La aventura de una bañista

Mientras se bañaba en la playa de ***, la señora Isotta Barbarino sufrió un penoso contratiempo. Nadaba en mar abierto y cuando le pareció que era hora de regresar y se volvía hacia la orilla, se dio cuenta de que había ocurrido algo irremediable. Había perdido el bañador.

No podía decir si se le había caído en ese mismo momento, o si hacía un rato que nadaba sin él; de su nuevo dos piezas, le quedaba sólo el sujetador. Un movimiento de la cadera probablemente le había hecho saltar unos botones, y el «slip», reducido a un trapito informe, se le había deslizado por la otra pierna. Tal vez todavía se estaba hundiendo a pocos palmos de profundidad; trató de sumergirse bajo el agua para buscarlo, pero en seguida le faltó el aire y sólo vio unas confusas sombras verdes vacilando ante sus ojos.

Sofocó la creciente ansiedad, trató de ordenar con calma sus ideas. Era mediodía, había gente dando vueltas por el mar, en canoas y patines o nadando. No conocía a nadie; había llegado el día anterior con su marido que había tenido que regresar en seguida a la ciudad. Ahora no quedaba otra solución, pensó la señora, maravillándose de su propio razonar nítido y tranquilo, sino encontrar entre las barcas la de un bañero, que alguno habría desde luego, o de una persona que inspirase confianza, y llamarlo, o mejor acercársele y arreglárselas para pedirle al mismo tiempo ayuda y discreción.

La señora Isotta pensaba estas cosas mientras flotaba casi en cuclillas, agitando los brazos, sin atreverse a mirar alrededor. Sólo sacaba la cabeza y sin darse cuenta bajaba la cara hasta el ras del agua, no para escudriñar su secreto, que ahora consideraba inviolable, sino con un gesto como el de quien se frota los párpados y las sienes contra la sábana o la almohada para secarse las lágrimas suscitadas por un pensamiento nocturno. Y en verdad, las lágrimas estaban ahí esperando, le presionaban las comisuras de los ojos, y tal vez la posición instintiva de su cabeza era justamente para verter en el mar esas lágrimas: tan perturbada se sentía, tanta era en ella la separación entre razonamiento y sentimiento. No estaba tranquila, pues: estaba desesperada. En aquel mar inmóvil, recorrido a largos intervalos por la giba de una ola apenas insinuada, ella también permanecía inmóvil y, en lugar de lentas brazadas, agitaba las manos en medio del agua con un movimiento de súplica, y la señal más alarmante de su situación, que quizá ni ella misma percibía, era esa economía de fuerzas que debía respetar, casi como si la esperara un tiempo larguísimo y extenuante.

El bañador de dos piezas se lo había puesto aquella mañana por primera vez y, en la playa, en medio de tantos desconocidos, tuvo una sensación un poco incómoda. En cambio, apenas en el agua, se sintió contenta, más libre de movimientos y con más ganas de nadar. A la señora le gustaban los largos baños en mar abierto, pero no por placer de deportista, pues era un poco regordeta e indolente, y lo que más le interesaba era la confianza con el agua, sentirse parte de aquel mar sereno. El nuevo bañador le dio justamente esa sensación; más aún, lo primero que pensó mientras nadaba fue: «Es como si estuviera desnuda». Lo único molesto era la idea de aquella playa abarrotada de gente, no por nada, sino porque ese bañador podía dar a sus futuras relaciones sociales de balneario una idea de ella que en cierto modo tendrían que cambiar después: no tanto un juicio sobre su seriedad, porque ahora en la playa todas andaban así, sino porque la creyeran, por ejemplo, deportista, o a la última moda, cuando en realidad era una señora realmente sencilla y de su casa. Quizá porque tenía ya esta sensación de sí misma, diferente de la habitual, no había notado nada cuando la cosa ocurrió. Ahora la incomodidad que había sentido en la playa, y la novedad del agua en la piel desnuda, y la vaga preocupación de que tendría que regresar a la orilla, todo lo agrandaba esta preocupación nueva y mucho más grave.

Lo que nunca hubiera debido mirar era la playa. Y la miró. Daban las doce y en la arena los parasoles con sus círculos concéntricos negros y amarillos arrojaban sombras negras donde los cuerpos se achataban, y la hormigueante multitud de bañistas se lanzaba al mar, y no había más patines en la orilla, y apenas regresaba uno era tomado por asalto antes de tocar tierra, y el borde negro de la superficie azul se movía en continuas salpicaduras blancas, especialmente entre las cuerdas donde bullía el hervidero de niños, y a cada ola blanda se levantaba un griterío cuyas notas eran tragadas súbitamente por el estruendo. En el mar abierto, frente a la playa, ella estaba desnuda.

