PARTE II — La arena fría

Capítulo 6

Mientras caminaban hacia la entrada principal del palacio, Gesalla Maraquine hablaba sin cesar sobre trivialidades de la vida doméstica, una táctica que Toller encontraba más desconcertante e irritante que si hubiese decidido mantener un silencio frío.

No había vuelto a casa en los doce días que transcurrieron desde la visita de la nave espacial de Land y, en consecuencia, le agradó que Gesalla llegara cabalgando desde sus propiedades para pasar la noche con él. Pero su estancia no le había proporcionado ninguno de los beneficios que él esperaba. Llegó con un extraño humor, enigmática y un poco distante; y al enterarse de que él había insistido en ascender con las primeras fortalezas, se mostró decididamente cáustica. Más tarde, en la cama, respondió a todos sus intentos con aburrida sumisión, lo cual resultó más hiriente que un rechazo directo y le hizo abandonar todo pensamiento de hacer el amor. Permaneció acostado lejos de ella toda la noche, física y mentalmente frustrado; y cuando al fin se quedó dormido, soñó que se caía, pero no era una caída corriente, sino un descenso de un día entero desde la zona de ingravidez…

—Cassyll está esperándote —la interrumpió Toller con brusquedad—. Es mejor que él te acompañe de regreso a casa.

Gesalla asintió.

—Sí, es mejor. Después de todo, podrías decidir llevártelo contigo al cielo.

—¿Qué estás diciendo? Al chico no le interesa volar.

—Tampoco le interesaban las armas, hasta que lo pusiste a trabajar en esos malditos rifles. Ahora lo veo tan poco como a ti.

—¿Es eso lo que te pasa? —Toller detuvo a su esposa en un transitado corredor de altos techos, esperó a que un grupo de oficiales pasara junto a ellos, y le preguntó—: ¿Por qué no lo dijiste anoche?

—¿Habrías cambiado tus planes?

—No.

—Entonces ¿de qué hubiera servido decirlo? —Gesalla parecía fuera de sí.

—¿Cuál era tu propósito principal al venir a palacio? —dijo Toller—. ¿Hacerme daño?

—¿Daño dices? —Gesalla soltó una carcajada de incredulidad—. Me enteré de tu enfrentamiento demente con esa bestia de espadachín, Karkarand, o como quiera que se llame.

Toller la miró atónito, desconcertado por el repentino cambio de tema.

—Era la única manera de…

—Ahora vas a venir con que era absolutamente necesario. Toller, ¿cómo crees que me siento, sabiendo que mi marido prefiere morir en un desafío a seguir viviendo conmigo?

Toller intentó buscar una respuesta adecuada, tomándose tiempo para pensar, aprovechando que dos amanuenses que trasladaban documentos pasaron cerca de ellos dirigiéndoles miradas de curiosidad. Éste era el tipo de situaciones en las que Gesalla le producía un miedo casi supersticioso. El rostro oval de su cara era duro, pálido y hermoso, y detrás de aquellos ojos grises había una mente que podía superar la suya, haciendo imposible que encontrara un argumento mejor que el de ella; en especial, si se trataba de un asunto importante.

—Sé que de momento hay pocas evidencias de ello, pero en la actualidad nos encontramos en una crisis —dijo en tono pausado—. Sólo estoy haciendo lo que es preciso que haga y odio tanto como…

Dejó la frase inconclusa al ver a Gesalla negando enfáticamente con la cabeza.

—No me mientas, Toller. No te mientas a ti mismo. Todo esto te divierte.

—¡Qué absurdo!

—Contéstame sólo a una pregunta. ¿Alguna vez piensas en Leddravohr?

Nuevamente desconcertado, Toller evocó en su mente la imagen del príncipe militar, el hombre cuyo odio había alterado toda su vida familiar y con quien había luchado un duelo a muerte el día que las naves tomaron tierra en Overland, tantos años atrás.

—¿Leddravohr? —dijo—. ¿Por qué iba a pensar en él?

Gesalla esbozó la dulcísima sonrisa que precedía con frecuencia a sus más mortíferas embestidas.

—Porque sois exactamente iguales.

Se volvió, alejándose con paso vivo; su erguida y esbelta figura sorteaba las barreras de gente con una habilidad inalcanzable para él.

Nadie puede decirme esas cosas, pensó con tristeza, mientras seguía a Gesalla. A pesar de sus esfuerzos por alcanzarla, ya había pasado el arco de la entrada y se hallaba bajo el sol, en el patio principal, cuando llegó hasta ella. Cassyll se acercaba con dos cuernazules.

Cassyll Maraquine era tan alto como su padre, pero el componente materno era evidente. Delgado y con músculos largos, que le otorgaban la capacidad, descubierta por Toller después de perder en varios retos, de correr durante dos o tres horas sin apenas disminuir la velocidad. Se parecía mucho a su madre, con una cara oval de finas facciones y ojos grises y pensativos bajo el manto de viuda de su cabello negro.

—Buen antedía, madre, padre —dijo, e inmediatamente concentró toda su atención en Toller—. Traje muestras de la nueva serie de esferas de presión. Ninguna de ellas ha fallado ni se ha deformado en la prueba, de modo que podemos empezar a fabricar rifles fiables en seguida. Están en la bolsa de mi montura. ¿Quieres verlas?

Toller echó una ojeada al sombrío rostro de Gesalla.

—Ahora no, hijo. Hoy no. Os dejo a Wroble y a ti a cargo de los planes de la producción. Yo tengo otro trabajo en estos momentos.

—¡Oh! —Cassyll levantó las cejas y contempló a su padre con franca admiración—. Así que es verdad… ¡Vas a ascender con la primera fortaleza!

—Tengo que hacerlo —dijo Toller, deseando que Cassyll hubiese reaccionado de manera diferente.

Había estado lejos de su casa por los asuntos del rey durante la mayor parte de la crianza de su hijo y siempre se consideró afortunado de que, en lugar de mostrar resentimiento, su hijo lo considerase como un aventurero interesante y un padre del cual estar orgulloso. No hubo rivalidad con Gesalla por el afecto del chico, incluso cuando éste demostró estar muy interesado en la nueva ciencia de la metalurgia. Pero ahora la relación triangular estaba cambiando y presentaba dificultades; justo cuando tenía menos posibilidades de ocuparse de ellas.

Las dos primeras fortalezas espaciales habían sido construidas en sólo unos días, muy poco tiempo para un estudio completo de los problemas; el ascenso, ya próximo, ocupaba tanto lugar en sus pensamientos que todo lo demás le parecía irreal. En su corazón estaba ya remontándose en las peligrosas alturas azules del espacio, y empezaba a impacientarse con los asuntos terrenales.

—Hablaré con Wroble antes de que anochezca —dijo Cassyll—. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—Quizá siete días en la primera subida. Pero el total dependerá de cómo resulte toda la operación.

—Buena suerte, padre.

Cassyll estrechó la mano de Toller, después mantuvo quieto a uno de los cuernazules para Gesalla. Ésta subió en la montura con experta gracia —su falda de montar dividida le permitía total libertad de movimientos—, y miró a Toller con una expresión en la que se mezclaban el enojo y la tristeza. El mechón plateado de su cabello brillaba como un emblema militar.

—¿No me vas a desear tú también buena suerte? —preguntó.

—¿Por qué debería hacerlo? Me aseguraste que la subida será del todo segura.

—Sí, pero…

—Adiós, Toller.

Gesalla dio la vuelta a su cuernazul y se alejó cabalgando hacia las puertas del palacio. Cassyll la miró con perplejidad durante un momento.

—¿Ocurre algo, padre?

—Nada que no podamos solucionar, hijo. Cuida bien de tu madre.

Toller observó como Cassyll subía a su montura y salía cabalgando detrás de Gesalla. Después se dio la vuelta y caminó de nuevo hacia el palacio, moviéndose como un ciego contra la corriente de gente que salía.

Sólo había dado unos cuantos pasos cuando oyó las pisadas de una mujer que corría hacia él. La idea de que pudiera ser Gesalla para hacer las paces era irracional; sin embargo, sintió el principio de una oleada de felicidad cuando se detuvo y se volvió para recibir a la persona que lo seguía. La emoción se convirtió en desencanto cuando vio a una mujer pequeña, de cabello negro, de unos veinticinco años, vestida con el uniforme color azafrán de capitán del aire. Unos parches azules cosidos en los hombros del jubón cubierto de bordados mostraban que había sido trasladada al recién formado Servicio del Espacio. En su rostro destacaban las fuertes mandíbulas y unos labios gruesos; sus cejas, contradiciendo a la moda del momento, eran muy pobladas y anchas y parecían predispuestas a fruncirse.

—Lord Toller —dijo—, ¿puedo hablar un momento con usted? Soy la capitana del espacio Berise Narrinder, y hace días que estoy tratando de verlo.

—Lo siento, capitana —dijo Toller—. Ha elegido el momento más inoportuno.

—Milord, sólo será un instante, y es un asunto de cierta importancia.

El hecho de que la mujer no se hubiera desalentado por su rechazo le indujo a mirarla con más atención, y en el fondo de su mente se cruzó el pensamiento de que habría sido muy atractiva si no vistiera uniforme. Aquéllo le hizo sentirse furioso consigo mismo, y una vez más deseó que la reina Daseene no tuviese tan gran influencia sobre su marido. Por su insistencia, las mujeres fueron admitidas en el Servicio del Aire, y había persuadido a Chakkell para que les permitiese unirse voluntariamente a las naves espaciales y a las tripulaciones de las fortalezas.

—Muy bien, capitana; ¿qué es ese asunto de tanta importancia?

—Se me ha dicho que fue decisión suya que ninguna mujer tomara parte de los doce primeros ascensos a la zona de ingravidez. ¿Es verdad?

—Sí, es verdad. ¿Por qué?

Las cejas de Berise formaron ahora una línea continua sobre sus ojos de color intenso.

—Con los debidos respetos, milord, deseo hacer uso de mi derecho a protestar garantizado por las estipulaciones del Servicio.

—No hay estipulaciones en tiempo de guerra —Toller la miró con sorpresa—. Aparte de eso, ¿sobre qué tiene que protestar?

—Me presenté voluntaria para los trabajos de vuelo y fui rechazada, simplemente porque soy una mujer.

—Se equivoca, capitana. Si usted fuese una mujer con experiencia en pilotar una nave en la zona de ingravidez y llevar a cabo la maniobra de inversión habría sido aceptada, o al menos considerada. Si fuese una mujer con experiencia en el uso de armas o con fuerza para mover las secciones de las fortalezas habría sido aceptada, o al menos considerada. La razón por la que se ha rechazado es que no está cualificada para este trabajo. Y ahora, ¿puedo sugerir que los dos volvamos a nuestras obligaciones?

Toller se giró con brusquedad y empezó a alejarse cuando la mirada de frustración que había visto en los ojos de Berise tocó una cuerda sensible en su interior. ¿Cuántas veces en su juventud se había enojado y exasperado por tener que someterse a las reglamentaciones? Sentía un desagrado instintivo ante la idea de enviar a una mujer al frente de batalla, pero había aprendido de Gesalla que el valor no es un atributo exclusivamente masculino.

—Antes de que me vaya, capitana —dijo, frenando su marcha—, ¿por qué está tan ansiosa por subir al punto medio?

—No habrá otra oportunidad, milord, y tengo tanto derecho como un hombre.

—¿Cuánto tiempo hace que vuela en aeronaves?

—Tres años, milord.

Berise cumplía con esmero las formalidades del tratamiento, pero su expresión severa y el color encendido de su rostro demostraban claramente su furia contra él, y a Toller eso le gustó. Sentía una simpatía natural por la gente que era incapaz de disimular sus sentimientos.

—Mi decisión sobre los vuelos de montaje es irrevocable —dijo, pensando en demostrarle que los años no le habían despojado de su humanidad, que aún podía comprender las ambiciones de la juventud—. Pero cuando las fortalezas estén situadas serán frecuentes los vuelos de abastecimiento, y las tripulaciones de las fortalezas rotarán de acuerdo a un orden regular. Si puede contener su impaciencia, al menos un poco, tendrá numerosas ocasiones de probar su valor en el azul central.

—Es usted muy amable, milord.

La inclinación de Berise fue mayor de lo necesario, y su sonrisa sugería más diversión que gratitud.

«¿Me he expresado con demasiada pomposidad?», pensó, observando como se alejaba. «¿Se está riendo de mí esa joven?»

Reflexionó sobre ello un momento y después chasqueó la lengua con fastidio, al darse cuenta de lo trivial del tema que lo había apartado de sus importantes responsabilidades.


El patio de armas en la parte posterior del palacio fue elegido como lugar para el despegue, en parte porque estaba totalmente cerrado, y en parte porque así le resultaba más fácil al rey Chakkell controlar cada uno de los aspectos del proyecto de las fortalezas espaciales.

Las fortalezas eran cilindros de madera de doce metros de largo y un diámetro de cuatro metros. Cada uno de ellos había sido construido en tres secciones. Se fabricaron dos prototipos para una fase inicial, y las secciones que los componían estaban apoyadas sobre sus lados planos en el lado oeste del patio, como si fuesen tambores gigantes. Los enormes globos que debían transportarlas a la zona de ingravidez estaban ya montados, y reposaban sobre la tierra endurecida; la tripulación de tierra mantenía abiertos sus orificios, mientras los ventiladores a manivela servía para llenarlos de aire caliente. Era una técnica desarrollada en la época de la Migración, para disminuir el riesgo de dañar las envolturas de lienzo cuando los quemadores arrojasen a su interior el gas caliente.

—Sigo diciendo que es una locura que asciendas en esta fase —dijo Ilven Zavotle al atravesar el patio de armas junto con Toller—. Y aún no es demasiado tarde para nombrar un suplente.

Toller negó con la cabeza y apoyó una mano en el hombro de Zavotle.

—Aprecio tu preocupación, Ilven, pero sabes que debe hacerse así. Los tripulantes están aterrorizados, y si piensan que yo tengo miedo de subir con ellos, serían totalmente inútiles.

—¿No estás asustado?

—Tú y yo ya hemos estado antes en la zona de ingravidez, y sabemos cómo manejarnos allí.

—Las circunstancias son diferentes —dijo Zavotle, con tristeza—. Sobre todo respecto de nuestra segunda visita.

Toller le dio un empujón tranquilizador.

—Tu sistema funcionará. Apostaré mi vida en ello.

—Déjate de bromas.

Zavotle se apartó de Toller y fue a reunirse con un grupo de técnicos que esperaba para presenciar la salida. Había demostrado ser tan valioso para el proyecto de las fortalezas espaciales que, poco después de la primera reunión, Chakkell lo nombró ingeniero jefe, librando de esta forma a Toller de gran parte de su excesivo trabajo, y a él del primer ascenso. En consecuencia, Zavotle había comenzado a sentirse responsable de que su amigo se expusiera a peligros cuyo alcance apenas podía imaginar, y su desazón fue creciendo gradualmente durante los últimos días.

Toller levantó la vista al cielo, donde el gran disco de Land estaba suspendido en el cénit, y una vez más pensó que podría morir allí arriba, a medio camino entre los dos planetas. Al analizar su reacción ante aquel pensamiento, lo más inquietante era que no sentía verdadero miedo. Estaba determinado a evitar que lo mataran y a conducir la misión a un final exitoso, pero había muy poco del miedo natural de los seres humanos ante la posibilidad de que su vida se extinguiera. ¿Era porque no podía concebir que Toller Maraquine, el hombre situado en el centro de la creación, debiera sufrir el mismo destino que el resto de los mortales, o porque temía que Gesalla tuviera razón? ¿Amaba en realidad la guerra tanto como la había amado el príncipe Leddravohr? ¿Explicaba eso la desazón que había sentido durante los últimos años?

El pensamiento era perturbador y deprimente, y lo apartó de sí para concentrarse en sus deberes inmediatos. Todo el día hubo una actividad intensa alrededor de las seis secciones de las fortalezas, mientras se cargaban las provisiones y se hacían los arreglos de última hora en los motores y en el resto del material. Ahora el área estaba relativamente vacía, con sólo los equipos de lanzamiento y los tripulantes de vuelo junto a sus naves de extraño aspecto. Algunos de ellos intercambiaron palabras o miradas al ver a Toller aproximarse, sabiendo que el ascenso estaba a punto de comenzar. Los pilotos eran todos hombres maduros, seleccionados por su experiencia en el vuelo de la Migración; pero los demás eran jóvenes en su mayoría, elegidos por sus aptitudes físicas, y estaban bastante recelosos acerca de lo que iba a ocurrir. Comprendiendo sus preocupaciones, Toller aparentó tranquilidad y buen humor al llegar a la hilera de globos que se agitaban lentamente.

—Las condiciones de viento son perfectas, así que no os retendré —les dijo, elevando la voz sobre el repiqueteo y el zumbido de los ventiladores de inflado—. Sólo tengo una cosa que decir. Es algo que habéis oído ya muchas veces, pero es tan importante que vale la pena repetirlo aquí. Debéis permanecer atados a las naves durante todo el tiempo, y llevar los paracaídas permanentemente. Recordad estas reglas básicas y estaréis en el espacio tan seguros como en tierra. Y ahora emprendamos la tarea que el rey nos ha encomendado.

Sus palabras finales no fueron lo inspiradas que habría deseado, pero una frase tradicional pronunciada en kolkorronés formal habría resultado incongruente en el contexto de la más extraña guerra de la historia humana. En los conflictos del pasado, la población civil siempre había estado implicada emocionalmente, sobre todo por sus temores ante lo que una horda invasora pudiera hacer a sus seres queridos, pero ahora la mayor parte del pueblo ignoraba la amenaza. En cierto modo, era ésta una guerra irreal, una contienda entre gobernantes, donde unos pocos gladiadores eran lanzados a la arena como si fuesen dados para conseguir una decisión arbitraria, muy influenciada por su capacidad para resistir al dolor y las privaciones, sobre la viabilidad de una idea política. ¿Cómo iba a explicar esto, justificándolo y planificándolo, a un puñado de infelices que fueron inducidos a servir al rey por la perspectiva de un sueldo fijo y una vida sin problemas?

Toller se dirigió hacia su nave, haciendo una seña a los otros cinco pilotos para que lo imitaran. Había decidido volar en la sección central de una de las fortalezas, porque ésta parecía menos adecuada para el vuelo que las secciones de los laterales y su tripulación necesitaba un impulso adicional de confianza. Se había instalado una plataforma provisional no muy grande bajo uno de los bordes, y sobre ella estaban los puestos de la tripulación y un sector para almacenaje que contenía diversas provisiones.

El quemador montado en el centro era uno de los usados en la Migración, y había estado guardado en los almacenes de Chakkell durante más de veinte años. Su componente principal era un tronco de un árbol de brakka muy joven, que se había empleado en su totalidad. A un lado de la base abultada se encontraba un pequeño tanque lleno de pikon, más una válvula que daba paso a los cristales hacia la cámara de combustión bajo presión neumática. En el otro lado, un mecanismo similar controlaba el flujo del halvell, y ambas válvulas se manejaban con una palanca común. Los conductos de esta última válvula eran ligeramente más anchos, proporcionando automáticamente mayor cantidad de halvell, puesto que se había demostrado que esta mezcla era la mejor para mantener la fuerza propulsora.

Como la sección estaba apoyada sobre un lado, la plataforma se encontraba en posición vertical y Toller reposaba sobre su espalda en una silla para operar sobre los mandos del quemador. Su espada, de la que no había querido desprenderse, hacía aún más incómoda la posición. Toller accionó el reservorio neumático, después hizo una señal al supervisor de la operación de inflado para que supiese que estaba listo para empezar a quemar. El equipo que manejaba el ventilador cesó de dar vueltas a la manivela y apartó la pesada máquina y su tobera.

Toller adelantó la palanca de control durante un segundo. Se produjo un rugido silbante cuando los cristales de energía se combinaron, lanzando un chorro de la mezcla de gases calientes al orificio del globo. Satisfecho con el funcionamiento del quemador, provocó una serie de ráfagas —todas ellas breves para reducir el riesgo de dañar con el calor el tejido del globo—, y la gran envoltura empezó a dilatarse y a separarse del suelo. El equipo de inflado la levantó aún más mediante los cuatro montantes de aceleración, que constituían la principal diferencia entre las naves espaciales y las aeronaves diseñadas para vuelos atmosféricos normales. Ahora el globo, lleno en sus tres cuartas partes, se combaba entre los montantes, con su barnizado lienzo palpitando y ondeando como un pulmón gigantesco.

Al ir elevándose poco a poco hasta la posición vertical, el equipo de hombres que aguantaba las cuerdas de la corona del globo se acercó y las amarró a los puntos de carga de la sección, mientras otros volcaban suavemente la estructura hasta que quedó en posición horizontal. A la vez, esta sección estuvo lista para despegar, sostenida sólo por la fuerza de los hombres que aguantaban las cuerdas de amarre. El resto de la tripulación de vuelo trepó por unos travesanos salientes de los laterales y ocupó sus puestos.

Toller asintió con satisfacción y dirigió una mirada a la hilera de naves, viendo que las otras tripulaciones también habían subido a bordo de sus respectivas secciones. El hecho de que las naves despegaran simultáneamente difería de la práctica kolkorronesa normal, pero el éxito del ensamblaje de las fortalezas en la zona de ingravidez iba a depender de la precisión del vuelo en estrecha formación. Zavotle decidió que un despegue masivo ayudaría a los pilotos a familiarizarse con la técnica, y también proporcionaría una información inicial sobre dónde podían encontrarse los problemas. No hubo tiempo para ascensos de prueba, y las tripulaciones tendrían que aprender nuevas prácticas bajo la tutela del más severo e implacable de los maestros.

Habiéndose asegurado de que los otros cinco pilotos estaban listos para volar, Toller les hizo un gesto con la mano y lanzó una ráfaga prolongada para iniciar el ascenso. El rugido fue aumentado por la enorme cámara de resonancia del globo que ahora ocultaba casi todo el cielo, y al final de la ráfaga los hombres de tierra soltaron las cuerdas a una orden del supervisor del lanzamiento. Cuando la nave empezó a elevarse verticalmente, sin ninguna brisa que le proporcionase un componente lateral al movimiento, Toller se levantó y miró sobre el borde de la sección hacia el patio de armas, que se alejaba lentamente. Divisó la figura firme de Ilven Zavotle, distinguible con facilidad por su cabello prematuramente blanco, y le saludó con la mano. Él no le respondió, pero Toller sabía que le había visto y estaba deseando poder ocupar su lugar para poner a prueba sus ideas, en lugar de que lo hiciera otro hombre.

—¿Entro los montantes, señor?

El que habló fue el montador, Tipp Gotlon, un chico larguirucho al que le faltaba un diente y uno de los pocos voluntarios del vuelo.

Toller asintió y Gotlon empezó a hacer su trabajo alrededor de la plataforma circular, atrayendo los montantes de aceleración que colgaban libres por medio de sus correas y atándolos al borde. El mecánico Millyat Essedell, un hombre de piernas arqueadas que parecía competente y con varios años de experiencia en el Servicio del Aire, no era necesario que hiciese nada en esta etapa del vuelo, pero estaba agachado junto a la caja de su equipo, ordenando y revisando afanosamente sus herramientas. Las naves de la sección central llevaban una tripulación de sólo tres hombres —en lugar de los cinco de las secciones extremas—, ya que iban cargadas con el peso adicional de las armas que las fortalezas utilizarían contra los invasores.

Satisfecho porque sus compañeros eran dignos de confianza, Toller concentró toda su atención en encontrar un ritmo del quemador que le proporcionase una velocidad de ascenso de treinta y seis kilómetros por hora. Estableció el ritmo de cuatro segundos funcionando y veinte descansando, que recordaba bien de la primera travesía interplanetaria, y durante los diez minutos siguientes los pilotos de las otras naves se ejercitaron en mantenerse exactamente a la misma altura que él. Presentaban un espectáculo impresionante, tan grandes y tan próximas unas a otras, con cada detalle destacado por la luz, mientras el planeta se iba hundiendo en la bruma azul.

Las naves se convirtieron en la única realidad para Toller. Bajó la mirada hacia las figuras geométricas de la ciudad de Prad, y sintió poca afinidad con el lugar y sus habitantes. De nuevo era una criatura del espacio, y sus preocupaciones ya no eran las banalidades de los seres aferrados a la tierra. Los asuntos del gobierno o la situación de los príncipes poco importaban ahora, comparados con el estado de un remache o la tensión adecuada de una cuerda, o incluso los extraños sonidos ronroneantes que un globo podía producir sin ninguna causa aparente.

Cuando el período de puesta a punto hubo acabado, el escuadrón estaba a una altura de tres kilómetros y Toller hizo una señal para que se dispersaran verticalmente. La maniobra fue llevada a cabo con rapidez y sin percances, transformándose el grupo apretado en una formación distendida que podía afrontar la llegada de la noche sin el menor riesgo de colisiones.

Había llegado hasta el límite del cansancio en los días precedentes al despegue. A veces, sólo dormía dos horas en toda la noche, y durante la forzosa ociosidad del ascenso su cuerpo empezó a reclamar la merecida compensación. Incluso mientras manejaba el quemador —contando el ritmo instintivamente— caía a veces en un sopor, y la mayoría de los períodos de descanso los pasaba dormitando y soñando. Con frecuencia al despertarse no tenía idea de dónde se encontraba, y contemplaba asustado y confuso la curvatura serena y enorme del globo, hasta que se daba cuenta de lo que era y adonde le llevaba. En otras ocasiones, especialmente durante la noche, cuando los meteoros centelleaban sin cesar a su alrededor, no lograba despertar del todo y en su estado soñoliento imaginaba que se encontraba ascendiendo desde hacía mucho tiempo, en compañía de hombres y mujeres que ya habían muerto o que se habían convertido en extraños con el paso del tiempo, todos ellos viajando hacia el futuro con diversos grados de excitación y esperanza.

Los cambios de duración de los días y noches aumentaron su desorientación temporal. A medida que el ascenso continuaba, la noche de Overland se hacía más corta y su noche breve crecía, tendiendo hacia el equilibrio que se alcanzaría en el punto medio entre los planetas hermanos, y Toller se dio cuenta de que casi le había pasado desapercibida la secuencia de los cambios. La medida más segura del paso del tiempo llegó a ser el altímetro de la nave, un simple artilugio que consistía nada más que en una escala vertical, en cuya parte superior colgaba un pequeño peso atado a un fino muelle. Al principio del vuelo el peso se encontraba sobre la marca inferior de la escala, pero al continuar subiendo y disminuir la atracción gravi-tacional de Overland, el peso ascendía en una analogía perfecta del vuelo; una nave en miniatura navegando en un cosmos en miniatura.

