador de verdad, libres de la presencia amenazadora del productor, aquel puñado de inconscientes lo pasaban en grande jugando a hacer cine. De todos, era Greta la más entusiasmada, la más entregada, la más feliz. Sin ella saberlo, acababa de iniciar una historia de amor con la cámara que estaba destinada a convertirse en leyenda.

Como es lógico, aquello no podía durar. El rumor de que una docena de trabajadores de la productora dedicaba las noches a rodar un filme pirata acabó llegando a oídos de los jerarcas del equipo. Si bien estaban convencidos de que aquella historia tenía que ser una patraña, exigieron a Petschler que averiguase si había algo de verdad en lo que se contaba. Y la noche siguiente, el productor apareció en el plato y encontró una escena que no olvidaría nunca.

Ataviado con un frac procedente de los baúles de vestuario y sentado en una silla de director, el chico de los recados daba órdenes impostando la voz a tres actorzuelos cuyo nombre ni siquiera conocía. Un anciano medio cojo manejaba un foco con total seriedad… y completamente borracho. Aquella estúpida que estaba a cargo del maquillaje canturreaba al oído del franchute, a quien habían dado trabajo por caridad como operador de cámara. De buena gana Petschler la hubiese emprendido a bastonazos con aquella particular corte de los milagros, pero el director de pega acababa de gritar «acción», y pudo más la curiosidad que el deseo de dar su merecido a aquella pandilla de mequetrefes.

– Muy bien, Greta… El hombre al que amas está frente a ti, y acabas de saber que nunca podrás casarte con él… Es el amor de tu vida, pero su familia lo desheredará si seguís juntos… serás su ruina si no le abandonas… Vamos, Greta querida… demuéstranos lo que sabes hacer.

Y Greta lo hizo. En unos segundos rompió con el hombre de sus sueños, le vio marchar con una mueca de dolor que le crispaba la cara, y luego se abandonó a un llanto desgarrado tras derrumbarse en un sillón. Todo el mundo estaba en silencio. Petschler también. Porque aquella descarada que participaba de semejante burla al equipo, a los productores, a la industria del cine sueco y a todo el séptimo arte era la mejor actriz a la que había visto trabajar en su vida… Pero ¿de dónde demonios la habían sacado? ¿Cómo nadie se había fijado en ella hasta entonces?

– ¡Corten! Estupendo, Greta, querida… ¿Te ha valido, André? Perfecto, entonces vamos a rodar la siguiente escena.

– ¡Alto! -la voz de trueno de Petschler llenó todo el set de rodaje. Arvid se dijo que el mismo Thor envidiaría la potencia vocal del recién llegado-. ¿Qué… qué creen que están haciendo? ¿Se dan cuenta de que esto es… esto es un delito? Voy a llamar a la policía… al ejército… Por los clavos de Cristo, voy a hablar con el mismísimo rey Gustavo y haré que todos ustedes terminen en la cárcel, maldita sea.

Era el fin de la fiesta. De pronto, como si acabasen de despertar del más agradable de los sueños, todos aquellos chalados cayeron en la cuenta de lo que habían estado haciendo. Uno a uno, abandonaron sus puestos con la cabeza baja mientras el productor seguía desgranando todo un rosario de horrores por venir… Y entonces, para desconcierto de todos, Greta se echó a reír. No es que la situación le hiciese ninguna gracia: tenía dieciséis años y estaba terriblemente asustada. Pero todo aquello le pareció tan ridículo, tan irreal, tan absurdo, que algo se agitó dentro de ella y la obligó a romper en carcajadas. Nadie dijo nada. Tampoco Petschler, que no pudo por más que avanzar hacia aquella chiquilla risueña que parecía víctima de un misterioso ataque de buen humor.

– ¡No… se… ría…! ¡No se ría ni una sola vez más! ¡No vuelva a reírse en toda su vida, por todos los demonios!

Muchos años después, Eric A. Petschler juraría que al pronunciar esas palabras no pensó en que pudiesen convertirse en una maldición, y menos aún que fuese necesaria la presencia del propio Ernst Lubitsch para romper el misterioso hechizo.

La noticia de que parte de un equipo de trabajo se había embarcado en el rodaje de una película clandestina corrió como la pólvora entre la industria sueca. Por supuesto, los autores del desaguisado fueron despedidos fulminantemente… Todos, menos Greta Gustafsson, que en lugar de la patada en el trasero de los demás recibió una oferta de contrato para rodar una película como protagonista. Años más tarde, un productor sugirió a aquella joven actriz que nunca se reía que cambiase su nombre, demasiado complicado para triunfar en América, por el más comercial de Greta Garbo.

En cuanto a Arvid, se tomó su despido con bastante filosofía. Lo único que de verdad lamentaba era no haber podido acabar la película. En su casa, a buen recaudo, guardaba tres rollos de material sin positivar. Fue casi lo único que eligió llevarse cuando decidió que era el momento de cambiar de aires. Después del escándalo no iba a resultarle fácil encontrar un nuevo empleo en el cine y, aunque posiblemente hubiese podido reincorporarse a su trabajo en los almacenes Bergstróm, tampoco le apetecía mucho volver por allí. Así que dejó Estocolmo para probar fortuna en otro sitio: recordó a los parientes berlineses de su madre, y se dijo que un traslado a Alemania podía no estar tan mal. Vendió la casita familiar con todo lo que tenía dentro, compró un pasaje en un barco que hacía escala en el puerto de Rostock y se marchó a Berlín con una maleta y los rollos de película que había conseguido rodar antes de que se descubriera el pastel. Era todo lo que necesitaba de su vida anterior.

Rudolf Meyer se había criado con la madre de Vanda, pues eran primos carnales y tenían la misma edad. Estuvieron muy unidos hasta que, a los veinte años, ella se enamoró de aquel naviero sueco que la arrastró hacia Estocolmo y a la ruina. La familia Meyer nunca había visto con muy buenos ojos aquella boda, pues Vanda, con su belleza y su renta, podría haber aspirado a un partido mejor. Eso fue lo primero que el primo Rudolf le hizo saber a Arvid cuando le recibió en su casa berlinesa, en una pequeña calle cercana a la Alexanderplatz. Los padres de Vanda habían muerto muy disgustados con su hija, remachó.

– Y en buena hora. Porque se podrá usted imaginar lo que hubiesen sufrido de haber conocido el triste final de mi pobre prima.

Arvid sólo pudo menear la cabeza en un gesto que podía indicar resignación, aquiescencia o simple hartazgo. No había tardado ni cinco minutos en arrepentirse de haber aceptado aquella invitación a comer con todos los Meyer: Rudolf, su esposa Hannelore y sus dos primos, Elke y Markus, que dedicaron al recién llegado una mirada insidiosa y después de los saludos de rigor no volvieron a abrir la boca en la eterna hora y media que duró el almuerzo, aunque de vez en cuando el joven Meyer observaba disimuladamente al recién llegado con una mueca de disgusto en los labios crueles.

– ¿Y cuáles son sus planes, señor Soderman? -era el primo Rudolf quien preguntaba-. ¿Piensa quedarse mucho tiempo en Berlín?

– Bueno, eso es algo que aún tengo que decidir. Pero la ciudad me gusta, así que ¿por qué no?

– ¿A qué se dedicaba en Estocolmo?

No le tembló ni un músculo al contestar.

– A la industria del cine.

Muy a su pesar, los ojos de Elke expresaron cierto interés, pero una mirada de su padre frenó en seco cualquier pregunta que hubiera podido hacer.

– ¡Qué bonito! -la voz monótona de la señora Meyer dejaba claro que hubiese hecho la misma observación aunque su invitado hubiese sido empleado de correos o jefe del servicio de basuras.

– No sabe hasta qué punto, señora Meyer. Es un mundo fascinante.

– El cine no me gusta -intervino el primo Rudolf- ni entiendo que haya tanto loco en las salas viendo esas estúpidas películas. La gente es capaz de cualquier cosa para trabajar menos. El cinematógrafo es un invento del demonio…

Arvid no discutió. Nunca había sido una persona muy beligerante y, además, intuía que el señor Meyer no era de esos hombres con los que resulta enriquecedor mantener un debate.

– En fin -continuó-, supongo que, ahora que ha venido, se hará cargo de una vez de la Colección Meyer.

Soderman no pestañeó. No tenía ni idea de lo que le estaban hablando, pero un sexto sentido le dijo que era preferible que no lo demostrase.

– Ésa es mi intención, sí.

– La verdad, señor Soderman, me extrañó que no lo hiciese a la muerte de su madre.

– Entienda que estaba demasiado trastornado. Luego falleció mi padre, y mi estado de ánimo no me permitía pensar en nada importante. Después, los negocios requerían mi presencia en Estocolmo…

Arvid era consciente de estar hablando como un viejo.

Los cuatro miembros de la familia Meyer lo miraron de arriba abajo… Pero ¿cuántos años tenía aquel jovenzuelo que hablaba con la suficiencia de un magnate?

– Creía… en fin, creíamos que la naviera de su padre les había llevado a ustedes a la ruina…

– Oh, bueno, las cosas nunca son tan malas como parecen al principio. Mi padre tenía buenos amigos que me fueron de gran ayuda para salir adelante. -Arvid trató de no pensar en los días de soledad y de incertidumbre que habían sucedido a la muerte del cabeza de familia-. En fin, las cosas me fueron bastante bien… Pero soy muy joven para quedarme siempre en el mismo sitio, ¿no les parece? Y, después de todo, tengo sangre alemana… Me dije que quizá era el momento de buscar mis raíces.

Se volvió hacia Elke y le guiñó un ojo. La chica, azorada, bajó la cabeza.

– En cuanto a la Colección Meyer…

– Oh, sí, perdone… Como bien decía usted, ya es hora de que me haga cargo de ella.

– Ya, pero es que nosotros pensábamos… En fin… ha pasado tanto tiempo… -Hannelore Meyer retorcía nerviosamente un bonito colgante que llevaba sobre el pecho-. Entenderá que creyésemos que no tenía usted interés en…

Arvid se limpió la boca y ladeó la cabeza, fingiendo pensar muy detenidamente en las palabras de su anfitriona.

– Lo comprendo muy bien. Pero ya ve que no tenía usted de qué preocuparse. Aquí estoy, desde las heladas tierras escandinavas, listo para asumir mis obligaciones. Es lo que mi madre hubiese deseado.

– ¡Su madre de usted nunca se interesó por la Colección!

Arvid hubiese dado un dedo de la mano derecha por saber qué era exactamente la maldita Colección Meyer, pero sabía que no podía hacer preguntas. Sólo le quedaba la opción de huir hacia delante.

– Querida tía, como usted sabrá, mi madre era una mujer muy reservada y poco amiga de manifestar emociones. Pero puedo asegurarle que la Colección Meyer era uno de los motores de su vida. Hablaba constantemente de ella, con mi padre, conmigo y con todo el que tuviese paciencia para escucharla cuando se entusiasmaba con el asunto. -Miró su reloj-. Y ahora, me temo que tengo que marcharme. Tío Rudolf, me pondré en contacto con usted en cuanto me haya instalado. Nos veremos, espero.

Fue su tía quien lo acompañó a la salida. Por la puerta entreabierta, Arvid Soderman pudo escuchar perfectamente el comentario del joven Meyer.

– ¡Es completamente marica!

Arvid se puso el sombrero sin descomponer el gesto. Sí, probablemente lo era. Lo curioso es que, hasta entonces, nadie lo había dicho en voz alta. O, al menos, no delante de él.

Muy a su pesar -o eso le pareció a Arvid-, Rudolf Meyer le puso en contacto con el señor Berr, un abogado que llevaba desde hace años los asuntos de la familia. A Arvid le costó decidirse a hablar con él, y fue retrasando la cita con el pretexto de obligaciones inexistentes que supuestamente lo mantenían muy ocupado. Pero el chico Soderman no tenía nada que hacer en Berlín, salvo pasear admirando las bellezas arquitectónicas de la ciudad y dar vueltas a la cabeza en su habitación de hotel, intentando decidir si el señor Berr era o no una persona de la que fiarse. Cuando al fin lo conoció, lamentó todo el tiempo que había perdido en elucubraciones, pues Berr era alguien con quien parecía posible hablar como se habla a un confesor. Arvid decidió sincerarse: no sabía nada de la colección Meyer, de la que nunca había oído hablar hasta que llegó a casa de su primo Rudolf.

– No me sorprende -contestó el abogado, y se puso unos lentes gruesos que alteraron bruscamente su fisonomía: aquellos espejuelos convertían al grueso y alegre señor Berr en una especie de ratoncito indefenso-. Verá, su bisabuelo, el señor Franz Meyer, era un infatigable viajero y un amante de las curiosidades. A lo largo de su vida reunió una buena cantidad de objetos procedentes de los cuatro puntos cardinales, todos ellos interesantes aunque ninguno especialmente valioso. Cuando otorgó testamento quiso donar su colección al museo de la ciudad, pero el consejo de la institución rechazó el legado.

– ¿Por qué?

– Como le he dicho, la colección de su bisabuelo estaba llena de cachivaches sentimentales, pero no tenían ningún valor desde el punto de vista artístico. El museo no consideró necesario hacer sitio en sus salas a un montón de objetos superfluos. Franz Meyer se disgustó muchísimo, por supuesto, y dispuso que a su muerte la colección fuese repartida entre sus dos hijos. El abuelo del señor Meyer y el suyo obtuvieron su parte, que legaron a la vez a sus descendientes: Rudolf Meyer y su hermana se hicieron con la mitad de la colección. Vanda Meyer, su madre, que era hija única, recibió la otra mitad.

– Nunca me habló de ello -murmuró Arvid.

– No. Porque su madre, como el resto de la familia, estaba convencida de que la herencia del abuelito era sólo un montón de naderías que no valía ni el trabajo que costaba limpiarlas. Usted debía de ser muy joven cuando su abuelo falleció y su madre supo que la mitad de la colección era entonces de su propiedad.

– Señor Berr, mi madre… Bueno, estuvo enferma los últimos años de su vida…

– Estoy al tanto, señor Soderman. -Arvid agradeció que Berr no le hubiese obligado a entrar en detalles-. Y, además, eso no viene al caso. La cuestión es que en los últimos tiempos el valor del legado de su madre se ha multiplicado. Al parecer, su bisabuelo tenía mejor gusto de lo que él mismo creía, y el tiempo ha hecho el resto…

– ¿Qué quiere decir?

– Pues que, como el ser humano es esencialmente estúpido, lo que en 1850 no interesaba a nadie, en 1920 puede ser considerado una antigüedad. -Los ojos de Arvid se abrieron como platos-. No, señor Soderman, no se emocione… No es que esté usted en posesión de un tesoro. Pero los artículos de la colección Meyer han incrementado notablemente su valor. No tanto como para ser exhibidos en un museo, por supuesto, pero sí para suscitar interés y proporcionarle a usted una suma respetable si decide venderlos. Podrá tomar posesión de su herencia en cuanto lo considere oportuno. De momento, échele usted un vistazo. Su parte está depositada en una habitación de esta casa.

Como Arvid había previsto a tenor de las advertencias del señor Berr, la colección Meyer resultó ser un encantador emporio de objetos hermosos e inútiles, desde una silla de montar comprada en Mongolia hasta un tintero chino, un portador de documentos procedente de Birmania o un jarrón de porcelana de Sajonia con las iniciales de su propietario grabadas en oro. Cuando Arvid entró en aquella habitación repleta de pequeños tesoros le pareció estar de visita en la cueva de Alí Babá. De inmediato pensó en su madre: Vanda Soderman hubiese disfrutado lo indecible rodeada de aquella cuidada selección de preciosidades de cuya existencia nunca llegó a ser consciente del todo. Arvid recordó su triste vagabundeo por las tiendas de Estocolmo intentando hacerse con un retazo de la belleza perdida, mientras a muchos kilómetros de allí, en la casa del señor Berr, la esperaba una porción del paraíso.

– ¿Y bien? ¿Qué le parece?

– Que mi bisabuelo era un hombre de muy buen gusto. -Había cogido una cajita de rapé de terciopelo con una escena de caza pintada en la tapa-. No puedo creer que todo esto sea mío.

– Señor Soderman… Celebro que esté contento, pero ya le dije que no debe crearse grandes expectativas económicas…

– No lo hago, créame. ¿Puedo ser sincero con usted? Qué pregunta más estúpida, claro que puedo, es mi abogado… No sé lo que le habrá dicho mi tío, pero no tengo dinero. Le he hecho creer a él que sí… Ese hombre no me gusta, y me pareció divertido tomarle el pelo. He vendido mi casa de Estocolmo, y no poseo nada más que lo obtenido por la venta. En estas circunstancias, mi herencia será de gran ayuda por poco que valga. Aunque -miró a su alrededor y se fijó en un pequeño klim turco de nudo finísimo- confieso que me dará pena desprenderme de todas estas cosas tan bonitas. Pero si puede usted ayudarme a encontrar un comprador, le estaré agradecido.

El señor Berr no dijo nada, pero parecía claro que estaba pensando.

– Señor, ¿ha pensado usted en encargarse personalmente de la venta?

– ¿Cómo?

– Verá, por supuesto, podría localizar a alguien que comprase todo el lote que ha heredado. Así procedió su primo. Pero ese tipo de transacciones no hacen sino disminuir el valor de cada objeto. Sin embargo, si usted vendiese cada artículo por separado… ¿Tiene alguna experiencia comercial?

– Fui dependiente en Estocolmo durante dos años.

Berr describió una amplia sonrisa, la primera en toda la tarde.

– Eso bastará. Joven Soderman, va a abrir usted una tienda de antigüedades.

Tan sólo un mes después, Arvid Soderman inauguraba su negocio en el centro de Berlín. El señor Berr le había ayudado a encontrar un pequeño local en Charlottenstrasse, y allí trasladó todo el arsenal de curiosidades de la colección Meyer. Para Soderman, abrir aquella tienda fue una forma de tocar el cielo con las manos: de pronto, y después de mucho tiempo, volvía a vivir rodeado de todos los objetos casi perfectos que habían marcado su vida hasta que los vientos de la mala suerte hicieron naufragar el destino de los suyos.

Aconsejado por Berr, y una vez que las mejores piezas de su herencia fueron a parar a manos de los compradores, Arvid Soderman empezó a buscar otras existencias para su almacén de curiosidades. Comenzó visitando las buhardillas de Berlín, los sótanos, los trasteros, donde bajo la humedad y la polilla sobrevivían en silencio objetos prodigiosos víctimas de la ignorancia de sus dueños. Tras tantos años en aquella suerte de ley marcial impuesta por su madre, que había alejado de su vista todo aquello que pudiese resultar lejanamente ingrato, Arvid Soderman poseía una especie de radar para hallar cualquier vestigio de belleza por escondido que estuviese. Entraba en las bodegas, en los desvanes, en las habitaciones clausuradas, y un instinto milagroso le llevaba hacia un jarrón de Bohemia desaparecido a medias bajo una costra de polvo, o a un abrecartas con un siglo de antigüedad, o a una mesa de laca china con doscientos años de historia. Soderman compraba a bajo precio, se arriesgaba con las piezas dudosas, intuía la perfección donde sólo había pura roña. Una vez adquirió por una miseria una cubertería florecida por efecto de la mugre, y tras limpiarla descubrió que era en realidad un primor firmado por Peter Behrens, que revendió por una cantidad que multiplicaba por cien a la que había pagado por lo que parecía chatarra.

