Hacía dos meses que nos veníamos preparando para el primer viaje verdaderamente largo. Ni McAndrew ni yo reconocíamos nuestra excitación, pero no pasaba día sin que yo sintiera el placer y la ilusión que lo poseían. Dudo de que yo fuese menos transparente.
Trabajábamos dieciséis horas diarias, día tras día, verificando cada detalle de la nave y de la misión. Tratándose de una exploración que nos mantendría lejos del Sistema durante cuatro meses-nave y casi nueve años de tiempo terrestre, teníamos que dejar todo resuelto antes de partir del Instituto.
Por fin, se acordó la fecha de lanzamiento para dentro de cuatro días.
Y eso mismo hizo que la noticia de la cancelación resultase tan difícil de aceptar.
Yo estaba en el Hoatzin, comprobando el estado del inmenso plato de masa que había al frente de la nave. Me había llevado más tiempo de lo esperado. Cuando por fin regresé al Instituto Penrose en la cápsula de inspección, tras recorrer los escasos diez mil kilómetros que me separaban de él, ya era hora de ir a dormir. No esperaba encontrar a nadie en el salón comedor cuando entré a última hora para comer un bocadillo. Y mucho menos encontrarme con el profesor Limperis y McAndrew, enfrascados en una sena conversación.
—Trabajando fuera de horario… —comenté. Entonces vi su expresión. Hasta Limperis parecía menos negro que de costumbre.
Me senté frente a ellos.
—¿Qué ha sucedido?
McAndrew se encogió de hombros e hizo señas a Limperis.
—Hemos recibido una orden del Cuartel General de la FUE —dijo Limperis. Parecía escoger las palabras con cuidado—. Firmada por Korata… muy desde arriba. La semana pasada se celebró una reunión entre el Consejo de Alimentos y Energía de la Tierra y la Federación Unida del Espacio. Me han llamado hace dos horas. El Instituto Penrose ha recibido la orden de apoyar ciertas actividades prioritarias del Consejo. Ello exige que…
—Nos han cancelado el proyecto, Jeanie —cortó McAndrew con brusquedad—. Los muy cretinos. Sin consultar con nadie de aquí. Nuestra misión Alpha Centauri ha muerto. Finito.
Miré a Limperis incrédula. Asintió, con aire incómodo.
—Al menos la han pospuesto. Sin determinar una nueva fecha.
—No pueden hacerlo. —Sentí que la ira se apoderaba de mí—. El Instituto no depende del Consejo de Alimentos y Energía. ¿Cómo diablos pueden atreverse a dar órdenes? Ésta es una organización independiente. Mándelos a paseo. Usted tiene autoridad para hacerlo, ¿verdad?
—Bueno… —Limperis pareció aún más incómodo—. En teoría, capitana Roker, es como usted dice. Tengo autoridad. Pero ya sabe usted que eso sería simplificar demasiado el mundo real. Necesitamos apoyo político, como cualquier otra entidad. En parte, estamos subvencionados con fondos públicos. Quiero creer que nos dedicamos a la investigación pura, y que no dependemos de nadie. Pero en la práctica tenemos nuestra propia representación política en los Consejos. Señalo esto para explicar por qué no podemos oponernos a esta orden sin perder mucho. —McAndrew gruñó y clavó la mirada en la mesa—. Tres de los consejeros que más nos apoyan, y que nos han hecho grandes favores en el pasado, me han llamado a los diez minutos de que recibiéramos la primera orden. Quieren cobrarse en este asunto la deuda que tenemos con ellos. La misión Alpha Centauri ha terminado. El Consejo necesita utilizar el Hoatzin para otros fines.
—De ningún modo. —Me incliné hacia adelante, hasta que nuestros rostros quedaron muy próximos—. Es nuestra nave. Nos hemos dejado la piel en ella. Si creen que con una simple llamada van a poder deshacerse de Mac y de mí sin consultar siquiera, y dejarnos…
—Jeanie, también la quieren a usted. —Limperis se apartó hacia atrás. Hablaba con tanto nerviosismo que le estaba escupiendo saliva sin darme cuenta—. A los dos. Las órdenes son muy claras. Quieren que usted y McAndrew vayan en la nave.
—¿Y para qué?
—Para una misión suya. —Se mostró impotente—. Una misión tan secreta que ni siquiera se molestaron en decirme nada.
Ése fue el primer impacto. Los demás fueron llegando mientras McAndrew y yo partíamos del Instituto Penrose hacia la Sede General del Consejo de Alimentos y Energía.
El Instituto había sido emplazado cerca de la órbita de Marte. Con el Hoatzin, y su propulsión de cien g, o incluso con los cincuenta g de prototipos como el Merganser, podríamos haber estado en la Tierra en medio día. Pero el profesor Limperis seguía insistiendo en que la impulsión de McAndrew no se utilizara dentro del Sistema Interior, y el mismo Mac apoyaba sin reservas la decisión. Nos tuvimos que conformar con un lento cascarón y una travesía de diez días.
La sorpresa número uno surgió poco después de haber partido del Instituto. Había imaginado que realizaríamos una misión confidencial para el departamento de Energía del Consejo de Alimentos y Energía. Anteriormente ya habíamos trabajado juntos en proyectos de alta energía, y sabía que McAndrew era todo un experto en el tema. Pero nuestra documentación de viaje nos ordenaba presentarnos en el Departamento de Alimentos. ¿Para qué diablos necesitaban los programas alimentarios un físico teórico, una capitana espacial y una nave de alta aceleración?
Cuando estábamos a tres días de la Tierra nos sacudió otra sorpresa. La información llegó mediante una breve orden impersonal que no podía ser comentada ni cuestionada. Yo no sería la capitana de la nueva misión. Pese a que en todo el Sistema no había quien tuviese más experiencia que yo con la impulsión de McAndrew, las órdenes me serían dadas por un funcionario del Departamento de Alimentos. Aún me enfurecí más cuando a dos días de la Tierra supimos el resto. McAndrew y yo seríamos «asesores especiales», que dependeríamos de una tripulación del Consejo de Alimentos y Energía. En esta misión, tendríamos tanto poder de decisión como el robochef. De capitana, había descendido a grumete.
En mi caso, tal vez hubieran hecho lo correcto. Algunos tienen más experiencia que yo en el espacio —aunque no mucha—, y podría decirse que mi talento no es más que una serie de triquiñuelas para sobrevivir y mantenerme al margen de problemas. Pero con McAndrew, la cosa era distinta. Relegarlo al mero papel de aportar información suponía una rematada ignorancia, o una arrogancia intolerable.
(De acuerdo, soy fan de McAndrew; no voy a negarlo. Cuando regresara a la Tierra ya me las vería con los burócratas del Departamento de Alimentos.) Necesitaba hablar de esto con alguien, pero no podía contar con Mac. No estaba interesado en discutir sobre temas que no fueran técnicos. Se había retirado como de costumbre a su mundo privado de tensores y torsores, y pese a mi respetable preparación científica no podía seguir ni uno solo de sus razonamientos. Durante la mayor parte del viaje permaneció en su litera, con la mandíbula colgando, totalmente a gusto, contemplando la pared vacía y ejecutando la invisible gimnasia mental que le había valido su reputación.
Esa clase de disquisiciones excede a mi capacidad. Yo me pasé el tiempo rumiando mi indignación; cuando llegamos a las oficinas del Consejo, estaba que echaba chispas.
En toda la estructura gubernamental del Sistema no hay organismo que tenga más presupuesto ni personal que el Departamento de Alimentos. El lujo de sus oficinas contrastaba con el mobiliario espartano de nuestro Instituto. Nos condujeron a través de cuatro lujosos despachos exteriores, cada uno de los cuales tenía sus propias secretarias y procedimientos de control. Donde hay amplio espacio de trabajo suele haber prestigio y poder. La sala donde por fin terminamos albergaba una mesa de conferencias para unas cuarenta personas.
Ante el inmenso escritorio había una sola persona, una mujer. Observé su atuendo elegante, sus ojos espléndidamente maquillados y sus cabellos peinados con esmero. De pronto me sentí insignificante y fuera de lugar. Mac y yo estábamos vestidos con ropa de trabajo espacial, en monos de color tostado y con calzado cómodo. Yo llevaba el cabello muy corto, y Mac lucía desordenadamente su escaso pelo sobre la frente alta. Ninguno de los dos nos habíamos maquillado.
—¿Profesor McAndrew? —Se puso de pie y nos sonrió. La miré con ceño severo—. Y supongo que usted es la capitana Roker. Quiero disculparme por haberos tratado con tanta rudeza. Habéis hecho un largo viaje hasta aquí sin ninguna explicación adecuada.
Buena táctica para desarmarnos; la que cabe esperar de alguien con experiencia política, o de un burócrata de alto rango. Pero su sonrisa era amplia y amistosa. Se acercó y nos tendió la mano regordeta. Al estrecharla, observé su aspecto más cíe cerca: unos treinta y cinco años, y algo excedida de peso. Tal vez esta incómoda situación no fuese por su culpa. Reprimí mi enojo y musité un saludo convencional.
Nos indicó que tomáramos asiento.
—Soy Anna Lisa Griss —prosiguió—. Directora de programas del Departamento de Alimentos. Bienvenidos a la Sede General. Dentro de unos minutos estarán con nosotros los demás miembros, pero ante todo quisiera indicaros la necesidad de mantener la mayor reserva. Lo que oigáis aquí no podrá ser comentado con nadie fuera de esta sala sin mi permiso. Bueno, vayamos al grano sin más preámbulos.
Daba la impresión de un control absoluto. Mientras hablaba, se atenuaron las luces y al otro lado de la sala apareció una imagen en la pantalla. Mostraba una columna de años calendario, y a su lado dos columnas de cifras.
—Reservas totales de alimentos del Sistema, actuales y proyectadas —anunció Griss—. Mirad la tendencia, es una escala logarítmica, y luego observad con atención el comportamiento previsto para los treinta próximos años.
Todavía trataba de asimilar los primeros números cuando McAndrew se llevó la mano al rostro.
—Ridículo —comentó—. Muestra una disminución con factor de dos en menos de tres décadas. ¿En qué se basa semejante proyección?
Si se sorprendió ante la rapidez de la respuesta, no lo demostró.
—Hemos incluido patrones de población, superficies disponibles, rendimientos agrícolas y capacidad de producción sintética. ¿Queréis conocer detalles?
McAndrew movió la cabeza.
—Los detalles no interesan. Lo que se ve en la pantalla es hambre y desastre.
—Así es. Por eso estáis aquí. —La mujer reguló las luces para crear un tenue efecto de complicidad, y habló en el mismo tono—. Ya podéis imaginaros la repercusión que esto tendrá cuando sea de dominio público, sobre todo si a nadie se le ocurre una salida. Aunque los datos no se refieren a un futuro inmediato, se prevé que haya acaparamientos, y hasta guerras de alimentos.
Sentí que me invadía la indignación. Desde hacía tiempo se venían oyendo rumores de que en el futuro podría haber una importante escasez de alimentos en el Sistema. Y una y otra vez la Administración lo había negado, calificando de alarmistas los tétricos pronósticos.
