Capítulo 1

– ¿Por qué no puedes parecerte más a Ronald? Es el hijo que nunca he tenido.

Will McCaffrey reprimió un gemido y apretó el respaldo de una de las sillas para invitados del despacho de su padre.

– Tienes un hijo, papá. Yo.

– Últimamente Ronald parece más hijo mío que tú.

Will odiaba aquella conversación, que tenía lugar al menos una vez al mes desde hacía dos años, desde que Jim McCaffrey había decidido jubilarse en un futuro cercano. La elección del sucesor se reducía a dos opciones: Ronald, el yerno, o Will, el hijo que no cumplía las expectativas paternas.

– Dime -replicó Will-. ¿Ha sido Ronald el que ha duplicado el valor neto de la compañía en sólo cuatro años? ¿Fue él el que consiguió el proyecto Winterbrook o el trato con West Washington? -hizo una pausa efectista-. No, espera. Fue tu otro hijo el que se deja la piel por esta compañía. ¿Cómo se llama?

Will era asesor y vicepresidente ejecutivo de McCaffrey Comercial Properties, pero había subido desde abajo, donde empezó cuando estaba todavía en el instituto y donde entró con un puesto fijo cuando se licenció en Derecho. Poseía talento y ambición para continuar lo que había empezado su padre treinta años atrás y mejorarlo. Lo que no tenía era una esposa, que por alguna extraña razón que sólo su padre conocía parecía ser importante en aquel terreno.

La mera idea de casarse lo ponía nervioso. Sabía que podía haber matrimonios felices, el de sus padres así lo probaba Pero sabía también que esa felicidad podía desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.

– Ronald no está preparado para dirigir esta empresa -dijo-. Es muy conservador, tiene que pensar tres veces cada decisión y la mitad de las veces la toma mal. ¿No lo has observado pedir de comer? «Tomaré el salmón, no espere, ¿cómo está el bistec? O quizá deba pedir una ensalada. ¿Alguien ha probado el chuletón?» Me extraña que no se haya muerto de hambre.

– No te extrañe -declaró su padre-. Tiene una esposa en casa que le prepara la cena todas las noches.

– ¿Y por qué una esposa y tres hijos lo cualifican para dirigir la compañía?

– Está asentado. Ha tomado decisiones en su vida y tiene responsabilidades, tu hermana y mis nietos. No tengo que temer que se fugue a las Fiji con la próxima azafata que conozca.

– Se llaman auxiliares de vuelo. ¿Y quién dice que no pueda tomarme vacaciones de vez en cuando?

Su padre hizo una mueca.

– Llamaste el martes por la tarde para decir que no vendrías a trabajar el lunes por la mañana.

– Me confundió el cambio horario.

Su padre suspiró.

– Sé que tienes que disfrutar también, hijo, pero en la vida hay que tomar opciones y no puedes seguir siempre soltero.

Will soltó un gruñido de frustración. ¿Por qué siempre tenían que volver a la misma discusión? Él no evitaba el matrimonio, simplemente no había encontrado a la mujer ideal. Y él, que no conducía el mismo coche más de un año seguido, ¿cómo iba a elegir una compañera para los siguientes cincuenta años?

– No todo el mundo tiene lo que tuvisteis mamá y tú -murmuró.

Pensar en su madre le produjo una punzada de dolor a pesar de los años transcurridos. Laura Sellars McCaffrey había muerto cuando él tenía doce años y su hermana diez. Después de su muerte, Jim se enterró en el trabajo y convirtió su pequeña compañía inmobiliaria en una de las empresas de construcción y desarrollo de más éxito de Chicago. En el proceso, dejó que sus dos hijos sufrieran solos y básicamente también se criaran solos.

Melanie se había escondido detrás de las responsabilidades de llevar la casa y aprender a ser la sustituta perfecta de su madre. A los veinte años, se casó con su novio del instituto, Ronald Williams. Él entró a trabajar en el negocio familiar, ella se unió a un club de jardinería y juntos crearon tres niños perfectos.