Fue así como conoció a Henry Faraday, un anticuario londinense que estaba en Alemania en un viaje de placer, aunque su indignada esposa Mavis aseguraba que aquellas vacaciones habían sido en realidad una mera excusa para bucear entre toda cuanta tienda de antigüedades se extendía por territorio germano. Faraday entró por casualidad en el establecimiento de Charlottenstrasse una mañana en que la cosa estaba tranquila, y Soderman tenía tiempo y ganas de charla. Pasaron un par de horas intercambiando anécdotas de sus respectivos negocios, y era casi mediodía cuando Henry recordó que había quedado con su esposa hacía bastante rato. Soderman le propuso acompañarlo a la cita para aplacar el enfado de la señora Faraday, y el inglés aceptó, no tanto porque aquélla le pareciese la mejor solución como porque le pareció de mal gusto rechazar la oferta.

Al final, resultó ser una buena idea. Mavis Faraday simpatizó enseguida con aquel joven delicado de exquisitos modales, levemente afeminado en sus gestos y poseedor de un particular don de gentes. Arvid le indicó cuáles eran las mejores tiendas de sombreros de la ciudad, dónde hacían los guantes de gamuza más finos, qué lugar era el más indicado para encontrar joyas originales o bolsos de piel. La llevó a un almacén de tejidos y consiguió que le vendiesen a precio de coste un fastuoso corte de seda azul, y luego encontró para ella unos zapatos a juego con la tela. Mavis Faraday estaba tan encantada con el querido Herr Soderman que casi olvidó que su esposo la había engañado prometiéndole un viaje de placer cuando lo único que pretendía era visitar anticuarios.

A consecuencia de aquella estancia en Berlín, entre los Faraday y Arvid Soderman surgió una agradable amistad que pronto derivó en colaboración comercial. Una vez al año, Arvid visitaba a sus amigos en Londres y pasaba unos días recorriendo con Henry Faraday pequeños pueblos de la campiña inglesa en busca de trasteros cuyo botín repartirse, y unos meses más tarde era Soderman el anfitrión del anticuario inglés, al que acompañaba en fructíferas excursiones por zonas rurales de Alemania donde hubiese alguna buhardilla que inspeccionar.

Entretanto, Arvid había encontrado su propio sitio en el rutilante Berlín de los años veinte. La ciudad era un hervidero social, un crisol artístico, una maravillosa amalgama de tendencias, gustos y descubrimientos. La vida latía en las calles, en los locales, en las galerías de arte, en los cafés, en los bares y en los restaurantes. Los clubes nocturnos tenían tanta fama como los de París, y los cabarets berlineses eran epítome de la frivolidad y la alegría. Arvid, que en Estocolmo no hacía demasiada vida nocturna -entre otras cosas, porque no podía permitírselo-, descubrió en la noche una particular forma de hedonismo. Aprendió a beber hasta la madrugada, a volver a casa con las primeras luces del alba, a dormirse cuando el día estaba en su apogeo. Su simpatía, su elegancia, su buen humor lo convirtieron en un personaje dentro de la variada fauna noctámbula del Berlín de los locos veinte. Tenía amigos de todo tipo, y era cliente asiduo de cada uno de los locales de moda, desde los clubes más lujosos de la zona del Ku'Damm hasta los sórdidos garitos de Friedrichstrasse y Nollendorfplatz.

Tuvo un puñado de discretos romances con hombres. En el Berlín de la época, la homosexualidad era una especie de pecado venial ante el que se hacía la vista gorda. Arvid no era precisamente enamoradizo, ni tampoco estaba demasiado interesado en los placeres de la carne, pero consideraba que dar rienda suelta a su tímido instinto era casi un paso obligado en aquella época de descubrimientos. El sexo no era algo que le preocupase excesivamente, pero, en caso de necesidad, prefería entenderse con los hombres que con las mujeres. Y pasó de unos brazos a otros hasta que conoció al guapo Erich Kohl.

La culpa, como a ambos les gustaba recordar, la había tenido Greta. Una tarde de 1930, estando Arvid frente a la marquesina de un cine, vio cómo un operario colocaba en la entrada el cartel de Orquídea salvaje, la película que Garbo acababa de estrenar bajo la dirección de Sidney Franklin. Habían pasado tres años desde su llegada a América, y ya empezaban a referirse a ella como «La Divina». Arvid Soderman se quedó mirando el cartel con cierta nostalgia. Junto a él, un hombre alto y moreno imitó su gesto.

– Es guapa, ¿eh?

– Mucho…

– Pues debería verla sin maquillaje. Tiene una piel casi transparente. Parece un milagro.

El desconocido enarcó una ceja

– ¿Conoce usted a Greta Garbo?

– Ya lo creo. Fuimos compañeros de trabajo, y buenos amigos -se interrumpió con una sonrisa-. Vaya, por la cara que pone está claro que piensa que le estoy tomando el pelo.

– Perdone… es que… -Volvió la mirada hacia el cartel.

A Arvid Soderman le daba igual si aquel tipo le creía o no, así que se encogió de hombros.

– Bueno, no le culpo si desconfía. Posiblemente yo haría lo mismo en su lugar. -Le dirigió un saludo con el sombrero e hizo ademán de darse la vuelta.

– ¡Espere un momento! -Le tendió la mano-. Me…

me llamo Erich Kohl. Trabajo en la industria. Soy montador en la UFA. ¿De verdad conoció a Greta Garbo?

Erich Kohl tenía treinta y cuatro años, y había dedicado al cine casi la mitad de su vida. Había trabajado con Murnau, con Wiene y con Fritz Lang, y asistido al auge y al declive de la industria cinematográfica alemana, que, acogotada por la reciente crisis económica, veía emigrar a Hollywood a buena parte de sus mayores talentos. En aquel momento, el señor Kohl estaba inmerso en el montaje de una película dirigida por Sternberg y protagonizada por Marlene Dietrich.

– Dietrich es maravillosa, pero Greta Garbo… -Miró al cielo y emitió un silbido expresivo-. Bueno, no admite comparación. ¿Aún sigue en contacto con ella?

– Nos escribimos de vez en cuando. Recibí una postal suya hace dos o tres meses. Dice que me llamará si viene a Berlín, pero, si quiere que sea sincero, no espero que lo haga. Ahora es una estrella -suspiró- y no es bueno que los dioses se mezclen con los mortales.

Erich Kohl se estrujaba la cabeza intentando alargar un poco aquella conversación. De pronto no tenía ningún interés en perder de vista a aquel al que en un principio había tomado por un cretino mentiroso.

– ¿A qué se dedica usted?

– Tengo una tienda de antigüedades. -Sacó una tarjeta del bolsillo y se la dio-. Venga a verla un día, si quiere. Buenas tardes, señor Kohl. Y suerte con la película. Marlene Dietrich es fantástica también.

Meses después, convertidos ya en una pareja sólida, Erich confesaría que Arvid sólo le había llamado la atención por su amistad con la Garbo, y Soderman le correspondía diciendo que lo único que de él le interesaba era su condición de experto en montajes de material cinematográfico. Al hablar con él, Arvid había recordado las tres bobinas grabadas con imágenes de Greta que había sacado de Estocolmo y que llevaban ocho años durmiendo el sueño de los justos en un baúl de su casa. Sea como fuere, Erich Kohl visitó la tienda de antigüedades, y Arvid se extralimitó en sus deberes de anfitrión invitándolo a comer. Dos meses más tarde, Erich y Arvid se colaban de tapadillo en los estudios de la UFA para ver juntos, por primera vez, el material grabado por Soderman once años antes en un plato de Estocolmo.

– ¿Qué te parece? -preguntó Arvid.

– ¿Parecerme? Es Greta Garbo, amigo mío. Con eso basta.

Se rieron los dos. Ni uno ni otro habían previsto que podían enamorarse y ser felices al mismo tiempo que en su ciudad, en su país, empezaban a cocinarse acontecimientos que cambiarían para siempre el curso de su historia y de la historia del mundo.

En el verano de 1932, un año y medio después de su primer encuentro frente a un cine, Arvid Soderman alquiló un piso en el mismo edificio de la Opernplatz en el que Erich Kohl poseía un pequeño apartamento amueblado. No se atrevieron a mucho más: cada vez quedaba menos de aquel Berlín permisivo y biempensante de los años veinte, y ninguno de los dos tenía la menor intención de enfrentarse a un escándalo. Así que Arvid se instaló una planta por encima de Erich. Era lo más parecido a vivir juntos que podían permitirse sin renunciar a la discreción.

Fue en aquella época cuando Arvid empezó a decir a menudo que era una pena no hacer algo con la película que había filmado en 1920.

– Tengo dos horas de material…

– Casi todo inservible, perdona que te lo recuerde.

– Sí, pero como alguien dijo una vez, es Greta Garbo y con eso basta. ¿Recuerdas quién fue?

Erich nunca había sido muy firme en sus negativas, así que acabó cediendo al capricho de Arvid y alquiló en secreto un costoso estudio de montaje. Una noche en que iban a cenar fuera, dio al taxi una dirección en el extrarradio.

– Pensé que habías reservado en Konnope…

– Pues te equivocaste. -Le señaló una bolsa que llevaba en la mano-. Aquí está nuestra cena.

Eran un montón de sándwiches de queso y embutido. Aquella noche, bajo la dirección de Arvid, Erich convirtió las dos horas de material en bruto grabadas cuando Greta Garbo era una desconocida en doce minutos y medio de algo que podía ser el inicio de una película. Cuando acabaron era ya de día. Al salir de los estudios les dio en la cara un sol magnífico que se filtraba a través de los árboles de un parque cercano. Arvid llevaba bajo el brazo la película montada, e iba pensando que no era posible ser más feliz.

La conversión de Hitler en Führer y el advenimiento del Tercer Reich los cogió a los dos por sorpresa. Ni a Erich ni a Arvid les interesaba la política. Como ciudadano sueco, Arvid se sentía legitimado para ignorar los avatares de su patria adoptiva. En cuanto a Erich, ni siquiera había votado en las elecciones de 1930. Vivían en su isla particular, casi al margen de cuanto acontecía, convencidos de que los vaivenes del poder no eran cosa suya. Cuando el 30 de enero de 1933 Adolf Hitler fue nombrado canciller, algunos de sus amigos manifestaron una abierta inquietud por el ascenso de aquel tipo tan escasamente atractivo, que ellos dos conocían a través de las soflamas incendiarias que lanzaba y que proyectaban antes de las películas en las salas de cine. Arvid empezó a fijarse en que, al margen del contenido de sus discursos apocalípticos, había algo terrible en él. Fuese o no cosa de Hitler, Berlín había cambiado, y también el país.

Lo comentó con Erich, que frunció el ceño y se quedó pensando.

– Quizá debería haber ido a votar hace tres años. -Le pasó la mano por el brazo y dibujó una sonrisa clara en su rostro, que conservaba un aire infantil-. Oh, venga, no pongas esa cara. Hitler no me gusta lo más mínimo, pero ¿qué nos importa a nosotros lo que pueda hacer?

Años después, Arvid recordaría aquellas palabras, preguntándose cuántos como Erich las habían pronunciado.

– ¿Qué demonios pasa ahí?

Desde la Opernplatz llegaba un griterío espeluznante. Arvid y Erich se asomaron a la ventana. En la plaza, cientos de jóvenes habían encendido una hoguera y arrojaban libros a las llamas en medio de alegres cánticos, aplausos y risas. La noche de mayo, templada y azul, se tiñó de humo y del olor acre del papel quemado mientras hordas de estudiantes de la Universidad Von Humboldt saludaban con himnos el holocausto de los libros. Erich se apartó de la ventana, pero Arvid se quedó allí, de pie, mirando las llamas y sintiendo una difusa sensación de bochorno, como si, a su manera, todos hubiesen ayudado a prender aquella lumbre. Las noticias del asalto y el saqueo del Instituto de Ciencia Sexual habían llegado sólo cuatro días antes, pero incluso ante aquella evidencia había preferido creer que no había nada grave de qué preocuparse: «No puede ser para tanto, esto es cosa de unos cuantos exaltados». Y en aquel momento, frente a su casa, bajo su ventana, Arvid Soderman intuyó que la hoguera amenazante en la que ardían los libros se había convertido en símbolo del futuro terrible que esperaba al país en el que había aprendido a vivir, a sentir y a amar.

La vida seguía, pero Berlín y la rutina de Erich y de Arvid sobrevivía en una especie de inquietud continua, en la calma insoportable que hace presagiar la inminencia de un desastre. Y, en contra de lo que ellos habían creído, también su pequeño mundo se volvió del revés. Un día supieron que Eldorado, un famoso club de clientela homosexual que habían frecuentado tiempo atrás, había sido clausurado indefinidamente. Semanas después cerraron la revista Die Freundschaft, en la que Erich colaboraba haciendo críticas de cine. A la nueva Alemania no le gustaban los hombres que amaban a otros hombres y obstaculizaban la dispersión de la gloriosa raza aria. Algunos amigos de la pareja habían manifestado su intención de abandonar la ciudad, tal vez incluso el país.

– ¿Y a dónde vamos a ir? -contestó Erich cuando Arvid le planteó la posibilidad de emigrar-. Yo no hablo más idioma que el mío. Tú tienes tu negocio… No somos ricos, Ar, ¿de qué viviríamos? Tal vez otros puedan salir de Alemania y mantenerse con sus rentas… pero nosotros no. Vamos a esperar. Quizá… quizá las cosas se calmen un poco a partir de ahora. Y muchas de esas historias horribles que circulan por ahí… Bueno, quizá son sólo rumores…

– ¿Rumores? ¿Te pareció un rumor lo de la quema de libros? Lo viste igual que yo, Erich… Esto no tiene buena pinta.

– De acuerdo, no la tiene… pero… pero vamos a esperar un poco, ¿de acuerdo? Este país ha vivido momentos muy difíciles… todo el mundo está nervioso. Y es posible que al nuevo gobierno se le estén yendo las cosas de las manos. Démonos unos meses, Arvid… Si la situación no mejora, te prometo que hablaremos en serio de marcharnos. Pero no ahora. Por favor…

Arvid cedió. Y lo hizo por Erich. De no haber estado él, hubiese liquidado de cualquier manera las existencias del negocio para largarse de aquella ciudad, a la que de pronto le costaba reconocer.

Pasaron los meses, y como Erich había augurado, las cosas se sosegaron. Pero era sólo en apariencia. Berlín, como el resto del territorio, flotaba en una paz superficial e inquietante. Cada día llegaban noticias contadas en susurros que hablaban de detenciones, de arrestos, de personas que desaparecían sin dejar rastro e iban a parar a los campos de trabajo. A Arvid le dijeron que el gobierno de Hitler empezaba a concentrar su atención y sus iras en la población judía, a cuyos miembros consideraba enemigos de la nación germana. Ahora dejará de preocuparse por nosotros, pensó, y se sintió un completo miserable por encontrar cierta paz en la angustia de otros.

Una tarde, cuando estaba a punto de cerrar la tienda, Arvid Soderman recibió la visita de Otto Berr. Hacía casi diez años que no veía a su antiguo abogado, así que se sorprendió al verle entrar. Estaba muy cambiado, aunque no tanto como para no haberle reconocido a la primera. Había perdido casi todo el pelo y buena parte de los kilos que le sobraban, y los espejuelos que se ponía para leer parecían haberse vuelto indispensables. Por lo demás, conservaba su aspecto afable, aunque las arrugas de la frente le habían hecho perder parte de aquella expresión beatífica de otros tiempos.

– ¡Señor Berr! ¡Qué sorpresa más agradable!

– No me dé la mano, señor Soderman. Ésta no es una visita de cortesía. Enséñeme una pieza, la que sea. Si alguien nos ve, debe pensar que soy un cliente.

A pesar de su perplejidad, Arvid obedeció de inmediato. Tomó de un estante una lámpara votiva y la puso sobre el mostrador. Berr empezó a hablar sin mirarle, como si toda su atención estuviese concentrada en la pieza.

– No tengo mucho tiempo, señor. Escúcheme con atención: debe usted salir de Berlín cuanto antes…

– ¿De Berlín? ¿Yo?

– Usted y su amigo Kohl. Hace tiempo que les están vigilando…

Berr dio la vuelta a la lámpara con tan poco cuidado que Arvid sintió ganas de reconvenirle por su escasa delicadeza.

– ¿A nosotros…? Pero… ¿quién?

– La Gestapo… Tal vez no lo sepa, pero el Reich ha creado una oficina para combatir la homosexualidad. Por favor, controle su sorpresa… sólo soy un cliente que está buscando un regalo de bodas.

Arvid sintió que le costaba tragar. Se dio la vuelta y cogió otra pieza, esta vez la figura en bronce de un guerrero japonés. La colocó delante de Berr, que fingió examinarla.

– Al frente de la oficina está un tipo despreciable, Josef Meisinger… Es amigo de alguien a quien usted conoce bien. Su primo, Markus Meyer, suele ser su compañero de correrías. Es él quien le ha puesto sobre su pista.

El primo Markus… Arvid tenía que hacer esfuerzos para evocar a aquel muchacho rubicundo y fornido, de piel lechosa y ojos muy claros, al que jamás había vuelto a ver después de aquel almuerzo tan poco amistoso en casa de sus padres. De él le quedaba, como una broma triste, el recuerdo de la frase definitiva con la que lo había calificado sin esperar siquiera a que estuviese en la calle. «Es completamente marica.» Por lo visto, el joven Markus había grabado aquellas palabras con sangre y fuego en el mejor lugar de su memoria.

– Tienen que marcharse de la ciudad… háganlo discretamente. No lleve equipajes aparatosos, finja que se va sólo por unos días, que le ha surgido un viaje de trabajo… o alguna obligación familiar en el extranjero. ¿Dispone de dinero en metálico?

– Tengo algunos miles en casa, en una caja fuerte… y en mi cuenta bancaria hay…

– Olvídese del banco. Si retira una cantidad importante, despertará sospechas. La Gestapo tiene gente en todas partes. Coja lo que tenga a mano e intente recuperar lo que pueda una vez esté en el extranjero.

Levantó la figura como para calibrar el peso, y sus ojos miopes se encontraron con los ojos azulísimos de Arvid Soderman. Tenía las pupilas húmedas de miedo.

– Siento traerle tan malas noticias, señor Soderman.

– No… Se lo agradezco infinitamente… Supongo que me está salvando la vida.

– Eso no lo sabemos ni usted ni yo. Pero me quedo tranquilo si dice que va a hacerme caso.

– Claro… me… nos iremos mañana mismo. Hay un tren a París que sale a las diez y media. Iré ahora mismo a la estación y compraré los billetes… Ya volveremos cuando todo se tranquilice.

– Es una buena decisión.

A Arvid se le ocurrió entonces una idea.