Nadie lo hubiera sospechado al ver sólo su cabeza asomar fuera del agua, y apenas los brazos y el pecho, mientras nadaba con circunspección, sin sacar jamás el cuerpo a la superficie. Podía pues dedicarse a buscar ayuda sin exponerse demasiado. Y para verificar lo que podían ver de ella ojos extraños, la señora Isotta se detenía de vez en cuando y trataba de mirarse, flotando casi vertical. Y veía con ansiedad los rayos del sol parpadeando en límpidas reverberaciones submarinas, y aparecían algas flotantes y velocísimos bancos de pececitos estriados, y en el fondo la arena ondulada, y arriba su cuerpo. Girando en vano con las piernas apretadas, trataba de esconderlo a su propia mirada: la piel del nítido vientre era de una blancura reveladora entre el moreno del pecho y el de los muslos, y ni el movimiento de una ola ni el navegar entre dos aguas de las algas semisumergidas confundían lo oscuro y lo claro de su vientre. La señora volvió a nadar de la misma manera híbrida, manteniendo el cuerpo lo más bajo posible pero sin detenerse, se volvía para mirar hacia atrás con el rabillo del ojo: y a cada brazada toda la blanca amplitud de su persona aparecía a la luz en sus contornos más reconocibles y secretos. Y, afanosa, cambiaba la manera y la dirección de sus movimientos, y giraba en el agua, se observaba en todas las inclinaciones y con todas las luces, se retorcía sobre sí misma; y siempre la seguía el desnudo cuerpo ofensivo. Era una fuga de su cuerpo lo que estaba intentando, como de otra persona a quien ella, la señora Isotta, no conseguía salvar en una coyuntura difícil y no le quedaba sino abandonarla a su suerte. Y, sin embargo, ese cuerpo tan rico e inocultable había sido para ella una gloria, un motivo de complacencia; sólo una contradictoria cadena de circunstancias en apariencia lógicas podía convertirlo ahora en un motivo de vergüenza. O no, tal vez su vida seguía consistiendo sólo en la vida de la señora vestida que había sido cada uno de sus días, y su desnudez le pertenecía tan poco, era un estado inconveniente de la naturaleza que se revelaba de vez en cuando, maravillando a los seres humanos y a ella en primer lugar. Ahora la señora Isotta recordaba que, aun sola o en confianza con su marido, su desnudez siempre había ido acompañada de un aire de complicidad, de ironía entre incómoda y gatuna, como si se pusiera por momentos unos disfraces divertidos pero extravagantes, en una especie de carnaval secreto entre marido y mujer. A tener un cuerpo la señora se había acostumbrado con cierta reticencia, después de la desilusión de los primeros años románticos, y lo había asumido como quien aprende a disponer de una propiedad por muchos codiciada. Ahora la conciencia de este derecho suyo reaparecía de entre los antiguos miedos, en la amenaza de aquella playa vocinglera.

