SEGUNDA PARTE

EL DESARROLLO ES UN VIAJE CON MÁS NÁUFRAGOS QUE NAVEGANTES

HISTORIA DE LA MUERTE TEMPRANA
Los barcos británicos de guerra saludaban la independencia desde el río.

En 1823, George Canning, cerebro del Imperio británico, estaba celebrando sus triunfos universales. El encargado de negocios de Francia tuvo que soportar la humillación de este brindis: «Vuestra sea la gloria del triunfo, seguida por el desastre y la ruina; nuestro sea el tráfico sin gloria de la industria y la prosperidad siempre creciente… La edad de la caballería ha pasado; y la ha sucedido una edad de economistas y calculadores». Londres vivía el principio de una larga fiesta; Napoleón había sido definitivamente derrotado algunos años atrás, y la era de la Pax Britannica se abría sobre el mundo.

En América Latina, la independencia había remachado a perpetuidad el poder de los dueños de la tierra y de los comerciantes enriquecidos, en los puertos, a costa de la anticipada ruina de los países nacientes. Las antiguas colonias españolas, y también Brasil, eran mercados ávidos para los tejidos ingleses y las libras esterlinas al tanto por ciento. Canning no se equivocaba al escribir, en 1824: «La cosa está hecha; el clavo está en puesto, Hispanoamérica es libre; y si nosotros no desgobernamos tristemente nuestros asuntos, es inglesa».

La máquina de vapor, el telar mecánico y el perfeccionamiento de la máquina de tejer habían hecho madurar vertiginosamente la revolución industrial en Inglaterra. Se multiplicaban las fábricas y los bancos; los motores de combustión interna habían modernizado la navegación y muchos grandes buques navegaban hacia los cuatro puntos cardinales universalizando la expansión industrial inglesa. La economía británica pagaba con tejidos de algodón los cueros del río de la Plata, el guano y el nitrato de Perú, el cobre de Chile, el azúcar de Cuba, el café de Brasil. Las exportaciones industriales, los fletes, los seguros, los intereses de los préstamos y las utilidades de las inversiones alimentarían, a lo largo de todo el siglo XX, la pujante prosperidad de Inglaterra. En realidad, antes de las guerras de independencia ya los ingleses controlaban buena parte del comercio legal entre España y sus colonias, y habían arrojado a las costas de América Latina un caudaloso y persistente flujo de mercaderías de contrabando. El tráfico de esclavos brindaba una pantalla eficaz para el comercio clandestino, aunque al fin y al cabo también las aduanas registraban, en toda América Latina, una abrumadora mayoría de productos que no provenían de España. El monopolio español no había existido, en los hachos, nunca: «… la colonia ya estaba perdida para la metrópoli mucho antes de 1810, y la revolución no representó más que un reconocimiento político de semejante estado de cosas».

Las tropas británicas habían conquistado Trinidad en el Caribe, al precio de una sola baja, pero el comandante de la expedición, sir Ralph Abercromby, estaba convencido de que no serían fáciles otras conquistas militares en la América hispánica. Poco después, fracasaron las invasiones inglesas en el Río de la Plata. La derrota dio fuerzas a la opinión de Abercromby sobre la ineficacia de las expediciones armadas y el turno histórico de los diplomáticos, los mercaderes y los barqueros: un nuevo orden liberal en las colonias españolas ofrecería a Gran Bretaña la oportunidad de abarcar las nueve décimas partes del comercio de la América española. La fiebre de la independencia hervía en tierras hispanoamericanas. A partir de 1810 Londres aplicó una política zigzagueante y dúplice, cuyas fluctuaciones obedecieron a la necesidad de favorecer el comercio inglés, impedir que América Latina pudiera caer en manos norteamericanas o francesas y prevenir una posible infección de jacobinismo en los nuevos países que nacían a la libertad.

Cuando se constituyó la Junta Revolucionaria en Buenos Aires, el 25 de mayo de 1810, una salva de cañonazos de los buques británicos de guerra la saludó desde el río. El capitán del barco Mutine pronunció, en nombre de Su Majestad, un inflamado discurso: el júbilo invadía los corazones británicos.


Buenos Aires demoró apenas tres días en eliminar ciertas prohibiciones que dificultaran el comercio con extranjeros; doce días después, redujo del 50 por ciento al 7,5 por ciento los impuestos que gravaban las ventas al exterior de los cueros y el sebo. Habían pasado seis semanas desde el 25 de mayo cuando se dejó sin efecto la prohibición de exportar el oro y la plata en monedas, de modo que pudieran fluir a Londres sin inconvenientes. En septiembre de 1811, un triunvirato reemplazó a la Junta como autoridad gobernante: fueron nuevamente reducidos, y en algunos casos abolidos, los impuestos a la exportación y a la importación. A partir de 1813, cuando la Asamblea se declaró autoridad soberana, los comerciantes extranjeros quedaron exonerados de la obligación de vender sus mercancías a través de los comerciantes nativos: «El comercio se hizo en verdad libre». Ya en 1812, algunos comerciantes británicos comunicaban al Foreing Office: «Hemos logrado… reemplazar con éxito los tejidos alemanes y franceses». Habían reemplazado, también, la producción de los tejedores argentinos, estrangulados por el puerto librecambista, y el mismo proceso se registró, con variantes, en otras regiones de América Latina.

De Yorkshire y de Lancashire, de los Cheviots y Gales, brotaban sin cesar artículos de algodón y de lana, de hierro y de cuero, de madera y porcelana. Los telares de Manchester, las ferreteras de Sheffield, las alfarerías de Worcester y Staffordshire, inundaron los mercados latinoamericanos. El comercio libre enriquecía a los puertos que vivían de la exportación y elevaba a los cielos el nivel de despilfarro de las oligarquías ansiosas por disfrutar de todo el lujo que el mundo ofrecía, pero arruinaba las incipientes manufacturas locales y frustraba la expansión del mercado interno.

Las industrias domésticas, precarias y de muy bajo nivel técnico, habían surgido en el mundo colonial a pesar de las prohibiciones de la metrópoli y conocieron un auge, en vísperas de la independencia, como consecuencia del aflojamiento de los lazos opresores de España y de las dificultades de abastecimiento que la guerra europea provocó. En los primeros años del siglo XIX, los talleres estaban resucitando, después de los mortíferos efectos de la disposición que el rey había adoptado, en 1718, para autorizar el comercio libre entre los puertos de España y América. Un alud de mercaderías extranjeras había aplastado las manufacturas textiles y la producción colonial de alfarería y objetos de metal, y los artesanos no contaron con muchos años para reponerse del golpe: la independencia abrió del todo las puertas a la libre competencia de la industria ya desarrollada en Europa. Los vaivenes posteriores en las políticas aduaneras de los gobiernos de la independencia generarían sucesivas muertes y despertares de las manufacturas criollas, sin la posibilidad de un desarrollo sostenido en el tiempo.

Las dimensiones del infanticidio industrial.

Cuando nacía el siglo XIX, Alexander von Humboldt calculó el valor de la producción manufacturera de México en unos siete u ocho millones de pesos, de los que la mayor parte correspondía a los obrajes textiles. Los talleres especializados elaboraron paños, telas de algodón y lienzos; más de doscientos telares ocupaban, en Querpetano, a mil quinientos obreros, y en Puebla trabajaban mil doscientos tejedores de algodón. En Perú, los toscos productos de la colonia no alcanzaron nunca la perfección de los tejidos indígenas anteriores a la llegada de Pizarro, «pero su importancia económica fue, en cambio, muy grande». La industria reposaba sobre el trabajo forzado de los indios, encarcelados en los talleres desde antes que aclarara el día hasta muy entrada la noche. La independencia aniquiló el precario desarrollo alcanzado. En Ayacucho, Cacamoa, Tarma, los obrajes eran de magnitud considerable. El pueblo entero de Pacaicasa, hoy muerto, «formaba un solo y vasto establecimiento de telares con más de mil obreros», dice Romero en su obra: Paucarcolla, que abastecía de frazadas de lana una región muy vasta, está desapareciendo «y actualmente no existe allí ni una sola fábrica».

En Chile, una de las más apartadas posesiones españolas, el aislamiento favoreció el desarrollo de una actividad industrial incipiente desde los albores mismos de la vida colonial. Había hilanderías, tejedurías, curtiembres; las jarcias chilenas proveían a todos los navíos del Mar del Sur: se fabricaban artículos de metal, desde alambiques y cañones hasta alhajas, vajilla fina y relojes; se construían embarcaciones y vehículos. También en Brasil los obrajes textiles y metalúrgicos que venían ensayando, desde el siglo XVIII, sus modestos primeros pasos, fueron arrasados por las importaciones extranjeras.


Ambas actividades manufactureras habían conseguido prosperar en medida considerable a pesar de los obstáculos impuestos por el pacto colonial con Lisboa, pero desde 1807, la monarquía portuguesa, establecida en Río de Janeiro, ya no era más que un juguete en manos británicas, y el poder de Londres tenía otra fuerza. «Hasta la apertura de los puertos, las deficiencias del comercio portugués habían obrado como barrera protectora de una pequeña industria local -dice Caio Prado Júnior-; pobre industria artesana, es verdad, pero asimismo suficiente para satisfacer una parte del consumo interno. Esta pequeña industria no podrá sobrevivir a la libre competencia extranjera, aún en los más insignificantes productos».

Bolivia era el centro textil más importante del virreinato rioplatense. En Cochabamba había, al filo del siglo, ochenta mil personas dedicadas a la fabricación de lienzos de algodón, paños y manteles, según el testimonio del intendente Francisco de Viedma. En Oruro y La Paz también habían surgido obrajes que, junto con los de Cochabamba, brindaban mantas, ponchos y bayetas muy resistentes a la población las tropas de línea del ejército y las guarniciones de frontera. Desde Mojos, Chiquitos y Guarayos provenían finísimas telas de lino y de algodón, sombreros de paja, vicuña o carnero y cigarros de hoja. «Todas estas industrias han desaparecido ante la competencia de artículos similares extranjeros…», comprobaba, sin mayor tristeza, un volumen dedicado a Bolivia en el primer centenario de su independencia».

El Litoral de Argentina era la región más atrasada y menos poblada del país, antes de que la independencia trasladara a Buenos Aires, en perjuicio de las provincias mediterráneas, el centro de gravedad de la vida económica y política. A principios del siglo XIX, apenas la décima parte de la población argentina residía en Buenos Aires, Santa Fe o Entre Ríos. Con ritmo lento y por medios rudimentarios se había desarrollado una industria nativa en las regiones del centro y el norte, mientras que en el Litoral no existían, según decía en 1795 el procurador Larramendi, «ningún arte ni manufactura». En Tucumán y Santiago del Estero, que actualmente son pozos de subdesarrollo, florecían los talleres textiles, que fabricaban ponchos de tres clases distintas, y se producían en otros talleres excelentes carretas y cigarros y cigarrillos, cueros y suelas. De Catamarca nacían lienzos de todo tipo, paños finos, bayetillas de algodón negro para que usaran los clérigos; Córdoba fabricaba más de setenta mil ponchos, veinte mil frazadas y cuarenta mil varas de bayeta por año, zapatos y artículos de cuero, cinchas y vergas, tapetados y cordobanes. Las curtiembres y talabarterías más importantes estaban en Corrientes. Eran famosos los finos sillones de Salta. Mendoza producía entre dos y tres millones de litros de vino por año, en nada inferiores a los de Andalucía, y San Juan destilaba 350 mil litros anuales de aguardiente. Mendoza y San Juan formaban «la garganta del comercio» entre el Atlántico y el Pacífico en América del Sur.

Los agentes comerciales de Manchester, Glasgow y Liverpool recorrieron Argentina y copiaron los modelos de los ponchos santiagueños y cordobeses y de los artículos de cuero de Corrientes, además de los estribos de palo dados vuelta «al uso del país». Los ponchos argentinos valían siete pesos; los de Yokshire, tres. La industria textil más desarrollada del mundo triunfaba al galope sobre las tejedurías nativas, y otro tanto ocurría en la producción de botas, espuelas, rejas, frenos y hasta clavos. La miseria asoló las provincias interiores argentinas, que pronto alzaron lanzas contra la dictadura del puerto de Buenos Aires. Los principales mercaderes (Escalada, Belgrano, Pueyrredón, Vieytes, Las Heras, Cerviño) habían tomado el poder arrebatado a España y el comercio les brindaba la posibilidad de comprar sedas y cuchillos ingleses, paños finos de Louviers, encajes de Flandes, sables suizos, ginebra holandesa, jamones de Westfalia y habanos de Hamburgo. A cambio, la Argentina exportaba cueros, sebo, huesos, carne salada, y los ganaderos de la provincia de Buenos Aires extendían sus mercados gracias al comercio libre. El cónsul inglés en el Plata, Woodbine Parish, describía en 1837 a un recio gaucho de las pampas: «Tómese todas las piezas de su ropa, examínese todo lo que lo rodea y exceptuando lo que sea de cuero, ¿qué cosa habrá que no sea inglesa? Si su mujer tiene una pollera, hay diez posibilidades contra una que sea manufactura de Manchester. La caldera u olla en que cocina, la taza de loza ordinaria en la que come, su cuchillo, sus espuelas, el freno, el poncho que lo cubre, todos son efectos llevados de Inglaterra». Argentina recibía de Inglaterra hasta las piedras de las veredas.


Aproximadamente por la misma época, James Watson Webb, embajador de los Estados Unidos en Río de Janeiro, relataba: «En todas las haciendas del Brasil, los amos y sus esclavos se visten con manufacturas de trabajo libre, y nueve décimos de ellas son inglesas. Inglaterra suministra todo el capital necesario para las mejoras internas de Brasil y fabrica todos los utensilios de uso corriente, desde la azada para arriba, y casi todos los artículos ingleses de vidrio, hierro y madera son tan corrientes como los paños de lana y los tejidos de algodón. Gran Bretaña suministra a Brasil sus barcos de vapor y de vela, le hace el empedrado y le arregla las calles, ilumina con gas las ciudades, le construye las vías férreas, le explota las minas, es su banquero, le levanta las líneas telegráficas, le transporta el correo, le construye los muebles, motores, vagones…». La euforia de la libre importación enloquecía a los mercaderes de los puertos; en aquellos años, Brasil recibía también ataúdes ya forrados y listos para el alojamiento de los difuntos, sillas de montar, candelabros de cristal, cacerolas y patines para hielo, de uso más bien improbable en las ardientes costas del trópico; también billeteras, aunque no existía en Brasil el papel moneda, y una cantidad inexplicable de instrumentos de matemáticas. El Tratado de Comercio y Navegación firmado en 1810 gravaba la importación de los productos ingleses con una tarifa menor que la que se aplicaba a los productos portugueses, y su texto había sido tan atropelladamente traducido del idioma inglés que la palabra policy, por ejemplo, pasó a significar, en portugués, policía en lugar de política. Los ingleses gozaban en Brasil de un derecho de justicia nacional: Brasil era «un miembro no oficial del imperio económico de Gran Bretaña».

A mediados de siglo, un viajero sueco llegó a Valparaíso y fue testigo del derroche y la ostentación que la libertad de comercio estimulaba en Chile: «La única forma de elevarse es someterse -escribió- a los dictámenes de las revistas de modas de París, a la levita negra y a todos los accesorios que corresponden… La señora se compra un elegante sombrero, que la hace sentirse consumadamente parisiense, mientras el marido se coloca un tieso y alto corbatón y se siente en el pináculo de la cultura europea». Tres o cuatro casas inglesas se habían apoderado del mercado de cobre chileno, y manejaban los precios según los intereses de las fundiciones de Swansea. Liverpool y Vardiff. El Cónsul General de Inglaterra informaba a su gobierno, en 1838, acerca del «prodigioso incremento» de las ventas de cobre, que se exportaba «principalmente, si no por completo, en barcos británicos o por cuenta de británicos».

Los comerciantes ingleses monopolizaban el comercio en Santiago y Valparaíso, y Chile era el segundo mercado latinoamericano, en orden de importancia, para los productos británicos.

Los grandes puertos de América Latina, escalas de tránsito de las riquezas extraídas del suelo y del subsuelo con destino a los lejanos centros de poder, se consolidaban como instrumentos de conquista y dominación contra los países a los que pertenecían, y eran los verdaderos por donde se dilapidaba la renta nacional. Los puertos y las capitales querían parecerse a París o a Londres, y a la retaguardia tenían el desierto.


Proteccionismo y librecambio en América Latina: el breve vuelo de Lucas Alamán

La expansión de los mercados latinoamericanos aceleraba la acumulación de capitales en los viveros de la industria británica. Hacía ya tiempo que el Atlántico se había convertido en el eje del comercio mundial, y los ingleses habían sabido aprovechar la ubicación de su isla, llena de puertos, a medio camino del Báltico y del Mediterráneo y apuntando a las costas de América. Inglaterra organizaba un sistema universal y se convertía en la prodigiosa fábrica abastecedora del planeta: del mundo entero provenían las materias primas y sobre el mundo entero provenían las materias primas y sobre el mundo entero se derramaban las mercancías elaboradas. El Imperio contaba con el puerto más grande y el más poderoso aparato financiero de su tiempo; tenía el más alto nivel de especialización comercial, disponía del monopolio mundial de los seguros y los fletes, y dominaba el mercado internacional del oro. Friederich List, padre de la unión aduanera alemana, había advertido que el libre comercio era el principal producto de exportación de Gran Bretaña [48]. Nada enfurecía a los ingleses tanto como el proteccionismo aduanero y a veces lo hacían saber en un lenguaje de sangre y fuego, como en la Guerra del Opio contra China, pero la libre competencia en los mercados se convirtió en una verdad revelada para Inglaterra, sólo a partir del momento en que estuvo segura de que era la más fuerte, y después de haber desarrollado su propia industria textil al abrigo de la legislación proteccionista más severa de Europa. En los difíciles comienzos, cuando todavía la industria británica corría con desventaja, el ciudadano inglés al que se sorprendía exportando lana cruda, sin elaborar, era condenado a perder la mano derecha, y si reincidía, lo ahorcaban: estaba prohibido enterrar un cadáver sin que antes el párroco del lugar certificara que el sudario provenía de una fábrica nacional.

«Todos los fenómenos destructores suscitados por la libre concurrencia en el interior de un país -advirtió Marx- se reproducen en proporciones más gigantescas en el mercado mundial» [49]. El ingreso de América Latina en la órbita británica, de la que sólo saldría para incorporarse a la órbita norteamericana, se dio en el marco de este cuadro general, y en él se consolidó la dependencia de los independientes países nuevos. La libre circulación de mercadería y la transferencia de capitales tuvieron consecuencias dramáticas.

En México, Vicente Guerrero llegó al poder, en 1829, «a hombros de la desesperación artesana, insuflada por el gran demagogo Lorenzo Zavala, que arrojó sobre las tiendas repletas de mercancías inglesas del Parián a una turba hambrienta y desesperada». Poco duró Guerrero en el poder, y cayó en medio de la indiferencia de los trabajadores, porque no quiso o no pudo poner un dique a la importación de las mercancías europeas «por cuya abundancia -dice Chávez Orozco- gemían en el desempleo las masas artesanas de las ciudades que antes de la independencia, sobre todo en los períodos bélicos de Europa, vivían con cierta holgura». La industria mexicana había carecido de capitales, mano de obra suficiente y técnicas modernas; no había tenido una organización adecuada, ni vías de comunicación y medios de transporte para llegar a los mercados y a las fuentes de abastecimiento. «Lo único que probablemente le sobró – dice Alfonso Aguilar- fueron interferencias, restricciones, y trabas de todo orden». Pese a ello, como observara Humboldt, la industria había despertado en los momentos de estancamiento del comercio exterior, cuando se interrumpían o se dificultaban las comunicaciones marítimas, y había empezado a fabricar acero y a hacer uso del hierro y el mercurio. El liberalismo que la independencia trajo consigo agregaba perlas a la corona británica y paralizaba los obrajes textiles y metalúrgicos de México, Puebla y Guadalajara.

Lucas Alamán, un político conservador de gran capacidad, advirtió a tiempo que las ideas de Adam Smith contenían veneno para la economía nacional y propició, como ministro la creación de un banco estatal, el Banco de Avío, con el fin de impulsar la industrialización. Un impuesto a los tejidos extranjeros de algodón proporcionaría al país los recursos para comprar en el exterior las maquinarias y los medios técnicos que México necesitaba para abastecerse con tejidos de algodón de fabricación propia. El país disponía de materia prima, contaba con energía hidráulica más barata que el carbón y pudo formar buenos operarios rápidamente. El banco nació en 1830, y poco después llegaron, desde las mejores fábricas europeas, las maquinarias más modernas para hilar y tejer algodón; además, el estado contrató expertos extranjeros en la técnica textil. En 1844, las grandes plantas de Puebla produjeron un millón cuatrocientos mil cortes de manta gruesa. La nueva capacidad industrial del país desbordaba la demanda interna: el mercado de consumo del «reino de la desigualdad», formado en su gran mayoría por indios hambrientos, no podía sostener la continuidad de aquel desarrollo fabril vertiginoso.. contra esta muralla chocaba el esfuerzo por romper la estructura heredada de la colonia. A tal punto se había modernizado, sin embargo, la industria, que las plantas textiles norteamericanas contaban en promedio con menos husos que las plantas mexicanas hacia 1840. Diez años después, la proporción se había invertido con creces. La inestabilidad política, las presiones de los comerciantes ingleses y franceses y sus poderosos socios internos, y las mezquinas dimensiones del mercado interno, de antemano estrangulado por la economía minera y latifundista, dieron por tierra con el experimento exitoso. Antes de 1850, ya se había suspendido el progreso de la industria textil mexicana. Los creadores del Banco de Avío habían ampliado su radio de acción y, cuando se extinguió, los créditos abarcaban también las tejedurías de lana, las fábricas de alfombras y producción de hierro y de papel.


Esteban de Antuñano sostenía, incluso, la necesidad de que México creara cuanto antes una industria nacional de maquinarias, «para contrarrestar el egoísmo europeo». El mayor mérito del ciclo industrializador de Alamán y Antuñano reside en que ambos restablecían la identidad «entre la independencia política y la independencia económica, y en el hecho de preconizar, como único camino de defensa, en contra de los pueblos poderosos y agresivos, un enérgico impulso a la economía industrial». El propio Alamán se hizo industrial, creó la mayor fábrica textil mexicana de aquel tiempo (se llamaba Cocolapan; todavía hoy existe) y organizó a los industriales como grupo de presión ante los sucesivos gobiernos librecambistas [50]. Pero Alamán, conservador y católico, no llegó a plantear la cuestión agraria, porque él mismo se sentía ideológicamente ligado al viejo orden, y no advirtió que el desarrollo industrial estaba de antemano condenado a quedar en el aire, sin base de sustentación, en aquel país de latifundios infinitos y miseria generalizada.

LAS LANZAS MONTONERAS Y EL ODIO QUE SOBREVIVIÓ A JUAN MANUEL DE ROSAS

Proteccionismo contra librecambio, el país contra el puerto: ésta fue la pugna que ardió en el trasfondo de las guerras civiles argentinas durante el siglo pasado. Buenos Aires, que en el siglo XVII no había sido más que una gran aldea de cuatrocientas casas, se apoderó de la nación entera a partir de la revolución de mayo y la independencia. Era el puerto único, y por sus horcas caudinas debían pasar todos los productos que entraban y salían del país. Las deformaciones que la hegemonía porteña impuso a la nación se advierten claramente en nuestros días: la capital abarca, con sus suburbios, más de la tercera parte de la población argentina total, y ejerce sobre las provincias diversas formas de proxenetismo. En aquella época, detentaba el monopolio de la renta aduanera, de los bancos y de la emisión de moneda, y prosperaba, vertiginosamente a costa de las provincias interiores.

La casi totalidad de los ingresos de Buenos Aires provenía de la aduana nacional, que el puerto usurpaba en provecho propio, y más de la mitad se destinaba a los gastos de guerra contra las provincias, que de este modo pagaban para ser aniquiladas.

Desde la Sala de Comercio de Buenos Aires, fundada en 1810, los ingleses tendían sus telescopios: para vigilar el tránsito de los buques, y abastecían a los porteños con paños finos, flores artificiales, encajes, paraguas, botones y chocolates, mientras la inundación de los ponchos y los estribos de fabricación inglesa hacía sus estragos país adentro. Para medir la importancia que el mercado mundial atribuía por entonces a los cueros rioplatenses, es preciso trasladarse a una época en la que los plásticos y los revestimientos sintéticos no existían ni siquiera como sospecha en la cabeza de los químicos. Ningún escenario más propicio que la fértil llanura del litoral para la producción ganadera en gran escala. En 1816, se descubrió un nuevo sistema que permitía conservar indefinidamente los cueros por medio de un tratamiento de arsénico; prosperaban y se multiplicaban, además, los saladeros de carne. Brasil, las Antillas y África abrían sus mercados a la importación de tasajo, y a medida que la carne salada, cortada en lonjas secas, iba ganando consumidores extranjeros, los consumidores argentinos notaban el cambio. Se crearon impuestos al consumo interno de carne, a la para que se desgravaban las exportaciones; en pocos años el precio de los novillos se multiplicó por tres y las estancias valorizaron sus precios. Los gauchos estaban acostumbrados a cazar libremente novillos a ciclo abierto, en la pampa sin alambrados, para comer el lomo y tirar el resto, con la sola obligación de entregar el cuero al dueño del campo. Las cosas cambiaron.

La reorganización de la producción implicaba el sometimiento del gaucho nómada a una nueva dependencia servil: un decreto de 1815 estableció que todo hombre de campo que no tuviera propiedades sería reputado sirviente, con la obligación de llevar papeleta visada por su patrón cada tres meses. O era sirviente, o era vago, y a los vagos se los enganchaba, por la fuerza, en los batallones de frontera. El criollo bravío, que había servido de carne de cañón en los ejércitos patriotas, quedaba convertido en paria, en peón miserable o en milico de fortín. O se rebelaba, lanza en mano, alzándose en el remolino de las montoneras [51]. Este gaucho arisco, desposeído de todo salvo la gloria y el coraje, nutrió las cargas de caballería que una y otra vez desafiaron a los ejércitos de línea, bien armados, de Buenos Aires. La aparición de la estancia capitalista, en la pampa húmeda del litoral, ponía a todo d país al servicio de las exportaciones de cuero y carne y marchaba de la mano con la dictadura del puerto librecambista de Buenos Aires. El uruguayo José Artigas había sido, hasta la derrota y d exilio, el más lúcido de los caudillos que encabezaron d combate de las masas criollas contra los comerciantes y los terratenientes atados al mercado mundial, pero muchos años después todavía Felipe Varela fue capaz de desatar una gran rebelión en el norte argentino porque, como decía su proclama, “ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos”. Su sublevación encontró eco resonante en todo d interior mediterráneo. Fue el último montonero; murió, tuberculoso y en la miseria, en 1870 [52]. El defensor de la «Unión Americana», proyecto de resurrección de la Patria Grande despedazada, es todavía un bandolero, como lo era Artigas hasta no hace mucho, para la historia argentina que se enseña en las escuelas.