– Señor Berr, quiero que se lleve la lámpara… Es usted un cliente, ¿recuerda? Después de pasar aquí más de media hora, será mejor que no salga con las manos vacías.

El otro asintió con una sonrisa, y arrugó aún más sus ojillos de ratón alarmado. Arvid se reprochó haber dejado pasar tanto tiempo sin recordar a aquel hombre. Envolvió la lámpara con un cuidado exquisito y se la entregó al abogado.

– Aquí tiene, señor… No, por favor, no la pague… La apuntaré en su cuenta, ¿eh?

Fue la última vez que Arvid Soderman vio con vida al señor Berr. Unas semanas más tarde la Gestapo lo detuvo en su propia casa y lo trasladó a un campo de trabajo acusado de colaborar en contra del Reich. Su pista se perdió para siempre en 1938.

Aquel día, Arvid Soderman cerró su tienda un poco más tarde de lo habitual. Recogió su despacho con cuidado, retiró de la caja todo el dinero que había e, intentando creer que estaba exagerando, quemó en la chimenea un montón de notas personales, algunas fotos vagamente comprometidas y cualquier documento del que se pudiesen extraer conclusiones equivocadas o no. Luego tomó el tranvía y se dirigió a la estación central, donde compró dos billetes de tren a París.

– ¿Que nos vamos mañana? Pero ¿por qué?

– Erich, estoy intentando explicártelo… Me ha llegado una información fiable de que en los próximos días las cosas en la ciudad pueden ponerse feas, así que no estaría de más tomarse unas vacaciones.

Había decidido no decir a Erich toda la verdad hasta estar seguros en Francia.

– Pero ¿y la tienda? ¿Y mi empleo?

Arvid no dijo nada, pero Erich pudo leer en sus ojos una compasión que le resultó profundamente humillante. Hacía meses que apenas tenía trabajo. Los estudios habían reducido su actividad, y llevaba semanas sin ser requerido para ningún montaje. A pesar de todo, había decidido mantener la ficción de que seguía estando muy ocupado, tal vez para no enfrentarse a las razones por las que ya nadie contaba con él.

– Bueno, todo el mundo tiene derecho a descansar durante unos días, ¿no? -Se acercó a él y lo tomó del brazo-. Además, hace siglos que queremos conocer París. Este momento es tan bueno como cualquier otro. No me digas que no te apetece salir de la ciudad una temporada… En cuanto a la tienda, me temo que últimamente las ventas han bajado tanto que da igual que abra o que cierre.

El rostro de Erich pareció relajarse un poco.

– Serán sólo un par de semanas… Necesito poner un poco de distancia con todo esto. Llevo unos meses con los nervios de punta. Y París debe de estar precioso. Vamos, Erich, hazlo por mí… Me sentará muy bien, nos sentará bien a los dos. Visitaremos el Barrio Latino, la Madeleine y el Louvre. Iremos en barco por el Sena, beberemos vino de Burdeos y comeremos pato todos los días. Y luego volveremos con un montón de recuerdos que harán que nuestros amigos se mueran de envidia.

Erich sonrió por fin y Arvid supo que la batalla estaba ganada.

– Está bien.

– No hace falta que lleves mucho equipaje. El tren sale a las diez y media. Tomaremos un taxi desde aquí…

– No, prefiero encontrarte en la estación. Si me marcho quiero ir primero a despedirme de mis padres. Haré el equipaje ahora y dormiré en su casa esta noche.

Arvid hubiese querido protestar alegremente diciendo que no merecía la pena despedirse de la familia para pasar unas semanas en el extranjero, pero el corazón no le dio para tanto. Quizá no pudiesen regresar a Berlín en mucho tiempo… Él era un pobre tipo sin familia, pero los padres y los hermanos de Erich tenían derecho a verle aquella noche, quizá por última vez en una larga temporada. Le dirigió una sonrisa satisfecha que ocultaba una inquietud que iba creciendo por momentos.

Arvid Soderman durmió poco y mal. Antes de acostarse, llenó una maleta no muy grande con un poco de ropa, recuperó todo el dinero en metálico que había desperdigado por los cajones de la casa, y a última hora decidió añadir a su equipaje la película que había rodado con Greta y que Erich y él habían terminado, intuyendo que aquel material sería por mucho tiempo el más feliz de los recuerdos de la vida en Berlín. Luego, cuando al fin amaneció, hizo un corto recorrido por el bonito apartamento que había sido su hogar durante los últimos años. Había sido muy dichoso en aquella casa y, sin embargo, ya sólo podía recordar la escena espantosa que había presenciado desde el balcón la noche de la quema de libros. Aquellas llamas, aquel humo espeso, el crepitar del papel ardiendo se habían llevado de un plumazo otras imágenes memorables de quince años de vida feliz. Su Berlín, su Alemania, ya no existían, y en su lugar quedaba una hoguera hecha de libros y un demente que daba alaridos alucinados y al que jaleaba un pueblo galvanizado por la violencia. Eso era todo. A pesar de la incertidumbre, del miedo que le inspiraba la certeza de estar renunciando una vez más a lo que había sido su vida, de saber que se iba con las manos vacías y que dejaba atrás muchas cosas buenas, Arvid Soderman reconoció ante sí mismo que estaba contento de marcharse.

Erich no llegó a la estación. Soderman empezó a ponerse nervioso enseguida, primero repitiéndose que no había motivos para preocuparse -«Aún falta una hora, aún faltan cincuenta minutos, aún faltan cuarenta y cinco, queda tiempo de sobra»-, luego desde la inquietud -«Pero dónde se ha metido este muchacho, qué manía con esperar hasta el final, vamos a perder el tren por su culpa»- y finalmente al borde de la angustia -«No puede ser, tiene que haber ocurrido algo, Erich no se retrasaría tanto sin un motivo»-. Estaba a punto de dirigirse a las taquillas para intentar cambiar los billetes para un tren posterior cuando vio a Frieda Kohl avanzando hacia él.

Frieda era la hermana mayor de Erich, una mujer hermosa y delicada, muy diferente a su robusto hermano pequeño. Arvid sólo la había visto media docena de veces: la familia de Erich toleraba su relación, pero no estaba lo que se dice satisfecha de que el benjamín de la familia compartiese su vida con otro hombre. Así pues, Arvid se sabía tácitamente excluido de las fiestas y reuniones del numeroso clan Kohl. Por eso, cuando vio a Frida supo que había ocurrido algo.

Estaba muy pálida y saltaba a la vista que había llorado. Se dirigió a él con una expresión en la cara que Arvid Soderman supo que iba a ser incapaz de olvidar.

– No espere a mi hermano, señor Soderman…

– Frieda… ¿Qué…?

– Le han matado -la voz se le quebró, y las lágrimas rodaron por su rostro, pero mantuvo la calma-. Ayer vino a cenar con nosotros. Nos contó sus planes para salir de Berlín. Luego dijo que iba a dar una vuelta antes de acostarse. No volvió. Mi padre lo encontró esta madrugada en la puerta de casa. Le habían dado una paliza…

No pudo seguir. Arvid Soderman sintió que un agujero negro se le abría en la mitad del alma. Notó un dolor agudo en alguna parte, aunque no supo precisar dónde, y se sujetó la cabeza con ambas manos en un gesto incomprensible, como si tuviese miedo de que se le pudiese desprender del resto del cuerpo.

– Señor Soderman, tiene que irse -Frieda hablaba muy bajo, con determinación pero sin dureza-. Debe salir de Berlín en este tren. Los que mataron a mi hermano sabían perfectamente lo que hacían. He cruzado la ciudad para decírselo, señor. Sé que usted nunca se hubiese ido sin Erich…

Frieda Kohl buscó las manos de Arvid Soderman y las sujetó. El se dio cuenta de que, hasta entonces, su contacto físico se había limitado a un saludo forzoso en el que la piel apenas se rozaba. Pero esta vez las manos de Frieda habían tomado las suyas y las retenían con firmeza. Se dijo que a Erich le hubiese hecho muy feliz verles así.

– Mi hermano le quería a usted -ahora su voz era un susurro- y… y seguro que usted también a él… Perdone si no le di muestras de entenderlo, señor… Comprenda que es difícil… no nos guarde rencor, ni a mí ni a mis padres… Fueron ellos los que me pidieron que viniese a advertirle… Están desolados, señor… Le desean suerte…

– No me puedo marchar así… ¿Dónde está Erich? Tengo que verle… tengo…

– Le pido por favor que se vaya… Arvid… márchese ahora mismo a París, a donde sea… Mi hermano hubiese querido que al menos usted pudiese escapar… Tal vez no haya otra oportunidad. Tenga… -Le tendió un maletín de cuero, muy gastado-. Son las cosas de Erich… el equipaje que llevaba para reunirse con usted… Quédeselo… Tal vez haya ahí algo que quiera conservar.

El tren silbó, y el mozo de estación señaló cinco minutos para la partida. Arvid y Frieda se miraron durante unos segundos antes de caer llorando el uno en brazos del otro. Ninguno de los otros pasajeros dudó de que estaban asistiendo a una dolorosa despedida entre dos amantes que se decían adiós tal vez para siempre.

– En cuanto llegó a París, Arvid Soderman cablegrafió a mi abuelo. No sé qué decía aquel telegrama, pero fue lo suficientemente explícito como para que los Faraday no sólo insistiesen en que se trasladase a Inglaterra de inmediato, sino que incluso se empeñaron en recogerle en el puerto de Cherburgo para acompañarle en su llegada a Londres. Mi padre, que era entonces un adolescente, me dijo que nunca había visto a un ser que pareciese tan desdichado como Arvid Soderman cuando fue a recibirle a la Estación Victoria. Tenía la piel casi transparente y los ojos hundidos, la boca deformada por una expresión amarga y el aire ausente de quien parece incapaz de reconciliarse con la vida. Al comprar su billete a París, ya había aceptado que el Reich iba a arrebatarle su negocio, su casa y su futuro. Pero nunca, ni en el peor de sus sueños, podía imaginar el pobre Soderman que iban a quitarle también a Erich.

Los Faraday alojaron a Arvid en su casa de Londres, y Henry Faraday hizo algunas gestiones con bancos amigos para que pudiese recuperar el dinero que tenía depositado en dos o tres cuentas en entidades alemanas. No fue posible: habían sido bloqueadas hasta nuevo aviso. Soderman sólo podía disponer de lo que llevaba encima: unos marcos alemanes que, reducidos a libras esterlinas, se convertían en una cantidad risible. Tardó un poco en ser consciente de su delicada situación, y los Faraday no hicieron nada para obligarle a tomar tierra. Llevaba una semana encerrado en casa, sin querer salir ni siquiera a dar los cortos paseos por Hyde Park con los que Mavis Faraday salía a oxigenarse todas las mañanas. Sólo por cortesía hacia sus anfitriones se levantaba de la cama y se vestía, pero luego pasaba la jornada en estado de shock, sin comer apenas y hablando sólo cuando le interpelaban directamente. Sus amigos ingleses decidieron respetar su forma de enfrentarse al dolor. A un dolor cuya naturaleza ellos ni siquiera podían imaginar. Con el paso de los días, y tal y como los Faraday habían previsto, Arvid fue saliendo poco a poco de la nube negra en la que se había instalado. Una mañana espléndida, muy poco habitual en el desapacible otoño londinense, se ofreció a acompañar a Mavis en su caminata diaria por el parque. Ella aceptó, y dio junto a Soderman un corto paseo, sin hablarle, sin hacerle preguntas, sin intentar saber cómo se encontraba ni qué tenía en la cabeza cada vez que se encerraba en su cuarto o buscaba asiento en una silla y miraba al frente en silencio durante horas. Cuando estaban a punto de volver a casa, él se sentó en un banco y se echó a llorar. Mavis Faraday supo entonces que había empezado a curarse.

Cuando el dolor de Arvid comenzó a hacer sitio a la necesidad de seguir viviendo, surgieron los problemas materiales, menos elegantes que la tristeza, mucho más zafios que el desconsuelo, pero completamente ineludibles. Estaba en una ciudad y en un país extraños, sin recursos ni medio de vida. Por mucho que Henry Faraday intentó aplazar aquella conversación, Soderman insistió en tenerla. Necesitaba encontrar un trabajo y, desde luego, una vivienda: no podía abusar por más tiempo de la hospitalidad de sus amigos.

– Mi abuelo hizo entonces lo único que estaba a su alcance para ayudar a Soderman: ofrecerle un empleo como ayudante suyo en Faraday's Things. Arvid decía siempre que fue a la abuela a quien se le ocurrió que, ya que no quería seguir viviendo en su casa, podían habilitarle un pequeño apartamento en la trastienda. Mire a su alrededor, Victoria. Arvid Soderman vivió aquí durante… deje que haga memoria… durante cuatro años. En ese tiempo se convirtió en alguien indispensable para la buena marcha del negocio. El abuelo Henry era un gran vendedor, y contaba con una clientela fiel entre la sociedad de Londres, pero estaba muy limitado en lo tocante a encontrar mercancía. Tenía sus proveedores, sus contactos, por lo general gente ajena al negocio que le avisaban de que en tal o cual pueblo un aristócrata medio arruinado había muerto sin dejar descendencia, o que los herederos de un coleccionista que no quiso otorgar testamento estaban a punto de matarse en el reparto de su legado. Henry sabía sacar partido de las disputas y las casas medio abandonadas, pero ahí acababa todo. Arvid Soderman, sin embargo, era un verdadero sabueso. Se ofreció a encontrar para él objetos de valor, y el abuelo tuvo el buen juicio de darle carta blanca para moverse libremente siguiendo su instinto. Así que Arvid empezó a actuar…

La historia de cómo Soderman proveyó la tienda de antigüedades de las mejores piezas fue, durante años, tema de conversación en las reuniones familiares de los Faraday. Empezó haciendo un reconocimiento exhaustivo de las mejores casas de la zona de Mayfair, Knightsbridge y St. James's Park, y elaboró un listado de ancianos que vivían solos con sus sirvientes. Empezó concentrando su atención en las señoras, a las que abordaba echando mano de su encanto natural, sus modales distinguidos y sus maneras delicadas, y su triste historia de huérfano arruinado al que la vida había convertido en simple dependiente de comercio tras una vida regalada de esplendor y lujo en la lejana Estocolmo. Luego escuchaba con paciencia mineral las historias que aquellas mujeres ya no tenían a quien contarle, y descartaba de sus planes automáticamente a todas las que hablaban con pasión de sobrinos y nietos -por mucho que pasasen temporadas enteras sin verles el pelo-, para dedicarse a las que renegaban de una parentela descastada que ignoraba a la pobre tía anciana y solitaria.

Todas aquellas charlas solían acabar en una invitación a tomar el té en el domicilio de la interesada. Arvid llegaba siempre armado de cajitas de chocolatinas, bouquets de flores o tarros de mermelada de Fortnum & Masón, y aprovechaba la visita para someter la casa y su contenido a un discreto examen, durante el cual demostraba su exquisito gusto elogiando oportunamente las piezas más valiosas de todas las que componían la decoración de los salones. Aquellas mujeres a las que nadie hacía mucho caso y que estaban hartas de que los jóvenes de su familia no apreciasen en su justa medida los muebles de caoba o el servicio de té de plata se rendían ante aquel muchacho menudo y triste, tan bien educado y tan serio, capaz de fijarse en las diminutas incrustaciones de nácar de un joyero de sándalo, en las borlas de terciopelo de un cortinaje o en la pasamanería que adornaba un mantel. Cuando ya no había dudas sobre su buen gusto, Soderman fijaba su atención sobre determinados objetos, los más bonitos, los más valiosos: «Nada me gustaría más que poseer esta figura, señora Connors… Si esta fuente de bronce fuese mía, me consideraría el hombre más afortunado del mundo… ¿De verdad sus sobrinos no están enamorados de esta vajilla de Capodimonte, señora Balliol? Me sorprende usted…» Y era entonces cuando, como si acabase de recibir un soplo de inspiración divina, Soderman hacía una propuesta inverosímil: comprar por anticipado este o aquel objeto para, una vez producido el deceso de su propietaria -«Para el cual, lady Bushmill, espero que falten muchos años»-, hacerse cargo de ella. Por supuesto, pagaría al contado. No siempre la oferta era bien recibida. Algunas la rechazaban, más o menos ofendidas, y hubo una dama que hasta echó a Arvid de su casa con la misma violenta indignación con que Jesucristo había expulsado del templo a los mercaderes que lo profanaban. Pero muchas de aquellas mujeres dieron vueltas a la extraña oportunidad que se les ofrecía para ganar algún dinero sin renunciar por ello a sus objetos más queridos.

Era, Arvid lo había advertido, una inversión a largo plazo. Pero el paso inexorable del tiempo, los fríos inviernos londinenses y hasta la mala suerte fueron llevándose de este mundo a algunas de aquellas damas que habían tenido a bien legar al señor Soderman parte de sus objetos más queridos. Sus parientes, indignados, no podían entender por qué la querida tía Jane o la dulce abuela Rose habían dejado a un desconocido un juego de té de la Compañía de las Indias, la colección de abanicos, el ajedrez de ébano y marfil, el ejército de guerreros de jade. Cuando, en presencia del abogado que daba fe de las últimas voluntades de la finada, los sobrinos, los nietos o los hijos insinuaban que había algo raro en aquel ataque de generosidad con un extraño, un imperturbable Arvid Soderman les mostraba el comprobante de la compra del objeto en cuestión: lo que estaba recibiendo no era un legado, sino el fruto de una transacción completamente legal.

La historia de que un correcto caballero sueco compraba piezas de arte y consentía que siguiesen perteneciendo a sus dueños legítimos hasta el momento del deceso de éstos corrió como la pólvora por los salones londinenses, y muy pronto Arvid Soderman no daba abasto a las invitaciones para visitar casas y husmear, con toda libertad, entre los recuerdos de un montón de ancianos que no tenían reparos en cercenar la herencia de los parientes que los ignoraban, en una oportuna venta preventiva. Tres años después de la llegada a Londres de Arvid Soderman, Faraday's Things había aumentado su catálogo de piezas en venta, y multiplicado sus clientes y sus ganancias.

– Soderman se adaptó bien a la vida en Londres. Hizo amigos enseguida. Mis abuelos temían que la pérdida de Erich pudiera convertirlo en un ser solitario, pero no fue así. Recuperó el gusto por la vida social. Iba al teatro, a cenar, a algunas fiestas… Conocía a todo el mundo y todo el mundo parecía conocerle a él. Mi padre decía que había en Soderman algo irresistible, una especie de simpatía sobrenatural que fascinaba a quien lo trataba. Así que, igual que en su etapa sueca, lo mismo que en Berlín, encontró otra vez su lugar en el mundo. Y entonces Alemania invadió Polonia, y los ingleses entraron en guerra contra Hitler. Soderman lo celebró como si las tropas de su majestad estuviesen cobrándose su propia venganza sobre el Tercer Reich. El bueno de Arvid estaba seguro de que Inglaterra iba a aplastar como a una nuez a los soldados del Führer.

