La cueva estaba en el lateral de una colina serrada, en una zona de terreno agreste con numerosos barrancos y salientes rocosos y abundante maleza espinosa que dificultaban el paso a hombres y animales.
Lain Maraquine se complacía en dejar al cuernoazul elegir su camino entre los distintos obstáculos, dándole sólo de vez en cuando un tirón para mantenerlo en la dirección de la bandera naranja que marcaba el lugar de la cueva. Los cuatro soldados montados de su guardia personal, obligatorios para cualquier oficial superior del E.E.E., le seguían detrás a corta distancia, y los murmullos de sus conversaciones se mezclaban con el zumbido penetrante de los insectos. La noche breve no hacía mucho que había pasado y el sol en lo alto caldeaba la tierra, vistiendo al horizonte con un trémulo manto púrpura de aire caliente.
Lain se sentía extrañamente relajado, contento por la oportunidad de salir de la Base de Naves Espaciales y dedicar sus pensamientos a cosas que nada tenían que ver con la crisis mundial o el viaje interplanetario. La vuelta prematura de Toller del vuelo de prueba, diez días antes, había obligado a Lain a una agobiante ronda de reuniones, consultas y estudios extensos sobre los nuevos datos científicos obtenidos. Una parte de la administración de la E.E.E. deseaba un segundo vuelo de prueba con un descenso completo a Overland y mapas detallados del continente central. En circunstancias normales Lain habría estado de acuerdo, pero la situación de Kolkorron, que empeoraba rápidamente, restaba importancia a cualquier otra consideración…
El objetivo de producción de mil naves espaciales se había logrado con creces, gracias a la dureza de los directores y a Chakkell y Leddravohr.
Cincuenta naves estaban reservadas para el transporte de la realeza y la aristocracia del país en pequeños grupos familiares que viajarían con un lujo relativo, aunque esto no significaba que toda la nobleza hubiera decidido tomar parte en la migración. Otras doscientas estaban designadas como embarcaciones de carga que transportarían comida, ganado, semillas, armas, materiales y la maquinaria imprescindible; y otras cien destinadas al personal militar. Eso dejaba seiscientas cincuenta naves que, descontando los dos hombres que tripularían cada una de ellas, tenían capacidad para transportar a casi mil doscientas personas corrientes a Overland.
Al inicio de la gran empresa, el rey Prad decretó la voluntariedad de la migración, que los hombres debían igualar en número a las mujeres, y que tendrían preferencia aquellos hombres que poseían habilidades especiales.
Durante un largo período, los obstinados ciudadanos se negaron a tomar en serio la propuesta, considerándola como un diversión, una locura real sobre la que se bromeaba en las tabernas. Los pocos que se apuntaron eran tratados con sorna, y daba la impresión de que si alguna vez la flota de naves espaciales debía llenarse, sólo sería a punta de espada.
Prad optó por esperar su momento, sabiendo de antemano que fuerzas mayores de las que él nunca podría reunir estaban en marcha La plaga de los pterthas, el hambre y el brusco desmoronamiento del orden social ejercieron una poderosa persuasión; y a pesar de la condena de la Iglesia, el registro de emigrantes voluntarios fue incrementándose. Pero el conservadurismo de los kolkorronianos era tan grande y tan radicales las soluciones a sus problemas que aún debía superarse un cierto grado de reserva, un sentimiento persistente de que cualquier privación o peligro en Land era preferible a la casi inevitable muerte contranatural en la extraña inmensidad azul del cielo.
Después llegó la noticia de que una nave del E.E.E. había recorrido más de la mitad del camino a Overland y retornado intacta.
En pocas horas, todos los puestos que quedaban aún libres del vuelo de migración se cubrieron, y de repente aquellos que poseían las garantías necesarias fueron objeto de envidia y resentimiento. Se produjo una inversión en la opinión pública, súbita e irracional y muchos de los que se habían burlado de la idea del vuelo al mundo hermano empezaron a considerarse víctimas de discriminación.
Incluso la mayoría, que era demasiado apática para preocuparse por los rumores ampliamente difundidos, se disgustó al oír las historias sobre los vagones cargados con las provisiones que escaseaban, desapareciendo tras las verjas la Base de Naves Espaciales…
En ese ambiente, Lain afirmó que el vuelo de prueba había logrado sus principales objetivos al conseguir dar la vuelta y pasar el punto medio. El descenso a la superficie de Overland habría sido una tarea pasiva y predecible, y los esquemas de Zavotle sobre el continente central, visto a través de los prismáticos, eran lo bastante precisos para mostrar que estaba notablemente despejado de montañas y otros accidentes geográficos que hubieran dificultado un aterrizaje sin problemas.
Incluso la pérdida de un miembro de la tripulación había ocurrido de tal forma que proporcionaba una lección valiosa sobre la inconveniencia de cocinar en condiciones de ingravidez. El comandante de la nave debía ser felicitado por haber llevado a cabo una misión singularmente difícil, había concluido Lain, y la migración debería comenzar en un futuro próximo.
Sus argumentos fueron aceptados.
Se determinó que el primer escuadrón de cuarenta naves, que transportaría principalmente soldados y trabajadores de la construcción, partiría el día 80 del año 2630.
Sólo faltaban seis días para la fecha, y mientras su corcel se abría camino montaña arriba hacia la cueva, Lain se dio cuenta de que, contra lo que cabía esperar, se sentía tranquilo ante la perspectiva del vuelo a Overland. Si todo salía de acuerdo con el plan, Gesalla y él estarían en una de las naves del décimo escuadrón que, contando los retrasos causados por las malas condiciones del tiempo o la actividad ptertha, debía abandonar el planeta en que habían nacido, unos veinte días después. ¿Por qué estaba tan poco conmocionado ante la inminencia de lo que sería la mayor aventura personal de su vida, la mejor oportunidad científica que nunca pudo imaginar, la más intrépida empresa en toda la historia de la humanidad?
¿Estaría demasiado asustado para permitirse siquiera pensar en el acontecimiento? ¿Sería que el creciente distanciamiento de Gesalla, no declarado pero siempre presente en su conciencia, le había causado una herida profunda en su espíritu, dejándolo emocionalmente seco y estéril? ¿O era simplemente una incapacidad de imaginación en una persona que se enorgullecía de sus superiores capacidades mentales?
El torrente de preguntas y dudas se disipó cuando el cuernoazul alcanzó un rellano rocoso y Lain vio la entrada de la cueva enfrente, a poca distancia. Reconfortado por el descanso interior, desmontó y aguardó a que lo alcanzaran los soldados. Las caras de los cuatro hombres estaban cubiertas de gotas de sudor bajo sus cascos de cuero, y era obvio que se encontraban desconcertados por haber tenido que escoltarlo hasta un lugar tan desolado.
— Me esperaréis aquí — dijo Lain al corpulento sargento —. ¿Dónde instalarás a tus vigías?
El sargento se protegió los ojos de los rayos del sol casi verticales que atravesaban rozando el disco bordeado de fuego de Overland.
— En la cima de la montaña, señor. Desde allí podrán ver cinco o seis puestos de observación.
— ¡Bien! Voy a entrar en la cueva y no quiero que se me moleste. Sólo avísame si hay amenaza de pterthas.
— Sí, señor.
Mientras el sargento desmontaba y desplegaba a sus hombres, Lain abrió los cestos que estaban sujetos al cuernoazul y sacó cuatro lámparas de aceite. Prendió las mechas con una lupa y, aguantándolas por las asas de cuerda de vidrio, las llevó consigo hacia la cueva. La entrada era bastante baja y tan estrecha como una puerta de una sola hoja. Durante un momento sintió que el aire estaba más caliente incluso que en el exterior, después encontró una zona de frialdad sombría donde los muros retrocedían para formar una cámara espaciosa. Instaló las lámparas en el sucio suelo y esperó a que sus ojos se adaptaran a la débil luz.
La cueva había sido descubierta a principios de año por un explorador que estudiaba la montaña como posible lugar para un puesto de observación. Quizá por entusiasmo auténtico, quizá por el deseo de probar la famosa hospitalidad del gran Glo, el explorador se había dirigido a Monteverde y descrito allí el sorprendente contenido de la cueva. El informe llegó a Lain poco después y éste decidió investigar el descubrimiento por sí mismo en cuanto tuviese tiempo para ello. Ahora, rodeado por una serie de imágenes que aparecían y se desvanecían, comprendió que su visita a aquel lugar oscuro era simbólica. Estaba volviendo al pasado de Land y alejándose del futuro de Overland, confesándose que no deseaba tomar parte del vuelo o de lo que aguardaba más allá…
Las pinturas de los muros de la cueva se hicieron visibles.
No había ningún orden en las escenas representadas. Parecía como si las zonas más grandes y planas hubiesen sido utilizadas primero, y que las siguientes generaciones de artistas hubiesen llenado los espacios intermedios con escenas fragmentarias, usando el ingenio para incorporar los salientes, agujeros y grietas como rasgos de sus diseños.
El resultado era un montaje laberíntico en donde el ojo se veía obligado a desplazarse incesantemente de cazadores semidesnudos a grupos familiares, de estilizados árboles de brakka a animales extraños o familiares, escenas eróticas, demonios, calderas de cocinar, flores, esqueletos humanos, armas, niños lactantes, dibujos geométricos abstractos, peces, serpientes, aparatos inclasificables y símbolos incomprensibles. En algunos casos, las líneas principales se habían esculpido en la roca y rellenado con resina, produciendo imágenes que saltaban a la vista con implacable poder; en otros había una ambigüedad espacial en la cual una forma humana o animal podía ser definida sólo por el cambio de intensidad de una mancha de color. La mayor parte de los pigmentos aún conservaban su viveza donde se suponía que debían ser vivos, y eran más apagados donde el artista había elegido que lo fuesen, pero en algunos lugares el tiempo había contribuido a la complejidad visual con las manchas de humedad y el crecimiento de los mohos.
Lain se sintió más abrumado que nunca por la idea de la eternidad.
La tesis básica de la religión kolkorroniana era que Land y Overland habían existido siempre y siempre habían sido lo mismo que en los tiempos actuales: dos polos de alternancia continua de los espíritus humanos que se desprendían de la carne. Cuatro siglos antes, una guerra había acabado con la herejía de Bithiana, que afirmaba que una persona sería recompensada por una vida de virtud en uno de los mundos, con una posición superior cuando se reencarnase en el planeta hermano. La principal objeción de la Iglesia había sido contra la idea de una progresión y, en consecuencia, de cambio, que chocaba con la doctrina esencial de que el orden presente era inmutable y eterno. A Lain le parecía fácil creer que el macrocosmos había sido siempre igual, pero en el pequeño escenario de la historia humana existían evidencias de cambios, y extrapolando hacia atrás uno podía llegar a… ¡esto!
Él no disponía de ningún medio para estimar la antigüedad de las pinturas de la cueva, pero su instinto le hacía pensar en milenios, no en siglos. Allí había una prueba de que los hombres habían vivido en circunstancias muy diferentes, que habían pensado de forma distinta, y compartido el planeta con animales que ya no existían. Experimentó una punzada que era mezcla de estímulo intelectual y pesadumbre, al comprender que allí, en los confines de una cavidad rocosa, había material para toda una vida de trabajo. Le habría sido posible completar sus cálculos matemáticos abstractos con el estudio de su propia especie, una trayectoria que parecía infinitamente más natural y gratificante que volar a otro planeta.
¿Podría hacerlo todavía?
El pensamiento, aunque sólo tomado medio en serio, pareció intensificar el frío de la cueva. Lain alzó sus hombros y empezó a tiritar. Se dio cuenta, como en los últimos tiempos le ocurría a menudo, de que estaba intentando analizar su compromiso con el vuelo a Overland.
¿Era lo que lógicamente debía hacer, la decisión meditada de un filósofo, o que sentía que se lo debía a Gesalla y a los niños que ella pudiera tener, para darles otras posibilidades de futuro? Hasta que no empezó a examinar sus propios motivos, el dilema escueto era: volar a Overland y aceptar el futuro o quedarse en Land y morir con el pasado.
Pero la mayoría de la población no había tenido que tomar esa decisión. Seguirían la propia tendencia humana de negarse a rendirse hasta la muerte, o simplemente rechazarían la idea derrotista de que los ciegos e irracionales pterthas podrían triunfar sobre la humanidad. Sin embargo, el vuelo de migración no podía tener lugar sin la cooperación de quienes se quedaban: los equipos encargados de inflar, los hombres de los puestos de observación de pterthas y los militares, que protegerían la Base de Naves Espaciales y continuarían imponiendo el orden después de que el rey y su séquito hubiesen partido.
La vida humana no iba a desaparecer de Land de la noche a la mañana. Lain lo sabía. Pasarían muchos años, décadas, de declive y restricciones, y quizás el proceso originaría al final un foco resistente de invencibles, unos pocos que vivirían míseramente en condiciones de inimaginable privación. Lain no deseaba formar parte de ese escenario grotesco, pero la verdad era que debía encontrar un rincón entre ellos. La verdad era que, si se lo proponía, podría vivir el tiempo que le quedase en el planeta de su nacimiento, donde su existencia tenía sentido e interés.
Pero ¿qué le ocurriría a Gesalla?
Era demasiado leal para que decidiera marcharse sin él. Tal era su carácter, que el hecho de su progresivo alejamiento espiritual la obligaba a una mayor entrega física, en cumplimiento de sus votos matrimoniales. Dudaba incluso de que alguna vez ella hubiera admitido ante sí misma que estaba…
Los ojos de Lain, recorriendo velozmente el oscuro panorama que lo rodeaba, se fijaron en la imagen de un niño jugando. Era una miniatura, en la unión triangular de tres escenas grandes, y mostraba a un niño absorto con lo que parecía ser una muñeca que sostenía en una mano. Su otra mano estaba extendida hacia un lado, como si despreocupadamente intentase llegar a alguna mascota familiar, y justo detrás había un círculo de rasgos indefinidos. El círculo estaba desprovisto de color y podía representar muchas cosas: una pelota grande, un globo, un Overland caprichosamente situado. Pero Lain se inclinaba a verlo como un ptertha.
Cogió una lámpara y la acercó a la pintura. La iluminación más intensa confirmó que el círculo nunca había contenido pigmento, lo cual era extraño teniendo en cuenta que los antiguos artistas demostraban ser muy escrupulosos y precisos en la reproducción de otros objetos menos importantes. Eso implicaba que su interpretación había sido errónea, especialmente porque el niño de la escena fragmentaria estaba obviamente relajado y tranquilo ante la proximidad de lo que habría sido un objeto de terror.
Las meditaciones de Lain fueron interrumpidas por el ruido de algo que entraba en la caverna. Frunciendo el ceño con fastidio, levantó la lámpara, después dio un paso involuntario hacia atrás al ver que el recién llegado era Leddravohr. La sonrisa del príncipe apareció durante un momento cuando surgió del estrecho pasillo, con la espada raspando la pared, y recorrió la cueva con la mirada.
— Buen postdía, príncipe — dijo Lain, consternado al descubrir que empezaba a temblar.
Las muchas reuniones con Leddravohr durante su trabajo para el E.E.E. le habían enseñado a mantener la compostura cuando estaban con otros en la atmósfera pesada de una oficina, pero aquí, en el espacio restringido de una cueva, Leddravohr era enorme, salvajemente poderoso y aterrador. Estaba tan alejado de los pensamientos de Lain que bien podría haber surgido de una de las escenas primitivas que destacaban en la semioscuridad.
Leddravohr examinó ostentosamente el lugar antes de hablar.
— Me dijeron que había aquí algo extraordinario, Maraquine. ¿Estoy mal informado?
— No lo creo, príncipe.
Lain esperaba haber dominado el temblor de su voz.
— ¿No lo crees? Bueno, ¿qué es lo que tu exquisito cerebro aprecia y el mío no?
Laín trató de encontrar una respuesta que no incluyese el insulto que Leddravohr le facilitaba.
— No he tenido tiempo de estudiar las pinturas, príncipe. Pero me interesa el hecho de su evidente antigüedad.
— ¿Cuánto tiempo crees que llevan ahí?
— Quizá tres o cuatro mil años.
Leddravohr soltó una carcajada burlona.
— Eso es absurdo. ¿Estás diciendo que estos garabatos son más antiguos que Ro- Atabri?
— Es sólo mi opinión, príncipe.
— Te equivocas. Los colores son demasiado vivos. Este lugar fue un escondite durante una de las guerras civiles. Algunos insurgentes se escondieron aquí y… — Leddravohr se detuvo para examinar de cerca un dibujo que representaba dos hombres en una retorcida postura sexual —. Y ya ves lo que hacían para pasar el tiempo. ¿Es esto lo que te intriga, Maraquine?
— No, príncipe.
— ¿No pierdes nunca la paciencia, Maraquine?
— Intento no perderla, príncipe.
Leddravohr soltó otra carcajada, recorriendo con pisadas sonoras la cueva y volviendo a acercarse a Lain.
— Muy bien, puedes dejar de temblar. No voy a tocarte. Puede que te interese saber que estoy aquí porque mi padre ha oído hablar de este nido de arañas. Quiere que las pinturas sean copiadas con exactitud. ¿Cuánto tiempo se tardaría?
Lain echó un vistazo a las paredes.
— Cuatro buenos dibujantes podrían hacerlo en un día, príncipe.
— Tú te encargarás de ello. — Leddravohr lo miró fijamente con una expresión indescifrable en el rostro —. ¿Por qué preocuparse por un sitio como éste? Mi padre está viejo y cansado; pronto tendrá que afrontar el vuelo a Overland; la mayor parte de la población ha sido aniquilada por la plaga, y el resto se está preparando para una revuelta; e incluso algunos cuerpos del ejército se están volviendo indisciplinados ahora que tienen hambre y empiezan a darse cuenta de que pronto yo no estaré aquí para cuidar de su bienestar. Y sin embargo todo lo que se le ocurre a mi padre es ver esos horribles garabatos. ¿Por qué, Maraquine, por qué?
Lain no estaba preparado para la pregunta.
— El rey Prad parece tener los instintos de un filósofo, príncipe.
— ¿Quieres decir que es como tú?
— Ido pretendía elevarme a…
— Todo eso no importa. ¿Es ésa tu respuesta? ¿Quiere saber cosas por el mero hecho de saberlas?
— Eso es lo que significa «filósofo», príncipe.
— Pero…
Leddravohr se interrumpió cuando se produjo un ruido en la entrada de la cueva y apareció el sargento de la guardia personal de Lain. Saludó a Leddravohr y, aunque estaba agitado, esperó su permiso para hablar.
— Adelante, hombre — dijo Leddravohr.
— Se está levantando viento por el oeste, príncipe. Se nos ha avisado que hay peligro de pterthas.
Leddravohr despidió al sargento con un gesto.
— Muy bien, enseguida saldremos.
— El viento se está levantando con rapidez, príncipe — insistió el sargento, obviamente incómodo por tener que volver a hablar tras haber sido despedido.
— Y un viejo y experto soldado como tú no ve ninguna razón para correr riesgos innecesarios. — Leddravohr colocó una mano sobre el hombro del sargento y lo zarandeó amigablemente, una familiaridad que no habría dispensado al más alto aristócrata —. Coge a tus hombres y márchate ahora, sargento.
Los ojos del sargento emitieron un destello de gratitud y adoración mientras salía corriendo. Leddravohr observó su marcha, después se volvió hacia Lain.
— Me estabas explicando esta pasión por el conocimiento inútil — dijo —. ¡Continúa!
— Yo… — Lain intentaba organizar sus pensamientos —. En mi profesión todo conocimiento se considera útil.
— ¿Por qué?
— Es parte de un todo… una estructura unificada… y cuando esa estructura se complete también se completará el Hombre y poseerá el control absoluto de su destino.
— ¡Bonitas palabras! — La mirada insatisfecha de Leddravohr se quedó fija en una parte del muro cercana a donde estaba Lain —. ¿Crees de veras que el futuro de nuestra raza depende de la pintura del balón de juguete de un mocoso?
— Eso no es lo que dije, príncipe.
— Eso no es lo que dije, príncipe — se burló Leddravohr —. Tú no me has dicho nada, filósofo.
— Siento que no haya oído nada — respondió Lain tranquilamente.
La sonrisa de Leddravohr asomó un instante.
— Eso puede tomarse como un insulto, ¿no? El amor al conocimiento debe ser una pasión ardiente, desde luego, si empieza a enderezar tu columna vertebral, Maraquine. Seguiremos esta discusión en el camino de vuelta. ¡Vamos!
Leddravohr se dirigió hacia la entrada, se colocó de lado y atravesó el estrecho pasadizo. Lain apagó las cuatro lámparas y, dejándolas donde estaban, siguió a Leddravohr hasta el exterior. Una apreciable brisa corría sobre los contornos irregulares de la montaña desde el oeste. Leddravohr, ya montado en su cuernoazul, observó divertido como Lain se levantaba las sayas de su túnica y trepaba con torpeza a su montura. Tras una mirada escrutadora al cielo, Leddravohr se encaminó montaña abajo, controlando a su animal con la despreocupación del jinete nato.
Lain, cediendo ante un impulso, apremió a su cuernoazul por un camino casi paralelo, decidido a mantenerse a la altura del príncipe. Estaban prácticamente en la mitad de la montaña cuando descubrió que guiaba a su animal a toda velocidad sobre un terreno de piedras de esquisto. Intentó llevar el cuernoazul hacia la derecha, pero sólo consiguió hacerle perder el equilibrio. Éste profirió un ladrido de alarma y tropezó en la superficie traicionera cayendo al lado. Lain escuchó el crujido de la pata del animal al salir disparado hacia una zona de hierba amarilla, que afortunadamente apareció ante su vista. Se golpeó contra el suelo, rodó y se puso de pie de un salto, ileso, pero consternado ante los lamentos de agonía del cuernoazul mientras se agitaba sobre los guijarros.
Leddravohr desmontó con un solo movimiento súbito y avanzó a grandes pasos hasta el animal caído, la espada negra en su mano. Se colocó en posición y rápidamente clavó la hoja en el vientre del cuernoazul, inclinando la estocada hacia arriba para penetrar en la cavidad del pecho. El cuernoazul se agitó convulsivamente, emitió un sonido ronco y murió. Lain se llevó una mano a la boca en un intento de controlar el brusco ascenso del contenido de su estómago.
— He aquí otro bocado de conocimiento útil para ti — dijo Leddravohr con calma —. Cuando estés matando a un cuernoazul, nunca vayas directamente al corazón o te llenarás de sangre por todas partes. De esta forma el corazón se descarga en las cavidades corporales y causa pocos problemas. ¿Ves? — Leddravohr retiró su espada, la limpió sobre la crin del animal muerto y abrió sus brazos, invitando a una inspección de sus ropas inmaculadas —. ¿No estás de acuerdo en que es muy… filosófico?
— Yo lo hice caer — murmuró Lain.
— Sólo era un cuernoazul. — Leddravohr enfundó su espada, volvió a montar y se balanceó sobre la montura —. Vamos, Maraquine. ¿A qué esperas?
Lain miró al príncipe, que tenía una mano extendida para ayudarle a subir al cuernoazul, y sintió una fuerte aversión al pensar en el contacto físico con él.
— Gracias, príncipe, pero no sería propio para alguien de mi posición cabalgar con usted.
Leddravohr estalló de risa.
— ¿De qué hablas, imbécil? Ahora estamos fuera del mundo real, del mundo de los soldados, y los pterthas se encuentran a un paso.
La referencia a los pterthas cayó sobre Lain como una daga de hielo. Se adelantó, vacilante.
— No seas tan tímido — dijo Leddravohr, con ojos divertidos y burlones —. Después de todo, no sería la primera vez que compartimos una montura.
Lain se quedó petrificado, invadido por un sudor frío, y se oyó a sí mismo decir:
— Pensándolo mejor, prefiero volver a la base caminando.
— Se me acaba la paciencia contigo, Maraquine. — Leddravohr se protegió los ojos de la luz solar y examinó el cielo por el oeste —. No voy a suplicarte que salves tu propia vida.
— Mi vida es mi responsabilidad, príncipe.
— Eso debe ser algo de la sangre de los Maraquine — dijo Leddravohr, encogiéndose de hombros, como si se dirigiera a una tercera persona invisible.
Volvió la cabeza del cuernoazul hacia el este y azuzó al animal al galope. En pocos segundos desapareció de la vista tras una roca y Lain se quedó solo en un accidentado paisaje, que de repente le pareció tan extraño e implacable como un planeta lejano. Dejó escapar una carcajada temblorosa de incredulidad al apreciar la situación en la que se había colocado a sí mismo por un simple abandono de la razón.
¿Por qué ahora?, se preguntó. ¿Por qué he esperado hasta ahora?
Se produjo un leve sonido de algo que arañaba en las proximidades. Lain se volvió asustado y vio a uno de esos bichos pálidos de múltiples patas que salía culebreando de su madriguera, abriéndose paso ansiosamente entre los guijarros para llegar hasta el cuernoazul muerto. Se apartó con rapidez para no presenciar el espectáculo. Durante un momento pensó en volver a la cueva, después se dio cuenta de que sólo le ofrecería una mínima protección durante el día; y al caer la noche probablemente toda la montaña estaría plagada de burbujas, acechando y escudriñando. Lo mejor sería dirigirse hacia el este, a la Base de Naves Espaciales, lo más aprisa posible e intentar llegar allí antes de que los pterthas llegasen transportados por el viento.
