Cuando Sheila encontró la casa cuya dirección aparecía en el sobre, ya había anochecido, pero, a pesar de la penumbra, podía ver que la casa de Ben Wilder, si continuaba viviendo allí, era inmensa. El edificio de tres pisos estaba situado en lo alto de un acantilado con vistas al lago Washington y rodeado de un parque de varias hectáreas. Sin embargo, a ella le parecía frío y poco acogedor.
Tuvo la desagradable sensación de que se estaba metiendo donde no debía y pensó en la posibilidad de echarse atrás, pero se recordó aquello de “quien no arriesga, no gana” y se convenció de que no tenía de malo llamar a la puerta para preguntar por el paradero de Ben Wilder.
Era obvio que había alguien en casa. No sólo por el humo de la chimenea, sino porque se veía luz en varias ventanas y hasta el porche estaba iluminado. Sheila se estremeció; era como si la estuvieran esperando.
Dejó de lado su aprensión y aparcó detrás del Volvo plateado. Antes deque pudiera pensar dos veces en las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer, se bajó del vehículo, respiró hondo y avanzó hacia la casa.
Había empezado a lloviznar y tenía el pelo mojado. Se alzó el cuello de la gabardina y llamó a la puerta con golpes suaves. Mientras esperaba con nerviosismo, se preguntó quién abriría y cuál sería la reacción ante su petición; no sabía si conseguiría datos sobre el paradero de Ben Wilder o si estaba ante la enésima frustración del día.
La puerta se abrió de repente. Sheila no estaba preparada para encontrarse con el hombre que estaba en el umbral. Esperaba que la recibiera un mayordomo o algo así, pero se había equivocado. Aquel hombre alto y fornido transmitía más poder que servidumbre. Era atractivo, aunque no en el sentido clásico. Tenía facciones equilibradas pero fuertes: mandíbula marcada, cejas oscuras y ojos azules. Las líneas de expresión alrededor de los ojos intensificaban la masculinidad y el poder de su mirada. La miró con tanto interés que a ella se le aceleró el pulso.
– ¿Puedo ayudarla en algo? -preguntó él, con tono indiferente.
Sheila reconoció la voz de inmediato. Era Noah Wilder. Tragó saliva con dificultad mientras sentía que le iba a estallar el corazón.
– Busco a Ben Wilder.
El se cruzó de brazos, se apoyó en el umbral y sonrió.
– ¿Quiere ver a Ben? -dijo-. ¿Quién es usted?
Había algo turbador en los ojos azules de Noah; algo que la atraía irremediablemente. Se obligó a apartar la vista, respiró profundamente e hizo caso omiso tanto de la velocidad de su pulso como del deseo desesperado de salir corriendo de allí.
– Soy Sheila Lindstrom -contestó-. Creo que esta tarde he hablado contigo por teléfono.
La sonrisa de Noah se hizo más amplia.
No parecía sorprendido por el anuncio, sino más bien interesado, aunque cauto.
– La que tiene problemas apremiantes en Cascade Valley, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Has llamado a la oficina y Maggie te ha dicho dónde podías encontrarme?
Noah se rascó la barbilla mientras la recorría la mirada y se preguntaba qué tenía aquella mujer que le resultaba tan atractivo. Estaba contemplando sus facciones cuando se oyó el motor de un coche cerca de la entrada. Se puso tenso y desvió la vista hacia el camino, pero el automóvil pasó de largo.
– No -dijo ella.
– ¿No?
Noah volvió a interesarse por la conversación y los ojos grises de Sheila.
– Te he dicho que busco a tu padre -añadió ella.
– Y yo te he dicho que está en el extranjero.
– Esperaba que alguien me diera su dirección o un número de teléfono para llamarlo.
El hizo una mueca y habló con frialdad.
– Tenías razón al decir que tenemos que aclarar varios asuntos -dijo-. Pasa y hablaremos.
Noah se apartó del umbral y esperó a que entrara. Sheila vaciló un momento; el desdén con que él la miraba la hacía sentirse una intrusa.
