Bob Shaw Las astronaves de madera

PARTE I — Las sombras se acumulan

Capítulo 1

Lord Toller Maraquine sacó la espada de su funda y la sostuvo de forma que el sol del antedía se reflejara a todo lo largo de su hoja. Como ya le había ocurrido antes, se sintió cautivado por su belleza deslumbrante. En contraste con las armas negras tradicionales usadas comunmente, ésta parecía poseer un toque etéreo, como un rayo de luz del sol atravesando la niebla, pero Toller sabía que no había nada sobrenatural en sus poderes. Incluso en su forma más simple, la espada había sido el mejor instrumento mortífero de la historia, y él había conseguido dar un paso más en su desarrollo.

Presionó un pequeño botón escondido en la ornamentación del puño y una parte curvada se abrió por medio de un resorte, revelando una cavidad en forma de tubo. Dentro había un pequeño frasco de vidrio fino que contenía un líquido amarillento. Se aseguró de que el frasco estaba intacto y después volvió a cerrar la cavidad. Sin deseos de dejar aún la espada, probó su filo y la sopesó durante unos segundos. Después, de pronto, se colocó en guardia en la primera posición. En ese momento, su esposa única, de oscuros cabellos, haciendo uso de esa extraña habilidad para materializarse en el instante más inoportuno, abrió la puerta y entró en la habitación.

—Te ruego que me perdones; creía que estabas solo —Gesalla le dirigió una sonrisa impregnada de falsa dulzura y miró a su alrededor—. Por cierto, ¿dónde está tu adversario? ¿Lo has cortado en pedacitos tan pequeños que no puede verse, o es que ya era invisible?

Toller suspiró, miró a su esposa, bajó la espada y dijo:

—El sarcasmo no te va.

—¿Y a ti te va jugar a ser guerrero? —Gesalla atravesó la habitación hasta él con pasos ligeros y silenciosos y le rodeó el cuello con sus brazos—. ¿Qué edad tienes ahora, Toller? ¡Cincuenta y tres! ¿Cuándo vas a abandonar tu afición a pelear y matar?

—Cuando los hombres se conviertan en santos; y eso es algo que no sucederá en un año ni en dos.

—¿Quién está siendo sarcástico ahora?

—Debe de ser contagioso —dijo Toller sonriendo, experimentando el placer de contemplarla, que apenas había disminuido a lo largo de los años de matrimonio.

Los treinta y tres pasados en Overland, muchos de ellos difíciles, no habían alterado mayormente el aspecto de Gesalla ni ensanchado su esbelta figura. Uno de los pocos cambios apreciables en ella era la aparición de un mechón plateado, que bien podría haber sido aplicado a su cabello por un experto peluquero. Continuaba llevando vestidos largos y ligeros de colores suaves, aunque la creciente industria textil de Overland hasta el momento no había sido capaz de producir las telas sedosas que tanto apreciaban en el Viejo Mundo.

—¿A qué hora es tu cita con el rey? —preguntó Gesalla, retrocediendo un paso para examinar con ojo crítico las ropas que él vestía. Una causa frecuente de discusiones entre ellos era que, a pesar de su ascenso social, él insistía en vestirse como un plebeyo; por lo general, con una camisa de cuello abierto y unos sencillos pantalones.

—A las nueve —contestó—. Tendré que salir pronto.

—¿Y piensas ir así vestido? —preguntó Gesalla.

—¿Por qué no?

—No es muy adecuado para una audiencia con el rey. Chakkel puede considerarlo una descortesía.

—Que lo tome como quiera —Toller frunció el entrecejo mientras guardaba la espada en su funda de cuero y ajustaba la correa—. A veces me harto de la nobleza y de todas sus costumbres.

Advirtió una momentánea expresión de preocupación en el rostro de Gesalla e inmediatamente se arrepintió de haber hecho ese comentario. Se colocó la espada enfundada bajo el brazo, y sonrió de nuevo para demostrarle que su estado de ánimo era tranquilo y razonable. Tomó su fina mano y caminó con ella hasta la entrada principal de la casa. Ésta era una edificación de una sola planta, como la mayoría de las viviendas en Overland; pero el hecho de que estuviese construida en piedra y contara con diez habitaciones espaciosas indicaba que era el hogar de un noble. Los albañiles y carpinteros todavía eran escasos treinta y tres años después de la Gran Migración, y la mayor parte de la población tenía que conformarse con casas relativamente frágiles.

La espada personal de Toller estaba colgada, dentro de su vaina unida al cinturón, en el vestíbulo de entrada. Hizo ademán de cogerla, pero, por consideración a Gesalla, se apartó del arma con un gesto de despedida y abrió la puerta. El patio del otro lado resplandecía tan ferozmente bajo el sol que sus muros y pavimento parecían tener luz propia.

—No he visto hoy a Cassyll —dijo Toller, cuando el calor salió a su encuentro en una oleada—. ¿Dónde está?

—Se levantó temprano y fue directamente a la mina.

Toller asintió con complacencia.

—Trabaja mucho.

—Un rasgo heredado de mí —dijo Gesalla—. ¿Volverás antes de la noche breve?

—Sí. No tengo ningún deseo de prolongar mis asuntos con Chakkell.

Toller se dirigió hacia su cuernazul, que esperaba pacientemente junto a un arbusto podado en forma de lanza. Sujetó la funda de cuero sobre la grupa del animal, subió a él y se despidió de Gesalla con la mano. Ella respondió con un ligero movimiento de cabeza, adquiriendo inesperadamente una expresión preocupada.

—Bueno, sólo voy al palacio por un asunto sin importancia —dijo Toller—. ¿Por qué estás tan preocupada?

—No lo sé. Tal vez sea un presentimiento… —Gesalla casi sonrió—. Quizá has estado tranquilo durante demasiado tiempo.

—Hablas como si yo fuera un niño —protestó.

Ella abrió la boca para responder, luego cambió de opinión y se volvió hacia la casa. Un poco desconcertado, Toller azuzó su cuernazul para que empezara a andar. En la puerta de madera del patio, el animal adiestrado acercó el hocico a la placa que accionaba la cerradura —un artilugio diseñado por Cassyll—, y pocos segundos después salieron a las verdes praderas del paisaje.

El camino, un sendero de grava y guijarros delimitado por dos hileras de rocas, se extendía hacia el este hasta encontrarse con la carretera que conducía a Prad, la ciudad más importante de Overland. Toda el área de las posesiones de Toller estaba cultivada por agricultores arrendatarios, y presentaba diferentes tonalidades de verde dispuestas en franjas; pero más allá de sus límites, las colinas tenían su uniforme color natural, un verdor intenso que inundaba el horizonte. No había nubes ni humo que suavizaran los rayos del sol. El cielo era una bóveda de claridad infinita, sólo salpicado por las estrellas más brillantes y algún meteoro ocasional destacando bajo el resplandor general. Y justo encima, gravitacionalmente fijo en su lugar, estaba el enorme disco del Viejo Mundo, claramente visible pero no amenazador; un recuerdo del episodio más trascendental de la historia de Kolkorron.

Era uno de esos antedías en los que Toller normalmente se hubiera sentido en paz consigo mismo y con el resto del universo, pero la inquietud producida por el humor sombrío de Gesalla aún no había desaparecido de su mente. ¿Sería posible que tuviese una verdadera premonición, presagios de próximos trastornos en sus vidas? Y, lo que era más probable, ¿le conocía mejor de lo que se conocía él mismo y era capaz de interpretar signos de los que él ni siquiera era consciente?

No podía negar que, durante los últimos tiempos, había estado acosado por una extraña inquietud. El trabajo que había hecho para el rey —explorar y dominar el continente de Overland— le procuró honores y posesiones; estaba casado con la única mujer que había amado y tenía un hijo del cual estaba orgulloso. Sin embargo, increíblemente, la vida empezaba a parecerle insulsa. La perspectiva de continuar por este camino tranquilo y sin grandes esfuerzos hasta encontrarse con la vejez y la muerte le producía una extraña sensación de desasosiego. Sintiéndose como un traidor, había hecho todo lo posible por ocultar a Gesalla sus pensamientos, aunque nunca había logrado engañarla durante mucho tiempo…

Toller vio en la lejanía un grupo de soldados que avanzaban por la carretera. No les prestó mucha atención durante varios minutos, hasta que se dio cuenta de que su marcha hacia Prad era demasiado lenta para tratarse de un destacamento montado. Contento por haber encontrado una distracción, sacó del bolsillo su pequeño telescopio y enfocó al distante grupo. La razón de su lentitud se hizo evidente. Cuatro hombres en cuernazules escoltaban a otro que iba a pie, seguramente un prisionero.

Toller cerró el telescopio y lo guardó, frunciendo el entrecejo con extrañeza, ya que en Overland los delitos eran prácticamente inexistentes. Había demasiado trabajo que hacer, pocas personas poseían algo que valiese la pena robar y la diseminación de la población dificultaba el escondite de malhechores.

Su curiosidad creció, y le hizo acelerar la marcha hasta alcanzar el cruce con el camino principal, que le dejó un poco adelantado respecto al grupo que avanzaba lentamente. Detuvo su montura y estudió a los hombres que se aproximaban. Los emblemas del guantelete verde en los pechos de los jinetes le revelaron que eran soldados privados del barón Panvarl. El hombre de débil complexión que andaba a tropezones en el centro del cuadrado formado por los cuatro cuernazules vestía ropas de campesino. Llevaba las muñecas atadas delante y unos hilos de sangre seca bajaban desde su enmarañado cabello negro, evidenciando malos tratos.

Toller era consciente de su antipatía hacia los soldados cuando vio que los ojos del prisionero estaban fijos en él y expresaban reconocimiento. Esto hizo que su memoria se activara. Al principio, no había identificado al hombre a causa de su aspecto desastrado, pero ahora supo que era Oaslit Spennel, un fruticultor cuya parcela estaba a seis kilómetros hacia el sur. De vez en cuando suministraba fruta a la casa Maraquine, y tenía fama de ser un hombre de buen carácter, tranquilo y trabajador. El desagrado inicial que sintió hacia los soldados se transformó, al momento, en hostilidad.

—Buen antedía, Oaslit —gritó, adelantando su cuernazul para obstruir la carretera—. Me sorprende encontrarte en tan dudosa compañía.

Spennel le mostró sus muñecas atadas.

—He sido arrestado ilegalmente, mi…

—¡Silencio, comemierda!

El sargento que encabezaba la compañía le hizo un gesto amenazador a Spennel, después se volvió con mirada furiosa hacia Toller. Era un hombre de torso robusto, un poco viejo para su rango, con las toscas facciones y la expresión adusta de los que han visto mucho en su vida, pero sin beneficiarse de la experiencia. Su mirada recorrió en zigzag a Toller, que lo contemplaba impasible, sabiendo que el sargento intentaba encontrar una conexión entre la sencillez de sus ropas con el hecho de que montara un cuernazul que lucía las guarniciones más distinguidas.

—Apártate del camino —dijo finalmente el sargento.

Toller negó con la cabeza.

—Exijo información sobre los cargos que se le imputan a este hombre.

—Exiges mucho para andar desarmado.

El sargento echó una ojeada a sus tres compañeros y éstos le respondieron con sonrisas irónicas.

—No necesito armas en estos parajes —dijo Toller—. Soy lord Toller Maraquine. Quizás hayas oído hablar de mí.

—Todo el mundo ha oído hablar del regicida —murmuró el sargento, aumentando la descortesía del tono al retrasar el tratamiento correcto—, milord.

Toller sonrió mientras grababa en su memoria el rostro del sargento.

—¿Cuáles son los cargos contra tu prisionero?

—Este cerdo es culpable de traición; y tendrá que enfrentarse al verdugo hoy en Prad.

Toller desmontó, moviéndose lentamente para darse tiempo de asimilar la noticia, y fue hacia Spennel.

—¿Qué es lo que he oído, Oaslit?

—Todo son mentiras, mi señor —Oaslit habló con voz baja y aterrorizada—. Le juro que soy del todo inocente. No he insultado en absoluto al barón.

—¿Te refieres a Panvarl? ¿Por qué ha creído él tal cosa?

Spennel miró nerviosamente a los soldados antes de responder.

—Mi campo linda con las propiedades del barón, milord. El manantial que riega mis árboles desagua en sus tierras y…

A Spennel le falló la voz y sacudió la cabeza, incapaz de continuar.

—Sigue —dijo Toller—. No puedo ayudarte a menos que conozca la historia.

Spennel tragó saliva.

—El agua va a parar a un llano donde al barón le gusta que sus cuernazules se ejerciten, y lo enfanga. Hace dos días vino a mi casa para ordenarme que clausurase el manantial con piedras y cemento. Le dije que necesitaba el agua para vivir y me ofrecí a canalizarla fuera de sus tierras. Se puso furioso e insistió en que lo clausurase de inmediato. Le dije que sería de poca utilidad hacerlo, porque el agua encontraría otro camino para salir a la superficie. Entonces…, entonces me acusó de haberle insultado. Se marchó jurando que obtendría una orden del rey para arrestarme y ejecutarme bajo el cargo de traición.

—¡Todo eso por un pedazo de tierra enfangada! —Toller se mordió el labio inferior, desconcertado—. Panvarl debe de estar perdiendo la razón.

Spennel logró esbozar una triste sonrisa.

—Seguramente no, milord. A otros campesinos les han sido confiscadas sus tierras.

—De modo que así van las cosas —dijo Toller con voz baja y ronca, sintiendo el regreso de la decepción que a veces casi lo convertía en un solitario.

Hubo un período, inmediatamente después de la llegada de la humanidad a Overland, en el que creyó que la raza iniciaba una nueva ruta. Aquellos fueron los años impetuosos de exploración y asentamiento en el verde continente que circundaba el planeta, cuando parecía que todos los hombres podrían considerarse iguales y que los viejos boatos serían abandonados. Persistió en sus esperanzas aun cuando la realidad comenzó a contradecirlas, pero al fin tuvo que preguntarse si el viaje entre los dos mundos había sido un esfuerzo inútil.

—No tengas miedo —le dijo a Spennel—. No vas a morir por el asunto de Panvarl. Te doy mi palabra.

—Gracias, gracias, gracias… —Spennel dirigió una mirada a los soldados y bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Milord, ¿no tendrías poder suficiente para liberarme ahora?

Toller negó con la cabeza.

—Que yo fuese en contra de las órdenes del rey sólo te perjudicaría. Además, nos conviene más que continúes hasta Prad a pie; así tendré tiempo suficiente para hablar con el rey.

—Gracias otra vez, milord, desde lo más profundo de mí… —Spennel se interrumpió, como si se avergonzara de sí mismo, como un comerciante que trata de obtener una ganancia que él mismo considera ilegítima—. Si algo me ocurriese, milord, ¿sería tan…, informaría a mi mujer y a mi hija, y se preocuparía de que ellas…?

—No va a sucederte nada malo —dijo Toller, casi con brusquedad—. Ahora tranquilízate cuanto puedas y deja el resto de este triste incidente en mis manos.

Se volvió, caminando con aire indiferente hasta su cuernazul y lo montó, sintiendo cierta preocupación por el hecho de que Spennel, a pesar de las garantías que él le había dado, seguía convencido de que iba a morir —o, al menos, tenía sus dudas—. Era señal de que los tiempos habían cambiado, un indicio de que ya no contaba con el respaldo del rey, y de que esta disminución del respaldo era conocida. Hasta el momento no le había preocupado mucho, pero le preocupaba ahora saber que era incapaz de ayudar a un hombre en la situación de Spennel.

Acercó su cuernazul al sargento y le dijo:

—¿Cómo te llamas?

—¿Qué importancia tiene eso para usted? —replicó el sargento—. Milord.

Con sorpresa, Toller percibió que, durante un momento, todo se volvía rojo, como le sucedía en su juventud antes de sus arrebatos de cólera. Se inclinó hacia delante, taladrando al otro con la mirada, y vio que la expresión provocadora desaparecía.

—Te lo preguntaré una vez más, sargento —dijo—. ¿Cómo te llamas?

El sargento dudó sólo un instante.

—Gnapperl.

Toller le dedicó una amplia sonrisa.

—Muy bien, Gnapperl, ahora nos conocemos y podemos ser amigos. Me dirijo a Prad para una audiencia privada con el rey, y lo primero que haré es conseguir que sea perdonado el supuesto delito de Spennel. De momento está bajo mi protección personal, y, siento decirlo ahora que somos amigos, si le sucede alguna desgracia, a ti te sucederá otra mayor. Espero haberme expresado claramente.

El sargento respondió con una mirada malévola, apretando los labios mientras buscaba una respuesta, sin hallarla. Toller se despidió con un ademán de burlona cortesía, dio la vuelta a su montura y salió a medio galope. Estaba a seis kilómetros de la capital de Kolkorron, y esperaba llegar al menos una hora antes que Gnapperl y sus acompañantes.

Miró hacia el planeta hermano que, suspendido directamente sobre él, ocupaba un gran arco del cielo, y supo por la extensión de la parte iluminada por el sol que llegaría puntual a su cita. Incluso teniendo que negociar la liberación de Spennel, terminaría su misión a tiempo para volver a casa antes de que el sol desapareciera detrás del Viejo Mundo; eso siempre y cuando el rey mostrara una disposición razonable.

La mejor forma de enfocarlo, decidió, sería utilizar el desagrado de Chakkell respecto a la tendencia de los nobles a ampliar sus territorios. Cuando el nuevo estado de Kolkorron fue fundado, Chakkell, el primer soberano de la historia que no había accedido a la realeza por herencia, intentó proteger su posición limitando estrictamente la extensión de los dominios de los aristócratas. Hubo ciertos resentimientos —en especial entre aquéllos emparentados con la antigua familia real—, pero Chakkell supo tratarlos con firmeza y, en algunos casos, incluso con crueldad. Toller estaba demasiado ocupado entonces para prestar atención a aquello.

Recordaba los primeros años como si los hubiera soñado, en lugar de vivido. Ya no era capaz de reproducir en su mente la línea ondeante de naves espaciales, un sendero que subía más de cien kilómetros para descender desde el cénit tras el cruce interplanetario. La mayor parte de las naves fueron desmanteladas poco después del aterrizaje; las telas de los globos se emplearon en hacer tiendas de campaña para los colonizadores o, en algunos casos, se utilizaron como fundas para las aeronaves. Por deseo de Chakkell, una serie de naves se conservaron intactas para convertirse en las primeras piezas de futuros museos, pero Toller no había visitado ninguno desde hacía mucho tiempo. Las inertes e inútiles naves espaciales eran incompatibles con el dinamismo de su vida, que se hallaba en su cota más alta.

Al descender un montículo vio la ciudad de Prad a lo lejos, su centro abrazado por la curva de un ancho río. A sus ojos, la ciudad tenía una extraña apariencia porque, al contrario de su Ro-Atabri natal, se había originado según una abstracción, sobre un proyecto arquitectónico. Un grupo de altos edificios marcaba el centro bien delimitado y claramente visible entre las verdes líneas horizontales del paisaje, mientras que el resto tenía sólo una atenuada presencia. Sobre el terreno estaban esbozados los diseños de futuras avenidas y plazas; en algunos sectores, bordeados por hileras de viviendas de madera, pero en otros sólo por postes y pedruscos pintados de blanco. Aquí y allá en las afueras, un edificio de piedra otorgaba realidad al plan sugiriendo un puesto de avanzada solitario sitiado por ejércitos de hierba y maleza. En muchas zonas la quietud era completa, excepto por los pterthas en forma de burbuja, que rebotaban suavemente a través del campo abierto o junto a las cercas.

Toller siguió el camino hasta entrar en la ciudad, que raramente visitaba. Se cruzó con hombres, mujeres y niños, cada vez en mayor número a medida que avanzaba. Al llegar al centro, encontró un ambiente bullicioso que le recordó los mercados de las ciudades del Viejo Mundo. Los edificios públicos eran del estilo tradicional kolkorronés, con formas romboidales superpuestas hechas en mampostería y ladrillos de varios colores, aunque no los mismos que en Land, ya que habían tenido que adaptarse a los recursos locales. Para revestir los cantos y esquinas debería haberse usado arenisca roja oscura, pero en Overland todavía no se había encontrado y los constructores la sustituyeron por granito marrón. La mayoría de las tiendas y hosterías se construyeron deliberadamente a semejanza de las del Viejo Mundo, y en algunas zonas a Toller casi le pareció que había vuelto a Ro-Atabri.

Sin embargo, la tosquedad y la mala calidad de los acabados de muchas estructuras reforzó su opinión de que el rey Chakkell había intentado construir demasiado deprisa. Sólo doce mil personas lograron realizar con éxito el viaje a Overland y, aunque estaban multiplicándose rápidamente, la total población del planeta no llegaba a quince mil. La mayoría de sus componentes eran muy jóvenes y, como consecuencia de la decisión de Chakkell de crear un estado mundial, se encontraban diseminados en pequeñas comunidades por toda la superficie del planeta. Incluso Prad, que se nominaba capital, albergaba a menos de ocho mil, siendo una ciudad incómodamente glorificada por haberse establecido en ella la sede del gobierno.

Al acercarse por el lado norte, Toller empezó a divisar el palacio real en la orilla opuesta del río. Era un edificio rectangular, arquitectónicamente incompleto, al que le faltaban las alas y la torre que incluso el impaciente Chakkell confió a las generaciones futuras. El mármol blanco y rosa con que estaba revestido asomaba entre las hileras de árboles que aún no habían alcanzado la madurez. En pocos minutos, Toller se encontró sobre el ornamentado y único puente que cruzaba el río. Se aproximó a las puertas de madera de brakka de la verja del palacio, donde fue reconocido por el jefe de la guardia.

En el patio principal del palacio había unos veinte featones y otros tantos cuernazules ensillados, una señal de que aquel día el rey estaba muy ocupado. Toller pensó que tal vez no lograría verlo a la hora fijada, y sintió un repentino estremecimiento de ansiedad por la suerte de Spennel. La amenaza que le había dirigido al sargento perdería su efectividad en presencia de un verdugo y de los altos oficiales portadores de las órdenes de ejecución. Desmontó, desató la funda de la espada y se apresuró hacia el arco de la entrada principal. Fue admitido por los guardianes del exterior con bastante rapidez; pero, como temía, dos ostiarios de armaduras negras lo detuvieron ante las puertas labradas de la cámara de audiencias.

—Lo siento, milord —dijo uno de ellos—. Debe esperar aquí hasta que el rey le invite a entrar.

Toller echó una ojeada a las otras personas que aguardaban, algunas con la insignia de la espada y la pluma de los mensajeros reales, de pie en el pasillo, en grupos de dos o tres.

—Pero mi cita está fijada a las nueve —protestó Toller.

—Algunos están esperando desde las siete, milord.

La ansiedad de Toller creció ante aquello. Paseó en círculo sobre el suelo de mosaico mientras tomaba una decisión y después, tratando de parecer relajado y alegre, se aproximó nuevamente a los guardianes. Cuando entabló conversación con ellos, parecieron satisfechos, aunque no demasiado, puesto que el control de aquella puerta les proporcionaba una situación de superioridad ante tantos solicitantes. Toller habló con ellos durante varios minutos y empezaba a serle difícil encontrar nuevos temas intrascendentes, cuando sonaron unos pasos del otro lado de la puerta doble.