Felipe Vareta había nacido en un pueblito perdido entre las sierras de Catamarca y había sido un dolorido testigo de la pobreza de su provincia arruinada por el puerto soberbio y lejano. A fines de 1824, cuando Varela tema tres años de edad, Catamarca no pudo pagar los gastos de los delegados que envió al Congreso Constituyente que se reunió en Buenos Aires, y en la misma situación estaban Misiones, Santiago del Estero y otras provincias. El diputado catamarqueño Manuel Antonio Acevedo denunciaba el cambio ominoso que la competencia de los productos extranjeros había provocado: Catamarca ha mirado hace algún tiempo, y mira hoy, sin poderlo remediar, a su agricultura, con productos inferiores a sus expensas; a su industria, sin un consumo capaz de alentar a los que la fomentan y ejercen, y a su comercio casi en el último abandono». El representante de la provincia de Corrientes, brigadier general Pedro Ferré, resumía así, en 1830, las consecuencias posibles del proteccionismo que él propugnaba: “Sí, sin

duda un corto número de hombres de fortuna padecerán, porque se privarán de tomar en su mesa vinos y licores exquisitos…


Las clases menos acomodadas no hallarán mucha diferencia entre los vinos y licores que actualmente beben, sino en el precio, y disminuirán el consumo, lo que no creo sea muy perjudicial. No se pondrán nuestros paisanos ponchos ingleses; no llevarán bolas y lazos hechos en Inglaterra; no vestiremos ropa hecha en extranjería, y demás renglones que podemos proporcionar; pero, en cambio, empezará a ser menos desgraciada la condición de pueblos enteros de argentinos, y no nos perseguirá la idea de la espantosa miseria a que hoy son condenados”.

Dando un paso importante hacia la reconstrucción de la unidad nacional desgarrada por la guerra, el gobierno de Juan Manuel de Rosas dictó en 1835 una ley de aduanas de signo acentuadamente proteccionista. La ley prohibía la importación de manufacturas de hierro y hojalata, aperos de caballo, ponchos, ceñidores, fajas de lana o algodón, jergones, productos de

granja, ruedas de carruajes, velas de sebo y peines, y gravaba con fuertes derechos la introducción de coches, zapatos, cordones, ropas, monturas, frutas secas y bebidas alcohólicas. No se cobraba impuesto a la carne transportada en barcos de bandera argentina, y se impulsaba la talabartería nacional y d cultivo de tabaco. Los efectos se hicieron notar sin demora. Hasta la batalla de Caseros, que derribó a Rosas en 1852, navegaban por los ríos las goletas y los barcos construidos en los astilleros de Corrientes y Santa Fe, había en Buenos Aires más de cien fábricas prósperas y todos los viajeros coincidían en señalar la excelencia de los tejidos y zapatos elaborados en Córdoba y Tucumán, los cigarrillos y las artesanías de Salta, los vinos y aguardientes de Mendoza y San Juan. La ebanistería tucumana exportaba a Chile, Bolivia y Perú.

Diez años después de la aprobación de la ley, los buques de guerra de Inglaterra y Francia rompieron a cañonazos las cadenas extendidas a través del Paraná, para abrir la navegación de los ríos interiores argentinos que Rosal mantenía cerrados a cal y canto. A la invasión sucedió el bloqueo. Diez memoriales de los centros industriales de Yorkshire, Liverpool, Manchester, Leeds, Halifax y Bradford, suscritos por mil quinientos banqueros, comerciantes e industriales, habían urgido al gobierno inglés a tomar medidas contra las restricciones impuestas al comercio en el Plata. El bloqueo puso de manifiesto, pese a los progresos alumbrados por la ley de aduanas, las limitaciones de la industria nacional, que no estaba capacitada para satisfacer la demanda interna. En realidad, desde 1841 d proteccionismo venía languideciendo, en lugar de acentuarse; Rosas expresaba como nadie los intereses de los estancieros saladeristas de la provincia de Buenos Aires, y no existía, ni nació, una burguesía industrial capaz de impulsar el desarrollo de un capitalismo nacional auténtico y pujante: la gran estancia ocupaba el centro de la vida económica del país, y ninguna política industrial podía emprenderse con independencia y vigor sin abatir la omnipotencia del latifundio exportador. Rosas permaneció siempre, en el fondo, fiel a su clase. «El hombre más de a caballo de toda la provincia.~, guitarrero y bailarín, gran domador, que se orientaba en las noches de tormenta y sin estrellas masticando unas hebras de pasto pata identificar el rumbo, era un gran estanciero productor de carne seca y cueros, y los terratenientes lo habían convertido en su jefe. La leyenda negra que luego se urdió para difamarlo no puede ocultar el carácter nacional y popular de muchas de sus medidas de gobierno [53], pero la contradicción de clases explica la ausencia de una política industrial dinámica y sostenida, más allá de la cirugía aduanera, en el gobierno del caudillo de los ganaderos. Esa ausencia no puede atribuirse a la inestabilidad y las penurias implícitas en las guerras nacionales y el bloqueo extranjero, porque al fin y al cabo había sido en medio del torbellino de una revolución acosada como José Artigas había articulado, veinte años antes, sus normas industrialistas e integradoras con una reforma agraria en profundidad. Vivian Trías ha comparado, en un libro fecundo, el proteccionismo de Rosas con el ciclo de medidas que Artigas irradió desde la Banda oriental, entre 1813 y 1815, para conquistar la verdadera independencia del virreinato rioplatense. Rosas no prohibió a los mercaderes extranjeros ejercer el comercio en el mercado interno, ni devolvió al país las rentas de la aduana que Buenos Aires continuó usurpando, ni terminó con la dictadura del puerto único. En cambio, la nacionalización del comercio interior y la quiebra del monopolio portuario y aduanero de Buenos Aires habían sido capítulos fundamentales, como la cuestión agraria, de la política artiguista. Artigas había querido la libre navegación de los nos interiores, pero Rosas nunca abrió a las provincias esta llave de acceso al comercio de ultramar. Rosas también permaneció fiel, en el fondo, a su provincia privilegiada. Pese a todas estas limitaciones, el nacionalismo y el populismo del «gaucho de ojos azules» continúan generando odio en las clases dominantes argentinas. Rosas sigue siendo «reo de lesa patria», de acuerdo con una ley de 1857 todavía vigente, y el país se niega todavía a abrir una sepultura nacional para sus huesos enterrados en Europa. Su imagen oficial es la imagen de un asesino.

Superada la herejía de Rosas, la oligarquía se reencontró con su destino. En 1858, el presidente de la comisión directiva de la exposición rural declaraba inaugurada la muestra con estas palabras: «Nosotros, en la infancia aún, contentémonos con la humilde idea de enviar a aquellos bazares europeos nuestros productos y materias primas, para que nos los devuelvan transformados por medio de los poderosos agentes de que disponen. Materias primas es lo que Europa pide, para cambiarlas en ricos artefactos [54]».

El ilustre Domingo Faustino Sarmiento y otros escritores liberales vieron en la montonera campesina no más que el símbolo de la barbarie, d atraso y la ignorancia, el anacronismo de las campañas pastoriles frente a la civilización que la ciudad encarnaba: el poncho y el chiripá contra la levita; la lanza y el cuchillo contra la tropa de línea; el analfabetismo contra la escuela. En 1861, Sarmiento escribía a Mitre: “No trate de economizar sangre de gauchos, es lo único que tienen de humano. Este es un abono que es preciso hacer útil al País”. Tanto desprecio y tanto odio revelaban una negación de la propia patria, que tenía, claro está, también una expresión de política económica: “No somos ni industriales ni navegantes -afirmaba Sarmiento-, y la Europa nos proveerá por largos siglos de sus artefactos en cambio de nuestras materias primas”. El presidente Bartolomé Mitre llevó adelante, a partir de 1862, una guerra de exterminio contra las provincias y sus últimos caudillos.

Sarmiento fue designado director de la guerra y las tropas marcharon al norte a matar gauchos, “animales bípedos de tan perversa condición”. En La Rioja, el Chacha Peñaloza, general de los llanos, que extendía su influencia sobre Mendoza y San Juan, era uno de los últimos reductos de la rebelión contra el puerto, y Buenos Aires considero que había llegado el momento de terminar con él. Le cortaron la cabeza y la clavaron, en exhibición, en el centro de la Plaza de Olta. El ferrocarril y los caminos culminaron la ruina de La Rioja, que había comenzado con la revolución de 1810: el librecambio había provocado la crisis de sus artesanías y había acentuado la crónica pobreza de la región. En el siglo xx, los campesinos riojanos huyen de sus aldeas en las montañas o en los llanos, y bajan hacia Buenos Aires a ofrecer sus brazos: sólo llegan, como los campesinos humildes de otras provincias, hasta las puertas de la ciudad.

En los suburbios encuentran sitio junto a otros setecientos mil habitantes de las villas miserias y se las arreglan, mal que bien, con las migas que les arroja el banquete de la gran capital. ¿Nota usted cambios en los que se han ido y vuelven de visita? preguntaron los sociólogos a los ciento cincuenta sobrevivientes de una aldea riojana, hace pocos años. Con envidia advertían, los que se habían quedado, que Buenos Aires había mejorado d traje, los modales y la manera de hablar de los emigrados. Algunos los encontraban, incluso, «más blancos».

LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA CONTRA EL PARAGUAY ANIQUILÓ LA ÚNICA EXPERIENCIA EXITOSA DE DESARROLLO INDEPENDIENTE

El hombre viajaba a mi lado, silencioso. Su perfil, nariz afilada, altos pómulos, se recortaba contra la fuerte luz del mediodía. Íbamos rumbo a Asunción, desde la frontera del sur, en un ómnibus para veinte personas que contenía, no sé cómo, cincuenta. Al cabo de unas horas, hicimos un alto. Nos sentamos en un patio abierto, a la sombra de un árbol de hojas carnosas. A nuestros ojos, se abría el brillo enceguecedor de la vasta, despoblada, intacta tierra roja: de horizonte a horizonte, nada perturba la transparencia del aire en Paraguay. Fumamos.


Mi compañero, campesino de habla guaraní, enhebró algunas palabras tristes en castellano. «Los paraguayos somos pobres y pocos», me dijo. Me explicó que había bajado a Encarnación a buscar trabajo pero no había encontrado. Apenas si había podido reunir unos pesos para el pasaje de vuelta. Años atrás de muchacho, había tentado fortuna en Buenos Aires y en el sur de Brasil. Ahora venia la cosecha del algodón y muchos braceros paraguayos marchaban, como todos los años, rumbo a tierras argentinas. “Pero yo ya tengo sesenta y tres años. Mi corazón ya no soporta las demasiadas gentes”.

Suman medio millón los paraguayos que han abandonado la patria, definitivamente, en los últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los habites del país que era, hasta hace un siglo, el más avanzado de América del Sur. Paraguay tiene ahora una población que apenas duplica a la que por entonces tenía y es, con Bolivia, uno de los dos países sudamericanos más pobres y atrasados. Los paraguayos sufren la herencia de una guerra de exterminio que se incorporó a la historia de América Latina como su capítulo más infame. Se llamó la Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Argentina y Uruguay tuvieron a su cargo el genocidio. No dejaron piedra sobre piedra ni habitantes varones entre los escombros. Aunque Inglaterra no participó directamente en la horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus industriales quienes resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue financiada, de principio a fin, por el Banco de Londres, la Casa Baring Brothersy la banca Rothschild, en empréstitos con intereses leoninos que hipotecaron la suerte de los países vencedores.

Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América Latina: la única nación que el capital extranjero no había deformado. El largo gobierno de mano de hierro del dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840) había incubado, en la matriz del aislamiento, un desarrollo económico autónomo y sostenido. El Estado, omnipotente, paternalista, ocupaba d lugar de una burguesía nacional que no existía, en la tarea de organizar la nación y orientar sus recursos y su destino. Francia se había apoyado en las masas campesinas para aplastar la oligarquía paraguaya y había conquistado la paz interior tendiendo un estricto cordón sanitario frente a los restantes países del antiguo virreinato del no de la Plata. Las expropiaciones, los destierros, las prisiones, las persecuciones y las multas no habían servido de instrumentos para la consolidación del dominio interno de los terratenientes y los comerciantes sino que, por el contrario, habían sido utilizados para su destrucción. No existían, ni nacerían más tarde, las libertades políticas y el derecho de oposición, pero en aquella etapa histórica sólo los nostálgicos de los privilegios perdidos sufrían la falta de democracia. No había grandes fortunas privadas cuando Francia murió, y Paraguay era d único país de América Latina que no tenía mendigos, hambrientos ni ladrones [55]; los viajeros de la época encontraban allí un oasis de tranquilidad en medio de las demás comarcas convulsionadas por las guerras continuas. El agente norteamericano Hopkins informaba en 1845 a su gobierno que en Paraguay “no hay niño que no sepa leer y escribir…”. Era también d único país que no vivía con la mirada clavada al otro lado del mar. El comercio exterior no constituía d eje de la vida nacional; la doctrina liberal, expresión ideológica de la articulación mundial de los mercados, carecía de respuestas para los desafíos que Paraguay, obligado a crecer hacia dentro por su aislamiento mediterráneo, se estaba planteando desde principios de siglo. El exterminio, de la oligarquía hizo posible la concentración de los resortes económicos fundamentales en manos del Estado, para llevar adelante esta política autárquica de desarrollo dentro de fronteras.

Los posteriores gobiernos de Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano continuaron y vitalizaron la tarea. La economía estaba en pleno crecimiento. Cuando los invasores aparecieron en el horizonte, en 1865, Paraguay contaba con una línea de telégrafos, un ferrocarril y una buena cantidad de fábricas de materiales de construcción, tejidos, lienzos, ponchos, papel y tinta, loza y pólvora.

Doscientos técnicos extranjeros, muy bien pagados por el Estado, prestaban su colaboración decisiva. Desde 1850, la fundición de Ibycui fabricaba cañones, morteros y balas de todos los calibres; en el arsenal de Asunción se producían cañones de bronce, obuses y balas. La siderurgia nacional, como todas las demás actividades económicas esenciales, estaba en manos del Estado. El país contaba con una flota mercante nacional, y habían sido construidos en el astillero de Asunción varios de los buques que ostentaban el pabellón paraguayo a lo largo del Paraná o a través del Atlántico y el Mediterráneo. El Estado virtualmente monopolizaba el comercio exterior: la yerba y el tabaco abastecían el consumo del sur del continente; las maderas valiosas se exportaban a Europa. La balanza comercial arrojaba un fuerte superávit. Paraguay tenía una moneda fuerte y estable, y disponía de suficiente riqueza para realizar enormes inversiones públicas sin recurrir al capital extranjero. El país no debía ni un centavo al exterior, pese a lo cual estaba en condiciones de mantener el mejor ejército de América del Sur, contratar técnicos ingleses que se ponían al servicio del país en lugar de poner al país a su servicio, y enviar a Europa a unos cuantos jóvenes universitarios paraguayos para perfeccionar sus estudios. El excedente económico generado por la producción agrícola no se derrochaba en el lujo estéril de una oligarquía inexistente, ni iba a parar a los bolsillos de los intermediarios, ni a las manos brujas de los prestamistas, ni al rubro ganancias que el Imperio británico nutría con los servicios de fletes y seguros. La esponja imperialista no absorbía la riqueza que el país producía.

El 98 por ciento del territorio paraguayo era de propiedad pública: el Estado cedía a los campesinos la explotación de las parcelas a cambio de la obligación de poblarlas y cultivadas en forma permanente y sin el derecho de venderlas. Había, además; sesenta y cuatro estancias de la patria, haciendas que el Estado administraba directamente. Las obras de riego, represas y canales, y los nuevos puentes y caminos contribuían en grado importante a la elevación de la productividad agrícola. Se rescató la tradición indígena de las dos cosechas anuales, que había sido abandonada por los conquistadores. El aliento vivo de las tradiciones jesuitas facilitaba, sin duda, todo este proceso creador [56].

El Estado paraguayo practicaba un celoso proteccionismo, muy reforzado en 1864, sobre la industria nacional y el mercado interno; los ríos interiores no estaban abiertos a las naves británicas que bombardeaban con manufacturas de Manchester y de Liverpool a todo el resto de América Latina. El comercio inglés no disimulaba su inquietud, no sólo porque resultaba invulnerable aquel último foco de resistencia nacional en el corazón del continente, sino también, y sobre todo, por la fuerza de ejemplo que la experiencia paraguaya irradiaba peligrosamente hacia los vecinos. El país más progresista de América Latina construiría su futuro sin inversiones extranjeras, sin empréstitos de la banca inglesa y sin las bendiciones del comercio libre.

Pero a medida que Paraguay iba avanzando en este proceso, se hacía más aguda su necesidad de romper la reclusión. El desarrollo industrial requería contactos más intensos y directos con el mercado internacional y las fuentes de la técnica avanzada. Paraguay estaba objetivamente bloqueado entre Argentina y Brasil, y ambos países podían negar d oxígeno a sus pulmones cerrándole, como lo hicieron Rivadavia y Rosas, las bocas de los ríos, o fijando impuestos arbitrarios al tránsito de sus mercancías.


Para sus vecinos, por otra parte, era una imprescindible condición, a los fines de la consolidación del estado oligárquico, terminar con el escándalo de aquel país que se bastaba a sí mismo y no quería arrodillarse ante los mercaderes británicos.

El ministro inglés en Buenos Aires, Edward Thornton, participó considerablemente en los preparativos de la guerra. En vísperas del estallido, tomaba parte, como asesor del gobierno, en las reuniones del gabinete argentino, sentándose aliado del presidente Bartolomé Mitre. Ante su atenta mirada se urdió la trama de provocaciones y de engaños que culminó con el acuerdo argentino-brasileño y selló la suerte de Paraguay. Venancio Flores invadió Uruguay, en ancas de la intervención de los dos grandes vecinos, y estableció en Montevideo, después de la matanza de Paysandú, su gobierno adicto a Río de Janeiro y Buenos Aires. La Triple Alianza estaba en funcionamiento.

El presidente paraguayo Solano López había amenazado con la guerra si asaltaban Uruguay: sabía que así se estaba cerrando la tenaza de hierro en torno a la garganta de su país acorralado por la geografía y los enemigos. El historiador liberal Efraím Cardozo no tiene inconveniente en sostener, sin embargo, que López se plantó frente a Brasil simplemente porque estaba ofendido: el emperador le había negado la mano de una de sus hijas. La guerra había nacido. Pero era obra de Mercurio, no de Cupido.

La prensa de Buenos Aires llamaba “Atila de América” al presidente paraguayo López: “Hay que matarlo como a un reptil”, clamaban los editoriales. En septiembre de 1864, Thornton envió a Londres un extenso informe confidencial, fechado en Asunción. Describía a Paraguay como Dante al infierno, pero ponía el acento donde correspondía: «Los derechos de importación sobre casi todos los artículos son del 20 o 25 por ciento ad valorem; pero como este valor se calcula sobre el precio corriente de los artículos, el derecho que se paga alcanza frecuentemente del 40 al 45 por ciento del precio de factura. Los derechos de exportación son del 10 al 20 por ciento sobre el valor…» En abril de 1865, el Standard, diario inglés de Buenos Aires, celebraba ya la declaración de guerra de Argentina contra Paraguay, cuyo presidente «ha infringido todos los usos de las naciones civilizadas”, y anunciaba que la espada del presidente argentino Mitre «llevará en su victoriosa carrera, además del peso de glorias pasadas, el impulso irresistible de la opinión pública en una causa justa». El tratado con Brasil y Uruguay se firmó el 10 de mayo de 1865; sus términos draconianos fueron dados a la publicidad un año más tarde, en el diario británico The Times, que lo obtuvo de los banqueros acreedores de Argentina y Brasil. Los futuros vencedores se repartían anticipadamente, en el tratado, los despojos del vencido: Argentina se aseguraba todo el territorio de Misiones y el inmenso Chaco; Brasil devoraba una extensión inmensa hacia el oeste de sus fronteras. A Uruguay, gobernado por un títere de ambas potencias, no le tocaba nada. Mitre anunció que tomaría Asunción en tres meses. Pero la guerra duró cinco años. Fue una carnicería, ejecutada todo a lo largo de los fortines que defendían, tramo a tramo, el río Paraguay. El «oprobioso tirano» Francisco Solano López encarnó heroicamente la voluntad nacional de sobrevivir; el pueblo paraguayo, que no sufría la guerra desde hacía medio siglo, se inmoló a su lado. Hombres, mujeres, niños y viejos: todos se batieron como leones. Los prisioneros heridos se arrancaban las vendas para que no los obligaran a pelear contra sus hermanos. En 1870, López, a la cabeza de un ejército de espectros, ancianos y niños que se ponían barbas postizas para impresionar desde lejos, se internó en la selva. Las tropas invasoras asaltaron los escombros de Asunción con el cuchillo entre los dientes; Cuando finalmente el presidente paraguayo fue asesinado a bala y a lanza en la espesura del cerro Corá, alcanzó a decir: «Muero con mi patria!», y era verdad. Paraguay moría con él. Antes, López había hecho fusilar a su hermano y a un obispo, que con él marchaban en aquella caravana de la muerte. Los invasores venían para redimir al pueblo paraguayo: lo exterminaron. Paraguay terna, al comienzo de la guerra, poco menos población que Argentina. Sólo doscientos cincuenta mil paraguayos, menos de la sexta parte, sobrevivían en 1870. Era el triunfo de la civilización. Los vencedores, arruinados por el altísimo costo del crimen, quedaban en manos de los banqueros ingleses que habían financiado la aventura. El imperio esclavista de Pedro II, cuyas tropas se nutrían de esclavos y presos, ganó, no obstante, territorios, más de sesenta mil kilómetros cuadrados, y también mano de obra, porque muchos prisioneros paraguayos marcharon a trabajar en los cafetales paulistas con la marca de hierro de la esclavitud.


La Argentina del presidente Mitre, que había aplastado a sus propios caudillos federales, se quedó con noventa y cuatro mil kilómetros cuadrados de tierra paraguaya y otros frutos del botín, según el propio Mitre había anunciado cuando escribió: “Los prisioneros y demás artículos de guerra nos los dividiremos en la forma convenida”. Uruguay, donde ya los herederos de Artigas habían sido muertos o derrotados y la oligarquía mandaba, participó de la guerra como socio menor y sin recompensas. Algunos de los soldados uruguayos enviados a la campaña del Paraguay habían subido a los buques con las manos atadas. Los tres países sufrieron una bancarrota financiera que agudizó su dependencia frente a Inglaterra. La matanza de Paraguay los signó para siempre [57].

Brasil había cumplido con la función que el Imperio británico le había adjudicado desde los tiempos en que los ingleses trasladaron el trono portugués a Río de Janeiro. A principios del siglo XIX, habían sido claras las instrucciones de Canning al embajador, Lord Strangford: “Hacer del Brasil un emporio para las manufacturas británicas destinadas al consumo de toda la América del Sur”. Poco antes de lanzarse a la guerra, el presidente de Argentina había inaugurado una nueva línea de ferrocarriles británicos en su país, y había pronunciado un inflamado discurso: “¿ Cuál es la fuerza que impulsa este progreso? Señores: ¡es el capital inglés!”. Del Paraguay derrotado no sólo desapareció la población: también las tarifas aduaneras, los hornos de fundición, los ríos clausurados al libre comercio, la independencia económica y vastas zonas de su territorio. Los vencedores implantaron, dentro de las fronteras reducidas por el despojo, el librecambio y el latifundio. Todo fue saqueado y todo fue vendido: las tierras y los bosques, las minas, los yerbales, los edificios de las escuelas. Sucesivos gobiernos títeres serían instalados, en Asunción, por las fuerzas extranjeras de ocupación. No bien terminó la guerra, sobre las ruinas todavía humeantes de Paraguay cayó el primer empréstito extranjero de su historia. Era británico, por supuesto. Su valor nominal alcanzaba el millón de libras esterlinas, pero a Paraguay llegó bastante menos de la mitad; en los años siguientes, las refinanciaciones elevaron la deuda a más de tres millones. La Guerra del Opio había terminado, en 1842, cuando se firmó en Nanking el tratado de libre comercio que aseguró a los comerciantes británicos el derecho de introducir libremente la droga en el territorio chino. También la libertad de comercio fue garantizada por Paraguay después de la derrota. Se abandonaron los cultivos de algodón, y Manchester arruinó la producción textil; la industria nacional no resucitó nunca.

El Partido Colorado, que hoy gobierna a Paraguay, especula alegremente con la memoria de los héroes, pero ostenta al pie de su acta de fundación la firma de veintidós traidores al mariscal Solano López, «legionarios» al servicio de las tropas brasileñas de ocupación. El dictador Alfredo Stroessner, que ha convertido al Paraguay en un gran campo de concentración desde hace quince años, hizo su especialización militar en Brasil, y los generales brasileños lo devolvieron a su país con altas calificaciones y encendidos elogios: «Es digno de gran futuro…» Durante su reinado, Stroessner desplazó a los intereses anglo argentinos dominantes en Paraguay durante las Última décadas, en beneficio de Brasil y sus dueños norteamericanos. Desde 1870, Brasil y Argentina, que liberaron a Paraguay para comérselo a dos bocas, se alternan en el usufructo de los despojos del país derrotado, pero sufren, a su vez, d imperialismo de logran potencia de turno. Paraguay padece, al mismo tiempo, el imperialismo y el subimperialismo. Antes el Imperio británico constituía d eslabón mayor de la cadena de las dependencias sucesivas. Actualmente, los Estados Unidos, que no ignoran la importancia geopolítica de este país enclavado en d centro de América del Sur, mantienen en suelo paraguayo asesores innumerables que adiestran y orientan a las fuerzas armadas, cocinan los planes económicos, reestructuran la universidad a su antojo, inventan un nuevo esquema político democrático para d país y retribuyen con préstamos onerosos los buenos servicios del régimen [58].