– Creo que será mejor que hable con tu padre -insistió-. Si pudieras darme un número de teléfono…
– Te he invitado a entrar. Creo que es una buena oferta. Llueve, hace viento y está oscuro. No pienso quedarme hablando contigo bajo la lluvia. Tú eliges: puedes entrar en casa y hablar conmigo, o quedarte sola en el porche. Yo voy a entrar. Esta tarde estabas desesperada por hablar conmigo; ahora tienes la oportunidad. Aprovéchala.
Sheila estaba segura de que era un error entrar en la casa de aquel hombre, pero estaba acorralada. Con la poca dignidad que le quedaba, aceptó la invitación de mala gana y entró en el vestíbulo de los Wilder.
Noah cerró la puerta tras ella y le indicó hacia dónde ir. Sheila trató de ocultar la impresión que le causaba la ostentación de la fortuna familiar. Aunque el apellido Wilder era muy conocido en la zona, jamás había imaginado que el socio de su padre fuera tan importante. Estaba abrumada por el tamaño y la elegancia de la casa, y tuvo que recordarse la dudosa procedencia de la fortuna de Ben Wilder. Se decía de él que carecía de escrúpulos cuando se trataba de dinero y que no permitía que nada se interpusiera en su camino. Miró de reojo al hombre alto que iba a su lado y se preguntó si sería como el padre.
Sin aminorar el paso, Noah la tomó del codo y la condujo a una habitación, casi al fondo de la casa. El fuego de la chimenea y unas lámparas de mesa iluminaban la estancia, que parecía ser la biblioteca. La copa de la mesita que estaba al lado del sillón, junto al fuego, indicaba que Noah estaba esperando a alguien allí. Sheila se preguntó a quién, porque estaba segura de que su visita había sido inesperada. Una vez más volvió a tener la sobrecogedora sensación de que era una intrusa. Noah Wilder era tan misterioso como lo había imaginado.
– Siéntate -dijo él mientras se acercaba al mueble bar-. ¿Te apetece tomar algo?
– No, gracias.
Sheila se sentó en el borde de una mecedora con la esperanza de parecer más tranquila de lo que se sentía.
– ¿Ni siquiera un café? -insistió él.
Ella lo miró y negó con la cabeza. Podía sentir cómo la miraba. Noah tenía los ojos más azules que había visto en su vida, y una mirada tan erótica que la dejaba perpleja.
El se encogió de hombros, se aflojó el nudo de la corbata, se sentó en el sillón, frente a ella, y estudió su cara a la luz de las llamas. Tenía unos ojos tan intensos que, después de sostenerle la mirada durante un momento, Sheila bajó la vista y fingió interesarse por los leños encendidos. Se mordió el labio y trató de concentrarse en cualquier cosa que no fuera la pesadilla del último mes.
Noah se reprendió cuando se dio cuenta de lo fascinado que estaba por la mujer que había llamado a su puerta. Le había llamado la atención cuando habían hablado por teléfono, pero no había imaginado que quedaría tan absolutamente cautivado por su belleza y su involuntaria vulnerabilidad. Era muy atractiva, incluso con el ceño fruncido por la preocupación y con la profunda tristeza que le nublaba la mirada. Estaba hechizado por la combinación del pelo castaño, las facciones delicadas y aquellos ojos grises, grandes y luminosos. Noah no era presa fácil para las mujeres hermosas; casi todas lo aburrían mortalmente. Pero aquella mujer de lengua afilada y ojos de ensueño lo tenía tan hechizado que le costaba ocultar la atracción que sentía.
Aunque intentaba disimularlo con una pose desafiante, se notaba que estaba nerviosa. Tenía las mejillas sonrosadas por el frío, y las gotas de lluvia arrancaban destellos rojizos a su melena.
Noah bebió un trago de su copa. Lo que más lo perturbaba era la sombra de desesperación que tenía en los ojos. Lo preocupaba haber contribuido a aumentarla sin darse cuenta. Sentía la extraña necesidad de protegerla. Quería acercarse, consolarla y hacerle el amor hasta que se olvidara de todo y no pudiera pensar en nada más que en él.