Tomada la decisión, Lain empezó a correr a través del calor susurrante. Cerca del inicio de la colina encontró una ladera abierta que le permitió una visión ilimitada hacia el este. Una lejana estela de polvo marcaba el camino de Leddravohr; y mucho más allá, casi en los borrosos límites de la base, una gran nube mostraba lo lejos que se hallaban ya los cuatro soldados. No había considerado la diferencia entre la velocidad de un hombre caminando y otro cabalgando a galope sobre un cuernoazul. Podría avanzar más cuando llegase al prado llano, pero incluso así era probable que tardara más de una hora en ponerse a salvo.
¡Una hora!
¿Tengo alguna esperanza de sobrevivir todo ese tiempo?
Como para distraerse de su angustia, intentó buscar en sus conocimientos profesionales una respuesta a la pregunta. Las estadísticas, cuando se analizaban desapasionadamente, eran más alentadoras de lo que se podía esperar.
La luz del día y el terreno llano no ofrecían condiciones favorables a los pterthas. No tenían capacidad autónoma para impulsarse en un plano horizontal, dependían de las corrientes de aire que los transportaban por la superficie de la tierra, lo que significaba que un hombre en movimiento tenía poco que temer de un ptertha si atravesaba campo abierto. Teniendo en cuenta que no habían cubierto la zona, cosa que no solía ocurrir durante el día, todo lo que tenía que hacer era observar a las burbujas con cuidado y estar atento a la dirección del viento. Cuando amenazase un ptertha, era simplemente cuestión de esperar hasta que se acercara, después correr en dirección opuesta al viento durante una corta distancia y dejar que la burbuja se alejase impotente.
Lain se detuvo tambaleándose ante un barranco, con la boca llena de la saliva salada del agotamiento, y se apoyó sobre una roca para recobrar la respiración. Era vital que tuviera reservas de fuerza, que se conservara ágil al llegar a la llanura. Al calmarse poco a poco el tumulto de su pecho, se complació en imaginar su próximo encuentro con Leddravohr e, increíblemente, advirtió que su boca entreabierta esbozaba una sonrisa. ¡Aquello era el colmo de la ironía! Mientras el célebre príncipe militar huía apresurado a protegerse de los pterthas, el filósofo de apacibles modales volvía paseando a la ciudad, sin otra armadura que su inteligencia. Allí estaba la prueba de que no era un cobarde, una prueba que todos verían, una prueba que incluso su mujer…
¡Me estoy volviendo loco! El pensamiento le había impulsado a lamentarse en voz alta, despreciándose a sí mismo. ¡Realmente he perdido la cabeza!
He permitido que un salvaje quebrantase mis defensas con toda su brusquedad y malicia, su exaltación de la estupidez y glorificación de la ignorancia Lo he dejado degradarme hasta el punto de poner en peligro la vida en un arrebato de odio y orgullo, ¡qué loables emociones; y ahora me complazco en fantasear una venganza infantil tan gratificarte para mi superioridad que ni siquiera he tomado la precaución de asegurarme de que no hay pterthas cerca.
Lain se enderezó y, consternado por el presentimiento, se volvió para mirar por el barranco.
El ptertha estaba apenas a diez pasos, dentro de su radio mortífero, y la brisa que soplaba por el barranco lo empujaba acercándolo a una velocidad escalofriante.
Se fue haciendo más grande, llenando todo su campo de visión, con su transparencia resplandeciente teñida de púrpura y negro. En parte de su mente, Lain sintió una sombra perversa de gratitud, por la decisión que había tomado el ptertha tan rápida y definitivamente. No tenía ningún sentido intentar correr, ni intentar luchar. Lo vio como nunca antes había visto a ninguno. Vio los lívidos remolinos de polvo tóxico en su interior. ¿Era eso un indicio de estructuración? ¿Un globo dentro de otro? ¿Era una protointeligencia maligna que se sacrificaba a sabiendas para destruirlo?
El ptertha llenaba el universo de Lain.
Estaba en todas partes; y después en ninguna.
Lain respiró profundamente y miró a su alrededor con la expresión plácida y triste del hombre al que sólo queda una decisión que tomar.
Aquí no, pensó. No en este lugar oculto y encerrado. No estaría bien.
Recordando la ladera que había más arriba que permitía una buena visibilidad hacia el oeste, desanduvo el camino por el cauce del antiguo arroyo, caminando lentamente ahora y suspirando de vez en cuando. Al llegar a la ladera, se sentó sobre la tierra con la espalda apoyada contra una roca y arregló los pliegues de su túnica sobre sus piernas estiradas.
El mundo de su último día se extendía ante él. El contorno triangular del monte Opelmer sobresalía en el cielo, aparentemente separado de los jirones horizontales y franjas de puntos que representaban Ro-Atabri y sus barrios abandonados a la orilla de la bahía de Arle. Más cerca y más abajo, estaba la comunidad artificial de la Base de Naves Espaciales, sus docenas de globos encerraban una ciudad ficticia de torres rectangulares. El Árbol destellaba en la parte sur del cielo, sus nueve estrellas desafiaban el brillo del sol, y en el cenit un amplio semicírculo de luz suave se extendía sutilmente sobre el disco de Overland.
Toda la trayectoria de mi vida y mi trabajo está en este escenario, meditó Lain. He traído mis instrumentos de escribir y podría intentar una especie de resumen… no es que los pensamientos de alguien que precipitó su propio fin de una forma tan absurda, vayan a ser de valor o interés para otros… como máximo podría anotar lo que ya se sabe, que la pterthacosis no es una mala muerte… comparada con otras muertes, es decir… la naturaleza puede estar agradecida… así como los más horrorosos mordiscos de un tiburón suelen estar acompañados de dolor, la inhalación del polvo de los pterthas puede a veces engendrar un extraño espíritu de resignación, un fatalismo químico… en ese aspecto al menos, parece que soy afortunado… excepto porque estoy privado de sentimientos que son míos por antiguo derecho…
Una sensación abrasadora se manifestó bajo el pecho de Lain y extendió sus zarcillos radiales por el resto de su torso. Al mismo tiempo el aire a su alrededor pareció volverse más frío, como si el sol hubiera perdido su calor. Metió una mano en el bolsillo de su túnica, sacó una bolsa hecha de lienzo amarillo y la extendió sobre su regazo. Quedaba una última tarea que realizar, pero todavía no había llegado el momento.
Quisiera que Gesalla estuviese aquí… Gesalla y Toller… para poder entregarlos el uno al otro, o pedirles que se aceptasen… la ironía se amontona sobre la ironía… Toller siempre quiso ser diferente, parecerse más a mí… y cuando se convirtió en el nuevo Toller, yo me vi obligado a convertirme en el viejo Toller… hasta el extremo de perder mi vida por el honor, un gesto que debía haber sido hecho antes de que mi bella esposa fuera ultrajada y deshonrada por Leddravohr… Toller tuvo razón en eso y yo, con mi supuesta sabiduría, le dije que estaba equivocado… Gesalla sabía con su mente que él estaba equivocado, pero en su corazón sentía que era razonable.
Una punzada de dolor en el pecho de Lain fue acompañada por un estremecimiento. La vista ante él era curiosamente llana. Ahora podía divisar más pterthas. Iban flotando hacia la llanura en grupos de dos o tres, pero ya no tenían ninguna influencia en lo que le quedaba de vida. El flujo de ensoñación de sus pensamientos fragmentarios era la nueva realidad.
Pobre Toller… llegó a ser lo que aspiraba ser, ¿y cómo lo recompensé?… con resentimiento y envidia… Lo herí el día del entierro de Glo, algo que sólo pude hacer aprovechándome de su afecto, pero él respondió a mi rencor infantil con dignidad y paciencia… los brakkas y los pterthas van juntos… quiero a mi «hermanito y me pregunto si Gesalla ya se ha dado cuenta de que ella también… estas cosas pueden tardar mucho tiempo… desde luego los brakkas y los pterthas van juntos. Es una asociación simbiótica… ahora entiendo por qué en el fondo no querrá volar a Overland… el futuro está aquí, y el futuro pertenece a Toller y a Gesalla… ¿podría ser ésta la razón encubierta de negarme a montar con Leddravohr; para escoger mi propia Vía Brillante?… ¿estaba dejándole el camino libre a Toller?… ¿era yo un factor desequilibrante en la ecuación?… las ecuaciones significaban tanto para mí…
El fuego en el pecho de Lain se incrementó, extendiéndose, dificultándole la respiración. Sudaba copiosamente y sin embargo su piel sentía un frío mortal, y el mundo era meramente una escena pintada en una tela con arrugas. Llegó el momento de la capucha amarilla.
Lain la levantó con sus dedos entumecidos y la colocó sobre su cabeza; un aviso para cualquiera que se pasase por allí de que había muerto de pterthacosis y no debían acercarse al cuerpo durante al menos cinco días. Las ranuras para los ojos no estaban en el lugar adecuado, pero dejó caer sus manos a los lados sin ajustarlas, complacido de permanecer en un universo privado, amarillo, sin forma ni rasgos.
El tiempo y el espacio transcurrían juntos en ese sencillo microcosmos.
Sí, yo tenía razón en lo de la pintura de la cueva… el círculo representaba un ptertha… un ptertha incoloro… que aún no había desarrollado sus toxinas especiales… ¿quién fue quien preguntó una vez si los pterthas antes eran rosas?… ¿y cuál fue mi respuesta?… ¿dije que el niño desnudo no tenía miedo del globo porque sabía que no le haría daño?… sé que siempre he decepcionado a Toller en un aspecto, mi falta de valor físico… mi indiferencia por el honor… pero ahora podrá estar orgulloso de mí… me gustaría poder ver su cara cuando oiga que preferí morir antes que montar con… ¿no es extraño que la respuesta al enigma de los pterthas estuviese siempre visible en el cielo?… el Árbol y el círculo de Overland simbolizando el ptertha, coexistiendo en armonía… las descargas de polinización de los brakkas alimentan a los pterthas con… ¿con qué?… ¿pollen, verde y púrpura, la mezcla?… y en respuesta los pterthas buscan y destruyen a los enemigos de los brakkas… Toller debe ser protegido por el príncipe Leddravohr… se cree a sí mismo igual a él, pero me temo… ¡ME TEMO QUE NO HE DICHO A NADIE LO DE LOS BRAKKAS Y LOS PTERTHAS!… ¿cuánto hace que lo sé?… ¿es esto un sueño?… ¿dónde está mi querida Gesalla?… ¿puedo mover todavía las manos?… puedo todavía…
El príncipe Leddravohr cogió un espejo y frunció el ceño a su imagen reflejada. Incluso cuando residía en el Palacio Principal prefería no ser atendido por criados personales, y durante su aseo matutino había pasado bastante tiempo afilando una navaja de brakka, hasta dejar un filo perfecto, y suavizando su barba con agua caliente. Como molesta consecuencia, se había rascado gran parte de la piel de la garganta. No tenía verdaderos cortes, pero las gotas de sangre brotaban de su piel y, aunque las secaba, volvían a aparecer en el mismo sitio.
Esto es lo que ocurre por vivir como una doncella mimada, se dijo a sí mismo, presionando un trapo seco contra su garganta y posponiendo la operación de vestirse hasta que la hemorragia hubiese cesado. El espejo, hecho de dos materiales distintos pegados, era casi totalmente reflectante, pero cuando se encaraba hacia la ventana podían discernirse sus rectángulos brillantes a través de los vidrios intercalados, ocupando aparentemente el mismo espacio que su propio cuerpo.
Es bastante apropiado, pensó. Me estoy volviendo insustancial un fantasma, en preparación para ascender a Overland. Mi vida real la única vida que tiene algún sentido, se acabará cuando… Sus pensamientos fueron interrumpidos por el ruido de unas pisadas corriendo en la habitación adyacente. Se volvió y encontró en el umbral de la puerta de la sala de aseo la figura de hombros cuadrados del mayor Yachimalt, responsable adjunto de las comunicaciones entre el palacio y la Base de Naves Espaciales.
Los ojos ansiosos de Yachimalt repararon en la desnudez de Leddravohr e hizo como su fuera a volver a salir de la habitación.
— Perdone, príncipe — dijo —. No me di cuenta…
— ¿Qué te pasa? — le preguntó Leddravohr bruscamente —. Si tienes un mensaje para mí, suéltalo.
— Es un aviso del coronel Hippern, príncipe. Dice que el populacho se está reuniendo ante la entrada principal de la Base.
— Tiene un ejército entero a su disposición, ¿no? ¿Por qué tengo que preocuparme yo por lo que hace esa gentuza?
— El aviso dice que el gran Prelado está incitándolos — replicó Yachimalt —. El coronel Hippern solicita su autoridad para ponerlo bajo arresto.
— ¡Balountar! ¡Ese miserable saco de huesos! — Leddravohr dejó a un lado el espejo y fue hasta la percha que sostenía sus ropas —. Diga al coronel Hippern que se mantenga firme, pero que no haga nada contra Balountar hasta que yo llegue. Me encargaré personalmente del gran Espantapájaros.
Yachimalt saludó y se retiró. Leddravohr se descubrió a sí mismo sonriendo mientras se vestía a toda prisa y ataba las correas de su coraza blanca. A sólo cinco días de que partiese el primer escuadrón para Overland, los preparativos para la migración estaban prácticamente completos y él no había esperado con demasiada ansiedad ese período de ociosidad forzosa. Cuando no había ningún trabajo que hacer, sus pensamientos se trasladaban con demasiada facilidad a la prueba monstruosa que le aguardaba, y entonces los pálidos gusanos del miedo y la desconfianza en sí mismo empezaban su insidioso ataque. Ahora casi podía sentirse agradecido al gran Prelado por ofrecerle alguna distracción, la oportunidad de sentirse vivo y útil una vez más.
Leddravohr se ciñó la espada y el cuchillo que llevaba en el brazo izquierdo. Salió a toda prisa de la habitación dirigiéndose al patio principal, tomando un camino en el que habría pocas posibilidades de toparse con su padre. El rey mantenía una excelente red de espionaje y habría oído seguramente lo del comportamiento suicida de Lain Maraquine el postdía anterior. Leddravohr no tenía ningún deseo de ser preguntado en ese momento sobre el absurdo incidente. Había dado órdenes a un equipo de dibujantes para que fuesen a la cueva a copiar los dibujos, y quería presentar la reproducción a su padre en su próximo encuentro. El instinto le dijo que el rey estaría enojado y suspicaz si, como era casi seguro, Maraquine había muerto, pero era posible que los dibujos lo apaciguasen.
Al llegar al patio, hizo un gesto a un ostiario para que le acercase el cuernoazul moteado que montaba normalmente, y en cuestión de segundos galopaba hacia la Base de Naves Espaciales. Al salir del doble capullo de redes que envolvía el palacio, se adentró en uno de los caminos de cubiertas tubulares que atravesaba los cuatro fosos ornamentales. La funda de lienzo barnizado estaba hecha a prueba del polvo de los pterthas y proporcionaba un camino seguro hasta el mismo Ro-Atabri, pero la sensación de estar encerrado y acosado molestaba a Leddravohr. Se alegró al llegar a la ciudad, donde al menos se divisaba el cielo a través de las redes, y podía distinguir los diques del Borann al oeste.
Había pocos ciudadanos en el exterior y la mayoría de ellos iban hacia la base, aparentemente guiados por un sentido excepcional que les decía que los acontecimientos relevantes estaban ocurriendo allí. Era una mañana calurosa y sin viento, sin ningún indicio de pterthas. Al llegar al límite occidental de la ciudad, prescindió del camino cubierto que recorría el perímetro de recinto espacial, cabalgando hacia el sur al aire libre, desde donde podía ver a la multitud reunida en la entrada principal. Los paneles laterales de tubo flexible habían sido enrollados, permitiendo a la multitud formar una barrera continua ante la verja de seguridad. Al otro lado de la verja vio una hilera de picas que sobresalían en el cielo, lo que indicaba la presencia de soldados; y asintió con aprobación. La pica era un arma buena para demostrar a los ciudadanos indisciplinados lo equivocado de su comportamiento.
Al acercarse a la masa de gente, Leddravohr instó a su cuernoazul para que caminase al paso. Cuando su proximidad fue advertida, la multitud se apartó con respeto para dejarlo pasar, y a él le sorprendió que muchos de ellos fueran vestidos con harapos. La situación de los ciudadanos de Ro-Atabri era obviamente peor de lo que había creído. Entre murmullos y empujones, la multitud se fue corriendo hasta formar un espacio semicircular en cuyo centro estaba Balountar vistiendo túnica negra.
El gran Prelado, que había estado increpando a un oficial del otro lado de la verja cerrada, se volvió para encararse con Leddravohr. Ante la visión del príncipe militar, se sobresaltó de forma notable, pero la expresión de ira de sus crispadas facciones no cambió. Leddravohr avanzó hacia él con paso lento, desmontó deliberadamente despacio con una confianza perezosa e hizo un gesto hacia la verja para que le abriesen. Dos soldados tiraron de la pesada puerta hacia dentro, y Leddravohr y Balountar quedaron en el centro de un grupo de gente.
— Bueno, sacerdote — dijo Leddravohr con tranquilidad —, ¿qué te trae por aquí?
— Creo que sabes por qué estoy aquí. — Balountar hizo una pausa de unos tres segundos antes de añadir el tratamiento real, separándola así de su primer comentario y manifestando una insolencia deliberada —. Príncipe.
— Si vienes a pedir algún puesto en la migración, llegas demasiado tarde; todos están ocupados.
— No vengo a pedir nada — dijo Balountar alzando la voz, dirigiéndose a la multitud más que a Leddravohr —. Vengo a exigir. Exigir lo que debe cumplirse.
— ¡Exigir!
Nadie se habría atrevido nunca a usar esa palabra con Leddravohr, y al repetirla, le sucedió algo extraño. Su cuerpo se convirtió en dos cuerpos: uno físico y firme, anclado a la tierra; y otro ingrávido y etéreo, aparentemente capaz de ser arrastrado por la brisa más ligera. Esta última naturaleza rompió la conexión entre las dos dando un paso hacia atrás. Sentía como si ya no estuviese en contacto con la superficie de la llanura, sino suspendido a la altura de la hierba, como un ptertha, con una visión inteligente pero distante de lo que sucedía. Desde ese lugar superior observó, absorto, cómo su naturaleza corpórea acababa con un estúpido juego…
— ¿Cómo te atreves a hablarme a mí de exigencias? — gritó el Leddravohr carnal —. ¿Has olvidado la autoridad que me confirió mi padre?
— Hablo como autoridad superior — insistió Balountar, no cediendo ni un ápice —. Hablo en nombre de la Iglesia, de la Gran Permanencia, y te ordeno que destruyas los vehículos en los que planeas profanar el Camino de las Alturas. Además, todos los alimentos y cristales y otras provisiones vitales que habéis robado ala gente, deben ser devueltos de inmediato. Éstas son mis últimas palabras.
— Tienes más razón de lo que crees — susurró Leddravohr.
Desenvainó su espada de batalla, pero algún vestigio rezagado de consideración hacia la ley le disuadió de atravesar con la hoja negra el cuerpo del gran Prelado. En vez de ello, se apartó de Balountar, se volvió hacia los oficiales armados que observaban de cerca y se dirigió al coronel Hippern que aguardaba con el rostro pétreo.
— Arresten al traidor — dijo incisivamente.
Hippern dio una orden en voz baja y dos soldados se adelantaron empuñando sus espadas. Un curioso sonido como de gruñido y protesta surgió de entre la multitud cuando los soldados tomaron a Balountar por los brazos y lo llevaron, a pesar de sus forcejeos, hasta el otro lado de la valla que rodeaba la base. Hippern miró a Leddravohr, como interrogándolo.
— ¿Qué esperabas? — Leddravohr señaló con el dedo índice hacia el suelo, indicando que quería que el gran Prelado fuese obligado a arrodillarse —. Ya conoces el castigo por alta traición. ¡Adelante!
Hippern, con el rostro impasible bajo su casco ornamentado, habló otra vez a los oficiales que estaban junto a él y, un segundo más tarde, un corpulento sargento primera corrió hacia los dos soldados que aguantaban a Balountar. El gran Prelado duplicó sus esfuerzos por liberarse, con su cuerpo vestido de negro sometido a contorsiones forzadas mientras los soldados lo obligaban a inclinarse. Alzó el rostro hacia su verdugo. Abrió la boca como si intentara articular una oración o un juramento, creando una diana que el sargento eligió inconscientemente en el momento de la ejecución. La espada penetró por la boca de Balountar y surgió por la base del cerebro, atravesando la espina dorsal, acabando con su vida en el acto. Los dos soldados soltaron el cuerpo y dieron un paso atrás, y se oyó un gemido entre la multitud Una piedra recorrió el aire en arco y cayó cerca de los pies de Leddravohr.
Durante un momento pareció que el príncipe iba a lanzarse contra la multitud y a atacarla sin ayuda, después se volvió hacia el sargento primera.
— Córtale la cabeza al cura Álzala en una pica para que sus seguidores puedan seguir venerándolo.
El sargento asintió y llevó a cabo su espeluznante misión con la destreza serena de un carnicero; y en un minuto, la cabeza de Balountar estuvo sobre el asta de la pica que fue clavada en un poste de la verja. Riachuelos de sangre se deslizaron rápidamente por el asta.
Se produjo un largo silencio, un silencio que penetraba en los oídos y pareció que se había llegado a un punto muerto. Después, poco a poco, se hizo claro para aquellos que observaban desde dentro de la base, que la situación no era en realidad estática; el semicírculo formado al otro lado de la verja se encogía con lentitud Los que estaban en los límites de la masa de seres humanos parecían inmóviles, pero sin embargo avanzaban, como filas de estatuas que fuesen empujadas por una presión inexorable desde atrás. La evidencia de que se estaba ejerciendo una fuerza tremenda se produjo cuando un poste de la cerca, a la derecha de la entrada, crujió y empezó a inclinarse hacia delante.
— Cierren la verja — gritó el coronel Hippern.
— ¡Déjenla! — Leddravohr se dirigió al coronel —. El ejército no huye de una chusma de civiles. Ordena a tus hombres que limpien toda la zona.
Hippern tragó saliva, evidenciando su inquietud, pero hizo frente a la mirada directa de Leddravohr.
— La situación es difícil príncipe. Éste es un regimiento local la mayoría reclutados en Ro-Atabri, y los hombres no aceptarán la idea de atacar a los suyos.
— ¿Le estoy oyendo bien, coronel? — Leddravohr apretó el puño sobre la espada y una luz blanca apareció en sus ojos —. ¿Desde cuándo son los simples soldados árbitros de los asuntos de Kolkorron?
La garganta de Hippern tragó de nuevo, pero su valor no le abandonó.
— Desde que tienen hambre, príncipe. Siempre ocurre lo mismo.
Inesperadamente Leddravohr sonrió.
— Ése es su juicio profesional, ¿verdad coronel? Ahora obsérveme atentamente. Voy a enseriarle algo que es esencial para mandar.
Se giró, dio varios pasos hacia la triple fila de soldados que aguardaban y alzó su espada.
— ¡Dispersen a la chusma! — gritó, deslizando su espada hacia delante para indicar la dirección del ataque contra la multitud que avanzaba. Los soldados rompieron filas inmediatamente y corrieron a enfrentarse con los primeros intrusos, y el relativo silencio que había dominado la escena desapareció en un súbito alboroto. La multitud retrocedió, pero en vez de huir en completo desorden, sus miembros se reunieron de nuevo. Habían retrocedido pero sólo a corta distancia, y fue entonces cuando un hecho significativo se hizo evidente: sólo un tercio de los soldados habían obedecido la orden de Leddravohr. Los otros apenas se habían movido y miraban descontentos a sus oficiales más jóvenes. Incluso los soldados que se habían enfrentado al tumulto parecían haberlo hecho por sumisión, sin convencimiento. Se dejaban vencer fácilmente, perdiendo sus armas con tal rapidez que pronto pasaron a disposición de la muchedumbre que se agitaba. Se oyeron gritos alentadores cuando una parte de la cubierta del camino fue arrancada y su estructura rota para proporcionar más armas…
El otro Leddravohr, frío, etéreo y ajeno a la situación, observaba con cierto interés, mientras el Leddravohr carnal, encerrado en el cuerpo, corría hacia un teniente de rostro inocente y le ordenaba que dirigiese a sus hombres contra la multitud Se vio cómo el teniente movía la cabeza, argumentando, y un segundo más tarde estaba muerto, casi decapitado de una sola estocada de la espada del príncipe. Leddravohr había perdido su humanidad, había dejado de sentir como un ser humano. Con la cabeza hacia delante y arrastrando los pies, se movía entre sus oficiales y hombres como un terrible demonio, prodigando destrucción.
