22. El banquete de Kamchak

Había sido el turno de los tuchuks.

Simulan sitiar una ciudad durante unos días y aparentan llegar hasta las últimas consecuencias. Pero finalmente se supone que el cansancio de los sitiadores es tan grande que tienen que retirarse. Lo hacen lentamente, y se desplazan con sus boskos y sus carros durante unos días, en este caso exactamente cuatro. Una vez que los carros y el ganado han quedado fuera de la zona de peligro, no hay más que hacer galopar a las kaiilas durante una sola noche, al amparo de la oscuridad, para volver y tomar la población por sorpresa.

La mayor parte de Turia estaba en llamas. Algunos centenares habían recibido órdenes expresas de tomar determinados pozos, graneros y edificios públicos, entre los cuales estaba el palacio del mismísimo Ubar, Phanius Turmus. Éste, y también Kamras, su oficial de más alta graduación, habían caído prisioneros casi inmediatamente, pues para ello se movilizaron sendos centenares. La mayor parte del Alto Consejo de Turia estaba también encadenada por los tuchuks. La ciudad carecía en ese momento de líderes, aunque aquí y allá valientes turianos habían reunido a guardias y hombres de armas, así como a determinados civiles, haciéndose fuertes en algunas calles, de manera que en la ciudad había algunos puntos de resistencia a la invasión. Hay que decir que el conjunto de edificios que componían la Casa de Saphrar no habían caído en manos de los tuchuks, gracias a sus numerosos guardianes y a las altas murallas que la protegían. Tampoco había caído la torre situada en otro lugar que albergaba a los guerreros de Ha-Keel, el mercenario de Puerto Kar; y a sus tarns.

Kamchak había instalado su cuartel general en el palacio de Phanius Turmus, que dejando aparte el saqueo y la destrucción gratuita de sus tapices y mosaicos, no había sufrido daños de importancia. Desde ese lugar dirigía la ocupación de la ciudad.

Harold había insistido en acompañar a la chica a su casa cuando acabó la irrupción de tuchuks por la puerta principal, y por añadidura también quiso acompañar al vendedor de vino y al alfarero. Fui con él deteniéndome sólo para desgarrar la parte superior de mi túnica de panadero y desteñirme el pelo en una fuente. La verdad es que no deseaba que una flecha tuchuk me atravesara mientras caminaba por la ciudad, y eso era algo muy probable si me confundían con un turiano. Por otra parte también sabía que a los tuchuks les resultaba familiar el color natural de mi cabello, y que al verlo quizás tendrían la generosidad de no disparar a su poseedor.

Cuando levanté la cabeza de la fuente, Harold lanzó un grito de sorpresa y dijo:

—¡Pero si tú eres Tarl Cabot!

—Efectivamente —respondí.

Tras dejar a la chica, al alfarero y al vendedor en la relativa seguridad de sus hogares, nos dirigimos a la Casa de Saphrar. Después de ver lo que allí ocurría pensé que de momento no podía ayudar en nada. El recinto estaba sitiado por más de dos millares. No se había iniciado ningún asalto a la plaza. Con seguridad, habrían empezado a amontonar piedras enormes tras las puertas. Se percibía claramente el olor a aceite de tharlarión, listo para que lo desparramaran sobre aquellos que intentasen cavar junto a la muralla o apoyar en ella una escalera. Ocasionalmente se intercambiaban disparos de ballesta y de arco. Una cosa me preocupaba: aquel muro que rodeaba toda la residencia del mercader dejaba fuera del alcance de los arqueros tuchuks la azotea de la torre; desde allí los tarns podían entrar y salir sin demasiado peligro. Es decir, que Saphrar podía abandonar el recinto a lomos de un tarn, si así lo decidía. De todos modos, aislado como se encontraba, probablemente desconocía la gravedad del peligro que corría. En el interior disponía sin duda de una cantidad de provisiones que le permitirían soportar un largo asedio. A mi parecer, Saphrar sabía que podía volar cuando así lo quisiera, pero todavía no había querido hacerlo.

Mi intención era dirigirme inmediatamente hacia el palacio de Phanius Turmus, en donde Kamchak había instalado su cuartel general. Quería ponerme cuanto antes a disposición del Ubar de los tuchuks, pero Harold insistió en que lo que debíamos hacer era patrullar por la ciudad para examinar los focos de resistencia turianos.

—¿Y eso por qué? —pregunté.

—Es algo que le debemos a nuestra importancia.

Finalmente llegó la noche, y seguíamos juntos por las calles de Turia. A menudo bordeábamos edificios en llamas.

Llegamos a un recinto amurallado y empezamos a caminar a su alrededor.