Pasado mediodía, entre los bañistas dispersos en todo el mar empezaba el reflujo hacia la orilla; era la hora del almuerzo en las pensiones, de las comidas ligeras delante de las cabinas, y también la hora en que se goza de la arena más ardiente bajo el sol vertical. Y cascos de barcas, y flotadores de patines que pasaban cerca de la señora, y ella estudiaba las caras de los hombres a bordo, y a veces estaba por decidirse a irles al encuentro; pero cada vez el relámpago de una mirada entre las pestañas, o un movimiento anguloso de los hombros o de los codos la hacían huir con brazadas falsamente desenvueltas, cuya calma ocultaba una fatiga que empezaba a pesarle. Los que iban en barca, solos o en grupo, muchachos todos excitados por el ejercicio físico, o señores de intenciones maliciosas y de mirada insistente, al encontrarla perdida en el mar, la cara compungida que no ocultaba una ansiedad trémula y suplicante, la gorra que le daba una expresión de muñeca un poco consentida, y los hombros suaves girando inciertos, salían en seguida de su nirvana extático o agitado y los que iban acompañados la señalaban con el mentón o con guiños, y los que andaban solos frenando con un remo viraban intencionadamente la proa para cortarle el camino. A su necesidad de ayuda respondían levantando cercos de malicia y sobrentendidos, una zarza de miradas aceradas, de incisivos descubiertos en risas ambiguas, de repentina suspensión de los remos al ras del agua; y a ella no le quedaba sino huir. Algunos nadadores pasaban dando cabezadas ciegas y aplastando la nariz contra el agua y resoplando sin alzar la vista; pero la señora desconfiaba de ellos y los rehuía. En realidad, incluso pasando de largo, los nadadores presa de súbito cansancio se ponían a hacer el muerto y a desentumecer las piernas en un pataleo insensato, y daban vueltas a su alrededor hasta que ella se marchaba mostrando su desdén. Y ahora se había tendido a su alrededor una red de alusiones obligadas, como si cada uno de esos hombres estuviese esperándola y fantaseara desde hacía años con una mujer a la que le ocurriera lo que le había ocurrido a ella, y pasaran los veranos en el mar esperando estar justo ahí en el momento oportuno. No había salida, el frente de las premeditadas insinuaciones masculinas se extendía a todos los hombres, sin brecha posible, y el salvador con el que ella se había obstinado en soñar como si fuera un ser absolutamente anónimo, casi angelical, un bañero, un marinero, estaba segura ahora de que no podía existir. El bañero que vio pasar, el único que con un mar tan tranquilo daba vueltas en barca para prevenir posibles desgracias, tenía labios tan carnosos y músculos tan fundidos a los nervios que nunca hubiera tenido valor de confiarse a sus manos, ni siquiera -pensó en la excitación del momento- para que le abriera una cabina o plantara un parasol.

En sus frustradas fantasías, las personas a las que había esperado poder recurrir eran siempre hombres. No había pensado en las mujeres, y sin embargo, con ellas todo debía de ser más sencillo; sin duda se hubiera despertado una especie de solidaridad femenina en esa coyuntura tan grave, en esa ansiedad que sólo una de ellas podía entender a fondo. Pero las ocasiones de comunicarse con personas de su mismo sexo eran más escasas e inciertas, contrariamente a la peligrosa facilidad de los encuentros con los hombres, y una desconfianza, esta vez recíproca, las dificultaba. Casi todas las mujeres pasaban en patines en pareja con un hombre, celosas e inaccesibles, y buscaban el mar abierto, donde el cuerpo que para la señora Isotta era sólo objeto de vergüenza pasiva, para ellas era el arma de una lucha agresiva y previsible. Algunas barcas se acercaban atestadas de jovencitas gárrulas y acaloradas, y la señora pensaba en la distancia que mediaba entre la ínfima vulgaridad de su aflicción y la volátil despreocupación de las muchachas; pensaba en el momento en que tendría que repetir su petición de ayuda porque seguramente la primera vez no la habrían escuchado; pensaba en cómo cambiarían sus caras al oír la noticia, y no se decidía a llamarlas. Pasó también una rubia bronceada sola en una canoa, llena de suficiencia y de egoísmo, seguramente salía a mar abierto para tomar el sol desnuda, y ni siquiera la rozaba la idea de que la desnudez pudiera ser una desgracia o una condena. La señora Isotta comprendió entonces lo sola que está una mujer, qué rara es entre sus congéneres (tal vez quebrada por el estrecho pacto que tienen con el hombre) la bondad solidaria y espontánea que adivina las llamadas de auxilio y que une con un gesto de connivencia en el momento de la desgracia secreta que el hombre no comprende. Las mujeres jamás la salvarían, y hombres no había. Se sentía en el límite de sus fuerzas.

Una pequeña boya de color herrumbre que hasta ese momento habían tomado por asalto un racimo de muchachos para zambullirse, de pronto, en un chapuzón general, quedó libre. Una gaviota se posó en la boya, abanicó el aire con las alas y emprendió vuelo, porque la señora Isotta se aferraba al borde. Si no conseguía agarrarse a tiempo, se ahogaba. Pero ni siquiera la muerte era posible, ni siquiera le dejaban ese injustificable, desproporcionado remedio; porque ya estaba por renunciar y no conseguía levantar el mentón que se inclinaba hacia el agua cuando vio que en las embarcaciones circundantes los hombres se enderezaban rápidamente, dispuestos a zambullirse y socorrerla: allí estaban sólo para salvarla, para llevarla desnuda y desvanecida entre las preguntas y las miradas de un público curioso, y el peligro de muerte sólo hubiera ido acompañado del desenlace ridículo y mísero al que en vano trataba de escapar.