A Will la muerte de su madre le produjo la reacción contraria. Apenas podía soportar estar en casa, así que buscó consuelo en los amigos primero y en las chicas guapas más tarde. Con los años las chicas se habían convertido en mujeres y, aunque siempre había asumido que un día encontraría una esposa, las mujeres con las que salía no parecían apropiadas para ese papel.

– ¿Qué quieres que haga? -preguntó

¿Casarme con una mujer a la que no quiera sólo para poder decir que estoy casado?

– Me has presentado a seis o siete novias tuyas y cualquiera de ellas habría sido una buena esposa. Tienes que madurar y decidir qué es importante para ti… si tu futuro o la próxima mujer hermosa que se te cruce en el camino -su padre se cruzó de brazos-. Yo me jubilo en abril y 'o pones orden en tu vida privada o tendrás que aceptar órdenes de Ronald.

Will apretó la mandíbula y pensó que quizá debería olvidarse del negocio familiar. Era un buen abogado y en los últimos años había tenido ofertas de trabajo de los mejores bufetes de la ciudad. ¿Por qué no empezar de cero?

Se retiró a su despacho y, cuando estuvo sentado en su mesa, gimió con suavidad. ¿Cómo iba a pensar en marcharse? Llevaba aquella compañía en la sangre, había ayudado a construirla y un día debería ser suya por derecho.

Miró los mensajes que su secretaria le había dejado en la mesa, pero su mente seguía ocupada con el ultimátum de su padre. Para Jim McCaffrey era muy fácil. Sólo tenía que buscar una mujer, enamorarse, casarse y vivir feliz con ella. Pero el amor nunca había sido fácil para él, no sabía por qué.

Llamaron a la puerta y su secretaria, la señora Arnstein, entró en la estancia. La mujer, elegida para el puesto por su padre después de que Will hubiera salido y roto con las tres secretarias anteriores, era una antigua sargento del ejército muy eficiente y correcta: Y más voluminosa que él.

– Tengo su correo -dijo-. Han llegado los contratos para el proyecto de la urbanización de Bucktown y el cálculo para la remodelación de DePaul -levantó una revista-. Y la publicación de la universidad de Northwestern. Este mes aparece usted en la lista de alumnos.

Will tomó la revista que le ofrecían.

– ¿Cómo saben algo de mí?

– Enviaron un cuestionario hace unos meses y usted me dijo que lo rellenara en su lugar porque no tenía tiempo.

La lista ocupaba las seis o siete últimas páginas de la revista. Will buscó su nombre y se dio cuenta de que estaba ordenada por el año de las promociones. Iba a volver a la página anterior cuando vio un nombre familiar y se detuvo.

– ¿Lo ha encontrado? -preguntó la señora Arnstein.

– No -él cerró la revista con rapidez

Lo buscaré luego, ahora tengo trabajo.

En cuanto la secretaria salió del despacho, tomó la revista y regresó a la página.

– Jane Singleton, licenciada en Botánica en el 2000 -leyó en voz alta-. Jane tiene un negocio propio de paisajismo, Windy City Gardens, y ha diseñado una amplia variedad de jardines residenciales y comerciales en la zona de Chicago.

No había pensado en Jane Singleton en… ¿cuánto? ¿Cinco o seis años?

– Ella sí habría sido un esposa perfecta -murmuró-. Era tierna, atenta y… -hizo una pausa, se levantó y se acercó a las estanterías que llenaban la pared opuesta, donde buscó el libro de texto de contratos de la facultad. Contuvo el aliento y abrió la portada.

Allí estaba, donde lo había dejado años atrás. Desdobló el papel y lo leyó despacio, sorprendido de que hubiera logrado escribir un contrato decente cuando tenía tan poca experiencia práctica. Los términos estaban muy claros y había cubierto todas las contingencias. Una idea cruzó por su cerebro.

– No, no puedo.

Dejó el contrato en su mesa y volvió a su ordenador para seguir trabajando, pero cuanto más pensaba en ello, más comprendía que podía haber una solución fácil a sus problemas. Jane Singleton era el tipo de mujer que gustaría a su padre y, si veía que salía con ella, quizá retrasara su decisión hasta que encontrara una esposa apropiada.