Pero Paraguay es también colonia de colonias. Utilizando la reforma agraria como pretexto, el gobierno de Stroessner derogó, haciéndose e l distraído, la disposición legal que prohibía la venta a extranjeros de tierras en zonas de frontera seca, y hoy hasta los territorios fiscales han caído en manos de los latifundistas brasileños del café. La onda invasora atraviesa el no Paraná con la complicidad del presidente, asociado a los terratenientes que hablan portugués. Llegué a la movediza frontera del nordeste de Paraguay con billetes que tenían estampado el rostro del vencido mariscal Solano López, pero allí encontré que sólo tienen valor los que lucen la efigie del victorioso emperador Pedro II. El resultado de la Guerra de la Triple Alianza cobra, transcurrido un siglo, ardiente actualidad. Los guardas brasileños exigen pasaporte a los ciudadanos paraguayos para circular por su propio país; son brasileñas las banderas y las iglesias. La piratería de tierra abarca también los saltos del Guayrá, la mayor fuente potencial de energía en toda América Latina, que hoy se llaman, en portugués, Sete Quedas, y la zona del Itaipú, donde Brasil construirá la mayor central hidroeléctrica del mundo.

El subimperialismo o imperialismo de segundo grado, se expresa de mil maneras. Cuando el presidente Johnson decidió sumergir en sangre a los dominicanos, en 1965, Stroessner envió soldados paraguayos a Santo Domingo, para que colaboraran en la faena. El batallón se llamó, broma siniestra, «Mariscal Solano López». Los paraguayos actuaron a las órdenes de un general brasileño, porque fue Brasil quien recibió los honores de la traición: el general Panasco Alvim encabezó las tropas latinoamericanas cómplices en la matanza. De la misma manera, podrían citarse otros ejemplos. Paraguay otorgó a Brasil una concesión petrolera en su territorio, pero el negocio de la distribución de combustibles y la petroquímica están, en Brasil, en manos norteamericanas. La Misión Cultural Brasileña es dueña de la Facultad de Filosofía y Pedagogía de la universidad paraguaya, pero los norteamericanos manejan ahora a las universidades de Brasil. El estado mayor del ejército paraguayo no sólo recibe la asesoría de los técnicos del Pentágono, sino también de generales brasileños que a su vez responden al Pentágono como el eco a la voz. Por la vía abierta del contrabando, los productos industriales de Brasil invaden el mercado paraguayo, pero muchas de las fábricas que los producen en Sao Paulo son, desde la avalancha desnacionalizadora de estos últimos años, propiedad de las corporaciones multinacionales.

Stroessner se considera heredero de los López. El Paraguay de hace un siglo ¿puede ser impunemente cotejado con el Paraguay de ahora, emporio del contrabando en la cuenca del Plata y reino de la corrupción institucionalizada? En un acto político donde el partido de gobierno reivindicaba a la vez, entre vítores y aplausos, a uno y otro Paraguay, un muchachito vendía, bandeja al pecho, cigarrillos de contrabando: la fervorosa concurrencia pitaba nerviosamente Kent, Marlboro, Camel y Benson amp; Hedges. En Asunción, la escasa clase media bebe whisky Ballantine's en vez de tomar caña paraguaya. Uno descubre los últimos modelos de los más lujosos automóviles fabricados en Estados Unidos o Europa, traídos al país de contrabando o previo pago de menguados impuestos, al mismo tiempo que se ven, por las calles, carros tirados por bueyes que acarrean lentamente los frutos al mercado: la tierra se trabaja con arados de madera y los taxímetros son Impalas. Stroessner dice que el contrabando es «el precio de la paz»: los generales se llenan los bolsillos y no conspiran. La industria, por supuesto, agoniza antes de crecer. El Estado ni siquiera cumple con el decreto que manda preferir los productos de las fábricas nacionales en las adquisiciones públicas. Los únicos triunfos que el gobierno exhibe, orgulloso, en la materia, son las plantas de Coca Cola, Crush y Pepsi Cola, instaladas desde fines de 1966 como contribución norteamericana al progreso del pueblo paraguayo. El Estado manifiesta que sólo intervendrá directamente en la creación de empresas «cuando el sector privado no demuestre interés, y el Banco Central comunica al Fondo Monetario Internacional que «ha decidido implantar un régimen de mercado libre de cambios y abolir las restricciones al comercio y a las transacciones en divisas»; un folleto editado por el Ministerio de Industria y Comercio advierte a los inversores que el país otorga “concesiones especiales para el capital extranjero” Se exime a las empresas extranjeras del pago de impuestos y de derechos aduaneros, «para crear un clima propicio para las inversiones». Un año después de instalarse en Asunción, el National City Bank de Nueva York recupera íntegramente el capital invertido. La banca extranjera, dueña del ahorro interno, proporciona a Paraguay créditos externos que acentúan su deformación económica e hipotecan aún más su soberanía.


En el campo, el uno y medio por ciento de los propietarios dispone del noventa por ciento de las tierras explotadas, y se cultiva menos del dos por ciento de la superficie total del país. El plan oficial de colonización en el triángulo de Caaguazú ofrece a los campesinos hambrientos más tumbas que prosperidades [59].

La Triple Alianza sigue siendo todo un éxito.

Los hornos de la fundición de Ibycuí, donde se forjaron los cañones que defendieron a la patria invadida, se erguían en un paraje que ahora se llama «Mina-cué» -que en guaraní significa “Fue mina”.

Allí, entre pantanos y mosquitos, junto a los restos de un muro derruido, yace todavía la base de la chimenea que los invasores volaron, hace un siglo, con dinamita, y pueden verse los pedazos de hierro podrido de las instalaciones deshechas. Viven, en la zona, unos pocos campesinos en harapos, que ni siquiera saben cuál fue la guerra que destruyó todo eso. Sin embargo, ellos dicen que en ciertas noches se escuchan, allí, voces de máquinas y truenos de martillos, estampidos de cañones y alaridos de soldados.

LOS EMPRÉSTITOS Y LOS FERROCARRILES EN LA DEFORMACIÓN ECONÓMICA DE AMÉRICA LATINA

El vizconde Chateaubriand, ministro de asuntos extranjeros de Francia bajo el reinado de Luis XVIII, escribía con despecho y, presumiblemente, con buena base de información: «En el momento de la emancipación, las colonias españolas se volvieron una especie de colonias inglesas». Citaba algunos números. Decía que entre 1822 y 1826 Inglaterra había proporcionado diez empréstitos a las colonias españolas liberadas, por un valor nominal de cerca de veintiún millones de libras esterlinas, pero que, una vez deducidos los intereses y las comisiones de los intermediarios, el desembolso real que había llegado a tierras de América apenas alcanzaba los siete millones. Al mismo tiempo, se habían creado en Londres más de cuarenta sociedades anónimas para explotar los recursos naturales -minas, agricultura- de América Latina y para instalar empresas de servicios públicos. Los bancos brotaban como hongos en suelo británico: en un solo año, 1836, se fundaron cuarenta y ocho. Aparecieron los ferrocarriles ingleses en Panamá, hacia la mitad del siglo, y la primera línea de tranvías fue inaugurada en 1868 por una empresa británica en la ciudad brasileña de Recife, mientras la banca de Inglaterra financiaba directamente a las tesorerías de los gobiernos SI. Los bonos públicos latinoamericanos circulaban activamente, con sus crisis y sus auges, en el mercado financiero inglés. Los servicios públicos estaban en manos británicas; los nuevos estados nacían desbordados por los gastos militares y debían hacer frente, además, al déficit de los pagos externos. El comercio libre implicaba un frenético aumento de las importaciones, sobre todo de las importaciones de lujo, y para que una minoría pudiera vivir a la moda los gobiernos contraían empréstitos que a su vez generaban la necesidad de nuevos empréstitos: los países hipotecaban de antemano su destino, enajenaban la libertad económica y la soberanía política. El mismo proceso se daba -y se sigue dando en nuestros días, aunque ahora los acreedores son otros y otros los mecanismos- en toda América Latina, con la excepción, aniquilada, de Paraguay. El financiamiento externo se hacía, como la morfina, imprescindible. Se abrían agujeros para tapar agujeros. El deterioro de los términos comerciales del intercambio no es tampoco un fenómeno exclusivo de nuestros días: según Celso Furtado, los precios de las exportaciones brasileñas entre 1821 y 1830 y entre 1841 y 1850 bajaron casi a la mitad, mientras los precios de las importaciones extranjeras permanecían estables: las vulnerables economías latinoamericanas compensaban la caída con empréstitos. «Las finanzas de estos jóvenes estados -escribe Schnerb- no están saneadas… Se hace preciso recurrir a la inflación, que produce la depreciación de la moneda, y a los empréstitos onerosos.


La historia de estas repúblicas es, en cierto modo, la de sus obligaciones económicas contraídas con el absorbente mundo de las finanzas europeas». Las bancarrotas, las suspensiones de pagos y las refinanciaciones desesperadas eran, en efecto, frecuentes. Las libras esterlinas se escurrían como el agua por entre los dedos de la mano. Del empréstito de un millón de libras concertado por el gobierno de Buenos Aires, en 1824, ante la casa Baring Brothers, la Argentina recibió nada más que 570 mil, pero no en oro, como rezaba el convenio, sino en papeles. El préstamo consistió en el envío de órdenes de pago para los comerciantes ingleses radicados en Buenos Aires, y ellos no disponían de oro para entregarlo al país porque su misión consistía, justamente, en enviar a Londres cuanto metal precioso le pasara cerca de los ojos. Se cobraron, pues, letras, pero hubo que pagar, eso si, oro reluciente: casi a principios de nuestro siglo, Argentina canceló esta deuda, que se había hinchado, a lo largo de las sucesivas refinanciaciones, hasta los cuatro millones de libras. La provincia de Buenos Aires había quedado hipotecada en su totalidad -todas sus rentas, todas sus tierras públicas- en garantía del pago. Decía el ministro de Hacienda, en la época en que se contrató el empréstito: «No estamos en circunstancias de tomar medidas contra el comercio extranjero, particularmente inglés, porque hallándonos empeñados en grandes deudas con aquella nación, nos exponemos a un rompimiento que causaría grandes males…» La utilización de la deuda como un instrumento de chantaje no es, como se ve, una invención norteamericana reciente.

Las operaciones agiotistas encarcelaban a los países libres. A mediados del siglo XIX, el servicio de la deuda externa absorbía ya casi el cuarenta por ciento del presupuesto de Brasil, y el panorama resultaba semejante por todas partes. Los ferrocarriles también formaban parte decisiva de la jaula de hierro de la dependencia: extendieron la influencia imperialista, ya en plena época del capitalismo de los monopolios, hasta las retaguardias de las economías coloniales.

Muchos de los empréstitos se destinaban a financiar ferrocarriles para facilitar el embarque al exterior de los minerales y los alimentos. Las vías férreas no constituían una red destinada a unir a las diversas regiones interiores entre sí, sino que conectaban los centros de producción con los puertos. El diseño coincide todavía con los dedos de una mano abierta: de esta manera, los ferrocarriles, tantas veces saludados como adalides del progreso, impedían la formación y el desarrollo del mercado interno. También lo hacían de otras maneras, sobre todo por medio de una política de tarifas puesta al servicio de la hegemonía británica. Los fletes de los productos elaborados en el interior argentino resultaban, por ejemplo, mucho más caros que los fletes de los productos enviados en bruto. Las tarifas ferroviarias se descargaban como una maldición que hacía imposible fabricar cigarrillos en las comarcas del tabaco, hilar y tejer en los centros laneros, o elaborar las maderas en las zonas boscosas. El ferrocarril argentino desarrolló; es cierto, la industria forestal en Santiago del Estero, pero con tales consecuencias que un autor santiagueño llega a decir: «Ojalá Santiago no hubiera tenido nunca un árbol». Los durmientes de las vías se hacían de madera y el carbón vegetal servía de combustible; el obraje maderero, creado por el ferrocarril, desintegró los núcleos rurales de población, destruyó la agricultura y la ganadería al arrasar las pasturas y los bosques de abrigo, esclavizó en la selva a varias generaciones de santiagueños y provocó la despoblación.

El éxodo en masa no ha cesado, y hoy Santiago del Estero es una de las provincias más pobres de Argentina. La utilización del petróleo como combustible ferroviario sumergió a la región en una honda crisis. No fueron capitales ingleses los que tendieron las primeras vías en Argentina, Brasil, Chile, Guatemala, México y Uruguay. Tampoco en Paraguay, como hemos visto, pero los ferrocarriles construidos por el Estado paraguayo con el aporte de técnicos europeos por él contratados pasaron a manos inglesas después de la derrota. Idéntico destino tuvieron las vías férreas y los trenes de los demás países, sin que se produjera el desembolso de un solo centavo de inversión nueva; por añadidura, el Estado se preocupó de asegurar a las empresas, por contrato, un nivel mínimo de ganancias, para evitarles posibles sorpresas desagradables.

Muchas décadas después, al término de la segunda guerra mundial, cuando ya los ferrocarriles no rendían dividendos y habían caído en relativo desuso, la administración pública los recuperó. Casi todos los estados compraron a los ingleses los fierros viejos y nacionalizaron, así, las pérdidas de las empresas. En la época del auge ferroviario, las empresas británicas habían obtenido, a menudo, considerables concesiones de tierras a cada lado de las vías, además de las propias líneas férreas y el derecho de construir nuevos ramales.


Las tierras constituían un estupendo negocio adicional: el fabuloso regalo otorgado en 1911 a la Brazil Railway determinó el incendio de innumerables cabañas y la expulsión o la muerte de las familias campesinas asentadas en el área de la concesión.

Este fue el gatillo que disparó la rebelión del Contestada, una de las más intensas páginas de furia popular de toda la historia de Brasil.

PROTECCIONISMO y LIBRECAMBIO EN ESTADOS UNIDOS: EL ÉXITO NO FUE LA OBRA DE UNA MANO INVISIBLE

En 1865, mientras la Triple Alianza anunciaba la próxima destrucción de Paraguay, el general Ulises Grant celebraba, en Appomatox, la rendición del general Robert Lee. La Guerra de Secesión concluía con la victoria de los centros industriales del norte, proteccionistas a carta cabal, sobre los plantadores librecambistas de algodón y tabaco en el sur. La guerra que sellaría el destina colonial de América Latina nacía al mismo tiempo que concluía la guerra que hizo posible la consolidación de los Estados Unidos como potencial mundial. Convertido poco después en presidente de los Estados Unidos, Grant afirmó: «Durante siglos Inglaterra ha confiado en la protección, la ha llevado hasta sus extremos y ha obtenido de ello resultados satisfactorios. No cabe duda que debe su fuerza presente a este sistema. Después de dos siglos, Inglaterra ha encontrado conveniente adoptar el comercio libre porque piensa que ya la protección no puede ofrecerle nada. Muy bien, entonces, caballeros, mi conocimiento de mi país me conduce a creer que dentro de doscientos años, cuando América haya obtenido de la protección todo lo que la protección puede ofrecer, adoptará también el libre comercio».

Dos siglos y medio antes, el adolescente capitalismo inglés había trasladado, a las colonias del norte de América, sus hombres, sus capitales, sus formas de vida y sus impulsos y proyectos. Las trece colonias, válvulas de salida para la población europea excedente, aprovecharon rápidamente el handicap que les daba la pobreza de su suelo y su subsuelo, y generaron, desde temprano, una conciencia industrializadora que la metrópoli dejó crecer sin mayores problemas. En 1631, los recién llegados colonos de Boston echaron al mar una balandra de treinta toneladas, Blessing of the Bay, construida por ellos, y desde entonces la industria naviera cobró un asombroso impulso. El roble blanco, abundante en los bosques, daba buena madera para las planchas profundas y las armazones interiores de los barcos; de pino se hacían la cubierta, los baupreses y los mástiles. Massachusetts otorgaba subvenciones a la producción del cáñamo para los cordeles y las sogas y también estimulaba la fabricación local de las lonas y los velámenes. Al norte y al sur de Boston, los prósperos astilleros cubrieron las costas. Los gobiernos de las colonias otorgaban subvenciones y premios a las manufacturas de todo tipo. Se promovía, con incentivos, el cultivo del lino y la producción de lana, materias primas para los tejidos de hilo crudo

que, si bien no resultaban demasiado elegantes, eran resistentes y eran nacionales. Para explotar los yacimientos de hierro de Lyn, surgió el primer horno de fundición en 1643; al poco tiempo, ya Massachussets abastecía de hierro a toda la región. Como los estímulos a la producción textil no parecían suficientes, esta colonia optó por la coacción: en 1655, dictó una ley que ordenaba que cada familia tuviese, bajo la amenaza de penas graves, por lo menos un hilandero en continua e intensa actividad. Cada condado de Virginia estaba obligado, en esa misma época, a seleccionar niños para instruirlos en la manufactura textil. Al mismo tiempo, se prohibía la exportación de los cueros, para que se convirtieran, fronteras adentro, en botas, correas y monturas.

«Las desventajas con que tiene que luchar la industria colonial proceden de cualquier parte menos de la política colonial inglesa», dice Kirkland. Por el contrario, las dificultades de comunicación hacían que la legislación prohibitiva perdiera casi toda su fuerza -tres mil millas de distancia, y favorecían la tendencia al autoabastecimiento. Las colonias del norte no enviaban a Inglaterra plata ni oro ni azúcar, y en cambio sus necesidades de consumo provocaban un exceso de importaciones que era preciso contrarrestar de alguna manera. No eran intensas las relaciones

comerciales a través del mar; resultaba imprescindible desarrollar las manufacturas locales para sobrevivir. En el siglo XVIII, Inglaterra prestaba todavía tan escasa atención a sus colonias del norte, que no impedía que se transfirieran a sus talleres las técnicas metropolitanas más avanzadas, en un proceso real que desmentía las prohibiciones de papel del pacto colonial.


Este no era el caso, por cierto, de las colonias latinoamericanas, que proporcionaban el aire, el agua y la sal al capitalismo ascendente en Europa, y podían nutrir con largueza el consumo lujoso de sus clases dominantes importando desde ultramar las manufacturas más finas y más caras. Las únicas actividades expansivas eran, en América Latina, las que se orientaban a la exportación; así fue también en los siglos siguientes: los intereses económicos y políticos de la burguesía minera o terrateniente no coincidían nunca con la necesidad de un desarrollo económico hacia dentro, y los comerciantes no estaban ligados al Nuevo Mundo en mayor medida que a los mercados extranjeros de los metales y alimentos que vendían y a las fuentes extranjeras de los articulas manufacturados que compraban.

Cuando declaró su independencia, la población norteamericana equivalía, en cantidad, a la de Brasil. La metrópoli portuguesa, tan subdesarrollada como la española, exportaba su subdesarrollo a la colonia. La economía brasileña había sido instrumentalizada en provecho de Inglaterra, para abastecer sus necesidades de oro todo a lo largo del siglo XVIII. La estructura de clases de la colonia reflejaba esta función proveedora. La clase dominante de Brasil no estaba formada, a diferencia de la de los Estados Unidos, por los granjeros, los fabricantes emprendedores y los comerciantes internos. Los principales intérpretes de los ideales de las clases dominantes en ambos países, Alexander Hamilton y el Vizconde de Cairú, expresan claramente la diferencia entre una y otra. Ambos habían sido discípulos, en Inglaterra, de Adam Smith. Sin embargo, mientras Hamilton se había transformado en un paladín de la industrialización y promovía el estimulo y la protección del Estado a la manufactura nacional, Cairú creía en la mano invisible que opera en la magia del liberalismo: dejad hacer, dejad pasar, dejad vender.

Mientras moña el siglo XVIII los Estados Unidos contaban ya con la. segunda flota mercante del mundo, íntegramente formada con barcos construidos en los astilleros nacionales, y las fábricas textiles y siderúrgicas estaban en pleno y pujante crecimiento. Poco tiempo después nació la industria de maquinarias: las fábricas no necesitaban comprar en el extranjero sus bienes de capital. Los fervorosos puritanos del Mayflower habían echado, en las campiñas de Nueva Inglaterra, las bases de una nación; sobre el litoral de bahías profundas, a lo largo de los grandes estuarios, una burguesía industrial había prosperado sin detenerse. El tráfico comercial con las Antillas, que incluía la venta de esclavos africanos, desempeñó, como hemos visto en otro capítulo, una función capital en este sentido, pero la hazaña norteamericana no tendría explicación si no hubiera sido animada, desde el principio, por el más ardiente de los nacionalismos. George Washington lo había aconsejado en su mensaje de adiós: los Estados Unidos debían seguir una ruta solitaria. Emerson proclamaba en 1837: «Hemos escuchado durante demasiado tiempo a las música refinadas de Europa. Nosotros marcharemos sobre nuestros propios pies, trabajaremos con nuestras propias manos, hablaremos según nuestras propias convicciones».

Los fondos públicos ampliaban las dimensiones del mercado interno. El Estado tendía caminos y vías férreas, construía puentes y canales [60]. A mediados de siglo, el estado de Pennsylvania participaba en la gestión de más de ciento cincuenta empresas de economía mixta, además de administrar los cien millones de dólares invertidos en las empresas públicas. Las operaciones militares de conquista, que arrebataron a México más de la mitad de su superficie, también contribuyeron en gran medida al progreso del país. El Estado no participaba del desarrollo solamente a través de las inversiones de capital y los gastos militares orientados a la expansión; en el norte, había empezado a aplicar, además, un celoso proteccionismo aduanero. Los terratenientes del sur eran, al contrario, librecambistas. La producción de algodón se duplicaba cada diez años, y si bien proporcionaba grandes ingresos comerciales a la nación entera y alimentaba los telares modernos de Massachusetts, dependía sobre todo de los mercados europeos. La aristocracia sureña estaba vinculada en primer término al mercado mundial, al estilo latinoamericano; del trabajo de sus esclavos provenía el ochenta por ciento del algodón que usaban las hilanderías europeas. Cuando el norte sumó la abolición de la esclavitud al proteccionismo industrial, la contradicción hizo eclosión en la guerra.


El norte y el sur enfrentaban dos mundos en verdad opuestos, dos tiempos históricos diferentes, dos antagónicas concepciones del destino nacional. El siglo XX ganó esta guerra al siglo XIX:

Que todo hombre libre cante…

El viejo Rey Algodón está muerto y enterrado,

clamaba un poeta del ejército victorioso. A partir de la derrota del general Lee, adquirieron un valor sagrado los aranceles aduaneros, que se habían elevado durante el conflicto como un medio para conseguir recursos y quedaron en pie para proteger a la industria vencedora. En 1890, el Congreso votó la llamada tarifa McKinley, ultra proteccionista, y la ley Dingley elevó nuevamente los derechos de aduana en 1897. Poco después, los países desarrollados de Europa se vieron a su vez obligados a tender barreras aduaneras ante la irrupción de las manufacturas norteamericanas peligrosamente competitivas. La palabra trust había sido pronunciada por primera vez en 1882; el petróleo, el acero, los alimentos, los ferrocarriles y el tabaco estaban en manos de los monopolios, que avanzaban con botas de siete leguas [61].

Antes de la Guerra de Secesión, el general Grant había participado en el despojo de México. Después de la Guerra de Secesión, el general Grant fue un presidente con ideas proteccionistas. Todo formaba parte del mismo proceso de afirmación nacional. La industria del norte conducía la historia y, ya dueña del poder político, cuidaba desde el Estado la buena salud de sus intereses dominantes. La frontera agrícola volaba hacia el oeste y hacia el sur, a costa de los indios y los mexicanos, pero a su paso no iba extendiendo latifundios, sino que sembraba de pequeños propietarios los nuevos espacios abiertos. La tierra de promisión no sólo atraía a los campesinos europeos; los maestros artesanos de los oficios más diversos y los obreros especializados en mecánica, metalurgia y siderurgia, también llegaron desde Europa para fecundar la intensa industrialización norteamericana. A fines del siglo pasado, los Estados Unidos eran ya la primera potencia industrial del planeta; en treinta años, desde la guerra civil, las fábricas habían multiplicado por siete su capacidad de producción. El volumen norteamericano de carbón equivalía ya al de Inglaterra, y el de acero lo duplicaba; las vías férreas eran nueve veces más extensas. El centro del universo capitalista empezaba a cambiar de sitio.

Como Inglaterra, Estados Unidos también exportará, a partir de la segunda guerra mundial, la doctrina del libre cambio, el comercio libre y la libre competencia, pero para el consumo ajeno. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial nacerán juntos para negar, a los países subdesarrollados, el derecho de proteger sus industrias nacionales, y para desalentar en ellos la acción del Estado. Se atribuirán propiedades curativas infalibles a la iniciativa privada. Sin embargo, los Estados Unidos no abandonarán una política económica que continúa siendo, en la actualidad, rigurosamente proteccionista, y que por cierto presta buen oído a las voces de la propia historia: en el norte, nunca confundieron la enfermedad con el remedio.

LA ESTRUCTURA CONTEMPORÁNEA DEL DESPOJO
UN TALISMÁN VACÍO DE PODERES

Cuando Lenin escribió, en la primavera de 1916, su libro sobre el imperialismo, el capital norteamericano abarcaba menos de la quinta parte del total de las inversiones privadas directas, de origen extranjero, en América Latina. En 1970, abarca cerca de las tres cuartas partes. El imperialismo que Lenin conoció -la rapacidad de los centros industriales a la búsqueda de mercados mundiales para la exportación de sus mercancías; la fiebre por la captura de todas las fuentes posibles de materias primas; el saqueo del hierro, el carbón, el petróleo; los ferrocarriles articulando el dominio de las áreas sometidas; los empréstitos voraces de los monopolios financieros; las expediciones militares y las guerras de conquista era un imperialismo que regaba con sal los lugares donde una colonia o semicolonia hubiera osado levantar una fábrica propia. La industrialización, privilegio de las metrópolis, resultaba, para los países pobres, incompatible con el sistema de dominio impuesto por los países ricos. A partir de la segunda guerra mundial se consolida en América Latina el repliegue de los intereses europeos, en beneficio del arrollador avance de las inversiones norteamericanas. y se asiste, desde entonces, a un cambio importante en el destino de las inversiones. Paso a paso, año tras año, van perdiendo importancia relativa los capitales aplicados a los servicios públicos y a la minería, en tanto aumenta la proporción de las inversiones en petróleo y, sobre todo, en la industria manufacturera. Actualmente, de cada tres dólares invertidos en América Latina, uno corresponde a la industria [62].

A cambio de inversiones insignificantes, las filiales de las grandes corporaciones saltan de un solo

brinco las barreras aduaneras latinoamericanas, paradójicamente alzadas contra la competencia extranjera, y se apoderan de los procesos internos de industrialización. Exportan fábricas o, frecuentemente, acorralan y devoran a las fábricas nacionales ya existentes. Cuentan, para ello, con la ayuda entusiasta de la mayoría de los gobiernos locales y con la capacidad de extorsión que ponen a su servicio los organismos internacionales de crédito. El capital imperialista captura los mercados por dentro, haciendo suyos los sectores claves de la industria local: conquista o construye las fortalezas decisivas, desde las cuales domina al resto. La OEA describe así el proceso: «Las empresas latinoamericanas van teniendo un predominio sobre las industrias y tecnologías ya establecidas y de menor sofisticación, mientras la inversión privada norteamericana, y probablemente también la proveniente de otros países industrializados, va aumentando rápidamente su participación en ciertas industrias dinámicas que requieren un grado de avance tecnológico relativamente alto y que son más importantes en la determinación del curso de desarrollo económico. Así, el dinamismo de las fábricas norteamericanas al sur del do Bravo resulta mucho más intenso que el de la industria latinoamericana en general.