—Si las proyecciones son correctas, no se podrán mantener en secreto —dijo—. La gente tiene derecho a estar informada para poder hallar soluciones.
McAndrew frunció el ceño, mientras Anna Lisa Griss me miraba inquisidoramente —ya sin sonreír— y enarcaba sus cejas oscuras. El hombre será fácil, parecía pensar, pero a ésta habrá que persuadirla.
—El problema es evidente —convino—. Hace una década que mi equipo viene trabajando sobre el asunto. Pronto será evidente para todo el mundo. Pero ahora quiero hablar de la solución posible. Y con respecto a la gente en general, dudo que pueda ser de ayuda. No hay posibilidad de que nadie pueda ofrecer nuevas alternativas.
No me gustaron sus modos suficientes, pero pese a mi irritación me sentí interesada.
—La respuesta tendrá que venir precisamente por el lado de las provisiones —dije—. La tasa de crecimiento de la población no variará.
—Desde luego. —Volvió a sonreír, quizá demasiado, y miró furtivamente el reloj—. Pero pensad en las provisiones. Quisiéramos aumentar la superficie de cultivo, desde luego. Pero ¿cómo? Estamos aprovechando hasta el último centímetro cuadrado, a menos que podamos lanzar a la producción masiva los experimentos agrícolas realizados en la Luna, y justamente nadie es optimista al respecto. Los rendimientos son máximos. Ya comenzamos a observar malos efectos por excesos en la producción. Por ese lado no hay esperanzas. ¿Qué queda, entonces?
Antes de que pudiéramos aventurar una respuesta, se abrió la puerta a nuestras espaldas. Apareció un hombre delgado de cabello gris emplastado con fijador. Se detuvo con aire deferente.
—Entra, Bayes. —Anna Lisa Griss volvió a examinar el reloj—. Llegas tarde.
—Lo siento. —Permaneció en la puerta, vacilante.
—He comenzado sin ti. Pasa y siéntate. —Se volvió hacia nosotros sin molestarse en presentarnos—. Todavía quedaba un área sin analizar: provisión alternativa de materiales orgánicos que puedan convertirse fácilmente en alimentos. Seis años atrás, todos pensaban que era una empresa destinada al fracaso. Ahora, con la teoría de Griss-Lanhoff, tenemos nuevas esperanzas. —Pude percibir las mayúsculas en su voz al proclamar el nombre.
Mientras la mujer hablaba, escudriñé el rostro de Bayes. Cuando Anna Lisa Griss pronunció el nombre de la teoría, sus labios se tensaron, pero no dijo una sola palabra.
McAndrew se aclaró la garganta.
—Temo no estar tan actualizado como debiera con la literatura referida a producción alimentaria —dijo—. Lanhoff me es un nombre familiar. Si se trata de la misma persona, lo conocí bastante bien hace diez años, cuando trabajaba sobre síntesis de porfirinas. ¿Qué hace ahora?
—No lo sabemos. Tal vez usted pueda ayudarnos a descubrirlo. —Se inclinó hacia adelante y nos miró con intensidad—. Lanhoff desapareció en el Halo, mientras sometía a prueba nuestra teoría. Dos semanas atrás supe que teníais una nave de alta aceleración con impulsión sin inercia. —Vi que McAndrew fruncía la boca y musitaba «no es sin inercia» para sus adentros—. Necesitamos valemos de esa nave para una misión absolutamente prioritaria. Debemos descubrir qué sucedió con el proyecto de Lanhoff. Dentro de tres días tenemos que partir hacia el Halo.
El hecho de que el Departamento de Alimentos nos hiciera venir a McAndrew y a mí hasta la Tierra para una reunión, y que luego nos embarcara rumbo al Hoatzin y el Instituto Penrose en una nave del Gobierno, a las cuatro horas de haber llegado, ya demostraba la falta de eficiencia con que funcionaba el organismo. Anna Lisa Griss nos seguiría al Instituto en otra nave aún más ridícula, aunque Bayes vino con nosotros para ponernos en antecedentes durante el viaje. Cuando su jefa no andaba cerca, perdía el aire atemorizado y se convertía en una persona mucho más alegre.
—Comencemos por las ideas de Lanhoff —anunció—. Aunque después de escuchar a Anna en su oficina, posiblemente pasarán a ser la Teoría de Griss-Lanhoff, al menos mientras Lanhoff esté lejos. Trataré de ser breve, pero ¿por dónde empezar? Supongo que por el Halo. Profesor McAndrew, ¿sabe usted algo sobre el Halo? —Y se echó a reír de su propia gracia.
Griss había hecho esa misma pregunta a McAndrew durante nuestro primer encuentro. Había visto que Bayes abría los ojos, incapaz de creerlo. Yo me sentí igual. Probablemente, McAndrew supiera sobre el Halo y las regiones exteriores del Sistema Solar más que ninguna otra persona, viva o muerta. Era el creador de la teoría que predecía el anillo de kernels, esa ancha faja de agujeros negros de Kerr-Newman que rodea la eclíptica a unas cuatrocientas u. a., es decir, diez veces la distancia de Plutón. Y, desde luego, había ido hasta allí en persona, en el primer ensayo de la impulsión equilibrada de McAndrew. Suponía que cualquier científico que se preciara de serlo conocería bien la obra de McAndrew, pero, al parecer, Anna Lisa Griss demostraba mi error.
McAndrew se echó a reír. Él y Will Bayes habían necesitado tan sólo diez minutos para descubrir un mutuo entusiasmo por los chistes malos, y lo ponían de manifiesto ostensiblemente. Me estremecía sólo de pensar en la perspectiva de hacer una larga travesía con los dos.
—Hace unos seis o siete años, Lanhoff apareció por nuestras oficinas —prosiguió Bayes después de reír un buen rato de su broma—. Había estado analizando los resultados que arrojaban las remotas sondas químicas del Halo. ¿No hizo usted algo de eso hace unos años?
McAndrew se pasó la mano por el cabello rubio y escaso.
—Hum. Un poco, sí. Yo quería hallar kernels, no fragmentos de baja densidad, pero también estuvimos hurgando en otro tipo de material, como parte de la investigación. Como sabrá, la mayor parte de la Nube de Oort no ha sido suficientemente estudiada. Es un crimen no explorar cuando uno tiene la oportunidad. Pero nunca he recorrido más de unos pocos cientos de u. a. Eso fue antes de que tuviéramos la impulsión, y las sondas eran muy caras. Estoy seguro de que Lanhoff tenía todos mis resultados cuando comenzó a trabajar sobre el tema.
—Efectivamente, conocía su trabajo —dijo Bayes—. Y se acordaba muy bien de usted. Parece que le causó una profunda impresión. Se dedicaba a la química orgánica; ha venido trabajando con todos los datos que se conocen sobre el Halo, formulando la hipótesis de que la composición química de los cuerpos está en función de la distancia al Sol. Tiene un algoritmo especial que le permite considerar la composición fraccionaria de cada objeto… creo que fue descubierto por el equipo de Minga. Posiblemente no recuerde a Minga. No ha publicado mucho. Estuve con él una o dos veces, cuando… no, quizás esté pensando en Rooney. Fue el que se ocupó de la alta energía, creo que para el Proyecto Esmeralda, ¿no?
Me permito abreviar las informaciones que nos facilitó Bayes. Por mucho que se esforzaba, todo lo que decía le recordaba otra cosa, que a su vez también se ponía a explicar. Y todas las personas involucradas le hacían acordarse de otras, y de lo que cada una de ellas había hecho. Y así se retrotraía ad infinitum.
Pero esto no nos preocupaba mucho. Aún nos faltaban dos días de viaje para llegar al Instituto. Debo decir sin embargo que acabé pensando mejor de Anna Griss cuando el viaje estaba a punto de acabar: las reuniones de trabajo con Bayes debían ser un infierno.
Sintetizando al máximo la verborrea de Bayes, la historia era de lo más sencilla: Lanhoff había efectuado un análisis químico sistemático del Halo cometario, desde su inicio, no lejos de la órbita de Plutón, hasta su límite exterior, a casi un año luz, donde la atracción gravitacional del Sol es tan débil que los cuerpos congelados giran en sus órbitas con períodos de millones de años.
Ésa es la Nube de Oort, la gran esfera de materia débilmente cohesionada, con centro en el Sol. Allí hay varios cientos de miles de millones de cometas: desde monstruos del tamaño de un planeta, de cientos de kilómetros de diámetro, hasta bolas de nieve no más grandes que un puño. Tanto al Halo como al cinturón de asteroides se les aplica la regla de Chapman: por cada objeto de un diámetro dado hay diez objetos de un tercio de dicho diámetro.
El Halo ha sido descrito y estudiado desde mediados del siglo xx, pero los intereses de Lanhoff eran otros: dividió el espacio vecino al Sol en regiones de diferentes distancias e inclinaciones con respecto al plano de la eclíptica, y examinó el porcentaje de diversos materiales orgánicos en cada región orbital. Naturalmente, teniendo un billón de objetos con qué trabajar, sólo pudo observar pequeñas muestras del total, pero aun así, el análisis le llevó ocho años. Y encontró algo nuevo y sorprendente. En una parte del Halo, que se extiende desde las 3.200 u. a. del Sol hasta las 4.000 quizá, la complejidad de compuestos químicos aumenta extraordinariamente. En lugar de hallar moléculas orgánicas simples como cianógeno, formaldehído y metano, su programa anunció que estaba encontrando compuestos más elaborados y polímeros complejos, macromoléculas, como cadenas de polisacáridos.
—¿Como qué? —Tuve que interrumpir las disquisiciones de Bayes porque la química orgánica no ocupa un lugar importante en la lista de prioridades de la preparación para controlar una nave espacial.
—Polímeros orgánicos —dijo McAndrew pensativamente. Había estado frunciendo mucho el ceño durante la última parte de la explicación de Bayes—. Cadenas de moléculas de glucosa que forman almidones y celulosa. —Se volvió a Bayes—. ¿Encontró Lanhoff alguna evidencia de que hubiera porfirinas o compuestos nitrogenados, como purinas y pirimidinas?
Bayes parpadeó.
—Parece como si estuviera ya al corriente de todo. ¿Se lo dijo Anna? Tenía entendido que el trabajo de Lanhoff debía mantenerse en secreto…
Sentí cierta simpatía por Bayes. Informar de algo a McAndrew resulta poco gratificante. Al final, él parece saber lo mismo que uno, y utilizarlo todavía mejor. Mac movía la cabeza, como intrigado.
—No nos mencionó nada de esto —dijo McAndrew—, pero lo sabía desde hace años. No el sitio concreto del Halo donde podría haber sustancias orgánicas complejas, pero sí el hecho de que pudiera haberlas. No es nada nuevo. Hoyle lo sugirió hace más de cien años. No veo por qué haya de mantenerse en secreto. Un descubrimiento de esta clase tendría que estar al alcance de todos.