Otro indicador fiable del avance era el frío creciente. En el primer ascenso de Toller, la tripulación fue sorprendida por el fenómeno y sufrió mucho en consecuencia, pero ahora disponían de ropas bien acolchadas y podían tolerar las temperaturas. Sentado junto al quemador, incluso le era posible sentir el calor agradable y envolvente, una circunstancia que favorecía la somnolencia. Y en ese estado pasaba horas rodeado de la oscuridad azul del cielo, contemplando las estrellas brillantes que salpicaban los remolinos de luz, el resplandor prolongado de los cometas y a Farland, suspendido a lo lejos como un faro verde.

Uno de los problemas más importantes a que se enfrentaba la misión era reconocer el centro exacto de la zona de ingravidez. Toller sabía que en teoría no había una verdadera zona de ingravidez, sino que era un plano de espesor cero, y que una fortaleza situada sólo a diez metros de un lado u otro inevitablemente empezaría la larga zambullida hacia una de las superficies planetarias. Se había supuesto, sin embargo, que la realidad sería más tolerante que las puras ecuaciones y permitiría cierta deriva.

El primer trabajo de Toller era demostrar que esta suposición estaba justificada.

Las seis naves habían empleado el chorro propulsor durante los primeros días, cuando el ascenso producido por el aire caliente era casi insignificante, pero ahora sus motores permanecían silenciosos mientras estaban suspendidos en una tierra de nadie, gravitacionalmente hablando. A Toller le extrañó que los tripulantes pudieran comunicarse bien de una nave a otra gritando simplemente; aunque sus voces parecían ser absorbidas de inmediato por la inmensidad que los circundaba; de hecho podían recorrer cientos de metros.

Estuvo ocupado durante varios minutos con el artilugio —inventado por Zavotle— para mostrar cualquier movimiento vertical significativo de la nave. Consistía en un pequeño crisol que contenía una mezcla de productos químicos y sebo que desprendía un humo denso cuando se encendía, y una especie de fuelle acoplado a una larga boquilla. La máquina podía arrojar por un lado de la nave diminutas bolas de humo que conservaban su forma y densidad durante un período de tiempo sorprendente en el aire quieto. La idea de Zavotle era que el humo, no siendo más pesado que la atmósfera que lo rodeaba, crearía marcas estacionarias por las cuales podría medirse el movimiento de la nave. Por simple que fuese el sistema, parecía eficaz. Toller había prohibido a Essedell y a Gotlon que se movieran, para que no inclinasen la plataforma circular mientras él observaba las bolas de humo a lo largo de la línea de la baranda durante bastante rato para convencerse de que no había desplazamiento relativo.

—Yo diría que estamos suspendidos —le gritó a Daas, el piloto de la segunda sección central, que había estado llevando a cabo similares experimentos—. ¿Qué opinas tú?

—Estoy de acuerdo, señor —Daas, apenas visible entre la ropa que lo envolvía, estaba junto a la baranda de su nave, y saludó con la mano para complementar su mensaje.

El antedía se había iniciado poco antes, y el sol se encontraba situado «debajo» de las seis naves, cerca del borde oriental de Overland. Su resplandor iluminaba la parte inferior de las secciones de las fortalezas, proyectando sus sombras en las mitades inferiores de los gobos, añadiendo un aspecto absurdo y teatral a la escena.

De pronto, Toller sintió una especie de júbilo al contemplar aquel espectáculo extraordinario. Se sentía descansado y fuerte después de la breve hibernación del ascenso, dispuesto a batallar en nuevo campo, y en su interior había una sensación tan intensa que se vio obligado a hacer una pausa para analizarla. Parecía ser una especie de centro de luminosidad que no tenía ninguna relación con las condiciones de la gravedad cero, y de este centro salían rayos multicolores —la metáfora le pareció demasiado simple, pero era la única que se le ocurría— impregnados por emociones de alegría, optimismo, suerte y poder, que llenaban cada parte de su ser físico y mental. El efecto general era extraño y al mismo tiempo enormemente familiar, y tardó varios segundos en identificarlo y darse cuenta de que se sentía joven. Nada más y nada menos que eso: se sentía joven. Casi de inmediato se presentó una reacción emocional.

«Es de suponer que a muchos parecerá extraño el que un hombre pueda alcanzar la felicidad en un momento como éste», se dijo. Relajó ligeramente el brazo con que se sujetaba a la baranda, permitiendo a sus pies elevarse de la plataforma, y el disco durmiente de Overland, con su delgado arco iluminado, apareció bajo la nave. «Por eso me comparó Gesalla con Leddravohr. Ella advierte la plenitud que me invade al ser llamado para defender a nuestro pueblo, pero es incapaz de compartirla y entonces se siente celosa. No hay duda que está preocupada por mi seguridad, y eso también la impulsa a decir cosas de las que después se arrepiente en la intimidad del dormitorio».

—Estoy listo para ir, señor.

La voz de Gotlon llegó a Toller desde atrás, llamándolo de nuevo al mundo cotidiano. Toller apoyó sus pies en la plataforma y se volvió para ver que el joven montador, sin esperar la orden, se había colocado el equipo completo de vuelo. Su cuerpo larguirucho era irreconocible dentro del grueso acolchado del traje espacial, que incluía botas y manoplas forradas de piel. La parte inferior de su cara estaba oculta por una bufanda de lana —a través de la cual su respiración salía en forma de vaho blanco— y su cuerpo estaba aún más abultado por la mochila del paracaídas y por una unidad propulsora de aire atada sobre el diafragma.

—¿Puedo salir ya, señor? —Gotlon manipulaba la cuerda de seguridad que le mantenía atado a la baranda de la nave—. Estoy listo.

—Ya lo veo, pero reprime tu impaciencia —dijo Toller—. Todos deben contemplar tus hazañas.

Además de ambicioso, Gotlon era uno de esos raros individuos que no tienen ningún temor a las alturas, y Toller se creía afortunado por haberlo encontrado en el poco tiempo de que dispusieron. Los tripulantes de las seis secciones de las fortalezas habían estado en la zona de ingravidez el tiempo suficiente para empezar a acostumbrarse a flotar en el aire como pterthas, pero aún debía superarse una gran barrera psicológica.

El ensamblaje final no se iniciaría hasta que se demostrara que podían desatarse, saltar de la nave y volver a ella sin problemas mediante los propulsores de aire. Aunque su inteligencia le impulsaba a confiar en el sistema desarrollado en los últimos días, Toller no se sintió avergonzado por el alivio que le producía el no verse obligado a realizar la primera prueba. Una vez en la realidad —y muchas en las pesadillas— había visto hombres caer 4.000 kilómetros desde la zona central, al principio moviéndose tan lentamente que parecían estar en reposo, y después, a medida que la atracción de la gravedad del planeta aumentaba, hundiéndose a más velocidad en la zambullida que duraría más de un día y terminaría con la muerte.

Los pulmones de Toller respiraban con dificultad el aire enrarecido, y sintió un frío intenso en el pecho al gritar las órdenes necesarias a los otros cinco pilotos. Mientras los demás tripulantes se alineaban junto a las barandas de sus naves, los ojos fueron concentrándose en Gotlon. Éste les saludó con la mano, como un niño que atrajese la atención de sus amigos antes de una proeza atrevida en el campo de juegos. Toller le permitió infringir la disciplina en beneficio del ánimo general.

Observó a los cinco hombres de la sección terminal de la fortaleza que se encontraba más próxima y, con cierta dificultad ya que todos estaban embutidos en los trajes espaciales, distinguió a Gnapperl, el sargento que tanto se había preocupado para que se llevara a cabo la ejecución de Oaslit Spennel. Ahora que era un hombre del espacio sin graduación militar, no había intentado siquiera protestar cuando Toller lo eligió para la primera misión, y había pasado sus pocos días de entrenamiento con una sombría resignación ante su destino. No era propio de Toller maquinar la muerte de otro hombre a sangre fría, pero Gnapperl no podía saber eso…, y se había vuelto miedoso y desgraciado, un estado en el cual Toller se disponía a dejarlo indefinidamente.

—Muy bien —le dijo a Gotlon, cuando le pareció era el momento adecuado—. Ahora sepárate de nosotros, pero debes asegurarte de que podrás volver.

—Gracias, señor —contestó Gotlon, con lo que, según el parecer de Toller, era auténtica satisfacción y gratitud.

Desató su cuerda, se elevó usando los mandos hasta quedar flotando en posición horizontal, después pasó por encima de la baranda y se dio un impulso hacia el otro lado, empleando más fuerza de la que habría empleado Toller. Un vacío azul brillante se abrió entre él y la nave, y desde una de las otras embarcaciones llegó el claro sonido de un hombre que vomitaba.

Gotlon se deslizó hacia las estrellas, meciéndose bajo la luz del sol, moviéndose más despacio a medida que la resistencia del aire superaba su impulsos y, por casualidad, quedó un instante en posición vertical respecto a los que observaban. Sin detenerse, giró como si fuera una anguila hasta quedar de espaldas a la línea de naves. Unos rápidos movimientos de su brazo derecho indicaron que estaba accionando la unidad propulsora; segundos después se oyó débilmente el silbido del chorro de aire. Al principio no pareció producir efecto, pero después se hizo evidente que estaba volviendo al punto de salida. Su trayectoria no era del todo correcta, y en varias ocasiones tuvo que mirar atrás sobre su hombro y ajustar la dirección del propulsor de aire, pero en poco tiempo estuvo lo bastante cerca de la nave. Essedel le tendió entonces un cayado para que lo agarrara, y sujeto con los pies al lateral, tiró de él; Gotlon se acercó velozmente, como si fuera un globo con forma de hombre.

—¡Muy bien, Gotlon!

Toller alzó instintivamente la mano derecha para sujetar a la figura ingrávida, y se sorprendió al descubrir que su brazo era repelido y forzado hacia atrás. El doloroso impacto le hizo girar en redondo, aún agarrando a Gotlon, y pasaron varios segundos antes de que los dos hombres fueran capaces de recuperar el equilibrio agarrándose a las mamparas. Toller se quedó perplejo ante lo ocurrido, pero el misterio pronto fue arrojado de sus pensamientos por el ruidoso estallido de alegría procedente de los tripulantes de las otras naves.

Toller compartió los sentimientos de alivio y tranquilidad del muchacho. Una cosa era estar sentado cómodamente en una sala del palacio, escuchando las declaraciones de un hombre inteligente sobre el tema de la mecánica celeste, y otra salir de una nave y atravesar el aire ligero de la zona de ingravidez, precariamente suspendido entre dos planetas, confiando la vida a algo parecido a los fuelles de un herrero. ¡Pero lo había conseguido! Y si se había realizado una vez, el milagro ya no era un milagro. Ahora formaba parte del conjunto de tareas rutinarias del hombre del espacio, y había tranquilizado a Toller respecto a la dura prueba que le aguardaba al final.

Seguidamente, dio la orden de que todos empezaran a practicar el vuelo libre. El tiempo que podía dar a los tripulantes para adaptarse a esta actividad por completo antinatural era de una brevedad ridícula; pero el rey Chakkell, apoyado por la opinión de Zavotle, había decidido que el tiempo era el factor vital en los preparativos de la batalla contra Land. El pequeño gabinete de emergencia decidió adaptar los planes de guerra al peor de los casos: diez días para que la nave de reconocimiento volviese a Land; dos días para que Rassamarden reaccionara a las noticias que le llevaba; y suponiendo que parte de su flota invasora estuviese ya dispuesta, unos cinco días más para que la vanguardia del enemigo llegase a la zona de ingravidez. Total: diecisiete días.

Al final de ese tiempo, según el decreto de Chakkell, debería haber un mínimo de seis fortalezas situadas en el punto medio y preparadas para combatir.

Toller se había quedado atónito ante el anuncio. El concepto de las fortalezas ya era bastante presuntuoso, pero la idea de diseñar, construir y desplegar seis de ellas en tan sólo diecisiete días le pareció totalmente absurdo. Sin embargo, había olvidado la excepcional combinación de facultades que se daban en Chakkell: la ambición que le había conducido hasta el trono, el don de la organización con el cual una vez llegó a reunir una flota de mil naves, y la fría determinación con la que eliminaba o superaba cualquier obstáculo. Chakkell era un gobernante capaz durante los años pacíficos, pero sólo revelaba su verdadera valía en las horas oscuras, y las fortalezas fueron construidas a tiempo. Ahora sólo quedaba ver si los elementos de carne y hueso de su plan soportaban el mismo grado de tensión que aquellos constituidos de materia inerte.


Toller era consciente de que todos lo estaban mirando cuando le llegó el turno de lanzarse por el lateral de la nave. Hizo lo posible por mantener una posición erguida respecto al globo y su carga cilíndrica, y empezaba a creer que lo había conseguido cuando vio que el gran disco blanquiazul de Land —que había estado oculto por el globo desde el comienzo del ascenso— parecía moverse sobre él.

Derivó hacia abajo y desapareció bajo sus pies, para ser seguido por una aparición similar de Overland tomando parte en el mismo solemne movimiento. Sin tener la sensación de estar dando vueltas, le parecía ser el único objeto fijo en un universo que giraba y en el que el sol, los planetas hermanos y la línea de naves espaciales se perseguían unos a otros en interminable sucesión, por lo que se alegró cuando al fin el movimiento fue disminuyendo hasta cesar. También se alegró al descubrir que la experiencia de colgar en el vacío azul no era tan mala como había temido. Aparte de la inexplicable sensación de caída, que inquietaba a todos los que entraban en la zona de ingravidez, se sintió relativamente seguro y capacitado para actuar.

—Todo el que quiera reírse de mis acrobacias, que lo haga ya —gritó a los hombres silenciosos que lo estaban observando—. El trabajo serio empezará en unos minutos, y no habrá muchas oportunidades de diversión, os lo aseguro.

Se oyeron las carcajadas de los tripulantes y se produjo una nueva actividad entre las figuras voluminosas que realizaban sus salidas con distintos grados de aptitud. Toller se dio cuenta rápidamente de que sus impulsos iniciales no eran tan buenos como los del joven Gotlon, pero continuó con el propulsor de aire hasta que logró la destreza suficiente para impulsarse con éxito a cualquier punto que deseara llegar.

El adiestramiento hubiese sido más fácil si el canal de escape hubiera estado a su espalda, permitiendo que viera hacia dónde se dirigía, pero la falta de tiempo obligó al taller del Servicio del Aire a fabricar el aparato en su forma más simple.

Tan pronto como se sintió satisfecho de su propia habilidad, convocó a los otros cinco pilotos para repasar el procedimiento del ensamblaje que realizarían a continuación.

La reunión fue la más extraña de todas las reuniones en que había participado, con seis hombres de mediana edad —todos veteranos de la Migración— suspendidos en un círculo contra una panoplia de astros, donde los meteoros cruzaban de continuo como flechas ardientes. Tres de los pilotos, Daas, Hishkell y Umol, eran conocidos de Toller desde la época del antiguo Escuadrón Experimental del Espacio, y en gran medida confió en sus recomendaciones al reclutar a los otros dos, Phamarge y Brinche.

—Antes que nada, caballeros —dijo—, ¿hemos aprendido algo nuevo? ¿Algo que afecte, según su opinión, a la construcción de las fortalezas?

—Sólo que debemos hacerlo lo antes posible, Toller —contestó Umol, empleando la familiaridad permitida—. Podría jurar que este lugar es más frío que la última vez que pasé por aquí. ¡Mirad esto!

Levantó su bufanda para mostrar su nariz que estaba notablemente azul.

—El lugar está como siempre, viejo zorro —le dijo Daas—. Tu problema es que ya no tienes suficiente fuego en las bolas.

—¿Puedo seguir hablando, caballeros? —interrumpió Toller, impidiendo la respuesta obscena de Umol—. Muchachos, tenemos trabajo que hacer, y nadie desea más que yo que la tarea se realice con rapidez; de modo que asegurémonos bien de que sabemos lo que vamos a hacer ahora.

Habló suavemente, dándose cuenta —aún por lo poco que podía ver de sus rostros— que sus compañeros estaban satisfechos con el funcionamiento de los propulsores de aire y que la confianza en el proyecto se había incrementado gracias a ello. Durante los minutos siguientes repasó en detalle las sucesivas etapas del plan de ensamblaje.

El primer paso sería girar las seis naves noventa grados para colocar las fortalezas en sus posiciones operacionales, con las cañoneras laterales dirigidas hacia ambos planetas. Sería necesario soltar las plataformas provisionales y lanzar unas cuantas ráfagas de los chorros propulsores para que los globos, aún unidos a las plataformas, se distanciaran un poco de las secciones circulares. Cuando las secciones flotaran libremente podrían amarrarse con cuerdas, juntarse y encajarse para formar dos cilindros de extremos cerrados.

Hasta ese punto, el plan de trabajo estaba proyectado para que lo realizaran dos grupos independientes. Aquellos cuyo deber fuese manejar las fortalezas, entrarían en ellas y se prepararían para una estancia prolongada en la zona de ingravidez. Mientras tanto, los seis pilotos, cada uno de ellos acompañado por un montador, volverían con los valiosos globos y motores a Overland, para que fueran usados en posteriores misiones.

Las primeras etapas del descenso eran bastante directas, y casi no preocupaban a los experimentados pilotos. Era cuestión de hacer rotar noventa grados las naves desguarnecidas y, usando los motores para propulsarlas, conducirlas hasta el cercano campo de gravedad de Overland. Las naves tendrían que viajar al revés, algo que no le gustaba a ningún piloto, pero esa fase sólo duraría unas horas, hasta que adquirieran el peso que las obligara a voltearse y conseguir la estabilidad pendular necesaria para el descenso, tan apreciada por los astronautas. Una rotación final de media circunferencia normalizaría la posición de las naves, poniendo Overland en el lugar correcto —bajo los pies de los tripulantes—, donde se mantendría durante el resto del viaje de vuelta.

Hasta aquí, el plan de vuelo y sus técnicas eran convencionales, algo que cualquier piloto superviviente de la Migración podría haber esbozado en segundos; sin embargo, debían aplicarse las medidas necesarias para la situación de crisis. Toller podía recordar con toda claridad cada una de las palabras que se pronunciaron en la primera reunión con Chakkell y Zavotle, las palabras que le demostraron que el cielo y él no se habían probado mutuamente hasta el límite:

—El descenso va a ser lo peor —había dicho Toller—. Además de tener que soportar un frío muy intenso, irán sentados en una plataforma abierta, con miles de kilómetros de aire tenue por debajo. ¡Viajar colgado de una cuerda! Ya era bastante terrible en las antiguas barquillas, pero allí por lo menos los laterales te proporcionaban cierta sensación de seguridad. No me gusta, Ilven… Cinco días de esa forma pueden ser demasiado para cualquier hombre. Creo que…

Al ver que Zavotle asentía con la cabeza, se calló.

—Tienes toda la razón; en especial, porque no podemos permitirnos tardar cinco días en el regreso —dijo Zavotle—. Necesitaremos que tú y los demás pilotos estéis lo antes posible de vuelta en tierra, por no hablar de los globos y los motores.

—¿Entonces…?

Zavotle le dedicó una sonrisa tranquilizadora.

—Supongo que sabrás algo de paracaídas…

—Claro que sé algo de paracaídas —dijo Toller, con impaciencia—. El Servicio del Aire los utiliza desde hace diez años. ¿Adonde quieres ir a parar?

—Los hombres deben volver con paracaídas.

—¡Oh, qué maravillosa idea! —Toller se llevó una mano a la frente, por si su sarcasmo había pasado inadvertido—. Pero, corrígeme si me equivoco: ¿un hombre con un paracaídas no descendería aproximadamente a la misma velocidad que una nave espacial?

La sonrisa de Zavotle fue aún más tranquilizadora.

—Sólo si el paracaídas ha sido abierto.

—Sólo si… —Toller empezó a pasear en torno a la pequeña sala, mirando hacia el suelo; después volvió a su silla—. Sí, entiendo lo que quieres decir. Obviamente podremos ahorrar bastante tiempo si un hombre no desplega su paracaídas hasta después de haber descendido mucho. ¿Y a qué altura deberá abrirse?

—A unos trescientos metros —opinó Zavotle.

—¡No! —La reacción de Toller fue inmediata e inequívoca—. No puedes hacer eso.

—¿Por qué no?

Toller miró a la cara de Zavotle con dureza, leyendo en los conocidos rasgos de una manera nueva.

—Recuerda la primera vez que entramos en el espacio central, Ilven. El accidente. Ambos mirábamos por el lateral y vimos a Flenn alejarse de nosotros. ¡Estuvo cayendo durante más de un día!

—Él no tenía paracaídas.

—¡Pero tardó más de un día en llegar abajo! —añadió Toller, sorprendido de lo que habían hecho los años con Zavotle—. Es pedir demasiado.

—¿Qué te ocurre, Maraquine? —había intervenido el rey Chakkell, mostrando la exasperación en su rostro ancho y moreno—. El resultado final es el mismo si un hombre cae durante un día o en sólo un minuto; si no lleva paracaídas muere, y si lleva un paracaídas vive.

—Majestad, ¿le gustaría probarlo?

Chakkell miró a Toller con desconcierto.

—¿Te parece adecuada esa pregunta?

Inesperadamente, fue Zavotle quien decidió responder al rey.

—Majestad, lord Toller tiene razones lógicas para estar preocupado. No sabemos nada sobre los efectos que una caída semejante produciría en un hombre. Podría helarlo hasta la muerte… o asfixiarlo… o producir efectos nocivos de cualquier índole. Un piloto físicamente sano, pero loco, no serviría de gran cosa… —Zavotle hizo una pausa, su lápiz estaba trazando un extraño dibujo sobre el papel que tenía delante—. Sugiero que, dado que he sido yo quien ha propuesto el plan, se me incluya entre los que han de probarlo.

«Te has burlado de mí, pequeña comadreja», había pensado Toller, escuchando a su antiguo camarada con un resurgimiento de su afecto y respeto. «Y por eso, me aseguraré de que te quedes en el lugar que te corresponde… aquí, en la tierra».


En general, había pocas diferencias en los puntos de vista de los hombres que se habían presentado voluntarios a la misión y aquellos que fueron llamados para participar en ella. Ambos grupos comprendían que desafiar la voluntad del rey en tiempo de guerra tendría como consecuencia la ejecución sumaria, y algunos de los voluntarios habían hecho de la necesidad una virtud…, pero la confirmación del hecho de que podían volar fuera de las naves y volver sin ningún daño había levantado mucho el ánimo general. Si no vamos a morir de esa forma, se decían, quizá no vayamos a morir. La expresión externa de ese optimismo era el bullicio con que los hombres llenaban el espacio mientras estaban practicando su nueva habilidad y se preparaban para el inicio de la fase siguiente.

Pero ahora, advirtió Toller, habían caído de nuevo en el silencio.

El último globo fue separado de su sección de la fortaleza, sólo cargado con la redonda plataforma provisional y el motor, y apartado a cierta distancia del centro de actividad. A pesar de su escasa solidez, la inmensidad de las ligeras envolturas llenas de gas hacía de esas estructuras la característica principal del ambiente aéreo. Se las consideraba importantes y amistosas, con poder para transportar vidas humanas de un planeta a otro; y ahora, de repente, se las desposeía de su aire protector, obligándolas a abandonar a sus minúsculos pasajeros en un vacío azul y hostil.

Incluso Toller, a pesar de su confianza en la empresa, sintió una helada contracción en el estómago al advertir lo pequeñas que parecían las secciones de las fortalezas frente a las infinidades neblinosas que las rodeaban. Hasta el momento, le había parecido que la peor cosa que podía pedírsele a un hombre era realizar la gran caída hasta la superficie planetaria, pero ahora se sintió casi un privilegiado al compararse con aquellos que se quedarían en la zona de ingravidez. Privilegiado, pero en otro sentido; y el comprenderlo le estremeció, y le hizo sentirse extrañamente estafado.

«¿Qué me está ocurriendo?», pensó con alarma.

Pocas veces se dedicaba a la introspección, por considerarlo una pérdida de tiempo, pero en los últimos días sus reacciones emocionales a los acontecimientos habían estado tan cargadas de ambivalencia y contradicción, que su mente se había visto obligada a volverse hacia dentro.

Y aquél era otro ejemplo más. En un instante había sentido lástima por el personal de las fortalezas, y al siguiente casi envidia. Poca gente sabía mejor que él cuan ilusorio era el concepto de gloria militar; por lo tanto, no podía haberlo seducido la fugaz visión de una nueva clase de patriotas —de grandes héroes— maniobrando sus frágiles avanzadas de madera en la soledad del espacio.

«¿Qué me está ocurriendo?», volvió a preguntarse. «¿Por qué ya no me satisface lo que antes me satisfacía? ¿Por qué, si no estoy loco, presiono donde cualquier hombre sensato se retiraría?». Pero al darse cuenta de que estaba descuidando sus deberes, Toller concluyó su autointerrogatorio y se impulsó, para acercarse a la primera fortaleza que se estaba ensamblando.

La sección central y una sección extrema habían sido ya correctamente alineadas y unidas, y ahora el elemento restante iba a colocarse en su lugar. Había sido situado a una cierta distancia de las otras piezas, dando a los hombres que arrastraban las cuerdas de unión el tiempo para desarrollar un ritmo rápido y eficaz. Cogidos a los lados de la sección central, cuatro de ellos trabajaban al unísono con sus brazos libres. La sección, que se movía perezosamente al principio, se desplazaba ahora a gran velocidad y no daba signos de frenarse al llegar a su lugar asignado. Toller sabía que carecía de peso y por tanto no podía causar ningún daño al colisionar con el resto de la fortaleza, pero en principio le desagradaba el uso excesivo de la fuerza en cualquier operación de ingeniería. Podía prever que la sección rebotaría, obligando a los hombres a que la arrastraran de nuevo.

—Dejad de tirar, va demasiado deprisa —gritó a los que jalaban de las cuerdas de unión—. Preparaos para aguantarlo y mantenerlo en su lugar.

Los hombres respondieron a su orden con un gesto de la mano y se dispusieron a recibir el cilindro que avanzaba. Phamarge, que había estado supervisando la tarea, hizo una señal a otros dos hombres que sostenían las cuerdas cortas del borde de la sección central para que ayudasen a sus compañeros. Uno de ellos saltó al borde cubierto de cuero y se sujetó a él rodeándolo con sus muslos.

Toller observó como la sección del extremo se acercaba al hombre que esperaba. La estructura de madera estaba perdiendo muy poca velocidad y comprimía las gruesas cuerdas a su paso, lo cual, pensó Toller, era extraño siendo un objeto tan ligero como una pluma. La alarma se disparó en su sistema nervioso cuando recordó una anomalía similar al final del primer vuelo de Gotlon; el hombre ingrávido había producido en su brazo un impacto sorprendentemente fuerte, casi como…

—¡Apártate del borde! —chilló Toller—. ¡Sal de ahí!