Levantó el auricular del teléfono y marcó la extensión de su secretaria.

– Señora Arnstein, quiero el número de teléfono y la dirección de Windy City Gardens, de aquí de Chicago. ¿Y quiere hacer el favor de intentar buscar el número de teléfono personal de Jane Singleton? Seguramente vive aquí.

Se sentó en el borde de la mesa y releyó la información de la revista. A Jane siempre le habían gustado las plantas, así que su profesión parecía natural. Y conociendo su determinación y su ambición, seguramente su negocio era un éxito.

De su vida personal no sabía nada. En la revista aparecía su nombre de soltera, pero eso no implicaba que no hubiera encontrado al hombre de sus sueños en los seis últimos años. Después de todo, era lista, bonita y sería una gran esposa para cualquiera.

Volvió a leer también el contrato. Aunque estaba bien escrito, cualquier juez con dos dedos de frente lo rechazaría en un tribunal. Pero era un lugar donde empezar, una excusa para llamar a Jane y ponerse un poco al día. Si tenía suerte, podía reiniciar su relación con ella y ver adónde llevaba.

El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos.

– Señor McCaffrey, tengo la dirección de Windy City Gardens -Will. anotó la dirección y el teléfono-. No he encontrado el teléfono de su casa, hay varios J. Singleton, pero ninguna Jane.

– Bien.

Arrancó el papel con la dirección, se lo metió al bolsillo y tomó las llaves. Al salir se paró en la mesa de la señora Arnstein.

– Anule mis citas para esta tarde.

– No se va a las Fiji otra vez, ¿verdad? -preguntó la mujer.

– No, sólo voy a Wicker Park. Si hay una urgencia, llámeme al móvil.

No había mucho tráfico y, quince minutos después, había llegado a su destino. Aparcó delante de un edificio pequeño de oficinas, pero le costó decidirse a salir del coche.

– Esto es una locura -murmuró-. Puede estar casada o saliendo con alguien. No puedo presentarme así y esperar que se alegre de verme -se disponía a poner el coche en marcha de nuevo cuando vio una figura que salía el edificio. Reconoció inmediatamente su cabello moreno y su aire delicado. Jane se detuvo en la acera para hablar con una rubia esbelta que le resultaba vagamente familiar y un momento después se despidieron y Jane cruzó la calle hacia el coche de Will.

Éste abrió la puerta, sin detenerse a pensar lo que hacía, y salió.

¿Jane? -la joven se detuvo y lo miró-. ¿Jane Singleton?

– ¿Will? -una sonrisa iluminó el rostro de ella-. Eres la última persona a la que esperaba ver aquí.

– Me ha parecido que eras tú -dijo él, fingiendo sorpresa. La miró detenidamente. Era la misma Jane pero diferente. Sus rasgos, antes corrientes, se habían vuelto más hermosos. La última vez que la vio tenía diecinueve años, pero ahora era una mujer.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó ella.

Will cerró la puerta de su coche.

– Iba a… calle arriba a un restaurante – estiró el brazo y le tomó la mano y, aunque lo había hecho sin darse cuenta y no había sido su intención tocarla, en ese momento comprendió lo mucho que la había echado de menos.

Jane había sido una constante en su vida durante dos años, una amiga que siempre estaba allí cuando la necesitaba. Sintió una punzada de remordimientos. Nunca se había molestado en darle las gracias ni en devolverle los favores que le había hecho. Miró su mano y pasó despacio el pulgar por la muñeca.

– Me alegro mucho de verte.

Ella se movió nerviosa y apartó la mano.

– ¿Qué restaurante? -preguntó.

– ¿Qué? Oh, no sé el nombre -repuso él-. Sólo sé que está en esta manzana – sonrió-. Estás muy bien. Ha pasado mucho tiempo. ¿Qué es de tu vida?

