Bob Shaw Los astronautas harapientos

PARTE I — SOMBRA A MEDIODÍA

Capítulo 1

Para Toller Maraquine y algunos más que observaban desde tierra, era obvio que la aeronave se precipitaba hacia el peligro pero, increíblemente, su capitán parecía no darse cuenta.

— ¿Qué se cree ese imbécil que está haciendo? — dijo Toller en voz alta, aunque no había nadie cerca que pudiera oírlo.

Se protegió los ojos del sol para divisar mejor lo que estaba ocurriendo. El paisaje era familiar para cualquiera que viviese en aquellas longitudes de Land; el impecable mar añil, un cielo azul pálido con pinceladas blancas y la brumosa vastedad del mundo hermano, Overland, suspendido inmóvil junto al cenit, con su disco atravesado una y otra vez por franjas de nubes. A pesar de la claridad del antedía, se podía distinguir algunas estrellas, incluso las nueve más brillantes que constituían la constelación del Árbol.

Con ese telón de fondo, la nave se dejaba arrastrar por una leve brisa marina; el piloto reservaba los cristales de energía. El vehículo se dirigía directamente hacia la costa; su envoltura azul grisácea se redujo a un círculo, un diminuto eco visual de Overland. Avanzaba de forma ininterrumpida, pero su capitán aparentemente ignoraba que aquella brisa en la que viajaba hacia tierra era muy superficial, con una profundidad de no más de noventa metros. Sobre ésta, y en dirección opuesta, soplaba un viento de poniente procedente de la meseta Haffanger.

Toller pudo deducir con precisión las corrientes y contracorrientes de aire porque las columnas de vapor de los crisoles del pikon a lo largo de la costa eran arrastradas hacia tierra sólo una corta distancia antes de elevarse y volver hacia el mar. Entre esas bandas de niebla producidas por el hombre había jirones de nubes procedentes de la cumbre del altiplano; ahí se encontraba el peligro para la aeronave.

Toller sacó de su bolsillo un pequeño telescopio que llevaba desde su infancia y examinó las capas de nubes. Como más o menos esperaba, le bastaron unos pocos segundos para distinguir varias manchas difusas de color azul y magenta suspendidas en la matriz de un vapor blanco. Un observador casual no las habría advertido o las habría despreciado creyendo que las vagas motas eran sin efecto óptico, pero la sensación de alarma de Toller se hizo mucho más intensa. El hecho de haber sido capaz de reconocer algunos pterthas tan deprisa, significaba que toda la nube debía de estar plagada de ellos, llevando ocultamente cientos de criaturas hacia la nave.

— Usen un luminógrafo — gritó con toda la fuerza de sus pulmones —. Digan a ese loco que dé la vuelta, o que suba, o que baje, o…

Profiriendo incoherencias por las prisas, Toller miraba a un lado y a otro, intentando decidir una manera de actuar. Las únicas personas visibles entre los crisoles rectangulares y los bidones de combustible, eran los fogoneros y rastrilladores semidesnudos. Parecía que todos los capataces y funcionarios se hallaban en el interior de los edificios de anchos alerones característicos de la estación, huyendo del creciente calor del día. Las estructuras bajas eran típicas del estilo kolkorroniano (ladrillos amarillos y naranjas dispuestos en complejas configuraciones romboidales, revestidos con arenisca roja en todos los cantos y esquinas) y en cierto modo recordaban a serpientes adormecidas bajo la intensa luz del sol. Toller ni siquiera pudo avistar a un oficial en las estrechas ventanas verticales. Sujetando con una mano la espada, salió corriendo hacia el edificio de los supervisores.

Era excepcionalmente alto y musculoso para ser un miembro de las órdenes filosofales, y los trabajadores que cuidaban los crisoles de pikon se apartaron rápidamente para no cortarle el paso. Justo cuando llegaba al edificio de una planta, un controlador subalterno, Comdac Gurra, salía llevando un luminógrafo. Al ver a Toller dirigiéndose apresuradamente hacia él, retrocedió e hizo como si fuera a entregarle el instrumento. Toller lo apartó.

— Hágalo usted — dijo con impaciencia, disimulando que también él habría sido demasiado lento para ensartar las palabras de un mensaje —. Usted ya lo tiene en sus manos; ¿a qué espera?

— Lo siento, Toller.

Gurra apuntó con el luminógrafo a la aeronave que se acercaba y las tablillas de vidrio de su interior empezaron a castañear al accionar el gatillo.

Toller saltaba de un pie a otro buscando alguna señal de que el piloto recibía y atendía el aviso del haz luminoso. La nave se desplazaba a la deriva hacia delante, despreocupada y serena. Toller alzó su telescopio y concentró su mirada en la barquilla pintada de azul, sorprendiéndose al ver que llevaba el símbolo de la espada y la pluma, que indicaba que la nave era un mensajero real. ¿Qué razón podría tener el rey para comunicarse con una de las más remotas estaciones experimentales del gran Filósofo?

Después de lo que pareció una eternidad, su visión incrementada le permitió distinguir apresurados movimientos en la baranda de la plataforma delantera. Unos segundos más tarde había una humareda gris a la izquierda de la barquilla, que delataba que los tubos de propulsión laterales entraban en ignición. La envoltura de la aeronave se agitaba y todo el conjunto se inclinó cuando el aparato viró hacia la derecha. Durante la maniobra perdió altura rápidamente, pero para entonces ya estaba rozando la nube, desapareciendo de la vista de vez en cuando al ser envuelta por los zarcillos vaporosos. Un gemido de terror, minimizado por la distancia y la corriente de aire, llegó hasta los silenciosos espectadores de la costa, haciendo que algunos hombres se inquietasen.

Toller supuso que alguien en la nave había encontrado un ptertha, y sintió un escalofrío de pánico. Era algo que le había sobrecogido muchas veces en malos sueños. La esencia de la pesadilla no estaba en las visiones de muerte, sino en la sensación de absoluta desesperación, en la inutilidad de intentar resistirse después de que un ptertha había conseguido aproximarse, situando a su víctima dentro de su radio destructivo. Enfrentado a asesinos o a animales feroces, un hombre podía, con independencia de lo arrolladora que fuese la fuerza, luchar y de esa forma aspirar a una extraña reconciliación con la muerte, pero cuando llegaban las burbujas lívidas rastreando y trepidando, no habría nada que hacer.

— ¿Qué pasa aquí?

El que hablaba era Vorndal Sisstt, jefe de la estación, que había aparecido en la entrada principal del edificio de los supervisores. Era un hombre maduro, con una cabeza redonda y calva y la postura severamente erguida de una persona acomplejada por tener una estatura menor de lo normal. Sus pulcras y bronceadas facciones mostraban una mezcla de enojo y aprensión.

Toller señaló la nave que descendía.

— Algún idiota ha hecho todo este recorrido para suicidarse.

— ¿Hemos enviado un aviso?

— Sí, pero creo que demasiado tarde — dijo Toller —. Hace un minuto había pterthas alrededor de la nave.

— Eso es terrible — dijo Sisstt con voz temblorosa, pasándose el dorso de la mano por la frente —. Daré la orden de que eleven las pantallas.

— No es necesario; la base de la nube no baja más y las burbujas no vendrán hacia nosotros a través del campo abierto y a plena luz del día.

— No voy a arriesgarme. ¿Quién sabe lo que…? — Sisstt se interrumpió y lanzó una mirada feroz a Toller, satisfecho de encontrar la forma de dar salida a su irritación —.

Exactamente, ¿cuándo se le autorizó a tomar decisiones aquí, en lo que yo creía que era mi estación? ¿Le ha ascendido el gran Glo sin informaren?

— Nadie necesita ascender en lo que a usted respecta — dijo Toller, reaccionando maliciosamente al sarcasmo del jefe, con su mirada fija en la aeronave que ahora descendía hacia la costa.

Sisstt aflojó la mandíbula y sus ojos se estrecharon, al tiempo que intentaba deducir si el comentario se refería a su estatura o a sus facultades.

— Eso es una insolencia — le recriminó —. Una insolencia y una insubordinación, y haré que llegue a oídos de ciertas personas.

— Deje de gimotear — dijo Toller, dándose la vuelta.

Bajó corriendo la suave pendiente de la playa hasta donde un grupo de trabajadores se había reunido para ayudar al aterrizaje. Las múltiples anclas de la nave surcaron la espuma y subieron sobre la arena, dejando su rastro oscuro que contrastaba con la blanca superficie. Los hombres asieron las cuerdas, intentando con su peso contrarrestar los caprichosos intentos de la nave de alzarse con las corrientes. Toller podía ver al capitán inclinado sobre la baranda delantera de la barquilla dirigiendo las operaciones — Parecía que en la nave había cierta confusión y varios hombres de la tripulación forcejeaban entre sí. Posiblemente alguien, que había tenido la mala fortuna de encontrarse con un ptertha demasiado cerca, habría enloquecido, como a veces ocurría, y estaría siendo reducido a la fuerza por sus compañeros.

Toller avanzó, agarró un cabo suelto y lo mantuvo tenso, ayudando a dirigir la nave hacia las estacas de amarre que bordeaban la costa. Al final, la quilla de la barquilla crujió contra la arena y los hombres de camisas amarillentas saltaron por el costado para asegurarla. Estaba claro que la proximidad del peligro los había desconcertado. Sudaban copiosamente mientras apartaban a los trabajadores del pikon con excesiva fuerza, y empezaban a amarrar la nave. Toller comprendía sus sentimientos y sonrió con simpatía al ofrecer su cuerda a un tripulante que se acercaba; un hombre de hombros caídos con la piel de color terroso.

— ¿Por qué sonríe, comemierda? — gruñó el hombre alcanzando la soga.

Toller tiró de la cuerda y, con el mismo movimiento, formó un lazo, apresando el pulgar del tripulante.

— ¡Discúlpese!

— ¿Pero qué…?

El tripulante hizo ademán de atacar a Toller con su brazo libre, y sus ojos se abrieron con asombro al descubrir que no se enfrentaba a un técnico científico normal. Volvió la cabeza para pedir ayuda a otros hombres de la tripulación, pero Toller lo atrajo hacia sí tirando bruscamente de la cuerda.

— Esto es algo entre usted y yo — dijo tranquilamente, incrementando la fuerza de su brazo para tensar la cuerda —. ¿Va a disculparse o prefiere que convierta su pulgar en un desecho?

— Se arrepentirá de esto… — Su voz se apagó y se derrumbó jadeante, con el rostro empalidecido, cuando una articulación de su pulgar crujió sonoramente —. Pido disculpas. ¡Suélteme! Pido disculpas.

— Eso está mejor — dijo Toller, soltando la cuerda —. Ahora podemos ser amigos.

Sonrió con cordialidad burlona, sin dar señales del desaliento que sentía crecer en su interior. ¡De nuevo había ocurrido! La respuesta más sensata a un insulto era ignorarlo o responder amablemente, pero su temperamento se había apoderado de su cuerpo en un instante, colocándolo a la altura de un ser primitivo gobernado por sus impulsos. El enfrentamiento con el tripulante no había sido una decisión consciente y, sin embargo, habría estado dispuesto a lisiarlo si la disculpa no hubiera llegado. Y lo que aún era peor, se sabía incapaz de echarse atrás. El trivial incidente podía haberse transformado en algo muy peligroso para todos.

— ¡Amigos! — farfulló el tripulante, apretándose la mano lastimada contra el estómago, con el rostro contraído por el dolor y el odio —. En cuanto pueda volver a coger una espada…

Interrumpió su amenaza cuando un hombre barbudo, con un chaleco bordado de capitán, se dirigió a grandes pasos hacia él. El capitán, de unos cuarenta años, respiraba ruidosamente y el tejido de color azafrán de su chaleco presentaba unas húmedas manchas marrones bajo las axilas.

— ¿Qué le pasa, Kaprin? — dijo, mirando con enojo al tripulante.

Los ojos de Kaprin parpadearon funestamente señalando a Toller, después inclinó la cabeza.

— Me enganché un dedo en la cuerda, señor. Me he dislocado el pulgar, señor.

— Trabaje el doble con la otra mano — dijo el capitán, despidiéndolo con un gesto y volviéndose hacia Toller —. Soy el capitán Hlawnvert. Usted no es Sisstt. ¿Dónde está él?

— Allí.

Toller señaló al jefe de la estación, que avanzaba torpemente por la ladera de la playa, llevando una túnica gris que se confundía con las rocas.

— Así que ese loco es el responsable.

— ¿Responsable de qué? — dijo Toller frunciendo el ceño.

— De cegarme con el humo de esas malditas calderas — respondió Hlawnvert, reflejando su enojo y desprecio y recorriendo con la mirada todo el conjunto de crisoles de pikon y las columnas de vapor que ascendían hacia el cielo —. Me han dicho que aquí están intentando fabricar cristales de energía. ¿Es verdad o es un chiste?

Toller, que apenas había recobrado la calma tras el incidente potencialmente desastroso, se sintió molesto por el tono de Hlawnvert. Lo que más lamentaba en su vida era haber nacido en una familia de filósofos en vez de en una casta militar, y pasaba gran parte de su tiempo burlándose de su situación, pero le disgustaba que los forasteros lo hicieran. Observó al capitán fríamente durante unos segundos, alargando la pausa hasta casi convertirla en una clara falta de respeto, después habló como si se dirigiese a un niño.

— Nadie puede fabricar cristales — dijo —. Sólo puede hacerse que se formen; si la disolución es lo bastante pura.

— Entonces, ¿para qué todo esto?

— Hay buenos depósitos de pikon en esta zona. Estamos extrayéndolo del suelo y tratando de encontrar una forma de refinarlos hasta lograr la pureza suficiente para que la reacción se produzca.

— Una pérdida de tiempo — dijo Hlawnvert con repentina seguridad, abandonando el tema y volviéndose hacia Vorndal Sisstt.

— Buen antedía, capitán — dijo Sisstt —. Me alegro de que haya aterrizado sin problemas. Di órdenes para que sacaran de inmediato las pantallas anti — ptertha s.

Hlawnvert negó con la cabeza.

— No son necesarias. Además, ya ha logrado hacer bastante daño.

— Yo… — Los ojos azules de Sisstt parpadearon con ansiedad —. No le entiendo, capitán.

— Esa niebla y esos humos pestilentes que están arrojando al cielo enmascaran la nube natural. Habrá muertos en mi tripulación; y le acuso de ser personalmente responsable.

— Pero… — Sisstt miró con indignación a la línea de acantilados que se perdía en la lejanía, desde la cual, en una distancia que abarcaba muchos kilómetros, jirones tras jirones de nubes serpenteaban hacia el mar —. Pero esa clase de nubes es característica de toda esta costa. No entiendo por qué tiene que culparme…

— ¡Silencio! — Hlawnvert asió con una mano su espada, dio un paso al frente y empujó con la palma de la otra mano el pecho de Sisstt, haciéndole caer despatarrado —. ¿Está poniendo en duda mi capacidad? ¿Insinúa que he sido negligente?

— Claro que no. — Sisstt se levantó gateando y se sacudió la arena de la ropa —. Perdone, capitán. Ahora que llama usted mi atención sobre el tema, me doy cuenta de que el vapor de nuestras calderas puede ser peligroso para las tripulaciones en ciertas circunstancias.

— Debería instalar balizas de alerta.

— Inmediatamente dispondré que lo hagan — dijo Sisstt —. Hace tiempo que debería habérsenos ocurrido.

Toller, que presenciaba la escena, sintió en su rostro un calor hormigueante. El capitán Hlawnvert era corpulento, cosa habitual en los círculos militares, pero también fofo y obeso, e incluso alguien de la talla de Sissu hubiera podido derribarlo con la ayuda de unos músculos rápidos y fortalecidos por la rabia. Además, Hlawnvert había sido incompetente hasta la criminalidad dirigiendo la aeronave, hecho que intentaba ocultar con sus fanfarronerías; por tanto, un ataque contra él quedaría justificado ante un tribunal. Pero nada de eso le importaba a Sisstt. De acuerdo con su carácter, el jefe de la estación se inclinaba servilmente sobre la misma mano que lo había injuriado. Más tarde, se excusaría de su actitud cobarde con bromas e intentaría compensarla maltratando a sus subordinados más jóvenes.

A pesar de su curiosidad por el motivo de la visita de Hlawnvert, Toller se sintió obligado a alejarse, para disociarse del abyecto comportamiento de Sisstt. Cuando estaba a punto de hacerlo, un tripulante de cabeza rapada, con la insignia blanca de teniente, pasó rozándolo y se dirigió a Hlawnvert.

— La tripulación está lista para su inspección, señor — dijo con voz que denotaba eficiencia.

Hlawnvert asintió y dirigió la mirada a la fila de hombres de camisas amarillas, que esperaban junto a la nave.

— ¿Cuántos han tenido contacto con el polvo?

— Sólo dos, señor. Hemos tenido suerte.

— ¿Suerte?

— Quiero decir, señor, que si no fuera por su gran habilidad, nuestras pérdidas habrían sido mucho mayores.

Hlawnvert asintió de nuevo, con gesto complacido.

— ¿Quiénes han sido?

— Pouksale y Lague, señor — dijo el teniente —. Pero Lague no lo admite.

— ¿Se ha comprobado el contacto?

— Lo vi yo mismo, señor. El ptertha estaba solo a un paso de él cuando explotó. Tragó el polvo.

— Entonces, ¿por qué no lo confiesa abiertamente como un hombre? — dijo Hlawnvert irritado —. Un solo pusilánime como ése puede trastornar a toda la tripulación.

Con el ceño fruncido, miró hacia los hombres que esperaban; después, se volvió hacia Sissn.

— Tengo un mensaje para usted del gran Glo, pero hay ciertas formalidades que debo atender antes. Usted esperará aquí.

El color se esfumó del rostro de Sisstt.

— Capitán, sería mejor que le recibiera en mi despacho. Además, tengo algo urgente…

— Usted esperará aquí. — Le interrumpió Hlawnvert, apoyando con fuerza un dedo contra su pecho y haciendo que el hombrecillo se tambalease —. Será beneficioso para usted conocer qué daños ha causado la polución del cielo.

Pese al desprecio que sentía por el comportamiento de Sisstt, Toller empezó a desear intervenir de algún modo para acabar con aquella humillación, pero existía un protocolo estricto que regía tales asuntos en la sociedad kolkorroniana. Tomar partido por alguien en un enfrentamiento sin haber sido invitado, constituía una injuria adicional, porque implicaba que el defendido era un cobarde. Guardando las formas en lo posible, cuando el capitán se dio la vuelta para dirigirse a la nave, Toller permaneció en su sitio interrumpiéndole el paso. Pero el desafío implícito pasó inadvertido. Hlawnvert lo esquivó, volviendo su rostro hacia el cielo, donde el sol se acercaba a Overland.

— Acabemos con este asunto antes de que llegue la noche breve — dijo Hlawnvert a su teniente —. Ya hemos perdido demasiado tiempo aquí.

— Sí, señor.

El teniente marchó precediéndolo hacia los hombres, alineados al abrigo de la aeronave que se agitaba continuamente, y alzó la voz.

— Den un paso al frente todos aquellos que tengan motivos para creer que pronto serán incapaces de cumplir con sus obligaciones.

Tras un momento de duda, un joven de cabello oscuro dio dos pasos al frente. Su cara triangular estaba tan pálida que casi parecía luminosa, pero su postura era firme e indicaba que mantenía el control de sí mismo. El capitán Hlawnvert se acercó y colocó sus manos sobre los hombros del joven.

— Tripulante Pouksale — dijo con calma —, ¿ha inhalado el polvo?

— Así es, señor.

La voz de Pouksale era triste, resignada.

— Usted ha servido a su país con valentía y honestidad, y su nombre llegará hasta el rey. Ahora, ¿prefiere la Vía Brillante o la Vía Oscura?

— La Vía Brillante, señor.

— Buen chico. Completaremos su sueldo, como si hubiera llegado hasta el final del viaje, y será enviado a sus parientes más cercanos. Puede retirarse.

— Gracias, señor.

Pouksale saludó y dio la vuelta alrededor de la barquilla de la aeronave, hasta la parte más alejada. Se colocó allí, oculto a la mirada de sus anteriores compañeros, de acuerdo a la costumbre, pero el verdugo que se acercó hasta él, fue claramente visto por Toller, Sisstt y muchos de los trabajadores del pikon situados a lo largo de la costa. La espada del verdugo era grande y pesada, y su hoja de madera de brakka totalmente negra, sin las incrustaciones de esmalte con que normalmente se decoraban las armas kolcorronianas.

Pouksale se arrodilló sumisamente. Apenas habían tocado el suelo sus rodillas, cuando el verdugo, actuando con misericordiosa prontitud, lo despachó por la Vía Brillante. El escenario que se desplegaba ante Toller, de amarillo ocre y sombras azuladas, tenía ahora un punto focal rojo vivo.

Al flotar en el aire el sonido de la muerte, un murmullo de inquietud recorrió la fila de hombres. Varios de ellos alzaron los ojos para contemplar Overland y el apenas perceptible movimiento de sus labios revelaba que estaban deseando al alma de su compañero muerto un buen viaje hasta el planeta hermano. Pero, sin embargo, la mayoría miraban tristemente hacia el suelo. Habían sido reclutados en las bulliciosas ciudades del imperio, donde existía un considerable escepticismo hacia las enseñanzas de la Iglesia de que las almas de los hombres eran inmortales y alternaban eternamente entre Land y Overland. Para ellos, la muerte significaba muerte; no un agradable paseo por el místico Camino de las Alturas que unía los dos mundos. Toller oyó un tenue sonido ahogado a su izquierda y, al volverse, vio a Sisstt tapándose la boca con ambas manos. El jefe de la estación estaba temblando y daba la sensación de que iba a desmayarse en cualquier momento.

— Si se cae nos llamarán viejas — susurró Toller ferozmente —. ¿Qué le pasa?

— Esta barbarie… — Las palabras de Sisstt apenas se entendían —. Esta terrible barbarie… ¿Qué esperanza nos queda?

— El tripulante eligió; e hizo lo que debía hacer.

— Usted no es mejor que…

Sisstt dejó de hablar al oír el alboroto que había estallado junto a la nave. Dos tripulantes agarraban a un tercero por los brazos y, a pesar de sus forcejeos, lo arrastraron hasta Hlawnvert. El prisionero era alto y delgado, con una incongruente barriga redonda.

— …no pudo verme, señor — gritaba —. Yo estaba en la dirección contraria al viento, por eso el polvo no me llegó. Lo juro, señor; no he tragado el polvo.

Hlawnvert apoyó las manos sobre sus anchas caderas y miró hacia el cielo durante un momento, denotando su escepticismo; después habló.