—Existe una razón. Ya lo comprenderéis cuando conozcáis mejor a Anna Griss. — Bayes vio por primera vez el Hoatzin, que estaba a unos cientos de kilómetros de la nave en que viajábamos—. No conozco otra persona más trabajadora que ella, pero nadie la supera en ambición. Quiere tener en sus manos las riendas de todo el Consejo. Mañana mismo, si pudiera. Cuando Lanhoff se presentó ante ella con su propuesta, lo primero que hizo fue calificarla de proyecto confidencial.
—¿Nadie se le opuso? —pregunté.
—No. Inténtelo. No querrá hacerlo más de una vez. Hubo algunas murmuraciones, y eso fue todo. Por otra parte, Anna ofreció ciertos incentivos. Cree que esto la hará famosa y que podrá ascender a todo el personal del Departamento unas diez categorías en el escalafón administrativo.
—¿Sólo porque consigamos un poco más de información sobre la composición del Halo? No creo que tenga muchas posibilidades. —McAndrew dejó traslucir sus dudas con cierto desdén.
—No. —Bayes seguía mirando por el visor—. Lanhoff la persuadió de que poseía la única respuesta al problema alimentario del Sistema. Lo único que necesitaba era dinero y una nave, y permiso de la FUE para efectuar algunos cambios orbitales a ciertos cuerpos del Halo. ¡Dios mío! —Volvió la cabeza—. Esa es la nave más extraña que he visto en mi vida. ¿No iremos a rescatar a Lanhoff con eso, verdad?
La sugerencia de Lanhoff parecía razonable hasta que uno se sentaba a meditar sobre ella. En el Halo, donde el Sol apenas es una estrella bastante brillante, hay montañas de materia que vagan por el espacio, meciéndose en una débil corriente gravitacional. La mayoría de los cuerpos son fragmentos rocosos o congelados, hielos de agua y de amoníaco ligados a metales y silicatos. Pero muchos de ellos, en una región toroidal a quinientos mil millones de kilómetros de la Tierra, están formados por moléculas orgánicas complejas. Si Lanhoff estaba en lo cierto, allí se podía encontrar una interminable reserva de compuestos útiles: todos los materiales prebióticos a partir de los cuales resulta muy sencillo producir alimentos. Lo único que haría falta es calor, y cierta cantidad de enzimas adecuadas que actuarían como catalizadores. Podría conseguirse celulosa, polipéptidos, carotenoides y porfirinas en azúcares, almidones, proteínas y grasas comestibles. Y durante un millón de años, la provisión alimentaria de todo el Sistema quedaría asegurada y dejaría de ser un problema.
Pero meditad un momento. ¿Cómo se puede sembrar cien millones de mundos y convertirlos en gigantescas montañas de manjares teniendo en cuenta que el más cercano está a distancias impensables? ¿Cómo suminístrales calor? ¿Cómo enviarlos al Sistema cuando estén en condiciones de ser utilizados?
Si vosotros fueseis Arne Lanhoff, ninguna de estas preguntas os detendría. Las enzimas necesarias se encuentran disponibles en pequeñas cantidades en el Sistema Interior; cuando un cuerpo es sembrado y se le aplica calor procedente de un reactor de fusión, la producción de enzimas prosigue a paso de gigante. Para comenzar, bastaría con unos cientos de miles de toneladas de las enzimas adecuadas, y el resto se produciría donde se asegurara la provisión de materias primas. La clase de enzimas requeridas para partir cadenas de polímeros es bien conocida, pero la única nave que puede transportar semejante carga posee una aceleración máxima, de corta duración, de sólo dos décimas de g. Estupendo. Proyectar un viaje al Halo lleva un par de años, y otros dos años ir de un cometa al siguiente para introducir las enzimas y efectuar los ajustes orbitales necesarios. Los motores de impulso constante que deberán acoplarse a cada cuerpo añadirán dos millones de toneladas a la carga inicial de la nave. Estupendo. Y los reactores térmicos que entibiarán los interiores congelados agregarán otro millón de toneladas. No os preocupéis. Para un proyecto de semejante importancia, el Consejo de Alimentos y Energía encontrará el dinero y los equipos necesarios.
Cuando Will Bayes describió el plan para situar los cuerpos sembrados en órbitas radiales que los condujesen hacia el Sol, McAndrew movió la cabeza.
—¿Sabes cuánto costará detener a cada uno de ellos? Será como tratar de frenar miles de millones de toneladas a dos mil kilómetros por segundo.
—Arne Lanhoff lo sabía antes de partir. Planeaba darles una impulsión suficiente para acercarlos hasta el Sistema Interior en veinte años. Para entonces, la acción del calor ya habría alterado el contenido. —Bayes sonrió satisfecho—. Estaba seguro de que vosotros encontraríais el modo de interceptarlos y detenerlos. Es la clase de desafío que fascina a vuestro grupo.
—¡Desafío! ¡Hay que estar loco! —Pero dos minutos más tarde McAndrew estaba a kilómetros de distancia, trabajando en su nuevo acertijo. Arne Lanhoff lo conocía bastante bien.
La nave de Lanhoff había partido del Sistema cuatro años atrás, sin publicidad ni fanfarrias. El Star Harvester era una impresionante serie de esferas de carga conectadas mediante acoplamientos electromagnéticos. Cada sección tenía una unidad de impulsión independiente alimentada por su propio kernel. Era bastante parecida al Ensamble que piloto en mis viajes de la Tierra a Titán, y me alegró saber que no tendría problemas en conducir la nave si había necesidad.
Lo cual era muy probable. El Departamento de Alimentos había recibido frecuentes comunicaciones del Star Harvester durante el largo viaje de ida, de dos años terrestres. La nave era demasiado lenta para que el tiempo a abordo se redujera perceptiblemente. Lanhoff había llegado por fin a su primer destino: un cuerpo de quince kilómetros de diámetro, de hielo y materia orgánica. Lanhoff denominó oficialmente Cornucopia al objeto. Introdujo la carga de enzimas, la caldera de fusión y el impulsor, y luego lo puso en marcha hacia el Sol. Sin el impulsor, vagaría durante milenios. Con la pequeña ayuda de impulso continuo, el Cornucopia cruzaría la órbita de Júpiter en dieciséis años. Para entonces, sería una masa fértil provista de las materias primas esenciales para la nutrición, que bastaría para alimentar al Sistema durante cinco años.
«Sin problemas. Éxito completo en todas las etapas», decía el mensaje que Arne Lanhoff había transmitido mientras se dirigía al siguiente objetivo, a ochocientos millones de kilómetros.
La misión se había cumplido perfectamente en otros cinco cuerpos: cada uno de ellos fue bautizado, procesado y dirigido hacia el Sistema Interior. Ambrosia, Harvest Festival, Persephone, Food of the Gods y Deméter.
Entonces se interrumpió la comunicación. Hacía unos noventa días que habían llegado al séptimo objetivo. Después de un mensaje inicial en que se anunciaba el contacto con el cuerpo Manna, un enorme fragmento orgánico de sesenta kilómetros de largo e increíblemente rico en compuestos complejos, el Star Harvester quedó incomprensiblemente mudo. De la estación Tritón partió un mensaje interrogatorio en la habitual travesía de diecinueve días, y finalmente regresó una señal automática de haberse recibido, pero no llegó ningún mensaje del equipo de transmisión de la nave. Arne Lanhoff y su tripulación de cuatro personas habían desaparecido en el vacío, a quinientos mil millones de kilómetros de la Tierra.
Nuestros problemas no esperaron a que llegáramos al Halo. Tan pronto Anna Lisa Griss llegó a bordo del Hoatzin, sólo seis horas antes de la hora de partida prevista, surgió la primera dificultad. Paseo la mirada por el habitáculo con incredulidad.
—¿Quiere usted decirme que vamos a permanecer todos en este espacio tan pequeño? No debe tener más de tres metros de diámetro…
—Casi cuatro. —Hice una pausa en mi recorrido de verificación de las secuencias de encendido—. Antes de venir hasta aquí le dejamos información al respecto. ¿No la leyó?
—Observé el tamaño de la nave, y la columna del sector-habitáculo era de cientos de metros de largo. ¿Por qué no podemos emplear todo el espacio?
Suspiré. Tenía autoridad para comandar el Hoatzin, pero ni siquiera se había molestado en aprender el abecé de su funcionamiento.
—La cápsula-habitáculo se mueve a lo largo de la columna —expliqué—. Más cerca o más lejos del plato de masa, según la aceleración de la nave. Podemos colocar las provisiones fuera del área habitáculo, pero si queremos vivir en un medio de un g, debemos limitarnos a este sector. No está mal; para cuatro personas sobra.
—Pero ¿y mi comitiva? —Señaló las cinco personas que la habían acompañado hasta el Hoatzin. Comprendí por primera vez que podían ser algo más que meros mozos de cuerda.
—Lo siento. —Traté de aparentarlo—. La tripulación máxima que puede transportar la nave es de cuatro personas.
—¡Modifíquelo! —Me habló con toda la fuerza de su tono imperial. De pronto comprendí por qué Will Bayes prefería no discutir con ella.
Le devolví la mirada sin pestañear.
—No puedo. No he inventado la norma. Si quiere puede consultar con la Base Lunar de la FUE, pero ellos le confirmarán lo que acabo de decirle.
Se mordió el labio inferior, giró la cabeza para examinar la cabina, y finalmente asintió.
—La creo. Pero si hay un límite de cuatro personas, tenemos un problema. Necesito a Bayes, y quiero a mi propio piloto. Y debe estar McAndrew. Tendrá que irse usted.
No me miró. Respiré hondo. No quería hacerlo, pero si íbamos a darnos puñaladas lo mejor era hacerlo desde el comienzo. Ése era un momento tan bueno como cualquier otro.
—Le sugiero que hable de esto con McAndrew —repuse—. Será mejor que también esté presente su piloto. Como usted misma podrá escuchar, Mac rehusará proseguir sin mí, como yo me negaría a viajar sin él. Ésta no es una nave convencional. Pregunte a su piloto cuántas horas de experiencia tiene con la impulsión de McAndrew. Mac y yo poseemos la capacidad y la experiencia necesarias para que esta misión termine con éxito. Escoja usted: a los dos o ninguno.
Me temblaba la voz. En lugar de responder, se volvió hacia los escalones que conducían al nivel inferior de la cápsula-habitáculo.
—Preparémonos para despegar —dijo por encima del hombro, sin detenerse. Su voz resultó tan serena que me impactó mi propia tensión—. Hablaré con Bayes. En este proyecto deberá asumir responsabilidades adicionales. —Cuando apenas se le veían los hombros y la cabeza, se volvió—. ¿Alguna vez ha pensado en ocupar un puesto en la Tierra? Está desperdiciando sus aptitudes aquí, en medio de la nada.
Hice girar mi silla para estar frente a la pantalla y me pregunté qué clase de victoria habría ganado. Anna Lisa Griss era astuta en los tejemanejes de la contienda política, donde yo sólo era una novata. Pero que no pensara que iba a renunciar a presentar batalla. La nave era fácil de manejar, pero jamás lo admitiría delante de Anna Griss.
Will Bayes se acercó al cabo de un rato. Todavía me costaba concentrarme en los informes de rutina.