Cada ostiario tiró de una hoja y apareció un pequeño grupo de hombres que lucían la indumentaria de los comisionados, mostrando una satisfacción evidente por el resultado de su reunión con el rey. Un hombre de cabello blanco que parecía desempeñar el cargo de administrador de distrito se aproximó, en espera de ser conducido a la presencia de Chakkell.

—Discúlpeme —murmuró Toller, adelantándosele.

Los sorprendidos ostiarios trataron de bloquearle el camino pero, incluso en el comienzo de sus cincuenta años, Toller conservaba mucha de la fuerza rápida e imprevista que lo había caracterizado siendo un soldado joven, y apartó a los dos hombres con facilidad. Un segundo más tarde, caminaba a grandes zancadas por la sala de altos techos hacia el trono donde estaba sentado Chakkell. Éste levantó la cabeza, alertado por el ruido metálico de las armas de los ostiarios que perseguían a Toller, y su expresión se transformó en enojo.

—¡Maraquine! —gritó de repente, poniéndose de pie—. ¿Qué significa esta intrusión?

—¡Es un asunto de vida o muerte, majestad! —Toller permitió a los guardias que lo cogieran por los brazos, pero resistió sus intentos de llevarlo de nuevo hacia la puerta—. La vida de un hombre inocente está en juego y le ruego que considere el asunto sin demora. Además, ruego que ordene a los guardianes que se retiren; servirían de muy poco si me viese obligado a separar las manos de sus muñecas.

Esas palabras provocaron que los guardianes incrementaran su esfuerzo para moverlo, pero Chakkell los señaló con un dedo que desplazó lentamente hacia la puerta. Los guardianes soltaron a Toller de inmediato, hicieron una reverencia y retrocedieron. Chakkell permaneció en pie, sus ojos fijos en los de Toller, hasta que se quedaron solos en la gran sala. Entonces se sentó pesadamente y se llevó una mano a la frente.

—No puedo dar crédito a mis ojos, Maraquine —dijo—. Sigues siendo el mismo, ¿verdad? Esperaba que desposeerte de los estados de Brunor te enseñaría a refrenar tu maldita insolencia, pero veo que fui demasiado optimista.

—No necesito…

Toller se interrumpió, dándose cuenta de que estaba tomando un mal camino para lograr su objetivo. Contempló al rey sobriamente, tratado de calcular cuánto había perjudicado ya los intereses de Spennel. Chakkell tenía ahora sesenta y cinco años; su cuero cabelludo, bronceado por el sol, carecía de pelo casi en toda su superficie y había engordado mucho, pero conservaba aún intacta su agilidad mental. Todavía era un hombre duro e intolerante, y había perdido poco —o nada— de la implacabilidad que le ayudó a conseguir el trono.

—¡Sigue! —Chakkell frunció el ceño, haciendo de sus cejas una franja continua—. ¿No necesitas qué?

—No tiene importancia, majestad —dijo Toller—. Le pido sinceramente disculpas por entrar de esta forma, pero repito que se trata de la vida de un inocente, y no hay tiempo que perder.

—¿Quién es ese hombre inocente? ¿Por qué me molestas con eso?

Mientras Toller describía los sucesos del antedía, Chakkell jugaba con la joya azul que colgaba sobre su pecho. Al final del relato, esbozó una sonrisa tranquila llena de incredulidad.

—¿Cómo sabes que tu humilde amigo no insultó a Panvarl?

—Me lo juró.

Chakkell mantuvo la sonrisa.

—¿De modo que es la palabra de un miserable campesino contra la de un noble de este reino?

—Conozco personalmente al campesino —se apresuró a decir—. Respondo de su honestidad.

—¿Pero qué induciría a Panvarl a mentir sobre un asunto de tan poca importancia.

—La tierra —Toller dejó un tiempo para que la palabra calara—. Panvarl está expulsando a los campesinos de sus alrededores y añadiendo esas posesiones a su hacienda. Su intención es bastante clara, y supongo que no cuenta con su aprobación.

Chakkell se recostó en la silla dorada, acentuando su sonrisa.

—Comprendo lo que insinúas, mi querido Toller; pero si Panvarl se contenta con adueñarse de las pequeñas propiedades una a una, pasaran mil años antes que sus descendientes puedan representar una amenaza para la monarquía. Me perdonarás si ahora continúo dedicándome a asuntos más urgentes…

—Pero…

Toller experimentó una sensación de fracaso al comprender el significado de que Chakkell utilizase su nombre de pila y de su repentino buen humor. Iba a ser castigado por sus delitos pasados y presentes con la muerte de otro hombre. Esta idea transformó su inquietud en un pánico terrible.

—Majestad —dijo—, debo apelar a su sentido de la justicia. Uno de sus leales súbditos, un hombre que no cuenta con medios para defenderse por sí mismo, va a ser privado de su propiedad y de su vida.

—Pero eso es justo —contestó, Chakkell sosegadamente—. Debería haber pensado en las consecuencias antes de insultar a Panvarl, e indirectamente a mí. En mi opinión, el barón se ha comportado con gran corrección. Tenía derecho a aplastar allí mismo a ese patán en vez de solicitar una orden.

—Eso es dar apariencia de legalidad a sus actividades criminales.

—¡Ten cuidado, Marraquine! —la expresión cordial se borró del rostro aceitunado del rey—. Corres peligro de ir demasiado lejos.

—Disculpe, majestad —dijo Toller, y en su desesperación decidió poner el asunto en un plano personal—. Sólo pretendo salvar la vida de un inocente, y para tal propósito puedo recordarle cierto favor que me debe.

—¿Favor? ¿Te debo un favor?

Toller asintió.

—Sí, majestad. Me refiero a la ocasión en que protegí no sólo su vida, sino también la de la reina Daseene y la de sus tres hijos. Nunca he mencionado el asunto, pero ahora…

—¡Basta! —el grito de incredulidad de Chakkell produjo ecos en el artesonado—. Te recuerdo que protegiste a mi familia casualmente, mientras tratabas de salvar tu propia piel; pero de eso hace más de veinte años. Y aunque no te has referido nunca al asunto, según dices, lo has utilizado una y otra vez cuando deseabas que te concediese algo. Mirando hacia atrás, me parece que ha sido tu único tema de conversación. No, Maraquine, ya te has aprovechado demasiado de eso.

—Pero de todas formas, majestad, cuatro vidas reales por el precio de una vulgar…

—¡Silencio! No sigas importunándome con ese asunto. ¿Por qué estás aquí? —Chakkell cogió un montón de papeles de un estante cercano a su silla y los hojeó rápidamente—. Ya veo. Has pedido audiencia para entregarme un obsequio muy especial. ¿Qué es?

Comprendiendo que por el momento no sería sensato presionar más al rey, Toller abrió el envoltorio de cuero y mostró su contenido.

—Un obsequio muy especial, majestad.

—Una espada de metal —Chakkell dejó escapar un exagerado suspiro—. Maraquine, estas obsesiones tuyas son cada vez más fastidiosas. Creía que ya se había establecido de una vez por todas que el hierro es inferior a la madera de brakka como material para armamento.

—Pero esta hoja está hecha de acero —Toller sacó la espada y estaba a punto de entregársela al rey, cuando se le ocurrió una nueva idea—. Hemos descubierto que fundiendo el mineral en la parte superior del horno se produce un metal mucho más duro, que puede ser templado para formar una hoja perfecta.

Dejando la funda en el suelo, Toller adoptó la posición primera de en guardia. Chakkell se agitó en su silla, mirando con inquietud.

—Ya conoces el protocolo sobre llevar armas en palacio, Maraquine. Podría llamar a la guardia y dejar que ellos se encarguen de ti.

—Eso me procuraría una buena oportunidad para demostrar el valor de este obsequio —dijo Toller sonriendo—. Con esto en mi mano puedo vencer al mejor espadachín del ejército.

—Te estás poniendo en ridículo. Vete a casa con tu radiante juguete y déjame que me ocupe de mis asuntos.

—Lo que he dicho es cierto —Toller le dio un tono de dureza a su voz—. El mejor espadachín de su ejército.

Chakkell respondió al nuevo desafío de Toller mirándole con los ojos entrecerrados.

—Parece que los años han debilitado tu mente tanto como tu cuerpo. Supongo que habrás oído hablar de Karkarand. ¿Tienes idea de lo que podría hacerle a un hombre de tu edad?

—Se quedará indefenso ante mí mientras yo tenga esta espada —Toller bajó el arma—. Estoy tan seguro de ello, que apostaría lo que queda de mis propiedades en un duelo con Karkarand. Sé que tiene afición por el juego, majestad. ¿Qué le parece? Todas mis propiedades contra la vida de un campesino.

—¡Así que es eso! —Chakkell sacudió la cabeza—. No estoy dispuesto a…

—Podemos hacerlo a muerte si lo desea —insistió Toller.

Chakkell saltó de su asiento.

—¡Eres un estúpido arrogante, Maraquine! Ahora tendrás lo que tan insistentemente has buscado desde el día en que nos conocimos. Será un gran placer ver como la luz del día traspasa tu duro cráneo.

—Gracias, majestad —dijo Toller secamente—. Mientras tanto…, ¿podría suspenderse la ejecución?

—No será necesario. El resultado se conocerá de inmediato.

Chakkell levantó una mano y un secretario cargado de espaldas, que seguramente había estado espiando por un agujero de observación, se deslizó en el salón por una pequeña puerta.

—¿Majestad? —dijo, inclinándose tan exageradamente que Toller dedujo que debía de haber adquirido aquel defecto a causa de muchos años de sumisión.

—Dos cosas —dijo Chakkell—. Informa a los que esperan fuera que debo salir para tratar otro asunto, pero que no se inquieten porque mi ausencia será breve. ¡Extremadamente breve! Y segundo, di al comendador de la casa que preciso que Karkarand esté en el patio de armas dentro de tres minutos. Que vaya armado y preparado para enfrentarse a un desafío.

—Sí, majestad.

El secretario se inclinó de nuevo y, tras dirigir una mirada prolongada y especulativa a Toller, se dirigió con rapidez hacia la puerta doble. Se movía con paso ansioso: un día que se anunciaba aburrido se había convertido de repente en promesa de memorable diversión. Toller observó cómo se alejaba y, habiéndosele concedido tiempo para pensar, empezó a preguntarse si habría sobrepasado los límites de la razón en su defensa de Spennel.

—¿Qué sucede, Maraquine? —dijo Chakkell recobrando su anterior jovialidad—. ¿Te arrepientes?

Sin esperar una respuesta, el rey le hizo un gesto con el dedo para que le siguiese y abandonó la sala de audiencias por una salida privada cubierta con una cortina. Mientras caminaba detrás del regente por el pasillo recubierto de madera, llegó a su mente la imagen de Gesalla en el momento de su partida: recordó sus preocupados ojos grises, y sus dudas se incrementaron. ¿Tenía su esposa el poder de intuir el peligro que saldría a su encuentro? Su coincidencia en el camino con Spennel y los soldados había sido casual, desde luego, pero Toller vivía en una sociedad donde la muerte violenta no era un suceso desacostumbrado, y en años anteriores no se había alterado por las noticias de ejecuciones sumarias e injustas. ¿Podría ser que, aquejado de una insatisfacción destructiva, hubiese buscado una forma de colocarse en una situación peligrosa, aunque aquel encuentro no se hubiera producido?

Si lo que procuraba inconscientemente era ponerse en peligro, lo había logrado. Nunca había visto a Karkarand, pero sabía que el hombre era un extraordinario luchador con la espada, desprovisto del más leve vestigio de consideración por la vida humana, con una complexión tan fuerte que se rumoreaba que había matado a un cuernazul de un puñetazo. Para un hombre de mediana edad, aunque estuviese armado, enfrentarse a tal máquina de matar era un acto que bordeaba el suicidio. Y como última muestra de imbecilidad, había apostado la hacienda que daba soporte a su familia al desenlace del duelo.

«Perdóname, Gesalla», pensó Toller, encogiéndose mentalmente ante la mirada severa de su esposa única. «Si sobrevivo a este episodio me comportaré con prudencia hasta el día que muera. Prometo ser lo que quieras que sea».

El rey Chakkell llegó hasta la puerta que conducía al exterior y, prescindiendo del protocolo, tiró de ella para abrirla haciendo un ademán a Toller para que le precediese en la salida al patio de armas. Un resto de sentido común hizo dudar a Toller; después, advirtió la sonrisa de Chakkell y comprendió el simbolismo de su acción: se alegraba de infringir sus reglas normales de conducta por el privilegio de conducir a un antiguo adversario fuera del mundo de los vivos.

—¿Qué te preocupa, Toller? —preguntó, nuevemente jovial—. Al llegar a este punto, cualquier otro hombre estaría reconsiderando su situación. Quizá tú la consideras por primera vez. ¿O te estás arrepintiendo?

—Al contrario —contestó Toller, volviendo a sonreír—. Estoy deseoso de hacer un poco de ejercicio.

Colocó la vaina de cuero sobre la superficie de grava del patio y sacó la espada. Era agradable apreciar su peso equilibrado y la precisión con que se adaptaba a la mano, y su ansiedad empezó a disminuir. Levantó la vista hacia el enorme disco del Viejo Mundo y vio que la hora novena acababa de iniciarse, lo que significaba que aún podría llegar a casa antes de la noche breve.

—¿Qué es eso, un canal para la sangre? —dijo Chakkell al acercarse para mirar la espada de acero y advirtiendo una estría que partía de la empuñadura—. Con una hoja tan larga no podrás hundirla hasta el mango.

—Nuevos materiales, nuevos diseños —Toller, que no deseaba que el secreto del arma fuese revelado prematuramente, se giró y examinó la hilera de cuarteles militares y almacenes que bordeaban el patio de armas—. ¿Dónde está su espadachín, majestad? Espero que se mueva con mayor presteza en el combate.

—Eso lo descubrirás pronto —dijo Chakkell con serenidad.

En ese momento se abrió una puerta en el muro del fondo y surgió un hombre vestido con uniforme de soldado. Tras él aparecieron otros soldados que se distribuyeron por los lados, mezclándose con la fila de espectadores que se formaba silenciosamente en el perímetro del patio. Toller comprendió que la noticia se había extendido con rapidez, atrayendo a aquellos que esperaban ver una pincelada rojiza añadida a la monótona vida de palacio.

Volvió su atención al soldado que salió primero y que ahora se dirigía hacia donde estaban ellos. Karkarand no era tan alto como Toller había imaginado, pero tenía un torso tremendamente ancho y unas piernas tan poderosas que avanzaba con paso ágil y elástico a pesar de su corpulencia. Sus brazos eran tan musculosos que, incapaces de colgar verticalmente a los lados, se proyectaban lateralmente en ángulo, dando un toque de monstruosidad a su aspecto ya intimidatorio. La cara de Karkarand era muy grande, pero más estrecha que el tronco de su cuello; sus facciones estaban veladas por una barba cerdosa y rojiza. Los ojos, fijos en los de Toller, eran tan claros y brillantes que parecían fosforescentes a la sombra del casco de brakka.

Toller comprendió de inmediato que había cometido un gran error al lanzar aquel reto ante el rey. Delante de él tenía a una criatura que más parecía una máquina de guerra que un ser humano, y que no necesitaba ningún arma para incrementar las fuerzas destructivas con que la naturaleza había dotado a su cuerpo grotesco. Aunque fuese desarmado casualmente por un oponente, sería capaz de dirigir el combate hasta un desenlace fatal. Toller aumentó de forma instintiva la presión de su mano sobre la espada y, decidiendo no esperar más, apretó el botón de la empuñadura. Sintió que el receptáculo de vidrio se rompía en su interior y soltaba su carga de fluído amarillo.

—Majestad —dijo Karkarand con una voz sorprendentemente melodiosa, cuando llegó hasta ellos y saludó al rey.

—Buen antedía, Karkarand —el tono de Chakkell también pareció ligero, casi frívolo—. Lord Toller Maraquine, de quien sin duda habrás oído hablar, parece que se ha enamorado de la muerte. Pórtate bien y complace sus deseos en seguida.

—Sí, majestad.

Karkarand saludó de nuevo y, en continuación del movimiento, sacó su espada de batalla. En lugar de las marcas corrientes del regimiento, el negro de la hoja de madera de brakka mostaba inscrustaciones de esmalte rojo en forma de gotas de sangre: un signo de que su propietario contaba con el favor personal del rey. Karkarand se volvió sin prisa hacia Toller, con una expresión serena y mezclada con un poco de curiosidad, y alzó la espada. Chakkell retrocedió varios pasos.

Los latidos del corazón de Toller se aceleraron mientras se preparaba, preguntándose cómo se iniciaría el ataque de Karkarand. Había imaginado una embestida repentina con la intención de terminar el duelo en el transcurso de un segundo, pero su oponente jugaba de forma distinta. Moviéndose con lentitud hacia delante, Karkarand levantó la espada y la bajó luego de golpe con un movimiento tan simple como el de un niño. Sorprendido por la falta de sutileza del hombre, Toller la paró automáticamente, y casi gritó cuando el increíble golpe se trasmitió por la hoja, torciendo y aflojando la empuñadura de sus dedos, provocando un intenso dolor en su mano.

¡La espada casi había sido arrebatada de su agarre tras el primer golpe de Karkarand!

Apretó los dedos entumecidos sobre la empuñadura, que todavía vibraba, justo a tiempo de contener una repetición exacta del primer golpe. Esta vez se encontraba más preparado para la terrible fuerza del ataque y la espada no se movió en su mano, pero el dolor fue aún más agudo que antes, extendiéndose hasta la muñeca. Karkarand siguió moviéndose hacia delante con paso lento, repitiendo el golpe sin ninguna variación; y entonces Toller entendió la estrategia de su oponente. Aquella sería una muerte humillante. Era evidente que Karkarand habría oído hablar de lord Toller Maraquine, y estaba decidido a mejorar su propia reputación simplemente caminando hacia el regicida como un autómata, para aniquilarlo en una demostración de fuerza bruta. «No se necesitó ninguna táctica especial», sería el mensaje para los espectadores y para el resto del mundo. El gran Toller Maraquine fue presa fácil para el primer guerrero auténtico al que se enfrentó.

Toller saltó hacia atrás, alejándose de Karkarand para liberarse del implacable acoso de la espada negra y conseguir tiempo para pensar. Pudo comprobar ahora que la espada de Karkarand era más gruesa y pesada que una normal de batalla, más adecuada para ejecuciones formales que para un combate prolongado, y sólo uno poseía la fuerza sobrehumana para manejarla eficazmente. La cuestión central del problema se encontraba en el extraño estilo de lucha que Karkarand había adoptado. Una serie inexorable de golpes verticales era la mejor técnica —aunque elegida inconscientemente— para defenderse del poder secreto de la espada de acero de Toller. Si quería sobrevivir, y de esta forma conseguir su propósito y salvaguardar el patrimonio familiar para su esposa y su hijo, tendría que forzar un cambio radical en el estilo de combate.

Poniendo en práctica su resolución, Toller esperó hasta que la espada de Karkarand se alzó de nuevo sobre su cabeza y entonces acometió con rapidez, parando el golpe subsiguiente mediante el bloqueo de la hoja cerca de la empuñadura. El contraataque cogió a Karkarand desprevenido porque éste sólo podía haber sido realizado con éxito por alguien que superara su fuerza física y, evidentemente, no era el caso. Karkarand parpadeó; y después, con un resoplido de satisfacción, empujó hacia abajo con toda la potencia de su enorme brazo derecho. Toller sólo logró resistir pocos segundos antes de verse obligado a ceder, y cuando el empuje de su oponente ganó velocidad fue forzado a una retirada humillante en la que estuvo a punto de caerse.

Los espectadores, que habían avanzado hasta formar un círculo, le dedicaron algunos aplausos irónicos; un sonido en el que Toller detectó una nota de anticipación. Le hizo una reverencia a Chakkell, que respondió con un signo impaciente para que continuasen con el duelo. Toller se giró rápidamente sobre su oponente, sintiéndose ahora satisfecho y aliviado, sabiendo que la parte superior de las dos hojas había estado en contacto el tiempo suficiente para que el arma de Karkarand se impregnase generosamente del líquido amarillo.

—Basta de comedia, regicida —gruñó Karkarand, al asestar otro de sus bruscos y asesinos golpes verticales.

En vez de esquivar el ataque, Toller, usando la técnica de las espadas cortas, blandió su hoja sobre y alrededor de la trayectoria, y concluyó el movimiento interceptándola. La espada de Karkarand se partió con un chasquido justo debajo de la empuñadura y la hoja negra saltó dando vueltas sobre la grava. Corriendo unos pasos hasta la espada destrozada, Karkarand dejó escapar un grito de angustiada sorpresa que fue amplificado por el silencio que se había extendido sobre la multitud.

—¿Qué has hecho, Maraquine? —chilló Chakkell, mientras avanzaba a grandes zancadas—. ¿Qué artimaña es ésa?

—¡Ninguna artimaña! Véalo por usted mismo, majestad —gritó Toller, con su atención sólo parcialmente puesta en el rey.

El duelo podía haberse dado por terminado o suspendido según las reglas normales kolkorronesas, pero él había catalogado a Karkarand como un hombre para quien los códigos de comportamiento no significaban nada, que siempre intentaría matar usando cualquier método que estuviese a su alcance. Toller miró al rey sólo un instante, calculando el tiempo de que disponía; después se volvió con la espada alzada y descubrió un resplandeciente barrido horizontal.

Karkarand, que iba corriendo hacia él con el puño alzado como una porra, resbaló al detenerse con la punta de la espada de Toller en su diafragma. Una mancha encarnada se extendió rápidamente sobre la gruesa tela gris de su túnica, pero él mantuvo su posición, respirando pesadamente, e incluso pareció que continuaba avanzando a pesar del metal que penetraba en su carne.

—Elije, ogro —dijo Toller en voz baja—. La vida o la muerte.

Karkarand lo contempló callado, todavía sin moverse, con los ojos reducidos a unas pálidas rendijas maliciosas en el rostro verticalmente comprimido, y Toller se encontró preparándose para una acción que ya era extraña a su naturaleza.

—Usa el cerebro, Karkarand —dijo Chakkell, acercándose al lugar del enfrentamiento—. De poco me servirás con una espina dorsal partida en dos. Vuelve a tus ocupaciones de inmediato. Este asunto puede concluirse otro día.

—Majestad…

Karkarand retrocedió y saludó al rey sin apartar su mirada del rostro de Toller. Se giró y se encaminó hacia los cuarteles, mientras los espectadores se apartaban para dejarle paso. Chakkell, que había sido indulgente con sus subditos mientras creyó que Toller podía morir, hizo un gesto con el brazo y la multitud se dispersó rápidamente. En pocos segundos Toller y Chakkell estuvieron solos en el patio, bajo el sol.

—¡Bueno, Maraquine! —Chakkell extendió la mano—. El arma.

—Desde luego, majestad.

Toller abrió el compartimiento del mango, revelando el recipiente roto cubierto de cieno amarillo, y un olor penetrante, que recordaba el del helecho blanco, impregnó el aire caliente. Sosteniendo la espada por la parte inferior de la hoja, Toller se la entregó a Chakkell para que la inspeccionase.

Este arrugó la nariz con desagrado.

—¡Es fango de brakka!

—Refinado. De esta forma resulta más fácil eliminarlo de la piel.

—La forma no tiene importancia —Chakkell bajó la vista y dio un puntapié al mango desprendido de la espada de Karkarand. La madera negra de un fragmento de hoja borboteaba visiblemente, formando una espuma bajo la acción destructiva del fluído—. Sigo diciendo que has recurrido a una trampa.