– Mucho tiempo -repitió ella-. Sí, casi seis años. La última vez que te vi, fue el día que te licenciaste en Derecho. Dijimos que estaríamos en contacto, pero ya sabes lo que pasa… estamos muy ocupados y…

– Siento que no lo hayamos hecho -musitó él con sinceridad.

– Yo también.

Will sintió el impulso de abrazarla y cerciorarse de que se trataba de ella.

– ¿Sabes? -dijo-. Falta media hora para que tenga que ir al restaurante. ¿Por qué no tomamos un café?

Jane retrocedió.

– No puedo -repuso-. Llego tarde a una cita. Pero ha sido un placer verte, de verdad.

– ¿Y cenar? -insistió Will-. ¿Este fin de semana? Hay un restaurante asiático nuevo en el centro. Te gusta la comida asiática, ¿no?

– Ese fin de semana no me viene bien -dijo ella-. Oye, me he alegrado mucho de verte.

– ¿Comer? -preguntó él-. Seguro que comes.

– Nunca tengo tiempo -lo despidió agitando la mano y se alejó por la acera sin volverse.

Will se quedó al lado del coche, sorprendido de lo deprisa que había terminado todo. Se quedó mirándola hasta que dobló una esquina.

– Genial -murmuró para sí-. Si no puedo conseguir que venga a tomar un café, ¿cómo voy a conseguir que salga conmigo?

Lanzó una maldición, pero recordó el contrato y se dijo que sólo era cuestión de volver a intentarlo. Y si Jane Singleton seguía resistiéndose a sus encantos y rechazando sus invitaciones, no le quedaría otro remedio que usar el único arma de que disponía: la ley.

– Quizá podamos pedir un aplazamiento del alquiler.

Jane Singleton se llevó las manos a las sienes y miró el programa que aparecía en la pantalla del ordenador, sabedora de que la sugerencia no supondría ninguna diferencia. Las columnas de números pasaban borrosas ante sus ojos y volvió a sorprenderse soñando despierta con su encuentro de la semana anterior con Will.

Estaba igual de guapo e interesante, pero diferente, más sofisticado y mundano. Cuando lo vio parado al lado de su coche, su pulso se aceleró y no supo qué decir.

Abrumada y exasperada por su reacción, escapó lo más deprisa que pudo. Ahora era una mujer y no la chica feúcha que estaba loca por él.

Pero Will no se lo ponía fácil. La había llamado tres veces desde su encuentro y ella había puesto una excusa tras otra. Se sentía tentada, pero sabía que no podía confiar en sí misma cuando estaba con él, que podía hacer que se enamorara de nuevo sólo con una sonrisa.

– Jane.

Levantó la cabeza y puso las manos en la mesa.

– ¿Qué? Estoy escuchando. Las cifras no encajan, ya lo veo. No ganamos lo suficiente para mantener la oficina.

Lisa Harper movió la cabeza.

– De acuerdo, ¿qué te pasa? Llevas toda la mañana distraída. Se que tienes muchas presiones aquí, pero siempre te concentras más. Dime qué te ocurre.

Lisa era amiga suya desde la universidad y socia suya de negocios, pero ya había tenido que oír hablar bastante de Will para que Jane volviera a incluirlo ahora en sus conversaciones.

– No es nada -murmuró.

– Dímelo.

– No te gustará -le advirtió Jane.

– Eres mi mejor amiga, se supone que tienes que contármelo todo. Es parte del trato. Hablamos de cosas muy personales.

– Si te lo digo, me tienes que prometer que no le vas a dar muchas vueltas ni intentar analizarlo una y otra vez.

– Prometido.

– La semana pasada vi a Will McCaffrey.

Lisa la miró con incredulidad.

– ¡Oh, no! ¡Otra vez no! Hace casi dos años que no mencionabas su nombre. No puedes volver a hablar de él. Ese hombre te ha estropeado para todos los demás.

– ¿Por qué?

– Porque en los seis últimos años no has conocido a ninguno al que no hayas comparado con él. Cualquiera diría que era una especie de dios, y sólo es un imbécil que no supo valorarte cuando te tenía cerca.