Hasta nosotros llegaban gritos lastimeros procedentes del interior, así como también gemidos y sollozos de mujer.

—¿Qué sitio es éste? —pregunté.

—El palacio de Phanius Turmus —me respondió Harold.

—Oigo llorar a mujeres.

—Son mujeres turianas capturadas por los tuchuks. La mayor parte del botín de Turia está tras estas paredes.

Quedé muy sorprendido cuando en la puerta del recinto los cuatro guardianes tuchuks que allí se encontraban golpearon sus escudos con las lanzas tres veces. La lanza golpea el escudo una vez ante el comandante de una decena, dos veces ante el de una centena y tres veces ante el comandante de un millar.

—¡Pasad, comandantes! —dijo el jefe de los cuatro guardianes mientras se hacían a un lado.

Naturalmente, le pregunté a Harold por qué motivo nos habían saludado de esa manera. Yo había esperado que los guardias nos dieran el alto, y que luego quizás pasaríamos gracias a alguna estratagema ideada por Harold sobre la marcha, pero en ningún caso pensé que entraríamos tan fácilmente.

—¿Que por qué nos han saludado así? —dijo Harold mientras observaba el patio por el que avanzábamos—. Pues porque tienes el rango de comandante de un millar.

—No lo entiendo.

—Es un regalo de Kamchak. Le sugerí que sería apropiado recompensarte con este honor después de los esfuerzos que has hecho en la puerta aunque, todo hay que decirlo, tu actuación no fue demasiado hábil.

—Gracias.

—Como podrás suponer, también le he sugerido que me otorgase ese rango a mí, sobre todo teniendo en cuenta que el auténtico responsable de toda la acción fui yo.

—¡Oh, claro! ¡Naturalmente!

—Como podrás también suponer —añadió Harold—, no tienes a ningún millar que mandar.

—De todas maneras, es un rango con considerable poder por sí mismo.

—Sí, eso es cierto.

Por supuesto que era cierto: en los Pueblos del Carro, el rango inmediatamente superior al de comandante del millar era el de Ubar.

—¿Por qué no me lo habías dicho antes? —pregunté.

—No me parecía demasiado importante —respondió el joven guerrero.

Apreté los puños y consideré la idea de darle un puñetazo en las narices, uno que fuera lo suficientemente fuerte.

—Lo que pasa —añadió Harold— es que los korobanos le dan más importancia a estas cosas que los tuchuks.

En ese momento llegaba con Harold a un rincón del muro del jardín en el que se amontonaban los metales preciosos. Allí había de todo: bandejas, copas, cuencos repletos de joyas, collares, brazaletes, pulseras... También pude ver cajas de monedas, y otras cajas amontonadas una encima de otra repletas de barras de oro y de plata, cada una de las cuales llevaba una marca en la que constaba su peso. El palacio del Ubar es también la fábrica de moneda de la ciudad; allí acuñan las monedas, una por una, por medio de un martillo que golpea sobre la superficie plana de un troquel. Hay que decir que las monedas goreanas no se fabrican con el propósito de luego almacenarlas. Consecuentemente, el relieve puede tener mayor o menor prominencia, con lo que aumenta la libertad del artista. Por esta razón, la moneda goreana es casi siempre más bella que las de la Tierra, tan uniformemente fabricadas. Por último, cabe decir que algunas monedas de Gor son perforadas para permitir unirlas con una cuerda, como las de Tharna, por ejemplo; pero eso no ocurre con las monedas turianas, ni con la mayoría.

Más allá, y también contra el muro, había enormes montones de prendas, casi todas de seda. Eran Vestiduras de Encubrimiento. Al lado, también en un amplio montón, había numerosas armas, así como sillas y arneses. Por último vi numerosos tapices y alfombras, enrollados y listos para su transporte.

—Como comandante —dijo Harold—, tienes derecho a apropiarte de lo que se te antoje de entre todas estas cosas.

Asentí.

Siguiendo nuestro camino, entramos en un patio interior, situado entre el muro del patio exterior y el palacio.

Allí, junto al muro, había una larga fila de mujeres turianas, desvestidas, arrodilladas, y atadas unas a otras de varias maneras, algunas con correas, otras con cadenas. Lo que sí era uniforme era el modo en que tenían atadas las muñecas: alternativamente delante y detrás de sus cuerpos. A ellas era a quienes había oído desde el exterior del muro. Algunas lloraban, y otras se lamentaban, pero la mayoría permanecían en silencio, mudas por la impresión, y miraban al suelo. Dos guardianes tuchuks las vigilaban. Uno llevaba un látigo de esclavo, que utilizaba si los gritos de una de las muchachas se hacían demasiado molestos.