Son elocuentes los ritmos de los tres países mayores: para un índice 100 en 1961, el producto industrial en Argentina pasó a ser de 112,5 en 1965, y en el mismo periodo las ventas de las empresas filiales de los Estados Unidos subieron a 166,3. Para Brasil, las cifras respectivas son de 109,2 y 120; para México, de 142,2 y 186,83.

El interés de las corporaciones imperialistas por apropiarse del crecimiento industrial latinoamericano y capitalizarlo en su beneficio no implica, desde luego, un desinterés por todas las otras formas tradicionales de explotación. Es verdad que el ferrocarril de la United Fruit Co., en Guatemala, ya no era rentable, y que la Electric Bond and Share y la International Telephone and Telegraph Corporation realizaron espléndidos negocios cuando fueron nacionalizadas en Brasil, con indemnizaciones de oro puro a cambio de sus instalaciones oxidadas y sus maquinarias de museo. Pero el abandono de los servicios públicos a cambio de actividades más lucrativas nada tiene que ver con el abandono de las materias primas. ¿Qué suerte correría el Imperio sin el petróleo y los minerales de América Latina? Pese al descenso relativo de las inversiones en minas, la economía norteamericana no puede prescindir. como hemos visto en otro capítulo, de los abastecimientos vitales y las jugosas ganancias que le llegan desde el sur.


Por lo demás, las inversiones que convierten a las fábricas latinoamericanas en meras piezas del engranaje mundial de las corporaciones gigantes no alteran en absoluto la división internacional del trabajo. No sufre la menor.modificación el sistema de vasos comunicantes por donde circulan los capitales y las mercancías entre los países pobres y los países ricos. América Latina continúa exportando su desocupación y su miseria: las materias primas que el mercado mundial necesita y de cuya venta depende la economía de la región y ciertos productos industriales elaborados, con mano de obra barata, por filiales de las corporaciones multinacionales. El intercambio desigual funciona como siempre: los salarios de hambre de América Latina contribuyen a financiar los altos salarios de Estados Unidos y de Europa. No faltan políticos y tecnócratas dispuestos a demostrar que la invasión del capital extranjero «industrializador» beneficia las áreas donde irrumpe. A diferencia del antiguo, este imperialismo de nuevo signo implicaría una acción en verdad civilizadora, una bendición para los países dominados, de modo que por primera vez la letra de las declaraciones de amor de la potencia dominante de turno coincidiría con sus intenciones reales. Ya las conciencias culpables no necesitarían coartadas, puesto que no serían culpables: el imperialismo actual irradiaría tecnología y progreso, y hasta resultaría de mal gusto utilizar esta vieja y odiosa palabra para definirlo. Cada vez que el imperialismo se pone 'a exaltar sus propias virtudes, conviene, sin embargo, revisarse los bolsillos. y comprobar que este nuevo modelo de imperialismo no hace más prósperas a sus colonias aunque enriquezca a sus polos de desarrollo; no alivia las tensiones sociales regionales, sino que las agudiza; extiende aún más la pobreza y concentra aún más la riqueza: paga salarios veinte veces menores que en Detroit y cobra precios tres veces mayores que en Nueva York; se hace dueño de] mercado interno y de los resortes claves del aparato productivo; se apropia de] progreso, decide su rumbo y le fija fronteras; dispone del crédito nacional y orienta a su antojo el comercio exterior; no sólo desnacionaliza la industria, sino también las ganancias que la industria produce; impulsa el desperdicio de recursos al desviar la parte sustancial del excedente económico hacia afuera; no aporta capitales al desarrollo sino que los sustrae. La CEPAL ha indicado que la hemorragia de los beneficios de las inversiones directas de los Estados Unidos en América Latina ha sido cinco veces mayor, en estos últimos años, que la transfusión de inversiones nuevas. Para que las empresas puedan llevarse sus ganancias, los países se hipotecan endeudándose con la banca extranjera y con los organismos internacionales de crédito, con lo que multiplican el caudal de las próximas sangrías. La inversión industrial opera, en este sentido, con las mismas consecuencias que la inversión “tradicional”.

En el marco de acero de un capitalismo mundial integrado en torno a las grandes corporaciones norteamericanas, la industrialización de América Latina se identifica cada vez menos con el progreso y con la liberación nacional. El talismán fue despojado de poderes en las decisivas derrotas del siglo pasado, cuando los puertos triunfaron sobre los países y la libertad de comercio arrasó a la industria nacional recién nacida. El siglo XX no engendró una burguesía industrial fuerte y creadora que fuera capaz de reemprender la tarea y llevarla hasta sus últimas consecuencias. Todas las tentativas se quedaron a mitad del camino. A la burguesía industrial de América Latina le ocurrió lo mismo que a los enanos: llegó a la decrepitud sin haber crecido. Nuestros burgueses son, hoy día, comisionistas o funcionarios de las corporaciones extranjeras todopoderosas. En honor a la verdad, nunca habían hecho méritos para merecer otro destino.

SON LOS CENTINELAS QUIENES ABREN LAS PUERTAS: LA ESTERILIDAD CULPABLE DE LA BURGUESÍA NACIONAL

La actual estructura de la industria en Argentina, Brasil y México -los tres grandes polos de desarrollo en América Latina- exhibe ya las deformaciones características de un desarrollo reflejo. En los demás países, más débiles, la satelización de la industria se ha operado, salvo alguna excepción, sin mayores dificultades. No es, por cierto, un capitalismo competitivo el que hoy exporta fábricas además de mercancías y capitales, penetra y lo acapara todo: ésta es la integración industrial consolidada, en escala internacional, por el capitalismo en la edad de las grandes corporaciones multinacionales, monopolios de dimensiones infinitas que abarcan las actividades más diversas en los más diversos rincones del globo terráqueo. Los capitales norteamericanos se concentran, en América Latina, más agudamente que en los propios Estados Unidos; un puñado de empresas controla la inmensa mayoría de las inversiones.


Para ellas, la nación no es una tarea a emprender, ni una bandera a defender, ni un destino a conquistar: la nación, es nada más que un obstáculo asaltar, porque a veces la soberanía incomoda, y una jugosa fruta a devorar. Para las clases dominantes dentro de cada país, ¿constituye la nación, por el contrario, una misión a cumplir? El gran galope del capital imperialista ha encontrado a la industria local sin defensas y sin conciencia de su papel histórico. La burguesía se ha f asociado a la invasión extranjera sin derramar lágrimas ni sangre; en cuanto al Estado, su influencia sobre la economía latinoamericana, que viene debilitándose desde hace un par de décadas, se ha reducido al mínimo gracias a los buenos oficios del Fondo Monetario Internacional. Las corporaciones norteamericanas entraron en Europa a paso de conquistadores y se apoderaron del desarrollo del viejo continente a tal punto que pronto, se anuncia, la industria norteamericana allí instalada será la tercera potencia industrial del planeta, después de Estados Unidos y de la Unión Soviética'. Si la burguesía europea, con toda su tradición y su pujanza, no ha podido oponer diques a la marea, ¿cabía esperar que la burguesía latinoamericana encabezara, a esta altura de la historia, la imposible aventura de un desarrollo capitalista independiente? Por el contrario, en América Latina el proceso de desnacionalización ha resultado mucho más fulminante y barato y ha tenido consecuencias incomparablemente peores. El crecimiento fabril de América Latina había sido alumbrado, en nuestro siglo, desde fuera. No fue generado por una política planificada hacia el desarrollo nacional, ni coronó la maduración de las fuerza productiva, ni resultó del estallido de los conflicto internos: ya «superados, entre los terratenientes y,.n artesanado nacional que había muerto a poco de nacer. La industria latinoamericana nació del vientre mismo del sistema agro exportador, para dar respuesta al agudo desequilibrio provocado por la caída del: comercio exterior. En efecto, las dos guerras mundiales y, sobre todo, la honda depresión que el capitalismo sufrió a partir de la explosión del viernes negro de octubre de 1929, provocaron una violenta reducción de las exportaciones de la región y, en consecuencia, hicieron caer, también de golpe, la capacidad de importar. Los precios internos de los artículos industriales extranjeros, súbitamente escasos, subieron verticalmente. No surgió, entonces. una clase media industrial libre de la dependencia tradicional: el gran impulso manufacturero provino del capital acumulado en manos de los terratenientes y los importadores. Fueron los grandes ganaderos quienes impusieron control de cambios en la Argentina; el presidente de la Sociedad Rural, convertido en ministro de Agricultura, declaraba en 1933: “El aislamiento en que nos ha colocado un mundo dislocado nos obliga a fabricar en d país lo que ya no podemos adquirir en los países que no nos compran”. Los fazendeiros del café volcaron a la industrialización de Sao Paulo buena parte de sus capitales acumulados en el comercio exterior: «A diferencia de la industrialización en los países hoy desarrollados -diagnostica un documento de gobierno-, el proceso de la industrialización brasileña no se dio paulatinamente, inserto dentro de un proceso de transformación económica general. Antes bien, fue un fenómeno rápido e intenso, que se superpuso a la estructura económico-social preexistente, sin modificarla por entero, dando origen a profundas diferencias sectoriales y regionales que caracterizan a la sociedad brasileña.

La nueva industria se -atrincheró de entrada tras las barreras aduaneras que los gobiernos levantaron para protegerla, y creció gracias a las medidas que el Estado adoptó para restringir y controlar las importaciones, fijar tasas especiales de cambio, evitar impuestos, comprar o financiar los excedentes de producción, tender caminos para hacer posible el transporte de las materias primas y las mercancías y crear o ampliar las fuentes de energía. Los gobiernos de Getulio Vargas (1930-45 y 1951-54), Lázaro Cárdenas (1934-40) y Juan Domingo Perón (1946- 55), de signo nacionalista y amplia proyección popular, expresaron en Brasil, México y Argentina la necesidad de despegue, desarrollo o consolidación, según cada caso y cada período, de la industria nacional. En realidad, el «espíritu de empresa», que define una serie de rasgos característicos de la burguesía industrial en los países capitalistas desarrollados, fue, en América Latina, una característica del Estado, sobre todo en estos períodos de impulso decisivo. El Estado ocupó el lugar de una clase social cuya aparición la historia reclamaba sin mucho éxito: encarnó a la nación e impuso el acceso político y económico de las masas populares a los beneficios de la industrialización. En esta matriz, obra de los caudillos populistas, no se incubó una burguesía industrial esencialmente diferenciada del conjunto de las clases hasta entonces dominantes. Perón desató, por ejemplo, el pánico de la Unión Industrial, cuyos dirigentes veían, no sin razón, que el fantasma de las montoneras provincianas reaparecía en la rebelión del proletariado de los suburbios de Buenos Aires.


Las fuerzas de la coalición conservadora recibieron, antes de que Perón las derrocara en las elecciones de febrero del 46, un famoso cheque del líder de los industriales; a la hora de la caída del régimen, diez años después, los dueños de las fábricas más importantes volvieron a confirmar que no eran fundamentales sus contradicciones con la oligarquía de la que, mal que bien, formaban parte. En 1956, la Unión Industrial, la Sociedad Rural y la Bolsa de Comercio concertaron un frente común en defensa de la libertad de asociación, la libre empresa, la libertad de comercio y la libre contratación del personal. En Brasil, un importante sector de la burguesía fabril estrechó filas con las fuerzas que empujaron a Vargas al suicidio. La experiencia mexicana tuvo, en este sentido, características excepcionales, y por cierto prometía mucho más de lo que finalmente aportó al proceso de cambio en América Latina. El ciclo nacionalista de Lázaro Cárdenas fue el único que rompió lanzas contra los terratenientes llevando adelante la reforma agraria que ya agitaba al país desde 1910; en los demás países, y no sólo en Argentina y Brasil, los gobiernos industrializadores dejaron intacta la estructura latifundista, que continuó estrangulando el desarrollo del mercado interno y la producción agropecuaria [63].

Por lo general, la industria aterrizó como un avión, sin modificar el aeropuerto en sus estructuras básicas: condicionada por la demanda de un mercado interno previamente existente, sirvió a sus necesidades de consumo y no llegó a ampliarlo en la honda y extensa medida que los grandes cambios de estructura, de. haber ocurrido, hubieran hecho posible. De la misma manera, el desarrollo industrial fue obligado a un aumento de las importaciones de maquinarias, repuestos, combustibles y productos intermedios [64], pero las exportaciones, fuente de las divisas, no podían dar respuesta a este desafío porque provenían de un campo condenado, por sus dueños, al atraso. Bajo d gobierno de Perón, el Estado argentino llegó a monopolizar la exportación de granos; en cambio, no arañó siquiera el régimen de propiedad de la tierra, ni nacionalizó a los grandes frigoríficos norteamericanos y británicos ni a los exportado res de la lana. Resultó débil el impulso oficial a la industria pesada, y el Estado no advirtió a tiempo que si no daba nacimiento a una tecnología propia, su política nacionalista se echaría a volar con las alas cortadas. Ya en 1953, Perón, que había llegado al poder enfrentando directamente al embajador de los Estados Unidos, recibía con elogios la visita de Milton Eisenhower y pedía la cooperación del capital extranjero para impulsar las industrias dinámicas [65]. La necesidad de «asociación» de]a industria nacional con las corporaciones imperialistas se hacía perentoria a medida que se iban quemando etapas en]a sustitución de manufacturas importadas y las nuevas fábricas requerían más altos niveles de técnica y de organización. La tendencia iba madurando también en el seno de] modelo industrializador de Getulio Vargas; se puso al descubierto en la trágica decisión final del caudillo. Los oligopolios extranjeros, que concentran la tecnología más moderna, se iban apoderando no muy secretamente de]a industria nacional de todos los países de América Latina, incluido México, por medio de]a venta de técnicas de fabricación, patentes y equipos nuevos. Wall Street había tomado definitivamente el lugar de Lombard Street, y fueron norteamericanas las principales empresas que se abrieron paso hacia el usufructo de un superpoder en la región. A la penetración en el área manufacturera se sumaba la injerencia cada vez mayor en los circuitos bancario y comercial: el mercado de América Latina- se fue integrando al mercado interno de las corporaciones multinacionales.


En 1965, Roberto Campos, zar económico de la dictadura de Castelo Branco, sentenciaba: «La era de los líderes carismáticos, nimbados por un aura romántica, está cediendo lugar a la tecnocracia». La embajada norteamericana había participado directamente en el golpe de Estado que derribó al gobierno de Joao Goulart. La caída de Goulart, heredero de Vargas en el estilo y las intenciones, señaló la liquidación d el populismo y de la política de masas. «Somos una nación vencida, dominada, conquistada, destruida, me escribía un amigo, desde Río de Janeiro, pocos meses después del triunfo de la conspiración militar: la desnacionalización de Brasil implicaba la necesidad de ejercer, con mano de hierro, una dictadura impopular. El desarrollo capitalista ya no

le compaginaba con las grandes movilizaciones de masas en torno a caudillos como Vargas. Había que prohibir las huelgas, destruir los sindicatos y los partidos, encarcelar, torturar, matar y abatir por la violencia los salarios obreros, para contener así, a costa de la mayor pobreza de los pobres, el vértigo de la inflación. Una encuesta, practicada en 1966 y 1967, reveló que el 84 % de los grandes industriales de Brasil consideraba que el gobierno de Goulart había aplicado una política económica perjudicial. Entre ellos estaban, sin duda, muchos de los grandes capitanes de la burguesía nacional, en los que Goulart intentó apoyarse para contener la sangría imperialista de la economía brasileña. El mismo proceso de represión y asfixia del pueblo tuvo lugar durante el régimen del general Juan Carlos Onganía, en la Argentina; había comenzado, en realidad, con la derrota peronista de 1955, así como en Brasil se había desencadenado realmente desde el balazo de Vargas en 1954. La desnacionalización de la industria en México también coincidió con un endurecimiento de la política represiva del partido que monopoliza el gobierno.

Fernando Henrique Cardoso ha señalado que la industria liviana o tradicional, crecida a la generosa sombra de los gobiernos populistas, exige una expansión del consumo de masas: la gente que compra camisas o cigarrillos. Por el contrario, la industria dinámica -bienes intermedios y bienes de capital- se dirige a un mercado restringido, en cuya cúspide están las grandes empresas y el Estado: pocos consumidores, de gran capacidad financiera. La industria dinámica, actualmente en manos extranjeras, se apoya en la existencia previa de la industria tradicional y la subordina. En los sectores tradicionales, de baja tecnología, el capital nacional conserva alguna fuerza; cuanto menos vinculado está al modo internacional de producción por la dependencia tecnológica o financiera, el capitalista muestra una mayor tendencia a mirar con buenos ojos la reforma agraria y la elevación de la capacidad de consumo de las clases populares a través de la lucha sindical. Los más atados al exterior, representantes de la industria dinámica, simplemente requieren, en cambio, el fortalecimiento de los lazos económicos entre las islas de desarrollo de los países dependientes y el sistema económico mundial, y subordinan las transformaciones internas a este objetivo prioritario. Son estos últimos quienes llevan la voz cantante de la burguesía industrial, como lo revela, entre otras cosas, el resultado de las recientes encuestas practicadas en Argentina y Brasil, que sirven de materia prima al trabajo de Cardoso. Los grandes empresarios se manifiestan en términos contundentes contra la reforma agraria; niegan, en su mayoría, que el sector fabril tenía intereses divergentes de los sectores rurales y consideran que nada hay más importante, para el desarrollo de la industria, que la cohesión de todas las clases productoras y el fortalecimiento del bloque occidental. Sólo un dos por ciento de los grandes industriales de Argentina y Brasil considera que políticamente hay que contar en primer lugar, con los trabajadores. Los encuestados fueron, en su mayoría, empresarios nacionales; en su mayoría, también, atados de pies y manos a los centros extranjeros de poder por las múltiples sogas de la dependencia.

¿Cabía esperar, a esta altura, otro resultado? La burguesía industrial integra la constelación de una clase dominante que está, a su vez, dominada desde fuera. Los principales latifundistas de la costa del Perú, hoy expropiados por el gobierno de Velasco Alvarado, son además dueños de treinta y una industrias de transformación y de muchas otras empresas diversas. Otro tanto ocurre en todos los demás países, México no es una excepción: la burguesía nacional, subordinada a los grandes consorcios norteamericanos, teme mucho más a la presión de las masas populares que a la opresión del imperialismo, en cuyo seno se está desarrollando sin la independencia ni la imaginación creadora que se le atribuyen, y ha multiplicado eficazmente sus intereses [66].

En Argentina, el fundador del Jockey Club, centro del prestigio social de los latifundistas, había sido, a la vez, el líder de los industriales, y así se inició, a fines del siglo pasado, una tradición inmortal: los artesanos enriquecidos se casan con las hijas de los terratenientes para abrir, por la vía conyugal, las puertas de los salones más exclusivos de la oligarquía o compran tierras con los mismos fines, y no son pocos los ganaderos que, por su parte, han invertido en la industria, al menos en los periodos de auge, los excedentes de capital acumulados en sus manos.

Faustino Fano, que hizo buena parte de su fortuna como comerciante e industrial de textiles, se convirtió en presidente de la Sociedad Rural durante cuatro períodos consecutivos, hasta su muerte en 1967: «Fano destruyó la falsa antinomia entre el agro y la. industria, proclamaban las necrológicas que los diarios le dedicaron. El excedente industrial se convierte en vacas. Los hermanos Di Tella, poderosos industriales, vendieron a los capitales extranjeros sus fábricas de automóviles y heladeras, y ahora crían toros de cabaña para las exposiciones de la Sociedad Rural. Medio siglo antes, la familia Anchorena, dueña de los horizontes de la provincia de Buenos Aires, había levantado una de las más importantes fábricas metalúrgicas de la ciudad.

En Europa y en Estados Unidos la burguesía industrial apareció en el escenario histórico muy de

otra manera, y muy de otra manera creció y consolidó su poder.

¿QUÉ BANDERA FLAMEA SOBRE LAS MÁQUINAS?

La vieja se inclinó y movió la mano para darle viento al fuego. Así, con la espalda torcida y el cuello estirado todo enroscado de arrugas, parecía una antigua tortuga negra. Pero aquel pobre vestido roto no protegía, por cierto, como un caparazón, y al fin y al cabo ella era tan lenta sólo por culpa de los años.

A sus espaldas, también torcida, su choza de madera y lata, y más allá otras chozas semejantes del mismo suburbio de Sao Paulo; frente a ella, en una caldera de color carbón, ya estaba hirviendo el agua para el café. Alzó una latita hasta sus labios; antes de beber, sacudió la cabeza y cerró los ojos. Dijo: O Brasil é nosso (“el Brasil es nuestro”). En el centro de la misma ciudad y en ese mismo momento, pensó exactamente lo mismo, pero en otro idioma, el director ejecutivo de la Union Carbide, mientras levantaba un vaso de cristal para celebrar la captura de otra fábrica brasileña de plásticos por parte de su empresa. Uno de los dos estaba equivocado.

Desde 1964, los sucesivos dictadores militares de Brasil festejan los cumpleaños de las empresas del Estado anunciando su próxima desnacionalización, a la que llaman recuperación. La Ley 56.570, promulgada el 6 de julio de 1965, reservó al Estado la explotación de la petroquímica; el mismo día, la ley 56.571 derogó la anterior, abrió la explotación a las inversiones privadas. De esta manera, la Dow Chemical, la Union Carbide, la Phillips Petroleum y el grupo Rockefeller obtuvieron, directamente o a través de la “asociación” con el estado, el filet mignon tan codiciado: la industria de los derivados químicos del petróleo, previsible boom de la década del setenta. ¿Qué ocurrió durante las horas transcurridas entre una y otra ley? Cortinados que tiemblan, pasos en los corredores, desesperados golpes a la puerta, los billetes verdes volando por los aires, agitación en el palacio: desde Shakespeare hasta Brecht, muchos hubieran querido imaginarlo. Un ministro del gobierno reconoce: «Fuerte, en el Brasil, además del propio Estado, sólo existe el capital extranjero, salvo honrosas excepciones». Y el gobierno hace lo posible para evitar esta incómoda competencia las corporaciones norteamericanas y europeas.

El ingreso en grandes cantidades de capital extranjero destinado a las manufacturas comenzó, en Brasil, en los años cincuenta, y recibió un fuerte impulso del Plan de Metas (1957-60) puesto en práctica por el presidente Juscelino Kubitschek. Aquéllas fueron las horas de la euforia del crecimiento. Brasilia nacía, brotada de una galera mágica, en medio del desierto donde los indios no conocían ni la existencia de la rueda; se tendían carreteras y se creaban grandes represas; de las fábricas de automóviles surgía un coche nuevo cada dos minutos. La industria ascendía a gran ritmo. Se abrían las puertas, de par en par, a la inversión extranjera, se aplaudía la invasión de los dólares, se sentía vibrar el dinamismo del progreso.


Los billetes circulaban con la tinta todavía fresca; el salto adelante se financiaba con inflación y con una pesada deuda externa que sería descargada, agobiante herencia, sobre los gobiernos siguientes. Se otorgó un tipo de cambio especial, que Kubitschek garantizó, para las remesas de las utilidades a las casas matrices de las empresas extranjeras y para la amortización de sus inversiones. El Estado asumía la corresponsabilidad para el pago de las deudas contraídas por las empresas en el exterior y otorgaba también un dólar barato para la amortización y los intereses de esas deudas: según un informe publicado por la CEPAL, más del 80 por ciento del total de las inversiones que llegaron entre 1955 y 1962 provenía de empréstitos obtenidos con el aval del Estado. Es decir, que más de las cuatro quintas partes de las inversiones de las empresas derivaban de la banca extranjera y pasaban a engrosar la abultada deuda externa del Estado brasileño. Además se otorgaban beneficios especiales para la importación de maquinarias [67]. Las empresas nacionales no gozaban de estas facilidades acordadas a la General Motors o a la Volkswagen.

El resultado desnacionalizador de esta política de seducción ante el capital imperialista se manifestó: cuando se publicaron los datos de la paciente investigación realizada por el Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad sobre los grandes grupos económicos de Brasil. Entre los conglomerados con un capital superior a los cuatro mil millones de cruzeiros, más de la mitad eran extranjeros y en su mayoría norteamericanos; por encima de los diez mil millones de cruzeiros, aparecían doce grupos extranjero y sólo cinco nacionales. «Cuanto mayor es el grupo económico, mayor es la posibilidad de que sea extranjero», concluyó Maurício Vinhas de Queiroz en el análisis de la encuesta. Pero tanto o más elocuente resultó que, de los veinticuatro grupos nacionales con más de cuatro mil millones de capital, apenas nueve no estaban ligados, por acciones, con capitales de Estados Unidos o de Europa, y aun así, en dos de ellos aparecían entrecruzamientos con directorios extranjeros. La encuesta detectó diez grupos económicos que ejercían un virtual monopolio en sus respectivas especialidades. De ellos, ocho eran filiales de grandes corporaciones norteamericanas.

Pero todo esto parece un juego de niños al lado de lo que vino después. Entre 1964 y mediados de 1968, quince fábricas de automotores o de piezas para autos fueron deglutidas por la Ford, Chrysler, Willys, Simca, Volkswagen o Alfa Romeo; en el sector eléctrico y electrónico, tres importantes empresas brasileñas fueron a parar a manos japonesas; Wyeth, Bristol, Mead Johnson y Lever devoraron unos cuantos laboratorios, con lo que la producción nacional de medicamentos se redujo a una quinta parte del mercado; la Anaconda se lanzó sobre los metales no ferrrosos, y. la Unión Carbide sobre los plásticos, los -productos químicos y la petroquímica; Americancan, American Machine and Foundry y otras colegas se apoderaron de seis empresas nacionales de mecánica y metalurgia; la Companhia de Mineraçao Geral, una de las mayores fábricas metalúrgicas de Brasil, fue comprada a precio de ruina por un consorcio del que participan la Bethlehem Steel, el Chase Manhattan Bank y la Standard Oil. Resultaron sensacionales las conclusiones de una comisión parlamentaria formada para investigar el tema, pero el régimen militar cerró las puertas del Congreso y el público brasileño nunca conoció estos datos [68].