– Estaba en la acera de enfrente, salía de su coche y me lo encontré así de repente.

Lisa se tapó los oídos con las manos.

– No pienso escucharte. No te oigo.

Jane le quitó las manos de las orejas.

– De acuerdo, no hablaré más de él, volvamos al trabajo -respiró hondo. Estamos en noviembre. Aunque consigamos diez contratos nuevos para la primavera, no nos pagarán antes de abril. Cuando decidimos poner este negocio aquí, conocíamos los riesgos. Sabíamos que los jardines no crecen en invierno.

– ¿Y qué te dijo? -preguntó Lisa.

– Creo que la única alternativa es diversificarse. Haremos decoraciones navideñas. Colocaremos luces exteriores y adornaremos árboles. Podemos llamar a la competencia a ver si les sobra trabajo, tal vez nos subcontraten.

– ¿Sigue siendo tan guapo? -Lisa se giró en la silla-. Antes estaba como un tren y lo sabía. Supongo que es mucho esperar que haya engordado treinta kilos y se le haya llenado la cara de granos.

– Recortamos gastos todo lo posible – continuó Jane-. Dejamos la oficina y trasladamos el teléfono. Tendremos que conservar el garaje para guardar el equipo y llamamos a todos los clientes presentes y futuros para ofrecer nuestros servicios como decoradoras navideñas. Y luego buscamos un sitio que nos haga un descuento en luces de decoración.

Suspiró hondo.

– Pero no creó que pueda ponerme al día con el alquiler. Debo dos meses y tengo menos de cien dólares en mi cuenta.

– ¿Podemos hablar de Will, por favor? -suplicó Lisa.

Jane la miró de hito en hito.

– Has dicho que no querías que te hablara de él.

– Está bien, admito que tengo curiosidad.

Jane no necesitaba que la empujaran mucho para hablar del tema. Llevaba seis días pensando en él y sentía que iba a explotar si no podía poner sus pensamientos en palabras.

– Estaba diferente -dijo-. Guapo y sexy. Y respetable. Llevaba un traje que le hacía los hombros muy anchos, y el pelo más corto. Pero parecía tan seguro de sí mismo y tan encantador como siempre.

– ¿Qué te dijo?

– No lo recuerdo. En cuanto me tocó, me… me puse nerviosa. Me invitó a tomar un café, luego a cenar y después a comer. Y yo le dije que no y me marché antes de que empezara a babear.

– Lo rechazaste.

– Sí. Y no sólo entonces. Esta semana me ha llamado tres veces para invitarme a salir. Pero soy fuerte; he decidido que salir con él sería un gran error. y estoy dispuesta a no volverlo a ver. Fue un encuentro casual y ya ha pasado.

– ¿Y todavía hace que te suden las manos y se te acelere el corazón? -musitó Lisa.

– No -repuso Jane-. Bueno, un poco. Pero ya no soy la chica tonta que llenaba sus diarios con fantasías sobre él y no podía dormir pensando en él. Ya no -mintió-. Además, tengo un novio.

– ¿Te refieres a David?

– Sí. El mes pasado tuvimos dos citas. Me llevó al teatro y la segunda vez al cine y a cenar. Es guapo, amable y educado. Un hombre en el que puedo confiar. Un hombre que no me partirá el corazón.

David Martin era un arquitecto que las había contratado para diseñar un jardín para una casa que construía él. Después de eso habían trabajado juntos en otros seis proyectos y Jane se había hecho amiga suya. Aunque él parecía conformarse con alguna cita ocasional, ella tenía la esperanza de que su relación avanzara a un nivel más íntimo que un beso de despedida en la mejilla.

– Yo sigo pensando que es gay -declaró Lisa.

– No lo es. Sólo viste bien y es muy educado. No todos los hombres que se cuidan son gays.

– ¿No te acuerdas de qué fue lo que os unió? Vuestro amor por Celine Dion y Audrey Hepburn.

– Tenemos intereses comunes. Es tierno, sensible y comprensivo. Y no como Will, que jamás vería dos películas seguidas de Audrey Hepburn.