Desde la boya, mirando a los nadadores y a los remeros que parecían reabsorbidos poco a poco por la orilla, recordaba la fatiga maravillosa de aquellos regresos; y las voces que iban de una embarcación a otra: «¡Nos encontramos en la orilla!», o: «¡A ver quién llega primero!» la llenaban de infinita envidia. Pero le bastó percibir a un hombre flaco, con unos calzones largos, el único que quedaba en medio del mar, de pie en una barca de motor parada, que miraba quién sabe qué en el agua, y en seguida el deseo de volver quedó oculto por el miedo de que la vieran, por el ansia de esconderse detrás de la boya.

Ya no recordaba cuánto hacía que estaba allí: la playa se vaciaba, y los patines se ordenaban en hilera sobre la arena, y de los parasoles, arriados uno tras otro, sólo quedaba un cementerio de astas mochas, y las gaviotas volaban al ras del agua, y en la barca de motor parada el hombre flaco había desaparecido y en su lugar la cabeza pasmada de un niño rizado asomaba por la borda; y por el sol pasó una nube que un viento incipiente empujaba hacia un cúmulo que se espesaba sobre las montañas. La señora pensaba en esa hora vista desde tierra, en las tardes ceremoniosas, en el destino de modesto decoro y de alegrías respetuosas que creía previstas para ella y en la insignificante incongruencia que venía a contradecirlo, como el castigo de una culpa no cometida. Pero quizá la indolencia veraniega, el deseo de nadar sola, la alegría del propio cuerpo en el bañador de dos piezas escogido con demasiada osadía, ¿no eran las señales de una fuga iniciada mucho antes, el desafío a una inclinación al pecado, las etapas de una desenfrenada carrera hacia ese estado de desnudez que ahora se le aparecía en toda su palidez miserable? Y la hermandad de los hombres en medio de los cuales creía transcurrir intacta como una gran mariposa, fingiendo una cómplice desenvoltura de muñeca, revelaba ahora sus crueldades esenciales, la duplicidad de su esencia diabólica, como presencia de un mal contra el cual ella no estaba bastante preservada, y al mismo tiempo como instrumento de ejecución del castigo.

Agarrada a los remaches de la boya, las yemas de los dedos exangües y con los relieves ondulados que se forman al estar tanto tiempo en el agua, la señora se sentía exiliada del mundo entero y no entendía por qué esa desnudez que todos llevan consigo desde siempre la desterraba a ella sola, como si fuera la única en estar desnuda, la única criatura en poder permanecer desnuda bajo el cielo. Y alzando los ojos vio que en la barca de motor estaban ahora juntos hombre y niño, haciéndole gestos como diciéndole que se quedara allí, que era inútil afanarse. Eran serios y comprensivos los dos, contrariamente a todos los de antes, como si le anunciaran un veredicto: tenía que resignarse, había sido elegida para pagar por todos; y si al gesticular intentaban una especie de sonrisa, era sin sombra de malicia: tal vez una invitación a que aceptara de buen grado su castigo.

La barca partió en seguida, más veloz de lo que se hubiera podido suponer y los dos se ocupaban del motor y del timón y no se volvieron hacia la señora que a su vez trataba de sonreírles como para demostrar que si sólo se la acusaba de estar hecha de esa manera que todos apreciaban y envidiaban, si le tocaba expiar solamente esa ternura nuestra, un poco torpe, por las formas, pues bien, ella aceptaría cargar con todo el peso, contenta.

La barca, con sus movimientos misteriosos y la confusa maraña de razonamientos, la había mantenido en tal temeroso estupor que tardó en percibir el frío. Una suave adiposidad permitía a la señora Isotta ciertos baños largos y gélidos que llenaban de maravilla al marido y a los familiares, gentes flacas. Pero había estado demasiado tiempo en el agua, y su piel lisa se erizaba en granitos puntiformes, y un lento hielo se adueñaba de su sangre. Entonces, en los estremecimientos que la sacudían, Isotta se reconoció viva, en peligro de muerte, inocente. Porque la desnudez que de pronto era como si le hubiese crecido encima, ella la había aceptado siempre, no como culpa suya, sino como inocencia ansiosa, como la fraternidad secreta con los demás, como carne y raíz de su ser en el mundo; y en cambio ellos, los maliciosos de los patines y las impávidas de los parasoles que eran quienes no la aceptaban, quienes la denunciaban como un delito, como un cargo de acusación, sólo ellos eran culpables. No quería pagar por ellos y se retorció abrazada a la boya, castañeteando los dientes y con las mejillas bañadas en lágrimas… Y desde el puerto la barca de motor regresaba, aún más veloz que antes, y en la proa el niño levantaba una angosta vela verde- ¡una falda!