Bajo el gobierno del mariscal Castelo Branco se había firmado un acuerdo de garantía de inversiones que brindaba virtual extraterritorialidad a las empresas extranjeras, se habían reducido sus impuestos a la renta y se les había otorgado facilidades extraordinarias para disfrutar del crédito, a la par que se desataban los torniquetes aplicados por el anterior gobierno de Goulart al drenaje de las ganancias. La dictadura tentaba a los capitalistas extranjeros ofreciéndoles el país como los proxenetas ofrecen a una mujer, y poma el acento donde debía: «El trato a los extranjeros en el Brasil es de los más liberales del mundo… no hay restricciones a la nacionalidad de los accionistas… no existe limite al porcentaje de capital registrado que puede ser remitido como beneficio… no hay limitaciones a la repatriación de capital, y la reinversión de las ganancias está considerada un incremento del capital original.

Argentina disputa a Brasil d papel de plaza predilecta de las inversiones imperialistas, y su gobierno militar no se quedaba atrás en la exaltación de las ventajas, en este mismo período: en el discurso donde definió la política económica argentina, en 1967, el general Juan Carlos Onganía reafirmaba que las gallinas otorgan al zorro la igualdad de oportunidades: «Las inversiones extranjeras en Argentina serán consideradas en un pie de igualdad con las inversiones de origen interno, de acuerdo con la política tradicional de nuestro país, que nunca ha discriminado contra el capital extranjero». Argentina tampoco impone limitaciones a la entrada del capital foráneo ni a su gravitación en la economía nacional, ni a la salida de las ganancias, ni a la repatriación del capital; los pagos de patentes, regalías y asistencia técnica se hacen libremente. El gobierno exime de impuestos a las empresas y les brinda tasas especiales de cambio, amén de muchos otros estímulos y franquicias. Entre 1963 y 1968, fueron desnacionalizadas cincuenta importantes empresas argentinas, veintinueve de las cuales cayeron en manos norteamericanas, en sectores tan diversos como la fundición de acero, la fabricación de automóviles y de repuestos, la petroquímica, la química, la industria eléctrica, el papel o los cigarrillos. En 1962, dos empresas nacionales de capital privado, Siam Di Tena e Industrias Kaiser Argentinas, figuraban entre las cinco empresas industriales más grandes de América Latina; en 1967 ambas habían sido capturadas por el capital imperialista. Entre las más poderosas empresas del país, que facturan ventas por más de siete mil millones de pesos anuales cada una, la mitad del valor total de las ventas pertenece a firmas extranjeras, un tercio a organismos del Estado y apenas un sexto a sociedades privadas de capital argentino. México congrega casi la tercera parte de las inversiones norteamericanas en la industria manufacturera de América Latina. Tampoco este país opone restricciones a la transferencia de capitales ni a la repatriación de utilidades; las restricciones cambiarias brillan por su ausencia. La mexicanización obligatoria de los capitales, que impone una mayoría nacional de las acciones en algunas industrias, «ha sido bien acogida, en términos generales, por los inversionistas extranjeros, quienes han reconocido públicamente diversas ventajas a la creación de empresas mixtas», según declaraba en 1967 el Secretario de Industria y Comercio del gobierno: «Cabe hacer notar que aun empresas de renombre internacional han adoptado esta forma de asociación de compañías que han establecido en México, y es también importante destacar que la política de mexicanización de la industria no solamente no ha desalentado a la inversión extranjera en México, sino que después de que la corriente de esa inversión rompió un récord en 1965, el volumen alcanzado en ese año fue nuevamente superado en 1966». En 1962, de las cien empresas más importantes de México, 56 estaban total o parcialmente controladas por el capital extranjero, veinticuatro pertenecían al Estado y veinte al capital privado mexicano. Estas veinte empresas privadas de capital nacional apenas participaban en poco más de una séptima parte del volumen total de ventas de las cien empresas consideradas;". Actualmente, las grandes firmas extranjeras dominan más de la mitad de los capitales invertidos en computadoras, equipos de oficina, maquinarias y equipos industriales; General Motors, Ford, Chrysler y Volkswagen han consolidado su poderío sobre la industria de automóviles y la red de fábricas auxiliares; la nueva industria química pertenece a la Du Pont, Monsanto, Imperial Chemical, Allied Chemical, Union Carbide y Cyanamid; los laboratorios principales están en manos de la Parke Davis, Merck amp; Co., Sidney Ross y Squibb; la influencia de la Celanese es decisiva en la fabricación de fibras artificiales; Anderson Clayton y Lieber Brothers disponen en medida creciente de los aceites comestibles, y los capitales extranjeros participan abrumadoramente de la producción de: cemento, cigarrillos, caucho y derivados, artículos para d hogar y alimentos diversos.

EL BOMBARDEO DEL FONDO MONETARIO INTERNACIONAL FACILITA EL DESEMBARCO DE LOS CONQUISTADORES

Dos de los ministros de gobierno que declararon ante la comisión parlamentaria sobre la desnacionalización industrial de Brasil reconocieron que las medidas adoptadas bajo el gobierno de Castelo Branco para permitir el flujo directo del crédito externo a la empresas habían dejado en inferioridad de condiciones a las fábricas de capital nacional. Ambos se referían a la célebre Instrucción 289, de principios de 1965: las empresas extranjeras obtenían préstamos fuera de fronteras a un siete u ocho por ciento, con un tipo especial de cambio que el gobierno garantizaba en caso de devaluación del cruzeiro, mientras las empresas nacionales debían pagar cerca de un cincuenta por ciento de intereses por los créditos que arduamente conseguían dentro de su país. El inventor de la medida, Roberto Campos, la explicó así: «Obviamente, el mundo es desigual. Hay quien nace inteligente y hay quien nace tonto. Hay quien nace atleta y hay quien nace tullido. El mundo se compone de pequeñas y grandes empresas. Unos mueren temprano, en el primor de su vida; otros se arrastran, criminalmente, por una larga existencia inútil. Hay una desigualdad básica fundamental en la naturaleza humana, en la condición de las cosas. A esto no escapa el mecanismo del crédito. Postular que las empresas nacionales deban tener el mismo acceso que las empresas extranjeras al crédito extranjero es simplemente desconocer las realidades básicas de la economía…» [69]. De acuerdo con los términos de este breve pero jugoso Manifiesto capitalista, la ley de la selva es el código que naturalmente rige la vida humana y la injusticia no existe, puesto que lo que conocemos por injusticia no es más que la expresión de la cruel armonía del universo: los países pobres son pobres porque… son pobres; el destino está escrito en los astros y sólo nacemos para cumplirlo: unos, condenados a obedecer; otros, señalados para mandar. Unos poniendo el cuello y otros poniendo la soga. El autor fue el artífice de la política del Fondo Monetario Internacional en Brasil.

Como en los demás países de América Latina, la puesta en práctica de las recetas del Fondo Monetario Internacional sirvió para que los conquistadores extranjeros entraran pisando tierra arrasada. Desde fines de la década del cincuenta, la recesión económica, la inestabilidad monetaria, la sequía del crédito y el abatimiento del poder adquisitivo del mercado interno han contribuido fuertemente en la tarea de voltear a la industria nacional y ponerla a los pies de las corporaciones imperialistas. So pretexto de la mágica estabilización monetaria, el Fondo Monetario Internacional, que interesadamente confunde la fiebre con la enfermedad y la inflación con la crisis de las estructuras en vigencia, impone en América Latina una política que agudiza los desequilibrios en lugar de aliviarlos. Liberaliza el comercio, prohibiendo los cambios múltiples y los convenios de trueque, obliga a contraer hasta la asfixia los créditos internos, congela los salarios y desalienta la actividad estatal. Al programa agrega las fuertes devaluaciones monetarias, teóricamente destinadas a devolver su valor real a la moneda y a estimular las exportaciones. En realidad, las devaluaciones sólo estimulan la concentración interna de capitales en beneficio de las clases dominantes y propician la absorción de las empresas nacionales por parte de los que llegan desde fuera con un puñado de dólares en las maletas.

En toda América Latina, el sistema produce mucho menos de lo que necesita consumir, y la inflación resulta de esta impotencia estructural. Pero el FMI no ataca las causas de la oferta insuficiente del aparato de producción, sino que lanza sus cargas de caballería contra las consecuencias, aplastando aún más la mezquina capacidad de consumo del mercado interno de consumo: una demanda excesiva, en estas tierras de hambrientos, tendría la culpa de la inflación. Sus fórmulas no sólo han fracasado en la estabilización y en el desarrollo, sino que además han intensificado el estrangulamiento externo de los países, han aumentado la miseria de las grandes masas desposeídas, poniendo al rojo vivo las tensiones sociales, y han precipitado la desnacionalización económica y financiera, al influjo de los sagrados mandamientos de la libertad de comercio, la libertad de competencia y la libertad de movimiento de los capitales.


Los Estados Unidos, que emplean un vasto sistema proteccionista -aranceles, cuotas, subsidios internos- jamás han merecido la menor observación del FMI. En cambio, con América Latina, el FMI ha sido inflexible: para eso nació. Desde que Chile aceptó la primera de sus misiones en 1954, los consejos del FMI se extendieron por todas partes, y la mayoría de los gobiernos sigue hoy día, ciegamente, sus orientaciones. La terapéutica empeora al enfermo para mejor imponerle la droga de los empréstitos y las inversiones. El FMI proporciona préstamos o da la imprescindible luz verde para que otros los proporcionen. Nacido en Estados Unidos, con sede en Estados Unidos y al servicio de Estados Unidos, el Fondo opera, en efecto, como un inspector internacional, sin cuyo visto bueno la banca norteamericana no afloja los cordones de la bolsa; el Banco Mundial, la Agencia para el Desarrollo Internacional y otros organismos filantrópicos de alcance universal también condicionan sus créditos a la firma y el cumplimiento de las Cartas de intenciones de los gobiernos ante el omnipotente organismo. Todos los países latinoamericanos reunidos no alcanzan a sumar la mitad de los votos de que disponen los Estados Unidos para orientar la política de este supremo hacedor del equilibrio monetario en el mundo: el FMI fue creado para institucionalizar el predominio financiero de Wall Street sobre el planeta entero, cuando a fines de la segunda guerra el dólar inauguró su hegemonía como moneda internacional. Nunca fue infiel al amo.

La burguesía nacional latinoamericana tiene, bien es cierto, vocación de rentista, y no ha opuesto diques considerables a la avalancha extranjera sobre la industria, pero también es cierto que las corporaciones imperialistas han utilizado toda una gama de métodos del arrasamiento. El bombardeo previo del FMI facilitó la penetración. Así, se han conquistado empresas mediante un simple golpe de teléfono, después de una brusca caída en las cotizaciones de la bolsa, a cambio de un poco de oxígeno traducido en acciones, o bien ejecutando alguna deuda por abastecimientos o por el uso de patentes, marcas o innovaciones técnicas. Las deudas, multiplicadas por las devaluaciones monetarias que obligan a las empresas locales a pagar más moneda nacional por sus compromisos en dólares, se convierten así en una trampa mortal. La dependencia en el suministro de la tecnología se paga caro: el know-how de las corporaciones incluye una gran pericia en el arte de devorar al prójimo. Uno. de los últimos mohicanos de la industria nacional brasileña declaraba, hace menos de tres años, desde un diario carioca: «La experiencia demuestra que el producto de la venta de una empresa nacional muchas veces ni llega a Brasil, y queda rindiendo intereses en el mercado financiero del país comprador».

Los acreedores cobraron quedándose con las instalaciones y las máquinas de los deudores. Las cifras del Banco Central del Brasil indican que no menos de la quinta parte de las nuevas inversiones industriales en 1965, 1966 Y 1967 correspondió en realidad a la conversión de las deudas impagas en inversiones.

Al chantaje financiero y tecnológico se suma la competencia desleal y libre del fuerte frente al débil. Como las filiales de las grandes corporaciones multinacionales integran una estructura mundial, pueden darse el lujo de perder dinero durante un año, o dos, o el tiempo que fuere necesario. Bajan, pues, los precios, y se sientan a esperar la rendición del acosado. Los bancos colaboran con el sitio: la empresa nacional no es tan solvente como parecía: se le niegan víveres. Acorralada, la empresa no tarda en levantar la bandera blanca. El capitalista local se convierte en socia menor o en funcionario de sus vencedores. O conquista la más codiciada de las suertes: cobra el rescate de sus bienes en acciones de la casa matriz extranjera y termina sus días viviendo gordamente una vida de rentista. A propósito del dumping de precios, resulta ilustrativa la historia de la captura de una fábrica brasileña de cintas adhesivas, la Adesite, por parte de la poderosa Union Carbide. La Scotch, conocida empresa con sede en Minnesota y tentáculos universales, empezó a vender cada vez más baratas sus propias cintas adhesivas en el mercado brasileño. Las ventas de la Adesite iban descendiendo. Los bancos le cortaron los créditos. La Scotch continuaba bajando sus precios: cayeron en un treinta por ciento, después en un cuarenta por ciento. Y apareció entonces la Union Carbide en escena: compro la fábrica brasileña a precio de desesperación. Posteriormente, la Union Carbide y la Scotch se entendieron para repartirse el mercado nacional en dos partes: dividieron a Brasil, la mitad para cada una. Y, de común acuerdo, elevaron el precio de las cintas adhesivas en un cincuenta por ciento. Era la digestión. La ley antitrust, de los viejos tiempos de Vargas, había sido derogada años atrás.


La propia Organización de Estados Americanos reconoce que la abundancia de recursos financieros de las filiales norteamericanas, “en momentos de muy escasa liquidez para las empresas nacionales, ha propiciado, en ocasiones, que algunas de esas empresas nacionales fuesen adquiridas por intereses extranjeros”. La penuria de recursos financieros, agudizada por la contracción del crédito interno impuesta por el Fondo Monetario, ahoga a las fábricas locales. Pero el mismo documento de la OEA informa que nada menos que el 95,7 por ciento de los fondos requeridos por las empresas norteamericanas para su normal funcionamiento y desarrollo en América Latina provienen de fuentes latinoamericanas, en forma de créditos, empréstitos y utilidades reinvertidas. Esa proporción es del ochenta por ciento en el caso de las industrias manufactureras.

LOS ESTADOS UNIDOS CUIDAN SU AHORRO INTERNO, PERO DISPONEN DEL AJENO: LA INVASIÓN DE LOS BANCOS

La canalización de los recursos nacionales en dirección a las filiales imperialistas se explica en gran medida por la proliferación de las sucursales bancarias norteamericanas que han brotado, como los hongos después de la lluvia, durante estos últimos años, a lo largo y a lo ancho de América Latina. La ofensiva sobre el ahorro local de los satélites está vinculada al crónico déficit de la balanza de pagos de los Estados Unidos, que obliga a contener las inversiones en el extranjero, y al dramático deterioro del dólar como moneda del mundo. América Latina proporciona: la saliva además de la comida, y los Estados Unidos se limitan a poner la boca. La desnacionalización de la industria ha resultado un regalo.

Según el International Banking Survey, había setenta y ocho sucursales de bancos norteamericanos al sur del río Bravo en 1964, pero en 1967 ya eran 133. Tenían 810 millones de dó1ares de depósitos en el 64, y en el 67 ya sumaban 1.270 millones. Luego, en 1968 y 1969, la banca extranjera avanzó con ímpetu: el First National City Bank cuenta, en la actualidad, nada menos que con ciento diez filiales sembradas en diecisiete países de América Latina. La cifra incluye a varios bancos nacionales adquiridos por el City en los últimos tiempos. El Chase Manhattan Bank, del grupo Rockefeller, adquirió en 1962 el Banco Lar Brasileiro, con treinta y cuatro sucursales en Brasil; en 1964, el Banco Continental, con cuarenta y dos agencias en Perú; en 1967, el Banco del Comercio, con ciento veinte sucursales en Colombia y Panamá, y el Banco Atlántida, con veinticuatro agencias en Honduras; en 1968, el Banco Argentino de Comercio. La revolución cubana había nacionalizado veinte agencias bancarias de los Estados Unidos, pero los bancos se han recuperado con creces de aquel duro golpe: sólo en el curso de 1968, más de setenta nuevas filiales de bancos norteamericanos fueron abiertas en América Central, el Caribe y los países más pequeños de América del Sur.

Es imposible conocer el simultáneo aumento de las actividades paralelas -subsidiarias, holdings, financieras, oficinas de representación- en su magnitud exacta, pero se sabe que en igualo mayor proporción han crecido los fondos latinoamericanos absorbidos por bancos que aunque no operan abiertamente como sucursales, están controlados desde fuera a través de decisivos paquetes de acciones o por la apertura de líneas externas de crédito severamente, condicionadas.

Toda esta invasión bancaria sirve para desviar el ahorro latinoamericano hacia las empresas norteamericanas que operan en la región, mientras las empresas nacionales caen estranguladas por la falta de crédito. Los departamentos de relaciones públicas de varios bancos norteamericanos que operan en el exterior pregonan sin rubores que su propósito más importante consiste en canalizar el ahorro interno de los países donde operan para el uso de las corporaciones multinacionales que son clientes de sus casas matrices. Echemos al vuelo la imaginación: ¿podría un banco latinoamericano instalarse en Nueva York para captar el ahorro nacional de los Estados Unidos? La burbuja estalla en.el aire: esta insólita aventura está expresamente prohibida. Ningún banco extranjero puede operar, en Estados Unidos, como receptor de depósitos de los ciudadanos norteamericanos. En cambio, los bancos de los Estados Unidos disponen a su antojo, a través de las numerosas filiales, del ahorro nacional latinoamericano. América Latina vela por la norteamericanización de las finanzas, tan ardientemente como los Estados Unidos. En junio de 1966, sin embargo, el Banco Brasileiro de Descontos consultó a sus accionistas para tomar una resolución de gran vigor nacionalista.

Imprimió la frase Nós confiamos em Deus en todos sus documentos. Orgullosamente, el banco hizo notar que el dólar ostenta el lema In God We Trust.

Los bancos latinoamericanos, incluso los invictos, no infiltrados ni copados por los capitales extranjeros, no orientan los créditos en un sentido distinto al de las filiales del City, el Chase o el Bank of America: ellos también prefieren atender la demanda de las empresas industriales y comerciales extranjeras, que cuentan con garantías sólidas y operan por volúmenes muy amplios.

UN IMPERIO QUE IMPORTA CAPITALES

El «Programa de acción económica del gobierno», elaborado por Roberto Campos, preveía que, como respuesta a su política benefactora:, los capitales afluirían del exterior para impulsar el desarrollo de Brasil y contribuir a su estabilización económica y financieras [70]. Se anunciaron para 1965 nuevas inversiones directas, de origen extranjero, por cien millones de dólares. Llegaron setenta. Para los años siguientes, se aseguraba, el nivel superaría las previsiones del 65, pero las convocatorias resultaron inútiles. En 1967 ingresaron 76 millones; la evasión por ganancias y dividendos: asistencia técnica, patentes, royalties o regalías y uso de marcas superó en más de cuatro veces a la inversión nueva. Y a estas sangrías habría que agregar, aún, las remesas clandestinas. El Banco Central admite que, fuera de las vías legales, emigraron de Brasil ciento veinte millones de dólares en 1967.

Lo que se fue es, como se ve, infinitamente más que lo que entró. En definitiva, las cifras de nuevas inversiones directas en los años claves de la desnacionalización industrial -1965, 1966, 1967- estuvieron muy por debajo del nivel de 1961 [71]. Las inversiones en la industria congregan la mayor parte de los capitales norteamericanos en Brasil, pero suman menos del cuatro por ciento del total de las inversiones de los Estados Unidos en las manufacturas mundiales. Las de Argentina llegan apenas al tres por ciento; las de México al tres y medio. La digestión de los mayores parques industriales de América Latina no ha exigido grandes sacrificios a 'Wall Street.

«Lo que caracteriza al capitalismo moderno, en el que impera el monopolio, es la exportación de capital», había escrito Lenin. En nuestros días, como han hecho notar Baran y Sweezy, el imperialismo importa capitales de los países donde opera. En el período 1950-67, las nuevas inversiones norteamericanas en América Latina totalizaron, sin incluir las utilidades reinvertidas, 3.921 millones de dólares. En el mismo período, las utilidades y dividendos remito dos al exterior por las empresas sumaron 12.8191 millones. Las ganancias drenadas han superado en más de tres veces el monto de los nuevos capitales incorporados a la región [72]. Desde entonces, según la CEPAL, nuevamente creció la sangría de los beneficios, que en los últimos años exceden en cinco veces a las inversiones nuevas; Argentina, Brasil y México han sufrido los mayores aumentos de la evasión. Pero éste es un cálculo conservador. Buena parte de los fondos repatriados por conceptos de amortización de deuda corresponde en realidad a las utilidades de las inversiones, y las cifras no incluyen tampoco las remesas al exterior por pagos de patentes, royalties y asistencia técnica, ni computan otras transferencias invisibles que suelen esconderse tras los velos del rubro «errores y omisiones» [73], ni tienen en cuenta las ganancias que las corporaciones reciben al inflar los precios de los abastecimientos que proporcionan sus filiales y al inflar también, con igual entusiasmo, sus costos de operación.

La imaginación de las empresas hace otro tanto con las inversiones mismas. En efecto, como el vértigo del progreso tecnológico abrevia cada vez más los plazos de renovación del capital fijo en las economías avanzadas, la gran mayoría de las instalaciones y los equipos fabriles exportados a los países de América Latina han cumplido anteriormente un ciclo de vida útil en sus lugares de origen. La amortización, pues, ha sido ya hecha, en forma total o parcial. A los efectos de la inversión en el exterior, este detalle no se toma en cuenta: el valor atribuido a las maquinarias, arbitrariamente elevado, no seria, por cierto, ni la sombra de lo que es, si se consideraran los frecuentes casos de desgaste previo. Por lo demás, la casa matriz; no tiene por qué meterse en gastos para producir en América Latina los bienes que antes le vendía desde lejos. Los gobiernos se encargan de evitarlo, adelantando recursos a la filial que llega a instalarse y cumplir su misión redentora: la filial tiene acceso al crédito local a partir del momento en que clava un cartel en el terreno donde levantará su fábrica; cuenta con privilegios cambiarios para sus importaciones -compras que la empresa suele hacerse a sí misma- y hasta puede asegurarse, en algunos países, un tipo de cambio especial para pagar sus deudas con el exterior, que frecuentemente son deudas con la rama financiera de la misma corporación. Un cálculo realizado por la revista Fichas indica que las divisas insumidas entre 1961 y 19647 por la industria automotriz en la Argentina son tres veces y media mayores que el monto necesario para construir diecisiete centrales termoeléctricas y deis centrales hidroeléctricas con una potencia total de más de dos mil doscientos megawatios, y equivalen al valor de las importaciones de maquinarias y equipos requeridas durante once años por las industrias dinámicas para provocar un incremento anual del

2,8 por ciento en el producto por habitante.

LOS TECNÓCRATAS EXIGEN LA BOLSA O LA VIDA CON MÁS EFICACIA QUE LOS “MARINES”.

Al llevarse muchos más dólares de los que traen, las empresas contribuyen a agudizar la crónica hambre de divisas de la región; los países «beneficiados se descapitalizan en vez de capitalizarse. Entra en acción, entonces, el mecanismo del empréstito. Los organismos internacionales de crédito desempeñan una función muy importante en el desmantelamiento de las débiles ciudadelas defensivas de la industria latinoamericana de capital nacional, y en la consolidación de las estructuras neocoloniales. La ayuda funciona como el filántropo del cuento, que le había puesto una pata de palo a su chanchito, pero era porque se lo estaba comiendo de a poco. El déficit de la balanza de pagos de los Estados Unidos, provocado por los gastos militares y la ayuda extranjera, crítica espada de Damocles sobre la prosperidad norteamericana, hace posible, al mismo tiempo, esa prosperidad: el Imperio envía el exterior sus marines para salvar los dólares de sus monopolios cuando corren peligro y, más eficazmente, difunde también sus tecnócrata y sus empréstitos para ampliar los negocios y asegurar las materias primas y los mercados.

El capitalismo de nuestros días exhibe, en su centro universal de poder, una identidad evidente de los monopolios privados y el aparato estatal. Las corporaciones multinacionales utilizan directamente al Estado para acumular, multiplicar y concentrar capitales, profundizar la revolución tecnológica, militarizar la economía y, mediante diversos mecanismos, asegurar el éxito de la norteamericanización del mundo capitalista. El Eximbank, Banco de Exportación e Importación, la AID, Agencia para el Desarrollo Internacional, y otros organismos menores cumplen sus funciones en este último sentido; también operan así algunos organismos presuntamente internacionales en los que los Estados Unidos ejercen su incontestable hegemonía: el Fondo Monetario Internacional

y su hermano gemelo, el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, y el BID, Banco Interamericano de Desarrollo, que se arrogan el derecho de decidir la política económica que han de seguir los países que solicitan los créditos. Lanzándose exitosamente al asalto de sus bancos centrales y de sus ministerios decisivos, se apoderan de todos los datos secreto de la economía y las finanzas, redactan e imponen leyes nacionales, y prohíben o autorizan las medidas de los gobiernos, cuyas orientaciones dibujan con pelos y señales.

La caridad internacional no existe; empieza por casa, también para los Estados Unidos. La ayuda externa desempeña, en primer lugar. una función interna: la economía norteamericana se ayuda a sí misma. El propio Roberto Campos la definía, en los tiempos en que era embajador del gobierno nacionalista de Goulart, como un programa de ampliación de mercados en el extranjero destinado a la absorción de los excedentes norteamericanos y al alivio de la superproducción en la industria de exportación de los Estados Unidos. El Departamento de Comercio de los Estados Unidos celebraba la buena marcha de la Alianza para el Progreso, a poco de nacida, advirtiendo que había creado nuevos negocios y fuentes de trabajo para empresas privadas de cuarenta y cuatro estados norteamericanos. Más recientemente, en su mensaje al Congreso de enero de 1968, el presidente Johnson aseguró que más del noventa por ciento de la ayuda externa norteamericana de 1969 se aplicaría a financiar compras en los Estados Unidos, “y he intensificado personalmente y en forma directa los esfuerzos para incrementar este porcentaje”. Los cables trasmitieron, en octubre del 69, las explosivas declaraciones del presidente del Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso, Carlos Sanz de Santamaría, quien expresó en Nueva York que la ayuda había resultado un muy buen negocio para la economía de los Estados Unidos, así como para la tesorería de ese país. Desde que, a fines de la década del cincuenta, hizo crisis el desequilibrio de la balanza norteamericana de pagos, los préstamos fueron condicionados a la adquisición de los bienes industriales norteamericanos, por lo general más caros que otros productos similares en otras partes del mundo. Más recientemente se pusieron en acción ciertos mecanismos, como las «listas negativas», para evitar que los créditos sirvan a la exportación de los artículos que los Estados Unidos pueden colocar en el mercado mundial, en buenas condiciones competitivas, sin recurrir al expediente de la auto filantropía. Las posteriores «listas positivas. han hecho posible, a través de la ayuda, la venta de ciertas manufacturas norteamericanas a precios que son entre un treinta y un cincuenta por ciento más altos que los de otras fuentes internacionales. La atadura del financiamiento -dice la OEA en el documento ya citado- otorga «un subsidio general a las exportaciones norteamericanas». Las firmas fabricantes de maquinarias sufren serias desventajas de precios en el mercado internacional, según confiesa el Departamento de Comercio de los Estados Unidos, «a menos que puedan aprovechar el financiamiento más liberal que se puede obtener bajo los diversos programas de ayuda.