—¡Buena la ha hecho! —comentó—. ¿Qué le ha dicho? Nunca la he visto tan enfadada. No acierto a comprender por qué. Le ha dicho a Mauchly y al resto de la comitiva que regresen al Cuartel General, sin dar explicaciones. Y me ha dado doble tarea durante el viaje.
Solicité en la pantalla los parámetros de la trayectoria, oprimiendo perversamente las teclas. Entonces miré rápidamente hacia el hombre.
—He tenido que elegir entre viajar con Anna Lisa Griss enojada o dejar que la nave fuese conducida por personas que no pueden distinguir la impulsión de McAndrew de un vehículo a láser.
Miró la pantalla con el ceño sombrío.
—No es una elección fácil. Nunca ha visto a Anna cuando se enfada de verdad. Permítame decirle… no es algo por lo que yo quisiera volver a pasar. —Se inclinó hacia adelante—. Oiga, Jeanie, ¿ese que hay en la pantalla no será nuestro programa de vuelo?
—Desde luego que sí. —Roté los ejes de tal forma que todas las coordenadas quedaran en polares esféricas eclípticas y almacené el resultado—. ¿No le gusta?
—Parece de lo más simple. —Movió el dedo por encima de la pantalla—. Quiero decir que casi es una línea recta. No es una verdadera trayectoria. ¿Qué pasa con el campo gravitacional del Sol? Y no está previendo tolerancias para el movimiento del Manna mientras dure nuestro trayecto.
—Ya lo sé. —Introduje en la memoria principal el perfil del vuelo, y entonces pareció que se me aflojaba el nudo que tenía en el estómago—. Por eso seré yo quien pilote la nave en lugar de uno de sus hombres. Aceleraremos a cien g, ¿verdad? ¿Sabía que la aceleración del Sol sobre nosotros, aquí, cerca de la órbita de Marte, es sólo una trescienmilésima de eso? Tiene efectos mínimos en nuestro movimiento.
—Pero ¿qué hay con respecto al movimiento del Manna en su órbita mientras nos dirigimos hacia allí? También ha ignorado ese factor.
—Por dos razones. En primer lugar, el Manna está tan lejos que no se mueve muy rápido: sólo a medio kilómetro por segundo. Más importante que eso es que ignoramos hasta dónde llegó Lanhoff en su procesamiento del Manna. ¿Estará el cuerpo en su órbita original o ya habrá comenzado a moverse en dirección al Sol?
—No tengo ni idea.
—Yo tampoco. Lo único que podemos hacer es ir hasta allí y averiguarlo.
Miré el reloj. Había llegado el momento de ponernos en marcha.
—Ahora será mejor que nos vayamos despidiendo —proseguí—. Tendremos muchas oportunidades de conversar en las próximas semanas. Quizá demasiadas. Dentro de dos horas estaremos en camino. Entonces no podremos recibir señales del exterior hasta que no lleguemos al Halo y desconectemos la impulsión.
—¿Realmente? —Pareció sorprendido—. Pero ¿y las órdenes que recibamos de…?
—Bayes —lo llamaba suavemente Anna Griss desde el nivel inferior.
Will desapareció antes de que pudiera girar la cabeza.
No envidio la vida de los de Abajo: son diez mil millones uno encima del otro pugnando por un lugar donde poder respirar. Pero hay ciertas experiencias que sólo se viven en la Tierra, y en ningún otro lugar del Sistema.
Por ejemplo, me han dicho que durante las grandes tormentas circulares que soplan desde los trópicos hasta las latitudes septentrionales, existe un área en el centro mismo —el «ojo del huracán», como lo llaman Abajo— donde los vientos quedan en estado de total quietud y el cielo se vuelve azul profundo. Es algo que, aunque sólo fuese una vez, me gustaría poder ver.
El ojo del huracán. Eso era el área de la cápsula-habitáculo que rodeaba a McAndrew durante el vuelo que nos acercaría al Manna.
Anna Griss me tenía declarada la guerra permanentemente.
—¿A qué se refiere con eso de que no habrá mensajes? —me dijo—. Debo mantener contacto diario con el Cuartel General.
—En tal caso, tendré que interrumpir la impulsión —expliqué—. Las señales no pueden atravesar la membrana de plasma.
—Pero eso nos retrasará… He dicho en la Sede General que sólo tardaríamos un mes, e incluso con la impulsión al máximo todo el tiempo son dos semanas de ida y dos de vuelta.
Estábamos de pie al lado del robochef, y yo me encontraba programando la próxima comida. Tardé unos segundos en captar su última observación.
—¿Qué ha dicho en la Sede General? ¿Que sólo tardaremos un mes?
—Exactamente. Tres días bastarán para saber qué ha ocurrido con el Star Harvester. Usted misma lo dijo, y McAndrew estuvo de acuerdo.
Me volví para mirarla de frente, notando el cuidado que ella ponía en hacer que su rostro se viera lo más atractivo y acicalado posible.
—Tres días serán suficientes. Ya lo creo que sí. Pero estará en el espacio mucho más de un mes. El viaje lleva dos semanas de ida y dos de vuelta, en tiempo-nave. En tiempo terrestre, son veinticinco días cada etapa. No habrá modo de que pueda regresar a la Tierra en un mes.
Se le encendió el rostro y sus ojos echaron chispas. Estaba más atractiva que nunca.
—¿Cómo es posible?
—No lo sé, pero es física común y corriente. Pregúnteselo a McAndrew. (Lo sabía muy bien, pero no pensaba entretenerme más en una conversación que no me apetecía.) Todo el tiempo era igual. Nos resultaba difícil estar de acuerdo en algo, y tan pronto despegamos se hizo evidente que Anna Griss estaba mucho más acostumbrada a delegar que a hacer. El pobre Will Bayes cumplía la triple tarea. Por fortuna, Anna no podía hacer demasiado sin comunicarse con la Tierra, salvo gritarle a Will y no dejar que pusiera el trasero en la silla.
McAndrew era el ojo del huracán. Al principio no daba crédito a mis ojos. Cuando estaba a dos metros de él, Anna Griss era toda luz y dulzura. Le consultaba con humildad sobre la impulsión y la dilatación del tiempo; seguía su opinión en todo, desde el menú hasta Dostoyevski, y no tardó en colgarse de sus palabras primero y de sus brazos después, entre románticas caídas de ojos.
Daba asco.
Y McAndrew, el muy patán, aceptando su juego.
—¿Qué está haciendo esta mujer? —dije a Bayes cuando no podían oírnos—. Se está poniendo en ridículo…
Me guiñó un ojo.
—Usted lo sabe tan bien como yo. ¿Pero pensará él lo mismo? Antes de que partiéramos me pidió que consiguiera un informe completo sobre él y que lo trajera para el viaje. Ha estado leyéndolo. Ya es hora de que conozca a Anna. Consigue todo lo que se propone. No quedaría mal en sus antecedentes personales tener un contrato de cohabitación por cinco años con el científico más famoso del Sistema…
—No sea imbécil. Ni siquiera le gusta.
—Pues sepa que sí le gusta. —Se acercó y bajó la voz—. Conozco a Anna. Tiene sus apetitos… Lo desea, y creo que intenta conseguir un contrato de cohabitación.
Me reí con sorna.
—¿Con Mac? ¡Ridículo! Pertenece a… la ciencia. —Y me lo creí por completo hasta que una mañana me encontré aplicándome feromonas detrás de las orejas y poniéndome un nuevo uniforme verde que me marcaba la silueta mucho más que el mono de costumbre.
Pero McAndrew, el muy bribón, no se dio cuenta ni comentó una sola palabra.
Y mientras esto ocurría, nos alejábamos del Sol. Con la aceleración a cien g, la cápsula-habitáculo estaba muy cerca del plato de masa. La atracción gravitacional del plato equilibraba la fuerza que la aceleración de la nave imprimía sobre nosotros, creando un cómodo ambiente de medio g. Las fuerzas de marea creadas por el gradiente gravitacional sólo podían percibirse si uno se detenía a sentirlas. La impulsión de McAndrew funcionaba sin el menor error, como era habitual, captando la energía del punto cero, «extrayendo la médula misma del espacio-tiempo», como había dicho uno de los colegas de Mac.
—No comprendo —le había dicho una vez—. Obtiene energía de la nada…
McAndrew me miró con aire de reproche.
—Eso mismo solían decir en 1910, cuando un grupo de científicos locos pensó que podía extraerse energía del núcleo de un átomo. Jeanie, no esperaba esto de ti.
Muy bien, me había desarmado con su respuesta, pero seguí sin comprender la impulsión en lo más mínimo.
A mitad de camino hicimos girar la nave para comenzar la desaceleración, y durante la operación interrumpí los impulsores. Anna Griss tuvo oportunidad de enviar su mamotreto de órdenes, y por fin dejó unas horas tranquilo a Will Bayes. Me hizo gracia comprobar que en sus mensajes daba la impresión de estar absolutamente al corriente de todo cuanto ocurría en el Hoatzin. Atribuía el retraso de su regreso a problemas surgidos en el trayecto. Si el nivel de capacidad científica del Departamento de Alimentos era equivalente al suyo, posiblemente la creyeran.
Para mí, ésta debió ser la mejor parte de la misión, la razón por la cual permanecería en el espacio y jamás buscaría un empleo Abajo. Con la impulsión desconectada, volamos hacia las estrellas en perfecto silencio. Me quedé cerca del visor, observando la rueda de los cielos mientras la nave giraba.
El Hoatzin iba a un cinco por ciento de la velocidad de la luz. Al realizar la maniobra extremo-sobre-extremo, los colores del paisaje de estrellas variaron lentamente del rojo al azul por el efecto Doppler. Lancé una última mirada al Sol y a su comitiva antes de que el plato de masa los ocultara. Mediante el telescopio óptico podía verse a Júpiter: un diminuto punto de luz, a un quinto de grado del disco refulgente del Sol. La Tierra no se veía. Sus fotones reflejados se habían perdido durante su trayectoria de doscientos cincuenta mil millones de kilómetros.
Enfoqué el telescopio, tratando en vano de detectar el Manna. Era un punto en el mar estelar, tan lejos de nosotros como nosotros lo estábamos del Sol. Pasarían otras dos semanas antes de que pudiéramos localizar su presencia. De todas formas, lo intenté. Entonces, se cerró el escudo que nos protegía de la lluvia de partículas y altas radiaciones producida por nuestra velocidad, cercana a la de la luz. Las estrellas se apagaron. Dirigí de nuevo mi atención a lo que ocurría dentro del Hoatzin.
Sin tener en qué ocupar su tiempo, Anna había delegado sus tareas en Will Bayes para concentrarse en el encantador McAndrew. Will y yo recibimos el desprecio y el trabajo infamante. Me sentí furiosa y esperé la hora de la venganza.