— Tripulante Lague, las ordenanzas me exigen que acepte su declaración. Pero deje que le aclare la situación en que se encuentra. No se le volverá a ofrecer la Vía Brillante. A los primeros síntomas de fiebre o parálisis será arrojado por la borda. Vivo. Su paga por todo el viaje será retenida y su nombre se eliminará del registro real. ¿Entiende estos términos?

— Sí, señor. Gracias, señor.

Lague trató de arrojarse a los pies de Hlawnvert, pero los hombres de los lados se lo impidieron.

— No hay por qué preocuparse, señor; no he tragado el polvo.

A una orden del teniente, los dos hombres soltaron a Lague y éste, con lentitud, volvió caminando para unirse a la fila. Los hombres alineados se apartaron para hacerle un sitio, dejando un espacio mayor de lo necesario, creando una barrera intangible. Toller supuso que Lague encontraría poco consuelo en los próximos dos días, el tiempo necesario para que se mostraran los primeros efectos del veneno ptertha.

El capitán Hlawnvert saludó a su teniente entregándole el mando y de nuevo subió por la ladera hasta donde estaban Sisstt y Toller. Por encima de los rizos de su barba se apreciaban muestras de sofoco, y las manchas de sudor de su chaleco se habían agrandado. Levantó la vista hacia la alta cúpula del cielo, donde el borde oriental de Overland había empezado a iluminarse al ir escondiéndose el sol detrás, e hizo un gesto de impaciencia, como ordenando al sol que desapareciera más deprisa.

— Hace demasiado calor para esta clase de contratiempos — gruñó —. Tengo que recorrer un largo camino y la tripulación estará inservible hasta que ese cobarde de Lague sea eliminado. Deberán cambiarse los reglamentos de seguridad si esos nuevos rumores no desaparecen pronto.

— Ah… — exclamó Sisstt con un sobresalto, tratando de mantener la compostura —. ¿Nuevos rumores, capitán?

— Se comenta que ciertos soldados murieron en Sorka por tocar víctimas de los pterthas.

— Pero la pterthacosis no es contagiosa.

— Lo sé — dijo Hlawnvert —. Sólo un cretino pusilánime pensaría dos veces en ello, pero eso es lo que está haciendo la tripulación ahora. Pouksale era uno de los pocos hombres de confianza; y lo hemos perdido por culpa de su maldita neblina.

Toller, que había estado observando los pormenores del entierro de los restos de Pouksale, se sintió nuevamente molesto ante la repetición de la acusación y la complacencia de su jefe.

— No debe seguir culpando a nuestra neblina, capitán — dijo, dirigiendo una significativa mirada a Sisstt —. Nadie con autoridad está discutiendo los hechos.

Hlawnvert se volvió hacia él súbitamente.

— ¿Qué quiere decir?

Toller le dedicó una breve y amable sonrisa.

— Quiero decir que todos vimos claramente lo ocurrido.

— ¿Cuál es su nombre, soldado?

— Toller Maraquine; y no soy soldado.

— Usted no es… — La mirada furiosa de Hlawnvert se transformó en una maliciosa burla — ¿Qué es esto? ¿Qué tenemos aquí?

Toller permaneció impasible ante la mirada del capitán que tomaba nota de los aspectos anómalos de su apariencia: cabello largo y ropas grises de filósofo combinados con una altura y una musculatura típicas de guerrero. La espada que portaba también lo distinguía del resto de su familia. Sólo el hecho de que no presentase cicatrices ni tatuajes lo diferenciaba físicamente de los corpulentos militares.

También él examinó a Hlawnvert, incrementando su hostilidad al seguir el proceso de los pensamientos claramente reflejados en el sonrojado rostro del capitán. Hlawnvert no hubiera sido capaz de ocultar su temor ante una posible acusación de negligencia y ahora se tranquilizaba al comprobar que estaba a salvo. Una simple alusión a la estirpe de su rival era toda la defensa que necesitaría en la jerarquía de Kolkorron, fundamentada en el linaje. Sus labios formaron una mueca mientras intentaba escoger entre la multitud de sarcasmos que tenía a mano.

Adelante, pensó Toller, proyectando el mensaje mudo con toda la fuerza de su ser. Di las palabras que acabarán con tu vida.

Hlawnvert dudó, como si presintiera el peligro, y nuevamente la correlación de sus pensamientos se vio con claridad. Quería humillar y desacreditar al advenedizo de dudoso abolengo que había osado contradecirle, pero sin que implicase un riesgo importante. Y pedir ayuda sería un paso para convertir un hecho trivial en un serio incidente, que podría llamar la atención precisamente sobre el asunto que deseaba ocultar. Al fin, decidió su táctica y forzó una risita.

— Si usted no es soldado, debería tener cuidado llevando esa espada — dijo jovialmente — Podría sentarse sobre ella y lastimarse.

Toller se negó a facilitarle las cosas al capitán.

— El arma no me amenaza a mí.

— Recordaré su nombre, Maraquine — dijo Hlawnvert en voz baja.

En ese momento el reloj de la estación anunció la noche breve, tañendo el toque convenido cuando la actividad de los pterthas era alta. Esto produjo un movimiento general entre los trabajadores del pikon para ponerse a salvo en los edificios. Hlawnvert dio la espalda a Toller, pasó un brazo sobre el hombro de Sissu y lo condujo hacia la aeronave amarrada.

— Venga a bordo a beber una copa en mi cabina — dijo —. Se sentirá a gusto y cómodo allí con la escotilla cerrada y podrá recibir el mensaje del gran Glo en privado.

Toller se encogió de hombros y sacudió la cabeza al ver alejarse a los dos hombres. La excesiva familiaridad del capitán era una violación de cualquier norma de conducta, y su descarada hipocresía al abrazar a un hombre a quien acababa de derribar, sólo podía considerarse un insulto. Trataba a Sisstt como a un perro que podía ser azotado o mimado según el capricho de su amo. Pero, a la vista de los hechos, al jefe de la estación parecía no importarle. Una repentina carcajada de Hlawnvert evidenció que Sisstt había empezado con sus chistecitos, preparando el terreno para la versión del encuentro que más tarde relataría a sus ayudantes y que esperaba que creyesen. Al capitán le gusta que la gente piense que es un auténtico ogro; pero cuando se le llega a conocer como yo…

De nuevo, Toller se preguntó sobre el carácter de la misión de Hlawnvert. ¿Qué órdenes podían ser tan urgentes e importantes para que el gran Glo decidiese enviarlas con un mensajero especial en vez de esperar a un transporte cotidiano? ¿Existía la posibilidad de que ocurriera algo que interrumpiese la mortal monotonía de la vida en la apartada estación? ¿O era esperar demasiado?

Cuando la oscuridad cubrió el oeste, Toller miró hacia el cielo y vio la última esquirla ardiente del sol desvaneciéndose tras la creciente inmensidad de Overland. Mientras la luz desaparecía bruscamente, las zonas sin nubes del cielo aparecían atestadas de estrellas, cometas y espirales de brumosas radiaciones. La noche breve comenzaba y, bajo su cobertura, las silenciosas burbujas de los pterthas pronto abandonarían las nubes y, arrastradas por el viento, bajarían hasta la tierra en busca de sus víctimas naturales.

Mirando alrededor, Toller se dio cuenta de que era el único que quedaba fuera. Todo el personal de la estación se había retirado, y la tripulación de la aeronave estaba encerrada a salvo en la cubierta inferior. Podía ser acusado de temeridad por permanecer tanto tiempo en el exterior, pero era algo que solía hacer a menudo. Los flirteos con el peligro añadían interés a su monótona existencia y era una forma de demostrar la diferencia esencial entre él y un típico miembro de una familia de filósofos. Subió la suave pendiente hacia el edificio de los supervisores con paso más lento y despreocupado que nunca. Era probable que alguien lo hubiese visto, pero su norma de conducta particular le dictaba que cuanto mayor fuese el riesgo de encontrarse con pterthas menos temor debía demostrar. Al llegar a la puerta, a pesar de la sensación de hormigueo que sentía en la espalda, se detuvo un momento antes de levantar la falleba y entrar.

Tras él, dominando la parte sur del cielo, las nueve estrellas brillantes del Árbol declinaban hacia el horizonte.

Capítulo 2

El príncipe Leddravohr Neldeever se entregaba a la única actividad que podría hacerle sentirse joven nuevamente.

Como hijo mayor del rey y jefe de todas las fuerzas militares de Kolkorron, se esperaba que dedicara la mayor parte de su tiempo a los asuntos políticos y la estrategia esencial de la guerra. En cuanto a batallas concretas, su lugar estaba lejos, en la retaguardia, en un puesto de mando perfectamente protegido desde el cual podía dirigir las operaciones sin ningún riesgo. Pero encontraba poco gusto o ninguno en quedarse atrás o en nombrar delegados, de cuya competencia, por otra parte, pocas veces se fiaba, en vez de disfrutar la auténtica vida militar. Prácticamente, todos los suboficiales o soldados de infantería contaban alguna anécdota sobre cómo el príncipe había aparecido de repente a su lado en medio de una batalla, para ayudarles a abrirse paso hasta ponerse a salvo. Leddravohr favorecía esas leyendas en provecho de la disciplina y el valor.

Había estado supervisando la ofensiva del Tercer Ejército en la península Loongl, en el extremo oriental de los territorios kolkorronianos, donde se habían recibido noticias de una fuerte e inesperada resistencia en una región montañosa. El dato adicional de que en la zona abundaban los árboles de brakka fue suficiente para atraer a Leddravohr hasta la línea del frente. Cambió su coraza blanca real por una de cuero curtido, tomando personalmente el control de parte de un cuerpo expedicionario.

Fue poco después del amanecer cuando, acompañado por un experto sargento primera llamado Reeff, se abrió camino a través de la maleza del bosque hasta el borde de un gran claro. En esta región el antedía era mucho más largo que el postdía y Leddravohr sabía que contaba con la suficiente luz para organizar un ataque y, después, llevar a cabo una operación de limpieza. Fue una buena decisión, teniendo en cuenta que incluso otros enemigos de Kolkorron pronto se revolcarían en la sangre bajo su propia espada. Cuidadosamente apartó la última cortina de follaje y observó lo que ocurría delante.

Un área circular de unos cuatrocientos metros de diámetro había sido totalmente podada de vegetación, excepto por unos cuantos árboles de brakka que quedaban en el centro. Unos cien hombres y mujeres de la tribu Gethan estaban reunidos alrededor de los árboles, con su atención puesta en un objeto situado en la punta de uno de los rectos y delgados troncos. Leddravohr contó los árboles y vio que había nueve; un número que tenía una relación mágica y religiosa con la constelación celestial del Árbol.

Alzó sus gemelos de campaña y vio, tal como había imaginado, que el objeto encaramado a uno de los árboles era una mujer. Estaba doblada sobre el extremo del tronco, con el estómago contra el orificio central y sostenida inmóvil en tal posición por cuerdas enrolladas alrededor de sus extremidades.

— Los salvajes están haciendo uno de sus estúpidos sacrificios — murmuró Leddravohr, pasando los gemelos a Reeff.

El sargento examinó la escena durante un largo roto antes de devolver los gemelos.

— Mis hombres sabrían hacer mejor uso de esa puta — dijo —, pero al menos esto nos facilita las cosas.

Señaló al delgado tubo de vidrio que llevaba atado a su muñeca. Dentro había un trozo de brote de caña marcado con pigmento negro a intervalos regulares. Un escarabajo marcapasos devoraba un extremo de la caña, moviéndose a velocidad constante como es característico en su especie.

— Pasa de la quinta división — dijo Reeff —. Las otra; formaciones ya deben de estar en sus puestos. Deberíamos entrar mientras los salvajes permanecen distraídos.

— Aún no. — Leddravohr continuaba observando a los hombres de la tribu con sus gemelos —. Veo a dos guardianes que todavía están mirando hacia fuera. Esta gente se está volviendo un poco más cautelosa, y no olvide que han copiado la idea del cañón de algún sitio. A menos que los cojamos completamente por sorpresa, tendrán tiempo de dispararnos. No sé usted, pero yo no quiero desayunar piedras voladoras. Las encuentro bastante indigestas.

Reeff sonrió apreciativamente.

— Esperaremos a que explote el árbol. No puede tardar mucho; las hojas de arriba se están plegando.

Leddravohr observó con interés cómo la parte superior de los cuatro pares de gigantescas hojas del árbol se elevaba de su normal posición horizontal y se enrollaban alrededor del tronco. El fenómeno ocurría unas dos veces al año durante el período de madurez de los árboles de brakka que crecían en estado salvaje, pero era algo que un nativo de Kolkorron raramente presenciaba. Se consideraba un despilfarro de cristales de energía permitir que un brakka se descargase por sí mismo.

Hubo un leve lapso después de que las hojas superiores se cerraron contra el tronco, luego el segundo par trepidó y lentamente osciló hacia arriba. Leddravohr sabía que bajo el suelo, la separación que dividía la cámara de combustión del árbol estaba empezando a disolverse. Pronto, los cristales verdes de pikon, que habían sido extraídos de la tierra por el conjunto superior de raíces, se mezclarían con el halvell púrpura acumulado en el entramado de las raíces inferiores. El calor y el gas que aquello generase, quedaría retenido durante un breve momento; después, el árbol lanzaría su polen hacia el cielo en una explosión que se oiría a kilómetros de distancia.

Tendido boca abajo sobre un blando lecho de vegetación, Leddravohr dirigió sus gemelos hacia la mujer atada en la cumbre del árbol, intentando atisbar detalles de su físico. Hasta entonces ella había permanecido tan inmóvil, que la creyó inconsciente, tal vez drogada. Ido obstante, el movimiento de las enormes hojas pareció alertarla de que su vida estaba a punto de terminar; pero sus miembros estaban demasiado bien atados como para permitirle cualquier forcejeo. Empezó a mover la cabeza de un lado a otro, balanceando la larga melena negra que ocultaba su rostro.

— Ramera estúpida — murmuró Leddravohr.

Había centrado su estudio sobre las tribus gethanas en la determinación de sus capacidades militares, pero suponía que su religión era una simple mezcolanza de supersticiones sacadas de la mayoría de los antiguos pueblos de Land. Era probable que la mujer se hubiera ofrecido voluntariamente para este papel en el rito de la fertilidad, creyendo que su sacrificio le garantizaría la reencarnación como princesa en Overland. Con generosas dosis de vino y de hongos secos se podía hacer que tales ideas pareciesen convincentes durante cierto tiempo, pero no había nada como la inminencia de la muerte para inducir a una forma más racional de pensamiento.

— Será una ramera estúpida, pero quisiera que en este momento estuviese junto a mí — masculló Reeff —. No sé lo que va a explotar antes, si ese árbol o yo.

— Te la daré en cuanto hayamos terminado el trabajo — le dijo Leddravohr sonriente —. ¿Qué mitad prefieres primero?

Reeff hizo una mueca de asco, manifestando su admiración por la forma en que el príncipe podía compenetrarse con los mejores de sus hombres en cualquier aspecto de la vida militar, incluso en el de planear obscenidades.

Leddravohr volvió su atención a los vigilantes gethanos. Sus gemelos de campaña le mostraron, como había supuesto, que dirigían miradas frecuentes al árbol del sacrificio, en el que el tercer par de hojas había empezado a levantarse. Él sabía que existía una simple razón botánica que explicaba el comportamiento del árbol: las hojas en posición horizontal se habrían roto por la reacción a la descarga polinizadora. Pero el simbolismo sexual se mostraba claro e inevitable. Leddravohr era consciente de que todos los guardianes gethanos estaría mirando al árbol cuando llegase el momento culminante. Apartó los gemelos y agarró firmemente su espada en el momento en que las hojas chocaron contra el tronco del brakka y, casi sin demora, el último par empezó a agitarse. Las sacudidas de la melena de la mujer eran ahora frenéticas y sus gritos se oían débilmente en los límites del claro, mezclados con el canto de una sola voz masculina que surgía del centro de la asamblea tribal.

— Diez nobles extra para el hombre que silencie al sacerdote — dijo Leddravohr, reafirmando su desagrado por todos los traficantes de supersticiones, en especial por aquellos que eran demasiado cobardes para realizar sus propias matanzas absurdas.

Alzó una mano hacia su casco y se quitó la capucha que ocultaba el penacho escarlata. Los jóvenes tenientes que dirigían a las otras formaciones estarían alertas al destello de color cuando él saliese del bosque. Leddravohr se dispuso para la acción en el momento en que el cuarto par de hojas se enderezó y se cerró suavemente alrededor del tronco de brakka, como las manos de un amante. La mujer amarrada a la punta del árbol se calmó de golpe, tal vez desmayada, quizá petrificada de pánico. Leddravohr sabía que la separación en la cámara de combustión habría empezado a ceder, que ya se habrían mezclado parte de los cristales verdes y púrpuras, que la energía liberada por ellos sólo sería retenida unos segundos más…

El estruendo de la explosión, aunque dirigido hacia arriba, fue impresionante. El tronco del brakka se sacudió de repente, temblando mientras la descarga polinizadora desgarraba el cielo. Una columna de vapor teñida de sangre se elevó en círculos concéntricos con el humo.

Leddravohr sintió que el suelo se levantaba bajo sus pies cuando la onda de choque recorrió el bosque circundante; luego dio un salto y corrió. Ensordecido por el pavoroso estallido, debía confiar en sus ojos para estimar el grado de sorpresa de su ataque. A izquierda y derecha pudo distinguir los penachos naranjas de los cascos de dos de sus tenientes, y docenas de soldados surgiendo de los árboles detrás de ellos. Justo en frente de él, los gethanos contemplaban fascinados el árbol del sacrificio, cuyas hojas ya estaban empezando a desplegarse; pero era evidente que descubrirían el peligro en cualquier momento. El príncipe había recorrido ya casi la mitad de la distancia hasta el guardián más cercano y, a menos que el hombre se volviese de pronto, moriría sin llegar a saber quién le había golpeado.

El hombre se volvió. Su rostro se contrajo con la boca curvada hacia abajo, mientras gritaba pidiendo auxilio. Con el pie izquierdo golpeó algo escondido entre la hierba. Leddravohr sabía que era la versión gethana de un cañón, un tubo de brakka instalado sobre una leve rampa y pensado únicamente para el ataque personal. El impacto del pie del guardián había abierto una cápsula de vidrio o cerámica en la recámara y mezclado su carga de cristales de energía, pero, y por esto, Kolkorron apenas había tomado en consideración tales armas, se produjo una demora inevitable antes de la descarga. Aunque fue un tiempo breve, permitió a Leddravohr llevar a cabo su acción evasiva. Gritando una advertencia a los soldados que estaban detrás de él, se apartó a la derecha abalanzándose sobre el gethano desde un lado; y justo en ese momento el cañón explotó enviando su rociada en forma de abanico de guijarros y fragmentos de piedra que crepitaron por la hierba. El guardián había conseguido extraer su espada, pero el sacrificio le había dejado trastornado y desprevenido para un combate. Leddravohr, sin interrumpir su avance, le cortó el cuello de un solo tajo y se introdujo en la confusa aglomeración de figuras humanas que había un poco más allá.

El tiempo dejó de existir para Leddravohr mientras se abría camino con su espada hacia el centro del claro. Apenas era consciente de los ruidos de la lucha interrumpidos por nuevos disparos de cañón. Al menos dos de los gethanos que había matado eran mujeres jóvenes algo que sus hombres le reprocharían después, pero había visto a buenos soldados perder sus vidas mientras intentaban hacer diferencias entre los sexos en una batalla. Transformar un golpe mortal en uno que solamente dejase aturdido, implicaba tomar una decisión y perder eficacia en el combate; y sólo era necesario un parpadeo para que la hoja del enemigo encontrase su blanco.

Algunos de los gethanos intentaban escapar, consiguiendo sólo ser derribados u obligados a volver por los kolkorronianos asediadores. Otros se entregaban a la lucha lo mejor que podían, pero su atención por la ceremonia había sido fatal y estaban pagando el precio de una total falta de vigilancia. Un grupo de salvajes de cabello trenzado y con estrafalarios decorados en la piel, se quedó entre los nueve árboles y usó los troncos como fortificación natural. Leddravohr vio que dos de sus hombres recibían heridas serias, pero el fuerte de los gethanos tenía poca consistencia. Entorpecidos por la falta de espacio, se convirtieron en fáciles objetivos para los lanceros de la segunda formación de atacantes.

En un momento finalizó la batalla.

Con el desvanecimiento del júbilo sangriento y con la recuperación de la cordura, retornaron también otros instintos más fríos a Leddravohr. Revisó los alrededores para asegurarse de que no corría ningún peligro, de que los únicos que continuaban en pie eran soldados koIkorronianos o mujeres gethanas capturadas, después volvió la mirada al cielo. Aunque en el bosque habían estado a salvo de los pterthas, ahora estaban al descubierto; y eso era arriesgado.

El globo celeste que surgió ante la mirada de Leddravohr, parecía extraño para un nativo de Kolkorron. Él había crecido con la enorme y brumosa esfera de Overland suspendida siempre encima, pero aquí, en la península de Loongl, el mundo hermano estaba más desplazado hacia el oeste. Leddravohr vio el cielo despejado sobre él y tuvo una sensación desagradable, como si hubiera dejado expuesto al peligro un flanco importante en el plan de una batalla. Sin embargo, no se veían máculas azuladas flotando ante las agrupaciones de estrellas diurnas, y decidió que no había peligro en volver la atención al trabajo inmediato.

Todo el escenario que le rodeaba era familiar, lleno de sonidos familiares. Algunos kolkorronianos contaban chistes groseros en voz alta mientras se movían por el claro rematando gethanos heridos y recogiendo trofeos de la batalla. Los salvajes poseían pocas cosas que pudieran considerarse de valor, pero sus palos en forma de Y para combatir a los pterthas constituirían interesantes curiosidades para mostrar en las tabernas de Ro-Atabri. Otros soldados reían y gritaban mientras arrancaban las ropas a la docena de mujeres gethanas que habían quedado vivas. Ésa era una actividad legítima en esa fase de la batalla; los hombres que habían peleado bien, tenían derecho a tales recompensas y Leddravohr sólo controlaba que no llegase a concretarse ninguna cópula. En un territorio de esas características el enemigo podría emprender un contraataque con rapidez, y un soldado fornicando era la criatura más inútil del universo.

Railo, Nothnalp y Chravell, los tenientes que habían conducido las otras tres formaciones, se acercaron a Leddravohr. El cuero del escudo circular de Railo estaba bastante destrozado y en su brazo llevaba un vendaje teñido de rojo, pero él parecía estar en forma y de buen humor. Nothnalp y Chravell limpiaban sus espadas con harapos, eliminando cualquier resto de contaminación en las incrustaciones de esmalte de las hojas negras.

— Una exitosa operación, si no me equivoco — dijo Railo, dirigiendo a Leddravohr el saludo informal de campaña.

Leddravohr asintió.

— ¿Cuántas bajas?

— Tres muertos y once heridos. Dos de los heridos fueron alcanzados por el cañón. No verán la noche breve.