Cuando Richard Nixon prometió desatar la ayuda, en un discurso de fines de 1969, sólo se refirió a la posibilidad de que las compras pudieran efectuarse, alternativamente, en los países latinoamericanos. Este ya era, desde antes, el caso de los préstamos que el Banco Interamericano de Desarrollo otorga con cargo a su Fondo para Operaciones Especiales. Pero la experiencia muestra que los Estados Unidos, o las filiales latinoamericanas de sus corporaciones, resultan siempre los proveedores finalmente elegidos en los contratos. Los préstamos de la AID, el Eximbank y, en su mayoría, los del BID, exigen también que no menos de la mitad de los embarques se realice en barcos de bandera norteamericana. Los fletes de los buques de los Estados Unidos resultan tan caros que en algunos casos llegan hasta a duplicar los precios de las líneas navieras más baratas disponibles en el mundo. Normalmente, son también norteamericanas las empresas que aseguran las mercaderías transportadas, y norteamericanos los bancos a través de los cuales las operaciones se concretan.

La Organización de Estados Americanos ha hecho una reveladora estimación de la magnitud de la ayuda real que América Latina recibe. Una vez separada la paja del grano, se llega a la conclusión de que apenas el 38 por ciento de la ayuda nominal puede considerarse ayuda real. Los préstamos para industria, minería, comunicaciones, y los créditos compensatorios, sólo constituyen ayuda en una quinta parte del total autorizado. En el caso del Eximbank, la ayuda viaja de sur a norte: el financiamiento otorgado por el Eximbank, dice la OEA, en lugar de significar ayuda, implica un costo adicional para la región, en virtud de los sobreprecios de los artículos que los Estados Unidos exportan por su intermedio.

América Latina proporciona la mayoría de los recursos ordinarios de capital del Banco Interamericano de Desarrollo. Pero los documentos del BID llevan, además de sello propio, el emblema de la Alianza para el Progreso, y los Estados Unidos son el único país que cuenta con poder de veto en su seno; los votos de los países latinoamericanos, proporcionales a sus aportes de capital, no reúnen los dos tercios de mayoría necesarios para las resoluciones importantes. “Si bien el poder de veto de los Estados Unidos sobre los préstamos del BID no ha sido usado, la amenaza de la utilización del veto para propósitos políticos ha influido sobre las decisiones”, reconocía Nelson Rockefeller, en agosto de 1969, en su célebre informe a Nixon. En la mayor parte de los préstamos que concede, el BID impone las mismas condiciones que los organismos abiertamente norteamericanos: la obligación de utilizar los fondos en mercancías de los Estados Unidos y transportar por lo menos la mitad bajo la bandera de las barras y las estrellas, amén de la mención expresa de la Alianza para el Progreso en la publicidad. El BID determina la política de tarifas y de impuestos de los servicios que toca con su varita de hada buena; decide a cuánto debe cobrarse el agua y fija los impuestos para el alcantarillado o las viviendas, previa propuesta de los consultores norteamericanos designados con su venia. Aprueba los planos de las obras, redacta las licitaciones, administra los fondos y vigila el cumplimiento [74]. En la tarea de reestructurar la enseñanza superior de la región de acuerdo con las pautas del neocolonialismo cultural, el BID ha desempeñado un fructífero papel. Sus préstamos a las universidades bloquean la posibilidad de modificar, sin su conocimiento y su permiso, las leyes orgánicas o los estatutos, y a la vez impone determinadas reformas docentes, administrativas y financieras. El secretario general de la OEA designa el árbitro en caso de controversias [75].

Los contratos de la Agencia para el Desarrollo Internacional, AID, no sólo implican mercancías y fletes norteamericanos, sino que, además, habitualmente prohíben el comercio con Cuba y Vietnam del Norte y obligan a aceptar la tutela administrativa de sus técnicos. Para compensar el desnivel de precios entre los tractores o los fertilizantes de Estados Unidos y los que pueden obtenerse, más baratos, en el mercado mundial, imponen la eliminación de los impuestos y aranceles aduaneros para los productos importados con los créditos. La ayuda de la AID incluye jeeps y armas modernas destinadas a la policía, para que el orden interior de los países pueda ser debidamente salvaguardado. No en vano un tercio de los créditos de la AID se obtiene inmediatamente después de su aprobación, pero los dos tercios restantes se condicionan al visto bueno del Fondo Monetario Internacional, cuyas recetas normalmente desatan el incendio de la agitación social. Y por si el FMI no hubiera logrado desmontar, pieza por pieza, como se desmonta un reloj, todos los mecanismos de la soberanía, la AID suele exigir también, de paso, la aprobación de determinadas leyes o decretos. La AID es el vehículo principal de los fondos de la Alianza para el Progreso. El Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso obtuvo del gobierno uruguayo, por no citar más que un ejemplo de los laberintos de la generosidad, la firma de un compromiso por el cual los ingresos y los egresos de los entes del Estado, así como la política oficial en materia de tarifas, salarios e inversiones, pasaron al control directo de este organismo extranjero. Pero las condiciones más lesivas rara vez figuran en los textos de los contratos y los compromisos públicos, y se esconden en las secretas disposiciones complementarias. El parlamento uruguayo nunca supo que el gobierno había aceptado, en marzo de 1968, poner un límite a las exportaciones de arroz de ese año, para que el país pudiera recibir harina, maíz y sorgo al amparo de la ley de excedentes agrícolas de los Estados Unidos.

Muchas dagas brillan bajo la capa de la asistencia a los países pobres. Teodoro Moscoso, que fuera administrador general de la Alianza para el Progreso confesó: «…puede ocurrir que los Estados Unidos necesiten el voto de un país determinado en la Organización de las Naciones Unidas, o en la OEA, y es posible que entonces el gobierno de ese país -siguiendo la consagrada tradición de la fría diplomacia- pida un precio a cambio. En 1962, el delegado de Haití a la Conferencia de Punta del Este cambió su voto por un aeropuerto nuevo, y así los Estados Unidos obtuvieron la mayoría necesaria para expulsar a Cuba de la Organización de Estados Americanos [76]. El ex dictador de Guatemala, Miguel Ydigoras Fuentes, ha declarado que tuvo que amenazar a los norteamericanos con que negaría el voto de su país a las conferencias de la Alianza para el Progreso, para que ellos cumplieran con su promesa de comprarle más azúcar. Podría resultar a primera vista, paradójico que Brasil haya sido el país más favorecido por la Alianza para el Progreso durante el gobierno nacionalista de Joao Goulart (1961-64). Pero la paradoja cesa, no bien se conoce la distribución interna de la ayuda recibida: los créditos de la Alanza fueron sembrados como minas explosivas en el camino de Goulart. Carlos Lacerda, gobernador de Guanabara y, por entonces, líder de la extrema derecha, obtuvo siete veces más dólares que todo el nordeste: el estado de Guanabara, con sus escasos cuatro millones de habitantes, pudo así inventar hermosos jardines para turistas en los bordes de la bahía más espectacular del mundo, y los nordestinos siguieron siendo la llaga viva de América Latina.

En junio de 1964, ya triunfante el golpe de Estado que instaló en el poder a Castelo Branco, Thomas Mann, subsecretario de Estado para asuntos interamericanos y brazo derecho del presidente Johnson, explicó: “Los Estados Unidos distribuyeron entre los gobernadores eficientes de ciertos estados brasileños la ayuda que era destinada al gobierno de Goulart, pensando financiar así la democracia; Washington no dio dinero alguno para la balanza de pagos o el presupuesto federal, porque eso podía beneficiar directamente al gobierno central”. La administración norteamericana había resuelto negar cualquier tipo de cooperación al gobierno de Belaúnde Terry, en el Perú, «a menos que diera las deseadas garantías de que seguiría una política indulgente hacia la Internacional Petroleum Company. Belaúnde rehusó y como resultado, a fines de 1965 no había recibido aún su parte en la Alianza para el Progreso. Posteriormente, como se sabe, Belaúnde transó. Y perdió el petróleo y el poder: había obedecido para sobrevivir. En Bolivia, los préstamos norteamericanos no proporcionaron un solo centavo para que el país pudiera levantar sus propias fundiciones de estaño, de modo que el estaño continuó viajando en bruto a Liverpool y desde allí, ya elaborado, a Nueva York; en cambio, la ayuda dio nacimiento a una burguesía comercial parasitaria, infló la burocracia, alzó grandes edificios y tendió modernas autopistas y otros elefantes blancos, en un país que disputa con Haití la más altas tasas de mortalidad infantil de América Latina. Los créditos de los Estados Unidos o sus organismos internacionales negaban a Bolivia el derecho de aceptar las ofertas de la Unión Soviética, Checoslovaquia y Polonia para crear una industria petroquímica, explotar y fundir el cinc, el plomo y los yacimientos de hierro, e instalar hornos de fundición de estaño y de antimonio. En cambio, Bolivia quedó obligada a importar productos exclusivamente de los Estados Unidos. Cuando por fin cayó el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario, devorado en sus cimientos por la ayuda norteamericana, el Embajador de los Estados Unidos, Douglas Henderson, comenzó a asistir puntualmente a las reuniones de gabinete del dictador René Barrientos.

Los préstamos ofrecen indicaciones tan precisas como las de un termómetro para evaluar el clima general de los negocios de cada país, y ayudan a despejar los nubarrones políticos o las tormentas revolucionarias del transparente cielo de los millonarios.

«Los Estados Unidos van a concertar su programa de ayuda económica en los países que muestren la mayor inclinación a favorecer el clima de inversiones, y retirar la ayuda a los otros países en que una performance satisfactoria no sea demostrada», anunciaron, en 1963, diversos hombres de negocios encabezados por David Rockefeller [77]. El texto de la ley de ayuda extranjera se hace categórico al disponer la suspensión de la asistencia a cualquier gobierno que haya “nacionalizado, expropiado o adquirido la propiedad o el control de la propiedad perteneciente a cualquier ciudadano de los Estados Unidos o cualquier corporación, sociedad o asociación”, que pertenezcan a ciudadanos norteamericanos, en una proporción no inferior a la mitad [78]. No en vano el Comité de Comercio de la Alianza para d Progreso cuenta, entre sus miembros más distinguidos, con los más altos ejecutivos del Chase Manhattan y del City Bank, la Standard Oil, la Anaconda y la Grace. La AID despeja el camino a los capitalistas norteamericanos, de múltiples maneras; entre otras, exigiendo la aprobación de los acuerdos de garantías de las inversiones contra las posibles pérdidas por guerras, revoluciones, insurrecciones o crisis monetarias. En 1966, según el Departamento de Comercio de los Estados Unidos, los inversionistas privados norteamericanos recibieron estas garantías en quince países de América Latina, por cien proyectos que sumaban más de trescientos millones de dólares, dentro del Programa de Garantía de Inversiones de la AID.

ADELA no es una canción de la revolución mexicana, sino el nombre de un consorcio internacional de inversiones. Nació por iniciativa del First Nacional City Bank de Nueva York, la Standard Oil de Nueva Jersey y la Ford Motor Co. El grupo Mellon se incorporó con entusiasmo y también poderosas empresas europeas porque, al decir del senador Jacob Javits, “América Latina proporciona una excelente oportunidad para que los Estados Unidos, al invitar a Europa a 'entrar', muestren que no buscan una posición de dominio o exclusividad…”. Pues bien, en su informe anual de 1968, ADELA agradeció muy especialmente al Banco Interamericano de Desarrollo los empréstitos concedidos para impulsar los negocios del consorcio en América Latina, y en el mismo sentido saludó la obra de la Corporación para el Financiamiento Internacional, uno de los brazos del Banco Mundial. Con ambas instituciones, ADELA está en contacto continuo para evitar la duplicación de los esfuerzos y para evaluar las oportunidades de inversión. Múltiples ejemplos podrían proporcionarse de otras santas alianzas parecidas. En Argentina, los aportes latinoamericanos a los recursos ordinarios del BID han servido para beneficiar con muy convenientes empréstitos a empresas como Petrosur S.A.I.C, filial de la Electric Bond and Share, con más de diez millones destinados a la construcción de un complejo petroquímico, o para financiar una planta de piezas de automotores a Armetal S. A., filial de Tbe Budd Co., Filadelfia, USA. Los créditos de la AID hicieron posible la expansión de la planta de productos químicos de la Atlántica Richfield Co., en el Brasil, y el Eximbank proporcionó generosos préstamos a la ICOMI, filial de la Bethlehem Steel en el mismo país. Gracias a los aportes de la Alianza para el Progreso y el Banco Mundial, la Phillips Petroleum Co. pudo dar nacimiento en 1966, también en Brasil, al mayor complejo de fábricas de fertilizantes de América Latina. Todo se computa con cargo a la ayuda, y todo pesa sobre la deuda externa de los países agraciados por la diosa Fortuna.

Cuando Fidel Castro se dirigió al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional, en los primeros tiempos de la revolución cubana, para reconstruir las reservas de divisas extranjeras agotadas por la dictadura de Batista, ambos organismos le respondieron que primero debía aceptar un programa de estabilización que implicaba, como en todas partes, el desmantelamiento del Estado y la parálisis de las reformas de estructura. El Banco Mundial y el FMI actúan estrechamente ligados y al servicio de fines comunes; nacieron juntos, en Bretton Woods. Los Estados Unidos cuentan con la cuarta parte de los votos en d Banco Mundial; los veintidós países de América Latina apenas reúnen menos de la décima parte. El Banco Mundial responde a los Estados Unidos como el trueno al relámpago.

Según explica el Banco, la mayor parte de sus préstamos se dedica a la construcción de carreteras y otras vías de comunicación y al desarrollo de las fuentes de energía eléctrica, «que son una condición esencial para el crecimiento de la empresa privada».

Estas obras de infraestructura facilitan, en efecto, el acceso de las materias primas a los puertos y a los mercados mundiales, y sirven al progreso de la industria, ya desnacionalizada, de los países pobres. El Banco Mundial cree que, «en la mayor medida practicable, la industria competitiva debería dejarse a la empresa privada. Esto no significa que el Banco excluya absolutamente los préstamos a las industrias de propiedad del Estado, pero sólo asumirá estos financiamientos en los casos en que el capital privado no resulte accesible, y si se asegura a satisfacción, al cabo de los exámenes, que la participación del gobierno resultará compatible con la eficiencia de las operaciones y no tendrá un efecto indebidamente restrictivo sobre la expansión de la iniciativa y la empresa privadas». Se condicionan los préstamos a la aplicación de la receta estabilizadora del FMI y al pago puntual de la deuda externa; los préstamos del Banco son incompatibles con la adopción de políticas de control de las ganancias de las empresas, “tan restrictivas que las utilidades no pueden operar sobre una base clara, y aun menos impulsar la expansión futura”. Desde 1968, el Banco Mundial ha derivado en gran medida sus empréstitos a la promoción del control de la natalidad, los planes de educación, los negocios agrícolas y el turismo.

Como todas las demás máquinas traganíqueles de las altas finanzas internacionales, el Banco constituye también un eficaz instrumento de extorsión, en beneficio de poderes muy concretos. Sus sucesivos presidentes han sido, desde 1946, prominentes hombres de negocios de los Estados Unidos. Eugene R. Black, que dirigió el Banco Mundial desde 1949 a 1962, ocupó posteriormente los directorios de numerosas corporaciones privadas, una de las cuales, la Electric

Bond and Share, es el más poderoso monopolio de la energía eléctrica del planeta [79]. Casualmente, el Banco Mundial obligó a Guatemala, en 1966, a aceptar un acuerdo honroso con la Electric Bond and Share, como condición previa para la puesta en práctica del proyecto hidroeléctrico de Jurún-Marinalá: el acuerdo honroso consistía en el pago de una indemnización abultada por los daños que la empresa pudiera sufrir en una cuenca que le había sido gratuitamente otorgada pocos años atrás, y, además, incluía un compromiso del Estado en el sentido de no impedir que la

Bond and Share continuara fijando libremente las tarifas de la electricidad en el país. Casualmente también, el Banco Mundial impuso a Colombia, en 1967, el pago de treinta y seis millones de dólares de indemnización a la Compañía Colombiana de Electricidad, filial de la Bond and Share, por sus envejecidas maquinarias recién nacionalizadas. El Estado colombiano compró así lo que le pertenecía, porque la concesión a la empresa había vencido en 1944. Tres presidentes del Banco Mundial integran la constelación de poder de los Rockefeller. John J. MCCloy presidió el organismo entre 1947 y 1949, y poco después pasó al directorio del Chase Manhattan Bank. Lo sucedió, al frente del Banco Mundial, Eugene R. Black, que había hecho el camino inverso: venia del directorio del Chase. George D. Woods, otro hombre de Rockefeller, heredó a Black en 1963. Casualmente, el Banco Mundial participa en forma directa, con un décimo del capital y sustanciales empréstitos, de la mayor aventura de los Rockefeller en Brasil: Petroquímica Uniao, el complejo petroquímico más importante de América del Sur.

Más de la mitad de los préstamos que recibe América Latina proviene, previa luz verde del FMI, de los organismos privados y oficiales de los Estados Unidos; los bancos internacionales suman también un porcentaje importante. El FMI Y el Banco Mundial ejercen presiones cada vez más intensas para que los países latinoamericanos remodelen su economía y sus finanzas en función del pago de la deuda externa. El cumplimiento de los compromisos contraídos, clave de la buena conducta internacional, resulta cada vez más difícil y se hace al mismo tiempo más imperioso. La región vive el fenómeno que los economistas llaman la explosión de la deuda. Es el círculo vicioso de la estrangulación: los empréstitos aumentan y las inversiones se suceden y en consecuencia, crecen los pagos por amortizaciones, intereses, dividendos y otros servicios; para cumplir con esos pagos se recurre a nuevas inyecciones de capital extranjero, que generan compromisos mayores, y así sucesivamente. El servicio de la deuda devora una proporción creciente de los ingresos por exportaciones, de por sí impotentes -por obra del inflexible deterioro de los precios- para financiar las importaciones necesarias; los nuevos préstamos se hacen imprescindibles, como el aire al pulmón, para que los países puedan abastecerse. Una quinta parte de las exportaciones se dedicaba, en 1955, al pago de amortizaciones, intereses y utilidades de inversiones; la proporción continuó creciendo y está ya próxima al estallido. En 1968, los pagos representaron el 37 por ciento de las exportaciones. Si se siguiera recurriendo al capital extranjero para cubrir la brecha del comercio y para financiar la evasión de las ganancias de las inversiones imperialistas, en 1980 nada menos que el ochenta por ciento de las divisas quedaría en manos de los acreedores extranjeros, y el monto total de la deuda llegaría a exceder en seis veces el valor de las exportaciones. El Banco Mundial había previsto que en 1980 los pagos de servicios de deuda anularían por completo el influjo de nuevo capital extranjero hacia el mundo subdesarrollado, pero ya en 1965, la afluencia de nuevos préstamos y de nuevas inversiones hacia América Latina resultó menor que el capital drenado de la región, sólo por amortizaciones el intereses, para cumplir con: los compromisos anteriormente contraídos.

LA INDUSTRIALIZACIÓN NO ALTERA LA ORGANIZACIÓN DE LA DESIGUALDAD EN EL MERCADO MUNDIAL

El intercambio de mercancías constituye, junto a las inversiones directas en el exterior y los empréstitos, la camisa de fuerza de la división internacional del trabajo. Los países del llamado Tercer Mundo intercambian entre sí poco más de la quinta parte de sus exportaciones, y en cambio dirigen las tres cuartas partes del total de sus ventas exteriores hacia los centros imperialistas de los que son tributarios. En su mayoría, los países latinoamericanos se identifican, en el mercado mundial, con una sola materia prima o con un solo alimento. América Latina dispone de lana, algodón y fibras naturales en abundancia, y cuenta con una industria textil ya tradicional, pero apenas participa en un 0,6 por ciento de las compras de hilados y tejidos de Europa y Estados Unidos. La región ha sido condenada a vender sobre todo productos primarios, para dar trabajo a las fábricas extranjeras, y ocurre que esos productos «son exportados, en su gran mayoría, por fuertes consorcios con vinculaciones internacionales, que disponen de las relaciones necesarias en los mercados mundiales para colocar sus productos en las condiciones más convenientes» [80], pero en las más convenientes para ellos, que por lo general expresan los intereses de los países compradores: es decir, a los precios más baratos. Hay en los mercados internacionales un virtual monopolio de la demanda de materias primas y de la oferta de productos industrializados; a la inversa, operan dispersos los ofertantes de productos básicos, que son también compradores de bienes terminados: los unos, fuertes, actúan congregados en torno a la potencia dominante, Estados Unidos, que consume casi tanto como todo el resto del planeta; los otros, débiles, operan aislados, compitiendo los oprimidos contra los oprimidos. Nunca ha existido en los llamados mercados internacionales el llamado libre juego de la oferta y la demanda, sino la dictadura de una sobre la otra, siempre en beneficio de los países capitalistas desarrollados. Los centros de decisión donde los precios se fijan se encuentran en Washington, Nueva York, Londres, París, Amsterdam, Hamburgo; en los consejos de ministros y en la bolsa. De poco o nada sirve que se hayan suscrito, con pompa y estrépito, acuerdos internacionales para proteger los precios del trigo (1949), del azúcar (1953), del estaño (1956), del aceite de oliva (1956), y del café (1962). Basta contemplar la curva descendente del valor relativo de estos productos, para comprobar que los acuerdos no han sido más que simbólicas excusas que los países fuertes han presentado a los países débiles cuando los precios de sus productos habían alcanzado niveles escandalosamente bajos. Cada vez vale menos lo que América Latina vende y, comparativamente, cada vez es más caro lo que compra.

Con el producto de la venta de veintidós novillos, Uruguay podía comprar un tractor Ford Major en

1954; hoy, necesita más del doble. Un grupo de economistas chilenos que realizó un informe para la central sindical estimó que, si el precio de las exportaciones latinoamericanas hubiera crecido desde 1928 al mismo ritmo que ha crecido el precio de las importaciones, América Latina hubiera obtenido, entre 1958 y 1967, cincuenta y siete mil millones de dólares más de lo que recibió, en ese período, por sus ventas al exterior. Sin remontarse tan lejos en el tiempo, y tomando como base los precios de 1950, las Naciones Unidas estiman que América Latina ha perdido, a causa del deterioro del intercambio, más de dieciocho mil millones de dólares en la década transcurrida entre 1955 y 1964. Posteriormente, la caída continuó. La brecha de comercio -diferencia entre las necesidades de importación y los ingresos que se obtienen de las exportaciones- será cada vez más ancha si no cambian las actuales estructuras del comercio exterior: cada año que pasa, se cava más profundamente este abismo para América Latina. Si la región se propusiera lograr, en los próximos tiempos, un ritmo de desarrollo ligeramente superior al de los últimos quince años, que ha sido bajísimo, enfrentaría necesidades de importación que excederían largamente el previsible crecimiento de sus ingresos de divisas por exportaciones.

Según los cálculos del ILPES, la brecha de comercio ascendería, en 1975, a 4.600 millones de dólares, y en 1980 llegaría a los 8.300 millones. Esta última cifra representa nada menos que la mitad del valor de las exportaciones previstas para ese año. Así, sombrero en mano, los países latinoamericanos golpearán cada vez más desesperadamente a las puertas de los prestamistas internacionales.

A. Emmanuel sostiene que la maldición de los precios bajos no pesa sobre determinados productos, sino sobre determinados países. Al fin y al cabo, el carbón, uno de los principales productos de exportación de Inglaterra hasta no hace mucho, no es menos primario que la lana o el cobre, y el azúcar contiene más elaboración que el whisky escocés o los vinos franceses; Suecia y Canadá exportan madera, una materia prima, a precios excelentes. El mercado mundial funda la desigualdad del comercio, según Emmanuel, en el intercambio de más horas de trabajo de los países pobres por menos horas de trabajo de los países ricos: la clave de la explotación reside en que existe una enorme diferencia en los niveles de salarios de unos y otros países, y que esa diferencia no está asociada a diferencias de la misma magnitud en la productividad del trabajo. Son los salarios bajos los que, según Emmanuel, determinan los precios bajos, y no a la inversa: los países pobres exportan su pobreza, con lo que se empobrecen cada vez más, al tiempo que. los países ricos obtienen el resultado inverso. Según las estimaciones de Samir Amin, si los productos exportados por los países subdesarrollados en 1966 hubieran sido producidos por los países desarrollados con las mismas técnicas pero con sus mucho mayores niveles de salarios, los precios hubieran variado a tal punto que los países subdesarrollados hubieran recibido catorce mil millones de dólares más.

Por cierto que los países ricos han utilizado y utilizan las barreras aduaneras para proteger sus altos salarios internos en los renglones en que no podría competir con los países pobres. Los Estados Unidos emplean al Fondo Monetario, al Banco Mundial y los acuerdos arancelarios del GATT, para imponer en América Latina la doctrina del comercio libre y la libre competencia, obligando al abatimiento de los cambios múltiples, del régimen de cuotas y permisos de importación y exportación, y de los aranceles y gravámenes de aduana, pero no predican en modo alguno con el ejemplo. Del mismo modo que desalientan fuera de fronteras la actividad del Estado, mientras dentro de fronteras el Estado norteamericano protege a los monopolios mediante un vasto sistema de subsidios y precios privilegiados, los Estados Unidos practican también un agresivo proteccionismo, con tarifas altas y restricciones rigurosas, en su comercio exterior. Los derechos de aduana se combinan con otros impuestos y con las cuotas y los embargos. ¿Qué ocurriría con la prosperidad de los ganaderos del Medio Oeste si los Estados Unidos permitieran el acceso a su mercado interno, sin tarifas ni imaginativas prohibiciones sanitarias, de la carne de mejor calidad y menor precio que producen Argentina y Uruguay?