El hombre lo miró pero no reaccionó. Hubo un instante en que Toller reconoció las facciones toscas de Gnapperl, después la sección del extremo chocó contra el resto de la fortaleza. Gnapperl gritó como si se le hubiese astillado la cabeza del fémur. Toda la fortaleza se movió en una sacudida, despidiendo a los hombres de los lados, y la sección extrema, aún derrochando energía cinética, giró un poco y una parte se encajó en la estructura principal. El cuerpo de Gnapperl quedó aprisionado entre las dos secciones durante un momento; y sus gritos cesaron antes que volvieran a separarse y se detuvieran.

Toller accionó su chorro de aire y sólo consiguió impulsarse más allá del lugar donde se desarrollaba la escena bombeando más aire en el aparato, y se propulsó hacia atrás, hacia la confusión de figuras a la deriva. Chocando suavemente con la sección central, se agarró a un punto de amarre para detenerse y mirar al hombre herido. Gnapperl flotaba fuera de la fortaleza, con las piernas y los brazos extendidos, y tenía un gran desgarrón en la parte frontal de su traje espacial. La sangre había empapado el tejido aislante que quedaba al descubierto, haciendo que el desgarrón pareciese una horrible herida, y los glóbulos rojos flotaban como en enjambre a su alrededor, brillando con la luz del sol. Toller comprendió que Gnapperl había muerto.

—¿Por qué no se apartó el imbécil cuando le avisaste? —preguntó Umol, usando una cuerda para aproximarse a Toller.

—Ya no se puede saber.

Toller recordó el extraño momento de parálisis del hombre antes del impacto, y se preguntó si Gnapperl habría reaccionado con la misma lentitud si el aviso hubiese procedido de otro. Quizá su desconfianza hacia Toller había sido la causa de su muerte, en cuyo caso le correspondería parte de la responsabilidad.

—De todas formas era un bruto que nunca te miraba a la cara —comentó Umol—. Si a alguno de nosotros tenía que pasarle algo, es mejor que le haya pasado a él; y al menos nos ha enseñado algo útil.

—¿Qué?

—Que cualquier cosa que pueda aplastar a un hombre en la tierra, puede aplastarlo también aquí arriba. Parece no tener ninguna importancia la carencia de peso. ¿Tú lo entiendes, Toller?

Toller obligó a sus pensamientos a trasladarse de la ética a la física.

—Es posible que la ingravidez afecte a nuestro cuerpo. Es algo que debemos considerar en el futuro.

—Sí, y mientras tanto hay un cadáver del que debemos encargarnos. Supongo que podemos dejar que se aleje por sí mismo.

—No —dijo Toller—. Lo llevaremos de nuevo a Overland con nosotros.


Las seis naves descendieron durante las horas de oscuridad. Además de la velocidad proporcionada por los propulsores, hubo un ligero aumento a medida que Overland reforzaba su red gravitacional, pero la aceleración fue insignificante en esa primera etapa del descenso. Tan pronto como volvió la luz del día, con la danza binaria de Overland haciendo oscilar la claridad que le otorgaba el sol, apagaron los motores y la resistencia del aire frenó las embarcaciones. Entonces los pilotos usaron los pequeños propulsores laterales para voltear las naves, una operación dirigida con majestuosa lentitud, con el universo y todas sus estrellas girando por voluntad de seis hombres, desplazándose sumisamente a una nueva posición bajo sus pies.

La maniobra fue realizada sin ningún contratiempo, y llegó el momento de hacer cosas que no habían podido hacer antes.

Toller estaba atado en el asiento del piloto, con Tipp Gotlon al otro lado del motor. La cubierta sobre la que iban sentados era una plataforma circular de madera, de sólo cuatro metros de diámetro, y más allá de sus límites desprotegidos había un vacío profundo, una caída de más de tres mil kilómetros hasta la superficie del planeta. A distancias variables, las otras cinco naves espaciales estaban suspendidas sobre el fondo azul y plateado del cielo. Sus tripulaciones de dos hombres, al estar en las sombras cilíndricas de las plataformas, sólo eran visibles cuando algunas espirales resplandecientes o la radiación difuminada de los cometas proyectaba sus siluetas. Los enormes globos, brillantemente iluminados desde abajo, tenían la solidez aparente de los planetas, de mundos en forma de pera con sus meridianos marcados por las cintas de carga y las costuras.

Toller estaba menos atento al grandioso entorno que a las exigencias de su propio microcosmos. La superficie de la plataforma estaba ocupada por una maraña de equipamiento, desde el tubo que salía de los propulsores laterales hasta los cajones usados para guardar cristales de energía, comida, agua, trajes espaciales y bolsas de caída. Unos tabiques de caña entrelazada encerraban un fogón y un aseo primitivos. De este último sobresalía la parte inferior del cuerpo de Gnapperl, que había sido atado para evitar la inquietante tendencia a levantarse y balancearse en condiciones de ingravidez.

—Bien, Gotlon, muchacho, ha llegado el momento —dijo Toller—. ¿Cómo te encuentras?

—Preparado, señor. —Gotlon esbozó una sonrisa franca—. Como usted sabe, señor, mi ambición es convertirme en piloto, y sería un honor que me permitiese tirar de la cuerda de desgarre.

—¿Un honor? Dime una cosa Gotlon, ¿te divierte esto?

—Desde luego, señor —Gotlon hizo una pausa cuando un meteoro más voluminoso de lo normal atravesó el cielo bajo la nave, seguido de un fuerte estruendo—. Bueno, quizá no sea del todo correcto decir que me divierte, pero no desearía estar haciendo ninguna otra cosa.

Una respuesta sincera, pensó Toller, decidiendo seguir de cerca el futuro progreso del joven.

—Muy bien, tira de la cuerda cuando te parezca.

Sin dudarlo, Gotlon se inclinó hacia delante, agarró la cuerda roja que iba desde los puestos de la tripulación hasta el interior del globo y dio un tirón. La cuerda se quedó laxa en su mano. No hubo ningún cambio perceptible en el equilibrio de la nave, ni en su dinámica, pero encima de la cúpula de la frágil catedral que era el globo había ocurrido algo irrevocable. En la corona se había abierto una gran banda, sometiendo la nave a las fuerzas de gravedad de Overland. A partir de ese momento, la nave y sus tripulantes no podrían hacer otra cosa excepto caer; y sin embargo, Toller sintió un extraño temor hacia el próximo e inevitable paso.

—No veo razón para seguir sentados aquí —dijo, sin concederse tiempo para analizar sus sentimientos.

Sus pies estaban ya dentro de la bolsa de caída, que consistía en un gran saco de lona forrado de lana, hecho para meter todo el cuerpo. Se desató las sujeciones, se enderezó, y en el momento de hacerlo se dio cuenta de que su espada aún colgaba junto con el cinturón y su vaina en un puntal cercano. Durante un instante pensó dejarla allí. Era un objeto molesto y hasta peligroso para ser introducido en la bolsa, pero dejarla sería como abandonar a un viejo amigo. Se ajustó el arma en un costado y luego levantó la vista a tiempo de ver a Gotlon, aún sonriendo, lanzarse hacia atrás desde el borde de la plataforma.

Gotlon se alejó dando vueltas en el azul desierto, con la luz del sol centelleando de vez en cuando en la parte de abajo del enorme fardo que él era en aquellos momentos, hasta que se detuvo a unos treinta metros de la nave. No hizo ningún intento por modificar la posición en que había quedado, y podría haber estado muerto de no ser por la expulsión periódica del aire de su respiración.

Toller miró hacia las naves hermanas y vio que los otros hombres, siguiendo el ejemplo de Gotlon, se estaban lanzando al aire. Se había decidido previamente que no tratarían de sincronizarse, que cada uno saltaría cuando estuviese dispuesto; y de repente, sintió miedo de ser el último, y que se dieran cuenta, lo cual le ayudó a superar el rechazo que le producía un acto tan antinatural. Toller se subió la bolsa de caída hasta el pecho, empujó fuerte con los pies y asomó la cabeza por el borde de la plataforma.

Overland apareció debajo de él, y se miraron como amantes; y la tierra lo llamó desde miles de kilómetros de distancia. Poco podía verse de su accidentada superficie que aún cubría la noche, pero a la luz del sol que se iniciaba, el continente ecuatorial, de color verde pálido salpicado con ocres, parecía atravesar el mundo bajo las franjas blancas de las nubes, y los grandes océanos se alejaban curvándose hacia los misteriosos polos del planeta.

Toller contempló todo el hemisferio durante un rato, tranquilizado y sometido; después, elevó las rodillas para hacerse más pequeño y cerró la bolsa sobre su cabeza.

No esperó dormir. ¿Quien puede creer que alguien se duerma durante la vertiginosa zambullida desde el azul central hasta la superficie del planeta?

«Pero aquí dentro se está caliente y a oscuras», se dijo, «y las horas pasan lentamente. Y a medida que mi velocidad se incrementa y la atmósfera se hace más densa, puedo sentir que la bolsa empieza a mecerse, y hay algo hipnótico en el susurro del aire que pasa. Es fácil dormirse. En realidad, demasiado fácil. Me ha cruzado por la cabeza el pensamiento de que alguno de nosotros pueda no despertar a tiempo para salir de la bolsa y desplegar el paracaídas, pero seguramente es un pensamiento absurdo. Sólo un hombre con un profundo deseo por acabar con su vida podría fallar cuando llegue el momento».

»De vez en cuando, abro la bolsa y miro fuera para ver cómo van mis compañeros, pero ya no los encuentro, ni encima ni debajo de mí. Estamos cayendo a velocidades diferentes, y a medida que las horas pasan nos vamos distanciando en una larga fila vertical. Es importante saber que caemos con más rapidez que las naves; con esto no se había contado. Las plataformas, al estar simétriamente enganchadas a los globos, mantienen una posición horizontal, incluso cuando los globos se han deshinchado y son remolcados, aumentando así la resistencia del aire.

»Al dejar las naves atrás, advertí que las plataformas oscilaban en la corriente de aire, y la última vez que pude divisarlas eran como seis estrellas que titilasen lentamente. Debo informar de esto a Zavotle y ver si desea volver a diseñar su sistema de unión para que puedan caer de lado. Las naves descenderían más deprisa de esa forma. El impacto con la tierra sería más violento, pero los núcleos de la maquinaria son indestructibles.

»A veces me acuerdo de los hombres que dejamos en la zona de ingravidez, y he encontrado auténticas razones para envidiarlos. ¡Ellos al menos tienen algo que hacer! Una gran cantidad de tareas que realizar: sellar las fortalezas con almáciga… comprobar cada hora las lecturas de humo para evitar desplazamientos a la deriva… instalar los fuelles de presurización… preparar las comidas… revisar los motores y los armamentos… establecer turnos de vigilancia…

»La bolsa de caída se mece con suavidad, y el aire susurra persuasivo a mi alrededor.

»Es demasiado fácil quedarse dormido aquí…»

Capítulo 7

—¡Oro! ¡Tienes el descaro de ofrecerme oro!

Ragg Artoonl, enfurecido, dio un manotazo a la bolsa de cuero. Ésta cayó al suelo y se abrió parcialmente, dejando que varios cuadrados del metal amarillo se desparramasen por la hierba húmeda.

—¡Estás tan chiflado como dice todo el mundo! —Lue Klo se arrodilló y recogió con cuidado sus monedas—. ¿Quieres vender tu parcela o no?

—Sí, quiero venderla, pero quiero dinero auténtico. Buen vidrio del de antes, eso es lo que quiero —Artoonl frotó el pulgar de una mano contra la palma de la otra, imitando la forma de contar los billetes kolkorroneses tradicionales, de tela de vidrio—. ¡Vidrio!

—Éstos llevan todos la imagen del rey —protestó Klo.

—Quiero gastarme la pasta, no usarla para decorar la pared —Artoonl recorrió con mirada ceñuda al pequeño grupo de campesinos—. ¿Quién tiene dinero auténtico?

—Yo —Narbane Ellder se adelantó con gesto furtivo, buscando torpemente la bolsa entre sus ropas—. Yo tengo aquí dos mil reales.

—¡Los acepto! La parcela es tuya, y ojalá tengas mejor suerte que yo.

Artoonl estaba extendiendo la mano para tomar el dinero cuando Bartan se abrió paso entre los hombres y los apartó con una fuerza que habría sido incapaz de ejercer antes de empezar con las tareas de labranza.

—¿Qué te pasa, Ragg? —preguntó—. No puedes vender tu parcela por la mitad de lo que vale.

—Puede hacer lo que quiera —le cortó el torvo Ellder, blandiendo su fajo de cuadrados de colores.

—Me sorprendes —le dijo Bartan, apoyando un dedo acusador en el pecho del otro—. Aprovechándote de tu vecino porque tiene trastornos mentales. ¿Qué diría Jop sobre esto? ¿Qué diría de esta reunión?

Bartan lanzó una mirada desafiante al grupo de hombres que se habían congregado en un llano rodeado de árboles que ofrecían cierta protección contra las inclemencias del tiempo. Una banda de fuerte lluvia derivaba a través de toda la zona, y los granjeros con sus capuchas en forma de saco tenían un extraño aspecto, furtivo y lúgubre, con los hombros encorvados y las caras mojadas.

—Yo no sufro ningún trastorno —Artoonl miró con resentimiento a Bartan durante un momento, después su rostro se puso aún más sombrío cuando llegó a su mente un nuevo pensamiento—. Todo esto es por tu culpa. Tú fuiste quien nos trajo a este lugar de desdichas.

—Siento lo que le ocurrió a tu hermana —dijo Bartan—. Fue terrible, pero tienes que pensar con calma sobre ello y darte cuenta de que no hay ninguna razón para abandonar todo por lo que has trabajado.

—¿Quién eres tú para decirme lo que debo o no debo hacer? —el rostro encendido de Artoonl expresaba la misma desconfianza y hostilidad que Bartan había encontrado al entrar en la comunidad—. ¿Qué sabes tú de la tierra, señor ensartador de cuentas, señor arregla broches?

—Sé que Lue no se ofrecería a comprarte tu parcela si no supiera que tiene valor. Se está aprovechando de ti.

—Cuida tu lengua —dijo Ellder, acercándose a Bartan un poco más, con su barbuda mandíbula hacia fuera—. Estoy más que harto de ti, señor… —buscó un nuevo insulto, estrechando los ojos a causa del esfuerzo mental, y finalmente se vio obligado a copiar a Artoonl—…ensartador de cuentas.

Bartan observó al grupo de figuras encapuchadas que lo rodeaban, apreciando el talante general, y con sorpresa y decepción se dio cuenta de que existía una verdadera posibilidad de violencia contra él si se quedaba allí. Era otra indicación —que contradecía sus propios argumentos— de que los campesinos habían degenerado desde que ocuparon La Guarida. En el año que llevaba casado con Sondeweere, había visto cómo se iba erosionando el viejo espíritu de camaradería y era reemplazado por una mezquina competitividad, por la que las familias más grandes y prósperas negaban su ayuda a los vecinos. La autoridad que le habían otorgado a Jop Trinchil le fue retirada, y esta pérdida le había producido un deterioro físico y psíquico. Encogido y con aspecto enfermizo, ya no le era posible ejercer una fuerza cohesiva en la comunidad, y pocas veces se le veía fuera de los límites de la parcela de su familia. Bartan nunca pensó que añoraría al viejo Trinchil, con sus modales toscos y pendencieros, pero el grupo parecía haber perdido el rumbo al estar sin él.

—Ya no soy un ensartador de cuentas —dijo Bartan, con toda dignidad, a la asamblea mojada por la lluvia—. Es una pena, porque con algo de hilo y mi aguja más pequeña podría haber hecho una fina gargantilla con todos vuestros cerebros. Una gargantilla finísima.

Sus palabras provocaron una respuesta furiosa en casi veinte gargantas. El ruido era tan confuso como el de las olas del mar azotando una pequeña cala, y sin embargo —mediante un adiestramiento de percepción selectiva—, Bartan fue capaz, o le pareció serlo, de entender una frase: «Sería más provechoso para ti dedicarte a fabricar un cinturón de castidad».

—¿Quién ha dicho eso? —gritó, disponiéndose a esgrimir una espada que nunca había llevado.

Los sombreados arcos de algunas capuchas se enfrentaron entre sí y luego se volvieron hacia Bartan.

—¿Quién dijo qué? —preguntó un hombre en un tono que contenía cierto regocijo.

—¿Ese joven Glave Trinchil sigue echándote una mano en las tareas? —preguntó otro—. Si alguna vez se cansa me gustaría ocupar su puesto. En mis tiempos yo era conocido por arar unos surcos excelentes.

Bartan estuvo a punto de lanzarse sobre el último que habló, pero el sentido común y la prudencia lo retuvieron. Los campesinos habían ganado otra vez, como siempre, porque una docena de garrotes es más contundente que cualquier puya verbal. Los propios comportamientos groseros eran considerados por ellos como algo totalmente original y valioso, y por eso su ignorancia se convertía en su armadura protectora.

—Espero que no se pongan a llorar si me retiro, caballeros —hizo una pausa, esperando que la broma relajara un poco la tensión, pero había pasado inadvertida—. Tengo negocios en otros mercados.

—Iré contigo, si te parece bien —dijo Orice Shome, apareciendo al lado de Bartan cuando éste se alejaba del grupo.

Shome era un trabajador itinerante, uno de los pocos contratados recientemente por miembros de la comunidad. Un joven de aspecto algo salvaje al que le faltaba la mayor parte de una oreja, pero del que Bartan no había oído nada malo. Y por eso, aceptó su compañía de buen grado.

—Ven conmigo, si lo deseas —dijo—. Pero, ¿no te espera Alrahen para trabajar?

Shome sostenía una pequeña bolsa de viaje.

—Me marcho. No quiero quedarme aquí.

—Ya veo.

Bartan se echó hacia atrás la engrasada capucha y subió a la carreta. La lluvia caliente seguía cayendo con fuerza, pero en el horizonte occidental había una franja amarillo pálido que crecía por minutos, y supo que el tiempo pronto mejoraría.

Shome se sentó en el banco a su lado. Bartan dio una sacudida a las riendas y el cuernoa-zul partió, con sus cuartos traseros brillantes de lluvia alzándose y descendiendo a un ritmo constante. Inexplicablemente, se encontró cavilando sobre las burlas acerca de su esposa, y para alejar esos pensamientos decidió entablar conversación con su pasajero.

—No has estado mucho tiempo con Alrahen —dijo—. ¿No era un buen patrón?

—Los he tenido peores. Es el lugar lo que no me gusta. Me voy porque hay algo extraño aquí.

—¡Oh, no, otro alarmista! —Bartan dirigió una mirada de reproche a Shome—. No pareces un hombre que se deje llevar por fantasías absurdas.

—Las fantasías pueden ser peores que cualquier cosa que venga de fuera. Quizá por eso se mató la hermana de Artoonl. Y he oído decir que su hijo no desapareció; he oído que ella lo mató y enterró el cuerpo.

Bartan se enfadó.

—Parece que has oído muchas cosas, para ser alguien con una sola oreja.

—No hay razón para ofender —dijo Shome tocándose la otra oreja.

—Lo siento —dijo Bartan—. Es que toda esta palabrería… Dime una cosa, ¿qué vas a hacer ahora?

—No lo sé. Estoy harto de romperme la espalda para que otros se hagan ricos, ésa es la verdad —replicó Shome, mirando al frente—. Tal vez pruebe suerte en Prad. Allí hay mucho trabajo, trabajo limpio y fácil, quiero decir, a causa de la guerra. El problema es que Prad está demasiado lejos. Necesitaría… —Shome miró a Bartan con nuevo interés—. ¿No eres tú el que tiene una de esas aeronaves?

—Está desmontada —contestó Bartan, preocupado por la mención de la guerra—. ¿Qué noticias tienes? ¿Aún persisten los invasores?

—Persisten, sí. Pero siempre son repelidos.

Según la experiencia de Bartan, los trabajadores itinerantes no se identificaban con los objetivos nacionales, pero había un inconfundible tono de orgullo en la voz de Shome.

—Es una guerra extraña, de todas formas —añadió Bartan—. Sin armas, sin campos de batalla…

—No estoy seguro de que no haya campo de batalla. He oído que los hombres del espacio se montan a horcajadas sobre los tubos propulsores como si fuesen cuernazules, y se alejan a kilómetros de sus fortalezas, volando. Y ya no hay globos, ningún globo, nada que les evite caer a la tierra —Shome se estremeció notablemente—. Me alegro de no estar allí arriba. Un hombre puede morir con mucha facilidad.

Bartan asintió.

—Ésa es la razón por la que los reyes ya no conducen a sus ejércitos a la batalla.

—Eso no cuenta para lord Toller. Has oído hablar de lord Toller Maraquine, ¿no?

Bartan asoció el nombre con los lejanos acontecimientos de la Migración, y se sorprendió un poco al oír que aquel personaje histórico continuase aún en activo.

—No estamos del todo aislados de la civilización, ¿sabes? —contestó.

—Dicen que lord Toller ha pasado más tiempo arriba, luchando contra los apestosos habitantes de Land, que ningún otro hombre.

Hablando con fervor patriótico, Shome se lanzó a contar una serie de anécdotas —algunas de las cuales debían de ser inventadas— sobre las hazañas heroicas de lord Toller Maraquine en la guerra interplanetaria. A veces su voz se hacía grave y temblaba por la emoción, sugiriendo que representaba las historias en su imaginación y se situaba a sí mismo como figura central.

La atención de Bartan empezó a derivar otra vez hacia las puyas que le habían dirigido quienes antes eran amigos suyos. Sabía bien que no debía dar importancia a los insultos habituales y burlas que solían usar; pero sin embargo deseaba que el nombre de Glave Trinchil no hubiese sido pronunciado. Glave era uno de los pocos que aún iban por la granja y ayudaba en los trabajos pesados, pero —y el pensamiento se clavó en la conciencia de Bartan como la punta de un puñal— generalmente cuando Sondeweere estaba sola. Apartó de sí aquel pensamiento, pero a su mente acudió la imagen de un suceso ya casi olvidado: Sondeweere y Glave junto a la carreta de Trinchil cuando creían que nadie les observaba, el momento de intimidad que no había sorprendido a ninguno de los dos.

«¿Por qué estoy ahora dudando de mi esposa?», pensó Bartan. «¿Qué me está ocurriendo? No puedo estar equivocado sobre Sondeweere. Y aunque reconozco que otros hombres se han cegado por amor, yo sé que soy demasiado inteligente, que tengo demasiada experiencia para ser burlado de esa forma por una campesina. Dejaré que esos patanes se diviertan a su gusto y no permitiré que influyan en mí».

La lluvia iba disminuyendo y los definidos bordes del escudo de nubes estaban ahora sobre sus cabezas, creando la sensación de que la carreta emergía hacia la luz del sol desde la sombra de un gran edificio. A poca distancia de ellos, el camino por el que viajaban se cruzaba con otro más ancho, por donde Bartan debía girar hacia el oeste si quería ir a Nueva Minnett. Unos surcos llenos de agua reflejaban el cielo claro como si fuesen rieles de metal pulido.

Sintiéndose un poco culpable, Bartan se volvió hacia Shome y dijo:

—Tendrás que disculparme, pero he decidido no ir hoy al mercado. Desde aquí hay un largo camino andando, pero…

—No te preocupes —dijo Shome, encogiéndose de hombros con resignación—. Ya he recorrido andando la mitad de este planeta, y creo que podré con el resto.

Se echó la bolsa al hombro, saltó de la carreta en el cruce y se alejó hacia Nueva Minnett a buen paso, deteniéndose un momento para despedirse con la mano. Bartan devolvió el saludo y dirigió el cuernazul hacia el oeste, hacia su parcela.

Su sentimiento de culpabilidad creció al admitir que estaba tendiéndole una trampa a Sondeweere. Ella no lo esperaría hasta el anochecer, y el viaje a la ciudad estaba planeado desde hacía dos días, dándole tiempo suficiente para poder fijar alguna cita con Glave. La recriminación y el desprecio hacia sí mismo se mezcló con una curiosa excitación, mientras su mente abordaba un nuevo problema. Si divisaba desde lejos el cuernazul de Glave, amarrado junto la casa, ¿detendría la ruidosa carreta y avanzaría a pie, sin hacer ruido? Y si encontraba a la pareja en la cama, ¿qué debía hacer? Un año de trabajo tenaz había robustecido el cuerpo de Bartan, proporcionándole fuertes músculos, pero carecía de experiencia en la lucha y, además, Glave tenía más envergadura.

«Es terrible», pensó en un arrebato de emoción. «Lo que más deseo en la vida es encontrar a mi mujer sola, trabajando alegremente en nuestra casa. ¿Por qué correr el riesgo de perder la felicidad que tengo? ¿Por qué no doy la vuelta, alcanzo a Shome y me voy al mercado como era mi propósito? Podría sentarme con antiguos conocidos, animarme con la cerveza y olvidarme de todo esto».

El paisaje que tenía delante empezaba a oscurecerse a causa de una refractiva niebla anaranjada procedente de la lluvia caída, que estaba siendo evaporada por el sol, y en el centro de su campo de visión apareció una mancha oscura y oscilante que parecía cambiar de forma a cada momento. Mientras la contemplaba, ésta adquirió una forma definida: la de un jinete que se aproximaba a gran velocidad.

Bartan supo, mucho antes de poder identificarlo, que el jinete era Glave Trinchil, y de nuevo se produjo un choque de emociones: alivio y decepción ante el hecho de que el enfrentamiento estaba descartado. A esa distancia de la granja, Glave podría afirmar que venía de cualquier otro lugar y, siendo justo, no había ninguna razón para no creerlo. Con este análisis de la situación en la mente, Bartan esperaba que Glave pasara de largo con un saludo casual, y le desconcertó que el joven empezara a saludarlo con la mano desde lejos, obviamente dispuesto a detenerse y hablar. El corazón de Bartan se aceleró, alarmado, al ver que Glave estaba en un estado de gran excitación. ¿Habría ocurrido algún accidente en la granja?

—¡Bartan! ¡Bartan! —Glave frenó su cuernazul junto a la carreta—. Me alegro de encontrarte. Sondy me dijo que habías ido a la ciudad.

—¿Ah sí? ¿Dijo eso? —replicó Bartan fríamente, incapaz de encontrar una respuesta más apropiada—. De modo que le has hecho una de tus visitas tan convenientemente fijadas.

La insinuación pareció no afectar a Glave. Su rostro ancho y rudo mostraba preocupación, pero Bartan no pudo detectar ningún rastro de disimulo o desafío provocado por la culpabilidad.

—Ve con ella en seguida —dijo Glave—. Te necesita.

Bartan se maldijo por haber continuado alimentando sus sospechas cuando se hacía evidente que algo grave le había sucedido a Sondeweere.

—¿Qué ha pasado?

—En realidad no lo sé. Fui a la granja a haceros una visita, para ver si había algún trabajo pesado que hacer… —incluso en su estado de nerviosismo, Glave dirigió una mirada satisfecha a sus brazos musculosos—. Sondy me dijo que había que arrancar un árbol. Ya sabes cuál, ese que está donde piensas plantar las judías y…

—Sí, sí, ¿qué ha ocurrido?