—Y yo mantengo que no es una trampa —replicó Toller—. Cuando se dispone de una arma nueva sólo un imbécil se aferraría a la antigua; eso siempre ha sido un principio de la lógica militar. Y de hoy en adelante, las armas de madera de brakka han quedado obsoletas —se detuvo para echar un vistazo a la convexidad suspendida del Viejo Mundo—. Pertenecen allí, al pasado.

Chakkell le devolvió la espada de acero y caminó pensativo, dando vueltas, antes de volver a fijar sus ojos en Toller.

—No te entiendo, Maraquine. ¿Por qué has ido tan lejos? ¿Por qué te has tomado tantas molestias?

—La tala de árboles de brakka debe interrumpirse, y cuanto antes mejor.

—¡La misma historia de siempre! ¿Y qué ocurrirá si no revelo todos los detalles de tu nuevo juguete?

—Ya es demasiado tarde —dijo Toller, señalando hacia los cuarteles militares—. Muchos soldados vieron como la espada de acero resistió los fuertes impactos que le inflingió Karkarand, y también vieron lo que le ocurrió a su hoja. Está más allá del poder de cualquier gobernante ocultar ese tipo de información. Los soldados lo comentarán, majestad. Todos se sentirán inquietos e incluso resentidos, si se les pide que acudan a una batalla provistos de armas que saben inferiores.

»Si en el futuro se produce alguna insurrección, y ¡ojalá no suceda!, el traidor que la encabezara se aseguraría de que sus soldados fuesen equipados con espadas de acero de este nuevo diseño. En una situación semejante, cien de sus hombres podrían derrotar a mil…

—¡Basta! —Chakkell se llevó las manos a las sienes y permaneció así durante un momento, respirando ruidosamente—. Envía doce unidades de tu maldita espada a Gragron, del Consejo Militar. Hablaré con él mientras tanto.

—Gracias, majestad —dijo Toller, teniendo cuidado de mostrarse más agradecido que triunfante—. Y ahora, ¿qué hay de la ejecución del campesino?

En el marrón oscuro de los ojos de Chakkell se produjo un ligero destello.

—No puedes tenerlo todo, Maraquine. Le ganaste a Karkarand con una artimaña, y por tanto, perdiste la apuesta. Puedes estar agradecido de que no exija el pago estipulado.

—Pero yo expuse los términos claramente —aseguró Toller, palideciendo ante el nuevo giro de los acontecimientos—. Dije que podía vencer al mejor espadachín de su ejército con esta espada en mi mano.

—Estás empezando a parecer un abogadillo de Kail —dijo Chakkell, volviendo a esbozar lentamente su sonrisa—. Recuerda que se supone que eres un hombre de honor.

—Sólo hay una persona aquí cuyo honor puede cuestionarse.

Las palabras pronunciadas, su propia sentencia de muerte, pronto se desvanecieron en la quietud que les rodeaba, y sin embargo a Toller le pareció que aún podía oírlas, apagándose lentamente en su mente. Debo de haberme propuesto morir, se dijo. ¿Pero por qué mi cuerpo actuó por su cuenta? ¿Por qué hizo los movimientos fatales tan rápidamente? ¿Sabía que mi mente es un cómplice indeciso e indigno de confianza? ¿Se recriminan todos los suicidas a sí mismos mientras contemplan el frasco de veneno vacío?

Absorto y preocupado pero con rostro inexpresivo, puesto que la última cosa que podía hacer era mostrar cualquier signo de arrepentimiento, Toller esperó la reacción inevitable del rey. No tenía ningún sentido intentar disculparse o repararlo. En la sociedad kolkorronesa la muerte era el castigo para quienes insultaban al soberano, y Toller no podía hacer nada excepto intentar apartar de su mente la imagen del rostro de Gesalla cuando se enterara de cómo se había elaborado su propia desgracia.

—En cierto modo, eso siempre ha formado parte de un juego entre nosotros —dijo Chakkell, en tono más de reproche que de enojo—. Una y otra vez te he permitido cosas por las que hubiera desollado a cualquier otro hombre; e incluso este mismo antedía, si tu enfrentamiento con Karkarand hubiese seguido su curso natural, creo que habría detenido su espada al final antes de verte morir. Y todo por nuestra pequeña broma particular, nuestro juego secreto. ¿Entiendes eso?

Toller negó con la cabeza.

—Es demasiado profundo para alguien como yo.

—Sabes de qué estoy hablando. Y sabes también que el juego terminó hace un momento, cuando violaste todas las reglas. No me dejas otra alternativa excepto…

Las palabras de Chakkell no fueron escuchadas por Toller, porque al mirar por encima del hombro del rey, vio a un oficial del ejército salir corriendo de una puerta de la fachada norte del palacio. Chakkell debía de haber usado alguna señal secreta, decidió Toller, con el corazón latiendo aceleradamente mientras asía con fuerza su espada de acero. Durante un instante pensó en tomar al rey como rehén y abrirse paso hasta el campo abierto y la libertad, pero la parte inflexible de su naturaleza lo detuvo. No le gustaba la idea de ser perseguido y cazado como un animal. Y además, la acción de amenazar a Chakkell repercutiría sobre su familia. Sin duda, lo mejor sería aceptar que le quedaban pocas horas de vida y abandonar el mundo con la dignidad y honor que le quedaban.

Se apartó unos pasos de Chakkell e iba a alzar su espada, cuando se dio cuenta de que el comportamiento del capitán con el penacho anaranjado no era el de un oficial con la misión de arrestarlo. No iba acompañado por ningún guardia de palacio, su rostro mostraba nerviosismo y en la mano llevaba unos prismáticos en lugar de una espada. Bastante detrás de él, otros soldados y oficiales de la corte fueron apareciendo por los lados del patio de armas. Todos miraban al cielo, en dirección sur.

—…si no haces ningún intento de resistir —estaba diciendo Chakkell—. De lo contrario, no tendré otra opción salvo…

Alertado por el sonido de pisadas que se aproximaban, se interrumpió y se giró hacia el oficial que llegaba corriendo.

—¡Majestad! —exclamó el capitán—. Traigo un mensaje de luminógrafo de parte del mariscal del aire Yeapard. Tiene la consideración de máxima urgencia.

El capitán se paró en seco, saludó y esperó el permiso para continuar.

—Continúa —dijo Chakkell con irritación.

—Una nave espacial ha sido vista al sur de la ciudad, majestad…

—¿Nave espacial? ¿Nave espacial? —preguntó el rey frunciendo el ceño—. ¿De qué habla Yeapard?

—No tengo más información, majestad —contestó el capitán, ofreciéndole los prismáticos—. El mariscal del aire dijo que tal vez deseara usarlos.

Chakkell se los arrebató y los enfocó hacia el cielo. Toller soltó la espada y buscó en el bolsillo su telescopio, entrecerrando los ojos al distinguir un objeto brillante en el sur, aproximadamente a medio camino entre el horizonte y el disco del planeta hermano. Rápidamente enfocó el telescopio, centrando el objeto en un círculo azul brillante. La imagen aumentada le produjo una impresión tan fuerte que expulsó todos los pensamientos sobre su muerte inminente.

Vio el globo con forma de pera, increíblemente grande a pesar de la distancia, y la barquilla rectangular colgando debajo. Vio el cono de escape del propulsor sobresaliendo hacia abajo desde la barquilla, e incluso distinguió las cuerdas casi invisibles de los montantes de aceleración que unían las partes superior e inferior de la nave que viajaba por el aire. Y fue la visión de los montantes, especialmente diseñados para las naves de la Migración, hacía veinte años, lo que confirmó lo que ya la intuición le había comunicado desde el principio, aumentando su conflicto interior.

—No veo nada —se quejó el rey, graduando los prismáticos demasiado deprisa—. ¿Cómo puede haber allí una nave espacial? No he dado ninguna autorización para que sean reconstruidas.

—Creo que ése es el mensaje del mariscal del aire —dijo Toller, hablando en voz baja—. Tenemos visitantes del Viejo Mundo.

Capítulo 2

Las más de treinta carretas de la expedición del Primer Patrimonio habían viajado mucho.

Sus maderas estaban combadas y astilladas, poco quedaba de la pintura original y las averías se hicieron tan frecuentes que la marcha casi nunca superaba los quince kilómetros al día. A pesar del buen estado de los pastos del camino, los cuernazules que proporcionaban la fuerza motriz a la expedición estaban cansados y enflaquecidos, debilitados por las enfermedades producidas por el agua y los ataques de los parásitos.

Bartan Drumme, el explorador designado para la aventura, llevaba las riendas de la primera carreta mientras la caravana avanzaba con dificultad hacia la cima de un cerro bajo. Ante él se desplegaba un paisaje de tierras pantanosas de extraños colores, verdes blancuzcos y amarillentos en especial, salpicados de árboles achaparrados y asimétricos y retorcidos picos de roca negra. La visión no habría desagradado a un viajero normal, pero para alguien que se suponía que guiaba un grupo de hombres esperanzados hacia un paraíso de fertilidad era muy deprimente.

Protestó en voz alta al relacionar mentalmente los diversos factores y sacar la conclusión de que tardarían al menos cinco días más en llegar a la franja horizontal de colinas verdiazules que marcaba el límite de la hondonada cenagosa. Jop Trinchil, que era el que había concebido y organizado la expedición, cada vez se sentía más desilusionado respecto de él, y esta nueva contrariedad no mejoraría la relación entre ambos. Pensando en eso, Bartan comprendió que tendría suerte si algún otro campesino del grupo continuaba dirigiéndole la palabra. Podía decirse que sólo le hablaban cuando era necesario, y tenía la inquietante sensación de que incluso la lealtad de su prometida Sondeweere empezaba a resquebrajarse ante su falta de éxito.

Decidiendo que sería mejor afrontar directamente la furia colectiva, detuvo su carreta, echó el freno y saltó sobre la hierba. A mitad de su veintena, era un hombre alto, de cabello negro, cuerpo esbelto y ágil, y cara redonda y juvenil. Fue su cara, de expresión serena, alegre e inteligente, lo que le ocasionó las primeras dificultades con los campesinos, la mayoría de los cuales se sentían inclinados a desconfiar de los hombres cuya imagen difiriera de las suyas propias. Consciente de los problemas que se le presentarían en los próximos minutos, Bartan se esforzó al máximo por parecer competente y tranquilo cuando indicó a la caravana que se detuviese.

Como había previsto, no hubo necesidad de convocar una reunión. Tras contemplar durante unos segundos el triste panorama que se extendía ante ellos, los campesinos y sus familias abandonaron sus carretas y se acercaron a él, rodeándolo. Cada uno de los miembros de la expedición parecía gritar algo diferente, produciendo una terrible confusión de sonidos, pero Bartan supuso que sus quejas se referían por igual a su habilidad como explorador y al hallazgo de aquella tierra estéril e impracticable. Incluso los niños pequeños lo contemplaban con evidente desdén.

—Bueno, Drumme, ¿qué cuento fantástico vas a contarnos esta vez? —preguntó Jop Trinchil, con los brazos cruzados ante su grueso pecho.

Era un hombre gordo de cabello grisáceo, pero soportaba bien su peso excesivo y tenía unas manos que parecían herramientas de labranza naturales. Daba la impresión de que en una lucha directa sería capaz de vencer a Bartan sin que se alterara siquiera el ritmo de su respiración.

—¿Cuento? ¿Cuento? —Bartan, para tomarse tiempo, decidió fingirse indignado—. Yo no trafico con cuentos.

—Ah, ¿no? Nos dijiste que conocías este territorio.

—Les dije que había volado sobre esta región muchas veces con mi padre, pero eso fue hace mucho tiempo; y hay diferencias entre lo que uno ha visto y lo que recuerda.

Las últimas palabras fueron pronunciadas por Bartan sin pensar, e inmediatamente se maldijo por haber dado al hombre otra oportunidad de usar su supuesta agudeza, a la que tanta afición tenía.

—Me sorprende incluso que te acuerdes de apuntar lejos el miembro cuando meas —dijo Trinchil lentamente, mirando a su alrededor solicitando risas.

«Y a mí me sorprende que recuerdes siquiera dónde tienes el tuyo», pensó Bartan, guardándose la respuesta para él a pesar de que los que le rodeaban, especialmente los niños, estallaron en risas incontenidas. Jop Trinchil era el tutor de Sondeweere, con poder para prohibirle el casamiento, y reaccionaba tan mal cada vez que era superado en un duelo verbal, que ella obligó a Bartan a prometer que no volvería a demostrarle su superioridad.

—No veo ningún interés en seguir hacia el oeste —apuntó un joven campesino llamado Raderan—. Voto porque vayamos al norte.

Otro dijo:

—Estoy de acuerdo. Si seguimos mucho más vamos a acabar llegando al sitio de donde salimos, pero por la dirección contraria.

Bartan movió la cabeza.

—Si vamos hacia el norte llegaremos a Nuevo Kail, que ya está colonizado, y seréis obligados a separaros y ocupar los peores lugares. Creo que el propósito de esta expedición era encontrar buenas tierras y fundar allí una comunidad.

—Ése era el propósito, pero cometimos el error de no contratar a un guía profesional —dijo Trinchil—. Cometimos el error de contratarte a ti.

La verdad contenida en aquella acusación le produjo más efecto que la forma vehemente en que fue pronunciada. Después de conocer a Sondeweere y enamorarse de ella, se sintió desolado al saber que ella iba a marcharse de Ro-Amass con la expedición, y en su deseo de ser aceptado por Trinchil y los otros exageró los conocimientos que tenía de esta parte del continente. En su apasionamiento casi se había convencido de que podía recordar las características geográficas de la vasta zona, pero a medida que las carretas avanzaban hacia el oeste, las deficiencias de su memoria y de gran cantidad de mapas esquemáticos se hicieron más evidentes.

Ahora estaba enfrentándose a las consecuencias de sus manipulaciones, sobre sí mismo y sobre los demás, y algo en la actitud de Trinchil le hacía temer que aquellas consecuencias incluirían un elemento de dolor físico. Alarmado, Bartan se protegió los ojos de la luz del sol y examinó de nuevo el terreno pantanoso, esperando distinguir alguna característica que estimulase su memoria. Casi en seguida advirtió una hendidura en la línea horizontal que limitaba la zona, una hendidura que podía ser el lecho de un río. ¿Cómo se vería desde el aire? ¿Como un fino y blanco dedo señalando hacia el oeste? ¿Se estaba engañando otra vez, o se trataba de una imagen guardada en algún rincón de su mente? Y estaba asociada, al parecer, a una visión aún menos precisa de unas praderas fértiles y ondulantes atravesadas por riachuelos de aguas transparentes.

Decidido a jugar hasta el final, Bartan soltó una fuerte risotada, usando su técnica vocal para que sonara natural y espontánea. La mandíbula de Trinchil, cubierta de cerdas plateadas, se distendió por la sorpresa, y las protestas del resto del grupo cesaron bruscamente.

—No veo nada divertido en nuestra situación —dijo Trinchil—. Y aún menos en la tuya —añadió en tono amenazante.

—Lo siento, lo siento —Bartan lanzó una risita y entornó los ojos, dando la imagen de un hombre que trata de controlar un verdadero júbilo—. Es cruel por mi parte, pero tú sabes que no puedo resistirme a mis propios chistes; y acabo de imaginarme tu cara al creer que toda la aventura había fracasado. Pido disculpas sinceramente.

—¿Has perdido la razón? —preguntó Trinchil, cerrando los puños, convirtiendo sus manos en enormes porras—. Explícate en seguida.

—Con mucho gusto —Bartan hizo un gesto teatral señalando a la hondonada pantanosa—. A todos os gustará saber que ese plato de papilla enmohecida no es más que la señal que tanto hemos anhelado desde el principio. Al otro lado, justo detrás de esas colinas, encontraréis la mejor tierra que nunca hayáis visto, extendiéndose legua tras legua en todas las direcciones, hasta donde el ojo alcance a ver. Amigos míos, nuestro viaje casi ha terminado. Pronto nuestros días de fatigas y tribulaciones habrán llegado a su fin, y podremos reclamar…

—Basta de palabrería —gritó Trinchil, alzando las manos para sofocar la excitación creciente entre los espectadores—. Ya hemos sufrido tu retórica demasiadas veces en el pasado. ¿Por qué íbamos a creerte ahora?

—Sigo diciendo que tendríamos que volver al norte —dijo Raderan, adelantándose—. Y si vamos a hacerlo, sería mejor volver ahora desde aquí, antes que perder el tiempo bordeando esa ciénaga por las dudosas afirmaciones de un imbécil.

—Imbécil es una palabra demasiado suave para él —dijo Firenda, la voluminosa esposa de grado del granjero Raderan.

Después de reflexionar un momento, sugirió lo que ella consideraba una descripción más apropiada, arrancando una carcajada de muchas de las mujeres y una risa aún más exaltada por parte de los niños.

—Es una suerte que esté protegida por las faldas, señora —protestó Bartan, dudando en su interior de la posibilidad de soportar a la giganta más que unos segundos.

Para su consternación, ella empezó inmediatamente a manipular el nudo del cordel de su cintura.

—Si sólo son mis ropas lo que te frenan —dijo con voz áspera— pronto podremos…

—¡Déjame esto a mí, mujer! —Trinchil se había erguido en toda su estatura en afirmación de su autoridad—. Todos los que estamos aquí somos gente razonable, y nos conviene resolver nuestras disputas de una forma racional. Estarás de acuerdo con eso, ¿verdad, señor Drumme?

—Totalmente —dijo Bartan, aunque su alivio estaba limitado por la sospecha de que las intenciones de Trinchil respecto a él no se habían tornado amigables de repente.

Detrás del círculo de gente vio la figura rubia de Sondeweere que apartaba la lona de la carreta y se bajaba de ella. Supuso que volvería a subir al enterarse de que él se encontraba en nuevas dificultades, para no aumentar sus problemas con su presencia. Llevaba una blusa verde sin mangas y unos ceñidos pantalones de un tono más oscuro. Ese atuendo era bastante común en las jóvenes de las poblaciones campesinas, pero Bartan notaba que ella lo llevaba con una elegancia especial que la distinguía de todas las demás y que delataba cualidades espirituales igualmente excepcionales. Incluso con la mente ocupada por su difícil situación, experimentó un intenso placer al contemplar sus graciosos y lánguidos movimientos al descender por un lado de la carreta.

—Siendo así, señor Drumme —dijo Trinchil, acercándose a la carreta de Bartan—, creo que ha llegado el momento de despertar a tu pasajera durmiente y que empiece a pagar su viaje.

Este era el momento que Bartan había esperado evitar desde el comienzo de la expedición.

—Ah… Pero eso ocasionará mucho trabajo.

—No tanto como cruzar esas colinas y encontrar quizás otra ciénaga o un desierto al otro lado.

—Sí, pero…

—¿Pero qué? —Trinchil tiró de la cubierta de lona—. Tienes ahí dentro una aeronave, y puedes volar en ella, ¿no? Si se probara que has llenado la cabeza de mi sobrina con un montón de mentiras, me pondría muy furioso. Tan furioso como nunca me has visto. Más furioso de lo que puedas ser capaz de imaginar.

Bartan miró a Sondeweere, que ya estaba llegando al grupo, y se desconcertó al ver que le observaba con expresión interrogante, por no decir de duda.

—Desde luego, mi aeronave está ahí —dijo con precipitación—. Bueno, en realidad es más un aerobote que una aeronave; pero les aseguro que soy un piloto excelente.

—Nave, bote o cascarón, no vamos a escuchar ninguna excusa más.

Trinchil empezó a desatar la cubierta y otros hombres se acercaron voluntariamente para ayudarle.

Sin atreverse a plantar objeciones, Bartan contempló la operación con el ánimo cada vez más sombrío. El aerobote era el único objeto de valor que había heredado de su padre, un hombre cuya pasión por volar fue empobreciéndole poco a poco, y terminó matándolo. La capacidad de vuelo de la nave era dudosa en extremo, pero Bartan había ocultado esa circunstancia cuando se presentó para que le permitiesen unirse a la expedición. «Un explorador aéreo puede ser de gran valor para el grupo», había argüído; y Trinchil, de mala gana, asignó una carreta para transportar el artefacto. Hubo muchas ocasiones durante el viaje en las que un reconocimiento desde el aire habría sido muy útil a pesar de los problemas que suponía hacer volar el bote, y en cada ocasión había empleado su ingenio hasta el límite, inventando razones creíbles para permanecer en tierra. Ahora, sin embargo, parecía que por fin había llegado la ocasión.

—Míralos, revolviendo como locos —dijo, colocándose junto a Sondeweere—. ¡Para ellos es como un juego! Cualquiera pensaría que dudan de mi habilidad de piloto.

—Eso se demostrará en seguida —Sondeweere habló con menos afecto del que Bartan habría deseado—. Espero que seas mejor piloto que guía.

—¡Sondy!

—Bueno —dijo ella, sin cambiar el tono—. Tienes que reconocer que hasta el momento la has cagado en todo.

Bartan la miró herido y desconcertado. El rostro de Sondeweere era probablemente el más hermoso que había visto nunca —grandes y separados ojos azules, nariz perfecta y labios voluptuosos y bien dibujados— y su instinto le decía que poseía una belleza interior semejante. Pero de vez en cuando utilizaba un lenguaje que delataba que era tan grosera como los desharrapados con los que las circunstancias de su nacimiento la habían obligado a relacionarse. ¿Era una táctica deliberada por parte de ella? ¿Estaba previniéndolo a su modo de que la vida del campo que iba a adoptar no era indicada para remilgados? Pero sus pensamientos pronto se desviaron hacia asuntos más prácticos cuando vio que un campesino estaba subido en la carreta y cogía una caja pintada de verde con la intención de arrojarla al suelo.

—¡Cuidado! —gritó Bartan, acercándose rápidamente—. ¡Ahí dentro hay cristales!

El campesino se encogió de hombros sin inmutarse y bajó la caja hasta ponerla en manos de Bartan.

—Dame también los cristales púrpuras —dijo éste.

Cuando hubo recibido la segunda caja, se colocó una debajo de cada brazo y las llevó hasta un gran pedrusco de superficie plana. Los cristales verdes de pikon y los púrpura de halvell, ambos extraídos del suelo por el sistema radicular de los árboles de brakka, no eran realmente peligrosos —a menos que se mezclasen en un recipiente cerrado—, pero eran caros y difíciles de conseguir fuera de las grandes poblaciones, y Bartan cuidaba mucho la escasa cantidad que le quedaba. Una vez aceptada la necesidad de realizar el vuelo a pesar de los peligros implícitos, empezó a supervisar la operación de desembalar y montar el aerobote.

Aunque la pequeña barquilla era muy ligera, no le preocupaba en absoluto su resistencia, y el motor de propulsión, siendo de madera de brakka, podía considerarse indestructible. Lo que en realidad preocupaba a Bartan era el globo de gas. El lienzo barnizado ya se encontraba en condiciones dudosas cuando lo empaquetó, y el largo período de almacenamiento en la parte posterior de la carreta probablemente lo habría deteriorado aún más. Examinó la tela y las costuras de las bandas y cintas de carga mientras la iba extendiendo en el suelo, y lo que descubrió aumentó su desconfianza en el vuelo que tenía que emprender. Al tacto la lona parecía papel, y había muchos cabos de hilo sueltos agitándose sobre las cintas.