¿Cuánto tiempo continuará esto? se preguntó el otro Leddravohr. ¿Existe límite en lo que puede soportar el hombre?
Su atención fue atraída de repente por un nuevo fenómeno. El cielo se estaba oscureciendo por el oeste mientras ascendían columnas de humo desde varios distritos de la ciudad. Sólo podía significar que las pantallas anti — ptertha estaban ardiendo, que algunos de sus habitantes, impulsados por la ira y la frustración, manifestaban su última protesta contra el orden presente.
El mensaje era claro, que todos se hundirían juntos. Los ricos y los pobres. El rey y el mendigo.
Al pensar en el rey, solo y vulnerable en el Palacio Principal, la compostura del otro Leddravohr se desintegró. Debía llevarse a cabo una tarea vital y urgente; él tenía responsabilidades que superaban ampliamente un conflicto entre unos cientos de ciudadanos y soldados.
Dio un paso hacia su otro yo complementario y se produjo un efecto, una ofuscación del tiempo y el espacio…
El príncipe Leddravohr Neldeever abrió los ojos en un torrente de intensa luz solar. El mango de su espada estaba húmedo en su mano, y, a su alrededor, los ruidos del tumulto y los colores de la matanza. Examinó la escena durante un momento, parpadeando mientras intentaba reorientarse en una realidad cambiante, después guardó su espada y corrió hacia su cuernoazul que le aguardaba.
Toller miró el cuerpo encapuchado de amarillo sin moverse durante unos diez minutos, tratando de comprender cómo soportar el dolor de la pérdida.
Ha sido Leddravohr, pensó. Éstos son los frutos que recojo por dejar vivir a ese monstruo. ¡Abandonó a mi hermano a los pterthas!
El sol del antedía todavía estaba bajo en el este, pero ante la ausencia total de movimiento de aire, la ladera rocosa de la montaña ya empezaba a proyectar calor. Toller estaba dividido entre el sentimiento y la prudencia; el deseo de correr hacia el cuerpo de su hermano y la necesidad de permanecer a una distancia segura. Su visión borrosa le mostró algo blanco que brillaba en el pecho hundido, aguantado por la cuerda de la cintura de la túnica gris y una mano delgada.
¿Papel? ¿Podría ser, el corazón de Toller se aceleró al pensarlo, una acusación contra Leddravohr?
Sacó su pequeño telescopio de la infancia y enfocó el rectángulo blanco. Sus lágrimas conspiraban con el brillo feroz de la imagen para dificultar la lectura de las palabras garabateadas, pero al fin recibió el último comunicado de Lain:
PTERTHAS AMIGOS DE BRAK. NOS MATAN POR NOSOTROS MATAMOS BRAK. BRAK. ALIMENTO PTERTH. EN PAGO P PROTEGE B. TRANSPARENTE, ROSA, PÚRPURA. P EVOLU TOXINS. DEBER VIVIR EN ARMONÍA CON B. MIRAR AL CIELO.
Toller apartó el telescopio. En algún lugar bajo la terrible confusión del sufrimiento, comprendió que el mensaje de Lain tenía un significado que llegaba más allá de las circunstancias del momento, pero en aquel instante era incapaz de comprenderlo. Por el contrario, fue invadido por una decepción desconcertante. ¿Por qué no había usado Lain sus últimas energías físicas y mentales para acusar al asesino y así preparar el camino para el castigo? Tras pensar un momento, dio con la respuesta, y casi consiguió sonreír con afecto y respeto. Lain, incluso desde la muerte, había sido el auténtico pacifista, ajeno a los sentimientos de venganza. Se había marchado del mundo de una forma que encajaba con su modo de vida; y Leddravohr aún continuaba…
Toller se volvió para atravesar la ladera hacia donde esperaba el sargento con dos cuernoazules. Mantenía un control absoluto sobre sí mismo y ya no había lágrimas que se interpusiesen en su visión, pero ahora sus pensamientos estaban dominados por una nueva pregunta que rastrillaba su cerebro con la fuerza y persistencia de las olas barriendo la playa.
¿Cómo podré vivir sin mi hermano? El calor reflejado en las losas de piedra presionaba sus ojos, se introducía en su boca. Hoy va ser un largo y caluroso día, ¿cómo voy a vivirlo sin mi hermano?
— Le acompaño en el sentimiento, capitán — dijo Engluh —. Su hermano era un buen hombre.
— Sí.
Toller miró con fijeza al sargento, intentando superar sus sentimientos de rechazo. Éste era el hombre a quien se le había encomendado formalmente la seguridad de Lain, y seguía vivo mientras Lain estaba muerto. Poco podía haber hecho el sargento contra los pterthas en un terreno de aquel tipo y, según lo que contaba, había sido despedido por Leddravohr. Sin embargo, su presencia entre los vivos era una ofensa para el carácter primitivo de Toller.
— ¿Desea volver ya, capitán? — Engluh no mostró ningún signo de desconfianza ante el escrutinio de Toller. Era un veterano de aspecto duro, sin duda versado en el arte de conservar su propia piel, pero Toller no podía juzgarlo sin suspicacia.
— Todavía no — dijo Toller —. Quiero buscar el cuernoazul.
— Muy bien, capitán. — Un aleteo en el fondo de los ojos marrones del sargento demostró que había comprendido que Toller no aceptaba del todo el sucinto relato de Leddravohr sobre los acontecimientos del día anterior —. Le enseñaré el camino que tomamos.
Toller montó su cuernoazul y cabalgó detrás de Engluh siguiendo el sendero que conducía a la montaña. A mitad de la subida llegaron a una zona de roca laminada, limitada en el borde inferior por un montículo de piedras planas. Los restos del cuernoazul yacían sobre el material suelto, el esqueleto descarnado ya por los múltiples y otros carroñeros. Incluso la montura y los arneses habían sido despedazados y comidos en parte. Toller sintió un escalofrío en la espina dorsal al comprender que el cuerpo de Lain habría sufrido la misma suerte de no haber sido por el veneno ptertha que contenían sus tejidos. Su cuernoazul empezó a mover la cabeza de un lado a otro y a inquietarse, pero Toller lo condujo hasta el esqueleto, frunciendo el ceño al ver la tibia fracturada. Mi hermano vivía cuando esto ocurrió; y ahora está muerto. El dolor se apoderó de él con nueva fuerza, cerró los ojos e intentó pensar en lo increíble.
De acuerdo a lo que le habían dicho, el sargento Engluh y los otros tres soldados cabalgaron hacia la entrada oeste de la Base de Naves Espaciales tras ser despedidos por Leddravohr. Allí esperaron a Lain y se quedaron perplejos al ver que Leddravohr volvía solo.
El príncipe estaba de un humor extraño, enojado y alegre a la vez, y al ver a Engluh se contaba que le dijo:
— Prepárate para una larga espera, sargento. Tu amo ha lisiado a su cuernoazul y ahora está jugando al escondite con los pterthas.
Pensando que era su deber, Engluh se ofreció para volver galopando hasta la montaña con otro animal, pero Leddravohr se opuso:
— ¡Quédate donde estás! Él eligió arriesgar su vida en un juego peligroso y ése no es deporte para un buen soldado.
Toller hizo que le repitiera el relato varias veces y la única interpretación que podía darle a aquello era que a Lain se le había ofrecido ser transportado hasta un lugar seguro, pero él había elegido voluntariamente flirtear con la muerte. Leddravohr no necesitaba mentir sobre ninguno de sus actos, y sin embargo Toller seguía sin poder aceptar lo que le habían contado. Lain Maraquine, de quien era sabido que se desmayaba ante la vista de la sangre, habría sido el último hombre del mundo en enfrentarse a las burbujas. Si hubiera querido quitarse la vida habría encontrado una forma mejor, pero en cualquier caso no existía ninguna razón para que deseara suicidarse. Tenía demasiados motivos para vivir. Existía un misterio en lo ocurrido en la árida ladera de la montaña el día anterior, y Toller sólo sabía de un hombre que pudiese aclararlo. Leddravohr no debía de haber mentido pero sabía más de lo que…
— ¡Capitán! — susurró Engluh sobresaltado —. ¡Mire allí!
Toller siguió la línea que señalaba el dedo del sargento hacia el este y parpadeó al ver la inconfundible forma marrón oscura de un globo ascendiendo hacia el cielo sobre Ro- Atabri. Pocos segundos más tarde se le unieron otros tres subiendo en íntima formación, casi como si el ascenso masivo a Overland estuviera empezando antes de lo que estaba planeado.
Algo va mal, pensó Toller antes de verse afectado por un sentimiento de ultraje personal. La muerte de Lain habría sido terrible para él, pero a eso había que añadir el agravante de las dudas y sospechas; y ahora las naves espaciales estaban despegando de la base, infringiendo los planes estrictos que se habían realizado sobre el vuelo de migración. Había un límite en lo que su mente podía abarcar en un momento determinado y el universo había decidido injustamente olvidarse de eso.
— Tengo que volver ahora — dijo, instando a su cuernoazul para que se moviese.
Cabalgaron montaña abajo, rodeando un cerro cubierto de zarzas y llegando a la ladera abierta donde yacía el cuerpo de Lain. La vista ilimitada hacia el este mostró otros globos ascendiendo desde el recinto, pero la mirada de Toller fue atraída por la extensión moteada de la ciudad, que yacía detrás de ellos. Desde los barrios del centro subían columnas de humo negro.
— Parece una guerra, capitán — comentó Engluh extrañado, empinándose sobre sus estribos.
— Quizá lo sea.
Toller dirigió una mirada a la anónima forma inerte que había sido su hermano. Vivirás dentro de mí, Lain. Después espoleó a su montura en dirección a la ciudad.
Ya conocía la creciente inquietud existente entre la acosada población de Ro-Atabri, pero le costaba imaginar que los disturbios civiles tuviesen un efecto real en el cursa ordenado de los acontecimientos del interior de la base. Leddravohr había instalado unidades del ejército en un semicírculo que quedaba entre el recinto espacial y las afueras de la ciudad, y dispuesto que fuesen controlados por oficiales en quienes pudiera confiar incluso en las circunstancias especiales de la migración. Los oficiales eran hombres que no tenían ningún interés personal en volar a Overland y su único deber era preservar Ro-Atabri como una entidad, pasara lo que pasase. Toller creía que la base estaba segura, incluso en el caso de un motín general, pero ahora las naves espaciales estaban despegando mucho antes de la fecha fijada…
Al llegar a la pradera llana hizo que el cuernoazul galopase a toda velocidad, observando atentamente cómo la barrera que rodeaba la base se agrandaba en su campo de visión. La entrada del oeste se usaba poco porque daba al campo abierto, pero al acercarse descubrió que había grandes grupos de soldados montados y de infantería detrás de la verja, y podían verse vagones de provisiones moviéndose al otro lado de las pantallas dobles, donde se desviaban hacia el norte y hacia el sur. Otras naves flotaban hacia arriba en el cielo matutino, y el rugido retumbante de sus quemadores se mezclaba con el traqueteo de los ventiladores de inflado y los gritos de fondo de los controladores.
Las puertas se abrieron para Toller y el sargento. Después, en cuanto atravesaron la zona intermedia, se cerraron de golpe. Toller detuvo su cuernoazul al acercarse a él un capitán del ejército, que llevaba su casco de penacho naranja bajo el brazo.
— ¿Es usted el capitán espacial Toller Maraquine? — preguntó frunciendo el entrecejo.
— Sí. ¿Qué ha ocurrido?
— El príncipe Leddravohr ha dado orden de que se presente inmediatamente en el Recinto 12.
Toller asintió.
— ¿Qué ha ocurrido?
— ¿Qué le hace pensar que ha ocurrido algo? — dijo el capitán con acritud. Se dio la vuelta y se alejó a grandes pasos, dando órdenes airadas a los soldados más cercanos, que mostraban sin disimulos su expresión de disgusto.
Toller pensó en ir tras él y obtener una respuesta aclaratoria, pero en ese momento divisó a una figura uniformada de azul haciéndole señas desde el otro lado de la verja. Era Ilven Zavotle, recientemente ascendido al rango de teniente piloto. Toller avanzó hacia él en el cuernoazul y desmontó, notando al hacerlo que el joven estaba pálido y preocupado.
— Me alegro de que haya vuelto, Toller — dijo Zavotle con ansiedad —. Oí que había salido para buscar a su hermano y vine a alertarle sobre el príncipe Leddravohr.
— ¿Leddravohr? — Toller levantó la vista cuando una nave espacial ocultó el sol por un instante —. ¿Qué pasa con Leddravohr?
— Está loco — dijo Zavotle, mirando alrededor para comprobar que su declaración traidora no era escuchada por otros —. Ahora está en los recintos… dirigiendo a los cargadores y a los equipos de inflado… con la espada en la mano… lo he visto atravesar a un hombre sólo porque se detuvo a echar un trago.
— ¡El…! — El desconcierto y consternación de Toller crecieron —. ¿Qué ha provocado todo esto?
Zavotle alzó la mirada sorprendido.
— ¿No lo sabe? Debió usted salir de aquí antes dé… Todo ocurrió en un par de horas, Toller.
— ¿Qué ocurrió? Habla, Ilven, o habrá más sablazos.
— El gran Prelado Balountar presidió una marcha de ciudadanos hasta la base. Exigió que todas las naves fueran destruidas y las provisiones repartidas entre la gente. Leddravohr lo hizo arrestar y decapitar allí mismo.
Toller estrechó los ojos como si visualizara la escena.
— Eso fue un error.
— Un gran error — corroboró Zavotle —, pero eso fue sólo el principio. Balountar había excitado a las multitudes con promesas de comida y cristales. Cuando vieron su cabeza sobre un poste, empezaron a destrozarlas protecciones. Leddravohr envió al ejército contra ellos, pero… fue sorprendente. Toller… la mayoría de los soldados se negaron a luchar.
— ¿Desafiaron a Leddravohr?
— Son hombres de la zona, la mayoría proceden del mismo Ro-Atabri, y se les estaba ordenando que masacrasen a su propia gente. — Zavotle se interrumpió cuando una nave que volaba sobre ellos produjo un rugido atronador —. Los soldados también están hambrientos, y hay una sensación generalizada de que Leddravohr les está volviendo la espalda.
— A pesar de eso…
A Toller le parecía casi imposible imaginar a simples soldados rebelándose contra el príncipe militar.
— Entonces fue cuando Leddravohr realmente enloqueció. Dicen que mató a más de una docena de oficiales y hombres. No obedecían sus órdenes… pero tampoco podían defenderse contra él… y el carnicero entonces… — la voz de Zavotle vaciló —. Como cerdos, Toller. Igual que a cerdos.
A pesar de la magnitud de lo que estaba oyendo, Toller alimentaba un sentimiento inconfesable de que tenía un motivo distinto y más urgente de preocupación.
— ¿Cómo acabó eso?
— Con los incendios de la ciudad. Cuando Leddravohr vio el humo… se dio cuenta de que las pantallas anti — ptertha estaban ardiendo… y recobró la razón. Condujo al interior del perímetro a los hombres que continuaban siéndole fieles, y ahora está intentando que despegue toda la flota de nave espaciales antes que los rebeldes se organicen e invadan la base. — Zavotle estudió con suspicacia a los soldados próximos —. Este grupo se supone que defiende la entrada oeste, pero yo diría que no tienen muy claro de qué lado están. Los uniformes azules ya no son muy gratos aquí. Tenemos que volver a los recintos enseguida que…
Las palabras se desvanecieron en los oídos de Toller mientras su mente realizaba una serie de saltos, y cada uno de ellos lo acercaba más al origen de su preocupación subconsciente. Los fuegos de la ciudad… las pantallas anti — ptertha ardiendo… no ha llovido durante muchos días… sin las pantallas la ciudad está indefensa… la migración DEBE ponerse en marcha enseguida… y eso significa…
— ¡Gesalla!
Toller soltó el nombre de repente en un acceso de pánico y auto recriminación. ¿Cómo podía haberse olvidado de ella durante tanto tiempo? Estaría esperando en la Casa Cuadrada… aún sin la confirmación de la muerte de Lain… y el vuelo a Overland ya había empezado…
— ¿Me oye? — dijo Zavotle —. Tendríamos que…
— No importa eso — le cortó Toller —. ¿Qué se ha hecho respecto a avisar a los emigrantes y traerlos aquí?
— El rey y el príncipe Chakkell ya están en los recintos. Todos los miembros de la familia real y de la nobleza tienen que llegar aquí bajo la protección de nuestros guardianes. Es un caos, Toller. Los emigrantes normales tendrán que llegar por sí solos, y si las cosas siguen como ahora, dudo de que…
— Estoy en deuda contigo por haberme esperado aquí, Ilven — dijo Toller, volviendo a montar su cuernoazul —. Creo que me explicaste algo cuando estábamos allá arriba muriéndonos de frío y sin nada que hacer excepto contar estrellas fugaces. Que no tenías familia. ¿Es cierto?
— Sí.
— En ese caso debes volver a los recintos y tomar la primera nave disponible que encuentres. Yo todavía no estoy libre para marcharme.
Zavotle se adelantó mientras Toller se acomodaba en la montura.
— Leddravohr quiere que nosotros dos seamos los pilotos reales, Toller. Usted especialmente, porque nadie más ha dado nunca el vuelco a una nave.
— Olvida que me has visto — dijo Toller —. Volveré en cuanto pueda.
Salió cabalgando por el interior de la base, tomando un camino que quedaba alejado de los recintos de los globos. Las redes anti — ptertha s colocadas encima proyectaban sus sombras sobre una escena de actividad confusa y frenética. Se había planeado que la flota de migración partiría de una forma ordenada en un período de entre diez y veinte días, según las condiciones climáticas. Ahora era una carrera para ver cuántas naves podían enviarse antes de que la base fuera tomada por los disidentes, y la situación se hacía aún más desesperada desde que las vulnerables pantallas anti — ptertha s habían sido atacadas. No se apreciaban corrientes de aire, circunstancia que ayudaba a las tripulaciones de las naves espaciales y mantenía la actividad ptertha al mínimo, pero con la llegada de la noche las burbujas lívidas aumentarían su fuerza.
Con la urgencia por cargar las provisiones, los trabajadores rompían los embalajes de madera sin más ayuda que sus manos. Los soldados pertenecientes al recién formado Regimiento de Overland (su lealtad estaba garantizada porque debían volar con Leddravohr) se movían de un lado a otro, exhortando ruidosamente al personal de la base para que se esforzase más, y en algunos casos contribuían personalmente al trabajo. Aquí y allí, entre el caos, deambulaban pequeños grupos de hambres, mujeres y niños que habían obtenido las garantías para emigrar en las provincias y llegado allí con anticipación. Por encima y a través de todo destacaba el estrépito de los ventiladores de inflado, el rugido desconcertante y espasmódico de los quemadores de las naves espaciales y el cenagoso olor de la mezcla de gases liberados.
Toller pasó casi inadvertido por las secciones de almacenaje y talleres, pero al llegar a un camino cubierto que conducía por el este hacia la ciudad, encontró la entrada protegida por un gran destacamento de soldados. Los oficiales que había entre ellos interrogaban a todo aquel que intentaba pasar. Toller se hizo a un lado y usó su telescopio para examinar la distante salida. La corta perspectiva producía una imagen difícil de interpretar, pero pudo ver muchos soldados de a pie y algunos grupos montados; y detrás de ellos a la multitud llenando las empinadas calles donde empezaba propiamente la ciudad. Había pocos indicios de movimiento, pero era obvio que se produciría una confrontación y que el camino normal hacia la ciudad estaba intransitable.
Seguía pensando en cómo actuar, cuando le llamaron la atención unas manchas de color moviéndose en la tierra cubierta de matorrales que se extendía hacia el sureste, en dirección al barrio periférico de Monteverde. El telescopio le reveló que eran civiles corriendo hacia el centro de la base. Por la alta proporción de mujeres y niños, dedujo que se trataba de emigrantes que habían cruzado la cerca del perímetro en algún punto distante de la entrada principal. Se volvió por el túnel, buscó un paso entre las dobles redes anti — ptertha s y salió cabalgando hacia los ciudadanos que se aproximaban. Cuando llegó junto a los cabecillas, éstos blandieron sus salvoconductos blanquiazules de migración.
— Dirigíos hacia los recintos de los globos — les gritó —. Os sacaremos.
Los hombres y mujeres de rostros ansiosos le dieron las gracias y corrieron hacia allí, algunos llevando en brazos o arrastrando a los niños. Volviéndose para seguirlos con la mirada, Toller vio que la llegada de éstos había sido advertida y que se acercaban unos hombres montados para detenerlos. El cielo tras los jinetes era un espectáculo único. Ahora había quizá veinte naves en el aire sobre los recintos, agrupándose peligrosamente en los niveles bajos y dispersándose al alejarse hacia el cenit.
Sin detenerse a ver qué tipo de recibimiento daban a los emigrantes, Toller azuzó al cuernoazul hacia Monteverde. A lo lejos, a su izquierda, en Ro-Atabri, el fuego parecía haberse extendido. La ciudad estaba construida en piedra, pero las vigas de madera y cuerdas con las que se había revestido para protegerla de los pterthas, eran altamente inflamables y los incendios empezaban a ser lo bastante grandes como para crear sus propios sistemas de transmisión, ganando terreno sin ayuda de los elementos. Sólo haría falta, y Toller lo sabía, que se levantase una leve brisa, y la ciudad ardería en cuestión de minutos.
Hostigó al cuernoazul para que galopase, eligiendo su camino basándose en los grupos de refugiados que encontraba y divisando finalmente un lugar donde la barricada del perímetro había sido derribada. Atravesó la abertura, ignorando las miradas recelosas de la gente que trepaba entre las estacas, tomando un camino directo hacia la montaña de la Casa Cuadrada. Las calles por las que había correteado siendo un niño estaban sucias y abandonadas, como un extraño territorio del pasado.
Un minuto más tarde, ya en el barrio de Monteverde, al dar la vuelta a una esquina encontró una partida de cinco civiles armados con palos. Aunque obviamente no eran emigrantes, se dirigían a toda prisa hacia la base. Toller adivinó enseguida que su intención era acosar y quizá robar a algunas de las familias de emigrantes que había visto antes.
Se separaron para bloquear la estrecha calle y el líder, un hombre robusto de mandíbula caída ataviado con una capa, le preguntó:
— ¿Qué te crees que estás haciendo, chaqueta azul?
Toller, que fácilmente podría haber derribado al hombre desde su montura, tiró de las riendas para detenerse.
— Ya que me lo preguntas con tanta amabilidad, no me importa decirte que estoy dudando entre si matarte o no.
— ¡Matarme! — El hombre golpeó el suelo imperiosamente con su palo, en la creencia de que los tripulantes espaciales no iban armados —. ¿Y cómo vas a hacerlo?
Toller sacó su espada con un movimiento horizontal, haciendo saltar el garrote de la mano del hombre.
— Eso podría haber sido tu muñeca o tu cuello — dijo suavemente —. ¿Alguno más desea seguir con el asunto?
Los cuatro se miraron entre sí y retrocedieron.
— No tenemos nada contra usted — dijo el hombre de la capa, acariciándose la mano resentida por el violento impacto en el garrote —. Seguiremos nuestro camino.
— No lo haréis. — Toller usó la hoja de brakka para señalar un callejón que conducía en dirección contraria a la base espacial —. Seguiréis ese camino, y volveréis a vuestras guaridas. Dentro de pocos minutos pasaré de nuevo hacia la base, y juro que si me encuentro a cualquiera de vosotros otra vez, será mi espada quien hable. ¡Ahora marchaos!
En cuanto los hombres desaparecieron de su vista, guardó la espada y reemprendió el ascenso hacia la montaña. Dudó de que su aviso tuviese un efecto definitivo en los rufianes, pero ya había perdido demasiado tiempo ayudando a los emigrantes, quienes deberían aprender a afrontar muchos rigores en los días venideros. Una mirada al semicírculo que se estrechaba sobre el disco de Overland, le dijo que no quedaba mucho más de una hora para la llegada de la noche breve, y era necesario que llevase a Gesalla a la base antes de que ocurriera.
Al llegar a la cima de Monteverde, galopó por las silenciosas avenidas de la Casa Cuadrada y desmontó en el recinto amurallado. Se dirigió al vestíbulo de entrada y allí se encontró con Sany, la gorda cocinera, y a un criado calvo que le era desconocido.
— ¡Amo Toller! — gritó Sany —. ¿Tiene noticias de su hermano?
Toller sintió que su dolor se renovaba. La rápida sucesión de los acontecimientos había detenido su proceso emocional normal.
— Mi hermano está muerto — dijo —. ¿Dónde está tu señora?
— En su dormitorio. — Sany se llevó las manos a la garganta —. Éste es un día terrible para todos nosotros.
Taller corrió hacia la escalera principal, pero se detuvo ante el primer escalón.
— Sany, volveré a la Base de Naves Espaciales en pocos minutos. Te aconsejo encarecidamente a ti y a… — miró interrogativamente al criado.
— Harribend, señor.
— …a ti y a Harribend, y a los otros sirvientes que aún queden, que vengáis conmigo. La migración ha comenzado antes de tiempo en una gran confusión, y aunque no tengáis salvoconductos, creo que os encontraré un lugar en alguna nave.