Los Faraday estaban convencidos de que la guerra no iba a afectar excesivamente a su vida diaria. Henry Faraday era demasiado mayor para ser movilizado. En cuanto a su hijo veinteañero, tenía un defecto congénito en la vista que lo incapacitaba para servir en el ejército. Posiblemente, las ventas de la tienda se resentirían… pero en cambio podría ser el momento de hacer buenas compras. Arvid intensificó su actividad de captación de nuevos proveedores, y se encontró con que muchas personas estaban dispuestas a desprenderse de sus posesiones, pues pensaban que la guerra iba a durar eternamente y que el dinero en metálico valía más que todas las exquisiteces del mundo. Los más pesimistas estaban seguros de que las tropas de Hitler acabarían llegando hasta el mismo Londres, así que era preferible vender de cualquier forma las alfombras persas y las arañas de cristal antes de que acabasen adornando el salón de algún oficial de las SS. Cuando en el verano de 1940 la aviación alemana empezó a bombardear la ciudad, Arvid Soderman prácticamente tuvo que correr entre los proyectiles para poner a buen recaudo los centenares de objetos valiosos que había comprado a bajo precio en menos de dos días.

– Cuando los bombardeos se intensificaron, mi abuelo decidió dejar Londres y trasladarse a Oxford. Los Faraday procedemos de esa zona, tenían una casa en la ciudad y además mi padre estaba estudiando en Christ Church College. La tienda se cerraría durante un tiempo, y eso fue lo que debió de decidir a Soderman a acompañarles. ¿Sabe que se empeñó en trasladar parte del almacén a su nueva residencia? Él mismo condujo los ciento veinte kilómetros que separan las dos ciudades a bordo de un camión donde viajaban un montón de cajas que contenían las piezas más valiosas de Faraday's Things.

Los Faraday se instalaron en la casa que poseían en Banbury Road, y convencieron a Soderman para que ocupase la buhardilla del edificio, que tenía una entrada independiente y podía utilizarse como pequeño apartamento. Arvid decoró su nueva vivienda con parte de los objetos que había insistido en poner a salvo de las bombas alemanas. Aquel desván -un dormitorio, un pequeño salón, un cuarto de baño mínimo y una cocina diminuta- se convirtió para Soderman en un remedo en miniatura de su casa natal de Estocolmo, con aquella abigarrada profusión de piezas primorosas que impedían poner la mirada en algo que no fuese indiscutiblemente bello. Así pasaron más de cinco años. Luego, cuando acabó la guerra y los Faraday decidieron volver a Londres para reabrir la tienda y recuperar sus vidas, Soderman sorprendió a todos comunicando que había decidido permanecer en Oxford. Por supuesto que viajaría a Londres un par de veces por semana, pero prefería establecerse allí, en el corazón de la ciudad universitaria, y recuperar cierta independencia. Además, o mucho se equivocaba o las cercanas colinas de los Cotswolds estaban salpicadas de casitas que merecería la pena inspeccionar ahora que la guerra había cambiado el sentido de muchas cosas.

– Siempre pensé que Arvid había decidido quedarse en Oxford para facilitar la incorporación de mi padre a su puesto en Faraday's Things. En 1945 tenía veintiséis años, había acabado sus estudios y planeaba casarse con la que luego sería mi madre. Así que el señor Soderman permaneció en su buhardilla de Oxford, a una distancia prudencial de Londres y de la tienda.

Douglas Faraday buscó su taza de té y apuró su contenido, que debía de estar helado. Victoria pensó que estaba dando por terminada su narración.

– Pero ¿y la película?

– ¡Cuánta impaciencia, Victoria! Quería ponerla en situación, pero veo que no le interesan los detalles.

Ella lo miró enarcando una ceja.

– No me fastidie… Claro que me interesan, pero no…

Alguien llamó tres veces a la puerta, y un segundo después de que el señor Faraday dijese «adelante», la cabeza de la señorita Starck se introdujo en el despacho.

– Ah, está aquí… Pensé que no iba a venir esta tarde.

Ni siquiera miró a Victoria, que se enfadó consigo misma al reconocerse vagamente incómoda. «¿Qué me importa a mí esta mujer?», pensó, aunque enseguida se dijo que lo que le molestaba era que hubiese interrumpido el relato del señor Faraday.

– Buenas tardes, señorita Starck. No sé si recuerda usted a la señora Van Halen… Estuvo aquí el otro día.

La recién llegada dedicó a Victoria un seco movimiento de cabeza y una mirada que hubiese podido helar la mitad de la corteza terrestre. Ella no se dio por aludida y le dedicó una sonrisa radiante. Era algo que se le daba muy bien cuando quería: desconcertar al contrario con una dosis extra de amabilidad. La señorita Starck frunció el ceño y se volvió hacia Faraday.

– La señora Coleman va a venir a buscar un regalo… Se casa su nieta. Quería que usted la ayudase a escoger algo bonito.

Victoria no conocía de nada a la nieta de la señora Coleman, pero apostó cualquier cosa a que a la novia le gustaría mucho más que su abuela le entregase un sobre lleno de libras esterlinas que cualquier chirimbolo de una tienda de antigüedades. Qué manía tiene la gente de regalar las cosas que les gustan a ellos, pensó, y de inmediato notó una corriente de antipatía hacia aquella abuela desconsideraba que, por lo visto, iba a interrumpir su charla con Faraday. Iba a ponerse de pie y a despedirse, pero el anticuario no se movió.

– Señorita Starck, seguro que usted puede atender a la señora Coleman tan bien como yo. Tengo la intención de tomarme la tarde libre…

– Bueno, pensé que estando usted aquí…

– La señora Van Halen y yo estábamos a punto de marcharnos. -Dirigió a Victoria una sonrisa, y ella tuvo que morderse la punta de la lengua para mantener una expresión de indiferencia-. ¿Salimos ya? Se nos hará tarde…

¿Tarde? ¿Tarde para qué? Victoria se sorprendió pensando que le daba exactamente igual. Pensar que la señorita Starck no había conseguido interrumpir la fiesta provocó en ella un pinchazo de alegría. Era una sensación extraña… como la de la adolescente que de pronto se entera de que le han levantado el castigo y le permiten ir al baile.

«Menudas tonterías se te ocurren últimamente, chica.»

Recordó la película, y a Greta Garbo. Para eso había ido allí, para eso se había citado con Douglas Faraday. No podía marcharse sin conocer el final de la historia, por mucho que la señorita Starck se empeñase en aguarle la diversión. Salieron de la tienda taladrados por los ojos gélidos de la ayudante.

«Ya mí qué me importa.»

– Puede decir lo que está pensando. Cuando quiere, la señorita Starck es extremadamente antipática.

– ¿De dónde la ha sacado, Douglas? Parece tan… gótica…

– Regalo postumo de mi ex mujer. Era amiga suya, y cuando aún estábamos casados insistió para que le diese un empleo. No me arrepiento, que conste. Es la persona más eficiente que pueda imaginarse. Pero le gusta tenerlo todo bajo control.

«Incluso a sus amistades», iba a decir Victoria, pero se calló. Además estaba de excelente humor.

– Bueno, y ahora… ¿a dónde vamos?

– Al Garrick, si le parece bien. He quedado allí con unos amigos para ir al teatro, pero aún tenemos un par de horas. Ah, mire, ese taxi está libre.

«Ha quedado con unos amigos.» Había colocado a Douglas Faraday la etiqueta de hombre solitario, y la idea de verlo formar parte de un grupo la desconcertaba un poco. Se sintió muy tonta… ¿Por qué no iba a tener el padre de Jan una vida social? No era tan mayor. Era una persona agradable, de eso no cabía duda… Muy educado, buen conversador, incluso simpático. Y se conservaba más que bien. A buen seguro, todo un enjambre de atractivas solteras, divorciadas y viudas revoloteaban a diario alrededor de él igual que en otro tiempo lo habían hecho en torno a su hijo… ¿Sería Douglas un Casanova entrado en años, como lo hubiera sido Jan de no haberse casado?

«No serás capaz de preguntarle eso, Victoria Suárez…»

Se instalaron en uno de los bares del club. A aquella hora, las cuatro de la tarde, el Garrick estaba bastante más animado que la noche anterior.

– Voy a pedir un té completo… ¿Le apetece?

En un segundo, ante los ojos de Victoria se organizó un admirable despliegue de sándwiches de pepino y de salmón, pastelillos franceses, bollos de pasas, crema y mermelada de fresa, y un aromático earl grey que sirvió el propio Faraday.

– Muy bien… Le estaba contando que Soderman decidió quedarse en Oxford y usted insistía en saber qué pasó con la película. Verá, en los años siguientes, la vida de Soderman cambió bastante. Para sorpresa de todos, tomó la decisión de matricularse en la universidad para seguir la carrera de Letras. Sus amigos no daban crédito. Iba camino de los cincuenta años, y no parecía la mejor edad para empezar a estudiar, pero se tomó el asunto muy en serio y debió de convertirse en un excelente alumno, pues acabó su licenciatura y con buenas notas. Dedicaba la semana a las clases, y el sábado y el domingo recorría en su coche los pueblos de los alrededores para encontrar gangas con las que nutrir el catálogo de la tienda de la que seguía siendo socio. Venía a Londres un par de veces al mes para entregar al abuelo y a mi padre sus nuevas adquisiciones, pero por lo que ellos me contaron apenas se quedaba en la ciudad más de dos o tres horas. Un día dijo al abuelo que quería comprar la buhardilla que ocupaba. Supongo que él se enfadó: no necesitaban aquel desván, en realidad no necesitaban la casa de Oxford, puesto que casi nunca iban por allí, pero él insistió y el abuelo acabó por ceder, entendiendo quizá que Arvid Soderman quería sentirse completamente independiente, y eso implicaba dejar de vivir de prestado. Pasó el tiempo. El abuelo Faraday murió en 1954, cinco años después de que yo naciera. El día de su funeral fue la primera vez que tomé conciencia de la existencia de Arvid Soderman. Mi madre dijo siempre que no era posible, pero le aseguro que recuerdo el momento exacto en el que entró en nuestra casa y abrazó llorando a la abuela Mavis. Era un hombre delgado y no muy alto, enteramente vestido de negro, con el pelo de un blanco deslustrado, y la piel tan clara que se le transparentaban las venas. Llevaba una corbata de luto sobre la camisa almidonada, un bastón en la mano que no necesitaba para caminar y un anillo de oro en la mano izquierda. Sí, Victoria, aquella tarde lo conocí, y fue también esa tarde cuando entendí que no era verdad eso que me habían dicho de que los hombres no lloran. En contraste con la sobria tristeza de mi padre y los parientes del abuelo, Arvid Soderman sollozaba abiertamente por la desaparición de su amigo. Aquella fue toda una lección para mí.

Aunque posiblemente al niño Faraday le hubiese gustado cultivar su trato, en los años siguientes apenas vio a Arvid Soderman, que se convirtió en una especie de pariente lejano que le enviaba generosos regalos por Navidad y por sus cumpleaños y del que se contaban historias sorprendentes que formaban parte de los recuerdos familiares: su amistad con el abuelo Henry, las tardes de compras en Berlín junto a la abuela Mavis, su huida de Alemania, las mil y una argucias de las que echaba mano para proveer de las mejores piezas a Faraday's Things… Tras la muerte de Henry Faraday, las visitas de Soderman a Londres se espaciaron mucho más, y al final era ya su hijo Michael quien se trasladaba a Oxford de vez en cuando para recoger el fruto de sus siempre ventajosas transacciones.

Pasó el tiempo. Douglas Faraday se convirtió en un muchacho destinado a heredar el negocio de la familia, y fue enviado a París al acabar la escuela secundaria para perfeccionar el idioma francés que hablaba sólo a trancas y barrancas. Allí se enamoró por primera vez y de la mujer menos indicada, y sus padres tuvieron que obligarle a volver a Inglaterra. Tres meses más tarde empezaría los estudios superiores en Christ Church College, en la Universidad de Oxford, donde su padre y su abuelo habían sido alumnos destacados en una época que era cada vez más lejana.

Fue Mavis Faraday quien informó a Arvid Soderman de que el nieto de Henry estaba a punto de trasladarse a la ciudad. A él le costó creer que el tiempo pudiese pasar tan deprisa, y de inmediato se puso a disposición de los Faraday para cualquier cosa que el joven Douglas pudiese necesitar durante su estancia en la universidad.

– Yo no tenía el menor interés en citarme con Soderman ni con nadie que perteneciese a la órbita de mi familia. En aquel momento los odiaba a todos. Me sentía víctima de la incomprensión, la injusticia, el destino y demás zarandajas. Estaba en plena convalecencia del abandono de Mischa y tenía la sensación de que el mundo entero se había puesto en mi contra. Pero la abuela Mavis me había dado instrucciones precisas: el señor Soderman me esperaba el día de mi llegada a las cuatro en punto para tomar el té en el Hotel Randolph. Y allí me fui, mustio y de un pésimo humor, preparado para soportar a un vejestorio que seguramente tenía la intención de sermonearme como ya habían hecho mi padre, mi madre y mi abuela.

Pero no lo hizo. Arvid Soderman había sido juzgado tantas veces que se declaraba incapaz de convertirse en la conciencia de nadie, y en lugar de un anciano cascarrabias desgranando reproches acerca de su mala cabeza y su escaso sentido de la responsabilidad, Douglas Faraday encontró a un adulto afectuoso y compasivo que se compadeció del dolor de su corazón en lugar de quitarle importancia. «Ah, Douglas… es terrible. No hay pena más grande que la que nace del amor perdido. Y te lo digo por experiencia.»

– Era exactamente lo que necesitaba escuchar. Llevaba días enteros oyendo a adultos que me tachaban de estúpido por haberme enamorado de quien no debía, y de pronto allí estaba aquel hombre mayor que no sólo se apiadaba de mí sino que decía entender y respetar mi sufrimiento. Como puede imaginarse, le abrí el corazón. Le hablé de Mischa, y de lo que sentía por ella, y hasta le confesé que me había abandonado. Él dijo entonces que sabía perfectamente lo que es esperar a una persona que no va a llegar nunca, y me contó su propia historia: me habló de Erich, de aquella triste mañana en Berlín, de Frieda Kohl, que le dio la noticia más terrible de su vida mientras un mozo de estación anunciaba la salida del tren. Fue así como supe que Arvid Soderman era homosexual. Aún ahora me sorprende la naturalidad con la que, a mis dieciocho años, asumí que los protagonistas de aquella historia de amor eran dos hombres. Tal vez era mucho más maduro de lo que mi familia pensaba. Tal vez me habían educado mejor de lo que yo creía. O tal vez es que la desdicha nos vuelve más sabios, más comprensivos… y también más buenos.

A partir de entonces, entre Arvid Soderman y el único nieto de Henry Faraday se inició una curiosa amistad que duró hasta la muerte del primero. Durante la semana, el joven Faraday iba a sus clases, estudiaba, redactaba sus trabajos y se reunía con su tutor de Christ Church. El viernes y el sábado participaba de la vida universitaria en los pubs y en los colleges vecinos, entrenaba con el equipo de remo de la universidad e intentaba olvidar a Mischa en sus primeros escarceos con otras estudiantes. Pero en las mañanas de domingo, indefectiblemente, Douglas Faraday se unía al señor Soderman en sus excursiones por la campiña, que tenían como objetivo localizar nuevas remesas de material para la tienda. Por lo general comían juntos en algún pub de los pueblos vecinos y luego, antes del té dominical, regresaban a la ciudad. Para Soderman, aquellos paseos fueron al principio una forma de vaciar de amargura el corazón herido, pues cada vez que intentaba contar a sus contemporáneos su historia de amor con Mischa, éstos pretendían sólo obtener detalles procaces de la iniciación en los misterios del sexo de mano de una mujer madura, y nunca se mostraron muy interesados por lo que el episodio había tenido de hecatombe sentimental. Arvid Soderman sí. Mientras los chicos de Christ Church y los compañeros en el equipo de remo querían saber cómo tenía las nalgas Mischa Laurentin, Soderman se interesaba por el color exacto de sus ojos. Cuando sus amigos le preguntaban si su patrona en París no ponía problemas a la hora de subir a una mujer a la habitación, el sueco prefería enterarse de si habían paseado juntos por la Isla de San Luis o si habían escuchado a los músicos callejeros en los puentes del Sena. Arvid Soderman se quedaba en silencio cuando Douglas, al borde de las lágrimas, recordaba su peregrinaje por París en busca de una pista de Mischa. Sus colegas, sus compañeros, le decían que había tenido mucha suerte al librarse de ella tras la aventura: «Imagínate cómo sería tu vida si hubieses seguido con ella y un día te dieses cuenta de que estabas viviendo con una verdadera momia.» Por frases como ésa dejó Faraday de hablar de Mischa delante de la gente de la universidad, y reservó para Arvid Soderman las lamentaciones y los buenos recuerdos.

Pasaron las semanas, y una noche, después de haber participado en una fiesta y bailado con media docena de muchachas en flor, Douglas se dio cuenta de que hacía muchas horas que no pensaba en Mischa. Cuando se lo comentó a Soderman, él sonrió.

– Por eso sobrevivimos. Porque un día empezamos a olvidar. Y eso es lo que nos salva, Doug. Espero que no cometas el error de sentirte culpable por eso. El ser humano nace con el derecho a ser feliz, y ese derecho implica también una obligación. La felicidad es también una cuestión de voluntad, de perseverancia. Recuerda siempre que no hay nada de malo en querer estar vivo.

Él lo estaba. Posiblemente, no se había librado del todo del recuerdo de Erich, pero desde hacía tiempo mantenía una relación con un profesor de Historia Moderna que era miembro del Trinity College. No vivían juntos -Austin Peters tenía sus habitaciones en el college-, pero se veían casi a diario, y el profesor solía llevar a Arvid como acompañante en las celebraciones académicas.

Douglas no tuvo mucha ocasión de tratar a Peters. Era un hombre serio y callado, aparentemente tímido, de expresión algo triste. Cuando Soderman los reunió una tarde frente a la mesa del té en el apartamento de Banbury Road, Peters estuvo muy correcto, pero trató al invitado de Arvid con esa amabilidad distante que ejercitan con maestría los buenos ingleses. Estuvo irreprochable, pero gélido. Correcto, pero en absoluto simpático. Hizo a Douglas media docena de preguntas cuya respuesta estaba claro que no le interesaba, emitió algunos comentarios corteses sobre la excelencia de Christ Church College y elogió sin pasión alguna el programa de estudios que había elegido. No se ofreció a ayudarle si necesitaba algo en su carrera, apenas tocó el té y se marchó exactamente una hora después de haber llegado. Arvid Soderman no volvió a hacerlos coincidir nunca más.

– Tardé mucho en entender que Peters estaba celoso. Sí, eso fue lo que ocurrió: aquel hombre de sesenta años veía a un joven junto a la persona a la que amaba y se sentía inseguro y vulnerable. En aquel momento hasta me hizo gracia… ahora me doy cuenta de que no hay nada divertido en el sufrimiento de otra persona. Y supongo que, aun sin quererlo, causé algún daño a Austin Peters.