Esto es una locura, pensó Bartan. No estoy dispuesto a suicidarme por nadie.

Trataba de elegir entre enfrentarse a Trinchil, negándose a volar, o inutilizar la nave agujereando disimuladamente la lona, cuando advirtió que se producía un cambio entre los miembros del grupo. Los hombres le hacían preguntas sobre la construcción y manejo del aparato, y escuchaban con interés las respuestas que él les daba. Incluso los niños más revoltosos lo miraban con respeto. Poco a poco, Bartan comprendió que los colonizadores y sus familias nunca antes habían estado cerca de una máquina voladora, y dentro de ellos empezaba a desarrollarse un sentimiento de admiración. La nave y sus extraños mecanismos, vistos por primera vez, demostraban que él era realmente capaz de volar. En pocos minutos su situación mejoró de forma notable, y pasó de ser un campesino novato poco digno de confianza —una carga para la comunidad—, a hombre poseedor de un conocimiento arcano, de un extraño talento y una habilidad casi sobrenatural para caminar sobre las nubes. Su nueva importancia resultaba muy gratificante, y era una pena que durase tan poco.

—¿Cuánto tiempo se tarda en llegar a esas colinas en un aparato como éste? —preguntó Trinchil, sin traza de su reticencia habitual.

—Unos treinta minutos.

Trinchil silbó.

—Es de veras sorprendente. ¿No tienes miedo?

—En absoluto —dijo Bartan, lamentando no poder retrasar más el informe de su verdadera posición—. Verá, no tengo la menor intención de volar…

—¡Bartan! —Sondeweere llegó hasta él, bamboleando sus trenzas amarillas y le rodeó la cintura con el brazo—. Estoy tan orgullosa de ti…

Él intentó sonreír.

—Hay algo que debo…

—Quiero decirte una cosa al oído —acercó la cabeza apoyando al mismo tiempo su cuerpo contra él, de forma que Bartan sintió la presión—. Siento haber sido tan ruda contigo —susurró—. Estaba preocupada por nosotros, ya sabes, y tío Jop se está poniendo de muy mal humor. No podría soportar que se interpusiera en el camino de nuestro matrimonio, pero ahora todo está arreglado. Demuéstrales lo maravilloso que eres, Bartan. Hazlo por mí.

—Yo… —la voz de Bartan se desvaneció al darse cuenta de que Trinchil lo miraba con expresión inquisitiva.

—Estabas a punto de decir algo —parecía que se había vuelto a encender la anterior animosidad en los ojos de Trinchil—. Algo sobre no volar.

—¿No volar? —Bartan sintió la mano de Sondeweere deslizándose por su espalda—. ¡No, qué va! Iba a decir que no hay ningún peligro porque no tengo intención de volar a mucha velocidad, ni de realizar ninguna pirueta arriesgada. La aviación es un trabajo para mí, ¿sabéis? Sólo un trabajo.

—Me alegro de oír eso —dijo Trinchil—. Sería el último hombre del mundo que le dijese a otro cómo realizar su trabajo, pero, ¿puedo darte un pequeño consejo?

—Por favor —contestó Bartan, preguntándose por qué la sonrisa del hombre le inspiraba tan poca confianza.

Trinchil apoyó sus enormes manos sobre los hombros de Bartan y lo zarandeó amistosamente.

—Si por casualidad no logras encontrar tierra buena al otro lado de esas colinas, sigue volando en línea recta y asegúrate de poner entre nosotros dos tantas leguas como puedas.


La nave funcionaba bien y, si no hubiera temido que se produjera un fallo repentino y catastrófico en el globo de gas, la renovada experiencia de ser transportado por el viento habría elevado mucho el ánimo de Bartan.

A pesar de lo misterioso que les había parecido a los campesinos, el motor diseñado y construido por su padre tenía sólo tres controles básicos. Unas válvulas introducían pikon y halvell en la cámara de combustión, y la mezcla de gas caliente generada allí era expulsada a través de un tubo propulsor dirigido hacia atrás, lo que impulsaba el bote. El tubo podía girarse lateralmente mediante una caña de timón, permitiendo cierto control de la dirección; y cuando era necesario, otra palanca desviaba gas hacia arriba, dentro del globo, para iniciar y mantener el ascenso. Como la mezcla de gases era más ligera que el aire, incluso fría, el conjunto era sólido y eficaz.

Bartan llevó el bote hasta una altura de quince metros y lo hizo deslizarse en círculo sobre las carretas, en parte para complacer a Sondeweere, pero sobre todo para comprobar que la tensión adicional que se producía al virar no fuese excesiva para los ángulos del acoplamiento. Aliviado al descubrir que la nave aún se encontraba en condiciones para volar —al menos por el momento—, saludó con la mano a los campesinos y puso rumbo hacia el oeste. Era justo después del mediodía, con el sol muy cerca del cénit, de forma que navegaba bajo la sombra protectora del globo de gas, lo que le permitía ver todo el paisaje de su alrededor con una claridad desacostumbrada. El terreno pantanoso se extendía ante él como nieve teñida de colores suaves y, en contraste, las distantes colinas parecían casi negras. Prescindiendo del destello ocasional de algún meteoro muy brillante, había mucho que ver en el cielo. Su luminosidad enmascaraba todo, excepto las estrellas más luminosas, e incluso el Árbol, la constelación más importante en el sur del cielo, apenas se divisaba a su izquierda.

Después de varios minutos de vuelo sin incidentes, Bartan dejó de preocuparse por su seguridad. El sonido intermitente del chorro propulsor se estaba disolviendo rápidamente en la quietud que lo impregnaba todo, y tenía poco que hacer excepto mantener el rumbo bombeando de vez en cuando el depósito neumático, lo cual forzaba los cristales a entrar en el motor. Hubiera podido disfrutar del paseo de no ser por las palabras de despedida de Trinchil, y volvió a lamentarse de no haber logrado persuadir a Sondeweere para que dejase el grupo del Patrimonio.

Él sólo tenía dos años cuando se produjo la Migración y carecía de recuerdos precisos sobre el acontecimiento, pero su padre le había explicado muchas cosas y le había proporcionado los suficientes datos para que comprendiera los antecedentes históricos. Cuando la plaga de pterthas obligó al rey Prad a construir una flota de evacuación capaz de volar hasta Overland desde el planeta hermano, Land, hubo una gran oposición por parte de la iglesia. El dogma básico de la religión alternista era que después de la muerte el alma volaba a Overland, se reencarnaba en un recién nacido, vivía otra vida y volvía a Land de la misma forma, como parte de un proceso de intercambio eterno e inmutable. El proyecto de que miles de naves emprendiesen un viaje físico hacia Overland había sido considerado una blasfemia por el gran Prelado del momento, y los disturbios que provocó pusieron en peligro todo el plan. Pero finalmente la Migración se llevó a cabo a pesar de las condiciones adversas.

Cuando se descubrió que en Overland no existían habitantes humanos, ni duplicado de la civilización de Land, la mayoría de los colonizadores perdieron sus convicciones religiosas. El hecho de que no hubiesen desaparecido del todo era, según la opinión del padre de Bartan, un triunfo de la obcecada irracionalidad.

—Muy bien, estábamos equivocados —era el argumento que exponían los devotos que quedaban—; pero eso fue porque nuestras mentes eran demasiado estrechas para comprender la grandeza del plan trazado por la Suprema Permanencia. Sabíamos que después de la muerte el alma migra a otro mundo, y nuestra visión era tan deficiente que presumimos que ese otro mundo sería Overland. Ahora comprendemos que el auténtico destino de las almas que parten es Farland. El Camino de las Alturas es mucho más largo de lo que creíamos, hermanos.

Farland estaba aproximadamente al doble de distancia del sol que los gemelos Land-Overland.

—Pasarán muchos siglos antes de que las naves de Overland sean capaces de realizar un viaje de esas características —había concluido Voldern Drumme, transmitiendo a su hijo su cinismo natural—, de modo que los sumos sacerdotes han hecho una buena elección. Tendrán su trabajo asegurado durante bastante tiempo.

En este punto se equivocó, como pudo comprobarse más tarde. Al idear la nueva sociedad de Overland, el rey Chakkell, antiguo enemigo de la iglesia, se aseguró de que no quedara ningún vestigio de la religión. Satisfecho de haber abolido la clerecía como profesión, el rey se ocupó de otros asuntos, sin prestar atención al hecho de que sus edictos habían creado un vacío que sería llenado por otro tipo de predicadores, de los cuales Jop Trinchil era un buen ejemplo.

Trinchil había abrazado la religión tardíamente. A la edad de cuarenta años tomó parte en la Migración interplanetaria, sin ningún escrúpulo por desacreditar el Camino de las Alturas, y la mayor parte de su vida trabajó dura e incansablemente en su pequeña propiedad en la región de Ro-Amass. Al llegar a los sesenta, empezó a cansarse de la forma de vida de los campesinos y decidió hacerse predicador laico. Ignorante, tosco en su lenguaje y sus modales, propenso a la violencia, poseía sin embargo una natural fuerza de carácter que pronto ejerció sobre una pequeña congregación, cuyas generosas donaciones complementaron las recompensas de su propio trabajo físico.

Por último, concibió la idea de conducir a un grupo de fieles hasta una parte de Overland donde pudiesen practicar su religión sin interferencias, especialmente de los espías que podrían informar de sus actividades ilegales al prefecto de Ro-Amass.

Fue durante los preparativos de la expedición del Patrimonio cuando los caminos de Trinchil y de Bartan se cruzaron. Bartan obtenía unos ingresos aceptables —aunque irregulares— vendiendo joyería barata que él mismo diseñaba y hacía. Normalmente su visión comercial era acertada, pero durante un breve período se dejó cautivar por los metales blandos recién descubiertos, el oro y la plata. Como consecuencia, se quedó con un lote casi imposible de vender en sus mercados habituales, donde había una preferencia conservadora por los materiales tradicionales, como el vidrio, la cerámica, la esteatita y la brakka. Negándose a darse por vencido, comenzó a recorrer las áreas rurales que rodeaban Ro-Amass en busca de compradores menos exigentes, y encontró a Sondeweere Trinchil.

Su cabello rubio le había deslumbrado más que el propio oro, y en pocos minutos se enamoró de ella por completo y empezó a soñar con llevarla a la ciudad para convertirla en su esposa única. Ella aceptó sus galanteos, complacida ante la perspectiva de casarse con un hombre cuya apariencia y modales contrastaban notablemente con los de los jóvenes campesinos de su entorno. Sin embargo, surgieron dos obstáculos importantes para los planes de Bartan. El deseo de novedades de Sondeweere disminuyó cuando comprendió que implicaban un cambio en su forma de vida; estaba aferrada a la idea de que nunca viviría en lugar distinto de una granja. La reacción de Bartan fue descubrir dentro de sí una pasión por la agricultura dormida hasta entonces y una ambición por trabajar su propia parcela de tierra. Pero el segundo problema era más difícil de solucionar.

Jop Trinchil y él se desagradaron mutuamente. No hubo necesidad de llegar a un conflicto de intereses, ni siquiera de discutir; el antagonismo había surgido de sus profundidades en el mismo momento en que se encontraron. Trinchil decidió en seguida que Bartan sería un tremendo fracaso como marido y como padre; y Bartan supo, sin necesidad de que nadie se lo dijese, que el único interés de Trinchil por la religión era llenarse el bolsillo.

Bartan tuvo que admitir que Trinchil estimaba de veras a su sobrina, y aunque aprovechaba todas las oportunidades para quejarse de los defectos de él, no prohibió el matrimonio. Así estaban las cosas en el momento presente, pero Bartan tenía la sensación de que su futuro pendía de un hilo, y su ánimo no había mejorado con el comportamiento de Sondeweere en la improvisada reunión. Había actuado como si su amor estuviese empezando a debilitarse, como si pudiese rechazarlo en caso de que él no cumpliese su promesa.

El pensamiento hizo que Bartan concentrase la vista en el irregular borde lejano de la hondonada cenagosa. Ahora que estaba más cerca y más alto se sintió casi seguro de que se trataba de un arroyo; en cuyo caso, las posibilidades de que en realidad estuviese recordando una visión aérea mejoraban un poco. Esperando que su memoria fuese digna de confianza, alimentó el globo de gas que se bamboleaba sobre su cabeza con varias ráfagas de mezcla caliente, y fue ganando la altura necesaria para cruzar las colinas. Las puntas rocosas que se alzaban desde la superficie pálida se redujeron hasta parecer velas negras.

Al poco tiempo el bote volaba sobre los indeterminados confines de la zona pantanosa y Bartan pudo confirmar que un estrecho brazo de éste se prolongaba hacia el oeste unos tres kilómetros. Con creciente confianza y excitación, siguió el curso de la antigua vía de agua. Cuando aparecieron perfiles de hierba bajo la nave, empezó a ver grupos de animales parecidos a ciervos que, asustados por el ruido de propulsor, se apartaban corriendo, con sus blancos cuartos traseros denunciando su alarma. De los árboles surgían ocasionalmente pájaros asustados como si fuesen remolinos de pétalos impulsados por el viento.

Bartan fijó sus ojos en los taludes que tenían delante. Le pareció que formaban una barrera que iba ganando altura hasta bloquear la visibilidad; después, tras cruzar una cresta, el horizonte retrocedió con dramática precipitación, huyendo lejos de él. El espacio que quedó entre ellos se reveló como una compleja vista de sabanas, suaves colinas, lagos y algunas franjas de bosque.

Bartan dejó escapar un grito de alegría al ver que el terreno, desparramándose ante él como el tesoro de un hombre rico, era el sueño de un colono convertido en realidad. Su primer impulso fue dar la vuelta al aerobote para volver con las buenas noticias, pero la ladera de la colina se inclinaba debajo de él como una silenciosa invitación a continuar el vuelo hacia delante.

Decidió que no haría ningún daño que perdiera unos minutos para obtener una visión más próxima y detallada de la zona, y quizá localizar algún riachuelo que proporcionase un buen lugar para una primera parada. Eso contribuiría a dar a los campesinos la impresión de que era un hombre competente y práctico.

Dejando que el bote perdiese altura de forma natural por el enfriamiento de la bolsa de gas, continuó desplazándose hacia el oeste, lanzando ocasionales carcajadas de pura alegría, suspirando de alivio porque pronto estaría libre de la humillación y la expulsión. La transparencia del aire restaba perspectiva, superponiendo los accidentes geográficos, como si se tratara de un diseño realizado meticulosamente, permitiéndole distinguir detalles de las formaciones rocosas y la vegetación desde una distancia que en circunstancias normales hubiera considerado imposible. Por tanto, aunque estaba a unos siete kilómetros cuando divisó la mancha blanca sobre la ladera, la identificó de inmediato.

¡Estaba viendo una granja!

Su profunda decepción pareció oscurecer el cielo y helar el aire, dejando salir de sus labios un gemido involuntario de protesta. Bartan sabía que la primera decisión importante del rey Chakkell cuando ascendió al trono había sido establecer Kolkorron como estado mundial. A tal fin, se empleó una flota de grandes aeronaves para distribuir a los emigrantes recién llegados por todo el planeta. Aquellos embriones de comunidades habían servido como puntos nodales para una gran expansión, pero Bartan creía que esta parte sur del continente estaba todavía intacta. Para ayudar a mantener los ímpetus de crecimiento, los campesinos que se dirigían hacia nuevos territorios estaban autorizados a reclamar parcelas más extensas de las que obtendrían en áreas ya colonizadas. Esta circunstancia había motivado a Jop Trinchil, y ahora parecía que podía frustrar sus ambiciones. Los propios planes de Bartan podían ser afectados también a menos que se revelase que la colonización de aquellas tierras acababa de comenzar, en cuyo caso encontrarían un excelente acomodo. Debía obtener la información adecuada antes de volver con la expedición.

Animado por el destello de esperanza, Bartan alteró el curso un poco hacia el norte, apuntando directamente al minúsculo rectángulo blanco de la casa de campo. En poco tiempo se encontró más o menos a un kilómetro de la casa y pudo distinguir varios cobertizos de color parduzco alrededor de ella. Se disponía a perder fuerza ascensional para aterrizar cuando empezó a advertir algo extraño en el aspecto general del lugar. No había gente, animales ni vehículos a la vista, y la tierra que se deslizaba bajo la proa del bote no parecía cultivada. Unas ligeras variaciones de color demostraban que las semillas se habían plantado alguna vez con la acostumbrada disposición de seis franjas, pero los límites de cada una de ellas estaban indeterminados y parecían haber sufrido una invasión de hierbas que lo cubrían todo de verde.

La comprobación de que la granja había sido abandonada cogió a Bartan por sorpresa. Era posible que se hubiese producido algún tipo de epidemia, o que los propietarios no fueran auténticos granjeros y se hubieran decepcionado y vuelto a la vida urbana; pero cualquier otro se habría sentido satisfecho de encontrar un lugar donde el agotador trabajo inicial estuviese hecho.

Con su curiosidad en aumento, Bartan apagó el propulsor y la nave descendió lentamente hasta posarse sobre la tierra que rodeaba la casa y sus anexos. La suavidad de la brisa le permitió realizar un aterrizaje preciso a pocos metros de una plantación de enroscadas vides. Al bajar del bote y liberarlo de su peso, la barquilla se hizo más ligera que el aire y trató de derivar en él, alejándose, pero la sujetó por uno de los largueros y ató el cabo a la vid más cercana. El bote se alzó suavemente hasta tensar la cuerda y se detuvo, meciéndose en las débiles corrientes de aire. Bartan se encaminó hacia la casa, sintiendo que su curiosidad aumentaba al descubrir un arado cubierto de polvo. Aquí y allá podían verse otras herramientas más pequeñas. Estaban hechas de brakka, pero algunas tenían remaches de hierro, un metal que empezaba a generalizarse; y por el grado de herrumbre supuso que los utensilios habrían estado a la intemperie al menos durante un año. Frunció el ceño al calcular el valor de aquel material. Era como si los propietarios de la granja hubieran abandonado sin más su medio de vida, o se hubiesen esfumado por algún temor desconocido.

La idea pareció muy extraña a Bartan, que se encontraba a plena luz del sol del posdía, especialmente porque siempre había despreciado a la gente ingenua que creía en las historias de sucesos sobrenaturales. Sin embargo, de pronto, fue consciente de que la gente de Land sólo llevaba en Overland veinticuatro años, y que la mayor parte del planeta permanecía desconocida aún. Y le pareció inquietante. Antes, la idea de que era un recién llegado a un mundo cuya mayor parte permanecía inexplorada siempre había estimulado a Bartan, pero ahora se sintió extrañamente oprimido por ella.

«No empieces a comportarte como un niño», se dijo. «¿De qué vas a tener miedo?»

Se volvió hacia la casa. Estaba bien construida, con madera serrada calafateada con estopa, y el encalado estaba realizado con esmero. Bartan frunció el ceño de nuevo al ver que aún colgaban unas bellas cortinas amarillas, destacándose en la sombra de los grandes alerones. Sólo se precisaban unos momentos para descolgarlas, algo que cualquier amante del hogar habría hecho, incluso teniendo que partir precipitadamente.

¿Sería posible que no se hubiesen ido? ¿Podría haber aún toda una familia en el interior? ¿Muerta por alguna enfermedad…, o asesinada?

—Los vecinos deberían haber venido por aquí —dijo en voz alta para detener el torrente de preguntas—. Incluso en un lugar tan apartado como éste, los vecinos deberían venir por aquí. Y habrían encontrado las herramientas. Ningún campesino dejaría que se estropease todo esto.

Tranquilizado por una lógica tan simple, caminó rápidamente hacia la casa de una sola planta, accionando el picaporte de la puerta verde principal y empujándola para abrirla. Tardó unos segundos en acomodar su vista a la sombra que proyectaba el alero y a la relativa oscuridad del interior, hasta que vio con claridad a la bestia sin nombre que aguardaba su entrada.

Gritó, saltó hacia atrás y cayó, con los ojos de su mente llenos de la espantosa visión… La pirámide de cuerpo oscuro que se elevaba lentamente, tan erguida y alta como un hombre…, el rostro hundido y borroso, con cuencas vacías…, y un fino tentáculo inclinado levemente hacia delante.

Bartan se estremeció sentado en el suelo, giró sobre el polvo y estaba a punto de levantarse y alejarse corriendo de la casa impulsado por el pánico, cuando la imagen que tenía ante sus ojos se transformó. En vez del monstruo de pesadilla, vio una mezcla variada de ropas viejas colgadas de un perchero en la pared. Había una capa oscura, una chaqueta raída y un delantal manchado, con una de sus cintas aleteando por el brusco giro de la puerta al abrirse.

Lentamente se puso de pie y se sacudió el polvo de su ropa, sin apartar la vista del rectángulo oscuro del vano de la puerta. Era obvio lo que había causado su pánico momentáneo, y sintió una oleada de vergüenza por su reacción. Pero a pesar de ello se resistía a traspasar el umbral.

«¿Por qué tengo que entrar ahí dentro?», pensó. «Es propiedad de alguien. Yo no tengo nada que…»

Se giró y dio un paso hacia su bote cuando un nuevo pensamiento se cruzó en su camino. Lo que realmente estaba haciendo era huir de la casa impulsado por el pánico, y si permitía que eso ocurriera podría considerarse más despreciable aún de lo que pensaba Trinchil. Farfullando para sí, giró sobre sus talones y penetró en la casa.

Una inspección rápida de las mohosas habitaciones confirmó que sus temores eran infundados; no había ningún resto humano. Faltaban los elementos más importantes del mobiliario, pero encontró nuevas evidencias de que los ocupantes se habían marchado con urgencia. En las dos habitaciones quedaban varias esterillas, y en una hornacina junto a la chimenea de piedra había un recipiente de cerámica lleno de sal. La gente del campo no solía abandonar objetos como aquéllos en condiciones normales —Bartan lo sabía—, y no podía apartar de sí la sospecha de que algo siniestro había ocurrido en el solitario paraje en un pasado no demasiado lejano.

Aliviado por no encontrar ninguna otra razón para continuar en aquella atmósfera inquietante, salió, rozándose al pasar con las ropas que se balanceaban con lentitud colgadas junto a la puerta, y se dirigió al aerobote. Éste había perdido parte de su flotación al enfriarse el gas y ahora se apoyaba ligeramente sobre sus largueros. Bartan desenganchó el cabo, se sentó en la barquilla e hizo que el bote se elevara. Era poco después del mediodía y, tras reflexionar un momento, decidió continuar volando hacia el oeste, siguiendo la línea de un sendero impreciso por el paisaje verde. La mayor parte del terreno estaba cubierta por pequeñas colinas en forma oval originadas por antiguas glaciaciones, tan regularmente dispuestas que parecían huevos gigantescos dentro de una cesta. Ése es el nombre lógico para esta fértil región, pensó. ¡La Cesta de Huevos!

Al poco rato vio otra casa de campo situada en la ladera de una de las colinas redondeadas. Viró y voló hacia allí y, en ese momento, en su estado de alerta, se dio cuenta rápidamente de que el lugar no estaba cultivado. Al situarse sobre ella bordeó el campo a baja altura para confirmar lo captado. No había herramientas ni ningún equipo a la vista y la casa parecía haber sido desmantelada del todo, lo que evidenciaba que la evacuación se había producido de forma más tranquila y ordenada. Pero ¿qué habría ocurrido?