Ambos criados retrocedieron.
— Yo no podría ir al cielo antes de que me llegue mi hora — dijo Sany —. No es natural. No está bien.
— Hay revueltas por toda la ciudad y las pantallas anti — ptertha se están quemando.
— Que sea lo que deba ser, amo Toller. Correremos el riesgo aquí, en el lugar a que pertenecemos.
— Pensadlo bien — dijo Toller.
Subió hasta el rellano y atravesó el conocido pasillo que conducía a la parte sur de la casa, incapaz de aceptar del todo que ésta era la última ocasión en que vería las figuritas de cerámica brillando en sus vitrinas, o su reflejo fantasmagórico sobre los paneles de madera de vidrio pulida. La puerta del dormitorio principal estaba abierta.
Gesalla se hallaba de pie junto a la ventana que servía de marco a una vista de la ciudad, cuyos rasgos dominantes eran las columnas de humo negro y blanco intersectando las bandas horizontales azul y verde de la bahía de Arle y el golfo de Tronom. Iba vestida como nunca antes la había visto, con chaleco y pantalones grises de sarga complementados con una blusa de tela más fina, también de color gris. En conjunto era casi una réplica de su propio uniforme de hombre del espacio. Una repentina timidez le impidió hablar o llamar a la puerta. ¿Cómo debían comunicarse el tipo de noticias que llevaba?
Gesalla se volvió y lo miró con ojos sabios y sombríos.
— Gracias por venir, Toller.
— Es sobre Lain — dijo, entrando en la habitación —. Me temo que traigo malas noticias.
— Sabía que estaba muerto cuando no recibí ningún mensaje al anochecer. — Su voz era fría, enérgica —. Sólo me faltaba la confirmación.
Toller no esperaba esa falta de emoción.
— Gesalla, no sé cómo decírtelo… en un momento como éste… pero has visto los incendios de la ciudad. No tenemos otra salida que…
— Estoy preparada para marchar — dijo Gesalla, cogiendo un envoltorio bien atado que había sobre una silla —. Éstas son todas las pertenencias personales que necesito. O, al menos, las que he decidido llevarme. No es demasiado, ¿verdad?
Él observó su bello e imperturbable rostro durante un instante, luchando contra un resentimiento irracional.
— ¿Tienes idea de adónde vamos?
— ¿Dónde sino a Overland? Las naves espaciales están saliendo. Según lo que he podido descifrar de los mensajes de luminógrafo procedentes del Palacio Principal, la guerra civil ha estallado en Ro-Atabri y el rey ya ha escapado. ¿Crees que soy estúpida, Toller?
— ¿Estúpida? No, eres muy inteligente, muy lógica.
— ¿Esperabas que estuviese histérica? ¿Tenía que ser sacada de aquí, gritando que me daba miedo ir al espacio, en donde sólo el heroico Toller Maraquine ha estado?
¿Tenía que llorar y rogar que me diesen tiempo para poner flores sobre la tumba de mi marido?
— No, no esperaba que llorases. — Toller estaba consternado por lo que decía, pero era incapaz de contenerse —. No esperaba que fingieses pesar.
Gesala le abofeteó la cara con un movimiento tan rápido de la mano que no tuvo oportunidad de evitarlo.
— No vuelvas a decirme algo así otra vez. ¡No vuelvas a hacer ese tipo de presuposiciones sobre mí! Ahora, ¿nos marchamos o vamos a quedarnos aquí hablando todo el día?
— Cuanto más pronto nos marchemos mejor — dijo él petrificado, resistiendo las ganas de tocarse la mejilla que le escocía —. Llevaré tu paquete.
Gesalla le arrebató el fardo y lo colgó de su hombro.
— Lo hice para llevarlo yo; tú ya tienes bastante que hacer.
Se deslizó ante él hacia el pasillo y, moviéndose con suavidad y rapidez, llegó a la escalera principal antes que él la alcanzara.
— ¿Qué hay de Sany y los otros criados? — preguntó Toller —. No me gusta la idea de dejarlos.
Ella negó con la cabeza.
— Lain y yo intentamos convencerlos de que pidieran los salvoconductos, y no lo conseguimos. No puedes obligar a la gente a irse, Toller.
— Supongo que tienes razón. — Caminó junto a ella hasta la puerta, dirigiendo una mirada nostálgica al vestíbulo, y salió hacia el patio donde aguardaba el cuernoazul —. ¿Dónde está tu carruaje?
— No lo sé. Lain se lo llevó ayer.
— ¿Eso significa que tendremos que montar juntos?
Gesalla suspiró.
— No pienso ir corriendo a tu lado.
— Muy bien.
Sintiéndose extrañamente cohibido, Toller trepó a la montura y extendió una mano a Gesalla. Se sorprendió de la poca fuerza que tuvo que hacer para ayudarle a colocarse de un salto tras él, y aún más cuando ella deslizó los brazos alrededor de su cintura y se apretó contra su espalda. Era preciso cierto contacto corporal, pero casi parecía como si… Rechazó el pensamiento antes de que se completara, avergonzado por su obscena predisposición a pensar en Gesalla dentro de un contexto sexual puso el cuernoazul a trote rápido.
Al salir del recinto y tomar el camino del noroeste, vio que había muchas más naves en el cielo sobre la base, reduciéndose a pequeñas manchas al ser absorbidas por las profundidades azules de la atmósfera superior. Por él movimiento de éstas, se apreciaba una ligera corriente hacia el este, lo que significaba que el caos de la salida podía complicarse aún más por la llegada de los pterthas. A su izquierda, las torres de humo que subían de la ciudad eran cortadas horizontalmente y dispersadas al alcanzar las corrientes de aire de los niveles altos. Los árboles que se quemaban producían de vez en cuando explosiones polvorientas.
Toller cabalgó montaña abajo con tanta rapidez como era posible manteniendo la seguridad. Las calles estaban vacías como antes, pero se habían incrementado los ruidos de tumultos que provenían directamente del frente hacia donde iban. Emergió de la última protección de edificios abandonados y descubrió que había cambiado el escenario en la periferia de la base.
La ruptura de la barricada se había agrandado y varios grupos, en un total de unas cien personas, se habían reunido allí, siéndoles impedida la entrada al recinto por las filas de infantería. Arrojaban piedras y trozos de madera a los soldados, quienes a pesar de estar armados con espadas y jabalinas, no respondían al ataque. Varios oficiales montados, permanecían tras los soldados, y Toller supo por sus espadas empuñadas y los destellos verdes en sus hombros que pertenecían al regimiento de Sorka, hombres que eran leales a Leddravohr y no tenían ningún vínculo particular con Ro-Atabri. Era una situación que podía desencadenar una carnicería en cualquier momento; y si eso ocurría, los soldados rebeldes se verían obligados a convertir aquello en el teatro de una guerra en miniatura.
Hostigó al cuernoazul para que galopase. El potente animal respondió con prontitud, recorriendo la distancia que lo separaba del lugar en pocos segundos. Toller esperaba sorprender a los alborotadores completamente desprevenidos y abrirse paso entre ellos sin que tuvieran tiempo de reaccionar, pero los golpes de los cascos contra el barro duro atrajeron la atención de los hombres, que se volvieron para coger piedras.
— Allí hay un chaqueta azul — oyó gritar —. ¡Coged a ese sucio chaqueta azul!
La vista del animal cargando decididamente y la espada de batalla de Toller fueron suficientes para despejar su camino, pero no pudieron evitar las rociadas intermitentes de proyectiles. Toller recibió fuertes golpes en el brazo y en el muslo, y un trozo de esquisto incidió directamente sobre los nudillos de la mano que aguantaba las riendas. Condujo al cuernoazul a través de los maderos derribados de la barricada y casi había llegado a las líneas de soldados, cuando oyó un golpe y sintió el impacto transmitido a través del cuerpo de Gesalla. Ésta jadeó y se soltó durante un breve momento, recobrando de inmediato el dominio de sí misma. Las líneas de soldados se apartaron para abrirle paso. Después obligó al cuernoazul a pararse.
— ¿Te hizo daño? — preguntó a Gesalla, sin poder volverse en la silla o desmontar por lo fuertemente que ella le agarraba.
— No es nada serio — respondió con una voz apenas audible —. Debes seguir.
Un teniente con barba se aproximó a ellos, los saludó y cogió la brida del cuernoazul.
— ¿Es usted el capitán espacial Toller Maraquine?
— Sí.
— Debe presentarse inmediatamente ante el príncipe Leddravohr en el Recinto 12.
— Eso es lo que intento hacer, teniente — dijo Toller —. Será mejor que se aparte.
— Señor, las órdenes del príncipe Leddravohr no mencionaban a una mujer.
Toller levantó las cejas y miró al teniente a los ojos.
— ¿Cómo dice?
— Yo… nada, señor.
El teniente soltó la brida y se apartó.
Toller animó al cuernoazul para que avanzase, conduciéndolo entre el alboroto de los recintos de los globos. Se había descubierto, aunque nadie había explicado el fenómeno, que las barreras perforadas protegían mejor a los globos de las alteraciones del aire que las cubiertas continuas. El cielo brillaba en el oeste a través de las aberturas cuadradas de los recintos, haciendo que pareciesen más que nunca una hilera de torres altas, a los pies de las cuales estaba la hirviente actividad de miles de trabajadores, la tripulación aérea y los emigrantes con todos sus bultos y provisiones.
El hecho de que el sistema funcionara incluso en circunstancias tan extremas, hablaba bien de la capacidad organizativa de Leddravohr, Chakkell y el personal designado por ellos. Las naves seguían despegando en grupos de dos o tres, y a Toller se le ocurrió que era casi un milagro que no se produjese ningún accidente serio.
En ese momento, como si su pensamiento hubiera engendrado el suceso, la barquilla de una nave que se alzaba demasiado deprisa golpeó el borde de su recinto. La nave empezó a oscilar y, a una altura de unos sesenta metros, alcanzó a otra que había salido unos segundos antes. En uno de sus movimientos pendulares, la barquilla de la nave descontrolada chocó lateralmente contra el globo de la aeronave más lenta. La cubierta de la última se rajó y ésta perdió su simetría, agitándose y trepidando como una criatura herida que surgiera de las profundidades, y la nave se precipitó hacia tierra, arrastrando sus montantes de aceleración que se habían soltado. Cayó sobre un grupo de vagones de suministros. El impacto debió de romper los conductos de alimentación del quemador, produciendo de inmediato una llamarada y humo negro; y los ladridos de los cuernoazules lastimados o aterrorizados se sumaron a la conmoción general.
Toller trató de no pensar en la suerte de los que iban a bordo. El despegue nefasto de la otra nave parecía obra de un novato, cosa probable ya que los mil pilotos cualificados asignados a la flota de migración no estarían disponibles, posiblemente atrapados en los disturbios de la ciudad. Nuevos peligros se añadían a la estremecedora serie de riesgos que esperaban a los viajeros interplanetarios.
Sintió la cabeza de Gesalla apoyada sobre su espalda mientras atravesaban el lugar y su ansiedad por ella creció. Su delicado cuerpo estaba poco preparado para resistir el golpe que él sintió de rebote. Al acercarse al duodécimo recinto, vio que éste y otros tres adyacentes en dirección norte estaban densamente rodeados de soldados de infantería y caballería. En la zona protegida había un área de relativa calma. Cuatro globos aguardaban en su recinto, con los equipos de inflado dispuestos, y corros de hombres y mujeres lujosamente vestidos junto a montones de cajas ornamentadas y otras pertenencias. Algunos de los hombres bebían mientras estiraban el cuello para ver la nave accidentada, y un pequeño grupo de niños correteaba alrededor de sus piernas como si estuviesen jugando durante una excursión familiar.
Toller recorrió la zona con la mirada y distinguió un grupo en el que estaban Leddravohr, Chalckell y Pouche, todos de pie junto a la figura sentada del rey Prad. El soberano, acomodado en una silla corriente, miraba con fijeza al suelo, en apariencia ajeno a lo que estaba ocurriendo. Parecía viejo y deprimido, contrastando notablemente con el aspecto vigoroso que Toller recordaba.
Un joven capitán del ejército se adelantó a recibir a Toller cuando éste detuvo el cuernoazul. Pareció sorprenderse al ver a Gesalla, pero le ayudó a bajar con amabilidad y sin ningún comentario. Toller desmontó y vio que el rostro de ella estaba totalmente blanco. Se tambaleaba un poco y sus ojos tenían una mirada distante, abstraída, que le confirmó que había sido seriamente lastimada.
— Quizá deba llevarte — le dijo cuando las filas de soldados se apartaron a una señal del capitán.
— Puedo andar, puedo andar — murmuró —. Aparta tus manos, Taller; la bestia no debe ver que necesito ayuda.
Taller asintió, impresionado por su valor, y caminó delante de ella hacia el grupo real. Leddravohr volvió la cabeza hacia él y por una vez no mostró su malévola sonrisa. Sus ojos llameaban en su rostro marmóreo. Había una salpicadura roja en diagonal sobre su coraza blanca, y la sangre se estaba coagulando alrededor de la vaina de su espada, pero su comportamiento sugería más una ira controlada que la rabia enloquecida de la que había hablado Zavotle.
— Hace horas que mandé que te avisaran, Maraquine — dijo con frialdad —. ¿Dónde has estado?
— Viendo los restos de mi hermano — dijo Taller, omitiendo deliberadamente la forma de tratamiento requerida —. Hay algo muy sospechoso en su muerte.
— ¿Sabes lo que estás diciendo?
— Sí.
— Veo que has vuelto a tus antiguos modales — Leddravohr se acercó y bajó la voz —. Mi padre me hizo jurar una vez que no te haría daño, pero me permitiré faltar a ese juramento en cuanto lleguemos a Overland. Entonces, te lo prometo, te daré lo que has estado buscando desde hace tanto tiempo; pero ahora hay cosas más importantes de las que debo ocuparme.
Leddravohr se volvió y se apartó con andar cansado, haciendo una señal a los supervisores del lanzamiento. Enseguida, el equipo encargado de inflar el globo inició su trabajo, accionando con la manivela los enorme ventiladores. El rey Prad alzó la cabeza, sobresaltado, y miró a su alrededor con su único ojo inquieto. El falso talante festivo abandonó a los nobles cuando el repiqueteo de los ventiladores les comunicó que el inaudito vuelo a lo desconocido estaba a punto de empezar. Los grupos familiares se unieron, los niños dejaron de jugar, y los criados se dispusieron a transferir las pertenencias de sus amos a las naves que partirían inmediatamente después de la nave real.
Detrás de las líneas protectoras de guardianes había un mar de actividad aparentemente caótica, mientras continuaba el trabajo de preparar la flota. Los hombres coman de un lado a otro, y los vagones de suministros se movían entre las pesadas carretas que transportaban las naves espaciales hasta los recintos. A lo lejos, en el campo abierto de la base, aprovechando las condiciones climáticas casi perfectas, los pilotos de las naves de carga inflaban sus globos y despegaban sin la ayuda de protecciones contra el viento. El cielo estaba ahora atestado de naves, que se alzaban como una nube de extrañas esporas transportadas por el viento hacia el ardiente semicírculo de Overland.
Taller se sentía perplejo ante aquel espectáculo, la prueba de que, llevados al límite, los miembros de su propia especie tenían el valor y la capacidad de saltar como dioses de un planeta a otro, pero también se sentía estupefacto por lo que acababa de oír de boca de Leddravohr.
El juramento del que había hablado Leddravohr explicaba ciertas cosas, pero ¿por qué se le había exigido eso de forma primordial? ¿Qué había impulsado al rey a elegir a uno de entre sus tantos súbditos para colocarlo bajo su protección personal? Intrigado por el nuevo misterio, Taller dirigió una mirada a la figura sentada del rey y experimentó un estremecimiento al descubrir que éste le observaba fijamente. Un momento después el rey apuntaba con un dedo a Taller, lanzando una cuerda de fuerza psíquica a través de los grupos de espectadores, y haciéndole señas después. Ignorando las curiosas miradas de los ayudantes reales, Taller se aproximó al rey e hizo una reverencia.
— Me has servido bien, Taller Maraquine — dijo Prad con voz cansada pero firme —. Y ahora pienso encomendarte otra responsabilidad más.
— Sólo tiene que mencionarla, majestad — replicó Toller, incrementando su sensación de irrealidad cuando Prad le indicó que se acercara y agachase para recibir un mensaje privado.
— Ocúpate de que — susurró el rey — mi nombre sea recordado en Overland.
— Majestad… — Toller se incorporó confundido —. Majestad, no entiendo.
— Ya lo entenderás. Ahora ve a tu puesto.
Toller hizo una reverencia y se retiró, pero antes de que tuviera tiempo de analizar la breve conversación, fue requerido por el coronel Kartkang, antiguo administrador jefe del E.E.E. Tras la disolución del Escuadrón Experimental, el coronel había adquirido la responsabilidad de coordinar la marcha del vuelo real, una tarea que difícilmente podía haber previsto que tendría lugar en condiciones tan adversas. Sus labios se movieron silenciosamente mientras indicaba a Toller el lugar donde Leddravohr daba instrucciones a tres pilotos. Uno de ellos era Ilven Zavotle y otro Gollav Amber, un hombre experto que se había presentado como candidato para el vuelo de prueba. El tercero era robusto, con barba rojiza, de unos cuarenta años, que llevaba el uniforme de comandante espacial. Tras pensar un momento, Toller lo identificó como Halsen Kedalse, antes capitán del aire y mensajero real.
— …decidido que viajaremos en naves independientes — decía Leddravohr, mientras su mirada aleteaba hacia Toller —. Maraquine, el único oficial que tiene experiencia en conducir una nave más allá del punto medio, tendrá la responsabilidad de pilotar la nave de mi padre. Yo volaré con Zavotle. El príncipe Chakkell irá con Kedalse y el príncipe Pouche con Amber. Cada uno de vosotros se dirigirá ahora la nave designada y se preparará para ascender antes de que la noche breve esté sobre nosotros.
Los cuatro pilotos saludaron, e iban a dirigirse a los recintos, cuando Leddravohr los detuvo alzando una mano. Los estudió durante lo que pareció un largo rato, con gesto vacilante, antes de hablar de nuevo.
— Pensándolo bien, Kedalse ha llevado a mi padre muchas veces durante su largo servicio como capitán del aire. Él volará en la nave del rey en esta ocasión, y el príncipe Chakkell irá con Maraquine. Eso es todo.
Toller volvió a saludar antes de volverse, preguntándose qué sentido tendría el cambio de idea de Leddravohr. Había comprendido la insinuación de Toller cuando éste expresó sus dudas sobre la muerte de Lain. ¡Mi hermano está muerto! ¿Era eso un indicio de culpabilidad? ¿Había sido un pensamiento retorcido y grotesco lo que había hecho que Leddravohr se negase a confiar la vida de su podré a un hombre cuyo hermano había asesinado, o al menos causado la muerte?
El inconfundible sonido de un pesado cañón disparado en algún lugar lejano le recordó a Toller que no había que perder tiempo en especulaciones. Buscó a Gesalla. Estaba de pie, sola, aislada de la actividad circundante, y algo en su postura le indicó que continuaba sintiendo un profundo dolor. Corrió a la barquilla donde el príncipe Chakkell aguardaba con su esposa, hija y dos hijos pequeños. La princesa Daseene, con su diadema de perlas, y los niños miraron a Toller con una expresión de cautelosa curiosidad, e incluso Chakkell parecía cuidar de sus modales. Estaban todos tremendamente aterrados, comprendió Toller, y una de las incógnitas que les preocupaba era el tipo de relación que sería dictado por el hombre en cuyas manos la suerte había confiado sus vidas.
— Bueno, Maraquine — dijo Chakkell —, ¿vamos a salir?
Toller asintió.
— Podemos despegar sin ningún riesgo dentro de unos minutos, príncipe; pero hay una dificultad.
— ¿Una dificultad? ¿Qué dificultad?
— Mi hermano murió ayer. — Toller hizo una pausa, aprovechando la ansiedad que asomaba en los ojos de Chakkell —. Mi obligación hacia su viuda sólo puede ser saldada si la llevo conmigo en este vuelo.
— Lo siento, Maraquine, pero es imposible — dijo Chakkell —. Esta nave está destinada a mi uso personal.
— Lo sé, príncipe, pero usted es un hombre que entiende los lazos familiares, y puede apreciar que es imposible para mí abandonar ala viuda de mi hermano. Si ella no puede viajar en esta nave, debo declinar el honor de ser su piloto.
— Estás hablando de traición — dijo airadamente Chakkell, secándose el sudor de su calva morena —. Yo… Leddravohr debería haberte ejecutado en el acto cuando te atreviste a desobedecer sus órdenes.
— También lo sé, príncipe, y hubiera sido una gran pérdida para muchos. — Toller dirigió una sonrisa sutil a los niños que observaban —. Si yo no estuviese aquí, un piloto inexperto le hubiera llevado junto con su familia por esa extraña región que se interpone entre dos mundos. Yo conozco todos los terrores y peligros del punto medio, ya sabe, y podría protegerles contra ellos.
Los dos chicos mantuvieron la mirada sobre él, pero la niña escondió la cara en las faldas de su madre. Chakkell la miró con ojos apenados y arrastró los pies en una agonía de frustración como si, por primera vez en su vida, tuviera que pensar en subordinarse a los deseos de un hombre corriente. Toller le sonrió con falsa simpatía y pensó, si esto es el poder, espero no necesitarlo nunca más.
— La viuda de tu hermano puede viajar en mi nave — dijo al fin Chakkell —. Y no olvidaré esto, Maraquine.
— Yo también lo recordaré siempre con gratitud — dijo Toller.
Mientras subía al puesto del piloto en la barquilla, se resignó a acrecentar la enemistad de Chakkell hacia él, pero no podía sentir culpa ni vergüenza por ello. Había actuado deliberaba y racionalmente para lograr lo que necesitaba, contrastando con el Toller Maraquine de antes, y tenía el consuelo adicional de saber que estaba en armonía con la realidad de la situación. Lain, ¡Mi hermano está muerto!, había dicho una vez que Leddravohr y los suyos pertenecían al pasado, y Chakkell acababa de justificar esas palabras. A pesar de los cambios catastróficos que habían trastornado al mundo, hombres como Leddravohr y Chakkell actuaban como si Kolkorron fuera a reproducirse en Overland. Sólo el rey parecía haber intuido que todo sería diferente.
Apoyando su espalda contra el tabique, Toller hizo una señal al equipo de inflado indicándole que ya estaba dispuesto para empezar a quemar. Dejaron de dar vueltas a la manivela y arrastraron a un lado el ventilador, permitiendo a Toller una clara visión del interior del globo. La envoltura, parcialmente llena de aire frío, se aflojaba y ondulaba entre los montantes de aceleración. Toller lanzó una serie de ráfagas al interior, ahogando el sonido de los otros quemadores que funcionaban en la hilera de recintos, observando cómo se hinchaba el globo y se levantaba del suelo. Al alcanzar la posición vertical, los hombres que aguantaban las cuerdas de la corona, las acortaron y ataron al bastidor de carga de la barquilla, y otros volcaron la ligera estructura hasta que quedó en posición horizontal. El enorme conjunto formado por el globo y la barquilla, ahora más ligero que el aire, empezó a tensar suavemente su ancla central, como si Overland lo estuviese llamando.
Toller saltó de la barquilla e hizo un gesto a Chakkell y a los ayudantes que esperaban; indicando que podían subir los pasajeros y el equipaje. Se acercó a Gesalla y ésta no hizo ninguna objeción cuando él se colgó su fardo al hombro.
— Estamos listos para salir — dijo —. Podrás tumbarte y descansar en cuanto estemos a bordo.
— Pero ésa es una nave real — respondió, retrasándose inesperadamente —. Supongo que encontraré un sitio en otra.
— Gesalla, por favor, olvida todo lo que se supone que tenía que ocurrir. Muchas naves no lograrán despegar y es probable que se vierta sangre en la lucha por lograr un puesto en alguna que lo consiga. Tienes que venir ahora.
— ¿Ha dado el príncipe su consentimiento?
— Ya lo hemos hablado, y acepta.
Toller cogió a Gesalla del brazo y caminó hacia la barquilla. Subió a bordo primero y descubrió que Chakkell, Daseene y los niños habían ocupado ya sus puestos en uno de los compartimentos de pasajeros, asignando tácitamente el otro a Gesalla y a él. Ésta se encogió de dolor cuando le ayudó a subir por un lado; y en el momento en que le indicó el compartimento libre, se tendió sobre los edredones de lana almacenados allí.
Se desprendió de la espada, colocándola junto a ella, y volvió al puesto de piloto. Un fuerte cañonazo sonó de nuevo a lo lejos, en el momento en que reactivó el quemador. La nave estaba poco cargada en comparación con la que había emprendido el vuelo de prueba, y esperó menos de un minuto para tirar del ancla. Se produjo un suave balanceo y las paredes del recinto empezaron a deslizarse verticalmente hacia abajo. El ascenso continuó bien, incluso cuando el globo salió al aire libre, y en pocos segundos Toller tuvo una visión panorámica de la base. Las otras tres naves del vuelo real, que se distinguían por las franjas blancas en los laterales de las barquillas, habían despegado ya de sus recintos y volaban un poco por encima. Los otros lanzamientos se habían detenido temporalmente, pero aún tenía la impresión de que el aire estaba abarrotado, y observó con atención a las naves acompañantes hasta que el inicio de una brisa en dirección oeste las separó un poco.