— ¿Eligieron la Vía Brillante?

Railo le miró ofendido.

— Desde luego.

— Hablaré con ellos antes de que se vayan — dijo Leddravohr.

Como hombre pragmático, sin ninguna creencia religiosa, sospechó que sus palabras de poco podrían servir a los soldados agonizantes, pero esos gestos eran muy apreciados por sus compañeros. Al igual que su costumbre de permitir incluso al soldado de menor categoría que se dirigiese a él sin las formalidades correspondientes a su rango, esto era una de las cosas que le procuraban el afecto y lealtad de sus tropas. Se reservaba para sí que sus motivos eran meramente prácticos.

— ¿Asaltamos el poblado gethano? — Chravell, el más alto de los tenientes, colocó la espada de nuevo en su vaina —. No está a más de kilómetro y medio hacia el noreste y probablemente habrán oído el disparo del cañón.

Leddravohr consideró la pregunta.

— ¿Cuántos adultos quedan en el poblado?

— Prácticamente ninguno, según los exploradores. Vinieron todos aquí para presenciar el espectáculo.

Chravell dirigió la vista a los grotescos restos de carne y huesos colgando en la punta del árbol del sacrificio.

— Así, el poblado ha dejado de ser una amenaza militar y se ha convertido en una propiedad. Deme un mapa.

Leddravohr tomó el pliego que le ofrecieron y se arrodilló para extenderlo en el suelo. Había sido dibujado poco tiempo antes por un equipo de inspección aérea y resaltaba las características locales de interés para los comandantes kolkorronianos: tamaño y localizaciones de los enclaves de los gethanos, topografía, ríos y, lo más importante desde el punto de vista estratégico, distribución de los brakkas entre los demás tipos de vegetación. Leddravohr lo estudió atentamente, después perfiló su plan.

A unos treinta kilómetros más allá del poblado había una comunidad mucho mayor, cuyo código era G31, con unos trescientos hombres aptos para la lucha. El terreno que se interponía era por lo menos difícil. Estaba densamente poblado de árboles y surcado por escarpados cerros, grietas y rápidos torrentes; todo lo cual conspiraba para crear una pesadilla a los soldados kolkorronianos, que gustaban por naturaleza de las batallas en llanuras.

— Los salvajes vendrán a buscarnos — anunció Leddravohr —. Una marcha forzada por ese terreno agotaría a cualquiera, así que cuanto antes vengan mejor para nosotros. ¿He comprendido bien que éste es un lugar sagrado para ellos?

— Un sanctasanctórum — dijo Railo —. Es muy poco corriente encontrar nueve brakkas tan juntos.

— ¡Bien! Lo primero que haremos será derribar los árboles. Ordene a los centinelas que permitan a algunos habitantes del poblado acercarse lo suficiente para que vean lo que está ocurriendo, y después los dejen marchar. Y justamente antes del comienzo de la noche breve, envíe un destacamento para quemar el poblado; sólo para que el mensaje llegue a su destino. Si tenemos suerte, los salvajes estarán tan exhaustos cuando lleguen aquí, que apenas tendrán fuerzas para oponerse a nuestras espadas.

Leddravohr concluyó con una carcajada su esbozo verbal deliberadamente simplificado, y devolvió el mapa a Chravell. Según su razonamiento, los gethanos G31, incluso atrapados en un ataque por sorpresa, serían adversarios más peligrosos que los habitantes de las tierras bajas. La batalla que iba a producirse, además de proporcionar una valiosa experiencia a los tres jóvenes oficiales, le permitiría a él demostrar una vez más que a sus cuarenta años era mejor soldado que cualquiera con la mitad de su edad. Se alzó, respirando profunda y placenteramente, esperando ansioso a que acabase el resto del día que tan bien había empezado.

A pesar de su relajado estado de ánimo, el hábito arraigado le impulsó a examinar el cielo. No se divisaba ningún ptertha, pero le inquietó la sensación de que algo estaba moviéndose en uno de los recuadros verticales de cielo que se veía a través de los árboles hacia el oeste. Sacó sus gemelos de campaña, enfocó hacia la mancha de luz contigua y, al momento, vislumbró una aeronave que volaba baja.

Era obvio que se dirigía al centro de mando de la zona, situado a unos siete u ocho kilómetros de allí, en la parte occidental de la península. La nave estaba demasiado lejos para que Leddravohr tuviera la certeza, pero le pareció ver el símbolo de la pluma y la espada a un lado de la barquilla. Frunció el ceño intentando imaginar qué circunstancia traería a un mensajero de su padre hasta una región tan apartada.

— Los hombres están preparados para desayunar — dijo Nothnalp, quitándose el casco de penacho naranja, para poder secarse el sudor del cuello —. Un poco de manteca salada de cerdo extra no vendría mal.

Leddravohr asintió.

— Supongo que se lo merecen.

— También les gustaría empezar con las mujeres.

— Hasta que no esté toda la zona controlada no. Asegúrese que está totalmente vigilada y que los peones se presenten inmediatamente; quiero que derriben enseguida esos árboles.

Leddravohr se alejó de los tenientes y empezó a recorrer el claro. Ahora el sonido predominante provenía de las mujeres gethanas que gritaban insultos en su lengua bárbara, pero las hogueras para la comida ya habían empezado a crepitar y pudo oír a Railo dando órdenes a los jefes de las compañías que se disponían a patrullar.

Junto a la tase de un brakka, había una baja plataforma de madera embadurnada de verde y amarillo con los pigmentos mates que usaban los gethanos. El cuerpo desnudo de un hombre de barba blanca yacía atravesado en la plataforma, su torso mostraba varias cuchilladas. Leddravohr supuso que era el sacerdote que había dirigido la ceremonia del sacrificio. Sus suposiciones se confirmaron cuando advirtió que el sargento primera Reeff y un soldado de línea conversaban junto a la estructura primitiva. Sus voces no eran audibles, pero hablaban con el tono característico que los soldados reservan para los temas monetarios, y Leddravohr supo que el pacto estaba siendo cerrado. Se desató la coraza y se sentó sobre un tocón, esperando a ver si Reeff era capaz de alguna sutileza. Poco después, Reeff pasó su brazo sobre los hombros del soldado y se acercó a presentárselo.

— Éste es Soo Eggezo — dijo Reeff —. Un buen soldado. Es el que silenció al sacerdote.

— Excelente trabajo, Eggezo.

Leddravohr miró con afecto al joven soldado, que se había quedado mudo y estaba obviamente intimidado por su presencia, sin saber qué responder. Se produjo un silencio embarazoso.

— Señor, usted generosamente ofreció una recompensa de diez nobles por matar al sacerdote — la voz de Reeff adquirió una sincera gravedad —. Eggezo mantiene a su padre y a su madre en Ro-Atabri. Ese dinero significaría una gran ayuda para ellos.

— Por supuesto.

Leddravohr abrió su bolsa y sacó un billete de diez nobles que extendió hacia Eggezo. Esperó hasta que los dedos del soldado casi hubiesen agarrado el cuadrado azul de tela de vidrio, entonces lo volvió a introducir rápidamente en la bolsa. Eggezo miró desconcertado al sargento.

— Pensándolo mejor — dijo Leddravohr — estos serán más… convenientes.

Reemplazó el primer billete por dos cuadrados verdes de cinco nobles y se los entregó a Eggezo. Aparentó no darle importancia cuando los dos hombres le dieron las gracias y se apartaron deprisa. Apenas habían caminado veinte pasos, cuando volvieron a detenerse murmurando y, al reanudar la marcha, Reeff se metió apresuradamente algo en el bolsillo. Leddravohr sonrió pensando que recordaría su nombre. El sargento pertenecía a ese tipo de personas que en ciertas ocasiones resultaba útil: ambicioso, estúpido y muy precavido. Unos segundos más tarde, su interés por Reeff fue relegado al rincón más lejano de su conciencia, cuando un alarido de alegre protesta salió de muchas gargantas kolkorronianas indicándole que los peones habían empezado a encargarse del grupo de árboles.

Leddravohr se puso de pie, tan ansioso como cualquiera por evitar permanecer bajo el viento proveniente del lugar en que se hallaban los peones, y observó a los cuatro hombres semidesnudos que salían del bosque. Llevaban grandes cantimploras colgadas de unos yugos almohadillados, además de palas y otros instrumentos para cavar. Sus miembros estaban cubiertos de fango fresco, que era el elemento más importante de su artesanía. Todo el utillaje que llevaban estaba hecho de vidrio, piedra o cerámica, porque el fango habría devorado rápidamente otros materiales, especialmente la madera de brakka. Incluso sus taparrabos estaban tejidos con hilo de vidrio.

— Fuera del camino, comemierdas — gritó el jefe de barriga prominente, al avanzar a través del claro hacia los brakkas.

Sus palabras provocaron una avalancha de insultos por parte de los soldados, a quienes otros peones respondieron con gestos obscenos. Leddravohr se apartó para escapar del hedor que exudaban los cuatro hombres, pero principalmente para evitar que las salpicaduras del árbol cayesen sobre él. La única forma de limpiarse de la más leve contaminación era mediante una abrasión total de la piel, que resultaba bastante dolorosa.

Al llegar al brakka más cercano, los peones depositaron su equipo y empezaron a trabajar inmediatamente. Mientras trabajaban para dejar al descubierto el sistema radicular superior, el que extraía el pikon, continuaron con sus injurias verbales dirigidas a los soldados que los observaban. Podían hacer aquello con impunidad porque sabían que eran la piedra angular de la economía kolkorroniana, una élite despreciada, pero con privilegios únicos. También recibían un alto pago por sus servicios. Después de diez años como peón, un hombre podía retirarse y vivir cómodamente; siempre que hubiese sobrevivido al lento proceso de limpieza de las mucosidades corrosivas.

Leddravohr miró con interés cómo descubrían las raíces superiores. Un peón abrió una de las cantimploras de vidrio y, usando una espátula, comenzó a untar la raíz con una sustancia pegajosa que parecía pus. Criados en disolvente, los brakkas habían desarrollado sistemas para disolver por sí mismos sus membranas de la cámara de combustión. El fango despidió un fuerte olor que parecía de vómito cargado de bilis, mezclado, incongruentemente, con el dulce aroma del helecho blanco. Las raíces, que habrían resistido el cuchillo más afilado, se hincharon visiblemente cuando su estructura celular fue atacada. Otros dos peones empezaron a cortarlas con hachas de pizarra y, trabajando con ostentosa energía para lucirse ante sus espectadores, cavaron más hondo para descubrir el sistema radicular inferior y la protuberancia bulbosa de la cámara de combustión en la base del tronco. En su interior había una valiosa colección de cristales de energía, que debían ser extraídos, teniendo el máximo cuidado de mantener los dos tipos distintos separados, antes de que el árbol fuese talado.

— Quedaos atrás, comemierdas — gritó el peón más viejo —. Quedaos atrás…

Su voz se extinguió al alzar su mirada y, por primera vez, advertir que Leddravohr estaba presente. Inclinándose hacia delante, con una gracia que desentonaba con su vientre hinchado y sucio, dijo:

— No puedo disculparme ante usted, príncipe, porque desde luego mis palabras no iban dirigidas a su persona.

— Bien hecho — dijo Leddravohr, apreciando la agilidad mental de tal inesperada procedencia —. Me alegra saber que no tienes tendencias suicidas. ¿Cuál es tu nombre?

— Owpope, príncipe.

— Sigue con tu trabajo, Owpope; nunca me canso de ver cómo se produce la riqueza de nuestro país.

— Con mucho gusto, príncipe, pero siempre hay un leve riesgo de explosión junto a la cámara cuando sacamos un árbol.

— Actuad con la misma precaución que siempre — dijo Leddravohr cruzando los brazos.

Su agudo oído captó algunos murmullos de admiración entre los soldados. Sabía que con aquello contribuía a aumentar su popularidad. La noticia se extendería rápidamente: Leddravohr ama a su pueblo tanto, que incluso conversa con un peón. El pequeño episodio había sido un ejercicio calculado de construcción de su imagen, pero en realidad no le parecía ninguna humillación hablar con un hombre como Owpope, cuyo trabajo tenía una auténtica importancia para Kolkorron. Eran los parásitos inútiles, los sacerdotes y los filósofos, quienes merecían su aversión y desprecio. Serían los primeros en ser eliminados cuando él llegase a rey.

Estaba observando cómo Owpope aplicaba un molde elíptico a la base curvada del tronco del brakka, cuando algo, que se movía en el cielo en dirección oeste, llamó su atención. La aeronave había vuelto y se deslizaba a través de la estrecha banda azul que separaba Overland de la dentada pared de árboles. Su aparición tras un período de tiempo tan corto significaba que no había aterrizado en G1, el centro de mando de la zona. El capitán debía de haber comunicado con la base mediante el luminógrafo y después ido directamente a la zona anterior; lo cual demostraba que era muy probable que llevara un mensaje urgente para Leddravohr de parte del rey.

Leddravohr, desconcertado, protegió sus ojos del resplandor del sol y miró cómo la aeronave descendía lentamente y maniobraba para aterrizar en un claro del bosque.

Capítulo 3

El domicilio de Lain Maraquine, conocido como la Casa Cuadrada, estaba situado en Monteverde, una colina chata emplazada al norte de Ro-Atabri, la capital de Kolkorron.

Desde la ventana de su estudio tenía una vista panorámica de los distintos barrios de la ciudad (residencial, comercial, industrial, administrativo) que se extendían a lo largo del río Borann, y de la orilla opuesta donde se hallaban los jardines que rodeaban los cinco palacios. A las familias encabezadas por el gran Filósofo se les había cedido una serie de casas y otros edificios en aquel lugar privilegiado desde hacía muchos siglos, durante el reinado de Bytran IV, cuando su trabajo se consideraba con mucho más respeto.

El gran Filósofo vivía en un gran complejo destartalado conocido como la Torre de Monteverde, y un indicio de la anterior importancia era que todas las viviendas de su jurisdicción estaban alineadas con el Palacio Principal, lo que facilitaba la comunicación mediante el luminógrafo. Ahora, sin embargo, aquellos signos de prestigio sólo servían para aumentar la envidia y el resentimiento de los jefes de otras órdenes. Lain Maraquine sabía que el Industrial supremo, el príncipe Chakkell, codiciaba especialmente Monteverde como adorno de su propio imperio, y que estaba haciendo todo lo posible para lograr que los filósofos fuesen privados de sus privilegios, trasladándose a viviendas más humildes.

Era el comienzo del postdía, la región acababa de surgir de la sombra de Overland y la ciudad parecía hermosa al volver a la vida después de dos horas de sueño. Los colores amarillos, anaranjados y rojos de los árboles que estaban perdiendo sus hojas, contrastaban con los verdes claros y oscuros de los árboles con ciclos diferentes, que empezaban a brotar o estaban en plena exhuberancia. Aquí y allá, las envolturas resplandecientes de las aeronaves formaban círculos y elipses de colores pastel, y sobre el río podían verse las blancas velas de los barcos que se dirigían hacia el océano para llevar miles de mercancías a distintos lugares de Land.

Sentado en su escritorio junto a la ventana, Lain se hallaba ensimismado ante aquella vista espectacular. Todo el día había estado invadido por una curiosa excitación y por una sensación de espera. No había ninguna causa que lo justificase, pero intuía que su inquietud estaba relacionada con algo extraño de mucha importancia.

Desde hacía algún tiempo, estaba intrigado por la similitud subyacente que había observado en los problemas que llegaban a su departamento de diversas procedencias. Éstos eran tan rutinarios y vulgares como un vinatero que quería saber cuál era el recipiente de forma más barata para comercializar una cantidad fija de vino, o un granjero que deseaba averiguar la mejor mezcla de simientes para plantar en una determinada zona de tierra en distintas épocas del año.

Poco tenía que ver con aquellos días en que sus antepasados se ocupaban de tareas como estimar el tamaño del cosmos. Y, sin embargo, Lain había empezado a sospechar que tras todas aquellas consultas triviales de los comerciantes, se escondía una idea cuyas implicaciones eran más universales que los enigmas de la astronomía. En todos los casos había una cantidad cuyo valor dependía de los cambios en otra cantidad, y el problema era encontrar el equilibrio óptimo. Las soluciones tradicionales implicaban realizar numerosos cálculos de aproximación o gráficos, pero una voz casi imperceptible había empezado a susurrarle algo a Lain: el mensaje estremecedor de que podía haber un sistema para llegar a una exacta solución algebraica con unos cuantos trazos de la pluma. Algo relacionado con la noción matemática de los límites, con la idea de que…

— Tendrás que ayudarme con la lista de invitados — dijo Gesalla entrando silenciosamente en el estudio artesonado —. No puedo hacer ningún plan definitivo si ni siquiera sé cuánta gente vamos a tener.

Las elucubraciones de Lain se desvanecieron de golpe, dejándolo con una sensación de pérdida que desapareció cuando levantó la mirada hacia la mujer de pelo oscuro, su esposa única. Los trastornos de su embarazo prematuro habían afinado el óvalo de su cara, haciendo resaltar sus negros ojos en la palidez de su rostro, lo cual, de alguna forma, enfatizaba su inteligencia y la fuerza de su carácter. A Lain nunca le había parecido tan hermosa, pero, aun así, seguía deseando que ella no hubiese insistido en concebir al niño. Aquel cuerpo delgado, de estrechas caderas, no le parecía destinado a la maternidad y, en su interior, temía por el parto.

— Oh, lo siento, Lain — dijo ella reflejando desconcierto en su cara —. ¿He interrumpido algo importante?

Él sonrió y negó con la cabeza, impresionado una vez más por la facultad de su esposa para adivinar los pensamientos de los demás.

— ¿No es un poco pronto para hacer planes para Fin de Año?

— Sí — dijo dirigiéndole una mirada fría, su manera habitual de desafiarle a encontrar algún error en su comportamiento eficiente —. Entonces, sobre los invitados…

— Te prometo escribir una lista antes de que acabe el día. Supongo que serán en su mayoría los de siempre, aunque no estoy seguro de que Toller venga.

— Espero que no lo haga — añadió Gesalla, arrugando la nariz —. No lo quiero. Sería tan agradable tener una fiesta sin discusiones ni peleas…

— Es mi hermano — protestó Lain afablemente.

— Medio hermano, diría yo.

El buen humor de Lain empezaba a tambalearse.

— Me alegro de que mi madre no esté viva para oír ese comentario.

Gesalla se acercó a él de inmediato, se sentó sobre su regazo y lo besó en la boca, apretándole las mejillas con ambas manos para forzarlo a corresponderle. Seguidamente se sentó erguida y le dirigió una mirada solemne.

— No era mi intención faltar el respeto a tu madre — dijo —. Quería decir que Toller parece más un soldado que un miembro de esta familia.

— A veces se producen desviaciones genéticas.

— Y por eso no puede ni siquiera leer.

— Ya hemos hablado de eso — dijo Lain con paciencia —. Cuando conozcas mejor a Toller, te darás cuenta de que es tan inteligente como cualquier otro miembro de la familia. Puede leer, pero no tiene fluidez por algún problema en la percepción de las palabras impresas. De todas formas, la mayoría de los militares leen y escriben, por tanto tu observación está fuera de lugar.

— Bueno… — Gesalla parecía descontenta —. Bueno, pero ¿por qué tiene que causar problemas allí donde va?

— Mucha gente tiene ese vicio, incluso alguien que ahora me está haciendo cosquillas en la palma de la mano.

— No intentes cambiar de tema, y menos a estas horas.

— Muy bien, pero ¿por qué te molesta tanto Toller? En Monteverde estamos rodeados de personas individualistas y casi excéntricas.

— ¿Preferirías que fuese una de esas mujeres sin personalidad que no tienen opinión sobre nada? — Gesalla se levantó de un salto, y en su rostro apareció una expresión de disgusto al mirar hacia el recinto amurallado que había frente a la casa —. ¿Esperas al gran Glo?

— No.

— Mala suerte. Ahí lo tienes. — Gesalla se precipitó hacia la puerta del estudio —. Prefiero desaparecer antes de que llegue. No soporto perder la mitad del día escuchando sus susurros interminables y menos aún sus insinuaciones obscenas.

Recogiéndose la falda que le llegaba hasta los tobillos, silenciosamente salió corriendo hacia las escaleras posteriores.

Lain se quitó las gafas que usaba para leer y la siguió con la vista, deseando que dejase de pensar sobre los progenitores de su hermano. Aytha Maraquine, su madre, había muerto al dar a luz a Toller, de modo que si tuvo alguna relación adúltera, había pagado de sobra por ello. ¿Por qué no podía Gesalla dejar el asunto tal como estaba? Lain se había sentido atraído hacia ella por su independencia intelectual, además de la gracia y belleza de su físico, pero nunca imaginó que llegara a producirse aquel antagonismo entre ella y su hermano. Esperaba que eso no se convirtiese en un tema de fricciones domésticas durante años.

El sonido de la puerta de un carruaje al cerrarse en el recinto, atrajo su atención hacia el exterior. El gran Glo acababa de bajar de su antiguo aunque resplandeciente faetón que siempre utilizaba para sus cortos desplazamientos hasta la ciudad. Su conductor, reteniendo a los dos cuernoazules, asentía impaciente a la larga serie de instrucciones que Glo le daba. Lain imaginó que el gran Filósofo estaría explicándose con cien palabras, cuando diez hubieran bastado, y anheló que la visita no se convirtiese en una prueba de resistencia. Fue hasta el aparador, sirvió dos vasos de vino tinto y esperó junto a la puerta de su estudio a que apareciese Glo.

— Muy amable — dijo Glo, tomando el vaso al entrar y yendo directamente a la silla más próxima.

Aun cuando ya había cumplido los cincuenta años, parecía mucho más viejo debido a su gruesa figura y a que sus dientes se habían quedado reducidos a unas cuantas piezas oscuras repartidas tras su labio inferior. Respiraba ruidosamente a consecuencia de haber subido las escaleras, su estómago se dilataba y se hundía bajo la informal túnica gris y blanca.

— Siempre es un placer verle, señor — dijo Lain, preguntándose si habría alguna razón especial para aquella visita y sabiendo que no serviría de nada intentar averiguarlo en aquel momento.

Glo bebió la mitad de su vino de un trago.

— Igualmente, muchacho. ¡Ah!, he conseguido algo… hummm…, al menos, creo que he conseguido algo para enseñarte. Te va a gustar.

Dejó a un lado el vaso, buscó a tientas entre los repliegues de sus ropas, y sacó una hoja de papel que entregó a Lain. Estaba un poco pegajoso y era de color pardo, excepto por un parche circular jaspeado en el centro.

— Farland — dijo Lain, reconociendo el círculo como el otro planeta importante del sistema, orbitando alrededor del sol al doble de distancia del par Land — Overland —. Las imágenes son mejores.