– Y volvemos a Will -murmuró Lisa.

– Si tuviera que elegir entre los dos, elegiría a David sin dudarlo -le aseguró Jane.

Sonó la campana de la puerta y las dos se volvieron a ver entrar a un mensajero.

– Seguro que este hombre nos trae trabajo -murmuró Lisa-. O a lo mejor un sobre lleno de dinero.

– ¿Es usted Jane Singleton? -preguntó el mensajero.

Lisa señaló a su amiga.

– Es ella.

– Tengo que entregarle esto personalmente y cerciorarme de que lo lea.

Jane tomó el sobre.

– Personal y confidencial -leyó.

– ¿De quién es?

– No hay remite -rompió el sobre y sacó una fotocopia de un documento escrito a mano. En cuanto empezó a leerlo, reconoció la letra. Miró su firma al pie de la página-. ¡Oh, santo cielo!

– ¿Qué es? -preguntó Lisa.

Jane le tendió el contrato y leyó la carta que lo acompañaba.

– En el tema del contrato entre William A. McCaffrey y Jane Singleton, debemos discutir el cumplimiento de los términos lo antes posible. He fijado una reunión en mi despacho para mañana a las 10:00 de la mañana. Sinceramente, William McCaffrey, abogado en ejercicio.

– ¿Vamos a hacer su jardín? Vaya, Jane, estoy impresionada. ¿Has conseguido sacarle un contrato y evitarlo al mismo tiempo?

– Lee el contrato. Esto no tiene nada que ver con jardines, sino con… matrimonio.

Lisa abrió mucho los ojos. Leyó el contrato y miró estupefacta a su amiga.

– Era una broma -dijo ésta-. Él estaba triste y yo vulnerable y sugirió que, si seguíamos solos cuando cumpliera los treinta…

– ¿Tiene algún mensaje de vuelta? – preguntó el mensajero.

– No -repuso Jane-. Espere, sí -se acercó al joven y le puso el índice en el pecho-. Dígale a Will McCaffrey que no pienso casarme con él ni salir con él. Y que si cree que soy la misma chica ansiosa de amor y tonta que lo besó aquella… -se mordió el labio inferior-. No importa. Se lo diré personalmente.

El mensajero asintió y salió del despacho.

– ¿Cuándo besaste a Will McCaffrey? -El 14 de febrero de 1998, hace seis años. Él estaba borracho y yo estaba loca

– le quitó el contrato a Lisa-. Esto no puede ser legal, está escrito a mano y ni siquiera parece mi firma. -¿Es tu firma? -Sí.

– Entonces creo que puede ser legal. Jane se ruborizó y sintió un nudo en el estómago.

– Creo que tendré que buscar un abogado.

– O eso o casarte con Will -contestó Lisa.

Jane se alisó la falda, donde se había formado una arruga durante el recorrido al centro. Había dudado mucho sobre lo que debía ponerse para la reunión con Will y optado al fin por un traje de chaqueta y falda con tacón alto, una ropa que se ponía pocas veces.

El despacho de Will estaba situado en una de las numerosas torres de oficinas que dominaban el centro de Chicago. Había aparcado en una rampa cercana y, una vez en el vestíbulo, había dedicado unos minutos a descansar y recuperar la compostura.

Todo aquello era muy raro. Con contrato o sin él, no se podía forzar a una mujer al matrimonio, aunque no podía evitar pensar que esa boda podía solucionar algunos de sus problemas más apremiantes, como el de dónde vivir cuando la echaran de su apartamento o cómo juntar dinero para recuperar el negocio.

– No lo amo -murmuró para sí. Y repitió mentalmente esas palabras como una especie de mantra.

Se alisó la falda de nuevo y se dirigió al ascensor. Cuando salió en el piso de McCaffrey Comercial Properties, se encontró con unas puertas de cristal. Una recepcionista guapa se sentaba detrás de un mostrador circular y le sonrió al verla entrar.

– Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarla?

– Quiero ver a Will McCaffrey.