En un vuelo masivo había siempre el riesgo de colisión entre dos naves que ascendían o descendían a distintas velocidades. Como era imposible para un piloto ver nada que estuviese directamente sobre él, a causa del globo, la regla era que la aeronave que estaba más arriba tenía la responsabilidad de emprender alguna acción para evitar a la de abajo. Ésa era la teoría, pero Toller tenía sus dudas al respecto, porque casi la única opción posible en la fase de ascenso era subir más deprisa y por tanto incrementar el riesgo de alcanzar a una tercera nave. Ese riesgo hubiera sido mínimo si la flota hubiese partido de acuerdo con el plan, pero ahora sabía que formaban parte de un enjambre colocado verticalmente.
Al ganar altura, la escena que se desarrollaba abajo, en tierra, se fue revelando en toda su complejidad.
Los globos, inflados o estirados sobre la hierba, eran el factor dominante en un fondo de senderos y carriles para los vagones, depósitos de provisiones, carretas, animales y miles de personas arremolinándose en actividades sin un objetivo aparente. Toller los veía casi como insectos comunales que trabajaban para salvar a las envanecidas reinas de alguna catástrofe inminente. Hacia el sur, las multitudes formaban una masa abigarrada en la entrada principal de la base, pero la distancia imposibilitaba para decir si la lucha había estallado de nuevo entre las unidades militares enfrentadas.
Líneas discontinuas de gente, presumiblemente emigrantes decididos, convergían en la zona de lanzamiento desde distintos puntos del perímetro del campo. Y más atrás, los incendios que ahora se extendían con rapidez en Ro-Atabri, ayudados por la brisa, despojaban a la ciudad de sus protecciones contra los pterthas. En contraste con la hirviente confusión engendrada por los seres humanos y sus pertenencias, la bahía de Arle y el golfo de Tronom formaban un plácido telón de fondo turquesa y añil. Un bidimensional monte Opelmer flotaba en la brumosa distancia, sereno e imperturbable.
Toller, manejando el quemador mediante la palanca extensible, permanecía de pie en el lateral de la barquilla e intentaba asimilar el hecho de que abandonaba aquel lugar para siempre, pero dentro de él sólo había una voz trémula, casi una inquietud subconsciente, que le hablaba de emociones reprimidas. Habían ocurrido demasiadas cosas en el transcurso de un solo antedía. ¡Mi hermano está muerto!, y el dolor y el pesar permanecían contenidos, esperando surgir cuando llegasen las primeras horas de calma.
Chakkell también miraba hacia fuera desde su compartimento, rodeando con sus brazos a Daseene y a su hija, que debía de tener unos doce años. Toller, que lo consideraba un hombre motivado sólo por la ambición, se preguntó si debería replantearse su concepto. La facilidad con que lo había coaccionado en el asunto de Gesalla indicaba una preocupación avasalladora por su familia.
En las barandas de las otras dos naves reales podían verse espectadores: el rey Prad y sus ayudantes personales en una, el reservado príncipe Pouche y sus criados en la otra. Sólo Leddravohr, que parecía haber decidido viajar aislado, no estaba a la vista. Zavotle, una figura solitaria en los controles de la nave de Leddravohr, saludó a Toller con el brazo, después empezó a acortar y a fijar los montantes de aceleración. Como su nave era la menos cargada de las cuatro, podía dejar el quemador durante largos ratos y aún así seguir ascendiendo a la misma velocidad que los demás.
Toller, que se había estabilizado en un ritmo de dos — veinte, no mantenía la misma altura. Como resultado de lo aprendido en el vuelo de prueba, se había decidido que las naves de la migración podían ser manejadas por pilotos sin ayudantes, permitiendo así más capacidad de ascenso para los pasajeros y la carga. Durante sus períodos de descanso, el piloto podía confiar el quemador o el chorro propulsor a un pasajero, aunque siguiera controlando el ritmo.
— La noche breve ya está llegado, príncipe — dijo Toller, en tono cortés para compensar su anterior insubordinación —. Quisiera asegurar los montantes antes, de modo que debo solicitar que me releve en el quemador.
— Muy bien.
Chakkell parecía casi complacido por tener algo útil que hacer cuando tomó la palanca extensible. Sus hijos, de oscuros cabellos, que aún lanzaban miradas tímidas a Toller, se acercaron a él y escucharon atentamente su explicación sobre el funcionamiento de la maquinaria. Mientras Toller tensaba y ataba los montantes a las esquinas de la barquilla, Chakkell enseñaba a sus hijos a medir el ritmo del quemador cantando, como si fuera un juego.
Viendo que los tres estaban muy ocupados, Toller fue al departamento donde yacía Gesalla. Sus ojos estaban alerta y la expresión tensa había desaparecido de su rostro. Extendió una mano y le ofreció una venda enrollada que debía de haber sacado del fardo que constituía su equipaje.
Se arrodilló junto a ella sobre el lecho de blandos edredones, reprochándose por su momentánea excitación sexual anterior, y tomó la venda.
— ¿Cómo estás? — le preguntó en voz baja.
— No creo que ninguna de mis costillas esté rota, pero será mejor vendarlas para que pueda hacer el trabajo que me corresponde. Ayúdame a levantarme. — Asistida por Toller se irguió cautelosamente hasta quedarse de rodillas. Dio media vuelta y se levantó la blusa gris para descubrir un gran cardenal que había a un costado de sus costillas inferiores —. ¿Qué te parece?
— Debe vendarse — dijo, sin saber bien lo que esperaba de él.
— Bueno, ¿por qué no empiezas?
— Ya voy.
Pasó la venda a su alrededor y empezó a envolverla ajustadamente, pero el chaleco y la camisa recogida entorpecían su tarea. Una y otra vez, a pesar de su esfuerzo por evitarlo, sus nudillos la rozaban y la sensación que le producía era como descargas que aumentaban su confusión.
Gesalla lanzó un suspiro.
— Eres un inútil, Taller. Espera. — Se desabrochó la camisa y se la quitó junto con el chaleco con un solo movimiento. Su delgadez quedó expuesta de cintura para arriba —. Continúa ahora.
El recuerdo del cuerpo encapuchado de Lain, lo convirtió en una máquina insensible. Acabó de vendarla con la eficiencia y energía de un cirujano en el campo de batalla, y dejó que sus manos cayesen a los costados. Gesalla permaneció inmóvil durante varios segundos, con la mirada cálida y solemne, antes de coger la camisa y ponérsela de nuevo.
— Gracias — dijo; después alargó una mano y le rozó levemente los labios.
Se produjo una llamarada con los colores del arco iris y de repente la nave se sumió en la oscuridad. En el otro compartimento de pasajeros, Daseene o su hija gimoteaba asustada. Toller se levantó y miró por el costado. La orlada sombra curva de Overland se desplazaba a toda velocidad hacia el horizonte del este, y casi directamente bajo la nave, Ro-Atabri era una maraña de hilos de ardiente color naranja atrapados en un amplio estanque de brea.
Cuando volvió la luz del día, las cuatro naves del vuelo real habían llegado a una altura de unos treinta kilómetros; y estaban acompañadas por un grupo de pterthas.
Toller escrutó el cielo que los rodeaba y vio que una de las burbujas estaba sólo a treinta metros, en el norte. Fue inmediatamente hacia uno de los dos cañones montados a cada lado sobre la baranda, apuntó y soltó el pasador que destrozó el doble recipiente de vidrio en la recámara del arma. Hubo una pausa mientras que las cargas de pikon y halvell se mezclaron, reaccionaron y explotaron. El proyectil recorrió una trayectoria borrosa, seguido de un resplandor de fragmentos de vidrio, extendiendo sus brazos radiales en el vuelo. Atravesó al ptertha, aniquilándolo, liberándose una nube de polvo púrpura que se disipó con rapidez.
— Ha sido un buen tiro — comentó Chakkeil detrás de Toller —. ¿Crees que estamos a salvo del veneno a esta distancia?
Toller asintió.
— La nave se mueve sin viento, así que el polvo no puede alcanzarnos. Ahora esos pterthas ya no son una amenaza en realidad, pero destruí a ése porque puede haber alguna turbulencia del aire al fila de la noche breve. No quiero arriesgarme a que una burbuja sea arrastrada por un remolino y se acerque a nosotros.
El moreno rostro de Chakkell reflejaba preocupación al mirar con fijeza las burbujas restantes.
— ¿Cómo logran acercarse?
— Parece ser que por pura casualidad. Si se hallan dispersas en un área del cielo y la nave se eleva a su través, ellas igualan su velocidad de ascenso. Como ocurre…
Toller se interrumpió al oír otros dos tiros de cañones, a cierta distancia, seguidos de un débil grito que parecía proceder de abajo.
Se inclinó sobre el borde de la barquilla y miró hacia allí. La convexa inmensidad de Land proporcionaba un intrincado fondo verdiazul a lo que parecía una serie interminable de globos, el más cercano de los cuales estaba a sólo cien metros y parecía muy grande. Muchos otros iban enfilados bajo ellos a distancias irregulares y en grupos azarosos, reduciendo progresivamente su tamaño aparente hasta volverse casi invisibles.
Se podían ver pterthas mezclándose con las naves que estaba más altas y, mientras Toller observaba, otro cañón disparó y acertó en una burbuja. El proyectil perdió el impulso rápidamente y desapareció de la vista en una vertiginosa caída, perdiéndose entre las nubes bajas. El grito continuó, regular como la respiración, hasta que se desvaneció gradualmente.
Toller se apartó de la baranda, preguntándose si los gritos habrían nido ocasionados por un pánico sin fundamento, o si alguien habría visto realmente a una de las burbujas revoloteando ciega, maligna y absolutamente invencible, junto a la pared de una barquilla justo antes de lanzarse a matar. Estaba experimentando una especie de alivio teñido de angustia por haber escapado de tal destino, cuando un nuevo pensamiento entró en su mente. Los pterthas no necesitaban esperar al día para acercarse. No había ninguna garantía de que una o más burbujas no llegasen hasta su propia nave al abrigo de la oscuridad; y si eso ocurría, ni él, ni Gesalla, ni ningún otro pasajero viviría para poner un pie sobre Overland.
Mientras intentaba hacerse a la idea, deslizó una mano en su bolsillo, localizando el curioso recuerdo que le había dado su padre, y dejó que su pulgar empezara a describir círculos sobre la suave superficie.
Al décimo día de vuelo, la nave se encontraba sólo a mil seiscientos kilómetros sobre la superficie de Overland, y las antiguas pautas de la noche y del día se habían invertido.
El período que Toller aún tendía a considerar como noche breve, cuando Overland ocultaba al sol, había aumentado hasta siete horas; mientras que la noche, cuando estaba en la sombra de su planeta de origen, duraba ahora menos de la mitad de ese tiempo. Estaba sentado solo en el puesto del piloto, esperando el amanecer e intentando prever el futuro de su gente en el nuevo mundo. Le parecía que incluso los nativos kolkorronianos que estaban acostumbrados a vivir siempre bajo la esfera inmóvil de Overland, podían sentirse oprimidos ante la vista del gran planeta suspendido directamente sobre ellos y privándoles de una parte mayor de día. Suponiendo que Overland no estuviera habitado, los emigrantes podrían construir su nueva nación en el lado más lejano del planeta, en las latitudes correspondientes a Chamteth en Land. Quizá llegase un tiempo en que todos los recuerdos de su origen se hubiesen olvidado y…
Los pensamientos de Toller fueron interrumpidos por la aparición, en la entrada del compartimento, del hijo de siete años de Chakkell, Setwan. El niño se acercó y apoyó la cabeza sobre el hombro de Toller.
— No logro dormir, tío Toller — murmuró —. ¿Puedo quedarme aquí contigo?
Toller colocó al niño sobre sus rodillas, sonriendo para sí al imaginar la reacción de Daseene si oyese a uno de sus hijos dirigirse a él llamándole tío.
De las siete personas confinadas en el agobiante microcosmos de la barquilla, Daseene era la única que no había cedido en nada a causa de la situación en que se encontraban. No hablaba con Toller ni con Gesalla, continuaba llevando su cofia de perlas, y únicamente se dignaba salir del compartimento de los pasajeros cuando le era imprescindible. Estuvo sin comer ni beber durante tres días enteros para no someterse a la penosa experiencia de usar el aseo primitivo hasta que no estuviesen cerca del punto medio del viaje. Sus rasgos se habían vuelto pálidos y angustiados, y, aunque la nave ya había descendido a niveles más cálidos de la atmósfera de Overland, seguía acurrucada en sus vestidos acolchados, fabricados con urgencia para el vuelo de migración. Respondía con monosílabos cuando le hablaba alguien de su familia.
Toller sentía una cierta simpatía por Daseene, sabedor de que los traumas de los últimos días habían sido mayores para ella que para cualquier otro de a bordo. Los niños, Colba, Oldo y Setwan, no habían pasado demasiados años en el privilegiado mundo de ensueño de los Cinco Palacios como para considerarlo insustituible, y tenían a su favor un sentido natural de la curiosidad y la aventura. Las responsabilidades y ambiciones de Chakkell lo habían mantenido siempre en pleno contacto con las realidades cotidianas de Kolkorron, y disponía de la energía y el ingenio suficientes como para permitirse anticipar un papel clave en la fundación de una nueva nación en Overland. Sin embargo, Toller se impresionó bastante por la forma en que el príncipe, tras un período inicial de adaptación, había decidido participar en el manejo de la nave sin esquivar ninguna tarea.
Fue particularmente escrupuloso ocupándose durante largos períodos de los micropropulsores, para proporcionar a la nave cierto control de su posición lateral. Se esperaba y aceptaba que las otras naves de la flota serían dispersadas por las corrientes de aire en un área bastante grande de Overland después de un viaje de ocho mil kilómetros, pero Leddravohr había decretado que las naves reales deberían aterrizar juntas.
Los distintos métodos para atar las cuatro naves fueron desechados por impracticables, y al fin se habían incorporado pequeños chorros propulsores horizontales, adonde se desviaba sólo una pequeña fracción de la fuerza producida por los propulsores de control de posición. Cuando se accionaban durante un tiempo largo añadían un componente lateral sutil al movimiento vertical de la nave, sin provocar la rotación sobre su centro de gravedad. Un uso asiduo de ellos había mantenido a las cuatro naves reales en íntima formación durante el vuelo.
La proximidad de las otras proporcionó a Toller uno de los espectáculos más notables de su vida, cuando el grupo pasó el punto medio y llegó el momento de voltear las naves. Aunque ya lo había experimentado antes, encontró impresionantemente bella la visión de los planetas hermanos flotando majestuosos en direcciones opuestas. Overland salió de la ocultación a que lo sometía el globo y bajó, mientras que Land, en el otro extremo de un haz invisible, ascendía sobre la pared de la barquilla.
Y con la transposición a medio completar se añadía una nueva dimensión maravillosa. Una serie de naves alejadas y empequeñecidas parecía cubrir todo el camino entre los dos planetas, con la apariencia de discos que se reducían progresivamente hasta convertirse en puntos brillantes. Varias de las que iban en dirección a Overland habían retrasado su vuelco y podían verse desde abajo con sus barquillas, accesorios y tubos propulsores dibujados con todos sus detalles sobre los mermados círculos.
Como si aquello no fuera suficiente para llenar los ojos y la mente, había también, frente a las profundas infinidades azules sembradas de remolinos y galones y puntos de brillo helado, la visión de las tres naves compañeras que estaban llevando a cabo sus propias maniobras de inversión. Las estructuras, tan frágiles que podrían haber sido destruidas por un viento fuerte, continuaban mágicamente inmunes en su maniobra de inversión como si el universo se volteara con ellas, proclamando que estaban realmente en la región de lo insólito. Sus pilotos, visibles como enigmáticos bultos atados, deberían de ser extraños superhombres dotados de conocimientos y habilidades inaccesibles para los hombres corrientes.
No todas las escenas presenciadas por Toller tenían la misma grandeza, pero estaban impresas en su memoria por distintas razones. El rostro de Gesalla, con sus variados talantes y gestos: dubitativamente triunfante cuando consiguió dominar la rebeldía del fuego de la cocina, lánguidamente introspectiva tras las horas de caída» a través de la región del cero o de baja gravedad. La destrucción de todos los pterthas acompañantes en cuestión de minutos, después del primer día de ascenso… las miradas atónitas y encantadas de los niños cuando su aliento se hizo visible en el ambiente frío… los juegos con que se divirtieron en el breve período en que pudieron suspender pequeñas cosas en el aire para formar esbozos simplificados de caras o construir dibujos tridimensionales…
Y hubo otras escenas, ajenas a la nave, que hablaban de tragedias distantes y de muertes que en otros tiempos habrían pertenecido a los reinos de las pesadillas.
La formación real había despegado en una etapa bastante temprana de la evacuación de la base, y Toller sabía que cuando ya hacía más de un día que habían atravesado el punto medio, tendrían encima una fila de naves en una altura de unos mil quinientos kilómetros. Si no hubiesen estado ocultas a la vista por la sedante magnitud de su propio globo, la mayoría de ellas serían invisibles a causa de la distancia. Sin embargo, había recibido una prueba inquietante de su existencia. Tenía la forma de una lluvia diseminada, espasmódica y terrorífica. Una lluvia cuyas gotas eran sólidas y su tamaño variado, desde naves enteras a cuerpos humanos.
En tres ocasiones diferentes, vio precipitarse naves destrozadas, con las barquillas envueltas en los restos de sus globos que aleteaban lentamente, obligadas a la caída de un día de duración hasta Overland. Esto le hacía suponer que todo vestigio de orden había desaparecido de Ro-Atabri durante las últimas horas; y que en el caos algunas naves habían sido tomadas por pilotos inexpertos o dirigidas por rebeldes sin ningún conocimiento de aviación. Parecía como si muchas de ellas hubiesen pasado el punto medio sin haber dado el vuelco, aumentando su velocidad por la atracción creciente de Overland hasta que las tensiones en las frágiles envolturas las habían desgarrado.
Una vez vio una barquilla cayendo a plomo sin su globo, manteniendo la posición adecuada gracias a las cuerdas de arrastre y a los montantes de aceleración, y una docena de soldados en su barandilla, observando en silencio la procesión de naves que aún se mantenían en el aire, que sería su último y tenue contacto con la humanidad y con la vida.
Pero la mayoría de los objetos que caían eran menores: utensilios de cocina, cajas ornamentadas, sacos de provisiones, cuerpos humanos y animales. Evidencias de accidentes catastróficos a kilómetros de distancia en el bamboleante rimero de naves.
No muy lejos del punto medio, cuando la atracción de Overland era todavía débil y la velocidad de descenso lenta, cayó un joven junto a la nave, tan cerca que Toller pudo distinguir claramente sus facciones. Quizá en un alarde de valentía o en un intento desesperado de establecer una última comunicación con otro ser humano, el joven llamó a Toller, casi con alegría, y lo saludó con la mano. Toller no respondió, sintiendo que hacerlo habría sido contribuir a una parodia atroz, y se quedó petrificado en la baranda, consternado e incapaz de desviar su mirada del hombre condenado durante los minutos que tardó en desaparecer de su vista.
Horas más tarde, cuando la oscuridad le rodeaba por todas partes e intentaba dormir, siguió pensando en el hombre que caía, que ya habría adelantado unos mil quinientos kilómetros a la flota de migración, y se preguntó cómo estaría preparándose para el impacto final…
Confortado por la adormilada presencia de Setwan sobre sus rodillas, Toller manejaba el quemador como un autómata, midiendo inconscientemente las ráfagas con los latidos de su corazón, cuando de pronto la luz del día volvió. Parpadeó varias veces y enseguida se dio cuenta de que algo iba mal, que sólo dos de las tres naves de la formación real se mantenían a su altura.
Faltaba la nave en que volaba el rey.
No era algo demasiado extraordinario. Kedalse era un piloto extremadamente cauteloso al que le gustaba retrasar el descenso durante la noche, para mantener a las otras naves un poco por debajo, donde pudiese controlar con facilidad sus posiciones, pero esta vez tampoco se veía en el despejado cielo que había sobre ellos.
Toller tomó en brazos a Setwan y lo llevó al compartimento de los pasajeros con su familia, cuando de repente oyó los gritos frenéticos de Zavotle y Amber. Miró hacia donde estaban y los vio señalando algo sobre su nave, y en ese momento llegó una bocanada de gas caliente arrojada desde el orificio del globo, provocando que uno de los niños empezara a gimotear por el susto. Toller levantó la vista hacia la cúpula resplandeciente del globo y su corazón tembló al ver la silueta cuadrada de una barquilla estampada en ella, distorsionando la geometría de tela de araña de las cintas de carga.
La nave del rey estaba justo encima de él y había caído sobre su propio globo.
Toller pudo ver la huella circular de la boquilla de la tobera del chorro dirigida hacia la corona de la envoltura, poniendo en peligro la banda de desgarre. Se produjo una serie de crujidos en los cordajes y los montantes de aceleración y una deformación oscilante en la tela del globo, que expelía peligrosas ráfagas de gas caliente hacia el lugar en que ellos se encontraban.
— Kedalse — gritó, sin saber si su voz llegaría hasta la barquilla de arriba —. ¡Eleva tu nave! ¡Eleva tu nave!
Las débiles voces de Zavotle y Amber se unieron a la suya, y un luminógrafo empezó a emitir destellos desde una de las barquillas, pero arriba no se produjo ninguna respuesta. La nave del rey continuaba oprimiendo el globo, amenazando con hacerlo estallar o hundirse.
Toller miró impotente a Gesalla y Chakkell, que se habían levantado y observaban aterrorizados y boquiabiertos. La mejor explicación que se le ocurría para el accidente era que el piloto del rey había enfermado y estaba inconsciente o muerto junto a los mandos. Si fuese así, alguien en la barquilla de arriba podría encender el quemador y separar las dos aeronaves, pero era preciso que se hiciera enseguida. Y también había la posibilidad, y la boca de Toller se secó al pensarlo, de que el quemador se hubiese estropeado y no pudiera ser encendido.
Trataba de obligar a pensar a su cerebro mientras la plataforma se inclinaba bajo sus pies y la tela del globo emitía sonidos semejantes a golpes de látigo. Ambas naves habían empezado a perder altura con excesiva rapidez, como se evidenciaba por el hecho de que las otras dos daban la impresión de ascenso.
Leddravohr se asomó a la baranda de su barquilla, por primera vez desde el despegue, y tras él Zavotle seguía emitiendo fútiles destellos de brillo con su luminógrafo.
Para Toller era imposible librarse de la nave del rey incrementando su propia velocidad de descenso. Su aeronave ya había perdido gas y estaba acercándose peligrosamente a la situación en la que la presión del aire a una velocidad de caída excesiva podía colapsar el globo, iniciando un descenso precipitado de mil quinientos kilómetros hasta la superficie de Overland.
De hecho, era preciso lanzar con urgencia grandes cantidades de aire caliente al interior del globo. Pero hacer eso, con la carga adicional que ahora tenía, era arriesgarse a incrementar la presión interna hasta un punto que situaba a la envoltura en peligro inminente de rasgarse.
Los ojos de Toller se encontraron con los de Gesalla, y el imperativo nació en su cabeza: ¡Elijo vivir!
Dio la vuelta para sentarse en el puesto del piloto y accionó el quemador produciendo una larga y atronadora ráfaga, hinchiendo el hambriento globo con el gas caliente, y unos segundos más tarde presionó la palanca de un chorro de control de posición. La descarga del chorro se perdió en el rugido devorador del quemador, pero su efecto no disminuyó por ello.
Los otros dos miembros del vuelo real derivaron hacia un lado, fuera de su campo de visión, mientras la nave de Toller rotaba alrededor de su centro de gravedad. Se produjeron una serie de temblores y gemidos graves no humanos cuando la nave del rey se deslizó por un lado del globo y apareció sobre ellos. Uno de sus montantes de aceleración se había soltado de su punto de unión inferior y empezado a moverse y a describir circunferencias en el aire como la espada de un duelista.
Mientras Toller observaba, inmovilizado por su tarea, los movimientos perezosos tan característicos de las aeronaves se aceleraron bruscamente. La otra barquilla se colocó a su nivel y el extremo libre del montante apuñaló ciegamente el compartimento de la cocina de la nave de Toller, produciendo una peligrosa inclinación en el universo.
La reacción del impacto se transmitió a lo largo del montante y su extremo superior punzó el otro globo. Una de las costuras sufrió un desgarro, y el globo murió.