— Sí, pero todavía podemos hacer que sean permanentes. Ésta se ha borrado… hummm… apreciablemente desde anoche. Apenas se pueden ver los cascos polares, pero ayer se distinguían claramente. Una pena. Una verdadera pena.

Glo tomó de nuevo la lámina y la estudió de cerca, moviendo continuamente la cabeza y pasando la lengua por sus dientes.

— Los cascos polares estaban claros como la luz del día. Claros como la luz del día, te lo aseguro. El joven Enteth consiguió una buena confirmación del ángulo de… eh… inclinación. Lain, ¿has intentado alguna vez imaginar lo que podría vivir en un planeta cuyo eje está inclinado? Habría un período caliente en el año, con días largos y noches cortas, y un período… hummm… frío, con días largos… quiero decir, días cortos… y noches largas… según en qué lugar de la órbita estuviese el planeta. Los cambios de color de Farland demuestran que toda la vegetación se ajusta a un ciclo impuesto.

Lain disimulaba su impaciencia y aburrimiento, mientras Glo se embarcaba en uno de sus temas habituales. Era una ironía cruel que el gran Filósofo se estuviese volviendo prematuramente senil, y Lain, que tenía un auténtico respeto por las personas mayores, sentía que era su deber apoyarle al máximo, personal y profesionalmente. Volvió a llenar el vaso de su visitante e hizo los comentarios apropiados a las divagaciones de Glo que pasaban de la astronomía elemental a la botánica o a las diferencias entre la ecología de un planeta inclinado y Land.

En Land, donde no había estaciones, los primeros agricultores tuvieron que separar el desorden natural de las plantas comestibles en grupos sincrónicos que madurasen en épocas previstas. Seis cosechas al año era la norma en la mayor parte del mundo. Después, sólo fue cuestión de plantar y recolectar seis franjas continuas para mantener el abastecimiento de cereales, sin problemas de almacenaje durante largo tiempo. En épocas recientes, los países avanzados habían descubierto que era más eficaz dedicar todas las granjas a ciclos de cosechas simples, trabajando con combinaciones de seis granjas o múltiplos de éstas según el mismo principio.

Cuando era niño, Lain Maraquine se divertía especulando sobre la vida en planetas distantes, imaginando que existían seres inteligentes en otras partes del universo, pero no tardó en descubrir que las matemáticas le ofrecían un campo más amplio para sus elucubraciones. Ahora sólo deseaba que el gran Glo se marchara pronto y le dejase seguir con su trabajo o pasase directamente a explicarle la razón de su visita. Volviendo su atención al discurso de Glo, se dio cuenta de que divagaba nuevamente sobre los experimentos de fotografía y las dificultades para producir emulsiones con células vegetales de alta sensibilidad, que retendrían una imagen durante más de unos cuantos días.

— ¿Por qué es tan importante para usted? — preguntó Lain —. Cualquiera de su observatorio podría dibujarlo mucho mejor a mano.

— La astronomía es sólo una pequeña parte, muchacho; la intención es lograr reproducciones… hummm… absolutamente precisas de edificios, paisajes, personas.

— Sí, pero ya tenemos dibujantes y artistas que pueden hacer eso.

Glo asintió sonriendo, mostrando los restos de su dentadura, y habló con una fluidez poco usual en él.

— Los artistas sólo pintan lo que ellos o sus jefes creen que es importante. Gran parte se pierde. El tiempo se nos escapa entre los dedos. Queremos que cada hombre sea su propio artista; después descubriremos nuestra historia.

— ¿Cree que será posible?

— Seguro. Preveo el día en que todo el mundo llevará material sensible a la luz y se podrá reproducir cualquier cosa en el tiempo de un parpadeo.

— Todavía puede usted volar más allá que cualquiera de nosotros — dijo Lain impresionado, sintiendo momentáneamente que estaba ante el gran Glo de otros tiempos —. Y más alto, puesto que su vista llega más lejos.

Glo pareció agradecido.

— Eso no importa; dame más… hummm… vino. — Observó el vaso atentamente mientras se llenaba, después se acomodó de nuevo en la silla —. No puedes imaginarte lo que ha ocurrido.

— Ha dejado embarazada a alguna joven inocente.

— Prueba otra vez.

— Alguna joven inocente le ha dejado embarazado a usted.

— Va en serio, Lain. — Glo hizo un movimiento con la mano, insinuando que tal frivolidad estaba fuera de lugar —. El rey y el príncipe Chakkell han comprendido de repente que nos estamos quedando sin brakkas.

Lain se inmovilizó a punto de llevarse el vaso a los labios.

— No puedo creerlo; es tal como usted predijo. ¿Cuántos informes y estudios les hemos enviado en los últimos diez años?

— He perdido la cuenta, pero parece que al final han hecho efecto. El rey ha convocado una reunión del Consejo… hummm… Supremo.

— Nunca pensé que lo haría — dijo Lain —. ¿Viene de palacio?

— Ah… no. Hace días que sé lo de la reunión, pero no pude comunicarte la noticia, porque el rey me envió a Sorka para otro… hummm… asunto. He vuelto justo este antedía.

— Yo también podría tomarme unas vacaciones extra.

— No fueron vacaciones, muchacho. — Glo negó con su gran cabeza, mostrando un aire solemne —. Estuve con Tunsfo. Tuve que ver cómo uno de sus cirujanos realizaba una autopsia a un soldado. No me importa admitir que no tengo estómago para ese tipo de cosas.

— Por favor, ni lo mencione — dijo Lain, sintiendo una suave presión hacia arriba en el diafragma, al pensar en un cuchillo atravesando la pálida piel para alterar las frías entrañas que se escondían bajo ésta —. ¿Para qué quería el rey que fuese allí?

Glo se dio un cachete en su mejilla.

— El gran Filósofo, ése soy yo. Mis palabras aún tienen bastante peso para el rey. Aparentemente, nuestros soldados y aeronautas están empezando a… hummm… desmoralizarse por los rumores de que es peligroso acercarse a las víctimas de los pterthas.

— ¿Peligroso? ¿En qué sentido?

— Lo que ocurre es que varios soldados del frente contrajeron la pterthacosis por tocar a los heridos.

— Pero eso es absurdo — dijo Lain, tomando el primer sorbo de su vino —. ¿Qué encontró Tunsfo?

— Pterthacosis, no había ninguna duda, el bazo como un balón de fútbol. Nuestra conclusión oficial fue que el soldado se encontró con una burbuja al caer la noche e inhaló el polvo sin saberlo; o que estaba mintiendo. Eso sucede, ¿sabes? Algunos hombres no pueden enfrentarse a ello. Llegan incluso a convencerse a sí mismos de que están perfectamente.

— Lo entiendo. — Lain alzó sus hombros como si hubiese sentido frío —. La tentación debe ser ésa. Después de todo, la más leve corriente de aire puede marcar la diferencia. Entre la vida y la muerte.

— Preferiría que hablásemos sobre nuestras propias preocupaciones. — Glo se levantó y empezó a pasear por la habitación —. Esta reunión es muy importante para nosotros, muchacho. Una oportunidad para que la orden filosofal gane el reconocimiento que se merece, para recuperar su antigua posición. Ahora quiero que prepares los gráficos personalmente. Hazlos grandes y con colores y… hummm… claros; mostrando cuánto pikon y halvell puede esperarse que manufacture Kolkorron en los próximos cincuenta años. Puede hacerse con incrementos de cinco años; eso lo dejo a tu criterio. También necesitamos mostrar cómo, a causa del descenso de cristales naturales, nuestras reservas de plantaciones de brakkas se incrementarán hasta que…

— Señor, no corra tanto — protestó Lain, consternado al ver cómo la retórica visionaria de Glo le hacía flotar sobre la realidad de la situación —. Odio parecer pesimista, pero no hay ninguna garantía de que produzcamos cristales utilizables en los próximos cincuenta años. Nuestro mejor pikon hasta la fecha tiene sólo una pureza de un tercio, y el halvell no es mucho mejor.

Glo rió nervioso.

— Eso es sólo porque no hemos tenido el respaldo total del rey. Con los recursos adecuados podemos solucionar los problemas de pureza en pocos años. ¡Estoy seguro! Porque el rey me ha permitido incluso usar sus mensajeros para hacer que vuelvan Sisstt y Duthoon. Ellos pueden informar en la reunión sobre sus progresos hasta la fecha. Hechos dificultosos; eso es lo que impresiona al rey. Sentido práctico. Te lo digo, muchacho, los tiempos están cambiando. Me siento mal.

Glo se dejó caer en su silla con un golpe que hizo tambalearse los objetos de cerámica que decoraban la pared más cercana.

Lain sabía que debía acercarse para ofrecerle ayuda, pero sintió un rechazo. Le pareció que Glo iba a vomitar en cualquier momento y la idea de estar cerca de él cuando ocurriese le desagradaba demasiado. Y lo que le pareció peor, las sinuosas venas de la sien de Glo parecían estar a punto de estallar. ¿Qué se podría hacer si se transformaban en un surtidor? Lain trató de imaginarse cómo se las arreglaría si la sangre de otra persona llegase a tocarle y nuevamente sintió una náusea.

— ¿Voy a buscar algo? — dijo Lain ansiosamente —. ¿Un poco de agua?

— Más vino — pidió secamente, extendiendo el vaso.

— ¿Cree que le conviene?

— No seas tan mojigato, muchacho; es el mejor tónico que existe. Si bebieses más vino engordarías un poco. — Glo contempló el vaso mientras le servía el vino, comprobando que estuviese lleno hasta arriba, y el color empezó a volver a su rostro —. Bueno, ¿de qué hablaba?

— ¿No era de algo sobre las dificultades del renacimiento de nuestra civilización?

Glo le dirigió una mirada de reproche.

— ¿Sarcasmo? ¿Es eso un sarcasmo?

— Lo siento, señor — dijo Lain —. Es que la charla sobre los brakkas siempre me apasiona; es un tema que me hace perder la moderación.

— Lo recuerdo. — La mirada de Glo se desplazó por la habitación, observando los objetos del menaje de vidrio y cerámica, que en cualquier otra casa habrían sido de madera negra —. ¿No crees que… hummm… exageras?

— Ésta es mi forma de pensar. — Lain levantó su mano izquierda y señaló el anillo negro que llevaba en el sexto dedo —. La única razón por la que llevo esto es porque es un recuerdo de mi boda con Gesalla.

— Ah sí, Gesalla. — Glo enseñó sus escasos dientes con una expresión lasciva —. Una de estas noches, te lo aseguro, tendrás un acompañante más en la cama.

— Mi cama es su cama — dijo Lain tranquilamente, sabiendo que el gran Glo nunca reclamaría su derecho a tomar cualquier mujer del grupo social del cual era la cabeza dinástica. Era una antigua costumbre en Kolkorron, que todavía se practicaba en las familias importantes, y las alusiones ocasionales de Glo sobre el tema eran meramente su forma de enfatizar la superioridad cultural de la orden filosofal por haber abandonado esa práctica.

— Teniendo en cuenta tus puntos de vista — siguió Glo, volviendo al tema original —, ¿no podrías intentar adoptar una actitud más positiva hacia la reunión? ¿No te gusta la idea?

— Sí, me gusta. Es un paso en la dirección correcta, pero llega tarde. Usted sabe que hacen falta cincuenta o sesenta años para que un brakka llegue a la madurez y entre en la fase de polinización. Tendríamos que esperar ese período de tiempo incluso aunque tuviéramos capacidad para hacer crecer cristales puros ahora mismo, y es aterradoramente largo.

— Razón de más para organizar un plan.

— Es cierto, pero cuanto mayor es la necesidad de un plan, menores son las posibilidades de que sea aceptado.

— Eso es muy profundo — dijo Glo —. Ahora dime lo que… hummm… significa.

— Hubo una época, tal vez hace quince años, en que Kolkorron podría haber equilibrado las provisiones y la demanda, adoptando solamente unas cuantas medidas de conservación de sentido común, pero ni siquiera entonces los príncipes hubieran escuchado. Ahora nos encontramos en una situación que precisa medidas drásticas. ¿Puede imaginar cómo reaccionaría Leddravohr a la propuesta de suspender toda la producción de armamento durante veinte o treinta años?

— No aceptaría pensar en ello — dijo Glo —. Pero ¿no estás exagerando las dificultades?

— Eche un vistazo a estos gráficos.

Lain fue hasta un archivador, sacó una lámina grande y la extendió sobre el escritorio, ante Glo. Le explicó los distintos diagramas coloreados, evitando en lo posible las matemáticas complicadas, analizando la relación entre las demandas crecientes de la ciudad para cristales de energía y los brakkas con otros factores, como el incremento de la pobreza y los retrasos en los transportes. Una o dos veces mientras hablaba, le vino a la cabeza que allí, nuevamente, se presentaban problemas del mismo tipo general que en los que había estado pensando antes. Entonces se había sentido tentado por la idea de que estaba a punto de concebir una forma totalmente nueva de abordarlos, algo relacionado con el concepto matemático de límite, pero ahora, las consideraciones humanas y materiales dominaban sus pensamientos.

Entre ellas estaba el hecho de que el gran Glo, que era el principal portavoz de los filósofos, se había vuelto incapaz de seguir argumentos complejos. Y además de su incapacidad natural, estaba adquiriendo la costumbre de emborracharse con vino cada día. Continuamente asentía con la cabeza, pasándose la lengua por los dientes, intentando demostrar preocupación e interés, pero la membrana carnosa de sus párpados caía cada vez con más frecuencia.

— De modo que éste es el alcance del problema, señor — dijo Lain, hablando con un fervor especial para lograr la atención de Glo —. ¿Le gustaría oír las opiniones de mi departamento sobre el tipo de medidas necesarias para que la crisis se mantenga en unas proporciones aceptables?

— Estabilidad, sí, estabilidad. Eso es. — Glo alzó bruscamente la cabeza y durante un momento pareció totalmente perdido; sus pálidos ojos azules examinaban el rostro de Lain, como si lo estuviesen viendo por primera vez —. ¿Dónde estamos?

Lain se sintió deprimido y extrañamente aterrado.

— Quizá sería mejor que le enviase un resumen escrito a la Torre, para que lo examine en el momento en que pueda. ¿Cuándo se va a reunir el consejo?

— En la mañana del doscientos. Sí, el rey ha dicho definitivamente doscientos. ¿Qué día es hoy?

— Uno-nueve-cuatro.

— No hay mucho tiempo — dijo Glo tristemente —. He prometido al rey que yo contribuiría… hummm… de forma significativa.

— ¿Lo desea?

— No es cuestión de lo que yo… — Glo se levantó tambaleándose y miró a Lain con una extraña y temblorosa sonrisa —. ¿Realmente crees eso que dijiste?

Lain parpadeó asombrado, incapaz de situar la pregunta en un contexto adecuado.

— ¿Señor?

— ¿Lo de que… vuelo más alto… y veo más lejos?

— Desde luego — dijo Lain, empezando a sentirse incómodo —. No podía haber sido más sincero.

— Bien. Eso significa… — Glo se enderezó e hinchó su robusto pecho, recobrando de repente su jovialidad habitual —. Lo demostraremos. Se lo demostraremos a todos. — Fue hacia la puerta y se detuvo apoyando la mano en el pomo de porcelana —. Hazme llegar un resumen tan pronto como… hummm… puedas. Ah, por cierto, he dado instrucciones a Sisstt para que traiga a tu hermano con él.

— Muchísimas gracias, señor — dijo Lain. Su alegría por ver a Toller chocó con la idea de cómo reaccionaría Gesalla ante la noticia.

— No hay de qué. Creo que todos hemos sido un poco duros con él. Me refiero a obligarle a pasar un año en un lugar tan miserable como Haffanger, sólo por haber dado una bofetada a Ongmat.

— Como consecuencia de esa bofetada, la mejilla de Ongmat se partió en dos.

— Bueno, fue una soberana bofetada. — Glo soltó una carcajada sorda —. Y todos sabemos lo beneficioso que es tener a Ongmat callado durante un tiempo.

Riéndose, desapareció por el pasillo, haciendo sonar sus sandalias contra el suelo de mosaico.

Lain llevó su vaso de vino casi intacto a su escritorio y se sentó, removiendo el líquido oscuro para formar dibujos en su superficie. La ocurrente complacencia de Glo hacia la violencia de Toller era algo muy típico en él, una de las pocas formas en que recordaba a la orden filosofal que su ascendencia era real y tenía sangre de conquistadores en sus venas. Demostraba que se sentía mejor y que había recuperado su autoestima, pero eso no disminuía la preocupación de Lain por la capacidad física y mental del anciano.

En pocos años, Glo se había convertido en un holgazán y abstraído incompetente. Su inadecuación para aquel puesto era tolerada por la mayoría de los jefes de departamento, algunos de los cuales valoraban la libertad que eso les permitía; pero existía un sentimiento general de desmoralización por la pérdida continuada del estatus social de la orden. El anciano rey Prad demostraba aún un afecto indulgente hacia Glo; y, como decía los murmuradores, si la orden filosofal ya no se tomaba en serio, era mejor que estuviese representada por un bufón de corte.

Pero la reunión del consejo no podía tomarse en broma, se dijo Lain. La persona que presentara el caso de la necesidad inmediata y rigurosa de la conservación de los brakkas, necesitaría toda su elocuencia y fuerza, tendría que ordenar todos los argumentos y presentarlos junto con la indiscutible autoridad de las estadísticas relacionadas. Su posición sería contemplada en general con desagrado y atraería especialmente la hostilidad del príncipe Chakkell y del salvaje Leddravohr.

Si Glo se veía incapaz de estudiar a fondo el resumen en el tiempo que faltaba hasta la reunión, llamaría a un delegado para que hablase en su nombre. La sola idea de tener que enfrentarse a Chakkell o a Leddravohr, incluso verbalmente, producía en Lain un pánico helado que amenazaba con afectar a su vejiga. La superficie del vino reflejaba ahora una serie de círculos concéntricos.

Lain dejó el vaso y empezó a respirar profunda y regularmente, esperando que cesase el temblor de sus manos.

Capítulo 4

Toller Maraquine despertó con la sensación agradable y a la vez perturbadora de no estar sólo en la cama.

A su izquierda yacía el cuerpo caliente de una mujer, con un brazo descansando sobre su estómago y una pierna extendida sobre las de él. La sensación resultaba agradable por lo poco habitual. Permaneció quieto, mirando al techo, e intentando recordar las circunstancias exactas que habían traído a aquella compañía femenina a su austero apartamento de la Casa Cuadrada.

Celebró su vuelta a la capital recorriendo las tabernas del barrio de Samlue. La ronda comenzó a primeras horas del día anterior y la intención era prolongarla hasta el final de la noche breve, pero la cerveza y el vino habían ido ejerciendo su poder de persuasión y los conocidos que fue encontrando empezaron a parecerle amigos entrañables. Continuó bebiendo todo el postdía hasta la noche, tratando de olvidar el olor de los crisoles de pikon, advirtiendo al final, entre todo el bullicio, la proximidad siempre de la misma mujer, lo que difícilmente parecía casual.

Era alta, de cabello leonado, con grandes pechos y caderas y hombros anchos; el tipo de mujer con que Toller había soñado durante todo su exilio en Haffanger. Masticaba provocativamente un tallo de doncellamiga. Recordaba bien su cara, redonda, despejada y sencilla, y un color rojo subido en sus mejillas. Su dentadura blanca al sonreír, sólo tenía la imperfección de un incisivo partido. Resultaba fácil hablar con ella, reírse con ella, y a Toller le pareció lo más natural del mundo pasar la noche con ella…

— Estoy hambrienta — dijo de repente, incorporándose para sentarse junto a él —. Quiero desayunar.

Toller echó una ojeada a su espléndido torso y sonrió.

— ¿Y si yo quisiera antes algo más?

Ella pareció decepcionada, pero sólo por un instante, después recobró la sonrisa y se acercó a él.

— Si no tienes cuidado, puedo hacer que te mueras.

— Por favor, inténtalo — dijo Toller, riéndose complacido, arrastrándola hacia él.

Un agradable calor inundó su mente y su cuerpo al besarla, pero de repente le asaltó la idea de que algo no iba bien, una sutil sensación de inquietud. Al abrir los ojos reconoció la causa de ello; la claridad de su habitación indicaba que había amanecido hacía ya un rato. Era la mañana del día doscientos y había prometido a su hermano que se levantaría con las primeras luces para ayudarle a llevar algunos planos y caballetes al Palacio Principal. Era una tarea simple que cualquiera podría haber realizado, pero Lain parecía tener mucho interés en que lo hiciese él, posiblemente para no dejarlo solo en la casa con Gesalla mientras se desarrollaba la reunión del consejo.

¡Gesalla!

Toller casi dejó escapar su nombre en voz alta al recordar que ni siquiera la había visto cl día anterior. Llegó de Haffanger a primera hora de la mañana y, tras una breve entrevista con su hermano, en la que Lain se había mostrado preocupado por esos planos, se marchó para empezar su juerga desenfrenada. Gesalla, como esposa única de Lain, era la señora de la casa y Toller debía haber presentado sus respetos formalmente ante ella en la cena. Otra mujer habría perdonado su descuidado comportamiento, pero era probable que la quisquillosa e intolerante Gesalla estuviera furiosa. En el vuelo de vuelta hacia Ro-Atabri, Toller se prometió a sí mismo que, para evitar tensiones en casa de su hermano, trataría de no contradecir a Gesalla en nada. Pero ya en el primer día había faltado a su promesa al no presentarse ante ella. El movimiento de la mujer a su lado le recordó de repente que sus infracciones del protocolo eran mayores de lo que creía Gesalla.

— Lo siento — dijo liberándose del abrazo —, pero tendrás que irte ahora.

La mujer abrió la boca, desconcertada.

— ¿Qué?

— ¡Vamos, date prisa!

Toller se levantó, recogió las ropas esparcidas y las depositó como un fardo sobre sus brazos. Abrió un armario y comenzó a seleccionar ropa limpia para él.

— Pero ¿qué pasa con mi desayuno?

— No hay tiempo, tengo que sacarte de aquí.

— Es sencillamente fantástico — dijo ella con ironía, comenzando a desenredar las ataduras y retazos de la tela casi transparente que constituía su único atuendo.

— Te dije que lo siento — añadió Toller forcejeando con los calzones que parecían resistirse a que entrase en ellos.

— Esto si que es bueno… — Se detuvo unos instantes mientras se ponía la falda y escrutaba la habitación de arriba abajo —. ¿Estás seguro de que vives aquí?

A Toller le hizo gracia a pesar del nerviosismo.

— ¿Crees que elegí una casa al azar y me colé adentro para usar una cama?

— Anoche me pareció un poco extraño… viniendo en el carruaje hacia aquí… tan silencioso… Esto es Monteverde, ¿verdad?