Profundamente desconcertado, Bartan continuó el vuelo, adoptando un zigzagueante sistema de investigación que retrasó su avance hacia el oeste. En la hora siguiente descubrió ocho casas más, todas en tierra fértil, todas desiertas por completo. Las parcelas eran demasiado grandes para ser cultivadas por una sola familia, y la gente que las había reclamado debió de tener la intención de amasar una fortuna para sus descendientes. A medida que la población de Overland se incrementara, los pioneros podrían vender o arrendar la tierra a las generaciones venideras. Era una recompensa a la que no se renunciaba con facilidad, y sin embargo algo había obligado a los tenaces campesinos a empaquetar sus cosas y marcharse.

Finalmente, Bartan empezó a vislumbrar los destellos del sol en un río bastante grande y decidió que aquello marcaría el límite natural del viaje de aquel día. Al aproximarse al norte en uno de sus barridos, distinguió una columna de humo elevándose desde un punto que parecía cercano al río. Era el primer signo de asentamiento humano que había visto en más de diez días, y resultaba mucho más inquietante ante la perspectiva de obtener información sobre la tierra vacía que había cruzado. Puso rumbo a la estela de humo, volando lo más rápidamente que le permitieron las condiciones poco fiables del globo de gas, y pronto se dio cuenta de que el lugar adonde se dirigía no era otra casa de campo, sino un pequeño pueblo.

Estaba situado en una lengua de tierra en forma de Y, creada por un afluente al converger con el río principal.

Al acercarse su aerobote, Bartan vio que estaba compuesto por unas cuarenta casas, algunas de la cuales eran lo bastante grandes como para servir de almacenes. Velas blancas, triangulares y cuadradas indicaban que el río era navegable en dirección al océano del sur. El lugar era sin duda un centro de comercio, con posibilidades de convertirse en importante y próspero, y su existencia hacía aún más profundo el enigma de las granjas abandonadas.

Antes de que llegase al pueblo, el rugido del chorro propulsor ya había llamado la atención en la tierra. Dos hombres se acercaron galopando en sus cuernazules, saludándole vivamente con la mano. Después, igualaron la velocidad del bote mientras éste descendía hacia un amplio terreno cerca de un puente que cruzaba el río menor. Hombres y mujeres salieron de los edificios circundantes para formar un anillo de espectadores. Varios jóvenes, sin necesidad de que se les solicitase, asieron los largueros y sujetaron la nave hasta que Bartan la hubo amarrado a un árbol.

Un hombre de rostro rubicundo y cabello encanecido prematuramente se acercó a Bartan, en evidente misión de portavoz. A pesar de que su estatura era un poco menor que la media, tenía aire de seguridad y, por extraño que pudiera parecer en una comunidad como aquélla, llevaba una espada corta.

—Soy Majin Karrodall, alcalde de la ciudad de Nueva Minnett —dijo en tono amistoso—. No solemos ver muchas aeronaves por esta zona.

—Estoy realizando una exploración para un grupo de colonizadores —aclaró Bartan, contestando la pregunta que no se le había formulado—. Me llamó Bartan Drumme, y les estaría muy agradecido si me diesen un poco de agua para beber. He volado mucho más de lo que pretendía en un principio, y es una actividad que despierta la sed.

—Con gusto te daremos toda el agua que quieras, pero si lo prefieres podemos ofrecerte una buena cerveza negra. ¿Qué escoges?

—Una buena cerveza negra, por supuesto.

Bartan, que no había probado el alcohol desde que se uniera a la expedición, sonrió para demostrar que apreciaba la oferta. Hubo un murmullo de aprobación entre los que observaban y los hombres empezaron a dirigirse en grupo hacia una especie de granero con la parte frontal abierta, que parecía servir de lugar de reunión y de taberna.

Momentos después, Bartan estaba sentado en una larga mesa en compañía de Karrodall y otros diez hombres, la mayoría de los cuales le fueron presentados como tenderos o como tripulantes de las embarcaciones del río. Por el tono de las bromas amistosas que escuchó a su alrededor, supuso que las reuniones improvisadas como aquélla no eran extrañas allí, y que su llegada había sido tomada como una excusa oportuna. Colocaron ante él una gran jarra con dos asas y, cuando la probó, encontró que la cerveza estaba fría, era fuerte, y no demasiado dulce a su gusto. Confortado por la buena acogida y la inesperada hospitalidad, se animó a apagar su sed y a responder las preguntas que le hicieron sobre sí mismo, el aerobote y los objetivos de la expedición de Trinchil.

—Me temo que ésta no será una noticia que te agrade oír —dijo Karrodall—, pero creo que tendréis que dirigiros hacia el norte. Las tierras al oeste de aquí están cortadas por las montañas, y al sur por el océano; y los primeros terrenos ya han sido reclamados y registrados. La cosa no estará mucho mejor si os dirigís al norte de Nueva Kail, lo admito, pero he oído que allí hay uno o dos valles pequeños y tranquilos aún intactos al otro lado de una cordillera llamada La Barrera.

—He visto esos valles —añadió Otler, un hombre rechoncho—. La única manera en que se puede estar allí en pie es haciendo que una pierna te crezca más que la otra.

El comentario provocó algunas risas, y Bartan esperó hasta que cesaron.

—Acabo de volar por unos campos excelentes al este del río. Ya me di cuenta de que es demasiado tarde para reclamarlos, ¿pero por qué esas buenas tierras no están cultivadas?

—Nunca será tarde para reclamar ese lugar maldito —murmuró Otler, mirando fijamente su bebida.

Bartan se sintió aún más intrigado.

—¿Qué has…?

—No le hagas caso —dijo Karrodall rápidamente—. Es la cerveza.

Otler se levantó de repente, con una expresión ofendida en su rostro redondo.

—¡No estoy borracho! ¿Insinúas que estoy borracho? ¡No estoy borracho!

—Está borracho —le aseguró Karrodall a Bartan.

—De todas formas, me gustaría saber qué quiso decir —Bartan sabía que su insistencia sobre ese punto desagradaba al alcalde, pero el extraño comentario de Otler reverberaba en su mente—. Es una cuestión de gran importancia para mí.

—Deberías decirle lo que quiere saber, Majin —dijo otro hombre—. También puede averiguarlo por sí solo.

Karrodall suspiró y lanzó a Otler una mirada furiosa; cuando habló, su voz había perdido la alegría de que había hecho gala.

—La tierra a la que te refieres es conocida por nosotros con el nombre de La Guarida. Y aunque es cierto que todas las reclamaciones que se han hecho de ella han caducado, esa información no es de ningún valor para ti. Tu gente no debe instalarse allí.

—¿Por qué no?

—¿Por qué te crees que la llamamos La Guarida? Es un mal lugar, amigo mío. Todos los que van allí tienen… problemas.

—¿A causa de fantasmas? ¿De espíritus? —Bartan no hizo ningún esfuerzo para disimular su incredulidad y su sorna—. ¿Me estáis diciendo que sólo los duendes van a disputarnos la propiedad de esa tierra?

El rostro de Karrodall tenía una expresión solemne, su mirada estaba atenta.

—Quiero decir que sería una imprudencia que intentaseis estableceros allí.

—Gracias por el consejo —Bartan acabó su cerveza, dejó la jarra con un gesto ceremonioso y se levantó—. Y gracias por su hospitalidad, caballeros. Pronto podré devolvérsela.

Se apartó de la mesa y salió hacia la luz brillante del posdía, ansioso por elevarse y volver para dar la buena noticia a la expedición.

Capítulo 3

La nave espacial era arrastrada hacia el oeste por la más sutil de las brisas, pero la tierra sobre la que derivaba era irregular y cubierta de maleza, obligando a los soldados montados a superar ciertas dificultades para seguir a su extraña presa.

El coronel Mandle Gartasian, cabalgando a la cabeza de la columna, mantenía su mirada fija en la nave y la mayor parte del tiempo confiaba en su cuernazul para que esquivase los obstáculos. La visión del enorme globo y de su gran barquilla despertó en él tristes recuerdos, provocándole un grado de sufrimiento que no había experimentado desde los primeros años en Overland, y sin embargo era incapaz de apartar los ojos de ella.

Era un hombre alto, con la fuerte constitución típica de la casta militar kolkorronesa, y no aparentaba los cincuenta años que tenía. Excepto por un reflejo gris en el pelo negro bien cortado y una ligera acentuación de las arrugas en su rostro cuadrado, conservaba la misma apariencia de la época en que se produjo la precipitada evacuación de Ro-Atabri. Entonces era un joven teniente lleno de ideales y, sin dudarlo, tomó plaza en una de las primeras naves militares para abandonar la ciudad condenada.

Desde ese día, había maldecido miles de veces su ingenua confianza en los oficiales superiores, que le ordenaron partir antes de que lo hicieran su mujer y su hijo pequeño. A Ronoda y al muchacho les habían asignado un lugar en una nave civil, y él no se preocupó, creyendo que el ejército tenía pleno control de la situación, que los planes de embarque serían respetados, y que sólo estarían separados por el tiempo que durara el vuelo. Cuando sus prismáticos le revelaron el caos que se desarrollaba abajo, sintió las primeras punzadas de terror, y entonces ya era demasiado tarde…

—¡Mire, señor! —las palabras procedían del teniente Keero, que cabalgaba a su lado—. ¡Creo que se disponen a aterrizar!

Gartasian asintió.

—Me parece que tienes razón. Recuerda que debes impedir que tus hombres se precipiten hacia la nave hasta que haya tocado suelo. Nadie debe acercarse a más de doscientos pasos, incluso aunque la nave dé la impresión de tener dificultades con el aterrizaje. No sabemos qué intenciones albergan sus tripulantes, y podrían estar en posesión de armas poderosas.

—Entiendo, señor. Me cuesta creer que esto esté ocurriendo. ¿Pueden haber venido volando desde Land?

Keero estaba infringiendo la disciplina de campaña al hacer comentarios innecesarios, pero la excitación traslucía en su rostro de mejillas sonrosadas. Gartasian, normalmente severo en esas cuestiones, decidió que la falta era excusable ante las excepcionales circunstancias.

—No hay duda de que han venido del Viejo Mundo —dijo—. La primera pregunta que hemos de hacerles es… ¿por qué? ¿Por qué después de tantos años? ¿Y quiénes? ¿Se trata de un pequeño grupo que ha logrado sobrevivir a los ataques de los pterthas y organizar la huida? ¿O…?

Gartasian dejó la pregunta inconclusa. La idea de que la plaga de pterthacosis pudiera haber sido vencida, dejando viva una población suficiente para poder reconstruir una sociedad organizada, era demasiado improbable para ser expresada. Ciertamente, aquello no pertenecía a la clase de especulación fantástica que podía comentarse ante un oficial subalterno, en especial cuando escondía en su interior la semilla de una idea mucho más descabeliada. ¿Existía la más remota posibilidad de que Ronoda y Hallie estuviesen aún vivos? ¿Habrían sido todos aquellos años de culpa y remordimientos un desierto autocomplaciente? Con previsión, arrojo y valentía, ¿no podría haber intentado un vuelo de retorno a Land?

Un torrente de preguntas, una avalancha de angustiosos sueños fantásticos, era la última cosa que Gartasian necesitaba, si quería desempeñar bien su función de comandante de la operación militar. Sacudió su mente y la obligó a concentrarse en las realidades de la situación. Había pasado más de un minuto desde que oyó el rugido sordo y retumbante del quemador de la nave espacial al descargar gas caliente en el globo; un signo de que la tripulación había elegido un lugar apropiado para el aterrizaje.

La barquilla se encontraba ahora a sólo unos seis metros del suelo, y en sus laterales pudo ver las siluetas de varios hombres que parecían manejar un cañón montado sobre rieles. Empezaba a preguntarse si doscientos pasos sería un margen de seguridad suficiente para sus hombres cuando el cañón disparase hacia abajo. Cuatro anclas parecidas a arpones se clavaron en la tierra, cada una de ellas con una cuerda atada, y en seguida los hombres de la tripulación empezaron a tirar de ellas, haciendo bajar la barquilla hasta lograr un aterrizaje controlado. El globo de encima continuaba inflado, oscilando pesadamente.

—Ya sabemos una cosa —dijo Gartasian a su teniente—. Nuestros visitantes no tienen intención de quedarse mucho tiempo; de lo contrario habrían desinflado el globo.

Keero únicamente respondió con un saludo precipitado mientras daba la vuelta —junto con un sargento que estaba a su lado— para desplegar a los soldados en círculo alrededor de la nave.

Gartasian sacó unos prismáticos de la silla de su montura y enfocó con ellos la barquilla. Pudo ver las cabezas de los cuatro tripulantes que estaban terminando de asegurar la nave, pero algo más en la imagen ampliada atrajo su atención. La barquilla era casi del mismo diseño de las utilizadas en la Migración, y sin embargo no llevaba ningún cañón antiptertha en los laterales. A pesar de la sobrecarga que suponían aquellas armas, se consideraba que eran necesarias para atravesar la atmósfera inferior de Land, y a Gartasian le intrigó su ausencia. ¿Podría ser un signo de que los pterthas —las burbujas transportadas por el viento cuyo veneno casi aniquiló a los habitantes de Kolkorron— habían dejado de acosar a la humanidad? El corazón de Gartasian dio un vuelco cuando volvió a considerar las posibilidades. Una civilización que abarcara dos planetas…, un retorno masivo a Land de aquellos que estuvieran descontentos en Overland…, encuentros milagrosos con seres queridos que se creían muertos hacía tiempo…

—¡Qué imbécil! —murmuró para sí al apartar los prismáticos—. ¡Qué idea tan disparatada! ¿Eres un comandante tan eficiente que puedes permitirte el lujo de distraerte con sueños de borracho?

Cuando se disponía a avanzar, se recordó a sí mismo dos hechos pertinentes: su ascenso en el ejército había estado obstaculizado por la ambivalencia provocada por su culpa, y ahora el destino le ofrecía una oportunidad irrepetible de compensación colocándolo cerca del lugar de aterrizaje de la enigmática nave espacial. El mensaje del luminógrafo mandado desde Prad decía que el rey Chakkell había emprendido camino a la máxima velocidad posible, y que mientras tanto el coronel Gartasian estaba autorizado para encargarse de la situación y tomar las decisiones que considerara necesarias. Una buena actuación podía depararle beneficios incalculables en un futuro no muy lejano.

—Quédate aquí —le dijo al teniente Keero, que acababa de volver al punto de partida. Azuzó su cuernazul y mantuvo la marcha deliberadamente lenta, para demostrar a los visitantes que sus intenciones no eran hostiles. Al acercarse a la nave tuvo la inquietante conciencia de que su coraza pectoral, moldeada en cuero curtido, le proporcionaría poca protección si le disparaban, pero permaneció erguido en su montura, aparentando que se sentía seguro y satisfecho de su capacidad para enfrentarse a la situación.

Dos que estaban a bordo de la nave dejaron sus actividades y fueron a situarse en el lateral más próximo de la barquilla para observar cómo se acercaba. Gartasian buscó a alguien que pudiera identificarse como comandante, pero todos los miembros de la tripulación parecían de la misma edad —que no excedía mucho de los veinte años—, y llevaban idénticos chalecos y camisas marrones. La única insignia visible estaba formada por unos pequeños círculos de diferentes colores cosidos a las solapas de los chalecos, pero las diferencias no significaban nada para él.

Se sorprendió al advertir que los hombres se parecían lo suficiente entre sí como para que se les creyera hermanos: todos tenían la frente estrecha, los ojos juntos y las mandíbulas sobresalientes. Al entrar en la sombra del globo vio, con repentina inquietud, que los cuatro tenían la tez oscura y amarillenta y con un peculiar brillo metálico. Eso podría haberle hecho pensar que acababan de salir de una terrible enfermedad, de no ser porque los hombres también mostraban la arrogancia inconsciente de quienes están en posesión de una salud espléndida. Contemplaban a Gartasian con expresiones que a él le parecieron burlonas y desdeñosas.

—Soy el coronel Gartasian —dijo, deteniendo el cuernazul a pocos metros de la barquilla—. En nombre del rey Chakkell, soberano de este planeta, os doy la bienvenida a Overland. Nos sorprendió enormemente la visión de vuestra nave y hay muchas preguntas que asaltan nuestras mentes.

—Guardaos vuestras preguntas y vuestra bienvenida —el hombre de la derecha, el más alto de los cuatro, habló en kolkorronés con un extraño acento—. Mi nombre es Orracolde, y soy el comandante, pero también tengo el honor de ser un mensajero real. He venido a este planeta a traer un mensaje del rey Rassamarden.

Gartasian se sobresaltó ante la hostilidad que mostraba el portavoz, pero decidió controlar su temperamento.

—Nunca he oído hablar del rey Rassamarden.

—No me extraña, dadas las circunstancias —dijo Orracolde, sonriendo con desprecio—. Bueno, supongo que el rey Prad ya debe de estar muerto, ¿pero cómo llegó a rey Chakkell? ¿Qué le ocurrió al hijo de Prad, a Leddravohr? ¿Y a Pouche?

—También murieron —dijo Gartasian, conteniéndose, dándose cuenta de que la provocación deliberada de la actitud de Orracolde podía ser considerada como un desafío a su honor—. Y como información adicional, mi intención es que esta entrevista de aquí en adelante se desarrolle en otros términos. Yo formularé las preguntas y tú darás las respuestas.

—¿Y qué sucedería si decido lo contrario, viejo guerrero?

—Mis hombres han rodeado tu nave.

—Ya me había dado cuenta —dijo Orracolde—. Pero a no ser que sus monturas infestadas de pulgas puedan elevarse como águilas, no representan ninguna amenaza. Podemos despegar en un instante.

Se apartó de la baranda y un segundo más tarde el quemador de la nave espacial descargó una ráfaga de gas caliente al globo que estaba suspendido en lo alto, aún hinchado. El cuernazul de Gartasian retrocedió, asustado por la fuerte descarga, y el coronel tuvo que reaccionar rápidamente para controlarlo, lo que contribuyó a la diversión de los cuatro espectadores. Se dio cuenta de que por el momento los visitantes se encontraban en una posición aventajada y que, a menos que se le ocurriese un método mejor para tratarlos, podrían humillarlo. Echó una ojeada al círculo disperso de soldados montados, ahora distantes en apariencia, y eligió nuevas tácticas.

—Ninguno de nosotros va a ganar nada discutiendo —dijo en un tono apacible—. El mensaje de que hablaste puede ser transmitido al rey a través de mí o, si lo prefieres, puedes esperar hasta la llegada de su majestad.

Orracolde inclinó la cabeza, mostrando cierta indecisión.

—¿Cuánto tiempo tardará?

—El rey ya está en camino y llegará dentro de una hora.

—¡Dándote tiempo suficiente para montar un cañón de largo alcance!

Orracolde examinó el terreno cubierto de arbustos, como si esperara encontrar alguna evidencia de movimiento de tropas.

—Pero no hay ninguna razón para que lo hagamos… —protestó Gartasian, consternado ante la irracionalidad del otro. ¿Qué tipo de enviado era ése? ¿Y qué tipo de gobernante confiaría a un hombre así una responsabilidad diplomática?

—No me tomes por tonto, viejo guerrero. Entregaré el mensaje del rey Rassamarden sin demora.

Orracolde se agachó, desapareciendo momentáneamente bajo el lateral de la barquilla. Cuando volvió a asomar, sacó un rollo amarillento de un tubo de cuero.

Gartasian tuvo tiempo para que sus pensamientos se escaparan hacia una banalidad. Orracolde le había despreciado con cada frase, pero pronunció la palabra «viejo» con especial malicia, como si fuese una de las más insultantes de su vocabulario. Era un misterio sin importancia comparado con los otros enigmáticos aspectos de lo que estaba ocurriendo, y aunque Gartasian jamás se había considerado viejo, apartó de sí la idea y observó como Orracolde desenrollaba una gran hoja cuadrada de grueso papel.

—Soy un instrumento del rey Rassamarden, y el siguiente mensaje debe considerarse como salido directamente de su boca —dijo Orracolde—. «Yo, rey Rassamarden, soy el soberano legítimo de todos los hombres y mujeres nacidos en el planeta Land, y de toda su descendencia dondequiera que esté. En consecuencia, todos los nuevos territorios del planeta Overland se consideran ocupados en mi nombre. Me proclamo por tanto único monarca de Land y de Overland. Debe saberse que es mi intención exigir todos los tributos que me corresponden por derecho» —Orracolde bajó el papel y miró solemnemente a Gartasian, esperando su respuesta.

Éste lo observó boquiabierto durante unos segundos, después se echó a reír. El completo disparate que acababa de escuchar, combinado con el estilo pomposo de la lectura, convirtieron de pronto la escena en una farsa. Al soltar la tensión que había estado acumulando en su interior, se disparó su hilaridad, y le resultó muy difícil volver a controlarse.

—¿Has perdido la razón, viejo? —Orracolde se inclinó sobre la baranda, estirando su rostro bronceado, como una serpiente que fuera a escupir veneno—. No lo encuentro nada gracioso.

—Sólo porque no puedes verte a ti mismo —dijo Gartasian—. No sé quién es más imbécil: Rassamarden enviando un mensaje tan ridículo, o tú realizando un viaje tan largo y peligroso para entregarlo.

—Tu castigo por insultar al rey será la muerte —repuso Orralde de inmediato.

—Oh, tiemblo de pavor.

Orracolde crispó la boca.

—Te lo recordaré, Gartasian, pero ahora me preocupan asuntos más importantes. Pronto llegará la noche breve. Cuando anochezca elevaré mi nave, para no darte la oportunidad de lanzar un ataque solapado, pero me detendré a una altura de trescientos metros y esperaré al posdía. Para entonces, sin duda Chakkell ya estará contigo, y me comunicarás su respuesta con el luminógrafo.

—¿Respuesta?

—Sí. O Chakkell se inclina voluntariamente ante el rey Rassamarden, o será obligado a hacerlo.

—Estáis realmente locos: un loco portavoz de otro loco —Gartasian retuvo a su cuernazul mientras uno de los tripulantes lanzaba otra ráfaga de gas al globo—. ¿Estás hablando de guerra entre nuestros dos planetas?

—Probablemente.

Tratando de dominar su creciente incredulidad, Gartasian dijo:

—¿Y cómo se llevará a cabo tal guerra?

—Se está construyendo una flota de naves espaciales.

—¿Cuántas?

Orracolde esbozó un amago de sonrisa.

—Las suficientes.

—Nunca podrán ser suficientes —dijo Gartasian, serenamente—. Nuestros soldados estarán esperando a cada nave cuando aterrice.

—No esperarás que me trague eso, viejo guerrero —dijo Orracolde, ampliando su sonrisa—. Sé lo dispersa que debe de estar vuestra escasa población. Conociendo las corrientes de aire podremos posarnos en casi cualquier lugar del planeta. Podemos aterrizar al abrigo de la oscuridad, pero no habrá mucha necesidad de esconderse, porque tenemos armas que nunca habéis imaginado siquiera. Y además de todo eso —Orracolde se detuvo a mirar a sus tres compañeros, que asintieron con la cabeza como si supieran lo que iba a decir—, tenemos a nuestro favor la superioridad natural e indiscutible de los hombres nuevos.

—Los hombres son siempre hombres —dijo Gartasian, sin impresionarse—. ¿Qué pueden tener de nuevo los hombres?

—Su relación con la naturaleza. La naturaleza y los pterthas. Hemos sido creados con una inmunidad total a la pterthacosis.