—Eres comandante de un millar —me dijo Harold—. Si cualquiera de estas muchachas es de tu gusto, no tienes más que decírselo a uno de los guardianes, que inmediatamente la señalará como tuya.

—No —respondí—, mejor será que vayamos directamente a encontrarnos con Kamchak.

En ese momento se produjo una riña en la puerta que conducía al patio interior. Al volverme vi que dos guerreros tuchuks, de los cuales uno tenía el hombro ensangrentado y se reía a mandíbula batiente, arrastraban a una chica que se resistía con todas su fuerzas. No llevaba velo, pero continuaba vestida.

¡Era Dina de Turia!

El tuchuk que se reía la levantó ante nosotros.

—¡Una auténtica belleza, comandante! —dijo mientras señalaba con la barbilla su hombro ensangrentado—. ¡Maravillosa! ¡Rebelde y luchadora!

De pronto, Dina dejó de dar patadas y arañazos. Levantó la cabeza y se quedó inmóvil. Respiraba fuertemente, y su expresión al mirarme era de sorpresa.

—No la pongáis en esa fila —dije—, ni tampoco le quitéis la ropa, ni le atéis las muñecas. Permitidle que se ponga el velo, si así lo desea. A esta mujer hay que tratarla con todos los respetos, como a una mujer libre. Llevadla otra vez a su casa, y mientras estemos en la ciudad, protegedla con vuestras vidas.

Los dos guerreros estaban sorprendidos, pero la disciplina tuchuk es inflexible, así que obedecieron sin rechistar.

—¡Sí, comandante! —gritaron ambos liberando a la chica—. ¡Con nuestras vidas!

Dina de Turia me miraba con gratitud.

—No te preocupes —le dije—, ahora estarás segura.

—Pero mi ciudad está ardiendo.

—Lo siento —respondí antes de darme la vuelta rápidamente para entrar en el palacio de Phanius Turmus.

Sabía que mientras los tuchuks permanecieran en la ciudad, ninguna mujer estaría tan segura como Dina, pese a que tan sólo pertenecía a la Casta de los Panaderos.

Subí corriendo los escalones seguido por Harold, y pronto nos encontramos en la sala de entrada al palacio, cubierta de mármol por todas partes. Muchas kaiilas se guarecían en su interior.

Acompañados por otros tuchuks llegamos pronto al salón del trono de Phanius Turmus, en donde vi con sorpresa que se celebraba un banquete. En un extremo de la habitación, sentado en el trono del Ubar, con una tela púrpura sobre su cuero negro, estaba sentado Kamchak de los tuchuks. Su escudo y su lanza se apoyaban contra el trono, y sobre el brazo izquierdo de éste había una quiva desenvainada. En las mesas que quedaban más abajo, y que probablemente habrían traído desde otros lugares del palacio, se hallaban sentados algunos oficiales tuchuks, e incluso algunos hombres sin rango. Les acompañaban numerosas muchachas tuchuks, ya sin sus collares y vestidas con las ropas de las mujeres libres. Todos bebían y reían. Solamente Kamchak continuaba serio. Cerca de él, en sitios de honor, ante una mesa larga y baja estaban sentados los hombres más importantes de Turia, vestidos con sus ropas más lujosas, con el cabello peinado y perfumados para el banquete. Entre ellos pude ver a Kamras, el Campeón de Turia, y también a otra persona próxima al lugar que ocupaba Kamchak, a su derecha. Era un hombre grueso, elegante, con aire decaído. Sí, aquél debía ser Phanius Turmus. Tras esos invitados permanecían en pie los guardianes tuchuks. Todos sabían que bastaría un gesto de Kamchak para que les cortaran inmediatamente el cuello.

—¡Comed! —les ordenó Kamchak.

En la mesa les habían colocado amplios platos repletos de delicadezas preparadas por las cocinas del Ubar, así como copas largas y finas llenas de vinos turianos y pequeños cuencos de especias y azúcares con cucharas para servirse.

Muchachas de las más altas familias de la ciudad servían las mesas completamente desnudas.

También estaban presentes algunos músicos de la ciudad, que procuraban ofrecer lo mejor de su repertorio, aunque parecían un poco limitados por las circunstancias.

De vez en cuando los tuchuks agarraban a alguna de las muchachas que servían y la arrojaban entre gritos sobre los cojines que abundaban por entre las mesas, lo cual provocaba el regocijo de sus compañeros y de las chicas tuchuks.

—¡Comed! —volvió a ordenar Kamchak.

Los prisioneros turianos obedecieron y empezaron a llevarse comida a la boca.

—¡Bienvenidos seáis, comandantes! —dijo Kamchak volviéndose hacia nosotros e invitándonos a tomar asiento.