Su mirada claramente suspicaz recorría ahora los fuertes músculos de los hombros y brazos de Toller. Él se imaginó hacia dónde se dirigían las sospechas de la mujer, que por otra parte no mostraba ningún signo de reproche en su rostro. Decidió no tomar en cuenta la pregunta.

— Hace una mañana preciosa para caminar — dijo levantándola y llevándola hacia la única salida de la habitación, aunque todavía estaba a medio vestir. Abrió la puerta en el instante preciso para toparse con Gesalla Maraquine, que pasaba por el corredor. Gesalla estaba pálida y parecía enferma, más delgada que cuando la vio por última vez, pero la mirada de sus ojos grises no había perdido su fuerza, y era evidente que estaba furiosa.

— Buen postdía — dijo, con una gélida corrección —. Me dijeron que habías vuelto.

— Disculpa lo de anoche — dijo Toller —. Me… me retrasé.

— Obviamente. — Gesalla dirigió una mirada distante a su compañera —. ¿Bien?

— ¿Bien qué?

— ¿Vas a presentarme a tu… amiga?

Toller maldijo interiormente al darse cuenta de que ya no existía la menor esperanza de salir airoso de la situación. Aun contando con que se encontraba bañado en un mar de vino cuando conoció a su compañera de cama, ¿cómo podía haber olvidado la norma básica de preguntarle su nombre? Gesalla era la última persona en el mundo a quien pudiera explicar su estado de la noche anterior y por eso no tenía ningún sentido intentar aplacarla. Lo siento, querido hermano, pensó. No lo planeé así…

— Esta mujer glacial es mi cuñada, Gesalla Maraquine — dijo, rodeando con un brazo los hombros de su compañera y besándola en la frente —. A ella le gustaría saber tu nombre y, teniendo en cuenta el deporte que hemos practicado esta noche, a mí también.

— Fera — dijo la mujer, acabando de arreglarse —. Fera Rivoo.

— ¿No es precioso? — Toller dedicó una amplia sonrisa a Gesalla —. Ahora podemos ser todos amigos.

— Por favor, que salga por una de las puertas laterales — dijo Gesalla. Se dio la vuelta y se retiró, caminando a grandes pasos, con la cabeza alta, y colocando cada pie exactamente ante el otro.

Toller movió la cabeza de un lado a otro.

— ¿Qué crees que le pasa?

— Algunas mujeres se irritan fácilmente. — Fera se incorporó y apartó a Toller —. Indícamela salida.

— Creí que querías desayunar.

— Creí que querías que me fuese.

— Debes haberme entendido mal — dijo Toller —. Me gustaría que te quedaras todo el tiempo que quieras. ¿Tienes que ir a trabajar?

— Tengo un puesto muy importante en el mercado de Samlue, destripando pescado. — Fera alzó sus manos enrojecidas y marcadas por numerosos cortes —. ¿Cómo crees que me hice esto?

— Olvida el trabajo — contestó imperativamente Toller, encerrando las manos de ella entre las suyas —. Vuelve a la cama y espérame allí. Te enviaré comida. Puedes descansar y comer y beber todo el día y esta noche seguiremos con nuestros placenteros entretenimientos.

Fera sonrió pasando la lengua por su diente partido.

— Tu cuñada…

— Sólo es mi cuñada. He nacido y crecido aquí y tengo derecho a atender a mis invitados. Te quedarás, ¿no?

— ¿Hay cerdo con especias?

— Te aseguro que en esta casa porquerizas enteras se convierten todos los días en cerdo con especias — dijo Toller, llevando a Fera de nuevo a la habitación —. Te quedarás aquí hasta que yo vuelva, luego retomaremos lo que dejamos.

— Muy bien. — Se acostó en la cama, acomodándose entre las almohadas y estirando las piernas —. Sólo una cosa antes de que te vayas.

— ¿Sí?

Ella le dedicó una amplia sonrisa.

— Quizá sería mejor que me dijeses tu nombre.

Toller continuó riéndose hasta llegar alas escaleras que estaban al final del pasillo y bajó hacia la parte central de la casa, de donde llegaba el ruido de muchas voces. Le parecía refrescante la compañía de Fera, pero su presencia en la casa podía ser una afrenta demasiado notable para que Gesalla la tolerase. Dos o tres días serían suficientes para que se diera cuenta de que no tenía ningún derecho a insultarle a él o a sus invitados, de que cualquier táctica que empleara para dominarlo, como había hecho con su hermano, estaba condenada al fracaso.

Cuando llegó al último tramo de la escalera, encontró a una docena de personas reunidas en el vestíbulo. Algunas eran asistentes de cálculo, otras criados y mozos de cuadra que parecían reunidos allí para ver partir a su amo hacia el Palacio Principal. Lain Maraquine llevaba las antiguas ropas oficiales de filósofo mayor: una túnica larga de color gris paloma, adornada en el dobladillo y los puños de las mangas con triángulos negros. El tejido de seda resaltaba la delgadez de su cuerpo, pero su postura era erguida y digna. El rostro, bajo los espesos mechones de pelo oscuro, estaba muy pálido. Toller sintió un arrebato de afecto y preocupación al atravesar el vestíbulo; la reunión del consejo era obviamente una importante ocasión para su hermano, en quien ya eran evidentes los signos de tensión.

— Llegas tarde — dijo Lain, dirigiéndole una mirada crítica —. Deberías llevar tus ropas grises.

— No tuve tiempo de prepararlas. Tuve una noche agitada.

— Ya me ha informado Gesalla de cómo ha sido tu noche. — La expresión de Lain mostraba una mezcla de ironía y exasperación —. ¿Es cierto que ni siquiera conocías el nombre de esa mujer?

Toller trató de disimular su turbación.

— ¿Qué importancia tienen los nombres?

— Si tú no lo sabes, no tiene ningún sentido que intente enseñártelo.

— No necesito que… — Toller respiró profundamente, decidiendo no aumentar los problemas de su hermano con un exabrupto —. ¿Dónde están las cosas que querías que llevase?


La residencia oficial del rey Prad Neldeever llamaba más la atención por sus dimensiones que por su calidad arquitectónica. Las sucesivas generaciones de gobernantes habían ido añadiendo alas, torres y cúpulas, de acuerdo con sus caprichos personales, generalmente según el estilo de la época. Como resultado, el edificio parecía un coral o una de esas estructuras crecientes que fabrican ciertos tipos de insectos. En un principio, un jardinero paisajista había intentado imponer un cierto grado de orden con plantaciones sincrónicas de árboles del tipo parbel y rafter, pero a lo largo de los siglos se habían ido infiltrando otras variedades. El palacio, ya abigarrado por las distintas obras de albañilería, estaba ahora rodeado por una vegetación igualmente arbitraria en los colores, que desde cierta distancia resultaba difícil identificar.

Toller Maraquine, sin embargo, no pensaba precisamente en los detalles estéticos mientras descendía de Monteverde en la retaguardia del modesto séquito de su hermano. Había llovido antes del amanecer y el aire de la mañana era limpio y tonificante, cargado del espíritu radiante de los nuevos comienzos. El enorme disco de Overland resplandecía en lo alto con un brillo claro y muchas estrellas cubrían el azul circundante del cielo. La ciudad era un conjunto increíblemente diseminado de manchas multicolores que se extendían a lo largo del curso azul plateado del Borann, donde los veleros dentelleaban como partículas de nieve.

La alegría de haber vuelto a Ro-Atabri, de haber escapado de la desolación de Haffanger, había borrado su acostumbrada insatisfacción por su vida como miembro importante de la orden filosofal. Tras el desafortunado inicio del día, el péndulo de su humor volvía a elevarse. Su cabeza estaba llena de propósitos para mejorar su habilidad en la lectura, para buscar aspectos interesantes en el trabajo de la orden y dedicar todas sus energías a que Lain se sintiese orgulloso de él. Reflexionando, reconoció que Gesalla tenía todo el derecho a enfurecerse por su comportamiento. No sería más que una simple cortesía que al volver a casa sacase a Fera de su apartamento.

El tenaz cuernoazul que le había asignado el jefe de cuadras era un animal tranquilo que parecía conocer por sí solo el camino a palacio. Abandonándolo a sus propios recursos, dejando que se abriese paso por las calles de bullicio creciente, Toller trató de elaborar una imagen más clara de su futuro inmediato, una imagen que impresionara a Lain. Había oído hablar de un grupo de investigadores que trataban de fabricar un material formado por una mezcla de cerámica y vidrio que sería lo suficientemente resistente para sustituir al brakka en la fabricación de espadas y armaduras. Era probable que nunca lo lograran, pero esto le atraía más que tareas como medir la caída de la lluvia, y a Lain le gustaría saber que él apoyaba el movimiento conservacionista. El siguiente paso era pensar cómo ganarse la aprobación de Gesalla…

En el momento en que la delegación de los filósofos atravesó el centro de la ciudad y cruzó el puente Bytran, el palacio y sus tierras se convirtieron en su único panorama. La comitiva franqueó los cuatro fosos concéntricos adornados con flores, cuya ornamentación enmascaraba su cometido. Se detuvieron ante la entrada principal del palacio. Varios guardianes, que parecían enormes escarabajos negros ataviados con sus pesadas armaduras, se adelantaron con paso perezoso. Mientras el jefe verificaba laboriosamente el nombre de los visitantes en una lista, uno de sus lanceros se acercó a Toller y, sin hablar, empezó a revolver con brusquedad entre los planos enrollados en sus serones. Cuando hubo terminado, se detuvo para escupir en el suelo y luego trasladó su atención al caballete plegado que iba amarrado sobre la grupa del animal. Tiró tan fuertemente de los codales de madera brillante, que el cuernoazul dio un paso de costado hacia él.

— ¿Qué te pasa? — gruñó, lanzando una mirada envenenada a Toller —. ¿No puedes controlar a este saco de pulgas?

Soy una persona nueva, se juró Toller, y no voy a meterme en líos.

— ¿Puede insultarlo por querer acercarse a usted? — le preguntó sonriendo.

Los labios del lancero articularon algo en silencio mientras se aproximaba a Toller, pero en ese instante el jefe dio la señal para que la comitiva prosiguiera. Toller instó al animal a que avanzase y se colocó de nuevo tras el carruaje de Lain. El ligero incidente con el guardián le había irritado un poco, aunque sin afectarle demasiado, y se sentía contento de su comportamiento. Había sido un valioso ejercicio para evitar problemas innecesarios, el arte que pretendía practicar el resto de su vida. Sentado cómodamente en la montura, disfrutando del paso rítmico y constante del cuernoazul, trasladó sus pensamientos al asunto que ahora iban a tratar.

Sólo una vez antes había estado en el Palacio Principal, siendo un niño, y tenía un vago recuerdo de la abovedada Sala del Arco Iris, donde tendría lugar la reunión del consejo. Dudaba que fuese tan grande e impresionante como la recordaba, pero era el salón de recepciones más importante del palacio, y actualmente se usaba con frecuencia para las reuniones. Era evidente que el rey Prad consideraba importante la reunión, algo que a Toller le asombraba en cierto modo. Toda su vida había escuchado a los conservacionistas como su hermano proclamando avisos lúgubres sobre las decrecientes reservas de brakka, pero la vida en Kolkorron seguía más o menos como siempre. Era cierto que en los últimos años se habían producido restricciones de cristales de energía y de madera negra, y que su precio subía constantemente, pero siempre se habían encontrado nuevas reservas. Toller no podía imaginarse que las reservas naturales de todo el planeta no lograran cubrir las necesidades de sus habitantes.

Cuando la delegación filosofal llegó hasta el montículo sobre el que estaba situado el palacio, vio que había muchos carruajes reunidos en el patio principal, ante el edificio. Entre ellos se encontraba el flamante faetón rojo y anaranjado del gran Glo. Tres hombres con las ropas grises de filósofo estaban allí de pie, y cuando divisaron el carruaje de Lain avanzaron para detenerlo. Toller reconoció primero la figura rechoncha de Vorndal Sisstt; después a Duthoon líder de la sección del halvell; y el contorno anguloso de Borreat Hargeth, jefe de la investigación de armas. Los tres parecían nerviosos y preocupados, y se acercaron a Lain en cuanto éste bajó de su carruaje.

— Tenemos un problema, Lain — dijo Hargeth, señalando con la cabeza hacia el faetón de Glo — Será mejor que eches un vistazo a nuestro estimado líder.

Lain frunció el ceño.

— ¿Está enfermo?

— No, no está enfermo; yo diría que nunca se ha sentido mejor.

— No me digas que ha estado…

Lain se dirigió al faetón y abrió la puerta con brusquedad. El gran Glo, que se hallaba con la cabeza hundida en el pecho, se irguió de golpe, levantando la vista hacia él, sobresaltado. Sus pálidos ojos azules se fijaron en Lain, después sonrió mostrando sus dientes inferiores.

— ¡Me alegro de verte, muchacho! — exclamó —. Te dije que éste iba a ser nuestro… hummm… día. Vamos a arrasar con todo.

Toller saltó también de su montura y la ató en la parte posterior del carruaje, dando la espalda a los otros para ocultar su risa. Había visto a Glo muy borracho en varias ocasiones, pero nunca tan obviamente, tan cómicamente incapacitado. El contraste entre las mejillas rubicundas del eufórico Glo y los semblantes cenicientos de sus escandalizados colaboradores, hacía la situación aún más divertida. Repasaban ahora a toda prisa las ideas que tenían sobre la forma de exponer adecuadamente sus planes en la reunión. Toller no podía prestarles ninguna ayuda, pero le hacía gracia que otra persona atrajese el tipo de censura que normalmente le estaba reservado a él, especialmente si el infractor era el propio gran Glo.

— Señor, la reunión empezará enseguida — dijo Lain —. Pero si se encuentra indispuesto, quizá nosotros…

— ¡Indispuesto! ¿Qué manera de hablar es ésa? — Glo estiró la cabeza y descendió del vehículo, reposando de pie con una estabilidad forzada —. ¿A qué esperan? Vamos a ocupar nuestros puestos.

— Muy bien, señor. — Lain se acercó a Toller con una enigmática expresión —. Quate y Locranan cogerán los planos y el caballete. Quiero que te quedes aquí, junto al carruaje, y vigiles… ¿Qué es lo que te parece tan gracioso?

— Nada — dijo Toller rápidamente —. Nada, nada.

— No tienes ni idea de la importancia de esta reunión, ¿verdad?

— La conservación también es importante para mí — respondió Toller, intentando infundir a su voz un tono sincero —. Yo sólo…

— ¡Toller Maraquine! — El gran Glo se acercó con los brazos abiertos, mostrando en sus ojos la emoción —. No sabía que estuvieras aquí. ¿Cómo estás, muchacho?

Toller se quedó asombrado de que el gran Glo lo reconociera y más aún de que se mostrase tan efusivo.

— Me encuentro muy bien, señor.

— Ya lo veo. — Glo pasó un brazo sobre los hombros de Toller y se dirigió a los demás —. Observen qué magnífica figura de hombre; me recuerda la mía cuando yo era… hummm… joven.

— Deberíamos ir ya a ocupar nuestros puestos — dijo Lain —. No quisiera apremiarle, pero…

— Tienes razón; no debemos retrasar nuestro momento de… hummm… gloria. — Glo dio a Toller un afectuoso abrazo, exhalando el aliento del vino —. Vamos, Toller; tienes que contarme qué has estado haciendo en Haffanger.

Lain se adelantó ansioso.

— Mi hermano no forma parte de la delegación, señor. Se supone que debe esperar aquí.

— ¡Qué tontería! Vayamos todos.

— Pero no va vestido de gris.

— Eso no importa si está en mi comitiva personal — dijo Glo, con una suavidad que anulaba cualquier argumento —. Vamos ya.

Toller miró a Lain, levantando las cejas en señal de resignación, mientras el grupo avanzaba hacia la entrada principal del palacio. Se alegraba de que toda aquella serie de acontecimientos inesperados le hubieran salvado de lo que prometía ser una espera enormemente aburrida, pero continuaba decidido a conservar la buena relación con su hermano. Para él era vital no entorpecer en absoluto la reunión y, en particular, mostrarse impasible fuera cual fuese el comportamiento del gran Glo durante su celebración. Ignorando las miradas curiosas de los que se cruzaban con ellos, caminó hacia el palacio con Glo cogido de su brazo, intentando responder correcta pero concisamente a las preguntas del anciano, aunque su atención era atraída por el ambiente que los rodeaba.

El palacio también era la sede de la administración kolkorroniana y le dio la impresión de ser una ciudad dentro de otra. Sus pasillos y vestíbulos estaban abarrotados de hombres con caras lúgubres cuyo comportamiento revelaba que sus preocupaciones no eran las de los ciudadanos corrientes. Toller fue incapaz de imaginar cuáles debían ser sus ocupaciones o los temas de las conversaciones que susurraban. Sus sentidos estaban inundados por la opulencia de las alfombras y tapices, pinturas y esculturas, por los recargados techos abovedados. Incluso las puertas menos importantes parecían talladas en tablas de una pieza de parette, elvart o madera vidriada, representando cada una de ellas, quizás un año de trabajo de un maestro artesano.

El gran Glo parecía ajeno al ambiente del palacio, pero Lain y el resto de la comitiva se mostraban visiblemente subyugados. Avanzaban en un grupo unido, como soldados en un territorio hostil. Tras un largo recorrido, llegaron a una enorme puerta doble guardada por dos ostiarios de armaduras negras. Glo se abrió paso hasta la gran sala elíptica que había tras ellos. Toller se apartó para dejar que su hermano le precediera, y casi se quedó sin respiración al ver, por primera vez siendo adulto, la famosa Sala del Arco Iris. La bóveda de su techo estaba totalmente compuesta por paneles cuadrados de vidrio sostenidos por una intrincada celosía de brakka. La mayoría de los paneles eran de color azul pálido o blanco, representando el cielo y las nubes, pero a un lado había siete franjas curvas que reproducían los colores del arco iris. La luz que se filtraba por la cúpula teñía toda la sala de un resplandor encendido.

En el punto más lejano de la elipse, había un trono grande y sobrio sobre la parte más alta de un estrado. En el segundo nivel se encontraban alineados otros tres tronos de menor tamaño, que serían ocupados por los príncipes cuando apareciesen. Antiguamente, todos los príncipes debían ser hijos del reinante, pero la expansión y el desarrollo del país había hecho más conveniente aceptar que algunos puestos del gobierno los ocupasen descendientes colaterales. Éstos eran numerosos, gracias a la licencia sexual autorizada para la nobleza, y generalmente era posible adjudicar responsabilidades importantes a hombres apropiados. En esta monarquía, sólo Leddravohr y el apático Pouche, controlador de las finanzas públicas, eran reconocidos como hijos del rey.

Enfrentados a los tronos estaban los asientos dispuestos en secciones radiales para las órdenes relacionadas con temas que iban desde las artes y la medicina a la religión y la educación proletaria. La orden de filosofía ocupaba el sector central, de acuerdo con la tradición que databa de la época de Bytran IV, quien creía que el conocimiento científico era la base sobre la que se construiría el imperio mundial futuro. En los siglos siguientes había llegado a parecer que la ciencia había alcanzado ya todo el saber relativo al funcionamiento del universo, y la influencia del pensamiento de Bytran decayó. Pero la orden de los filósofos continuaba manteniendo muchos de los privilegios de su anterior relevancia, a pesar de la oposición de aquellos cuyo pensamiento era más pragmático.

Toller sintió una admiración benevolente por el gran Glo, cuando el hombrecillo rechoncho, con su gran cabeza inclinada hacia atrás y su estómago prominente, avanzó por la sala para ocupar su puesto ante los tronos. El resto de la delegación de los filósofos se acomodó en silencio detrás de él, intercambiando miradas de tanteo con sus oponentes de los sectores vecinos. Había más personas de las que esperaba Toller, quizá cien en total, contando a los secretarios y consejeros además de los miembros de las otras órdenes. Toller, ahora profundamente agradecido por su posición de supernumerario, se colocó en una fila detrás de los asistentes de cálculo de Lain y esperó a que el acto comenzara.

Se oía un murmullo general punteado por toses y Glguna ocasional risa nerviosa, hasta que sonó la corneta ceremonial y el rey Prad y los tres príncipes entraron en la sala por una puerta privada junio al estrado.

A sus más de sesenta años, el soberano, alto y delgado, se conservaba bien a pesar de su ojo blanco lechoso que se negaba a cubrir. Aunque la figura de Prad era impresionante y majestuosa, ataviado con sus ropas de color carmín, la atención de Toller fue atraída por la potente y corpulenta apariencia del príncipe Leddravohr. Vestía una coraza blanca hecha de múltiples capas de lino aprestado, moldeado con la forma de un perfecto torso masculino; y era evidente, por lo que podía verse de sus brazos y piernas, que la coraza no falseaba lo que cubría. Su rostro afeitado de cejas oscuras sugería un poder innato y su comportamiento delataba claramente que no tenía ningún interés en estar presente en la reunión del consejo. Toller sabía que había participado en centenares de conflictos sangrientos y sintió una punzada de envidia al advertir el desdén con que Leddravohr contempló a la asamblea antes de ocupar el trono central en la segunda fila. Él soñaba con desempeñar el mismo papel, el de un príncipe guerrero, que abandonaba de mala gana las fronteras peligrosas para atender a las trivialidades de la existencia civil.

Un oficial golpeó el suelo tres veces con su bastón para indicar el comienzo de la reunión del consejo. Prad, conocido por la informalidad con que presidía la corte, empezó a hablar inmediatamente.

— Les agradezco su asistencia hoy aquí — dijo, usando las inflexiones del kolkorroniano formal —. Como saben, el tema a tratar es la creciente escasez de brakka y de cristales de energía. Pero antes de escuchar sus opiniones, es mi deseo comentar otro asunto, aunque sólo sea para que quede clara su relativa insignificancia para la seguridad del imperio. No me refiero a los informes de distintas fuentes de que los pterthas se han incrementado notablemente durante el curso de este año. Según mi meditada opinión, el incremento aparente puede atribuirse al hecho de que nuestros ejércitos, por primera vez, están operando en regiones de Land donde, a causa de las condiciones naturales, siempre han abundado los pterthas. He dado instrucciones al gran Glo para que organice un reconocimiento completo que proporcionará datos más fiables, pero en cualquier caso no hay ninguna razón para alarmarse. El príncipe Leddravohr me asegura que los procedimientos existentes y las armas anti — ptertha s son más que adecuados para cualquier urgencia. Más preocupantes son los rumores de que han muerto soldados como resultado del contagio por víctimas de pterthas. Los rumores provienen de unidades del Segundo Ejército del frente de Sorka, y se han extendido rápidamente, como suele pasar con las falsedades dañinas, hasta Loongl en el este y Yalrofac en el oeste.

Prad se interrumpió inclinándose hacia delante; su ojo ciego brillaba.