Esa última idea lo sacudió violentamente. No entendía qué hacía fantaseando con una mujer a la que casi no conocía. Refrenó sus emociones y se dijo que los pensamientos improcedentes se debían a las tensiones del día y a la preocupación que lo carcomía. No sabía nada de Sheila Lindstrom. Trató de convencerse de que era una mujer como cualquier otra y, por lo que sabía, lo único que quería de él era una parte de la fortuna de su padre.
Se terminó la copa y rompió el silencio.
– Muy bien, Sheila. Tienes toda mi atención. ¿Qué quieres de mí?
– Ya te he dicho que quiero ponerme en contacto con tu padre.
– Y yo te he respondido que va a ser imposible. Mi padre se está recuperando de un problema de salud en México. Tendrás que tratar conmigo.
– Ya lo he intentado -le recordó ella.
– Es cierto. Lo has intentado, y te he dado largas. Te pido disculpas. En ese momento tenía otros asuntos en la cabeza, pero ahora estoy listo para escuchar. Doy por sentado que quieres hablar de la demanda de la aseguradora de la bodega. ¿Me equivoco?
– No. Verás, Ben era amigo de mi padre, y creo que si lograra hablar con él, podría convencerlo de la importancia de reconstruir la bodega antes de la vendimia.
– ¿Por qué crees que a Wilder Investments le interesaría que Cascade Valley siga funcionando?
– Para ganar dinero, obviamente.
– Pero la bodega no era rentable.
– Sólo en los últimos años. Tuvimos una racha de mala suerte, pero ahora…
– ¿”Tuvimos”? ¿Tú estabas al frente del negocio?
– No. Se ocupaba mi padre…
A Sheila se le quebró la voz al pensar en su padre.
– Murió en el incendio, ¿verdad? -preguntó Noah.
– Sí.
– ¿Y crees que puedes sustituirlo?
Ella cuadró los hombros y sonrió con tristeza.
– Sé que podría sacar adelante la empresa -dijo, casi en un susurro.
– ¿Trabajabas en la bodega?
– No; digo sí… Bueno, sólo en verano.
Noah la intimidaba tanto que no podía pensar con claridad.
– Ayudaba a mi padre durante las vacaciones de verano -continuó-. Soy asesora en un instituto de formación profesional.
Sheila se abstuvo de mencionar los cinco años que había estado casada con Jeff Coleridge; era una parte de su vida que prefería olvidar. La única satisfacción que había tenido en su matrimonio era Emily.
Noah se quedó mirándola con aire pensativo. No podía negar que había una clara determinación en aquellos ojos grises.
– ¿Y qué te cualifica exactamente para dirigir la bodega? -preguntó-. ¿Un par de veranos en la finca?
– Eso y una licenciatura en administración de empresas -contestó ella, con una sonrisa desafiante.
– Entiendo.
Noah no parecía muy convencido. Frunció el ceño y se levantó para servirse otra copa. Había sido un día largo y difícil, y Sheila Lindstrom lo estaba sacando de quicio. Lo tenía tan embobado que hasta quería ayudarla. Sin preguntarle qué le apetecía, le sirvió una copa de brandy y, después de dejársela en la mesita, volvió a sentarse en su sillón.
– ¿Qué sabes de vinos? -añadió-. No basta con tener un título universitario para poder supervisar la vendimia y la fermentación.
Sheila sabía que la estaba provocando, pero no se dejó amedrentar por la impertinencia de las preguntas y respondió con absoluta tranquilidad.
– De los viñedos de la bodega se ocupa un viticultor -contestó-. Dave Jansen se crió en el valle y es un profesional muy respetado. Sus investigaciones han contribuido a desarrollar una variedad de uva más fuerte, que resiste mejor las bajas temperaturas. Y en cuanto a la fermentación y el embotellado, tenemos en plantilla a un vinicultor que es más que capaz de…
– ¿Cómo explicas que la bodega pierda dinero? Dices que tu padre sabía lo que hacía, pero según el último informe anual, las cosas iban de mal en peor.
– Como he dicho antes, tuvimos una racha de mala suerte.
– ¿”Mala suerte”? Primero fueron las botellas adulteradas en Montana y la costosa retirada del mercado de toda la producción. Después, la cosecha dañada del año pasado por culpa de una nevada temprana. Más tarde, las cenizas y los detritos de la erupción del Saint Helen. Y por último, el incendio que, por lo que tengo entendido, fue provocado. ¿Llamas a eso “mala suerte”?