Victoria hubiese querido decirle que lo entendía. Que, a lo largo de los años, las amantes, las novias, incluso la esposa de Jan, habían tenido que pagar la cuota de dolor provocada por aquella amistad que sólo para ellos dos era pura, era limpia y no tenía matices ni dobleces. La idea de que ella y Douglas Faraday pudiesen estar unidos por el destino común de la incomprensión y -sí, por qué no admitirlo- un cierto sentimiento de culpa le provocó una sensación muy rara.

«Sí, señor Faraday, tenemos en común algo más que una pérdida dolorosa. Algo más que a Jan.»

– El profesor Peters no fue el único en desconfiar de Soderman y de mí. Mi amistad con un hombre mayor y solitario que vivía en una buhardilla y recorría las colinas mercadeando con chismes antiguos dio para más de una conversación a la salida de las clases. Cuando lo supe no me afectó, ni mucho ni poco. Ahora me sorprendo al recordar la naturalidad con la que pasé por encima de todos aquellos comentarios venenosos, lo poco que me importaba ser objeto de rumores malintencionados. ¿Sabe? Creo que, a los dieciocho años, yo era un muchacho bastante interesante.

Igual que Jan, pensó Victoria. Jan, que tenía sus propias normas para todo, que hacía oídos sordos a las opiniones ajenas, que vivió siempre como quiso, que siempre tomó la decisión correcta, la más justa, aunque a veces no fuese la más sencilla… En ese momento, el recuerdo de Jan se volvió tan intenso que Victoria sintió una especie de sacudida.

– ¿Se encuentra bien?

– Sí, claro… Es que… hace un poco de calor aquí…

Faraday le tendió un vaso de agua, que Victoria apuró pese a no tener sed.

– ¿Mejor?

– Sí. Continúe…

– Mi amistad con Soderman duró toda la vida. Fue una especie de abuelo de repuesto, un familiar postizo… o un ángel de la guarda, según se mire. En los años de Oxford se convirtió en mi confidente, mi aliado o mi defensor, en función de lo que yo necesitara. Fue él quien me acompañó a Londres para justificar ante mi padre los dos primeros suspensos de mi vida, fruto, seguramente, del despiste del inicio de la vida universitaria. Él me enseñó a conducir y luego me regaló mi primer coche. Arvid dio el visto bueno a mi primera novia -una preciosa pelirroja de Edimburgo- y él también me aconsejó que la dejase cuando le confesé que empezaba a aburrirme con ella pero no quería romperle el corazón. Cuando acabé el segundo curso me regaló un billete de avión a Roma, y cuando conocí a Jenny fue la primera persona que se dio cuenta de que no debía dejarla escapar. Durante años, estuvo presente en todos los momentos importantes de mi vida… pero también en los más insignificantes. Eso es la amistad, supongo.

Douglas Faraday acababa de cumplir treinta años cuando Arvid Soderman enfermó. Se tomó su sentencia de muerte con una serenidad envidiable: «Soy casi octogenario y me han pasado tantas cosas que puede decirse que he tenido bastante -dijo, mientras Faraday intentaba asimilar la noticia-. El mundo no es tan grande, querido Douglas. Hay que ir haciendo sitio a los que vienen. Y aún tengo tiempo para dejar bien arregladas algunas cosas.»

– Fue entonces cuando me habló de la película. No sé si alguien supo de su existencia antes que yo. Quizá el abuelo Faraday compartió el secreto, pero ni siquiera estoy seguro. Para Arvid, aquella filmación de Greta Garbo era mucho más que una curiosidad valiosa, y es posible que quisiese evitar que alguien bienintencionado intentase convencerlo de que debía venderla.

Una tarde de otoño en que Faraday había acudido a visitar a su amigo enfermo -ya estaba casado, y vivía en Londres con su esposa-, Arvid Soderman le dijo que había algo que quería enseñarle. Ante la sorpresa de Douglas, montó un proyector de cine con la rapidez de un prestidigitador, y colocó en la bobina una cinta enorme. Apagó las luces, y en la única pared blanca de la sala -las otras prácticamente desaparecían bajo cuadros, tapices, esmaltes y relojes antiguos- se proyectó brevemente una historia inconclusa protagonizada por la inconfundible Greta Garbo.

– Nunca antes me había hablado de su amistad con Greta, ni de su extraña infancia en Estocolmo o de su trabajo como dependiente en unos grandes almacenes. Hasta entonces, Arvid había actuado como si su vida hubiese empezado en una tienda de antigüedades berlinesa y junto a Erich Kohl. La historia de cada persona tiene muchos capítulos, y Soderman se había guardado aquél para su particular canto del cisne. Me dijo que a su muerte quería legarme todas sus pertenencias. No le pregunté por Peters, aunque luego me enteré de que habían roto poco después de diagnosticarle su enfermedad. Nunca supe si fue el profesor quien le abandonó a él, o si fue Arvid el que eligió pasar solo los últimos meses de su vida. En cualquier caso, Soderman quería hacerme su heredero. El pequeño apartamento que había pertenecido a mis abuelos, cada uno de los objetos que había atesorado en los últimos años, su participación en Faraday's Things… todo sería mío cuando él muriese. No le pregunté por qué. Tal vez lo encontraba obvio: Arvid no tenía familia, así que… ¿qué mejor que poner sus posesiones en manos de un amigo? Me dijo que podía hacer con todo aquello lo que mejor me pareciera. Sólo me pedía un favor: que no vendiese la película y, un día, la legase a mi hijo. Eso fue lo que hice, Victoria. Le di a Jan la posesión más preciada del mejor amigo que tuve.

Victoria no dijo nada. Miró a Faraday y luego sonrió. Jan aseguraba que, cuando Victoria sonreía así -cosa que ocurría en ocasiones muy contadas-, era capaz de iluminar una habitación. Douglas Faraday, que no lo sabía, estaba pensando lo mismo.

– Es una historia increíble… No podía imaginar que…

– ¡Douglas!

Una mujer de edad mediana se acercó a ellos. Lucía un elegante vestido malva y una cartera de piel de cocodrilo. A Victoria le llamó la atención el extraordinario color plateado de su pelo, que llevaba cortado a la altura de las mejillas, como las flapper de los años veinte. O como Mischa…

– ¡Emma! ¿Ya son las seis? Qué rápido pasa el tiempo.

Acércate, ven… Te presento a Victoria van Halen, una amiga española…

La recién llegada le tendió la mano y ladeó la cabeza como para verla mejor. Sin saber por qué, a Victoria le molestó aquella curiosidad tan mal disimulada.

– ¿Van Halen? Suena muy poco latino…

– En realidad es el nombre de mi marido. -Se volvió hacia Douglas-. Bueno, gracias por su tiempo. Debería…

Justo en ese momento, un grupo entró en el salón y se dirigió hacia donde estaban. Él hizo las presentaciones: eran dos matrimonios amigos. Todos saludaron a Victoria con cierta efusividad, pero aunque fueron algo más discretas que la tal Emma las mujeres también escudriñaron disimuladamente a aquella extraña que se había colado de rondón en lo que consideraban su terreno. «Quizá estas tres cacatúas hayan estado marcando con orina el perímetro en torno al Garrick», pensó Victoria, y se le escapó una sonrisa al pensar que, por primera vez en mucho tiempo, era ella el espíritu inexperto, la nota discordante por anacrónica, el verso suelto de una reunión, y se sintió estúpidamente joven.

– Vamos al Hampstead -dijo uno de aquellos hombres, un tal Lockwood-. ¿Le gusta Harold Pinter? Tenemos entradas para Silence.

– La crítica no ha dicho cosas muy buenas.

– La crítica no tiene ni idea. -«He aquí a un fanático de Pinter», pensó Victoria-. ¿Le gustaría venir con nosotros, señora Van Halen? Hemos comprado un palco y nos sobran dos asientos.

Se hizo un silencio que sólo duró un segundo pero que bastó para que aquellas tres mujeres fulminasen con la mirada al autor de la invitación. Estaba claro que no querían compañía. El instinto batallador de Victoria surgió de algún lugar: «¿Y si digo que sí? La señora Lockwood no hablará con su marido hasta el día de Navidad, por lo menos…»

– Es muy amable, señor Lockwood, pero ya había hecho planes para esta noche. -Se volvió hacia Faraday y le tendió la mano-. Douglas, gracias por todo. Ha sido una tarde estupenda.

Acompañó la declaración con un aleteo de pestañas muy poco casual y se sintió perversa: «Si no queréis caldo…»

– La acompaño a tomar un taxi.

No hablaron hasta llegar a la calle.

– No sé quiénes son sus amigas, pero creo me detestan…

– No… ellas no…

– ¡Oh, vamos, es una broma! En serio, Douglas, mil gracias por contarme la historia entera. Ha sido estupendo escucharle. Y es usted un gran narrador… Mischa le habría fichado para uno de sus personajes en el teatro. Debería probar suerte como actor.

– Lo pensaré. Tal vez cuando me jubile…

Se rieron brevemente.

– Jan hubiese disfrutado con la conversación de esta tarde. De hecho, estoy convencida de que le habría hecho muy feliz haber tenido ocasión de conocerle a usted de verdad.

Le pareció que la mirada de Douglas Faraday se nublaba un poco y se arrepintió de haberse puesto tan trascendente.

– ¿Cuándo se marcha?

– Pasado mañana. Es hora de volver a la vida real, ¿no le parece?

Él no contestó.

– Me gustaría despedirme de usted…

Se quedaron en silencio.

«No me gustan las despedidas. No me gusta decir adiós. No me gustan las escenas de película.»

– Le haré una visita en la tienda. -Le estrechó la mano otra vez-. Ha sido un placer, Douglas.

Un taxi pasó justo en aquel momento, y Victoria entró tan deprisa como pudo. Tuvo la sensación de que Douglas Faraday se quedaba mirando el coche mientras se alejaba, pero prefirió no volverse para comprobarlo.

«Pues esto es todo, chica.»

– ¡Tía Vi!

– ¡Victoria! ¡Aquí!

Shirley y Solange estaban en el vestíbulo del hotel, pero ella ni siquiera las había visto al entrar.

– Pareces en las nubes, querida…

– No, yo… estoy cansada… Llevo todo el día trabajando.

– Espero que tu amiga te haga un buen regalo. Te has pasado las vacaciones ayudándola… No me parece muy considerado por su parte, la verdad. Pero eso no es cosa mía, así que no diré nada. Ah, mira, ahí está Margaret.

Marga agitó la mano en dirección al grupo. Victoria la encontró más guapa: había perdido peso en las últimas semanas -es la única ventaja de los disgustos, pensó, que al final siempre adelgazan- y llevaba un vestido de color azul oscuro que le sentaba muy bien.

– Hola, Victoria. ¿Cómo te ha ido hoy?

– Estupendamente. Creo… creo que hemos terminado.

En los ojos de Solange se dibujó un interrogante tan mal disimulado que Victoria se puso nerviosa.

– Qué bien. Así tendrás libre el último día. ¿Cenas con nosotras?

Victoria no tenía ganas de cenar con nadie. Lo que de verdad le apetecía era comprarse una tarta de chocolate gigante y tal vez un kilo de helado de crema, y comérselo de una sentada mientras veía alguna serie intrascendente en la televisión por cable. Pero no se atrevió a tanto.

– Claro. ¿A dónde pensabais ir?

– A un steak house que nos han recomendado.

«Genial. Uno de esos reductos que apestan a barbacoa y salsas grasientas donde sirven solomillo requemado a precio de buey de Kobe.»

– Muy bien. Me apetece comer carne. Dadme cinco minutos, ¿de acuerdo? Los zapatos empiezan a hacerme daño.

– Espera, tía Vi… te acompaño arriba, tengo que coger una cosa.

Solange no dijo nada hasta llegar al ascensor.

– No me digas que habéis roto…

A Victoria debería haberle hecho gracia la preocupación de la adolescente, pero se sentía algo cansada para seguir con la broma que ella misma había iniciado. No pensaba fabricar una nueva ficción a la medida de una chiquilla con la cabeza llena de pájaros que estaba convencida de que tenía un amante londinense.

– Algo así…

La expresión de Solange era ahora absolutamente contrita.

– ¿Estás bien?

– Sí… son cosas que pasan… Ya sabes, esto no podía durar…

Solange se quedó en silencio y la abrazó.

– Ya sabes que puedes contar conmigo, tía Vi… Estoy de tu parte.

«Pobre niña. No puedo explicarte que no necesito contar con nadie, que no ha pasado nada.»

Nada de nada.

Entonces, ¿por qué abrazaba a Solange como si de pronto necesitara aferrarse a algo?

Como Victoria había previsto, el steak house era incómodo y extremadamente ruidoso. Los asientos de falso terciopelo estaban desgastados por el uso, y la luz era tan intensa y tan blanca que parecía perfecta para dar el golpe de gracia a alguien con dolor de cabeza. En las mesas había familias con niños, grupos de veinteañeros devorando T-bones y alguna pareja despistada que acababa de darse cuenta de que aquél era el lugar menos romántico del mundo. Victoria se compadeció de ellos, y esperó que no se tratase de una primera cita, pues aquel local inhóspito era capaz de aniquilar cualquier perspectiva de romance.

– Aros de cebolla, alitas con salsa barbacoa y fingers de queso… ¿Algo más para empezar?

– Mamá… Eso es una bomba de grasa…

– No empieces otra vez, Marga. Me quedan dos días de vacaciones y me trae sin cuidado la salud. Cuando llegue a casa empezaré a cuidarme, comeré ensaladas y pescado a la plancha y haré ejercicio todos los días. Vivo a cinco minutos de la playa, así que prometo recorrerla un par de veces cada mañana.

A Victoria le faltaba algún dato para entender los buenos propósitos de la madre de Marga.

– ¿La playa? Pero, Shirley…

– No volveré a Madrid, Victoria. Me quedo en Inglaterra. Cuando os vayáis vosotras tomaré un autobús a Bournemouth y me libraré de otro viaje en avión… ¿No lo sabías? Bueno, claro, es que estos días casi no te hemos visto el pelo…

Marga dedicó a su madre una mirada definitiva: «Cá-lla-te.»

– Ha sido estupendo pasar esta temporada a vuestro lado… en Londres, y también en Madrid. Y voy a haceros una confesión. -Se volvió hacia Victoria-: Aunque al principio me costó trabajo, has acabado por caerme bastante bien… Tú y esta señorita tan guapa que espero que venga a visitarme a Bournemouth…

Shirley… con su pelo cardado, su generoso escote de mamma italiana, sus uñas pintadas de colores imposibles, su pronto invencible y aquella tierna vulgaridad suya que acababa despertando simpatía. Había tomado la mano de Solange y la apretaba sin que la chica hiciese nada por desasirse. Había una calidez nada artificiosa en aquel momento, pensó Victoria, y se dijo que a Jan le hubiese gustado ser testigo de la escena. Shirley ofreciendo a diestro y siniestro la pipa de la paz, y Solange aceptando sin el menor reparo una profunda calada. Parpadeó. «No se te ocurra emocionarte ahora, chica.» No en aquel momento y menos aún en un lugar horrible que apestaba a chuletón achicharrado y patatas de bolsa.

– Bueno, Shirley, tú tampoco estás tan mal cuando se te conoce -para Victoria, hablar era el único modo de huir del sentimentalismo-. De hecho, estás bastante bien. Y, si tu amigo el psiquiatra accede a recetarte alguna más de esas pildoras maravillosas, quiero que sepas que serás muy bienvenida en mi apartamento de Nueva York.

Ahora le tocaba emocionarse a Shirley, pero ella no lo disimuló, sino que disfrutó del momento y buscó un pañuelo de papel para secarse los ojos en un gesto deliberadamente teatral.

– Muchas gracias, querida… No te prometo nada, pero agradezco la oferta… Es muy bonito por tu parte.

– Creo que voy a vomitar -dijo Solange-. No soporto tanta cursilería junta. Creo que me caíais mejor cuando os llevabais mal.

Se rieron las cuatro.

– Esto se parece un poco al final de una película, ¿verdad? -Marga, cómo no, insistiendo en el momento emotivo-. Han pasado tantas cosas desde que Javier murió…

– Y lo que te queda, Marga… En cuanto regresemos a Madrid tendrás que participar en la entrega pública de la película. ¿Ya sabes qué significa eso? -Había que evitar a toda costa que siguiese hablando de Jan, pues iría derecha al pozo de las lágrimas-. Significa fotos, entrevistas, cámaras de televisión y toda la fanfarria que vuelve locos a los americanos.

– ¿Tú crees?

– No conoces a Herder, ni a sus asesores. Montarán un show al más puro estilo Hollywood con el que salir en todos los informativos de costa a costa. No pongas esa cara. Serán sólo unas horas, y cuando todo acabe serás un poco más rica y podrás olvidarte de las preocupaciones económicas.

El camarero llegó con los entrantes: aros de cebolla crujientes y aceitosos, alitas cubiertas por una salsa marrón capaz de subir el colesterol sólo con olerla, barras de mozzarella fundida y una ensalada César con la que aliviar la mala conciencia del exceso. «Pues nada, de algo habrá que morirse.»

– ¿Y tú, Victoria? ¿Qué vas a hacer?

– Volveré con Herder a Nueva York en cuanto acabemos con el paripé de la entrega de la película. Tengo trabajo allí. Se supone que debo hacer lo posible por convertirme en la perfecta esposa de un senador. Ayudaré a recaudar dinero, pediré el voto para mi marido, aguantaré a un montón de pelmas y a lo mejor hasta inauguraré supermercados.

– ¿No te da pena?

Era Solange quien preguntaba, pero quizá sólo ella y la propia Victoria entendían el significado de la pregunta. No te da pena vivir con un hombre al que ya no quieres, no te da pena tirar la toalla, no te da pena renunciar a ponerte el mundo por montera y enfrentarte a todo, empezando por ti misma… Victoria se obligó a sonreír.

– Claro que no. Será una experiencia. A lo mejor hasta me divierto. Quién sabe, quizá mi marido llegue a presidente. ¿No os parece que yo sería una primera dama estupenda?

Sólo Marga se dio cuenta de que la voz de Victoria no era la de siempre. Se miraron las dos, y Vic recordó a Jan. Él hubiese sabido perfectamente lo que estaba pensando. Pero su mujer, la bondadosa Marga, solamente podía intuir que algo no iba bien. Hubo unos segundos de silencio.

– Buenísima. -Shirley parecía estar evaluando sus posibilidades-. Eres guapa y tienes buen tipo, y un gusto increíble para la ropa. Que conste que lo pensaba incluso cuando me caías mal. Esa Michelle no te llega ni a la suela del zapato. Sigo sin fiarme de ella, ya os lo dije. Victoria quedaría estupendamente en la Casa Blanca. Sería como Jackie… Bueno, mucho mejor que Jackie, porque ella tenía un padre borracho y no sé si sabéis que su hermana era un poco ligera de cascos… ¿Tú no tienes hermanas así, verdad?

Volvieron a reírse, pero sólo Shirley y Solange eran sinceras. Justo en ese momento, como si se tratase de un milagro, el móvil de Victoria empezó a sonar.

– Es un número de Londres… Perdonadme.

Salió fuera, para escapar del estruendo de las conversaciones y los platos.

– Hola.

– Victoria… Espero no molestarla.