— El efecto desmoralizador de esa clase de alarmas es una amenaza mayor para nuestros intereses nacionales que un incremento del doble o el triple en la población de pterthas. Todos los que estamos en esta sala sabemos que la pterthacosis no puede transmitirse por contacto corporal o por cualquier otro medio. Es deber de todos los que estamos aquí que estas dañinas historias sean erradicadas rápida y eficazmente. Debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para promover un sano escepticismo en las mentes del proletariado; y me refiero particularmente a los profesores, poetas y sacerdotes.

Toller dirigió una mirada a cada lado y vio a los líderes de las distintas delegaciones asintiendo con la cabeza, mientras tomaban sus notas. Le resultó sorprendente que el rey tuviera que tratar asuntos tan triviales personalmente, y durante unos segundos consideró la alarmante idea de que realmente podría haber algo de verdad en aquellos extraños rumores. Los soldados rasos, marinos y tripulantes aéreos, mantenían la impasibilidad reglamentaria; pero, por otra parte, tendían a ser ignorantes y crédulos. Sopesando, no veía ninguna razón para creer que hubiese algo más que temer de los pterthas de lo que se había demostrado en la era anterior de la larga historia de Kolkorron.

— …tema principal de discusión — decía el rey Prad —. Los informes de la Autoridad Portuaria muestran en el año 2625 nuestras importaciones de brakka desde las seis provincias ascendieron sólo a 118.426 toneladas. Éste es el duodécimo año sucesivo en que el total desciende. La producción de pikon y halvell también ha sufrido la correspondiente bajada. No existen datos sobre la producción de aquí, pero las estimaciones preliminares son menos alentadoras de lo normal.

»La situación está agravada por el hecho de que el consumo militar e industrial, especialmente de cristales, continúa creciendo. Parece que nos aproximamos a un período crucial para la prosperidad de nuestro país, y que debemos desarrollar estrategias de largo alcance para tratar el problema. Ahora consideraremos vuestras propuestas.

El príncipe Leddravohr, que había permanecido en silencio durante la introducción de su padre, se puso de pie inmediatamente.

— Majestad, no es mi intención mostrarme discrepante, pero confieso que crece mi impaciencia ante toda esta charla sobre la escasez y disminución de los recursos. La verdad es que existe abundancia de brakka; suficiente para satisfacer nuestras necesidades durante los siglos venideros. Hay grandes bosques de brakkas que aún están intactos. La verdadera deficiencia está en nosotros mismos. Nos falta resolución para apartar nuestros ojos de los grandes días de Land y avanzar reclamando lo que nos corresponde por derecho.

Una ráfaga de excitación recorrió la sala, lo que hizo que Prad levantase su mano para calmarla. Toller se incorporó en el asiento, alertado.

— No toleraré que se hable de ir contra Chamteth — dijo Prad, con una voz más grave y fuerte que antes.

Leddravohr volvió su rostro hacia él.

— Tarde o temprano sucederá, ¿por qué esperar?

— Repito que no toleraré que se hable de una guerra mayor.

— En ese caso, majestad, solicito su permiso para retirarme — dijo Leddravohr con un ligero tono de insolencia —. No puedo participar en una discusión que está privada de toda lógica.

Prad sacudió la cabeza como un pájaro.

— Vuelve a ocupar tu asiento y reprime tu impaciencia; tu nuevo interés por la lógica puede que pronto te resulte útil. — Sonrió al resto de la reunión, como diciendo: incluso un rey tiene problemas con los hijos rebeldes, e invitó al príncipe Chakkell a exponer sus ideas sobre la reducción del consumo industrial de cristales de energía.

Toller se relajó mientras Chakkell hablaba, pero no podía apartar sus ojos de Leddravohr, que ahora permanecía recostado, mostrando un exagerado aburrimiento. Estaba intrigado, inquieto y extrañamente interesado por el descubrimiento de que el príncipe militar consideraba la guerra con Chamteth como algo deseable e inevitable a la vez. Poco se sabía sobre la exótica tierra que, en la parte más alejada del mundo, no era alcanzada por la sombra de Overland y, por tanto, tenía un día ininterrumpido.

Los mapas de que se disponía eran muy antiguos y de dudosa exactitud, pero mostraban a Chamteth tan grande como el imperio kolkorroniano e igualmente poblado. Pocos viajeros de los que penetraron allí habían vuelto, pero sus informes eran unánimes en lo referente a la descripción de los enormes bosques de brakkas. Sus reservas no se habían reducido, porque los chamtethanos consideraban un grave pecado interrumpir el ciclo de vida del árbol de brakka. Conseguían cantidades limitadas de cristales perforando agujeros en las cámaras de combustión, y restringían el uso de la madera negra a la que podían obtener de los árboles muertos por causas naturales.

La existencia de tan fabulosa mina había atraído el interés de los gobernantes kolkorronianos del pasado, pero nunca se había llevado a cabo ninguna acción guerrera verdaderamente importante. Una de las causas era lo apartado que estaba el país; la otra que los chamtethanos tenían fama de guerreros feroces, tenaces y bien dotados. Se pensaba que su ejército era el único consumidor de cristales en el país y, ciertamente, los chamtethanos eran conocidos por su empleo excesivo del cañón; una de las formas más extravagantes de derrochar cristales. Se encontraban también totalmente aislados, rechazando toda relación comercial o cultural con otras naciones.

— El coste de la invasión de Chamteth, por una u otra causa, siempre se había considerado excesivo, y Toller siempre había creído que esta situación era una parte inamovible del orden natural de las cosas. Pero acababa de oír hablar de cambio, y tenía un gran interés personal en esa posibilidad.

Las divisiones sociales en Kolkorron eran tales que, en circunstancias normales, a un miembro de la gran familia de familias vocacionales no le estaba permitido cruzar las barreras. Toller, inquieto y resentido por haber nacido en la orden de los filósofos, había realizado muchos intentos inútiles para lograr ser aceptado en el servicio militar. Lo que más le exasperaba de su fracaso era saber que no habría encontrado ningún obstáculo para entrar en el ejército si hubiera formado parte de las masas proletarias. Podría haberse preparado para servir como soldado de línea en los puestos más inhóspitos del imperio, si no fuese porque su rango social le impedía ocupar un estatus inferior al de oficial; un honor celosamente guardado por la casta de los militares.

Todo aquello, comprendía ahora Toller, era similar a lo que ocurría en otros asuntos del país que seguían una tradición familiar de siglos de antigüedad. Una guerra con Chamteth obligaría a profundos cambios en Kolkorron; sin embargo, el rey Prad no ocuparía el trono indefinidamente. Era probable que fuese sustituido por Leddravohr en un futuro no demasiado remoto; y cuando eso ocurriese, el antiguo sistema sería barrido. Parecía como si la fortuna de Toller dependiera directamente de la de Leddravohr y la simple esperanza era suficiente para producir en su conciencia una corriente de oscura excitación. La reunión del consejo, que él esperaba rutinaria y aburrida, estaba resultando ser una de las oportunidades más interesantes de su vida.

Sobre el estrado, el príncipe Chakkell, moreno, calvo y barrigón, terminaba de exponer sus comentarios introductorios, afirmando que se necesitaba el doble del suministro actual de pikon y halvell para las excavaciones, en caso de que se continuasen llevando a cabo los proyectos de construcción.

— Creo que tus intereses no coinciden con los de los aquí reunidos — comentó Prad, empezando a mostrarse un poco exasperado —. ¿Puedo recordarte que esperábamos tus ideas sobre cómo reducir la demanda?

— Discúlpeme, majestad — dijo Chakkell, contradiciendo con su tono obstinado esas palabras.

Era hijo de un noble de oscura procedencia y había ganado su rango mediante una combinación de energía, astucia y controlada ambición, y no era ningún secreto para las jerarquías superiores de la sociedad kolkorroniana que abrigaba esperanzas de ver un cambio en las reglas de sucesión que pudieran permitir a uno de sus hijos ascender al trono. Aquellas aspiraciones, junto con el hecho de que era el principal competidor de Leddravohr respecto a los productos de brakka, significaba que existía un candente antagonismo entre ellos; pero en esta ocasión, ambos estaban de acuerdo. Chakkell se sentó y cruzó los brazos, haciendo notar que cualquier opinión que tuviese respecto al tema de la conservación no sería del agrado del rey.

— Parece ser que hay una falta de entendimiento sobre un problema extremadamente serio — dijo Prad severamente —. Debo resaltar que el país se enfrenta a una serie de años de grandes restricciones en las comodidades básicas, y espero una actitud más positiva por parte de mis administradores y consejeros en lo que queda de esta reunión. Quizá quede clara la gravedad de la situación si el gran Glo nos informa de los progresos que se han logrado en los intentos por producir pikon y halvell por medios artificiales. Aunque nuestras expectativas son grandes respecto a eso, hay, como ahora oirán, todavía mucho que hacer y nos corresponde urdir un plan de acuerdo a ello. Háganos saber sin demora y concisamente lo que tiene que decir, gran Glo.

Se produjo un silencio durante el cual no ocurrió nada; después, Borreat Hargeth, situado en la segunda fila del sector de los filósofos, se inclinó hacia delante y golpeó el hombre de Glo. Éste, inmediatamente, saltó en su asiento, obviamente sobresaltado, y alguien al otro lado del pasillo, a la derecha de Toller, dejó escapar una risa ahogada.

— Perdone, majestad, estaba reflexionando — dijo el gran Glo, en un tono innecesariamente alto —. ¿Cuál era su… hummm… pregunta?

Sobre el estrado, el príncipe Leddravohr se cubrió el rostro con una mano, para ocultar su vergüenza y el mismo hombre situado a la derecha de Toller, soltó una nueva carcajada. Toller se volvió en aquella dirección, frunciendo el ceño, y el hombre, un oficial de la delegación médica del gran Tunsfo, enmudeció en el acto al advertirlo.

El rey suspiró con tolerancia.

— Mi pregunta, si puede usted hacernos el honor de fijar su mente en ella, estaba relacionada con los experimentos realizados con el pikon y en halvell. ¿Cuál es el estado de las cosas?

— ¡Ah! Sí, majestad, de hecho la situación está… hummm… como le informé en nuestra última entrevista. Hemos realizado grandes avances… avances sin precedentes… en la extracción y purificación del verde y el púrpura. Debemos estar orgullosos. Lo que aún nos queda por conseguir en esta… Fase es perfeccionar el método para eliminar los contaminantes que impiden que los cristales reaccionen unos con otros. Esto resulta… hummm… difícil.

— Se está contradiciendo, Glo. ¿Están haciendo progresos en la purificación o no?

— Nuestros progresos son excelentes, majestad. Es decir, hasta donde se ha llegado. Sólo es una cuestión de disolventes y temperaturas y… hummm… reacciones químicas complejas. Nos encontramos entorpecidos en la marcha por no encontrar el disolvente adecuado.

— A lo mejor se lo ha bebido el viejo loco — dijo Leddravohr a Chakkell, sin hacer el menor esfuerzo por modular su voz. La risa que secundó sus palabras estaba acompañada de una cierta inquietud. La mayoría de los presentes no había presenciado nunca que un hombre de la categoría de Glo fuese insultado tan directamente.

— ¡Basta! — El ojo lechoso de Prad se dilató y se estrechó varias veces; algo que podía considerarse como una advertencia —. Gran Glo, cuando hablé con usted hace unos días me dio a entender que podían empezar a producir cristales puros de aquí a dos o tres años. ¿Está diciendo otra cosa ahora?

— No sabe lo que está diciendo — comentó irónicamente Leddravohr, dirigiendo una mirada desdeñosa al sector de los filósofos.

Toller, imposibilitado para reaccionar de otra forma, irguió los hombros tanto como le fue posible, sosteniendo la mirada de Leddravohr, mientras una voz en su interior le recordaba sus nuevos propósitos de ser sensato y no meterse en problemas.

— Majestad, esto es un asunto de mucha… hummm… complejidad — dijo Glo, ignorando a Leddravohr —. No podemos considerar el tema de los cristales como algo aislado. Incluso aunque ahora tuviésemos reservas ilimitadas de cristales… Están los árboles de brakka… Nuestras plantaciones… Hacen falta seis siglos para que los árboles se desarrollen y…

— Querrá decir seis décadas, ¿no?

— Creo que dije seis décadas, majestad, pero tengo otra propuesta que desearía que considerase. — La voz de Glo temblaba mientras seguía hablando con ligeras interrupciones —. Tengo el honor de presentarle un plan visionario que se adaptará al futuro de esta gran nación. Dentro de mil años nuestros descendientes mirarán hacia su reinado con admiración cuando…

— ¡Gran Glo! — Prad parecía atónito e irritado —. ¿Está enfermo o borracho?

— Ni una cosa ni otra, majestad.

— Entonces, deje su charlatanería visionaria y responda a mi pregunta sobre los cristales.

Glo parecía respirar con dificultad, hinchando el pecho bajo su túnica gris.

— Me temo que estoy algo indispuesto. — Apoyándose en un costado se dejó caer sobre su asiento con un sonoro golpe —. Mi matemático mayor, Lain Maraquine, expondrá los hechos… hummm… por mí.

Toller, con ansiedad creciente, observó cómo su hermano se levantaba haciendo una reverencia hacia el estrado e indicando a sus ayudantes, Quate y Locranan, que acercaran el caballete y los planos. Éstos obedecieron desplegando el caballete con torpe nerviosismo, prolongando una tarea que no requería más de un instante. Aún fue necesario más tiempo para desplegar los planos y colgarlos adecuadamente ante el estrado. Incluso el apático príncipe Pouche empezaba a impacientarse. Toller se inquietó al advertir el nerviosismo de su hermano.

— ¿Qué pretendes, Maraquine? — dijo el rey, con tono poco cordial —. ¿Voy a volver a las clases escolares a mi edad?

— Los gráficos son útiles, majestad — dijo Lain —. Representan los factores que rigen el…

El resto de su explicación, mientras señalaba los factores clave sobre los claros diagramas, fue inaudible.

— No te oigo — gritó Chakkell con insolencia —. ¡Habla más alto!

— ¿Qué modales son ésos? — dijo Leddravohr, volviéndose hacia él —. ¿Qué forma es ésa de dirigirse a una jovencita tímida?

Unos cuantos hombres de la sala le corearon con sus carcajadas.

Esto no puede seguir así, pensó Toller, levantándose bruscamente, fuera de sus casillas. El código de conducta kolkorroniano establecía que responder a una provocación, y un insulto se consideraba como tal, dirigido a un tercer significaba aumentar la ofensa inferida a éste. Era como insinuar que el insultado era demasiado cobarde para defender su propio honor. Lain había declarado en muchas ocasiones que su deber como filósofo era mantenerse al margen de esos comportamientos irracionales, que el antiguo código era más apropiado a animales pendencieros que a hombres racionales. Sabiendo que su hermano no lo haría y no pudiendo él responder a la provocación de Leddravohr, sabiendo además que estaba excluido de cualquier intervención activa, Toller optó por la única posibilidad que le quedaba. Permaneció de pie, diferenciándose de los otros que seguían inmóviles en sus asientos, esperando que Leddravohr reparase en él y comprendiese su posición física y mental.

— Basta, Leddravohr. — El rey golpeó los brazos de su trono —. Quiero oír lo que el ponente tiene que decir. Adelante, Maraquine.

— Majestad, yo…

Lain temblaba ahora con tal violencia que sus ropas se agitaban.

— Intenta calmarte, Maraquine. No quiero que se alargue este discurso; bastará con que me digas cuántos años pasarán, según tu opinión, antes de que podamos producir pikon y halvell puro.

Lain respiró profundamente, luchando consigo mismo para controlarse.

— Es imposible hacer una predicción de ese tipo.

— Dame tu opinión personal. ¿Dirías que cinco años?

— No, majestad. — Lain observó de reojo al gran Glo y se sobrepuso para hacer su voz más firme —. Si incrementamos diez veces los gastos de investigación… con suerte… dentro de veinte años podríamos producir cristales aprovechables. Pero no existe ninguna garantía de que lo logremos. Sólo hay un camino sensato y lógico para nuestro país y es prohibir totalmente que se talen brakkas en los próximos veinte o treinta años. De esa forma…

— Me niego a seguir escuchando más. — Leddravohr se puso en pie y descendió del estrado —. ¿Dije jovencita? Estaba equivocado; ¡no es más que una vieja! Recoja sus faldas y lárguese de aquí, vieja, y no olvide sus cachivaches.

Leddravohr avanzó a grandes pasos hacia el caballete apartándolo de un manotazo, tirándolo al suelo.

Durante el alboroto que se produjo a continuación, Toller abandonó su lugar y, con paso firme, se acercó a su hermano. En el estrado, el rey ordenaba a Leddravohr que volviese a su asiento; pero su voz apenas era audible entre los gritos furibundos de Chakkell y la conmoción general de la sala. Un oficial de la corte golpeaba el suelo con su bastón, consiguiendo sólo aumentar el ruido. Leddravohr miró directamente hacia Toller con ojos fríos e iracundos, pero pareció no verlo al volverse en redondo para encarar a su padre.

— Con su permiso, majestad — gritó con voz que provocó un palpitante silencio en la sala —. Sus oídos no pueden seguir soportando esta perorata de los llamados pensadores.

— Soy perfectamente capaz de tomar decisiones por mí mismo — respondió Prad secamente —. Debo recordarte que esto es una reunión del Gran Consejo, no un campo de reyertas para tus condenadas tropas.

Leddravohr no se contuvo en su desprecio hacia Lain.

— Siento más estima por el más humilde soldado al servicio de Kolkorron que por esta vieja de rostro lívido.

Su reiterado desacato al rey incrementó el silencio bajo la cúpula de vidrio y, en esa tensa quietud, Toller dejó escapar su propio desafío. Hubiera sido un delito similar a la traición, y castigado con la muerte, que cualquier persona de su condición tomase la iniciativa de retar a un miembro de la monarquía, pero la ley le permitía atacar indirectamente dentro de unos límites para provocar una respuesta.

— Parece que «vieja» es el epíteto favorito del príncipe Leddravohr — dijo a Vorndal Sisstt, que se hallaba sentado junto él —. ¿Quiere decir esto que es siempre muy prudente eligiendo sus adversarios?

Sisstt, traspuesto, se recostó encogiéndose en su asiento, intentando demostrar nerviosamente su disidencia cuando Leddravohr se volvió para identificar a quien había hablado. Viendo a Leddravohr de cerca por primera vez, Toller apreció su fuerte mandíbula, su semblante sin arrugas, caracterizado por una curiosa tersura escultural, casi como si sus músculos estuviesen enervados e inmóviles. Era un rostro inhumano, privado de las fluctuaciones comunes en la expresión, donde solamente los ojos bajo unas cejas espesas delataban sus pensamientos. En este caso, los ojos de Leddravohr evidenciaban, mientras examinaban con todo detalle al joven, que era mayor su incredulidad que su furia.

— ¿Quién eres tú? — preguntó al fin —. ¿O debería decir qué eres tú?

— Mi nombre es Toller Maraquine, príncipe, y tengo el honor de ser filósofo.

Leddravohr levantó la vista hacia su padre y sonrió, como para demostrar que cuando lo consideraba un deber filial, podía aguantar una provocación extrema. A Toller no le gustó la sonrisa, que desapareció en un instante, como cuando se corre una cortina, sin afectar a ninguna otra parte de su rostro.

— Bien, Toller Maraquine — dijo Leddravohr —, es una suerte que en la casa de mi padre no se lleven nunca armas.

Déjalo, trataba Toller de convencerse a sí mismo. Ya has manifestado tu opinión, a pesar de todo, impunemente.

— ¿Suerte? — dijo tranquilamente —. ¿Para quién?

La sonrisa de Leddravohr no se alteró, pero sus ojos se volvieron opacos, como pulidos guijarros marrones. Dio un paso hacia delante y Toller se preparó para la lucha física; pero en ese preciso momento, el delicado eje de la confrontación fue quebrado desde una dirección inesperada -

— Majestad — dijo el gran Glo, levantándose de repente, con aspecto cadavérico pero hablando, sorprendentemente, con fluidez y claridad —. Le ruego, por el bien de Kolkorron, que escuche la propuesta que antes mencioné. Por favor, no permita que una leve indisposición impida que usted oiga el plan, cuyas implicaciones superan el presente y el futuro próximo, y a largo plazo atañerán a la propia existencia de nuestra gran nación.

— No se mueva, Glo. — El rey se levantó también y apuntó hacia Leddravohr con los índices de ambas manos, concentrando en él toda la fuerza de su autoridad —. Leddravohr, ahora volverás a ocupar tu asiento.

Leddravohr contempló al rey durante unos segundos con expresión impasible, después dio la espalda a Toller y, lentamente, caminó hacia el estrado. Toller se sobresaltó al notar que su hermano le apretaba el brazo con la mano.

— ¿Qué pretendes? — murmuró Lain, escudriñando con su mirada aterrada el rostro de su hermano —. Leddravohr ha matado a muchos por menos.

Toller apartó el brazo.

— Aún estoy vivo.

— No tienes ningún derecho a inmiscuirte.

— Pido perdón por el insulto — dijo Toller —. Pensé que uno más no importaría.

— Sabes lo que pienso de tu infantil…

Lain enmudeció al acercarse el gran Glo.

— El muchacho no puede evitar ser tan impetuoso; yo era igual a su edad — dijo.

El brillo de su frente demostraba que cada poro de su piel destilaba sudor. Bajo los amplios pliegues de su túnica, su pecho se dilataba y se contraía con inquietante rapidez, expeliendo el olor del vino.

— Señor, creo que debería sentarse y tranquilizarse — dijo Lain en voz baja —. No es necesario que se someta a más…

— ¡No! Tú eres el que debe sentarse. — Glo señaló dos asientos cercanos y esperó a que Lain y Toller se acomodasen en ellos —. Eres un hombre bueno, Lain, pero fue un error de mi parte confiarte una tarea que es constitucionalmente… hummm… insostenible. Ahora se precisa valentía, valentía en los cálculos. Eso es lo que nos hizo ganar el respeto de los antiguos reyes.

Toller, morbosamente interesado por cada movimiento de Leddravohr, advirtió que, sobre el estrado, el príncipe concluía una conversación murmurada con su padre. Los dos hombres se sentaron y Leddravohr, inmediatamente, volvió su mirada escrutadora en la dirección de Toller. A un casi imperceptible asentimiento del rey, un oficial golpeó el suelo con su bastón para acallar los murmullos que invadían toda la sala.

— ¡Gran Glo! — La voz de Prad parecía ominosamente serena —. Disculpe la descortesía mostrada hacia los miembros de su delegación, pero también quisiera añadir que no debemos perder el tiempo de la reunión con sugerencias frívolas. Ahora, si le otorgo el permiso para que exponga aquí los factores esenciales de su gran plan, ¿podrá llevarlo a cabo rápida y escuetamente, sin aumentar mis tribulaciones de este día que ya ha tenido tantas?

— ¡Con mucho gusto!

— Entonces, adelante.