– ¿Y tú cómo lo llamarías? -lo desafió ella.
– Mala administración.
– ¡Fueron desastres naturales!
– El incendio no.
Sheila se puso tensa. No quería perder la calma, pero era del todo imposible.
– ¿Qué insinúas? -preguntó.
– Que tu padre no era precisamente un empresario modelo. No me refiero sólo al incendio… ¿Para qué pidió un préstamo a Wilder Investments?, ¿para invertirlo en la bodega? Lo dudo mucho.
Ella notó el calor que le subía por la espalda. Se preguntaba cuánto sabía Noah de ella y si tendría que explicarle que su padre le había dado la mayor parte del préstamo.
Noah siguió con su ataque frontal.
– No sé cómo crees que puedes volver rentable el negocio, si ni siquiera tienes experiencia.
Sheila perdió la paciencia y se puso en pie con intención de marcharse.
– Ya comprendo -replicó, sarcástica-. Cascade Valley no cumple los márgenes de beneficio mínimo establecidos por Wilder Investments. ¿Es eso lo que quieres decir?
A él se le oscurecieron los ojos antes de que se le suavizara la mirada. A pesar del mal humor, no pudo evitar que se le dibujara una sonrisa en los labios.
– Touché, señorita Lindstrom-murmuró.
Sheila se había preparado para una batalla verbal y estaba perpleja por el repentino cambio de actitud de su adversario. Al ver que la sonrisa de Noah ponía fin a la tensión del ambiente, se le aceleró el corazón y tuvo la perturbadora sensación de que el enigmático hombre que la estaba mirando podía leerle la mente. Sentía que quería tocarla, olerle el pelo y hacerla olvidarse del resto de los hombres. No necesitaba que él se lo dijera; podía verlo en la intensidad de su mirada.
Aquello le provocó sensaciones contradictorias: la necesidad imperiosa de irse y el impulso de quedarse. No entendía qué le pasaba ni por qué los problemas de Cascade Valley le parecían tan remotos y vagos. Comprendió que tenía que irse antes de dejarse tentar por aquellos ojos azules. Noah Wilder era demasiado poderoso y tenía una mirada peligrosamente seductora.
Sheila tomó el bolso y trató de aplacar las emociones que la sacudían y que no se atrevía a mencionar.
– ¿Po-podríamos reunirnos la semana que viene? -balbuceó.
Noah la miró con perplejidad.
– ¿Y ahora qué te pasa?
– Me tengo que ir. Me espera mi hija.
Sheila empezó a volverse hacia la puerta para escapar de la seducción de la mirada de Noah.
– ¿Tienes una hija? -preguntó él, poniéndose en pie-. Pero creía que…
– ¿Que no estaba casada? No lo estoy. Me divorcié hace cuatro años.
El divorcio seguía siendo un asunto doloroso para Sheila. Aunque ya no quería a Jeff, le molestaba hablar del fracaso de su matrimonio.
– No era mi intención cotillear -se disculpó él.
La sinceridad de Noah la conmovió.
– Lo sé -dijo-. No pasa nada.
– Lo siento si he tocado un tema delicado.
– No te preocupes. Fue hace mucho tiempo.
El ruido de un coche que se acercaba interrumpió sus palabras. Sheila agradeció la súbita distracción; Noah se estaba acercando demasiado. El motor siguió rugiendo durante unos segundos y se perdió en la distancia.
Noah se puso alerta de inmediato.
– Discúlpame -murmuró mientras salía de la habitación.
Sheila esperó un momento antes de imitarlo. Tenía que salir de la casa y alejarse de Noah Wilder. Avanzaba por el pasillo cuando oyó que se abría la puerta de entrada.
– ¿Dónde diablos estabas? -pregunta Noah.
La preocupación que había en su voz retumbó en toda la casa. Sheila retrocedió sobre sus pasos y se maldijo por no haberse ido antes. Lo último que quería era verse envuelta en una discusión familiar.
La voz de Noah volvió a resonar.