Mac había desaparecido de nuevo tras las fronteras de su mente. Antes de partir, habíamos cargado en el ordenador una biblioteca entera de referencias sobre Lanhoff y los materiales orgánicos del Halo. Mac se pasaba las horas absorbiendo la información y procesándola en esa singular computadora personal que llevaba dentro del cráneo. Sabía que sería mejor no interrumpirlo. Después de un par de inútiles intentos de llamar su atención, Anna aprendió la misma lección. No podía negarse que era rápida. De ciencia no sabía nada, pero a la hora de manejar a la gente hacía instintivamente lo que a mí me había llevado años aprender. En lugar de charlar sobre trivialidades, estudiaba los mismos datos que McAndrew había estado analizando y le preguntaba sobre ellos.
—Comprendo por qué debe haber tanta materia orgánica prebiótica en el Halo — comentó durante una de nuestras sesiones programadas de gimnasia. Se había puesto un ajustado conjunto azul, y pedaleaba tenazmente en la bicicleta fija—. Pero nunca creí en la suposición de Lanhoff de que hubiese vida primitiva. Seguramente la temperatura allí es demasiado baja.
En los registros oficiales seguía siendo la «Teoría de Griss-Lanhoff», pero con nosotros Anna había renunciado a fingir que dominaba las ideas de Lanhoff. Ella había sido la fuerza motriz que había llevado sus principios a una evaluación práctica. Todos lo sabíamos; y por el momento, eso era suficiente para ella. No me cabía la menor duda de que veríamos otro cambio cuando llegáramos al Sistema Interior.
McAndrew levantaba y dejaba caer perezosamente unas pesas. Aborrecía el ejercicio físico, pero acataba a regañadientes las disposiciones de la FUE para el personal espacial.
—En el Halo hace frío —comentó—. Unos grados por encima del cero absoluto, en la mayoría de los cuerpos. Pero quizá no sea demasiado frío.
—Lo es para nosotros.
—Desde luego. Es el punto de vista de Lanhoff. Sólo conocemos las enzimas halladas en la Tierra. Permiten que las reacciones químicas se produzcan en determinado régimen de temperaturas. ¿Por qué no podría haber otras enzimas catalizadoras de procesos vitales que pudieran operar en temperaturas mucho menores?
Anna dejó de pedalear, y yo interrumpí mis flexiones.
—¿Incluso en las temperaturas del Halo? —preguntó ella.
—Creo que sí. —McAndrew abandonó por un instante las pesas—. Lanhoff sostiene que en cuatro mil millones de años podrían producirse muchísimas cosas con abundantes moléculas orgánicas complejas y cientos de miles de millones de cuerpos separados disponibles. Esperaba encontrar vida en ese lugar. Probablemente vida primitiva, pero que pudiésemos reconocer como tal. Estaba preparado para el hallazgo, y el Star Harvester iba bien equipado para recoger muestras.
Dejamos el tema, pero siguió dando vueltas en mi cabeza mientras Anna se llevaba a McAndrew a un rincón para programar una elaborada comida. La oía reír mientras por mi mente cruzaban visiones de la civilización del Halo. Allí podría haber surgido vida, y evolucionado hasta crear formas inteligentes. La sociedad del Halo quizá fuese perturbada por la incursión de nuestra nave exploradora. Podrían haber hecho prisionero a Lanhoff. Su nave quizá quedó destruida. El Sistema Interior y el Halo entrarían en guerra…
Pura bazofia. Lo supe incluso mientras fantaseaba, y luego McAndrew señaló por qué, cuando conversamos sobre el tema.
—Les atribuimos nuestra forma de ser, Jeanie, porque la vida en la Tierra es una larga lucha por los limitados recursos. Nuestra perversidad comenzó hace tres mil millones de años, en la batalla por el alimento. El Halo no es así. Allí todo forma parte de los recursos alimentarios. ¿Cuánto habríamos evolucionado si cada día lloviera sopa, y si las montañas de la Tierra fuesen de queso? Todavía seríamos seres unicelulares, felices como almejas.
Era posible. McAndrew era tan brillante que, al cabo de un tiempo, una se acostumbraba a no ponerlo en duda. Pero a las dos horas estaba preocupándome de nuevo. Se me ocurrió pensar que Mac era físico; la biología no pertenecía a su campo de estudios. Y a Lanhoff y su nave algo les había sucedido. ¿Qué?
No volví a mencionarlo, abstraída en mis cavilaciones y dudas, mientras McAndrew y Anna Griss conversaban y reían en el sector dormitorio, y Will Bayes se sentaba a mi lado en el área de control, apesadumbrado por sus propios pensamientos. Estaba dominado por Anna hasta tal punto que cuando ella andaba cerca yo dejaba de verlo como individuo independiente. Ahora descubría qué lo movía: la seguridad.
Pobre Will. En busca de la seguridad había ingresado en la organización más estable del Gobierno terrícola: el Departamento de Alimentos. Ése era el sitio adecuado para un trabajo sólido, sujeto a la Tierra, libre de riesgos. No tenía deseos de aventuras, ni afán de viajar más allá de los pocos kilómetros que lo separaban de su pequeño apartamento. Sólo había estado una vez en el espacio, como miembro de una reunión entre el Consejo y la Federación Unida del Espacio. Ahora estaba embarcado en una misión tan lejos de su hogar que podría sobrevivir incluso si el Sol se convirtiera en una nova.
¿Cómo había sucedido? No lo sabía. Ni se le ocurría culpar a Anna. Allí estaba, lleno de incertidumbre e infelicidad. Le hice compañía, mientras mis propias aflicciones palpitaban azarosamente hasta que por fin llegó el momento de aminorar la impulsión y comenzar la búsqueda final. El Manna debía estar a menos de diez millones de kilómetros de nosotros.
«¿DISTANCIA PARA ACERCAMIENTO STAR HARVERSTER? VALOR DE DEFECTO: CERO.»
Nuestro ordenador comenzó a hablarnos mientras aún buscábamos el primer contacto visual. Pese a lo que pudiese haber sucedido con la tripulación de la nave, el sistema de orientación y control del Star Harvester seguía funcionando. Tan pronto la interferencia de la impulsión fue lo bastante baja para permitir la transmisión de señales, comenzó la comunicación automática entre ambas naves para establecer identificación y cotejar posiciones.
—Cincuenta mil kilómetros. —No quería un encuentro inmediato—. Control manual.
«CINCUENTAMIL KILÓMETROS: CONTROL TRANSFERIDO.»
—Desde esa distancia no veremos nada. —Anna observaba con impaciencia la pantalla de aumento—. Estamos perdiendo el tiempo. Acerque más la nave.
Entonces pudimos ver la imagen oblonga y rústica del Manna sobre la imagen del radar. En un extremo se observaba claramente un brillante cúmulo de corpúsculos luminosos: debía ser el ensamble del Star Harvester. De pronto sentí el tamaño del cuerpo al que nos aproximábamos. La nave de Lanhoff era de las más grandes dentro de la flota de la FUE. Al lado del Manna, parecía una mota de polvo.
—¿No me ha oído? —Anna elevó el tono de voz—. No quiero observar a millones de kilómetros. Acerque más la nave. Es una orden.
Me volví hacia ella.
—Creo que debemos ser prudentes hasta que sepamos lo que ocurre. Podemos efectuar un montón de verificaciones generales desde aquí. Es más seguro.
—Perderemos tiempo. —Su voz bramaba de impaciencia—. Estoy al frente de esta nave. Haga lo que le digo y acerque más la nave.
—Lo siento. —Ya no podía demorar más la ocasión—. Usted está a cargo de la nave mientras estamos en vuelo libre, de acuerdo. Pero cuando nos encontramos en modalidad de contacto con otra nave, el piloto tiene inmediatamente la autoridad máxima con respecto a la toma de decisiones. Consulte los manuales. Hasta que iniciemos el regreso a la Tierra, yo tendré la última palabra en lo que respecta a nuestros movimientos.
Se hizo un largo silencio. Estábamos frente a frente. Las mejillas de Anna adquirieron un tono algo subido. McAndrew y Will Bayes parecían incómodos.
—Lo tenía planeado desde el principio, ¿verdad? —preguntó Anna en voz baja. Su voz era fría como un glaciar—. Sin duda estaba esperando el momento. Va a desperdiciar el tiempo de todos mientras juega a ser la mandamás.
Fue hasta el otro departamento de comunicaciones y oí su rápido teclear en el tablero. No sabía si estaba introduciendo alguna instrucción o sólo consultando la sección del Manual que define la transferencia de autoridad al piloto durante las etapas de acercamiento y contacto. Me tenía sin cuidado. Siempre me había dado buenos resultados ser extremadamente cautelosa, y no tenía por qué cambiar de estrategia ni siquiera por Anna Griss. Centré mi atención en los datos que entraban y salían por la pantalla.
Media hora más tarde, Anna regresó y se sentó sin hablar. Tenía la incómoda sensación de que me observaba críticamente por encima el hombro. Señalé la pantalla central, por donde comenzaba a aparecer una segunda serie de observaciones remotas del Manna. El ordenador lo verificaba todo automáticamente en busca de anomalías. Entre destellos rojos para llamar nuestra atención, apareció una nueva serie de datos.
—Por eso no quería apresurarme. No creo que hayamos estado perdiendo el tiempo. Mac, observa esas lecturas de radiactividad. ¿Qué te parecen?
El ordenador había hecho su análisis preliminar, comparando los registros de radiactividad del Manna con los de otros cuerpos típicos del Halo y con el entorno del lugar. McAndrew comprobó los valores, frunció el ceño durante unos segundos, y luego asintió.
—Son elevados, desde luego. Unas seiscientas veces más altos de lo que habría esperado.
Respiré hondo.
—Imagino lo que sucedió con Lanhoff. Una de las unidades de fusión debió enloquecer mientras la instalaban. ¿Veis ahora por qué soy cautelosa?
Anna Lisa estaba atónita.
—Eso quiere decir que toda la tripulación recibió una sobredosis fatal de radiación…
—Así parece. —Había demostrado que tenía razón, pero eso no me producía ninguna satisfacción. Me sentía mal. Cuando vuela una planta de fusión, no hay esperanza de que nadie se salve.
—No, Jeanie. —McAndrew seguía con el ceño fruncido, acariciándose la caballera rubia—. Estás sacando conclusiones precipitadas. Lo que yo he dicho es que la radiactividad es seiscientas veces más alta que lo debido, y así es. Pero sigue siendo baja. Uno podría vivir expuesto a semejante radiación sin recibir muchos daños. Si hubiera estallado una planta de fusión, los valores del Manna serían cientos de miles de veces más altos que éstos.
—Pero ¿qué otra cosa podría causar valores anormalmente elevados?
—No lo sé. —Me miró como disculpándose—. Y jamás lo sabremos desde esta distancia. Me parece que Anna tiene razón. Si realmente queremos saber qué ha ocurrido, tendremos necesariamente que acercarnos más.
Tal vez por primera vez Anna fue consciente de que Lanhoff y su tripulación habían muerto casi con toda seguridad. En todo caso, su expresión no fue de triunfo cuando me vio aproximar cuidadosamente la nave hasta que quedamos a sólo diez mil kilómetros del planetoide. Avanzamos lentamente, con todos los canales sensores de recepción muy abiertos. Dispuse que el sistema de control nos mantuviera a distancia constante de la superficie del Manna.