— Enseguida, majestad. — Glo se volvió hacia Lain, guiñándole el ojo y susurrándole —: ¿Recuerdas lo que dijiste de que volaba más alto y veía más lejos? Ahora tendrás razones para reflexionar sobre esas palabras, muchacho. Tus gráficos hablaban de una historia que ni si siquiera tú comprendes, pero yo…

— Gran Glo — dijo Prad —, estoy esperando.

Glo le dedicó una complicada reverencia, realizando unas florituras con la mano acordes con sus palabras altisonantes.

— Majestad, el filósofo tiene muchos deberes, muchas responsabilidades. No sólo debe abarcar con su mente el pasado y el presente, debe iluminar los múltiples caminos hacia el futuro. Cuanto más oscuros y… hummm… peligrosos sean estos caminos, más alto…

— ¡Vaya al grano, Glo!

— Muy bien, majestad. Mi análisis de la situación en la que se encuentra Kolkorron hoy en día, muestra que las dificultades para obtener brakka y cristales de energía están creciendo hasta un punto en que… hummm…, sólo con medidas enérgicas y previsoras se evitará el desastre nacional. — La voz de Glo temblaba de emoción —. Mi opinión es que como los problemas que nos atañen crecen y se multiplican, debemos ampliar nuestra capacidad de acuerdo a ellos. Si queremos mantener nuestra posición hegemónica en Land, debemos volver la vista, no hacia las naciones insignificantes que nos rodean, con sus escasos recursos, sino hacia el cielo. Todo el planeta Overland suspendido sobre nosotros está aguardando, como un delicioso fruto preparado para ser recogido. Está dentro de nuestras posibilidades desarrollar un método para ir allí y…

El final de la frase fue ahogado por una corriente exaltada de risas.

Toller, cuya mirada se había quedado fija en la de Leddravohr, se volvió al oír unos gritos a su derecha. Vio que detrás de la delegación médica de Tunsfo, el gran Prelado Balountar se había puesto en pie y señalaba al gran Glo con un dedo acusador, con su pequeña boca desencajada por la excitación.

Borreat Hargeth, sentado junto a Toller, se inclinó sobre su fila y presionó el hombro de Lain.

— Haz que se siente ese viejo loco — le susurró escandalizado —. ¿Tú sabías que iba a hacer esto?

— ¡Por supuesto que no! — El enjuto rostro de Lain estaba lívido —. ¿Y cómo voy a detenerlo?

— Será mejor que hagas algo antes de que todos quedemos como unos idiotas.

— …hace tiempo se sabe que Land y Overland comparten una atmósfera común — seguía declamando Glo, totalmente ajeno a la conmoción que había provocado —. Los archivos de Monteverde contienen dibujos detallados de globos de aire caliente capaces de ascender a…

— En nombre de la Iglesia, le ordeno que cese esa blasfemia — gritó el gran Prelado, abandonando su lugar para adelantarse hasta Glo, con la cabeza inclinada hacia delante, oscilando de un lado a otro como la de las aves zancudas.

Toller, que era anticlerical por instinto, dedujo por la violenta reacción de Balountar que el prelado era un alternacionista convencido. A diferencia de muchos prelados mayores, que aparentaban estar de acuerdo con su credo para percibir grandes estipendios, Balountar creía realmente que después de la muerte el espíritu emigraba a Overland, se reencarnaba en un nuevo infante recién nacido, y volvía a Land de la misma manera, en un ciclo de existencia interminable.

Glo hizo un gesto desdeñoso hacia Balountar.

— La dificultad principal está en la región de gravedad… hummm… neutral en el punto medio de la trayectoria donde, desde luego, la densidad diferencial entre el aire frío y el caliente no tiene ningún efecto. Este problema puede solucionarse proveyendo a las naves con tubos de reacción que…

Glo enmudeció bruscamente cuando Balountar se le acercó en una rápida embestida, con sus ropas negras agitándose, y lo golpeó en la boca. Toller, que no se imaginaba que el clérigo fuese a usar la fuerza, saltó de su asiento. Agarró las huesudas muñecas de Balountar e inmovilizó sus brazos a ambos lados. Glo se llevó una mano a la garganta, enmudeciendo. El clérigo intentó liberarse, pero Toller lo levantó con tanta facilidad como si fuera un espantapájaros y lo sentó un poco más atrás. Entonces se dio cuenta de que mientras él se ocupaba de Balountar, el rey había vuelto a ponerse en pie. La risa de la sala se extinguió para ser reemplazada por un silencio tenso.

— ¡Tú! — la boca de Balountar se movía espasmódicamente mientras miraba a Toller —. ¡Tú me has tocado!

— Actué para defender a mi maestro — dijo Toller, comprendiendo que su acto reflejo había sido una infracción grave del protocolo.

Oyó un sonido de arcada reprimido y. al volverse, descubrió que Glo estaba vomitando con las manos alrededor de la boca. Por sus dedos goteaba vino tinto, que ensuciaba sus vestidos y salpicaba el suelo.

El rey habló en voz alta y clara, cada palabra tan cortante como una navaja.

— Gran Glo, no sé qué es más ofensivo, el contenido de su estómago o el de su cabeza. Desaparezcan de mi presencia de inmediato usted y su grupo, y les aviso aquí y ahora que, en cuanto solucione otros problemas más urgentes, voy a pensar seriamente sobre su futuro.

Glo descubrió su boca e intentó hablar, las piezas marrones de su dentadura se movían arriba y abajo, pero no fue capaz de producir más que un débil sonido gutural.

— Apártese de mi vista — dijo Prad, volviendo su mirada hacia el gran Prelado —. En cuanto a usted, Balountar, debe ser censurado por llevar a cabo un ataque físico a uno de mis ministros, no importa la magnitud de la provocación. Por eso no puede proceder contra ese joven que le refrenó, aunque, al parecer, anda escaso de discreción. Vuelva a su sitio y permanezca sin hablar hasta que el gran Filósofo y su séquito de bufones se hayan retirado.

El rey se sentó mirando al frente, mientras Lain y Borreat Hargeth se acercaron a Glo y lo llevaron hacia la entrada principal de la sala. Toller caminaba junto Vorndal Sisstt, que se había arrodillado para limpiar el suelo con el dobladillo de su túnica., y colaboraba con los dos ayudantes de Lain en la recogida de los planos y el caballete caído. Al levantarse con el caballete bajo el brazo, pensó que el príncipe Leddravohr debía de haber recibido una buena reprimenda para permanecer tan silencioso. Echó un vistazo al estrado y vio que Leddravohr, repantingado en su trono, le observaba con fijeza tratando de mantener firme la mirada. Toller, oprimido por la vergüenza de su orden, apartó la vista inmediatamente, pero no antes de ver reaparecer la sonrisa de Leddravohr.

— ¿A qué esperas? — murmuró Sisstt —. Recoge pronto todo esto antes de que el rey decida desollarnos.

El recorrido por los pasillos y salones del palacio pareció el doble de largo que a la entrada. Incluso después de que el gran Glo se recuperara lo suficiente como para rechazar la ayuda que le ofrecían, Toller tenía la sensación de que la noticia de la deshonra de los filósofos se había extendido mágicamente y que era comentada en voz baja por cada grupo con que se cruzaban. Desde el comienzo tuvo la impresión de que Glo sería incapaz de hacer un buen papel en la reunión, pero no había imaginado que resultaría un desastre de tal magnitud. El rey Prad era conocido por la informalidad y tolerancia con que manejaba los asuntos reales, pero Glo había logrado excederse hasta unos límites que el futuro de toda la orden estaba en cuestión. Y además, el plan embrionario de Toller de entrar en el ejército contando algún día con el favor de Leddravohr, ya no era posible; el príncipe militar era conocido porque nunca olvidaba y nunca perdonaba.

Al llegar al patio principal, Glo sacó el estómago hacia fuera y caminó con desenvoltura hasta su faetón. Se detuvo al llegar, volvió el rostro hacia el resto del grupo y dijo:

— Bueno, no fue tan mal, ¿no? Creo que puedo decir sinceramente que he plantado una… hummm… semilla en la mente del rey. ¿Qué os parece?

Lain, Hargeth y Duthoon intercambiaron miradas de preocupación, pero Sisstt habló.

— Estoy totalmente de acuerdo, señor.

Glo asintió con la cabeza, satisfecho.

— Ésta es la única manera de hacer avanzar una idea radicalmente nueva, ya sabéis. Plantar una semilla. Dejémosla… hummm… germinar.

Toller se alejó, ante el peligro inminente de no poder contener la risa a pesar de todo lo ocurrido, y llevó el caballete hasta su cuernoazul que estaba amarrado. Sujetó con correas la estructura de madera a la grupa del animal, recobró los planos enrollados que llevaban Quate y Locranan, y se preparó para partir. El sol se hallaba un poco más allá del punto medio entre Land y Overland; afortunadamente el humillante espectáculo había sido breve y tendría tiempo para pedir un desayuno tardío y tratar de enmendar el resto del día. Había colocado ya un pie en el estribo cuando su hermano apareció a su lado.

— ¿Qué es lo que te desazona? — le pregunto Lain —. Tu comportamiento en el palacio ha sido asombroso, aun conociendo tu forma de actuar.

Toller retrocedió.

— ¿Mi comportamiento?

— ¡Sí! En pocos minutos has conseguido hacerte enemigo de los dos hombres más peligrosos del imperio. ¿Cómo lo consigues?

— Es muy sencillo — dijo Toller sin inmutarse —. Me comporto como un hombre.

Lain suspiró exasperado.

— Hablaré contigo después, cuando estemos en Monteverde.

— No lo dudo.

Toller montó el cuernoazul y lo apremió para que marchase sin esperar al carruaje. En el camino de vuelta hacia la Casa Cuadrada, su enfado con Lain fue desvaneciéndose poco a poco, mientras pensaba que su hermano se hallaba en una posición poco envidiable. El gran Filósofo Glo había desacreditado a la orden, pero sólo el rey podía deponerlo. Cualquier intento de apartarlo sería considerado como sedición y, en cualquier caso, la lealtad de Lain hacia Glo le impedía incluso criticarlo en privado. Cuando la gente se enterara de que Glo había propuesto enviar naves a Overland, todos los que tuviesen alguna relación con él se convertirían en objetivo de burlas; y Lain lo aguantaría todo en silencio, concentrándose aún más en sus libros y sus gráficos, mientras las posesiones de los filósofos en Monteverde cada vez estaban menos seguras.

Al llegar a la casa de múltiples gabletes, la mente de Toller estaba ya cansada de cavilaciones y empezó a ser consciente de su sensación de hambre. No había desayunado y, además, apenas había comido nada el día anterior. Ahora notaba un vacío feroz en el estómago. Amarró el cuernoazul en el recinto y, sin descargarlo, se dirigió a la casa, con la intención de ir directamente a la cocina.

Por segunda vez aquella mañana, se encontró sin esperarlo ante Gesalla, que atravesaba el vestíbulo de entrada hacia el salón del lado oeste. Se volvió hacia él, deslumbrada por la luz que entraba por la arcada y sonrió. Pero la sonrisa sólo le duró unos segundos, hasta que lo reconoció. Pero a Toller le produjo una extraña impresión. Le pareció que veía a Gesalla por primera vez, como una figura divina de ojos brillantes, y en ese momento tuvo una inexplicable y dolorosa sensación de despilfarro, no de posesiones materiales sino de todas las posibilidades que ofrecía la vida. La sensación se marchó con la misma rapidez con que había llegado, pero lo dejó triste.

— Ah, eres tú — dijo Gesalla con frialdad —. Creí que eras Lain.

Toller sonrió, preguntándose si sería capaz de empezar una relación nueva y más constructiva con Gesalla.

— Un engaño de la luz.

— ¿Por qué vuelves tan pronto?

— Eh… la reunión no fue como se planeó. Surgieron algunos problemas. Lain te lo contará todo; viene hacia aquí.

Gesalla inclinó la cabeza para apartarse de la luz.

— ¿Por qué no me lo cuentas tú? ¿Tuvo algo que ver contigo?

— ¿Conmigo?

— Sí. Le aconsejé a Lain que no te permitiera acercarte al palacio.

— Bueno, quizás está empezando a cansarse tanto como yo de ti y de tus consejos interminables. — Toller intentó callarse, pero la fiebre de las palabras se había adueñado de él —. Quizás empieza a arrepentirse de tener por esposa una rama estéril en vez de una mujer auténtica.

— Gracias; transmitiré a Lain todos tus comentarios. — Los labios de Gesalla esbozaron una débil sonrisa, que demostraba que no estaba herida, sino más bien satisfecha por haber logrado provocar la respuesta violenta que podría justificar que Toller fuese expulsado de la Casa Cuadrada —. ¿Debo pensar que la encarnación de una mujer auténtica es la puta que espera ahora en tu cama?

— Puedes pensar… — Toller frunció el ceño, intentando disimular que había olvidado completamente a su compañera de la noche anterior —. Refrena tu lengua. Felise no es una puta.

Los ojos de Gesalla adquirieron un brillo chispeante.

— Su nombre es Fera.

— Felise o Fera, no es una puta.

— No voy a discutir definiciones contigo — dijo Gesalla, ahora con un tono más frío y exasperado —. El cocinero me dijo que diste instrucciones para que se sirviese a tu… invitada toda la comida que desease. Y si lo que ha consumido este antedía es su norma habitual, tienes suerte de no tener que mantenerla como esposa.

— ¡Pues voy a hacerlo! — Toller vio la ocasión de devolver el ataque verbal y contestó automáticamente, sin tener en cuenta las consecuencias —. Esta mañana, antes de salir, intenté decirte que he otorgado a Fera la condición de esposa de grado. Supongo que pronto podrás disfrutar de su compañía en la casa y entonces todos podremos ser amigos. Ahora, si me excusas…

Sonrió, saboreando la conmoción e incredulidad que se reflejaba en el rostro de Gesalla, después se giró y se dirigió hacia la escalera principal, procurando esconder su propia perplejidad por el efecto que unos segundos de furia podían producir en el curso de su vida. La última cosa que deseaba era la responsabilidad de una mujer, incluso de cuarto grado, y sólo le quedaba esperar que Fera rehusase la oferta que ahora se veía obligado a hacerle.

Capítulo 5

El general Risdel Dalacott se despertó con las primeras luces y, siguiendo la rutina que raramente había variado en los sesenta y ocho años de su vida, se levantó de la cama de inmediato.

Dio varias vueltas por la habitación, adquiriendo un paso más firme al ir desapareciendo poco a poco el dolor y la rigidez de su pierna derecha. Habían pasado casi treinta años desde el postdía, en la primera campaña de Sorka, en que una pesada lanza merriliana había destrozado el hueso de su muslo por encima de la rodilla. La lesión, desde entonces, le molestaba de vez en cuando, y los periodos en que se hallaba libre de dolores eran cada vez más cortos y menos frecuentes.

En cuanto consideró suficiente el ejercicio para su pierna, fue al cuarto de aseo contiguo y tiró de la palanca de brakka esmaltada situada en una pared. El agua que le roció desde los orificios del techo estaba caliente; lo que le recordó que no se hallaba en sus espartanos cuarteles de Trompha. Rechazando un irracional sentimiento de culpabilidad, se dispuso a disfrutar al máximo del calor que penetraba y confortaba sus músculos.

Después de secarse, se detuvo ante el espejo de pared, que estaba hecho con dos capas de vidrio transparente con índices de refracción enormemente distintos, y examinó su figura. Aunque la edad había producido un inevitable efecto en su cuerpo, fuerte en otros tiempos, la disciplina austera de su forma de vida había evitado la degeneración de la obesidad. Su rostro alargado y reflexivo estaba marcado con profundas arrugas, pero las pocas canas que habían crecido entre sus cortos cabellos rubios apenas se distinguían, y en conjunto su aspecto era el de una persona sana y fuerte.

Todavía útil pensó. Pero sólo por un año más. Ya he servido demasiado al ejército.

Mientras se vestía con sus ropas informales de color azul, pensó en el día que empezaba. Era el cumpleaños de su nieto, Hallie, y como parte del ritual que había de demostrar su preparación para entrar en la academia militar, el chico estaba obligado a enfrentarse solo a los pterthas. Era una ocasión importante y Dalacott recordaba claramente el orgullo que sintió al observar a su propio hijo, Oderan, pasar la misma prueba. La subsiguiente carrera militar de Oderan había sido interrumpida por la muerte cuando tenía treinta y tres años, a causa del accidente de una aeronave en Yalrofac, y ahora Dalacott tenía la dolorosa obligación de representarlo en las ceremonias de aquel día. Terminó de vestirse, salió del dormitorio y bajó las escaleras hasta el comedor, donde, a pesar de que era temprano, encontró a Conna Dalacott sentada ante una mesa redonda. Era una mujer alta, de expresión franca en el rostro, cuyas maneras habían adquirido la seguridad de la primera madurez.

— Buen antedía, Conna — dijo, advirtiendo que estaba sola —. ¿Duerme todavía el joven Hallie?

— ¿El día de su duodécimo cumpleaños? — Señaló con la cabeza hacia el jardín amurallado, parte del cual se veía desde el ventanal que iba del suelo al techo —. Está ahí fuera, practicando. Ni siquiera ha desayunado.

— Es un gran día para él. Para todos nosotros.

— Sí. — Algo en el timbre de la voz de Conna le dijo a Dalacott que ésta estaba preocupada —. Un día maravilloso.

— Sé que te inquieta — le dijo amablemente —, pero Oderan habría querido que hiciésemos todo lo posible por el bien de Hallie.

Conna le devolvió una sonrisa serena.

— ¿Sigues desayunando sólo cereales? ¿No puedo tentarte con un poco de pescado? ¿Salchichas? ¿Bizcocho relleno?

— He vivido muchos años siguiendo la dieta de los soldados — replicó, acordando tácitamente limitarse a una corta conversación.

Conna había mantenido la casa y dirigido su propia vida con bastante habilidad sin ayuda durante diez años, desde la muerte de Oderan, y sería presuntuoso darle consejos a aquellas alturas.

— Muy bien — dijo ella, empezando a servirle de una de las fuentes que había sobre la mesa —, pero en el banquete de la noche breve no habrá menú militar.

— ¡De acuerdo!

Mientras comía los cereales, intercambió algunos comentarios intrascendentes con su nuera, pero la efervescencia de sus recuerdos no había disminuido y, como le ocurría con frecuencia últimamente, los pensamientos sobre el hijo que había perdido evocaron otros sobre el hijo que nunca había reconocido. Mirando hacia atrás en su vida, una vez más, debía considerar los caminos en los cuales los momentos cruciales eran difícilmente reconocibles como tales, en los que lo insignificante podía conducir a lo trascendental.

Si no hubiera estado desprevenido durante aquella escaramuza sin importancia en Sorka hacía tantos años, no habría sido herido en la pierna. La lesión le había obligado a una larga convalecencia en la tranquila provincia de Redant; y fue allí donde, mientras caminaba junto al río Bes-Undar, casualmente se encontró con el objeto natural más extraño que nunca había visto, aquel que llevaba a cualquier sitio que fuese. Hacía un año que el objeto estaba en su poder, cuando en una visita casual a la capital, tuvo el impulso de llevarlo al departamento científico de Monteverde para ver si podían explicarle sus extrañas propiedades.


No le sirvió para averiguar nada sobre el objeto, pero sí encontró algo importante para él.

Como militar de carrera, había tomado una esposa única casi como un deber de su condición, para que le proporcionara un heredero y atendiera sus necesidades entre las campañas. Su relación con Toriane había sido agradable, apacible e incluso cálida; y él la consideraba satisfactoria, hasta el día en que al llegar a la Casa Cuadrada vio a Aytha Maraquine. Su encuentro con la joven y esbelta mujer había sido como una mezcla de verde y púrpura, una violenta explosión de pasión y éxtasis y, al final, un intenso dolor que no hubiera creído posible…

— El carruaje está aquí, abuelo — gritó Hallie, golpeando el ventanal alargado —. Podemos ir a la colina.

— Ya voy.

Dalacott hizo un gesto con la mano hacia el chico de rubios cabellos que excitado se movía de un lado a otro en el patio. Hallie era alto y robusto, perfectamente capaz de manejar los garrotes anti-ptertha que llevaba en su cinturón.

— Aún no has acabado tus cereales — le dijo Conna cuando se levantó, con un tono práctico que no disimulaba del todo su emoción interior.

— No hay ninguna razón para que te preocupes — dijo él —. Un ptertha en terreno descubierto a la luz del día no representa ninguna amenaza. Será un juego de niños; y, en cualquier caso, yo estaré junto a Hallie todo el tiempo.

— Gracias.

Conna permaneció sentada, mirando hacia su comida intacta, hasta que Dalacott abandonó la habitación.

Éste salió al jardín que, como era habitual en las zonas rurales, tenía muros altos sobre los que se alzaban las pantallas anti-ptertha que se cerraban por encima de noche y cuando había niebla. Hallie fue corriendo hacia él, reproduciendo la imagen de su padre a su misma edad, y le cogió la mano. Caminaron hasta el carruaje, en donde aguardaban tres hombres, amigos de la familia, que se precisaban como testigos para la mayoría de edad del niño. Dalacott, que había reencontrado a sus conocidos la noche anterior, intercambió saludos con ellos cuando él y Hallie ocuparon sus puestos en los asientos dentro del gran coche. El cochero hizo crepitar su látigo sobre el grupo de cuatro cuernoazules y el vehículo empezó a moverse.

— ¡Ajá! ¿Tenemos aquí a un experto guerrero de las campañas? — dijo Gehate, un comerciante retirado, inclinándose hacia delante para examinar un garrote anti — ptertha en forma de Y, que se encontraba entre los típicos garrotes cruciformes de Kolkorron que constituían las armas de Hallie.

— Es ballinniano — dijo Hallie orgullosamente, acariciando la madera pulida y decorada del arma, que Dalacott le había regalado el año anterior —. Vuela más lejos que los otros. Es eficaz en treinta metros. Los gethanos también los usan. Los gethanos y los cissorianos.

Dalacott dedicó una sonrisa indulgente a la exhibición de los conocimientos que había enseñado al muchacho. El lanzamiento de garrotes de una forma o de otra se venía practicando desde la antigüedad por casi todas las naciones de Land como defensa contra los pterthas, y había sido adoptado por su eficacia. Las enigmáticas burbujas explotaban como pompas de jabón cuando se encontraban dentro del radio en que podían matar a un hombre, pero, antes de eso, mostraban un sorprendente grado de elasticidad. Una bala, una flecha o incluso una lanza, podía atravesar un ptertha sin causarle ningún daño; la burbuja sólo vibraría momentáneamente y repararía las perforaciones con su piel transparente. Se precisaba un arma arrojadiza rotatoria y contundente que destruyese la estructura del ptertha y dispersase su polvo tóxico en el aire.