Se hundió hacia dentro, retorciéndose en una perfecta simulación de la agonía, y entonces la nave del rey cayó sin control. La fuerza de palanca ejercida por el montante volcó la barquilla de Toller sobre su lado y Overland apareció ante su vista ansiosa y expectante. Gesalla gritó al caerse contra la pared y el catalejo que sostenía salió volando por el vacío azul. Toller se lanzó hacia la cocina, arriesgándose a caer, agarró el extremo del montante y, haciendo acopio de toda su fuerza física de guerrero, lo levantó y lo soltó.
Cuando la barquilla se puso derecha, se asió a la baranda y miró a la otra nave que empezaba su zambullida mortal. A la altura de unos mil quinientos kilómetros la gravedad tenía menos de la mitad de su fuerza y el desarrollo de los acontecimientos había transcurrido con un lento movimiento que parecía un sueño. Vio al rey Prad resbalando sobre el lateral de la barquilla que caía. El rey, con su ojo ciego brillando como una estrella, alzó una mano y apuntó hacia Toller, después quedó oculto por los remolinos de los restos del globo. Ganando velocidad, buscando aún el equilibrio entre la gravedad y la resistencia del aire, la nave se redujo hasta convertirse en una mota oscilante en los límites de la visión, y finalmente se perdió en la vastedad de Overland.
Al sentir una fuerte presión psíquica, Toller alzó la cabeza y miró hacia las dos naves acompañantes. Leddravohr le observaba desde la más cercana, y cuando sus ojos se encontraron con los de Toller, extendió ambos brazos hacia él, como un hombre que tratara de abrazar a su amante. Permaneció así, implorando en silencio, e incluso cuando Toller volvió al quemador, siguió sintiendo el odio del príncipe como una espada invisible cortando su alma. El rostro gris de Chakkell le miraba desde la entrada del compartimento, dentro del cual Daseene y Corba sollozaban en silencio.
— Hoy es un día triste — dijo Chakkell con voz cortante —. El rey ha muerto.
Aún no, pensó Toller. Todavía le quedan unas horas. Y en voz alta dijo:
— Usted ha presenciado lo ocurrido. Tenemos suerte de estar aquí. No tuve elección.
— Leddravohr no lo verá así.
— No — dijo Toller pensativamente —. Él no lo verá así.
Esa noche, mientras Toller trataba en vano de dormir, Gesalla se acercó a él, y en la soledad de aquellas horas le pareció natural pasar su brazo alrededor de ella. Ésta apoyó la cabeza en su hombro y acercó la boca a su oreja.
— Toller — murmuró —, ¿qué piensas?
Iba a mentirle, pero después decidió que ya tenía suficientes dificultades.
— Pienso en Leddravohr. Tendremos que resolverlo entre nosotros.
— Quizá cambie de opinión tras meditar sobre ello durante el tiempo que falta para llegar a Overland. Quiero decir que aunque nos hubiésemos sacrificado nosotros, el rey no se habría salvado. Leddravohr no tiene más remedio que admitir que no tuviste elección.
— Yo puedo saber que no tuve elección, pero Leddravohr dirá que actué demasiado deprisa al desprenderme de la nave de su padre. Quizá yo diría lo mismo en su lugar. Si hubiese esperado un poco más, Kedalse o alguien podría haber hecho funcionar su quemador.
— No debes pensar eso — dijo Gesalla suavemente —. Hiciste lo que debías hacer.
— Y Leddravohr va a hacer lo que debe hacer.
— Tú puedes vencerlo, ¿no?
— Quizá, pero me temo que ya habrá dado órdenes para que me ejecuten — dijo Toller —. No puedo luchar contra un regimiento.
— Lo entiendo. — Gesalla se apoyó sobre un codo y bajó la vista, y en la oscuridad su rostro parecía increíblemente bello —. ¿Me amas, Toller?
Él sintió que había llegado al fin de un largo viaje.
— Sí.
— Me alegro — se incorporó y empezó a quitarse la ropa —, porque quiero un hijo tuyo.
Él la cogió por la muñeca, sonriendo tontamente sin poder creerlo.
— ¿Qué estás haciendo? Chakkell está en el quemador, justo al otro lado de este tabique.
— No puede vernos.
— Pero ésta no es la forma de…
— No me importa nada — dijo Gesalla —. Quiero que seas el padre de mi hijo, y no tenemos mucho tiempo.
— No funcionará. — Toller se dejó caer sobre los edredones —. Es físicamente imposible para mí hacer el amor en estas condiciones.
— Eso es lo que tú crees — dijo Gesalla, acercando su boca a la de él, tomando su rostro entre las manos para inducirlo a una respuesta ardiente.
El continente ecuatorial de Overland, visto desde una altura de tres kilómetros, parecía esencialmente prehistórico.
Toller estuvo mirando hacia abajo durante algún tiempo, antes de comprender por qué llegó a su mente aquel adjetivo en particular. No era la ausencia total de ciudades y carreteras, primera prueba de que el continente estaba deshabitado, sino el color uniforme de los prados.
Durante toda su vida, cualquier paisaje que hubiese contemplado desde el aire mostraba las modificaciones a que lo sometía el sistema de las seis cosechas que estaba generalizado en Land. Las hierbas comestibles y otros vegetales cultivados siempre se plantaban en franjas paralelas, en las que los colores iban desde el marrón, pasando por varios tonos de verde, hasta el amarillo pajizo; pero aquí el color de los campos era simplemente… verde.
Las soleadas extensiones del color único se reflejaban en sus ojos.
Nuestros granjeros tendrán que empezar de nuevo a seleccionar semillas, pensó. Y se tendrá que dar nombre a todas las montañas, mares y ríos. Realmente es un nuevo comienzo en un nuevo mundo. Y no creo que yo vaya a formar parte de él…
Recordando sus problemas personales, volvió su atención a los elementos artificiales del escenario. Las otras dos naves de la formación real estaban ligeramente por debajo. La de Pouche era la más distante. La mayoría de sus pasajeros iban asomados a la baranda mientras recorrían con la imaginación el planeta desconocido.
Ilven Zavotle era la única persona que se veía en la nave de Leddravohr, sentado aburridamente en los mandos. Leddravohr debía de estar tumbado en el compartimento de los pasajeros, como había hecho durante todo el viaje, excepto cuando se produjo el traumático episodio dos días antes. Toller hacía tiempo que había advertido el comportamiento del príncipe y se preguntó si tendría fobia al vacío ilimitado que rodeaba a la flota de migración. En ese caso, hubiera. sido mejor para Toller que el duelo se hubiese producido en una de las barquillas.
En los tres kilómetros de aire que tenía debajo, pudo ver otros doce globos formando una línea irregular que se desviaba hacia el oeste, evidencia de que un viento moderado soplaba en los niveles inferiores de la atmósfera. La zona a la que se dirigían estaba salpicada de formas alargadas de globos deformados, que más tarde se usarían para construir un pueblo provisional de tiendas. Tal como esperaba, los gemelos le mostraron que casi todas las naves que habían aterrizado tenían distintivos militares. Incluso en la tumultuosa escapada de Ro-Atabri, Leddravohr había tenido la previsión de proveerse de una base de poder que fuera efectiva desde el instante en que pusiese el pie en Overland.
Analizando la situación, Toller no podía contar con vivir más de unos minutos si su nave aterrizaba cerca de Leddravohr. Incluso aunque lograra vencer a Leddravohr en un combate personal, sería apresado por el ejército bajo la acusación de ser el causante de la muerte del rey. Su única y desesperadamente pequeña posibilidad de sobrevivir, al menos durante unos cuantos días, era permanecer donde estaba y volver a subir en cuanto la nave de Leddravohr hubiera tomado tierra. Había montañas con árboles quizás a unos treinta kilómetros; y si lograba llegar hasta allí con el globo, podría evitar la captura hasta que las fuerzas de la nación recién nacida estuviesen debidamente organizadas para proceder a su destrucción.
El punto más débil del plan era que dependía de factores ajenos a su control, todos ellos relacionados con la mentalidad y el carácter del piloto de Leddravohr.
No le cabía duda que Zavotle haría las deducciones correctas cuando viese a la nave de Toller rezagándose en el aterrizaje, pero ¿aprobaría la decisión de Toller? E incluso si se sentía inclinado a ser leal a un compañero del espacio, ¿arriesgaría su persona haciendo lo que Toller esperaba de él? Tendría que ser rápido para tirar de la banda de desgarre y hundir su globo, justo en el momento en que Leddravohr se diese cuenta de que su enemigo se le estaba escapando de las manos, y no podía predecirse cómo reaccionaría Leddravohr en su enojo. Había aplastado a otros hombres por ofensas menores.
Toller miró a través del campo de luminosidad a la figura solitaria de Zavotle, sabiendo que le devolvería la mirada, después apoyó su espalda contra la pared de la barquilla y echó una ojeada a Chakkell, que manejaba el quemador a un ritmo de descenso de uno — veinte.
— Príncipe, hay viento a nivel de tierra y temo que la nave sea arrastrada — dijo, iniciando su plan —. Usted, la princesa y los niños deben estar preparados para saltar por un lado antes que toquemos tierra. Puede parecer peligroso, pero hay un reborde bastante grande alrededor de la barquilla para apoyarse, y la velocidad con que nos posaremos será menor de la que puede lograr una persona andando. Es preferible saltar antes de que vuelque la barquilla.
— Me conmueve tu atención — dijo Chakkell, mirándolo con curiosidad.
Preguntándose si habría errado demasiado pronto, ToIler se acercó al puesto del piloto.
— Tomaremos tierra enseguida, príncipe. Debe estar preparado.
Chakkell asintió, abandonó el asiento e, inesperadamente, dijo:
— Todavía recuerdo la primera vez que te vi, acompañando a Glo. Nunca pensé que se llegaría a realizar esto.
— El gran Glo tenía visión de futuro — replicó Taller —. Debería estar aquí.
— Supongo que sí.
Chakkell le dirigió una nueva mirada dubitativa y entró en el compartimento donde Daseene y los niños estaban haciendo los preparativos para el aterrizaje.
Toller se sentó y tomó el mando del quemador, advirtiendo al hacerlo que la aguja del indicador de altura estaba casi en la marca más baja. Como Overland era menor que Land, hubiera esperado que su gravedad superficial fuese menor también, pero Lain había dicho lo contrario. Overland tiene una densidad superior, y por tanto todo tendrá el mismo peso que en Land. Taller movió levemente la cabeza de un lado a otro, esbozando una leve sonrisa como tributo tardío a su hermano. ¿Cómo había sabido lo que encontrarían? Las matemáticas era un aspecto de la vida de su hermano que siempre permanecería como un libro cerrado para él, como parecía ser el caso de…
Observó a Gesalla, que durante una hora había estado inmóvil apoyada contra la pared de su compartimento, con la atención totalmente absorbida por las vistas crecientes del nuevo planeta. Ya había colgado de su hombro el fardo de equipaje, y daba la impresión de estar impaciente por poner pie sobre Overland y ocuparse de la tarea de esculpir el futuro que había imaginado para ella y la criatura que posiblemente Taller había sembrado. Él se emocionó al contemplar a la mujer delgada, erguida e inexorable; la más compleja que había conocido.
La noche en que se acercó a él, estaba casi seguro de que no podría cumplir con su papel masculino a causa del cansancio, la culpa y la presencia inquietante de Chakkell, que manejaba el quemador a un paso de ellos. Pero Gesalla sabía más. Obró con fervor, habilidad e imaginación. Sólo más tarde, cuando estuvieron hablando, se dio cuenta de que había intentado favorecer al máximo las posibilidades de la concepción.
Y ahora, al tiempo que la amaba, la odiaba por algunas de las cosas que le había dicho aquella noche, mientras los meteoros dentelleaban en la oscuridad circundante. No hubo declaraciones directas, pero ante él se reveló una Gesalla que, mientras mostraba un frío enojo por tener que prescindir de los detalles del protocolo, era capaz de superar cualquier convencionalismo por el futuro niño. En el antiguo Kolkorron, las cualidades ofrecidas por Lain Maraquine le habían parecido las más favorables para su descendencia, y por eso se había casado con él. Había amado a Lain, pero lo que irritaba la sensibilidad de Taller era que había amado a Lain por una razón.
Y ahora que se veía arrojada al ambiente tan distinto de Overland, parecía haber juzgado que los posibles atributos que aportaría la semilla de Taller Maraquine serían más convenientes, y por eso se había unido a él.
Entre la confusión y el dolor, Taller no podía identificar la causa principal de su resentimiento. ¿Era su propio desagrado por haberse dejado seducir tan fácilmente por la viuda de su hermano? ¿Era su orgullo lacerado por haber implicado sus sentimientos más delicados en un ejercicio de eugenesia? ¿O era su furia contra Gesalla por no adaptarse a su idea preconcebida, por no ser lo que él deseaba que fuera? ¿Cómo era posible que una mujer se mostrase a la vez mojigata y lasciva, generosa y egoísta, dura y blanda, accesible y distante, suya y no suya?
Las preguntas eran interminables, Taller lo sabía, y entretenerse con ellas en aquel momento era inútil y peligroso. Las únicas preocupaciones a que debía enfrentarse estaban relacionadas con la conservación de su vida.
Encajó el tubo de extensión de la palanca del quemador y se desplazó al borde de la barquilla para tener una visibilidad máxima en el descenso. Cuando el horizonte empezó a alzarse, fue incrementando gradualmente la velocidad de combustión, permitiendo que la nave de Zavotle bajara más deprisa. Era importante lograr la mayor separación vertical posible sin levantar las sospechas de Leddravohr y Chakkell. Observó cómo la docena de naves que flotaban aún en el aire delante de la formación real iban tocando tierra una a una, siendo evidenciado el instante preciso del contacto por la torsión del globo con el impacto, seguida por la aparición de un desgarro triangular en la corona y la deformación marchita de la envoltura.
Toda la zona estaba copada de naves que habían aterrizado previamente, y ya empezaba a imponerse un cierto orden en la escena. Las provisiones iban siendo apiladas y cada vez que una nueva nave tocaba tierra corría un equipo de hombres hacia ella.
El temor que Toller había esperado, que acompañaría a la visión de un espectáculo como aquél, estaba desapareciendo, desplazado por la urgencia de la situación. Enfocó los gemelos hacia la nave de Zavotle cuando ésta se acercó a tierra y se arriesgó a lanzar una larga ráfaga de gas a su globo. En ese instante, Leddravohr se materializó en la baranda de la barquilla. Sus ojos ensombrecidos apuntaban directamente a la nave de Toller, e incluso a esa distancia pudieron verse fulgurar en un halo blanco al comprender lo que estaba ocurriendo.
Se volvió a decir algo a su piloto, pero Zavotle, sin esperar a tomar contacto con tierra, tiró de la cuerda de desgarre. El globo empezó a producir las convulsiones de su agonía. La barquilla patinó sobre la hierba y desapareció cuando el velo marrón de su envoltura cayó aleteando sobre ella. Grupos de soldados, entre los que figuraba un oficial montado en un cuernoazul, corrieron hacia esta nave y hacia la de Pouche, que aterrizaba más lentamente a unos doscientos metros.
Toller bajó sus gemelos y se dirigió a Chakkell.
— Príncipe, por razones que deben ser obvias para usted, no voy a tomar tierra ahora. No deseo arrastrarle a usted ni a ningún otro pasajero no implicado — se detuvo para mirar a Gesalla — a una selva extraña conmigo, por eso voy a acercarme a la superficie. En ese momento, les será muy fácil abandonar la nave, pero deben actuar deprisa y con decisión, ¿me entienden?
— ¡No! — Chakkell salió del compartimento de pasajeros y dio un paso hacia Toller —. Aterrizarás la nave siguiendo en todo el procedimiento normal. Ésa es mi orden, Maraquine. No tengo ninguna intención de someterme ni someter a mi familia a ningún peligro innecesario.
— ¡Peligro! — Toller forzó sus labios en una sonrisa —. Príncipe, estamos hablando de un salto de unos centímetros. Compárelo con la caída de mil quinientos kilómetros a la que casi nos lanzamos hace dos días.
— Entiendo lo que dices. — Chakkell vaciló y echó una ojeada a su esposa —. Pero sigo insistiendo en aterrizar.
— Y yo insisto en no hacerlo — dijo Toller, endureciendo la voz.
La nave estaba todavía a unos diez metros de tierra y cada momento que pasaba la brisa iba alejándola más del lugar donde Leddravohr había bajado, pero el tiempo de gracia estaba llegando a su fin. Cuando Toller intentaba imaginar cuánto le quedaría, Leddravohr surgió bajo el globo deformado. Simultáneamente, Gesalla trepó por la pared de la barquilla y se colocó sobre el reborde exterior, lista para saltar. Sus ojos se cruzaron en un breve instante con los de él, y no se produjo ninguna comunicación. Toller dejó que el descenso continuara hasta que pudo distinguir las briznas de hierba.
— Príncipe, debe decidirse deprisa — dijo —. Si no deja la nave pronto, nos alejaremos todos juntos.
— No necesariamente. — Chakkell se inclinó sobre el puesto del piloto y agarró la cuerda roja que estaba conectada con la banda de desgarre del globo —. Creo que esto restablece mi autoridad — dijo, y le amenazó con un dedo acusador cuando Toller instintivamente aferró la palanca extensible —. Si intentas ascender abriré el globo.
— Eso podría ser peligroso a esta altura.
— No si lo hago sólo parcialmente — replicó Chakkell, demostrando los conocimientos que había adquirido mientras controlaba la fabricación de la flota de migración —. Puedo hacer que la nave baje con bastante suavidad.
Toller miró tras él y vio a Leddravohr tomando el cuernoazul del oficial que había avanzado hasta su nave.
— Cualquier aterrizaje sería suave — dijo — comparado con el que sus hijos habrían hecho al caer desde mil quinientos kilómetros.
Chakkell negó con la cabeza.
— Las repeticiones no te ayudarán, Maraquine; sólo me recuerdan que también salvaste tu propia piel. Leddravohr es ahora el rey, y mi primer deber es hacia él.
Debajo de la nave se produjo un zumbido cuando el escape del propulsor rozó las puntas de las hierbas altas. A unos setecientos metros hacia el este, Leddravohr, montado sobre el cuernoazul, galopaba hacia la aeronave, seguido de un grupo de soldados a pie.
— Y mi primera lealtad es hacia mis hijos — declaró inesperadamente la princesa Daseene, asomando la cabeza sobre el tabique del compartimento de los pasajeros —. Ya estoy harta de esto; y de ti, Chakkell.
Con sorprendente agilidad y sin preocuparse de la compostura, se encaramó por la pared de la barquilla y ayudó a Corba a seguirla. Espontáneamente Gesalla se pasó al exterior de la barquilla y ayudó a pasar hasta el reborde a los dos chicos.
Daseene, llevando todavía la incongruente cofia de perlas como la insignia de un general, fijó sobre su marido una imperiosa mirada.
— Estás en deuda con ese hombre por mi vida — dijo enfadada —. Si rehúsas a honrar la deuda, sólo significará que…
— Pero… — Chakkell, perplejo, se pasó la mano por la frente, después señaló hacia Leddravohr, que cabalgaba a toda velocidad hacia la nave que se alejaba a la deriva —. ¿Qué le voy a decir?
Toller logró llegar al compartimento que había compartido con Gesalla y recogió su espada.
— Podría decir que le amenacé con esto.
— ¿Me estás amenazando?
El sonido de la hierba hostigada se hizo mayor, y la barquilla se sacudió ligeramente cuando el propulsor realizó un contacto momentáneo con el suelo. Toller miró a Leddravohr, que a sólo doscientos metros azuzaba al cuernoazul a un galope salvaje, después gritó a Chakkell:
— Por su propio bien, ¡abandone la nave ahora!
— Lo recordaré — murmuró Chakkell, mientras soltaba la cuerda de desgarre.
Fue hasta la pared, saltó por encima del reborde e inmediatamente se dejó caer a tierra. Daseene y los niños lo siguieron de inmediato, lanzándose estos últimos con divertido entusiasmo, quedando sólo Gesalla sobre la baranda.
— Adiós — dijo Toller.
— Adiós, Toller.
Continuaba de pie junto a la baranda, mirándolo con expresión sorprendida. Leddravohr estaba ahora a menos de cien metros y el sonido de los cascos del cuernoazul se hacía más fuerte a cada segundo.
— ¿A qué esperas? — Toller oyó que su voz vacilaba ante la urgencia —. ¡Salta de la nave!
— No. Me voy contigo.
Mientras pronunciaba estas palabras, Gesalla trepó de nuevo por la baranda y cayó sobre el suelo de la barquilla.
— ¿Qué estás haciendo? — Cada uno de los nervios del cuerpo de Toller le gritaba que accionase el quemador e intentara levantar la aeronave lejos del alcance de Leddravohr, pero los músculos de sus brazos y sus manos estaban bloqueados —. ¿Te has vuelto loca?
— Creo que sí — dijo Gesalla de repente —. Es una estupidez, pero me voy contigo.
— Eres mío, Maraquine — gritó Leddravohr con un extraño y fervoroso canto mientras sacaba su espada —. Ven aquí. Maraquine.
Casi hipnotizado, Toller empuñó su espada y Gesalla se arrojó sobre él, cayendo encima de la palanca extensible. El quemador rugió inmediatamente, lanzando gas hacia el globo. Toller lo silenció levantando la palanca, después apartó a Gesalla hacia un tabique.
— Gracias, pero es inútil — dijo —. Alguna vez tengo que enfrentarme a Leddravohr y parece que éste es el momento.
Besó a Gesalla en la frente, volvió a la baranda y cruzó su mirada con la de Leddravohr, que estaba a la misma altura que él y sólo a una docena de metros. Éste, aparentemente percibiendo el cambio de actitud de Toller, mostró su habitual sonrisa. Toller sintió las primeras conmociones de una impúdica excitación, un anhelo de que todo fuera saldado con Leddravohr de una vez para siempre, cualquiera que fuese el desenlace, para saber con seguridad si…
Su secuencia de pensamientos se interrumpió cuando vio un cambio brusco en la expresión del rostro de Leddravohr. Fue una alarma repentina, y el príncipe dejó de mirarlo directamente. Toller se volvió y vio que Gesalla aguantaba la culata de uno de los cañones anti — ptertha de la nave. Ya había introducido la aguja de percusión y apuntaba con el arma hacia Leddravohr. Antes de que Toller pudiera reaccionar, el cañón disparó. El proyectil se convirtió en una mancha en el centro de una rociada de cristales, extendiéndose como brazos que volaran.
Leddravohr lo esquivó con éxito, apartando a su animal de la trayectoria, pero algunas partículas de vidrio se incrustaron en su rostro haciéndolo sangrar. Tras emitir un gemido, dirigió nuevamente hacia su anterior posición al galopante cuernoazul y recuperó el terreno perdido.
Mirando petrificado a Leddravohr, sabiendo que las reglas de su guerra privada se habían alterado, Toller accionó el quemador. La nave espacial era más ligera tras la marcha de Chakkell y su familia, y debería haber respondido alzándose, pero la inercia de las toneladas de gas del globo la obligaba a moverse con desesperante lentitud. Toller mantuvo el quemador rugiendo y la barquilla empezó a elevarse sobre la hierba. Leddravohr casi podía tocarla ahora y se alzaba apoyándose en los estribos. Sus ojos enajenados miraban a Toller desde una máscara de sangre.
¿Estará tan loco como para saltar a la barquilla?, se preguntó Toller. ¿Quiere encontrarse con mi espada?
En el segundo siguiente, Toller se dio cuenta de que Gesalla había pasado rápidamente junto a él y estaba en el otro cañón, en el lado de barlovento. Leddravohr la vio, echó el brazo hacia atrás y lanzó su espada.
Toller gritó una advertencia, pero la espada no iba dirigida a un blanco humano. Pasó por encima de él y se hundió hasta el mango en una banda inferior del globo. La tela se rajó y la espada cayó limpiamente, clavándose en la hierba. Leddravohr detuvo a su cuernoazul, saltó y recuperó su hoja negra. Nuevamente montó y hostigó al animal para que avanzara, pero ya no iba a alcanzar la nave, teniendo que contentarse con seguirla a distancia. Gesalla disparó el segundo cañón, pero el proyectil se hundió inofensivamente en la hierba cerca de Leddravohr, que respondió con un cortés ademán de su brazo.
Accionando aún el quemador, Toller levantó la vista y vio que la raja del lienzo barnizado de la envoltura se había extendido en la banda. A través de ella el gas iba escapando invisiblemente, pero la nave había alcanzado al fin cierto impulso y continuaba su perezoso ascenso.
Toller se sobresaltó por los gritos roncos que oyó junto a él. Dio la vuelta y descubrió que, mientras su atención se concentraba en Leddravohr, la nave había avanzado a la deriva hacia una hilera dispersa de soldados. La barquilla pasó sobre ellos a poca altura, y los soldados empezaron a correr a su lado, saltando para intentar llegar al reborde.
Sus caras eran más ansiosas que hostiles, y Toller pensó que probablemente sólo tendrían una ligera idea de lo que ocurría. Deseando no tener que atacar a ninguno de ellos, siguió lanzando gas al interior del globo y fue recompensado con una ganancia de altura angustiosamente lenta pero constante.