—No pienso ir más allá —anuncié—. Estamos muy lejos de casa, y no arriesgaré nuestro único medio de regreso. Cualquier observación más próxima deberá hacerse con la cápsula transbordadora. Mac, no he tenido tiempo de analizar los datos que recibimos. ¿Hay algo fuera de lo normal con respecto a la nave o al Manna?
McAndrew estaba ante la pantalla, con el ceño fruncido, tecleando instrucciones.
—Tal vez. Mientras estabas ocupada con la aproximación he ordenado una transferencia completa de datos desde el ordenador del Star Harvester hasta la nuestra. Lanhoff y su tripulación dejaron de introducir nuevos datos hace ciento quince días, es decir, cuando se interrumpió el flujo de señales a Tritón. Pero los sensores automáticos siguieron recogiendo información. Aquí está la primera lectura de radiactividad efectuada en el Manna cuando llegaron, y aquí la que acabamos de hacer. Como veréis, son idénticas. Y ahora mirad esto: es el perfil térmico de una sección transversal a través del centro del Manna.
Una burbuja multicolor irrumpió en la pantalla. Era una serie de elipses concéntricas, coloreadas según un espectro que iba desde el rojo oscuro en la porción central al violeta en el límite exterior.
—Los distintos colores representan diferentes temperaturas. —McAndrew tocó un botón y en el centro de la imagen apareció una elipse oscura alrededor de las porciones rojas y naranjas—. He puesto el contorno de los cero grados Celsius. ¿Lo veis? Significativo, ¿verdad?
—¿Si vemos qué? —preguntó Anna. Se había sentado cerca de McAndrew, casi hombro con hombro.
—El interior… dentro de la curva. La temperatura es más elevada que el punto de fusión del hielo. Si el Manna tiene un núcleo de agua, debe estar en estado líquido. Hay un par de kilómetros de superficie congelada, y luego un interior líquido.
—Pero estamos en el Halo —protesté—. A miles de millones de kilómetros de la fuente de calor más cercana. A menos que… Lanhoff ya hubiera instalado aquí una de sus plantas de fusión.
—No. —McAndrew movió la cabeza. Sus ojos brillaban—. La distribución de temperaturas en el interior era la misma antes de que llegara Lanhoff. Tienes razón, Jeanie: parece imposible, pero ahí lo tienes. El Manna es trescientos grados más cálido de lo que tendría que ser.
Se hizo un largo silencio. Finalmente, Will Bayes se aclaró la garganta.
—Muy bien. Seré un idiota pero no entiendo cómo es posible esa diferencia de temperatura.
McAndrew dejó escapar una especie de ladrido de excitación.
—Hombre, si tuviera la respuesta segura ya lo habría dicho. Pero puedo aventurar una buena suposición. Debe haber una fuente natural de calor en el interior, algo como uranio o torio muy en el interior. Eso también sería coherente con los elevados valores de radiactividad. —Se volvió hacia mí—. Jeanie, debes llevarnos hasta allí para que podamos examinar el interior.
Vacilé.
—¿No será peligroso? —dije por fin—. Si hay uranio y agua… podría formarse un reactor nuclear.
—Sí, si uno lo intenta con mucho empeño. Pero no es algo que pueda ocurrir espontáneamente en la naturaleza. Sé razonable, Jeanie.
Me miraba con expectación, mientras Anna permanecía sentada en silencio. Disfrutaba viendo cómo me presionaba para que cambiara de parecer.
Sacudí la cabeza.
—Si queréis ir hasta allí a explorar, no intentaré deteneros. Pero mi obligación es salvaguardar la nave. Me quedo aquí.
La lógica estaba de mi lado. Pero mientras hablaba sentí que estaba actuando como una cobarde.
A una distancia de cincuenta kilómetros, el Manna ya ocupaba el cielo que teníamos delante: era un bulto negro contra el manto estelar. El Star Harvester pendía como un racimo de esferas centelleantes a un lado del planetoide. A medida que la cápsula transbordadora se acercaba, el cuerpo iba creciendo. Una de las cámaras de la cápsula enviaba frágiles imágenes a mi puesto de observación desde el Hoatzin. Veía las doce secciones de la nave y las angostas conexiones que las unían, tubos huecos que entonces caían laxos pero que, con la impulsión encendida, quedaban rígidos por la acción electromagnética.
—Nos acercamos a la esfera externa de carga —me anunció McAndrew. Lo vi en la pantalla que mostraba el interior de la cápsula, y una tercera imagen me permitía ver y registrar el tablero de control de la cápsula tal como lo veía el mismo Mac.
—Todo parece perfectamente normal —prosiguió—. Entraremos en el Star Harvester mediante la Sección de Control. ¿Qué sucede, Anna?
Se volvió hacia ella. La mujer estaba observando otro sensor, del que yo no estaba recibiendo información.
—Conectad la Unidad Cuatro —dije rápidamente.
Tras mi instrucción, los ordenadores proyectaron en la pantalla central la misma imagen que observaban Will y Anna. Vi una larga aguja que partía del Star Harvester y penetraba en la irregular superficie del Manna. La cámara rastreó su longitud y sintonizó frecuencias profundas de radar para generar una imagen del lugar donde la aguja se hundía en el planetoide.
—¿Es el eje de una perforadora? —pregunté—. Parece como si se hubieran dispuesto a insertar una planta de fusión en medio del Manna.
—No tendría sentido. —McAndrew gruñía, abstraído, mientras se frotaba la calva incipiente—. Lanhoff sabía muy bien que el Manna tiene un núcleo líquido. Ellos contaban con los mismos datos que nosotros. Con semejante núcleo, no necesitaba ninguna planta de fusión. El interior tendría temperatura suficiente para que sus enzimas actuaran.
—¿Estaría buscando material radiactivo? —pregunté, pero pude responder por mí misma—. Tampoco tendría sentido. Podría haberlo localizado como hemos hecho nosotros, con medición remota. ¿Para qué penetrar hacia el núcleo?
—Yo os diré para qué —dijo Anna de pronto—. Arne siempre fue así. Cada vez que veía algo que no comprendía, sentía el impulso de investigar. No podía resistirse. Seguro que penetró hasta el centro para ver de cerca algo que detectó allí. Algo que no podía examinar desde fuera.
La cápsula se acercaba cada vez más a las compuertas de la Sección de Control. Intuí que perdería su visión cuando los tres estuvieran dentro.
—Mac. En cuanto entres, enciende todos los monitores y di al ordenador que transmita las señales al Hoatzin. —Levanté la voz—. Y uno de vosotros debe quedarse en la Sección de Control si decidís penetrar bajo la superficie. ¿Me habéis oído?
Asintió vagamente, pero ya se dirigía a la portezuela. Anna lo seguía. Lo último que vi antes de que la cámara dejara de enfocarlos fue el rostro preocupado de Will Bayes, que paseaba la mirada por la cápsula con inquietud.
Desierta, pero en perfecto estado de funcionamiento. Ésa fue la conclusión que arrojó el examen exhaustivo de la Sección de Control del Star Harvester.
Yo había seguido por los monitores remotos la inspección que realizaban, paso a paso, y no podía acusarlos de falta de precaución.
Por fin, cuando regresaron a la sala principal de control, McAndrew dijo:
—Aquí no encontraremos a Lanhoff ni a su tripulación. Seguramente han ido al interior del Marina. Mirad esto.
Frente a mí, en la pantalla, apareció un perfil realizado por ordenador del conducto que se introducía en la superficie. Penetraba la cáscara helada exterior y terminaba en una esclusa de aire que conducía al núcleo líquido. En el gráfico, el ancho conducto parecía una aguja del espesor de un cabello perforando un huevo. De nuevo me sorprendió el tamaño del planetoide. Su núcleo líquido contenía medio millón de kilómetros cúbicos de fluido. Tal vez nunca pudiésemos encontrar allí a Lanhoff ni a su tripulación.
—Sabemos que bajaron allí —prosiguió McAndrew, como si leyera mis pensamientos. Sostenía un gran recipiente transparente lleno de un turbio líquido amarillento—. ¿Lo ves? Trajeron muestras. Te enviaré los análisis, pero ya puedo adelantarte que los resultados son los que predijo Lanhoff.
—Son materiales orgánicos de alto nivel —agregó Anna. Me miraba triunfal—. Le dije que debíamos venir hasta aquí para encontrar algo que nos sirviese. Esto es lo que esperábamos, pero mucho más concentrado aún. Hemos hallado un verdadero caldo de cultivo. El interior del Manna es como una sopa nutritiva. Cualquiera de nosotros podría beber una taza y quedar satisfecho.
Will Bayes miraba el líquido con expresión temerosa, como si esperase que Anna le ordenara beber un sorbo.
—Tiene cosas vivas dentro —comentó.
Volvieron a acosarme mis viejos temores.
—Mac, ten cuidado con la forma en que manejas este asunto. Si hay organismos…
—Sólo unicelulares. —McAndrew estaba excitado—. Lanhoff pensaba que podría encontrar vida primitiva en este lugar. Y no se equivocó.
—Y tienen estructura de ADN —agregó Anna—. Como nosotros.
Inspeccioné más de cerca el líquido amarillento.
—Así que las viejas teorías eran correctas… la vida llegó a la Tierra desde el exterior.
—Ésa es la verdadera trascendencia de lo que encontraron en el Manna —dijo McAndrew—. La vida no se originó en la Tierra. Comenzó aquí, en el Halo, o en algún lugar todavía más lejano, y viajó hasta nuestro planeta, tal vez en la cabeza de un cometa o formando parte de meteoritos más pequeños. Pero observa la diferencia: en la Tierra hay presiones que nos han hecho evolucionar hasta lo que hoy somos a partir de un organismo unicelular. Aquí hay calor de los materiales radiactivos que forman el centro del planetoide, y hay alimento en abundancia. No hay motivos que fundamenten una evolución como la nuestra. Por eso no comparto tu temor a que entremos. No hay razón evolutiva para suponer que haya predadores en el Manna.
No encontraremos tigres ni tiburones. Es el Jardín del Edén.
Anna asintió y le estrechó el brazo. Estaban tan excitados que me pregunté si no sería yo la irracional. Cuanto más entusiastas se volvían, más inquieta me sentía yo. Tal vez no hubiese tigres ni tiburones. Pero de todas formas, ¿no habría selección natural aunque hubiese tenido lugar con mucha mayor lentitud?
Sombras de la doctrina malthusiana: el número de organismos crece en progresión geométrica y los recursos alimentarios son finitos. Llegado el momento habría un equilibrio, un estado constante en que los organismos que mueren son reemplazados por los nuevos. Entonces ocurriría una selección natural, donde las distintas formas competirían por la subsistencia. No seguía la lógica estricta, pero intuitivamente sentía que algo no andaba bien. Y sabía que Mac no era biólogo. Contemplé la pantalla y moví la cabeza.
—¿Entonces qué ocurrió con Lanhoff y su tripulación? —pregunté.
Se hizo un silencio largo e incómodo.
—Tienes razón, Jeanie —dijo McAndrew por fin—. Todavía no tenemos respuesta a eso. Pero vamos a tenerla. Will se quedará aquí, y Anna y yo vamos a bajar ahora mismo.