Legalmente suya

– Usted debe de ser la señorita Singleton -la joven salió de detrás del mostrador-. El señor McCaffrey ha pedido que la lleve a su despacho. Ahora está reunido, pero no tardará en llegar. ¿Quiere que le traiga algo?

Jane hubiera querido pedir un frasco de Valium.

– No, gracias, estoy bien.

La recepcionista la guió por un pasillo largo y abrió una puerta situada al final.

– Le diré al señor McCaffrey que está aquí.

– Gracias.

Cuando se quedó sola, Jane miró a su alrededor, demasiado nerviosa para sentarse. Tomó una foto de un pastor alemán que había en el escritorio.

– Se llama Thurgood.

Jane se volvió y vio a Will de pie en el umbral, con el hombro apoyado en la jamba. El corazón se le paró y tuvo que tragar saliva con fuerza.

– Es bonito -murmuró.

– Es un sinvergüenza y lo destroza todo, pero lo adoro. ¿Tú tienes animales de compañía?

Jane no contestó. No había ido allí a conversar amigablemente. Abrió el bolso y sacó la copia del contrato.

– Me has enviado esto -dijo.

– Sí -sonrió Will.

– ¿Por qué?

– Creo que está claro en la carta -repuso él.

– No puedes hablar en serio -Jane miró el contrato-. Cuando hicimos esto, habíamos bebido whisky y champán.

Will sacó una mano que llevaba a la espalda y le tendió un ramo de roas.

– Para ti -dijo sonriente-. Rosas inglesas. Tus predilectas, ¿no?

Jane sintió un escalofrío en la espalda y su resolución vaciló. Sólo tenía que sonreírle y ella aceptaba cualquier cosa. Gimió interiormente. Sólo llevaba unos minutos en su presencia y sus fantasías regresaban con fuerza.

– Vas a necesitar algo más que rosas y este contrato ridículo para conseguir que me case contigo.

Will dio un paso hacia ella, sin abandonar la sonrisa.

– Pues dime lo que quieres, Jane.

Ella se arriesgó a mirarlo con detenimiento. Sus rasgos, infantiles en otro tiempo, habían adquirido una cualidad más dura. Parecía poderoso, decidido. Si de verdad se había empeñado en el matrimonio, ella estaba en apuros. Porque, cuando Will McCaffrey quería algo, encontraba el modo de conseguirlo. Maldijo en silencio su pulso, que latía con fuerza, y el rubor que cubría sus mejillas.

– Supongamos por un momento que este contrato es legal, cosa que dudo. Tú estabas borracho y yo estaba bajo la influencia de… -se interrumpió-. ¿Por qué quieres casarte conmigo? No hemos hablado desde que terminaste la universidad.

Will se acercó hasta quedar delante de de ella.

– Puede que no -dijo-. Pero eso no significa que no haya pensado en ti.

– Eso no cuenta -repuso ella, que sí había pensado mucho en él.

– Vamos, Jane. Antes éramos amigos, ¿por qué no volver a serlo? Estábamos bien juntos.

– ¿Has sufrido un golpe en la cabeza últimamente? -preguntó ella-. ¿O alucinas tú solo? Nunca estuvimos juntos. Tú estuviste con la mitad de las chicas del campus, pero nunca conmigo.

– Tú eres la única mujer con la que he tenido una amistad.

Subió una mano por el brazo de ella, pero Jane lo había visto conquistar a muchas chicas, había estudiado su técnica y no estaba dispuesta a dejarse engañar por sus trucos.

– Vamos a ser sinceros -dijo.

– Estupendo -repuso Will-. Estoy a favor de la sinceridad.

– Por alguna razón sientes de pronto la necesidad de casarte conmigo. Tal vez es una crisis vital tuya o has salido ya con todas las mujeres de Chicago. O quizá se han casado todos tus amigos y ya no tienes con quién salir de juerga, pero en lugar de cortejar a una mujer como es debido, me envías este contrato. Supongo que pensabas que estaría encantada. Después de todo, una chica como yo sería una tonta si rechazara una oferta de matrimonio de un hombre como tú.