– ¡No quiero oír tus excusas lastimeras! Sube y trata de dormir la mona. Hablaremos por la mañana, pero no puedes seguir con este comportamiento. ¡Que sea la última vez que vuelves borracho a casa, Sean!
Sheila suspiró aliviada al descubrir que quien había llegado era el hijo de Noah. Por algún motivo, la reconfortaba saber que no se trataba de su mujer. Volvió a la biblioteca sin poder quitarse de la cabeza lo que había oído. No entendía bien qué pasaba, pero sabía que no le convenía saber nada más de Noah Wilder y su familia; era peligroso.
Empezó a dar vueltas por la sala. Noah estaba a punto de volver y eso la ponía nerviosa. No quería verlo de nuevo, y menos en aquella habitación; era demasiado acogedora y parecía el escenario perfecto para una escena romántica. Necesitaba verlo en otro momento y en un lugar seguro.
Corrió hasta una puerta acristalada que daba al exterior, giró el picaporte y se escabulló en la oscuridad. Se sentía culpable por marcharse sin despedirse pero no se le ocurría ninguna excusa que explicara su partida intempestiva era mas fácil salir sin que la vieran. No se podía permitir el lujo de mezclarse en los problemas personales que Noah pudiera tener, ya que, al fin y al cabo, ella era únicamente una socia de Wilder Investments. Se estremeció al sentir el aire frío del exterior y tuvo que escudriñar en la oscuridad. La lluvia le mojaba la cara mientras trataba de orientarse en la noche sin luna.
– ¿Qué se hace ahora? -farfulló.
Maldijo al descubrir que no había salido por una puerta trasera, como creía, sino que estaba en una enorme terraza con vista al lago Washington. Se apoyo en la barandilla y se asomo solo para ver que no había manera de bajar por el acantilado. No tenía escapatoria.
– ¡Sheila¡ -gritó Noah- ¿Qué haces?
Se sobresalto tanto al oírlo que se resbaló y tuvo que aferrarse a la barandilla para no caer.
Noah corrió a tomarla por los hombros y la apartó del borde de la terraza. Ella se quedó paralizada de vergüenza. Imaginaba que debía de haber quedado como una imbécil que trataba de huir por el acantilado. Al parecer, la elegancia y el sentido común la habían abandonado al conocer a Noah.
– Te he hecho una pregunta -insistió él, zarandeándola-. ¿Qué hacías aquí?
Además de furioso, Noah parecía atemorizado.
– Trataba de irme -contestó ella.
– ¿Por qué?
– No quería oír la discusión que tenías con tu hijo.
Noah dejó de agarrarla con fuerza, pero no la soltó.
– Tendrías que haber estado sorda para no oír mis gritos -dijo-. Me alegro de que no estuvieras pensando en saltar desde la terraza.
– ¿Qué dices? Tendría que estar loca. La caída debe de ser de más de quince metros.
– Por lo menos.
– ¿Creías que iba a saltar? -preguntó ella con incredulidad.
– No sabía qué pensar. No te conozco, y no termino de entender ni por qué has salido a la terraza ni por qué estabas asomada a barandilla.
– No es tan complicado. Me quería ir y estaba buscando una salida en la parte de atrás de la casa.
– ¿Y por qué tenías tanta prisa?
Noah la miró atentamente. Aunque la oscuridad dificultaba la visión, estaba seguro de que se había sonrojado.
– No me siento cómoda en esta casa -reconoció ella.
– ¿Por qué?
De haber podido ser sincera, Sheila le habría dicho que la ponía incómoda, porque no era en absoluto como había esperado y se sentía atraída por él. Pero no podía confesarle la verdad.
– Porque he invadido tu intimidad-dijo-. Te pido disculpas. No tendría que haber venido a tu casa sin invitación.
– Pero no sabías que era mi casa.
– Eso es lo de menos. Creo que será mejor que me vaya. Podemos vernos en otro momento. En tu despacho o, si lo prefieres, en la bodega.
– No sé cuándo tendré tiempo.
– Estoy segura de que encontrarás un rato para mí.
– ¿Y por qué no ahora?
– Ya te he dicho que no quiero interferir en tu vida privada.
– Creo que ya es demasiado tarde para eso.