Era la voz de Douglas Faraday. Algo -pero ¿qué exactamente?- cambió de sitio dentro de Victoria.

– No, claro que no… ¿Qué tal Pinter?

– Terrible. Esta vez, Lockwood va a tener muy difícil su defensa.

Victoria se rió. No es que Faraday hubiese dicho nada muy divertido, pero su risa era sincera.

– Escuche, voy a hacerle una propuesta… ¿Le gustaría acompañarme a Oxford mañana?

Un silencio. Victoria se dio cuenta de pronto de que también en la calle había ruido: coches que pasaban, charlas en voz alta, música de un guitarrista callejero, el repiqueteo de una máquina de palomitas… Sin saber por qué agradeció toda aquella banda sonora de la ciudad.

– Verá, me avisaron cuando usted se marchó… Mañana tengo que visitar a una dienta… La señora Coleman.

La señora Coleman… aquella abuela desalmada que iba a comprar a su nieta una antigualla como regalo de bodas.

– Ya.

– Se ha empeñado en hablar conmigo antes de decidir lo que va a comprar. Vive en Bourton. Está muy cerca de Oxford, y he pensado que tal vez a usted le gustaría acompañarme a la ciudad y conocer la casa de Arvid Soderman. Allí… allí hay algo que creo que le gustaría ver.

– Y, naturalmente, no puede anticiparme nada…

– Claro que no. Ya sé que sólo su curiosidad va a librarme de hacer el viaje solo.

– Me tiene bien calada, ¿eh?

– Vamos, anímese. Le enseñaré la ciudad. Podemos almorzar por allí, si quiere. El pub de CS Lewis sirve buenas comidas. Y, usando mis privilegios de antiguo alumno, la llevaré a visitar Christ Church College…

– No siga. Parece que quiere venderme algo.

«¿Y qué dirán sus amigas, Douglas? ¿Qué opinará Emma cuando sepa que está tentándome para pasar el día conmigo?»

La máquina de palomitas lanzó al aire una nueva remesa de rosetas de maíz, y el chisporroteo recordó a Victoria los fuegos artificiales.

– Me encantaría, Douglas. Nunca he estado en Oxford.

– Entonces, decidido. Nos veremos a las nueve en el andén de la estación de Paddington.

– ¿No puede contar nada de lo que va a enseñarme? ¿Ni una pista?

– No. Y menos ahora, que ya la he convencido. Hasta mañana.

Cuando Victoria regresó al comedor, Marga y Solange se dijeron que acababa de recibir una buena noticia. Shirley no. Estaba demasiado ocupada mojando en kétchup aquellos aros de cebolla blandengues y pringosos, y pensando aún en la posibilidad de relacionarse, en un futuro lejano, con el presidente de Estados Unidos.

Victoria llevaba despierta desde las siete de la mañana. Había desayunado ferozmente ante la incredulidad de Solange -«Tía Vi… ¿dónde lo metes?»- y tardado más de lo habitual en decidir qué ponerse. La hija de Jan -«Dios mío, la nieta de Douglas»- la observaba, divertida.

– Entonces, ¿te ha llamado otra vez? Vi, es una historia preciosa… Está intentando recuperarte, ¿no lo entiendes? ¿Cómo es? ¿Es guapo? Oh, daría cualquier cosa por poder vigilaros por un agujerito…

«Solange, si supieses lo nerviosa que me estás poniendo…»

– Afortunadamente, eso está fuera de tu alcance. -Recogió el monedero y un pañuelo para el cuello-. No digas más bobadas y aprovecha el último día en la ciudad. Os veré esta noche en la cena. Pásalo bien. Adiós.

Cuando Victoria llegó a la estación de Paddington, Faraday ya estaba allí. Lo observó durante unos segundos desde lejos. El cabello abundante, el rostro anguloso, aquella nariz perfectamente definida, los labios finos, la silueta precisa… Era exactamente igual que jan. Sin embargo, el corazón de Victoria jamás se había acelerado al acudir a una cita con su amigo, y aquella mañana le parecía llevar en el pecho la aldaba de una puerta que se negaba a abrirse. Se concedió unos segundos más para observar a Douglas sin ser vista. Quería ser testigo de su impaciencia, verle mirar el reloj, pasear nerviosamente por el andén. Cuánto tiempo, pensó, cuánto tiempo hacía que no le importaba a ella cómo la aguardasen. Cuánto tiempo que no se le alborotaba el pulso al saber que alguien la esperaba.

«Jan… Si pudiera contarte… si pudiese hablar contigo sólo unos segundos…»

Douglas acababa de descubrirla. Levantó la mano en un saludo discreto, y ella apuró el paso.

– Buenos días, Victoria.

– Buenos días… ¿Llego tarde?

– No… Mire, ahí viene nuestro tren.

Faraday había sacado los billetes. Se acomodaron en los asientos. El tren era moderno y no excesivamente confortable. «Con lo bien que hubiese quedado hacer el viaje en el Orient Express.»

– ¿Qué compró al final?

– ¿Cómo?

– Su clienta, la señora Coleman… Buscaba un regalo para su nieta…

– Un reloj de sobremesa. No, no ponga esa cara. Pienso exactamente lo mismo… La novia tiene veinticinco años. Imagine cómo se habría quedado usted de haber recibido semejante regalo de bodas.

– Bueno, un tío de mi marido me envió un collar para perros hecho de piel de cocodrilo… y ni siquiera tenemos mascota. Toda la familia de Herder me hizo llegar cosas muy sorprendentes…

– ¿Por ejemplo?

– A ver, déjeme recordar… Una peluca confeccionada con pelo de una anciana tía fallecida… Un penacho de plumas que había pertenecido a un jefe indio auténtico… Un «detente, bala» de la guerra civil americana.

Los ojos de Douglas se abrieron desmesuradamente.

– ¡Me está tomando el pelo!

Victoria se echó a reír.

– Por supuesto. Pero lo del collar para perros es verdad, se lo juro. -Pareció quedarse pensando-. No es para tanto. Tenía cuarenta años cuando me casé. A esa edad, los regalos de boda no importan mucho… De hecho, ni siquiera las bodas importan…

– Eso suena muy cínico.

– Pero completamente real. -Pareció que dudaba antes de hacer la pregunta-: ¿Y qué hay de usted?

– ¿Quiere saber qué me regalaron en mi boda? En mi primer matrimonio, muchas cosas prácticas: vajillas, cuberterías, juegos de sábanas… las cosas que necesita una pareja joven.

– Se llamaba… ¿Jenny?

– Sí. Estaba loco por ella. Fui el novio más feliz de la historia. Aquello no duró mucho, por desgracia. Tuvo un accidente de coche tres días antes de nuestro quinto aniversario de boda.

– ¿Y… su segunda mujer… Deirdre?

– No pronuncie ese nombre sin comprobar que hay cerca una ristra de ajos… o una estaca de madera.

– Caramba, Douglas… ¿Y por qué se casó?

– Porque me sentía solo. Fue Deirdre como podía haber sido otra. Una gran lección, por otra parte: aprendí a la fuerza que una compañía equivocada es mucho peor que cualquier variante del aislamiento.

«Un tipo práctico. Alguien capaz de enmendar sus errores con toda naturalidad. Es usted un ejemplo, señor Faraday.»

– ¿Y usted, Victoria? ¿Por qué sigue casada?

El rostro de Victoria reflejó un profundo desconcierto al tiempo que se teñía de un rubor indomable. «¿Cómo demonios sabe…?»

– Perdone… Jan… Bueno, Jan me dijo… Oh, por Dios, no puedo creer que le haya preguntado eso…

Victoria se rió. La tribulación del señor Faraday le pareció más divertida que cualquier sentimiento provocado por la sorpresa que acababa de llevarse. Él seguía disculpándose, pero la risa de Victoria sirvió para desdramatizar el momento.

– Acabo de traicionar todo lo que soy, Victoria, mi buena educación… mis principios… Incluso a mi ADN. Un verdadero inglés jamás se hubiese atrevido a mostrar interés por algo tan privado…

– Quizá no es usted un verdadero inglés…

– Espere, tiene razón… Cuando era pequeño tenía miedo de ser un niño adoptado… Quizá mis padres me trajeron de cualquier otro lugar… de alguna isla perdida poblada por seres indiscretos y maleducados.

Victoria volvió a reírse. Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien. Y era un alivio saber que las cartas estaban boca arriba. Le pareció oír la voz de Jan: «¿Desde cuándo eres tan transparente, chica?»

«Oh, al cuerno con todo…»

– ¿De verdad Jan le habló de mi matrimonio?

– Sí. Me dijo que no estaba usted contenta.

Se quedó un rato pensando, con la mirada fija en las suaves colinas que se adivinaban a lo lejos.

– Pues, Douglas, su hijo tenía razón.

Londres había quedado atrás, y el tren empezaba a aventurarse por los primeros paisajes de la campiña. Para cambiar de tema, Douglas se sintió en la obligación de glosar las bellezas del campo inglés. Le habló de los pueblos de Surrey, de las aldeas idílicas de la zona de Oxfordshire que Arvid Soderman recorría en busca de antigüedades a precio de ganga. Victoria escuchaba, sonriendo. La mención de Arvid parecía haberle devuelto el buen humor.

– ¿No tiene una fotografía? De Soderman, quiero decir… Lo ha descrito tan bien que me gustaría ver alguna imagen suya.

Douglas Faraday dibujó una sonrisa exactamente igual a la de Jan.

– No estropee la sorpresa… Le dije que el viaje merecería la pena. No le haría perder la jornada en Londres sólo para comer en un pub y visitar un colegio. -Consultó su reloj-. Ya falta poco. Llegaremos a Oxford en veinte minutos.

Tomaron un taxi para ir al centro. En verano, Oxford es un hervidero de turistas y estudiantes de idiomas que, durante un par de meses, juegan a ser miembros de una universidad mítica. Pero el Oxford del mes de agosto es sólo un mal remedo de la ciudad durante el curso académico, con sus clases magistrales, los seminarios en la Institución Tayloriana, las tardes en la Biblioteca Bodleian, los conciertos del Sheldonian, los recitales en las capillas, las conferencias de premios Nobel y aquella fauna particular de profesores togados y alumnos henchidos de orgullo, que se pasean por las calles soñando con el futuro -mezclados sólo a medias con el pueblo: «The town and the gown» -mientras dan gracias al destino, que les permite formar parte de una comunidad académica legendaria.

– Bueno, ¿por dónde empezamos? ¿No tenía usted que ir a algún lugar a ver a su clienta?

– Así era. Pero la señora Coleman llamó esta mañana para anular la cita. -Faraday hizo su declaración mirando hacia el suelo.

– Pero entonces…

– No me pareció un motivo para suspender el viaje… Hubiese sido una pena que se marchase de Londres sin ver lo que quiero mostrarle…

– Por no hablar de su College…

La risa bailó en los ojos de Faraday.

– Por supuesto… Y, ya que lo ha mencionado, ¿le parece que empecemos por allí y dejemos lo mejor para el final?

Justo en ese momento las campanas de una iglesia sonaron para marcar las once de la mañana. Fue como si aquel tañido hubiese llenado de gozo la ciudad entera.

– Las campanas de la Magdalena -dijo Faraday-. Recuerdo la primera vez que las escuché con atención. Llevaba ya dos meses en Oxford, pero había estado demasiado ocupado para caer en la cuenta de que vivía en un lugar muy hermoso. Había pasado el día estudiando en la biblioteca Tayloriana, y salí de allí cuando las campanas daban las tres de la tarde. Justo en ese momento empezó a nevar… No había nadie por la calle, estaba yo solo, con toda la ciudad para mí, las campanas sonando, la nieve empezando a cuajar… Miré a mi alrededor, y por primera vez desde que estaba en Oxford fui consciente de la belleza de los edificios, de esta iglesia, de los colegios… Fue… fue como una revelación. Han pasado cuarenta y tantos años y recuerdo perfectamente lo que sentí en aquel momento. Una verdadera epifanía. Ríase, ya sé que suena tonto.

– ¡No! Me encanta cómo cuenta las cosas… Jan era exactamente igual que usted, un chico capaz de emocionarse con las campanas de una iglesia. Nadie en sus cabales se reiría de algo así. -Pareció dudar antes de seguir hablando-. No sabe cuánto me alegro de haber venido.

Y, para rubricar sus palabras, siguiendo una repentina inspiración cuyo recuerdo le haría temblar las rodillas durante mucho tiempo, Victoria enredó con su brazo el brazo de Douglas Faraday y así, enlazados, llegaron a las verdes praderas del Christ Church.

Si Victoria había esperado que el padre de Jan fuese uno de esos ex alumnos corporativistas que salen al mundo como si estuviesen obligados a difundir eternamente las bondades de su antigua alma máter, se equivocó. Douglas Faraday le mostró el colegio bajo la óptica de un observador imparcial, capaz de señalar a la vez la delicadeza de la fuente de Mercurio y la extrema frialdad de los corredores, que era una tortura recorrer en invierno. Hablaba sin nostalgia de su etapa de estudiante, de la que recordaba con la misma intensidad el bello espectáculo de la catedral bajo la helada que las tristes colaciones servidas en el inmenso comedor presidido por los dibujos de Alicia y el espíritu de Lewis Carroll. No parecía particularmente emocionado al recorrer otra vez los escenarios de su juventud, el marco en el que había vivido durante una época perdida que no podía recuperarse. Aquel colegio había sido su residencia, no su hogar, y lo mostraba con el escaso orgullo con el que un cocinero sirve un plato que ha guisado otro: como si toda aquella belleza no tuviese nada que ver con él. Esa forma de distanciarse de las cosas materiales era también muy propia de Jan, pensó Victoria, y se dijo que ni siquiera habiendo crecido junto a él hubiese podido parecerse más a su padre.

– Venga por aquí.

Había un cartel en el que se prohibía el paso muy claramente. Aquel pequeño jardín de césped liso y bien cortado -ni un trébol, ni una margarita, ni una mala hierba- separaba la zona privada del colegio de la abierta a los turistas que peregrinaban al Christ Church durante el verano en busca de las huellas de sus huéspedes más ilustres.

– ¿Privilegios de antiguo alumno?

– Algo así. Un viejo amigo es miembro del college y le he dicho que le haríamos una visita. Nos espera en su despacho.

Faraday hizo sonar dos veces un antiguo llamador de bronce. La puerta de madera se abrió con un chirrido, y Victoria se sintió partícipe de un fugaz regreso en el tiempo. Desde las sombras de un despacho se erguía, amistosa, la figura de Lyndon O'Rourke, profesor de Lengua y Literatura Inglesa y fellow de Christ Church College.

– ¡Douglas Faraday! Ya me explicarás qué buen viento te trae a Oxford. Llevo siglos sin verte por aquí. -Se volvió hacia Victoria-: Ignora las cenas de antiguos colegiales, desprecia las competiciones de veteranos… Ni siquiera asiste a la Oxford Cambridge… Como ex alumno es un verdadero fracaso.

Esperó a acabar su corta lista de reproches para tender la mano a Victoria.

– Soy Lyndon. Y usted es Victoria van Halen.

– Encantada.

– Soy yo quien está encantado, si ha conseguido arrastrar a Douglas hasta Christ Church. ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez, Doug? ¿Cinco años?

– No tanto

– Que sean cuatro y medio. -Se volvió a Victoria-: Me llamó ayer porque quería enseñarle a usted el colegio, y las habitaciones privadas de los profesores son parte del espectáculo.

– Lyndon…

– Y yo también, Victoria. Soy un arquetipo: un profesor viejo y solitario en una rancia universidad inglesa que vive entre libros intentando inculcar un poco de sabiduría a unos jóvenes cada vez menos interesados por cualquier cosa que pueda enseñarles. Vamos, pasad. Tomaremos un jerez, ¿eh? Nunca bebo cuando estoy solo, y a lo mejor por eso me gusta tanto recibir visitas. Esto está muy aburrido durante el verano. Sólo malditos turistas y cientos de zoquetes intentando aprender inglés. Por lo demás, Oxford es un erial. Hasta las bibliotecas están cerradas. Pero poneos cómodos.

El despacho olía a cuero y a ceniza. A papel mojado. Olía a humo de cigarro y a jerez seco, a té con leche, a tinta de pluma, a madera, a alfombra vieja. Olía a muchos años de trabajo, de lecturas, de exámenes corregidos, de reuniones tutoriales con alumnos. El escritorio casi desaparecía bajo una gruesa capa de libros abiertos y papeles garabateados.

– Soy muy desordenado -confesó el profesor Rourke.

– Yo también -lo consoló Victoria-. Y, por principio, desconfío de las mesas de trabajo en las que no hay papeles.

La cara de Rourke se iluminó con una sonrisa.

– Me gusta tu amiga, Doug. Me ha dicho que da clase en Estados Unidos. Es española, ¿no? Tengo tres alumnos españoles. Buenos chicos. Eh, Doug… ¿Cómo está Deirdre?

– Lyndon, nos separamos hace años.

El se dio una palmada en la frente y se volvió hacia Victoria.

– ¿Ve como hace siglos que no nos vemos? Por cierto, enhorabuena, muchacho… Tu mujer… ajá… tu ex mujer… era una verdadera bruja. Vamos a brindar por ella, ¿eh? Que le queden muchos años por delante para amargar la vida de algún otro pobre idiota. No te ofendas, Doug. Lo digo con respeto, ya lo sabes…

Pasaron con Lyndon Rourke una hora delirante. El profesor era un personaje extraordinario, que en unos minutos puso a su invitada al tanto de todos los detalles del funcionamiento de la universidad y su trabajo en el Departamento de Literatura, pero también le habló del Douglas Faraday que él había conocido y de los años que habían pasado juntos tras los muros del college. Habló de aventuras galantes, de inofensivas borracheras, de campeonatos de remo… Rourke hilaba unas historias con otras y ponía la mímica al servicio de la narración en un alarde de expresividad inconcebible en un inglés. Victoria no pudo evitar comparar aquel divertido ejercicio de nostalgia con las aburridas conversaciones que mantenían los antiguos condiscípulos de Herder en Brown.

«¿Y eso qué tiene que ver? ¿Por qué te acuerdas de Herder precisamente ahora?»

El profesor Rourke se despidió de ellos pasadas las doce.

– Tengo una absurda comida familiar… Mi hermano y mi cuñada están convencidos de que soy un pobre desdichado y me invitan a almorzar cada dos por tres. Creen que no tener familia es como padecer algún tipo de invalidez… Ah, con lo bien que estaría yo en mi casa con un bocadillo… O yéndome a comer con vosotros por ahí.

– Llame a su cuñada y póngale una excusa. Pensaré algo si quiere, soy muy buena en eso.

– Gracias, Victoria, pero entonces tendría que ir a cenar, y a partir de las nueve prefiero no existir para nadie. -Le tomó la mano y se inclinó para amagar un beso caballeresco-. Me ha gustado mucho conocerla. ¿Volveremos a vernos?

El despiste de Lyndon Rourke no le permitió darse cuenta de la mirada fugaz que intercambiaron Douglas y Victoria.

– No lo creo, profesor. Me marcho mañana. Pero le dejaré mis señas por si alguna vez viene a Nueva York. Ha sido un placer.