—¡Así que es eso! —Gartasian recorrió con la mirada los cuatro estrechos rostros que, con su inhumano brillo metálico, podrían haber pertenecido a cuatro estatuas hechas con el mismo molde, y la comprensión empezó a brillar en su mente—. Pensé que…, quizá los pterthas podían haber cesado sus ataques.

—Los ataques continúan implacables, pero ahora son inútiles.

—¿Y qué pasó con…, mis semejantes? ¿Hay supervivientes entre ellos?

—Ninguno —dijo Orracolde con aire triunfal—. Los viejos han sido todos eliminados.

Gartasian se quedó en silencio un momento, despidiéndose definitivamente de su mujer y su hijo; después, sus pensamientos volvieron a los problemas del presente y a la necesidad de averiguar todo lo que pudiese acerca de los visitantes interplanetarios. Lo que estaba implícito en las pocas palabras que Orracolde había pronunciado era espantoso: la vista de una civilización que agonizaba. Las burbujas flotantes de los pterthas se habían acumulado en el cielo de Land, persiguiendo sin clemencia a sus víctimas humanas, conduciéndolas cada vez más cerca de la extinción, hasta que su número fue tan…

«¡Mi estómago está ardiendo!», pensó en un ramalazo de dolor.

La sensación de calor fue tan intensa, que Gartasian casi se dobló. En pocos segundos, el ardiente punto situado bajo su pecho había extendido sus zarcillos hacia el resto del torso, y al mismo tiempo el aire que le rodeaba parecía haberse enfriado un poco. No queriendo demostrar ningún signo de malestar, permaneció correctamente sentado en su montura y esperó a que el espasmo acabara. Pero éste continuó imbatible, y comprendió que tendría que intentar desentenderse de él mientras reunía más información.

—¿Todos eliminados? —preguntó—. ¿Todos? Pero eso significa que los habitantes de vuestro planeta han nacido después de la Migración.

—Después de la Huida. Nosotros llamamos huida a ese acto de cobardía y de traición.

—¿Pero cómo pudieron sobrevivir los bebés? Sin padres habría sido…

—Somos hijos de aquellos que tenían inmunidad parcial —le cortó Orracolde—. Muchos de ellos vivieron bastante tiempo.

Gartasian sacudió la cabeza, sin dejar de pensar, aunque el fuego seguía creciendo en el centro de su cuerpo.

—¡Pero muchos debieron perecer! ¿A cuánto asciende la población total?

—¿Me crees imbécil? —preguntó Orracolde, cubriendo su oscuro semblante con una mueca burlona—. Vine aquí para averiguar cosas de vuestro mundo, no a revelar información sobre el nuestro. He visto todo lo que necesitaba ver, y la noche breve está muy próxima…

—¡Tu negativa a responder a mi pregunta es suficiente respuesta! Deduzco que debéis ser poquísimos; quizá menos que nosotros.

Gartasian tuvo que reprimir un escalofrío violento. En contraste con el calor del interior de su cuerpo, el aire húmedo y helado parecía presionar su piel con un frío húmedo. Se tocó la frente, encontrándola pegajosa a causa del sudor, y una idea espantosa empezó a formarse en lo más profundo de su mente, retorciéndose como un gusano. No había visto un caso de pterthacosis desde su juventud en Land, pero ninguno de su generación podría olvidar nunca los síntomas: la sensación ardiente en el estómago, el sudor abundante, las punzadas en el pecho y la hinchazón del bazo…

—Estás palideciendo, viejo guerrero —dijo Orracolde—. ¿Qué te sucede?

Gartasian mantuvo la voz firme.

—No me sucede nada.

—Pero estás sudando, temblando y…

Orracolde se inclinó hacia delante sobre la baranda, escrutando con su mirada el rostro de Gartasian y abriendo los ojos cada vez más. Hubo un momento de comunicación casi telepática; después, Orracolde se retiró y susurró una orden a su tripulación. Uno de ellos se agachó desapareciendo, y el quemador de la nave comenzó su rugido continuo mientras los otros dos se apresuraban a soltar las cuerdas de las atadas anclas, desde el cañón dirigido hacia abajo.

Gartasian comprendió claramente lo que leyó en los ojos del otro hombre, y en el instante en que aceptó su propia sentencia de muerte su mente había saltado más allá del presente. Orracolde había alardeado de unas armas que los habitantes de Overland no podían ni imaginar, pero ahora incluso él estaba sorprendido: no conocía en toda su extensión la terrible verdad que contenían sus palabras. Él y su tripulación eran armas en sí mismos; portadores de la plaga ptertha en una forma tan virulenta, que una persona desprotegida no tenía más que acercarse a ellos para ser infectada.

Su rey —aunque aparentemente loco, según el criterio de Gartasian— había sido lo bastante prudente para enviar una nave de exploración que le permitiera calibrar la oposición que encontraría una fuerza invasora. Si se enteraba de que la resistencia sería poco eficaz, que los defensores de Overland podían ser aniquilados con facilidad por la pterthacosis, sus ambiciones territoriales se avivarían aún más.

¡No debía permitir que la nave espacial se marchara!

El pensamiento empujó a Gartasian a la acción. Sus hombres estaban demasiado alejados para proporcionarle cualquier ayuda, y la nave ya empezaba a despegar, convirtiéndolo en el único con posibilidad de evitarlo. La única salida que tenía era romper la tela del enorme globo arrojándole su espada. Levantó el arma, torciéndose sobre la silla para realizar el lanzamiento, y casi gritó cuando el dolor inundó la cavidad de su pecho, paralizando su brazo alzado. Bajó la espada hasta una posición desde donde pudiera intentar lanzarla desde abajo, dándose cuenta de repente de que Orracolde sacaba un extraño rifle y le apuntaba.

Contando con la demora que siempre se producía mientras los cristales de energía se combinaban en la cámara de combustión de un rifle, Gartasian inició su impulso hacia arriba. El rifle emitió un sordo estallido. Algo se clavó en su hombro izquierdo, hiriéndole y haciendo que su espada, arrojada sin fuerza, cayese lejos de su blanco. Saltó del cuernazul y se dirigió hacia donde estaba la espada caída, pero el dolor del hombro y del pecho convirtieron lo que debía haber sido una veloz carrera en una serie de caídas y tropiezos. Cuando recuperó la espada, la barquilla estaba ya a unos diez metros sobre el suelo, y el globo que la arrastraba más allá de su alcance.

De pie, inmóvil, observó con impotencia, olvidando por un momento su tragedia personal, la nave espacial que ganaba altura con rapidez. Aunque estaba centrada en el brumoso disco azul de Land, era difícil de distinguir porque se encontraba casi en la misma línea de visión del sol, que ya plateaba el borde oriental del planeta hermano.

Gartasian renunció a atravesar los deslumbrantes rayos y agujas oleosas de luz. Bajó la cabeza y miró hacia la hierba, reflexionando sobre el hecho de que la última acción de su carrera y de su vida había terminado en un abyecto fracaso, y sólo el sonido de un cuernazul aproximándose le sacó de la triste reflexión. Todavía quedaban tareas que encomendar.

—¡Quédate ahí! —gritó al teniente Keero—. ¡No te acerques!

—¿Señor?

Keero puso su montura al paso, pero siguió avanzando. Gartasian le señaló con su espada.

—Es una orden, teniente. ¡No te acerques más! Tengo la plaga.

Keero se paró.

—¿La plaga?

—Pterthacosis. Has oído hablar de ella, supongo —la parte superior del rostro de Keero estaba ensombrecida por la sombra de su visera, pero Gartasian vio como su boca se distorsionaba por la sorpresa.

Un momento más tarde, en las colinas soleadas del horizonte del oeste destellearon colores luminosos; después, se oscurecieron de repente cuando la sombra de Land pasó sobre el paisaje a su velocidad orbital. Cuando su borde barrió el escenario, iniciando la fase de penumbra transitoria de la noche breve, el cielo oscurecido se vio cruzado por una enorme espiral de radiación brumosa con sus brazos salpicados de estrellas brillantes de blanco, azul y amarillo. El conocimiento de que era la última vez que el espectáculo del cielo nocturno se representaba, llenó a Gartasian del ansia de apreciarlo en detalle, de recordar las formas de los remolinos y cometas más pequeños para tener luz que llevarse con él al lugar donde no la había. Dejando de lado sus sentimientos, se dirigió al teniente, que esperaba a unos diez metros de él.

—Escúchame atentamente, Keero —gritó—. Moriré antes de que acabe la noche breve, y tú debes… —el fuego en sus pulmones, aumentado por el esfuerzo de gritar, le obligó a abandonar su propósito de transmitir sus valiosos conocimientos de forma verbal—. Voy a escribir un mensaje para el rey, y delego en ti la responsabilidad de hacer que lo reciba. Ahora, saca tu libro de informes, comprueba que el lápiz no esté roto, y déjalos en el suelo delante de mí. Cuando lo hayas hecho, reúnete con tus hombres y espera con ellos la llegada del rey. Cuéntale todo lo que ha ocurrido aquí; y recuérdale que nadie debe aproximarse a mi cuerpo al menos durante cinco días.

Agotado por el discurso dolorosamente largo, Gartasian se obligó a sí mismo a permanecer erguido y en posición militarmente correcta mientras Keero desmontaba y colocaba su cuaderno de informes en el suelo.

El teniente volvió a subir a su silla y titubeó durante un momento.

—Señor, lo siento…

—Está bien —le dijo Gartasian, agradeciéndole el fugaz contacto humano—. No te preocupes por mí. Ahora vete y llévate mi cuernazul. Ya no te necesito para nada más.

Keero realizó un torpe saludo, recogió al remiso cuernazul y se alejó cabalgando bajo el crepúsculo. Gartasian caminó hacia donde estaba el libro; las piernas le pesaban cada vez más, y se dejó caer en el suelo al llegar. Apenas había terminado de sacar el lápiz de su envoltura de cuero cuando la última franja de sol se deslizó detrás de la curva de Land. A pesar de la escasa iluminación, todavía podía ver lo suficiente para escribir, gracias al halo de Land y al pródigo centelleo de las estrellas del resto del cielo, algunas de las cuales se agrupaban estrechamente en congregaciones circulares.

Intentó apoyarse sobre el brazo izquierdo, pero tuvo que incorporarse de repente, impulsado por el dolor de la herida del hombro. Explorando la lesión con los dedos, descubrió que el proyectil de brakka había consumido la mayor parte de su energía en perforar el cuero enrollado del borde de su coraza. Se había incrustado en la carne, pero no le había roto el hueso. Hizo propósito de recordarlo, para incluir una nota sobre cómo el arma había disparado sin la demora acostumbrada. Se sentó con el libro sobre su regazo y empezó a escribir un informe detallado para el bien de aquellos que pronto tendrían que repeler a un invasor mortífero.

La disciplina mental que implicaba el trabajo le ayudó a no lamentarse por su destino, pero su cuerpo le enviaba numerosos avisos que le recordaban la batalla perdida contra el veneno ptertha. El estómago y los pulmones parecían estar llenándose de brasas, dolorosos calambres recorrían su pecho y las ocasionales convulsiones hacían su escritura casi ilegible en algunos lugares. Tan rápida era la progresión de los síntomas que, cuando llegó al final del informe, se sorprendió de encontrarse aún consciente, aún con un resto de fuerza.

«Si me alejo de aquí», pensó, «podrán recoger el libro de inmediato y sin ningún riesgo».

Dejó el libro en el suelo y marcó su posición colocando encima su casco de penacho rojo. El esfuerzo de levantarse fue mucho mayor de lo que había esperado. No podía evitar tambalearse, describiendo vertiginosos círculos mientras examinaba los alrededores, que parecían una escena pintada en una tela que se ondulaba lentamente. Keero había reunido a todos los hombres y encendido una fogata para guiar al rey Chakkell hasta el lugar. Los soldados y sus monturas formaban una masa quieta y amorfa en la penumbra, y el movimiento era escaso en todas partes excepto en los casi continuos parpadeos de los meteoros contra los densos campos de estrellas.

Gartasian imaginó que los ojos de los hombres estarían fijos en él. Se giró y se alejó de ellos, tambaleándose grotescamente, goteando sangre sobre la hierba desde los dedos de su mano izquierda. Después de veinte pasos, sus pies tropezaron con un helecho y cayó hacia delante, quedando tendido con la cabeza enterrada entre las hojas.

Era inútil intentar levantarse otra vez. Era inútil intentar mantenerse consciente por más tiempo.

«Vuelvo con vosotros, Ronoda y Hallie», pensó, cerrando los ojos al universo. «Pronto estaré con…»

Capítulo 4

Cuando Toller Maraquine oyó que el cerrojo de la puerta de la celda se corría, su principal sentimiento fue de alivio. Le habían dejado material para escribir y, durante las horas de la noche breve, estuvo sentado con el cuaderno sobre sus rodillas, intentando redactar una carta para Gesalla y Cassyll. Su intención era justificarse, disculparse, pero le resultaba imposible hallar una explicación. ¿Cómo iba a encontrar una brizna de razón en lo que había hecho? Por tanto, todo lo que escribió fue una sola frase:

«Lo siento».

Las dos palabras le golpeaban como si fuesen un epitafio apropiado pero triste para una vida que había sido derrochada, y ahora sentía un profundo deseo de que los últimos minutos de futilidad pasaran de una vez.

Se levantó y miró hacia la puerta que se abría, esperando ver un verdugo acompañado de un grupo de carceleros. En vez de eso, el rectángulo ensanchado reveló la figura panzuda del rey Chakkell, flanqueado por los rostros inexpresivos de los miembros de su guardia personal.

—¿Debo sentirme honrado? —preguntó Toller—. ¿Voy a ser despedido por el rey en persona?

Chakkell alzó un libro de informes forrado de cuero de los que usaba el ejército kolkorronés.

—Tu pasmosa buena suerte continúa, Toller Maraquine. Nuestro juego comienza otra vez. Ven conmigo; te necesito.

Agarró el brazo de Toller con una fuerza mayor de la que habría empleado un verdugo y lo llevó con él por el pasadizo, donde las mechas recientemente apagadas aún humeaban en sus soportes.

—¿Me necesita? ¿Significa eso que…?

Paradójicamente, en el momento en que Toller empezó a abrigar esperanzas, fue asaltado por un pánico mortal que heló su frente y silenció su voz.

—Eso significa que estoy dispuesto a olvidar tu estupidez del antedía.

—Majestad, le estoy muy agradecido…, sinceramente agradecido —logró decir Toller, e interiormente prometió: «No volveré a fallarte, Gesalla».

—¡Y debes estarlo!

Chakkell salió del edificio destinado a cárcel a través de una puerta, cuyos guardianes se cuadraron en señal de respeto, y llegó al patio de armas donde Toller se había enfrentado a Karkarand.

—Esto debe de tener relación con la nave espacial que vimos —dijo Toller—. ¿Provenía realmente de Land?

—Hablaremos de ello en privado.

Toller y Chakkell, aún acompañados por los guardianes, entraron por la parte posterior del palacio y atravesaron varios pasillos hasta una puerta disimulada. Caminando detrás del rey, Toller percibió el olor empalagoso a sudor de cuernazul en las ropas de aquél, y el indicio de una dura cabalgada hizo aumentar su interés. Chakkell despidió a los hombres con un gesto de la mano y condujo a Toller a una pequeña estancia en la que los únicos muebles eran una mesa redonda y seis sillas.

—Lee esto.

Chakkell entregó a Toller el libro de informes, se sentó ante la mesa, y bajó la mirada hacia sus manos ahora entrelazadas. Su bronceado cuero cabelludo brillaba por el sudor, y era obvio que se encontraba muy agitado. Decidiendo que no sería sensato hacer preguntas preliminares, Toller se sentó frente a él al otro lado de la mesa y abrió el libro. Las dificultades para leer que tenía cuando era joven habían sido totalmente superadas a través de los años, y tardó sólo unos minutos en examinar las páginas escritas a lápiz, a pesar de que las letras estaban bastante distorsionadas en algunos sitios. Cuando hubo terminado, cerró el libro y lo depositó sobre la mesa, advirtiendo de repente las manchas de sangre de su cubierta.

Con la cabeza aún baja, Chakkell miró hacia arriba y sus cejas sólo dejaron ver parte de sus ojos: unas medias lunas blancas.

—¿Y bien?

—¿Ha muerto el coronel Gartasian?

—Sí, ha muerto. Y por lo que ha escrito ahí, puede ser el primero de muchos —dijo Chakkell—. La cuestión es, ¿qué puede hacerse? ¿Qué podemos hacer contra esos advenedizos infectados?

—¿Cree que Rassamarden tiene realmente intenciones invasoras? Parece una empresa absurda para alguien que cuenta con un planeta entero a su disposición.

Chakkell señaló al libro.

—Ya viste lo que dijo Gartasian. No nos enfrentamos a personas razonables, Maraquine. Según su opinión, están todos un poco desequilibrados, y su gobernante parece ser el peor de ellos.

Toller asintió.

—Suele pasar.

—No te tomes demasiadas libertades… —le avisó Chakkell—. Tú tienes más experiencia en naves espaciales que ningún otro hombre en Kolkorron, y quiero tu punto de vista sobre cómo podemos defendernos.

—Bueno…

Durante unos segundos Toller se sumió en algo parecido a la felicidad, pero inmediatamente lo asaltaron sentimientos de vergüenza y remordimiento. ¿Qué clase de hombre era? Acababa de jurar no volver a alterar la bendita paz de una existencia doméstica y tranquila, y ahora su corazón se aceleraba ante el pensamiento de participar en una clase de contienda totalmente nueva. ¿Podría ser una reacción al descubrimiento de que no iba a ser ejecutado de inmediato, que la vida continuaría, o era un ser humano aquejado de una inquietud fatal, como el difunto príncipe Leddravohr?

Consideró lo último como lo más probable.

—Estoy esperando —dijo Chakkell con impaciencia—. No me digas que la impresión ha sido tan grande que ha inmovilizado tu lengua.

Toller respiró profundamente y exhaló un suspiró.

—Majestad, aceptando que se ha iniciado una contienda, el destino ya ha dictado las condiciones. No podemos conducir la batalla hasta el enemigo y, por razones obvias, a esos que se llaman a sí mismos «hombres nuevos» no debe permitírseles que pongan sus pies en nuestro mundo. Eso sólo nos deja una línea de acción.

—¿Cuál?

—La exclusión. Una barrera. Debemos esperar a las naves en la zona de ingravidez, a medio camino entre los dos planetas, y destruirlas mientras suben trabajosamente desde Land. Es la única forma.

Chakkell estudió el rostro de Toller, apreciando su sinceridad.

—Por lo que recuerdo del punto medio, el aire era demasiado frío y fluído para permitir la vida durante mucho tiempo.

—Necesitamos naves de un diseño diferente. Las barquillas deben ser mayores, estar totalmente cubiertas y cerradas herméticamente para retener el aire y el calor. Quizá debamos usar sales ferrosas para espesar el aire. Todo eso y más será necesario para que podamos permanecer en la zona de ingravidez durante largos períodos.

—¿Puede hacerse? —preguntó Chakkell—. Pareces estar hablando de una verdadera fortaleza suspendida en el cielo. El peso…

—En las viejas naves espaciales podíamos elevar a veinte pasajeros, más las provisiones esenciales. Eso es un peso considerable, y podríamos unir dos globos a una barquilla alargada, duplicando así la capacidad de carga.

—Vale la pena probar —Chakkell se levantó y empezó a pasear alrededor de la mesa mirando pensativamente a Toller—. Creo que voy a crear un nuevo cargo, especial para ti —dijo al fin—. Serás… mariscal del cielo, con responsabilidad total sobre la defensa aérea de Overland. No recibirás órdenes de nadie excepto de mí, y tendrás poder para utilizar cualquier recurso que necesites, humano o material, en el desarrollo de tu tarea.

A Toller le levantó el ánimo la perspectiva de tener poder de decisión y mando otra vez, pero —para su sorpresa— se sintió reacio a dejarse arrastrar por el torrente de ideas de Chakkell. Si en un minuto le era perdonada la pena de ejecución, y al siguiente se lo elevaba a oficial de alto rango, no era más que una criatura del rey, un muñeco sin dignidad ni identidad propia.

—Si decido aceptar su nombramiento —dijo—, hay algo…

—¿Si decides aceptar? —Chakkell apartó de una patada su silla vacía, apoyó bruscamente las manos sobre la mesa y se inclinó sobre ella—. ¿Qué te ocurre, Maraquine? ¿Serías desleal a tu rey?

—Este mismo antedía mi rey me sentenció a muerte.

—Sabes que no deberías haber permitido que las cosas fuesen tan lejos.

—¿Sí? —Toller no ocultó su escepticismo—. Y se me negó el simple favor que pedí.

Chakkell parecía sinceramente desconcertado.

—¿De qué estás hablando?

—De la vida del campesino Spennel.

—¡Oh, eso! —Chakkell dirigió, durante un momento, la mirada hacia el techo, demostrando su exasperación—. Te diré lo que haré, Maraquine. La ejecución puede haberse retrasado debido a la conmoción general de la ciudad. Enviaré a un mensajero a toda velocidad; y si tu estimado amigo sigue vivo, se le perdonará la vida. ¿Te satisface eso? Espero que te satisfaga, porque no puedo hacer nada más.

Toller asintió, no muy seguro, preguntándose si la voz de su conciencia se callaría tan fácilmente.

—El mensajero debe salir ahora mismo.

—¡De acuerdo! —Chakkell se giró e hizo una señal hacia un muro panelado en el que Toller no pudo distinguir ninguna abertura; después se dejó caer en la silla situada junto a la que había apartado.

—Ahora debemos seguir trazando nuestros planes. ¿Podrías dibujar un boceto de la fortaleza espacial?

—Imagino que sí, pero necesito que Zavotle esté conmigo —dijo Toller, refiriéndose al hombre que había volado con él en la época del viejo Escuadrón Experimental de Espacio, y que después fue uno de los cuatro pilotos reales de la Migración—. Creo que conduce una de las naves mensajeras; por tanto, será fácil localizarlo.

—¿Zavotle? ¿No es ese que tiene unas orejas tan extrañas? ¿Por qué le escoges a él?

—Es muy inteligente, y trabajamos bien juntos —dijo Toller—. Lo necesito.


Todavía a mitad de los cuarenta, Ilven Zavotle parecía demasiado joven para haber estado al mando de una nave espacial real en la época del vuelo masivo desde Land. Había engordado sólo un poco con el paso de los años, pero su cabello seguía oscuro y rapado, lo que resaltaba sus características orejas diminutas y plegadas. Se reunió con Toller y con Chakkell a los diez minutos de ser avisado en el campo de vuelo adyacente, y su uniforme amarillo de capitán de vuelo mostraba signos de haber sido sacado con precipitación de un armario.

Escuchó atentamente mientras le explicaban la amenaza representada por los hombres nuevos, tomando notas de vez en cuando, como era su costumbre, con una escritura limpia y apretada. Sus modales permanecían tal como Toller los recordaba, precisos y meticulosos, una garantía de que no habría dificultad que no pudiese ser superada con el empleo adecuado de la razón.

—Así están las cosas —le dijo Chakkell a Zavotle—. ¿Qué piensas de la idea de establecer una fortaleza permanentemente ocupada en la zona de ingravidez?

Le disgustaba la idea de tener que consultar a un simple capitán, pero había aceptado la condición de Toller e incluso —mostrando la seriedad con que consideraba la situación— invitó a Zavotle a sentarse en la mesa. Ahora examinaba al recién llegado con ojo crítico, con el aire del maestro de escuela ansioso por encontrar una falta en el comportamiento de su alumno.