Sheila tragó saliva, pero seguía con la boca seca. La intensidad de la mirada de Noah la hacía sentirse extrañamente vulnerable y desvalida. Aun así, no sólo no se apartó, sino que le sostuvo la mirada y se obligó a no temblar. Sabía que la iba a besar y abrió la boca involuntariamente. Noah bajó la cabeza y le acarició el cuello mientras la devoraba con un beso que sabía a promesas y peligro.
Sheila no fue consciente de lo que le estaba ofreciendo hasta que lo abrazó por la cintura. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había deseado a un hombre. No había dejado que nadie se le acerara desde el divorcio. Sin embargo, en aquel momento, bajo la lluvia de verano y besando a un hombre del que no se podía fiar, se sentía más entregada y apasionada que nunca.
Noah la tomó de la cintura para apretarla contra sí y besarla con devoción. Sheila sintió que sus sentidos empezaban a despertar y como volvían a la vida las sensaciones que creía muertas.
Cuando él se apartó para mirarla, la realidad la sacudió como un rayo. Al ver la pasión en los ojos azules de Noah supo que en sus ojos también ardía un deseo que no tenía límites.
– Perdóname -se disculpó, tratando de retroceder.
– ¿Por qué?
– Por todo. No pretendía que las cosas se nos fueran tanto de las manos.
El ladeó la cabeza con expresión descreída.
– Te gusta abandonarme, ¿verdad? -dijo.
– Me refiero a que no planeaba tener nada contigo.
– Lo sé.
– ¿En serio?
– Por supuesto. Ninguno de los dos esperaba esto, pero no podemos negar que nos sentimos muy atraídos el uno por el otro.
Noah le pasó un dedo por los labios, como si la desafiara a que lo contradijese. A ella le flaquearon las piernas cuando lo vio bajar la cabeza para volver a besarla. Estaba loca por él, pero reprimió el deseo y apartó la cara. Le temblaban los labios y no pudo evitar que sus ojos reflejaran el miedo que sentía.
– ¿Ocurre algo? -preguntó él.
– ¿Bromeas? Ocurre de todo. Vine a Seattle con la esperanza de que me ayudaras con la bodega; como no podía hablar contigo, he venido aquí buscando a tu padre. Te he oído discutir con tu hijo y, por si fuera poco, he acabado entre tus brazos.
– De acuerdo, tenemos algunos problemillas.
– ¿”Algunos”?
– Lo que trato de decir es que a veces es mejor distanciarse de los problemas. Da una mejor perspectiva de las cosas.
– ¿Estás seguro?
– De lo que estoy seguro es de que te encuentro increíblemente atractiva.
– Sabes que esto no va a funcionar.
– No pienses en el futuro.
– Alguien tiene que hacerlo -declaró, antes de apartarse de él-. Quería hablar con tu padre porque tú te negabas a recibirme.
– Menudo error por mi parte.
Sheila hizo caso omiso de la insinuaciones.
Ese es el único motivo por el que estoy aquí -afirmó-. No pretendía oírte discutir con tu hijo ni esperaba que estuviéramos tan cerca. Espero que lo entiendas.
– Lo entiendo perfectamente.
La sonrisa seductora de Noah la cautivó por completo. Era poderoso, pero amable; atrevido, pero no descarado; fuerte, pero no inflexible. La clase de hombre que ella no creía que existiera. No obstante, a pesar de la atracción irrefrenable que sentía por él, no estaba segura de sus sentimientos.
– Me tengo que ir -dijo.
– Quédate.
– No puedo.
– ¿Por tu hija?
– Por ella y por otras cosas.
– Vamos, entra en casa. Te estás mojando.
– Por lo menos tengo una gabardina.
Sheila dirigió la mirada a la musculatura del pecho de Noah bajo la camisa húmeda.
– No esperaba que te escaparas bajo la lluvia.
– Ha sido una estupidez. Es que no quería importunar. No creía que…
– ¿No creías que tuviera mis propios problemas?
Ella asintió avergonzada.
– Lo siento.
– No te preocupes. Debería haber sido más discreto, pero al ver llegar a Sean otra vez borracho a casa, he perdido el control.