Will frunció el ceño con expresión confusa.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Que no me voy a casar contigo. Ya ni siquiera nos conocemos y no recuerdo haber firmado este contrato -lo arrugó y lo empujó contra el pecho de él.

Era mentira. Recordaba cada momento de aquella noche y cómo había soñado que él volviera algún día a intentar cumplirlo.

Will respiró hondo y soltó el aire con lentitud.

– Has cambiado -dijo-. Antes eras más…

– ¿Débil, patética, tonta? No soy la misma imbécil que te hacía galletas y te cosía las camisas.

– Yo no iba a decir eso -él tendió una mano y le tocó la mejilla con aire vacilante-. Ya no eres una chica. Eres una mujer muy hermosa, apasionada y testaruda.

Jane cerró los ojos y se sumergió por un momento en el calor de su mano. Así empezaba precisamente una de sus cinco fantasías principales. Unos momentos después la tomaría en sus brazos y la besaría con pasión. Y si por alguna extraña razón su fantasía se hacía realidad, tal vez pudiera empezar a buscar un vestido blanco y un ramo de novia.

Porque era imposible que pudiera evitar enamorarse de Will otra vez, suponiendo, claro,, que hubiera dejado de estarlo alguna vez.

Tragó saliva con fuerza.

– ¿Qué quieres de mí? -preguntó.

– Sólo que olvides el pasado y vengas a cenar conmigo esta noche. Quiero que tomemos una botella de champán y aprendamos a conocernos de nuevo.

Jane apretó los dientes. ¿Por qué estaba tan decidido a conquistarla de nuevo? ¿No comprendía lo que podía costarle eso a ella? Movió la cabeza.

– No, no pienso salir contigo y no me casaré contigo.

– ¿Por qué no? -preguntó él con frustración-. ¿Qué tengo de malo? Soy un tipo decente. Te portas como si fuera un asesino psicópata con joroba y mal aliento.

– No tienes nada de malo. Simplemente no nos compenetramos.

Will soltó una risita.

– ¿Cómo puedes saber eso?

– Lo sé.

Él se encogió de hombros y se apartó.

– En ese caso, nos veremos en los tribunales.

Jane cerró los ojos e intentó reprimir la ira.

– Tenemos que llegar a un acuerdo – dijo-. Si no me hubieras visto el otro día en la calle, no te habrías acordado del contrato y los dos habríamos seguido con nuestra vida.

– Puede que sí -dijo él-, pero nos vimos y comprendí lo mucho que te he echado de menos, y lo mucho que te quiero de nuevo en mi vida.

Jane procuró no pensar en sus palabras; formaban parte de s plan de conquistarla y no significaba nada.

– ¿Y el matrimonio es la respuesta? – preguntó-. ¿No sería más natural empezar por una cita?

– Te lo pedí y dijiste que no. Además, ahora que lo pienso, estoy harto de citas y quiero dar un paso adelante en mi vida – se sentó en su escritorio y la observó con una sonrisa suave.

Jane lo miró de hito en hito.

– No me casaré contigo ni saldré contigo. No quiero volver a verte en mi vida y, si crees que puedes imponerme ese contrato estúpido, inténtalo. Te reto.

Se acercó a la puerta con el corazón galopante y salió de prisa. Cuando llegó al ascensor, se apoyó en la pared y cerró los ojos. Imágenes de Will cruzaban por su mente. Gimió con suavidad. La única alternativa parecía ser luchar contra él. ¿Pero lo era?

– Sólo necesito tiempo -murmuró con desesperación.

Tiempo para arreglar sus problemas económicos sin la amenaza de un juicio caro colgando sobre su cabeza, tiempo para comprender su atracción por un hombre al que no era posible que amara, y tiempo para convencerse de que Will McCaffrey no era el hombre de sus sueños.

Pero en un rincón secreto de su corazón no podía evitar preguntarse qué pasaría si se casaba con él.

Tragó saliva. ¿Y si se arrepentía toda su vida de aquella decisión? En aquel momento parecía la única alternativa, ¿pero pensaría igual diez o quince años después?

Загрузка...