—Bueno, fui a buscar una pala y un hacha y me puse a cortar las raíces. Hacía calor, a pesar de la lluvia, y me sentí agradecido al ver que Sondy salía de la casa con una jarra de cerveza. Al menos creo que debía de ser cerveza, porque no llegué a beberla. Estaba como a una docena de pasos de mí cuando soltó una especie de quejido, dejó caer la jarra y se sentó sobre la hierba. Se tocaba el tobillo. Yo temí que se hubiese lastimado y me acerqué. Levantó la vista hacia mí, Bartan, y soltó un grito terrible, pero lo peor de todo fue… fue…

La voz de Glave se desvaneció y se quedó observando a Bartan con perplejidad, como preguntándose quién era.

—¡Glave!

—Fue un grito terrible, Bartan, pero lo peor de todo es que su boca estaba cerrada. Yo miraba su cara y la oía gritar, pero su boca estaba cerrada. Eso hizo que se me helara la sangre.

Bartan movió las riendas, preparándose para partir.

—Lo que cuentas no tiene sentido. Muy bien, Sondeweere se quejaba. ¿Es eso todo? ¿Se había torcido el tobillo? ¿Qué dijo ella?

Glave movió la cabeza lenta y pensativamente.

—No dijo nada.

—¡No dijo nada! ¿Qué forma es esa de…? —Bartan sintió una nueva alarma—. ¿Es que ya no puede hablar?

—No lo sé, Bartan —contestó Glave—. Debes ir a verla. Estuve todo el tiempo que pude, pero ya no había nada más que pudiese hacer. Nada que se me ocurriese…

Las restantes palabras quedaron ahogadas por el traqueteo del carruaje y el golpeteo de los cascos mientras Bartan se alejaba. Azuzó a su cuernazul para que corriese todo lo posible por aquel camino accidentado, resistiendo la molestia de resbalarse continuamente y rebotar sobre el asiento no almohadillado.

La brillante neblina ocupaba ahora todo el horizonte y dificultaba la visibilidad, dándole la impresión de estar viajando en el centro de una cúpula en forma de campana en cuyos lados suaves colores en tonos pastel se arremolinaban en su camino hacia el sol. Poco después, la niebla comenzó a disiparse, el cielo adquirió un azul lechoso y Bartan vio su granja resplandeciendo a lo lejos, recreada tras la lluvia y la niebla. En el momento en que llegó, el cielo volvía a tener su normal azul intenso y las estrellas diurnas empezaban a ocupar sus lugares acostumbrados.

Detuvo la carreta, saltó de ella y fue corriendo hacia la casa. No recibió respuesta al gritar el nombre de Sondeweere, y una rápida búsqueda en todas las habitaciones le reveló que debía de estar fuera. El primer lugar en que pensó fue en el árbol que Glave había mencionado, aunque resultaba difícil creer que permaneciera allí durante tanto tiempo, a menos que se hubiera visto obligada a hacerlo. ¿Por qué el lerdo de Glave no la había acompañado de nuevo a la casa en vez de salir huyendo como si hubiera visto una aparición?

Bartan salió de la casa, pasó corriendo ante el establo que albergaba su pequeña piara de cerdos, y subió hasta la cima de la loma que ocultaba la vista hacia el este.

En seguida divisó a Sondeweere. Estaba sentada en la hierba cerca del árbol donde Glave afirmaba haber estado trabajando. La llamó, pero no recibió respuesta. Siguió completamente inmóvil mientras él descendía la suave pendiente, notando que sus temores aumentaban a cada paso. ¿Qué clase de enfermedad o incapacidad induciría a una persona a permanecer sentada durante tanto tiempo, con la cabeza inclinada, aparentemente ajena a todo? ¿Tendría fiebre o estaría semiinconsciente, o… muerta?

Al llegar a unos seis pasos de su mujer se detuvo, asaltado por una extraña timidez, y susurró:

—Sondeweere, querida, ¿estás bien?

Ella levantó la cabeza, y él se sintió invadido por una ola de alivio al ver que sonreía. Lo miró durante varios segundos, con la misma sonrisa, sin ningún cambio en su mirada; después bajó la cabeza otra vez, y concentró su atención en algo que debía de haber en el suelo ante ella.

—No juegues conmigo, Sondy.

Bartan se acercó inclinándose hacia ella; y estaba a punto de tocar su cabello, cuando de repente sus ojos encontraron lo que Sondeweere estaba observando. Sólo a unos palmos de sus tobillos cruzados había dos pequeñas criaturas de múltiples patas, aparentemente enzarzadas en una lucha. Sus cuerpos articulados y en forma de media luna eran más largos que un dedo, y de color marrón oscuro en la parte superior y gris claro en la de abajo. No se parecían a ninguna criatura reptante que él hubiera visto, puesto que estaban provistos de un tentáculo que salía justo debajo de la cabeza. Ya empezaba a retroceder, impulsado por la repugnancia, cuando sus ojos distinguieron y comprendieron el profuso enredo de patas, pedúnculos oculares y antenas. Las criaturas estaban unidas entre sí por los tentáculos centrales y se hallaban trabadas en una cópula, no en un combate, y… sólo se veía una cabeza. La hembra se había comido la cabeza de su pareja, y engullía vorazmente los humores pálidos que rezumaba el tórax; y mientras tanto, imperturbable, el cuerpo del macho seguía con sus convulsiones extáticas.

La reacción de Bartan fue inmediata e instintiva. Se irguió y aplastó con la bota el obsceno espectáculo que había presenciado. Sondeweere se levantó al instante, gritando de una forma que atravesó su cerebro. Bartan la miró, aterrado… ¿Cómo podía emitir un sonido así sin abrir la boca?… Después la sujetó cuando ella se derrumbó sobre él, desmayada.

—¡Sondeweere! ¡Sondy!

Con movimientos inexpertos, masajeó su garganta y mejillas, tratando de que recuperara la conciencia, pero la cabeza de la joven cayó sobre la curva de su brazo y bajo sus párpados apareció una rendija blanca. Cogió en brazos el cuerpo desmayado y empezó a andar de nuevo hacia la casa, con la mente llena de miedo y angustia.

A poca distancia, en la vereda, vio algo que se movía, un reflejo marrón, y en seguida supo que era otra de aquellas horribles orugas. Y sus temores aumentaron; nunca las había visto antes, ni había oído mencionarlas a nadie, pero empezaban a estar por todas partes. Alteró su paso para que su bota cayera directamente sobre la oruga, aplastándola contra el suelo.

Sondeweere se estremeció en sus brazos, iniciando una serie de violentos temblores y, como si surgiera del final de un larguísimo pasadizo, sonó la versión silbante de aquel misterioso grito.

Dos veces más en el camino a la casa encontró aquellas innominadas criaturas, dirigiéndose trabajosamente hacia él con sus múltiples patas, y en cada ocasión las aplastó con la suela del zapato y Sondeweere reaccionó de la misma forma. Bartan no podía creer que hubiera algún tipo de afinidad o relación entre su esposa y las orugas y, sin embargo, a pesar de su estado inconsciente, se sobresaltaba cada vez que una de ellas moría. Los gritos también eran dignos de consideración. ¿Cómo podía emitirlos sin abrir la boca, y porqué le producían a él tanta inquietud?

Una sensación intensa de lobreguez y frío en su columna vertebral le indicó que la luz del sol que brillaba a su alrededor era falsa, que estaba penetrando en unos lugares que quedaban más allá de su comprensión.

Al llegar a la casa, dejó a Sondeweere cuidadosamente sobre la cama. Su frente no denotaba fiebre y el color de la cara era normal, dando la impresión de estar dormida. Pero no reaccionó al ser sacudida, ni cuando gritó su nombre una y otra vez. Le quitó el impermeable; y estaba haciendo lo mismo con los zapatos, cuando advirtió una mancha de sangre seca en el tobillo derecho. La mancha desapareció con facilidad al pasar un trapo húmedo sobre ella, y en la piel de debajo no había ninguna clase de herida, descartando la idea de que pudiera haber sido mordida o picada por uno de aquellos monstruos. Pero algo le había ocurrido a Sondeweere y, aunque lo intentó, no pudo apartar la idea de que las criaturas tenían relación con ello. ¿Podían exudar un veneno que actuara sólo por contacto y fuese capaz de dejar inconsciente a una persona?

De pie junto a la cama, contemplando el cuerpo inerte de su mujer, Bartan sintió que su fortaleza empezaba a resquebrajarse. Artoonl tenía razón en lo que me dijo, pensó. No informé de sus advertencias y los conduje a todos a este lugar. ¿Cuál ha sido el resultado? Dos suicidios, una desaparición que probablemente es un asesinato, abortos, locos, extrañas visiones y pesadillas, los amigos que se vuelven contra los amigos, hay malicia donde antes había bondad y ahora esto. ¡Sondeweere también ha sido afectada y la tierra vomita esos monstruos!

Haciendo un considerable esfuerzo, logró apartar sus pensamientos de la espiral en descenso y luchó por recuperar su optimismo normal. Él, Bartan Drumme, sabía que los fantasmas no existían; y, si no existían espíritus malignos, ¿cómo podía existir un lugar maldito? Era cierto que se había producido un exceso de desgracias desde la llegada de los granjeros a La Cesta de Huevos, pero las rachas de mala suerte siempre se acababan tarde o temprano y eran seguidas por las de buena suerte. Artoonl había cometido un error al marcharse después de haber invertido tanto dinero y esfuerzo. Lo que los campesinos tenían que hacer era permanecer en sus tierras y esperar a que las cosas mejorasen. Él debía quedarse con su mujer y hacer todo lo que estuviese en su mano para que volviese a ser la de siempre.

Mientras velaba junto a la cama, sus pensamientos volvieron hacia las criaturas reptantes que habían precedido la misteriosa enfermedad de Sondeweere. Muchas extrañas formas de vida, algunas bastante repugnantes, se habían encontrado en Overland, y era lógico que algo como aquello fuera conocido por alguien más. Al destruir a los monstruos, había actuado por reflejos, sin pensar. En caso de encontrar otro reprimiría su asco y lo atraparía, guardándolo para que algún experto lo examinase.

Levantó la mano inerte de Sondeweere hasta sus labios y la mantuvo allí, deseando que la vida volviera a su cuerpo, cuando le alertó un débil ruido, como si alguien arañara. Inclinó la cabeza y escuchó atentamente. El ruido era apenas perceptible, pero parecía provenir de la entrada de la casa. Se levantó extrañado y atravesó la cocina hasta la puerta principal. La línea brillante de luz que se filtraba bajo ella estaba intacta, y sin embargo el ruido continuaba. Abrió la puerta y algo que trepaba por el dintel, algo que se retorcía y serpenteaba, rozó su cara al caer al suelo.

Bartan dejó escapar un grito involuntario, haciendo un gesto de sorpresa y repugnancia, al tiempo que retrocedía. La oruga cayó boca arriba, de golpe, mostrando su parte inferior gris clara; después se giró y empezó a moverse hacia la casa como si actuara intencionadamente. Su grueso tentáculo estaba extendido hacia delante, ondulándose, indagando. La esperanza de objetividad de Bartan no llegó a materializarse. Puso el pie sobre la criatura, apretó con fuerza y oyó como su cuerpo reventaba al ser aplastado; y en su cerebro resonó el grito de angustia de Sondeweere.

Cerró la puerta de golpe y apoyó la espalda contra ella, consternado, recordando las ocasiones en que había visto a seres humanos —la esposa de un campesino y a unos niños que jugaban— extendiendo un brazo y ondulándolo con un extraño movimiento que imitaba el del tentáculo central de aquellas espantosas orugas.

Capítulo 8

Después de un año de servicio casi continuo en las fortalezas, Toller aceptó que nunca le sería posible dormir bien en condiciones de ingravidez. La inexplicable sensación de estar cayendo continuamente que sentían los tripulantes de la estación podía superarse en la horas de vigilia, pero la mente no tenía defensas contra eso durante el sueño. Era normal entre los miembros de la tripulación pasar su período de descanso murmurando y retorciéndose en sus hamacas de red, viendo cómo se acercaba a ellos la superficie planetaria a una velocidad cada vez mayor, y despertarse en el momento del choque imaginario lanzando gritos que se introducían en los sueños de sus compañeros y los distorsionaban.

Toller había desarrollado un sistema particular que le permitía resolver el problema. Durante los dieciséis días de período activo no intentaba dormir, contentándose con descansar y dormitar mientras no se requerían sus servicios. Cuando llegaba el momento de volver a Overland, se acurrucaba dentro de la matriz de lana de la bolsa de caída y dormía casi todo el tiempo que duraba el viaje, mecido por sus suaves bandazos y confortado por el débil gorgeo del aire que se filtraba por el cuello de la bolsa. La primera vez, se sorprendió por su capacidad para dormir plácidamente en tales circunstancias; después supuso que saber que estaba cayendo realmente producía una armonía entre su intelecto y la sensación del cuerpo.

Sólo le quedaba un día para acabar su actual turno de servicio, y el cansancio se había hecho tan grande que a los pocos segundos de echarse en la hamaca lo invadió un sopor —entre el sueño y la conciencia— en el cual apenas podía distinguir los recuerdos del pasado de una vaga aprensión del presente. Reinaba la tranquilidad en la Estación de Mando Uno, que había elegido como vivienda para estar cerca del centro de operaciones en todo momento. Los únicos sonidos que le llegaban eran los procedentes de la conversación fragmentaria y monótona de los dos hombres que vigilaban, y el silbido ocasional de los fuelles, que mantenían una presión de aire hasta cierto punto adecuada. Toller estaba de cara a la pared de la estación y descansaba cómodamente, algo que no le había sido posible al principio de la guerra. Las paredes estaban ahora aisladas con borra y cubiertas de piel, lo que reducía las pérdidas de calor y también ayudaba a prevenir perforaciones accidentales de la cubierta.

Una noche, durante sus primeros turnos de servicio, Toller advirtió un débil sonido silbante pero continuo, y lo localizó en un gran nudo de la madera del entablado de la parte central de la nave. El núcleo del nudo se había contraído y permitía que el aire escapara. Cuando Toller lo golpeó con los nudillos, éste salió despedido hacia el vacío exterior y, como él había sido el causante circunstancial del daño, se encargó de reparar el orificio con corcho y almáciga. Llevó a cabo la tarea gustosamente, sabiendo que la noticia se extendería con rapidez, reforzando de esa forma la imagen de que lord Toller Maraquine no se consideraba por encima del más bajo recluta del Servicio del Aire.

Hacía tales cosas con una innegable premeditación, pero se excusaba ante sí mismo diciéndose que sólo ese tipo de líder era adecuado y aceptable en las tensas circunstancias de la guerra interplanetaria. El rey podía obligar a sus soldados a subir hasta la zona de ingravidez amenazándolos con la muerte; pero una vez allí, debían tener un comandante que obtuviera el máximo provecho de ellos, demostrándoles que estaba dispuesto a compartir todas las privaciones y a afrontar todos los peligros.

Y los peligros, evidentemente, eran innumerables.


Desde luego, había sido una suerte para los defensores que el rey Rassamarden, ocupado por asuntos inimaginables en el inimaginable ambiente del Viejo Mundo, no lanzara su flota invasora en el menor tiempo posible. Habían pasado decenas de días desde la instalación de las dos primeras fortalezas sin que se produjera ningún signo de actividad enemiga, y el período de gracia fue usado, bajo la dirección de Zavotle, para medir el radio del estrechamiento de aire de baja densidad en el punto de unión de las dos atmósferas. Una nave espacial había rotado en el plano de la zona de ingravidez, desplazándose lateralmente con el empleo de propulsores durante unos noventa kilómetros, calculados antes de que el piloto empezara a perder la conciencia a causa de la asfixia. En el proceso de rotación de la nave para el regreso, el globo se rompió debido a una torsión excesiva de los rotantes. El piloto logró mantenerse lo bastante lúcido para llegar hasta el campo gravitacional de Overland mediante su propulsor neumático personal, y al día siguiente aterrizó con el paracaídas a poca distancia de Prad. Su salvación sirvió para tranquilizar notablemente a los miembros de la tropa del Servicio del Espacio, pero la información aportada preocupó a la alta jerarquía.

El acceso —como se llamó al puente de aire respirable— era una zona transversal de más de dieciséis mil kilómetros cuadrados, y era evidente que no se podría evitar el paso de los intrusos con la cantidad de fortalezas disponibles sólo con el uso de las armas.

Una vez más fue Zavotle, el tenaz solventador de problemas, quien encontró una solución. Inspirado en el éxito de los aparatos de vuelo individuales, propuso la forma más simple posible de nave de combate: un tubo propulsor, sobre el que un hombre pudiese sentarse a horcajadas como si estuviese sobre un cuernazul. Los motores, semejantes a los de las aeronaves corrientes, tendrían el tamaño adecuado; y serían alimentados con cristales de pikon y halvell, lo cual permitiría al guerrero desplazarse a muchos kilómetros de su base. Los cálculos preliminares de Zavotle, suponiendo como radio de combate efectivo unos dieciocho kilómetros, demostraron que toda la zona del acceso podría cubrirse con sólo veintiocho fortalezas.

Sobre la hamaca, derivando por los suaves confínes del sueño, Toller recordó el rostro de sorpresa y satisfacción del rey Chakkell cuando recibió la inesperada buena noticia. No había duda de que hubiera ordenado la construcción de las cien fortalezas estimadas originalmente, pero el gasto de material y de recursos humanos hubiese sido enorme. Chakkell se encontró con el problema adicional de que la mayor parte de sus súbditos eran demasiado jóvenes para tener experiencias personales sobre los horrores de la pterthacosis y, por tanto, no se sentían inclinados a aceptar un gran aumento de trabajo a causa de una guerra que les parecía irreal. La idea de la nave de combate a propulsión fue aceptada por Chakkell con un entusiasmo sin límites, lo cual condujo a la realización de la primera serie en el brevísimo tiempo de cinco días, gracias a que la naturaleza ya había hecho la mayor parte del trabajo de construcción.

El motor de propulsión era básicamente la parte inferior de un árbol joven de brakka, junto con la cámara de combustión que había arrojado sus descargas polinizadoras. Los cristales de pikon y halvell, introducidos en la cámara bajo presión neumática, se combinaban explosivamente para producir grandes cantidades de gas, que era expulsado a través del extremo abierto del tubo para conducir el motor hacia delante.

La transformación del motor básico en una nave funcional requería una cubierta completa de madera al objeto de que los usuarios pudieran montar sobre él con cierta comodidad. Un asiento parecido a una silla de montar fue instalado para el piloto, detrás del cual estaban las superficies de control giratorio. Parecían gruesas alas, pero en las condiciones de ingravidez su única función era controlar la dirección del vuelo. El armamento del aparato consistía en dos pequeños cañones de retrocarga, fijados a los lados de la cubierta, con los que sólo podía apuntarse alineando toda la nave con el objetivo.

Toller, entre el sueño y la vigilia, recordó vividamente su primer vuelo en una de las máquinas de extraño aspecto. Lo voluminoso de su traje espacial aumentó con la unidad propulsora y el paracaídas, y le llevó cierto tiempo adaptarse al asiento y familiarizarse con los mandos. Totalmente consciente de que era observado por los hombres del espacio que estaban dentro de la Fortaleza Uno y alrededor de ella, accionó el reservorio neumático dándole toda la presión, después adelantó la palanca de admisión de combustible. En lugar de la moderada potencia que esperaba, se sobresaltó con el impulso de aceleración que acompañó al rugido del tubo de escape. Tardó tal vez unos tres minutos, con el aire frío cortándole la cara, en dominar la nave de combate describiendo una espiral mientras el aparato bramaba a través del cielo. Después paró el motor, dejando que se detuviese por la resistencia del aire y se volvió en la silla, riéndose, para solicitar el aplauso de sus compañeros pilotos que le esperaban junto a la fortaleza.

¡Y la fortaleza no estaba allí!

Esa impresión, esa profunda punzada de pánico absoluto, fue su introducción en la nueva física del vehículo de combate. Tardó varios segundos en localizar y reconocer la fortaleza como una mota diminuta de luz intensa, casi perdida en el azul del universo salpicado de plata, y darse cuenta de que había viajado a una velocidad que hasta entonces no había soñado ningún hombre.


Los nueve vehículos de combate del Escuadrón Rojo estaban alineados, con sus superficies superiores destellando bajo el sol. A poca distancia sobre ellos estaba lo que había sido la primera fortaleza, recientemente ampliada con la adición de tres nuevas secciones para formar una estación de mando. Otras fortalezas que componían el Grupo de Defensa Interior estaban situadas en las proximidades, pero eran objetos insignificantes, difíciles de ver en el azul profundo a pesar de los reflectores instalados para aumentar su visibilidad. Overland, flanqueado por el sol, formaba el techo bordeado de fuego del universo, y la inmensidad de Land constituía un suelo circular, azul y verde moteado de ocre, y adornado con espirales blancas.

El otro objeto importante para los pilotos de combate era la nave diana. Aunque estaba a más de un kilómetro de distancia, el volumen del globo destacaba con la aparente solidez de un tercer planeta. Había sido colocada fuera del plano teórico de ingravidez, en la dirección de Land, al objeto de que las balas de cañón que le dispararan se desviaran hacia el campo gravitacional de Land. Uno de los accidentes más graves ocurrido en el período de entrenamiento lo sufrió un piloto joven cuando estaba realizando una carrera de práctica a gran velocidad y fue despedido de su aparato por una bala de cañón que chocó directamente contra su pecho. Al principio se pensó que había sido disparada accidentalmente por otro piloto; después se dieron cuenta de que la bola de hierro de cinco centímetros de diámetro estaba suspendida inmóvil en el aire, un residuo mortífero de una práctica anterior. Para evitar accidentes similares, Toller dio la orden general de que sólo se disparase apuntando hacia Land.

Estaba sentado en su nave de combate Rojo Uno, observando la nave diana a través de los prismáticos y esperando a que el piloto que había ido a situarla volviera. Habían pasado más de cuarenta días desde la llegada de las dos primeras fortalezas a la zona de ingravidez, y seguían sin señal alguna de la flota invasora de Land. En algunos grupos crecía la esperanza de que Chakkell se hubiera equivocado en sus pronósticos, pero Toller y Zavotle se negaron a darse por satisfechos. Habían decidido sacar la máxima ventaja de la deriva estratégica, y para ese fin se pensó en una nave espacial cuyo globo estaba llegando al fin de su vida útil, sacrificándolo como diana.

La imagen amplificada en los prismáticos de Toller mostró un piloto que emergía de la barquilla de la nave espacial y se montaba en un vehículo de combate atado a ella, que pertenecía al Escuadrón Azul, hasta el momento incompleto. El piloto lo soltó, y el vehículo salió disparado en medio de una nube blanca de condensación; segundos más tarde, llegó hasta ellos el fuerte estruendo de su motor. Dirigió el aparato en una curva ascendente y desapareció en las agujas radiales de luz que emanaban del sol.

—Entra inmediatamente —gritó Toller, gesticulando hacia Gol Perobane, el piloto situado a la izquierda, al final de la línea de vehículos de combate.

Perobane saludó y condujo su aparato hacia delante, haciéndolo rugir. La nave de combate pronto disminuyó en la distancia; después se lanzó en picado hacia la cubierta de la nave espacial y, en el momento en que se alejaba de la curva, ambos cañones despidieron vapor. Toller, que seguía la operación con los prismáticos, estimó que Perobane había disparado exactamente en el momento adecuado. Trasladó su atención hacia el globo, esperando verlo temblar y deformarse, y se decepcionó al comprobar que su curva parecía intacta.

¿Cómo puede haber fallado?, se preguntó, haciendo la señal al siguiente vehículo de combate para que despegase al momento.

Hasta que la cuarta máquina, conducida por Berise Narrinder, realizó otro ataque infructuoso más, Toller no ordenó que interrumpiesen las prácticas. Introdujo cristales en su motor y voló hasta la nave diana, parándolo para que la resistencia del aire lo detuviera cerca del gran globo. Desde allí pudo distinguir varios agujeros en la envoltura de lienzo barnizado, pero eran sorprendentemente pequeños, como si el material casi hubiese cerrado sus heridas, y estaban muy lejos de las roturas catastróficas que se esperaban de las balas de cañón. El globo empezaba a mostrar algunas arrugas, pero Toller las atribuyó a una pérdida natural de calor más que a los insignificantes orificios. Para él era evidente que la nave espacial sería aún capaz de realizar un descenso seguro a tierra.

—¿Significa esto que tendremos que empezar disparando a las barquillas? —preguntó Umol, que había llegado en su Rojo Dos. Su pecho se esforzaba visiblemente por respirar el aire enrarecido.

Toller negó con la cabeza.

—Si atacamos a las barquillas nos exponemos a un contraataque. Debemos disparar desde arriba, permaneciendo dentro del ángulo sin visibilidad del enemigo, y destruir sus globos con… con…

Se detuvo, intentando imaginar el tipo de arma que necesitarían sus hombres, y en ese momento un gran meteoro atravesó el cielo por debajo de ellos, iluminando brevemente el escenario.

—Con algo como eso —dijo Umol, bajándose la bufanda para mostrar su sonrisa.

—Eso está fuera de nuestras posibilidades, pero… —Toller se detuvo de nuevo hasta que el retumbo que seguía al meteoro se apagó—. ¡Pero tus pensamientos van en buena dirección, amigo! Haremos que alguien suba a la nave y ponga calor en el globo. Manten todo tal como está hasta que yo regrese.

Apoyó el pie contra un lado de la nave de combate de Umol, que se había acercado a la suya, derivando, y la empujó con fuerza. Las dos máquinas se separaron con un lento remolino. Toller abrió la válvula de admisión de combustible, empleando la extrema sensibilidad táctil que había desarrollado desde su primer vuelo, y el aparato se alejó gruñendo para pasar a pocos metros del globo diana. En cuanto ganó la suficiente velocidad para que las superficies de control fueran eficaces, se elevó, dio la vuelta y planeó hasta volver a la estación de mando.

El arma que trajo poco tiempo después era una simple lanza de hierro con una estopa impregnada en aceite rodeando el extremo romo. La prendió con una mecha de fósforo y, girando la lanza para extender la llama, realizó un descenso ligeramente vertical hacia la nave de combate, y pasó cerca del hemisferio superior del globo. Cuando lanzó la azagaya, ésta voló limpiamente, con la estabilidad de un dardo, y se introdujo totalmente en el material flexible de la envoltura. El lienzo barnizado se incendió en seguida, produciendo un humo denso y marrón. Cuando Toller se detuvo a una cierta distancia de la diana, ésta ya ardía en llamas. En menos de un minuto el globo empezó a plegarse sobre sí mismo, palpitando y perdiendo simetría, mientras los gritos de los pilotos que lo observaban demostraban su aprobación. Sin corrientes de convección que lo disipasen, el humo rodeó la nave atacada como una especie de nube inmóvil.