Noah se enjugó las gotas de lluvia de la frente como si estuviera borrando un pensamiento desagradable. Después la tomó del codo y, mientras entraba en la casa con ella, no pudo evitar notar la dignidad con que se dejaba llevar.
– Gracias por recibirme -dijo ella-. No me vas a decir dónde puedo encontrar a tu padre, ¿verdad?
– Dudo que sea lo más inteligente.
Sheila sonrió apenada.
– En ese caso, me voy. Gracias por tu tiempo.
– ¿Piensas ir en coche hasta el valle esta noche?
Noah estudió las facciones cansadas de Sheila. No sabía hasta qué punto podía fiarse de ella. Aunque le parecía sincera, tenía la impresión de que ocultaba algo; un secreto que tenía miedo de compartir.
– No -contestó ella-. Volveré mañana.
– Creía que te esperaba tu hija.
– Esta noche no. Se lo debe de estar pasando en grande. Su abuela la malcría.
Noah se rascó la barbilla y arqueó las cejas.
– No sabía que tu madre vivía -dijo.
– No. Emily está con la madre de mi ex marido. Nos llevamos muy bien.
– ¿Y también te llevas bien con tu ex?
– Jeff y yo somos civilizados.
– Así que lo sigues viendo.
– No puedo evitarlo. Tenemos una hija.
– ¿Y la trata bien?
– Supongo que sí. ¿Acaso importa?
– ¿Cómo no va a importar? -replicó él, perplejo.
– A mí sí, por supuesto. Pero no entiendo por qué te importa a ti.
– Tienes razón. No he debido entrometerme en un tema tan delicado.
Sheila se puso tensa. La conversación se estaba volviendo demasiado personal. El divorcio había sido una experiencia dolorosa y prefería no pensar en ello. No le gustaba hablar de Jeff con nadie, y menos con un hombre al que empezaba a admirar. Además, no era asunto de Noah. Buscó las llaves del coche en el bolso y dijo:
– Creo que será mejor que me vaya.
– ¿Otra vez te quieres escapar?
– ¿Cómo dices?
– ¿No es eso lo que tratabas de hacer cuando has salido a la terraza? No me negarás que intentabas evitar una confrontación conmigo.
– Estabas discutiendo con tu hijo. Sólo trataba de darte un poco de intimidad.
Noah la miró fijamente a los ojos.
– No ha sido sólo por eso, ¿verdad?
– No entiendo qué insinúas.
– Por supuesto que sí -afirmó él, acercándose más-. Tratas de evitarme cada vez que la conversación se vuelve personal.
– He venido a hablar de negocios. No es un asunto personal.
– Guárdate ese discurso para otro.
Ella lo miró con expresión desafiante, pero mantuvo el aplomo.
– Déjate de rodeos y dime qué es lo que te molesta.
– Has venido para intentar hablar con Ben-contestó él-. Me estabas puenteando. No soy tonto. Sé que estabas tratando de evitarme a propósito.
– ¡Porque no querías atenerte a razones!
– Soy un hombre razonable -le acarició la barbilla y la miró fijamente-Quédate, por favor -suplicó.
– ¿Para qué?
– Podríamos empezar por hablar de tus planes para sacar adelante la bodega.
– ¿Cambiarías tu postura sobre el pago de la aseguradora?
El sonrió y empezó a jugar con el cuello de la gabardina.
– Creo que podrías convencerme para que hiciera cualquier cosa -susurró.
A Sheila se le aceleró el corazón. Dio un paso atrás, se cruzó de brazos y lo miró con desconfianza.
– ¿Qué haría falta? -preguntó.
– ¿Para qué?
– Para que escuches mi versión de lo ocurrido.
– No mucho.
– ¿Cuánto?
La sonrisa de Noah se hizo más ancha y se le iluminaron los ojos con picardía.
– ¿Por qué no empezamos con una cena? -propuso-. Nada me gustaría más que escucharte mientras tomo una copa del mejor vino de Cascade Valley.
– De acuerdo. ¿Por qué no? Pero antes dejemos las reglas claras. Insisto en que mantengamos la conversación en el ámbito de los negocios.
– Tú ven conmigo. Ya veremos qué nos deparan la conversación y la noche.