El hierro ingresa libremente en el mercado norteamericano, pero si se ha convertido en lingotes, paga 16 centavos por tonelada, y la tarifa sube en proporción directa al grado de elaboración otro tanto ocurre con el cobre y con una infinidad de productos: alcanza con secar las bananas, cortar el tabaco, endulzar el cacao, aserrar la madera o extraer el carozo a los dátiles para que los aranceles se descarguen implacablemente sobre estos productos. En enero de 1969, el gobierno de los Estados Unidos dispuso la virtual suspensión de las compras de tomates en México, que dan trabajo a 170 mil campesinos del estado de Sinaloa, hasta que los cultivadores norteamericanos de tomate de la Florida consiguieron que los mexicanos aumentasen d precio para evitar la competencia.

Pero la más quemante contradicción entre la teoría y la realidad del comercio mundial estalló cuando la guerra del café soluble cobró, en 1967, estado público. Entonces se puso en evidencia que sólo los países ricos tienen el derecho de explotar en su beneficio las «ventajas naturales comparativas» que determinan, en teoría, la división internacional del trabajo. El mercado mundial del café soluble, de asombrosa expansión, está en manos de la Nestlé y la General Foods; se estima que no pasará mucho tiempo antes de que estas dos grandes empresas abastezcan más de la mitad del café que se consume en el mundo. Estados Unidos y Europa compran el café en granos a Brasil y Africa; lo concentran en sus plantas industriales y lo venden, convertido en café soluble, a todo el mundo. Brasil, que es el mayor productor mundial de café, no tiene, sin embargo, d derecho de competir exportando su propio café soluble, para aprovechar sus costos más bajos y para dar destino a los excedentes de producción que antes destruía y ahora almacena en los depósitos del Estado. Brasil sólo tiene el derecho de proporcionar la materia prima para enriquecer a las fábricas del extranjero. Cuando las fábricas brasileñas -apenas cinco

en un total de ciento diez en el mundo- comenzaron a ofrecer café soluble en el mercado internacional, fueron acusadas de competencia desleal. Los países ricos pusieron el grito en el cielo, y Brasil aceptó una imposición humillante: aplicó a su café soluble un impuesto interno tan alto como para ponerlo fuera de combate en el mercado norteamericano.

Europa no se queda atrás en la aplicación de barreras arancelarias, tributarias y sanitarias contra los productos latinoamericanos. El Mercado Común descarga impuestos de importación, para defender los altos precios internos de sus productos agrícolas, y a la vez subsidia esos productos agrícolas para poderlos exportar a precios competitivos: con lo que obtiene por los impuestos financia los subsidios. Así, los países pobres pagan a sus compradores ricos para que les hagan la competencia. Un kilo de carne de 'lomo de novillo vale, en Buenos Aires o en Montevideo, cinco veces menos que cuando cuelga de un gancho en una carnicería de Hamburgo o Munich. «Los países desarrollados quieren permitir que les vendamos jets y computadoras, pero nada que estemos en condiciones de producir con ventaja», se quejaba, con razón, un representante del gobierno chileno en una conferencia internacional.

Las inversiones imperialista s en el área industrial de América Latina no han modificado en absoluto los términos de su comercio internacional. La región continúa estrangulándose en el intercambio de sus productos por los productos de las economías centrales. La expansión de las ventas de las empresas norteamericanas radicadas al sur del río Bravo se concentra en los mercados locales y no en la exportación. Por el contrario la proporción correspondiente a la exportación tiende a disminuir: según la OEA, las filiales norteamericanas exportan un diez por ciento de sus ventas totales en 1962, y sólo un siete y medio por ciento tres años más tarde [81]. El comercio de los productos industrializados por América Latina sólo crece dentro de América Latina: en 1955, las manufacturas comprendían una décima parte del intercambio entre los países del área, y en 1966 la proporción había subido al treinta por ciento.

El jefe de una misión técnica norteamericana Brasil, John Abbink, había anticipado, proféticamente, en 1950: «Los Estados Unidos deben estar preparados para guiar la inevitable industrialización de los países no desarrollados, si se desea evitar el golpe de un desarrollo económico intensísimo fuera de la égida norteamericana… La industrialización, si no es controlada de alguna manera, llevarla a una sustancial reducción de los mercados estadounidenses de exportación. En efecto, ¿acaso la industrialización, aunque sea teleguiada desde fuera, no sustituye con producción nacional las mercaderías que antes cada país debía importar del exterior? Celso Furtado advierte que, a medida que América Latina avanza en la sustitución de importaciones de productos más complejos, «la dependencia de in sumos provenientes de la matrices tiende a aumentar. Entre 1957 y 1964 se duplicaron las ventas de las filiales norteamericanas, en tanto sus importaciones, sin incluir los equipamientos, se multiplicaron por más de tres. «Esa tendencia parecería indicar que la eficacia sustitutiva es una función decreciente de la expansión industrial controlada por compañías extranjeras.

La dependencia no se rompe, sino que cambia de calidad: los Estados Unidos venden, ahora, en América Latina, una proporción mayor de productos más sofisticados y de alto nivel tecnológico. «A largo plazo -opina el Departamento de Comercio, a medida que crece la producción industrial mexicana, se crean mayores oportunidades para exportaciones adicionales de los Estados Unidos…». Argentina, México y Brasil son muy buenos compradores de maquinaria industrial, maquinaria eléctrica, motores, equipos y repuestos de origen norteamericano. Las filiales de las grandes corporaciones se abastecen en sus casas matrices, a precios deliberadamente caros. Refiriéndose a los costos de instalación de la industria automotriz extranjera en Argentina, Viñas y Gastiazoro dicen, en este sentido: “Pagando estas importaciones a precios muy elevados, giraban fondos hacia el exterior.


En muchos casos, estos pagos eran tan importantes que las empresas no sólo daban pérdidas [a pesar del precio a que se vendían los automotores] sino que comenzaron a quebrar, esfumándose rápidamente el valor de las acciones colocadas en el país… El resultado fue que de las veintidós empresas 'radicadas' quedan actualmente diez, algunas al borde de la quiebra…”.

Para mayor gloria del poder mundial de las corporaciones, las subsidiarias disponen así de las escasas divisas de los países latinoamericanos. El esquema de funcionamiento de la industria satelizada, en relación con sus lejanos centros de poder, no se distingue mucho del tradicional sistema de explotación imperialista de los productos primarios. Antonio García sostiene que la exportación “colombiana” de petróleo crudo ha sido siempre, estrictamente, una transferencia física de aceite crudo desde un campo norteamericano de extracción hasta unos centros industriales de refinado, comercialización y consumo en Estados Unidos, y la exportación “hondureña” o “guatemalteca” de plátano, ha tenido el carácter de una transferencia de alimentos que efectúan unas compañías norteamericanas desde unos campos coloniales de cultivo hasta unas áreas norteamericanas de comercialización y consumo. Pero las fábricas “argentinas”, “brasileñas” o “mexicanas”, por no citar más que las más importantes, también integran un espacio econ6mico que nada tiene que ver con su localización geográfica. Forman, como muchos otros hilos, la urdimbre internacional de las corporaciones, cuyas casas matrices trasladan las utilidades de un país a otro, facturando las ventas por encima o por debajo de los precios reales, según la dirección en que desean volcar las ganancias [82]. Resortes fundamentales del comercio exterior quedan así en manos de empresas norteamericanas o europeas que orientan la política comercial de los países según el criterio de gobiernos y directorios ajenos a América Latina. Así como las filiales de Estados Unidos no exportan cobre a la URSS ni a China ni venden petróleo a Cuba, tampoco se abastecen de materias primas y maquinarias en las fuentes internacionales más baratas y convenientes.

Esta eficiencia en la coordinación de las operaciones en escala mundial, por completo al margen del «libre juego de las fuerzas del mercado», no se traduce, claro está, en precios más bajos para los consumidores nacionales, sino en utilidades mayores para los accionistas extranjeros. Es elocuente el caso de los automóviles. Dentro de los países latinoamericanos, las empresas disponen de una mano de obra abundante y muy, pero muy, barata, además de una política oficial en todos los sentidos favorable a la expansión de las inversiones: donaciones de terrenos, tarifas eléctricas privilegiadas, redescuentos del Estado para financiar las ventas a plazos, dinero fácilmente accesible y, por si fuera poco, d auxilio ha llegado en algunos países hasta el extremo de eximir a las empresas del pago de los impuestos a la renta o a las ventas. El control del mercado resulta, por otra parte, de antemano facilitado por el prestigio mágico que, ante los ojos de la clase media, irradian las marcas y los modelos promovidos por gigantescas campañas mundiales de publicidad. Sin embargo, todos estos factores no impiden, sino que determinan, que los autos producidos en la región resulten mucho más caros que en los países de origen de las mismas empresas. Las dimensiones de los mercados latinoamericanos son mucho menores, bien es cierto, pero también es cierto que en estas tierras el afán de ganancias de las corporaciones se excita como en ninguna otra parte. Un Ford Falcon construido en Chile cuesta tres veces más que en Estados Unidos, un Valiant o un Fíat fabricados en la Argentina tienen precios de venta que duplican con creces los de Estados Unidos o Italia, y otro tanto ocurre con el Volkswagen de Brasil en relación con el precio en Alemania.

LA DIOSA TECNOLOGÍA NO HABLA ESPAÑOL

Wright Patman. el conocido parlamentario norteamericano, considera que el cinco por ciento de las acciones de una gran corporación puede resultar suficiente, en muchos casos, para su control liso y llano por parte de un individuo, una familia o un grupo económico. Si un cinco por ciento basta para la hegemonía en el seno de las empresas todopoderosas de los Estados Unidos, ¿qué porcentaje de acciones se requiere para dominar una empresa latinoamericana? En realidad, alcanza incluso con menos: las sociedades mixtas, que constituyen uno de los pocos orgullos todavía accesibles a 1a burguesía latinoamericana, simplemente decoran el poder extranjero con la participación nacional de capitales que pueden ser mayoritarios, pero nunca decisivos frente a la fortaleza de los cónyuges de fuera. A menudo, es el Estado mismo quien se asocia a la empresa imperialista, que de este modo. obtiene, ya convertida en empresa nacional, todas las garantías deseables y un clima general de cooperación y hasta de cariño. La participación «minoritaria» de los capitales extranjeros se justifica, por lo general, en nombre de las necesarias transferencias de técnicas y patentes. La burguesía latinoamericana, burguesía de mercaderes sin sentido creador, atada por el cordón umbilical al poder de la tierra, se hinca ante los altares de la diosa Tecnología. Si se tomaran en cuenta, como una prueba de desnacionalización, las acciones en poder extranjero, aunque sean pocas, y las dependencia tecnológica, que muy rara vez es poca, ¿cuántas fábricas podrían ser consideradas realmente nacionales en América Latina? En México, por ejemplo, es frecuente que los propietarios extranjeros de la tecnología exijan una parte del paquete accionario de las empresas, además de decisivos controles técnicos y administrativos y de la obligación de vender el producción a determinados intermediarios también extranjeros, y de importar la maquinaria y otros bienes desde sus casas matrices, a cambio de los contratos de trasmisión de patentes o know-how. No sólo en México. Resulta ilustrativo que los países del llamado Grupo Andino (Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador y Perú) hayan elaborado un proyecto para un régimen común de tratamiento de los capitales extranjeros en el área, que hace hincapié en el rechazo de los contratos de transferencia de tecnología que contengan condiciones como éstas. El proyecto propone a los países que se nieguen a aceptar, además, que las empresas extranjeras dueñas de las patentes fijen los precios de los productos con ellas elaborados o que prohíban su exportación a determinados países.

El primer sistema de patentes para proteger la propiedad de las invenciones fue creado, hace casi cuatro siglos, por sir Francis Bacon. A Bacon le gustaba decir: «El conocimiento es poder», y desde entonces se supo que no le faltaba razón. La ciencia universal poco tiene de universal; está objetivamente confinada tras los limites de las naciones avanzadas. América Latina no aplica en su propio beneficio los resultados de la investigación científica, por la sencilla razón de que no tiene ninguna, y en consecuencia se condena a padecer la tecnología de los poderosos, que castiga y desplaza a las materias primas naturales. América Latina ha sido hasta ahora incapaz de crear una tecnología propia para sustentar y defender su propio desarrollo. El mero trasplante de la tecnología de los países adelantados no sólo implica la subordinación cultural y, en definitiva, también la subordinación económica, sino que, además, después de cuatro siglos y medio de experiencia en la multiplicación de los oasis de modernismo importado en medio de los desiertos del atraso y de la ignorancia, bien puede afirmarse que tampoco resuelve ninguno de los problemas del subdesarrollo. Esta vasta región de analfabetos invierte en investigaciones tecnológicas una suma doscientas veces menor la que los Estados Unidos destinan a esos fines. Hay menos de mil computadoras en América Latina y cincuenta mil en Estados Unidos, en 1970. Es en el norte, por supuesto, donde se diseñan los modelos electrónicos y se crean los lenguajes de programación que América Latina importa. El subdesarrollo latinoamericano no es un tramo en el camino del desarrollo, aunque se «modernicen» sus deformidades; la región progresa sin liberarse de la estructura de su atraso y de nada vale, señala Manuel Sadosky, la ventaja de no participar en el progreso con programas y objetivos propios [83]. Los símbolos de la prosperidad son los símbolos de la dependencia. Se recibe la tecnología moderna como en el siglo pasado se recibieron los ferrocarriles, al servicio de los intereses extranjeros que modelan y remodelan el estatuto colonial de estos países. «Nos ocurre lo que a un reloj que se atrasa y no es arreglado -dice Sadosky-. Aunque sus manecillas sigan andando hacia adelante, la diferencia entre la hora que marque y la hora verdadera será creciente».

Las universidades latinoamericanas forman, en pequeña escala, matemáticos, ingenieros y programadores que de todos modos no encuentran trabajo sino en el exilio: nos damos el lujo de proporcionar a los Estados Unidos nuestros mejores técnicos y los científicos más capaces, que emigran tentados por los altos sueldos y las grandes posibilidades abiertas, en el norte, a la investigación. Por otra parte, cada vez que una universidad o un centro de cultura superior intenta, en América Latina, impulsar las ciencias básicas para echar las bases de una tecnología no copiada de los moldes y los intereses extranjeros, un oportuno golpe de Estado destruye la experiencia bajo el pretexto de que as! se incuba la subversión. Este fue el caso, por ejemplo, de la Universidad de Brasilia, abatida en 1964, y la verdad es que no se equivocan los arcángeles blindados que custodian el orden establecido: la política cultural autónoma requiere y promueve, cuando es auténtica, profundice cambios en todas las estructuras vigentes. La alternativa consiste en descansar en las fuentes ajenas: la copia simiesca de los adelantos que difunden las grandes corporaciones, en cuyas manos es monopolizada la tecnología más moderna, para crear nuevos productos y para mejorar la calidad o reducir el costo de los productos existentes. El cerebro electrónico aplica infalibles métodos de cálculo para estimar costos y beneficios, y así, América Latina importa técnicas de producción diseñadas para economizar mano de obra, aunque le sobra la fuerza de trabajo y los desocupados van en camino de constituir una aplastante mayoría en varios países; así, también, la propia impotencia determina que la región dependa, para su progreso, de la voluntad de los inversionistas extranjeros. Al controlar las palancas de la tecnología, las grandes corporaciones multinacionales manejan también, por obvias razones, otros resortes claves de la economía latinoamericana. Por supuesto, las casas matrices nunca proporcionan a sus filiales las innovaciones más recientes, ni impulsan, tampoco, una independencia que no les convendría. Una encuesta de Business International, realizada por encargo del BID, llegó a la conclusión de que «es evidente que las subsidiarias de las corporaciones internacionales que operan en la región no realizan esfuerzos significativos en materia de 'investigación y desarrollo'. En efecto, la mayoría de ellas carece de un departamento con esa finalidad y en casos muy contados llevan a cabo labores de adaptación de tecnología, en tanto que otra minoría de empresas -situadas casi invariablemente en Argentina, Brasil y México- realiza modestas actividades de investigación». Raúl Prebisch advierte que «las empresas norteamericanas en Europa instalan laboratorios y realizan investigaciones que contribuyen a fortalecer la capacidad científica y técnica de esos países, lo que no ha sucedido en América Latina, y denuncia un hecho muy grave: “La inversión nacional -dice-, por su falta de conocimiento especializado [know – how], realiza la mayor parte de su transferencia de tecnología recibiendo técnicas que son del dominio público" que se importan como licencias de conocimiento especializado…”.

Es altísimo, en varios sentidos, el costo de la dependencia tecnológica: también lo es en dólares constantes y sonantes, aunque las estimaciones no resultan nada fáciles por los múltiples escamoteos que las empresas practican en sus declaraciones de remesas al exterior, Las cifras oficiales indican, no obstante, que el drenaje de dólares por asistencia técnica se multiplicó por quince, en México, entre 1950 y 1964. Y en el mismo período las nuevas inversiones no llegaron siquiera a duplicarse. Las tres cuartas partes del capital extranjero en México aparecen, hoy, destinadas a la industria manufacturera; en 1950, la proporción era de la cuarta parte. Esta concentración de recursos en la industria sólo implica una modernización refleja, con tecnología de segunda mano, que el país paga como si fuera de primerísima. La industria automotriz ha drenado de México mil millones de dólares, de una u otra manera, pero un funcionario del sindicato de los automóviles en Estados Unidos recorrió la nueva planta de la General Motors en Toluca, y escribió después: “Fue peor que arcaico. Peor, porque fue deliberadamente arcaico, con lo obsoleto cuidadosamente planeado… Las plantas mexicanas son equipadas deliberadamente con maquinaria de baja productividad” [84].


¿Qué decir de la gratitud que América Latina debe a la Coca Cola, la Pepsi o la Crush, que cobran carísimas licencias industriales a sus concesionarios para proporcionarles una pasta que se disuelve en agua y se mezcla con azúcar y gas?

LA MARGINACIÓN DE LOS HOMBRES Y LAS REGIONES

Grow with Brazil . Grandes avisos en los diarios de Nueva York exhortan a los empresarios norteamericanos a sumarse al impetuoso crecimiento del gigante de los trópicos. La ciudad de Sao Paulo duerme con los ojos abiertos; aturden sus oídos las crepitaciones del desarrollo; surgen fábricas y rascacielos, puentes y caminos, como brotan, de súbito, ciertas plantas salvajes en las tierras calientes. Pero la traducción correcta de aquel eslogan publicitario sería, bien se sabe: «Crezca a costa del Brasil». El desarrollo es un banquete con escasos invitados, aunque sus resplandores engañen, y los platos principales están reservados a las mandíbulas extranjeras. Brasil tiene ya más de noventa millones de habitantes, y duplicará su población antes del fin del siglo, pero las fábricas modernas ahorran mano de obra y el intacto latifundio también niega, tierra adentro, trabajo. Un niño en harapos contempla, con brillo en la mirada, el túnel más largo del mundo, recién inaugurado en Río de Janeiro. El niño en harapos está orgulloso de su país, y con razón, pero él es analfabeto y roba para comer.

En toda América Latina, la irrupción del capital extranjero en el área manufacturera, recibida con tanto entusiasmo, ha puesto aún más en evidencia las diferencias entre los «modelos clásicos» de industrialización, tal como se leen en la historia -de los países hoy desarrollados, y las características que el proceso muestra en América Latina. El sistema vomita hombres, pero la industria se da el lujo de sacrificar mano de obra en una proporción mayor que la de Europa [85].

No existe ninguna relación coherente entre la mano de obra disponible y la tecnología que se aplica, como no sea la que nace de la conveniencia de usar una de las fuerzas de trabajo más baratas del mundo. Tierras ricas, subsuelos riquísimos, hombres muy pobres en este reino de la abundancia y el desamparo: la inmensa marginación de los trabajadores que el sistema arroja a la vera del camino frustra el desarrollo del mercado interno y abate el nivel de los salarios. La perpetuación del vigente régimen de tenencia de la tierra no sólo agudiza el crónico problema de la baja productividad rural, por el desperdicio de tierra y capital en las grandes haciendas improductivas y el desperdicio de mano de obra en la proliferación de los minifundios, sino que además implica un drenaje caudaloso y creciente de trabajadores desocupados en dirección a las ciudades. El subempleo rural se vuelca en el subempleo urbano. Crecen la burocracia y las poblaciones marginales, donde van a parar, vertedero sin fondo, los hombres despojados del derecho de trabajo. Las fábricas no brindan refugio a la mano de obra excedente, pero la existencia de este vasto ejército de reserva siempre disponible permite pagar salarios varias veces más bajos que los que ganan los obreros norteamericanos o alemanes. Los salarios pueden continuar siendo bajos aunque aumente la productividad, y la productividad aumenta a costa de la disminución de la mano de obra. La industrialización «satelizada» tiene un carácter excluyente: las masas se multiplican a ritmo de vértigo, en esta región que ostenta el más alto índice de crecimiento demográfico del planeta, pero el desarrollo del capitalismo dependiente -un viaje con más náufragos que navegantes- margina mucha más gente que la que es capaz de integrar. La proporción de trabajadores de la industrie manufacturera dentro del total de la población activa latinoamericana disminuye en vez de aumentar: había un 14,5 % de.trabajadores en la década del cincuenta; hoy sólo hay un once y medio por ciento. En Brasil, según un estudio reciente, «el número total de nuevos empleos que deberán crearse promediarán un millón y medio por año durante la próxima década». Pero el total de trabajadores empleados por las fábricas de Brasil, el país más industrializado de América Latina, suma, sin embargo apenas dos millones y medio.

Es multitudinaria la invasión de los brazos provenientes de las zonas más pobres de cada país; las ciudades excitan y defraudan las expectativas de trabajo de familias enteras atraídas por la esperanza de elevar su nivel de vida y conseguirse un sitio en el gran circo mágico de la civilización urbana.


Una escalera mecánica es la revelación del Paraíso, pero el deslumbramiento no se come: la ciudad hace aún más pobres a los pobres, porque cruelmente les exhibe espejismos de riquezas a las que nunca tendrán acceso, automóviles, mansiones, máquinas poderosas como Dios y como el Diablo, y en cambio les niega una ocupación segura y un techo decente bajo el cual cobijarse, platos llenos en la mesa para cada mediodía. Un organismo de las Naciones Unidas estima que por lo menos la cuarta parte de la población de las ciudades latinoamericanas habita «asentamientos que escapan a las normas modernas de construcción urbana», extenso eufemismo de los técnicos para designar los tugurios conocidos como favelas en Río de Janeiro, callampas en Santiago de Chile, jacales en México, barrios en Caracas y barriadas en Lima, villas miseria en Buenos Aires y cantegriles en Montevideo. En las viviendas de lata, barro y madera que brotan antes de cada amanecer en los cinturones de las ciudades, se acumula la población marginal arrojada a las ciudades por la miseria y la esperanza. Huaico significa, en quechua, deslizamiento de tierra, y huaico llaman los peruanos a la avalancha humana descargada desde la sierra sobre la capital en la costa: casi el setenta por ciento de los habitantes de Lima proviene de las provincias. En Caracas los llaman toderos, porque hacen de todo: los marginados viven de «changas», mordisqueando trabajo de a pedacitos y de cuando en cuando, o cumplen tareas s6rdidas o prohibidas: son sirvientas, picapedreros o albañiles ocasionales, vendedores de limonada o de cualquier cosa, ocasionales electricistas o sanitarios o pintores de paredes, mendigos, ladrones, cuidadores de autos, brazos disponibles para lo que venga. Como los marginados crecen más rápidamente que los «integrados», las Naciones Unidas presienten, en el estudio citado, que de aquí a pocos años «los asentamientos irregulares albergarán a una mayoría de la población urbana». Una mayoría de derrotados. Mientras tanto, el sistema opta por esconder la basura bajo la alfombra. Va barriendo, a punta de ametralladora, las favelas de los morros de la bahía y las villas miseria de la capital federal; arroja a los marginados, por millares y millares, lejos de la vista. Río de Janeiro y Buenos Aires escamotean el espectáculo de la miseria que el sistema produce; pronto no se verá más que la masticación de la prosperidad,

pero no sus excrementos, en estas ciudades donde se dilapida la riqueza que Brasil y Argentina, enteros, crean.

Dentro de cada país se reproduce el sistema internacional de dominio que cada país padece. La concentración de la industria en determinadas zonas refleja la concentración previa de la demanda en los grandes puertos o zonas exportadoras. El ochenta por ciento de la industria brasileña está localizado en el triángulo del sudeste -Sáo Paulo, Río de Janeiro y Belo Horizonte- mientras el nordeste famélico tiene una participación cada vez menor en el producto industrial nacional; dos tercios de la industria argentina están en Buenos Aires y Rosario; Montevideo abarca las tres cuartas partes de la industria uruguaya, y otro tanto ocurre con Santiago y Valparaíso en Chile; Lima y su puerto concentran el sesenta por ciento de la industria peruana. El creciente atraso relativo de las grandes áreas del interior, sumergidas en la pobreza, no se debe a su aislamiento, como sostienen algunos, sino que, por el contrario, es el resultado de la explotación, directa o indirecta, que sufren por parte de los viejos centros coloniales convertidos, hoy, en centros Industriales. «Un siglo y medio de historia nacional -proclama un líder sindical argentino- ha presenciado la violación de todos los pactos solidarios, la quiebra de la fe jurada en los himnos y las constituciones, el dominio de Buenos Aires sobre las provincias. Ejércitos y aduanas, leyes hechas por pocos y soportadas por muchos, gobiernos que con algunas excepciones han sido agentes del poder extranjero, edificaron esta orgullosa metrópoli que acumula la riqueza y el poder. Pero si buscamos la explicación de esa grandeza y la condena de ese orgullo, las hallaremos en los yerbates misioneros, en los pueblos muertos de la Forestal, en la desesperación de los ingenios tucumanos y las minas de Jujuy, en los puertos abandonados del Paraná, en el éxodo de Berisso: todo un mapa de miseria rodeando un centro de opulencia afirmado en el ejercicio de un dominio interno que ya no se puede disimular ni consentir». En su estudio del desarrollo del subdesarrollo en Brasil, André Gunder Frank observó que, siendo Brasil un satélite de los Estados Unidos, dentro de Brasil el nordeste cumple a su vez una función satélite de la «metrópoli interna» radicada en la zona sudeste. La polarización se hace visible a través de rasgos numerosos: no sólo porque la inmensa mayoría de las inversiones privadas y públicas se ha concentrado en Sáo Paulo, sino además porque esta ciudad gigante se apropia también, por medio de un vasto embudo, de los capitales generados por todo el país a través de un intercambio comercial desventajoso, de una política arbitraria de precios, de escalas privilegiadas de impuestos internos y de la apropiación en masa de cerebros y mano de obra capacitada.