Toller volvió a reunirse con el escuadrón de combate. La línea era irregular: no había dos aparatos paralelos o siquiera con la misma orientación, pero esto era algo que había aprendido a aceptar. A menos que los vehículos de combate estuviesen en movimiento, los pilotos podían hacer poco para controlarlos, y algunos de los jóvenes más dotados —aquellos que ya se sentían a sus anchas en esta nueva forma de vuelo— parecían experimentar un perverso placer manteniendo conversaciones con él en posiciones enfrentadas. Toller no hizo ningún intento por reprimir el buen humor de los muchachos. Creía que, cuando la guerra llegara, los mejores pilotos serían aquellos que estuviesen menos ligados a las costumbres y puntos de vista militares tradicionales.

—Como acabamos de ver —gritó—, el fuego es una buena arma contra un globo, pero eso fue demasiado fácil. Pude acercarme mucho, y a poca velocidad, porque no había defensores en la nave ni ninguna otra nave enemiga cerca, intentando derribarme. Al ir a baja velocidad pude permanecer en el ángulo de invisibilidad de la nave durante todo el ataque, pero en la batalla las cosas serán muy diferentes. La mayoría de los descensos ofensivos tendrán que realizarse a gran velocidad, lo que significa que no podréis desviaros tan rápidamente y caeréis en el ángulo de tiro de los defensores. En esa fase seréis muy vulnerables; especialmente si los landeses han desarrollado un cañón de disparo instantáneo, como han hecho con los rifles.

Perobane bajó su bufanda.

—Pero sólo será durante unos segundos, si actuamos con rapidez —hizo un guiño a los pilotos más cercanos—. Y os aseguro que yo voy a ser rapidísimo.

—Sí, pero corres el riesgo de irte directamente hacia otra nave —dijo Toller, reprimiendo unas carcajadas.

Berise Narrinder hizo un gesto para indicar que deseaba hablar.

—Milord, ¿no podrían utilizarse arcos y flechas? Disparar flechas, quiero decir. ¿No podría un arquero remontar el descenso mucho antes y permanecer fuera de peligro?

—Sí, pero…

Toller hizo una pausa, dándose cuenta de que su objeción había sido un reflejo, porque a él personalmente no se le había ocurrido nunca considerar el arco como un arma. La propuesta era sensata, especialmente si las flechas se proveían de una cabeza en forma de anzuelo para poder fijarse al material del globo. E incluso un mediocre arquero volador, como suponía que era él, no tendría dificultades en acertar en un blanco tan grande como el globo de una nave espacial.

—¿Pero qué, milord? —preguntó Berise, sintiéndose animada por la evidente aprobación de los otros pilotos hacia su sugerencia.

Toller le sonrió.

—¿Sería eso jugar limpio con el enemigo? Armados con arcos y flechas de fuego sería tan fácil acabar con ellos como para un niño reventar pompas de jabón. Va contra mis nobles instintos adoptar tal…

Sus palabras fueron acalladas por las carcajadas generales en la fila de pilotos.

Toller se inclinó ligeramente hacia Berise, después se dio la vuelta, sin querer privar a los pilotos de un momento de júbilo. Era el único miembro del grupo con experiencia personal en la guerra, y sabía que no importaba lo bien que pudiesen ir las cosas para los overlandeses: el tiempo de tranquilidad, diversión y optimismo estaba llegando a su fin, tanto si vivían como si morían.


En el punto medio entre los dos planetas, los términos «noche» y «noche breve» habían perdido su significado. El ciclo diurno está dividido en dos períodos iguales de oscuridad, de algo menos de cuatro horas cada uno (cuando el sol estaba oculto detrás de Land o de Overland) y dos períodos de luz de unas ocho horas. Toller dejó de distinguir entre noche y noche breve, antedía y posdía, contentándose con dejar pasar el tiempo en una secuencia imperceptible que concluía sólo con los viajes de retorno a Overland en la bolsa de caída. Especialmente cuando estaba descansando, dormitando en su hamaca de red, parecía no haber ninguna señal para apreciar el paso del tiempo excepto la leve desviación de los rayos del sol que se colaban por las portillas, y las imágenes de los sueños se volvían más reales que la vida…

El sonido de una discusión trajo a Toller lentamente de nuevo a la conciencia.

No era extraño oír a los miembros de la tripulación de las fortalezas discutiendo por algo, pero en esta ocasión había una mujer involucrada y Toller supuso que sería Berise. Por alguna razón que no podía explicar, le interesaba Berise Narinder. No se trataba de algo sexual… de eso estaba seguro, porque cuando Gesalla dejó en claro que el aspecto íntimo de su matrimonio ya podía darse por terminado, su capacidad para la pasión física murió de repente. El proceso fue sorprendentemente rápido e indoloro. Desde entonces era un hombre que no tenía necesidad de sexo, que nunca pensaba en él ni se lamentaba de su ausencia, y sin embargo estaba pendiente de todo lo que hacía Berise. Sin ningún esfuerzo aparente, solía saber cuándo sus turnos de servicio coincidían con los de ella, dónde estaba y qué hacía en cada momento.

Abrió los ojos y vio que Berise estaba de guardia —tarea obligatoria para todo el personal—, atada cerca de uno de los grandes prismáticos fijos que siempre estaban enfocados hacia Land. A su lado vio la figura alta y angulosa de Imps Carthvodeer, el administrador del Grupo de Defensa Interior, quien normalmente se encontraba detrás de una mampara de mimbre en el otro extremo de la estación de mando, un espacio angosto que a él le gustaba llamar su oficina.

—Puedes dibujar o puedes vigilar —le decía Carthvodeer en tono irónico—. Pero no puedes hacer ambas cosas a la vez.

—Tal vez tú no puedas hacer dos cosas a la vez, pero para mí es muy fácil —contestó Berise, juntando sus pobladas cejas.

—Eso no es lo que quiero decir —la cara alargada de Carthvodeer mostraba su frustración ante el hecho de que, aunque los pilotos de los vehículos de combate tenían el rango nominal de capitán, en la práctica eran superiores a los no combatientes—. En el servicio de vigilancia se supone que debes concentrar toda tu atención en la posible aparición de naves enemigas.

—Cuando las naves enemigas vengan, si es que vienen, se verán con muchas horas de anticipación.

—Mira, ésta es una instalación militar y debe funcionar de acuerdo con las normas militares. A ti no se te paga para que te dediques a pintar —Carthvodeer miró malhumorado hacia el papel que Berise sostenía en la mano—. Ni siquiera demuestras capacidad artística.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella, enfureciéndose.

Al otro lado del túnel de la estación, un hombre que manejaba los fuelles estalló en carcajadas. Toller intervino apaciblemente:

—¿Por qué no dejáis de dar voces y permitís que un hombre pueda descansar un poco?

Carthvodeer se giró de golpe hacia él.

—Siento haberle molestado, señor. Tengo que preparar al menos una docena de informes y detalles antes de descender en la próxima bolsa de caída, y no puedo concentrarme oyendo el chirrido permanente del lápiz carbón de la capitana.

Toller se sorprendió al advertir que Carthvodeer, un oficial de cincuenta años, estuviese irritado por algo tan trivial.

—Vuelve a tu oficina y continúa con tus informes —dijo, desatándose de la red—. No volverá a distraerte.

Carthvodeer asintó con labios temblorosos y se alejó rápidamente con movimientos poco coordinados. Toller se lanzó en un lento vuelo que concluyó al alcanzar un asidero cerca de donde estaba Berise. Los ojos verdes de la mujer le miraron directamente, con sereno desafío.

—Tú y yo —le dijo Toller en voz baja— estamos en una posición privilegiada en comparación con alguien como Carthvodeer.

—¿En qué sentido, milord? —de todos los pilotos que estaban bajo su mando, ella era la única que continuaba tratándole de forma protocolaria.

—Nosotros quisimos venir aquí. Salimos cada día de estos oscuros confines de madera y volamos por el espacio como águilas. Esta larga espera es dura para todos, pero piensa lo que debe ser para alguien que no deseaba venir aquí y que no puede evadirse.

—Hum. No me daba cuenta de que el carboncillo hacía tanto ruido —dijo entonces Berise—. Buscaré un lápiz para dibujar, si no tiene objeción que poner.

—Me da igual. Como bien dijiste, los landeses no nos cogerán por sorpresa.

Toller estiró el cuello para ver el dibujo de Berise. Representaba el interior de la estación; ella había remarcado con énfasis los haces paralelos de la luz del sol sesgados que entraban desde la fila de portillas. Las figuras humanas y las portillas estaban sugeridas más que detalladas y en cierto modo a Toller le gustó, aunque no estaba calificado para juzgar su arte.

—¿Por qué haces eso? —le dijo.

Ella le sonrió.

—El viejo Imps dice que no cumplo con mi deber, pero yo creo que todo el mundo en Overland tiene más de un deber. Cada uno de nosotros debe buscar y desarrollar sus facultades artísticas. Yo no sé si alguna vez llegaré a ser buena dibujante, pero estoy esforzándome para ello. Si fracaso, probaré con la poesía, con la música, con la danza… Seguiré buscando hasta que encuentre algo que sea capaz de hacer, y después lo realizaré de la mejor forma que me sea posible.

—¿Por qué tenemos ese deber?

—¡Por la Migración! No se puede hacer lo que hicimos sin pagar las consecuencias. Dejamos el alma de nuestra raza en el Viejo Mundo. ¿Sabía usted que en ninguna de las naves que tomaron parte en la Migración había una sola pintura? Ni libros, ni esculturas, ni música. Lo dejamos todo atrás.

—No fue precisamente un viaje de placer, ¿no lo comprendes? —dijo Toller—. Éramos emigrantes que llevábamos lo esencial para sobrevivir.

—¡Trajimos joyas y dinero inútil! ¡Toneladas de armas! Toda raza necesita un armazón cultural para apoyar los otros aspectos de su existencia, y nosotros no tenemos ninguno. El rey no lo ha incluido en sus planes para un nuevo Kolkorron. Dejamos todo eso detrás, y por esta razón Overland está tan vacío. No es porque seamos pocos y estemos diseminados por todo el planeta; nuestro vacío es espiritual.

Las ideas de Berise eran extrañas para Toller, y sin embargo sus palabras parecieron encontrar un eco en algún lugar dentro de él; en particular las referencias al vacío. Siendo joven en Ro-Atabri siempre había disfrutado contemplando las puestas de sol y la lenta invasión de la oscuridad; pero últimamente —incluso teniendo a Gesalla a su lado—, lo que antes le agradaba y hasta emocionaba se había transformado en algo irrelevante y cotidiano. No importaba lo hermosa que fuese la puesta de sol, ya no había ningún placer en rememorar los logros de ese día, ninguna curiosidad hacia el mañana. La emoción asociada —y ahora se daba cuenta— era una profunda tristeza. El cielo occidental de Overland, a medida que se iba oscureciendo, pasando por el dorado y rojo hasta el verde azulado, parecía envolverlo en un… vacío.

Resultaba curioso que la palabra adecuada se la hubiera proporcionado una persona relativamente extraña. Él había atribuido sus propios sentimientos a una desazón interior imposible de identificar. ¿Era más cierta la explicación que ella le ofrecía? ¿Sería en el fondo un esteta, atormentado por la creciente conciencia de que a su gente le faltaba la identidad cultural?

La respuesta llegó rápidamente cuando la parte pragmática de su naturaleza se impuso: «No», pensó. «El gusano que come la médula de mi vida no tiene nada que ver con la poesía ni con el arte; y yo tampoco».

Esbozó una media sonrisa al darse cuenta de lo lejos que había vagado en sus pensamientos en un momento de descuido; después vio que Berise lo estaba observando.

—No me estaba riendo de tus ideas —le dijo.

—No —contestó ella pensativamente, aún escrutando su rostro—. No pensé que fuese de eso.


Y de todas las escenas que se representaban una y otra vez en la memoria de Toller, la más vivida e incisiva era la del día en que vio que la verdad de la guerra empezaba…

Habían pasado setenta y tres días desde la instalación de las dos primeras fortalezas. No era un período de tiempo largo para los hombres y mujeres ocupados en tareas rutinarias en la superficie de Overland, pero la evolución era rápida en el singular ambiente del azul central.

Toller había concluido sus prácticas de arco y vuelo directo por ese día, pero se sentía poco inclinado a volver demasiado pronto a los opresores confines de la estación. Su vehículo de combate flotaba a unos quinientos metros del plano de referencia, un punto desde el cual podía observar el flujo y reflujo de actividad en el Grupo de Defensa Interior y en el espacio que lo rodeaba. A su izquierda pudo ver una nave de abastecimiento ascendiendo lentamente sobre Prad, con su globo como un enorme disco perfilado sobre las formas convexas de Overland; a su derecha estaba la Estación de Mando Uno, destacada por la luz del sol sobre el añil del cielo. Cerca de él había unos espacios menores —de tres secciones— que se usaban como talleres y almacenes, y un desperdigado grupo de vehículos de combate del Escuadrón Rojo. Docenas de figuras humanas se movían hacia objetivos determinados, y podían verse con todo detalle a pesar de su pequeñez, como figurillas salidas de la mano de un artesano experto.

Como siempre, Toller se sentía impresionado por el rápido progreso conseguido en el escaso tiempo de que habían dispuesto desde el primer ingenuo plan de cubrir toda la zona de ingravidez con fortalezas, que implicaba el uso de rifles para repeler la invasión. Las naves de combate habían constituído el avance más importante: su sorprendente velocidad acabó con la idea de que cada fortaleza se considerara como una entidad aislada y autosuficiente. En realidad dejaron de ser fortalezas y se les asignaron funciones concretas, destinándolas a dormitorio, taller, almacén o depósito de armas, para apoyar las esenciales naves a propulsión.

No importaba lo inteligente que fuera el proyectista teórico que trabajaba en tierra, había comprendido Toller; la innovación y el desarrollo generalmente eran el resultado de la experiencia práctica. Incluso Zavotle, con su mente adaptada a la gravedad normal, no había previsto los problemas que se plantearían con el material de desecho y los desperdicios a causa de la ingravidez. La muerte de joven Argitane, el piloto que chocó contra una bola de cañón que flotaba suelta, fue un ejemplo dramático, pero la degradación del ambiente a causa de los desechos de los humanos empezaba a convertirse en algo preocupante.

La tensión psicológica de la vida en el acceso aumentó por la humillación y la repugnancia derivada de la realización de las funciones fisiológicas en condiciones de gravedad cero, y a ningún comandante podía satisfacerle la perspectiva de que las estaciones estuviesen rodeadas por una creciente nube de porquerías. Se ordenó a Carthvodeer que organizara un equipo de recogida —al que pronto se le denominó con propiedad la Patrulla de la Mierda—, cuya tarea nada envidiable consistía en recoger todo el material de desecho en grandes bolsas, que después eran arrastradas varios kilómetros en dirección a Land por un vehículo de combate y abandonadas allí para que continuasen su viaje atraídas por la gravedad del planeta. Era una práctica que provocaba numerosas bromas entre los tripulantes de las fortalezas.

Otro problema, todavía sin resolver, era el establecimiento de un anillo defensivo exterior. La idea original consistía en situar las estaciones en un anillo de unos cuarenta y cinco kilómetros de diámetro. Esto ampliaría enormemente el área protegida, pero con separaciones de más de seis kilómetros se hacía difícil la localización y el aprovisionamiento. Entre los pilotos de los vehículos de combate ocurrió un segundo accidente —quizá a causa de una vista defectuosa—, cuando uno de ellos se perdió al volver de una estación alejada, y fue quemando todos los cristales de energía en vanos esfuerzos por localizar su base. Privado del calor generado por el motor, pereció a causa de la hipotermia, y fue encontrado después por pura casualidad. Desde entonces, la política había sido tratar de concentrar todas las estaciones en el grupo central y confiar en los vehículos de combate para ampliar el área de la zona de influencia cuando fuese necesario.

Al igual que los demás pilotos, Toller descubrió que su capacidad pulmonar se incrementaba para adecuarse a la atmósfera enrarecida, pero fue imposible adaptarse al frío permanente de la zona de ingravidez. Cuando ya llevaba flotando a la deriva y meditando durante veinte minutos, todo el calor residual se había filtrado a través de la cubierta de madera del motor, y empezó a temblar pese a la protección del traje espacial. Estaba accionando el reservorio neumático de su vehículo, disponiéndose a volver a la estación de mando, cuando su atención fue atraída por una estrella que, de repente, incrementó su luminosidad durante un segundo y ahora emitía pulsos regulares de irradiación. Tan pronto como dedujo que la estrella era en realidad una estación y que estaba enviando un mensaje luminoso, oyó el sonido de una corneta que se desvanecióo rápidamente en el aire fluído. Su corazón se paró, quedando detenido durante una subjetiva eternidad; después, inició una serie de latidos acelerados.

«¡Ya vienen!», pensó, aspirando profundamente el aire. «¡El juego comienza al fin!»

Alimentó su motor y descendió en picado hacia la estación de mando. Cuando el aire empezó a chocar contra sus ojos, se puso las gafas protectoras e, instintivamente, escrutó el área del cielo que había entre él y la vastedad curva de Land, pero fue incapaz de ver nada fuera de lo normal. Las naves lentas de la armada enemiga podían estar a más de cien kilómetros de distancia, siendo visibles sólo a través de los telescopios.

Cuando ya estaba cerca de la estación, el corneta, situado en la recientemente añadida cámara de presión, concluyó su llamada de aviso y se retiró hacia el interior. Los pilotos de los vehículos de combate, con los colores de su escuadrón sobre los hombros, salían del tubo dormitorio contiguo, y los bien abrigados ayudantes se dirigían con rapidez hacia las veloces máquinas que estaban a su cargo, impulsados por los propulsores silbantes de sus unidades personales.

Un mecánico se deslizó hasta Toller con una cuerda de amarre, dejándole paso para que se zambullera directamente en el largo cilindro de la estación. Las dos puertas de la cámara de presión estaban abiertas y, de repente, se encontró transferido desde el universo luminoso e ilimitado a un microcosmos sombrío, empañado por los vapores y lleno de figuras humanas y de los elementos necesarios para su existencia.

Carthvodeer y el comodoro Biltid, el jefe de operaciones, estaban suspendidos junto al puesto de vigilancia, enzarzados en una discusión. Biltid, nombrado directamente por Chakkell, era un tipo formal y obstinado que se sentía tan incómodo por su incapacidad para superar el mareo como por la ambigüedad de su relación con Toller. El hecho de que Toller fuese un superior y sin embargo insistiese en manejar un propulsor como cualquier piloto solía colocarle frecuentemente en dilemas difíciles de resolver.

—Mire aquí, milord —dijo, al ver entrar a Toller—. El enemigo viene en masa.

Toller se lanzó hacia los prismáticos y miró a través de los oculares. La imagen que apareció ante sus ojos fue un fondo ferozmente brillante —azul y verde con espirales blancas—, en el centro del cual había un moteado de puntos negros, cada uno de ellos rodeado por un borde destellante causado por las imperfecciones del sistema óptico. Pero forzando sus ojos, Toller descubrió que podía distinguir unas manchas aún más pequeñas mezcladas con la otras, y de repente el escenario adquirió profundidad, se hizo vertiginoso. Estaba mirando hacia abajo a través de una nube vertical de naves espaciales, una nube que tenía kilómetros de profundidad. Era imposible saber cuántas naves contenía, pero debía de haber no menos de cien.

—Tienes razón —dijo, levantando la cabeza para mirar a Biltid—. El enemigo viene en masa, lo cual era de esperar.

Biltid asintió, cubriéndose la boca con un pañuelo y, de repente, el olor agrio que normalmente le rodeaba se intensificó.

—Eh… lo siento —dijo, tragando ruidosamente—. Tenemos que prepararnos.

«¡Qué astuto eres!», pensó Toller en ese instante, pero después sintió lástima por un hombre que había sido arrojado a una situación difícil, como instrumento del soberano, sin que nadie le pidiera su opinión.

—Contamos con dos grandes ventajas —dijo entonces—. Nosotros vemos al enemigo, pero él no sabe que estamos aquí; y tenemos las naves de combate, algo que el enemigo no puede siquiera imaginar en este momento. Ahora depende de nosotros que aprovechemos esas ventajas mientras podamos.

Biltid asintió con un movimiento de cabeza aun más enérgico.

—Todas las naves de combate están a punto en cuanto a mecánica, y ahora se abastecerán de combustible y armas. Propongo recibir al enemigo con los escuadrones Rojo y Azul, y mantener el Verde en reserva. Es decir, si usted no tiene…

—Ésa sería una buena táctica si se tratara de una batalla en tierra —dijo Toller—, pero recuerda que después de ahora no tendremos oportunidad de sorprender a los landeses. Existe la posibilidad de terminar esta guerra el mismo día de su inicio si logramos asestar al enemigo un primer golpe suficientemente devastador. En mi opinión debemos desplegar los tres escuadrones y que todos nuestros pilotos participen en el combate.

—Como siempre tiene razón, milord —dijo Biltid, secándose la boca—. Aunque me sentiría mejor si tuviésemos alguna forma de calcular la velocidad de ascenso del enemigo. Si llegaran al plano de referencia durante las horas de oscuridad, es posible que nos sobrepasen sin que los veamos.

—Nadie va a pasar —gritó Toller bruscamente, perdiendo la paciencia—. ¡Nadie!

Se alejó de Biltid y Carthvodeer, y fue hacia otra portilla desde donde podía obtener una mejor vista de Land. El sol se movía hacia el Viejo Mundo y se deslizaría detrás de su borde aproximadamente dos horas después. Toller hizo algunos cálculos mentales y maldijo al darse cuenta de que el momento del primer encuentro podía ser bastante desfavorable para ellos. Habían denominado a los dos períodos de oscuridad del día, noche de Land y noche de Overland, según cuál de los dos planetas estuviese ocultando el sol, y aunque tenían más o menos la misma duración, existían diferencias importantes entre ellas.

La noche de Land, que se aproximaba ahora, empezaría cuando el sol pasara detrás de ese planeta; pero en esa fase, Overland estaría iluminado y la luz refractada por él sería lo bastante intensa como para permitir leer. Durante la hora siguiente, esa luz se iría debilitando poco a poco mientras la sombra cilindrica de Land recorría Overland, después llegarían las dos horas de noche profunda, hasta que los rayos del sol acariciaran de nuevo Overland. Durante toda la noche profunda, el cielo estaría cubierto de estrellas, remolinos brillantes y la radiación difuminada de los cometas, pero el nivel relativo de iluminación general quedaría muy bajo; e incluso el globo de una nave sería difícil de detectar en los oscuros confines de la zona de ingravidez. El problema no adquiría tanta importancia durante la noche de Overland, porque Land era mayor que su planeta hermano y no podía ser tapado totalmente por su sombra.

Si las naves del enemigo estaban a unos ciento cincuenta kilómetros, según calculó Toller, e iban a la velocidad máxima, llegarían al plano de referencia durante la noche profunda. Consideró la posibilidad durante un momento, y después decidió que había sido demasiado pesimista. Los pilotos landeses estarían nerviosos al experimentar los efectos de la ingravidez por primera vez, y también temerosos de la maniobra de volteo que se aproximaba. Era lógico suponer que se acercarían a la zona de ingravidez lenta y cautelosamente, y planearían que la antinatural operación de voltear sus naves se llevase a cabo en buenas condiciones de luz.

Una vez tranquilizada su mente con estos pensamientos, Toller abandonó la húmeda estación y dedicó la hora siguiente a dar una vuelta por el Grupo de Defensa Interior, visitando las otras dos estaciones de mando donde estaban las bases del Escuadrón Azul y el Verde, de reciente formación. Los informes de los vigías mostraron que los invasores avanzaban con lentitud, pero los pilotos de los vehículos de combate que ya estaban preparados fueron incapaces de dedicarse al descanso cuando llegó la oscuridad. Algunos pasaron el tiempo en ruidosas discusiones o jugando a las cartas a la luz de las lámparas, mientras otros se mantenían cerca de sus máquinas, controlando obsesivamente las operaciones de abastecimiento de combustible y armas realizadas por los mecánicos.

Por fin, en el borde de Overland apareció una veta de luz que se fue agrandando hasta formar un arco. Mientras que el área iluminada del planeta se extendía hacia la fase convexa, anunciando la reaparición del sol, Toller hizo varias visitas al puesto de observación de la Estación de Mando Uno y observó a través de los prismáticos. El enorme disco de Land estaba bañado por la tenue y misteriosa luz reflejada por el planeta hermano, que le daba el aspecto de una bola de cera traslúcida iluminada desde dentro. Aunque brillaba más cada vez, el fondo que proporcionaba no permitía obtener aún una imagen clara de las naves enemigas y, a pesar de sí mismo, Toller empezó a especular con la idea de que los invasores hubieran mantenido una velocidad que les permitiera pasar por el plano de referencia bajo el manto de la oscuridad. El regreso parcial del sol inundó de luz el interior de la estación, e incluso entonces hubo un instante durante el cual las naves de la armada de Land quedaron ocultas en los límites de la sombra del planeta que se desplazaba lentamente.

Luego, de repente, estuvieron allí.

Inesperadamente bellas, aparecieron en su campo de visión como un enjambre de diminutos semicírculos de luz, uno sobre otro, en perfecta formación. Durante un momento se quedó admirado del logro que implicaba aquel espectáculo, y de la audacia y el valor que suponía cruzar el abismo interplanetario en unas frágiles estructuras de tela y madera. Aquella gente tendría que ser capaz de volver sus ojos hacia el universo en vez de desperdiciar sus energías en…

—No deben de estar muy lejos —dijo Biltid, mirando hacia arriba con otro par de prismáticos—. A treinta o cuarenta kilómetros. No tenemos mucho tiempo.

—Hay tiempo suficiente —afirmó Toller, volviendo al mundo pragmático.

En un impulso, se lanzó hacia su hamaca de red, desenganchó la espada del muro y la fijó a su cintura. Era consciente de la incongruencia de aquella arma en los acontecimientos que se avecinaban, pero era un apoyo psicológico para él. Salió atravesando la cámara de aire y vio que los otros ocho pilotos de su escuadrón estaban ya en sus máquinas, y los ayudantes flotaban alrededor de ellos encendiendo los quemadores cubiertos que habían sido instalados delante de los asientos. La misma escena se repetía, en miniatura, a cierta distancia en el azul sin límites, donde los otros dos escuadrones se preparaban.

Algunas de las máquinas verdes y azules ya se dirigían a la Estación de Mando Uno para formar una fuerza conjunta, con sus rutas marcadas por estelas de vapor blanco condensado. Al ir aumentando el tamaño del grupo empezaron a producirse suaves colisiones entre los vehículos, dando lugar a bromas de los pilotos y provocando comentarios airados de los mecánicos, que temían ser aplastados. Cuando Toller salió de la estación, se protegió los ojos del sol con la mano enguantada y miró hacia Land.