Salieron. Hacía uno de esos extraños y preciosos mediodías del verano inglés en que la lluvia ha renunciado a aguar la fiesta y el sol brilla con una rara plenitud. Empezaba a hacer calor y el cielo azul marcaba una hermosa frontera con el verde intenso de los árboles.

– ¿Qué le ha parecido?

– Un hombre encantador. Y tan divertido…

– Me alegro de que lo haya pasado bien. Y ahora, vámonos a comer al pub antes de que se llene de turistas. Ayer reservé la mesa, no quería acabar comiendo en la barra.

Una mesa reservada. La vista al colegio, la copa de jerez en el despacho de un profesor… Douglas Faraday había preparado aquella excursión con tanto esmero que más bien parecía una cita.

«Ni se te ocurra pensar cosas raras. Ni se te ocurra, Victoria. Y recuerda siempre que te vas mañana.»

Pero, entretanto… ¿Qué había de malo en pasarlo bien?

Porque era eso lo que estaba haciendo. Divirtiéndose como llevaba siglos sin hacer.

El Eagle and Child estaba lleno de gente, pero gracias a la previsión de Douglas Faraday tenían una mesa cerca de la salida al jardín trasero.

– ¿Le gusta?

– Mucho.

– Lo habrá visto en media docena de películas. Ahora, en agosto, está un poco descafeinado, pero debería verlo en invierno, con menos parroquianos y la chimenea encendida, mientras hace frío fuera. Cuando llueve, es una bendición refugiarse aquí. Los pubs pierden encanto con el buen tiempo. Dígame qué le apetece tomar.

– Cualquier cosa. No tengo mucha hambre.

– La sopa de almejas está buena… ¿Quiere cerveza o prefiere vino?

– Pídame una stout. Hace años que no bebo una.

Les trajeron dos pintas de cerveza cubiertas de una espuma amarga y cremosa. Victoria levantó la suya con un guiño.

– Salud. Por Arvid Soderman, que no tenía ni idea de cuántas cosas iba a arreglar.

– Por Arvid Soderman. Y, en general, por todos los buenos amigos.

Bebieron. En torno a ellos zumbaban media docena de idiomas, y en las mesas vecinas los turistas consumían enormes pedazos de pastel de carne, pudding de Yorkshire y salchichas con puré de patata. Victoria se alegró de haberse decidido por la sopa.

– Douglas… ¿Qué fue lo que Jan le contó?

– ¿Cómo dice?

– Sobre mí y sobre Herder.

– Oiga, ha sido una torpeza hablar de ese asunto. Nunca debí…

– Por favor. Me interesa más de lo que cree…

Le dio un trago a la cerveza.

– Pues no puedo recordar las palabras exactas… Comprenda que estaba recibiendo demasiada información al mismo tiempo… Pero Jan se reconocía preocupado por usted. Me dijo algo así como… como que estaba atrapada en un matrimonio infeliz.

Victoria se rió.

– Una frase digna de una película de Greta Garbo, ¿eh? Su hijo sabía ponerse dramático cuando quería. De acuerdo, no diga más. Es que… ¿sabe una cosa? Yo nunca hablé a Jan de lo mal que iban las cosas con Herder.

La sopa de almejas llegó en ese momento. Tenía un olor picante y un bonito color rojo. Faraday ayudó a hacer sitio en la mesa, y esperó a que el camarero se marchase para volver a hablar.

– Pensé que usted y mi hijo se lo contaban todo.

«Te ha pillado.»

– Y así era, pero en los últimos años… Bueno… no había tanta ocasión para charlar largo y tendido. Además, a él no le gustaba Herder, así que… yo no le hablaba de él, y Jan no preguntaba nada que estuviese relacionado con mi marido.

– Ya veo.

– ¿Sabe? Creo que nunca reconocí delante de Jan que había dejado de ser feliz con Herder porque sabía lo que iba a pasar a continuación. Su hijo no se habría limitado a escucharme y dejarlo estar. Me hubiese obligado a actuar, a tomar decisiones. A cambiar. Y eso es algo que no quiero hacer. Y, para que no tenga que preguntar por qué, se lo diré yo: me asusta la idea de estar sola.

«Enhorabuena, chica. Por fin lo has dicho en voz alta.»

Douglas Faraday meneó la cabeza.

– Me resulta difícil imaginarla a usted asustada…

– Ya. No es el único. Le sorprendería saber cuántas cosas me dan miedo. Lo que pasa es que no pienso mucho en ellas. -Meneó suavemente la cabeza-. Así que Jan lo sabía… sabía que lo de Herder no iba bien… y nunca me dijo nada.

– Tal vez estaba esperando que llegara la ocasión…

Se miraron con tristeza y pensando lo mismo: que uno nunca sabe si esa ocasión que esperamos nos va a ser arrebatada por algo más fuerte que nosotros. Hubo un silencio, y Victoria notó que las manos se le quedaban frías.

«Diga algo, por favor. Lo que sea.»

– ¿Ve esa esquina? Tolkien se sentaba allí. Una vez estuve bebiendo cerveza con él.

– ¡¡No!!

– Sucedió en mi segundo año en la universidad. Mis compañeros y yo entramos en el pub. El estaba solo, leyendo… Era ya bastante mayor. Recuerdo que me pareció una tortuga… una vieja tortuga con cara de pocos amigos. De pronto, uno de los chicos empezó a cantar una de esas canciones idiotas que tanta gracia nos hacen cuando somos jóvenes. Entonces, Tolkien nos miró… Tardamos un poco en darnos cuenta de quién era. Sólo vimos a un anciano que nos dirigía una mirada terrible con aquellos ojos arrugados…

Los turistas que esperaban una mesa perdieron toda esperanza de hacerse con la que ocupaban Faraday y Victoria. Él seguía contando cómo Tolkien pidió silencio para seguir leyendo, justo cuando Victoria acababa de darse cuenta de que el aire que llegaba de la terraza traía un suave olor a flores.

Tomaron café en el Randolph, donde Soderman y Douglas Faraday habían iniciado su particular historia de amistad. El salón estaba lleno de ancianos apacibles y silenciosos que parecían haber encontrado en el hotel su particular burbuja.

– Victoria… entre usted y mi hijo nunca hubo… en fin…

«¿Tú también, Bruto?»

– No. Jamás de los jamases. Palabra de honor.

Él frunció el ceño. Victoria notó una sensación de desmayo pensando que quizá iba a tener que enredarse una vez más en la defensa numantina de la amistad entre hombres y mujeres. Se sintió algo decepcionada: Faraday no parecía pertenecer a la casta de los suspicaces, de los desconfiados, de los incrédulos.

«¿Y por qué no, chica? ¿Tan segura estás de que es distinto al resto de las personas que te has encontrado?»

– No debería haber preguntado.

Victoria se encogió de hombros.

– Es igual. He estado casi treinta años respondiendo a esa misma cuestión. Dando explicaciones a todo el mundo. Ya ni siquiera me acuerdo de cuándo empecé a contestar sin ningún interés, sin importarme un bledo el que me creyeran o no.

– Bueno, es que no es importante. Después de todo, ¿qué más da? ¿Cambiaría algo el que Jan y usted hubiesen sido amantes?

Victoria se quedó con la taza a medio camino de la boca. Es verdad: ¿habría cambiado algo si ella y Jan…?

«Quizá todo habría sido igual. O a lo mejor no. A lo mejor todo habría sido distinto.»

– No me conteste si no quiere… Es una especie de… de curiosidad científica… ¿No se arrepintió nunca?

– ¿De qué?

– De que las cosas entre usted y Jan no hubiesen tomado otra dirección.

– Oiga, Douglas… ¿Se arrepintió usted de no haber tenido un lío con Arvid Soderman?

Victoria hubiese podido jurar que la piel inglesa de Douglas Faraday había enrojecido un poco.

– ¡Por supuesto que no!

– Muy bien. Pues aplique el mismo cuento para mí y para Jan.

– Pero es que a mí… En fin… no me gustan los hombres…

– Ya. Y a mí no me gustaba Jan, ni a Jan le gustaba yo. No sé por qué es tan difícil de entender.

Para Victoria, aquellas explicaciones eran una completa obviedad, pero Douglas escuchaba con tanta atención que parecía próximo a sacar un papel y un lápiz y empezar a tomar notas.

– Dígame… ¿Y si uno de los dos se hubiese sentido atraído por el otro?

Victoria, que hasta entonces había adoptado una actitud divertida, casi burlona -en el fondo, le encantaba desmontar los argumentos de los escépticos-, se puso deliberadamente seria para contestar.

– Entonces, Douglas, todo habría saltado por los aires.

– O tal vez no… Quizá la amistad hubiese podido evolucionar hacia algo mejor.

«Ya estamos. El amor convertido en una cosa necesariamente más sólida, más valiosa, más firme.»

– ¿Algo mejor? Mire, Douglas, yo estuve enamorada dos veces en mi vida. La primera me rompieron el corazón en trozos tan pequeños que hubiese hecho falta un microscopio para encontrarlos. Ahora veo a aquel hombre al que quise con tanta desesperación, y no entiendo cómo pude volverme loca por él. La segunda fue de Herder. La misma persona cuya compañía soporto cada vez con más dificultad. Sin embargo, lo que sentí por su hijo duró toda la vida… y se hizo mejor con el paso del tiempo. Así que no insinúe que me perdí algo por no enamorarme de él…

– No quería decir eso…

– Ya. Da igual. ¿Sabe qué? Si Jan y yo hubiésemos tenido una relación sentimental, si nos hubiésemos casado, habría acabado todo como el rosario de la aurora. Su hijo era estupendo, pero de haber sido su mujer le hubiese estrangulado media docena de veces. Marga tiene una paciencia infinita de la que yo carezco. Y Jan podía ser una pareja muy difícil. Si me hubiese casado con él, posiblemente ya estaríamos separados, y usted sería… mmm… sería mi ex suegro. No sé si esa idea me hace mucha gracia, la verdad.

A Victoria le alivió comprobar que Douglas recibía la broma con una carcajada. Así, riéndose, era como más se parecía a Jan. Además, la conversación se estaba volviendo demasiado trascendente.

«Quién nos lo iba a decir, ¿verdad? Yo, aquí, con tu padre. Con tu padre, al que no llegaste a conocer bien. Con tu padre, del que te lo perdiste todo.»

Le pareció ver la sonrisa de Jan acompañando su frase lapidaria: «Pues que no te pase lo mismo, chica.»

Miró disimuladamente el reloj de pared cuyo péndulo marcaba el paso con la precisión de un metrónomo. Eran sólo las cuatro, y Victoria se sorprendió al sentir algo parecido al alivio. Todavía había tiempo, pensó. Aún quedaban unas horas antes de tomar el último tren. Le dedicó una de sus sonrisas. Cuando Faraday correspondió a ella, Victoria tuvo una sensación que no pudo identificar: era como si algo le oprimiese suavemente el pecho…

«O, a lo mejor, directamente el corazón.»

– Bueno, ha llegado el momento… Nos espera la casa de Arvid Soderman. Vamos allá, Victoria…

Banbury Road no estaba lejos. La casa de los Faraday era exactamente como Victoria la había imaginado: un cottage encantador con un tejado rojizo y un ventanal a pie de calle protegido por pesadas cortinas de la curiosidad de los paseantes.

– Venga por aquí. Entraremos por detrás.

Una escalera exterior daba acceso a lo que parecía ser la buhardilla. Faraday abrió una puerta de intenso color verde y cedió el paso a Victoria.

– Adelante…

Entraron en silencio. El vestíbulo daba paso a un salón lleno de la luz que se colaba por dos claraboyas y una mansarda. Todas las paredes menos una estaban enteladas, y el suelo de madera desaparecía bajo una exquisita alfombra de arabescos. Había pocos muebles: un gastado sillón tipo Chéster, una butaca de concha pegada a la ventana, una bonita mesa y dos sillas Biedermeier, una estantería llena de libros antiguos y una consola de ébano sobre la que descansaba una bandeja de bronce de inspiración art déco.

– Está todo como Arvid lo dejó. Fíjese en ese reloj: fue un regalo de mi abuelo. Y entre los libros hay una edición ilustrada de La Divina Comedia de finales del XVIII. La lámpara la compró a la viuda de un hombre que había tenido una fábrica en Murano, y los elefantes de marfil, a un miembro del ejército británico que vivió media vida en la India y regresó al proclamarse la independencia.

Victoria miraba cada objeto señalado por Douglas Faraday, el candelabro de plata del siglo XIX, el reloj de pared que atrasaba seis minutos pese a los esfuerzos de su dueño por equilibrarlo, el mapa enmarcado que señalaba Escocia como un territorio independiente… Todas aquellas cosas conformaban un mundo impreciso y desdibujado, un mundo sin época ni tiempo, suspendido en algún lugar de la historia. El mundo privado de Arvid Soderman.

– ¿Qué le parece?

– Es la casa que esperaba encontrar…

– Bueno, hay algo más.

– ¿Qué?

– Siéntese, por favor, y deme unos minutos…

El sillón de cuero era algo incómodo, pero Victoria ni siquiera lo notó. Douglas había entrado en otra pieza contigua, y se le oía trastear. Sintió que le latía el corazón. Sin saber por qué, deseó que se prolongara por algunos instantes más aquel momento de espera: estaba experimentando la deliciosa sensación que precede a la sorpresa, la inquietud amable del niño a quien han tapado los ojos antes de entregarle un regalo.

– Ya está. Dígame, Victoria, cuando le conté la historia de Arvid y de Erich… ¿no echó en falta algún detalle?

– ¿Qué quiere decir?

– Haga memoria. La escena de la estación.

Victoria se permitió recrear el momento en un fotograma en blanco y negro.

«Berlín, 1936. Estación de tren, interior, día. La gente va y viene. Se escuchan silbatos, los resoplidos de las máquinas, murmullos de conversaciones, golpes de maletas que caen sobre el andén. Un hombre (Arvid Soderman) mira, nervioso, su reloj de pulsera. Parece que está esperando a alguien. Una mujer (Frieda Kohl) se le acerca. Está pálida y triste. Ha atravesado la ciudad para avisarle de que Erich, el amor de Soderman, no acudirá a la cita…»

– No sé… ¿Un detalle? Me lo ha contado todo.

– No. Me guardé un as en la manga… Recuerde, Frieda entregó a Soderman una maleta… la que, supuestamente, contenía el equipaje de Erich Kohl.

– ¿Y?

– Nunca le dije lo que había dentro de ella.

Desapareció de nuevo en el interior de la habitación, y salió con un trípode y un proyector antiguo. Luego, ante la mirada de Victoria, cerró las pesadas cortinas de la mansarda y clausuró las claraboyas con un velux opaco antes de encender el cinematógrafo, que ronroneó en su lenguaje de otro tiempo mientras una cinta comenzaba a girar y en la única pared pintada de blanco empezaban a aparecer imágenes. Era Greta Garbo, junto a los otros actores de la película. Greta equivocándose, Greta riendo, Greta escuchando. La voz de Douglas surgió desde la oscuridad.

– Son los totales que Arvid Soderman había sacado de Estocolmo, y cuyos restos conservó Erich Kohl después de haber montado la película que ya conoce. Cuando los descubrió, en el fondo de aquel viejo maletín, Arvid comprendió que Erich sabía tan bien como él que iban a marcharse de Berlín para siempre, y por eso deseaba llevarse aquellos trozos de cinta. El hombre al que quería estaba dispuesto a irse con él, no un par de semanas, sino toda la vida. Arvid me dijo siempre que estos fotogramas se convirtieron en algo esencial… eran, sobre todo, una prueba de amor.

Se sentó junto a Victoria, que no apartaba los ojos de la pantalla. Greta aparecía dejándose maquillar, trazando pasos de baile, haciendo muecas a la cámara junto con el resto del equipo. Había escenas que se repetian, pues se habían rodado varias veces. Otras se interrumpían por la risa de uno de los actores, por un tropezón inesperado, o simplemente por alguna orden del director invisible.

De pronto, apareció en escena un muchacho bajo y flacucho, vestido con algo que parecía un frac dos tallas mayor, y se dirigió a la actriz.

– Victoria… le presento a Arvid Soderman.

Aquel muchacho hablaba con Greta y con los otros actores, como dándoles instrucciones. De pronto, se volvió hacia la cámara e hizo una reverencia teatral que los otros aplaudieron. Victoria veía por fin a aquel hombre ajeno, a aquel personaje extraordinario que sin saberlo había cambiado la vida de un puñado de personas de las que nada conocía. Allí estaba Arvid Soderman, burlando las reglas, tomando el timón de su destino, Soderman, el hombre que había creído siempre que la vida está al servicio de las personas y no al revés.

Al tiempo que miraba la pantalla, Victoria sentía cerca de ella la presencia de Douglas Faraday, el suave olor a lavanda de su ropa, su respiración acompasada al susurro de la bobina. Hubiese querido volverse hacia él, pero no se atrevió. Podía intuir su perfil a través de las sombras, adivinar su piel marchita, el tacto de aquel cabello espeso. Estaban tan cerca… tan cerca… Y Arvid Soderman, que miraba hacia la cámara como si la mirase también a ella, recordándole que la felicidad era un derecho… que era una obligación.

Soderman redoblaba sus saludos, lanzaba flores imaginarias y besos de aire y se llevaba las manos al pecho, fingiéndose conmovido por lo que parecía ser una ovación de gala. De pronto, hacía un gesto, como reclamando la presencia del resto del elenco, y poco a poco se apiñaron en escena la maquilladora enamorada, el utilero inconsciente y el iluminador cojitranco y borrachín deseoso de participar del minuto de gloria. Arvid los abrazó a todos, y luego, antes de fundir a negro sobre el saludo final, él y Greta se besaron.

Victoria y Douglas se quedaron en silencio, inmóviles los dos, mientras la cinta suelta carraspeaba en el proyector. Victoria se dio cuenta de que necesitaba prolongar un poco más aquel instante, con la habitación a oscuras, la película aún girando y el recuerdo de Arvid Soderman instalado entre ellos. Pero Douglas encendió la luz, y abrió de golpe las cortinas y las claraboyas, como si quisiese obligarla a regresar.

«De acuerdo, señor Faraday. He recibido el mensaje.»

– ¿Qué le ha parecido?

– Ha sido increíble… todo un lujo… Después de lo que me ha contado, ha sido una suerte ver a Soderman de cerca… Bueno, relativamente de cerca, ¿eh?

Victoria se dio cuenta de que su voz sonaba falsa, de que su entusiasmo se notaba impostado. Pero ¿cómo iba a explicar a Douglas Faraday que lo que estaba sintiendo iba mucho más allá del descubrimiento de un personaje excepcional? ¿Que, mientras estaban allí, con la luz apagada, sólo estaba pensando en deslizar su mano hacia la mano de él, y apretársela fuerte, para pedirle así que no la dejase marchar? ¿Por qué demonios había encendido la luz con tanta prisa? Unos segundos antes, a oscuras, viendo juntos aquel remedo de película muda, Victoria creía estar reuniendo el suficiente valor para… para hacer algo… Quizá él se había dado cuenta. Quizá el propio Faraday intuyó que todo aquello estaba a punto de complicarse lo indecible. La oscuridad, la película. Y Arvid Soderman, como cómplice de algo que no tenía ni pies ni cabeza. Pero la luz había vuelto, y con ella, la cordura.