Cuando la barca se detuvo cerca de ella y el hombre flaco le tendió una mano para que subiera a bordo, y con la otra se tapó los ojos sonriendo, la señora estaba ya tan lejos de la esperanza de que alguien la salvase, y sus pensamientos andaban tan lejos, que por un momento no consiguió unir los sentidos al razonar y a los gestos, y alzó la mano hacia lo que el hombre le tendía antes de comprender que no era imaginación suya, sino que la barca de motor estaba realmente allí y que había venido para socorrerla. Comprendió y de pronto todo se volvió perfecto y fácil, y los pensamientos, el frío, el miedo quedaron olvidados. De pálida se puso roja como el fuego y ahora, erguida en la barca, se vestía mientras el hombre y el muchacho de cara al horizonte miraban las gaviotas.

Pusieron en marcha el motor y ella, sentada en la proa con una falda verde de flores anaranjadas, vio en el fondo de la barca la máscara para la pesca submarina y supo cómo los dos habían adivinado su secreto. El muchacho, nadando bajo el agua con la máscara y el arpón, la había visto y avisado al hombre que bajó también a ver. Después, le habían hecho señas de que los esperara sin que ella les entendiera, y pusieron rumbo velozmente hacia el puerto para conseguir un vestido de la mujer de un pescador.

Los dos estaban sentados en la popa con las manos sobre las rodillas y sonreían: el niño, crespo y de unos ocho años, era todo ojos, con una asombrada sonrisa de potrillo; el hombre, una cabeza hirsuta y gris, un cuerpo rojo ladrillo de músculos largos, tenía una sonrisa ligeramente triste y un cigarrillo apagado adherido al labio. A la señora Isotta se le ocurrió que tal vez al verla vestida trataban de recordar cómo era cuando la habían visto bajo el agua; pero no se sintió incómoda. En el fondo, ya que alguien tenía que verla, estaba contenta de que hubieran sido aquellos dos; e incluso que hubiesen sentido curiosidad y placer. Para llegar a la playa el hombre conducía la barca costeando el muelle y los barrios del puerto y los huertos que orillaban el mar; y el que mirara desde tierra creería seguramente que los tres formaban una pequeña familia que regresaba en barca, como todas las tardes, de la pesca. En el muelle se alineaban las casas grises de los pescadores, con redes rojas tendidas sobre cortos palos, y de las barcas atracadas algunos muchachos alzaban peces de color plomo y los pasaban a muchachas de pie con cestas bajas y cuadradas apoyadas en la cadera, y hombres con minúsculos aros de oro, sentados en el suelo con las piernas estiradas, cosían interminables redes, y en una especie de nichos hervía en artesas el tanino para volver a teñirlas, y muretes de piedra dividían pequeños huertos frente al mar, donde las barcas volcadas alternaban con las cañas de los almácigos, y mujeres con la boca llena de clavos ayudaban a los maridos tendidos bajo la quilla reparando averías, y en cada casa rosada un alero cubría los tomates cortados en dos y puestos a secar con sal sobre una rejilla, y entre las plantas de espárragos los niños buscaban lombrices, y algunos viejos con un vaporizador aplicaban insecticida a los nísperos, y los melones amarillos crecían sobre hojas reptantes, y las viejas freían en las sartenes calamarcitos y pulpos o flores de calabaza rebozadas en harina, y se alzaban proas de chalupas en olorosos astilleros de madera recién aserrada, y los calafatines se disputaban amenazándose con pinceles negros de alquitrán, y allí empezaba la playa con pequeños castillos y volcanes de arena abandonados por los niños. A la señora Isotta, sentada en la barca con aquellos dos, con el exagerado vestido verde y anaranjado, le hubiese gustado que el viaje continuara. Pero la barca apuntaba ya con la proa hacia la orilla, y los bañeros se llevaban las tumbonas, y el hombre se había inclinado sobre el motor volviéndole la espalda: una espalda rojo ladrillo, atravesada por los nudillos de la espina dorsal, sobre los cuales la piel dura y salada se estremecía como movida por un suspiro.

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