Descubrió que los invasores podían ser vistos ahora sin ayuda óptica —como manchas plateadas en el límite de la visibilidad—, y deseó contar con algún método para calcular la distancia. Debían entablar el combate contra el enemigo debajo del plano de referencia —para que todas las naves destruidas cayesen hacia Land—, pero si bajaban mucho para hacerles frente, las reservas de combustible de los vehículos de combate se agotarían. Parecía que la capacidad de calcular las distancias con precisión iba a ser más importante allí que en un combate de tierra.

Cuando los tres escuadrones estuvieron dispuestos, Toller montó el Rojo Uno e introdujo las puntas de sus pies en los estribos fijos. Extrajo el arco, lo sujetó a su muñeca izquierda con la presilla de seguridad y comprobó que los carcajes situados a cada lado de la cubierta estuvieran bien aprovisionados de flechas. Su corazón latía con fuerza otra vez, y fue consciente de la familiar excitación, teñida de un inexplicable elemento sexual, que siempre precedía a los peligros del combate. Mientras accionaba el reservorio neumático del alimentador de combustible, observó la línea dispersa e irregular de los vehículos de combate. Los pilotos eran formas andróginas dentro de sus trajes espaciales, las caras ocultas por las bufandas y las gafas protectoras; sin embargo, distinguió de inmediato a Berise Narrinder y se esforzó por pronunciar unas últimas palabras de alerta.

—Hemos ensayado el plan de batalla muchas veces —dijo en voz alta—, y sé que estáis ansiosos de probar vuestro temple contra el enemigo. Sé también que os conduciréis con valentía, pero tened cuidado de no ser demasiado valientes. En la fiebre de la batalla es posible volverse temerario, sentir el impulso de correr riesgos innecesarios. Pero tened en cuenta que cada uno de vosotros posee el poder de destruir muchas naves enemigas, y por tanto todos tenéis una gran importancia para nuestra causa, mayor de la que le otorgáis a vuestras vidas.

»Hoy golpearemos con fuerza al enemigo, con mucha más fuerza de lo que éste puede imaginar, pero no aceptaré ninguna pérdida en nuestras filas. ¡Ni un piloto, ni una máquina de combate! Si gastáis todas las flechas no intentéis atacar con el cañón. Retiraos de la batalla y consolaos con la idea de que seréis un oponente mucho más hábil y peligroso en una ocasión próxima.

Nattahial, el piloto del Azul Tres, mostró su acuerdo y el vapor se filtró en jirones a través de su bufanda.

—Como usted desee, señor.

Toller negó con la cabeza.

—No se trata de deseos, se trata de órdenes. Quien se comporte como un idiota tendrá que responderme después, y puedo aseguraros que será una experiencia mucho más desagradable que luchar contra unos cuantos hombrecillos de Land. ¿Lo habéis entendido bien?

Varios pilotos asintieron con énfasis, quizá con demasiado énfasis, y otros se rieron entre dientes. Con pocas excepciones, todos eran jóvenes voluntarios del Servicio del Aire; estaban ansiosos por comenzar la aventura, y el aburrimiento de la larga espera de este día los había llevado a un exceso de tensión. Toller deseaba en verdad que hiciesen caso a sus instrucciones, pero sabía por su experiencia en el combate que era difícil establecer un equilibrio entre la prudencia y la pasión. Un guerrero demasiado preocupado por su supervivencia podía ser una traba incluso mayor que un loco en busca de la gloria, y en pocos minutos se revelaría cuántos de ellos iban a servir realmente.

—¿Os parece —preguntó, ajustándose los guantes— que ya hemos dedicado suficiente tiempo a los discursos?

—¡Sí! —el grito general de asentimiento llenó el cielo por un instante.

—En ese caso, vamos a la guerra.

Toller alzó su bufanda para cubrirse boca y nariz, y emprendió un descenso en curva, con Land en el centro de su campo visual. El sol sobrepasaba un poco el borde del planeta, arrojando contra él millones de agujas de luz que no proporcionaban ningún calor. Entre el rugido creciente de los escapes de los motores, los otros combatientes ocuparon las posiciones asignadas, cada escuadrón dispuesto en forma de V.

Poco detrás de Toller, a su izquierda —a la cabeza de los azules—, estaba Maiter Daas y, a su derecha, en el vértice del Escuadrón Verde, Pargo Umol. Se preguntó cómo se sentirían los dos, hombres de mediana edad, veteranos del viejo Escuadrón Experimental del Espacio y de la Migración, al caer hacia el planeta donde habían nacido en circunstancias que nunca hubieran podido prever.

Analizando sus propias emociones, de nuevo se sintió inquieto al descubrir que estaba alegre, satisfecho y vivo. Una parte de él deseaba encontrarse en casa con Gesalla, tratando de compensar las veces que le había fallado; pero ya que eso era imposible, rogaba para que este momento que estaba viviendo se prolongara indefinidamente. En un mundo irracional y mágico, él hubiera escogido vivir de esta forma hasta su muerte, vagando para siempre entre los rayos de luz pura y fría, haciendo frente a adversarios fantásticos y a peligros desconocidos; pero en el universo real, esta fase probablemente duraría poco… quizá sólo lo que dura una batalla, y cuando todo hubiese terminado, la vida sería mil veces más tediosa que antes, sin tener otra cosa que hacer excepto esperar pasivamente la llegada de una muerte sin gloria. Quizás —el pensamiento se filtró en su cerebro— sería mejor no sobrevivir a esta guerra.

Asombrado por el lugar al que le había conducido su arrebato de introspección, Toller obligó a sus pensamientos a volver a la tarea que tenía entre manos. El plan era iniciar el combate a unos quince o veinte kilómetros bajo el plano de referencia y, como siempre, le desesperó la imposibilidad de calcular la distancia o la velocidad en los océanos de aire, carentes de puntos de referencia. Cuando miró por encima de su hombro, vio que los veintisiete vehículos habían formado una especie de camino aéreo con sus estelas condensadas. Se estrechaba a lo lejos hasta que las blancas líneas de vapor se unían por la perspectiva, y ya le era difícil ver las estaciones agrupadas, aunque sabía exactamente en qué dirección mirar. La condensación se dispersaría más tarde hasta desaparecer, y cuando eso ocurriese los tres escuadrones estarían en peligro de perderse.

¿Cuánto habrían descendido ya? ¿Quince kilómetros? ¿Veinte? ¿Treinta?

Maldiciendo al sol por favorecer caprichosamente al enemigo, Toller protegió con la mano sus ojos y miró hacia la flota que ascendía. Las velocidades combinadas de los dos ejércitos los había aproximado mucho en poco tiempo, y ahora la formación de resplandecientes semicírculos podía distinguirse a simple vista, cada uno como una miniatura del planeta que empezaba a iluminarse detrás de ellos. Estaban concentrados en una pequeña zona de cielo, como setas centelleantes.

«Ya estamos bastante lejos», se dijo Toller. «Esperaremos aquí».

Extendió ambos brazos en una señal prefijada y desconectó el motor. El silencio absorbente del infinito invadió de repente el escenario cuando los demás pilotos cerraban el paso del combustible. Los vehículos se mantuvieron alineados durante algún tiempo, desordenándose gradualmente a medida que la resistencia del aire los despojaba de su velocidad; las formaciones en V se deshicieron al irse deteniendo uno tras otro. Toller sabía que la sensación de estar inmóviles era una ilusión; las máquinas habían entrado en el campo gravitacional de Land y estaban cayendo, pero con el plano del planeta tan lejano frente a ellos, la velocidad era imperceptible.

—Nos quedaremos aquí —dijo en voz alta—. Será mejor que tengamos paciencia y dejemos que llegue el enemigo, porque cuanto más tiempo pase más se apartará el sol de su posición tras las naves. Aseguraos de que los quemadores están en buen estado, y no permitáis que vuestros brazos y piernas se entumezcan demasiado por la baja temperatura. Si os parece que tenéis mucho frío podéis realizar un pequeño vuelo circular para calentaros con el calor de las máquinas, pero recordad que debéis conservar la mayor cantidad posible de cristales para la batalla.

Toller se dispuso a esperar, deseando tener algún medio fiable de medir el tiempo. Los relojes mecánicos eran demasiado grandes para los propósitos tácticos, y el reloj militar tradicional había demostrado su inutilidad en la zona de ingravidez. Éste consistía en un fino tubo de vidrio que contenía una ramita de caña marcada con pigmento negro a intervalos regulares. Cuando se colocaba en el interior del tubo un escarabajo marcapasos, éste devoraba la ramita por un extremo, moviéndose a la velocidad constante común a su especie, y de esta forma indicaba el paso del tiempo con una exactitud que resultaba bastante buena para los comandantes en el campo de batalla. En la gravedad cero, sin embargo, se había comprobado que el escarabajo se movía de un modo errático y, a veces, dejaba de comer. Al principio se pensó que debía de estar afectado por el intenso frío, pero los mismos resultados insatisfactorios se obtuvieron al mantener caliente el tubo, llegándose a la conclusión de que el diminuto escarabajo se trastornaba por la falta de peso.

Toller se sentía intrigado por aquellos descubrimientos, los cuales hacían que su mente estableciera un vínculo entre los seres humanos y las más pequeñas e insignificantes criaturas del planeta. Todos formaban parte del mismo fenómeno biológico, pero sólo los humanos tenían la inteligencia que los capacitaba para superar los dictados de la naturaleza, para imponer su deseo sobre la maquinaria orgánica de sus cuerpos.

Podía oír a los pilotos del escuadrón conversando durante la espera, y le agradó advertir que no se producía ninguna risotada repentina, que con frecuencia indicaba una traición de los nervios. En particular era de su agrado la conducta de Tipp Gotlon, el joven montador ascendido al rango de piloto en contra de la opinión de Biltid. Gotlon, que había demostrado una gran capacidad intuitiva para comprender la mecánica del vuelo, intercambiaba de vez en cuando alguna palabra en voz baja con Berise Narrinder, y observaba el cielo protegiéndose los ojos con la mano. Con dieciocho años, era el más joven de los pilotos, pero parecía conservar una gran calma y ser dueño de sí.

En el transcurso de los minutos, Toller empezó a distinguir otro sonido: un retumbar que identificó como procedente de los conos de escape de la flota que se aproximaba. Los globos de las naves de Land iban haciéndose más visibles a medida que la fuente de luz se desviaba hacia un lado, y su tamaño se fue incrementando. Umol y Daas se volvían con frecuencia hacia Toller, en espera impaciente de la orden de ataque, pero él había decidido aguardar hasta que le fuera posible distinguir con detalle las bandas de la corona y las cintas de carga de los globos enemigos; y para eso, el primero debería estar a menos de dos kilómetros por debajo de su nave de combate.

La falta de referencias en el vacío inducía a los ojos a confundirse, pero las naves espaciales parecían ascender en grupos de tres o cuatro, con intervalos verticales bastante grandes entre los niveles. Formaban una especie de nube alargada de muchos kilómetros de profundidad, y las que estaban al fondo parecían lejanas y pequeñas en comparación con las que se encontraban en los primeros puestos. La disposición era lógica respecto a consideraciones de seguridad de vuelo, en especial durante las horas de oscuridad, pero era casi la peor posible para penetrar en un territorio defendido. Toller sonrió al ver que los landeses, sin proponérselo, le concedían una ventaja que compensaba ampliamente la desafortunada posición del sol.

Cediendo a un repentino deseo de batalla, sacó la espada y usó aquel arma incongruente para realizar el movimiento descendente que constituía la señal de ataque.


Lo que siguió no fue una bajada en picado hacia los invasores, sino un deliberado y sistemático proceso de destrucción. En una reunión con Biltid y sus dos jefes de escuadrón, Toller había decidido que, en la primera batalla de esta clase de toda la historia de la humanidad, no sería sensato hacer que veintisiete máquinas se arremolinaran y zambulleran a toda velocidad en un volumen de espacio aéreo relativamente pequeño. Además, por razones psicológicas que consideraba importantes, no deseaba unos éxitos mal planeados, con algunos pilotos surgiendo como héroes y vanagloriándose de haber eliminado a muchos enemigos, mientras a otros les era imposible conseguir la primera sangre que era tan importante para su moral.

En consecuencia, en respuesta a la señal de Toller, sólo el piloto noveno de cada formación hizo avanzar su máquina y descendió para ir al encuentro del desprevenido enemigo. Los tres vehículos trazaron líneas de vapor que convergieron en los niveles más altos de los landeses, después se desviaron a la derecha, lanzando cada uno de ellos una ráfaga de luz ámbar. Segundos después, tres de los globos que iban en cabeza quedaron envueltos en penumbras de humo, convirtiéndose en flores oscuras en cuyos centros oscilaban el rojo y el anaranjado de las llamas. Toller se sorprendió por la gran velocidad con que se consumieron, comparada con la del globo diana usado por ellos en las prácticas; después comprendió que aquellas naves, al ascender, creaban una corriente que no sólo alimentaba las llamas sino que también las dirigía hacia abajo, por los lados de la envoltura de lienzo barnizado.

«Otro regalo, otro buen presagio», pensó, mientras el segundo trío de vehículos se alejaba rugiendo, entre retazos de vapor condensado. Uno de ellos se dirigió hacia la nave que quedaba de las cuatro del nivel superior, apartándose hacia la derecha, mientras sus compañeros siguieron descendiendo al encuentro de sus blancos, en el nivel siguiente. Su éxito fue evidenciado por el florecimiento de nuevos capullos.

Mientras la matanza continuaba a través de nuevas oleadas de vehículos de combate, Toller empezó a considerar la posibilidad de que toda la flota de Land fuese destruida en un solo enfrentamiento masivo. Debido al gran tamaño del globo de una nave espacial, comparado con su barquilla, el ascenso tenía que realizarse a ciegas, confiando en que en el cielo situado arriba no existía ningún peligro. Cuando muchas naves viajaban juntas y en columna, el rugido de los quemadores cubría cualquier otro ruido y, en consecuencia, las tripulaciones de las naves situadas a menor altura no se enterarían de los cataclismos que se produjeran arriba hasta que ya fuese demasiado tarde para emprender cualquier acción evasiva. Si los vehículos de combate lograban realizar su trabajo hasta el final, incendiando las naves espaciales nivel por nivel, no sobreviviría ningún enemigo para describir a su rey cómo se había conseguido destruir a su ejército. Era evidente que una derrota total de ese tipo terminaría con la guerra interplanetaria el mismo día de su comienzo.

La mente de Toller estaba absorta en el sugestivo proyecto cuando, al contemplar el cielo, vio que se estaba transformando y ensuciando a consecuencia de la contienda. Los rastros de vapor eran como una maraña de hilos blancos enrollados sobre un núcleo irregular y granular de humo y llamas, y a medida que nuevos grupos de vehículos de combate se lanzaban al ataque se hacía más difícil imponer un orden en el escenario. El plan de batalla cuidadosamente trazado estaba siendo manchado por los garabatos enloquecidos de la condensación.

Cuando llegó el turno de despegue del penúltimo trío de vehículos, Toller describió una curva amplia con la mano libre, indicando que deberían desviarse hacia fuera durante el descenso e intersectar la columna de naves espaciales bajo el peor de los casos. Los pilotos asintieron y despegaron rugiendo hacia sus blancos. Estaban a punto de desviarse hacia dentro otra vez, cuando de alguna parte de la niebla producida por los estragos surgió el ruido de una poderosa explosión.

Toller supuso que algún arma de las naves de Land —probablemente una bomba de pikon y havell— había estallado por accidente; un suceso catastrófico para la nave que la transportase, pero que podía beneficiar a la flota invasora. El ruido recorría toda la columna, alertando a los niveles inferiores de que algo no iba bien. Al oírlo, cualquier piloto prudente usaría los propulsores laterales para desplazar su nave de costado, inclinándola, y así poder observar claramente el cielo de arriba.

Toller miró con una nueva inquietud a los jefes de los dos escuadrones, Daas y Umol, que eran ahora sus únicos compañeros en la serenidad del aire superior.

—¿Preparados? —gritó.

Daas apoyó una mano en la parte inferior de su espalda.

—Cuanto más rato nos quedemos aquí, peor será para mi reuma.

Toller alimentó con cristales su motor, sintió que su cabeza era tirada hacia atrás a causa de la aceleración, y observó cómo la zona de batalla se ampliaba, llenando su campo visual. Nunca antes había sido tan consciente de la velocidad del vehículo a propulsión. Los rastros de vapor que avanzaban hacia él tenían la apariencia del mármol blanco esculpido, y encontró difícil no acobardarse cuando los que parecían sólidos muros se precipitaron desde todos lados, a veces convergiendo en una promesa de muerte segura.

Grandes extensiones heladas se deslizaron ante él antes de que pudiera divisar el naufragio de las naves de Land. Su impulso ascendente las había alzado hacia los jirones en llamas de sus globos. Vio a soldados que trataban frenéticamente de apartar las barquillas de los globos que ardían, y se preguntó si comprenderían la futilidad de sus intentos. Las naves, con los globos destrozados, se veían quietas en apariencia, pero ya estaban cediendo al canto de sirena de la gravedad de su planeta: una zambullida hacia la superficie rocosa que aguardaba a miles de kilómetros por debajo.

Toller esperaba que hubiese un cierto espacio de separación entre las capas de naves que ardían, y se sorprendió al descubrir un solo conglomerado, a veces casi tocándose unas a otras. Se dio cuenta de que las primeras naves atacadas habían parado sus motores, y las de abajo, todavía avanzando, habían tropezado con ellas, compactando verticalmente el escenario de destrucción. Flotando aquí y allá entre los gigantes de humo, había figuras humanas, algunas luchando inútilmente y otras inmóviles, residuos patéticos de las barquillas que habían explotado. Apenas tuvo tiempo de comprobar que no llevaban paracaídas, después se encontró atravesando el espacio atestado del cielo y cayendo sobre un grupo de cuatro naves.

En los márgenes de su visión pudo ver a Daas y a Umol avanzando paralelos a él. Los pilotos de Land debían de haber reaccionado rápidamente al sonido de la explosión, porque tres de las naves estaban ya inclinadas y podían verse hileras de rostros sobre las barandas de las barquillas. Bastante más abajo de estas naves, capa tras capa, todas se estaban desviando hacia los lados.

Toller cerró el paso de combustible y dejó que el vehículo marchase por inercia, mientras sacaba una flecha de uno de los carcajes. La punta impregnada en aceite se encendió en cuanto la introdujo en el quemador; colocó la flecha en el arco y lo tensó, sintiendo el calor de la punta en la cara, y disparó al globo de la nave más cercana, usando la técnica de puntería instintiva de un cazador montado. Incluso moviéndose rápidamente y cambiando súbitamente de dirección, la enorme convexidad del globo era un blanco ridículamente fácil. La flecha se ensartó en él y se adhirió como un mosquito perverso, extendiendo su veneno de fuego. Mientras Toller dejaba atrás la barquilla y a sus ocupantes, se produjeron varios truenos y estallidos sobre la cubierta de madera del motor, a pocos centímetros de su rodilla izquierda.

«¡Qué rapidez!», pensó, sorprendido por la velocidad con que los landeses habían usado sus rifles. «¡Esa gente sabe combatir!».

Dirigió su máquina hacia la derecha y miró por encima de su hombro, para ver que los otros dos globos empezaban a arrugarse entre espirales de humo negro. Daas y Umol, montados sobre sendas plumas de vapor condensado, describían amplias curvas para unirse con el grupo formado de nuevo por los tres escuadrones.

Según pudo comprobar Toller, todos sus hombres habían sobrevivido al primer ataque y todos proclamaban su triunfo; pero el rumbo de la batalla estaba cambiando, y ya los ataques no procederían de un solo lado. La etapa de ejecuciones calculadas y a sangre fría había terminado, y de ahora en adelante entraría en juego el temperamento individual, con resultados imprevisibles. En concreto, ya no habría descensos en picado en los ángulos sin visibilidad de las naves espaciales. Éstas no sólo estaban desplazándose hacia los lados, sino que lo hacían de tal forma que los vulnerables hemisferios superiores de sus globos se encontraban inclinados hacia el centro de cada grupo. A Toller no le cabía duda de que los cañones montados sobre los bordes ya estaban cargados, y aunque los landeses no tuviesen metales, las cargas tradicionales de guijarros y piedra machacada serían lo bastante efectivas contra los desprotegidos pilotos de los vehículos de combate.

—Atacad cuando podáis —gritó—, pero tened…

Sus palabras se perdieron entre los rugidos de los múltiples tubos de escape. El aire circundante se llenó de neblina blanca, cuando los pilotos más impetuosos se lanzaron en dirección a las naves espaciales aparentemente inmóviles. Los cañones empezaron a retumbar casi de inmediato.

Demasiado pronto, pensó Toller. Después se dio cuenta de que la velocidad de los vehículos de combate sería ahora un inconveniente en este tipo de guerra aérea. Poco después de que una nave disparase con un cañón, estaría rodeada por una nube relativamente estática de fragmentos rocosos, inofensivos para las naves —que se movían lentamente—, pero potencialmente mortíferos para los pilotos de los vehículos atacantes.

Apartando de sí aquellos pensamientos, aceleró su máquina en una curva descendente que le llevó a una zambullida vertiginosa, paralela al conflicto vertical. En los minutos siguientes el cielo se convirtió en una jungla fantástica, llena de matorrales, helechos y enredaderas de condensación blanca, suspendida junto a los frutos bulbosos de las naves espaciales recubiertas de humo negro. La matanza continuó con un frenesí incomprensible para cualquiera que nunca hubiesa conocido las amargas pasiones de la batalla y, tal como Toller había previsto, los soldados de Land empezaron también a derramar sangre.

Vio a Perobane, en el Rojo Uno, realizar un descenso precipitado sobre dos naves y lanzarse con tanta fuerza que las superficies de control le fueron arrancadas. El vehículo realizó un vuelco repentino, arrojando fuera de él a Perobane en un recorrido que lo llevó a unos veinte metros de una barquilla. Los soldados de a bordo le dispararon con sus rifles. Las sacudidas de su cuerpo revelaron que muchos disparos encontraron su objetivo, pero los soldados, quizá conscientes de que su globo estaba incendiado y morirían sin remedio, siguieron disparando a Perobane en una revancha inútil hasta que su traje espacial fue una masa de andrajos encarnados.

Poco después, el piloto de Verde Cuatro, Chela Dinnitler, cometió el error de pasar lentamente junto a un soldado que flotaba en el aire a cierta distancia de una barquilla, envuelto en el material llameante de la cubierta de globo. El soldado, que en apariencia estaba inconsciente, se avivó de pronto, apuntó con su rifle y le disparó a Dinnitler por la espalda. Éste se derrumbó sobre sus mandos, y el tubo de escape del vehículo de combate expulsó vapor a borbotones. La máquina, con el piloto sujeto a su asiento, comenzó un descenso en espiral que le hizo atravesar los límites inferiores de la batalla. Se fue reduciendo en su caída hacia Land, pasando a través de unas extrañas nubes blancas circulares, que parecían bolas de lana esponjosa.

El soldado que había matado a Dinnitler estaba cargando su rifle con una nueva esfera de presión, e increíblemente se reía ante la proximidad de su muerte. Toller abrió la válvula de admisión de combustible, y se dirigió hacia el hombre con la pretensión de embestirle; luego se le ocurrió que incluso un contacto fugaz podría ser suficiente para que lo infectara de pterthacosis. Entonces apretó el gatillo de uno de sus cañones, haciendo estallar en la recámara los receptáculos de cristales de energía, y mantuvo un curso constante hasta que la detonación se produjo. El arma no estaba diseñada para una puntería precisa, pero la suerte estuvo a su favor y la bola de cinco centímetros golpeó al soldado directamente en la cabeza, haciéndole dar una voltereta acompañada de espirales de sangre.

Toller esquivó el cadáver y estaba a punto de volver a entrar en la batalla, cuando, tardíamente, la imagen de las extrañas nubes circulares empezó a preocuparle. Se apartó de la columna de confusión y examinó el cielo que estaba bajo ésta. Las nubes se encontraban aún allí, y había más que antes. Toller tardó varios segundos en darse cuenta de que estaba viendo los vapores de los tubos de escape de las naves espaciales de Land, desde «abajo» de sus barquillas. Los pilotos de los niveles inferiores habían invertido sus naves y huían del escenario de destrucción. Era algo que a ningún comandante le gustaría hacer, porque cuando el empuje del motor fuese aumentado por la gravedad, la nave podría exceder rápidamente la velocidad para la que estaba diseñada y destrozarse. Pero para los landeses el riesgo era aceptable en tales circunstancias.

El primer impulso de Toller fue cambiar su plan original de batalla e ir a perseguir a las naves enemigas más distantes, pero una voz interior le avisó. En el calor del combate había perdido la conciencia del tiempo, y los vehículos mientras tanto habían estado quemando cristales a una velocidad prodigiosa. Accionó el reservorio neumático del alimentador de combustible y supo por el número de golpes que fueron necesarios, que el material sólido del sistema había disminuido considerablemente. Mirando hacia arriba, al lugar donde la batalla había comenzado, vio que los primeros rastros de condensación se habían desvanecido. La base del escuadrón era totalmente invisible, oculta en las inmensidades sin referencias del espacio interplanetario, y encontrarla iba a obligarlo a un largo recorrido que requeriría amplias reservas de energía.

Prendió una de las flechas y la agitó lentamente por encima de su cabeza. Pocos minutos después, los otros pilotos, reconociendo la señal, se apartaron del humo y las nubes para unirse a él. La mayoría estaban sobreexcitados y comentaban en voz alta incidentes audaces y gloriosos. Toller supo que habían nacido leyendas, y empezaban a adquirir los adornos que se incrementarían después en las tabernas de Prad. Berise Narrinder fue la última en llegar, y hubo un alborozo cuando se vio que había logrado atar una cuerda al averiado aparato de Perobane y lo remolcaba.

Cuando fue evidente que el combate se había interrumpido, Toller contó los vehículos y se alarmó al descubrir que sólo había veinticinco, incluyendo el salvado por Berise. Ordenó que se revisara cada escuadrón, y se produjo un silencio entre el alboroto de la conversación al comprobarse que el Verde Tres, el pilotado por Wans Mokerat, había desaparecido. En algún momento del violento tumulto de la batalla, Mokerat se había encontrado con su destino, sin ser visto por ninguno de sus compañeros, y desaparecido totalmente, quizá absorbido por alguna nave en llamas.

Pero el efecto producido por el doloroso descubrimiento fue tan breve como Toller esperaba, y pronto volvieron a sus conversaciones anteriores. Sabía que los jóvenes no eran por naturaleza crueles; su reacción se debía simplemente a que, aunque estaban físicamente ilesos, también se habían convertido en víctimas de la batalla. «Lo mismo debió de ocurrirme a mí hace tiempo», pensó, «pero no me di cuenta. Y hace poco rato que he entrevisto cómo soy realmente: un autómata de carne y hueso, incapaz de conservar el afecto o la felicidad».