La industrialización dependiente agudiza la concentración de la renta, desde un punto de vista regional y desde un punto de vista social. La riqueza que genera no se irradia sobre el país entero ni sobre la sociedad entera, sino que consolida los desniveles existentes e incluso los profundiza. Ni siquiera sus propios obreros, los «integrados» cada vez menos numerosos, se benefician en medida pareja del crecimiento industrial; son los estratos más altos de la pirámide social los que recogen los frutos, amargos para muchos, de los aumentos de la productividad. Entre 1955 y 1966, en Brasil, la industria mecánica, la de materiales eléctricos, la de comunicaciones y la industria automotriz elevaron su productividad en cerca de un ciento treinta por ciento, pero en ese mismo período los salarios de los obreros por ellas ocupados sólo crecieron en valor real, en un seis por ciento. América Latina ofrece brazos baratos: en 1961, el salario-hora promedio en Estados Unidos se elevaba a dos dólares; en Argentina era de 32 centavos y en Brasil de 28; en Colombia, 17; en México, 16; y en Guatemala apenas llegaba a diez centavos. Desde entonces, la brecha creció. Para ganar lo que un obrero francés percibe en una hora, el brasileño tiene que trabajar, actualmente, dos días y medio. Con poco más de diez horas de servicio el obrero estadounidense gana, en equivalencia, un mes de trabajo del carioca. Y para recibir un salario superior al correspondiente a una jornada de ocho horas del obrero de Río de Janeiro, es suficiente que el inglés y el alemán trabajen menos de treinta minutos. El bajo nivel de salarios de América Latina solo se traduce en precios bajos en los mercados internacionales, donde la región ofrece sus materias primas a cotizaciones exiguas para que se beneficien los consumidores de los países ricos; en los mercados internos, en cambio, donde la industria desnacionalizada vende manufacturas, los precios son altos, para que resulten altísimas las ganancias de las corporaciones imperialistas.

Todos los economistas coinciden en reconocer la importancia del crecimiento de la demanda como catapulta del desarrollo industrial. En América Latina, la industria, extranjerizada, no muestra el menor interés por ampliar, en extensión y en profundidad, el mercado de masas que sólo podría crecer horizontal y verticalmente si se impulsara la puesta en práctica de hondas transformaciones en toda la estructura económico-social, lo que implicaría el estallido de inconvenientes tormentas políticas. El poder de compra de la población asalariada, ya intervenidos o aniquilados o domesticados los sindicatos de las ciudades más industrializadas, no crece en medida suficiente, y tampoco bajan los precios de los artículos industriales: ésta es una región gigantesca, con un mercado potencial enorme y un mercado real reducido por la pobreza de sus mayorías. Virtualmente, la producción de las grandes fábricas de automóviles o refrigeradores se dirige al consumo de apenas un cinco por ciento de la población latinoamericana. Apenas uno de cada cuatro brasileños puede considerarse un consumidor real. Cuarenta y cinco millones de brasileños suman la misma renta total que novecientos mil privilegiados ubicados en el otro extremo de la escala social [86].

LA INTEGRACIÓN DE AMÉRICA LATINA BAJO LA BANDERA DE LAS BARRAS Y LAS ESTRELLAS

Hay ángeles que todavía creen que todos los países terminan al borde de sus fronteras. Son los que afirman que los Estados Unidos poco o nada tienen que ver con la integración latinoamericana, por la sencilla razón de que los Estados Unidos no forman parte de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) ni del Mercado Común Centroamericano. Como quería el libertador Simón Bolívar, dicen, esta integración no va más allá del límite que separa a México de su poderoso vecino del norte. Quienes sustentan este criterio seráfico olvidan, interesada amnesia, que una legión de piratas, mercaderes, banqueros, marines, tecnócratas, boinas verdes, embajadores y capitanes de empresa norteamericanos se han apoderado, a lo largo de una historia negra, de la vida y el destino de la mayoría de los pueblos del sur, y que actualmente también la industria de América Latina yace en el fondo del aparato digestivo del Imperio. «Nuestra» unión hace «su» fuerza, en la medida en que los países, al no romper previamente con los moldes del subdesarrollo y la dependencia, integran sus respectivas servidumbres.

En la documentación oficial de la ALALC se suele exaltar la función del capital privado en el desarrollo de la integración. Ya hemos visto, en los capítulos anteriores, en qué manos está ese capital privado. A mediados de abril de 1969, por ejemplo, se reunió en Asunción la Comisión Consultiva de Asuntos Empresariales. Entre otras cosas, reafirmó «la orientación de la economía latinoamericana, en el sentido de que la integración económica de la Zona ha de lograrse con base en el desarrollo de la empresa privada fundamentalmente». Y recomendó que los gobiernos establezcan una legislación común para la formación de «empresas multinacionales, constituidas predominantemente [sic] por capitales y empresarios de los países miembros». Todas las cerraduras se entregan al ladrón: en la Conferencia de Presidentes de Punta del Este, en abril de 1967, se llegó a propugnar, en la declaración final que el propio Lyndon Johnson cerró con sello de oro, la creación de un mercado común de las acciones, una especie de integración de las bolsas, para que desde cualquier lugar de América Latina se puedan comprar empresas radicadas en cualquier punto de la región y se llega más lejos en los documentos oficiales: hasta se recomienda lisa y llanamente la desnacionalización de las empresas públicas. En abril de 1969, se realizó en Montevideo la primera reunión sectorial de la industria de la carne en la ALALC: resolvió «solicitar a los gobiernos… que estudien las medidas adecuadas para lograr una progresiva transferencia de los frigoríficos estatales al sector privado». Simultáneamente, el gobierno de Uruguay, uno de cuyos miembros había presidido la reunión, pisó a fondo el acelerador en su política de sabotaje contra el Frigorífico Nacional, de propiedad del Estado, en provecho de los frigoríficos privados extranjeros.

El desarme arancelario. que va liberando gradualmente la circulación de mercancías dentro del área de la ALALC, está destinado a reorganizar, en beneficio de las grandes corporaciones multinacionales, la distribución de los centros de producción y los mercados de América Latina. Reina la «economía de escala»: en la primera fase, cumplida en estos últimos años, se ha perfeccionado la extranjerización de las plataformas de lanzamiento -las ciudades industrializadas- que habrán de proyectarse sobre el mercado regional en su conjunto. Las empresas de Brasil más interesadas en la integración latinoamericana son, precisamente, las empresas extranjeras, y sobre todo las más poderosas. Más de la mitad de las corporaciones multinacionales, en su mayoría norteamericanas, que contestaron una encuesta del Banco Interamericano de Desarrollo en toda América Latina, estaban planificando o se proponían planificar, en la segunda mitad de la década del 60, sus actividades para el mercado ampliado de la ALALC, creando o robusteciendo, a tales efectos, sus departamentos regionales [87]. En septiembre de 1969, Henry Ford anunció, desde Río de Janeiro, que deseaba incorporarse al proceso económico de Brasil, «porque la situación está muy buena. Nuestra participación inicial consistió en la compra de la Willys Overland do Brasil” según declaró en conferencia de prensa, y afirmó que exportará vehículos brasileños para varios países de América Latina. Caterpillar, “una firma que ha tratado siempre al mundo como a un solo mercado”, dice Business International, no demoró en aprovechar las reducciones de tarifas tan pronto como se fueron negociando, y en 1965 ya suministraba niveladoras y repuestos de tractores, desde su planta de Sao Paulo, a varios países de América del Sur. Con la misma celeridad, Union Carbide irradiaba productos de electrotecnia sobre varios países latinoamericanos, desde su fábrica de México, haciendo uso de las exoneraciones de derechos aduaneros, impuestos y depósitos previos para los intercambios en el área de la ALALC.

Empobrecidos, incomunicados, descapitalizados y con gravísimos problemas de estructura dentro de cada frontera, los países latinoamericanos abaten progresivamente sus barreras económicas, financieras y fiscales para que los monopolios, que todavía estrangulan a cada país por separado, puedan ampliar sus movimientos y consolidar una nueva división del trabajo, en escala regional, mediante la especialización de sus actividades por países y por ramas, la fijación de dimensiones óptimas para sus empresas filiales, la reducción de los costos, la eliminación de los competidores ajenos al área y la estabilización de los mercados. Las filiales de las corporaciones multinacionales sólo pueden apuntar a la conquista del mercado latinoamericano, en determinados rubros y bajo determinadas condiciones que no afectan la política mundial trazada por sus casas matrices. Como hemos visto en otro capítulo, la división internacional del trabajo continúa funcionando, para América Latina, en los mismos términos de siempre. Sólo se admiten novedades dentro de la región. En la reunión de Punta del Este, los presidentes declararon que «la iniciativa privada extranjera podrá cumplir una función importante para asegurar el logro de los objetivos de la integración., y acordaron que el Banco Interamericano de Desarrollo aumentara “los montos disponibles para créditos de exportación en el comercio intralatinoamericano”.

La revista Fortune evaluaba en 1967 las «seductoras oportunidades nuevas» que el mercado común latinoamericano abre a los negocios del norte: «En más de una sala de directorio, el mercado común se está convirtiendo en un serio elemento para los planes de futuro. Ford Motor do Brasil, que hace los Galaxies, piensa tejer una linda red con la Ford de Argentina, que hace los Falcons, y alcanzar economías de escala produciendo ambos automóviles para mayores mercados. Kodak, que ahora fabrica papel fotográfico en Brasil, gustaría producir películas exportables en México y cámaras y proyectores en Argentina. Y citaba otros ejemplos de «racionalización de la producción y extensión del área de operaciones de otras corporaciones, como l. T.T., General Electric, Remington Rand, Otis Elevator, Worthington, Firestone, Deere, Westinghouse y American Machine and Foundry. Hace nueve años, Raúl Prebisch, vigoroso abogado de la ALALC, escribía: “Otro argumento que escucho con frecuencia desde México hasta Buenos Aires, pasando por San Pablo y Santiago, es que el mercado común va a ofrecer a la industria extranjera oportunidades de expansión que hoy día no tiene en nuestros mercados limitados… Existe el temor de que las ventajas del mercado común se aprovechen principalmente por esa industria extranjera y no por las industrias nacionales… Compartí ese temor, y lo comparto, no por mera imaginación, sino porque he comprobado en la práctica la realidad de ese hecho…”. Esta comprobación no le impidió suscribir, algún tiempo después, un documento en el que se afirma que «al capital extranjero corresponde, sin duda, un papel importante en el desarrollo de nuestras economías, a propósito de la integración en marcha, proponiendo la constitución de sociedades mixtas en las que «el empresario latinoamericano participe eficaz y equitativamente. ¿Equitativamente? Hay que salvaguardar, es cierto, la igualdad de oportunidades. Bien decía Anatole France que la ley, en su majestuosa igualdad, prohíbe tanto al rico como al pobre dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y robar pan. Pero ocurre que en este planeta y en este tiempo una sola empresa, la General Motors, ocupa tantos trabajadores como todos los que forman la población activa de Uruguay, y gana en un solo año una cantidad de dinero cuatro veces mayor que el íntegro producto nacional bruto de Bolivia.

Las corporaciones conocen ya, por anteriores experiencias de integración, las ventajas de actuar como insiders en el desarrollo capitalista de otras comarcas. No en vano el total de las ventas de las filiales norteamericanas diseminadas por d mundo es seis veces mayor que él valor de las exportaciones de los Estados Unidos. En América Latina, como en otras regiones, no rigen las incómodas leyes antitrusts de los Estados Unidos. Aquí los países se convierten, con plena impunidad, en seudónimos de las empresas extranjeras que los dominan. El primer acuerdo de complementación en la ALALC fue firmado, en agosto de 1962, por Argentina, Brasil, Chile y Uruguay; pero en realidad fue firmado entre la IBM, la IBM, la IBM y la IBM. El acuerdo eliminaba derechos de importación para el comercio de maquinarias estadísticas y sus componentes entre los cuatro países, a la par que alzaba los gravámenes a la importación de esas maquinarias desde fuera del área la IBM World Trade “sugirió a los gobiernos que si eliminaban los derechos para comerciar entre sí construiría plantas en Brasil y Argentina”. Al segundo acuerdo, firmado entre los mismos países, se agregó México: fueron la RCA y la Philips of Eindhoven quienes promovieron la exoneración para el intercambio de equipos destinados a radio y televisión y así sucesivamente. En la primavera de 1969, el noveno acuerdo consagró la división del mercado latinoamericano de equipos de generación, trasmisión y distribución de electricidad, entre la Union Carbide, la General Electric y la Siemens. El Mercado Común Centroamericano, por su parte, esfuerzo de conjunción de las economías raquíticas y deformes de cinco países, no ha servido más que para derribar de un soplo a los débiles productores nacionales de telas, pinturas, medicinas, cosméticos o galletas, y para aumentar las ganancias y la órbita de negocios de la General Tire and Rubber Co., Procter and Gamble, Grace and Co., Colgate Palmolive, Sterling Products o National Biscuits, La liberación de derechos aduaneros ha corrido.también pareja, en Centroamérica, con la elevación de las barreras contra la competencia extranjera externa (por decirlo de alguna manera), de modo que las empresas extranjeras internas puedan vender más caro y con mayores beneficios: «Los subsidios recibidos a través de la protección tarifarias exceden el valor total agregado por el proceso doméstico de producción, concluye Roger Hansen.

Las empresas extranjeras tienen, como nadie, sentido de las proporciones. Las proporciones propias y las ajenas. ¿Qué sentido tendría instalar en Uruguay, por ejemplo, o en Bolivia, Paraguayo Ecuador, con sus mercados minúsculos, una gran planta de automóviles, altos hornos siderúrgicos o una fábrica importante de productos químicos? Son otros los trampolines elegidos, en función de las dimensiones de los mercados internos y de las potencialidades de su crecimiento. FUNSA, la fábrica uruguaya de neumáticos, depende en gran medida de la Firestone, pero son las filiales de la Firestone en Brasil y en Argentina las que se expanden con vistas a la integración. Se frena el ascenso de la empresa instalada en Uruguay, aplicando el mismo criterio que determina que la Olivetti, la empresa italiana invadida por la General Electric, elabore sus máquinas de escribir en Brasil y sus máquinas de calcular en argentina. «La asignación eficiente de recursos requiere un desarrollo desigual de las diferentes partes de un país o región», sostiene Rosenstein-Rodan, y la integración latinoamericana tendrá también sus nordestes y sus polos de desarrollo. En el balance de los ocho años de vida del Tratado de Montevideo que dio origen a la ALALC, el delegado uruguayo denunció que «las diferencias en los grados de desarrollo económico [entre los diversos países] tienden a agudizarse, porque el mero incremento del comercio en un intercambio de concesiones recíprocas sólo puede aumentar la desigualdad preexistente entre los polos del privilegio y las áreas sumergidas. El embajador de Paraguay, por su parte, se quejó en términos parecidos: afirmó que los países débiles absurdamente subvencionan el desarrollo industrial de los países más avanzados de la Zona de Libre Comercio, absorbiendo sus altos costos internos a través de la desgravación arancelaria y dijo que dentro de la ALALC el deterioro de los términos de intercambio castiga a su país tan duramente como fuera de ella: “Por cada tonelada de productos importados de la Zona, el Paraguay paga con dos”. La realidad, afirmó el representante de Ecuador, «está dada por once países en distintos grados de desarrollo, lo que se traduce en mayores o menores capacidades para aprovechar el área del comercio liberado y conduce a una polarización en beneficios y perjuicios…». El embajador de Colombia extrajo «la única conclusión: el programa de liberación beneficia en una desproporción protuberante a los tres países grandes» [88]. A medida que la integración progrese, los países pequeños irán renunciando.sus ingresos aduaneros -que en Paraguay financian la mitad del presupuesto nacional- a cambio de la dudosa ventaja de recibir, por ejemplo, desde Sáo Paulo, Buenos Aires o México, automóviles fabricados por las mismas empresa que aún los venden desde Detroit, Wolfsburg o Milán a la mitad de precio. Esta es la certidumbre que alienta por debajo de las fricciones que el proceso de integración provoca en medida creciente. La exitosa aparición del Pacto Andino, que congrega a las naciones del Pacifico, es uno de los resultados de la visible hegemonía de los tres grandes en el marco ampliado de la ALALC: los pequeños intentan unirse aparte. Pero pese a todas las dificultades, por espinosas que parezcan, los mercados se extienden a medida que los satélites van incorporando nuevos satélites a su órbita de poder dependiente. Bajo la dictadura militar de Castelo Branco, Brasil firmó un acuerdo de garantías para las inversiones extranjeras, que descarga sobre el Estado los riesgos y las desventajas de cada negocio. Resultó muy significativo que el funcionario que había concertado el convenio defendiera sus humillantes condiciones ante el Congreso, afirmando que, «en un futuro cercano, Brasil estará invirtiendo capitales en Bolivia, Paraguayo Chile y entonces necesitará de acuerdos de este tipo [89].

En el seno de los gobiernos que sucedieron al golpe de Estado de 1964, se ha afirmado, en efecto, una tendencia que atribuye a Brasil una función «subimperialista» sobre sus vecinos. Un elenco militar de muy importante gravitación postula a su país como el gran administrador de los intereses norteamericanos en la región, y llama a Brasil a ejercer, en el sur, una hegemonía semejante a la que, frente a los Estado Unidos, el propio Brasil padece. El general Golbery do Cauto e Silva invoca, en este sentido, otro «Destino manifiesto» este ideólogo del «sub-imperialismo» escribía en 1952, refiriéndose a ese «Destino manifiesto»: «Tanto más, cuando él no roza, en el Caribe, con el de nuestros hermanos mayores del norte. El general do Couto e Silva es el actual presidente de la Dow Olemical en Brasil. La deseada estructura del subdominio cuenta, por cierto, con abundantes antecedentes históricos, que van desde el aniquilamiento de Paraguay en nombre de la banca británica, a partir de la guerra de 1865, hasta el envío de tropas brasileñas a encabezar la operación solidaria con la invasión de los marines, en Santo Domingo, exactamente un siglo después.

En estos últimos años ha recrudecido en gran medida la competencia entre los gerentes de los grandes intereses imperialistas, instalados en los gobiernos de Brasil y de Argentina, en torno al agitado problema de la lideranza continental. Todo indica que Argentina no está en condiciones de resistir el poderoso desafío brasileño: Brasil tiene el doble de superficie y una población cuatro veces mayor, es casi tres veces más amplia su producción de acero, fabrica el doble de cemento y genera más del doble de energía; la tasa de renovación de su flota mercante es quince veces más alta. Ha registrado, además, un ritmo de crecimiento económico bastante más acelerado que el de Argentina, durante las dos últimas décadas. Hasta no hace mucho, Argentina producía más automóviles y camiones que Brasil. A los ritmos actuales, en 1975 la industria automotriz brasileña será tres veces mayor que la argentina. La flota marítima, que en 1966 era igual a la argentina, equivaldrá a la de toda América Latina reunida: El Brasil ofrece a la inversión extranjera la magnitud de su mercado potencial, sus fabulosas riquezas naturales, el gran valor estratégico de su territorio, que limita con todos los países sudamericanos menos Ecuador y Chile, y todas las condiciones para que las empresas norteamericanas radicadas en su suelo avancen con botas de siete leguas: Brasil dispone de brazos más baratos y más abundantes que su rival. No por casualidad, la tercera parte de los productos elaborados y semielaborados que se venden dentro de la ALALC proviene de Brasil. Este es el país llamado a constituir el eje de la liberación o de la servidumbre de toda América Latina. Quizá el senador norteamericano Fulbright no tuvo conciencia cabal del alcance de sus palabras cuando en 1965 atribuyó a Brasil, en declaraciones públicas, la misión de dirigir el mercado común de América Latina.

«NUNCA SEREMOS DICHOSOS, ¡NUNCA!» HABÍA PROFETIZADO SIMÓN BOLIVAR

Para que el imperialismo norteamericano pueda, hoy día, integrar para reinar en América Latina, fue necesario que ayer el Imperio británico contribuyera a dividimos con los mismos fines. Un archipiélago de países, desconectados entre sí, nació como consecuencia de la frustración de nuestra unidad nacional. Cuando los pueblos en armas conquistaron la independencia, América Latina aparecía en el escenario histórico enlazada por las tradiciones comunes de sus diversas comarcas, exhibía una unidad territorial sin fisuras y hablaba fundamentalmente dos idiomas del mismo origen, el español y el portugués. Pero nos faltaba, como señala Trías, una de las condiciones esenciales para constituir una gran nación única: nos faltaba la comunidad económica.

Los polos de prosperidad que florecían para dar respuesta a las necesidades europeas de metales y alimentos no estaban vinculados entre sí: las varillas del abanico tenían su vértice al otro lado del mar. Los hombres y los capitales se desplazaban al vaivén de la suerte del oro o del azúcar, de la plata o del añil, y sólo los puertos y las capitales, sanguijuelas de las regiones productivas, teman existencia permanente. América Latina nada como un solo espacio en la imaginación y la esperanza de Simón Bolívar, José Artigas y José de San Martín, pero estaba rota de antemano por las deformaciones básicas del sistema colonial. Las oligarquías portuarias consolidaron, a través del comercio libre, esta estructura de la fragmentación, que era su fuente de ganancias: aquellos traficantes ilustrados no podían incubar la unidad nacional que la burguesía encarnó en Europa y en Estados Unidos. Los ingleses, herederos de España y Portugal desde tiempo antes de la independencia, perfeccionaron esa estructura todo a lo largo del siglo pasado, por medio de las intrigas de guante blanco de los diplomáticos, la fuerza de extorsión de los banqueros y la capacidad de seducción de los comerciantes. “Para nosotros, la patria es América”, habla proclamado Bolívar: la Gran Colombia se dividió en cinco países y el libertador murió derrotado: “Nunca seremos dichosos, ¡nunca!” dijo al general Urdaneta. Traicionados por Buenos Aires, San Martín se despojó de las insignias del mando y Antigas, que llamaba americanos a sus soldados, se marchó a morir al solitario exilio de Paraguay: el Virreinato del Río de la Plata se había partido en cuatro. Francisco de Morazán, creador de la república federal de Centroamérica, murió fusilado [90], y la cintura de América se fragmentó en cinco pedazos a los que luego se sumaria Panamá, desprendida de Colombia por Teddy Roosevelt.

El resultado está a la vista: en la actualidad, cualquiera de las corporaciones multinacionales opera con mayor coherencia y sentido de unidad que este conjunto de islas que es América Latina, desgarrada por tantas fronteras y tantas incomunicaciones. ¿Qué integración pueden realizar, entre si, países que ni si quiera se han integrado por dentro? Cada país padece hondas fracturas en su propio seno, agudas divisiones sociales y tensiones no resueltas entre sus vastos desiertos marginales y sus oasis urbanos. El drama se reproduce en escala regional. Los ferrocarriles y los caminos, creados para trasladar la producción al extranjero por las rutas más directas, constituyen todavía la prueba irrefutable de la impotencia o de la incapacidad de América latina para dar vida al proyecto nacional de sus héroes más lúcidos. Brasil carece de conexiones terrestres permanentes con tres de sus vecinos, Colombia, Perú y Venezuela, y las ciudades del Atlántico no tienen comunicación cablegráfica directa con las ciudades del Pacífico, de tal manera que los telegramas entre Buenos Aires y Lima o Río de Janeiro y Bogotá pasan inevitablemente por Nueva York; otro tanto sucede con las líneas telefónicas entre el Caribe y el sur. Los países latinoamericanos continúan identificándose cada cual con su propio puerto, negación de sus raíces y de su identidad real, a tal punto que la casi totalidad de los productos del comercio intrarregional se transportan por mar: los transportes interiores virtualmente no existen. Pero ocurre, en este sentido, que el cártel mundial de los fletes fija las tarifas y los itinerarios según su paladar, y América Latina se limita a padecer las tarifas exorbitantes y las rutas absurdas. De las 118 líneas navieras regulares que operan en la región, únicamente hay diecisiete de banderas regionales; los fletes sangran la economía latinoamericana en mil millones de dólares por año. Así, las mercancías enviadas desde Porto Alegre a Montevideo llegan más rápido a destino si pasan antes por Hamburgo, y otro tanto ocurre con la lana uruguaya en viaje a Estados Unidos, el flete de Buenos Aires a un puerto mexicano del golfo disminuye en más de la cuarta parte si el tráfico se realiza a través de Southampton. El transporte de madera desde México a Venezuela cuesta más del doble que el transporte de madera desde Finlandia a Venezuela, aunque México está, según los mapas, mucho más cerca. Un envío directo de productos químicos desde Buenos Aires hasta Tampico, en México, cuesta mucho más caro que si se realiza por Nueva Orleans.

Muy distinto destino se propusieron y conquistaron, por cierto, los Estados Unidos. Siete años después de su independencia, ya las trece colonias habían duplicado su superficie, que se extendió más allá de los Aleganios hasta las riberas del Mississippi, y cuatro años más tarde consagraron su unidad creando el mercado único. En 1803, compraron a Francia, por un precio ridículo, el territorio de Louisiana, con lo que volvieron a multiplicar por dos su territorio. Más tarde fue el turno de Florida y, a mediados de siglo, la invasión y amputación de medio México en nombre del «Destino manifiesto». Después, la compra de Alaska, la usurpación de Hawaii, Puerto Rico y las Filipinas.


Las colonias se hicieron nación y la nación se hizo imperio, todo a lo largo de la puesta en práctica de objetivos claramente expresados y perseguidos desde los lejanos tiempos de los padres fundadores. Mientras el norte de América crecía, desarrollándose hacia adentro de sus fronteras en expansión, el sur, desarrollado hacia afuera, estallaba en pedazos como una granada.

El actual proceso de integración no nos reencuentra con nuestro origen ni nos aproxima a nuestras metas. Ya Bolívar habla afirmado, certera profecía, que los Estados Unidos parecían destinados por la Providencia para plagar América de miserias en nombre de la libertad. No han de ser la General Motor y la IBM las que tendrán la gentileza de levantar, en lugar de nosotros, las viejas banderas de unidad y emancipación caídas en la pelea, ni han de ser los traidores contemporáneos quienes realicen, hoy, la redención de los héroes ayer traicionados. Es mucha la podredumbre para arrojar al fondo del mar en el camino de la reconstrucción de América Latina. Los despojados, los humillados, los malditos tienen, ellos sí, en sus manos, la tarea. La causa nacional latinoamericana es, ante todo, una causa social: para que América Latina pueda nacer de nuevo, habrá que empezar por derribar a sus dueños, país por país. Se abren tiempos de rebelión y de cambio. Hay quienes creen que el destino descansa en las rodillas de los dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente, sobre las conciencias de los hombres.


Montevideo, fines de 1970.

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