Las hondas funcionaban bien para matar a los pterthas, pero eran difíciles de manejar y presentaban el inconveniente de ser demasiado pesadas para transportarlas en grandes cantidades, mientras que un palo arrojadizo de múltiples hojas era plano y comparativamente más ligero y fácil de manejar. Dalacott se preguntaba cómo los hombres de las tribus más primitivas habían aprendido que proporcionando a cada hoja un borde redondeado y otro afilado, el arma se aguantaba sola en el aire como un pájaro, volando mucho más deprisa que un proyectil normal. No había duda de que estas propiedades aparentemente mágicas habían inducido a los ballinnianos a poner tanto cuidado en el cincelado y la ornamentación de sus garrotes anti — ptertha. Por el contrario, los pragmáticos kolkorronianos desarrollaron un arma de cuatro hojas de fácil fabricación, que permitía la producción masiva, ya que se hacía con dos trozos rectos que se pegaban por el centro.

El carruaje poco a poco dejó atrás los campos de cereales y los huertos de Klinterden y empezó a ascender por la colina al pie del monte Pharote. De vez en cuando, el camino desaparecía en algún altiplano cubierto de hierba, después del cual volvía a subir empinado entre la neblina que aún no había sido despejada por el sol.

— Ya estamos — dijo jovialmente Gehate a Hallie, cuando el vehículo llegó a su destino —. Estoy impaciente por ver qué efecto produce ese curioso garrote que tienes. ¿Treinta metros dices?

Thessaro, un banquero de tez rubicunda, frunció el ceño y negó con la cabeza.

— No incites al chico a hacer exhibiciones. No es bueno lanzar el arma demasiado pronto.

— Creo que él ya sabe lo que debe hacer — dijo Dalacott, saliendo del carruaje con Hallie y mirando alrededor.

El cielo era una cúpula de brillo nacarado que gradualmente iba tomando un tono azul. No podían verse las estrellas, e incluso el gran disco de Overland sólo se mostraba parcialmente, desdibujado y pálido. Dalacott había viajado al sur de la provincia de Kail para visitar a la familia de su hijo, y en estas latitudes, Overland estaba notablemente desplazado hacia el norte. El clima era más templado que el del Kolkorron ecuatorial, un factor que, combinado con una noche breve mucho más corta, hacía que la región fuese una de las más productivas del imperio.

— ¡Qué cantidad de pterthas! — dijo Gehate, señalando hacia arriba, donde las burbujas púrpura podían verse flotando en las corrientes de aire que giraban alrededor de, la montaña.

— Últimamente hay muchos pterthas — comentó Ondobirtre, el tercer testigo —. Juraría que están aumentando, aunque digan lo contrario. He oído que algunos incluso penetraron en el centro de Ro-Baccanta hace unos días.

Gehate negó con la cabeza, impaciente.

— Nunca van a las ciudades.

— Yo sólo cuento lo que he oído.

— Eres demasiado crédulo, amigo mío. Escuchas demasiadas habladurías.

— No es momento de discutir — señaló Thessaro —. Éste es un acontecimiento importante.

Abrió el saco de lino que llevaba y enumeró los seis garrotes anti — ptertha para Dalacott y los demás hombres.

— Ésos no serán necesarios, abuelo — dijo Hallie, mirando ofendido —. No voy a fallar.

— Lo sé, Hallie, pero es la costumbre. Además, algunos de nosotros necesitamos practicar un poco.

Dalacott puso un brazo sobre los hombros del muchacho y caminó con él hacia la entrada de un pasillo formado por dos altas redes. Éstas se extendían sobre dos líneas paralelas de postes que atravesaban el altiplano y subían por la ladera desapareciendo en un techo de niebla. Era el sistema tradicional que se usaba para hacer que los pterthas bajasen en grupos pequeños. Hubiera sido fácil para las burbujas escapar flotando hacia arriba, pero siempre unas cuantas seguían el pasillo hasta el extremo prior, ya que eran criaturas sensibles motivadas por la curiosidad. Comportamientos como ése eran la razón principal de la creencia, mantenida por muchos, de que las burbujas poseían cierto grado de inteligencia, aunque Dalacott nunca lo había aceptado debido a que carecían totalmente de estructura interna.

— Ya puedes dejarme, abuelo — dijo Hallie —. Estoy preparado.

— Muy bien, hombrecito.

Dalacott retrocedió una docena de pasos, colocándose alineado con los otros hombres. Era la primera vez que se le ocurría pensar que su nieto era algo más que un niño, pero Hallie estaba afrontando la prueba con arrojo y dignidad, y nunca volvería a ser aquel niño que jugaba en el jardín por la mañana. Pensó que al hablar con Conna en el desayuno le había dado garantías falsas; ella sabía muy bien que el hijo que conocía nunca iba a volver. Esa idea era algo que Dalacott debería anotar en su diario al anochecer. Las esposas y madres de los soldados debían superar sus propias pruebas y su adversario más terrible era el [proprio tiempo (???)].

— Sabía que no tendríamos que esperar demasiado — murmuró Ondobirtre.

Dalacott trasladó su atención desde su nieto a la pared de niebla que había al final de la cerca formada por la red. A pesar de su confianza en Hallie, sintió un arrebato de miedo al ver aparecer dos pterthas al mismo tiempo. Las burbujas lívidas, cada una de dos metros de diámetro, llegaron flotando y oscilando; y al descender por la ladera, con la hierba como fondo, resultaba más difícil distinguirlas. Hallie, que sostenía en garrote de cuatro hojas, alteró levemente su postura y se preparó para lanzar.

Todavía no, le ordenó mentalmente Dalacott, sabiendo que la presencia de un segundo ptertha aumentaba la tentación de destruir uno de ellos desde el máximo alcance. El polvo que liberaba un ptertha al explotar perdía su toxicidad casi en el momento en que tomaba contacto con el aire, de modo que el mínimo alcance seguro para matar podía ser de hasta seis pasos, dependiendo de las condiciones del viento. A esa distancia era prácticamente imposible fallar, lo que significaba que el ptertha en realidad no era un rival peligroso para un hombre sensato; pero Dalacott había visto muchos principiantes que de repente perdían el juicio y el control. Para algunos, aquellas esferas trepidantes tenían extrañas propiedades hipnóticas y debilitadoras, especialmente cuando, al acercarse a su presa, dejaban de moverse a la deriva y se aproximaban en silencio con un propósito destructivo.

Los dos que flotaban hacia Hallie estaban ahora a menos de treinta pasos de él, planeando sobre la hierba, rastreando a ciegas de una red a la otra. Hallie llevó hacia atrás un brazo, realizando movimientos de tanteo con la muñeca, pero se abstuvo de lanzar. Mirando a la figura solitaria y erguida que se mantenía firme a pesar de que los pterthas cada vez estaban más cerca, Dalacott experimentó una mezcla de orgullo, cariño y auténtico temor. Él también aguantaba su propio garrote en posición para ser arrojado. Hallie se acercó a la red de su izquierda, conteniendo aún el primer golpe.

— ¿Sabes lo que va a hacer el pequeño diablo? — susurró Gehate —. Yo creo que…

En ese preciso instante, los bandazos inciertos de los pterthas hicieron que se juntasen, quedando uno tras otro, y Hallie realizó su tiro. Las hojas del arma cruciforme se hicieron borrosas en su trayectoria recta y certera, y un instante después las burbujas púrpuras dejaron de existir.

Hallie volvió a ser un chico, el tiempo de dar un salto de alegría, para recuperar después su posición expectante al surgir un tercer ptertha de entre la neblina. Desenganchó un nuevo palo de su cinturón y Dalacott observó que era el arma ballinniana en forma de Y.

Gehate dio un codazo a Dalacott.

— El primer lanzamiento fue para ti, pero creo que éste me va a ser dedicado; para que tenga la boca cerrada.

Hallie dejó que el globo se acercase no más de treinta pasos antes de realizar su segundo lanzamiento. El arma se deslizó rápidamente a través del pasillo, como un pájaro de vivos colores, sin apenas descender, y cuando empezaba a perder estabilidad atravesó al ptertha, aniquilándolo. Hallie sonrió al volverse hacia los hombres que observaban, dedicándoles una complicada reverencia. Había logrado los tres aciertos necesarios y ahora, oficialmente, entraba en la etapa adulta de su vida.

— El chico ha tenido suerte, pero se la merecía — dijo Gehate —. Oderan tendría que haberlo visto.

— Sí.

Dalacott, invadido por una sensación agradable y amarga a la vez, no fue capaz de articular nada más, y se sintió aliviado cuando Gehate y Thessaro se apartaron para abrazar a Hallie, y Ondobirtre fue a buscar al carruaje el frasco ritual de coñac. Los seis hombres, incluido el cochero contratado, se reunieron nuevamente cuando Ondobirtre distribuyó los diminutos vasos semiesféricos cuyos bordes, decorados asimétricamente, representaban los pterthas vencidos. Dalacott observó de reojo a su nieto mientras éste tomaba su primer sorbo de licor, y le hizo gracia cuando el chico, que acababa de derrotar a un enemigo mortal, transformó su cara en una mueca grotesca.

— Supongo — dijo Ondobirtre al rellenar los vasos de los adultos — que todos los presentes habrán advertido las características inusuales de esta excursión matutina.

Gehate soltó una carcajada.

— Sí; me alegro de que no atacases el coñac antes de que nosotros lo probásemos.

— No me refiero a eso — añadió seriamente Ondobirtre, ignorando la ironía —. Todo el mundo piensa que soy un idiota, pero en todos los años que hemos presenciado este tipo de acontecimientos, ¿habíais visto alguna vez aparecer a tres pterthas juntos antes de que los cuernoazules hubiesen terminado de ventosear después de la escalada? Os aseguro, amigos miopes, que los pterthas están aumentando. De hecho, a menos que el coñac me esté haciendo ver visiones, tenemos un nuevo par de visitantes.

Sus compañeros se volvieron a mirar el espacio entre las redes y vieron otros dos pterthas deslizándose hacia abajo desde el oscuro techo neblinoso, rozando las barreras acordonadas.

— ¡Míos! — gritó Gehate corriendo hacia delante. Después se detuvo, se colocó en posición y lanzó dos palos casi simultáneamente, destruyendo en el acto ambas burbujas. El polvo tiznó el aire durante unos segundos.

— ¡Ya está! — exclamó Gehate —. No se necesita ser un soldado para saber defenderse. Todavía podría enseñarte alguna otra cosa, Hallie.

Hallie devolvió su vaso a Ondobirtre y corrió a unirse con Gehate, ansioso por competir con él. Después del segundo coñac, Dalacott y Thessaro también sé adelantaron para retarse en la destrucción de cualquier burbuja que apareciera, hasta que la niebla despejó el extremo superior del pasillo y los pterthas se retiraron con ella a mayores alturas. Dalacott estaba impresionado porque en una lesa se habían presentado casi cuarenta, muchos más de los que hubiera esperado en condiciones normales. Mientras los demás iban guardando sus palos preparándose marchar, comentó el tema con Ondobirtre.

Hace tiempo que lo estoy diciendo — remarcó Ondobirtre, que no había parado de beber coñac y estaba ahora pálido y malhumorado —. Pero todos creen que soy idiota.

Cuando el carruaje estaba llegando a Klinterden, el sol se acercaba ya al extremo oriental de Overland y la celebración de la noche breve en honor de Hallie estaba a punto de empezar.

Los vehículos y animales pertenecientes a los invitados estaba reunidos en el patio anterior a la casa, y varios niñas jugaban en el jardín amurallado. Hallie, el primero en saltar del carruaje, salió disparado a buscar a su madre. Dalacott fue tras él con paso más sereno; el dolor de su pierna había vuelto durante el largo trayecto en el carruaje. No le gustaban mucho las grandes fiestas y no tenía interés por los acontecimientos del resto del día, pero habría sido descortés por su parte no asistir a la fiesta de la noche. Estaba dispuesto que la aeronave militar lo recogiera al día siguiente para llevarlo de vuelta al cuartel federal del quinto ejército en Trompha.

Conna lo recibió con un caluroso abrazo cuando entró en la casa.

— Gracias por cuidar a Hallie — le dijo —. ¿Estuvo tan magnífico como asegura?

— ¡Absolutamente! Hizo una exhibición espléndida.

— Delacott estaba complacido de ver que ahora Conna parecía contenta y tranquila —. Le dio una buena lección a Gehate, de verdad.

— Me alegro. Ahora, recuerda lo que me prometiste en el desayuno. Quiero verte comer, nada de picotear esa comida tuya.

— El aire fresco y el ejercicio me han abierto el apetito — mintió Dalacott.

Dejó a Conna recibiendo a los tres testigos y se dirigió a la parte central de la casa, invadida por hombres y mujeres que charlaban animadamente en pequeños grupos. Agradecido de que nadie pareciese advertir su llegada, tomó un vaso de zumo de frutas de la mesa dispuesta para los niños y se acercó a una ventana. Desde aquel lugar privilegiado podía ver una gran extensión hacia el oeste, las tierras cultivadas que desaparecían de la vista tras unas pequeñas colinas verdeazuladas. Los campos de franjas mostraban una sucesión de seis colores, desde el verde pálido de las siembras recientes al amarillo oscuro de los cereales maduros listos para la cosecha.

Mientras observaba, las colinas y los campos más distantes brillaban de forma intermitente hasta que bruscamente se oscurecieron. La banda de penumbra producida por la sombra de Overland iba recorriendo el paisaje a la velocidad de su órbita, seguida de cerca por la negrura de su propia sombra. Sólo hizo falta una fracción de segundo para que la presurosa pared de oscuridad alcanzase y envolviese la casa. La noche breve había comenzado. Era un fenómeno que Dalacott no se cansaba nunca de contemplar. Sus ojos se adaptaron a las nuevas condiciones y en el cielo aparecieron, como si hubiesen brotado de golpe, estrellas, espirales de nebulosas y cometas. Se preguntó si sería posible, como algunos afirmaban, que existiesen otros mundos habitados girando alrededor de soles lejanos. En los viejos tiempos, el ejército le había absorbido demasiada energía mental para que pudiera meditar detenidamente sobre tales asuntos; pero en los últimos tiempos, le agradaba pensar que podrían existir infinidad de mundos y que en uno de ellos podría haber otro KoIkorron idéntico al que él conocía, excepto en una cosa. ¿Era posible que hubiese otro Land en donde sus seres queridos desaparecidos aún viviesen?

El olor evocativo de las velas y las lámparas de aceite recién encendidas trajo a sus pensamientos las pocas y preciadas noches que había pasado con Aytha Maraquine. Durante las horas embriagadas de pasión, Dalacott creía con absoluta certeza que superarían todas las dificultades, que saltarían por encima de todos los obstáculos que impedían su deseado matrimonio. Aytha, que ocupaba el puesto de esposa única, tendría que enfrentarse a la doble vergüenza de divorciarse de un marido enfermo y casarse superando una de las mayores divisiones sociales: la que separaba la clase militar de todas las demás. Él tendría que hacer frente a impedimentos similares, con el problema adicional de tener que divorciarse de Toriane, hija de un gobernador militar, arriesgando así su carrera.

Nada de eso disuadió a Dalacott de su ardiente propósito. Después se presentó la campaña de Padalian, que debía haber sido breve pero que se prolongó, manteniéndolo separado de Aytha casi un año. Luego llegó la noticia de que ella había muerto al dar a luz a un hijo varón. El primer impulso atormentado de Dalacott fue reclamar al chico como suyo, y, de esa forma, mantenerse fiel a Aytha, pero las voces más sensatas de la lógica y la serenidad intervinieron. ¿Qué sentido tenía ensuciar póstumamente el nombre de Aytha, perjudicando al mismo tiempo su carrera y trayendo la desgracia a su familia? Ni siquiera hubiera beneficiado al niño, Toller, a quien sería mejor dejar crecer en el ambiente agradable que le proporcionarían los parientes de su madre.

— Al final, Dalacott optó por la razón, sin tratar siquiera de ver a su hijo. Los años habían pasado rápidamente y su destreza le había deparado el rango de general. Ahora, en la última etapa de su vida, aquel episodio se le presentaba como un sueño y había perdido su poder de producirle dolor; excepto cuando en sus horas de soledad le asaltaban ciertas preguntas y dudas. A pesar de todos los contratiempos, ¿había intentado realmente casarse con Aytha? En el fondo de su conciencia ¿no se había sentido aliviado cuando la muerte hizo innecesario que tomase una decisión en un sentido o en otro? En resumen, ¿era él, el general Risdel Dalacott, el hombre que siempre había creído ser? ¿O era un…?

— ¡Aquí estás! — dijo Conna, acercándose con un vaso de vino de trigo que le colocó en la mano con decisión quitándole al mismo tiempo el zumo de frutas —. Deberías hablar con los invitados. Si no parecerá que te consideras demasiado famoso e importante como para tratarte con mis amigos.

— Lo siento — sonrió vagamente —. Cuanto más viejo me hago más evoco el pasado.

— ¿Pensabas en Oderan?

— Pensaba en muchas cosas.

Dalacott tomó un sorbo de vino y acompañó a su nuera para charlar con una sucesión de hombres y mujeres. Observó que muy pocos de ellos tenían relación con el ejército, posiblemente un indicio de los verdaderos sentimientos de Conna frente a la organización que se había llevado a su marido y ahora volcaba su atención hacia su hijo. Le resultaba bastante difícil mantener una conversación con aquellos desconocidos, y casi se sintió aliviado cuando anunciaron que se podía pasar a la mesa. Ahora tenía el deber de pronunciar un corto discurso formal sobre la mayoría de edad de su nieto; después intentaría pasar desapercibido. Caminó rodeando la mesa hasta la silla de alto respaldo que había sido adornada con flores de lanza en honor de Hallie. Entonces se dio cuenta de que hacía rato que no veía al chico.

— ¿Dónde está nuestro héroe? — preguntó un hombre —. ¡Que traigan al héroe!

— Debe de estar en su habitación — dijo Conna —. Iré a buscarlo.

Sonrió excusándose y abandonó la sala. Pasaron unos minutos hasta que volvió a aparecer por la puerta, y al hacerlo su cara estaba extrañamente inerte, congelada. Hizo una señala Dalacott y volvió a salir sin hablar. Él la siguió, tratando de convencerse a sí mismo de que la sensación glacial de su estómago no significaba nada, y recorrió todo el pasillo hasta el dormitorio de Hallie. El chico reposaba de espaldas sobre su pequeño lecho. Su rostro estaba encendido y cubierto de sudor, y sus miembros realizaban pequeños movimientos descoordinados.

No puede ser, pensó Dalacott, atónito, al acercarse al lecho. Miró a Hallie y vio el terror en sus ojos e inmediatamente comprendió que la agitación de sus brazos y piernas respondían a los intentos tenaces de moverse normalmente. ¡Parálisis y fiebre! No lo permitiré, gritó Dalacott en su interior, cayendo de rodillas. ¡No puede permitirse!

Colocó su mano sobre el delgado cuerpo de Hallie, justo bajo la caja torácica. Inmediatamente notó la delatadora hinchazón del bazo, y un lamento de angustia escapó de sus labios.

— Prometiste que cuidarías de él — dijo Conna con una voz apagada —. ¡Sólo es un niño!

Dalacott se levantó y la cogió por los hombros.

— ¿Hay algún médico aquí?

— ¿Para qué?

— Sé lo que parece, Conna, pero en ningún momento estuvo a menos de veinte pasos de una burbuja y ni siquiera hacía viento. — Escuchando su propia voz, Dalacott trataba de persuadirse a sí mismo de la evidencia de los hechos —. Además, hacen falta dos días para que se desarrolle la pterthacosis. Es imposible. Bueno, ¿dónde está el médico?

— Visigann — murmuró, escrutando su rostro en busca de alguna esperanza —. Iré a buscarlo.

Se dio la vuelta y salió corriendo del dormitorio.

— Te vas a poner bien, Hallie — le dijo Dalacott al arrodillarse de nuevo junto a la cama.

Usó el borde de la colcha para limpiar el sudor del rostro del chico y se quedó asombrado al comprobar que podía sentir el calor que irradiaba la piel sudorosa. Hallie alzó su mirada en silencio y sus labios temblaron cuando intentó sonreír. Dalacott advirtió que el garrote ballinniano reposaba sobre la cama. Lo cogió y lo colocó en la mano de Hallie apretando sus dedos crispados alrededor de la madera pulida, después le besó la frente. Alargó el beso, como intentando trasladar la pirexia devastadora a su propio cuerpo. Sólo al cabo de un rato se dio cuenta de dos hechos extraños: que Conna estaba tardando demasiado en volver con el doctor y que una mujer gritaba en la otra parte de la casa.

— Enseguida vuelvo, soldado — dijo. Se levantó, y totalmente aturdido fue hasta el comedor. Allí vio a los invitados reunidos alrededor de un hombre que yacía en el suelo.

El hombre era Gehate; y por su aspecto febril y el débil temblor de sus manos era evidente que se hallaba en estado avanzado de pterthacosis.


Mientras aguardaba que desatasen la aeronave, Dalacott metió la mano en el bolsillo y localizó aquel extraño objeto sin nombre que había encontrado años atrás a orillas del Bes-Undar. Su pulgar acarició en círculos la superficie de la pieza, ya lisa por las fricciones similares de tantos años, mientras intentaba asimilar la enormidad de lo que había ocurrido en los nueve días pasados. Las estadísticas poco añadieron a la angustia que minaba su espíritu.

Hallie había muerto al final de la noche breve de su entrada en la mayoría de edad. Gehate y Ondobirtre habían sucumbido a una nueva forma terrible de pterthacosis al final de ese día, y, a la mañana siguiente, encontró a la madre de Hallie muerta por la misma causa en su habitación. Ése fue el primer indicio de que la enfermedad era contagiosa, y las implicaciones continuaron reverberando en su cabeza cuando llegaron las noticias de la suerte de los que habían estado presentes en la celebración.

De unos cuarenta hombres, mujeres y niños que estuvieron en la villa, treinta y dos, incluyendo a todos los niños, murieron la misma noche. Y aún la marea de muerte no había agotado sus energías. La población de Klinterden y los alrededores se había reducido de unos trescientos a apenas sesenta en sólo tres días. Después de eso, el asesinó invisible pareció perder su virulencia y empezaron los entierros.

La barquilla de la aeronave se tambaleó inclinándose un poco al soltar las ataduras. Dalacott se acercó a una abertura de entrada y, sabiendo que sería la última vez, observó la imagen familiar de las casas de tejados rojos, los huertos y los campos estriados de cereales. Su aspecto plácido enmascaraba los cambios profundos que habían tenido lugar, al igual que su inalterado cuerpo ocultaba lo que había envejecido en nueve días.

La sensación de melancólica apatía y falta de optimismo era nueva para él, pero no tuvo ninguna dificultad en identificarla, porque, por primera vez, encontraba motivos para desear la muerte.

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