Justo delante de él, pero a una distancia considerable, estaba la barquilla de un globo destrozado. Sus ocupantes habían logrado desprenderse de todos los restos del globo en llamas, que ahora flotaban en el aire encima y alrededor de ellos como grandes pavesas de ceniza gris. La barquilla y los escuadrones de combate permanecían en posiciones relativamente fijas, porque todos caían a la misma velocidad.

De nuevo Toller se preguntó si los soldados de Land comprenderían que su velocidad de descenso, aunque inapreciable en aquella fase, adquiriría un gran incremento que los llevaría a una muerte segura. Algunos de ellos seguían disparando sus rifles a pesar de que los vehículos estaban fuera de su alcance y, por una de esas casualidades que se presentan con relativa frecuencia como un desafío a cualquier cálculo de probabilidades, una bala se acercó lentamente a Toller y se detuvo al alcance de su brazo. La recogió del aire y vio que era un cilindro macizo de madera de brakka. La guardó en una bolsa, sintiendo una extraña afinidad con el tirador desconocido. De un hombre muerto a otro hombre muerto, pensó.

—Ya hemos hecho suficiente por hoy —gritó, levantando una mano enguantada—. ¡Busquemos ahora el camino de vuelta!

Capítulo 9

Al oír el ruido de una carreta que se aproximaba, Bartan Drumme se levantó y fue hasta el espejo colgado en la pared de la cocina. Le pareció extraño no estar vestido con las ropas de trabajo, e incluso la cara que le observaba desde el cristal le pareció desconocida. Los rasgos juveniles y simpáticos que en un principio le depararon la desconfianza de los campesinos habían desaparecido, y en su lugar estaban las facciones duras y bronceadas de un hombre para quien ya no eran extraños la soledad, el dolor y la fatiga. Se alisó el cabello negro, se arregló el cuello de la camisa y fue hasta la puerta de la casa.

La carreta de los Phoratere se detuvo afuera entre los resoplidos de un viejo cuernazul, que sudaba después del viaje bajo el sol del mediodía. Harro y Ennda agitaron las manos y gritaron un saludo a Bartan. Desde que ocurrió el siniestro incidente en su granja le habían ofrecido fervorosamente su amistad y, por insistencia de Ennda, accedió a tomarse un descanso y marcharse a Nueva Minnett para relajarse. La ayudó a bajar de la carreta mientras Harro conducía al cuernazul al abrevadero.

—¡Qué guapo y elegante te has puesto hoy! —dijo con una sonrisa que borró el cansancio de su cara.

—He logrado conservar una camisa y unos pantalones en buen estado, pero parece que se han encogido.

—Tú te has ensanchado —se detuvo para dedicarle una mirada escrutadora—. Cuesta reconocer al mocoso que intentaba deslumbrarnos con su aguda charla de hombre de la ciudad.

—No hablo mucho últimamente —dijo Bartan apesadumbrado—. No tendría mucho sentido.

Ennda le dio un apretón cariñoso en el brazo.

—¿No ha mejorado nada Sondy? ¿Cuánto tiempo lleva así, unos doscientos días?

—¡Doscientos! He perdido la cuenta, pero debe andar por ahí. Ella sigue igual, pero aún no he perdido las esperanzas.

—¡Eso está bien! Bueno, ¿continúa aún en el dormitorio?

Bartan asintió; condujo a Ennda al interior de la casa y la guió al dormitorio. Empujó la puerta y apareció Sondeweere sentada al borde de la cama con un camisón blanco largo hasta los pies. Tenía la vista fija en la pared de enfrente y siguió así, sin reaccionar de forma alguna ante sus visitas. Su cabello rubio estaba bien cepillado, pero peinado sin gracia; eso indicaba que había sido Bartan quien lo había hecho.

Ennda entró en la habitación, se arrodilló delante de Sondeweere y le cogió una mano que no opuso ninguna resistencia.

—Hola, Sondy —dijo con voz suave y cariñosa—. ¿Cómo te encuentras hoy?

Sondeweere no respondió. Su bello rostro estaba inexpresivo, su mirada vaga. Ennda la besó en la frente, se levantó y volvió junto a Bartan.

—¡Muy bien, joven! Puedes irte a la ciudad y divertirte durante unas horas, que yo me encargaré de todo. Sólo dime qué hay que hacer respecto a la comida de Sondy y las… uh… consecuencias.

—¿Consecuencias? —Bartan contempló a Ennda sin comprender, hasta que una mirada de exasperación le aclaró el significado de la palabra—. ¡Ah! No tienes que hacer nada. Se cuida ella sola, atiende a todas sus necesidades básicas y come todo lo que se le prepara. Lo que ocurre es que no existe nadie para ella. Nunca habla. Se sienta ahí, sobre la cama, durante todo el día, mirando a la pared. Quizá merezco que me ignore. Quizás es mi castigo por haberla traído a un sitio como éste.

—No digas esas tonterías…, al menos delante de mí.

Ennda lo rodeó con sus brazos y él se apoyó en ella, confortado por su aura de calor, femineidad y comprensión.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Harro Phoratere jovialmente, entrando en la sombría cocina desde el exterior luminoso—. ¿No tienes bastante con una mujer, Bartan?

—¡Harro! —Ennda se volvió hacia su marido—. ¡Qué cosas dices!

—Lo siento, muchacho. No recordaba que Sondy… —Harro titubeó; la cicatriz redonda del viejo mordisco destacaba en su mejilla—. Lo siento.

—No tienes que disculparte —dijo Bartan—. Te agradezco mucho que hayas venido. Es muy generoso de tu parte.

—¡Nada de eso! Es un buen descanso para mí. Tengo la intención de pasarme todo el posdía holgazaneando. Y te lo aviso: pienso consumir gran cantidad de este vino tuyo… —miró con preocupación a un grupo de garrafas vacías en un rincón—. Espero que te quede algo.

—Encontrarás abundantes provisiones en el sótano, Harro. Es el único consuelo que me queda, y procuro que nunca se me acabe.

—Supongo que no beberás demasiado —intervino Ennda, mostrando preocupación.

Bartan le sonrió.

—Sólo lo suficiente para dormir por la noche. Aquí hay mucha tranquilidad, demasiada tranquilidad.

Ennda asintió.

—Siento que tengas que soportar la carga tú solo, Bartan, pero es todo lo que podemos hacer si queremos sacar adelante nuestra parcela, ahora que tantas familias han abandonado y se han marchado al norte. ¿Sabes que los Wilver y los Obrigail se han ido también?

—¡Después de tanto trabajo! ¿Cuántas familias quedan todavía?

—Cinco, además de nosotros.

Bartan sacudió la cabeza con expresión defraudada.

—Si sólo tuvieran un poco de resistencia…

—Si te demoras mucho tiempo, oscurecerá antes de que llegues a la taberna —le interrumpió Ennda, empujando a Bartan hacia la entrada principal—. Vete y diviértete un rato. ¡Vamos, fuera!

Dirigiendo una última mirada a su esposa, sumergida en su mundo inaccesible, Bartan salió y llamó a su cuernoazul con un silbido. En pocos minutos lo tuvo ensillado y se encontró cabalgando en dirección oeste, hacia Nueva Minnett.

Aunque no podía librarse de la sensación de que estaba haciendo algo vergonzoso al acceder a pasar medio día libre de su aplastante carga de trabajo y responsabilidad, su deseo acuciante de pasar un rato en amable compañía le dijo que la excursión sería beneficiosa.

Cabalgar por el bucólico paisaje ya resultó refrescante, y al llegar a la ciudad se sorprendió ante su reacción al ver gente desconocida, grupos de edificios de distintos tamaños y estilos, y los llamativos aparejos de los barcos anclados en el río. Cuando vio Nueva Minnett por primera vez, era un punto de civilización diminuto y apartado; ahora, después de su largo aislamiento en la granja, le pareció una verdadera metrópoli.

Se dirigió directamente al edificio abierto destinado a taberna y se alegró de encontrar a muchos de los personajes locales que lo recibieron a su llegada en la aeronave, la primera vez que los visitó. Al pensar en la terrible degradación de la vida en la Cesta, le pareció que la población de la ciudad había quedado suspendida en el tiempo, reservada, dispuesta a volver a vivir cuando él lo ordenara. Se hallaba presente el alcalde, Majin Karrodal, con su espada corta en el cinto, y también el rollizo Otler —aún afirmando que estaba sobrio—, y una docena más de individuos a quienes recordaba y cuya evidente satisfacción por sus suertes demostraba que, en términos generales, valía la pena vivir.

Bartan bebió con ellos la fuerte cerveza negra, satisfecho, tomando una jarra tras otra sin cansarse del sabor.

Apreció la forma en que los hombres —incluido Otler, que no destacaba mucho por su tacto— evitaron hacer referencias a la huída continua de su gente de La Guarida. Como si comprendieran las razones de su visita, evitaron referirse a temas personales, limitándose casi exclusivamente a comentar las últimas noticias de la extraña guerra que se libraba en el cielo sobre el otro lado del planeta. La idea de una nueva clase de guerreros que cabalgaban por el espacio montados detrás de unos motores a propulsión, sin el soporte de los globos, parecía haber disparado la imaginación de todos. Bartan estaba impresionado en particular por la cantidad de veces que se mencionaba el nombre de lord Toller Maraquine.

—¿Es cierto que Maraquine se cargó a dos reyes en la época de la Migración? —dijo.

—¡Claro que es verdad! —Otler apoyó ruidosamente su jarra de cerveza sobre la alargada mesa—. ¿Por qué crees que le llaman el Regicida? ¡Yo estaba allí, amigo mío! ¡Lo vi con mis propios ojos!

—¡Deliras! —gritó Karrodall entre las voces de mofa generales.

—Bueno, quizá no presencié exactamente lo que ocurrió —admitió Otler—, pero sí vi a la nave del rey Prad caer como una piedra… —dio la espalda a los otros y dirigió sus palabras a Bartan—. Yo era un joven soldado entonces, del Cuarto Regimiento de Sorka, y estaba en una de las primeras naves que salieron de Ro-Atabri. Nunca creí que lográramos finalizar el viaje… pero eso es otra historia.

—Que hemos escuchado mil veces —dijo otro hombre, dando un codazo a su vecino.

Otler hizo un gesto obsceno hacia él.

—¿Sabes, Bartan? La nave de Prad se encalló en la de Toller Maraquine. Chakkell, que entonces era príncipe, y Daseene y sus tres hijos, iban con Toller, y él salvó sus vidas separando las dos naves con una maniobra. Se hubiera necesitado la fuerza de diez hombres, pero él lo hizo con una sola mano, y la nave de Prad cayó. Yo la vi pasar, y nunca olvidaré la manera en que Prad estaba apoyado en la baranda. Alto y erguido como era, sin miedo, y con su ojo ciego brillante como una estrella.

»Su muerte significó que el príncipe Leddravohr se convirtiera en rey; y tres días más tarde, después del aterrizaje, Leddravohr y Toller lucharon en un duelo que duró seis horas. Terminó cuando Toller arrancó ¡de un solo golpe! la cabeza a Leddravohr.

—Debe de haber sido todo un hombre —dijo Bartan secamente, tratando de separar la realidad de la ficción.

—¡Con la fuerza de diez! ¿Y qué quieres decir con eso de debe haber sido todo un hombre? Ninguno de los jovenzuelos de allá arriba ha podido igualarlo hasta el momento. ¿Sabes que el primer día de la batalla con los landeses, después de haber gastado todas sus flechas de fuego, empezó a cortar los globos con su espada blanca? La misma espada con la que venció a Karkarand. ¡A Karkarand, fíjate!, de una sola estocada. Te lo aseguro, Bartan, a ese hombre se lo debemos todo. Si yo fuera veinte años más joven, y no tuviera mal esta rodilla, me iría allá arriba ahora mismo.

El alcalde Karrodall soltó una risotada en su jarra de cerveza.

—Creí que habías dicho que en el Punto Medio no necesitaban charlatanes.

—Muy chistoso —murmuró Otler—. Muy chistoso, sí.

Las horas siguientes pasaron rápida y placenteramente para Bartan y, con cierta sorpresa, advirtió que los rojizos y oblicuos rayos de sol dibujaban un ángulo de sombra.

—Caballeros —dijo, poniéndose en pie—, he estado más tiempo del que pensaba. Y ahora tengo que irme.

—Tómate una más —dijo Karrodall.

—Lo siento, pero tengo que marcharme. Unos amigos están cuidando de mi granja, y sería una descortesía para ellos que llegase tarde.

Karrodall se levantó y cogió la mano de Bartan.

—He oído hablar de la desgracia de tu esposa —susurró—. ¿Has pensado en sacarla de ese lugar envenenado?

—Ese lugar es sólo un lugar —dijo Bartan en tono intranscendente, decidido a no ofenderse en el último momento— y no me rendiré a él. Adiós, Majin.

—¡Buena suerte, hijo!

Bartan saludó al resto del grupo y se dirigió hacia donde estaba amarrado su cuernazul. El calor del alcohol en su estómago y el estímulo optimista en su cerebro —aliados importantes para la batalla diaria con la vida— estaban en su punto. Se sintió satisfecho de vivir, un sentimiento bello que en el pasado había llenado su existencia, pero que últimamente sólo recuperaba al ver el fondo de una garrafa de vino. Se montó en la silla del cuernazul y azuzó al animal para que partiese, delegando a la inteligente criatura la tarea de conducirlo a casa.

A medida que el cielo se iba oscureciendo, las estrellas diurnas empezaron a destacar más, y las espirales y galones de luz brumosa emergieron. Había cometas más grandes de lo que era habitual. Bartan contó ocho, con sus colas desplegándose en la cúpula de los cielos, creando bandas plateadas y azules hacia las que los meteoros se lanzaban como luciérnagas. En su estado ebrio-especulativo, se preguntó si los hombres aclararían alguna vez el misterio de las principales peculiaridades del cielo. Se creía que las estrellas eran soles distantes, se sabía que el punto verde brillante era el tercer planeta, Farland, y se conocía la naturaleza de los meteoros porque a veces chocaban contra la tierra, produciendo cráteres de distintos tamaños. ¿Pero qué era el enorme remolino resplandeciente que llenaba el cielo nocturno durante parte del año? ¿Por qué el cielo estaba poblado por tantas espirales más pequeñas, a veces superpuestas, que cambiaban de forma desde el círculo a la elipse, para convertirse en brillantes husos que escondían su estructura hasta ser examinados por el telescopio?

La sucesión de pensamientos hizo que Bartan prestara mayor atención de la normal a los arcos luminosos del cielo, y así advirtió un nuevo fenómeno que de otra forma le habría pasado desapercibido. Hacia el este, más o menos en la dirección donde se encontraba la granja, vio una pequeña mancha de luz de forma extraña, a poca distancia del horizonte. Parecía una estrella de cuatro puntas curvadas —una figura geométrica hecha a partir de cuatro círculos que se tocaban—, y cada punta parecía emitir una débil pulsación luminosa. El objeto era demasiado pequeño para poder apreciar más detalles sin catalejo, pero su centro parecía lleno de brillantes motas multicolores. Intrigado, Bartan contempló la misteriosa y bella aparición deslizarse fugazmente hacia abajo y desaparecer detrás de la cima de una colina oval.

Sacudiendo la cabeza maravillado, Bartan hostigó a su cuernazul hacia un terreno elevado, para extender ampliamente su campo de visión, pero el objeto ya no se divisaba. ¿Qué habría sido? Los meteoros que caían a tierra adquirían a veces vivos colores, pero iban acompañados de fuertes truenos, mientras que el fenómeno que acababa de presenciar se caracterizaba por el silencio y la suavidad de su movimiento. Llegó a la conclusión —aunque persistían las dudas— de que el objeto era mucho mayor de lo que supuso al verlo reducido por la distancia, y que se había desplazado misteriosamente hasta más allá de la atmósfera de Overland.

Con su mente preparada para posteriores meditaciones sobre el universo, Bartan continuó su camino. Casi una hora más tarde empezó a distinguir las luces amarillas de su granja y sintió una nueva punzada de culpa por haber obligado a permanecer allí hasta después de oscurecer al matrimonio Phoratere. El hecho de que sólo dispusiera de una cama hacía difícil invitarlos a quedarse a pasar la noche, a menos que Harro y él durmieran en el suelo. Parecía una triste recompensa por su amabilidad con él, especialmente cuando los actos amistosos entre vecinos se habían convertido en algo muy raro en la Cesta. Preguntándose cómo iba a disculparse, aumentó la velocidad del cuernazul hasta el trote, confiando en mantener un paso seguro en el suelo iluminado por las estrellas.

Estaba aún a un kilómetro de la casa, cuando los terrenos que le rodeaban fueron bañados de repente por una luz multicolor tan intensa que sus ojos se cerraron instintivamente. El cuernazul retrocedió y aulló aterrado, y Bartan se aferró a él, temblando, a la espera de la explosión catastrófica que su instinto le dijo tenía que acompañar a semejante destello de luz.

Pero no hubo explosión, sólo un silencio reverberante durante el cual sintió que sus ropas se agitaban y aleteaban, aunque no se había producido ninguna ráfaga de viento. Abrió los ojos cuando el cuernazul se encabritó, y descubrió que estaba prácticamente cegado por la persistencia de imágenes de árboles y arbustos, siluetas naranjas y verdes que parecían haber quedado impresas en sus retinas.

—Tranquilo, viejo, tranquilo —susurró, dando unos golpecitos en el cuello del animal.

Parpadeó varias veces, se frotó los ojos con los nudillos y miró a su alrededor en busca de claves que le explicasen el origen del pasmoso, aterrador y extraño suceso. El oscuro paisaje recobró su tranquilidad habitual. El mundo durmiente intentaba asegurarle que las cosas estaban igual que siempre, pero Bartan, preso de temores crecientes, sabía que no era así.

Azuzó a la bestia y en pocos minutos se encontró junto a la casa. El hecho de que Harro y Ennda no estuviesen fuera mirando al cielo era un signo de que las cosas se habían complicado seriamente. ¿O tal vez no? Quizás había sido alcanzado por una alteración natural muy localizada; después de todo, algunos afirmaban que los rayos salían de la tierra, contradiciendo la creencia popular de que bajaban de los cielos. Entró en el patio, desmontó y fue hacia la puerta de la casa. Cuando la abrió, ante sus ojos apareció una escena llena de normalidad doméstica. Ennda estaba bordando una pamela, Harro volcando una garrafa para servirse vino en una copa.

Bartan suspiró con alivio y después titubeó, recuperando su inquietud al comprobar que la pareja formaba realmente parte de un cuadro. Estaban inmóviles, rígidos como estatuas. El único indicio de animación en sus facciones provenía de los reflejos de la lámpara, movida por la corriente de aire que se había producido al abrir la puerta.

—¿Harro? ¿Ennda? —Bartan penetró con inseguridad en la cocina—. Eh… siento llegar tarde.

La aguja de Ennda empezó a moverse en ese instante, y el vino a gotear en la copa de Harro.

—No te preocupes, Bartan —dijo Ennda—. El sol sólo ha empezado… —Miró por la ventana a la oscuridad del otro lado y arrugó el ceño—. ¡Qué raro! ¿Cómo se…?

Sus palabras fueron silenciadas por un sordo estallido del vidrio cuando la garrafa que sostenía Harro cayó contra el suelo de piedra. Unos riachuelos de vino oscuro corrieron extendiéndose desde la vasija rota.

—¡Maldita sea! —Harro se agarró el hombro derecho y lo masajeó—. ¡Me duele el brazo! ¡Mi brazo está tan cansado que… me duele! —Miró al suelo y sus ojos expresaron un sentimiento de autorreproche—. Lo siento, muchacho. No sé qué…

—No importa —le cortó Bartan—. ¿Qué os ha parecido lo de la luz? ¿Qué creéis que era?

—¿La luz?

—La luz deslumbrante. ¡La luz! ¿Qué creéis que la causó?

Harro miró a su mujer.

—No hemos visto ninguna luz. ¿Por casualidad te has caído y te has dado un golpe en la cabeza?

—No estoy borracho.

Bartan contemplaba a la pareja con perplejidad cuando su mirada fue atraída hacia la puerta del dormitorio. Estaba un poco abierta, dejando que una franja de luz se filtrase hasta la cama y, por lo que pudo ver, parecía vacía. Cruzó a grandes pasos la cocina y abrió de un empujón la puerta del dormitorio. Sondeweere no estaba.

—¿Dónde está Sondy? —preguntó en voz baja.

—¿Qué? —Harro y Ennda se pusieron en pie y se acercaron a él, reflejando en sus rostros la sorpresa.

—¿Dónde está Sondy? —repitió Bartan—. ¿La dejasteis salir sola?

—¡Claro que no! ¡Estaba ahí!

Ennda pasó ante él y se detuvo, confundida por el vacío evidente del dormitorio y la carencia de lugares para esconderse.

—Os debisteis quedar dormidos —dijo Bartan—. Habrá salido mientras dormíais.

—Yo no me dormí. Eso es impos… —Ennda se interrumpió y se llevó la mano a la frente—. No tiene ningún sentido que sigamos aquí de pie, discutiendo. Tenemos que salir y encontrarla.

—Coge una luz —Bartan agarró una lámpara en forma de tubo y se precipitó al exterior.


Incluso después de revisar la cabaña del aseo y descubrir que estaba vacía, no llegó a preocuparse del todo. Sondeweere nunca se había perdido antes, no había animales salvajes en la zona, ni precipicios o grietas que representaran un riesgo para su vida. Incluso su ausencia podía ser un buen augurio, un signo de que estaba empezando a salir de las sombras que habían nublado su mente y ocultado su personalidad durante tanto tiempo.

Pero una hora después de estar buscando y llamándola, empezó a sentirse invadido por otra clase de premonición. Primero se había producido la aterradora presencia, la insoportable cascada de luz; luego, su mujer había desaparecido de golpe. Tenía que haber una conexión entre los dos acontecimientos. La Guarida emprendía de nuevo sus actividades malignas, y Sondeweere se había convertido en su más reciente víctima. Había tenido múltiples ocasiones de sacarla de aquel lugar maldito, pero por su tozudez y su arrogancia intelectual continuó exponiéndola a peligros que ningún hombre podía entender. Y éste era el resultado inevitable…

—Esta búsqueda a tientas en la oscuridad nos va a servir de poco —dijo Harro, con una mezcla de cansancio y sensatez en su voz—. Debemos volver y reservar nuestras fuerzas para cuando amanezca. ¿Qué te parece?

—Creo que tienes razón —contestó Bartan sombríamente.

La casa estaba fría cuando llegaron, y mientras Bartan encendía un fuego en el hogar, Harro se ocupó de ir a buscar una garrafa al sótano y llenar tres copas con vino tinto. Pero lejos de confortar a Bartan, el ambiente agradablemente caldeado sólo sirvió para recordarle que no tenía derecho a disfrutar de él mientras su mujer vagaba en la noche. En el mejor de los casos estaría helada y perdida; en el peor…

—¿Cómo pudo ocurrir una cosa así? —preguntó—. Si lo hubiera sabido no me habría separado de ella.

—Supongo que debí dormirme —dijo Harro—. El vino…

—Pero Ennda estaba contigo.

Ennda, que parecía a punto de dormirse, se volvió hacia Bartan de repente, con la cara crispada por la furia.

—¿Qué intentas decir, muchachito de ciudad? ¿Estás insinuando que maté a tu joven puta? ¿Te crees que me comí su cara? ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Pero dónde está la sangre? ¿Ves alguna sangre sobre mí? ¿O tal vez por aquí?

Agarró el cuello de su blusa azul y, con ambas manos lo desgarró hacia abajo, dejando parcialmente al descubierto sus pechos.

Bartan se quedó asombrado.

—¡Ennda! ¡Por favor! No se me ha ocurrido…

Ella lo hizo callar saltando de su silla y arrojando su copa al fuego.

—¡He vencido al sueño! ¡Ya no me puede devorar más, y ésa es la verdad!

Harro se levantó y abrazó a su esposa, atrayendo el rostro torturado hacia su hombro. Ella se apoyó en él, sollozando y temblando violentamente. El vino que había tirado silbó y chisporroteó en el fuego.

—Yo… —Bartan se levantó y dejó a un lado su copa—. No sabía que el sueño aún persistía.

—A veces sucede —dijo Harro, con ojos tristes y perturbados—. Será mejor que me la lleve a casa.

—¿Casa? —Ennda, ya apaciguada, habló como un niño—. Sí, Harro, por favor llévame a casa… lejos de esta tierra horrible… de vuelta a Ro-Amass. No puedo vivir más así. Volvamos a nuestra casa de verdad, donde éramos felices.

—Quizá tengas razón —murmuró Harro, dándole unas palmaditas en la espalda—. Hablaremos de eso por la mañana.

Ennda giró la cabeza y miró a Bartan con una sonrisa trémula.

—¿Qué he hecho, Bartan? Eres un buen chico, y Sondy una buena chica. No quería decir nada de lo que dije.

—Lo sé —dijo Bartan, incomodado—. No es necesario que os marchéis.

Harro movió la cabeza.

—Sí, muchacho, nos iremos ahora, pero volveré por la mañana con ayuda. Si Sondy no ha aparecido para entonces la encontraremos en seguida. Ya lo verás.

—Gracias, Harro.

Bartan salió con la pareja y les ayudó a amarrar el cuernazul a la carreta. Mientras realizaba la tarea, no podía evitar seguir registrando con la mirada los oscuros alrededores, con la esperanza de distinguir alguna mancha blanca que indicara la vuelta de Sondeweere.

Pero su vigilancia no dió frutos.

Sin saberlo, estaba entrando en la etapa más negra de su vida: después de un período de varios días, tendría que aceptar que su muda y enajenada esposa había abandonado el mundo para siempre.

Capítulo 10

No había nada extraño en el hecho de que el enemigo estuviese surgiendo del sol, pero lo que sorprendió a Toller fue la magnitud de la ola de ataque. Contenía al menos sesenta naves desplegadas en forma de cuadrícula.

La esperanza de que el castigo inflingido a la primera flota invasora hubiera sido suficiente para terminar con la guerra resultó injustificada, pero los ataques subsiguientes fueron a menor escala. Muchos de ellos tenían la apariencia de misiones suicidas, cuyo propósito era comprobar las defensas de Overland mediante diferentes sistemas. La segunda fuerza trató de atravesar la zona de ingravidez de noche, pero fue traicionada por los ruidos de sus tubos de escape y obligada a retirarse tras numerosas bajas. Otras llegaron equipadas con diferentes tipos de cañones superpotentes, cuyo retroceso desestabilizó y destruyó sus propias naves. Y en dos ocasiones, los landeses usaron vehículos de combate que lanzaron desde los laterales de las barquillas. Al principio, los pilotos enemigos intentaron destruir las máquinas de los tres escuadrones overlandeses mediante un ataque directo, pero resultaron torpes novatos en comparación con los diestros pilotos de Toller, y fueron masacrados. En un segundo experimento, probaron embestidas a gran velocidad contra el Grupo de Defensa Interior —con la evidente intención de destrozar las estaciones—, pero de nuevo fueron ahuyentados y destruidos.