—No. —Mi corazón echó a galopar—. No lo permitiré. Es demasiado peligroso.
—No estamos de acuerdo —intervino Anna suavemente—. Ya ha oído a McAndrew: dice que debemos bajar. Nos pondremos los trajes para estar bien protegidos.
El necio corre a donde el ángel teme poner pie, reza el dicho. Anna Griss sabía cómo subsistir en medio del alboroto burocrático de la Tierra, pero estaba muy lejos de su ambiente. Y si confiaba en el instinto de Mac para salvar el pellejo…
—¡No! —estallé—. ¿Me habéis oído? Os lo prohíbo. Es una orden.
—¿Una orden? —Anna no levantó la voz—. Como verá, ya no estamos en modalidad de contacto, capitana Roker. El Star Harvester está sujeto al planetoide. Eso significa que aquí mando yo, no usted. —Se volvió a McAndrew—. Vamos, preparémonos bien. No quiero que corramos ningún riesgo.
Antes de que pudiera volver a hablar, acercó la mano al monitor. De pronto me encontré mirando la pantalla en blanco.
Me llevó cinco largos minutos establecer una comunicación de recambio entre el ordenador del Star Harvester y el del Hoatzin.
Cuando la pantalla auxiliar se encendió, vi a Will Bayes toqueteando el banco de control.
—¿Dónde están, Will?
Se volvió rápidamente.
—Van rumbo al interior del planetoide, Jeanie. No pude disuadirlos. Dije que no debían ir, pero Anna ni siquiera reparó en mis advertencias. Y ha convencido a Mac.
Conocía a McAndrew. Ni habría tenido que convencerlo siquiera. Si uno le mostraba un problema intelectual interesante, la preservación de su persona pasaba a ser un asunto secundario y cedía ante la curiosidad.
—No se preocupe por eso, Will. Conécteme con el ordenador de la cápsula de transbordo.
—¿Qué piensa hacer?
—Ir tras ellos. Tal vez Mac tenga razón, y no corran ningún peligro. Pero quiero cubrir la retaguardia e ir a cierta distancia de ellos, por si las moscas.
Will podría haber pilotado la cápsula para venir por mí en caso de necesidad, y sabía que el ordenador también podría haberlo hecho con una sencilla instrucción. Pero Will y el ordenador habrían seguido el manual en lo que hace referencia a los niveles permitidos de aceleración y distancias de detención. Me apoderé del control remoto de la cápsula, pasé por alto el ordenador, desobedecí todas las normas del manual y llevé la cápsula hasta el Hoatzin en menos de quince minutos. Y al regresar al Star Harvester, aún rebajé el tiempo en cien segundos.
Will me esperaba en la compuerta principal con el traje puesto.
—Algo no marcha bien —anunció—. Me dijeron que enviarían una señal cada diez minutos, pero ya han transcurrido veinte desde la última vez. Estaba a punto de bajar para ver qué había sucedido.
—¿Vio algún arma a bordo cuando recorrió la nave? —le pregunté.
—¿Arma? —Will frunció el ceño—. No. Lanhoff no tenía ninguna razón para llevar armas. Espere un momento… ¿Qué le parece un láser de construcción? Eso puede resultar bastante peligroso. En la Sección Seis los hay de sobra.
—Vaya a buscar uno. —Me puse a preparar la cápsula de transbordo para una eventual fuga de emergencia en el caso de que la necesitáramos. Una vez de cada mil, este tipo de precaución da buen resultado.
—Traeré dos.
Will se fue por el conducto que unía las secciones antes de que pudiera discutir con él. No lo quería a mi lado en medio del Manna. Prefería que estuviera disponible para ayudarme si me encontraba en apuros.
¿Qué esperaba encontrar? No tenía idea, pero me sentí mucho mejor cuando me ajusté el traje y me puse bajo el brazo un láser de construcción. Will y yo fuimos juntos hasta el lugar donde se abría el largo túnel que se internaba en el Manna.
—Muy bien. Usted se queda aquí. —Observé el extraño modo en que cogía el láser y me pregunté qué sucedería si tuviera que usarlo—. Espere en la boca del conducto. Le enviaré una señal cada diez minutos.
—Eso mismo fue lo que dijo Anna… —Sus palabras resonaron a mis espaldas mientras yo desaparecía por el ancho túnel.
La única iluminación provenía de la luz de mi traje. Visto desde el interior, el conducto que partía de la nave se extendía ante mí como un túnel oscuro e interminable. La gravedad en el Manna era insignificante, por lo que no existían los riesgos de una precipitada caída como en la Tierra, pero tenía que mantenerme apartada de las paredes laterales del túnel, que se estrechaban a medida que atravesaban la superficie del planetoide. Me dejé caer por el control del conducto, encendí el acoplamiento entre los circuitos conductores del traje y el campo de pulsos de las paredes del túnel, y descendí rápidamente y sin hacer ruido.
El salto de tres kilómetros apenas duró un minuto. Durante todo el trayecto hasta la esclusa de aire que había al extremo busqué cualquier señal de que McAndrew y Anna hubiesen tenido problemas. Pero todo era normal.
El mecanismo de penetración del taladro seguía en posición. Normalmente, el túnel podía extenderse a través de los duros hielos a treinta metros por hora. Sin embargo, cuando llegaron al interior líquido, Lanhoff había detenido el avance del taladro para instalar la esclusa de aire. Era una doble cámara cilíndrica de seis metros de ancho, cuyas dos mitades quedaban separadas por una pared corrediza de metal.
Me introduje en la primera parte de la esclusa, cerré la pared y fui hasta la segunda barrera. Vacilé ante ella.
Un viscoso fluido humedecía la pared. No hacía mucho que la compuerta había sido utilizada. Anna y McAndrew debían haberla traspuesto para llegar al núcleo líquido del planetoide. Si quería encontrarlos, tendría que hacer lo mismo.
¿Habría algún visor? Quería examinar bien el interior del Manna antes de pensar siquiera en internarme en él.
El único sector transparente era una pequeña superficie de unos pocos centímetros de lado, donde parte del panel había sido reemplazado por una delgada lámina de plástico. Lanhoff debió haberlo dispuesto así, para establecer un punto de observación antes de arriesgarse a surcar la compuerta. A pesar de la curiosidad de la que había hablado Anna, esta medida hacía pensar en un hombre cauto. Y eso parecía aumentar las probabilidades en mi contra. Navegaba a ciegas, y llevaba prisa.
Fui hasta el otro lado del túnel y acerqué el visor de mi traje a la superficie transparente de la compuerta. La única iluminación era la de mi atuendo, y como debía brillar a través del panel transparente, creaba un efecto visual distorsionado. Me protegí la vista con las manos y escudriñé el interior.
Mi primera impresión fue la de estar en una tormenta de nieve. A través del campo visual flotaban y caían grandes copos blancos y perezosos. A medida que me fui adaptando a la extraña iluminación, los objetos se fueron definiendo como blancas bolas de nieve, ligeras y de distintos tamaños. Algunas eran como uvas; otras, como un puño cerrado. Sus superficies exteriores vibraban constantemente, y producían un resplandor vacilante y ligero al moverse en el fluido amarillento del interior del Manna.
Observé que el número y la densidad de los objetos blancos iba en aumento. La nevisca se tornó nevasca. Y flotando lejos de mí, casi en el límite de mi visión, distinguí dos grandes formas blancas. Parecían siluetas humanas, aunque de contornos borrosos y grandes, como si se tratara de enormes muñecos de nieve. Crecían por momentos, a medida que se acercaban y adherían más copos a su superficie. Se hinchaban constantemente, y no tardarían en convertirse en esferas perfectas.
Me estremecí debajo del traje. Eran figuras totalmente extrañas, pero me di cuenta de lo que acababa de descubrir. En su interior, incapaces de ver, moverse o enviar mensajes, estaban McAndrew y Anna. Al verlos pensé en los corpúsculos blancos que custodiaban mi propio torrente sanguíneo. Las bolas ligeras eran como atareados leucocitos que se agolpaban alrededor de los organismos extraños que osaban invadir el cuerpo del Manna para fagocitarlos y destruirlos.
¿Cómo rescatarlos? Durante los primeros minutos no correrían peligro, pero tarde o temprano los copos taponarían el escape de calor de sus trajes. A menos que pudiera quitarles de encima los cuerpos que llevaban adheridos, pronto morirían, ciegos y asfixiados.
Mi primer impulso fue abrir la puerta y lanzarme al interior. Pero cambié de idea al contemplar los copos. Eran más espesos que nunca y provenían del profundo interior del planetoide. Si me internaba allí, me cubrirían en menos de un minuto. El láser que llevaba conmigo no me servía de nada. Si lo empleaba en el agua, desperdiciaría su energía y sólo conseguiría vaporizar una pequeña cantidad de líquido a mi alrededor. Y no disponía de más armas que ésa.
¿Regresar al Star Harvester y buscar inspiración? Entonces sería demasiado tarde para McAndrew y Anna.
Fui hasta el otro lado de la compuerta. Había un juego dual de controles que actuaban sobre el taladro del túnel, instalado de tal forma que el avance del conducto podía ser observado y modificado sobre la marcha. Si ponía en funcionamiento el taladro, el fluido que había delante ofrecería escasa resistencia. El túnel se extendería a través del líquido hasta abarcar el área donde flotaban las dos esferas deformes. De modo que si primero abría la compuerta y luego activaba el taladro…
La sincronización sería crucial. Cuando la compuerta estuviera abierta, el fluido entraría en el área que me rodeaba. Entonces tendría que hacer funcionar la unidad del taladro para que la compuerta abierta absorbiera las dos masas hinchadas, cerrar la esclusa nuevamente y bombear el líquido hacia afuera. Pero si tardaba demasiado, la nevasca podía abatirse sobre mí, y quedaría tan indefensa como Anna o McAndrew.
Demorarme no facilitaría las cosas. Accioné la palanca que abría la esclusa, me coloqué a un lado de la cámara y oprimí el mecanismo de extensión del túnel.
El líquido irrumpió por la abertura. Luché por resistir la presión para permanecer cerca del control de la esclusa.
Se produjo una marea blanca a mi alrededor. Los copos chocaron contra mi traje y quedaron adheridos a él, cubriendo el visor de mi rostro con una capa opaca. En treinta segundos perdí totalmente la visión; moví con lentitud y torpeza los brazos hasta la palanca de la compuerta.
No había previsto que pudieran dejarme sin visión en tan poco tiempo. ¿Ya habrían entrado Anna y McAndrew en la cámara a través de la esclusa abierta? No tenía forma de saberlo. Esperé todo lo que me fue posible y luego accioné la palanca. Mi brazo se movió pesadamente bajo la masa de copos de nieve que se aferraban a él. Sentí el desplazamiento del control y el rugido ahogado de la bomba. Traté de sacudirme la masa de copos de los brazos para moverlos con libertad, pero fue inútil. Pronto fui incapaz de hacer el menor movimiento. Estaba en la oscuridad. Si los copos toleraban el vacío, McAndrew, Anna y yo correríamos la misma suerte que Lanhoff. Estábamos atrapados en los trajes, sin poder usar las unidades de comunicación, condenados a morir cuando el calor acumulado nos matara.