—No esperaba verte en Turia —le dije.

—Y creo que los turianos tampoco se lo esperaban —remarcó Harold mientras estiraba el brazo por encima de uno de los miembros del Alto Consejo de Turia para apropiarse de una chuleta de verro azucarada.

Pero Kamchak ya no atendía a nuestra conversación, y miraba con aire ausente hacia la alfombra delante del trono ahora manchada con los líquidos de las bebidas derramadas y por los desperdicios del banquete. No parecía demasiado consciente de lo que ocurría a su alrededor. Aunque ésa debería haber sido una noche de triunfo para él, no parecía contento en absoluto.

—Por lo que veo —dije—, el Ubar de los tuchuks no es feliz.

Kamchak se volvió para mirarme otra vez.

—La ciudad arde —comenté.

—Déjala arder.

—Es tuya, Kamchak.

—No la quiero, no quiero para mí la ciudad de Turia.

—Entonces, ¿qué es lo que buscas? —le pregunté.

—Lo único que quiero es la sangre de Saphrar.

—Así que todo esto —inquirí—, ¿solamente es una venganza por la muerte de Kutaituchik?

—Para vengar a Kutaituchik haría arder mil ciudades.

—Y eso ¿por qué?

—Porque era mi padre —respondió Kamchak antes de volver la cabeza.

Durante la comida, acudieron de vez en cuando los mensajeros para hablar con Kamchak y volver a partir rápidamente. Venían de diversas partes de la ciudad, e incluso de los lejanos carros, que estaban a varias horas de kaiila.

Sirvieron más comida y bebida, e incluso los hombres de Turia allí presentes fueron obligados a punta de quiva a beber grandes cantidades de vino, con lo que algunos empezaron a hablar confusamente, y otros lloraban. Los demás comensales se encontraban cada vez más excitados y alegres, y seguían las melodías bárbaras que los músicos interpretaban. En un momento dado, tres chicas tuchuks entraron en la sala vestidas con sedas. Ambas llevaban fustas en la mano. Arrastraban a una muchacha turiana desnuda, de aspecto miserable. Habían encontrado una larga cuerda para atarle las manos por detrás; después le habían dado con ella varias vueltas en torno a la cintura y la habían anudado convenientemente para poder llevarla a rastras.

—¡Ésta era nuestra ama! —gritó una de las muchachas tuchuks mientras la golpeaba con la fusta.

Al oír esto, las jóvenes tuchuks que se encontraban en las mesas aplaudieron con deleite. Enseguida entraron dos o tres grupos de muchachas tuchuks, cada uno conduciendo por una cuerda a la que hasta hacía unas horas había sido su dueña. Después obligaron a las turianas a peinarles el pelo y a lavarles los pies junto a las mesas, para que desempeñaran las tareas de las esclavas de servicio. Más tarde hicieron que algunas danzaran para los hombres, y finalmente una de las tuchuks señaló a su antigua ama y gritó:

—¿Cuánto se me ofrece por esta esclava?

Con lo cual uno de los hombres, siguiendo la diversión, gritó un precio, que desde luego no subía a más de unos cuantos discotarns de cobre. Las jóvenes tuchuks gritaban de excitación, y empezaron a incitar a los posibles compradores para que pusieran a subasta a sus antiguas dueñas. Así, lanzaron a una bellísima muchacha turiana a los brazos de un tuchuk vestido de cuero por tan sólo siete discotarns de cobre. En medio de todas estas chanzas llegó un mensajero que se dirigió a toda prisa hacia donde se encontraba Kamchak. El Ubar de los tuchuks escuchó impasible lo que le decía, y finalmente se levantó. Señaló a los hombres turianos cautivos y dijo:

—¡Lleváoslos! ¡Que les pongan el Kes y los encadenen! ¡Que empiecen enseguida a trabajar!

Los guardias tuchuks obedecieron y condujeron a Phanius Turmus, a Kamras y a todos los demás. Los comensales observaban a Kamchak, esperando sus indicaciones. Incluso los músicos habían dejado de tocar.

—El festín ha concluido —dijo Kamchak.

Los invitados y las cautivas, arrastradas por aquellos que habían querido apropiarse de ellas, salieron de la estancia.

Kamchak seguía en pie frente al trono de Phanius Turmus, con el manto púrpura del Ubar por encima de un hombro. Contemplaba el desorden de las mesas, las copas caídas, los restos del banquete. Solamente él, Harold y yo continuábamos en aquel gran salón del trono.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Están atacando a los carros y los boskos —respondió.

—¿Quién? —gritó Harold.

—Los paravaci —dijo Kamchak.

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