Con el paso del tiempo, se hizo evidente para Toller que la instalación de una base permanente en la zona de ingravidez había otorgado a los defensores una ventaja decisiva. Era sorprendente que el rey Rassmarden no hubiera llegado a la misma conclusión y abandonado una lucha tan desigual. La única explicación que podía encontrar se hallaba en el informe del coronel Gartasian sobre su encuentro con el grupo explorador de Land. Gartasian había afirmado que eran abrumadoramente arrogantes, orgullosos y poco dados a razonar. Quizá los nuevos hombres de Land, incluido su soberano, eran víctimas tardías de la pterthacosis en una forma que ni siquiera ellos comprendían, y estaban destinados a ahogarse en su propio veneno irracional.

El único paso apreciable que dieron los landeses fue que empezaron a usar paracaídas, para así sobrevivir a la destrucción de sus naves. Era imposible saber si habían inventado el paracaídas ellos mismos o si lo habían copiado después de encontrar el cuerpo de Dinnitler, el piloto cuyo aparato realizó la vertiginosa zambullida hacia Land. También existía la teoría de que habían diseñado sus vehículos de combate a partir de los restos del propulsor de Dinnitler.

Pero la mente de Toller estaba ocupada en problemas más inmediatos. ¿La aparición de una gran flota en esta etapa de la guerra indicaba un desahogo masivo de la pasión autodestructiva de los landeses? ¿O era un signo de confianza en un nuevo tipo de arma?

Toller meditó sobre estas preguntas mientras se dirigía hacia la luz del sol que brillaba en el vértice de la formación del Escuadrón Rojo. La mampara de vidrio inclinada —una reciente modificación en el diseño de los vehículos de combate— le protegía en gran parte de la corriente de aire frío. A unos doscientos metros a cada lado podía ver a los Azules y a los Verdes trazando sus propias estelas blancas en un cielo de lentejuelas, y la antigua excitación teñida de culpa empezó a apoderarse de él.

A lo lejos, destacando sobre la gran curvatura de Land, algunas unidades de la flota enemiga estaban dando la vuelta. Los landeses ya no se desplazaban a ciegas hacia una emboscada: habían desarrollado un método de observar el cielo desde abajo —probablemente usando vigías atados a largas cuerdas—, y a la primera señal de las estelas de condensación de los vehículos de combate, desplegaban sus naves a diferentes alturas para defenderse mutuamente. Por esta razón los tres escuadrones iban a entrar en acción por separado, y el estilo de combate se basaba ahora en el individualismo y la oportunidad. Como resultado, se habían conseguido espectaculares victorias personales… y muertes igualmente espectaculares. Y las leyendas proliferaron.

¿Qué irá a ocurrir esta vez?, pensó Toller, con el pulso tembloroso. ¿Habrá allá abajo algún soldado cuyo destino sea acabar con mi vida?

Cuando divisaron la formación de naves espaciales, los vehículos de combate abandonaron sus ordenadas líneas y empezaron a tejer un cesto de estelas de vapor alrededor de su presa. Toller se dio cuenta de que Berise Narrinder se alejaba hacia su izquierda. Se produjo una ráfaga de disparos de rifles de largo alcance, pero pareció algo sin importancia en comparación con las feroces descargas habituales. Y el presentimiento de Toller acerca de un arma completamente nueva regresó con más fuerza. Apagó su motor y esperó que el aparato se detuviese para observar mejor las naves espaciales. Varios de los vehículos estaban ya lanzándose a través de la cuadrícula en embestidas a toda velocidad, y pudo ver las luces anaranjadas de sus flechas, aunque aún no se había incendiado ningún globo.

Toller se estiró para coger sus prismáticos; los guantes y el arco atado a su muñeca izquierda le dificultaron el movimiento, pero aún sin su ayuda logró ver que algunas de las barquillas estaban rodeadas por unas manchas marrones, como si los tripulantes arrojaran docenas de proyectiles hacia los pilotos que les atacaban. De pronto, las manchas estaban aleteando, y empezaron a moverse por voluntad propia.

¡Pájaros!

Todavía desenredando la cinta de los prismáticos, dejó correr la mente ante la pregunta de qué tipo de pájaro habrían elegido los landeses para enviarlo contra sus oponentes humanos. La respuesta llegó de inmediato: el águila de Rettser. Procedente de las montañas de Rettser al norte de Kolkorron, el águila tenía una envergadura de casi dos metros con las alas desplegadas, desarrollando una velocidad que desafiaba cualquier medición precisa, y con capacidad de destrozar un ciervo o un hombre en un abrir y cerrar de ojos. En el pasado no habían sido entrenadas para cazar ni para la guerra a causa de su imprevisibilidad, pero los hombres nuevos habían demostrado poca preocupación por sus propias vidas cuando se trataba de destruir al enemigo.

La primera mirada a través de los gemelos confirmó los temores de Toller, y un escalofrío recorrió su columna vertebral mientras esperaba para ver los daños que podían inflingir los enormes pájaros —maestros naturales del elemento aéreo— a sus hombres. Cuando los pilotos más cercanos a las naves espaciales advirtieron la nueva amenaza y emprendieron una acción evasiva, el dibujo formado por las estelas de vapor cambió bruscamente. Los segundos transcurrían con lentitud, y Toller se dio cuenta de que la batalla permanecía extrañamente estática. Había esperado que las águilas, con sus reflejos increíblemente rápidos, iniciaran sus ataques en el mismo instante en que divisaran a los humanos voladores, pero permanecían en la proximidad de sus naves de procedencia.

La imagen amplificada por los prismáticos reveló un espectáculo curioso.

Las águilas batían enérgicamente sus alas, pero en vez de ser impulsadas hacia delante por esa acción, giraban alocadamente en círculos cerrados, avanzando muy poco o nada a través del aire. Era como si estuviesen sujetas por algún agente invisible. Cuanto más enérgicamente agitaban las alas, más deprisa giraban en el lugar.

Toller estaba tan absorto en el fenómeno que tardó en comprender que, bajo la ingravidez, las águilas nunca lograrían volar. En ausencia de gravedad, los métodos del vuelo con alas no eran válidos. La fuerza principal que actuaba sobre los pájaros era el empuje hacia arriba de sus alas, y sin peso para equilibrarlo eran impulsadas a un continuo giro hacia atrás. Una criatura inteligente podría haber respondido cambiando el movimiento de sus alas hacia algo parecido a la brazada de un nadador, pero las águilas, prisioneras del reflejo, sólo podían seguir y seguir con su inútil gasto de energía.

—Mala suerte, landeses —murmuró Toller, alimentando su motor—. ¡Y ahora tendréis que pagar caro vuestro error!

En los minutos siguientes vio como se incendiaba un globo tras otro, sin aparentes pérdidas entre sus hombres. Ahora que los landeses permanecían en posiciones estacionarias, sus globos ardían con menos rapidez —a falta de aire que avivase las llamas—, y a veces el fuego se extinguía por sí mismo después de que se hubiera consumido toda la envoltura, aunque sin variar por ello el último destino de la nave.

En esta ocasión, la batalla adquirió un toque grotesco con la presencia de las águilas giratorias. Sus gritos aterrados formaban un fondo continuo para el rugido de los vehículos de combate, el golpeteo de los rifles y las descargas ocasionales de cañón. La mayoría de ellas siguieron dando vueltas, derrochando irracionalmente su fuerza, pero Toller advirtió que algunas se habían detenido y flotaban con la cabeza escondida bajo el ala, como si durmieran. Varias estaban inertes, con las alas sólo parcialmente plegadas, dando la sensación de estar muertas o quizá paralizadas por el pánico.

Inmensamente satisfecho por el giro de los acontecimientos, Toller se alejó del tumulto velado de humo en busca de un blanco adecuado, y vio que un piloto de su escuadrón se acercaba a él. Era Berise Narrinder y abría y cerraba la mano derecha, como indicando que deseaba hablar.

Extrañado, cerró el paso de combustible y dejó que el vehículo se deslizara hasta detenerse. Berise lo imitó y las dos naves derivaron juntas, inclinándose suavemente cuando sus superficies de control se volvieron más ineficaces.

—¿Qué ocurre? —preguntó Toller—. ¿Quieres cazar uno de esos pájaros para la cena?

Berise movió la cabeza con gesto impaciente y se bajó la bufanda hasta la barbilla.

—Hay una nave allí, debajo de la zona de batalla. Me gustaría que le echase usted un vistazo.

Miró en la dirección que ella le indicaba, pero fue incapaz de divisar la nave.

—Debe de ser un observador —dijo Toller—. El piloto tendrá órdenes de permanecer alejado del conflicto y volver a la base con un informe.

—Mis anteojos me indican que no es una nave corriente —contestó Berise—. Mire bien, milord. Allí, donde la línea de nubes cruza el golfo de Tronom.

Toller siguió las instrucciones, y esta vez pudo distinguir la diminuta silueta de una nave espacial. Estaba situada lateralmente respecto a él, reforzando la posibilidad de que su función era observar el resultado de la batalla. Se preguntó si los que estaban a bordo ya sabían lo mal que andaba todo para sus compañeros.

—No veo nada fuera de lo normal —dijo—. ¿Por qué te interesa tanto?

—Mire las marcas en la barquilla. ¿Puede ver unas franjas azules y grises?

Después de pasar un rato más observando la diminuta figura, Toller bajó sus prismáticos.

—Desde luego, tus ojos jóvenes ven más que los míos…—se interrumpió, sintiendo frío en la nuca cuando las palabras de Berise adquirieron sentido para él—. El azul y el gris fueron siempre los colores de las naves reales, pero… ¿los habrá conservado Rassamarden?

—¿Por qué no? Puede que signifiquen algo para él.

Toller asintió pensativamente.

—A pesar de sus declaraciones desdeñosas, parece codiciar todo lo que los antiguos reyes poseían. Pero ¿puede estar tan loco como para aventurarse a permanecer tan cerca de la batalla?

—He oído decir que Leddravohr lideraba sus tropas, y no era un hombre nuevo —declaró Berise a través de los vapores flotantes—. Y ¿qué me dice de las águilas? Si hubieran hecho lo que se requería de ellas, las cosas hubieran ido bastante mal para nosotros. Rassamarden quizás esperaba presenciar una gran victoria.

Toller le dedicó una sonrisa de aprobación.

—Tu mente es tan aguda como tus ojos, capitana.

—Los cumplidos están muy bien, milord; pero se me ocurre un premio más adecuado.

—Suponiendo que sea una nave real, ¿solicitas el honor de destruirla?

Berise lo miró a los ojos, juntando las cejas.

—Creo que tengo ese derecho. He sido yo quien la ha descubierto.

—Tus sentimientos son lógicos y los comprendo, pero debes tener en cuenta mi posición. Si Rassamarden se halla a bordo de esa nave, todo lo demás estará subordinado a la tarea de acabar con él, puesto que conduciría al fin de esta guerra. Sin duda, es mi deber atacar a esa nave con todo lo que esté a mi alcance.

—Pero usted no sabe si Rassamarden se encuentra allí —puntualizó Berise, cambiando de argumento a una velocidad que le recordó a Toller la habilidad de su esposa—. Creo que sería un error que apartase sus fuerzas de la batalla para perseguir a una sola nave, en especial cuando ésta carece de posibilidades de escapar.

Toller suspiró exageradamente.

—¿Puedo al menos acompañarte, y presenciar la hazaña?

—Gracias, milord —dijo Berise con amabilidad y, por una vez, sin el tono desafiante que siempre acompañaba a sus respuestas. Inmediatamente asió la palanca de la válvula del paso de gas de su máquina de rayas rojas.

—¡No tan deprisa! —protestó Toller, deteniéndose mientras el escape de su propulsor imposibilitaba durante unos momentos la conversación—. Primero quiero que busques a Umol y a Daas y los hagas venir, para que les expliques lo que vamos a hacer. Deben mantenerse atentos a nuestro avance. Si no volvemos, deberán atacar la nave en masa. Bajo ningún concepto puede permitirse que la nave se retire con cualquiera de sus tripulantes o pasajeros vivos.

Berise inclinó la cabeza y frunció el ceño; su rostro parecía una bella máscara iluminada por el sol.

—Somos dos vehículos de combate contra una nave espacial. ¿Cómo puede dudar de nuestro éxito?

—Por los paracaídas —dijo Toller—. Cuando una nave espacial lleva soldados corrientes, basta con destruir el globo; no nos preocupa que sobrevivan a la caída y vuelvan a la carga al día siguiente. Pero en este caso, es la nave la que carece de importancia. Será inútil incendiar el globo si permitimos que Rassamarden vuelva sano y salvo a su pestilente reino. En este caso, el globo no es nuestro blanco; ni siquiera la barquilla: tenemos que matar al propio Rassamarden, y no creo preciso decirte que es un asunto mucho más complicado que pinchar un globo desde lejos. ¿Sigues reclamando el honor?

La expresión de Berise no cambió.

—Sigo siendo quien vio la nave.


Unos minutos después, Toller se dirigía hacia allá, con Berise siguiendo un recorrido paralelo, y fue entonces cuando empezó a tener dudas sobre si debía permitir que lo acompañara. Los pilotos de los vehículos de combate compartían una relación especial, un espíritu de camaradería que superaba a cualquiera que hubiera conocido antes en el servicio militar, y ella había recurrido con habilidad a eso para influir en su decisión. Aquella misión tan peligrosa quizás era adecuada para él, que estaba medio enamorado de la muerte, pero ¿cuáles eran sus responsabilidades hacia aquellos a quienes lideraba?

El dilema se agudizaba por el hecho de que si enviaba a Berise de vuelta hacia una relativa seguridad, ella sacaría la conclusión de que actuaba por motivos egoístas: querer para sí la gloria de matar a Rassamarden. Entonces, casi todos los pilotos se pondrían del lado de ella, puesto que sus naturalezas impulsivas no les dejarían otras opciones, y temía la posibilidad de perder su estima. ¿Podía ser ése el nudo de un problema puerilmente simple? ¿Estaba dispuesto a derrochar la vida de ella para no verse privado del afecto de algunos jovenzuelos?

La única respuesta razonable y honorable tenía que ser: ¡no!

Toller miró a Berise, dispuesto a someterse a una penosa experiencia, pero entonces se sintió embargado por una oleada de emoción inesperada. Era una mezcla de cariño y respeto, producida por la vista de su pequeña figura montada sobre el fusiforme vehículo a propulsión, dibujada sobre remolinos plateados en un azul infinito. Pensó que era valiente y talentosa, que le había precedido con acierto en cada una de sus deliberaciones meditadas, y que estaba perfectamente capacitada para elegir su propio destino. Como si hubiera advertido su atención, Berise se volvió hacia Toller con una mirada interrogante, con sus facciones casi del todo ocultas por la bufanda y las gafas protectoras.

Toller le dirigió un saludo, que ella le devolvió, y después concentró sus pensamientos en la escaramuza que se avecinaba.

Berise y él estaban en línea recta entre la batalla principal y la nave solitaria. Sus esperanzas eran que los rastros de condensación de sus vehículos no fuesen advertidos entre la enmarañada confusión del humo y el brillante vapor de la escaramuza a sus espaldas, pero pronto se hizo evidente que los agudos vigías los habían localizado. Los tiradores ya estaban saltando de la barquilla, desplazándose a los tumbos hasta el extremo de sus cuerdas, formando un círculo desde donde poder disparar a cualquier vehículo que se aproximara a la superficie superior del globo. Sus posibilidades de inhabilitar a un piloto no eran grandes, pero el problema en este caso particular era que Berise necesitaba descender a su altura para atacar a la barquilla, y en previos enfrentamientos los landeses habían demostrado tener una excelente puntería.

A unos cientos de metros de la nave, Toller hizo la señal para hablar y apagó su motor; y cuando Berise se desplazó hasta detenerse a su lado, le dijo:

—Antes de asumir cualquier riesgo innecesario, observa con atención la barquilla. Busca alguna evidencia de que Rassmarden está a bordo.

Berise alzó sus gemelos, permaneció en silencio un momento y después, inesperadamente, empezó a reírse.

—¡He visto una corona! ¡Una corona de vidrio! ¿Es eso lo que llevaban el rey Prad y los otros? ¿De verdad se paseaban con esos adornos tan ridículos en la cabeza?

—En ciertas ocasiones —dijo Toller, preguntándose por qué se sentía ofendido—. Si lo que viste fue la diadema de Bytran, está compuesta principalmente por diamantes y vale… —de repente se interrumpió, inundado por una alegría salvaje—. ¡El imbécil! ¡El estúpido y vanidoso imbécil! ¡Su afición por esa pequeña corona le va a costar la vida! ¿Cuántos proyectiles te quedan?

—Los seis.

—¡Bien! Yo me encargaré del globo, pero desde un lado, no desde arriba, de manera que me vean desde la barquilla. Todos los ojos estarán fijos en mí cuando lance una flecha, y ése será el momento de tu ataque. Quizá el destino te permita hacer estallar sus reservas de cristales en el primer intento. ¿Estás preparada?

Berise asintió. Toller se aseguró de que el reservorio neumático estuviese a máxima presión; después dio entrada a los cristales en el motor, y la sensible máquina arrancó hacia la nave espacial. Sin embargo, voló a menos velocidad de lo que solía hacerlo y describió una curva abierta que lo conduciría a pasar ante el globo en una diagonal descendente. Berise describió un recorrido de mayor bajada, usando el motor a pequeñas descargas, lo que dejó una estela blanca intermitente.

A medida que la barquilla azul y gris se agrandaba ante su vista, Toller vio varias figuras entre los tabiques de mimbre. Contó ocho soldados en los extremos de unas cuerdas que se prolongaban radialmente, todos ellos con la parte superior de sus cuerpos encorvada, lo que le reveló que estaban apuntándole con sus rifles.

«Eso es lo que quiero», pensó, quitándose el guante derecho. «Eso es precisamente lo que quiero».

Sacó una flecha del carcaj, encendió la punta y la montó sobre la cuerda del arco. Aceleró el motor, abrazándose con fuerza para resistir la inercia, y se lanzó en picado hacia el globo. El aullido del tubo de escape apagó todos los estallidos de los rifles, pero pudo ver las nubes blancas saliendo de ellos en forma de setas. Mientras el enorme volumen del globo se agrandaba hasta convertirse en un muro marrón curvado que invadía todo el universo, giró su vehículo para colocar la solidez del motor entre él y los tiradores enemigos. Land y Overland se deslizaron sumisamente hasta sus nuevas posiciones en el firmamento.

Toller tensó el arco y disparó con un solo movimiento, y en ese mismo instante oyó el doble estampido del cañón de Berise. La flecha se clavó en el globo —su línea de vuelo convertida en arco por la velocidad a que se desplazaba Toller—, mientras que algo golpeó su pierna izquierda y unos mechones del algodón aislante salieron en remolinos para unirse a la estela del vehículo. Se encogió en el respaldo redondeado de su aparato y aceleró hacia las estrellas. A una distancia segura apagó el motor y se quedó en una posición que le permitía observar el escenario de la batalla.

Berise estaba completando una maniobra similar debajo de él, a su derecha. El fuego se estaba extendiendo por un lado del globo de los landeses pero, aunque confiaba en la puntería de Berise, la barquilla parecía conservarse intacta. No había manera de saber qué daños —si los había— causaron las balas de hierro al atravesarla.

Berise estaba ocupada limpiando la recámara de su cañón e insertando nuevos proyectiles. Cuando hubo terminado alzó una mano y Toller se dirigió de nuevo hacia el globo, tratando de extender el fuego todo lo posible para darle a ella una segunda oportunidad de actuar libremente. Logró insertar con éxito un dardo ardiendo en el gigante ahora deformado, y localizó a Berise en el cielo vacío de abajo. En vez de detenerse, ella volvió a cargar el arma durante una vuelta de barrido y acometió desde abajo a toda velocidad, subiendo hacia la barquilla de los landeses.

Los soldados estaban girando sus rifles hacia ella en el momento en que disparó ambos cañones. La barquilla se estremeció cuando el disparo golpeó el entablado de la plataforma, pero su estructura continuó intacta, y los soldados de a bordo siguieron disparando a través del humo negro que se formaba alrededor de la vapuleada nave.

Toller, que anhelaba que se produjese una explosión de cristales, se deslizó hasta detenerse. Existía la posibilidad de que Rassamarden hubiera sido alcanzado, pero un hombre era un blanco demasiado difícil en el conjunto de una barquilla, y en este caso tenían que ser capaces de afirmar que había muerto. Nada más podía aceptarse en tales circunstancias.

Miró a su alrededor para localizar a Berise y la vio descendiendo en picado hacia él, rodeada de una nube de vapor brillante. Mientras se aproximaba, Toller se golpeó el pecho con un dedo y después señaló a la nave, indicando que iba a emprender su ataque. Ella se bajó la bufanda y gritó algo que no pudo oírse a causa del retumbo del motor, su rostro tenía una expresión salvaje y era casi irreconocible. Él apenas tuvo tiempo de advertir que la pantalla contra el viento de la máquina de Berise estaba cubierta de líneas blancas; después vio cómo alimentaba al máximo el motor y se reducía en la distancia, dirigiéndose directamente hacia la nave espacial, rodeada por un increíble estruendo.

Toller dejó escapar un grito involuntario de protesta cuando el vehículo enfiló a toda velocidad hacia la barquilla y se hizo evidente que Berise no tenía intención de cambiar la dirección de su marcha. Apenas dos segundos antes del impacto saltó de su aparato.

Éste atravesó la pared de la barquilla y chocó contra el motor montado en el centro, arrastrando a toda la estructura con él, dando tumbos en el aire, lo que hizo que los grandes trozos del globo que aún ardía lo envolviesen. Un montante de aceleración se soltó y empezó a golpear en un lado, mientras los soldados eran arrastrados al torbellino por las cuerdas que los sujetaban. Un momento más tarde se produjo una serie de explosiones silbantes —típicas de la reacción del pikon y el halvell—, seguida de una gran oleada de llamas verdes: Toller supo en el acto que ninguno de los tripulantes de la barquilla podría escapar ya de la muerte.

Berise, habiéndose propulsado en una trayectoria que difería poco de la de su vehículo, desapareció en una densa humareda, quedando oculta a la vista de Toller. Con una mezcla de frío y temor, con los nervios a punto de estallar, Toller cargó su motor y voló en semicírculo alrededor del caos que giraba lentamente, llegando hasta la serenidad azul oscuro del otro lado. Al principio no encontró rastros de Berise; después, vio una mota blanca y centelleante que cambiaba de posición en un fondo de estrellas y espirales plateadas. Sus prismáticos le revelaron que era ella —quizás a más de un kilómetro de distancia—, y alejándose aún, impulsada por la energía que le había proporcionado la velocidad de su vehículo.

Fue tras la mujer, temiendo la posibilidad de encontrar un cuerpo mutilado, y regulando la velocidad y la dirección a medida que se acercaba. El vehículo empezó a girar sobre sí mismo al llegar junto a ella, y Toller tuvo que incorporarse sobre el estribo para poder agarrarla por el brazo y atraerla hacia sí. Supo de inmediato que estaba viva y consciente, porque ella asumió expertamente la dirección del movimiento de ambos, conduciéndose de tal forma que terminó a horcajadas sobre él, cara a cara, con los brazos alrededor de su cuello.

Toller vio el éxtasis maníaco en el rostro de la mujer, sintió la tensión vibrante en su cuerpo a pesar del grueso traje espacial, y en ese momento no pudo hacer otra cosa que besarla. Los labios de Berise estaban fríos, pero Toller, el hombre que había renunciado a las pasiones sexuales para siempre, no pudo evitarlo. Ella se apretó contra él mientras duró el beso; después usó ambas manos para separar sus caras.

—¿Resultó bien, Toller? —preguntó, respirando agitadamente—. ¿No es lo mejor que has visto en tu vida?

—Sí, sí, pero tienes suerte de estar viva.

—¡Lo sé, lo sé!

Rió y volvió a besarlo, y los dos siguieron a la deriva durante un largo rato, perdidos entre las estrellas y los remolinos luminosos de su universo particular.


La mayor parte del tiempo hubo tranquilidad a bordo de la nave espacial. Toller había llevado a cabo la maniobra de inversión a unos trescientos kilómetros por debajo de la zona de ingravidez, y ahora caía suavemente hacia Overland. Durante los siguientes días se requeriría poco más que inyecciones periódicas de gas caliente para dar al enorme globo la suficiente presión interna que evitase que cayera sobre sí mismo. La frialdad del ambiente aéreo estaba mitigada hasta cierto punto por el quemador alimentado por cristales, y por el hecho de que ahora era una práctica corriente cubrir las barquillas con una vitela a fin de evitar la entrada de aire frío a través de las rendijas de las paredes y la plataforma.

Sin embargo, a pesar de todo, aún hacía mucho frío dentro del espacio reducido de la barquilla; y cuando Berise se quitó la blusa, Toller —que ya estaba bajo el edredón— le tendió la mano, pero ella se retrasó un momento. Estaba arrodillada a su lado, sujetando una de las cuerdas transversales que eran vitales para moverse en ausencia de gravedad.

—¿Estás seguro de esto? —le dijo—. No has sido discreto en absoluto.

Se refería al hecho de que Toller había anunciado su intención de presentársela al rey y, en vez de volver a Overland en bolsa de caída, utilizó una nave espacial exclusivamente para los dos.

—¿Estás tratando de darme la oportunidad para cambiar de opinión? ¿O es precisamente para evitar que cambie de opinión?

Berise inclinó un poco la cabeza.

—Estoy pensando en lady Gesalla. Estoy segura de que alguien se lo dirá, y no me gustaría que después tú me mirases con ojos helados.

—Lady Gesalla y yo vivimos hoy en mundos diferentes —dijo Toller—. Los dos hacemos lo que nos place.

—En ese caso…

Berise deslizó su helado cuerpo bajo el edredón, haciendo que él diera un salto al contacto de sus dedos fríos.

En los días y noches que siguieron, mientras los meteoros centelleaban por todas partes, Toller redescubrió los aspectos vitales de su propio ser, comprendiendo hasta qué punto su vida se había vuelto árida y deficiente en los años anteriores. La experiencia fue increíblemente dulce, e insoportablemente amarga al mismo tiempo: una voz interior le decía que de alguna forma se estaba asesinando a sí mismo. Que estaba cometiendo un suicidio espiritual, mientras los meteoros centelleaban por todas partes.

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