Bien hecho, Douglas.

Es mucho mejor así.

El la miró como si quisiese darle la razón, con una sonrisa desapasionada y vulgar. La sonrisa que las personas correctas dirigen a los desconocidos.

– Bueno, pues esto es todo. Me temo que se me han acabado las sorpresas. -Miró el reloj-. Deberíamos darnos prisa, el tren sale a las seis menos cuarto. Nos quedan veinte minutos.

Apenas hablaron en el camino de regreso. Douglas refirió alguna anécdota relacionada con el profesor Rourke, y Victoria intentó parecer interesada, pero la conversación resultó más bien un fracaso.

«Qué lástima acabar así el día, chica.»

– No le he dado las gracias -dijo Victoria.

– Sí lo ha hecho. Pero no hace ninguna falta. En realidad, soy yo quien le agradece que haya querido venir. Me he divertido mucho.

«Ojalá pudiésemos volver a esa buhardilla, Douglas. Ojalá yo pudiera ser esa persona en la que estuve a punto de convertirme allí.» Después de un rato, con la vista fija en alguna parte, él la miró antes de seguir hablando. Victoria notó heladas las puntas de los dedos.

– ¿Qué va a hacer a partir de ahora?

– Ya se lo he dicho. Regresamos a Madrid mañana por la mañana. Luego, mi marido vendrá a recogerme y volveré con él a Nueva York.

– ¿Por qué?

– Porque ésa es mi vida, Douglas. Porque todo lo que me pertenece está allí. Porque tengo cuarenta y tantos años y no sabría cómo empezar otra vez.

«Ayúdeme, Douglas. Deme una razón para armarme de valor. No puedo hacer esto yo sola. Dígame que tengo motivos para romper con todas esas cosas que en realidad no me importan nada.»

– Ya veo. Es lógico. Perdone la pregunta, ha estado fuera de lugar.

– No, yo…

– He cometido varias impertinencias con usted. No es propio de mí. -Forzó una sonrisa-. Me temo que se alegrará de perderme de vista.

Ella quiso decir algo agradable que pudiese suavizar el momento, pero apenas logró componer con titubeos una frase que sonaba vagamente correcta. De todas formas, ya nada importaba. El tren acababa de detenerse, y estaban de vuelta en Londres.

Hizo parar el taxi a unos metros del hotel. Le faltaba muy poco para echarse a llorar, y no podía arriesgarse a que Solange la descubriese sollozando sobre la cama, como una adolescente en plena crisis sentimental. La idea de vagar por las calles le resultaba patética, así que entró en un café que le pareció lo suficientemente ruidoso y atestado como para que nadie reparase en ella. Se sentó en la única mesa que había libre.

– ¿Qué le sirvo?

– Tarta de manzana. Y uno de esos brownies. Con nata y helado, por favor… y una porción de bizcocho, del de frutas.

La camarera anotó la comanda.

– ¿Espera a alguien?

Victoria tomó aire.

– No. Pero estoy a punto de perder el control sobre mí misma y confío en que toda esa cantidad de dulce sea capaz de dejarme fuera de combate.

Aquella chica la miró con el ceño fruncido. Sin duda estaba tratando con una loca… Pero ella no era de esas que se achican, no señor. Si aquella vieja tragona creía que iba a desconcertarla, estaba lista.

– Muy bien. Lo decía por traerle otro cubierto. ¿No quiere nada para beber? ¿Chocolate caliente? ¿Capuchino? ¿Un batido de fresa?

– Cocacola zero.

Un gesto inalterable.

– Ahora se lo sirvo. Que disfrute su cena… o lo que sea…

Los dulces llegaron todos al mismo tiempo, y Victoria empezó a picotear de uno y de otro, untando de nata los pedazos de pastel, embadurnando de helado las porciones de brownie mientras las lágrimas empezaban a caer sobre el plato.

«Ahora sí que se acabó.»

Y después de todo, ¿de verdad había algo que lamentar? Volvería a Nueva York en una semana. Allí la esperaban sus amistades neoyorquinas -un delicioso y bien formado ejército de profesores universitarios, cazadores de tendencias, periodistas influyentes, analistas de mercados, colaboradores de revistas de moda, interioristas, directores de teatro y de cine, guionistas de televisión… el non plus ultra, vamos-, su ático con vistas al parque, sus tiendas preferidas, su marido.

Su marido…

Sí, su marido. Qué pasa. Herder van Halen, futuro senador, quizá futuro gobernador. Tal vez incluso, como Shirley aventuraba… imaginarse en la escalera de la Casa Blanca no sirvió esta vez para hacerla sonreír. De pronto, encontraba que la idea parecía bastante idiota incluso como broma.

Volver al lado de Herder para vivir durante semanas codo con codo hasta conseguir la dichosa nominación (aunque, según él, estaba cantada), y luego la agotadora carrera electoral al Senado. Notó una sensación de desmayo al pensar en lo que se avecinaba. Y, sin saber por qué, todas las compensaciones que antes se le antojaban suficientes -su posición, su privilegiado lugar en la sociedad, su apartamento- empezaban a parecerle pequeñas y mezquinas.

Rebañó las migas del pastel mezclándolas con la nata con la rabia del que se está cobrando una venganza.

«Anda, traga. Ponte morada, chica. Está bastante bueno. Este banquete es tu premio de consolación.»

– ¡Victoria!

Era Marga, que la miraba como si no diese crédito. Al parecer, la había visto desde la calle, y ahora paseaba la mirada por los platos medio vacíos que no podían disimular haber contenido generosas porciones de golosinas.

«Por favor, no digas nada. Es lo único que me falta.»

– Hola.

– Vaya, sí que tienes apetito. ¿Puedo sentarme?

Pero no esperó a obtener el permiso. Ocupó el asiento de enfrente y se quedó observándola.

– ¿Y… las demás?

– Solange quería ver Mamma Mia! y Shirley la acompañó. Mi madre es incapaz de resistirse a la posibilidad de bailar en público. ¿Qué tal tu día?

– Bien… Linda me llevó a conocer su casa de Hampstead.

Marga se apartó de la cara el pelo oscuro y no muy bien cortado.

– A otro perro con ese hueso, Victoria. No has estado con Linda hoy. Es más, apostaría a que tu amiga ni siquiera existe.

«Solange… ¿No habrás sido capaz?»

– Este mediodía me pasé por Faraday's Things. Quería despedirme del señor Faraday, darle las gracias otra vez y dejarle mis señas por si un día pasaba por Madrid. Pero no estaba. La señorita Starck me informó muy amablemente de que se había ido a Oxford con su amiga española, y luego añadió que desde que estabas en Londres su jefe apenas ponía el pie en la tienda. Por cierto, se puso muy contenta cuando le dije que nos marchábamos mañana.

Victoria no supo qué contestar. Por toda respuesta, rebañó el cuenco de helado y se tragó hasta la última gota de vainilla derretida.

– Marga, yo…

– Ni una palabra, Vic. Es mejor que no me digas nada. Me has contado tantas mentiras en estos días que creo que prefiero no escuchar ni una más. No sé lo que has hecho esta semana, y ya no quiero enterarme. ¿Estamos?

Su tono era más bien conciliador. Victoria le dirigió lo que quería ser una sonrisa, como diciendo «gracias por dejarlo así». Se quedaron calladas, mirándose, y Marga tomó aire.

– Yo nunca te gusté…

– ¿Cómo?

– No disimules, Vic. Siempre te parecí poco para Jan.

Era la primera vez que le llamaba así, al menos delante de Victoria, y eso la convenció de que lo que Marga iba a contarle tenía su peso específico.

– Pensabas que tu amigo merecía algo más que yo, ¿no es cierto? Oh, no te esfuerces en negarlo. Además, tenías razón. Yo también lo pensaba. ¿Tienes idea de cuántas veces me pregunté qué demonios hacía alguien como Jan con una chica tan insignificante? Cuando empezamos a salir, cada vez que teníamos una cita yo pensaba que sería la última. «Ya está, ahora se le caerá la venda, hoy se dará cuenta de que no valgo nada, esta tarde empezará a preguntarse por qué está perdiendo el tiempo conmigo.» Y ¿sabes qué? Un día dejé de torturarme y decidí aceptar lo que me estaba pasando: por alguna razón misteriosa, un hombre inteligente y guapo me quería a su lado. No merecía la pena devanarse los sesos intentando averiguar por qué. Y decidí ser feliz junto a Jan. Era tan consciente de que algún día podría acabarse todo que exprimí cada uno de los minutos que pasé con él. Cada segundo, Victoria. Cada instante. No me perdí absolutamente nada. Una vez, cuando era una niña, leí una frase que me pareció terrible: «Era feliz y no lo sabía.» Me juré que no iba a pasarme nunca nada así. Yo siempre supe que era feliz. Eso es lo que me llevo por delante. Viví casi once años con Jan y disfruté cada hora que pasamos juntos. Esos casi once años son mucho más de lo que hubiera podido pedir. Muchísimo más de lo que pensé que iba a durar.

Era un parlamento muy largo para Marga, que volvió a quedarse callada mientras, por puro instinto, Victoria buscaba refugio en las briznas de tarta, en las míseras migajas de bizcocho que quedaban esparcidas por el plato.

– ¿Por qué me cuentas esto? -dijo, casi en susurros.

– No lo sé. Bueno, sí. Porque quería que supieses que, en el fondo, sí fui digna de tu Jan. Creo… creo que le hice feliz… seguramente porque yo también lo era.

– Lo sé. -Se sintió aliviada al reconocer que aquella declaración era sincera-. Te juro que lo sé. Se… se le notaba tan contento desde que os conocisteis… nunca lo vi así con nadie.

– Entonces, Victoria, ¿qué te pasó conmigo? ¿Por qué no era suficiente? Yo… yo quería gustarte… y que me aceptaras… pero estabas siempre distante, y eso me obligaba a mí a ponerme a la defensiva… ¿No te bastaba con saber que Javier estaba bien conmigo? ¿No era motivo de sobra para que nos acercásemos tú y yo?

«Verdades como puños, chica. Menudo fin de fiesta, ¿eh?»

Quizá había llegado el momento de pensar en voz alta. Tomó aire antes de hablar.

– Estaba celosa de ti. Sí, Marga. Celosa. Los celos no sólo existen cuando se ama a una persona. Apareciste en la vida de Jan y lo llenaste todo… y eso me obligó a ceder terreno. El dejó de estar disponible…

– Pero tú sabías que si te hacía falta cualquier cosa… si pasaba algo, él…

– ¡Y qué! No quería a un amigo para consolarme en una desgracia ni nada parecido. Ya sé que si me hubiese atropellado un camión él hubiese estado ahí… ¡pero yo no necesitaba a Jan para que empujase mi silla de ruedas! ¡Quería irme con él al cine los viernes por la noche, y tú lo estropeaste todo!

Se miraron las dos, y luego fue Victoria la primera en reírse. Marga la siguió. La risa de Marga, pensó Victoria. Aquella risa de cristal que había enamorado a Jan y había vuelto del revés su mundo… el mundo de los dos. Aquella risa, sí, había servido para llevar sus caminos en direcciones diferentes. Para sembrar su mutuo afecto de pequeñas renuncias. Y a pesar de todo habían seguido queriéndose igual… tal vez ésa era la prueba definitiva que necesitaba su amistad, pensó Victoria. Quizá Jan y ella necesitaban un verdadero obstáculo para comprobar que el cariño que se profesaban era de verdad indestructible, aunque hubiesen dejado de ir juntos a ver películas en blanco y negro, aunque Jan no pudiera acompañarla en su larga aventura americana. Hasta entonces lo habían tenido muy fácil. La prueba, la verdadera prueba para los dos, había sido aquella separación. Y la habían superado. De una forma mecánica, Victoria buscó la mano de Marga. Ella tardó unos segundos en apretarla tímidamente, con el cuidado con el que hacía todas las cosas.

– Necesito un trozo de tarta de chocolate -dijo Victoria.

– Pide dos raciones, anda.

La camarera trajo dos porciones de un pastel pringoso y excesivamente dulce, con un chorro de nata montada en una esquina y una bola de helado.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

– No cenar, desde luego. Toda esta cantidad de azúcar me está sentando como una patada.

– No me refiero a eso, Victoria. Ya sé que no vas a contarme qué demonios te ha pasado estos días, pero te he pillado cebándote mientras llorabas.

– ¡No lloraba!

– Sí lo hacías. Te vi desde la calle.

Había apartado su ración de tarta. La verdad es que estaba bastante mala, como si la hubiesen hecho hace ya días.

– No puedo contarte nada, créeme.

– Ya te dije que no quiero que lo hagas. Además, no soy curiosa. Sólo te pregunto qué va a pasar en el futuro.

– Nada nuevo. Me voy a Nueva York, con Herder, y colorín colorado.

Marga torció el gesto, y luego -qué raro, sin pedir permiso- dio un trago a los restos de cocacola, aguada por el exceso de hielo.

– ¿Por qué?

– Vaya pregunta. Porque es mi marido. Y porque tengo una vida allí.

– Ojalá yo fuese Javier -dijo Marga, después de unos segundos en los que se retorció sin piedad un mechón de pelo-. Tu querido Jan hubiese sabido qué contestar a eso. Pero yo soy una patosa, así que supongo que voy a decir las cosas con muy poca mano izquierda. No te enfades, ¿vale?… Mira, Victoria, está claro que no eres feliz… Te has pasado casi un mes alejada de tu marido y, aunque te agradezco mucho que lo hayas hecho, no me pareció que echases de menos a Herder durante estas semanas. Y ahora que estás a punto de volver con él, te encuentro llorando encima de media docena de tartas… que, dicho sea de paso, te van a perforar el estómago…

Victoria sintió que las lágrimas volvían a subírsele a los ojos. «A ver si ahora va a resultar que te has vuelto una blandengue.»

– Ay, Marga… es que…

– No me interrumpas, por lo que más quieras. Creo que es la primera vez en la vida que me atrevo a dar un consejo a alguien, y no sé cuánto me va a durar el arranque… Mira, no sé qué es lo que pasa entre Herder y tú. Nunca me has hablado con franqueza, y no tienes por qué hacerlo. Yo no soy Jan -sonrió- y entiendo que prefieras no contarme tus cosas. Pero tengo ojos en la cara, y en estas semanas te veía… no sé, triste no es la palabra…

«Amargada, Marga. Así es como estoy. Soy una cuarentona amargada que va por ahí comiendo pasteles porque no se atreve a hacer un corte de mangas a su vida de color de rosa.»

– … resignada. Sí, eso es.

Victoria le dirigió una sonrisa afectuosa. «Eso suena más caritativo.»

– Pues has dado en el clavo. Sí, Marga, así es precisamente como me siento: resignada. He decidido conformarme con lo que tengo. A veces es lo más inteligente que se puede hacer.

Volvió a meterse en la boca un trozo de aquel pastel amazacotado. «La verdad es que está asqueroso», pensó mientras lo tragaba. Marga torció el gesto.

– El caso, Victoria, es que en estos últimos días estabas distinta. Te cambió la cara. Y, mira, no sé qué habrá tenido que ver en esto el tal señor Faraday… pero no eres la misma persona que llegó a Londres. Sí, ya sé que estás pensando que suena cursi… lo soy un poco. Pero ni en un millón de años me harías creer que esta semana no te ha pasado algo, aunque no quieras explicarme qué…

Victoria sentía la cabeza como una olla a presión. Dos lágrimas enormes se le escaparon de los ojos, y ni siquiera se las secó. Marga se sentó a su lado y la atrajo hacia sí. En contra de lo que era habitual en ella, no se escabulló, sino que buscó refugio en aquel abrazo.

– Marga… es que es muy difícil… es que no sé ni por dónde empezar… ojalá supiese cómo hacerlo… ojalá…

Ella le acarició el pelo.

– Ya se nos ocurrirá algo, ¿eh? Eres una persona excepcional, Victoria… única entre un millón… Y no lo digo porque lo pensara Javier. Yo también lo pienso. No te conformes, Victoria… No se te ocurra conformarte. Sea lo que sea, te mereces algo más que vivir a medias los próximos años.

De pronto a Victoria dejó de importarle estar llorando. Llevaba semanas pensando que Jan la había obligado a cuidar de su mujer, y de repente se daba cuenta de que quizá era al revés.

Quizá Jan había pensado que era ella quien más necesitaba de alguien que la cuidase.

– Pero ¿qué hora es?

– Las nueve y media. No te preocupes, vamos bien de tiempo…

– Bueno, eso es mucho decir. Tú no sabes lo que se tarda en los controles de Heathrow… Pero ¿dónde demonios se ha metido mi hija?

– Dijo que tenía que hacer un recado… No te preocupes, Shirley, el taxi no está aquí todavía.

– Pero vendrá en cinco minutos. ¿Y Victoria?

– Está cerrando su maleta.

– ¿Se encontraba mejor?

– Creo que sí. Marga estuvo con ella toda la noche. Por lo visto se le cortó la digestión.

– Lo que tendríamos que haber hecho era llamar al médico del hotel. En lugar de eso, le tocó a la pobre Marga hacer de enfermera. Mi hija siempre acaba llevándose la peor parte.

– De eso nada, Shirley. La peor parte me la llevé yo, que tuve que irme a dormir contigo. Roncas como un serrucho, que lo sepas.

– ¿Yo? Imposible. No he roncado en mi vida. Lo habrás soñado, Solange. Ay, por Dios, me estoy poniendo mala. ¿Tienes hecho tu equipaje? Y recuerda lo que me has prometido.

– Que sí… El día que se entregue la película te pondré mensajes para contártelo todo en directo.

– Pues que no se te olvide. No sabes cómo lamento perdérmelo. Me encantan esas cosas: los flashes, las cámaras… Pero ¿dónde demonios se habrá metido Margaret? Si viene el taxi, me tendré que marchar sin despedirme. Y a saber cuándo volveré a verla… ¿Qué diantres tenía que hacer precisamente hoy? ¿No podría haber dejado todo listo ayer por la tarde?

Los desayunos del Wolseley eran variados y deliciosos. Las mesas estaban cubiertas de gofres con sirope, cestas de bollos daneses, platos de huevos con salchichas, lonchas de beicon crujiente, tomates fritos, judías sobre tostadas, tarritos de jalea y cuencos de mantequilla rizada. Pero Douglas Faraday sólo desayunaba café americano y un zumo de naranja, casi siempre leyendo el Times. Aquella mañana, sin embargo, no llevaba el periódico debajo del brazo, y sorbía el café con mucha menos gana que otras veces. Un buen observador habría dicho que estaba triste, pero los ingleses se precian de no escrutar el estado de ánimo ajeno. Estaba tan absorto en lo que quiera que estuviese pensando, que no vio a aquella mujer hasta que ella se sentó a su mesa provocándole un pequeño sobresalto.

– Señor Faraday… ¿Se acuerda de mí? Soy Marga Solano. Siento molestarle pero tengo… tengo que hablar con usted.

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