Zavotle estaba sentado muy erguido, consciente de que se le estaba juzgando, y habló con seguridad:

—Puede hacerse, majestad. De hecho, debe hacerse. No tenemos otra solución.

—Ya veo. ¿Y qué hay de la idea de fijar dos globos a una barquilla larga?

—Con todos mis respetos a lord Toller, no me gusta, majestad —dijo Zavotle, mirando a Toller de reojo—. La barquilla tendría que ser muy larga para acomodarse a dos globos, y creo que habría serios problemas para controlarla.

—¿De modo que abogas por un único globo enorme?

—No, majestad. Eso sólo significaría otra serie de dificultades diferentes. Sin duda podrían superarse con el tiempo, pero ahora es lo que no tenemos.

Chakkell parecía impacientarse.

—¿Entonces qué? ¿Se te ocurre algo, capitán, o te contentas con decidir lo que no puede hacerse?

—Creo que podemos seguir usando el tamaño de globo que ya conocemos —dijo Zavotle, sin perder su compostura—. Las fortalezas espaciales debieran construirse por partes, y así ser elevadas de a poco y ensambladas en la zona de ingravidez.

Chakkell contempló con dureza a Zavotle, pero su gesto derivó hacia una expresión en la que se mezclaban la sorpresa y el respeto.

—¡Desde luego! ¡Desde luego! No hay otra forma de proceder.

Toller sintió una oleada de orgullo ajeno cuando el nuevo concepto se abrió paso en su mente, llevando consigo una serie de imágenes vertiginosas.

—¡Buen muchacho, Ilven! —exclamó—. Sabía que te necesitábamos, aunque se me hiela el estómago cuando pienso la clase de trabajo que eso implica. Incluso sabiendo que está bien atado, un hombre puede sentirse tremendamente inquieto ante la vista de miles de kilómetros de aire debajo de él.

—Muchos no serían capaces de concentrar sus mentes —dijo Zavotle, asintiendo—, pero el trabajo será reducido al mínimo. Imagino secciones circulares unidas por simples abrazaderas, y selladas con almáciga. Podría construirse una fortaleza con tres de esas secciones.

—Antes de ocuparnos de más detalles, debo saber cuántas de esas fortalezas espaciales se necesitarán —dijo Chakkell—. Cuanto más pienso en ello, más dudas me asaltan sobre la viabilidad de todo el proyecto. Aún si no se tiene en cuenta el volumen, y se considera la zona de ingravidez como un disco plano a medio camino entre los dos planetas, hay millones de kilómetros cuadrados que defender; y no alcanzo a ver cómo puede hacerse. Incluso contando con los recursos del antiguo Kolkorron, sería incapaz de construir la cantidad de fortalezas necesarias. ¿Unas mil, podríamos decir? ¿Cinco mil?

Zavotle miró a Toller, cediéndole la oportunidad de responder, pero éste se limitó a mover levemente la cabeza. La objeción expresada por el rey le pareció válida y, aunque podía deducir por la expresión imperturbable de Zavotle que existía una respuesta, por el momento era incapaz de encontrarla por sí mismo.

—Majestad, no es preciso que defendamos toda la zona —dijo Zavotle—. Los dos planetas comparten la misma atmósfera, pero ésta tiene la forma de un reloj de arena, con un notable estrechamiento en medio. Las naves espaciales deben permanecer cerca del centro del angosto puente de aire, por llamarlo de alguna manera, y allí es donde esperaremos a los habitantes de Land. No sé hasta qué punto están preparados para llevar a cabo su plan, pero cuando destruyamos la primera de sus naves, las otras intentarán pasarnos a una distancia que les proporcione seguridad. Tendrán que aventurarse tan lejos del puente de aire que sus tripulantes podrían perder la conciencia y asfixiarse.

—Empiezo a tomarte afecto, Zavotle —dijo Chakkell, con una media sonrisa—. Entonces, ¿cuántas fortalezas serán necesarias?

—No muchas, majestad. Quizás unas diez o doce en la fase inicial, mientras tengamos la ventaja de la sorpresa; quizá unas cien más tarde, si los habitantes de Land empiezan a emplear medidas de contraataque eficaces —Zavotle observó nuevamente a Toller, tratando de introducirlo en la conversación—. No puedo precisar más en este momento. En gran parte depende de la distancia a la que podamos localizar las naves que ascienden; pero, como lord Toller testificará, el ojo se vuelve mucho más agudo de lo normal en la atmósfera alta. Dependerá también del alcance eficaz de nuestro armamento, pero mi experiencia en este campo es minúscula comparada con la de lord Toller. Quizá él pueda…

—Continúa tú de momento —dijo Toller amablemente, reconociendo las intenciones de Zavotle—. Encuentro tu disertación interesante e instructiva.

—Tu lord Toller —murmuró Chakkell a Zavotle— está tan seguro de sí mismo que no le asustan los subordinados dotados y prometedores. Ahora, hay otra dificultad más prosaica que quiero que consideres, una dificultad que temo que no solucionarás tan mágicamente.

—¿Majestad?

—Han pasado muchos años desde que intervine en lo que quedaba de la flota de la Migración, pero recuerdo con claridad que el único material lo bastante ligero y fuerte para fabricar los globos de las naves espaciales era el lienzo —Chakkell se interrumpió y frunció el ceño, disipando el aire intrascendente que había adoptado durante la conversación—. Puede que no lo sepas, pero las semillas de lino que trajimos de Land no han arraigado bien en el suelo de Overland. Sólo unos cuantos acres aquí y allá producen una cosecha aprovechable, y la mayoría de la producción ya se ha gastado en las aeronaves que funcionan actualmente. Según tu estimable opinión, ¿podrían desmontarse las envolturas de esas naves y volver a coserse para hacer los globos de las naves espaciales?

—¡No!

Toller y Zavotle hablaron al mismo tiempo, pero una vez más Toller, cuyo pensamiento era instintivo, no supo encontrar las palabras para dar una respuesta razonada. Recordó el hecho de que Chakkell no era rey por casualidad de nacimiento, y que conocía en detalle aquellos aspectos de la agricultura, industria y comercio que fundamentaban el poder de una nación. Y de nuevo decidió permanecer en silencio, transfiriendo toda la responsabilidad a Zavotle. Se quedó sorprendido e impresionado cuando éste respondió con una sonrisa serena.

—Los globos deben hacerse de un material nuevo; en eso estoy de acuerdo, majestad —dijo—, pero no se precisará mucho. La emboscada ideada por lord Toller es buena, y es una suerte para nosotros que, en las circunstancias presentes, los globos sean un estorbo, un serio impedimento.

La frente de Chakkell se arrugó notablemente.

—Hablas como si ya fuéramos a salir, Zavotle. ¿Qué quieres decir?

—Majestad, hablo de un nuevo tipo de guerra, pero los principios antiguos deben permanecer. Es esencial para nosotros mantenernos apartados de la vista del enemigo el mayor tiempo posible, hasta que tropiece con nuestra trampa. En un caso así, los globos, que son enormes y pueden verse a muchos kilómetros en la trasparencia de la zona de ingravidez, serían una desventaja.

Toller comenzó a entender el proyecto que Zavotle estaba proponiendo, y durante un momento le pareció sentir el frío del aire de las alturas filtrándose en su cuerpo.

—Hablas de quitar los globos y…, y…

—Y enviarlos de nuevo a tierra, donde se utilizarán para elevar otras secciones de las fortalezas —dijo Zavotle, asintiendo—. No veo por qué un globo no puede hacer el viaje de vuelta muchas veces.

—Ésa no es la cuestión que iba a comentar —dijo Toller—. Hablas de dejar a los hombres allí arriba. ¡Encallados! ¡Sin ningún medio para controlar la caída de la nave!

La expresión de Zavotle se hizo más serena, y en cierto modo menos humana.

—Estamos considerando la zona de ingravidez, milord. Según sus propias palabras, ¿cómo puede caer un objeto que no pesa?

—Ya sé, pero… —Toller abandonó la lógica—. No me gusta.

—¡Pues a mí sí! —exclamó Chakkell casi gritando, dirigiendo una sonrisa radiante a Zavotle que sugería que su estima recién engendrada se había desarrollado rápidamente—. ¡Me gusta muchísimo!

—Sí, majestad —dijo Toller secamente—, pero usted no estará allá arriba.

—Ni tú tampoco, Maraquine —replicó Chakkell—. Te he nombrado mariscal del cielo por tus amplios conocimientos en naves espaciales, no por tu innecesario y decreciente valor. Te quedarás en tierra firme y dirigirás la operación desde aquí.

Toller negó con la cabeza.

—Ése no es mi estilo. Dirigiré desde el frente. Si le pido a los hombres que confíen sus vidas a…, a pájaros sin alas, preferiría estar entre ellos.

Chakkell pareció exasperarse, después miró a Zavotle y adquirió una expresión enigmática.

—Hazlo a tu modo —le dijo a Toller—. Te he otorgado autoridad para que tomes a cualquier hombre de mi reino para tu servicio. ¿Puedo suponer que tu amigo Zavotle recibirá un cargo de importancia?

—Ésa fue mi intención desde el principio.

—¡Bien! Espero de ambos que permanezcáis en el palacio hasta que hayamos tratado cada detalle del plan de defensa, y como eso llevará un tiempo considerable, será… —Chakkell se calló cuando su encorvado secretario entró en la habitación, haciendo una profunda reverencia al acercarse a la mesa—. ¿Por qué me interrumpes, Pelso?

—Disculpe su majestad —contestó Pelso con voz trémula—. Se me ha dicho que debía informarle sin retraso. Me refiero a la ejecución.

—¿Ejecución? ¿Eje…? ¡Ah, sí! Continúa.

—Majestad, envié a buscar al portador de la orden.

—No había necesidad de eso. Yo sólo quería saber si se había llevado a cabo. Bueno. ¿Dónde está el hombre?

—Espera en el corredor del este, Majestad.

—¿De qué me sirve que esté en el corredor? ¡Tráelo aquí, imbécil!

Chakkell repiqueteó sobre la mesa con los dedos mientras Pelso, aún inclinado en una reverencia, se retiraba hacia la puerta.

Toller, aunque no deseaba en absoluto desviarse de la cuestión que tenían entre manos, se quedó mirando fijamente a la entrada cuando la figura de Gnapperl apareció. El sargento, llevando el casco bajo el brazo izquierdo, no mostraba ningún signo de nerviosismo en la que debía de ser su primera audiencia con el rey. Caminó hasta Chakkell y le saludó con toda corrección, esperando su permiso para hablar, pero sus ojos ya se habían encontrado con los de Toller y expresaban malignamente su triunfo, proclamando la noticia antes de pronunciarla. Toller bajó la mirada con autorrecriminación y tristeza al pensar en el desafortunado campesino que había encontrado en la carretera de Prad aquel antedía. ¿Era posible que hubiera pasado tan poco tiempo? Le prometió a Spennel que le ayudaría, y le había fallado; y además, a aquello había que sumarle el hecho de que Spennell había esperado que le fallara. ¿Cómo iba a defender a todo un planeta si era incapaz de salvar a un solo hombre de…?

—Majestad, la ejecución del traidor Spennell se ha realizado de acuerdo con la orden legal —dijo Gnapperls, en respuesta a la señal de Chakkell de que hablara.

Chakkell se encogió de hombros y se volvió hacia Toller. Su rostro exhibía una leve expresión de disculpa.

—Hice lo que pude. ¿Estás satisfecho?

—Tengo una o dos preguntas que hacer a este hombre —Toller levantó la cabeza y clavó su mirada en los ojos de Gnapperl—. Tenía la esperanza de que la ejecución se hubiera retrasado. ¿No ha ocasionado alborotos en la ciudad la vista de la nave espacial?

—Hubo muchos, milord, pero no podía permitir que me distrajesen del cumplimiento de mi tarea —Gnapperl habló con ingenuo orgullo, una forma de provocar subrepticiamente a Toller—. Incluso el verdugo se había unido a la multitud para seguir a la nave espacial, y me vi obligado a cabalgar duramente varios kilómetros hasta encontrarlo y traerlo de nuevo a la ciudad.

«Ése fue el primer verdugo que encontraste hoy», pensó Toller. «Yo soy el segundo».

—Eso es muy loable, sargento —dijo en voz alta—. Usted parece ser de esos soldados que antepone su deber a cualquier cosa.

—Así es, milord.

—¿Qué ocurre, Maraquine? —le interrumpió Chakkell—. No me digas que te rebajas a enfrentarte con simples soldados.

Toller le sonrió.

—Al contrario, siento tan gran estima por el sargento que pretendo reclutarlo para mi servicio. Eso es posible, ¿verdad?

—Te dije que puedes tomar a quien quieras —contestó Chakkell con impaciencia.

—Deseaba que el sargento oyese eso de sus labios. Habrá muchas tareas peligrosas que realizar cuando llegue el momento de probar nuestras nuevas naves espaciales colgadas allá arriba sin el soporte de los globos, y necesitaremos hombres que pongan su deber por encima de todo —Toller volvió a dirigirse a Gnapperl quien, comprendiendo tardíamente que había interpretado mal la situación, empezaba a parecer alarmado—. Envía a los que estaban contigo de vuelta a Panvarl, con mis saludos; después preséntate al comandante de palacio. ¡Vamos!

Gnapperl, ahora pálido y pensativo, saludó y salió de la sala, seguido por la inclinada figura del secretario.

—Has hablado más de la cuenta de nuestras deliberaciones —protestó Chakkell.

—Cuanto antes se extienda la noticia, mejor —dijo Toller—. Además, quería que el sargento tuviese una idea de lo que le aguarda.

Chakkell sacudió la cabeza y suspiró.

—Si pretendes matar a ése, hazlo deprisa. No quiero que te dediques a perder el tiempo en trivialidades.

—Majestad, hay algo en este informe que no alcanzo a entender —dijo Zavotle, frotándose el estómago con aire abstraído.

Durante toda la conversación con el sargento, su cabeza había estado inclinada sobre el libro de informes del coronel Gartasian, con sus orejas sobresaliendo como diminutos puños, y ahora parecía confundido.

—¿Te refieres al rifle?

—No, majestad. Está relacionado con los propios habitantes de Land. Si esos hombres nuevos de extraño aspecto son simples descendientes de hombres y mujeres que eran parcialmente inmunes a la pterthacosis, ¿no habrá alguno como ellos entre los que nacieron aquí?

—Quizá nacieron algunos —contestó Chakkell, sin demostrar demasiado interés—. Probablemente sus padres acabaron rápidamente con ellos sin hablar demasiado del asunto. O quizá la herencia esté latente. Puede que no se manifieste hasta que los portadores sean expuestos a las toxinas, y los pterthas de Overland no son venenosos.

—Todavía no —recordó Toller—, pero si seguimos talando los árboles de brakka, las burbujas cambiarán.

—Algo sobre lo que deben preocuparse las generaciones futuras —dijo Chakkell, golpeando la mesa con el puño—. Ante nosotros tenemos un problema que debe resolverse en días, no en siglos. ¿Me oyes? ¡Días!

«Le oigo», pensó Toller, pero su mente ya estaba ascendiendo a la zona de ingravidez, a ese reino de aire fluído y frío atravesado por meteoros en el que había entrado dos veces en su vida, y al que nunca esperó volver.

Capítulo 5

El sueño volvió varias veces durante la noche, transportando de nuevo a Bartan Drumme al día del vuelo en aerobote.

En el sueño, acababa de atarlo y se dirigía a la casa encalada. Una voz gritaba en su interior, advirtiéndole que no entrase allí; pero aunque estaba asustado, era incapaz de dar la vuelta. Levantó el picaporte de la puerta verde y empujó, y la criatura le estaba esperando en el interior, acercando lentamente hacía él su tentáculo. Como había ocurrido en la realidad, saltó hacia atrás y cayó; y cuando volvió a mirar, el monstruo se había transformado en un conjunto de ropas que colgaban de un perchero. Lo que distinguía el sueño de la realidad era que el delantal continuaba rozándolo lánguidamente, de una forma que no podía atribuirse a las ocasionales corriente de aire. En cierto modo, aquello le provocaba más pavor que el enfrentamiento con el monstruo.

En ese momento del sueño, Bartan siempre se despertaba lanzando un gemido de angustia. Aliviado por encontrar de nuevo un mundo normal, volvía a dormirse, pero la pesadilla regresaba. Por tanto se alegró de la llegada del día, a pesar de que un intenso cansancio invadió todo su cuerpo al levantarse. Había reclamado una zona completa para él, tal como Jop Trinchil deseaba que hiciese, y cada día la trabajaba hasta el agotamiento, esforzándose por preparar el lugar para el arribo de Sondeweere.

Ahora, mientras conducía su restaurada carreta hacia el área de Phoratere, el contraste entre el ambiente soleado de la mañana y los terrores de la oscuridad lo fortalecieron, disipando todo rastro de fatiga de sus miembros.

Había llovido durante la noche y, en consecuencia, el aire era suave, denso y dulce. El mero acto de respirarlo le resultaba sutilmente conmovedor y evocativo, como si hubiese sido arrastrado a aquellos años en que había sido un niño de mirada soñadora, que contemplaba el futuro sólo como algo más que un resplandor áureo y cambiante. Y lo que añadía luminosidad al ambiente era la comprensión de que aquel optimismo instintivo de su infancia estaba totalmente justificado.

¡La vida era buena!

Llevando el cuernazul a paso lento, Bartan revisó las distintas circunstancias que se reunían para hacer de aquel un día especial en una temporada especial. El alcalde, Majin Karrodall, les había transmitido la noticia de que todas las solicitudes de la expedición habían sido aprobadas y registradas en la capital provincial. Los campesinos, que se sintieron felices al adueñarse de casas ya construidas y de tierras que habían sido ya desbrozadas, contemplaban ahora a Bartan como a su benefactor. Jop Trinchil había fijado fecha —y sólo faltaban veinte días— para su boda con Sondeweere. Y, finalmente, estaba la perspectiva de la fiesta para celebrar la ratificación de las solicitudes, en la cual habría comida, bebida y baile hasta entrada la noche.

La algazara no comenzaría a una hora fija, sino que se iría acrecentando poco a poco durante el día, a medida que los grupos familiares fuesen llegando de las áreas vecinas. Bartan partió a primera hora con la esperanza de que Sondeweere hiciese lo mismo, y así poder gozar de su compañía durante más tiempo. Hacía al menos veinte días que no la había visto, y estaba ansioso por contemplar su rostro, escuchar el sonido de su voz y sentir el roce de su cuerpo contra el propio.

El pensamiento de que ella podía estar ya en la granja de Phoratere le impulsó a azuzar a su cuernazul para que acelerase el paso. Pronto alcanzó la cima de un cerro suave, desde donde pudo ver, a través de muchos kilómetros, la bucólica serenidad del paisaje. La lluvia de la noche había intensificado el azul del cielo, como se evidenciaba por el hecho de que podía distinguir varios remolinos de luz además de las abundantes estrellas diurnas. Bajo el horizonte se veían las franjas y extensiones de prados en las que sólo se percibían los movimientos ocasionales de los casi invisibles pterthas derivando en la brisa. A media distancia, rodeadas por campos estriados, estaban las casas de la granja de Phoratere, visibles como diminutos rectángulos grises y blancos. Harro y Ennda Phoratere habían ofrecido su propiedad porque era la más céntrica.

Bartan comenzó a silbar cuando las ruedas de la carreta rodaron con mayor facilidad colina abajo, siguiendo los surcos paralelos del camino. Cuando se acercó al edificio principal de la granja vio que varias carretas estaban estacionadas junto al establo; pero la de Trinchil —en la que Sondeweere tenía que viajar— no estaba entre ellas. Era probable que aquellas que habían llegado tan temprano perteneciesen a familias cuyos miembros femeninos iban a ayudar en los preparativos de la fiesta.

Había una mesa alargada ya dispuesta y junto a ella varios hombres y mujeres, aparentemente en animada conversación. Niños de distintas edades jugaban en las proximidades, produciendo un alegre bullicio de risas y chillidos; pero cuando Bartan se detuvo cerca del establo, tuvo la impresión de que algo preocupaba a los adultos.

—Hola, Bartan. Llegas temprano.

Sólo uno de los campesinos, de mejillas sonrosadas y cabello pajizo, abandonó el grupo para saludar a Bartan.

—Hola… Crain —Bartan acertó el nombre del joven con ciertas dificultades, ya que los Phoratere eran una gran familia, con varios primos de la misma edad y aspecto—. ¿Llego demasiado pronto? ¿Me marcho y vuelvo más tarde?

—No, está bien. Sólo que…, ha ocurrido algo. Algo que nos ha echado un jarro de agua fría.

—¿Un problema serio?

Crain parecía apurado y confuso, totalmente inseguro de sí mismo.

—Por favor, entra en la casa. Harro necesita verte. Estábamos a punto de enviar un jinete para avisarte, cuando vimos tu carreta sobre el montículo.

Se dio la vuelta y se alejó antes de que Bartan pudiera preguntarle algo más. Bartan caminó hacia la entrada principal de la casa con creciente curiosidad. Harro Phoratere era el cabeza de familia; un hombre de cuarenta años, reservado y taciturno, que no sentía tanto afecto por Bartan como los otros miembros de la comunidad. El hecho de que lo invitase a entrar en su casa ya era raro, un indicio de que algo extraordinario había ocurrido.

Bartan golpeó la puerta de madera y entró, encontrándose en una gran cocina cuadrada. Harro estaba de pie junto a una puerta que probablemente conducía a un dormitorio. Apretaba un trapo contra su mejilla derecha y los vivos colores de su rostro —que eran una característica familiar— habían desaparecido.

—¿Ya estás aquí, Bartan? —dijo con voz suave—. Me alegro de que hayas llegado pronto. Necesito tu ayuda con urgencia. Sé que no te hemos demostrado demasiada cordialidad en el pasado, pero…

—Olvida eso —dijo Bartan, acercándose—. Dime sólo qué puedo hacer por ti.

—¡Habla bajo! —le indicó Harro, poniendo un dedo verticalmente sobre sus labios—. Esas pequeñas herramientas que nos mostraste…, las que usas para reparar joyas, ¿las has traído?

La perplejidad de Bartan aumentó.

—Sí, siempre las llevo conmigo. Están en la carreta.

—¿Podrías abrir esta puerta? ¿Incluso con la llave puesta en el otro lado de la cerradura?

Bartan examinó la puerta. Estaba demasiado bien terminada para ser la puerta de una vivienda campesina, y que tuviera cerradura en lugar de un simple cerrojo era un signo de que el constructor de la casa había tenido aspiraciones de caballero. La forma del ojo de la cerradura, sin embargo, indicaba que se trataba de una de las más sencillas y baratas.

—Un trabajo bastante fácil —susurró Bartan—. ¿Está tu esposa en la habitación? Espero que no se encuentre enferma.

—Sí, Ennda está ahí dentro, y temo que se haya vuelto loca. Por eso no eché la puerta abajo. Grita con que sólo toque el tirador.

Bartan recordó a Ennda Phoratere como una mujer guapa y de buen tipo, a final de la treintena, mejor educada y más inteligente que el resto de las esposas de los campesinos. Tenía sentido práctico y buen humor, y era probablemente la última persona de la comunidad de la que podía esperarse un desequilibrio mental.

—¿Por qué crees que está loca? —preguntó.