— ¿Puede volar la nave? — Gesalla se acercó, esforzándose por hacerse oír sobre el rugido del quemador —. ¿Estamos a salvo?
— La nave puede volar, a su manera — dijo Toller, decidiendo ignorar la segunda pregunta —. ¿Por qué lo hiciste, Gesalla?
— Seguro que lo sabes.
— Ido.
— El amor volvió a mí — dijo sonriendo con serenidad —. Después de eso no tuve elección.
El atribulado Toller debería haberse sentido perdido en los oscuros territorios del terror.
— ¡Pero atacaste a Leddravohr! Y él no perdona, ni siquiera a las mujeres.
— No necesito que me lo recuerden. — Gesalla volvió la mirada a la figura de Leddravohr que los acompañaba y, durante un momento, el desprecio y el odio velaron su belleza —. Tienes razón, Toller, no debemos rendirnos a los carniceros. Leddravohr destruyó una vez la vida que había dentro de mí, y Lain y yo completamos el crimen dejando de amarnos el uno al otro, dejando de querernos a nosotros mismos. Dimos demasiado.
— Sí, pero…
Toller respiró profundamente, haciendo el esfuerzo de otorgar a Gesalla los derechos que siempre había reclamado para él.
— ¿Pero qué?
— Tenemos que aligerar la nave — dijo él, pasándole la palanca de control del quemador.
Fue hasta el compartimento de Chakkell y empezó a arrojar bultos y cajas por la borda.
Los soldados perseguidores siguieron saltando y gritando hasta que Leddravohr los alcanzó, y sus gestas evidenciaron que estaba dando órdenes para que los paquetes fuesen llevados al lugar principal de aterrizaje. En un minuto los soldados se volvían con su cargamento, dejando a Leddravohr solo en seguimiento de la nave. El viento tenía una velocidad de unos diez kilómetros por hora y en consecuencia el cuernoazul podía seguir a un cómodo trote. Leddravohr cabalgaba un poco distante del radio efectivo de los cañones, repantigado en la silla, gastando pocas energías y esperando una situación que le fuera favorable.
Toller comprobó las reservas de halvell y pikon y descubrió que tenía suficientes cristales para al menos un día de combustión continua. Las naves de la formación real habían sido provistas con más generosidad que las otras, pero su principal preocupación estaba relacionada con la falta de respuesta de la nave. El desgarro del globo no parecía extenderse más allá de las costuras superior e inferior, pero la cantidad de gas que se escapaba por allí casi bastaba para privar a la nave de su fuerza ascensional.
A pesar del funcionamiento continuo del quemador, la barquilla no se había elevado más de seis menos y Toller sabía que el mínimo cambio adverso de las condiciones forzaría un descenso. Una repentina racha de viento, por ejemplo, podía aplastar un lado de la envoltura y expulsar una cantidad importante de gas, entregando a Gesalla y a él en manos del enemigo que acechaba con paciencia. Solo hubiera podido enfrentarse a Leddravohr, pero la vida de Gesalla también dependía del resultado de…
Fue hasta la baranda y la agarró con ambas manos, mirando fijamente a Leddravohr y deseando un arma capaz de alcanzar al príncipe desde aquella distancia. La llegada a Overland había sido muy distinta a todas sus previsiones. Ya estaba en el planeta hermano, ¡en Overland!, pero la presencia maligna de Leddravohr, la personificación de toda jerarquía y perversidad de Kolkorron, había estropeado la experiencia y hecho del nuevo mundo un descendiente del viejo. Como los pterhas incrementando sus poderes letales, Leddravohr había ampliado su radio mortífero hasta Overland. Toller debería haber sido cautivado por el espectáculo de un cielo primitivo dividido por una línea en zig- zag de frágiles naves que se extendían hasta el cenit, surgiendo de lo invisible para caer como semillas transportadas por el viento en busca de tierra fértil. Pero estaba Leddravohr.
Siempre estaba Leddravohr.
— ¿Te preocupan las montañas? — preguntó Gesalla.
Se había puesto de rodillas, fuera del alcance del campo de visión de Leddravohr, y tenía una mano alzada para manejar la palanca del quemador.
— Ahora podemos amarrarla — dijo Toller —. No hace falta que sigas aguantándola.
— Toller, ¿estás preocupado por las montañas?
— Sí. — Cogió un trozo de cordel de una caja y lo usó para atar la palanca —. Si podemos llegar a las montañas existe una posibilidad de que nos libremos del cuernoazul de Leddravohr; pero no sé si subiremos lo suficiente.
— No tengo miedo, ¿sabes? — Gesalla le tocó la mano —. Si prefieres bajar ahora y enfrentarte a él, no me importa.
— No, nos alejaremos tanto como podamos. Tenemos comida y bebida y podemos mantenernos fuertes mientras Leddravohr se vaya debilitando. — Le dirigió lo que suponía que era una sonrisa tranquilizadora —. Además, la noche breve llegará pronto y eso nos favorece, porque el globo funcionará mejor en el aire frío. Quizá todavía podamos establecer nuestra pequeña colonia en Overland.
La noche breve era más larga que en Land; y cuando acabó, la barquilla estaba a una altura de algo más de sesenta metros la cual era mayor de lo que Toller había esperado. Las laderas inferiores de las colinas sin nombre se deslizaban bajo la nave, y ninguno de los cerros que se veían parecía suficientemente alto como para rozarla. Consultó el mapa que había dibujado mientras viajaban.
— Hay un gran lago a unos quince kilómetros detrás de las colinas — dijo —. Si logramos atravesarlas volando, será posible que…
— ¡Toller! Creo que he visto un ptertha. — Gesalla le asió el brazo mientras apuntaba hacia el sur —. ¡Mira!
Toller tiró el mapa a un lado, cogió los gemelos y examinó la zona del cielo señalada. Iba a preguntar a Gesalla algo más sobre su afirmación, cuando descubrió una mancha esférica, un destello de sol casi invisible reflejado en algo transparente.
— Creo que tienes razón — dijo —. Y es incoloro. Eso es lo que quería decir Lain. No tiene color porque… — pasó los gemelos a Gesalla —. ¿Puedes ver algún árbol de brakka?
— No sabía que se pudiera ver tanto con estos anteojos. — Gesalla hablaba con infantil entusiasmo, el que podría haber tenido en un viaje del placer, mientras estudiaba la ladera —. La mayoría de los árboles no se parecen a ninguno de los que he visto antes, pero creo que hay brakkas entre ellos. Sí, estoy segura. ¡Brakkas! ¿Cómo es posible, Toller?
Suponiendo que ella intentaba distraer su mente de lo que iba a ocurrir, Toller dijo:
— Lain escribió que los brakkas y los pterthas van juntos. Quizá las descargas de los brakkas son tan fuertes que lanzan sus semillas hacia arriba, dentro… No, eso sólo ocurre con el polen, ¿no? Quizá los brakkas crecen en todas partes, en Farland y en cualquier otro planeta.
Dejando que Gesalla siguiera observando con los gemelos, Toller se inclinó sobre la baranda y volvió su atención a Leddravohr, su perseguidor implacable.
Durante horas, Leddravohr había estado hundido en su silla de montar, dando la impresión de estar dormido, pero ahora, como preocupado porque su caza podía estar a punto de esquivarle, se incorporó. No llevaba casco, pero se protegía los ojos del sol con la mano mientras iba guiando al cuernoazul a través de los árboles y los grupos de matorrales que salpicaban la ladera que escalaba. Hacia el este, el lugar del aterrizaje y la línea de globos descendentes se habían perdido en la distancia azul brumosa, y parecía como si Gesalla, Toller y Leddravohr tuvieran todo el planeta para ellos solos. Overland se había convertido en un enorme ruedo bajo el sol, aguardando desde el principio de los tiempos…
Sus pensamientos fueron interrumpidos por un repentino ruido de aleteo en el globo.
El sonido fue seguido por un flujo de aire caliente lanzado hacia abajo, lo que le indicó que la nave había tropezado con una corriente turbulenta que soplaba desde un cerro secundario. La barquilla empezó a balancearse bruscamente. Toller fijó su mirada en el pico principal, que ahora estaba a sólo doscientos metros sobre la línea de vuelo. Sabía que si lograban pasar por encima, el globo podría recuperarse, pero en el momento de mirar la barrera rocosa se dio cuenta de que la situación era desesperada. La nave, que tanto se había resistido a emprender vuelo, estaba abandonando el medio aéreo, flotando decididamente hacia la vertiente de la montaña.
— Agárrate a algo — gritó Toller —. ¡Estamos bajando!
Quitó las ataduras de la palanca extensible y apagó el quemador. Unos segundos después la barquilla empezó a rozar las copas de los árboles produciendo un silbido. Los ruidos crecieron y la barquilla se sacudió con violencia al chocar con ramas y troncos cada vez más gruesos. Por encima y detrás de Toller el globo deformado se rasgó lanzando una serie de chirridos y crujidos al enredarse entre los árboles, frenándose el movimiento lateral de la nave.
La barquilla cayó en vertical cuando se aflojaron sus cables de carga, se soltó en dos de las esquinas y volcó, casi lanzando a sus ocupantes entre una lluvia de edredones y pequeños objetos. Increíblemente, después del traqueteante y peligroso avance sobre las copas de los árboles, Toller descubrió que podía descender con facilidad a la tierra musgosa. Se volvió y cogió a Gesalla, que estaba subida a un montante, y la bajó junto a él.
— Debes irte de aquí — le dijo con urgencia —. Vete al otro lado de la montaña y busca un sitio para esconderte.
Gesalla le rodeó con sus brazos.
— Tengo que quedarme contigo. Puedo ser una ayuda.
— Créeme, no podrás ayudarme. Si nuestro hijo está creciendo dentro de ti, debes darle una oportunidad de vivir. Si Leddravohr me mata, puede que no vaya tras de ti, especialmente si está herido.
— Pero… — los ojos de Gesalla se agrandaron cuando el cuernoazul resopló a corta distancia —. Pero no sabré lo que ha ocurrido.
— Dispararé el cañón si venzo. — Giró a Gesalla y la empujó con tal fuerza que ésta se vio obligada a empezar a correr para no caerse —. Vuelve sólo si oyes el cañón.
Esperó de pie observando a Gesalla, que se volvió varias veces, hasta que desapareció entre la espesura de los árboles. Había sacado su espada y buscaba algún espacio claro en donde luchar, cuando se dio cuenta de que una forma innata de comportarse le hacía afrontar el encuentro con Leddravohr como si se tratara de un duelo formal.
¿Cómo puedes pensar así cuando están en juego otras vidas?, se preguntó, confuso ante su propia ingenuidad. ¿Qué tiene que ver el honor con la simple tarea de extirpar un cáncer?
Miró a la barquilla que oscilaba lentamente, decidió que lo más probable era que Leddravohr se aproximara en esa dirección, y retrocedió para ocultarse detrás de un grupo de tres árboles que crecían tan juntos, que podían haber brotado de la misma raíz. La excitación que había sentido antes empezó a apoderarse de él.
Calmó su respiración, deshaciéndose de sus debilidades humanas, y un nuevo pensamiento llegó a su mente: Leddravokr estaba cerca hace un minuto, ¿por qué no lo veo ahora?
Conociendo la respuesta, se volvió y vio a Leddravohr a unos diez pasos. Éste ya había lanzado su cuchillo. La velocidad y la distancia eran tales que Toller no tuvo tiempo de agacharse o apartarse. Levantó la mano izquierda y paró el cuchillo con el centro de la palma. Toda la hoja negra atravesó el espacio entre los huesos con tanta fuerza que la mano fue impelida hacia atrás y la punta del cuchillo rasgó su cara justo por debajo del ojo izquierdo.
El instinto natural le habría obligado a mirar la mano herida, pero Toller la ignoró y colocó rápidamente su espada en posición de defensa, justo a tiempo para frenar a Leddravohr que había seguido al cuchillo lanzándose al ataque.
— Has aprendido varias cosas, Maraquine — dijo Leddravohr, poniéndose también en guardia —. La mayoría de los hombres habrían muerto dos veces en este tiempo.
— La lección es sencilla — replicó Toller —. Siempre estar preparado contra los reptiles que se comportan como tales.
— No puedes ofenderme, así que ahórrate tus insultos.
— No he insultado a nadie, excepto a los reptiles.
La sonrisa de Leddravohr apareció muy blanca en un rostro irreconocible a causa de los rastros de sangre seca. Su pelo estaba enmarañado y la coraza, que ya tenía manchas de sangre antes del vuelo de migración, estaba sucia con lo que parecía comida digerida parcialmente. Toller se alejó de la estrechez que le imponían los tres árboles, pensando en las tácticas de combate.
¿Era posible que Leddravohr fuese uno de esos hombres que aunque no temen a nada, son dominados por la acrofobia? ¿Era ésa la razón de que lo hubiera visto tan poco durante el vuelo? En tal caso, Leddravohr no se encontraría lo bastante bien para embarcarse en una lucha prolongada.
Las espadas de combate kolkorronianas eran armas de dos filos cuyo peso excluía su usa en los duelos formales. Estaban limitadas a cortes simples y a estocadas que por lo general podían ser frenadas o desviadas por un oponente con reacciones rápidas y buena vista. En las mismas condiciones, el vencedor de una contienda tendía a ser el hombre con mayor fuerza y resistencia física. Toller tenía una ventaja natural, ya que era al menos diez años más joven que Leddravohr, pero esa ventaja estaba contrarrestada por la incapacidad de su mano izquierda. Ahora tenía razones para suponer que el equilibrio se restablecía en su favor; y sin embargo, Leddravohr, enormemente experimentado en tales asuntos, no había perdido nada de su arrogancia…
— ¿Por qué tan pensativo, Maraquine? — Leddravohr se movía con Toller para mantener la línea de combate —. ¿Estás inquieto por el fantasma de mi padre?
Toller negó con la cabeza.
— Por el fantasma de mi hermano. Aún no hemos arreglado ese asunto.
Para su sorpresa, comprobó que aquellas palabras alteraron la compostura de Leddravohr.
— ¿Por qué me cargas a mí con eso?
— Creo que eres responsable de la muerte de mi hermano.
— Te dije que el imbécil fue responsable de su propia muerte. — Leddravohr dio una furiosa estocada con su espada y las dos hojas se tocaron por primera vez —. ¿Por qué iba a mentirte entonces o ahora? Le rompió la pata a su animal y rehusó montar en el mío.
— Lain no habría hecho eso.
— ¡Lo hizo! Te digo que podría estar a tu lado en este momento, y ojalá estuviese; así tendría el placer de partiros el cráneo a los dos.
Mientras Leddravohr hablaba, Toller aprovechó la oportunidad para mirarse la mano herida. De momento no le dolía demasiado, pero la sangre corría constantemente por el puño del cuchillo y después goteaba en el suelo. Cuando movió la mano, la hoja permaneció en su lugar, trabada hasta la empuñadura entre los huesos. La herida, aunque no le impedía pelear, podría tener un efecto progresivo sobre su fuerza y su capacidad de lucha. Le convenía que el duelo acabase lo antes posible. Se propuso no hacerse eco de las mentiras que Leddravohr estaba contando sobre su hermano, y buscó una razón para explicar el sorprendente hecho de que un hombre cuya potencia debería haber sido disminuida por doce días de trastornos y mareos, se mostrase presuntuosamente seguro de la victoria.
¿Había un indicio importante que le había pasado inadvertido?
Estudió de nuevo a su oponente (las décimas de segundos se convertían en minutos en su estado de excitación) y lo único que vio fue que Leddravohr había cubierto su espada. Los soldados de todas partes del imperio kolkorroniano, principalmente de Sorka y Middac, tenían la costumbre de cubrir la base de la hoja con cuero, de forma que en determinadas circunstancias una mano se colocaba sobre ella y la espada podía usarse como un arma que se aguantaba con dos manos. Toller nunca había encontrado demasiado mérito en la idea, pero decidió ser sumamente cauteloso por si se producía una variación inesperada del ataque de Leddravohr.
Pronto concluyeron los preparativos.
Cada hombre había buscado una posición que en lo esencial no era mejor que cualquier otra, pero que le satisfacía de una forma indefinible por ser la más propicia, la que más se ajustaba a su propósito. Toller tomó la iniciativa, sorprendido de que se le permitiese esa ventaja psicológica, empezando con una serie de sablazos a izquierda y derecha, que rápidamente obtuvieron respuesta. Como era inevitable, Leddravohr paró fácilmente cada golpe, pero los impactos de su hoja no fueron tan fuertes como Toller esperaba. Parecía como si la espada de Leddravohr cediese un poco a cada golpe, insinuando una importante falta de fuerza.
En pocos minutos puede decidirse todo, se regocijó Toller. Después su instinto de supervivencia se reafirmó. ¡Peligroso pensamiento! ¿Lo habría perseguido lxddravolzr hasta allí, solo, sabiendo que estaba incapacitado para luchar?
Toller hizo una finta y cambió de posición, aguantando su mano sangrante junto al cuerpo. Leddravohr se acercó a él a una velocidad desconcertante, creando un triángulo bajo de barrido que casi obligó a Toller a defender más su brazo inútil que la cabeza o el cuerpo. La embestida terminó con un revés de Leddravohr que pasó fugazmente bajo la barbilla de Toller, haciéndole sentir el corte del aire frío. Dio un paso atrás y pensó que el príncipe, aun en una situación debilitada, era un rival para un soldado en excelentes condiciones.
¿Era este resurgimiento de fuerzas la trampa que sospechó que Leddravohr le preparaba? En ese caso, era vital no dejarle espacio para respirar ni tiempo para recuperarse. Toller reanudó su ataque en el acto, iniciando una secuencia de acometidas sin descansos apreciables, usando toda su fuerza pero al mismo tiempo acompañando a la furia con la inteligencia, no permitiendo al príncipe descanso mental o físico.
Leddravohr respiraba ahora con dificultad, obligando a ceder terreno. Toller vio que estaba retrocediendo hacia un grupo de matorrales espinosos y lo obligó a aproximarse esperando el momento en que estuviese distraído, inmovilizado o perdiese el equilibrio. Pero Leddravohr, demostrando su talento para el combate, pareció advertir la presencia de los matorrales sin volverla cabeza.
Se salvó parando la hoja de Toller con un contragolpe en círculo digno de un maestro de la espada corta, provocando su defensa, y haciendo que ambos hombres se desplazaran a una nueva posición. Durante un segundo, los dos estuvieron apretados uno con otro, pecho con pecho, las espadas trabadas en los puños por encima, en el vértice de un triángulo formado por sus brazos derechos extendidos.
Toller sintió el calor del aliento de Leddravohr y olió la fetidez de sus vómitos, después el contacto se rompió al intentar bajar su espada, convirtiéndola en una palanca irresistible que consiguió separarlos.
Leddravohr saltó hacia atrás e inmediatamente a un lado para dejar los matorrales espinosos entre ellos. Su pecho se henchía con rapidez, evidenciando su creciente cansancio, pero, curiosamente, parecía haber sido estimulado por el estrecho margen con que había escapado del peligro. Se inclinaba ligeramente hacia adelante en una actitud que sugería una nueva vehemencia, y sus ojos se volvieron más vivos e irónicos entre las filigranas de sangre seca que cubrían su cara.
Algo ha ocurrido, pensó Toller, sintiendo en su piel el hormigueo del recelo. ¡Leddravohr sabe algo!
— Por cierto, Maraquine — dijo Leddravohr, con un tono casi cordial —, oí lo que le decías a tu mujer.
— ¿Sí? — dijo Toller, en tono irónico.
A pesar de su alarma, una parte de la conciencia de Toller estaba ocupada en el hecho de que el desagradable olor que había soportado estando en contacto con Leddravohr permanecía con intensidad en sus fosas nasales. ¿Era únicamente la acidez de la comida vomitada o había algún otro olor allí? ¿Algo extrañamente familiar y con un significado de muerte?
Leddravohr sonrió.
— Fue una buena idea. Lo de disparar el cañón, quiero decir. Me ahorrará la molestia de tener que ir a buscarla cuando haya acabado contigo.
No pierdas energías respondiendo, se dijo Toller. Leddravohr está representando una escena. Eso significa que no te está conduciendo a ninguna trampa; ¡ya la ha hecho saltar!
— Bueno, no creo que vaya a necesitar esto — dijo Leddravohr. Agarró el mango de cuero en la base de su espada, lo quitó y lo arrojó al suelo. Sus ojos estaban fijos en él, divertidos y enigmáticos.
Toller miró atentamente el mango y vio que parecía hecho en dos capas, con una delgada piel exterior que había sido rajada. Alrededor de los bordes de la raja había restos de un fango amarillo.
Toller miró su propia espada, reconociendo tardíamente el hedor que emanaba de ella, el hedor de helecho blanco, y vio más fango en la parte ancha, cerca de la empuñadura. El material negro de la hoja estaba barboteando y desprendiendo vapor, disolviéndose bajo el ataque del fango de brakka con el que había sido untada cuando las dos se cruzaron por las empuñaduras.
Acepto mi muerte, reflexionó Toller, entre los pensamientos borrosos del tiempo enloquecido de la batalla, viendo que Leddravohr se lanzaba hacia él, a condición de no hacer solo el viaje.
Alzó la cabeza y arremetió contra el pecho de Leddravohr con su espada. Éste la paró y partió la hoja por la base, que salió disparada a un lado, y en el mismo momento hizo un barrido en redondo dirigiendo una estocada al cuerpo de Toller.
Toller recibió la estocada, confiando en que lograría la última ambición de su vida. Boqueó cuando lo atravesó la hoja, procurando caer cerca de donde estaba Leddravohr. Agarró el mismo cuchillo que antes les había lanzado y, con su mano izquierda aún empalada en él, dirigió la hoja hacia arriba y la introdujo en el estómago de Leddravohr, haciéndola girar y buscando la muerte con su punta.
Leddravohr gruñó y lo empujó con desesperada fuerza, retirando al mismo tiempo su espada. Luego lo miró fijamente, con la boca abierta, durante varios segundos, después soltó la espada y cayó de rodillas. Se echó hacia delante apoyándose sobre sus manos y permaneció así, con la cabeza baja, mirando el charco de sangre que iba formándose bajo su cuerpo.
Toller liberó el cuchillo de los huesos que lo apresaban, mentalmente ajeno al dolor que se estaba infringiendo, después se apretó el costado en un esfuerzo por detener los latidos empapados de la herida de espada. Los límites de su visión se agitaban; la ladera soleada se precipitaba hacia él y se alejaba. Arrojó el cuchillo, se aproximó a Leddravohr con las piernas flexionadas y recogió la espada. Con toda la fuerza que le quedaba en su brazo derecho alzó la espada.
Leddravohr no levantó la vista, pero movió un poco la cabeza, demostrando que era consciente de los movimientos de Toller.
— Te he matado, ¿verdad, Maraquine? — dijo con voz entrecortada y enronquecida por la sangre —. Dame este último consuelo.
— Lo siento, pero sólo me has hecho un rasguño — dijo Toller, clavándole la hoja negra —. Y esto es por mi hermano… ¡príncipe!
Se giró alejándose del cuerpo de Leddravohr y con dificultad fijó su mirada en la forma cuadrada de la barquilla. ¿Se estaba balanceando por la brisa, o era el único punto inmóvil en un universo que se columpiaba mientras se disolvía?
Comenzó a andar hacia allí, intrigado por el descubrimiento de que estaba muy lejos… a una distancia mucho mayor de la que había entre Land y Overland…
El muro posterior de la cueva estaba parcialmente oculto por un montículo de grandes guijarros y fragmentos de rocas que durante siglos habían ido cayendo por una chimenea natural. Toller se entretenía mirando el montículo porque sabía que los overlandeses vivían dentro.
En realidad no los había visto, y por tanto no sabía si parecían hombres o animales en miniatura, pero era profundamente consciente de su presencia porque usaban lámparas.
La luz de las lámparas brillaba a través de las grietas de las rocas a intervalos que no coincidían con el ritmo de días y noches del mundo exterior. A Toller le gustaba imaginar a los overlandeses ocupados en sus tareas allí dentro, seguros en su destartalada fortaleza, sin preocuparse por nada que pudiera ocurrir en el universo en general.
Esto era una consecuencia de su delirio, e incluso en los períodos en que se sentía perfectamente lúcido, una diminuta lámpara podía continuar a veces resplandeciendo en el centro del montón. En esos momentos no se complacía en la experiencia. Temeroso por su cordura, miraba el punto de luz, deseando que desapareciera porque no tenía cabida en el mundo racional. A veces el deseo se cumplía rápidamente, pero en ocasiones tardaba horas en apagarse, y entonces se aferraba a Gesalla, haciendo de ella la cuerda salvavidas que le unía a todo lo que era familiar y normal…
— Bueno, no creo que estés lo bastante fuerte para viajar — dijo Gesalla con firmeza —, así que no tiene ningún sentido continuar esta conversación.
— Pero estoy recuperado casi del todo — protestó Toller, moviendo los brazos para demostrar su afirmación.
— La lengua es la única parte de ti que se ha recuperado, e incluso está haciendo demasiado ejercicio. Déjala quieta un rato y permíteme seguir con mi trabajo.