Fue una interminable espera (sólo diez minutos, según la central de comunicaciones de la nave, pero me parecieron días). De pronto se abrió un claro en la oscuridad que cubría el visor de mi traje. Podía mover los brazos nuevamente. Vi cómo los copos plumosos caían de mi cuerpo y eran succionados por la esclusa.
Giré, atisbando por el único punto despejado de mi visor. En la cámara había otros dos bultos esféricos, que gradualmente comenzaban a adquirir forma humana. En cinco minutos más pude ver algunas partes de sus trajes.
—¡Anna! ¡Mac! Dad la vuelta…
Giraron torpemente para quedar de frente. Los vi detrás de los visores, con los rostros blancos pero inequívocamente vivos.
—Vamos. Salgamos de aquí.
—Espera. —McAndrew sacó una bolsa del costado de su traje, la abrió y recogió muestras del líquido y de los copos de nieve. Pensé que estaba ante un loco incurable.
—No me jodas con eso, Mac. Salgamos de aquí…
¿Cuál era el peligro ahora? No lo sabía, ni pensaba averiguarlo. Le cogí del brazo, empecé a tirar de él hacia la otra cámara. Todavía seguíamos chapoteando en un caos de fluido y copos que flotaban.
Anna me cogió del brazo. Me encontré remolcándolos, a ella le castañeteaban los dientes.
—¡Dios mío! —exclamó—. Pensé que habíamos muerto. Era como estar muerta, sin sonido, sin nada que ver, sin poder moverme…
—Conozco esa sensación. ¿Cómo es que os dejasteis atrapar? ¿Por qué no corristeis hacia la compuerta en cuanto comenzaron a caer los copos?
Recorríamos el túnel tan rápido como podíamos. McAndrew no soltaba su bolsa de muestras.
—No vimos ningún peligro. —Anna recuperaba gradualmente el control de sí misma, y ya no me cogía el brazo con tanta intensidad—. Cuando atravesamos la esclusa apenas había media docena de copos a la vista. McAndrew dijo que debíamos recoger una muestra antes de partir, pues se trataba de formas de vida más complejas que cualquiera de las descritas por Lanhoff. Y de pronto comenzaron a llegar a millones desde todas partes. Antes de que pudiésemos escapar, teníamos los trajes cubiertos. No nos quedó otra posibilidad.
—¿Pero qué son? ¿Qué hacen? —pregunté.
Habíamos llegado al extremo del túnel. Entramos en la esfera. No había rastros de Will Bayes. De pronto recordé que no le había enviado ninguna señal desde mi partida. Debía estar desesperado. Encendí el contacto que llenaría de aire la cámara. Por alguna razón, nunca hasta entonces había estado tan ansiosa por quitarme el traje.
McAndrew colocó la bolsa en el suelo y todos comenzamos a desembarazarnos de los atuendos, empezando por los cascos.
—¿Qué hacen? Es una buena pregunta —repuso él—. Mientras estábamos allí atrapados tuve tiempo para meditar sobre el asunto.
Bueno, era coherente. McAndrew moriría si dejaba de pensar un solo instante.
—Lanhoff y yo cometimos un grave error. Para él, fue fatal. Ambos pensamos que la reserva de alimentos era aquí tan abundante que no habría actividad evolutiva. Pero olvidamos un hecho básico. Un organismo necesita algo más que comida para subsistir.
—¿Qué más? ¿Humedad? —aventuré. Me había quitado el traje, y el aire me resultaba maravilloso.
—Humedad, sí. Pero también calor. Aquí en el Manna, la actividad evolutiva es aproximarse a una fuente de calor. Si uno está demasiado lejos del centro, pasa a formar parte de la capa helada del exterior. Estas bolas de nieve normalmente viven cerca del centro, lo más cerca posible de los fragmentos radiactivos que proporcionan calor.
Anna había salido de su traje. Ahora que estábamos a salvo, hacía un impresionante esfuerzo por recuperar la compostura. Ya no temblaba e incluso se arreglaba el cabello húmedo y enredado con las manos. Miraba con curiosidad el recipiente con los copos ligeros, que seguían moviéndose alrededor del fluido amarillo.
—La radiactividad ha debido acelerar el ritmo de evolución —aventuró Anna—. Yo pensaba que nos querían comer.
—Dudo que seamos muy apetitosos, comparados con toda la sopa que tienen a su disposición —dijo McAndrew—. No, si no hubiese habido tantos, no habrían sido peligrosos. Pero cuando entramos percibieron el calor que emanaban nuestros trajes e intentaron arrimarse a nosotros. No querían comernos; sólo buscaban un lugar cerca de la chimenea.
Anna asintió.
—Esto causará sensación cuando regresemos a la Tierra. Tendremos que llevar muchos especímenes con nosotros. —Acercó la mano al recipiente abierto. Uno de los copos de nieve se había abierto: era una delicada masa blanca de cilios ligeros. Anna extendió el dedo como si pensara tocarlo.
—¡No hago eso! —grité.
Tal vez no pensara hacerlo, pero al oírme gritar se irguió. Me miró enojada.
—Capitana Roker, usted nos ha salvado y se lo agradezco. Pero no olvide quién está al frente de esta expedición. Y no se le ocurra volver a darme órdenes… nunca.
—No sea imbécil —repuse—. No estaba dándole órdenes. Sólo le decía algo por su propio bien. ¿Es que no sabe distinguir lo que puede ser peligroso?
Mi tono de voz debió traslucir impaciencia y rabia. Anna se enderezó, y su rostro pálido se puso rojo.
—McAndrew ha dicho que estas formas de vida no habrían sido perjudiciales si no hubiesen sido tantas —dijo. Y entonces se acercó a la bolsa y deliberadamente tocó el cuerpo ciliado con el dedo índice. Levantó la vista—. ¿Convencida? Son perfectamente inofensivas.
Entonces, se puso a gritar. Al querer retirar el dedo, la forma se adhirió a él. Los cilios le cubrían el índice hasta la segunda articulación.
—¡No me suelta! —Comenzó a sacudir la mano desesperadamente—. ¡Me hace daño!
Le golpeé el dedo con el casco. El borde cayó en mitad del objeto, que se partió y salió volando por la cámara. Anna se miraba el dedo con enfado. Tenía el índice enrojecido e inflamado.
—¡Hay que ver cómo duele! —Se volvió acusadoramente a McAndrew y le mostró el dedo lesionado—. Imbécil. Me dijo que eran inofensivos, y ya ve cómo se me ha puesto el dedo.
Nos quedamos mirándole el índice, que cada vez parecía más rojo e hinchado.
McAndrew había estado todo el tiempo observando la escena con perplejidad. Antes de que pudiera detenerlo, cogió el láser que había dejado en el suelo, lo apuntó hacia Anna y oprimió el contacto. Se oyó un crujido en la pared que había detrás de Anna, y sentimos olor a carne chamuscada. El brazo de Anna había sido limpiamente cercenado por encima del codo, y la herida cauterizada con un solo toque del instrumento.
La mujer se miró el muñón con ojos desorbitados, gimió y cayó al suelo sin conocimiento.
—¡Mac! —Cogí el láser—. ¿Qué diablos estás haciendo?
Tenía el rostro blanco.
—Vamos —dijo—. Llevémosla al robodoc. No es demasiado grave. Tendrá que esperar a que regresemos para que una máquina de retroalimentación le regenere el brazo. No pude evitarlo.
—¿Pero por qué lo hiciste?
—Cometí un error allí fuera, en la esclusa de aire —comenzó. Nos pusimos en marcha a través de la nave, cargando a Anna entre ambos—. No quiero cometer otro. Las notas de Lanhoff sobre los organismos unicelulares que hay en el Manna indican que no se reproducen sexualmente, pero que poseen algo parecido a los plásmidos terrestres. Intercambian secciones de ADN para conseguir las características genéticas de las nuevas criaturas. Cuando lo leí me llamó la atención, pues ello sugiere un mecanismo de aceleración del proceso evolutivo. Pero lo pasé de largo, pues estaba seguro de que en el Manna no habría actividad evolutiva.
Casi habíamos llegado a la Sección de Control del Star Harvester. A menos que Will se hubiera ido a la cápsula de transbordo, presa del pánico, estábamos sólo a veinte minutos del robodoc que había en el Hoatzin. Anna comenzaba a recuperar la conciencia. Se quejaba ligeramente.
—Mac, sigo sin comprenderlo. ¿Qué tiene que ver el método de reproducción de las criaturas del Manna con que hayas mutilado el brazo a Anna?
—Si intercambian tejidos con regularidad, su sistema inmunológico tiene que reconocer y tolerar el intercambio. Pero nosotros no hacemos semejante disparate. El sistema inmunológico de Anna tal vez hubiera destruido el material que los copos de nieve introdujeron en su torrente sanguíneo, pero es mucho más probable que el tejido extraño la hubiese matado. No me atrevía a correr el riesgo.
Habíamos llegado a la portezuela que conducía a la cápsula de transbordo. Allí encontramos a Will Bayes. Durante una fracción de segundo se mostró aliviado, pero entonces se dio cuenta de la situación. Estábamos pálidos y jadeantes. Yo arrastraba a Anna, que venía casi desmayada y con el brazo derecho amputado. McAndrew, con los ojos desorbitados, nos seguía a corta distancia, blandiendo todavía el láser.
Will dio un paso atrás, horrorizado, llevándose las manos al rostro.
—Vamos, hombre, no se quede ahí de pie —le dijo McAndrew—. Apártese. Tenemos que llevar a Anna a la nave para que el robodoc la revise. Cuanto antes, mejor.
Will se hizo a un lado, con aire vacilante.
—No ha muerto, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Cuando se haga un tratamiento de regeneración quedará como nueva. Tendremos que mantenerla bajo sedantes todo el trayecto, pero se pondrá bien.
Fui hasta los controles de la cápsula, dispuesta a regresar al Hoatzin. No se me había ocurrido que Anna tendría que estar callada durante todo el viaje, pero si así eran las cosas, no iba a ser yo quien protestara.
—¡Queréis decir que vamos a volver a la Tierra? —preguntó Will. Por su tono parecía como si hubiera perdido todas esperanza de regresar.
—Por un tiempo. —McAndrew había colocado a Anna en la mejor posición que pudo encontrar. Entonces, buscó desesperadamente a su alrededor el recipiente con las muestras que había dejado en la Sección de Control del Star Harvester—. Volveremos, Will, no se preocupe —lo alentó—. Anna tenía razón; cuando Lanhoff llegó al Manna se encontró con una verdadera cueva de tesoros. Apenas hemos arañado la superficie. En cuanto podamos organizamos, habrá una nueva expedición del Departamento de Alimentos. Y estoy seguro de que todos estaremos allí.
Yo había centrado mi atención en los controles, de modo que no pude escuchar bien las palabras de Will. Pero creo que dijo algo acerca de solicitar un traslado al Departamento de Energía.