—Empezó durante la noche. Me desperté y encontré a Ennda apretándose contra mí, frotándose contra mí… Bien, ya me entiendes. Gemía e insistía tanto que me vi obligado a complacerla. Para serte sincero, tuve poca posibilidad de elección en el asunto —Harro se detuvo y dirigió una mirada dura a Bartan—. Esto queda entre nosotros, como comprenderás.

—Desde luego —dijo Bartan.

Había advertido antes que, aunque los campesinos estaban habituados a usar vulgares referencias sexuales en su charla cotidiana, tendían a ser reservados en cuanto a sus relaciones personales.

Harro asintió.

—Bueno, en el momento culminante ella…, me mordió.

—Pero… —Bartan dudó, preguntándose cuáles serían las diferencias entre las prácticas pasionales urbanas y rurales—. No es raro en los amantes que…

—¿De veras? —preguntó Harro, quitándose el trapo de la mejilla.

Bartan se echó hacia atrás al ver la herida en el rostro del hombre. Había dos incisiones curvas con la forma de una boca abierta, cuyos bordes estaban tan próximos que era obvio que una parte sustancial de carne había sido casi arrancada de la mejilla de Harro. Los bordes de las incisiones habían sido unidos con unas puntadas de hilo negro, pero la sangre aún goteaba en algunos puntos a pesar de la aplicación generosa de polvos de flor de pimienta, un coagulante tradicional kolkorronés. La piel de alrededor de la herida estaba amoratada, y era evidente que Harro conservaría la cicatriz durante toda su vida.

—Lo siento —murmuró Bartan—. No podía imaginar…

Harro cubrió su mejilla de nuevo.

—A continuación Ennda me atacó, golpeándome la cabeza con los puños, gritándome que saliese de la habitación. Estaba tan confuso que me encontré fuera sin saber qué había ocurrido. Ennda cerró la puerta con llave. Durante un rato siguió gritando algo así como: «No es un sueño, no es un sueño»… Después se quedó en silencio, y así ha estado desde hace horas. Excepto cuando alguien toca la cerradura; entonces empieza de nuevo. Estoy preocupado, Bartan. Debo llegar hasta ella antes de que se haga daño a sí misma. Parecía tan… tan…

—Espérame aquí.

Bartan salió por la entrada principal e, ignorando las miradas interrogativas de los que estaban junto a la mesa, se dirigió rápidamente a su carreta. Abrió la caja de herramientas y estaba sacando el paquete de instrumentos de joyería cuando Crain Phoratere se le acercó.

—¿Puedes hacerlo? —le preguntó—. ¿Puedes abrir la puerta?

—Creo que sí.

—¡Muy bien, Bartan! Mira, cuando empezaron los gritos vinimos corriendo de las casas vecinas y lo encontramos desnudo y cubierto de sangre. Le pusimos algunas ropas encima y cosimos la herida; después él limpió la casa. Se niega a hablar con nosotros, quizás avergonzado, y no sabemos si dejar que continúe la celebración o no. Quizá no sea adecuado.

—Veremos cómo está ella cuando entre en el dormitorio —dijo Bartan, apresurándose para volver a la casa—. Quédate cerca; te llamaré si necesito ayuda.

—De acuerdo, Bartan —dijo Crain, con agradecimiento.

Una vez en la casa, encontró a Harro esperando junto a la puerta del dormitorio. Bartan se arrodilló junto a él y examinó de cerca el ojo de la cerradura, satisfecho al descubrir que ésta podría ser manipulada fácilmente. Eligió el instrumento más adecuado para su propósito y levantó la mirada hacia Harro.

—Debemos actuar deprisa, por si ella sospecha lo que está ocurriendo —dijo—. Por favor, prepárate para entrar de inmediato.

Harro asintió. Bartan dio la vuelta a la llave, puesta en el otro lado, con un simple movimiento de torsión y se apartó para que Harro entrara rápidamente en la habitación. En la media luz que dejaba entrar la puerta y la ventana medio cerrada vio a Ennda Phoratere de pie, al fondo de la habitación, con la espalda apoyada contra la pared. Su cabello negro caía terriblemente enmarañado sobre la cara, que casi no parecía humana debido a sus ojos desencajados y a la sangre coagulada en su barbilla. Unas manchas marrones salpicaban la parte superior del camisón.

—¿Quién eres? —le gritó a Harro—. ¡Quédate fuera! ¡No te acerques!

—¡Ennda! —Harro se aventuró a acercarse y sujetar a su mujer, a pesar de los golpes que ella le propinaba en su intento de soltarse—. ¿No me conoces? Sólo quiero ayudarte. Por favor, Ennda.

—¡Tú no puedes ser Harro! Tú… —se interrumpió para contemplar con atención el rostro de él, y se llevó la mano a la boca—. ¿Harro? ¿Harro?

—Has tenido una pesadilla, pero ya ha terminado. Ya ha terminado, querida.

Harro llevó a su esposa hacia la cama y la forzó a sentarse, al mismo tiempo que hacía un ademán con la cabeza hacia Bartan para que estuviese atento. Bartan entró y abrió los postigos, convirtiendo la línea de brillo plateado en un torrente de luz. Ennda miró a su alrededor con desconfianza antes de volverse hacia su marido.

—¡Tu cara! ¡Mira lo que le hice a tu pobre cara!

Dejó escapar el más angustiado sollozo que Bartan había oído nunca. Bajó la cabeza y, al ver las manchas de sangre en su camisón, empezó a arrancarse la fina tela de algodón.

—Iré a buscar agua —dijo Bartan apresuradamente, y salió de la habitación.

Vio a Crain Phoratere de pie al otro lado de la entrada e hizo un gesto como si lanzara un puñetazo, para indicarle que permaneciese fuera por el momento. Buscó en la cocina y encontró una jarra de vidrio verde y una palangana en un aparador. Vertió un poco de agua en el recipiente, cogió un paño limpio, jabón y una toalla —procurando tardar todo lo posible en esta operación—, y volvió a la puerta del dormitorio. El camisón de Ennda estaba en el suelo y ella cubierta por una sábana que habían quitado de la cama.

—Está bien, muchacho —dijo Harro—. Entra.

Bartan entró en la habitación y sustuvo la palangana mientras Harro limpiaba la sangre seca de la cara de su mujer. Al desaparecer las manchas, Harro se mostró más animado, recordando a Bartan que algunas tareas de enfermero beneficiaban tanto al atendido como al que atendía. Él también empezó a sentirse aliviado, aunque con cierto remordimiento por su propio egoísmo; su día especial había sido amenazado, pero la amenaza ya se disipaba. Ennda Phoratere había tenido una pesadilla terrible, de consecuencias desafortunadas; pero la vida estaba recuperando su agradable rutina y pronto estaría bailando con Sondeweere.

—Así está mejor —dijo Harro, secando el rostro de su mujer con la toalla—. Sólo fue un mal sueño, y ahora podemos olvidarlo todo y…

—¡No fue un mal sueño! —su voz pareció un lamento débil que frenó el optimismo creciente de Bartan—. Fue real…

—No puede haber sido real —dijo Harro en tono razonable.

—¿Y tu cara? —Ennda empezó a mecerse suavemente hacia delante y hacia atrás—. No era como un sueño. Parecía real, y parecía que iba a durar para siempre…, para siempre…

Harro intentó bromear.

—No puede haber sido peor que algunas pesadillas que yo he tenido, en especial después de cenar tus pasteles de manteca.

—Estaba comiéndome tu cara… —Ennda dirigió a su marido una tranquila pero temerosa sonrisa—. No te mordí la mejilla, Harro; me comí tu cara, tardé horas. Te mordí los labios y los mastiqué. Te arranqué la nariz con los dientes y la mastiqué. Te saqué los ojos y me los comí. Cuando terminé contigo ya no te quedaba cara… No quedaba nada, nada…, ni siquiera las orejas… Sólo había una calavera roja con un poco de pelo en el cráneo. Eso es lo que estuve haciéndote durante la noche, Harro, amor mío. Así que no me hables de tus pesadillas.

—Todo ha terminado —dijo Harro con desasosiego.

—¿Eso crees? —Ennda empezó a mecerse con más fuerza, como movida por un motor invisible—. Había más, ¿sabes? No te he hablado del túnel oscuro… Me arrastraba bajo la tierra por un túnel oscuro… con todos los cuerpos tendidos y cubiertos de escamas apretándose contra mí…

—Creo que será mejor que me vaya —dijo Bartan, volviéndose hacia la puerta con la palangana.

—No, no lo hagas, muchacho. —Harro levantó una mano para detener a Bartan—. Estará mejor con compañía.

—…tenían muchas piernas. Y yo era igual… También tenía muchas piernas…, y una trompa…, un tentáculo que me salía de la garganta.

De repente dejó de mecerse, apoyando la barbilla en su hombro derecho y extendiendo el brazo hacia delante. Hizo un suave movimiento ondulatorio; eso despertó algo en el fondo de la memoria de Bartan que le produjo un inexplicable temor.

—Bueno, sólo iré a dejar la palangana —dijo, sintiéndose como un traidor, sabiendo que pretendía salir de la casa y dejar a los dos desgraciados que se las arreglasen con sus problemas, que nada tenían que ver con él.

Esquivó la mano de Harro, se dirigió rápidamente a la cocina y dejó la palangana sobre el aparador. Luego se encaminó hacia la luminosa cordura de la puerta principal, pero fue atrapado por la telaraña psíquica de Ennda. Ella se había puesto en pie, sin darse cuenta de que la sábana se deslizaba por su torso, y podría haber estado ejecutando una extraña danza con su brazo serpenteando y ondeando ante ella.

—Empezó de una forma extraña —murmuró—. Muy extraña…, aunque es un error decir que eso fue el comienzo, porque yo ya tenía miedo de volver a la casa. Era una casa de campo corriente…, encalada, con una puerta verde… Pero yo tenía miedo de entrar…, y sin embargo tenía que entrar… Cuando abrí la puerta no había nada excepto unas ropas colgando en un perchero de la pared… un sombrero viejo, una capa vieja, un delantal viejo… Supe que debía escapar en ese momento, cuando aún estaba a salvo, pero algo me hizo entrar…

Bartan se detuvo ante la puerta del dormitorio, helado. Ennda lo miró, y su mirada pareció atravesarlo.

—Ves, me equivoqué. No había ropas viejas. Era uno de ellos… ese tentáculo que se acercaba a mí… siempre tan despacio.

Harro se acercó a su esposa y la agarró por los hombros.

—Basta, Ennda. ¡Basta!

—Pero no lo entiendes —sonrió de nuevo, enrollando su brazo en el cuello de él—. No me atacaba, querido… Era una invitación… una invitación a amar… y yo lo deseaba. Entré en la casa y abracé el horror… y me sentí tan feliz cuando… —Ennda se apretó contra Harro.

Pidiendo ayuda a Bartan con la mirada, Harro usó todo su peso y corpulencia para obligar a su esposa a echarse sobre la cama. Bartan entró en la habitación, cerró la puerta tras él y se lanzó sobre la pareja, ayudando a sujetar los agitados miembros de Ennda. Sus dientes chocaban al morder el aire, y la parte inferior de su cuerpo se levantaba una y otra vez, pero ahora con menos fuerza. Los párpados fueron cayendo, la paz volviendo a su cuerpo.

Bartan, por su propia iniciativa, la cubrió con la sábana que había caído al suelo, pero su mente estaba en otra parte, vagando en un mar de dudas y confusión.

¿Podía explicarse, apelando a la casualidad, que dos personas soñasen lo mismo al mismo tiempo? Quizás en cosas intrascendentes, pero cuando… ¡Y al principio el mío no fue un sueño! Bartan sintió un escalofrío al recordar que había estado en la casa y atravesado la puerta verde en la realidad. Pero su monstruo había sido una ilusión, y en la ilusión de Ennda su monstruo era una realidad. El mundo no funciona así, se dijo Bartan. Algo va mal aquí…

—Parece que está mejor ahora —susurró Harro, acariciando la frente de su esposa—. Quizá todo lo que necesita es un par de horas de sueño. Sí, creo que es eso lo que necesita.

Bartan se incorporó, tratando de limitar sus pensamientos al momento presente.

—¿Qué pasa con la fiesta? ¿Vas a decirle a todo el mundo que se vaya?

—Prefiero que se queden aquí. Será mejor para Ennda tener a sus amigos cerca cuando se despierte —Harro se levantó y clavó sus ojos en Bartan desde el otro lado de la cama—. No es necesario hablar mucho de esto, ¿verdad, muchacho? No quiero que la gente piense que se ha vuelto loca; en especial, Jop.

—No lo comentaré.

—Te lo agradezco —dijo Harro, inclinándose hacia delante para estrechar la mano de Bartan—. Jop no tiene tiempo para charlar de los sueños y pesadillas que tenemos últimamente. Dice que si la gente trabajara tanto como debe, estaría demasiado cansada para soñar por las noches.

Bartan esbozó una sonrisa forzada. ¿Tenían sueños semejantes otros miembros de la comunidad? ¿Era esto lo que había predicho el alcalde Karrodall? ¿Podía ser sólo el principio de algo terrible, de algo que podía expulsar a la nueva oleada de colonizadores, como había hecho con los que les precedieron?

—Cuando apoyo la cabeza al final del día —dijo con pesar, apartando sus recuerdos del sueño inquietante de la noche anterior—, experimento una pequeña muerte. No hay nada hasta que rompe el día.

—Cualquiera que intente preparar toda una parcela sin ayuda es lógico que acabe exhausto, mucho más si es alguien que no está acostumbrado a este trabajo.

—Me ayudaron un poco los vecinos —dijo Bartan, ansioso por hablar de cosas normales, mientras intentaba asumir la nueva imagen del mundo que se había formado en su interior—. Y después, cuando me case será…

—Tengo que cubrir mi herida de guerra —le interrumpió Harro, palpándose cuidadosamente la mejilla—. Sal afuera, y diles que quiero saber por qué están todos de pie con los brazos cruzados en vez de dedicarse a los preparativos de la fiesta. Diles que éste debe ser un día que se recuerde.


Tuvieron noticias de que Jop Trinchil y su familia no llegarían hasta mediado el día, de modo que Bartan pasó el tiempo prestando ayuda donde podía en los diversos preparativos de la granja. Sus esfuerzos fueron recibidos con buen humor, pero las mujeres pronto dejaron claro que era un estorbo más que otra cosa, sobre todo porque estaba abstraído y propenso a cometer errores. Se retiró a un banco frente al huerto, donde varios hombres tomaban el sol y ya compartían una jarra de vino verde.

—Muy bien, muchacho —dijo Corad Furcher amistosamente, pasándole una copa llena—. Deja que las mujeres se arreglen solas.

Era un hombre de mediana edad cuyo cabello amarillento delataba un parentesco de sangre con los Phoratere.

—Gracias —Bartan bebió el líquido dulce—. Hay mucha confusión, y parece que yo la aumentaba un poco.

—Ahí está la causa de los problemas, allá arriba —Furcher hizo un gesto que abarcó la cúpula azul claro del cielo—. El comienzo de la noche breve era el momento propicio para empezar una juerga cuando vivíamos en el Viejo Mundo, pero aquí el sol sigue brillando, brillando y brillando, y uno no puede organizarse bien. No es natural esta forma de vivir al aire libre. Soy tan leal como cualquiera, pero sigo diciendo que el rey Chakkell interfirió en el curso normal de las cosas cuando nos dispersó a todos por el globo. ¡Mirad al cielo! ¡Vacío! Hace que me sienta como si siempre me estuvieran observando.

Los hombres que estaba en el banco asintieron demostrando su acuerdo, y empezaron una discusión sobre las desventajas de vivir en el hemisferio de Overland que siempre permanecía de espaldas al planeta hermano. Algunas de las teorías que exponían —sobre los efectos del día ininterrumpido en el crecimiento de los cultivos y en el comportamiento animal— le parecieron bastante discutibles a Bartan. Se dio cuenta de que anhelaba más que nunca la compañía de Sondeweere, y de vez en cuando le daba vueltas al problema planteado por la terrible pesadilla de Ennda Phoratere.

Tenía que descartarse la casualidad, pero quizá la clave del misterio yacía en la propia naturaleza de los sueños. ¿Era posible, como algunos afirmaban, que la mente vagara fuera del cuerpo durante las horas de sueño? Si así era, quizá dos de ellas podrían encontrarse y comunicarse durante unos momentos en la oscuridad, influenciando mutuamente sus sueños.

Bartan se negaba a abandonar su perspectiva de un futuro perfectamente feliz, y la nueva idea parecía ser una base en que apoyarla. Cuando el fuerte vino inició su efecto, él empezó a considerar el episodio perfectamente explicable, aunque extraño y preocupante; una manifestación de las complejidades y misterios de la naturaleza. La visión de Ennda saliendo de la casa principal y uniéndose a quienes se ocupaban de los interminables preparativos de la fiesta le ayudó a recuperar su optimismo. Al principio parecía un poco retraída, pero pronto estuvo riéndose con las demás mujeres; y Bartan dio por hecho que las morbosidades de la noche se habían disipado y olvidado.

No estaba acostumbrado a beber vino, y cuando apareció la carreta de Trinchil a lo lejos había alcanzado ya una fase de aturdida euforia, una intensificación de su estado de ánimo de las primeras horas. Su primer impulso fue salir corriendo para recibir a Sondeweere, pero se impuso el deseo de sorprenderla surgiendo ante ella repentinamente.

Fue hasta donde los otros campesinos habían dejado sus carretas y permaneció escondido entre ellas hasta que los recién llegados se detuvieron, muy cerca. En la carreta de la familia Trinchil había más de una docena de personas, y el bullicio de la zona aumentó de repente cuando empezaron a bajar por los laterales. Los niños competían con los adultos en los ruidosos saludos.

A pesar de su volumen, Jop Trinchil fue el primero en llegar al suelo. De inmediato se alejó a grandes pasos hacia las mesas repletas, obviamente de muy buen humor, dejando que las mujeres se cuidaran del descenso de los niños y de algunos pequeños cestos.

Bartan se sintió encantado al ver a Sondeweere con sus mejores ropas, un vestido ajustado de color verde claro con una guirnalda verde oliva, que combinaba muy bien con el rubio de su pelo, y que reafirmó su creencia de que la joven era de una clase distinta del resto de las mujeres de la comunidad. Fue la última en abandonar la carreta, incorporándose perezosamente con movimientos lentos, oscilantes y voluptuosos que hicieron que el corazón de Bartan se acelerara.

Estaba a punto de salir cuando vio que uno de los hijos de Jop —un chico de diecisiete años llamado Glave, muy musculoso para su edad— esperaba junto a la carreta con los brazos alzados para ayudar a bajar a Sondeweere. Ella le sonrió y colgó sus piernas por el lado, ofreciéndole que rodease su cintura con sus grandes manos. El joven la aguantó sin esfuerzo y la depositó en el suelo, haciendo de manera deliberada que sus cuerpos se rozasen. Sondeweere no dio ningún signo de sentirse ofendida. Permitió que el contacto continuara durante varios segundos, mientras mantenía los ojos fijos en los de Glave; después, movió la cabeza ligeramente. Glave la soltó de inmediato, dijo algo que Bartan fue incapaz de oír y se alejó por el mismo camino que el resto de su familia.

Bartan, molesto, abandonó su escondite y se aproximó a Sondeweere.

—Bienvenida a la fiesta —dijo, seguro de que ella se desconcertaría al darse cuenta de que había sido observada.

—¡Bartan! —sonriendo ampliamente, ella corrió hasta él, lo abrazó por la cintura y se apretó contra su pecho—. Parece que hayan pasado años desde la última vez que te vi.

—¿De veras? —dijo él, remiso a devolverle el abrazo—. ¿No has encontrado alguna forma de hacer que el tiempo pase más deprisa? ¿O, al menos, de un modo más agradable?

—¡Desde luego que no! —advirtiendo la rigidez del cuerpo de él, se apartó y lo miró—. ¡Bartan! ¿Qué estás diciendo?

—Te vi con Glave.

—¡Bartan, Glave es sólo un niño! Y es mi primo.

—¿Primo auténtico? ¿De sangre?

—Eso no viene al caso. No tienes ninguna razón para estar celoso —Sondeweere levantó la mano izquierda y golpeó el anillo de brakka en el sexto dedo—. Llevo esto siempre, amor mío.

—Eso no prueba…

La garganta de Bartan se cerró dolorosamente, evitando que terminase la frase.

—¿Por qué nos comportamos como extraños? —Sondeweere envolvió a Bartan con una mirada dulce e intensa y lo abrazó de nuevo, esta vez poniendo los brazos alrededor de su cuello y atrayendo su cara hacia la de ella.

Nunca se habían acostado juntos, pero después de aquel beso, él tuvo una idea clara de cómo sería la experiencia, y todos los celos —y todo pensamiento sobre cualquier cosa— se alejaron de su mente.

—Trabajar en el campo te está haciendo muy fuerte —le susurró—. Veo que tendré que tener cuidado contigo y cultivar una buena cosecha de doncellamiga.

Halagado y animado dijo él:

—¿No quieres tener niños?

—Muchísimos, pero no tan pronto. Tenemos mucho trabajo que hacer.

—No hablemos más de trabajo por el resto del día, ¿quieres?

Cogió del brazo a Sondeweere y la apartó de los edificios de la granja hacia la tranquilidad soleada del campo abierto, donde los cultivos en diferentes estados de desarrollo resplandecían en franjas que se estrechaban en la lejanía. Caminaron juntos durante más de una hora, disfrutando cada uno de la presencia del otro, hablando de las trivialidades propias de los amantes y contando los meteoros que trazaban líneas plateadas en el cielo. A Bartan le hubiera gustado quedarse a solas con Sondeweere hasta el anochecer, pero cedió de buen talante cuando ella sugirió volver con los otros para participar en el baile.

Cuando llegaron a la casa principal, Bartan estaba sediento. Pensando que sería prudente no tomar más vino, se acercó a los hombres que estaba reunidos alrededor de los barriles de cerveza en busca de una bebida menos fuerte. Hizo frente a las acostumbradas y maliciosas preguntas sobre el tiempo que había pasado con Sondeweere, y salió del grupo llevando una gran jarra de cerveza en la mano.

Tres violinistas habían empezado a tocar a la sombra del pajar y varias mujeres jóvenes, Sondeweere entre ellas, habían unido sus manos y abrían el primer baile. Bartan las observaba lleno de satisfacción, tomando sorbos pequeños y regulares de su jarra, mientras algunos hombres vencían su timidez e iban incrementando el número de bailarines. Acabada su cerveza, dejó la jarra sobre una mesa cercana y ya iba a encontrarse con Sondeweere, cuando su atención fue atraída por un grupo de niños que jugaban sobre la hierba cercana al huerto.

Todos debían de tener entre tres y cuatro años y se movían en un círculo, silenciosos, abstraídos, ejecutando su propia danza a un ritmo más lento del que marcaba la música de los adultos. Sus barbillas estaban apoyadas en sus hombros inclinados hacia delante, y los brazos derechos extendidos, agitándose y ondulando suavemente como hacen muchas serpientes.

Los movimientos eran extrañamente inhumanos, extrañamente repulsivos, e imitaban con exactitud los de Ennda Phoratere cuando interpretó los horrores obscenos de su pesadilla.

Bartan dio la espalda a los niños, sintiéndose de repente ajeno al júbilo y la inocencia de sus vecinos.

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