Le dio la espalda y tomó una ramita para remover el pote en donde hervían sus vestidos.
Después de siete días, las heridas de la cara y la mano izquierda no necesitaban excesivos cuidados, pero los dos pinchazos del costado todavía supuraban. Gesalla limpiaba y cambiaba los trapos cada pocas horas, un tratamiento que exigía reutilizar las escasas provisiones de compresas y vendas que había logrado fabricarse.
Toller no dudaba que habría muerto de no ser por su ayuda, pero su gratitud se teñía de preocupación por su seguridad. Suponía que la confusión inicial en la zona de aterrizaje de la flota casi había superado a la confusión de la partida, pero le parecía casi un milagro que Gesalla y él hubieran permanecido tanto tiempo sin que nadie los molestase. Cada día que pasaba, al ir disminuyendo la fiebre, la sensación de urgencia se incrementaba.
Saldremos mañana por la mariana, amor mío, pensó. Tanto si estás de acuerdo como si no.
Se recostó en la cama de edredones plegados tratando de contener su impaciencia, y dejó que su mirada vagase por el panorama que le proporcionaba la boca de la cueva. Laderas cubiertas de hierba, salpicadas aquí y allá de árboles desconocidos, bajando suavemente hacia el oeste, hasta el borde de un gran lago cuyas aguas eran de un añil puro sembrado de destellos de sol. En las orillas norte y sur había árboles alineados, franjas que se estrechaban en la lejanía de un color que, como en Land, estaba compuesto por un millón de puntos que iban desde el verde amarillento al rojo oscuro, representando árboles en diferentes estados de su ciclo de foliación. El lago se extendía hacia un horizonte occidental compuesto por los etéreos triángulos azules de las distantes montañas, sobre las cuales un cielo claro se remontaba hasta abarcar el disco del Viejo Mundo.
Era un escenario que Toller encontraba indescriptiblemente bello, y durante los primeros días pasados en la cueva fue capaz de distinguirlo con certeza de los productos de su delirio. Sus recuerdos de esos días eran fragmentarios. Tardó un tiempo en comprender que no había logrado disparar el cañón, y que Gesalla había decidido por su cuenta volver. Ella intentó restarle importancia al asunto, afirmando que si Leddravohr hubiese vencido, enseguida le habría anunciado que iba en su busca. Toller sabía que no era así.
Tumbado en la tranquilidad de las primeras horas de la mañana, observando cómo Gesalla realizaba las tareas que ella misma había establecido, sintió una oleada de admiración por el valor e ingenio que ésta había demostrado tener. Nunca entendería cómo había logrado llevarlo hasta la silla del cuernoazul de Leddravohr, cargar las provisiones de la barquilla, y conducir al animal a pie durante kilómetros antes de encontrar la cueva. Habría sido una hazaña considerable para un hombre, pero para una mujer de frágil complexión enfrentada sola a un planeta desconocido y a todos los posibles peligros que éste pudiera deparar, era verdaderamente excepcional.
Gesalla es verdaderamente una mujer excepcional, pensó Toller. ¿Cuánto tiempo tardaría en darse cuenta de que no tenía ninguna intención de llevarla con él a los bosques?
La clara inviabilidad de su plan original abrumaba enormemente a Toller desde que había empezado a recobrar el conocimiento. Sin contar con un bebé, habría sido posible para dos personas adultas llevar algún tipo de existencia fugitiva en los bosques de Overland; pero aunque Gesalla no hubiese estado embarazada, habría hecho lo necesario para estarlo.
Le llevó un tiempo entender que en el núcleo del problema estaba también la solución. Con Leddravohr muerto, el príncipe Pouche se habría convertido en rey, y Taller sabía que era un hombre seco y desapasionado que respetaría la indulgencia tradicional que en Kolkorron se tenía con las mujeres embarazadas, especialmente cuando Leddravohr era la única persona que podría haber atestiguado sobre el uso del cañón contra él.
La tarea principal, había decidido Taller mientras se esforzaba por ignorar el resplandor de una persistente lámpara de los overlandeses en el montículo de piedras, sería mantener a Gesalla viva hasta que se hiciese evidente que esperaba al niño. Cien días le pareció un plazo razonable, pero el propio hecho de establecer un plazo había agravado e incrementado en cierto modo su inquietud por el paso veloz del tiempo. ¿Cómo hallar el equilibrio adecuado entre salir pronto, siendo sólo capaz de viajar con lentitud, y salir más tarde, cuando la rapidez de un venado podría ser insuficiente?
— ¿Qué estás rumiando? — dijo Gesalla, apartando el pote hirviendo del calor.
— Pienso en ti, y en preparar la salida de mañana.
— Te he dicho que aún no estás bien.
Se arrodilló junto a él para examinar sus vendajes, y el roce de sus manos le produjo un estremecimiento placentero.
— Creo que otra parte de mí se está empezando a recuperar — dijo.
— Eso es otra cosa para la que no estás preparado. — Le sonrió, mientras le pasaba un trapo húmedo por la frente —. En vez de eso debes comer algo.
— Un buen sustituto — gruñó, haciendo un intento vano de abrazarla mientras ella se escabullía. El movimiento repentino de su brazo, aunque fue leve, le produjo un dolor agudo en el costado y le hizo preguntarse si lograría montar el cueruoazul por la mañana.
Relegó la preocupación al fondo de sus pensamientos y observó cómo Gesalla preparaba un sencillo desayuno. Había encontrado una piedra ligeramente cóncava que usaba como hornillo. Mezclando en ella diminutos fragmentos de pikon y halvell traídos de la nave, había logrado crear calor sin humo, que no delataría su paradero a los perseguidores. Cuando terminó de calentar el guiso, una mezcla de cereales, legumbres y trozos de buey salado, le pasó un plato y le permitió comer por sí solo.
A Taller le había divertido notar, como un eco de la antigua Gesalla que él creía haber conocido, que entre «las cosas indispensables que había salvado de la barquilla había platos y utensilios de mesa. Era chocante comer en esas condiciones, con elementos domésticos comunes en el insólito marco de un mundo virgen, en la aventura romántica que habría colmado el momento de no haber sido por la incertidumbre y el peligro.
Taller no tenía hambre, pero comía con perseverancia y determinación para recuperar su fuera lo antes posible. Aparte de los resoplidos ocasionales del cuernoazul amarrado, los únicos sonidos que llegaban a la cueva eran los estruendos de las descargas polinizadoras de los brakkas. La frecuencia de las explosiones indicaba que la región estaba llena de ellos, y seguía en pie la pregunta realizada por Gesalla: si las otras formas vegetales de Overland eran desconocidas en Land. ¿por qué los dos mundos tenían en común los brakkas?
Gesalla había recogido puñados de hierba, hojas, flores y bayas para realizar un escrutinio conjunto, y con la posible excepción de la hierba sobre la que sólo un botánico podría haber emitido un juicio, todo lo demás compartía la característica común de lo insólito. Taller había reiterado su idea de que el brakka era una forma universal, que podía encontrarse en cualquier otro planeta; pero aunque no estaba acostumbrado a ponderar tales asuntos, reconoció que aquella idea le producía una cierta insatisfacción filosófica, que le hacía desear la presencia de Lain para que lo orientara.
— Hay otro ptertha — exclamó Gesalla —. ¡Mira! Veo siete u ocho yendo hacia el agua.
Taller miró en la dirección que ella indicaba y tuvo que variar el enfoque de sus ojos varias veces antes de poder discernir los destellos de las esferas incoloras, casi invisibles. Se movían flotando lentamente por la ladera en una corriente de aire generada por el enfriamiento nocturno de la superficie.
— Distingues esas cosas mejor que yo — dijo con pesar —. El de ayer estaba casi delante de mis narices cuando lo vi.
El ptertha que había sido atraído hacia ellos poco después de la noche breve del día anterior, se había acercado a diez pasos del lecho de Toller, y a pesar de lo que había sabido por Lain, la proximidad le inspiró el mismo temor que habría experimentado en Land. Si hubiera podido moverse, probablemente le habría sido imposible evitar atravesarlo con su espada. La burbuja había rondado cerca durante unos segundos antes de flotar a la deriva por la ladera en una serie de bandazos titubeantes.
— ¡Tu cara era un cuadro! — Gesalla dejó de comer un momento para parodiar la expresión de terror.
— Se me acaba de ocurrir una cosa — dijo Toller —. ¿Tenemos algo para escribir?
— No. ¿Por qué?
— Tú y yo somos las únicas personas en todo Overland que sabemos lo que Lain escribió sobre los pterthas. Ojalá se lo hubiera comentado a Chakkell. ¡Tantas horas juntos en la nave y ni siquiera lo mencioné!
— No tenías por qué saber que habría brakkas y pterthas aquí. Pensabas que todo eso lo dejabas atrás.
Toller fue poseído por una nueva y mayor urgencia que ya no tenía que ver con sus aspiraciones personales.
— Escucha, Gesalla, esto es lo más importante que cualquiera de los dos tendrá ocasión de hacer. Tienes que asegurarte de que Pouche y Chakkell escuchen y entiendan las ideas de Lain. Si dejamos tranquilos a los brakkas, para que vivan y mueran naturalmente, los pterthas de aquí nunca serán nuestros enemigos. Incluso el uso de cantidades modestas de desechos, como hacían en Chamteth, es tentar a la suerte demasiado, porque los pterthas de allí se habían vuelto rosas y eso es un signo de que…
Dejó de hablar al darse cuenta de que Gesalla lo miraba fijamente, con una extraña expresión de preocupación y reproche a la vez.
— ¿Ocurre algo?
— Dijiste que yo tenía que asegurarme de que Pouche y… — Gesalla dejó su plato y se arrodilló junto a él —. ¿Qué nos va a pasar, Toller?
Hizo esfuerzos por reírse, exagerando después los efectos del dolor que le había causado, ganando tiempo para disimular su desconcierto.
— Vamos a fundar nuestra propia dinastía, eso es lo que vamos a hacer. ¿Crees que permitiría que te ocurriese algo malo?
— Sé que no lo harías; y por eso me asustas.
— Gesalla, lo único que quise decir es que debemos dejar un mensaje aquí… o en algún otro sitio donde sea encontrado y llevado al rey. Yo no puedo moverme demasiado, así que debo encomendarte la responsabilidad a ti. Te enseñaré cómo fabricar carbón y entonces encontraremos algo para…
Gesalla movía lentamente la cabeza de un lado a otro y sus ojos se ampliaron con las primeras lágrimas que Toller veía en ellos.
— Todo es falso, ¿verdad? Sólo es un sueño.
— Volar a Overland era un sueño, pero ahora estamos aquí, y a pesar de todo estamos vivos. — La atrajo hacia sí, haciendo que apoyase la cabeza en su hombro —. Yo no sé lo que nos va a ocurrir, Gesalla. Lo único que puedo prometerte es que… ¿cómo dijiste?… que no vamos a rendir nuestra vida a los carniceros. Eso debe ser suficiente para nosotros. Ahora, ¿por qué no descansas y dejas que yo te cuide, sólo para variar?
— Muy bien, Toller.
Gesalla se acomodó, amoldando su cuerpo al de él, pero teniendo cuidado con las heridas, y en un tiempo asombrosamente breve se quedó dormida. Su transición de la vigilia ansiosa a la tranquilidad del sueño fue anunciada por el más débil de los ronquidos, y Toller sonrió almacenando en la memoria el hecho para usarlo en una broma futura. El único hogar que probablemente conocerían en Overland estaría construido de tales andamiajes inmateriales.
Trató de permanecer despierto, velando por ella, pero los vapores de una insidiosa debilidad se arremolinaban en su cabeza; y la lámpara del último overlandés de nuevo resplandecía en el montón de rocas.
La única forma de escapar era cerrar los ojos…
El soldado que estaba de pie junto a él sostenía una espada.
Toller intentó moverse, para realizar alguna acción defensiva a pesar de su debilidad y del impedimento del cuerpo de Gesalla, que estaba echado sobre el suyo. Después vio que la espada de la mano del soldado era la de Leddravohr e incluso en su estado de aturdimiento pudo determinar la situación correctamente.
Era demasiado tarde para hacer algo, cualquier cosa, porque su pequeño dominio había sido rodeado, conquistado e invadido.
Otras evidencias llegaron con un cambio de la luz cuando otros soldados se movieron por la zona inmediata a la boca de la cueva. Había ruido de hombres que empezaron a hablar cuando se dieron cuenta de que ya no era preciso el silencio, y de algún sitio en la proximidad llegaron resoplidos y traspiés de un cuernoazul que caminaba por la montaña. Toller presionó el hombro de Gesalla para despertarla y aunque ésta permaneció inmóvil, advirtió su sobresalto.
El soldado con la espada se apartó y su lugar fue ocupado por un mayor de ojos rasgados, cuya cabeza era casi una silueta contra el cielo cuando bajó la vista hacia Toller.
— ¿Puedes levantarte?
— No, está demasiado enfermo — dijo Gesalla, poniéndose de rodillas.
— Puedo levantarme. — Toller se cogió al brazo de ella —. Ayúdame, Gesalla, prefiero estar de pie en este momento.
Con su ayuda logró mantenerse en una posición erguida, mirando hacia el mayor. Se sorprendió desconcertado al descubrir que, en un momento en que debería estar agobiado por el fracaso y la perspectiva de morir, le incomodaba el hecho trivial de no estar vestido.
— Bueno, mayor — dijo —, ¿es esto lo que quería?
El rostro del mayor estaba profesionalmente impasible.
— El rey te hablará ahora.
Se apartó y Toller vio la figura panzuda de Chakkell que se aproximaba. Sus ropas eran sencillas, adecuadas para un paseo campestre, pero colgado del cuello llevaba una gran joya azul que Toller había visto sólo una vez antes en Prad. Chakkell había cogido la espada de Leddravohr que sostenía el primer soldado y la aguantaba con la hoja apoyada sobre su hombro derecho, una posición neutral que rápidamente podría transformarse en un ataque. Su cara carnosa y morena y la calva marrón brillaban bajo el calor ecuatorial.
Dio dos pasos hacia Toller y lo examinó de la cabeza a los pies.
— Bien, Maraquine, te prometí que me acordaría de ti.
— Majestad, supongo que usted y sus seres queridos tienen una buena razón para recordarme. — Toller percibió que Gesalla se acercaba a él, y por el bien de ella, intentó librar sus palabras de cualquier posible ambigüedad —. Una caída de mil quinientos kilómetros habría…
— No empieces con el mismo verso otra vez — le cortó Chakkell —. ¡Y túmbate, hombre antes de que te caigas!
Hizo un gesto a Gesalla ordenándole que ayudara a Toller a echarse sobre los edredones, y al mayor y al resto de su escolta les indicó que se retiraran. Cuando se alejaron fuera del alcance de la voz, se agachó e, inesperadamente, lanzó la espada negra por encima de Toller y hacia la oscuridad de la cueva.
— Vamos a tener una breve conversación — dijo —, y no quiero que ni una palabra de esto sea repetida. ¿Está claro?
Toller asintió vacilante, preguntándose si podría añadir una esperanza a la confusión de sus pensamientos y emociones.
— Hay una cierta animosidad hacia ti entre la nobleza y los militares que hicieron la travesía — dijo Chakkell con confianza —. Después de todo, no muchos hombres han cometido dos regicidios en el espacio de tres días. Sin embargo, podría aceptarse. En el nuevo estado predomina el sentido práctico, y los colonizadores consideran que la lealtad a un rey viviente es más beneficiosa para la salud que una consideración similar a dos reyes muertos. ¿Te preguntas qué le ha ocurrido a Pouche?
— ¿Vive?
— Vive, pero enseguida comprendió que su tipo de talento de hombre de estado sería inadecuado para la situación que tenemos aquí. Está más que contento de renunciar a sus derechos al trono… si una silla hecha de trozos de una vieja barquilla de globo es digna de ese nombre.
Toller se dio cuenta de que estaba viendo a Chakkell como nunca lo había visto antes: animado, locuaz, cómodo en su entorno. ¿Era simplemente que prefería la supremacía para sí y sus descendientes en una sociedad que comenzaba que un papel secundario predeterminado en el estático y tradicionalista Kolkorron? ¿O era que poseía un espíritu aventurero liberado por las circunstancias excepcionales de la gran migración? Mirando atentamente a Chakkell, animado por su intuición, Toller experimentó un repentino optimismo y la más absoluta alegría.
Gesalla y yo vamos a tener hijos, pensó. Y no importa que tengamos que morir algún día, porque nuestros hijos tendrán hijos, y el futuro se extiende ante nosotros… sin ningún límite… sin ningún límite, excepto que…
La realidad se desvaneció para Toller y se encontró de pie sobre una roca al oeste de Ro-Atabri. Miraba a través de su telescopio al cuerpo tendido de su hermano, leyendo el último comunicado que nada tenía que ver con la venganza o los reproches personales, sino, de acuerdo con el generoso espíritu de Lain, encaminado al bien de millones de seres que aún no habían nacido.
— Príncipe… majestad… — Toller se incorporó sobre un codo para enfrentar de la mejor manera a Chakkell con la verdad que había estado reservando, pero la torsión imprudente de su cuerpo le produjo una punzada de agonía que enmudeció su voz y le obligó de nuevo a echarse sobre el lecho.
— Leddravohr estuvo a punto de matarte, ¿no? — La voz de Chakkell había perdido toda su animación.
— Eso no importa — dijo Toller, acariciando el cabello de Gesalla cuando ésta se inclinó sobre el fuego avivado de las heridas de su costado —. Usted conocía a mi hermano y sabía lo que era.
— Sí.
— Muy bien. Olvídese de mí. Mi hermano vive en mi cuerpo y habla a través de mi boca…
Toller siguió, luchando con las oleadas de náuseas y debilidad para pintar un cuadro con la atormentadora relación triangular que implicaba a la humanidad, a los árboles de brakka y a los pterthas. Describió la asociación simbiótica entre los brakkas y los pterthas, usando la inspiración y la imaginación cuando carecía de conocimientos reales.
Como en todos los casos de verdaderas simbiosis, ambas partes obtenían beneficios de la asociación. Los pterthas se multiplicaban en las altas capas de la atmósfera, alimentados, con toda probabilidad, de partículas minúsculas de pikon y halvell, del gas mezcla o del polen de brakka, o de algún otro derivado de los cuatro. En compensación, los pterthas perseguían a todos los organismos que amenazaban la seguridad de los brakkas. Empleando la fuerza ciega de mutaciones aleatorias, variaron su composición interna hasta encontrar una toxina efectiva, en cuyo momento, habiendo sido marcado un camino, concentraron, purificaron y dirigieron el veneno para crear un arma capaz de castigar al castigo, de privar de la existencia a toda traza de aquello que no mereciese existir.
El desarrollo de la humanidad en Overland dependía de que se tratase a los brakkas con el respeto que merecían. Sólo deberían usarse los árboles muertos para la producción de materiales super-resistentes y de cristales de energía, y si los suministros resultaban insuficientes, era tarea de los inmigrantes idear sustitutos o modificar su modo de vida para adaptarse a ello.
Si no lo lograban, la historia de la humanidad en Land, inevitablemente, se repetiría en Overland…
— Admito que estoy impresionado — dijo Chakkell cuando Toller terminó de hablar al fin —. No existe ninguna prueba real de que lo que dices sea cierto, pero es digno de ser considerado seriamente. Por fortuna para nuestra generación, que ya ha soportado demasiadas desgracias, no es necesario tomar decisiones apresuradas. Tenemos bastantes cosas por las que preocuparnos de momento.
— No debe pensar así — insistió Toller —. Usted es el soberano… y tiene la oportunidad única… la responsabilidad única…
Suspiró y dejó de hablar, cediendo al cansancio que pareció oscurecer al mismo cielo.
— Guarda tus energías para otro momento — dijo Chakkell amablemente —. Ahora debo dejarte descansar, pero antes de irme me gustaría saber una cosa más. Entre tú y Leddravohr, ¿hubo una lucha limpia?
— Casi limpia… hasta que destruyó mi espada con fango de brakka.
— Pero ganaste tú de todas formas.
— Tenía que hacerlo. — Toller experimentaba el misticismo típico de la enfermedad y la debilidad absoluta —. Mi destino era vencer a Leddravohr.
— Quizás él lo sabía.
Toller forzó su mirada a examinar el rostro de Chakkell.
— No sé qué…
— Me pregunto si Leddravohr tendría algún interés por todo esto, por nuestro nuevo y osado comienzo — dijo Chakkell —. Me pregunto si te persiguió sólo porque adivinó que tú serías su Vía Brillante.
— Esa idea — murmuró Toller — no me atrae demasiado.
— Necesitas descansar. — Chakkell se levantó y se dirigió hacia Gesalla —. Cuida a este hombre en mi nombre al igual que a ti misma. Tengo trabajo para él. Creo que será mejor que aún no se mueva durante unos días, pero parece que no estáis mal aquí. ¿Necesitáis provisiones?
— Podríamos tener más agua fresca, majestad — dijo Gesalla —. Aparte de eso, nuestras necesidades ya están satisfechas.
— Sí. — Chakkell estudió su rostro durante un momento —. Voy a llevarme vuestro cuernoazul, porque sólo tenemos siete en total, y la cría debe comenzar lo antes posible; pero colocaré guardianes cerca. Llamadlos cuando juzguéis que estáis listos para marchar. ¿Te parece bien?
— Sí, majestad. Estamos en deuda con usted.
— Confío en que tu paciente recordará eso cuando haya recuperado la salud.
Chakkell se dio la vuelta y caminó a grandes pasos hacia los soldados que aguardaban, moviéndose con la enérgica seguridad característica de los que sienten que responden a la llamada del destino.
Más tarde, cuando el silencio volvió de nuevo a la ladera de la montaña, Toller se dio cuenta de que Gesalla pasaba el tiempo seleccionando y ordenando su colección de hojas y flores. Las había extendido sobre el suelo ante ella, y sus labios se movían en silencio, como si colocara cuidadosamente cada espécimen en un orden inventado por ella. Detrás estaba la vívida virginidad de Overland que atrajo su mirada.
Se levantó del lecho con cuidado. Miró hacia el montículo de fragmentos de rocas en la parte trasera de la cueva, después volvió la cabeza rápidamente, deseando no arriesgarse a ver la diminuta lámpara brillando y lanzando destellos. Sólo cuando hubiese dejado de brillar sabría con certeza que la fiebre había abandonado del todo su cuerpo, y hasta entonces no deseaba recordar lo cerca que había estado de la muerte y de perder todo lo que Gesalla significaba para él.
Ella levantó la vista de su creciente colección.
— ¿Has visto algo allí atrás?
— Nada — contestó él sonriendo —. No hay nada.
— Pero ya había notado antes que observabas esas rocas. ¿Cuál es tu secreto?
Intrigada, y queriendo compartir el juego, se acercó a él y se arrodilló para tener su mismo punto de vista. Aproximó su cara a la de él, y Toller vio que sus ojos se abrían sorprendidos.
— ¡Toller! — La voz era como la de un niño, pasmado de asombro —. ¡Hay algo que brilla allí!
Se levantó a toda la velocidad que le permitía su leve cuerpo, pasó por encima de él y entró en la cueva.
Preso de un extraño temor, Toller trató de gritarle que tuviera cuidado, pero su garganta estaba seca y las palabras parecían haberle abandonado. Gesalla ya estaba apartando las piedras de arriba. La observó aturdido mientras ella introducía sus manos en el montículo, sacando algo pesado que llevó hasta la luz clara de la entrada de la cueva.
Se arrodilló junto a Toller, colocando el hallazgo sobre sus muslos. Era un trozo de roca gris oscuro, pero distinta a cualquier otra que Toller hubiera visto antes. Atravesando ésta, incrustada en ella aunque con distinta composición, había una franja ancha de un material blanco, pero de un blanco que reflejaba el sol como las aguas de un lago distante al amanecer.
— Es precioso — susurró Gesalla —, ¿pero qué es?
— No lo… — Haciendo una mueca de dolor, Toller alcanzó sus ropas, buscó en un bolsillo y sacó el extraño recuerdo que le había dado su padre. Lo colocó junto al estrato resplandeciente de la piedra, confirmando lo que ya sabía: que eran idénticas en su composición.
Gesalla cogió el pedazo y pasó la punta de un dedo por la superficie pulida.
— ¿De dónde sacaste esto?
— Mi padre… mi padre verdadero… me lo dio en Chamteth justo antes de morir. Me dijo que lo había encontrado hacía tiempo. Antes de que yo naciera. En la provincia de Redant.
— Es extraño. — Gesalla se estremeció y alzó la mirada hacia el disco brumoso, enigmático y expectante del Viejo Mundo —. ¿Será la nuestra la primera migración, Toller? ¿Ha ocurrido ya todo esto antes?
— Eso creo, y quizá muchas veces, pero lo importante es que nos aseguremos de que nunca…
La debilidad obligó a Toller a dejar su frase inconclusa. Apoyó su mano sobre la franja bruñida de la roca, cautivado por su frialdad y rareza, y por silenciosos indicios de que, de alguna forma, él podría hacer que el futuro no se pareciera al pasado.